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Introducción al Circo

Camila se acomodó en la nave de la iglesia, ansiosa de escuchar el sermón de su


querido Padre Nivas. Una amistad de años unía al clérigo con la muchacha de
veintisiete años, que gracias al milagro del Señor se encontraba encinta de cuatro
meses.
Ella había sido bautizada en esa misma parroquia, y había recibido la santa
confirmación y los votos de casamiento de manos del gracioso sacerdote, que
siempre tenía una bonita palabra para decir, o una mirada cómplice para paliar las
dificultades del diario vivir.
¡Qué lindo era concurrir a misa sabiendo que bajo la imponente cruz se erigía un
señor ataviado de santo que con su discurso daba esperanzas! ¡Qué cerca se
hallaba el bálsamo para vigorizar a los jóvenes que como corderos perdidos
concurrían al redil de la iglesia para obtener orientación de vida!
La futura mamá recordaba cuando de niña se sentaba en las piernas del sonriente
cura para que este le narrara cuentos o bien le comentara con dulzura algún
pasaje del evangelio. Allí permanecía, como hipnotizada, en el regazo del padre
Nivas, sintiendo su perfumado aliento cerca de su cara y la mirada penetrante que
parecía absorberla toda.
Siempre dispuesta a colaborar con la misión de la iglesia, Camila solía regalar sus
juguetes a aquellos que menos tenían, al igual que llevar comida a los comedores
escolares que el sacerdote dirigía.
Horas enteras pasaba en los hospitales públicos leyéndoles historias a los
chiquillos que agonizaban y sirviendo como consuelo a las madres que veían en la
niña a un ángel.
Su adolescencia fue una constante dádiva, un amor irrefrenable, como el de Santa
Teresa de Avila, por los pobres y los enfermos.
Muchas veces creyó que su vocación era la de ser monja, pero el padre Nivas,
conocedor de la vida que se lleva en los conventos, y persuadido del deseo de la
jovencita de sentirse amada en esta vida, le aconsejó que buscara un hombre
católico y digno de su amor, para transitar juntos y en armonía los mandatos de la
Santa Madre Iglesia.
Teniendo presente aquel consejo no dudó en elegirlo como testigo ante Dios para
que la uniera con Fernando. Juntos habían ido a hablar con Nivas acerca de su
amor, y para pedirle su venerable consejo. La plática duro más de tres horas,
entre mate y anécdotas. Finalmente el cura dio su consentimiento ante la alegría
de Camila, y fijaron la fecha de boda.
¡Cuánta felicidad irradiaba la joven al entrar en la iglesia que la vio crecer, y ver en
el horizonte al amado esposo y al amado sacerdote! Los dos la esperaban: uno
representando el amor terrenal, vivido de la manera más noble y santa, el otro se
alzaba como la imagen del amor celestial y eterno que dentro de muchos años la
recibiría en su seno.
Camila lloraba y reía al mismo tiempo, mientras avanzaba triunfante hacia el
púlpito. Giraba su cabeza y saludaba emocionada a todos los familiares y amigos
que también con lágrimas en sus ojos ornamentaban las naves de la iglesia.
Vio a la tía Josefina, que con su porte un tanto arcaico, intentaba en vano
contener el llanto; a Rubén, el profesor de Biología, que le prometió concurrir a la

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boda para ver a su alumna preferida; su sobrinito Ezequiel, que entre medio de la
algarabía de la gente, intentaba asomar su cabecita; sus amigas también la
saludaban, orgullosas y al mismo tiempo ansiosas por imitar a Camila algún día.
Los acordes del Ave María se escuchaban; la joven tomaba con más fuerza la
mano de su padre. Todos estaban reunidos para ser testigos de su felicidad. La
vida era tan hermosa como en el colegio le habían dicho. Restaban pocos pasos
para ser entregada al matrimonio. Por su cabeza decenas de imágenes se
cruzaban: el primer beso con Fernando luego de la fiesta en casa de un amigo en
común; la conversación que mantuvieron, semanas después, en un bar, acerca de
la castidad y de su mutuo deseo de permanecer vírgenes hasta la consumación
del matrimonio; los sueños que proyectaban: un bonito hogar, trabajar, juntar
dinero para poder veranear algún día en el caribe-que era el mayor deseo de
Camila-, y finalmente tener hijos. ¡Sí, ese era su mayor anhelo! Ver como el fruto
de su amor tomaba forma de persona, y poder darle todo el afecto y comprensión
para que creciera sano y feliz.
