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Publicado por primera vez en 1986


Segunda edición en 1991
Tercera edición en abril de 2006

Cartas a un prisionero del Seol


Novela documental

© 2006
ALEF GUIMEL
CUENTOS·TEOCRATICOS EDICIONES
www.cuentosteocraticos.net

ESTÁ PROHIBIDA la comercialización de esta novela, o el cobro de dinero para


recuperación de gastos de producción. Su distribución sólo se autoriza de forma
gratuita.

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ÍNDICE
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1 - El hijo ausente
2 - Orlando Masvi
3 - Lejanos Recuerdos
4 - Mabel Robertson
5 - Los primeros años en García
6 - Cuando la mente y el corazón no están ciegos
7 - El grupito aislado
8 - Julián y Marta
9 - Aquel amargo invierno
10 - Mendoza
11 - Alicia Robles
12 - El magisterio incomparable
13 - Los árboles enanos
14 - Azucena
15 - El cordero simulador
16 - La granja en pie de guerra
17 - El gigante anémico y el predicador dinámico
18 - ¡Apresúrate a dormir!

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Invitación

Es una gran alegría hacer disponible para todos esta novela documental
escrita por nuestra querida hermana Lira Berrueta (Álef Guímel): “Cartas a un
prisionero del Seol.”
En ella se cuenta la historia de una madre que tiene que criar sola a su hijo
ciego de nacimiento, el que fallece a los 15 años. De allí en adelante, ella le
escribe cartas, a modo de diario, para poder contarle todo lo que pasó en su
ausencia cuando él regrese en la resurrección.
En Ana Masvi, personaje principal de esta historia, la hermana Lira plasmó
su propia personalidad; así lo expresó ella misma.
Ana refleja todo el amor de Lira por el servicio de tiempo completo. El
capítulo 12, “El magisterio incomparable”, es un estimulo enorme para quienes
sirven de precursores.
La hermana Lira mencionó en rueda de amigos que muchos le preguntaron
si esta era su propia historia, algunos hasta le preguntaban por su hijo ciego... En
verdad, ella nunca tuvo hijos, ni tampoco se casó; pero siempre sintió una
profunda compasión por las personas ciegas. Mejor, que ella misma lo exprese en
sus palabras referidas a este libro:

«De tanto en tanto me he solazado pensado en la felicidad que sentirán los


que han sido ciegos cuando vuelvan en la resurrección con la capacidad de ver.
La forma, el color, la belleza armoniosa de todo lo creado le han añadido valor y
significado a mi vida, por eso siento profunda compasión por los que sólo pueden
tener una idea vaga por medio del tacto. Por eso, mis más amados personajes
fueron una maestra rural y su hijo, ciego de nacimiento. Ella, Ana Masvi, tiene mi
personalidad, y el niño, Pablo, es el destinatario de sus amorosos esfuerzos al
educarlo para que pueda disfrutar más plenamente de la vida a pesar de su

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ceguera. En ellos está basado mi cuarto libro, una novela documental llamada
“Cartas a un prisionero del Seol”.
Ana, que también escribe en su tiempo libre, le explica a Pablo al final del
capítulo 14, que un libro se parece mucho a un hijo. Lo sentimos crecer en la
oscuridad y nutrirse de lo más vital en nosotros; por su causa es necesario
fortalecerse y alimentarse, ya que uno está edificando otro organismo que tendrá
vida propia.»1

Esperamos sinceramente que disfruten de este libro, que tiene su sello de


amor y devoción a Jehová, combinada con una riqueza literaria exquisita.
Afectuosamente, sus hermanos,

Grupo Administrativo
Cuentos · Teocráticos Ediciones

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A UN NIÑO CIEGO

Tu inspiradora imagen hizo nido en mi mente;


es algo tibio y dulce que da gusto albergar.
Tu presencia, tan llena de calor y de estímulo,
me dejó muchas cosas buenas en qué pensar.
Gracias por enseñarme a aceptar lo que duele
sin rencor, sin reproches, con genuina humildad,
adecuando tu vida frente a lo inexorable,
mordido en carne viva por la fatalidad.
Tus ojos, malogrados que la luz nunca vieron,
son la espina punzante que te castiga más.
(...)
Dentro de poco tiempo cada voz tendrá un rostro;
adquiriremos forma en tu archivo mental.
Tu ansiedad inquisitiva quedará satisfecha.
La niñez es el tiempo del “cómo” y el “por qué”.
1
De su autobiografía, “Una historia personal e intransferible”, capítulo 9, «La vuelta al “Río de los pájaros”»

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Nuestras respuestas vagas son muletas incómodas


que ya no te harán falta para apoyar tu pie.
El Dios de las alturas que hizo la luz del día
borrará las tinieblas que te tienen cercado.
Que su amorosa mano haga llanas tus sendas;
que su ternura te abra cualquier paso vedado.
Quisiera estar allí cuando el milagro
te envuelva, te traspase y transfigure,
y quedarme con algo del encanto
que en tu vibrante éxtasis fulgure.
Siento que hay muchas cosas que debo agradecerte.
Lo que al pasar dejaste fue refrescante y puro.
Guardaré en mis recuerdos tu serena sonrisa,
tu bastoncito blanco y tus lentes oscuros.

Álef Guímel
(De “Reflexiones de un Guijarro”)
EL HIJO AUSENTE
—Capítulo Uno—

Buenos Aires, 11 de Septiembre de 1984

PABLO QUERIDO:

Hoy se cumplen treinta años desde aquel oscuro día invernal en que nos
separamos por primera vez y por tiempo indefinido. La fecha ha estado dando
vueltas en mi mente, irrumpiendo de súbito en mis pensamientos, desde hace
varios días. Estoy obligada a encarar un hecho irremediable: ya tengo sesenta y
cinco años y mis fuerzas flaquean. Mis piernas están doloridas y vacilantes. Hace
unos días me caí en la calle, una tarde lluviosa, y eso me produjo una fractura.
Ahora, con un tobillo enyesado y sin poder salir a predicar, tengo mucho tiempo
para pensar y revivir el pasado. Puedo comprobar que los más queridos recuerdos
de mi vida han resistido al deterioro, están intactos en forma y contenido.
Dentro de dos meses también se cumplirán treinta años desde que mi
nombre entró en la lista de precursores de la Asociación para permanecer en ella
sin ninguna interrupción. Hasta que me saquen el yeso y pueda volver a caminar,
mi servicio de predicación estará limitado a conducir cuatro estudios bíblicos con
personas que han accedido a venir a casa, y a escribir algunas cartas de

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testimonio para enviar a casas de departamentos donde no se permite la entrada


a desconocidos.
Dios ha llenado mi vida con mucha actividad recompensadora. El dolor de
tu ausencia y el gusto amargo que dejaron en mi boca las cosas que sucedieron
ese mismo año, no me impidieron gozar de la gran medida de satisfacción que
Jehová me concedió más tarde, al permitirme disfrutar plenamente de la obra de
predicación. Llegué a conocer los más emocionantes matices de la felicidad de
dar, tan superior a la de recibir, como enseñó Jesús. Todas mis expectativas
fueron superadas pero a pesar de eso, el vacío que dejó tu muerte, no pudo ser
cubierto con nada. La voz de la sangre es inconfundible y poderosa. Desde la
concepción en adelante, un hijo representa cosas con las cuales ningún extraño
puede ser conectado. El hijo propio es el móvil de una cantidad de experiencias y
sensaciones que se identifican solamente con él. Desde el momento en que se
forma y empieza a crecer tiene derechos y exigencias que no se le pueden negar;
está cobrando un tributo de amor que ningún hijo ajeno podría reclamar. Cumple
una función en la que nadie puede sustituirlo, acelerando el proceso de madurez
de la madre y sensibilizando su conciencia para los deberes que le esperan. El
mundo tiene un dicho: “Nadie es insustituible”. Sin embargo, hay personas que de
veras lo son en su hogar, en el lugar que ocupan en la vida y en el corazón de los
demás, aunque no lo sean como piezas en la maquinaria de la sociedad humana.
Desde aquel 11 de Septiembre de 1954 he sentido gran cariño por muchos niños;
los he ayudado espiritualmente, me he regocijado al verlos crecer y lograr sus
objetivos, pero ninguno ocupó tu lugar. Ninguno me necesitó como tú, ninguno me
perteneció ni me llamó mamá. Con ninguno pude hablar de todas las cosas que
hablaba contigo, ni con la misma profundidad.
El hecho de que tus ojos ciegos te aislaban del mundo, era un motivo más
para que te apegaras a mí como no lo hizo jamás ninguna criatura viviente. He
echado siempre de menos aquel acercamiento que teníamos, aquella íntima
correspondencia de sentimientos. Nuestra relación de familia fue un diálogo
ininterrumpido durante quince años. Empecé a hablarte cuando una enfermera te
puso en mis brazos por primera vez, y dejé de hacerlo cuando el silencio definitivo
selló tus labios.
En este largo invierno siento la necesidad de reanudar la comunicación
contigo. Es cierto, ahora tú no puedes responderme, pero me hace bien clasificar y
poner en orden mi invalorable colección de memorias y experiencias, y hacerme la
ilusión de que te pongo al día con ellas. Por causa de esta pesada bota de yeso
que me retiene en casa, estoy escribiendo muchas cartas como ya te dije. Eso
inspiró en mí el deseo de escribirte a ti también.
Ciertas personas sumamente prácticas lo considerarían una idea insólita y
me calificarían de madre desequilibrada por un sentimentalismo enfermizo. ¿A
quién se le ocurre escribirle a un hijo adolescente que murió hace treinta años?
Pensarían que estoy entrando en el reblandecimiento mental que trae la edad
avanzada. Pero yo sé que no es así.
Algunos me dirán con sorna: —¿Qué piensa hacer para preservar esas
cartas a través de la tribulación venidera, a fin de que su hijo pueda leerlas cuando
llegue la resurrección?

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Y yo les responderé: —Sé que no puedo hacer nada para conservarlas,


como no podría hacerlo en medio de una inundación o un incendio; pero el
escribirlas me ayuda a sobrellevar la soledad ahora, y a vivir de nuevo mis
recuerdos. Lo único que tengo la seguridad de no perder es este minucioso trabajo
de reconstrucción que estoy haciendo en mi archivo mental con la ayuda de un
diario que llevé a través de estos años, en el cual bosquejé a grandes rasgos,
concisamente, los principales acontecimientos. Si todo está claro en mi mente,
algún día será más fácil contarle a Pablo lo que sucedió en su ausencia y realizar
un amado sueño: reunir todos esos recuerdos en un libro que será un regalo de mi
corazón para sus ojos nuevos. En ese libro como en estas cartas, volcaré el
profundo gozo que dejan los años bien vividos, el tiempo bien usado, enalteciendo
la única causa por la cual la humanidad llegó a existir: servir a su Hacedor.
¡Cuánto me consuelan estos pensamientos! La inalterable promesa de Dios
de recobrar a todos los que duermen en el Seol, el sepulcro común de la
humanidad, le ha cortado las uñas a la muerte. Ya no puede desgarrarnos como lo
hace con los que no tienen esperanza. Sé que volverás, millones de veces han
pasado por mi mente las palabras de Jesús en Lucas 20: 38, cuando después de
referirse a los patriarcas hebreos dijo: “Él no es Dios de muertos sino de vivos,
porque para él todos ellos viven”. Tú cerraste los ojos adorando al Autor de la vida,
por eso jamás pasó por mí la sombra de una duda en cuanto a tu recompensa
futura. En cambio, mi preocupación durante todo este tiempo fue aferrarme a la fe
verdadera para estar a tu lado en la deseada hora del reencuentro. Juntos y con la
ayuda de Dios superamos muchas dificultades en el pasado. Juntos
enfrentaremos las brillantes perspectivas del próximo milenio.
Tengo una deuda de gratitud contigo. Desde el polvo seguiste inspirándome
tenacidad y valor para continuar. También te debo una respuesta a algunas de las
interrogantes que me planteabas en tu niñez, y que yo evadía porque me
causaban dolor. Una de esas preguntas que me dejó muda y perpleja, cuando
tenías apenas siete años, fue: “¿Por qué Dios le dio ojos que ven a los demás
niños y a mí no?”. Mi conocimiento de religión era muy precario entonces, lleno de
dogmas incuestionables, y misterios sin solución, y no me proporcionó una
respuesta satisfactoria.
Siempre traté de ocultarte la relación estrecha que había entre la conducta
juvenil de tu padre y tu ceguera. Mis contestaciones eran ambiguas cuando tenía
que explicarte por qué él no vivía con nosotros y venía sólo de tanto en tanto a
verte; y por qué yo obsesivamente te frotaba las manos y la cara con alcohol
después que él se iba, como borrando la huella de sus besos.
Detrás de esos hechos que no comprendías, se ocultaba el drama de mi
gran frustración: el descubrimiento de la vida disoluta que tu padre estaba viviendo
y el saber que tú, mi único hijo, serías quien tuviera que cargar la penosa
herencia. Nunca te dije esto cara a cara porque no tuve el valor de apagar del todo
aquella chispa de amor que encendían sus visitas espaciadas. Un niño necesita
un padre aunque éste sea sólo un símbolo, una simple leyenda. Por ti y por él
preferí callar muchas cosas. Yo no esperaba nada. Me había visto relegada en mi
papel de esposa, suplantada por mujeres de ningún valor, y sabía bien que el lazo
que una vez había existido entre tu padre y yo no podría ser zurcido con éxito.
Pero tú seguías siendo lo más noble que había habido en la vida de tu padre, algo

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genuino y perdurable que podía triunfar sobre sus continuas vacilaciones. Si


alguna vez él hallara en ti el estímulo para regenerarse y empezar de nuevo, sería
mejor que no tuviera que luchar contra tu rencor y tu desconfianza. Pero,
lamentablemente, ese momento no llegó.
Volviendo al principio del relato, en cuanto el informe médico me confirmó
que tu ceguera no dejaba lugar a ninguna esperanza, empecé a prepararme para
hacer lo que pudiera por ti. Tenía planes para inscribirte en una de las buenas
escuelas para ciegos de Buenos Aires y vigilar yo misma tu educación. Pero el
abandono de tu padre, dos años después de tu nacimiento, me obligó a recurrir a
mi profesión de maestra normal. Era casi imposible conseguir un puesto en una
escuela de la capital en la década del 40, especialmente en mi caso, ya que sólo
había hecho algunas suplencias y no tenía méritos de antigüedad ante el Consejo
Nacional de Educación. Hubiera podido conseguir algún empleo bien remunerado,
puesto que estaba preparada para diversas actividades, pero eso hubiera
significado internarte en un instituto y verte sólo los sábados y domingos para
quedar libre para trabajar durante la semana. Esa idea me resultaba insoportable.
Tú me necesitabas todo el tiempo. Además, mi sed de amor, siempre insatisfecha,
no concebía el disfrutar de ti escasamente por un largo número de años. La
solución ideal era el magisterio, tenerte conmigo en la escuela, y a la vez
beneficiarte colocándote diariamente al nivel de los niños videntes entre los cuales
aprenderías a desenvolverte cada día.
Así surgió la oportunidad de ocupar un puesto de maestra en García, el
lugar donde me sucedieron las peores y las mejores cosas. Cualquier punto del
mapa sería bueno, no importaba cuán lejos o cuán insignificante, si me
proporcionaba la oportunidad de atender a nuestras necesidades sin tener que
separarnos; y me propuse suplir con imaginación y amor lo que un instituto
especializado hubiera podido lograr.
El nombramiento me llegó a fines del año escolar, en noviembre de 1942.
Debía inaugurar una pequeña escuela donada por un rico industrial en García que
reuniría a los niños de un sector alejado y de las granjas vecinas. En los tres
meses disponibles antes de trasladarme a García para comenzar el año escolar
de 1943, visité las escuelas para no videntes, observé sus métodos de enseñanza,
y concurrí regularmente a la Biblioteca de Maestros para leer dos libros agotados
que era imposible conseguir en el comercio: “La Pedagogía de los Ciegos” y “El
Mundo de los Ciegos” de Pedro Villey, un profesor francés fallecido, que había
ejercido esa especialidad en un instituto de Francia. Llené un cuaderno con notas
útiles que me equiparon para emprender la tarea de tu educación.
Llegamos a García una hermosa tarde de verano a principios de Marzo. La
extensión de campo verde que el tren atravesó fue un descanso para los ojos. Al
acercarnos a la ciudad, que no tenía entonces más de ocho mil habitantes, se
veían a ambos lados de la vía los barrios pobres de ranchos de barro y viviendas
improvisadas de lata y madera en los que vivían la mayoría de los niños que iban
a beneficiarse con la nueva escuela. El señor García Lagos, que había donado el
terreno y el edificio, iba a estar esperándonos en la estación. Yo había recibido
como un mes antes una carta muy amable, muy bien expresada, en que este
señor tenía la gentileza de asegurarme que quería serme útil en allanar cualquier
problema que tuviera que ver con mi instalación allí. Al responder a su carta le

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puse al corriente de mi situación; le expliqué que estaba separada de mi esposo y


le hablé de ti, de mi gran interés por el magisterio, y mi deseo de ayudar a los
niños pobres que siempre me inspiraron cariño y preocupación.
El tren entró a las 15.30 en la estación García. Era igual a todas las demás
que habíamos visto en el camino; paredes grises y largos bancos de madera
contra la pared, bajo un alero que servía de refugio contra la lluvia. Había cerca de
diez personas esperando el tren para viajar. Junto a la entrada de una oficina que
tenía en la puerta el típico cartelito “Jefe de Estación”, y conversando con el jefe
uniformado, había un hombre que representaba menos de cuarenta años,
elegantemente vestido, que tenía de la mano a una niña de cabello castaño
rizado, vestida como una muñeca. Una de sus piernas, delgada y débil, encajaba
dentro del aparato ortopédico que usan los niños que han sido víctimas de la
parálisis infantil. Dos hombres jóvenes completaban el grupo. Al verme descender
ayudando a un niño no vidente, se acercaron. Sí, eran Julián y Marta, su única
hija, aquella dulce criatura que tú y yo llegamos a querer tanto. Los dos jóvenes
eran empleados de su fábrica que iban a llevar nuestro equipaje en una camioneta
hasta la pequeña casita edificada junto a la escuela para vivienda de la maestra, la
cual fue nuestra morada durante más de once años.
Julián nos llevó en su auto particular. Cuando llegamos preguntó: —¿Qué
quiere ver primero, la casa o la escuela?
—¡La escuela! —respondí sin titubear.
Él sonrió complacido. Era una simple estructura de cemento con techo de
tejas rojas. Contemplé el saloncito, con un escritorio al frente para la maestra, un
mueble biblioteca, y unos treinta bancos de dos asientos barnizados en tono claro.
Al fondo había otra aula con mesas y sillas para grupos de seis alumnos,
destinada a los grados superiores. Desde las ventanas se veían los verdes
campos y algunas casas a bastante distancia unas de otras. Entre ellas pasaba la
cinta gris de la ruta que llevaba a Buenos Aires. Yo creía estar soñando. Era la
primera vez que entraba en una escuela para quedarme.
—¡Cómo deseo que vuelen los días que faltan para ver esos bancos llenos
de niños! —comenté.
—Necesitábamos mucho otra escuela. La número uno y la número dos ya
no dan abasto.
—Me encanta el patio embaldosado al frente para que los chicos hagan
gimnasia y para que jueguen en los recreos. En esa franja de tierra alrededor voy
a plantar enredaderas para adornar el cerco.
—Si le gusta plantar tiene bastante tierra al fondo de su vivienda. Puede
disponer de todo lo que hay como mejor le parezca. Vamos a la casa ahora, a ver
si le gusta tanto como la escuela.
Era, como recordarás, simple y acogedora. Nada ofrecía peligro, lo cual la
hacía ideal para ti. La salita de entrada era nuestro comedor y lugar de recibo. A la
izquierda estaba la cocina seguida por el baño, y detrás el dormitorio de seis
metros por cuatro, con una gran ventana que daba al fondo, donde doce metros
cuadrados de tierra esperaban una mano que los cultivara. Los muebles que
habían llegado unos días antes, fueron desembalados y arreglados por los
muchachos. Julián traía una caja grande con provisiones para que no tuviéramos
que hacer compras en el primer momento. Había pensado en todo para hacernos

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sentir cómodos. Nos invitó a cenar en su casa esa noche. Uno de sus empleados
volvería con un auto a buscarnos al anochecer. En camino a su casa le comenté al
joven la impresión que me había causado la gentileza del señor García Lagos. Él
me dijo que Julián era uno de los miembros más respetados y queridos de la
familia en la localidad. Nunca se oía una palabra contra él. Quién buscara un favor
en un momento de aprieto hallaría su mano generosa. La esposa de Julián había
muerto cuando Marta era aún muy pequeña. Él se había dedicado a su hija y no
había vuelto a casarse. La única de sus hermanas que quedaba soltera, Celia,
vivía con ellos, atendía la casa y cuidaba amorosamente de Marta.
La casa de Julián era amplia y cómoda pero no excesivamente lujosa.
Estaba situada en una avenida bordeada de álamos, fuera del centro. Del
vestíbulo de entrada pasamos a la biblioteca, donde cientos de libros, muchos de
ellos finamente encuadernados, lucían en los estantes sus títulos dorados. De allí
pasamos al comedor, profusamente iluminado. Los muebles sobrios de color
caoba, contrastaban con el tapizado de las sillas en cuero beige. La platería, la
vajilla y el hermoso arreglo de todo en la mesa, indicaban que estábamos en un
hogar donde era común recibir y agasajar visitas.
No pude menos que cumplimentar a Julián por la biblioteca, detalle que yo
estimaba como una carta de recomendación en un hogar. Eso llevó la
conversación a libros y autores, y noté que él sabía comentar con inteligencia lo
mucho que había leído. Se habló también de los orígenes de la ciudad, que había
empezado por ser Parada García, cuando su bisabuelo español había comprado
esos campos para criar ganado, y el tren se detenía allí para cargar leche y
transportarla a la capital.
Noté que Marta te miraba con cariño, te hablaba y buscaba el modo de
vencer la barrera que tu ceguera ponía entre los dos. Me preguntó si le permitía
llevarte a caminar por el jardín.
—No tema, señora; voy a guiarlo bien; no voy a dejarlo caer. Ya tengo ocho
años. Además, con esta pierna débil no puedo apurarme mucho.
Cuando ella habló de caminar tú te aferraste a mi brazo. Le expliqué que no
era fácil hacerte pasear. Ese sencillo ejercicio, que es un placer para el niño que
ve, no tiene ningún atractivo para el no vidente, al no recibir el estímulo del color y
la forma de todo lo que le rodea. Marta no se daba por vencida.
—Pero... ¿no podemos jugar juntos a algún juego?
Le sugerí que pusiera en tus manos distintos objetos o juguetes y te dejara
palparlos y nombrarlos. Pronto estaban los dos sentados sobre la alfombra en la
biblioteca, rodeados de juguetes, frutas, estatuitas y pequeños objetos que ella
había recogido de diferentes partes de la casa. Tú tendías tus manitas y ella iba
cambiando las cosas que te daba para palpar. Cuando acertabas con el nombre
sin demora, los dos reían con deleite. Fue la primera vez que te vi jugar con otro
niño y reír con tanta felicidad, y esa alegría tuya me parecía un augurio de días
felices en García.
Después de la cena, Julián nos llevó a casa en su auto. Al volver a esa
orilla de la ciudad, el silencio y la soledad del campo me infundían una sensación
de desamparo que nunca había conocido en la aglomerada capital. La inmensa
oscuridad era perforada por un haz de luz de tanto en tanto, cuando algún

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vehículo pasaba por la ruta que iba a Buenos Aires. Arriba las estrellas lucían
enormes y brillantes.
—Parece que estuviéramos fuera de la civilización aquí —comenté al bajar
del coche.
—Todo lo que tiene que hacer es echarle llave a la puerta para sentirse
más segura, pero aún si no lo hiciera, no tiene importancia, porque aquí nunca
pasa nada. Hay gente que jamás se preocupa por cerrar las puertas. Cuando
conozca al comisario, pregúntele y él le contará que en toda la historia de García
hubo sólo un crimen y lo cometió un anciano enfermo en un ataque de locura,
contra su propia esposa. Hay, sí, de vez en cuando, el robo de un caballo o de una
bicicleta. Pero esas cosas las hacen los que no son del pueblo. No quiero decir
que García esté habitada por santos. Tal vez algunos de los que viven aquí van a
hacer las mismas cosas a otro lado. Pero, no hay motivo para vivir en temor como
en la capital.
Él dirigió los faros de su automóvil hacia la entrada de la casita y esperó a
que yo abriera y encendiera la luz para irse. Al sentirme de nuevo envuelta en el
inmenso silencio de la noche, después de que el auto se perdió en la distancia,
sola por primera vez en una casa con un niño indefenso, el futuro se abrió ante mi
mente como un gran signo de interrogación.
¡Cuántas cosas significativas quedaban atrás! La capital, vínculos de
amistad, el periodismo y el ambiente literario en que tanto había deseado forjarme
un lugar. Recordé con una sensación de impotencia la novela que traía entre mi
equipaje. Sólo había escrito cinco capítulos y quién sabe cuándo la continuaría.
Mezclado con algunos sentimientos de frustración estaba el gozo de haber
asegurado nuestro sustento, y de haber hallado la solución ideal para no tener que
separarme de ti. Era una extraña amalgama de alegría y tristeza. Me sentía como
alguien que, después de alcanzar una orilla muy deseada, ve romperse el puente
que acaba de cruzar.
En los días que siguieron, mientras me preparaba para el comienzo de las
clases, salí contigo algunas tardes a recorrer la ciudad. No había mucho que ver
fuera de algunos edificios públicos, un pequeño parque, y el cementerio. El
nombre García se leía en varias calles y casas de comercio. El único hotel que
había se llamaba, para variar, Hotel García. Las calles tenían diferentes nombres
a ambos lados de la avenida principal. Evidentemente, o sobraban héroes o
faltaban calles. Era difícil recordar a cual antecesor de los García honraba cada
calle, de modo que, en breve tiempo uno sucumbía a la costumbre popular y
hablaba como todos los demás, de la calle del molino viejo, la calle de la
panadería, la calle ancha, o la calle de los Pérez.
No tardé mucho en comprender que en las pequeñas poblaciones la
maestra debía vivir como en una casa de cristal, dejando que sus actos estuvieran
a la vista de la gente de criterio estrecho, ansiosa de descubrir lacras en
cualquiera que demostrara mejor educación y formación que ellos. El trato con los
niños más pobres de las zonas rurales me puso en contacto con una realidad
diferente. Tendría que luchar no sólo contra la ignorancia, sino contra la
superstición y la negligencia de algunos padres en cuanto a alimentar, higienizar y
educar a sus hijos. Este lado triste de las cosas estaba en parte compensado por
la apariencia simpática y tranquila de la pequeña localidad, a la cual se le había

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concedido la categoría de ciudad dos años antes de llegar nosotros. Aquella calma
pueblerina que me agradó desde el primer momento, aquella sensación de oasis,
resultó al fin el atractivo guante en que se ocultaba una garra de afiladas uñas que
de tanto en tanto se desenvainaba.
En los suaves atardeceres de marzo, llevándote de la mano por las calles
solitarias de García, mis ojos se llenaban de crepúsculos magníficos. Otras veces,
caminando por la ruta, observaba la sombra de la noche que se extendía sobre los
campos cercanos, y aspiraba profundamente el perfume de la tierra arada y de las
plantas silvestres. Así, sin muchas variaciones, fueron transcurriendo los primeros
años en García, el lugar en que tuve que dejarte durmiendo el sueño duradero; el
lugar en que me sucedieron algunas de las mejores y de las peores cosas. De las
peores no llegaste a enterarte y te las iré contando ordenadamente. En cuanto a
las mejores, tú conoces bien el acontecimiento con que estuvieron ligadas: la
llegada de Mabel Robertson a nuestra casita.
Hacía seis años que vivíamos en García. ¡Tengo tan presentes los detalles
de aquella tarde! Estábamos los dos en el comedor. Tú jugabas palpando tus
autitos y animales plásticos, mientras yo aprontaba libros y cuadernos para el año
escolar que empezaba pocos días más tarde. Era carnaval y el pueblo, según su
costumbre, jugaba con agua. A través de la ventana se veían los grupos
bullangueros de niños y mayores que se arrojaban agua unos a otros. La ciudad
se había extendido hacia esa orilla y ya no había alrededor de la escuela tanto
campo verde, sino nuevos caseríos. De pronto vi correr a una muchacha rubia
huyendo de un grupo que buscaba la ocasión de mojarla, provistos de baldes y
latas de agua. Su aspecto y sus ropas elegantes la identificaban como extranjera.
Evidentemente, era alguien que estaba de paso en García. Corrí al portoncito del
jardín invitándola a entrar para refugiarse en nuestra casa. Con marcado acento
norteamericano agradeció la invitación y entró.
En español entrecortado explicó que andaba con un grupo de predicadores
llevando de casa en casa un mensaje acerca de la Biblia. En respuesta a mis
preguntas, nos contó que hacía pocos meses había llegado de los Estados Unidos
para participar como misionera en la obra mundial de los Testigos de Jehová.
Había nacido en Detroit. Su padre médico, y su madre, constituían su única
familia.
Todo en ella captó mi interés. Sus pequeños ojos azules llenos de vida, su
sonrisa franca, y la mención de la Biblia que yo siempre había deseado conocer.
Por primera vez alguien me dijo que la Biblia tenía un tema principal: el
establecimiento de un reino celestial para gobernar la Tierra, redimir al hombre y
reconstruir el Paraíso.
Afuera, sonaban tamboriles y se oían canciones vulgares. El carnaval
exteriorizaba las huecas alegrías del mundo. Dentro de mi pequeña casa, yo
empezaba a paladear una alegría espiritual desconocida hasta entonces y siempre
buscada. ¿Sería posible que la fe incluyera tantas cosas además del concepto de
un Dios que hasta entonces había sido para mí una imagen mental desdibujada,
borrosa? ¿Sería posible que ese Dios tuviera un nombre, un mensaje especial
para nuestros días, y mensajeros humanos para entregarlo? Ése fue el más
emocionante descubrimiento de mi vida. Hasta entonces, el Creador cuyo nombre
ignoraba, era un ilustre desconocido. Lo imaginaba indescriptible en gloria y

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majestad. Al tratar de vislumbrarlo mi mente se retraía llena de turbación, como si


hubiera estado asomándome a una entrada prohibida. En cambio, mi pensamiento
podía detenerse cómodamente en Jesús. Sabía que en la tierra él había sufrido,
había llorado, había pedido fuerzas al sentirse desfallecer; estaba al alcance de la
comprensión humana.
Mabel se fijó en ti, en tu aire de ausencia, y quiso atraerte a la
conversación: —¿Te gusta leer historias? Las de la Biblia son las más
interesantes que existen.
—Cualquier clase de historias le gustan, pero es necesario leérselas porque
mi hijo es no vidente.
Mabel se conmovió y te miró detenidamente, con ternura. Felizmente no
cometió el error de compadecerte, lo cual siempre provocaba tu frialdad. Al
contrario, agregó: —¿Sabes que la Biblia tiene un mensaje muy bueno para los
que no ven?
Abriendo su Versión Valera, nos leyó Isaías 35: 5. “Entonces los ojos de los
ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán”.
Al cabo de una charla que debe haber durado cerca de una hora, la
misionera decidió marcharse, temiendo que el grupo de sus compañeros estaría
buscándola. Desde aquel día, Mabel Robertson volvió fielmente a García, para
alimentarnos espiritualmente, el primer sábado de cada mes; y pasaba la tarde
entera con nosotros. La verdad de Dios que ella nos trajo llenó de luz nuestra vida
y nos puso ante nuevas dimensiones y expectativas. Antes de conocerla, nuestro
escenario era muy estrecho: la vía del tren al norte; el cementerio al sur; una
extensión de campo verde al este y otra al oeste. Lo único que me llegaba del
mundo exterior, fuera de diarios y revistas, era una carta de mi madre cada dos o
tres meses. Hasta que Mabel entró como una bendición en nuestra vida, mi razón
de existir se llamaba Pablo, mi escasa alegría se llamaba Pablo, y la más
arraigada de mis tristezas se llamaba Pablo. Había soportado tempestades
hondas en mi vida y experiencias quemantes como fuego. Pero, igual que Elías,
como lo narra el capítulo 19 del primer libro de los Reyes, no hallé a Jehová en el
viento ni en el fuego, sino en una voz calmada y dulce que me trajo su palabra.
Entre una visita y otra contábamos los días deseando que el tiempo pasara
pronto. Ella era el acontecimiento social del mes; la persona más deseada y
esperada en nuestra casa. Nos complacíamos en recordar los detalles de su
conversación y enseñanzas. Gozábamos hasta de sus errores al manejar
trabajosamente nuestro idioma. Hacía las más graciosas confusiones con las
palabras que se parecían en inglés y español. “Once” significa “una vez” en inglés.
Ella lamentaba que al estar tan lejos no le fuera posible venir a vernos ¡once veces
por semana! En otra ocasión, no le venía a la mente la traducción de la palabra
inglesa “soap”, que es “jabón”, y nos aseguró que el vestido que tenía puesto
podía lavarse muy bien con sopa. Cuando caminaba mucho con su cartera llena
de libros, decía que había andado varias horas con el cartero al hombro. Siempre
estaba un poco disgustada con lo que ella llamaba, “esa complicación de atribuirle
sexo a cosas que no lo necesitan, como una mesa o una silla”, y lamentaba que
en nuestro idioma las cosas comunes no pudieran estar simplemente en género
neutro, como en inglés.

