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Al igual que la araña, la que se ubica en el centro de su propia tela, el ser humano pecador
procura ser el centro del Universo. Esto es orgullo, y como la araña, el pecador también se
sienta en el centro de su mundo y piensa que lo tiene bajo su control. Se cree el arbitro de
su destino. Esto es ignorar a Dios. Finalmente, como la araña, el pecador, orgulloso y
autosuficiente, está al acecho y espera que algo o alguien caiga dentro de su esfera de
influencia, de modo que pueda consumirlo, poseerlo y explotarlo. Esto es egoísmo, lo que
lleva a la injusticia y el sufrimiento humanos.
Si los seres humanos se arrepintiesen, si abandonasen su orgullo autosuficiente, su olvido
de Dios y su egoísmo infantil, muy buena parte del sufrimiento humano desaparecería. El
arrepentimiento sincero arranca el pecado e implanta lo opuesto en el corazón del hombre.
Lo opuesto al pecado es el amor y el servicio a Dios y nadie puede amar y servir a Dios si
está oprimiendo, dañando o desfigurando las vidas de otros. Es importante recordar que
este desarraigo del pecado e implantación del amor es un proceso que lleva toda la vida.
Muchos cristianos piensan que es algo que se completa cuando se levanta la mano, se pasa
al frente a saludar al predicador y termina en el bautismo, pero no es así. Diariamente
debemos rogar a Dios que su amor sea derramado en nosotros y en nuestras acciones.
Entonces, y sólo entonces, encontraremos sanidad en lugar de sufrimiento.
Si este amor fuese soberano y estuviese en todos los corazones humanos, pues no habría
pobreza y opresión en América Latina. No habría una minoría excesivamente rica a costa
de la explotación escandalosa de la inmensa mayoría. No se verían adultos analfabetos,
niños hambrientos, mujeres prostituidas y jóvenes adictos en las calles de las grandes
ciudades del continente. Habría trabajo para todos, cada familia tendría su vivienda y la
justicia traería paz en lugar de temor y aflicción. Sí el amor y la sabiduría de Dios
estuviesen señoreando a los hombres no habría mal manejo ecológico, con todo lo que ello
implicaría.
Si el amor cristiano pudiese ser inyectado en los hogares no habría matrimonios separados,
uniones ilegales, hijos naturales y abandonados, prostitución, abuso de menores y otros
males por el estilo. La fidelidad no sería derrotada por el adulterio, el machismo no
rebajaría a la mujer a la condición de un simple objeto sexual y los hijos serían tratados
como personas. Toda casa familiar dejaría de ser un hotel o posada para transformarse en
un hogar. Las relaciones familiares pasarían de ser un infierno a estar coronadas por la
ternura y el respeto.
Si el amor que predicó y vivió Jesús se viese de veras reflejado en las iglesias que dicen
practicarlo, no habría tantas divisiones y luchas intestinas. Los líderes cristianos no
andarían detrás de la notoriedad, el poder, la fama o el dinero. Se hablaría menos del amor,
pero se lo practicaría más frecuentemente en la vida cotidiana de la comunidad de fe. Los
creyentes no estarían tan preocupados por tener un buen predicador, un templo bonito y un
programa ameno, sino por buscar a los perdidos, ayudar a los pobres y consolar a los que
sufren.
Algunos han señalado que Dios permite que estas cosas ocurran, para que, en medio de la
prueba, la personalidad de sus hijos madure y se desarrolle.
Volvamos a la pregunta inicial: ¿Por qué sufrimos los seres humanos? Porque somos
pecadores y parte integrante de una humanidad pecadora. Porque seguimos siendo
presa del egocentrismo, el olvido de Dios y el egoísmo. Porque no nos importa nada de
Dios y de nuestro prójimo.
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Pero, ¿qué de Susana? ¿Por qué una buena cristiana como ella ha sufrido tanto desde que
aceptó al Señor? ¿Por qué hay tantos buenos cristianos y cristianas que padecen injusticias,
carecen de lo mínimo para vivir con dignidad y mueren de cáncer? Aquí el problema del
sufrimiento se complica y la respuesta no es fácil.
Algunos han señalado que Dios permite que estas cosas ocurran, para que, en medio de la
prueba, la personalidad de sus hijos madure y se desarrolle. Pero esta explicación no parece
muy satisfactoria. Es cierto que el sufrimiento produce personas más fuertes y maduras.