Muchas veces, cuando concurrían a misa y veían a los nenes de la calle, sucios y
hambrientos, extendiendo sus manos en busca de alguna moneda, pensaban en
qué lindo sería que todos los niños fuesen felices como seguramente algún día
sería su hijo. En ocasiones invitaban a estos huérfanos de la vida a comer, al cine
o simplemente a caminar por la plaza; y también, ante la benévola autorización de
Nivas, los llevaban a su hogar para que sintieran, al menos durante algunas
horas, el calor humano.
Fernando iba a ser un gran padre, pensaba Camila mientras lo veía jugar con
Roña, uno de los niños jujeños que decoraban la entrada de la iglesia.
Y ella también iba a darle todo a ese futura personita que algún día crecería entre
sus entrañas.
Entonces el regalo del Señor se manifestó. El doctor le confirmó su embarazo y
ella corrió al trabajo de su esposo para contárselo.
¡Cuánto lloraron aquella tarde en el Rosedal! ¡Centenares de veces Fernando
apoyó su mano en el vientre de su mujer y haciendo monerías no dejaba de
contarle cosas!
"Será hincha de Boca"- dijo él orgulloso.
"No, será hincha de River como su madre"- replicó ella sonriendo.
Ambos rieron, y se besaron apasionadamente. Luego comenzaron a buscarle un
nombre; tampoco se ponían de acuerdo. Él insistía en que sería varón, ella quería
que fuese mujer. Finalmente coincidieron en que fuera feliz.
Camila no dudó en volver a su amada parroquia a buscar la bendición del Padre
Nivas, quien con un guiño de ojo le había pedido, hacía varios años, que le hiciera
saber si algún día quedaba embarazada.
Fue así como aquella tarde, luego de salir del Jardín de Infantes en donde
trabajaba, se dirigió al encuentro de Dios.
Esperó que la misa concluyera y luego, pacientemente, aguardó que el sacerdote
saludara a todos los fieles que a diario lo rodeaban luego de oficiar el incruento
sacrificio de Nuestro Señor.
Camila necesitaba oír las melosas palabras del cura acerca del milagro de la
concepción, y cuando él, luego de una plática amena, apoyó su mano en el vientre
de la joven, sintió que era el mismo Jesucristo quien por intersección del párroco,

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la tocaba.
Entre lágrimas salió de la iglesia, saludando a Roña que le sonrió al ver su
prominente panza. Le dejó algunas monedas y regresó a la felicidad de su hogar
junto a Fernando.
Los meses pasaron, los proyectos de los esposos eran cada vez mayores. Ya
habían comprado una bonita cuna y habían decorado la habitación con muñecos,
sonajeros y una gran bandera de Boca que Camila aceptó sonriente.
Sin embargo esta vez la benévola bendición del Padre Nivas, y todo el amor que
la Santa Fe le trasmitió a los esposos no fueron suficientes.
Un niño nació, pero no poseía el agraciado rostro que las historias trasmiten de
Moisés o Jesús; tampoco era como los niños del Jardín de Infantes, ni siquiera
tenía semejanza con la melancólica sonrisa de Roña.
Lloraba, pero su llanto era de desesperación, era un eco de óbito, de condena
inminente que ni siquiera la conmovedora figura de un Rey crucificado podía
acallar.
Los médicos, fiscales de la naturaleza, no exclamaron jubilosos. Las enfermeras,
sin decir nada, sólo se limitaron a darle al recién nacido los cuidados rutinarios.
Fernando, dejando caer su cámara de fotos y su gorrito de Boca, permaneció
expectante. Camila, emocionada, preguntaba por su bebé; miraba a su marido y le
decía a quién se parecía de los dos.
Nadie respondía; sólo se escuchaba el llanto desgarrador y contra natura del
milagro: la cara de Dios se había manifestado; había asomado, con rasgos
mongoloides, por la entrepierna de la piadosa cristiana.

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Los extraterrestres habían salido a juntar basura como todas las noches. Con sus
carritos magnánimos y su olor nauseabundo, recorrían las calles céntricas en
busca de papel y cartón para vender horas más tarde.
Ante cada bolsa de desperdicios, y como si éstas fuesen algún ídolo totémico, los
andrajosos se detenían para rendirle culto. Revolvían con insano entusiasmo al
tiempo que con un lenguaje primitivo comentaban hechos fatuos. Verlos desfilar
era casi tan repulsivo como ver una procesión de creyentes, con la diferencia de
que estos Cruzados Menesterosos se aferran a esta vida mientras que los fieles
rezan por una vida futura.
