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cultura

brian eno
1991

Empecemos por aquí: la “cultura” es todo lo que no tenemos que hacer. Tenemos que comer,
pero no tenemos que tener “cuisines” o Big Macs o Tournedos Rossini. Tenemos que cubrirnos
de las inclemencias del clima, pero no tenemos porqué preocuparnos en ponernos Levi´s o
Yves Saint-Laurent. Tenemos que movernos sobre la faz de la Tierra, pero no tenemos que
bailar. Estas cosas las hacemos por elección. Podríamos sobrevivir sin elegir hacerlas.

Llamo a las actividades que “tenemos” que hacer funcionales y a las que “no tenemos” que
hacer estilísticas. Con “estilísticas” quiero decir que en lo que nos basamos para tomar estas
decisiones es en diferencias de estilo. Las actividades humanas se distribuyen en un largo
continuo que va desde lo funcional (nacer, comer, cagar, morir) hasta lo estilístico (pintar
cuadros abstractos, casarse, usar elaborada ropa interior de lazo, usar ingredientes secretos
en nuestras salsas).

La primera cuestión a tomar en cuenta es que el conjunto de las actividades estilísticas es


exactamente lo que llamamos “cultura”: lo que usamos para distinguir individuos y grupos los
unos de los otros. Cuando nos referimos a una cultura en particular no decimos “comen
comida” sino que decimos “comen comidas muy picantes” o “comen carne cruda”. Una
cultura es la suma de todas las cosas en las que la humanidad puede elegir diferir –todas las
cosas por las cuales las personas pueden reconocerse como voluntariamente distintas de las
demás.

Por supuesto, ciertos aspectos de la cultura son tan incuestionables que no se nos ocurre
pensar que tenemos una elección en relación a ellos –hasta que alguien decide ejercitar esa
capacidad de elección, como cuando Rosa Parks decidió sentarse en la parte de adelante del
colectivo1.

Pero pareciera haber dos palabras implicadas en este razonamiento: la “cultura”, el conjunto
de comportamientos sobre los cuales tenemos elección y la “Cultura”, la palabra que usamos
generalmente para referirnos al arte y que tendemos a pensar como una actividad separada
de las demás. Yo creo que se trata de conceptos articulables: la Cultura con C mayúscula es
de hecho la palabra que utilizamos para nombrar uno de los polos del continuo funcional <>
estilístico, es decir, para esas actividades que son particular y conspicuamente inútiles,
basadas predominantemente en cuestiones de estilo. A medida que la gradación se va
acercando a la utilidad, tendemos a utilizar palabras como “diseño” o “artesanía” y
acordamos otorgarles un estatus menor. Y cuando nos desplazamos aún más hacia lo
puramente instintivo e imperativo ya ni siquiera usamos la palabra “cultura”. De aquí en
adelante, cuando emplee la palabra “cultura” la usaré para referirme de forma
indiscriminada a todo el espectro de actividades humanas, excluyendo el polo “imperativo”.
Y quizá esto nos proporcione mejores nombres para los polos del espectro: “imperativo” y
“gratuito” –cosas que uno tiene que hacer versus cosas que uno puede elegir no hacer.

La segunda cuestión que habría que tomar en cuenta es que los seres humanos dedican una
enorme cantidad de recursos y energía a ejercitar, defender y mantener sus opciones
culturales. Incluso los grupos materialmente más desaventajados se las arreglan para crear
cosas que no producen diferencias funcionales obvias en sus vidas. En Auschwitz se produjo
arte. Y de las plantaciones de esclavos surgieron canciones, danzas y una nueva cultura
musical completa. Y a medida que la riqueza y el bienestar social se incrementan (o a media
que otras áreas de control desaparecen o se van limitando) las cuestiones centradas en las
elecciones estilísticas devienen preocupaciones cada vez más centrales y consumen cada vez
mayores cantidades de tiempo.
1 [n. del t.: Rosa Louise Parks (nacida el 4 de febrero de 1913 bajo el nombre de Rosa Louise McCauley - †24 de
octubre de 2005) fue una figura importante del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos,
principalmente por haberse negado a ceder el asiento a un blanco y moverse a la parte de atrás del autobús como
dictaba la ley de la época (1955) en el sur de los Estados Unidos. La acción concluyó con su encarcelamiento y se cita
frecuentemente como la chispa del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos. Fuente:
http://es.wikipedia.org/wiki/Rosa_Parks]

1
A medida que las civilizaciones envejecen, se dedica una mayor proporción de tiempo y
atención a las cosas que no tenemos que hacer. Cada vez más productos, actividades y grupos
de personas se definen a partir de su afiliación a decisiones estilísticas particulares. Es como
si a nuestra atención se le permitiese alejarse del polo imperativo para explorar de forma
creciente el polo de la gratuidad.