Pero, ¿cómo es posible decir que Dios permite o provoca él sufrimiento para maduramos?
Yo no podría decirle a Susana: "Dios quiso que tu esposo muriera para que pudiese crecer
moral y espiritualmente". Tampoco le diría a una madre que tiene en sus brazos a un bebé
muñéndose de un cáncer en la garganta: "Esto es la voluntad de Dios. Seguramente él tiene
un propósito para todo este dolor. Sé paciente y finalmente lo entenderás". Aquel que dijo:
"Dejad a los niños venir a mí y no se lo impidáis", difícilmente puede ser quien provoque la
aflicción de un bebé.
Entonces, ¿cómo es posible que gente buena sufra cosas malas? La pasión de Cristo arroja
alguna luz para responder a esta pregunta.
Los discípulos abandonaron el Calvario confundidos y abrumados. El hombre más bueno
que jamás habían conocido había sido clavado sobre una cruz. El infierno había mostrado
sus peores frutos. Y entonces, cuando la noche parecía más sombría y oscura. Dios quebró
las tinieblas con la luz esplendente de la resurrección de su Hijo. Este poderoso hecho de
Dios tiene consecuencias tremendas para resolver el problema del sufrimiento en los
creyentes.
Primero, la resurrección significa que Dios es el Señor soberano del sufrimiento.
Considere esta verdad. Dios, el Padre, utilizó el sufrimiento de su propio Hijo como la
hebra con la que tejió el tapiz de la redención. De lo peor, El produjo lo mejor. Quizás El
esté usando el dolor de tu sufrimiento para obrar algún milagro de gracia. ¡Cuántas veces el
Señor se valió de la aflicción de una enfermedad para salvar a otros y ayudar al creyente a
conocerlo mejor!
Segundo, el hecho poderoso de Dios en el Calvario y en la tumba vacía significa que
nuestro Dios es un Señor Sufriente. Esto también es sorprendente. Cuando clamamos a El
desde el medio de nuestro dolor, no estamos invocando a un Buda que tiene los brazos
cruzados y cuyos ojos están cerrados en una eterna contemplación. ¡Dios no nos da las
espaldas! Su rostro está vuelto hacia nosotros, ¡y sabe lo que es sufrir! El está de nuestro
lado. En la persona de su Hijo experimentó el hambre, la ignorancia, la soledad, el
cansancio, el dolor y el rechazo. No tuvo una casa propia. Lloró. Sufrió. Murió. Es por eso
que en nuestras aflicciones podemos encontrar consuelo y esperanza en El. Nuestro Señor
sabe qué es lo que estamos pasando porque El lo pasó primero. ¡Esta es una buena noticia!
Finalmente, el Calvario y la tumba vacía significan que nuestro Dios es el gran vencedor
de la muerte. Un conjunto de rock cristiano norteamericano, Petra, tiene una canción en la
que cantan de "El ladrón de tumbas". ¡Cristo es el gran resucitador de muertos! En
consecuencia, el sufrimiento en esta vida no tiene la última palabra ni es el acto final de
nuestra vida. Todavía nos aguarda algo mucho mejor: un Cielo nuevo y una Tierra nueva
donde ya no habrá más dolor. Así como Cristo se levantó de los muertos, dejando a la
muerte con su frustración de no poder retenerlo en su tumba, de igual modo quienes
reconocemos su señorío seremos resucitados a una vida nueva. ¡Esto también es una buena
noticia!
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Entonces, ¿por qué sufren los seres humanos? Algunos sufren como consecuencia del
pecado. Y es nuestro deber como creyentes ir por todo el mundo procurando aliviar el
sufrimiento y dolor que el pecado produce.
Otros sufren a pesar de ser buenos hijos de Dios. En estos casos, el sufrimiento sigue siendo
un misterio no fácil de explicar. Sin embargo, tenemos esta confianza: que nuestro Dios, el
Señor soberano, también lo es del sufrimiento. Tenemos este consuelo: que nuestro Dios es
un Señor Sufriente. Y, finalmente, tenemos esta esperanza: que nuestro Dios es el gran
vencedor de la muerte. Todo esto nos pertenece gracias al milagro de la tumba vacía,
que siguió al milagro de la cruz vacía.
©Apuntes Pastorales, Volumen VI, Número 4, derechos reservados.
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Fuente: Desarrollo Cristiano Internacional.