La avenida Cabildo semejaba el Edén de los pobres. Ellos se habían adueñado de
cada centímetro de vereda y miraban con asombro a los transeúntes. Muchos de
los extraterrestres se acercaban amenazantes a pedir dinero; otros optaban por la
salida más fácil, y desenvainaban una sevillana.
La troupe aterrizaba procedente de José León Suárez, y como una milicia vomitiva
se desperdigaba por todos los recovecos de la cuidad. Sí, daban lástima, pero
también dan lástima los ricos y sin embargo nadie se apiada de ellos.
Una familia numerosa, ignorante, sucia, maltrecha, avanzaba hacia la panacea de
basura que rodeaba un hermoso árbol. Entre ellos se hallaba Ariel, un niño de
doce años, no vidente y de carácter noble.
Este infante, que tenía el récord en la villa de no haber comido durante cuatro días
seguidos, se trasladaba apoyado sobre el brazo de su hermano mayor. Muchos

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pensarán que un niño ciego es completamente inútil en la faena de seleccionar
basura, pero sin embargo sus padres, dos analfabetos paraguayos e ilegales,
consideraban que toda la familia "debía colaborar", por lo tanto Ariel era el
encargado de dar lástima a las personas que pasaban a su lado.
En el día se quedaba sentado sobre la calle Lavalle esperando que su tacto
reconociera alguna dádiva, o ingresaba tambaleante a los bares para pedir
"alguna monedita para mí y para mis hermanitos"
Largas horas el niño permanecía en su puesto de trabajo hasta que sus queridos
progenitores pasaban a recogerlo y lo llevaban a dar pena a otro rincón de
Buenos Aires.
Su hermano mayor, que era, a su pesar, su lazarillo humano, lo despreciaba, ya
que él podía estar sentado en un rincón durante todo el día, mientras que el
muchachote debía arriesgarse, como un Robin Hood del submundo, a ser
detenido por la policía, ya que su colaboración con la familia era la de robar a los
autos que pasaban cerca de la villa miseria.
En un principio el indigente se dedicó a limpiar parabrisas. Junto a otros seres
repulsivos como él, se dirigía a Puente Pacífico y allí, con gesto intimatorio, se
acercaba a los autos que se detenían en el semáforo.
Sin ni siquiera pedir permiso lanzaba el chorro de agua mezclada con lavandina,
para luego pasar apresuradamente el trapo sucio por el vidrio.
¡Qué indefensa se sentía la gente cuando este chimpancé se acercaba a sus
autos! Había muchos que directamente le entregaban algunas monedas con tal de
que siguiera de largo. El macaco agradecía tocando con los dedos pulgar e índice
su mentón y se alejaba satisfecho.
Como el tiempo no pasa para estos seres, que pueden estar en cualquier lugar de
la tierra y no persuadirse de ello, el hermano de Ariel trabajaba, si se puede llamar
trabajar a lo que hacía, cerca de catorce horas. No sentía el cansancio: la última
media hora estaba tan alegre como cuando había arribado a la avenida Santa Fe
a las siete de la mañana.
¿Qué había en su mente? ¿Cómo podía reír de la forma característica en que lo
hacen los adolescentes de las villas miserias? ¿Es que acaso nunca recapacitó
sobre su futuro, el cual era una celda en Devoto o Caseros o alguna granja para
drogadictos que cultivan zanahorias en la provincia?
El macaco mostraba sus grandes dientes blancos cada vez que sonreía. ¡Qué
espectáculo lamentable es ver a estos seres con sus gorras de algún club de
fútbol, la remera de grupos bailanteros, el pantalón deportivo y las infaltables
Topper blancas... y como si esto fuese poco, la risa, la risa en su negroide rostro,
en sus facciones primitivas que parece ostentar la felicidad del ignorante!
Definitivamente esta gente no desciende del homo sapiens, con seguridad
pertenece a alguna fusión de especies, ahora extintas, que en nada tenían que
ver con los antepasados de la mayoría de nosotros. No quiero arriesgarme a decir
que vienen de otro planeta, o de algún continente perdido en la historia, me
conformo con creer que los antecesores de estos sujetos lamentables no eran
"hombres que pensaban" sino una especie de monos un tanto, sólo un tanto, más
civilizados.
En la actualidad se puede comprobar: esta gente no sufre por problemas
existenciales, por miedos capitales o aporías filosóficas, sólo procura tener comida

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y abrigo, saciar lo más elemental, lo inmediato, sin prestarle atención a la parte del
cerebro que nos hace razonar. Los macacos no razonan, sólo hay que darles
algunas moneditas, y como un mono de zoológico con una banana, estará feliz.