Mi pregunta es “¿qué es lo que estamos haciendo?”. Comprendemos porqué tiene sentido


construir un martillo, un barco o incluso un telescopio. Se trata de objetos que producen una
diferencia en el control que podemos ejercer sobre nuestras circunstancias: de forma directa,
extienden nuestros cuerpos físicos, haciendo a la vida más controlable. Pero si uno pregunta a
la mayoría de las personas, incluida la mayoría de los artistas, porqué hacemos todas estas
otras cosas, es improbable que obtengamos respuestas claras.

La gente suele decir “bueno, son cosas lindas, ¿no? A mí me gustan”. Esta bien, son lindas y a
mí también me gustan pero ¿qué es lo que en realidad nos gusta? La respuesta más obvia sería
decir que lo que nos gusta es el modo en el que ciertas cosas están hechas, cierta
organización particular de líneas y colores, ciertas estructuras. Esto implica suponer que, por
alguna razón, tendemos a preferir ciertas composiciones de elementos y no otras, lo cual es
obvio que es así. Pero con ello avanzamos muy poco y la pregunta retorna: ¿Por qué
preferimos ciertas composiciones de elementos y no otras?

¿Es porque ciertas composiciones de elementos son “mejores” –intrínsecamente más


satisfactorias- que otras? Es decir ¿se trata de algo que no tiene nada que ver con nosotros y
que está relacionado con que dichas composiciones se caracterizan por cierta calidad que
existe fuera de nuestras mentes? Esto es lo que la mayoría de los historiadores del arte han
supuesto: que ciertas cosas nos parecen “bellas” porque en cierto sentido dichas cosas
“contienen” belleza. La belleza “está afuera” –lo cual es distinto a decir que algo nos provocó
sentimientos de belleza. Esta teoría plantea de forma muy clara que la belleza ya existe en
la obra, y que lo que uno aspira es a lograr una apreciación de la misma –ya la palabra
“apreciación” lo implica: se supone que hay una cualidad preexistente que espera ser
apreciada. De esta manera surgieron numerosas teorías sobre la combinación de colores,
secciones doradas y composiciones mágicas de líneas a las cuales los seres humanos
supuestamente respondían –de forma totalmente natural. La extensión de estas ideas condujo
a algunas situaciones absurdas: los misioneros, por ejemplo, llegaron a suponer que los
nativos podían civilizarse si se los exponía a suficientes dosis de Bach a través de los
gramófonos.

Otra teoría sugiere que no respondemos a lo que las cosas son en sentido intrínseco, sino a la
forma en la que difieren de otras cosas similares que hemos visto. Por lo tanto cuando
miramos un objeto lo que tiene lugar es una operación compleja en la cual ponemos ese
objeto en relación a un fondo de expectativas que son producto de otras cosas similares
experimentadas en el mismo medio.

Es fácil perder el eje de la discusión, y esto ha venido sucediendo durante siglos. ¿Qué sucede
cuando uno entra en relación con un producto de la cultura (cuando miramos un cuadro, nos
cortamos el pelo o vamos al cine)?

¿Qué sucede cuando vamos a ver una película? Uno se sienta en una butaca y un mundo se
construye ante nuestra mirada. Luego surgen descripciones de algunas de las personas que
habitan ese mundo. Uno presencia los resultados de la interacción entre estas personas y el
mundo en el que viven. ¿Qué es lo que hacen? ¿Qué haría yo en su lugar? Lo que uno está
mirando es la colisión de sistemas de valor implicados dentro de un determinado entorno.
Esto es lo que se denomina “teatro” y cuando vemos que el sistema de valores está
condenado a fracasar desastrosamente lo llamamos “tragedia”. Cuando fracasa de forma
absurda lo llamamos “comedia”. Durante milenios, la ficción y el teatro (y ahora el cine y la
televisión) han tratado sobre este tipo de cuestiones –la descripción de mundos y de las
dinámicas de interacción basadas en valores que tienen lugar en su interior.

Es interesante tener en cuenta que, del mismo modo que un juego de ajedrez no necesita

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representar de forma realista un conflicto militar, ni el mundo propuesto ni el sistema de
valores implicado necesitan ser “realistas” para que nos resulten interesantes. Lo que nos
interesan son los procesos de interacción entre los elementos propuestos. Nos interesa
nuestra propia comprensión de dichos procesos. Nos interesa comprender las reglas y
ejercitar nuestra habilidad para realizar extrapolaciones a partir de ellas.