Cartas a un prisionero del Seol · 14


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Alargábamos el disfrute de su compañía caminando con Mabel hasta la


estación y esperando la salida del tren. ¡Ella traía tanto colorido a nuestro pequeño
mundo! Gracias a Jehová, todo el amor y la paciencia de aquella auténtica
misionera no estuvieron desperdiciados ni en tu caso ni en el mío. Progresamos
en la verdad y empezamos a congregarnos con los hermanos de Villa Solidaria,
que era la congregación más cercana a García. Felizmente, los dos ya habíamos
sellado nuestra dedicación con el bautismo cuando llegó el día aciago en que
tuvimos que separarnos. En cuanto a mí, ése fue el momento de probar la
indescriptible fuerza que Dios nos da cuando lo invocamos desde la misma
frontera de la resistencia humana. Su mano poderosa me sostuvo cuando tuve
que caminar entre la doble fila de cipreses que bordeaban la calle principal dentro
del cementerio de García, siguiendo la caja oscura que guardaba tu cuerpo. Me
sentí vacía, como esculpida en bronce. Parecía que los controles que gobernaban
mis movimientos eran accionados desde muy lejos, desde más allá de mi cerebro.
Eduardo Aguilar, el superintendente de Villa solidaria, pronunció un breve
discurso frente a la tumba, basado en las palabras del apóstol Pablo en 1 Corintios
15: 36 - 38 que dicen: “...Lo que siembras no es vivificado a menos que primero
muera; y en cuanto a lo que siembras, no siembras el cuerpo que se desarrollará,
sino un grano desnudo, quizás de trigo o cualquiera de los demás”.
El orador explicó la palabra hebrea seol, el lugar de descanso en la muerte;
descanso con esperanza, tal como el sueño de cada noche es una expresión de
esperanza porque dormimos con la seguridad de despertar. Habló del sueño
fecundo de la semilla que se entrega a la tierra con la esperanza de erguirse con
un nuevo cuerpo. Para lograrlo, el cuerpo que la contiene debe desintegrarse.
Hoy, treinta años más tarde, todavía me conmuevo usando esas palabras para
consolar a otros con la promesa de la resurrección. El grano sembrado tiene que
deshacerse en la tierra para convertirse en un organismo sano, con hojas verdes
llenas de vitalidad, el cual es la razón de existir de la semilla.
En este largo invierno, treinta años más cerca del reencuentro, sigue latente
en mí la expectativa. ¡Mi grano de trigo, el que dejé en la tierra de un cementerio
pueblerino, tiene que resurgir con un cuerpo nuevo, y con ojos sensibles a la luz!

Hasta mañana, hijo.

Cartas a un prisionero del Seol · 15


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Orlando Masvi
—Capítulo Dos—

HOY VOY A HABLARTE de la persona sobre quién más preguntas solías


hacerme, Orlando Masvi, tu padre. Pondré a un lado lo que personalmente pudiera
sentir contra él y trataré de hacer una justipreciación de su personalidad. No
quisiera que tuvieras la impresión de que él no te amaba, porque no fue así. Creo
que su mayor dificultad radicaba en que estaba mal preparado para la adversidad.
Cuando llegué de vuelta a casa contigo, cuatro días después de tu nacimiento,
hallé un ramo de rosas en el dormitorio; era la bienvenida de tu padre. También
había flores en la salita de entrada, enviadas por sus compañeros de trabajo.
Aquel fue un día radiante en nuestro hogar, uno de los días verdaderamente
felices que disfruta juntos. Cuando tenías cinco meses empecé a notar que no
reaccionabas ante los objetos que mis manos te acercaban. Tus ojos no se
movían para seguirlos; ninguna cosa parecía atraer tu mirada. Después llegó
aquel día dramático en que volví contigo a la clínica. El doctor Rossi tenía ya los
resultados de los análisis, que confirmaban sus sospechas en cuanto a la relación
entre tus ojos y cierta infección genital que había descubierto en mí. Había ido
sola a su consultorio y los oculistas ya te habían examinado. El médico dijo que
necesitaba hablar con tu padre. Le aseguré que cualquier cosa que tuviera que
decir podía decírmela a mí directamente; más aún, le pedí encarecidamente que lo
hiciera. Entonces me enteré de que nunca ibas a ver. La causa estaba a la vista
en los análisis: yo estaba contagiada por una enfermedad venérea que tu padre
había ocultado.
El médico me explicó que cuando el niño al nacer se desliza por un
conducto infectado, si se alojan gérmenes en sus ojos, estos quedan
definitivamente inutilizados. Me aseguró que la ciencia ha confirmado que por lo
menos el veinte por ciento de los casos de ceguera de nacimiento se deben a
enfermedades venéreas. El doctor Rossi notó mi desolación, mi desconcierto, y el
temblor de mi cuerpo al levantarme del asiento para salir. Bondadosamente llamó
a una enfermera y le pidió que me acompañara hasta la calle y me ayudara a
tomar un taxi. Al salir estaba tan aturdida que el tráfico me anonadaba. No podía
dejar de pensar cómo te ibas a sentir tú en el ambiente enloquecido de la ciudad
sin poder ver. Recuerdo que te estreché en mis brazos con un cariño y un dolor
indescriptibles al lenguaje humano. Desde ese momento y hasta que la muerte se
interpuso, cada cosa que experimenté en mi vida me afectó en dos sentidos:
desde mi posición y desde la tuya.

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Recuerdo haber leído que, antiguamente en Oriente y en Europa, los niños


que nacían ciegos eran considerados malditos de Dios y se los hacía trabajar en
minas subterráneas hasta que morían. ¡Estrecha mentalidad de la edad media! En
cambio, fuiste una gran bendición en mi vida hueca, sin propósito ni conocimiento
del Dios verdadero.
Cuando la doble vida de tu padre salió a luz como resultado de la
investigación del doctor Rossi, la atmósfera empezó a hacerse muy pesada en
nuestra casa. Algo frágil y hermoso que había existido entre los dos, se quebró
irreparablemente, y de tanto en tanto surgían recriminaciones amargas. Tengo
muy presente un día en que le eché en cara su falta de lealtad al no haberme
hablado de su enfermedad ni haber tomado medidas para protegerme, y él
contestó:
—No pensé que era necesario hacer un drama de eso cuando vivimos en la
era de la penicilina.
Estábamos en el dormitorio. Señalando la cuna en que dormías, le dije: -Allí
está la principal víctima del drama. ¿Crees que eso lo puede arreglar, la
penicilina?
Con el pasar del tiempo pude comprobar que la penicilina lo había
defraudado. Cuando fue a García para el funeral, después de dos años en que no
aparecía, lo encontré muy envejecido. Me acordé del dicho que Mabel Robertson
conservaba de su abuela: “Los dioses que adoramos escriben sus nombres sobre
nuestro rostro”. Ciertamente, los surcos de su rostro demacrado demostraban que
el gratificar la carne no es recompensador. En esa ocasión, el hermano Aguilar
habló con él sobre nuestra esperanza. Escuchó cortésmente sin mostrar interés.
Esa fue la última vez que lo vi, cuando caminamos lado a lado para dejar en una
fosa lo único que nos quedaba en común: nuestro hijo.
Dos años después de tu nacimiento, un día tu padre me comunicó que iba a
dejar la casa porque al fin había hallado una mujer que de veras lo comprendía y
valoraba sus sentimientos. Le pregunté si estaba en sus planes seguir
sosteniendo nuestro hogar. La respuesta fue un poco ambigua. Dijo que él sabía
lo que tenía que hacer, pero como yo no iba a estar satisfecha de todos modos,
debía encargarme de mis propios lujos y caprichos, y él velaría por ti. Al principio
enviaba a su hermano todos los meses con una porción de dinero bastante
escasa, que luego llegaba cada dos o tres meses. Tuve que demandarlo
judicialmente, y el juez fijó la cantidad que sería descontada de su sueldo.
Entonces dejó su empleo de varios años en una firma comercial y se puso a
trabajar en corretajes de diversos productos, apareciendo como desocupado para
las autoridades. El principal rasgo de su personalidad se hacía cada vez más
evidente; era irresponsable. Más tarde me enteré de que la esposa de uno de sus
amigos de la infancia había abandonado su hogar para vivir con él. Como dice el
proverbio ruso: “El diablo derrama miel en las esposas de otros hombres”.
El abandono de tu padre me obligó a planear cuidadosamente la lucha por
nuestra subsistencia. Ya te mencioné que la idea de recluirte en un instituto para
ciegos, total o parcialmente, no me atraía. Prefería tenerte conmigo en una
escuela normal, ya que en mi gran soledad te necesitaba tanto como tú a mí. Para
enfrentar tal alternativa, mi padrastro se mostró mucho más servicial que de
costumbre recurriendo a amigos influyentes que lograron que mi solicitud fuera

Cartas a un prisionero del Seol · 17


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puesta delante de muchas otras para que se me concediera un puesto de maestra


rural.
Cuando mi padrastro se mostró tan comprensivo ante mis dificultades y tan
bien dispuesto para cooperar, empecé a darme cuenta que no era tan malo, como
había pensado hasta entonces. En realidad nunca me importó irritarlo con mi
frialdad. Jamás quise llamarlo papá porque no podía soportar la idea de poner a
otra persona en el lugar de mi padre. Muchas veces rechazaba cualquier idea que
fuera de él, solo para demostrarle que no reconocía su autoridad. Pero hoy
comprendo que si no hubiera sido por él, que era el principal mecánico de la
fábrica de tejidos de papá, y el que más se empeñó en llevarla adelante después
de su muerte, ni eso se hubiera salvado de los voraces abogados que
intervinieron.
Cuando fui a hacerme cargo de la escuela rural en García, tu padre fue
informado de nuestra nueva dirección. Hacía tres años que vivíamos allá, tú ya
habías cumplido siete, y él nunca habla venido a verte. Tus preguntas acerca de él
eran más frecuentes y difíciles de contestar. Entonces decidí escribirle una carta y
enviarla a la dirección de su hermano. Hoy reconozco que fue una carta bastante
sarcástica; algunos años más tarde, cuando ya estaba en la verdad, la hubiera
expresado de otra manera.
Entre otras cosas le decía que su hijo estaba bien porque su madre se
había encargado de que no careciera de nada en todos esos años; a falta de un
padre que velara por él. Le explicaba que tú preguntabas siempre por él, porque
los chicos en la escuela hablaban de sus padres, y querían saber si el tuyo no
venía a verte porque no te quería. Recuerdo claramente este párrafo: "Sé que
Pablo te ha defraudado. Te hubiera gustado tener un hijo brillante, sin
impedimentos, al cual pudieras lucir con orgullo. Pero él no eligió sus males. Los
gérmenes que lo hicieron víctima ya estaban almacenados antes de su
nacimiento. El no sabe nada de esta carta. Si te decides a venir, por favor no las
menciones, para que Pablo no sepa que tu amor es una limosna que tuvo que ser
solicitada". Para terminar le decía que si hacía eso por ti no tendría que pensar
más que en el costo del boleto, equivalente a un paquete de cigarrillos, y que yo
por darte esa alegría tendría el gusto de invitarlo a almorzar.

Algunos días después apareció. En algún recodo de tu mente debe estar


grabada la Impresión de esa visita. Te trata una caja de bombones de chocolate y
comentó: -Quería regalarle algo a Pablo, pero no se me ocurrió nada. Le hubiera
comprado un juguete, ¿pero que le puede interesar a un niño que no ve?
Igual que tanta gente, pensaba que había muy pocas cosas que pudieran
hacer feliz a un ciego. Le mostré tu colección de animalitos plásticos y le expliqué
con qué placer los palpabas cuando yo te leía historias de animales, multiplicando
sus dimensiones para darles con la imaginación su tamaño natural. También le
mostré tus barquitos, autos y camiones, que te ayudaban a visualizar mentalmente
los vehículos que transitaban la ruta que iba a la capital.
Eso le hizo comprender mejor tu limitado mundo y la próxima vez que vino,
varios meses más tarde, te trajo un auto-bomba, una reproducción exacta de los
que usaban los bomberos. Estabas fascinado y le hiciste muchas preguntas sobre
la manera en que trabajaban los bomberos; cómo se abrían paso entre las llamas;

Cartas a un prisionero del Seol · 18


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como salvaban a la gente; cómo se vestían; cómo eran entrenados. Te contó lo


que sabía de ellos con mucha animación. Varias veces los había visto salir del
local de los bomberos voluntarios en San Isidro. Un domingo en particular,
después de tres largos toques de sirena, los habla visto llegar de todos lados,
algunos a medio vestir, como corriendo por su vida misma. Con rapidez increíble
se habían equipado adentro y en pocos minutos ya estaban en los vehículos
correspondientes marchando hacia el lugar del incendio. Llevaban sus piquetas
para derribar puertas y ventanas y sus cascos para protegerlos del material
dañado que caía. Te describió las largas horas de lucha con el fuego soportando
el calor abrasador, ahogados por el humo que corta la respiración, aguantando lo
inaguantable para salvar vidas y propiedades.
Desde aquel día los bomberos fueron héroes para ti. Decidí tratar el tema
en clase y te encargué que dieras algunas explicaciones con el uso del pequeño
camión. Estabas radiante de entusiasmo ¡Cuántas veces después de eso, te oí
hablar con los chicos detalladamente de los bomberos, y nunca te olvidabas de
mencionar que tu papá te lo había contado y te había regalado una auto-bomba
para que los conocieras mejor!
Años más tarde, cuando ya éramos Testigos de Jehová, un día
preguntaste:
—¿Los bomberos se salvarán todos, verdad?
—Los que acepten el mensaje de Dios,
—Pero... ¿No basta con que ellos arriesguen la vida para salvar a otros?
—Un bombero salva a alguien de morir en un incendio, y eso es muy loable.
Pero allí termina su misión. La persona rescatada sigue viviendo con los mismos
errores de antes y no está pronta para ser salvada en el Armagedón solo por
haber sido librada del fuego. Luego, si a ese bombero Dios quiere enseñarle a
preparar personas para la salvación eterna y él rehúsa hacerlo, está pasando por
alto la salvación más importante. ¿Ves la diferencia?
¿Sabes que durante los años de mi precursorado especial e n Buenos Aires
tuve el privilegio de enseñarle la verdad a un bombero'? Él sigue fiel y espera
conocerte porque le hablé de tu interés por su trabajo.
Después de aquella segunda visita de tu padre a García, repasando
mentalmente los detalles, tuve que llegar a ciertas conclusiones. Mencionó que
varias veces había visto a los bomberos aprontarse para su trabajo. El local de los
bomberos voluntarios de San Isidro está frente al hipódromo. No había perdido el
hábito de apostar su dinero a las carreras de caballos, lo cual incluía el dinero que
debía haberte enviado a ti. Y sin duda, seguía yendo al casino también. La ruleta
había sido una de sus más fuertes pasiones juveniles, y él había llegado a darse
cuenta de que le faltaba aprender donde parar. Cada vez que salía del casino con
los bolsillos vacíos, y eso sucedía siete u ocho veces de cada diez, lamentaba no
tener la suficiente fuerza de voluntad para retirarse después de haber ganado
alguna modesta cantidad. Me confesó una vez que se sentía como poseído por
una fuerza diabólica que lo obligaba a seguir hasta haberío perdido todo. Por eso,
se aseguraba de dejar en casa una cantidad mínima para irla pasando hasta que
volviera a cobrar su sueldo.
Cuando recién nos casarnos tuve la ilusión de que podría hacerlo desistir
del juego. Varias veces mencionó que ahora debía ser más prudente, ya que tenía

Cartas a un prisionero del Seol · 19


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un hogar para mantener. Pensé que poco a poco tendría éxito en hacerlo cambiar.
Me pidió que lo acompañara al casino y me parara a su lado mientras jugaba, con
el fin de que lo tomara fuertemente del brazo y le recordara que era hora de volver
a casa, cuando hubiera ganado una cierta cantidad. Debía detenerlo antes que
resbalara por el pasillo descendente que lleva a la ruina.
El jugador siempre quiere darle otra oportunidad a la esquiva suerte. La
superstición y el azar parecen ser un matrimonio de enamorados inseparables. Un
día estaba yo en Buenos Aires comprando artículos en una librería que vendía
también números de lotería. Una pareja joven se detuvo frente a la vidriera,
mirando atentamente los números que se exponían. Luego entraron y pidieron al
vendedor Un número que terminaba en 72. Él tenía que sacarlo de la vidriera con
un gancho, y desde el interior del local, solo veía el reverso del billete. Ellos le
señalaron cual querían, pero él tuvo que sacar tres números diferentes hasta que
acertó con el deseado. Se miraron uno al otro, consultaron en voz baja, contaron
su dinero y al fin se llevaron los tres. Ella comentó: “Sería terrible haberlos visto,
saber que los sacaron de la vidriera por nuestra causa, y luego comprobar que
salió premiado uno de los que no llevamos. Tal vez la suerte nos está indicando
algo. ¡No podemos desairar a la fortuna!”
Les costó hacer la decisión. Tenían el aspecto de gente de la clase media
que llega siempre a fin de mes con dinero medido. Probablemente iban a tener
que privarse de cosas esenciales al llevar los tres billetes, pero la superstición
habló más fuerte que la lógica.
El que se apasiona por el azar vive a la expectativa de aciertos inesperados
que le permiten resarcirse de lo perdido. Ama el dinero fácil que no representa
sudor ni esfuerzo. Como arrastrado por un vértigo irresistible, se desliza a niveles
de donde no puede levantarse más. Al llegar a este punto, algunos terminan con
su vida porque no tienen la valentía de enfrentar al desastre.
Tratando de ayudar a tu padre fui con él varias veces al casino y me
resultaron muy instructivas esas visitas. Influyeron mucho en mi concepto de la
religión mundana. Alrededor de las mesas de juego se veían hombres y mujeres
apretando pequeñas cruces entre sus manos, o besando algunas medallas
religiosas, mientras giraba la ruleta. En las puertas del casino no faltaban
representantes del catolicismo y de varias sectas evangélicas con alcancías para
recibir contribuciones, los cuales abordaban a los que iban saliendo con cara de
haber ganado. Estos contribuían con gusto en la mayoría de los casos. Mimaban
al vicio diciéndole a su ego: "Dios también recibe algo cuando tú ganas". Algunos
parecían considerarlo un diezmo, o un impuesto que le pagaban a Dios porque
suponían que les había ayudado a ganar. Era chocante verlos mezclando sus
sentimientos religiosos con su pasión por el azar. Y allí estaba Babilonia la
Grande, siempre dispuesta a cultivar lo peor de la gente y a sacar provecho de sus
miserias espirituales.
Cuando ya se nos había anunciado tu llegada empecé a tener náuseas en
el ambiente viciado de las salas de juego, donde el humo de los cigarrillos dificulta
la respiración, y le rogué que no me llevara más ni tampoco fuera él. Le hablaba
mucho de la responsabilidad de cuidarte a ti aún antes de nacer, y de manejar
sabiamente el dinero de aquí en adelante.
Hubo un cambio favorable en él pero no fue duradero.

Cartas a un prisionero del Seol · 20


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Después que volví a tratar a tu padre, cuando venía de vez en cuando a


García a visitamos, me puse a analizar serenamente qué rasgos me habían
atraído tanto en él. En primer lugar, él tenía algo que en casa siempre había
faltado después de la muerte de papá: conversación interesante, vivacidad, buen
humor. Aquella tarde, mientras él se explayaba hablándote de los bomberos, lo
observé largamente y después de tantos años comprendí algo claramente. La
sensación de confianza y bienestar que él me habla inspirado al conocerlo venían
de un parecido a papá que no habla advertido hasta entonces. La línea firme del
mentón, la nariz recta, y las cejas espesas. El retrato de mi padre, en mi pieza,
habla sido el símbolo de todo lo maravilloso que pudo haber sido y no fue. A
veces, cuando mi padrastro nos daba un mal día con su temperamento fuerte, me
encerraba en mi pieza y dejaba correr mis lágrimas mirando el rostro sereno de mi
padre. Es comprensible que tantas veces los matrimonios se parezcan
físicamente. El hallar en una persona desconocida los rasgos de los que nos
rodearon y nos protegieron desde niños, produce una atracción que puede ser
engañosa. ¡Qué traicioneros son los ojos! Cuando vuelvas y puedas ver, te vas a
sorprender al comprobar que algunas cosas se aprecian mejor cuando los ojos se
apartan de ellas.
Conocí a tu padre en casa de una muchacha que concurría conmigo a la
escuela de periodismo. Ella y otras amigas me mencionaron que él había sido un
hijo mimado, que no conocía el valor del dinero ni tenía sentido de la
responsabilidad. Descarté tales afirmaciones como manifestaciones de despecho
porque él me había preferido entre todas. Pero la dura experiencia me demostró
que todo eso era verdad y que éramos los dos demasiado diferentes. Orlando
Masvi no vivía intensamente. Se deslizaba sobre la superficie de las cosas
restándoles valor e importancia. Yo en cambio, siempre auscultaba el corazón de
las cosas y aplicaba el oído a lo que no estaba en la superficie. Él gozaba de la
vida con la actitud de quién todo lo merece. Yo en cambio, cuando he tenido
abundancia la he disfrutado con un sentido de culpa, pensando en las multitudes
del mundo que tienen mucho menos de lo que necesitan.
Cuando abras los ojos a la vida, todos estos hechos no te producirán dolor
porque estarás ante el espectáculo magnífico del nuevo Paraíso, un gran regalo
de amor para la humanidad redimida, de parte de un Padre que nunca defrauda ni
abandona a sus hijos.

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Recuerdos Lejanos
—Capítulo Tres—

QUERIDO HIJO:

Me ha hecho mucho bien, en estos meses con tanto tiempo vacío, evaluar y
reconocer los cambios que se operaron en mi mente con el transcurso de los
años. He analizado algunos hechos que me prepararon para entender y aceptar el
mensaje de la Biblia, con todas las responsabilidades que golpearon
estridentemente a las puertas de mi conciencia.
La muerte de mi padre en un accidente de aviación cuando yo tenía nueve
años, dejó algunos porqués sin respuesta en mi mente. Más tarde, mi matrimonio
fracasado y tu ceguera, levantaron nuevas interrogantes que la religión mundana
no me ayudó a resolver. Aparte de esos motivos personales, los acontecimientos
de la década del cuarenta tuvieron una influencia decisiva en mí. El estallido de la
Segunda Guerra Mundial en 1939, el año de tu nacimiento, y el indescriptible baño
de sangre que la tierra recibió, dejó perpleja y emocionalmente desequilibrada a la
generación que estaba entonces en la flor de la vida. Yo tenía veinte años, llevaba
un año de casada, me había graduado como maestra normal, y aparte seguía un
curso de periodismo.
Mi indoblegable amor por la literatura se había convertido en y una sed
insaciable. Tenía en la mente el bosquejo impreciso de varios libros que quería
escribir. Pero la situación mundial era trágica. El aire que se respiraba, lo que se
sentía, lo que se hablaba, todo estaba cargado de dramatismo y amenaza. Las
películas y las nuevas novelas estaban llenas de historias de amor forjadas entre
el fragor de la metralla, y frecuentemente terminaban en una separación definitiva
cuando la muerte cobraba su tributo.
El clima que creó la Segunda Guerra Mundial me desorientó
completamente en cuanto a mis metas, como a tantos otros jóvenes. Cualquier
historia feliz, con un tono positivo y animador, que pudiera ser la base de un libro,
parecía algo fuera de foco y sin aplicación en ese momento. La juventud todavía
estaba sacudiendo de sobre sí las cenizas de la Primera Guerra Mundial, que
aparecía de continuo en las conversaciones de los mayores y era señalada como
la causa de muchas deficiencias de la vida cotidiana. Sin poder olvidar aquella
guerra ni aventar del todo sus cenizas, ya estaba sobre nosotros la Segunda
Guerra Mundial. Los sombríos pronósticos nos entorpecían las manos y los pies
para la acción. El fin de la conflagración no trajo el alivio y la tranquilidad
deseadas, pues como dijo un comentarista: “Terminó la guerra pero la paz no
vino”. Además, no fue una actitud humanitaria, misericordioso ni sensata lo que la

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concluyó, sino una expresión despiadada de superioridad militar: la masacre de


Hiroshima y Nagasaky por las primeras bombas atómicas que fueron probadas
sobre esas dos ciudades indefensas en los primeros días de agosto de 1945.
El panorama local también daba mucho en qué pensar. En enero de 1944,
la nación entera fue sacudida por una noticia. La ciudad de San Juan, capital de la
provincia, había sido casi completamente destruida por un violento terremoto. San
Juan era entonces una antigua ciudad colonialista y sus edificaciones de adobe no
podían resistir un sismo de tal intensidad. La tierra se abrió en grandes grietas que
tragaron gente y animales. El informe oficial fue de 3.500 muertos y 10.000
heridos, pero algunos testigos oculares afirmaban que estas cifras eran pobres y
no abarcaban la magnitud de la tragedia. Las cañerías rotas inundaron los
escombros. La catedral, atestada de gente a causa de una boda, se derrumbó
matando a los sacerdotes, los novios y los invitados.
El terremoto se produjo a las veinte horas. Bajo las últimas luces del
crepúsculo veraniego, los que pudieron escapar de sus hogares corrían
despavoridos por las calles en busca de plazas y lugares abiertos. Luego llovió
torrencialmente durante varios días.
Yo, como muchas personas, recordé lo que había oído de niña acerca de
las calamidades que azotarían al mundo en los días del juicio divino. Mi precario
conocimiento de las profecías bíblicas era entonces un rompecabezas incompleto,
con el cual no podía armar un cuadro claro y lógico.
Las provincias más cercanas a San Juan suministraron los primeros
víveres, medicamentos, colchones y frazadas. Muchas voces se alzaron apelando
a la generosidad del pueblo. Hubo veladas artísticas cuya recaudación se donó
enteramente para la reconstrucción de San Juan. En todo el país se organizaron
colectas para juntar fondos, y el monto alcanzado era suficiente para construir una
ciudad enorme, hermosa y moderna.
Pero cuando llegó el momento de emplear el dinero, nadie supo dar
razones de su paradero. Los damnificados fueron alojados en barrios de
emergencia, en Precarias casas de madera, y los que no pudieron abrirse camino
por sus propios medios siguieron viviendo así, como pude comprobarlo al viajar a
San Juan veinte años después del terremoto. En los barrios humildes, el trazado
de algunas calles había variado, y las veredas mostraban aún diversos mosaicos
que habían sido pisos de habitaciones.
Todo eso me hizo pensar y me dejó perpleja. Era doloroso comprobar que
en las altas esferas hubiera tanta indiferencia al dolor ajeno, tanta deshonestidad
como para despojar a una ciudad casi totalmente destruida, llena de duelo y
miseria, de la esperanza de una pronta recuperación. Los sobrevivientes habían
quedado heridos y aterrados, Dorando a sus muertos, y aún así, algunos de los
que estaban en las Posiciones más encumbradas, los privaban del regalo de amor
de sus compatriotas. Hubo manifestaciones callejeras voceando una pequeña
rima que expresaba la amargura de muchos;

“¿Donde están, donde están,


los dineros de San Juan?"

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Jamás se dio una respuesta a esa pregunta. Ciertamente, el mundo astuto


y lleno de corrupción estaba ganándose el juicio adverso de Dios, que sin duda
vendría alguna Vez.
Con el correr del tiempo, Buenos Aires lucía su prosperidad. Nuevos
edificios, parques, carreteras, y miles de obras públicas la embellecían. Pero el
campo seguía olvidado. La vida del campesino continuaba siendo dura, Primitiva,
sin estímulo. Los hijos se cansaban de esa lucha y se iban a buscar trabajo a las
ciudades. Los padres, al no poder adquirir maquinaria para trabajar ni estar en
condiciones de pagar peones que los ayudaran, languidecían en una situación que
no prometía cambios, o finalmente se unían al éxodo para reencontrarse. Con sus
hijos en el ambiente aglomerado de la capital. La vivienda se convirtió en un
problema angustioso y los hoteles modestos se llenaron de provincianos y
campesinos que dejaban de producir alimento para venir a comprarlo con
escasez, limitados por el salario de las fábricas. Sacrificaban la vida de familia por
la vida agitada y ruidosa de Buenos Aires, viviendo los padres en un hotel, los
hijos en otro, ya que a veces no encontraban habitaciones disponibles en el mismo
lugar.
En ese tiempo se instituyó el voto femenino en el país. Un gran contingente
de mujeres trabajaban de casa en casa tratando de conseguir miembros
femeninos para el partido gobernante. Muchas amas de casa se afiliaban por
temor de estar desfavorablemente señaladas si no lo hacían. Era difícil predicar de
casa en casa entonces y ganar la confianza de la gente, pues temían que
fuéramos agentes del gobierno que trataban de averiguar sus inclinaciones
políticas usando la Biblia como pretexto.
En 1949, en contradicción a la libertad de adoración que la ley del país
garantiza, se creó el “Fichero de Cultos” que debía controlar la actuación de las
organizaciones religiosas en el país. Todo intento de inscripción se les negó a los
Testigos de Jehová. El reconocimiento legal que poseían fue revocado. Así
quedaron las cosas durante más de treinta años.
En algunos lugares del país podíamos realizar asambleas con el permiso de
las autoridades locales que no consultaban a las esferas superiores, las cuales
siempre aludían a cierto decreto todavía vigente. Los salones de reunión seguían
recibiendo raudales de nuevos estudiantes bíblicos que aspiraban a ser Testigos
de Jehová. Ningún cartel los identificaba, pero las autoridades y el vecindario
sabían que estaban allí. Bajo la sombra protectora de la mano de Jehová,
continuamos internándonos en la enmarañada jungla de los últimos días para
rescatar a sus ovejas dispersas.
Muchos se asombraban al enterarse de la discriminación contra nosotros
como minoría religiosa y preguntaban:
-¿Por qué, si no hacen daño a nadie?
Otros comentaban: -¡Parece mentira, con tantos problemas serios en que podrían
ocuparse!
En nuestro país como en el resto de¡ mundo, el terrorismo aumentaba y
causaba estragos, dejando resentimientos profundos. Los victoriosos del pasado
eran los derrotados del presente, que al bajar de su pedestal se unían a los que
maquillaban el fracaso de los nuevos triunfadores.

Cartas a un prisionero del Seol · 24


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En estos últimos años, muchas veces acudieron a mi mente unas palabras


impactantes del poema “SI” de Rudyar Kipling: “El triunfo y la derrota son dos
impostores y hay que aprender a tratarlos por igual”. He visto demostrada la
veracidad de esta afirmación en la remota historia, en la historia inmediata y en mi
propia vida. La línea divisoria entre el triunfo y la derrota es una zona gris
ambigua, en que los logros pueden ser reversibles. Solo las victorias de Dios son
irreversibles, solo sus conquistas son incuestionables.
Jesús, clavado en un madero, impotente y desangrándose como cordero de
Dios ofrecido en sacrificio, parecía un derrotado digno de compasión. Sin
embargo, aquella situación fue la puerta abierta a una ganancia que no podría
jamás tomarse en pérdida. Su sangre derramada, lo convirtió en redentor de la
humanidad. Lo último que Satanás podía hacer contra él era exhibirlo como un
trasgresor ejecutado por la justicia mundana; pero ni aún así logró doblegarlo en
su Integridad como siervo de Dios. A través de indescriptible sufrimiento probó su
lealtad a la soberanía universal de Jehová. Satanás fue derrotado por su propio
triunfo y Jesús glorificado después de su aparente derrota.
En la historia mundana, ¡cuántos héroes celebraron sus victorias con un
sabor amargo en la boca, y cuantos triunfadores momentáneos han tenido que
escurrirse al anonimato, viviendo con documentos falsos, ocultando sus logros y
lauros para no tener que rendir cuentas sobre el lado vergonzoso de sus triunfos,
con el fin de alargar un poco su existencia pasajera!
En el mundo que nos rodea y nos oprime, el triunfo y la derrota se
defraudan mutuamente cuando dividen el botín. Los hombres van y vienen con
cada generación, apretando entre sus manos lo que pueden arrebatar, para luego
aflojar los puños y dejar caer todo al borde de la tumba. Como afirma el rey
Salomón en el primer versículo del capítulo siete de Eclesiastés, solamente para
los que mueren con un nombre honorable en los registros de Dios, el día de la
muerte es mejor que el del nacimiento.
Un pensamiento que me obsesionó desde la adolescencia fue el temor de
vivir en vano, como tantos supuestos triunfadores. Deseaba ardientemente hacer
algo que dignificara mi existencia, vivir con sentido y honrar al Autor de la vida.
Dios no me ignoró; me demostró que yo existía para el cómo persona.
¿Acaso no colmó mi necesidad espiritual al enviar a Mabel Robertson a
nuestro hogar?