Los ineptos ojos de Ariel, su hermanito menor y sin dudas un desertor de la
especie, desprendían lágrimas cuando por la noche se acostaba en su catre a
descansar. No podía ver su vida, pero sí sentirla; su angustia ni siquiera era suya,
pues se la trasmitían los ojos de los demás. Imposibilitado de contemplar su
miseria, debía conformarse con soñarla.
¿Cómo serían esas moscas con las que sus padres luchaban al abrir la bolsa de
basura? ¿Qué formas tendrían? ¿Y las cucarachas que tanto maldecía su
hermanita y que muchas veces él sintió caminar por su manta? Ni siquiera podía
darse una idea de quién era ese señor al que debía rezarle cada noche, ni el color
de esas maderas entrecruzadas que sus labios besaban, o esa oblea a veces
húmeda que alguien introducía en su boca todos los domingos.
Ariel, en su mundo de penumbras, sólo podía sentir las cachetadas que su
hermano mayor le propinaba mientras lo insultaba. Los motivos variaban todas las
noches: o era porque el niño daba muchas vueltas en la cama para poder conciliar
el sueño, o era porque roncaba, o porque no había recaudado la suma necesaria
de dinero que se le exigía.
De una u otra manera, los golpes nunca estuvieron ausentes, y en más de una
ocasión sintió algo duro y mojado que se le introducía por el ano. También debía
conformarse con imaginar por qué gritaba tanto su hermano cuando un líquido
viscoso le recorría sus entrañas.
El viaje de aquella tarde había sido más incómodo que de costumbre, pues el loco
Pepe, famoso por sus borracheras, no dejó de vomitar en todo el trayecto que
separaba la estación José León Suárez de Colegiales. Por más que los indigentes
intentaran esquivar el blanquecino engrudo que olía a vino barato y cebolla, y que
las mujeres gritaran como si las degollaran con un cuchillo sin filo, el hombre
descargó su bilis durante un buen rato.
-Viejo de mierda-dijo una anciana maltrecha que era una de las pioneras en el
ejercicio de juntar basura-. ¿Por qué no te quedás en tu casa disfrutando de la
curda?
- ¿Qué dijiste?- exclamó el viejo de mierda mirando para cualquier lado menos a
la anciana- ¿Qué dijiste? ¿Querés que te boxee?
-Tranquilo Pepe, tranquilo- intervino otro pobretón- Ya llegamos, no nos peleemos
entre nosotros.
-Pero si yo no estoy peleando... - volvió a hablar el vejestorio-. ¿Alguien quiere un
trago?-Y ofreció una botella de vino blanco-. Vamos, tomen, se los ofrezco de
onda.
Se produjo un silencio. Sólo se escuchaba el andar del tren y al lamentable viejo
que repetía: "Pero es de onda, ¿eh?, es de onda"
Cuando bajaron en la estación Colegiales ya había oscurecido. El viento soplaba
con fuerza y la lluvia amenazaba en un cielo rojizo. Mucha gente corría de un lado
para el otro del andén; algunos miraban con repulsión al vagón fantasma de los
pobres que detenía su marcha; otros se hacían los desentendidos cuando los
pequeños insectos-niños pedían limosna.
Pepe bajó envuelto en vómito y se quedó dormido en un costado de la escalinata.

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La familia de Ariel fue la próxima en descender, esquivando con mezcla de asco y
lástima al pobre viejo que entonaba una canción cuartetera.
Todos los extraterrestres habían tocado tierra firme y se dirigían con prontitud
hacia sus fétidas metas de nylon. Ariel encabezaba la fila tomado con demasiado
cariño por su hermano mayor, quién manifestó:
-¿Pero miren quien está allá?. Papá, papá, ¿no es esa la putita linda que el otro
día Mencho se empomó?
El padre guaraní alzó la vista y corroboró lo expresado por su hijo mayor.
-Esta linda la morocha, ¿no?
El guaraní volvió a asentir con la cabeza y aceleró el paso hacia la avenida
Federico Lacroze para unirse con la restante manada.
La jovencita que transitaba solitariamente las calles era conocida en el barrio
como la Romi. Tenía veinticuatro años, alta y delgada. Pelo castaño oscuro por
debajo de los hombros. Caminaba con altivez montada en enormes tacones que
la hacían aún más majestuosa.
Era demasiado linda como para ser una ramera callejera; muchos no entendían
cómo no trabajaba en algún club nocturno o al menos con una clientela más
pudiente.