Cuando Chejov escribió sus cuentos lo que resultó revolucionario de ellos fue su deinterés por
realizar juicios morales sobre sus personajes. Chejov retrataba un mundo que no estaba
basado en el libre albedrío –en el que la gente es “mala” o “buena” porque así lo desean- sino
un mundo en el que las personas eran más o menos el resultado de su entorno: las elecciones
posibles eran limitadas, el repertorio de posibilidades derivaba de la gramática de su
educación y las circunstancias. En este mundo tratamos de lidiar con las personas intentando
ser sensibles a la situación apremiante en la que están implicadas. Si alguien nos hace daño,
no lo llamamos “malvado” sino que lo vemos también como una víctima. De hecho, no
concebimos al “mal” como una característica intrínseca que las cosas puedan poseer.

La serie de Rambo representa un tipo de historia diferente. En estas películas el mundo está
claramente dividido entre los “buenos” y los “malos. Hay una lucha de vida o muerte, en la
cual no hay tiempo para realizar juicios sutiles o discusiones sobre cómo fue que las cosas
llegaron a ser como son. La existencia del mal es un presupuesto, así como el deber de luchar
contra él. En una película de Rambo, las personas “son lo que son”. No son emergentes,
cambiantes, complejas o fluctuantes. No tiene sentido intentar profundizar en el análisis de
sus motivaciones porque sus motivaciones son obvias: o son parte de “nosotros”, y por lo
tanto son buenas, o están poseídas por la maldad y quieren erradicarnos. Queda elegante
decir que estas películas son estúpidas, pero ¿no representan de cierto modo un tipo de crisis
real? Con toda probabilidad, es posible que existan períodos en los cuales sea necesario hacer
ese tipo de distinciones tajantes, épocas en las cuales seamos “nosotros” contra “ellos”. Y
¿cómo lo haríamos? Tal vez Rambo sabría qué hacer en esa situación, mientras que Chejov no.

¿Qué es lo que estamos viendo en estas películas? Se trata de idas que están siendo
ejercitadas para nosotros, vemos formas en que las cosas podrían combinarse y formas en las
que no, vemos las implicancias de ciertas colisiones, etc.

¿Y qué para con los cortes de pelo? Cambiar nuestro corte de pelo es preguntarse “¿cómo
sería ser el tipo de persona que tiene este tipo de corte de pelo?”. ¿Y cuál es la utilidad de
todo esto? ¿No es esto lo que nos diferencia de los otros tipos de animales? El hecho de que
realizamos una enorme cantidad de ensayos culturales sobre distintos modos en los que
podrían ser las cosas, sobre cómo se verían desde la perspectiva de otra persona, ¿no es lo
que nos permite comprender y cooperar con los demás?

Se suele pensar que la cultura humana comienza con el lenguaje, que esa es la gran ruptura.
Pero yo creo que comienza con la empatía, y pienso que la empatía está más allá del
lenguaje, que funciona como su precondición. Lo que nos conecta no es nuestra capacidad de
hablar: ese es sólo uno de los efectos (uno muy importante) de nuestra capacidad de imaginar
cómo se verían las cosas desde la perspectiva del otro.

Los seres humanos han desarrollado esta capacidad hasta un grado extraordinario. Cientos de
veces por día habitamos la mente de otras personas, otros mundos, otros supuestos, etc. Si
no lo hiciésemos, no podríamos interactuar en la sociedad. Toda comunicación depende del
ajuste y la afinación de un vasto conjunto de suposiciones (sobre quiénes somos y desde
dónde estamos hablando) que realizamos con unos pocos gestos u oraciones. Las personas
acostumbradas a ponerse en el lugar del otro realizan estas operaciones con tremenda
economía: el guiño que vale mil palabras, por ejemplo, o el sutil desplazamiento de la
entonación que equivale a un párrafo entero. El lenguaje es la herramienta central aquí, pero
a la vez es sólo la puerta de entrada la profusa reserva de experiencias sobre otros mundos y
otras perspectivas que todos llevamos encima.

Y creo que cuando nos comprometemos en un acto cultural, una transacción, o como quiera
llamarse, lo que hacemos es ejercitar esta capacidad de desplazarnos de un conjunto de
suposiciones a otro, de una a otra perspectiva. Y creo que estamos mejorando en ello.

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Es por eso que creo que el mundo está mejorando –aunque, por supuesto, el
fundamentalismo, al plantear que “sólo vamos a aceptar una mirada única sobre el mundo”,
es un intento deliberado de limitar el alcance de esta capacidad. Pero dado que esto es
estrictamente imposible (incluso cuando uno está aislado por una riqueza inmensa), el
fundamentalismo siempre está plagado de flagrantes contradicciones internas.

Al igual que el pragmatismo –pero eso lo supimos desde el principio.

(Texto basado en una serie de charlas realizadas en 1991)

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