Cartas a un prisionero del Seol · 25


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Mabel Robertson
—Capítulo Cuatro—

EL TIEMPO EN SU INCESANTE FLUIR va envolviendo muchas cosas en la


niebla del olvido. Pero hay memorias que no puede socavarlas. Como árboles de
raíces sanas y profundas, resisten los vendavales ruidosos y el deterioro cotidiano,
callado y lento. Así es el recuerdo de Mabel Robertson, siempre fresco y vivo; una
constante fuente de inspiración. Ella me dió la oportunidad de evaluar a un tipo de
persona con el cual no me había encontrado antes a lo largo de mi vida: el que
vive su fe y está dispuesto a sacrificar cosas muy caras para obedecer las
demandas de una conciencia cristiana sensible y entrenada.
Había dejado un hogar lleno de amor y armonía y padres que la echaban de
menos, a fin de responder a la llamada por misioneros dispuestos a enfrentar el
gran trabajo de abrir nuevos campos para el mensaje de Dios en otros
continentes. Había evitado envolverse en relaciones sentimentales que pudieran
desviarla de sus metas. No era difícil entrever en ella una reprimida nostalgia de
hogar y el clamor de un instinto maternal insatisfecho que afloraba a su semblante
cuando contemplaba largamente a un niño. Todos pagamos algún precio por el
camino elegido, y el precio de la adquisición de ciertos privilegios es a veces la
renunciación de otros.
Algo que me maravilló al conocerla fue comprobar que no sentía ningún
orgullo por su nacionalidad norteamericana, como es tan común entre los
ciudadanos de los países más fuertes, que citan y exhiben la suya como un trofeo.
Hablaba con naturalidad de los errores de su gobierno, y aún con cierto sentido
del humor. Cuando salía algún artículo en Despertad denunciando los malos
procederes del Tío Sam dentro de sus fronteras o en los tratos con otras naciones,
usaba ese ejemplar con placer, haciendo notar que la revista estaba impresa en
los Estados Unidos y decía la verdad aunque fuera en detrimento del mismo país
en que opera el cuerpo gobernante de la Sociedad.
Después de mi bautismo, cuando el estudio bíblico que estaba conduciendo
con nosotros se dio por concluido, Mabel venía de tanto en tanto y pasaba un
sábado entero en García. Nos acompañaba en la predicación y nos contaba
experiencias que le escribían sus compañeros de clase de Galaad que predicaban
en otras latitudes.
Una tarde entre semana inesperadamente llegó en el tren de las dos.
Desde que la vi acercarse tuve la impresión de que algo triste sucedía. Ante
nuestras expresiones de sorpresa nos explicó: —Papá llamó por teléfono a la
sucursal tres días atrás para hacernos saber que mamá murió repentinamente, y
quiere que yo vaya a su lado lo antes posible.

Cartas a un prisionero del Seol · 26


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Cuando le mencioné el gozo de la resurrección, y que sin duda volvería a


ver u madre, respondió:
—Tendré que conformarme con que ella me vea a mí, pues tenía la
esperanza celestial.
¡Cuánto había dejado atrás estos misioneros para traernos la verdad!
Aparte del cambio de idioma, ambiente y costumbres, que no es nada fácil,
algunos se habían privado de las cosas más significativas al sentir humano, como
estar cerca de los padres cuando se duermen en la muerte. Había llegado para
Mabel el momento de dejar el servicio misionero al cual dedicara los mejores años
de su vida. A pesar de lo mucho que ocupaba su tiempo en esos días antes del
viaje, no había podido irse sin vernos. Tú y yo representábamos un logro muy
estimado para ella, una carta de recomendación de su ministerio. Una vez nos
contó cuánto significó conocernos, casi cuatro anos antes, en aquella excursión de
su congregación a García, en un momento de depresión cuando luchaba contra el
deseo de dejar su asignación y volver a su país.
Le pregunté: —A pesar de su salud frágil ¿no se opuso tu madre a la idea
de separarse de ti, sabiendo que tal vez no volvería a verte?
—No. Cuando recibí mi invitación para ir a la escuela de misioneros, le
pregunté si estaba segura de que quería dejarme ir, sabiendo que eso suponía
emplear mi entrenamiento en otro país, y respondió:
—Jehová ha sido demasiado bueno conmigo para que yo piense en retener
lo que pudiera darle.
Su partida era al domingo siguiente, de modo que pudimos hacer un viaje
relámpago a la capital para despedirla. Salió del aeropuerto de Ezeiza una fría
tarde' a principios de agosto. Tenía treinta y cinco años. Llevaba nueve años de
servicio extranjero, cinco en América Central y cuatro en la Argentina, sumados a
los seis años de precursorado especial en los Estados Unidos. A los ojos de Dios,
su hermosa juventud debe haber lucido como polvo de oro esparcido en los surcos
de su siembra espiritual. Cuando el avión se elevaba, alejándola de aquel grupo
que agitaba manos y pañuelos, anhelé en mi corazón tener algún día el privilegio
de dar tanto a la obra del Reino como había dado ella y seguir fielmente en las
pisadas de Jesús. Gracias a Dios, ese deseo se realizó más tarde plenamente.
En una de sus cartas, tiempo después me comentaba: -Ahora que no puedo
volver me complazco en revivir mis experiencias, aún las peores, y les doy un
valor muy elevado.
Dos años después de su partida, Mabel se casó con un precursor que había
enviudado, un amigo de la infancia que había crecido en la misma congregación
que ella. Fue muy feliz, especialmente cuando llegó a ser madre de un niño.
Guardo todas las cartas de ella, y he estado repasándolas este invierno. Cuando
su hijo tenía dos meses me escribió: “Le he puesto por nombre Pablo, en recuerdo
de mi más querida experiencia en el campo misionero”.
Cuando le hice saber que había tomado el precursorado como carrera, con
miras de seguirlo hasta el fin, me escribió: “Recuerda Ana, que tu nombre significa
oración. Conversa con Dios de todas las cosas que te importen, y nunca estarás
completamente sola”. Así he hecho desde entonces. Entre una visita y otra le he
contado mis gozos y preocupaciones a Jehová, como lo haría un niño al padre que
lo lleva de la mano. Le he rogado siempre que cuidara de los que se iniciaban en

Cartas a un prisionero del Seol · 27


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sus caminos, y le he dado el crédito por los buenos resultados. Al reclinar mi


cabeza en la almohada cada noche le pido la bendición y el descanso. Al
despertar cada mañana le doy gracias por el nuevo día. Ese compañerismo
estrecho le ha otorgado más sentido a mi vida que todo lo que el mundo pudiera
brindarme.
En aquel mes de agosto de 1952, cuando fuimos a despedir a Mabel,
Buenos Aires tenía una fisonomía diferente. Ya no tenla la despreocupación de las
ciudades que sienten seguros su pan y su paz, y pueden expresar libremente lo
que piensan. Muchas cosas que la gente no se animaba a decir aparecían
garabateadas en las paredes. Se reclamaban personas desaparecidas. Se
protestaba por la escasez de cosas esenciales en el país, que figuraba en las
estadísticas como el mejor alimentado del mundo. Se veían negocios clausurados
judicialmente. Se comentaba que habían rehusado dar alguna contribución muy
significativa a las obras de beneficencia del gobierno, o habían expresado puntos
de vista contrarios con demasiada franqueza.
Un sentimiento anticlerical estaba manifestándose cada vez más
claramente en las leyendas que aparecían en los muros callejeros: “Picos y palas
a los curas”. Algunas canciones populares contenían los mismos pensamientos,
como aquella intencionada chacarera que dice:

El cura no amansa bueyes,/ el cura no sabe arar,


P'al cura no hay años malos,/ él cosecha sin changar.

Di gracias a Dios muchas veces por haberme enviado la verdad a tiempo,


por la amorosa paciencia de Mabel Robertson, y por la anticipada preparación con
que he podido hacer frente ayer como hoy, a los desconcertantes cambios en la
escena local y mundial, evadiendo el engranaje de presiones y dolorosas
sorpresas que atrapan a los que lo esperan todo de los gobiernos humanos.
Entre las páginas más queridas de mi diario están las que contienen el
resumen de una conversación con Mabel que repasé tanto en el curso de los años
hasta que se convirtió en un grabado mental indeleble.
Una tarde de otoño, salimos para hacer algunas visitas cerca de la estación,
y después de caminar mucho escuchando excusas qué equivalían a falta de
interés de los que tratábamos de ayudar, nos sentamos en aquella plazoleta
donde solía descansar contigo al cabo de alguna larga caminata. Mabel no estaba
como siempre ese día. Su natural animación parecía apagada. Le pregunté si
tenía algún problema que le causaba abatimiento. La esencia de su respuesta es
la siguiente:
“Un precursor no es un dínamo inagotable, como algunos de los hermanos
creen. El tener una parte amplia en la obra de Dios y un grado menor de fricción
con el mundo que el resto de la gente, no lo libra a uno de las limitaciones
humanas. A veces tenemos que empujamos para salir a cumplir con las metas
programadas. Cierto orador lo expresó gráficamente al decir: “Hay días en que la
puerta más difícil de enfrentar en la predicación es la de nuestra propia casa,
cuando llega la hora de salir””
Me confesó que hubo ocasiones en que había comenzado la actividad
diaria haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas, ya fuera por sentir nostalgia

Cartas a un prisionero del Seol · 28


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del hogar, porque las noticias de sus padres se demoraban demasiado, o por la
simple depresión que es un constante recordatorio de que no podemos seguir
adelante en nuestras propias fuerzas. ¡Y en cuántos de esos días había probado
la veracidad de las palabras del Salmo 126:6 que dicen:
“El que sin falta sale, aún llorando, llevando consigo una bolsa llena de
semilla, sin falta vendrá con un clamor gozoso, trayendo consigo sus gavillas.”
Algunas de sus mejores experiencias habían acontecido en días así,
anímicamente nublados, como cuando nos halló a nosotros. Las palabras del
Salmo 55:22 la consolaban frecuentemente:
“Arroja tu carga sobre Jehová y él mismo te sustentará”.
Al entregarse al descanso cada noche y pedir nuevas fuerzas para
enfrentar los deberes del día siguiente, las palabras de Jeremías en
Lamentaciones 3:22,23 cobraban mayor relieve:
“...sus misericordias ciertamente no terminarán. Son nuevas cada mañana”.
Recuerdo que le comenté: —Me pesa no haber conocido la verdad en mi
adolescencia, cuando podía haber hecho algunas buenas decisiones para vivir
una vida más completa en el servicio de Dios. Su respuesta en sustancia fue: —
Sin duda ése no era el momento, por eso Dios te llamó más tarde. El mérito está
en responder cuando somos llamados. No debemos preocuparnos por el pasado,
porque no lo podemos cambiar, ni por el futuro, porque no lo podemos controlar
desde el presente. Cada día de vida es una dádiva de Dios, una porción suficiente
con su carga de afanes y obligaciones. No es sabio tratar de llevar sobre nuestros
hombros todo el peso del mañana a la vez. Debemos tomar el tiempo dividido
como Dios nos lo da, día por día, confiando en que Jehová nivelará la carga al día
siguiente, como lo expresó Jesús en Mateo: 6:34: “Suficiente es para cada día su
propio mal”.
Me habló de una canción melódica en inglés, una de las predilectas de su
padre, que ella solía tocar al piano y cantar para él cuando pasaba días en su
casa. El título es “Busca el forro plateado”. La letra nos recuerda que detrás de las
nubes de tormenta aún brilla el sol, por eso, cada nube, por amenazante que
parezca, tiene un forro de luz plateada, que debe alentarnos a mirar más allá de la
tempestad. Como resumen de aquella conversación, escribí en mi diario: “No
ahogues el esplendor del presente bajo un manto de bruma, llorando por el
pasado o angustiándote por el porvenir”.
Ahora que las exigencias de la vida nos separaban, y no podría recurrir a mi
inolvidable instructora en busca de estímulo, tenía que tomar conciencia de un
hecho muy significativo. Yo era, por el momento, la persona más fuerte
espiritualmente entre aquel pequeño grupo de adoradores en García, por lo tanto
debía ayudarlos a madurar como cristianos. Pero, nuestra vida de allí en adelante
no iba a ser tan plácida como en los nueve años anteriores. Algunas pruebas
duras acechaban en el futuro cercano. Ocasionalmente, las palabras de Jesús a
sus apóstoles, en Lucas 22:31, parecían incluirme en su alcance: “Satanás ha
demandado tener a ustedes, para zarandearlos como a trigo”.

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Los primeros años en García


—Capítulo Cinco—

ESTA TARDE VINO A VISITARME una hermana que tiene un hijito de cinco
años. Su voz fresca y cristalina revivió en mi la impresión de aquellos días en que
te llevaba de la mano, comentándote todo lo que te rodeaba, prestándote mis ojos
para que tu mente percibiera las cosas a través de ellos.
Hacíamos largas caminatas con el fin de proveerte más ejercicio físico,
aparte de la clase de gimnasia y lo que caminabas al fondo de nuestra casa,
dándole de comer a los conejos y a las gallinas. En estos paseos, tenía que
ingeniarme para responder algunas preguntas extrañas que formulabas. Pedro
Villey decía en uno de sus libros que, cuando la palabra no evocara ninguna
imagen es un sonido hueco para el ciego. La gente hablaba con entusiasmo de
algunos colores y tú querías saber qué impresión producían y por qué el color
predilecto de unos no era el de otros. Se te hizo un poco más fácil entenderlo
cuando Mabel, siempre alerta a todo lo que pudiera serte útil, nos trajo un ejemplar
atrasado en Despertad que hablaba de la personalidad de los colores y el efecto
que producen en el ánimo. Todavía lo conservo; la fecha es 8 de noviembre de
1948.

Aprendiste que el rojo es un color intenso al relacionarlo con el calor y la


vida, por cuanto el fuego y la sangre son rojos. El verde también llegó a ser una
manifestación de vida en tus pensamientos como lo es el renacer del follaje
después del invierno. El tacto te mostraba la diferencia entre una hoja seca y
quebradiza y una hoja verde, flexible y vigorosa. La fragancia del follaje te
comunicaba la impresión del parque lleno de vida. Tu memoria olfativa y tu
memoria táctil añadían un valioso caudal a tu experiencia. Definimos el azul como
un color sereno y frío, que atrae a las personas razonadoras y tranquilas.
Simboliza la sinceridad y la verdad. El mar y el cielo tienen la serenidad azul, pero
se dejan ganar por los tonos grises cuando deben enfrentar las horas difíciles de
una tempestad.
El amarillo simboliza gloria y alegría si es brillante, porque es el color del
sol; enfermedad y cobardía si es pálido. La hoja marchita es amarilla. El rostro
humano toma una palidez amarillenta cuando algunos males se apoderan del
cuerpo, y también al sobrevenir la muerte. Empezaste a relacionar el blanco con la
pureza y la inculpabilidad, como Dios mismo lo hace en Isaías 1:18 cuando dice:
"Aunque los pecados de ustedes resulten ser como escarlata, se les hará blancos
justamente como la nieve". Aprendiste que la nieve es blanca como el papel de
escribir, y entendiste por qué nos referimos al silencio como blanco cuando

Cartas a un prisionero del Seol · 30


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decimos: —“Se hizo un blanco en la conversación”. Puede significar vacancia,


ausencia sin la idea de dolor, como al decir: —“Hay un blanco en la lista”. También
lo relacionamos con la inexpresividad, y con la frialdad, ya que el hielo es blanco.
El negro en cambio, simboliza fatalidad, tristeza, misterio. Recuerdo que
preguntaste: —Entonces, ¿Jehová no hizo nada negro?
—Sí; hay detalles negros en las cosas más bellas; en algunas flores, en el
pelo de los animales, en el plumaje de algunos pájaros. Produce contrastes que
hacen resaltar los otros colores. Lo mismo sucede en nuestros pensamientos. En
el cuadro pleno de colorido de la vida no faltan trazos negros, como las frecuentes
apariciones de la enfermedad y la muerte. Adán, en medio del Paraíso floreciente,
al ver morir los animales debe haber pensado en la posibilidad de perder su propia
vida. Esa pincelada negra entre los tonos vívidos, debería haber hecho resaltar el
privilegio de estar libre de tal condena.
Las expresiones “recuerdos grises, ánimo gris”, llegaron a tener contenido
para ti al comprender que el gris representa la melancolía y la sobriedad. Pudiste
apreciar la impresión que hacen en el ánimo los días grises, cuando la naturaleza
se vuelve sobria, introvertido, mientras forja fuera de la vista del observador, su
próximo despliegue de vida y color. El invierno, al despojar a los árboles de su
follaje decadente, los obliga a retraerse y esperar los retoños. Es un tiempo que se
parece mucho al ocaso de la vida, cuando el pelo se vuelve gris también, y la
mente retorna frecuentemente al pasado, tratando de recobrar sus recuerdos,
grabados en tonos de azul profundo y vivo.
En la obra de Dios, todo lo perdurable y estable es de colores serenos; el
cielo, el mar, la tierra, los bosques, las montañas, la arena. Todo lo incidental y
variable en cambio, es de colores vívidos y excitantes: las flores, los relámpagos,
las frutas, los crepúsculos. Jehová no nos agredió con un continuo despliegue de
colores fuertes que exaltaran nuestro ánimo. Así debería ser la personalidad ideal
de los humanos: un cuadro de colores neutros y suaves que se combinen
fácilmente con los demás.
A veces me ponías en aprietos con preguntas muy originales, como ser:
—¿De qué color es la lluvia?
—No tiene color, pero al mojar las cosas les da un brillo que hace más
intenso el color natural.
—¿Qué es el brillo?
—Es una condición que hace que las cosas comunes resalten con una
hermosura desacostumbrada. Por eso hablamos de personas que tienen ingenio
brillante, o que brillan en alguna materia que estudian o enseñan.
—¿Qué es el horizonte, mamá?
—Es la línea en que los ojos no pueden ir más allá. Elena Keller la famosa
escritora ciega y sordomuda, lo imaginaba como la línea en que termina el
pensamiento. Acertadamente Pedro Villey escribió que el horizonte del ciego es
auditivo, mientras que el del vidente es visual.
—¿Por qué la gente y las cosas tienen sombras?
—La sombra es una copia que los cuerpos opacos hacen de sí mismos por
efectos de la luz. Cuando la luz viene de atrás, la copia oscura de un cuerpo es
arrojada hacia adelante. Cuando la luz viene de frente, arroja la sombra hacia
atrás.

Cartas a un prisionero del Seol · 31


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La sombra de un árbol o de un edificio, al envolverte en su frescura, te


indicaba la cercanía del objeto que la proyectaba. La extensión de las sombras, a
medida que avanza el día, te indicaban la posición del sol y lo avanzado de la
hora. Jamás confundías la mañana con la tarde o dejabas de distinguir el
mediodía, aún antes de que Julián te regalara el reloj para ciegos que consiguió
en Buenos Aires. A veces, cuando nos sentábamos a descansar bajo un árbol, yo
te marcaba los bordes de la sombra para que imaginaras la amplitud de la copa,
mientras el sol derramaba moneditas de oro entre las hojas.
—¿Qué es un espejo? ¿Qué ve la gente en él?
—El espejo le devuelve a uno su imagen, como el eco devuelve la voz.
Cuando uno puede verse a sí mismo, puede corregir cualquier defecto en la
apariencia, tal como puede corregir su oratoria cuando oye su propia voz
registrada en una cinta magnética.
—¿Qué es una mancha?
—Al palpar una mancha el tacto te dice que algo extraño se adhirió a la tela;
es una cosa superflua que viola la limpieza. Por eso se habla de manchas en la
conciencia; son elementos extraños, impureza que se adhiere. Santiago, el
escritor bíblico, la llamó “esa cosa superflua, la maldad moral”.
Para todas las cosas que debía explicarte trataba de hallar una ilustración
que te ayudara a comprenderla con el auxilio de los otros sentidos. A veces no lo
lograba. Por ejemplo, nunca supe describirte satisfactoriamente la impresión que
producen las luciérnagas, prendiendo y apagando sus pequeños faroles en la
oscuridad de la noche. Só1o puede compararlas a esas ideas vagas, esos
recuerdos imprecisos que se encienden en la mente y se esfuman sin darnos
tiempo a captarlos y definirlos.
Pedro Villey escribió que palpar mucho y preguntar mucho son señales de
buena salud mental en un ciego. Recomendaba hablarles largamente y con
ternura, y dedicar tiempo a leerles relatos que excitaran su imaginación. Un
párrafo de uno de sus libros dice:
“La vista no es necesaria para el buen funcionamiento del pensamiento. La
vista es un tacto de largo alcance que además tiene la sensación del color. El
tacto es una visión próxima sin color, y con la sensación de rugosidad. Los dos
sentidos, pues, nos dan conocimiento del mismo orden. La luz y el color son
nociones de poca importancia para el punto de vista Intelectual del ciego, pues
sólo conciernen a la superficie de los objetos y no entran en la constitución de las
ideas esenciales del pensamiento humano: espacio, tiempo, causa, etc.”
Acertadamente, comparaba a la vista con el obrero más diestro y
experimentado en un taller, cuya capacidad hace que los demás descansen
esperando por él, y tengan que esforzarse desmedidamente cuando él no está.
Por ser el obrero más activo e inteligente, las iniciativas de sus compañeros se
reducen casi a nada, y le dejan a él la dirección de las cosas. Pero al. no estar él,
los otros sentidos redoblan sus esfuerzos y aprovechan la imperiosa necesidad
para mejorar su servicio, aumentar su eficacia y hacerse dignos de un mejor
salario.
En su libro "El Mundo de los Ciegos", el autor afirmaba que, nosotros los
videntes, al imaginamos de pronto afectados por ceguera, nos vemos paralizados,
como si todas nuestras facultades se hubieran entorpecido a la vez, ya que

Cartas a un prisionero del Seol · 32


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nuestra actividad y nuestros pensamientos están organizados alrededor de los


medios visuales. Entonces, nos imaginábamos que el ciego está aplastado bajo un
pesado fardo y que las fuentes de su personalidad están turbias y revueltas. El
vidente imagina que el ciego está fatalmente obsesionado y torturado por el deseo
de ver la luz. También imagina que sufre por no poder contemplar a sus seres
queridos. Pero la verdad es que la fisonomía de una persona preocupa poco o
nada al que no ve, pues no está habituado a encontrar en ella la expresión de la
personalidad. La luz, los rostros, la belleza física, son bienes vedados para él. No
los añora, porque no los ha conocido, ni los tiene en cuenta porque no aportan
nada a sus conceptos. Los videntes pensamos con imágenes y colores. El ciego
piensa con imágenes espaciales, que serían descarnadas y muy pobres si al
concepto del espacio que ocupan no se les pudieran añadir el perfume, el sonido,
la suavidad, la sedosidad, el encanto que el tacto encuentra e interpreta, además
del gozo de entender el propósito que cumplen en el concierto universal.
Pedro Villey había quedado ciego a los cuatro años y medio. Tenía un
recuerdo preciso de los colores, pero no estaba seguro al nombrarlos si sabía
exactamente cuál era cuál. Dedicó su vida a la enseñanza de los no videntes, y
como fruto de su rica experiencia escribió estos libros que me capacitaron para
ayudarte a ti.
Fue un consuelo para mí que él afirmara que la ceguera no afecta la
personalidad, ésta queda intacta. Aseguraba que en el trabajo manual, un sordo
vidente es superior a un ciego, pero desde el punto de vista intelectual, un ciego
que oye tiene más ventajas que un sordo que ve. Se destaca en ellos el amor a la
lectura. Gustan casi invariablemente de la poesía, especialmente cuando sus
imágenes ilustran enseñanzas morales o sentimientos. Tienen tendencia a la
reflexión, marcada concentración y memoria sobresaliente. Reciben sólo un corto
número de impresiones, por eso se concentran en sus pensamientos y recuerdan
las cosas por más tiempo. Lo que más les impresiona de los demás es la voz. Se
deleitan oyendo la diversidad de voces y distinguiendo la intensidad, la altura, el
timbre, la tonalidad del volumen y la variedad de inflexiones que hacen llegar al
oído un número inagotable de combinaciones auditivas. La diversidad de voces es
tan amplia como la diversidad de rostros. No hay dos voces ni dos rostros
idénticamente iguales. El no vidente encuentra en la voz indicaciones precisas de
la edad de la persona, pues las voces envejecen como los rostros, pierden su
frescura y con el pasar del tiempo se cargan de arrugas. También encuentra
impresiones emotivas en el sonido de los pasos, el roce de las manos, el saludo y
los perfumes de los que lo rodean.

Esos libros me ayudaron a definir como nunca antes, los diferentes campos
de acción de la memoria. Hay memoria visual, de la cual dependemos tanto los
videntes; memoria auditiva, tan importante para el ciego; memoria olfativa;
memoria táctil que registra la rugosidad, la suavidad y el espesor de las cosas, y
en el caso del ciego, la idea de la forma y el tamaño de los objetos. La memoria
muscular toma nota de las contracciones que tienen que hacer los músculos al
subir una escalera o un repecho, y nos advierte que vamos llegando al fin del
esfuerzo. Prepara los músculos para levantar un cierto peso cuando debemos
transportar un balde lleno de agua, y reacciona ante el chasco si lo creíamos lleno

Cartas a un prisionero del Seol · 33


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y está en realidad vacío. A esto, yo agregué la memoria gustativa, que entra en


acción para recordamos que cierta comida salió más rica o estaba más cargada
de sal en una ocasión anterior.
Dediqué mucho tiempo en esos primeros años en García, a educar tu oído
con los ejercicios sugeridos en “La Pedagogía de los Ciegos”. Ponía sobre la
mesa varios objetos de distinto materia, madera, plata, hierro, cristal, loza, cartón,
etc. Los golpeaba con una varilla de madera, y otras veces con una cuchara de
acero y tú debías decirme qué material estaba golpeando. Dejaba caer al piso al
mismo tiempo varios objetos, algunos que iban a quedar fijos y otros que iban a
rodar. Luego te los pedía por nombre y tú debías buscarlos en la dirección que tu
memoria había registrado para cada uno.
Progresaste tan bien que llegó el momento en que yo podía arrojar al suelo
cuatro o cinco cosas a un tiempo y tú las encontrabas todas sin mucha demora;
una moneda, una pelota de goma, un zapato, un libro.
Te hice una maqueta en cera de la casa y de la escuela para que
aprendieras la exacta ubicación de cada cosa y más tarde, con la ayuda de los
alumnos de los grados superiores, hicimos el plano completo de García en relieve,
con sus plazas y edificios importantes, la vía del tren, el cementerio, y todos los
detalles de interés. Lo teníamos armado sobre una mesa en la escuela y tú lo
habías grabado tanto en tu memoria, que podías decir con exactitud a cuántas
cuadras de la plaza principal estaba la estación del tren, y dónde estaban
ubicadas las calles y los edificios principales. A medida que la ciudad crecía,
íbamos añadiendo detalles que actualizaban el plano. Cuando salíamos de paseo
siempre sabías exactamente donde estábamos y que distancia nos separaba de
otros puntos.
Me esforcé por ayudarte a actuar y a moverte sin temor, asegurándote que
podías superar tus desventajas, reconociendo la 1ógica expresada por Villey: “El
miedo aumenta al sugerirlo. Es un error actuar por el ciego en vez de obligarlo a
actuar. Mimar al ciego es entregarlo sin defensa a los peligros de la ceguera y
paralizarlo. Un perro ciego tiene la misma seguridad de un perro vidente. La razón
es que no conoce el miedo”.
Con la ayuda de los otros niños hacíamos ejercicios de distancia y
localización. Por tumo te llamaban, uno desde el bario, otro desde el fondo, otro
desde el jardín, otro desde el dormitorio; y tú debías decir quién te llamaba y
desde dónde. Disfrutabas de este entrenamiento y tu habilidad fue cultivada
admirablemente. Al entrar en una habitación desconocida podías acertar su
tamaño por los ecos, Al llenar un vaso podías detenerte a tiempo para no
desbordarlo, por el sonido del líquido al caer. Discernías la rapidez de los
movimientos de, los demás por el aire que la persona movía al desplazarse. El
olfato y el oído te advertían la cercanía de los obstáculos para no chocar con ellos.
Conseguí muestras de tela para que tu tacto distinguiera entre la seda, la
lana, el algodón, el terciopelo y las telas vinílicas. Hice una pequeña colección de
papeles, cartulinas y cartones, para que los distinguieras por su espesor y
granulación. Los niños calaron en cartón algunos de los maravillosos diseños que
tienen los cristales de la nieve, para que pudieras imaginarlos. Reuní recortes de
distintos tipos de madera para que los conocieras por el olfato, a la vez que
aprendías las características de los árboles que las producían.

Cartas a un prisionero del Seol · 34


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Con el fin de conseguir algunas muestras fuimos hasta el aserradero. El


cuidador, un anciano bondadoso, nos acompañó a recorrer el predio explicando
como cortaban y preparaban la madera. Deleitado por nuestro interés, nos habló
del trabajo de los ganaderos que transportan los troncos en balsas sobre el río.
Había una cantidad de troncos listos para ser aserrados, y yo te sugerí que
midieras uno a lo largo con los brazos extendidos, para tener una idea precisa de
la altura de los árboles en pie. Recuerdo la expresión maravillada de tu rostro al
exclamar: “¡Es doce veces el largo de mis dos brazos!”.
La pequeña ciudad de García tenía poco que ofrecer en cuanto a paseos y
diversiones, pero aun las simples cosas rutinarias, que para el vidente no tenían
mayor atractivo, servían para excitar tu imaginación. La fuente del parque, de unos
dos metros de diámetro, con un borde de cemento derruido en partes por el correr
del tiempo y el vandalismo de los niños, servía para ilustrar la forma desigual de
los mares. La palpabas con tus manos mientras empujabas tus barquitos de
juguete. Entendiste que, con la misma facilidad podía Dios extender sus manos
sobre los mares del mundo y tener a su alcance, ante sus ojos que jamás
duermen, toda la superficie de la Tierra y cuanto en ella acontece.
En uno de los viajes que hicimos a Buenos Aires visitamos el puerto. Yo te
describía detalladamente la escena: las operaciones de entrada y salida de los
barcos y sus remolcadores, cómo amarraban y soltaban amarras. Te hablé de las
gaviotas, del adiós de los que partían y de la emoción de los que llegaban. Era
una tarde de niebla; te interesaba saber que impresión causaba y que atracción
añadía al paisaje. Te expliqué:
—Es incolora, Pablo, desdibuja las cosas, esfuma las formas y amortigua el
color. Se parece al olvido cuando envuelve nuestros recuerdos empujando hacia
el pasado lo que un día fue palpable primer plano.
De vez en cuando se oía la sirena de algún barco que se acercaba o se
alejaba. Tú querías saber a cual de los tuyos se parecía. Tus diferentes naves de
material plástico, metal o madera, tenían nombres imaginativos que tú mismo
habías ideado: “El Vigía”, “El Explorador”, “Ballenero”, “Petrolero”. La lancha
remolcadora era “La tesonera”, y el submarino.”Jonás”, porque viajaba escondido.
En nuestros paseos por García, algunas veces llegábamos al otro extremo
de la ciudad, donde estaba el cementerio. A pesar del respeto que inspira la idea
de la muerte, y el silencio que nos rodeaba, ambos gozábamos de esa paz en la
cual oíamos el canto de muchos pájaros que buscaban refugio al atardecer en los
enormes árboles añosos. Me complacía describirte la dignidad de los cipreses con
sus copas como conos puntiagudos. Allí en el cementerio, parecían preguntas que
se levantaban hacia el cielo, interrogando a Dios sobre el porqué de la muerte.
Entre las muchas tumbas sencillas, con variedad de placas y leyendas, se
destacaban las de las familias adineradas, adornadas con sobrias esculturas en
mármol blanco o negro. Palpándolas, adquiriste un concepto claro de cómo las
ideas hacen hablar a las piedras bajo el cincel del escultor. Me atraía
especialmente la que adornaba la tumba de los García. Era la imagen de un ángel
adolescente, con las alas semiabiertas. Apoyaba una rodilla en tierra, y con el
cuerpo ligeramente inclinado, se asomaba a la fosa. El dedo índice de la mano
derecha estaba sobre sus labios imponiendo silencio. Un surco profundo sobre su

Cartas a un prisionero del Seol · 35


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frente sugería que la muerte es motivo de pena y de preocupación aún para los
ángeles.
Cuando visitábamos los museos de arte en Buenos Aires, tus dedos ávidos
recorrían las esculturas apreciando las formas y las proporciones, los gestos, las
actitudes y las expresiones que le daban a una mole fría el privilegio de comunicar
sentimientos y mensajes.
Al detenernos ante un cuadro, tu imaginación se nutría con mis detalladas
descripciones. Disfrutábamos de los clásicos, porque el arte moderno es casi
imposible de describir a un no vidente, ya que sus formas caprichosas no
comunican ideas precisas. Entre mis recortes de diarios que representan hechos
insólitos tengo uno publicado por el Buenos Aires Herald, del 17 de febrero de
1971, donde se informa que un cuadro que había ganado el primer premio de
pintura en Kansas, Estados Unidos, estaba firmado por James Orang. Los jueces
del concurso se sintieron muy abochornados al enterarse de que el lienzo había
sido caprichosamente coloreado por un orangután de cinco años de edad, al cual
se le habían dado pinceles y pomos de pintura para que probara su habilidad.
Como en todos los campos de la actividad humana, el desconcierto y la
desorganización mental, la falta de objetividad y propósito, se hicieron presentes
también en la pintura y en la escultura, en la música y en la poesía.
Un joven que conocí predicando de puerta en puerta, con aspiraciones de
destacarse en la literatura me obsequió uno de sus libros. Un conocido crítico
literario escribió el prólogo. Dice en un párrafo: “Nuestro novel poeta ha alcanzado
un acento firme y saludable. Su libro es un bien logrado esfuerzo por explicar la
impotencia humana al elevarse hacia las fuerzas espirituales que la reclaman
desde más allá de si misma”.
Para mi rutinario entendimiento, es una muestra de cómo usar el arte de
escribir cuando no hay nada substancial que decir. Aquí está uno de sus poemas
que traslucen el estilo de todo el libro:

REVELACIÓN

La dureza de los muros


es la piel de la fantasía.
La lejanía ha cobrado cuerpo en lo terrible.
La mordedura del hombre
ilumina el cielo.
Mi voz es apenas un aire de campo
mientras los animales inhalan mis palabras.
Me duele estar escribiendo en el cielo
cuando tantos cristales estallan en mi sangre.
Las palabras mordidas y exprimidas
huelen a paraíso quemado.
La muerte entró descalza;
en la penumbra enajenada
dejó un recuerdo de trigo.