Se acostaba con todo aquel que le ofreciera un plato de comida o una cama en
donde pasar la noche. A veces lo hacía por un pase de merca o por alguna receta
de Lexotanil.
La horda procedente de José León Suárez nunca perdía oportunidad de gritarle
cosas obscenas o de ofrecerle algo a cambio de una buena chupada. Ese fue el
caso de Moncho, quien se acostó con ella a cambio de dos remeras y un pantalón
que el muy bastardo le había robado a su propia hija.
La Romi había sido modelo en una conocida agencia; también había estudiado
actuación y canto. Amaba el arte, aunque no poseía un talento concreto: pintaba,
bailaba, dibujaba, escribía, a veces hacía fotos, pero nunca nadie pudo
encasillarla en ninguna rama de la creación.
Muchos creen que si algo no se define es bueno, que si un individuo hace muchas
cosas a la vez es sinónimo de creatividad y expansión mental. Pero no siempre
sucede así, pues la búsqueda constante de algo, el eterno oscilar entre varias
vertientes se traduce en una triste imperfección y desconfianza de uno mismo.
Sólo lo que es perfecto no necesita cambiar.
La Romi un día quería ser escritora y al otro día actriz. Un mes amaba a Picasso y
al otro a Madonna. Empezaba algo y nunca lo terminaba. Todo lo nuevo la
seducía, pero desgraciadamente no tenía el talento necesario para llevar a cabo
sus ideas. Tampoco se esforzaba, y creía que las Musas se manifiestan a todo
aquel que pronuncia las palabras mágicas: "Quiero ser artista"
Sólo su madre la apoyaba en cada curso que comenzaba, y pese a no tener
suficiente dinero, trataba de brindarle todo a su hija. Discutía con su marido
acerca del futuro de la Romi, ya que él creía que la joven era una loca que
acabaría mal. Y el padre no se equivocó, aunque el desenlace de la Romi poco
tuvo que ver con los reveses del arte, ya que su condena provino de los reveses
de la vida.
La madre murió de cáncer. La enfermedad actuó de manera atroz en su delicado
cuerpo de mujer, que entre lágrimas pedía que la desconectaran del respirador

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artificial.
Claro que nadie hizo semejante acto, y presenciaron, hasta último momento, su
agonía.
La Romi sentía que la estaban velando en vida, que las flores que algunos
parientes le dejaban para "su pronta recuperación" parecían coronas mortuorias
que anticipaban el triste desenlace.
Finalmente, luego de retorcerse durante toda la noche, la madre murió. Desde
aquel día nada volvió a ser lo mismo para la jovencita, que sin rumbo, sin apoyo y
sin protección de ninguna índole, escapó.
Dormía en los baños públicos, en las iglesias y en todo lugar que le brindara
resguardo contra el frío del invierno. Cuando la temperatura aumentaba, optaba
por los lugares al aire libre, preferentemente cerca de algún lago artificial para
poder darse algún chapuzón cuando el calor apremiaba demasiado.
Los demás vagabundos la querían, aunque nunca faltaban los sátiros que la
manoseaban o que se masturbaban, mientras ella dormía, poniendo sus narices
cerca de su vagina.
Había una plaza que era su preferida. Se llamaba Parque Los Alamos, pero la
gente lo conocía con el escueto nombre de “El Alamo".
Este lugar se hallaba un tanto alejado del centro, y sólo se poblaba el fin de
semana cuando muchos jóvenes concurrían a la disco Stadium, que se
encontraba en sus cercanías.
El Alamo era el lugar elegido para tomar cerveza antes de ingresar al boliche, era
el punto de encuentro de estos "niños bien" que estacionaban sus autos y
poniendo música de moda a todo volumen esperaban ansiosos la hora de
comenzar a divertirse bajo las luces de neón.
Cerca de las doce de la noche de cada viernes y sábados, el rugir de los motores,
el taconeo de los zapatos y la risa artificial envolvía todo el ambiente del parque.
Un encargado de seguridad de Stadium, apodado Pato, tenía la obligación de
transitar de vez en cuando por el parque, corroborando que todo esté en orden.
No sólo controlaba que no se produjeran desmanes entre los chicos, sino que
además estaba atento por si los sucios vagabundos molestaban a alguno de ellos.
Pato era un hercúleo muchacho: alto, torpe, de andar cansino y rostro rígido; pelo
corto a lo militar y cejas pobladas siempre arqueadas hacia abajo. Parecía
enojado en todo momento, aunque los "chicos vips" que lo trataban decían que
era "una maza".
Concurría al gimnasio varias horas por día, siempre enfundado en alguna remera
ajustada que marcara bien sus bíceps. El fin de semana hacía doble turno ya que
por la noche debía lucirse delante de las chicas.