Cartas a un prisionero del Seol · 36


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¡Qué feliz me siento, hijo, al haber aprendido a usar el lenguaje puro de la


verdad bíblica con sus definiciones exactas y sus valores incambiables!
Muchas veces en el curso de estos años, he volcado en el papel mis
sentimientos y recuerdos. La poesía ha sido un magnífico consuelo, un paliativo
contra la soledad, un instrumento para expresar y canalizar lo más profundo de mi
relación con Dios y lo más genuino de mi amor a la vida y a la humanidad. Por eso
me duele que, siendo el medio elegido por Dios para expresarse El mismo en la
Biblia, haya llegado a ser hoy una herramienta deformada, un instrumento musical
sordo y disonante, que no dice lo que quiere decir; que suena a hueco y no mueve
a acción, que asombra, pero no emociona; que roza la piel pero no llega al
corazón.

Cartas a un prisionero del Seol · 37


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Cuando la mente y el corazón


No están ciegos
—Capítulo Seis—

UNO DE LOS LIBROS que resumí y copié en Braille porque te ibas a


identificar íntimamente con su contenido, fue “El mundo donde vivo” de Elena
Keller, la renombrada escritora norteamericana sordomuda y ciega, que falleció en
1968 a los ochenta y siete años de edad. Sus escritos asombraron a multitudes y
pusieron al descubierto la rica vida interior que pueden tener los que, privados de
los sentidos más esenciales, salen al encuentro de la belleza de la creación y
disfrutan de la obra de Dios con los sentidos restantes. Ella "veía" con sus manos,
palpando las cosas y apreciando las formas, el espesor, la tersura o la rugosidad.
Gozaba de la música sin poder oírla, palpando los objetos que recibían sus
vibraciones. Era capaz de distinguir entre la música alegre y triste, estridente y
suave. Superó su mutismo expresando por señas sus mensajes y dactilografiando
lo que no podía decir. La persona interior, sofocada y abrumada bajo tres
impedimentos, surgió trabajosamente, abriéndose paso hacia la luz para
describirle a sus semejantes el gozo de vivir que se filtraba en su enclaustrada
existencia. Escribió con propiedad: “La noche de la ceguera tiene también sus
maravillas. La noche de la ignorancia y de la insensibilidad es la única tiniebla
impenetrable”.
Un párrafo del capítulo “Veo con mi mano” dice: “Las ideas forman el
mundo en que vivimos, y son las impresiones las que transmiten las ideas. El
mundo en el cual vivo se halla construido sobre una base de sensaciones táctiles,
desprovistas de todo color y sonido físico; pero a pesar de ello, es un mundo
donde se respira y se vive. Cada objeto está íntimamente ligado en mi mente a
esas cualidades táctiles, las cuales, combinadas de diversos modos, me
proporcionan el sentido del poder, de la belleza o de la discordancia; ya que con la
ayuda de mis manos puedo llegar a sentir tanto lo risible como lo admirable en el
aspecto de las cosas. Observen que ustedes, los que dependen de la vista, no se
dan perfecta cuenta del número de cosas tangibles que los rodean. Todo lo
palpable es móvil o rígido, sólido o líquido, grande o pequeño, cálido o frío y estas
cualidades están infinitamente matizadas, La frescura del nenúfar es diferente de
la del viento de una tarde de verano, y distinta a su vez de la lluvia que penetra en
las entrañas de la tierra y da vida y desarrollo a sus frutos. El aterciopelado de la
rosa no es el del durazno maduro, ni el de la mejilla con hoyuelos de un niñito".
Otro párrafo expresa: “Cualquier objeto tangible pasa en una forma
completa a mi cerebro, no pierde su calor de vida en él y ocupa el mismo lugar

Cartas a un prisionero del Seol · 38


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que en el espacio, ya que, sin egotismo, cabe decir que la mente es tan inmensa
como el universo mismo. Cuando pienso en las colinas, asocio inmediatamente a
esta idea la fuerza requerida para ascenderlas. Cuando en cambio, es el agua lo
que ocupa mi mente, siento la fría impresión de la zambullida y el rápido ceder de
las olas que se encrespan, ondulan y agitan contra mi cuerpo”.
Elena Keller, visitando zoológicos y circos había logrado posar sus manos
sobre los animales para conocerlos. Había percibido sus lenguajes palpando sus
gargantas para recibir la vibración de los sonidos. Es el caso de los animales más
peligrosos como el tigre, había conocido sus rugidos al aferrarse a los barrotes de
las jaulas para sentir las vibraciones. Los animales feroces embalsamados en los
museos, que podían ser estudiados al tacto sin riesgo, le habían permitido
familiarizarse con tales especies. Sus manos diestras, al palpar la garganta de
otras personas le habían ayudado a identificar la risa, las expresiones de sorpresa,
el gemido de dolor, el grito, el sollozo, el bostezo del agotamiento y la rigidez que
produce el estupor.
Su olfato era una enciclopedia de rápida consulta que la informaba de la
marcha de las estaciones. Ella jamás hubiera confundido los perfumes de la tierra
y de la savia que le hablaban de la primavera en cierne, con la fragancia del heno
maduro y los granos que se producen en verano. Los perfumes seductores del
otoño, cuando el follaje iba en decadencia, le hablaban de los cambios que el
tiempo produce, de los ciclos de vida y muerte que tiene la naturaleza. En el
capítulo que trata sobre el valor del olfato dice: “No puedo oler las amapolas sin
revivir las mañanas extáticas que pasábamos mi maestra y yo vagando por los
campos mientras yo aprendía nuevas palabras y los nombres de muchas cosas”.
El método empleado por la señorita Sullivan, la maestra contratada por sus padres
que permaneció el resto de su vida junto a Elena, consistía en deletrear las
palabras en las palmas de la mano de la niña. Así le enseñó historia, geografía,
literatura y todas las materias que completaron su educación.
Describe admirablemente un paseo hacia un pequeño bosque que era uno
de sus lugares predilectos. Ella sabía que al trasponer una tapia de piedra, allí
empezaba el bosque. Cuando se iba acercando con su acompañante, percibió un
fuerte olor desacostumbrado y las vibraciones de un estruendo. Era el olor de la
madera cortada y el estruendo de los árboles al caer. Más allá de la tapia, sintió
una ráfaga de aire que le salía el encuentro en ese lugar, y el sol la envolvió en su
calor cuando ella esperaba sentir sobre sí la fresca sombra del bosque. Sus
palabras describen vívidamente las sensaciones: “Pero hoy una ráfaga de aire
desconocido y una insólita irrupción de los rayos solares fueron las señales
evidentes de que mis amigos los árboles se habían marchado. El lugar estaba
vacío, al igual que una casa desierta. Extendí la mano. Donde antes erguíanse los
pinos inmutables, bellos y fragantes, mi mano encontró unos tocones lisos y
húmedos. Semejantes a las astas de un venado herido, las ramas cortadas sé
hallaban esparcidas por doquier. El amontonado y aromoso aserrín parecía girar
en torno a mí como un torbellino. Sentí un gran despecho al contemplar esa cruel
destrucción de una belleza que tanto amé”.
Las exhalaciones de la ropa le decían mucho acerca de la ocupación de las
personas que trataba, como ella misma lo describe: “Los olores propios de la
madera, del hierro, de la pintura y de las drogas quedan adheridos a las prendas

Cartas a un prisionero del Seol · 39


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de vestir de quienes manipulan con ellos. Es así como distingo a un carpintero de


un herrero, a un artista de un albañil o de un químico. Cuando alguien pasa
rápidamente de un sitio a otro, percibo un olor que me indica el lugar donde ha
estado: la cocina, el jardín o la alcoba de un enfermo”.
Elena Keller admite cuánto contribuyeron las funciones de sus sentidos a
informarla y darle la visión mental de lo que la rodeaba: “Sin las sensaciones
tímidas, fugaces y hasta frecuentemente inadvertidas, y sin las certezas que tanto
el gusto como el olfato y el tacto me proporcionan, me vería obligada a tomar
prestada de los demás mi concepción del universo”.
Con gran acierto ella señaló a la imaginación cultivada, como un bien
invalorable sin el cual ninguna mente creadora plasmaría sus logros, aunque
tuviera el apoyo de los cinco sentidos principales, como lo expresa al final del
capítulo “El mundo de los cinco sentidos”: “En sus momentos creadores más
culminantes, lo mismo el gran poeta que el gran músico dejan de usar esos
instrumentos imperfectos que son el oído y la vista. Se desprenden de esas
amarras, que vienen a ser sus sentidos, y ascienden, en las poderosas alas del
espíritu, más allá de las colinas brumosas y por los ensombrecidos valles, para
penetrar en las regiones del intelecto, de la música y de la luz. ¿Qué ojo humano
ha sido capaz de contemplar las glorias de la Nueva Jerusalén? ¿Qué oído ha
escuchado la música de las esferas, las pisadas del tiempo, los golpes del azar y
de la muerte? Los hombres no han oído, con su sentido físico, el tumulto de las
dulces voces que se remontaban sobre las colinas de Judea, ni han contemplado
nunca la visión celestial; pero millones de ellos han escuchado, a través de
muchas épocas, ese mensaje espiritual y han creído en él. Nuestra ceguera no
varía ni en un ápice el curso de nuestras realidades interiores. Para nosotros los
ciegos, es tan evidente como para ustedes, los que ven, que es la imaginación lo
que descubre y permite explorar el mundo de la belleza”.
Leí el libro “El mundo donde vivo” cuando tú no habías aprendido a hablar y
eras demasiado pequeño para que yo pudiera sondear tu mente. En 41 encontré
la explicación de algo que me intrigaba: ¿Qué sueñan los ciegos? ¿Cómo pueden
sus mentes formar imágenes y crear las extrañas situaciones que aparecen en los
sueños de los que ven? Elena Keller cuenta algunos de sus sueños: Una noche
ella sonaba que no podía dormir. Entonces se levantó a leer y buscó uno de sus
libros en Braille. Se sentó en un sillón cómodo y abrió el libro sobre sus rodillas
para repasarlo con los dedos, pero en vez de encontrar los puntos en relieve que
representan letras, encontró páginas lisas sin ningún mensaje. Se sintió muy
desilusionada, y al insistir con el tacto tratando de hallar algo grabado en ellas,
sintió que sus lágrimas caían sobre las manos. Entonces se apresuró a cerrar el
libro por temor de mojarlo y terminar de borrar el mensaje que no acertaba a
descifrar. El sueño reproducía una de las preocupaciones del ciego con respecto a
sus escritos en Braille, que no deben palparse con manos transpiradas o mojadas
porque la escritura se arruina.
Luis Braille era un joven francés que quedó ciego a los tres años de edad, a
causa de un accidente en el taller de su padre. A los diez años empezó a asistir a
una escuela para no videntes en París, y allí desarrolló el ingenioso sistema que
lleva su nombre, la escritura con puntos en relieve, que al ser grabada en cartulina
blanda con un punzón, permite a los ciegos leer por medio del tacto. Él fue

Cartas a un prisionero del Seol · 40


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también un músico con talento, lo cual lo impulsó a idear un sistema de escribir


música para ciegos que se pudiera leer con los dedos.
Otra noche, Elena soñó que un mensaje especial recorría la Tierra. El
invierno venía descendiendo desde el Polo Norte para apoderarse de todo el globo
terráqueo. El océano se congelaba en pleno verano y millares de buques de vapor
y de vela se veían atrapados en el hielo. En tierra, las cosechas se arruinaban, los
árboles luchaban con el frío glacial, los pájaros trataban vanamente de cobijarse
en sus nidos; las hojas y los capullos de las plantas caían al suelo y se
petrificaban.
Se ve que cuando la mente y el corazón no están ciegos, las tinieblas de los
ojos no impiden que las imágenes penetren en la vida interior y la pueblen de
cuadros muy vivos y significativos. Por eso Elena Keller pudo volcar en el papel
tantas cosas que revelaban su asombrosa sensibilidad siempre en comunicación
con el mundo que la rodeaba.
Tú nunca mostraste como ella, esa marcada inclinación a escribir. Pero yo,
madre al fin, guardé y conservo una breve composición que hiciste a los nueve
años junto con la clase y que muestra las impresiones que te impactaban. El tema
fue sugerido por mí, y aquí está tu pequeño relato:

Una visita a los abuelos


Mis abuelos maternos viven en la capital. De vez en cuando voy con mi
madre a pasar unos días con ellos, durante las vacaciones de la escuela.
Cuando estoy en la casa de mis abuelos extraño a Capitán, nuestro perro, y
a los conejos y las gallinas, porque yo les doy de comer. Don Ricardo, el vecino,
los cuida cuando no estamos. Por eso siempre le traemos algún regalito de
Buenos Aires.
En la capital, pocos animales están con la gente. No hay lugar para ellos.
Casi nunca se oye el trotar de un caballo por la calle.
Mis abuelos viven en un departamento y hay que subir dos pisos. Las dos
escaleras tienen catorce escalones cada una. Algunos vecinos tienen perros y
salen a caminar con ellos por el barrio. Otros tienen pájaros encerrados en jaulas
que se oyen piar y cantar cuando la casa está silenciosa.
Los bomberos pasan a cada rato porque en las ciudades grandes hay
muchos incendios. También se oyen las sirenas de las ambulancias.
La capital es muy poblada y anda mucha gente por la calle.
El abuelo Ramón me lleva a una plaza que queda a cinco cuadras y allí nos
sentamos a la sombra de los árboles. Él me cuenta cosas de cuando era niño, y
me explica lo que ve.
Cuando llega el fresco de la tardecita, los pájaros vienen a dormir en los
árboles y pían hasta que entra la noche.

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El Grupito Aislado
—Capítulo Siete—

ENTRE LOS MÁS QUERIDOS RECUERDOS de esos años en García, están


siempre los Lemos en primer plano. Amanda fue una de las tantas madres que se
presentó para inscribir a sus hijas, Norma y Claudia, y expresó su gran
satisfacción porque esa sección de la ciudad tenía ahora su propia escuela. A
menudo se interesaba por mi opinión en cuanto al progreso de las niñas, y ofrecía
su ayuda para cualquier actividad especial que se presentará. Cuando conocí la
verdad busqué la oportunidad de llevarla a nuestra casa y conversar con ella,
fuera de mi horario de trabajo. Aceptó gustosamente el estudio bíblico y las niñas
lo disfrutaban tanto como ella, Amanda fue la primera en acompañarme de casa
en casa en García, y la primera de mis estudiantes que fue bautizada.
Roberto me escuchaba con simpatía y respeto, pero nunca logré hacerlo
participar en el estudio. Amanda lo disculpaba diciendo que habla ido muy poco a
la escuela y era lerdo para leer. Más tarde supe que sus más caras expectativas
estaban centradas en la política. La parte más dificultosa sería hacer un
transplante de sus esperanzas para que se arraigaran en la tierra fértil de la
Palabra de Dios. Su padre había sido un ferviente satélite de un partido político, y
desde niño le había inculcado una fe casi religiosa en los proyectos humanos de
dominación. Había que esperar el momento en que el entusiasmo cediera paso a
la desilusión, y sintiera en carne propia el aguijón mencionado en Jeremías 17:5,
que la Versión Moderna de la Biblia expresa así: “Maldito aquel que confía en el
hombre y se apoya en un brazo de carne”.
¡Cuánta desolación sienten los que buscan amparo en un brazo humano
que un día afloja y cae sin terminar su empresa! Ese momento llegó para Roberto
Lemos poco después de mi partida de García. Gracias a Dios, él también alcanzó
a conocer la magnífica sensación de seguridad que produce el apoyarse en un
brazo invencible, y dejarse abrigar por un sol que no tendrá ocaso Las lumbreras
del mundo descienden y dejan a sus protegidos en las tinieblas, pero en cuanto a
Dios, la carta de Santiago 1:17, dice apropiadamente: “...con Él no hay la variación
del giro de la sombra”.
Recuerdo con cariño a un matrimonio de edad avanzada que eran amigos
de los Lemos, Germán y Alcira Cuenca. Amanda me llevó a la casa de ellos para
conocerlos, con el expreso propósito de que la ayudara a hablarles de su nueva
fe. De allí en adelante me esperaban siempre con los libros listos para el estudio.
Me recibían con un gozo genuino que me hacía sentir muy bien. Cuando íbamos
por la mitad del libro “Sea Dios Veraz” y concurrían sin falta cada domingo al
estudio de La Atalaya que conducía alguno de los hermanos de Villa Solidaria en

Cartas a un prisionero del Seol · 42


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casa de los Lemos, Germán se veía deprimido y de tanto en tanto comentaba que
él no tendría el privilegio de disfrutar de las bendiciones del Reino de Dios.
Evidentemente algún recuerdo triste lo abrumaba. El superintendente del circuito
pudo llegar al fondo del problema cuando Germán le contó que de joven había
participado en una revolución, y eso lo hacía sentirse indigno de las bendiciones
prometidas. Un estudio minucioso en cuanto al significado profético de las
ciudades de refugio, donde el homicida involuntario podía ser amparado bajo la
custodia de los sacerdotes de Israel, como se presenta en el capítulo 35 de
Números, fue el poderoso remedio que su herida mental necesitaba, y de allí en
adelante progresaron los dos hasta la dedicación, y siguieron fieles hasta la
muerte.
Otra experiencia gozosa de aquel tiempo, tuvo que ver con Celedonio
Olivera, el niño negro que asistía a la escuela. Un día le rogué que se quedara
unos minutos después de finalizar la clase para que tú pudieras palpar su cara. El
se mostró disgustado; cuando le pedí razones de su negativa, me dijo que desde
que había comenzado la escuela todos los chicos trataban de tocar su pelo crespo
porque creían que eso les traería buena suerte. Le expliqué que en tu caso, no
querías tocarlo por superstición, sino por el deseo de distinguir los rasgos de las
diferentes razas, ya que no podías verlos, y con el mismo interés palparías a un
niño chino o un esquimal. Entonces accedió.
Al día siguiente di una lección sobre las supersticiones y su falta de lógica.
Mantuve un paraguas abierto dentro del aula toda la tarde para probarles que no
iba a suceder nada perjudicial, y pedí que cualquier niño que se sintiera favorecido
por la suerte por haber tocado la cabeza de Celedonio pasara al frente y relatara
la experiencia. Todos callaron. Entonces anuncié que cualquiera que molestara a
Celedonio, perdería el recreo ese día y tendría que quedarse en clase escribiendo
cien veces en su cuaderno: “Debo respetar los sentimientos de los demás”.
Celedonio le contó todo a su madre: Algunos días después estábamos
predicando con Amanda y las chicas en el barrio en que ellos vivían, y María
Salomé salió de su pequeño rancho de adobe y me agradeció la defensa que
había hecho de su hijo. Fue un gozo entrar a su humilde vivienda contigo,
sentarnos en sus bancos rústicos de madera y abrir la Biblia para compartir con
ellos el mensaje del Reino. De allí en adelante, cada sábado a la caída de la tarde
los visitábamos. Esa era la hora en que su esposo alcohólico andaba por los bares
y era menos probable que se produjera algún problema. La impecable limpieza de
su choza, el piso de tierra barrido y rociado, el calentador a queroseno reluciente
con su base de bronce: el brasero encendido en invierno; el pan recién sacado del
horno de barro; la ropa limpia secándose en la cuerda; las latas de aceite con
malvones florecidos alrededor de su casa; el aljibe y la jaula con la lora; todo era
grato y quedaba muy bien allí.
Cuando aceptó acompañarme en la predicación, se sentía un poco
disminuida por su ropa humilde, pero yo conseguí que mamá me enviara por
encomienda algunos vestidos que ya no usaba, y los arreglé a su medida. De este
modo, María Salomé de Olivera, fue la segunda publicadora de las Buenas
Nuevas en García. Predicando con ella llegué un día a la casa de Aurelia
Corvalán, cerca del aserradero. Cuando establecí el estudio bíblico en su hogar,

Cartas a un prisionero del Seol · 43


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María Salomé siguió acompañándome los sábados de tarde, mientras tú


concurrías con Claudia Lemos a las clases de guitarra.
Aurelia estaba pasando por muchos problemas económicos y de salud
cuando empezamos a visitarla. Pronto nos reveló una nueva preocupación que la
angustiaba. Esperaba un tercer hijo y el momento era de lo más inoportuno para
aceptar su llegada. Ella y su esposo estaban de acuerdo en interrumpir este
embarazo de pocas semanas. Después de una extensa consideración bíblica
mostrando que Dios condena el aborto, recuerdo que le dije:
—Quizá este hijo traiga una bendición especial a su vida. ¡Y quién sabe si
no será el mejor compañero de sus padres en la vejez!
Después de aquella conversación, el embarazo siguió su curso normal.
Gustavo nació cuando yo vivía en Mendoza, y no llegué a conocerlo; ni siquiera
me encontré con ellos más tarde en alguna asamblea, porque se mudaron al sur.
Hace algunos años, en una asamblea de distrito en Chile, un apuesto joven
se me acercó diciendo: —Permítame darle un beso, porque usted me salvó la
vida.
No fue necesario que me explicara su extraña afirmación, porque detrás de
él venía Aurelia con una amplia sonrisa. Me comentó que siempre había
recordado mis palabras, pues efectivamente, éste había sido el más amoroso
compañero entre sus hijos y el único que se apegó a la verdad. Él había estado a
su lado en todo cuando enviudó. Era la clase de hijo que hubiera añorado siempre,
de no haberlo dejado nacer.
A veces pasa mucho tiempo antes de que uno pueda comprobar cuánto
bien les hizo a otros al abrir la Biblia delante de ellos para dejar hablar a Jehová.
Es muy remunerativo, cuando permanecemos en el camino de Dios, verificar que
no hemos trabajado en vano. El primer versículo del capítulo once de Eclesiastés
lo expresa con una hermosa parábola: “Envía tu pan sobre la superficie de las
aguas, pues con el transcurso de muchos días lo hallarás otra vez”.

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Julián y Marta
—Capítulo Ocho—

JULIÁN GARCÍA LAGOS y su hijita impedida, añadieron mucho a nuestro


gozo durante aquellos primeros años en García. Marta pasaba tardes enteras en
nuestra escuela y le encantaba atender los grados inferiores. Era tan confiable que
podía dejarla a cargo de los niños y darme una vuelta por la casa para atender
cualquier asunto pendiente. Julián se mostraba cada vez más complacido en
traerla, y cuando volvía a buscarla a la caída de la tarde, se demoraba
conversando con nosotros corno si encontrara especial encanto en el calor de
hogar de nuestra sencilla casita. A Marta le hacían bien esas visitas. La tía Celia
no era muy comunicativa, y después que Marta terminó su años escolares, aparte
de las clases de piano y dactilografía, el tiempo pasaba lentamente para ella en la
atmósfera demasiado austera de su casa. Marta nos había tomado mucho cariño,
y el tratar contigo resultaba una influencia beneficiosa para ella, afectada por otro
impedimento.
Además, Julián veía constructivo el que su hija palpara el drama de la gente
humilde y luchadora. No quería que ella, en su condición de niña adinerada, lo
diera todo por sentado, y encontró en la escuela un verdadero campo para educar
la sensibilidad de Marta. La niña parecía ser el verdadero centro de la vida y los
sentimientos de su padre. No había cosa que él no estuviera dispuesto a hacer por
ella. Todo lo que podía comprarse con dinero se lo había dado, Marta tuvo una
niñez feliz, llena de halagos. Aparentemente no se sentía disminuida por su pierna
inútil. Pero las cosas cambiaron en la adolescencia y llegó a ser una muchachita
irritable y reservada; su defecto la estaba acomplejando. Verdaderamente, la
adolescencia, como la palabra lo indica, es la edad del dolor. Dolores de
crecimiento y dolores de adaptación a las realidades que se van descubriendo.
Cuando Marta era pequeña, después de la muerte de su madre, sus tías le
hablaban de la supuesta alma inmortal de ella que la rondaba y la cuidaba. La niña
empezó a tener perturbaciones síquicas atribuyendo cualquier hecho inexplicable
para ella, como el crujir de una puerta o el aletear de un pájaro en la ventana, al
alma de su madre que la buscaba para llevársela consigo. Consultaron un
siquiatra y su consejo fue que dejaran de asegurarle que su madre estaba viva en
otra parte y trataran de borrar de su mente toda idea religiosa. Él sostenía que los
niños debían criarse sin ninguna religión, porque muchos disturbios se originan en
el hecho de que uno puede haber sido inducido a aceptar una religión que no

Cartas a un prisionero del Seol · 45


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encaja con su personalidad. Se debía permitir que el niño creciera y eligiera él


mismo su religión, o siguiera libremente una vida exenta de religión.
Ahora, los cinco años que ella te llevaba se habían convertido en una
barrera. Ya no le entretenía participar en tus juegos. De vez en cuando me
contaba acerca de alguna de sus compañeras de estudio que se ponía de novia y
planeaba casarse. A pesar de los cambios que se estaban operando en su
personalidad, yo todavía podía llegar más lejos que cualquiera de los de su propia
familia en sondear su atribulado corazón. Julián me pidió que la ayudara, ya que
ella se mostraba tan confidente conmigo. Hablando de Marta, de su soledad y sus
necesidades emocionales, la conversación se encaminó a algo que yo temía
escuchar. Él pensaba que Marta necesitaba más que nada en el mundo, una
mujer que ocupara el lugar de su madre y que esa persona solo podía ser yo. No
sabía como salir del paso sin ofenderlo, ya que era una persona que me inspiraba
tanto respeto.
El sabía que yo no estaba divorciada por no existir el divorcio en la
Argentina, pero había una salida legal que un abogado bien remunerado podía
conseguir: divorcio y nuevo casamiento en Bolivia o México. Luché por
desanimarlo. A pesar de sus excelentes cualidades y su reputación de filántropo,
no hallaba suficiente espiritualidad en él para inducirlo a aceptar la verdad. Me
escuchaba con mucha calma cuando yo le hablaba de mi fe; me elogiaba por
tenerla, pero nunca expresaba el deseo de cultivarla para si. De la literatura bíblica
que yo había puesto en sus manos sin que la pidiera, solamente había oído
comentarios superficiales. No existía hambre espiritual en él. Además,
sospechaba que el deseo de ayudar a Marta era superior a la atracción que yo
pudiera producir en él. No me imaginaba ocupando un lugar dado a regañadientes
en el orgulloso clan de los García. Es cierto que él era diferente a los demás, pero
había que aceptarlos en todos y sufrir el desgaste al ser una pieza que no
pertenecía a la maquinaria. Y, la última pero no la menos importante de mis
razones, era que yo siempre había aborrecido la palabra padrastro, y no podía
reconciliarme con la idea de imponerte uno a ti y someterte a los sentimientos
negativos que me habían torturado al ver el lugar de mi padre ocupado por otra
persona.
Julián no aceptó mi negativa como definitiva y me pidió que lo pensara. Le
aseguré que, aunque él se casara felizmente y Marta aceptara a su nueva esposa,
de todos modos ella seguiría buscando algo que le diera la sensación de que su
propia vida estaba totalmente realizada.
Julián volvió al doctor Ramos, el mismo siquiatra que había tratado a Marta
cuando niña. Él puso énfasis en el sexo y aconsejó a Julián que relacionara a
Marta con muchachos atractivos para facilitarle la oportunidad de encontrar su
pareja. Julián empezó a organizar fiestas juveniles en su casa, y llevaba a Marta a
Buenos Aires con motivo de cualquier acontecimiento artístico o para visitar
familiares y amigos. En algunas de las reuniones de jóvenes en su hogar, había
oído cantar a Pepe, el hijo de uno de sus más antiguos empleados, y Julián habla
notado cómo Marta se embelesaba con su voz melódica. Se tenía muy buen
concepto del muchacho y Julián hizo todo lo posible por acercarlo a su hija.
Cuando vio que cada uno disfrutaba de la compañía del otro y la amistad entre
ellos se iba haciendo más cálida, Julián tomó la iniciativa y le propuso

Cartas a un prisionero del Seol · 46


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confidencialmente a Pepe, que si se casaba con Marta lo haría uno de sus socios
en la fábrica de artículos plásticos, les regalaría el departamento en que vivirían y
un auto cero kilómetro para la luna de miel. El muchacho se entusiasmó con la
idea y se esforzó por enamorar a Marta. Hubo entrevistas en el jardín, paseos a la
luz de la luna y horas felices junto al piano, donde él le cantaba las nuevas
canciones que aprendía. Los familiares y los amigos organizaron muchos
agasajos cuando se anunció el compromiso.
Marta cambió completamente; la vida se había iluminado para ella, y
hablaba de su felicidad con un deleite que me inspiraba cierto temor. Algo podía
salir mal, y el riesgo era grande.
Julián me contó confidencialmente el trato con Pepe y no pude disimular
mis malos presentimientos. Deseaba equivocarme, pero no podía dejar de pensar
en qué se refugiaría Marta si su historia de amor no tuviera un final feliz. Le hablé
de la esperanza del Reino con ahínco, pero corno siempre, el mensaje de Dios
penetraba superficialmente sin alcanzar su corazón; parecía que algo duro y frío lo
detenía. Además, en esos días no había lugar en su mente para otra cosa fuera
de la euforia de su próxima boda, la fiesta y la ropa que la modista le estaba
haciendo.
Cuatro meses antes de la boda, los amigos de Pepe lo animaron a
presentarse a un concurso para promover nuevos cantantes, organizado por la
radio local. Fue elegido ganador y le dieron la oportunidad de presentarse en
televisión en la capital. Este fue su primer contacto con el ambiente artístico, tan
lleno de fuegos fatuos y tentaciones. Tras esto vino un contrato para actuar como
vocalista en una orquesta popular los sábados por la noche, lo cual le permitía
estar de vuelta en García los lunes para hacerse cargo de su trabajo en la fábrica.
Entonces decidió abordar a Julián y pedirle el auto prometido como regalo de
bodas, a fin de usarlo para viajar a la capital. Su futuro suegro no aprobó la idea, y
le pareció audaz el que Pepe exigiera un regalo que se le había ofrecido para más
adelante. El joven discutió agriamente con Julián por el auto, tratándolo con
altanería, lo cual hizo que él permaneciera en su negativa. Pepe ya no era el joven
simple y afectuoso de antes. El éxito, los aplausos y las posibilidades futuras de
que tanto le hablaban, lo habían cambiado. Herido en su orgullo, le dijo a Marta
que al fin se daba cuenta de que había confundido sus sentimientos y no se sentía
inclinado a unir su vida a la de ella, ni a permitir que Julián lo comprara con sus
regalos.
La felicidad de Marta se derrumbó en una hora. Perdió interés en todo, ya
no venía a ayudarme en la escuela; abandonó el estudio de piano y
frecuentemente se encerraba en su pieza a llorar. Nuevamente el doctor Ramos
entró en el cuadro; le recetó píldoras tranquilizantes, y dos veces por semana le
proporcionaba una hora de consuelo profesional muy bien remunerado.
Julián estaba muy preocupado por la tristeza de Marta después de la
ruptura y vino a vernos una tarde, cuando los niños ya estaban saliendo de la
escuela. Promediaba el invierno y tú estabas en cama con una fiebre extraña que
te dejaba por unos días y volvía a aparecer. Me pidió que hiciera lo posible por
ayudar a Marta y prometió traerla para verte, ya que tantas veces preguntabas por
ella. Volvieron a los pocos días. Tú dormías, y nos sentamos las dos en el
comedor a conversar, después que Julián se hubo marchado.

Cartas a un prisionero del Seol · 47


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La conversación pronto puso de manifiesto el daño que le había hecho a


Marta aquella experiencia. Como muchos otros jóvenes, pensaba que no había
felicidad posible si uno no logra todo lo que el amor erótico le puede brindar. La
literatura y la música vuelcan el énfasis en esa clase de amor. Le expliqué
pacientemente cuán distintas se ven las cosas cuando uno ya está de vuelta,
después de muchos desencantos.
—Entiendo Ana, que todo se ve distinto desde tu posición. Pero, si no le
hubieras dado una oportunidad al amor, no tendrías a Pablo que hoy llena tu vida.
El amor se desgasta y se va en muchos casos, pero los hijos quedan. Es lo único
imborrable que dejamos al partir.
—No, querida Marta. No es lo único imborrable. Jesús, el hijo de Dios y
varios de sus apóstoles, permanecieron solteros para estar más libres para
procrear hijos espirituales a costa de grandes sacrificios que incluyeron viajes por
lugares inhóspitos y desiertos, naufragios, encarcelamientos, azotes, hambre y
frío. Lo que dejaron también fue imborrable, porque el cristianismo verdadero
existe y sigue creciendo. Los que dedicaron su vida y esfuerzo a algún
descubrimiento científico para mejorar la forma de vivir y la salud de sus
semejantes, también nos dejaron algo imborrable; los que gastaron su vida
produciendo obras musicales de gran valor, escribiendo libros sanos e
inspiradores, pintando y esculpiendo obras maestras, tampoco han sido olvidados
ni vivieron en vano.
—Yo sé que si no formo una familia un día me voy a sentir
desesperadamente sola. Los mayores cuando les llega la hora desaparecen. No
tengo una religión en que absorberme como tú. Ninguna me ha convencido, ni
siento la necesidad de tenerla. ¿Qué me ofrece la vida a mí? Los muchachos
quieren bailar y practicar deportes, pero yo no puedo seguirlos con esta pierna
inutilizada. Mi familia tiene dinero, pero eso en vez de ser una ventaja es una
trampa, porque si alguno muestra interés en mí, debo desconfiar si el móvil es
amor o codicia. Mira en qué terminó mi noviazgo porque el dinero estaba en juego.
Sé que te gustaría ayudarme, pero me siento hundida. No creo que exista algo
que pueda sacarme a flote otra vez. Estoy en el punto en que me da lo mismo vivir
o morir. Al contrario, envidio a los muertos porque nada sienten como tú misma
me lo recalcaste tantas veces.
—Marta, la vida es sagrada, y no debemos restarle valor o intentar contra
ella para salir de una situación enojosa. Si recurrimos a Dios por ayuda Él nos da
una vía de escape.
—Ana, la vida la tenemos por un accidente biológico. Si mi padre no se
hubiera casado con mi madre, yo no existiría. Quizás existiría otra muchacha, con
un rostro diferente, con una personalidad diferente, y con dos piernas sanas.
—Comprendo que la tuya es una experiencia difícil y amarga. Hasta aquí lo
has esperado todo de los que siempre velaron por ti. Pero existe otra felicidad que
deberías probar, la felicidad de dar, de brindar cosas de valor espiritual a otros. Es
necesario que te recuperes porque los tuyos lo merecen. Sería la mejor manera de
retribuirles su amor y sus desvelos.
—Muchas veces pienso que sería mejor que yo no existiera. Papá no ha
vuelto a casarse y debe ser por mi causa. Quizás por eso buscó quién se hiciera
cargo de mí, ofreciéndome a un hombre con premios y ventajas.

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—Tu padre cometió un error por lo mucho que te quiere y porque siempre
estuvo acostumbrado a comprar a cualquier precio lo que te hacía falta. Jamás
pensó en el daño que podría causarte. Pero dejando esas cosas mezquinas de la
tierra, Marta, lo que necesitas es encontrar un lugar en el arreglo de Dios, tener
una relación personal con tu Creador. Entonces verás como los hechos comunes,
que a veces se agrandan desproporcionadamente, vuelven a su lugar y dejan de
ser obstáculos que nos impiden ver el valor y la belleza de todo lo demás.
Repitió con amargura: Relación con Dios ... Arreglo de Dios ... Ese Dios que
no entiendo ni conozco, ni da señales de entenderme y conocerme, no debe tener
ningún lugar en su arreglo para mí. Y si lo tiene, no va a ser ningún problema para
Él, si es todopoderoso, cambiarme por algo que le sea más útil.
Le aseguré que el tiempo cura grandes heridas como había sido en mi
propio caso, y le rogué que fuera gustosamente al viaje que Julián y Celia
planeaban por las principales capitales de Europa, con el fin de distraería y
devolverle la calma y el optimismo. Me prometió que así lo haría.
Cuando Julián llegó a buscarla, al anochecer, parecía tranquila y
fortalecida. Al despedirse me dio las gracias por mis palabras y me aseguró que le
habían hecho mucho bien. La animé a volver antes del viaje. Creí que iba a poder
ayudarla. Pero una noche, varios días después de esa visita, se encerró en su
pieza, y atraída por esa tendencia humana de palpar y drenar una herida, volvió a
leer las cartas de Pepe. Celia se extrañó de ver luz en su cuarto a altas horas de
la noche y fue a ver si estaba bien. Halló las cartas desordenadas sobre la mesa y
el frasco de barbitúricos que le había recetado el doctor Ramos vacío junto a ellas.
La rápida ayuda médica salvó su vida, pero su voluntad de vivir siguió quebrada.
Irónicamente, en esos días los discos de Pepe, que ahora se llamaba Freddy,
llenaban el aire en García. La pequeña ciudad se enorgullecía de haber producido
un ídolo popular.
De todo esto no llegaste a enterarte. Pensé que sería mejor decírtelo
cuando estuvieras bien y ese día no llegó. Durante mucho tiempo volvía de
continuo a mi mente la conversación con Marta aquella tarde. La veía como el
arquetipo de una juventud ofuscada, desviada de sus logros y esperanzas por los
errores de los que la precedieron. Triste fruto de maestros ateos y pensadores
desorientados que derrumbaron los pilares en que debían haberles enseñado a
apoyarse, dejándolos tambaleantes en el vacío. Ven la vida como el simple
resultado de un accidente químico que después de algunos cambios evolutivos
tuvieron el acierto de producir al mono. El mono a su vez y sin saberlo, manipuló el
desarrollo de la cadena para que produjera su más significado eslabón, el hombre.
Por lo tanto, si un humano malogra su vida o deshonra a la especie, ¿a quién hay
que rendirle cuentas? ¿Sería lógico hacer o dejar de hacer algo para no sentirse
indigno del legado de los antecesores en la cadena de la evolución?
¡Pobre juventud despojada y aturdida! Al no esperar otra recompensa que
la inmediata, el disfrute materialista del momento es su único galardón. Al no creer
en el matrimonio y la familia como instituciones de Dios, se ven a sí mismos como
frutos de la casualidad. Si no se sienten parte de una maquinaria diseñada con un
propósito, ¿qué ancla podría amarrarlos a la vida ante el peligro de un naufragio?
¿Se aferrará uno a la existencia en momentos de prueba y amargo desaliento,
simplemente para no defraudar al accidente biológico que lo produjo?

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Marta siguió viviendo como una autómata. No me dio la oportunidad de


ayudarla con la verdad bíblica. Lo único que pude hacer por ella fue expresarle
cariño, interés en su bienestar, en los breves momentos en que Julián la traía a
vernos, ya que yo no podía dejarte, enfermo como estabas, para ir a verla a ella.
Su indiferencia hacia todas las cosas continuaba. Su corazón era un páramo
donde las sencillas alegrías del diario vivir no podían arraigarse y permanecer.
Amanda Lemos y las chicas, así como María Salomé, estaban siempre a mi
disposición para cuidarte mientras yo atendía la escuela. Mis esfuerzos por
inculcarles la verdad estaban recompensados con creces. Fue un momento en
que, sentir y palpar el cariño de hermanos cristianos, era mejor ayuda y el más
necesitado estímulo.

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Aquel Amargo Invierno


—Capítulo Nueve—

¡CUÁNTAS COSAS PASARON en aquel invierno de 1954, el año más triste


de mi vida! A principios de junio, cuando se hicieron frecuentes las nieblas y los
días grises, te atacó una fiebre persistente que el médico atribuyó a un virus. Se
veía que él mismo estaba desorientado porque no lograba mejorarte. Hizo muchas
preguntas sobre enfermedades de los abuelos, buscando fallas hereditarias y
problemas de salud que se presentaron en tu niñez, y comentó: “Los ciegos de
nacimiento son débiles físicamente y propensos a muchas dificultades”. Cuando le
expliqué lo que tu padre había contribuido a tu infortunio, sacudió la cabeza
pensativamente.
Aparte de todo lo que me preocupaba acerca de ti, advertía una tormenta
espesa en el horizonte. Desde que había llegado a ser Testigo de Jehová me
limitaba a cumplir con lo que el programa indicaba en cuanto a distinguir las
fechas históricas, con sobriedad y respeto, pero sin fervor ni excesivo énfasis. Les
hacía dibujar la bandera a los niños, les enseñaba el significado de sus colores, su
origen, algo de la historia de los próceres, pero siempre les dejaba un
pensamiento bíblico constructivo, asegurándoles que los mejores ideales que ellos
habían sostenido están más allá del alcance humano, y que solo el reino de Dios
podía realizarlos. Enfatizaba que los hombres vienen y se van, dejando el mundo
como lo encontraron, a veces derramando un poco del bálsamo calmante sobre
algunas heridas, pero jamás dejando la solución duradera los problemas
humanos.
Este año, la situación se presentó distinta. El padre de uno de los alumnos
vino a quejarse porque yo no les enseñaba a los niños que la bandera era
sagrada. Le expliqué el significado de la palabra sagrado: Sagrado es lo que Dos
nos da: a vida y los mandamientos de Él que deben regirla; los deberes que Dios
nos impone para que no vivamos en vano ni perjudiquemos a los demás o a
nosotros mismos. Pero los símbolos creados por el hombre para distinguir un país
y todo lo que de él procede, son cosas que demandan respeto, pero no adoración.
Le expliqué la diferencia entre respetar y adorar, y la diferencia de valores
entre lo que se origina en el cielo y lo que se origina en la tierra. Este señor
empezó a visitar a los padres de los otros niños y a conseguir firmas entre ellos
para una petición que más tarde fue enviada al Consejo Nacional de Educación,
pidiendo mi expulsión del magisterio.
Las pocas veces que salía a las calles de García para hacer alguna compra
mientras Amanda o las chicas te cuidaban, veía pequeños grupos que hablaban
en voz baja y callaban al acercarme. Cerca de tres semanas después llegó un

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inspector. Era un hombre de más de cincuenta años, serio pero bondadoso. Se


advertía que le molestaba cumplir esa misión: hasta mencionó que hubiera sido
más lógico investigar a algunos que estaban usando el magisterio para incitar a la
subversión. Examinó el conocimiento y adelanto de los niños. Una de las nenas de
Amanda me contó que durante el recreo estuvo preguntándoles a los chicos si yo
perdía fácilmente la paciencia con ellos o si les imponía penitencias muy duras.
Algunas madres trajeron literatura bíblica que yo les había obsequiado, como
prueba que usaba mi puesto para hacer proselitismo religioso. Otras mencionaron:
“El padre Antonio dice que no merece seguir en la escuela”. La religión mundana
buscaba la ocasión de sacarme de García para perjudicar la predicación del Reino
de Dios.
El inspector trató de darme una explicación, o de prepararme para el
desenlace.
—Se quejan de que usted les resta valor a los símbolos patrios y no los
trata como se debe.
—Usted lo ha dicho inspector, son símbolos. Decir que está mal tratar a un
símbolo como símbolo, sería como quejarse porque a una persona se la trata
como persona.
—Está bien, señora de Masvi. Yo sé que desde su punto de vista su
posición es correcta. Pero desde el punto de vista del gobierno actual, que yo
tengo la obligación de representar, su situación está bastante comprometida.
Como en el caso del profeta Daniel, lo único en que el inspector pudo hallar
falta era lo tocante a la ley de mi Dios. Me preguntó:
—¿Hay algo en especial que usted desee que yo mencione en el informe?
—Puede mencionar que en los últimos seis años he estado haciendo el
trabajo de tres maestras, atendiendo todos los grados a un tiempo. También que
muchas veces he recurrido a las firmas comerciales para que hicieran donaciones
de útiles escolares que los padres no podían y a veces no querían comprar,
porque es el deber del gobierno proporcionarlos a las escuelas en los barrios más
pobres, y esto no siempre sucede.
El inspector partió y yo quedé esperando los resultados del informe. Era
evidente que ya no se podía enviar el huracán de vuelta. Algunos días después
llegó la notificación del Consejo. En atención a mis años de servicio se me
permitía completar el año escolar (faltaban casi cuatro meses) pero, al ser
separada de mi cargo por actividades contrarias a la soberanía nacional, se
entendía que no tenía derecho a ninguna consideración ni jubilación en el futuro.
Desde ese momento me sentí como parada en el ojo ciego del huracán.
Todo se arremolinaba alrededor de mí furiosamente. Algunos pensamientos daban
vueltas en mi cabeza continuamente. ¿Dónde viviríamos? ¿Que nuevo trabajo
emprendería? ¿Cómo nos afectarían estos cambios? ¿Sería bueno volver a la
capital?
¡A cuántas cosas nuevas tendrías que acostumbrarte después de once
años en aquella pequeña ciudad que conocías tan bien! En todo ese tiempo para
ahorrarte dificultades, yo hasta había renunciado a cambiar de ubicación los
muebles, lo cual me gustaba hacer antes de tu nacimiento. Conocías
matemáticamente el lugar de cada cosa y el número de pasos que había entre un
mueble y otro, y entre los muebles y las puertas. Ahora, una nueva vivienda, que

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posiblemente fuera solo una pieza con cocina en una casa compartida, significarla
otro período de readaptación para ti.
De algún modo, Julián se mantenía al tanto con lo que nos sucedía. Supo
que el médico que te atendía no acertaba con la enfermedad y el origen de la
fiebre, y una tarde apareció con su médico personal, rogándome que aceptara sus
servicios y le dejara correr con los gastos. Esto fue después que los padres de los
alumnos hablan elevado el escrito firmado al Consejo Nacional de Educación.
Durante su visita, sin aludir a los últimos sucesos, me hizo saber de qué parte
estaba, pues comentó sobre el exceso de nacionalismo que fanatizaba a la gente.
Después de esto sucedieron las cosas que ya te referí, la visita del inspector, la
notificación de mi próximo despido y el frustrado intento de suicidio de Marta.
Un mes después, una tarde gris de fines de invierno, cuando ya llevabas
tres meses luchando con aquella fiebre, llegó el momento decisivo. Era sábado, no
había clases; por lo tanto me quedé a tu lado después del almuerzo. Cuando te vi
dormido me acerqué a la ventana y me entretuve mirando el cielo plomizo y los
árboles con las ramas desnudas sacudidas por el viento. Reconocí a Amanda y
Roberto que se acercaban al portón del jardín y fui a recibirlos. Conversamos en el
comedor por un rato y cuando pasamos al dormitorio Roberto notó que no
respirabas. La gran brecha de sombra y de silencio se había abierto entre los dos.
¡Qué inmensa gratitud sentí al tenerlos a ellos a mi lado!
Roberto telefoneó a Villa Solidaria y el hermano Aguilar junto con otros de la
congregación llegaron un par de horas más tarde. Estábamos hablando sobre las
distintas posibilidades de entierro cuando vino Julián a ofrecer un lugar en el
panteón de los García, aquel con la estatua del ángel que te gustaba palpar.
Roberto Lemos se encargó también de telefonear a mamá y pedirle que le avisara
a la familia de tu padre. Hacía dos años que no aparecía por García ni sabíamos
nada de su paradero. Al día siguiente, bajo un cielo todavía gris, te acompañé
hasta el último punto en que podemos acompañar a los que dejan el mundo de los
vivientes. Cuatro autos aparte del de Julián nos llevaron, siguiendo la berlina
negra en que yacías. Un grupo muy pequeño nos rodeó en el cementerio. Aparte
de los cuatro que representábamos tu familia y de los hermanos que habían
venido de Villa Solidaria, estaban la familia Lemos, María Salomé y su negrito,
Celedonio Olivera, Aurelia Corvalán y dos señoras que estaban progresando muy
bien en el estudio bíblico; Julián y su secretario. La imagen del ángel, con su
rodilla en tierra, su arruga pensativa sobre la frente, y el índice en los labios
pidiendo silencio, parecía más significativa aún al borde de la fosa abierta.
Amanda no se separó de mi y en ese momento de desolación, el apoyo de su
brazo sobre el mío me hizo sentir amparada y comprendida.

Julián quiso encargarse de poner una placa recordatorio con tu nombre.


Pensé en mencionar el nombre de Jehová y un texto bíblico, ya que muchos ojos
se detendrían a leerla y la redacté así:

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PABLO MASVI SEPTIEMBRE 11 DE


1954

Hasta que Jehová, el Dios de la


resurrección nos vuelva a unir. Él no te
olvidará porque los que lo amaron viven
en su memoria. Mateo 22.32 ~ tu madre.

Como bien dice Eclesiastés 2:23, el corazón no se acuesta; sigue


elaborando imágenes con las emociones que más lo han sacudido. Las
impresiones de esos días aparecieron en un sueño que anoté en mi diario. Me
veía en medio de una fría región desolada, bajo un cielo plomizo. Soplaba un
viento inclemente. A medida que caminaba, encontraba algún árbol sin hojas que
agitaba sus ramas. Pasaban hombres de a cuatro, cargando ataúdes, sin advertir
mi presencia. Yo permanecía muda y paralizada hasta que se alejaban. Al fin de
un largo camino desolado, se veía una casa pequeña: me acerqué a una ventana
y vi una mesa tendida adornada con flores, un hogar con leños ardiendo, y
muchas luces encendidas. Yo tiritaba afuera, con la cara pegada a los cristales,
cuando la puerta se abrió y apareció Julián en el umbral diciendo: —Dios me
mandó a edificar esta casa para que la encontraras al terminar de cruzar el
desierto.
Al otro día me empeñé en analizar el sueño. El páramo era la desolación
que me embargaba. Los árboles desprovistos de follaje, el cielo gris de tormenta y
los ataúdes resumían las impresiones de esos dos días especialmente señalados.
Mi inmovilidad y mutismo reproducían la impotencia con que caminé detrás de ti
hasta la tumba. En el otro extremo de mi desamparo, estaba Julián con su
inagotable generosidad, con su invitación al hogar y al reposo.
En esos primeros días después de tu partida caí en un enfermizo
sentimentalismo, lleno de autocompasión, que me estaba haciendo más daño de
lo que podía advertir, Eduardo Aguilar, el superintendente de Villa Solidaria que
dio la conferencia de funeral, me animó a pedir una maestra suplente y dejar mi
puesto sin esperar a terminar el año. Los ánimos estaban muy caldeados en
García y yo no estaba en condiciones de resistir tanta presión. Me aconsejó que
no fuera de casa en casa por el momento y limitara mi predicación a los estudios
bíblicos de hogar. Me animó a viajar a Mendoza y pasar algunos meses allá en
casa de su hermana Rosalía y su cuñado Lucio. Podría hacer un precursorado
auxiliar y ganar algún dinero para mis gastos preparando alumnos atrasados en
clases particulares. Me exhortó a considerar como meta el precursorado especial,
que daría verdadero sentido a mi vida.
La idea me pareció muy buena en primer momento. Pero después surgieron
objeciones en mi mente. Continuamente renacía el recuerdo de las bondades que
Julián había tenido para contigo, su impecable caballerosidad, su reputación de
hombre honesto, su llaneza que lo hacía tan diferente de otros de su familia,
poseídos de una exagerada estimación de sí mismos. Comencé a rodearlo de un
nimbo y a ver encarnada en él la idea del hogar con calor y protección que tanta
falta me hacía. El precursorado especial parecía una excelente meta, pero no para

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alguien que tendría que luchar con la soledad, el desamparo y la estrechez


económica. Muchas ideas negativas se agitaban en mi mente y querían hablar
todas a un tiempo.
El superintendente de circuito que realizó su visita de rutina unos días más
tarde, me halló así, atrapada en el engranaje de tales presiones emocionales y
atraída por Julián como nunca antes. La visión de este hermano, y su
comprensión, resultaron ser la ayuda que tanto necesitaba. Recuerdo bien esta
ilustración que usó: “Cuando usted va a una exposición y quiere apreciar un buen
cuadro tiene que alejarse un poco, ¿verdad? Lo mismo es cierto al contemplar un
edificio. En la condición deprimida en qué usted se encuentra no puede hacer una
decisión sabia. Le sugiero que vaya a Mendoza, pruebe el precursorado y espere
un tiempo. Sería necesario tomar en cuenta varias cosas antes de hacer un
cambio tan serio, que afectaría su vida en el futuro. Es cierto que el señor García
Lagos es un hombre de buena moral y estimado por todos, pero también es una
persona que está en una posición prominente. ¿Quién le puede garantizar que no
se avergonzará de que usted predique su fe de casa en casa si llega a ser su
esposa? ¿Quién se arriesgarla a asegurarle que su familia no se opondrá a la
verdad, causándoles dificultades a los dos? En casos similares, cuando se han
presentado esos problemas, siempre es el creyente el que sale perdiendo por
haber desoído el consejo de Dios de casarse en el Señor. El tiempo le demostrará
si él pertenece al rebaño de Jehová. Entonces, cuando él forme parte de su
pueblo, usted verá qué es lo mejor para los dos. En el informe que estoy por
enviar a la Sociedad recomiendo que asignen a un matrimonio de precursores
especiales a García, y con seguridad lo harán, para que este grupo aislado no
quede sin ayuda al marcharse usted, que fue el principal puntal entre ellos. Si
García Lagos aprecia la verdad aceptará estudiar con los precursores”.
Admití la sensatez del argumento, pero en mi interior no estaba
completamente convencida, porque me dije: —Seguramente el día que Julián sea
también un Testigo de Jehová ya se habrá casado con otra.
El superintendente de circuito debe haber entrevisto mis reservas mentales,
porque abrió la Biblia y me leyó Revelación 21:8, que comienza diciendo: “Pero en
cuanto a los cobardes y los que no tienen fe...” y comentó: “Fíjese por favor, que
en esta lista de los que no entrarán al reino de Dios, los cobardes están primero;
porque Dios puede esperar mucho más de alguien que se recobra de los peores
pecados con un arrepentimiento sincero, que de alguien que, aunque no tenga
tanto por lo cual arrepentirse, se paraliza de temor y no responde a su llamado.
Tengo la impresión de sus vacilaciones son causadas por un poco de temor al
futuro, a la soledad y a lo desconocido. Es comprensible en este momento, ya que
sus nervios han sufrido un gran desgaste. Pero no olvide, hermana Masvi, que
Jehová nunca defrauda a los que ponen su confianza en Él. No ponga en peligro
lo que debe tener el primer lugar en su vida, su servicio a Dios”.
Estos pensamientos me impactaron. Aunque mi nombre no llegaría a estar
entre las clases aborrecibles mencionadas en Revelación 21:8, podría estar
alistado con los cobardes que no quieren avanzar. Recordé la promesa de Isaías
32: 1 y 2 que asegura que los príncipes de la organización de Dios serían como la
sombra de un peñasco grande en una tierra agotada. El diálogo entre la carne y el

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espíritu tiene laberintos difíciles de pasar, pero al fin llegué a dominar el timón en
medio de la tempestad y arribé a una decisión incambiable.
Con las palabras del Salmo 142:5, rogué a Jehová que Él fuera la parte que
me corresponde en la tierra de lo vivientes.
La maestra suplente no tardó en presentarse para hacerse cargo de la
escuela pues nombraron a una muchacha recién recibida de García. En pocos
días preparé la mudanza y me dispuse a trasladarme a Mendoza.
Roberto Lemos, a pesar de su indiferencia hacia la verdad, fue muy bueno y
servicial. Fue como uno de esos hermanos que tanto hubiera apreciado tener. El
se encargó de llevar tu colección de copias en Braille como donación a la
Biblioteca Municipal de García donde no existía literatura para no videntes. Aparte
de los libros de la Biblia que distribuyen las Sociedades Bíblicas Unidas, había
copias hechas por mí, haciendo buen uso del alfabeto Braille que aprendí con el
fin de ayudarte. Dos tomos contenían los poemas de diversos autores que más te
gustaban. Tus dedos diestros para la lectura repasaban a menudo sus líneas.
Algunas páginas del libro de los Salmos ya estaban muy gastadas. Muchos de los
maravillosos pensamientos y sentimientos que expresaban habían llegado a tu
corazón por medio del tacto.
Roberto me ayudó también a embalar las cosas que quería conservar y a
vender lo que no deseaba llevarme. Antes de marcharme definitivamente de
García, fui al cementerio para ver la placa que Julián había mandado a hacer, y
luego pasé por su oficina para agradecerle sus atenciones y comunicarle mi
próxima partida. Ellos también salían para Europa en esos días.
¡Qué extraña sensación me produjo tu nombre materializado en bronce!
Aquellas diez letras ya no representarían ningún deber ni derecho. ¡Qué
consolador es saber que los nombres amados, aunque se desligan de todo en la
tierra, siguen existiendo en la memoria de Dios, y lo que se deshace en el polvo
tiene aún forma en su mente!
Mi última entrevista con Julián fue útil para aflojar los cimientos de aquella
casita iluminada y tibia de mi sueño, que estaba retando a duelo al precursorado.
En mi incertidumbre, todavía estaba alentando la esperanza de que él aceptara la
verdad y se constituyera en mi anhelado refugio.
Al agradecerle sus bondades no pude menos que decirle cuánto deseaba
que Dios le deparara un lugar entre su pueblo, donde podría aplicar ampliamente
su genuino amor a la humanidad. No hizo ningún comentario. Cada vez que le
hablaba de la verdad tenía la sensación de chocar contra algo impenetrable, que
no me dejaba avanzar.
—Todo lo que deseo Ana, es que usted guarde de mí un buen recuerdo.
—Por supuesto Julián, jamás olvidaré lo que usted hizo para hacernos
felices a Pablo y a mí. Por eso le deseo la más elevada recompensa, la vida
eterna en el Nuevo Orden que Dios promete.
Su respuesta me sorprendió: —No quiero ofenderla, pero me considero
más altruista que los Testigos de Jehová. Yo prefiero hacer el bien por el bien
mismo; por el beneficio que representa para el que lo practica y para el que recibe
sus resultados; por lo que soy y lo que quiero ser, no porque espere alguna
recompensa. Si ese Dios existe, me va a remunerar a su manera, aunque yo no
haya estado dedicado a Él.

Cartas a un prisionero del Seol · 56


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—Si existe... ¡Nunca había sospechado que usted dudaba de la existencia


de Dios!
—Quizás ésta es la primera vez que admito francamente en su presencia
mi posición en cuanto a ese Dios real o supuesto. Parece que le he sorprendido
con mis declaraciones. Evité en ocasiones anteriores entrar en controversia con
usted sobre cuestiones espirituales y siempre la escuché sin presentar objeciones.
Su fe merece el mayor respeto. Pero quiero aclararle que no soy ateo, soy
simplemente agnóstico. No puedo afirmar que Dios existe porque no tengo
pruebas, y no puedo negar honestamente su existencia porque tampoco puedo
probar que Él sea solamente un mito. Creo en mí mismo. Muchos hacen lo que
hacen o dejan de hacer lo que les parece condenable, porque temen al juicio de
Dios; en cambio yo soy el juez moral de mis actos.
Citó un pensamiento de un escritor mundano: “Los hombres inventaron
dioses porque un cielo sin imágenes les parecía demasiado vacío”. Y se hizo eco
del pensamiento de otros ateos: “Los débiles inventaron un Dios todopoderoso
porque necesitaban algo más alto y fuerte en que amparar su debilidad”. Luego
agregó:
—En caso de que yo alguna vez aceptara sin vacilaciones la existencia de
un Dios que me inspirara fe, no sé si ese podría ser el Dios de la Biblia, pues no
entiendo su modo de juzgar al hombre. Estoy de acuerdo con el escritor que lo
culpó de amar sus manzanas más que a sus hijos.
Protesté enérgicamente: —¡No! El no estaba vengando el robo de una fruta.
Estaba aplicando la pena justa por el pecado. Esa era la primera lección gráfica de
obediencia para dos seres perfectos en una situación en que no existían trampas
ni posiciones ambiguas. La alternativa no era sufrir hambre o saciarla, sino
simplemente respetar un sólo árbol en medio de un huerto lleno de frutos que
podían libremente comer. Fíjese Julián, que cuando es tan fácil cumplir una ley, el
motivo para violarla solamente puede ser desprecio hacia la autoridad del que la
impuso.
—Diferimos en cuanto a lo que es pecado o virtud, Ana. ¿Quiere saber
cómo los defino? Tengo aquí un cuaderno en el que, en momentos de ocio y
meditación, escribo algunos pensamientos. Le leeré algo:
Pecado: Es hacer todo lo inútil; lo superfluo; lo que consume nuestro tiempo
sin dejarnos un saldo positivo, sin hacernos bien a nosotros mismos ni a los
demás.
Virtud: Es hacer todo lo útil, los que nos beneficia y beneficia a otros. La
virtud nos hace mejores valores para la sociedad, nos convierte en buenos
ejemplos para otros y engendra reciprocidad. Debe ser el fundamento sólido de la
estimación y el respeto que nos debemos a nosotros mismos. La virtud trae
consigo su propio premio; no necesita esperar que un Dios lejano, desde su
posición abstracta, establezca un día de recompensas para premiarla.
Me miró esperando un comentario. .
—Muy interesante Julián, pero, para saber específicamente qué es pecado
y qué es virtud, el hombre tiene que tener una regla con la cual medirlos. Dios nos
dio esa regla en la Biblia, porque definitivamente nos señaló lo que está bien y lo
que está mal.
Agregó algunas vaguedades y cuando me levanté para marcharme dijo:

Cartas a un prisionero del Seol · 57


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—A pesar de no compartir sus puntos de vista, admiro su fe y te deseo


mucho éxito en su obra... ¿cómo la llaman ustedes?
—Obra precursora.
—¡Ah, sí! Supongo que es una solución en su caso. Yo voy a servir a Dios
de otra manera. La gente también necesita cosas materiales y favores
desinteresados. Si usted piensa que lo que va a hacer es lo que su Dios espera de
usted, hágalo en buena hora. Si no le interesa ya tener un hogar y volver a ser
madre, y piensa que así cumple con su misión como mujer, está en su derecho
hacerlo. La religión ha sido la válvula de escape que su sensibilidad necesitaba
después de un matrimonio fracasado. Sin duda el caso de aquella muchacha
norteamericana que la visitaba, debe haber sido parecido al suyo, de otro modo es
difícil explicarse como una joven atractiva y capacitada podría hallar suficiente
incentivo en la religión para dejar su país y su familia, y venir a predicar la Biblia a
miles de kilómetros de su hogar.
—Julián, usted probablemente oyó algunas historias sobre monjas católicas
que toman su profesión como un medio para enterrar sus desengaños y se
refugian en Dios cuando el mundo les ha negado lo que buscaban. Pero ese no es
el caso con las precursoras en nuestra obra bíblica. Ni Mabel Robertson ni yo
estamos convidando a Dios con las sobras de un festín fracasado. No somos
personas que no saben qué hacer con su vida. Simplemente queremos darle a
Dios lo mejor de nuestro tiempo y esfuerzo.
—Su Dios la premiará como usted merece, Ana. Yo también me siento
premiado al tener una buena hija.
—Si Julián, Marta es un premio, pero estuvo a punto de convertirse en su
peor castigo. Porque cuando un hijo quiere renunciar a la vida que le hemos dado,
no podemos menos que preguntamos si los fracasados no somos nosotros, al no
haberles sabido inculcar un aprecio más grande hacia el valor de la existencia.
—Ella simplemente se desorientó ante el fracaso de su noviazgo.
-Pienso que la causa es más profunda, Julián. Si no nos sentimos
responsables ante nuestro Creador, no hallamos razones para poner el valor de la
existencia por encima de cualquier causa que nos impulse a atentar contra la vida
propia o la ajena.
—No sé que decirle, Ana. No me siento preparado para responder a sus
argumentos. Usted estudió la Biblia varios años para rebatir a la gente sin fe. Pero
los ateos y los agnósticos no estamos preparados para demostrarles a los que
tienen fe que estarían mejor si se pasaran a nuestro bando.
—Bueno, usted admite que sus respuestas solamente pueden ser titubeos y
acertijos. Así son las respuestas que reciben los hijos de los ateos y los agnósticos
cuando buscan un punto de apoyo en el vacío. El joven necesita fe y se le dice
que solo los tontos y los desorientados cultivan una fe. Le enseñan que las leyes
de la Biblia son retrógradas, demasiado estrictas, llenas de tabúes, pero al
desprenderse de ellas empujaron a las nuevas generaciones a un despeñadero en
que se está perdiendo todo freno moral. Cuando los mayores niegan o
voluntariamente ignoran la autoridad de Dios, están socavando el cimiento de toda
otra autoridad. Si cada uno debe ser juez moral de sí mismo, como usted dijo
antes, ¿por qué deben los jóvenes aceptar otros jueces? Cuando padres,
maestros, gobernantes y guardianes del orden le quieren imponer algo, los

Cartas a un prisionero del Seol · 58


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jóvenes los miran como autoridades abolidas y les dicen que se gobiernen a si
mismos y no traten de atraparlos a ellos en el engranaje de una civilización
fracasada. ¿Se da cuenta, Julián? Si Dios no está en su lugar en nuestra vida,
todo lo demás está fuera de foco.
—Traté de hacerla fuerte para que aprendiera a sostenerse en sí misma y
no en una imprecisa idea de Dios.
—Le diré lo que muchas veces le dije a su hija, Julián: Dios no tiene
sustituto. Ahora, cuando ella necesita tanto apoyarse en Él y sentir que la vida es
algo sagrada, que no nos pertenece, se ve a sí misma como el producto de un
accidente biológico que a nadie tiene que dar cuenta si decide volver a la nada.
Un aire de derrota nubló su rostro. Le expresé mis mejores deseos en
cuanto al viaje que los tres estaban por realizar a Europa y le dejé la dirección de
Lucio y Rosalía Fuentes en Mendoza, para que me hiciera llegar noticias.
Al volver a casa, anoté detalladamente en mi diario los pormenores de esa
conversación con el fin de repasarla si sentía que la atracción que él había
ejercido sobre mí resurgía de sus propias cenizas.
Al salir de su oficina me encontré en la calle con una prima de Julián que
había visto algunas veces en su casa. Me detuve a saludarla y le dije que me iba
definitivamente de García.
—Sin duda no se irá tan lejos que Julián no pueda ir a visitarla para
continuar la amistad especial que los ha unido. Usted tiene tanto que retribuirle...
(el tono de su voz era sarcástico, casi burlón)
—Señora, las bondades de su primo para con mi hijo ciego solo pueden ser
retribuidas con gratitud y aprecio. El no espera nada más de mí, ni va a seguirme
para reclamarme obligaciones. Es usted muy audaz si está sugiriendo otra cosa.
Me aparté de ella sin añadir nada más. Hasta ese momento había creído
que por lo menos mi buen nombre estaba a salvo de las lenguas ociosas. ¡Qué
cruel podía llegar a ser la garra enguantada en la inocente apariencia pueblerina
de García! Y allí, en ese lugar hostil, tenía que dejar lo que había sido más mío en
el mundo, durmiendo en su pequeño cementerio.
Al fin salí un atardecer en el tren de las siete, el mismo que tomaba Mabel
Robertson para volver a la capital, y pasé unos días con mamá antes de viajar a
Mendoza. Estaban en la estación Amanda y Roberto con las chicas, María Salomé
con Celedonio, Aurelia Corvalán y dos señoras que hacía poco tiempo habían
comenzado a estudiar la Biblia conmigo. Aquel grupo que agitaba manos y
pañuelos representaba lo mejor de mi siembra de cinco años. Me trajeron
golosinas, flores y pequeños obsequios. Me llenaron las manos de cosas y el
corazón de ternura. Toda la adversidad que se había desatado contra mí no podía
nublar ese gozo.
Aquel veintiocho de septiembre, el tren arrancó dejando atrás a la luz
mortecina del crepúsculo, la ciudad que había crecido alrededor de nosotros; la
escuela que había ocupado casi doce años de mi vida; el imperio comercial de los
García y bajo la sombra de los altos cipreses, una placa de bronce con un nombre
inolvidable.
No volví a ver a Julián en estos treinta años. Cuando regresaron de Europa
él se detuvo brevemente en la capital y le hizo una visita de cortesía a Ramón y a
mamá, cuando yo todavía estaba en Mendoza. Volvió algún tiempo más tarde, un

Cartas a un prisionero del Seol · 59


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verano, pero yo estaba en Córdoba de vacaciones. Por los precursores especiales


supe que tres años después de mi partida de García se casó con una muchacha
de una localidad cercana, pero hasta hoy no aceptó la verdad. Marta siguió su vida
rutinaria; algunos años después se casó y tuvo dos hijos. Hemos pasado largas
temporadas sin tener noticias la una de la otra, pero espaciadamente hemos
intercambiado algunas cartas.
Nunca pude pensar en García con rencor. Allí me sucedieron algunas de
las mejores y peores cosas. En ningún lugar del mundo me sentí tan despojada,
pero a la vez recibí una buena compensación: el cariño de aquel puñadito de
adoradores de Jehová, y la satisfacción del esfuerzo productivo que había
dedicado en ese territorio.
Una vez más se habían esfumado las ambiguas líneas divisorias entre el
triunfo y la derrota. Los que se esforzaron por expulsarme del magisterio deben
haber paladeado con deleite su victoria, sin saber que estaban dejándome las
manos libres para manejar la mejor carta de triunfo: el precursorado especial que
fue una sucesión de satisfacciones plenas durante los últimos treinta años.
¡Mi botín de guerra resultó ser mucho más valioso que el de mis opositores!