Era el preferido de los encargados de seguridad ya que poseía el mejor auto. Las
mujeres siempre se quedaban hablando con él antes de ingresar al boliche, o le
daban su opinión sobre quién debía entrar y quién no.
A Pato lo seducía mucho "rebotar" personas, impedirles la entrada. Siempre se
fijaba en el calzado- si estaban con zapatillas que no fueran Nike no ingresaban;
controlaba la marca del pantalón, el peinado y sobre todas las cosas el físico:
alguien gordo o maltrecho era un sabroso candidato para discriminar.
Las chicas festejaban cuando Pato, muy seriamente, le decía al infeliz que quería
divertirse pero que no cumplía lo exigido por la moda: "Esperá en un costado" o

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"andá a tu casa, cambiate y veo si entrás"
Los que no eran amigos suyos le temían, pues él se caracterizaba por humillar a
los chicos delante de sus novias. Y si alguien osaba contestarle mal o hacerle
frente, Pato, que gozaba de total impunidad por parte del dueño de Stadium, se
encargaba de romperle bien la cara al insolente. La posterior entrada a la
comisaría sólo duraba algunas horas, y Pato, al salir, era recibido como un héroe
por la "gente bien" que era habitué del boliche.
Tenía varias mujeres que querían acostarse con él, no tanto porque fuera bello,
sino para poder comentar luego: "Yo lo hice con Pato”, aunque eran muy pocas
las que podían vanagloriarse de tal hazaña.
En verdad, el muchacho tenía gustos muy peculiares a la hora de rendirle culto a
la diosa Lujuria.
Un impulso que no podía controlar lo invadía repentinamente, y como guiado por
un demonio, saltaba de su lecho o de donde estuviera, para cumplir su mórbida
fantasía de oler medias sudadas. Sí, esa era toda su pasión: refregar su nariz por
medias de nylon húmedas y envolverse la cara con ellas para luego eyacular en
posición fetal.
Cabe aclarar que sólo le excitaba oler medias de varones, principalmente
deportistas u oficinistas, por lo tanto, el patológico chico poseía un séquito de
conocidos que a un módico precio le daban sus medias luego de haberlas usado
durante todo el día.
Pato parecía un niño cuando con una gran sonrisa regresaba a su hogar con el
botín de guerra. Sin dejar la bolsa que transportaba su odorífero tesoro,
corroboraba que su madre durmiera, para luego sí, encerrarse en su propia
habitación y aparearse con la acuosa media.
Echado en la alfombra de su amplio dormitorio, el encargado de seguridad de
Stadium comenzaba a masturbarse mientras ceñía, cada vez con más fuerza, y
llegando casi al borde de la asfixia, su rostro con la indumentaria. Así podía
permanecer largos minutos; alternaba su mano izquierda entre apretar su cuello y
acariciar su ano, al que luego penetraba con varios dedos. El acto sexual concluía
cuando Pato eyaculaba hecho un ovillo en el suelo, al tiempo que miraba el retrato
de su padre muerto que se hallaba sobre su escritorio.
Como una metamorfosis kafkiana, el grandulón se erigía en amo y señor de la
noche cuando llegaba el fin de semana. Allí se lo podía contemplar, dando vueltas
por las cercanías del boliche, con paso casi marcial y dispuesto a agredir a todo
aquel que no cumpliera las normas de conducta o que simplemente no fuera de su
agrado: Javier fue la suculenta víctima de aquel sábado del mes de Agosto.
Llegó al boliche cargado de esperanzas por conocer alguna mujer. Se había
estado preparando desde temprano para la salida, y pese a la batalla que disputó
con la ropa, ya que su exceso de peso no le permitía usar la remera que tanto le
gustaba, se mostraba feliz.
Arribó, como todo inseguro, puntualmente. Nadie venía con él. Había estado
tomando un poco de cerveza durante el largo viaje que hizo en colectivo desde su
casa hasta Stadium. En el trayecto improvisaba diálogos con las mujeres,
maneras de acercarse a ellas, pues aparte de gordo era tímido, y ni siquiera podía
cumplir el arlequinesco rol de "gordito simpático" pues era ridículamente soberbio.
En verdad el pobre infeliz creía que podía estar con alguna mujer hermosa, con

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alguna rubia inalcanzable que danza en los parlantes de los boliches. Se repetía
que si hasta ahora no la había conseguido era porque no quería, y que le bastaba
decirle algunas palabras o citarle algunos aforismos que estudiaba de memoria de
los grandes escritores, para que la chica cayera rendida a sus grasosos pies.