Cartas a un prisionero del Seol · 60


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Mendoza
—Capítulo Diez—

NO FUE FÁCIL COMENZAR una nueva vida sin ti, sin la escuela, privada de
mis estudios de hogar y de los hermanos que integraban la congregación de Villa
Solidaria. Me sentía como alguien que después de un desmayo trata de entender
qué pasó y dónde está. Pero poco a poco fui logrando el equilibrio necesario.
Rosalía, la hermana de Eduardo Aguilar, y su esposo Lucio Fuentes, no
eran muy despiertos y activos como publicadores del Reino, pero eran sumamente
amables. Siempre estaban buscando la manera de llenar mis horas libres para no
dejarme mucho tiempo para añorar lo perdido. Tres tardes por semana yo atendía
alumnos particulares, que venían a casa y el resto del tiempo lo empleaba en el
precursorado regular. Me hacía bien estar ocupada, pero muchas cosas las
llevaba a cabo automáticamente, por la necesidad de llenar un gran vacío.
Me esforcé por interesarme en Mendoza, su historia y sus maravillosos
paisajes. Situada al pie de los majestuosos Andes, es verdaderamente un lugar
hermoso. Caminar bajo sus álamos y plátanos, envuelta en el sol de la primavera
equivalía a una invitación a la vida, una reconciliación con la belleza de la obra de
Dios, que en aquel momento la necesitaba como el pan de cada día. Los afiches y
folletos de turismo la ensalzaban como “la tierra del buen sol y del buen vino”. Esta
designación era tan fiel a la realidad, que los hoteleros descontaban a sus clientes
los días en que el sol no se dejara ver para nada. Con el correr del tiempo, cuando
el clima empezó a cambiar allí como en otras partes, cancelaron ese beneficio
porque los días grises se sucedían bastante a menudo.
Los viñedos y olivares alrededor de la ciudad hacían pensar en algunos
aspectos de la tierra de promisión descrita por Moisés. Originalmente, Mendoza
había sido una región desértica, pedregosa y seca; lo único que crecía de por sí
era cactus, arbustos y algunas hierbas. Sus primeros pobladores habían sido los
indios huarpes, que eran pobres, tenían una civilización muy primitiva, y cultivaban
principalmente el maíz.
Luego llegaron los incas que, partiendo de su fabuloso imperio en el Perú,
extendieron sus conquistas hasta Chile, desde donde cruzaron los Andes y
sojuzgaron a los huarpes. Los incas compartían su civilización avanzada
enseñando sus técnicas agrícolas a las tribus sometidas. Canales y acequias que
los indios excavaron, todavía surcan las tierras secas, llevando desde las
montañas aguas de deshielo. El recuerdo de aquellos primitivos pobladores está
perpetuado en el nombre de algunos lugares, como "Camino del Inca" y “Puente
del Inca”. Una depresión de terreno que los aluviones ahondaron y fue
aprovechada por los indios para canalizar las aguas del Río Mendoza, se llama

Cartas a un prisionero del Seol · 61


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aún "Zanjón Guaymallen”. Su nombre viene del araucano “guay” que significa
quebrada o cauce angosto, y “mallin” que significa pastizal. En sus márgenes
había vivido la tribu del cacique Guaymaré.
Según un historiador, el gobernador de Chile, García Hurtado de Mendoza,
hijo del que era entonces virrey del Perú, aprovechando un confuso momento
político, había fundado en 1561, del otro lado de los Andes, esta ciudad que lleva
su nombre. Un fuerte sismo la destruyó casi totalmente en 1861. Ocasionalmente
la sacuden algunos temblores, pero ninguno volvió a alcanzar la intensidad de
aquel. Cada año en esa misma fecha, los mendocinos religiosos caminan en
procesión detrás de la imagen de Santiago, a quien han conferido el rango de
Santo Patrón de Mendoza. Un año la procesión no se realizó y pocos días
después hubo un fuerte temblor. Desde allí quedó establecida la superstición que
dice que hay que sacar a Santiago cada año a las calles de Mendoza porque si
no, sacude la tierra en seria de protesta.
El orgullo de la provincia y su mayor fuente de ingresos son sus viñedos y
su enorme producción de vinos. Tiene la bodega más grande del mundo y la cuba
más voluminosa que se conoce, que contiene doscientos diez mil litros. Antiguos
registros dicen que fue Cristóbal Colón quien introdujo las primeras vides viníferas
en América, en su segundo viaje a las Antillas. Los pobladores de Mendoza
descubrieron en tiempos lejanos que ese era el lugar ideal para el cultivo de vides,
cuando trajeron algunas desde Chile. Comenzaron a sembrar parras en los
alrededores de sus casas y gradualmente avanzaron de la bodega casera, a las
grandes bodegas comerciales, hasta llegar a tener en la actualidad más de mil de
ellas.
Entre los muchos lugares atractivos de Mendoza, mi predilecto era su
parque artificial, industriosa obra de manos humanas en una tierra con
características de desierto. Tiene trescientas hectáreas llenas de árboles de todo
tipo, de diferentes partes del mundo, en que se destacan muchos tonos de verde,
y algunos son intensamente rojos. Está adornado con atractivas esculturas, una
rosaleda, una fuente luminosa y un gran lago artificial. Sus exóticos portones de
hierro fueron comprados en Francia por el gobernador Emilio Civit, creador del
parque. Habían sido forjados por encargo de un sultán turco, que fue depuesto
antes que le fueran entregados.
Mi mayor deleite era sentarme frente al lago, en alguno de los bancos de
piedra que bordean el rosedal, y mirar aquel fondo de montañas rocosas, el
impresionante respaldo que los Andes le proveen. Entre ellas, como un hermanito
menor refugiado entre sus faldas, el Cerro de la Gloria, el único cubierto de
vegetación en la precordillera, parecía una esmeralda engarzada entre los
austeros colosos de piedra. En las tardes grises, aquellas montañas veteadas de
nieves eternas, se envuelven en tonos azules y violetas que les confieren un aire
melancólico, como si estuvieran sumidas en milenarias evocaciones.
Un domingo a principios del verano, después de la reunión, salí a vagar
solas con mis pensamientos. A esa altura del año el anochecer mendocino se
alarga hasta las nueve. Recién entonces la noche se cierne súbitamente sobre la
ciudad, cuando los últimos reflejos del sol se apresuran a descender detrás de las
montañas. Llegué al lago cuando todavía quedaba cerca de una hora de luz del

Cartas a un prisionero del Seol · 62


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día y me senté mirando hacia la cordillera, repasando mentalmente la conferencia


pública que acababa de oír.
El orador había hablado sobre las bendiciones del nuevo sistema y me
habían impresionado como nunca antes las palabras de Oseas 13:14. El había
comentado varias maneras como los traductores vierten el texto, pero se habla
detenido especialmente en las palabras de la antigua versión Valera en que se
representa a Jehová diciendo: "Muerte, yo seré tu muerte". Me detuve a paladear
esas palabras que eran un sorbo de belleza. ¡La muerte también estaba
condenada a muerte! Sería encerrada inmóvil en un ataúd, como los que ella
había arrastrado en cautiverio a sus helados abismos, pero sin esperanzas de
liberación. Al concluir el orador pintó con palabras certeras un cuadro lleno de
colorido acerca del futuro bajo el Reino de Dios.

Sentí el impulso de volcar en un papel la fuerza de aquellos pensamientos,


como años atrás solía hacerlo, y con las últimas luces del crepúsculo escribí:

ACUARELA DEL FUTURO

No dejes de mirar hacia los días


de la dicha sin fin que se presiente,
cuando un cielo propicio nos sonría,
cuando la tierra en paz nos alimente.

Cada hogar será un nido bien fundado


que no ha de mancillar ningún extraño,
refugio del amor santificado,
defendido por Dios de todo daño.

Y en esas suaves tardes otoñales,


cuando el poniente de color rebose
como un lienzo manchado en oro lila,
el vibrar de la brisa en los cristales,
será grato al oído como el roce
de las alas del ángel que vigila.

No habrá llanto callado ni escondido


resbalando en el hueco de la almohada.
No habrá horas vividas sin sentido,
ni ciclos que terminan en la nada.

Pues la muerte, la vieja loba huraña,

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yacerá desangrada en el desierto.


Nunca más aullará entre la maraña;
nunca más rondará ante nuestro huerto.

El corazón de gratitud henchido


gozará de la vida sin zozobras.
Se hablará sin dolor del tiempo ido
de innumerables siglos aguardados
de leones mansos, y del pan que sobra.

¿Cuánto hacía que no escribía versos? Excepto por algunas líneas


desconectadas y apuntes inconclusos, no había escrito nada completo desde
antes de tu nacimiento. La fuerza creativa de mi mente se había concentrado en ti
por todos esos años, tratando de añadir colorido y armonía a tu personalidad para
compensar tus desventajas. Tuve que aprender muchas cosas para ayudarte y
ayudarme a mí misma. Me esforcé por esconder mis frustraciones ya que, como
los médicos me advirtieron, tu sensibilidad llegaría a ser tan aguda, que notarías
mis estados de ánimo más que si pudieras ver. Pero ahora, ante tu ausencia por
tiempo indefinido, otras cosas muy mías estaban buscando forma y expresión.
Esto me trajo un gozo parecido al que describe Jesús en la parábola de la moneda
perdida. Aquella muestra literaria tan simple, improvisada a la luz del crepúsculo,
me dio la seguridad de que siempre estaba viva en mí esa llama innata que había
descubierto en mis primeros años escolares, refugio y deleite de mis momentos
más íntimos. Descubrir que conservaba intactas la habilidad de medir y rimar
espontáneamente, equivalía al gozo de recobrar un bien perdido, algo querido y
necesitado. Poder canalizar los sentimientos y expresarles en alguna
manifestación de arte, es un alivio a las tensiones, es un modo de sublimar las
cosas comunes, de extraer la quinta esencia de lo que nos rodea, aún de lo que
nos abruma. Es una dulce revancha que nos tomamos, encarando los hechos que
caen sobre nosotros para aplastamos, elevándolos a una región sideral donde
pierden peso y gravedad, como los cuerpos en el espacio. Sentirse fascinado por
un tema, perseguirlo, explorarlo, mirarlo desde todos los ángulos y engarzarlo en
un poema, es un trabajo minucioso, absorbente como el de un orfebre.
Esta vocación ha sido un amor traicionado varias veces en mi vida; un amor
que siempre me ha recibido de vuelta sin rencor, como una madre que al ver
volver al hijo que abandonó el hogar por mucho tiempo, le tiende los brazos,
enciende las luces, apronta la mesa para agasajarle, y no pregunta nada. Así es
una vocación innata, Pablo. Se puede relegarla, se puede frustrarla y traicionarla,
pero olvidarla nunca. Allí estará como una herida abierta en la mente, reclamando
algo, o quizá con sus latidos dolorosos indicando apenas que aún existe, y que
jamás podrá cicatrizarse o encallecerse. Querer acallarla del todo es casi tan
imposible como ponerle tapa a un volcán. ¿No es precisamente por esa insaciable
necesidad de escribir, que estoy volcando mis recuerdos en estas cartas?
En mi adolescencia, pocas cosas me fascinaban tanto como el papel en
blanco. Torrentes de pensamientos surgían en mi mente con un deseo irreprimible
de llenarlo. Después que tú llegaste y me vi abandonada por tu padre, los

Cartas a un prisionero del Seol · 64


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cuadernos en blanco que pasaban por mis manos en la escuela, eran desafíos
que no quería aceptar. En cambio, me dediqué a lograr la armonía y el equilibrio
en ti, el más amado poema que tomó forma en mi interior.
En mis incursiones en la literatura mundana hallé un pensamiento que
siempre resurge, aunque el nombre del autor se escurrió de mi memoria; "Las
palabras más tristes que pudieran escribirse son: "pudo haber sido" y "pudo no
haber sido". De tanto en tanto pienso en los acontecimientos decisivos en mi vida,
en la reacción en cadena que provocaron y en lo que pudo haber sido
radicalmente distinto. Si mi padre no hubiera tomado aquel avión que no llegó a
destino, quizá yo hubiera sido parte de una de esas familias con varios hermanos,
que siempre miré con nostalgia. De ser así, mi madre no hubiera perdido casi todo
lo que le quedó en manos de abogados fraudulentos, y jamás hubiera existido un
padrastro, ni lucha económica, ni soledad. Si el segundo casamiento de mi madre
no me hubiera creado esa urgencia de huir de casa, habría evitado aferrarme
irreflexivamente a la oportunidad de formar un hogar donde la felicidad fue una
visita casual, que aparecía brevemente y desaparecía por largas temporadas.
Quizás hoy tendría un lugar reconocido en las filas del periodismo y habría escrito
y publicado varios libros que siguen archivados en mi mente como sueños
imposibles.
Cuando conocí la verdad sobre Dios y sus propósitos, renací en mí la
esperanza de recobrarme de todo lo que pudo haber sido y no fue. De vez en
cuando cedo a la tentación de jugar a ese juego triste, pero ahora hay una puerta
abierta que da al Paraíso futuro, en el fondo de todos los escenarios y sus
variantes. En cada planteo de lo que pudo haber sido diferente, y en cualquier
cuadro reconstruido del pasado y del futuro, siempre dejé un lugar para el pajarito
ciego que anidó entre mis brazos. Nada que el ayer o el mañana me otorgaran,
podría hacerme desear cambiarte a ti por otro bien tangible.

Cartas a un prisionero del Seol · 65


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Alicia Robles
—Capítulo Once—

ALICIA ROBLES, una muchacha cordobesa, fue la única compañera que


tuve en el precursorado especial. Cuando recibí la carta de la Sociedad
asignándome a trabajar en la capital, después de aquellos meses de precursorado
regular en Mendoza, me daban su nombre y dirección para que te escribiera.
Alicia tenía veinte años y nunca se había separado de sus padres. El hecho de
que yo era dieciséis años mayor que ella, y que apenas un año antes había
perdido a mi único hijo, les inspiró confianza para dejarla ir. Intercambiamos
algunas cartas que nos ayudaron a conocernos. Intuí en ella una personalidad
sensitiva, aplomada, y una fe muy sincera. Su madre también me escribió.
Esperaba que mi compañerismo fuera edificante para Alicia, amortiguando la
nostalgia del hogar lejano.
Mis expectativas no fueron defraudadas. Llegué a sentir un gran cariño por
ella, hasta el punto de echarla mucho de menos cuando volvía a Córdoba para
pasar algunos días con sus padres. Teníamos varias cosas en común:
disfrutábamos de la buena música, de la sociabilidad con los hermanos después
de las reuniones, y comentábamos con deleite diferentes enfoques de las
verdades bíblicas. Nos encariñamos con la congregación, que no había tenido
antes precursores especiales, y nos recibieron como una dádiva de Dios.
Poco después de estar establecidas en la congregación, Miguel Pascale, el
superintendente de la Escuela del Ministerio Teocrático, empezó a mostrar una
marcada predilección por Alicia. Era un joven de veinticinco años, encantador en
su trato y brillante orador. Yo tenía la sensación de que algo en él no era genuino.
Lo veía consciente de su atractivo personal y muy preocupado por impresionar
bien a los demás, especialmente a las hermanas jóvenes. Al mismo tiempo, me
regañaba a mí misma por dejarme llevar por mis impresiones.
Las relaciones progresaron rápidamente entre ellos y planearon casarse
para fines del invierno, cuando Alicia y yo habíamos estado algo más de un año
con la congregación.
Considerándolo un joven cristiano modelo, le asignaron una conferencia
sobre moral juvenil que estaba llena de ejemplos específicos. Era una tarde muy
fría, y Alicia y yo estábamos sentadas en una de las primeras filas. Miguel
transpiraba y estaba nervioso, algo muy desacostumbrado en él. Nos miramos
extrañadas.
—Parece que Miguel no se siente bien —le dije.
—No me comentó nada antes de la reunión —contestó.

Cartas a un prisionero del Seol · 66


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Un pensamiento no grato pasó por mi mente: —¿No será alguna lucha


mental lo que lo turba así?
Todo quedó en el olvido, pero dos semanas antes de la boda, un domingo
en que nos dijeron que Miguel no estaba en el Salón por un problema de último
momento, dos ancianos nos pidieron que nos quedáramos después de la reunión
para hablar con ellos. A Alicia la invitaron a ir a la pieza donde se despachaba la
literatura, y a mí me pidieron que la esperara porque era mejor que no tuviera que
volver sola a casa.
Miguel había estado conduciendo un estudio con una muchacha del campo
que vivía sola en un hotel, como tantas jóvenes que vienen a buscar trabajo a la
capital. Ella había concurrido dos veces, espaciadamente, a la reunión del
domingo. Cuando Miguel le comunicó su próxima boda la muchacha herida, había
venido al Salón del Reino a denunciar una relación íntima que había tenido con él,
la cual había resultado en un embarazo que ya estaba en su tercer mes. El comité
lo había interrogado y él había confesado al fin, presentando los hechos como si
hubiese caído en una trampa. La expulsión era una cosa resuelta, por el grado de
responsabilidad que le tocaba y por la sutileza con que había querido eludirla.
El choque fue terrible para Alicia; pasamos juntas la noche en vela. Ella me
pedía que orara en voz alta porque había un volcán en su mente, y a veces sus
pensamientos tomaban un giro peligroso, tratando de justificarlo. Me preguntó dos
o tres veces cuál sería su situación si seguía adelante con la boda. Temía
condenar a un desdichado, víctima de una seductora, como se presentaba en la
carta que había puesto bajo la puerta de nuestro pequeño apartamento, mientras
estábamos en el Salón. Le pedía por favor que lo mirara con la misericordia con
que Dios mira a los que han errado el camino.
Le recordé que, como tantas veces se nos dijo, la expulsión es una
disciplina dura, pero es también un acto de amor, para hacerle sentir al ofensor la
profundidad de su culpa y la necesidad de reconciliarse con Dios cambiando de
camino. Alicia expresó su temor de que la humillación de su rechazo endureciera
el corazón de Miguel, mientras que su generosidad para perdonarlo podría
conmoverlo, ayudándolo a recobrarse. Citaba frases de él en que la enzarzaba
como la materialización de su ideal y la única muchacha que lo había
comprendido.
Le expliqué pacientemente la diferencia radical que existía con cualquier
caso en que esto sucediera entre personas ya casadas, cuando el perdón del
cónyuge ofendido puede salvar del naufragio un hogar formado, y darle a la
esposa el mérito de haber hecho todo lo posible por reparar el daño. En cambio,
en el caso de ella, significaba sacrificar su libertad, para unirse a un hombre que
no había respetado a Dios y que podía repetir el mismo hecho en el futuro.
Significaba no aceptar la decisión de la congregación y desafiarla. ¡Cuánto más
sabio sería esperar, dejarlo cargar con el peso de la disciplina, observar su actitud
de allí en adelante, y luego decidir el asunto cuando la congregación lo hubiera
restaurado, si sus sentimientos hacia él fueran los mismos!
Al día siguiente, varias veces tomó el papel y la lapicera para comunicarle a
Miguel su decisión por escrito, como los ancianos le habían aconsejado, pero
parecía que no podía hilvanar las palabras, y caía otra vez presa de sus
vacilaciones. Era evidente que Satanás estaba aprovechando bien este momento

Cartas a un prisionero del Seol · 67


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difícil en su vida y atizando los rescoldos de su primer amor, que había tenido la
fuerza de lo puro y de lo nuevo.
Para ayudarla a evaluar la situación, hice dos listas de lo que había para
ganar y de lo que había para perder en el caso, y las puse delante de ella. Las
leyó una y otra vez, sin ningún comentario. La lista titulada: “Ganancias” decía:

Matrimonio con desconfianza.


Un esposo al que seria difícil respetar.
Vida nueva con escasez de bendiciones.
Satisfacción de los sentimientos con pesadumbre de espíritu.

La lista titulada “Pérdidas” decía:

Desagrado del Padre celestial.


Relación dañada con la organización de Dios.
Pérdida de privilegios de servicio.
Infelicidad, y desaprobación de la familia.
Pérdida del apoyo de compañeros cristianos.
Vida intranquila con malestar de conciencia.

Uno de los ancianos, jubilado por su edad avanzada, que tenía tiempo libre
durante el día, vino a vemos a la mañana siguiente, y su visita fue un gran
estímulo. Habló un rato con Alicia en tono muy paternal y comprensivo. Se ofreció
para llevarle a Miguel la breve carta que Alicia por fin escribió en su presencia. Le
decía que su decisión era irrevocable, que daba por cancelada la boda y que
deseaba que él recobrara su relación con Dios a su debido tiempo.
Después de esto, temblorosa y pálida, se acostó y durmió algunas horas,
presa de un profundo agotamiento. El mismo hermano que nos visitó, telefoneó a
los padres de Alicia para notificarles lo ocurrido. Al día siguiente su madre viajó a
la capital. El agotamiento del primer día se prolongó y se intensificó. El médico
diagnosticó postración nerviosa. Antes del fin de semana siguiente viajaron las dos
a Córdoba en un tren con camarote, donde el viaje requeriría menos esfuerzo. Al
despedirla tuve la impresión de que nunca iba a volver a la capital para trabajar
conmigo. Así sucedió. Dos meses después, ya recuperada, me escribió que había
decidido hacer el precursorado regular allá y seguir viviendo con sus padres.
El vestido rosa de media fiesta que iba a usar para la boda, el ramo artificial
y el velo corto para la cabeza, quedaron en el ropero por algunos meses, hasta
que Alicia comprendió claramente que nunca los iba a usar. Entonces me escribió
que por favor dispusiera de esas cosas como mejor me pareciera y le enviara todo
lo demás con un hermano que vendría a buscarlo con su camioneta.
En una caja grande, mandé por encomienda al Chaco el vestido de la boda
y sus accesorios a una precursora de familia pobre que planeaba casarse al
verano siguiente, con una breve nota que decía: “Es una provisión para tu boda,
de parte de alguien que decidió no usarlo”. Algún tiempo más tarde, supe por una

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hermana del Chaco que la conocía, que la muchacha había saltado de gozo al
recibirlo. Ella pudo usarlo con gusto, sin conectarlo con recuerdos tristes.
El día que se le comunicó a la congregación la expulsión de Miguel, recordé
su incomodidad y malestar mientras daba la conferencia sobre moral juvenil, un
par de meses antes. ¡Solo Dios sabia cuánto había porfiado con los ángeles que
cuidan la limpieza de las congregaciones! Como Balaam, cuando se aventuró a
seguir un proceder condenado por Dios, debe haberse sentido golpeado contra un
muro de piedra, a ambos lados de la senda angosta que nos está señalada en la
viña de Jehová. (Números 22:24,25) Pero ni aún en ese caso, como vocero de la
congregación para amonestar a los jóvenes, tuvo la suficiente honradez para
confesar su proceder y buscar ayuda.
Algún tiempo más tarde se supo que Miguel, haciendo buen uso de las
cualidades cultivadas en la Escuela del Ministerio Teocrático, había ganado un
concurso para un puesto de locutor en una conocida emisora radial. Llegó a ser
bastante popular participando frecuentemente de eventos artísticos, siempre
rodeado de muchachas modernas y atractivas del ambiente teatral.
Aparentemente consiguió allí lo que deseaba de la vida, pues nunca solicitó ser
reinstalado en la congregación.
En cuanto a la muchacha que estudiaba con Miguel y precipitó el
desenlace, los ancianos le aconsejaron que volviera junto a sus padres y criara a
su hijo en la verdad. Entre varias hermanas decidimos regalarle un ajuar para el
bebé y el dinero para el viaje de vuelta. La visité varias veces para animarla a
continuar estudiando la Biblia en su ciudad natal y amoldando su vida a los
requisitos bíblicos. Supe por ella cómo Miguel había vencido sus escrúpulos,
diciéndole que Jehová conoce nuestra naturaleza débil y nuestras necesidades
emocionales, y nos perdona porque sabe que somos polvo. Le había citado varias
veces las palabras del proverbio bíblico: “El justo siete veces cae y siete veces se
levanta”. Entre los dos habían ilustrado bien el viejo refrán: “El hombre es fuego y
la mujer estopa, viene el diablo y sopla”.
Cuando el tren en que viajaban Alicia y su madre se alejaba, las lágrimas
saltaron de mis ojos. En los días que siguieron sentí muchísimo su ausencia. Mi
frustrado cariño maternal había estado muy bien empleado en ella. Cuando se
supo definitivamente que no volvería, la Sociedad me escribió preguntándome si
tenía inconveniente en seguir trabajando sin compañera algunos meses, pues no
tenían a quien asignar en ese momento.
Continué sola casi dos años, concentrando mis esfuerzos en ayudar a
hermanas que deseaban mejorar su ministerio. Fue una actividad muy
recompensadora. En ese tiempo falleció Ramón, mi padrastro, y mamá quedó sola
con la salud bastante quebrantada. Escribí a la Sociedad sobre mi deseo de vivir
con ella para atenderla, y si era posible continuar el precursorado especial en
Buenos Aires. Comprensivamente la Sociedad consideró mi situación y me
asignaron a una congregación cercana, para que no tuviera que perder mucho
tiempo viajando.
Ramón había vendido aquel apartamento en Liniers donde tú y yo solíamos
pasar las vacaciones con ellos, y había comprado otro más chico cerca de Plaza
Flores, sobre Rivadavia, la calle más larga del mundo. En él vivo desde entonces.

Cartas a un prisionero del Seol · 69


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Poco a poco fui venciendo la indiferencia que mamá habla mostrado hacia
la verdad, y establecí un estudio bíblico informal con ella, que era más bien una
charla amable con el uso de la Biblia. Tuve la felicidad de ver reconstruida su fe y
oírla hablar en sus últimos días de la esperanza del Reino. Si yo no estaba para
hacer la oración antes de comer, le faltaba algo. A medida que iba envejeciendo y
perdiendo las fuerzas, dependía cada vez más de mí, como si yo fuera la madre y
ella la hija. Se sentía desvalida y se aferraba a mi cariño como jamás lo había
hecho antes. Estoy muy agradecida a Dios por el privilegio de haber podido
acompañarla hasta que se entregó al sueño duradero.
Heredé de ellos el pequeño apartamento que es mi hogar hasta ahora y una
modesta cuenta bancaria cuya renta me permite pagar impuestos y gastos
comunes de la casa, y enfrentarme sin angustias a sucesos imprevistos. Ya tengo
los arreglos legales para que todo pase a manos de la congregación si algo me
sucede. Pero, si aún vivo cuando llegue el fin, y la cuenta bancaria existe todavía,
tendré la satisfacción de que algo mío haya sido arrojado a la calle para participar
en el cumplimiento de la profecía de Ezequiel 7:19, y ver al “poderoso caballero,
don Dinero" enterrando sus ínfulas de superioridad en la basura amontonada en la
vía pública.
De tanto en tanto nos hemos vuelto a ver con Alicia Robles en alguna
vacación o en alguna asamblea. Varios años después de aquella infeliz historia de
amor se casó con un excelente joven, que actualmente es un superintendente muy
apreciado en su congregación.
Estoy ahora en el ocaso de mi vida. Siento sí, el cansancio que dejan los
años, pero he descubierto que los deberes eludidos producen más fatiga y
malestar que los cumplidos. Aunque no tengo los bríos que tenía cuando comencé
el precursorado especial con Alicia, mi aprecio por el privilegio de llevar el mensaje
de Dios como representante de su organización terrenal, es cada día más
profundo. Mis más valiosas experiencias y recuerdos desde, tu ausencia tienen
que ver con este magisterio incomparable.

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El Magisterio Incomparable
—Capítulo Doce—

COMO TE DECÍA ANTERIORMENTE, tú y la escuela dejaron un vacío que no


era fácil de llenar, pero las satisfacciones con que el ministerio cristiano enriqueció
mi vida, colmaron todas las expectativas. Es un magisterio más amplio, abarcando
la necesidad de instrucción y las carencias espirituales de gente de toda clase y
edad; una actividad recompensadora, cuyos frutos seguirán cosechándose más
allá de este sistema. ¡Cuántas veces al ir de casa en casa me he sentido como
David, cuando dice en el Salmo 45:1 “Rebosa mi corazón un tema excelente: yo
digo: Mis obras son para el Rey; mi lengua es la pluma de escribiente muy ligero”!.
(Versión Moderna)
El ajustado horario en que vivimos casi no nos deja tiempo para medir el
significado de lo que esta sucediendo a nuestro alrededor. Apenas podemos darle
reconocimiento mental al privilegio de ser nosotros mismos parte del cumplimiento
de las profecías. El clima de tensión en que tenemos que movernos y el sentido de
urgencia que nos empuja, tratan de opacar la gloria de estos días y convertirlos en
rutina. Pero de vez en cuando una publicación nos sacude con un recordatorio que
podría expresarse así en esencia: “Vivimos en los tiempos más maravillosos de
toda la historia humana. Este es el tiempo hacia el cual miraron ansiosamente
patriarcas y profetas. ¡Esta es la obra que los ángeles miran atentamente y que
ellos mismos se sentirían muy complacidos en hacer, pero fue reservada para
nosotros!” (1 Pedro 1:10-13)
Un orador subrayó la misma idea con otras palabras: “Después que este
tiempo se desvanezca, apreciaremos el esplendor de estos días cuando los
veamos de espaldas. Nos sentiremos como Moisés, quien rogó a Jehová que le
dejara mirar su gloria y solo se le permitió verla cuando ya había pasado”. (Éxodo
33:21-23)
¡Cuánto están perdiendo los que se cubren con excusas improvisadas para
eludir la responsabilidad del ministerio! Igual que Adán y Eva, quieren esconder su
vergüenza tras un delantal de hojas perecederas que se marchitarán en breve
tiempo.
Andar entre la gente con el mensaje del Reino, le da a uno la oportunidad
de tomarle el pulso a la humanidad y saber cómo le afecta cada problema.
Ciertamente, el trabajo de casa en casa es una escuela, es un curso práctico de
sociología. Mis treinta años de ministerio me han enriquecido con experiencias

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que otra carrera no me hubiera dado. Naturalmente, el papel del actor no es tan
fácil como el del espectador. Como Testigos de Dios hemos tenido parte activa en
el drama de los últimos días y hemos sido el blanco de muchas medidas
arbitrarias. Los que se empeñaron en mantener en vigencia el "Fichero de Cultos"
supieron usarlo como herramienta demoledora. Muchas veces nuestras
asambleas fueron interrumpidas y clausuradas. Más de treinta años nuestros
lugares de reunión funcionaron sin un letrero que los identificara. La literatura
bíblica nunca fue tan abundante como hubiéramos deseado, y a menudo hemos
ido a países limítrofes para conseguir las últimas publicaciones; pero la obra de
Dios no puede ser detenida con ardides humanos. Dios nos hizo navegar sobre la
cresta de todas las olas que se levantaron para hundirnos.
Es cierto, a través del tiempo la carne se fatiga y afloja el paso, como lo
estoy viendo en mi propia vida. Pero entonces, uno se recuesta en un respaldo de
recuerdos gozosos que ayuda a descansar. El corazón satisfecho nos arrulla con
una melodía maravillosa que se titula: “No estás viviendo en vano”. En nuestra
imperfección, entendemos que podríamos haber hecho todas las cosas mejor,
pero Jehová sabe que somos polvo y no nos niega su sonrisa de aprobación a
pesar de nuestras deficiencias. Algunos de nosotros, con el paso lento del ocaso,
ya no somos pilares fuertes en las congregaciones desde el punto de vista de lo
que podemos lograr, pero tenemos para los jóvenes que llegan a llenar los
puestos de responsabilidad, el valor de símbolos y documentos verificados, que
los inspiran a esforzarse y seguir adelante.
Algunos me dicen: “¡Cuántas maravillosas experiencias habrá tenido usted!”
Les respondo: “Mis experiencias fueron simples y comunes como las de cualquier
publicador. Pero la gran experiencia es el precursorado mismo; es la satisfacción
de dar el máximo aunque las condiciones no hayan sido ideales en todo momento.
No sería lógico servir a Dios por más de treinta años sin ninguna dificultad, tal
como no se podría navegar por más de treinta años siempre con buen tiempo.”
Uno de los más apreciados frutos de nuestro servicio sagrado fue ayudar a
muchos a convertir su adoración en una comunicación recíproca. Al hallarlos en
nuestra predicación les oíamos lamentarse porque Dios no escuchaba sus
oraciones. Pacientemente, logramos hacerles comprender que la adoración no es
un monólogo sino un diálogo. Estaban acostumbrados a hablarle al Rey eterno
para pedir favores, pero nunca abrían la Biblia para dejarlo hablar a El, o averiguar
hasta donde ascendían sus deudas con Dios.
Algunos en quienes nos esmeramos por volcar la verdad de la Palabra
sagrada, se hicieron impenetrables como el cuerpo opaco que detiene la luz y no
la transmite. Otros en cambio, fueron como el prisma, que al recibir la luz la
descompone en colores y la difunde. El intenso interés en ayudar a otros a
alcanzar la vida eterna bajo el Reino de Dios ha hecho que nosotros mismos nos
acercáramos cada vez más a ella. Un proverbio chino expresa gráficamente la
misma idea: “Ayuda al barco de tu hermano a cruzar el río, y el tuyo habrá
alcanzado la otra orilla”.
Cuando los ojos de la mente recorren los años vividos, muchos rostros
queridos se asoman a nuestros recuerdos a lo largo del tiempo. Fue maravilloso
ayudarlos a salir de las tinieblas espirituales del mundo para unirse al pueblo de

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Dios. El poder persuasivo y el poder liberador de la Biblia se pusieron a prueba en


cada caso.
Muchas veces, las mismas doctrinas y argumentos de la religión
tergiversada nos dan los elementos para combatirla, probando así que el mejor
antídoto contra la mordedura de la cobra, se fabrica con el mismo veneno de la
cobra.
Recuerdo la expresión perpleja de una señora que argüía que el infierno de
fuego era un lugar real y necesario, cuando le comenté:
—¿Pensó usted que, si el infierno existe como lugar de tortura, Satanás en
vez de ser un rebelde enemigo de Dios ha resultado ser uno de sus más fieles e
incondicionales servidores? Está allí desde que el hombre existe, recibiendo a
todos los que Dios le envía, y castigándolos de acuerdo a la condena que Dios les
dicta. Según su Iglesia, seguirá haciendo ese trabajo monótono y desagradable
por los siglos de los siglos, sin jubilación, sin vacaciones y sin recompensa. ¿No
tendría Dios que condecorarlo y premiarlo, como hacen las empresas con los
obreros que no faltan nunca al trabajo? En otra ocasión, hablando con una
defensora de la trinidad que insista en que María era la madre del Dios
todopoderoso por haber sido la madre de Jesús, un joven precursor que me
acompañaba usó un argumento diferente:
—Señora, el Creador de todo es increado, por lo tanto no puede haber
recibido la vida de alguien que no existía antes que Él.
—Pues, para mí está bien claro —respondió.
—¿Pensó alguna vez señora, que con toda seguridad para María no está
claro? Ella sabe que Dios es su Padre, por ser el Padre de la humanidad. De
pronto, millones de personas que integran la Cristiandad, empezaron a
proclamarla madre de Dios. Si mañana una cantidad de gente comienza a llamar a
su casa a toda hora, para convencerla de que usted es en realidad la madre de su
propio padre, ¿no le produciría una gran confusión mental aceptar el hecho de que
usted es en realidad su propia abuela?
—Para Dios no hay nada imposible -subrayó tercamente.
—Eso es discutible, señora. Hay algo imposible para Dios, porque Él no se
lo permite a sí mismo. Esto es, ponerse contra la lógica y la razón, porque tal cosa
equivale a negarse a sí mismo como el Dios de la verdad.
Su rostro se iluminó con una sonrisa y agregó:
—No se preocupe. Solo estaba tratando de ver si podía dejarlo sin
respuesta, pero parece que eso también es imposible con los Testigos de Jehová.
Espero que no se canse de venir a mi casa para ayudarme a investigar la Biblia.
Durante varios años visité a un abogado aquí en Buenos Aires, para
renovar su suscripción a nuestras revistas. Siempre expresaba aprecio por lo que
publicamos pero estaba demasiado ocupado para concurrir a alguna reunión o
aceptar un estudio bíblico. Cuando le hablé del premio prometido de vida eterna,
respondió:

—Esa es una de las cosas que me desanima en cuanto a la fe de ustedes:


que no viven en la realidad. Yo trato con delincuentes de toda clase: conozco a
fondo sus dramas porque muchas veces tengo que defenderlos. Estoy entrando
en las cárceles, hablando con todo tipo de gente que vive al margen de la ley. No

Cartas a un prisionero del Seol · 73


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puedo apartar mi mente de la crónica policial, mientras ustedes sueñan con la


utopía de un Paraíso futuro.
—Doctor Ferrer, la realidad tiene diferentes niveles. Usted me está
hablando de la realidad más baja, de aquella en que se desatan los peores
instintos del humano. Yo le hablo de la más alta, de la que se logra cuando uno
tiene compañerismo espiritual con Dios. Fíjese que en una casa es tan real la
azotea como el sótano. En el sótano se guarda lo que es mejor no tener a la vista.
Allí proliferan las arañas, las cucarachas y las ratas. Pero si uno quiere mirar las
estrellas mientras las ratas juegan en el sótano, sube a la azotea y disfruta de un
espectáculo tan real como el que está allá abajo.
—Tiene razón, señora. Cuando pueda jubilarme trataré de olvidarme del
sótano y tendré más tiempo para mirar las estrellas.
No sé si lo habrá hecho: poco después me asignaron a otra congregación y
no tuve más noticias de él.
Podría seguir relatándote muchas experiencias en que tuve la satisfacción
de encontrar la palabra oportuna para vencer el prejuicio, para iluminar mentes
ávidas, para liberar cautivos espirituales. Pero como te dije antes, la gran
experiencia es el precursorado mismo y el sentirse una herramienta útil en las
manos de Dios.
Me gusta pensar en Jacob, el nieto de Abraham, como precursor modelo.
No se permitió a sí mismo enamorarse de ninguna de las mujeres paganas que
conoció, sino que fue a buscar la esposa deseada entre los adoradores de
Jehová. No le importó habitar en tiendas mientras esperaba el cumplimiento de la
promesa de Dios, de hacerlo heredero de la tierra de sus peregrinaciones. No
reclamó su herencia antes de tiempo, y estuvo dispuesto a ir donde Dios le
indicaba. No mimó su cuerpo, ni le ahorró dificultades, porque la carne mimada es
mala consejera. Tuvo el más hermoso y significativo de sus sueños mientras
dormía sobre una improvisada almohada de piedras. El ángel que lo puso a
prueba invitándolo a luchar, le demostró que las bendiciones más valiosas no son
para los indolentes, o se trataba de luchar un poco y rendirse, sino de seguir
luchando hasta que despuntara el alba. El mundo está entrando en la hora cero, el
punto climático de su larga noche de obras tenebrosas. Hay que seguir
forcejeando hasta que rompa el día para recibir como Jacob, una bendición que se
haga sentir por mil generaciones.
Jacob fue solo a cumplir su misión y volvió a la casa de su padre con doce
columnas para una nueva Congregación que se llamaría Israel. ¡Cuántas veces
vemos a los precursores volviendo para una asamblea nacional acompañados por
las futuras columnas de la congregación que están edificando! Si tienen que morir
antes del fin, mueren rodeados del fruto producido, al igual que Jacob, y
bendiciendo lo que dejan en la tierra.
Después de treinta años en este magisterio incomparable, puedo decirte
como Josué, que ninguna de las buenas palabras de Dios ha fallado, ni en la
escena mundial, ni en la vida de cada uno de sus siervos dedicados. (Josué
23:14)
Guardo con aprecio las notas tomadas en muchas reuniones de
precursores en asambleas, o con motivo de la visita de algún superintendente
viajero de la Sociedad. Uno de ellos usó el Salmo 50 para animarnos a seguir

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adelante aunque fuera con precarios recursos, sin dudar nunca de la capacidad de
Jehová como proveedor. Nos preguntó: -Si el dueño de una gran región de tierra
llena de ganado, les extendiera un pagaré firmado, ¿tendrían temor de
encontrarse con una cuenta agotada cuando fueran a cobrarlo? ¡No!, Porque las
palabras del Salmo 50: 10 son verdaderas. Dios dice allí: “Porqué a mí me
pertenece todo animal silvestre del bosque, las bestias que están sobre mil
montañas”. ¿Acaso Él nos necesita a nosotros para asegurarse el sustento? El
versículo 12 nos responde: “Si tuviera yo hambre, no te lo diría porque a mí me
pertenece la tierra productiva y su plenitud”.
Otro orador nos hizo recordar la notable experiencia de la viuda de Sarepta,
narrada en el capítulo 17 del primer libro de los Reyes en la Biblia. Era un tiempo
de hambre y sequía en Israel. Ella estaba haciendo una torta con el último puñado
de harina y el último resto de aceite que le quedaban pensando que, después de
esa magra comida, ella y su hijo podrían acostarse y esperar la muerte. Elías puso
a prueba su fe y altruismo pidiéndole que le sirviera a él esa pequeña torta, pues si
lo hacía, la harina del jarro grande y el aceite del jarro pequeño no se agotarían
hasta que volviera a llover en Israel. Ella obedeció, y los tres siguieron viviendo día
por día con la porción medida pero diariamente duplicada de aceite y harina.
—“Así son, agregó el conferenciante -los recursos de los precursores en la
mayoría de los casos. No se puede sacar más que un poquito a la vez, y siempre
queda solamente un poquito. Pero la bendición de Jehová permitirá que alcance
hasta el fin, si estamos usando todo lo que tenemos para glorificarlo”.
En otra ocasión se nos dijo: “Recuerden a Ana, la madre de Samuel. Sin
ningún egoísmo entregó a su único hijo para el servicio del templo del cual la
separaba una gran distancia, sabiendo que solo una vez al año podría viajar para
verlo. No le importó la soledad en que posiblemente transcurriría su vejez. Pero
Jehová colmó de dicha a aquella mujer, dándole cinco hijos más que llenaron su
vida. El precursor podría decir: —Esta es la única juventud que tendré, la flor de la
vida, que se va y no vuelve. ¿No me arrepentiré más tarde por no haberla usado
para lograr algunos bienes materiales que me respalden en la vejez? Igual que a
Ana, Jehová le devolverá con cinco tantos el tiempo que usted usa para alimentar
a los pobres espirituales, porque está escrito en Proverbios 19:17, que ‘el que da a
los pobres le está prestando a Jehová’”.
Ha sido maravilloso, hijo, ver a muchos respondiendo a nuestro esfuerzo y
engrosando las filas del pueblo de Dios. Algunos tienen que hacer cambios muy
profundos y recobrarse de una vida turbia para llegar a ser cristianos ejemplares.
Otros parecen nacidos para la verdad; han vivido cautelosamente, cuidando sus
caminos, pensando que algún día rendirán cuenta ante la más elevada Autoridad
del Universo.
En una asamblea, un orador comparó a la gran asociación internacional de
hermanos, con una nave que viaja hacia un puerto muy deseado. Va recogiendo
muchos nuevos pasajeros durante el viaje, pero algunos la abandonan sin
alcanzar el destino final. Recuerdo frecuentemente esa ilustración. Como sucede
en un gran crucero, entre nosotros también hay todo tipo de personas, pero lo que
nos mantiene unidos es el ansia de completar el viaje. Así los tímidos, los
acomplejados, los decididos, los que están demasiado conscientes de sus puntos
fuertes; los simples y los complicados; los que están siempre recomendando su

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manera de hacer las cosas, y los que nunca están seguros de cómo hacerlas; los
que tiemblan cada vez que tienen que subir a la plataforma y los que siempre
están buscando la oportunidad de estar en ella; todos estamos marchando hacia
una meta común. Lo que nos mantiene juntos no es una atracción mutua de
personalidades admirablemente cultivadas, sino la profundidad de nuestra
devoción, a pesar de nuestras imperfectas personalidades.

En el Nuevo Orden, seremos jardineros y hortelanos; aprenderemos oficios,


cultivaremos todas las formas del arte, edificaremos casas, construiremos barcos,
nos empeñaremos en logros de ingeniería, pero nunca más seremos publicadores
de las Buenas Nuevas a una humanidad separada de Dios, que necesita un
mensaje de reconciliación para salir del ostracismo espiritual.
Por eso, esta es nuestra última oportunidad de hacer algo que no tendrá
razón de repetirse. ¡Qué hermoso será añorarlo entonces como un deber
cumplido, habiendo dado lo que nuestras circunstancias nos permitieron dar, sin
cargos de conciencia por haber estado fabricando excusas huecas en presencia
de los ángeles que dirigen nuestra marcha! Para mí ninguna carrera hubiera sido
más completa y satisfaciente, excepto el haber hecho lo mismo, pero contigo.
Hubieras hallado un lugar definitivo como ministro de Dios entre su pueblo, que no
cierra sus privilegios a los ciegos, como hace el clero de todas las religiones de la
Cristiandad, con la sola excepción del clero anglicano.
En estos meses de actividad limitada, las revistas se han amontonado en
mis estantes. Estoy ansiosa por dejarlas galopar en las calles. Ellas saben abrirse
camino para llegar a manos de los que reconocen el valor del mensaje, que no es
siempre la persona que las acepta en la puerta. Algunos han hallado la verdad
sacando alguna publicación de entre los desechos que estaban en la calle
esperando al recolectar. Una señora buscó a los Testigos para aprender más y
llegó a formar parte del pueblo de Dios, después de leer y guardar las páginas de
la Atalaya que el dueño de una despensa usaba para envolver los huevos.
Con frecuencia recuerdo la acertada ilustración del capítulo nueve del
Apocalipsis. Los doscientos millones de caballos dirigidos por jinetes que controlan
racionalmente la carrera, representan a los publicadores que llevan en todas
direcciones el mensaje de Dios, no es en una disparada loca y sin freno, sino en
un avance organizado, inteligente, alcanzando los puntos más recónditos de la
tierra habitada. Por eso me duele que mi literatura bíblica esté detenida por
circunstancias adversas. Jamás quisiera ser culpable de hacerlo conscientemente
y por negligencia. Estamos en tiempos de guerra que, igual que en la antigüedad,
se hace con la espada y la ayuda primordial de los caballos. En el guerrear
cristiano, la espada del espíritu, la Palabra de Dios, y los caballitos portadores del
mensaje impreso, son instrumentos imprescindibles. Si en aquellos lejanos días,
algún soldado rebelde hubiera encerrado los caballos para no dejarlos salir a la
batalla, sin duda lo habrían considerado un ofensor digno de muerte.
Desde mi ventana estoy mirando la invasión de la primavera. Se ve en los
puestos callejeros llenos de flores, en los retoños de los árboles, en el sol, en los
rostros deleitados de los peatones.

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Mañana me sacarán el yeso. Después vienen los tratamientos de ejercicios


y masajes. Pronto volveré a mi amada actividad precursora. Estoy saboreando
anticipadamente el gozo que me espera.
Pensando en estas cosas, anoche antes de dormirme le di gradas a Jehová
una vez más, por haberle dado sentido y valor a mi vida, y lo hice en verso, el
lenguaje en que mi corazón tan frecuentemente habla consigo mismo, el lenguaje
en que Dios expresó sus propios pensamientos en la Biblia.

Jehová, mi Dios y Padre, inigualable amigo,


leo en mi derrotero,
el guión inconcluso de un diálogo contigo.
Ahora que el otoño se aposentó en mi vida,
a la luz del crepúsculo, serena y diluida,
fuerte cuando soy débil y busco tu sostén,
te ruego que me guíes hacia el feliz futuro,
con la conciencia clara, con el paso seguro,
en la senda del bien.
Estar a tu servicio es la suma de todo
lo que perdura y vale.
Deja que así resulte de siglo en siglo. Amén.

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Los Árboles Enanos


—Capítulo Trece—

AYER ESTUVO VISITÁNDOME Adelaida Montenegro, una de las primeras


personas con quien conduje un estudio bíblico cuando recién empecé a predicar
en la capital, hace más de veinte años. Su esposo era indiferente a la verdad, pero
no se opuso a mis visitas regulares y permitió que los tres niños, Rolando, Adriana
y Eduardo, participaran en el estudio, pues consideraba que el conocimiento de la
Biblia tenía valor cultural.
Rolando y Adriana eran buenos estudiantes, pero evidentemente lo que
aprendían de la Biblia no les llegaba al corazón ni gravitaba en sus planes futuros.
Pero Eduardito, el menor, era un niño fuera de lo común. Todo lo que aprendía
causaba impresión en él y lo rumiaba mentalmente por largo tiempo.
Cuando Adelaida empezó a participar en la predicación conmigo, él nos
acompañaba frecuentemente, y disfrutaba de esas breves horas. Más tarde
comenzó a rogarle a su madre que le permitiera salir con el grupo de los
domingos, al cual ella no asistía porque era la única mañana en que su esposo
estaba en casa. Eduardo predicaba con diferentes jóvenes de la congregación
cada domingo y empez6 a cultivar el deseo de ser precursor cuando terminara sus
estudios secundarios. A los doce años hizo un mes de precursorado auxiliar
durante las vacaciones escolares y me acompañaba a los estudios de hogar cada
tarde. Era un deleite escucharlo comentar y comprobar cuán bien fundada estaba
su fe. Llevándolo conmigo, me hacía la ilusión de tenerte a mi lado, como en
aquellos años en García.
Cuando su padre lo oyó mencionar sus planes se alarmó. Buscó más
obligaciones con que llenar su tiempo al año siguiente. Le dijo a Adelaida que no
quería tantas Atalayas y libros bíblicos en su casa; que sus hijos necesitaban más
enciclopedias y libros de estudio. Ella podía seguir adelante en ese camino si lo
deseaba, pero no debía desviar a sus hijos de las metas que los harían triunfar en
la vida.
La hermana Montenegro nunca llegó a ser fuerte espiritualmente.
Se contentó con hacer algo todos los meses en la predicación y mantener
su fe con una mezquina ración espiritual. Aunque Eduardo nunca hubiera llegado
a ser precursor, ella podía haberlo ayudado a seguir creciendo en la fe mientras
emprendía los estudios superiores que su padre ordenaba. Pero se atemorizó y
aflojó la mano, al revés de Eunice, la madre de Timoteo. No fue una influencia
inspiradora para Eduardo.

Cartas a un prisionero del Seol · 78


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Poco a poco, aquel entusiasmo sano del niño por la obra del Reino se fue
apagando y dedicó toda su energía a las metas que su padre le ponía al alcance
de la mano. Hoy es el respetable contador Eduardo Montenegro, casado con dos
hijos y una sólida posición económica. Hace por lo menos quince años que no
visita un Salón del Reino ni concurre a una asamblea.
Pensando en todo esto después que Adelaida finalizó su visita volvió a mi
mente el recuerdo de: “La Fiesta de la Flor” en Escobar el verano pasado. Allí vi
por primera vez a los bonsái. No era mucho lo que sabía acerca de ellos, aparte
del origen del nombre en japonés: “bone”, maceta superficial, y “sigh”, cultivo. Me
informaron que sus raíces se cortan periódicamente para frustrar el crecimiento, y
que se les da agua escasa a intervalos espaciados, cuando se introduce en la
tierra un palillo delgado y se retira casi seco. Mi expectativa era grande. Muchas
veces había pensado: ¡Qué hermoso sería tener un ombú enano, el árbol gaucho,
sobre mi escritorio!
Cuando me acerqué a ellos me envolvió una impresión triste, mezcla de
compasión y desencanto. Cada bonsái tenía un monólogo amargo para recitar.
Seguros de mi comprensión, empezaron a volcar en mí sus confidencias.
—Nunca tendré nidos y pájaros; nunca tendré ramas vigorosas en las que
trepen niños.
—Mi tronco no se convertirá en muebles que adornen un hogar ni en vigas
que sostengan un techo. Jamás podré aspirar a convertirme en el armazón de un
barco que me lleve a surcar el mar.
El ombú era el más humillado, entre todos. El árbol altivo y solitario que no
permite que ningún otro crezca bajo su sombra, jamás tendría un gaucho sentado
sobre sus raíces pulsando una guitarra, ni un caballo descansando bajo su
amparo.
Comprendí que los árboles enanos son en verdad criaturas frustradas para
el lucimiento de un viverista; ejemplares que ganan premios en las exposiciones,
objetos decorativos que reciben palabras de alabanzas. No tienen un lugar
legítimo asignado como los que bordean las calles y los ríos, los que sombrean las
casas, o los que viven en congregaciones en los bosques. Han sido obligados a
renunciar a su razón de existir; a cambiar el designio de su vida por otro jamás
anhelado. Anudan sus raíces mutiladas en una simple maceta porque se les ha
negado el privilegio de crecer en la tierra generosa que no limita el progreso de los
pobladores del reino vegetal.
Eduardito Montenegro fue criado como un bonsái, para el orgullo de la
familia. Sus raíces espirituales fueron cortadas. El agua de la verdad le fue dada
con medida. No lo dejaron crecer saludablemente en la fe para que alimentara a
otros con frutos de enseñanza bíblica. Tiene diplomas, un título y buenas
remuneraciones monetarias, pero es un pequeño árbol introvertido que perdió la
oportunidad de vivir con un propósito altruista.
Pudo haber crecido como un árbol fuerte que refugiara a muchos pájaros
errantes ante la tempestad mundial que se avecina. Pudo haber tenido una
sombra generosa para refrescar a los caminantes fatigados. Pudo haber sido una
señal para identificar el camino guiando a los que buscan amparo en el pueblo de
Dios.

Cartas a un prisionero del Seol · 79


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¡Que bueno sería verlo en pie entre los muchos árboles arrogantes que se
desplomarán en el futuro cercano! Quizá la fe que un día tuvo un lugar honroso en
su corazón resurja, y él llegue a tiempo para brindarle a Jehová algún fruto tardío.
Pero nunca recuperará las vivencias perdidas, que hubieran sido el fundamento de
sus más amados recuerdos. Anoche, analizando estos pensamientos, los resumí
de esta manera:

BONSÁI

Un bonsái es un pobre árbol amortiguado


con un profundo trauma que nunca ha de curar.
Su suerte irreversible ya quedó decidida
en la maceta chata que lo ha de alimentar.
Renunciará humillado a su noble destino,
renunciará al paisaje que pudo completar.
Quizá alguien te diga cuando tu hijo crezca,
que cortes sus raíces, que limites su afán;
que encierres sus impulsos en cánones estrictos
porque Dios siempre exige más de lo que le dan.
Tal vez te recomiendan que lo ates a la tierra
porque puede evadirse sin ver la realidad.
—¡No tantas Atalayas, y más libros de estudio!
El mundo quiere haberes, no espiritualidad.
No críes a tu hijo como un árbol enano;
permite que su tronco se eleve fuerte y sano.
No le des tierra escasa ni agua con medida
limitando sus sueños, su estatura y visión.
Que no sea la parodia de lo que hubiera sido,
un bosquejo frustrado en marcada extensión.
Raíces enroscadas, empujes detenidos
abdicaciones hechas sin emitir un ay.
Déjalo ser un árbol con nidos y con pájaros
y nunca lo reduzcas hasta hacerlo un bonsái.

Cartas a un prisionero del Seol · 80


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Azucena
—Capítulo Catorce—

EN ESTE INVIERNO, rico en incursiones retrospectivas, he estado abriendo


cajones y registrando estantes en los archivos de la memoria. Muchas cosas
amortiguadas bajo el polvo de los años, han resurgido casi sin esfuerzo, igual que
esas semillas que pueden estar largo tiempo en la tierra, para brotar con vigor
renovado cuando nadie espera verlas volver.
Así sucedió con Azucena, el personaje central de aquella novela que había
empezado a escribir antes de tu nacimiento, la cual ha tenido un lugar entre mis
pertenencias durante treinta años. Ella también acudió a dialogar conmigo y a
llenar de colorido algunas de las horas vacías, que mi pierna enyesada no me ha
permitido emplear en otras actividades.
La niñez de Azucena no había sido normal, feliz y despreocupada como
debería ser la de todos los niños, en esa privilegiada edad en que uno construye
su propio mundo, lo llena de fantasía y de sueños inofensivos, adornándolo con
grandes espacios libres, para que la imaginación se solace y se ejercite en ellos.
Ella había crecido en una isla donde su padre era uno de los guardianes de
un edificio penal. De vez en cuando, algunos músicos y cantantes hacían una
excursión a la isla organizando reuniones de entretenimiento en el patio abierto
frente a la cárcel. El personal asistía con sus familias y también los presos que
observaban buena conducta. En aquellas breves horas, una demacrada alegría
llegaba apoyada en el brazo de la rutinaria austeridad, haciendo la salvedad de
que estaba de paso y con el tiempo medido. Azucena observaba los rostros de
aquellos prisioneros, resignados o simplemente acostumbrados a su condición.
Sus padres le explicaban que todos cargaban el peso de una condena como
transgresores de la ley. También contemplaba el rostro endurecido de los
guardianes que tenían que tratar con los presos, sin descuidarse nunca ni dar
nada por sentado. Ellos también llevaban el peso de una condena, la de la
pobreza que los obligaba a estar allí, con la esperanza de emprender algún día un
trabajo más estimulante, que les permitiera tener una porción mejor de las simples
alegrías de la vida. La población de la isla podía dividirse en dos clases:
prisioneros entre rejas que no trataban de escapar porque el mar los cercaba, y
prisioneros del otro lado de las rejas que no planeaban irse porque no sabían qué
hacer en otra parte.
Estaban bastante cerca de Puerto Luminoso, una ciudad de quince mil
habitantes, donde de vez en cuando iban a hacer compras o a pasar un día libre.
Allí, Azucena había conocido el bullicio de las calles, los atractivos despliegues de

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productos comerciales en las vidrieras, la alegría superficial y grotesca del


Carnaval, el aire de fiesta que en ciertas fechas exhibía la ciudad embanderada
estremecida por vibrantes marchas militares.
Desde allí volvía Azucena con un vestido vistoso para estrenar, con una
muñeca nueva, con un libro de cuentos. Entonces, se sentía mejor preparada para
enfrentar los variables estados de ánimo del mar, las advertencias serias de los
truenos, la monotonía del paisaje sin más variación que la que le daban la posición
del sol a distintas horas, o las fases de la luna.
En aquella ciudad, la alegría tenía ciudadanía legal, y libertad para
intervenir en muchas cosas. No era una visita temporaria como en la isla. Azucena
creció con la obsesión de ir a buscarla allí, cuando tuviera edad para dirigir su
propia vida.
Su madre cayó enferma súbitamente cuando ella tenía apenas quince años,
los médicos de la cárcel erraron el diagnóstico, y lo que se hubiera resuelto con
una rápida operación del apéndice, se convirtió en peritonitis. Cuando llegaron a
Puerto Luminoso, ya era demasiado tarde.
Permaneció tres años más junto a su padre, tratando de convencerlo de
mudarse a aquella ciudad para comenzar una nueva vida. Ella quería estudiar y
trabajar; quería encontrarse diariamente con la alegría que recorría las calles y las
plazas, que sonreía desde las vidrieras adornadas de los comercios y cantaba a
voz en cuello en las disquerías. Su padre se había convertido en un hombre
rutinario; la idea de cambiar la simple vida de la isla por la de una ciudad, lo
acobardaba. Además, los trámites y beneficios de su futura jubilación serían más
accesibles si terminaba sus años de trabajo en el mismo lugar.
Azucena se marchó un día sola a la ciudad que la llamaba en sueños desde
niña, el puerto que le había concedido carta de ciudadanía al gozo de vivir. Pero
los muros de las ciudades encierran acechanzas y peligros disimulados, que ella
conocía solo por vagas referencias. Amores frustrados, promesas incumplidas, la
lucha por el pan de cada día, el menoscabo continuo de la dignidad, todo fue
dejando marcas y tachas en la imagen límpida de una flor silvestre que había
crecido en la isla.
En el bosquejo original de la novela me propuse conducir a Azucena a la
verdadera alegría después de muchas angustias. Había llegado a ser una flor
hermosa que el viento de la adversidad había doblegado sobre el lodo. Al final, se
le abriría la oportunidad de estudiar enfermería y entrar en un hospital como
enfermera graduada. Su imagen dignificada en el blanco uniforme, le ayudaría a
recuperar la propia estimación. Volvería a ser feliz como en aquellas tardes
lejanas, cuando su madre le ponía un vestido limpio y ella reunía sus muñecas, las
cuidaba porque estaban enfermas, les vendaba manos y piernas fracturadas, les
contaba cuentos para que durmieran, les hacia olvidar sus dolores.
Ahora he cambiado el final de la historia porque Azucena debe hallar la
alegría genuina donde yo la encontré, en el pueblo de Dios. Le haré entender que
el gozo más profundo nos ilumina desde adentro, no desde afuera, como los
destellos de las vidrieras comerciales, los adornos llamativos del Carnaval, o el
aspecto brillante de una ciudad que se embandera para honrar fechas históricas.
Debe entender que lo que tiene fundamento espiritual no se desvanece, porque la

Cartas a un prisionero del Seol · 82


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luz que Dios derrama sobre nosotros no depende de cables que se queman ni de
fusibles que estallan.
Por supuesto, volverá a la isla para llevarle la verdad a su padre. Él ha
completado ya sus años de trabajo y de aquí en adelante podrá vivir con su hija en
Puerto Luminoso. Azucena recuerda cuánto le dolía a su padre ver llegar al penal
jóvenes que habían sido arrastrados al crimen y que frecuentemente lloraban en la
soledad de su celda. Les hablaba paternalmente y los aconsejaba. Se condolía de
los que jamás recibían visitas o cartas. Sin duda, llegaría a sentir la misma
compasión por los prisioneros de Satanás y los condenados a muerte que
caminan libres por las calles del mundo.
Ahora, no será un uniforme de enfermera lo que dará sentido a la vida de
Azucena, sino un portafolio con libros y un registro de precursora. Saldrá a las
calles a buscar a los magullados y golpeados del mundo, y a curarlos con el
bálsamo de la verdad. Aprenderá a vendar corazones quebrantados y a aplicar
colirio para restaurar la visión espiritual de la gente. Nunca más será una flor
doblegada sobre el lodo, pero llegará a ser una azucena erguida en el nuevo
Paraíso de Dios.
Le endosaré algunas de mis experiencias y mi profundo aprecio por el
precursorado. Por fin ella conocerá la verdadera alegría, serena, juiciosa, tan
diferente del bullicio hueco del mundo.
¡Cuánto podemos llegar a amar los personajes que han tomado forma e
identidad en nuestra imaginación! Es una retribución, porque llenan nuestra
soledad en momentos en que necesitamos estímulo, acudiendo a nosotros con
todo el calor humano que les hemos conferido. Un libro se parece mucho a un hijo,
Pablo. Lo sentimos crecer en la oscuridad y nutrirse de lo más vital que hay en
nosotros; por su causa es necesario fortalecerse y alimentarse, ya que uno está
edificando algo que tiene vida propia. Comprendo por qué algunos autores han
aludido a un sentimiento de desolación al terminar un libro. Es algo parecido a lo
que sienten los padres cuando los hijos ya crecidos se van del hogar para formar
el propio. Junto a la satisfacción por la misión cumplida, está la pena de saber que
nunca más los tendrán sobre sus rodillas o los verán dormidos en sus brazos,
porque el tiempo inexorable no vuelve atrás. Terminar un libro y dejarlo salir hacia
distintos rumbos, igual que despedir a un hijo que llegó a la mayoría de edad, es
una extraña mezcla de alegría y tristeza.
Lo que nace en nuestro interior nos pertenece en un sentido único;
satisface carencias y necesidades encajando con perfección en los huecos
emocionales.
En distintos sentidos, tú y Azucena colmaron diferentes necesidades. Cada
uno llegó a ser una bendición especial que otros quizá no entiendan ni valoren
como yo. Probablemente la historia de Azucena no verá la luz hasta el Nuevo
Orden, cuando tantos sueños archivados se convertirán en empresas cumplidas.
Hoy ha llovido mucho desde la madrugada; ha sido un día ideal para la
nostalgia. Desde el ventanal que da a la avenida Rivadavia, veo a la gente
cruzando trabajosamente de un lado a otro de la calle con el agua hasta los
tobillos. Lidia, una de las vecinas del tercer piso con quién estoy conduciendo un
estudio bíblico desde hace cuatro meses, subió a verme como todos los días
antes de salir a hacer sus compras, y le encargué algunas cosas de la despensa

Cartas a un prisionero del Seol · 83


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que está en la galería contigua. Por el amor de Jehová todos los problemas están
resueltos a pesar de vivir sola.
Mañana escribiré algunas cartas de testimonio y conduciré un estudio aquí
por la tarde. A las seis vendrá Lidia para ayudarme a bajar. Rubén Pintos, un
siervo ministerial que es encargado de un edificio en la otra cuadra, nos llevará en
su auto a la reunión de entre semana. Esas dos horas de compañerismo, el
interés cariñoso de todos, y más que nada el alimento espiritual abundante, le
darán sentido al día. Siempre hay un motivo para mirar con gozo cada nuevo día
de vida. Más allá, como un telón de fondo que no se desvanece, está el brillante
futuro que dentro de un corto tiempo se llamará HOY.