Su única conquista había sido una gorda de un barrio periférico, con la que salió
durante tres años. Se llamaba Verónica y era increíblemente estúpida. No sólo
merecía desprecio por su fealdad, sino que además no tuvo ni la delicadeza de
optar por algún credo que valga la pena: la necia era evangelista, y esperaba el fin
del mundo de un día para el otro.
Javier se fue acercando al boliche en donde Pato lo esperaba con una risa
contenida. Y en verdad era explicable la actitud del hombre de seguridad, pues
Javier parecía un pingüino en su forma de caminar, y un verdadero cerdo en la
fisonomía de su rostro. ¡Hasta carecía del noble axioma de que "todos los gordos
son lindos de cara"!
Roxana no pudo contener la risa y se perdió en el boliche, mientras Vale y Pato
comentaban cosas hirientes del muchacho al que habían visto rondando varias
veces por las cercanías del lugar.
-El gordo ese siempre anda por acá- dijo la jovencita de largo pelo cobrizo y ojos
verdes-. Nunca se decide si va a entrar a no. Muchas veces lo vi en El Alamo
mirando el cielo.
- De todas maneras por más que se decida a entrar no lo dejaré. Desentona.
-Sí, eso de una.- contestó Vale convencida.
Javier, o Javo, como le gustaba que lo llamaran en su casa, metió su mano en el
bolsillo del holgado jean de obeso y sacó una billetera marrón, dispuesto a cumplir
burocráticamente el pago de la entrada.
-Hola-dijo como todo un dandy- ¿A qué hora empieza la movida?
-Ya hay gente adentro-respondió Pato sin dejar de sonreír.
Javo entonces sacó diez pesos y con paso convencido se encaminó hacia la
entrada. Una mano de grandes proporciones lo detuvo.
-No podés entrar-
Javo sonrió estúpidamente sin tomar muy en serio las palabras de Pato, y
continuó caminando. Vale habló:
-¿No escuchaste gordo? Te dijeron que no podés entrar. Andate.
Pato miró complacido a su amiga, y volvió a contemplar a Javo que ya no reía
como un bufón, sino que lagrimeaba como un rey exiliado. No atinó a decir nada,
sólo dio vuelta su cabeza y divisó a más jóvenes que lo rodeaban con gesto de
crueldad, y le instaban a que se corriera así ellos podían ingresar.
-Vamos, hacete a un lado que tengo que trabajar- concluyó agriamente Pato
empujando al joven que sentía que el mundo se le caía encima.
En medio de algunas risas, se marchó del lugar con la mirada fija en el suelo.
Mientras se alejaba pasaba la mano por su panza, y pensaba que en realidad era
un gordo boludo con aires de superior. Sí, para él no había lugar en la sociedad,
no tenía los mismos derechos de Pato, Vale, Roxana o los chicos lindos que
hacían fila para divertirse. ¡Qué idiota fue al creer que él, un gordo que siempre
fue discriminado, podía estar rodeado de gente con glamour y poder adquisitivo!
Mejor hubiera sido que se quedara en su casa chateando, o hablando con su
madre acerca de temas banales. ¡Qué idea lo llevó a comprar zapatos nuevos

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aquella tarde mientras imaginaba que caminaba tomado de la mano con alguna
mujer hermosa!
La belleza, esa pérfida reina, no acepta a todos en su feudo. Javo siempre lo
supo, pero quería soñar, quería sentir, al menos por algunas horas, que él era
parte del todo, y no un eslabón perdido que no halla una cadena en donde
injertarse.
Si de niño se burlaban de él, si de adolescente sólo pudo tener una relación con
una gorda, si nunca se atrevió a hablarla a una mujer hermosa, ¿cómo osó
suponer que por arte de magia todo cambiaría? ¡Qué infantil es la gente distinta al
pensar que para ellos hay una esperanza! Y si esa esperanza existe, es fruto de la
misma condena, que corroborará, con el transcurrir del tiempo, la premisa de que
no hay salida para todo aquel que no cumple con lo que la sociedad exige.
Stadium brillaba, más gente iba acercándose a su puerta, y Javo optó por
sentarse en un banco de el Alamo para llorar en silencio. Miró su reloj,
seguramente esas rubias con las que tanto soñaba ya estaban contorneando sus
cuerpos en la pista de la disco, y él, gordo fracasado, sólo golpeaba el suyo en
señal de desprecio.