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EL Cordero Simulador
—Capítulo Quince—

CUANDO ERAS PEQUEÑO, frecuentemente me pedías un cuento. Lo


rumiabas mentalmente; a veces, después de muchas horas todavía estabas
haciendo preguntas para entender mejor las situaciones. No siempre estabas
dispuesto a oír los bien conocidos; a veces exigías uno nuevo que, a falta de algo
mejor, había que improvisarlo. Los personajes debían tener un nombre, y la
historia una moraleja que apuntalara la larga hilera de porqués que
invariablemente surgían.
En los últimos años, varios acontecimientos ingratos trajeron de vuelta a mi
mente aquel cuento que inventé para ti, acerca de un cordero aficionado a las
parodias. Su madre le había puesto por nombre Jazmín, porque era
completamente blanco.
Desde que fue adquiriendo una personalidad definida, se había destacado
por no ser cien por ciento veraz. La simulación le parecía más divertida que la
verdad simple y llana. Era muy habilidoso para imitar a otros miembros del reino
animal. Había aprendido a ladrar como un perro y se divertía muchísimo, porque
los niños del vecindario salían a la calle trayéndole algún hueso y se sentían
burlados cuando lo veían alejarse deprisa. Había llegado a reproducir muy bien el
maullido del gato, y las amas de casa al oírlo corrían a cerrar las puertas y a
guardar la comida que estuviera a la vista. Falsificaba muy bien el rebuzno, y los
niños pedían a sus padres que los sacaran a la calle y les ayudaran a montar el
asno. Después de mucho practicar sus tretas se había hecho perito en el arte de
engañar y le parecía que había logrado algo muy bueno para romper la monotonía
del diario vivir. Pero la gente defraudada no deja pasar las cosas así no más.
Puede que no reaccione enseguida, pero eso no quiere decir que lo ha echado al
olvido.
Los niños de aquella localidad consultaron entre ellos y planearon darle un
escarmiento a Jazmín, cambiando su apariencia. Consiguieron latas de pintura de
colores chillones, y cuando estaban listos para la empresa salieron a buscarlo. Al
encontrarlo, algunos lo sujetaron para que no huyera mientras otros le ponían
grandes manchas de color por todo el cuerpo. La lana absorbía bien la pintura, y
cuando se dieron por satisfechos, Jazmín estaba desconocido. La gente se reía al
verlo y le preguntaba: —“¿Eres un payaso vestido de cordero, o un cordero que
quiere hacerse pasar por un payaso? ¡Tu dueño va a tener vergüenza de recibirte
y no sabrá en que corral ponerte para no escandalizar a las demás ovejas!”.
Recién entonces Jazmín empezó a preocuparse por los resultados finales
de sus travesuras, y a comprender que el nombre de su dueño estaba implicado

Cartas a un prisionero del Seol · 85


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en el asunto. Había arruinado su imagen, y tendría que llevarla así hasta el tiempo
de la esquila, ya que nadie se tomaría el trabajo de desmanchar su lana para
librarlo del reproche.
De vez en cuando aparece un cordero como Jazmín en el rebaño de Dios.
Es alguien que se olvida de vivir como una oveja todo el tiempo, pasando por alto
el hecho de que somos siervos de Dios, estemos usando un pincel o un martillo;
manejando un destornillador o un automóvil que nuestra negligencia podría
convertir en un arma mortífera. Hablan como corderos mientras predican, pero
imitan a los animales traicioneros cuando no tratan su trabajo seglar con la
honestidad que se espera de ellos. El resultado va a ser el mismo que para
Jazmín: arruinarán su imagen y cargarán con las manchas hasta la esquila. La
gente se preguntará si son ovejas del Señor o hay otra cosa debajo de esa piel.
No se sabe a cual corral corresponden, ni qué decidirá hacer con ellos el dueño
del rebaño. Su nombre queda desfavorablemente señalado cuando algunos no
viven como siervos suyos, pasando por alto el mismo hecho que Jazmín prefería
ignorar: vivir una mentira y representarla teatralmente es tan grave como
pronunciarla, y a veces más. Es verdad, Jazmín nunca negaba que era un cordero
y nunca afirmaba que era otra clase de animal, pero hacía grandes esfuerzos para
que otros olvidaran lo que él realmente era.
Recuerdo que entonces yo te decía que no aspiraba a que te destacaras en
alguna carrera mundana. No deseaba que alguien me envidiara por tener un hijo
brillante. Pero deseaba con ardor ser la madre de un hombre auténtico, una de
esas personas cristalinas que pueden admitir ante otras con la frente alta, las
mismas verdades que admiten delante de Dios en oración.
No aprecio a los que se justifican interiormente diciendo: —“Esa pared la
hubiera pintado mejor si hubiera sido parte de la casa de Dios. Esos zapatos los
hubiera hecho más fuertes si hubieran sido para uno de sus ungidos”. Nuestro
trabajo es una credencial que no puede tener distintas versiones, según ante
quien acredite nuestra identidad. La misma responsabilidad debemos sentir al
manejar la pluma y llenar el papel. Lamentablemente el periodismo, salvo algunas
excepciones, lo ha olvidado. Esta es una de las profesiones en que el fraude
dispone de mayores recursos y sutilezas, causando daño con medias verdades y
medias mentiras. Como bien dice la Biblia, la vida y la muerte están en el poder de
la lengua, (Proverbios 18:21). Lo mismo puede decirse en cuanto a la palabra
escrita.
Hace algún tiempo, los diarios de la capital informaron respecto a un gran
incendio. Los titulares de uno decían que estaba controlado, los de otro, que
seguía avanzando. Un artículo aseguraba que era accidental, otro que había
agudas sospechas de que era provocado. Cuando se decretó la proscripción
contra nuestra obra, periodistas serios y respetuosos de diferentes publicaciones
solicitaron entrevistas a las personas más responsables en Betel. Hacían
preguntas inteligentes, tomaban notas detalladas de las respuestas y mostraban
comprensión y simpatía por nuestra causa. Cuando esas entrevistas se
publicaban, las respuestas de los Testigos habían sido tergiversadas y
acompañadas con comentarios intencionados y burlones que congraciaban a los
redactores con la dictadura militar del momento.

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Decir la verdad y vivir la verdad debe ser la consigna del cristiano. Cuando
Dios especifica en el Salmo 15 los elevados requisitos que deben llenar los que se
hospedan en su tienda y residen en su santa montaña, uno que se destaca es,
“hablar la verdad en el corazón”. Lo que se guarda celosamente en el fuero íntimo
no debe ser desmentido por la apariencia ni por las obras de uno. Solo así
podremos libramos de la acusación de Jesús a los fariseos, desaprobados porque
la fachada visible no coincidía con la realidad interior. (Mateo 23:27, 28)

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La Granja en Pie de Guerra


—Capítulo Dieciséis—

LAS ÚLTIMAS DÉCADAS han estado llenas de disturbios e inestabilidad.


Breves gobiernos civiles han sido continuamente derrocados por gobiernos
militares, generando odios y represalias violentas. El desasosiego se apoderó de
la gente, aumentando el ansia de oír palabras tranquilizadoras. El mensaje del
Reino y nuestras expresiones de fe y contentamiento producen un agudo
contraste con la turbulencia general, ejerciendo influencia persuasiva sobre los
que están espiritualmente sedientos. Muchos se están dando cuenta de que les
falta la riqueza espiritual que los Testigos de Jehová poseen y se esfuerzan por
congregarse con nosotros, venciendo toda clase de obstáculos. Nuevas
congregaciones florecen por todas partes. El tema del Reino, entonado
armoniosamente por el pueblo de Dios en cada calle y delante de cada puerta, ha
llegado a ser una melodía inconfundible para el público.
Algunos en las altas esferas comenzaron a entender que las restricciones
que el “Fichero de Cultos” imponía, no eran más eficaces de lo que podía ser una
telaraña para detener una maratón.
En el invierno de 1976 se hizo evidente que se estaban fraguando planes
serios para causarle gran daño a la religión verdadera. Una campaña deshonesta
para preparar la opinión pública se puso de manifiesto a través de la prensa y la
radio. A fines de agosto se publicó un decreto presidencial proscribiendo nuestra
obra en todo el territorio del país. El siete de septiembre la policía rodeó Betel al
amanecer, clausurando la imprenta, las oficinas y el despacho de literatura. La
vivienda, que entonces alojaba a cuarenta y seis ministros ordenados, quedó
custodiada por varios días. En esa misma fecha unos 600 Salones del Reino
fueron cerrados, con franjas de clausura pegadas a sus puertas. Después de eso
hubo encarcelamientos, confiscación de literatura hallada en hogares particulares
allanados por la policía, Testigos despedidos de sus empleos donde habían
observado una conducta ejemplar por muchos años, y expulsión de niños de las
escuelas, como si al forzar la conciencia de los niños se pudiera obtener un
ingrediente imprescindible para la solidez de la soberanía.
Fuentes gubernamentales afirmaban que la libertad de conciencia y de culto
estaban aseguradas en la Argentina, al mismo tiempo que se las negaban a los
Testigos de Jehová. Los jueces de la Suprema Corte que rehusaron anular la
proscripción, dijeron que los Testigos tenían una vía legal para hacer valer sus
derechos: inscribirse en el Fichero de Cultos; pero ellos sabían que la inscripción
se les había negado nueve veces. Declararon improcedente la vía legal que
estaban usando, cuando estaban valiéndose del único medio aceptable: los

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tribunales. Estaba a la vista la veracidad de las palabras de Habacuc 1:4: cuando


la ley está entumecida, la justicia sale torcida
El diario en inglés, Buenos Aires Herald, tuvo la valentía de comentar que
tal oposición era digna de la Rusia Soviética, pero no tenía cabida en la Argentina,
y que era en verdad una de las más grandes erupciones de persecución religiosa
en la historia de la nación.
El mismo periódico afirmó que, a juzgar por lo que había sucedido en la
Alemania nazi, los miembros del gobierno que desataron la persecución serían
monumentos de piedra algún día, pero los Testigos de Jehová aún pasarían
delante de ellos predicando.
El vaticinio del Herald estuvo acertado en todo menos en un punto. Los
firmantes de la proscripción nunca tendrán un monumento conmemorativo, porque
al mismo tiempo que atacaban al pueblo de Dios, estaban clavándole al país una
dolorosa espina en su costado, al desatar la aberración que nadie puede justificar:
más de nueve mil desaparecidos.

Aunque cientos de salones fueron clausurados, miles de hogares se


abrieron para que una fase esencial del cristianismo verdadero se siguiera
practicando: el privilegio de reunirnos para alentarnos mutuamente al amor y a las
obras excelentes. (Hebreos 10:24, 25) No podíamos tener asambleas, pero
esperábamos ansiosamente esas reuniones en distintos días, horas y lugares.
Hoy, en la cocina grande de la familia Pérez; mañana en el comedor de la
hermana Smith; la semana próxima en el garaje de un hermano italiano. La gente
nos veía llegar a su puerta de a dos para entregar nuestro mensaje, pues los
grupos, de predicadores habían desaparecido de las esquinas. Ya casi nadie
preguntaba: “¿Quiénes son los Testigos de Jehová? ¿Son protestantes?” La gran
publicidad que nos dio la proscripción nos sacó del anonimato, enfocando la
atención del público, así como la magnífica solicitada de casi media página, en
que los Testigos respondían a las falsas acusaciones y aclaraban su posición.
Privados de la nueva literatura, volvimos a estudiar las revistas de años
anteriores y los libros que teníamos en nuestras bibliotecas. Los Testigos de
muchas partes del mundo estaban escribiendo cartas al gobierno argentino,
pidiendo que reconsiderara su posición y nos hiciera justicia. Ninguna noticia
oficial apareció en los diarios acerca de estas cartas. Se supo sin embargo, que
estaban llegando montones de correspondencia sobre nuestro caso, que era
catalogada y apartada. La única mención velada de la prensa fue una caricatura
que mostraba a un mandadero cuyos brazos desbordaban de cartas y muchas
caían al suelo. Debajo del dibujo decía simplemente: “Son las cartas de los
Testigos”.
En los primeros meses después de la proscripción, un día caí en la
tentación de hacer un enfoque humorístico de la situación, representando al país
como una granja y a sus autoridades como un grupo de chanchitos, muy
perturbados por un pájaro que sobrevolaba la finca cantando alabanzas a Dios.
Por supuesto, el pájaro simbolizaba a los Testigos y el cuervo que aconsejaba a
los cerditos, al clero, que siempre usa su influencia en las altas esferas.
La pequeña sátira pasó por muchas manos, fue copiada muchas veces y
llegó a lejanos rincones del país. Aquí está mi travesura literaria:

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CHIQUERO VERSUS ALTURA

Había un grupo de chanchitos


que gozaban de la vida,
pues vivían en una finca
donde sobraba comida.

Tenían muchas cosas buenas,


pero algo los ofendía:
un pájaro que cantaba
volando en las cercanías.

Verlo feliz era absurdo,


les despertaba recelo;
además no les gustaba
que hablara tanto del cielo.

Lo aguantaron, lo aguantaron,
por tantos años y pico,
pero su canción les daba
urticaria en el hocico.

—“No queremos escucharlo,


nos hiere, nos desafía,
le haremos ver que aquí adentro
tenemos soberanía”.

El verlo volar tan plácido


les producía desvelo
y de la rabia rascaban
con las patitas el suelo.

Al fin dijeron furiosos;


—“Siempre se nos va a escapar,
nosotros pesamos mucho
y no podemos volar”.

Prepararon una honda,


practicaron puntería,
juntaron muchas piedritas,
planearon a sangre fría.

Vino un cuervo comedido


con hermético secreto.

Cartas a un prisionero del Seol · 90


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Hicieron varias consultas


y emitieron un decreto.

El les dijo con astucia:


—“Hagan como yo les digo:
cierren con cinta engomada
el lugar donde está el trigo”.

Aplicaron la medida,
lo aislaron sin miramiento,
pero la tierra y el bosque
le seguían dando alimento.

Alguien que es siempre el más alto


dijo: —“En el cielo me río.
¿Por qué forjan tantos planes
cuando el pajarito es mío?”

El ave de la cuestión
ganaba altura en su vuelo.
La palabra de su Dueño
le daba fuerza y consuelo.

Al fin un día señalado


estalló un fuerte ciclón
y se deshizo el chiquero
en la gran tribulación.

El cuervo despavorido
volvió a sus viejos refranes:
—“Dios debe estar enojado.
Esto no estaba en mis planes”.

El pájaro, siempre a salvo,


vio volar las tablas viejas,
se dispersaron los cerdos
entre alaridos y quejas.

Su canción ahora alcanzaba


un crescendo emocionante.
(La granja estaba en silencio,
no parecía la de antes)

“Voy a cantar por mil años;


los enemigos no oyen,
no hay chanchitos resentidos
ni cuervos que los apoyen”.

Cartas a un prisionero del Seol · 91


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Así pasaron seis años y la situación cambió sorpresivamente. Resultaron


ciertas las palabras de uno de los ancianos de Betel que comentó: “Cuando ya se
hayan agotado todos los recursos y se hayan golpeado en vano todas las puertas,
entonces Jehová va a obrar y no podrá atribuírsele la victoria a nada ni a nadie
más que a Él”.
La noticia del fin de la proscripción fue recibida con un estallido de gozo por
los más de 43.000 tenaces predicadores que éramos la fuerza teocrática laboral
en ese momento. No nos habíamos sentado a esperar un milagro. Habíamos
seguido sembrando, regando y carpiendo, para que la simiente espiritual tuviera
las mejores oportunidades de producir fruto.
Salimos de nuevo a la luz abiertamente, trabajando en grupos, organizando
asambleas, abriendo nuevas congregaciones. Ahora nadie podría dejar de notar el
tono entusiasta y feliz de nuestro mensaje, en contraste con tantos hechos
sombríos que prueban que los jinetes del Apocalipsis están cabalgando.
Innegablemente, el capítulo seis del Apocalipsis o libro de la Revelación,
está cobrando vida entre nosotros. El jinete del caballo blanco ganó una guerra
celestial decisiva en 1914, y arrojó a la tierra al principal enemigo, el ángel rebelde
que irritaba a Dios acusando falsamente a sus fieles. Ahora, después de 70 años
de aquella batalla, el único jinete coronado de la profecía, está a punto de alcanzar
la victoria final.
Detrás de él cabalgan los otros tres jinetes portadores de calamidades. En
su última visita a nuestro país antes de su muerte, Nathan H. Knorr, presidente de
los Testigos de Jehová, hablando en un pequeño estadio colmado de
concurrentes en Lomas de Zamora, dijo: “La Argentina es el país mejor alimentado
del mundo, pero no se engañen, el caballo negro de Revelación también pasará
por aquí”.
Aunque sabíamos que en las provincias más pobres del norte había gente
sufriendo por la escasez de alimento y los veíamos llegar a la capital buscando
trabajo y un mejor nivel de vida, se nos hacía difícil creer que el jinete con la
balanza vendría a imponemos sus raciones medidas. Pero llegó, precedido por un
emisario implacable que se llama Inflación. Al finalizar este año, 1984, hemos oído
con estupor que el promedio de inflación anual ha superado el mil por ciento. Hoy
estamos pagando por un trapo de piso, la misma cantidad de dinero que se
pagaba diez años atrás por un confortable apartamento de seis ambientes.

Al mismo tiempo que el caballo negro atraía la atención de las multitudes, el


caballo pálido jineteado por la muerte estaba transitando solapadamente, sin
confesar sus propósitos ni justificar sus métodos.
El Seol del idioma hebreo y el Hades del idioma griego, corresponden al
sepulcro insaciable que abrió millones de bocas en la tierra desde que Adán cayó
bajo sentencia divina. El jinete del caballo pálido tuvo un banquete clandestino en
nuestro país al recibir prematuramente a muchos miles que entraron en conflicto
con las autoridades establecidas, por apoyar con la acción o con la simpatía a los
grupos subversivos que trataban de apoderarse del poder. En abril de 1982, la
figura que faltaba apareció, haciendo sonar inconfundiblemente sus cascos. El

Cartas a un prisionero del Seol · 92


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caballo rojo de la guerra se dirigía al Atlántico sur tratando de decidir la posesión


de las islas Malvinas. El Seol, siguiéndolo de cerca durante dos meses y medio,
recogió nuevamente una enorme redada.
Todos estos acontecimientos dejaron hondas huellas en la mente y la vida
de la gente. Los de la generación que declina añoramos aquel Buenos Aires
donde las puertas tenían una sola cerradura que ni siquiera se usaba todo el
tiempo, en vez de tres como ahora. Aquellas calles con sus familias afables
mateando en las veredas en los atardeceres veraniegos. Aquellos barrios
plateados de luna donde la violencia era una intrusa que aparecía raras veces, en
vez de ser una visita indeseable cada día.
Nos alegramos de tener un mensaje de esperanza al llamar a esas casas
que ya no son tan hospitalarias. Nos regocijamos al vencer la desconfianza de
algunos deslizando hojas impresas debajo de sus puertas, hablando palabras
medidas por medio de un portero eléctrico, y comprobando a diario la intervención
de los ángeles para lograr conexiones providenciales con los que están pidiéndole
a Dios un poco de luz para sus mentes atribuladas.
Los que no quieren reconocer la cabalgata triunfal del jinete coronado,
tampoco pueden entender el avance arrollador de los otros Jinetes Implacables.
Están concurriendo en grandes números a los consultorios siquiátricos; están
consumiendo toneladas de píldoras tranquilizantes, están pidiéndole respuestas
ambiguas a los mediums espiritistas y consuelo artificial al alcohol y a las drogas.
La obsesión de que la vida se puede perder imprevistamente en cualquier
recodo del camino, ha llevado a la gente a demandar todo lo que piensan que se
les debe, sin pérdida de tiempo. Hay una impaciencia enfermiza por lo que no
tiene solución inmediata. Una simple palabra de dos letras se ha convertido en el
más exigente imperativo de nuestro idioma. La leemos en las paredes, en los
volantes callejeros y en las publicaciones populares. La oímos en las canciones,
en los noticieros y en las entrevistas: “Aumentos de salarios YA”. “Justicia YA”.
“Soluciones YA”. Esa pequeña palabra demanda que el futuro se convierta en
presente, como lo expresó un líder estudiantil: “Los jóvenes queremos que el
mañana empiece YA”.
En medio de tanta agitación y desconcierto, los que estamos hollando la
tierra de este a oeste y de norte a sur como Proclamadores del Nombre y el Reino
de Jehová, tenemos paz y satisfacción de conciencia. Nuestras manos están
limpias de sangre. No hemos desmentido nuestro registro de neutralidad cristiana.
No hemos participado en luchas internas ni en manejos ilegales que empobrecen
a la comunidad. Insistimos en separar lo precioso de lo vil, como dice Jeremías
15:19, 20, y estamos cosechando el galardón que el Profeta señala: “Ellos mismos
se volverán a ti, pero tú mismo no te volverás a ellos”.
Seguimos con los ojos fijos en el porvenir que el Reino de Dios nos
promete. Afuera, las multitudes inestables van cambiando el objetivo de sus
entusiasmos. Las metas que se proponen levantan muchos interrogantes.
Multitudes buscan orientación inútilmente en las palabras de un gigante anémico
que responde con titubeos. Pero cantidades crecientes de personas sinceras
están hallando la respuesta exacta en las palabras de un pequeño predicador
dinámico a quien el gigante quisiera hacer callar.

Cartas a un prisionero del Seol · 93


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El gigante anémico y el
pequeño predicador dinámico
—Capítulo Diecisiete—

Buenos Aires 15 de enero de 1985

HACE DOS DÍAS QUE TERMINÓ la más grande asamblea que hemos tenido
los Testigos de Jehová en la Argentina. Los más de 46.000 presentes en un
estadio de Buenos Aires, así como los que se reunieron en las asambleas en el
interior, hemos demostrado que su tema “Aumento del Reino”, no fue una
jactancia.
Uno de los muchos diarios de la capital que dedicaron páginas enteras a la
asamblea, tituló así uno de sus artículos: “Sorprendente poder de convocatoria de
los Testigos de Jehová”. Era en verdad la poderosa convocatoria del Reino
celestial sobre sus súbditos terrestres. ¡Qué feliz me sentí al recuperar el uso de
mi pierna accidentada para disfrutarla mejor!
Desde unos días antes de la asamblea, la religión mundana empez6 a dar
señales de malestar por medio de ataques verbales y escritos que la prensa y la
radio difundieron. Igual que Goliat, se sintieron desafiados por un pastorcito
insignificante, armado con una honda y piedras, que ocasionalmente usaba para
defender a las ovejas de su padre de enemigos imprevistos.
Esto trajo a mi mente un artículo que leí años atrás acerca de los gigantes.
A pesar de su impresionante aspecto, son orgánicamente muy débiles, salvo
algunas excepciones, porque sus cuerpos se han ido en vicio. Les es muy difícil
mantenerse a pie, en estado de alerta por largas horas. Por lo general, no se
destacan en nada y su inteligencia es mediocre. No cumplen lo que su presencia
física promete, y mueren jóvenes. Por eso es común que se ganen la vida
exhibiendo su tamaño anormal en el mundo del espectáculo, formando parte de
alguna compañía cómica, viajando con un circo, o como Goliat, sirviendo de
mascota para animar a otros a hacer lo que a ellos mismos les cuesta tanto
esfuerzo.
En el gran escenario del mundo, desde hace muchos siglos, se está
representando un drama en que los principales actores son un gigante resentido, y
un predicador pequeño que tiene una comisión que cumplir proveniente de la
suprema Autoridad del Universo. Se le ha entregado un mensaje que debe llegar a

Cartas a un prisionero del Seol · 94


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los más recónditos rincones del mundo. El gigantesco organismo de la religión


tergiversada ha reaccionado coléricamente a esta asignación de origen divino, que
siempre intentó monopolizar. Le irrita que su diminuto adversario se llene los
pulmones de aire limpio y trate de conseguir un tono puro en su voz. Varias veces
intentó ponerle los pies encima para achatarlo e impedir su crecimiento. Pero
Jehová prometió en Isaías 60:22 que en lo tocante a su pueblo, las centenas se
multiplicarían por mil.
El pequeño, fortalecido porque recibe maná del cielo, alcanzó la estatura
ideal, el crecimiento que pertenece a la plenitud de Cristo. (Efesios 4:13) No se fue
en vicio como el gigante, ni siente que sus fuerzas se han diluido en sus enormes
músculos perezosos. Trabaja y canta, sin que lo intimiden las torpes manazas del
titán, que se siente empachado con una situación que no puede digerir, mientras
sigue colando mosquitos y tragando camellos.
El predicador pequeño sigue creciendo, construye lugares de adoración,
instala imprentas, colma estadios de gente en ocasiones especiales, y hace llegar
su esplendoroso mensaje de reconciliación a los puntos más inhóspitos de la
Tierra. Salta y canta por el gozo de estar vivo, pero el coloso grita de dolor cuando
la minúscula sombra le roza los pies. Tal vez se está dando cuenta de que su
existencia fue un himno al desperdicio. ¡Pobres gigantes fofos, que necesitan
medirse con los enanos para sentir su elevación!
Hoy, son más significativas que nunca las palabras de Zacarías 4:10, que
nos enseñan a no despreciar las cosas que tienen un comienzo pequeño. ¿Acaso
la deleitable gama de los tonos no arranca de los siete colores del arco iris? ¿No
es cierto que el inagotable mundo de la música se basa simplemente en la
combinación de siete notas? ¿Es mera casualidad que el infinito alcance de la
matemática tenga como base solamente diez guarismos? ¿No es asombroso que
unas pocas semillas en el hueco de una mano puedan convertirse en un gran
plantío?
Como anunció Zacarías, todo empezó en un punto casi inadvertido. Pero
siete ojos, en otras palabras, todo el alcance visual de Jehová, han recorrido la
superficie de la tierra buscando a los que son dignos de congregarse alrededor del
pequeño organismo sano y pleno de vida de la religión verdadera. El Reino de los
cielos, al principio ocupaba apenas el lugar de una piedra desprendida de la
montaña de Jehová. Hoy crece ante nuestros ojos maravillados. Al fin llegará a ser
también un monte majestuoso que llenará la Tierra. (Daniel 2:35)
Los brazos flojos del gigantucho no pueden retener a los que huyen en
grandes grupos de sus fríos apriscos. Muchos se paralizan espiritualmente en los
laberintos del mundo. Otros superan el entumecimiento y acuden a los brazos
llenos de amor y calor del vigoroso proclamador pequeño.
El jinete coronado del caballo blanco, el único que alcanza la meta para
llevarle a la humanidad la redención y la plenitud del gozo, avanza dejando atrás a
los otros tres jinetes portadores de tragedia.
Casi tres millones de proclamadores de su Reino en el mundo, entre ellos
más de doscientos cincuenta mil precursores, estamos listos para dar el gran grito
de triunfo, cuando el jinete coronado complete su victoria.

Cartas a un prisionero del Seol · 95


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¡Apresúrate a dormir!
—Capítulo Dieciocho—

¡CUÁNTAS VECES HAN VUELTO a mi memoria aquellos momentos


deleitables en que conversábamos, hacíamos juntos la última oración del día, te
arropaba y te daba el beso de las buenas noches! Cuando te veía inquieto o
desvelado, te decía como mi madre a mí cuando era niña: “¡Apresúrate a dormir,
porque mañana tenemos muchas cosas lindas que hacer!”.
Dentro de un tiempo no lejano, estaremos intensamente ocupados
estableciendo el nuevo Paraíso, un parque inmarcesible que abarcará toda la
tierra. Entonces, mi corazón, latiendo con gozosa impaciencia te reclama:
“¡Apresúrate a despertar porque aquí hay muchas cosas importantes que hacer!”
El punto culminante de esta historia de sesenta siglos se ve tan próximo
ahora, que tengo la esperanza de sobrevivirlo y estar allí para darte la bienvenida.
Desde que me dediqué a Dios, ha echado raíces en mí el deseo de conocer
las tierras bíblicas. Me gustaría poner los pies en cada lugar por donde anduvo
Jesús de Nazaret, y revivir los hechos históricos en el mismo escenario en que
ocurrieron. Dentro del sistema actual es muy difícil realizar tal anhelo, pero confío
en que Jehová lo haga posible en su Nuevo Mundo y que podamos lograrlo juntos.
Cuando lleguemos al estanque de Siloam, qué significativo será verte allí,
dinámico y feliz, con tus nuevos ojos llenos de vida, como una reproducción del
milagro En Siloam recobró la vista aquel joven, ciego de nacimiento como tú,
sobre cuyos ojos Jesús había puesto barro amasado con su propia saliva. Se le
mandó caminar hasta el estanque y allí lavar su rostro. Al producirse el milagro, su
primera visión estuvo conectada con el cielo reflejado en el agua. Eso fue muy
apropiado, ya que el cielo era el punto de partida de aquella bendición. Este relato
del capítulo nueve de Juan, llegó a estar borrado en tu ejemplar en Braille, de
tanto repasarlo con tus dedos, y tuve que copiarlo de nuevo.
Ahora, el peso de la tierra ha estado por muchos años sobre tus ojos. Igual
que en el caso de aquel ciego, el Hijo de Dios ablandará ese barro con algo que
saldrá de su boca: la palabra liberadora, tan potente como la que restauró la carne
de Lázaro y comunicó vida y movimiento a sus huesos fríos para que respondieran
a la llamada imperativa: “¡Lázaro, sal!”.
¡Qué magnífico será ver el triunfo de la vida sobre la muerte! Tal como hoy
oímos los pasos de la muerte a nuestro alrededor, así oiremos los pasos de la vida
recorriendo la tierra. El suelo florecerá bajo sus pies y bandadas de pájaros

Cartas a un prisionero del Seol · 96


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levantarán vuelo ante su presencia. A medida que avance, le tenderá la mano a


los que duermen en el polvo y los ayudará a incorporarse. Al despertar, adquirirán
una sonrisa nueva que jamás se transformará en una mueca de dolor.
¡Amada vida! La veremos volver como una mujer hermosa al cabo de un
largo cautiverio. Adán la dejó atada y amordazada en el Edén perdido, y nosotros,
sus desheredados hijos, la hemos mirado desde afuera con ojos llorosos, sin
poder liberarla. Hemos tenido solamente jirones de vida hasta ahora. ¡Nuestra
mutilada imaginación no alcanza a vislumbrar lo que significará tenerla sin
restricciones, sana, vibrante, completa en su radiante belleza!
Cuando vuelvas, nadie te verá palpando una cordillera plástica, porque tus
ojos maravillados abarcarán los inmensos horizontes de montañas. Ya no será
necesario que los árboles caídos te transmitan informes sobre su desvanecida
gloria, porque tu mirada exploradora medirá la gallardía de los árboles en pie. No
usarás mapas recortados en cartón para familiarizarte con los continentes, pues
estos serán folios que se abrirán a tu paso, con un despliegue de paisajes a los
cuales tu mente ávida nunca podría haberse anticipado. El arco iris ya no será
para ti una asociación de ideas, sino una deslumbrante exhibición de colores. Tus
pupilas estarán vivas a la luz, ante un mundo digno de los ojos de Dios que lo
recorrerán de continuo, y digno al fin, de los ojos puros de los niños.

Álef Guímel
www.cuentosteocraticos.net

FIN

Cartas a un prisionero del Seol · 97

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