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Monky Mongui, con paso cavilante, avanzaba por el sombrío pasillo de la
Universidad Cristiana Argentina. El largo corredor se encontraba ornamentado con
imponentes cuadros de pontífices y obispos, al igual que imágenes de santos y
personajes bíblicos.
Una escena de la Crucifixión lindaba con la beatífica imagen de Inocencio IV; un
busto de San Agustín con la efigie de Moisés y las Tablas. Transitar por esa
galería era como retroceder en la historia y vivenciar en presente los sacros
hechos que cimentaron la religión católica.
La UCA no sólo se destacaba por su sana doctrina y por la erudición de sus
profesores, sino que además por irradiar una luz monástica, de arrobamiento
intelectual, que se veía intensificada en el pasillo que Monky Mongui transitaba
bamboleándose de un lado para el otro.
Su destino era la gran biblioteca de la Universidad, ya que el profesor Vereche,
con su sutil y filosófico sentido del humor, había encargado un trabajo sobre la
vida de las santas de la edad media. Broma mediante respecto al carácter
histérico de Santa Catalina de Siena, festejada por los seminaristas, el alumnado
debía preparar una monografía como trabajo final del cuatrimestre.
A Monki Mongui todo le costaba el doble, ya que el retraso mental que padecía le
impedía ir a la par de sus compañeros. Sin embargo se esforzaba mucho y
pasaba largas horas estudiando la Biblia y los principales libros de santos.
Todos la apreciaban y la ayudaban en cada momento. Carlos, el dueño del bar
que se hallaba dentro de la UCA, le regalaba gaseosas y caramelitos de la selva
que eran sus preferidos; Monseñor Padilla, pese a su rostro adusto, se sentaba
con ella a platicar sobre distintos temas sagrados, y a incentivarla para que
continúe siendo el ejemplo para sus compañeros.
Las pocas chicas que estudiaban-si se les puede llamar chicas a esa amorfa

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amalgama de pelo hirsuto y grandes gafas- la querían como a una hermana, y en
ocasiones la invitaban a almorzar a un restaurante que se encontraba sobre la
calle Aizpurua.
Monky rechazaba gentilmente el convite ya que prefería encerrarse en su
habitación a estudiar los aforismos de Jesús.
Muchos estudiantes, principalmente los del interior, vivían en la Universidad.
Estaban divididos por provincias, y debían concurrir todos juntos a misa de siete.
Después, cada cual ingresaba a sus respectivos cursos a estudiar los dogmas de
la Santa Fe.
Sólo se cursaba la carrera de Teología, aunque existía la opción de estudiar
griego y hebreo para leer los libros santos en su lengua original. El latín era
obligatorio para todos. Monky apenas articulaba algunas palabras en español.
La mayoría eran varones que habían hecho votos de castidad, obediencia y
pobreza, y que luego de muchos años de estudio serían consagrados sacerdotes.
Futuras monjas había muy pocas, entre la que se destacaba, y no precisamente
por su erudición, la querida Monky Mongui.
Los profesores le tenían mucha paciencia, y nunca le tomaban examen oral.
Valoraban su predisposición para el estudio, y en más de una ocasión le ponían
una nota que poco coincidía con lo que la chica había estudiado.
Sólo existía un sacerdote que la despreciaba, aunque nunca nadie llegó a
sospecharlo. La materia que él dictaba, "Epístolas Paulinas" nunca fue aprobada
por Monky, y el profesor se excusaba diciendo que "le exigía porque sabía que
podía rendir más"
Una suerte de regocijo secreto se producía en el Padre Nivas cuando su alumna
discapacitada lloraba al ver la nota del examen. Sentado majestuosamente en su
silla, la observaba lagrimear y esperaba pacientemente hasta que esas primeras
lágrimas se transformaban en un llanto desesperante, contra natura, que invadía
todo el salón.
Monky se babeaba mientras miraba como un animal moribundo al querido Padre
Nivas. Quería decir algo, reclamar, pero las pocas palabras que pronunciaba
coherentemente se confundían con los desgarradores sollozos.
Pasaba noches en vela, aferrada a su crucifijo, mientras intentaba comprender las
cartas de Pablo. Muchas veces dormitaba, pero inmediatamente sacudía su
cabeza grandota y volvía a concentrarse en el libro.
Nivas no sospechaba que la joven hacía todo lo posible por congraciarse con él, y
que secretamente admiraba su cultura y su elocuencia. Nivas era un sádico, un
chacal escondido en una sotana.
Se había consagrado sacerdote a temprana edad, y desde aquel entonces, y
amparado por el velo infranqueable de la iglesia, había podido dar rienda suelta a
sus pensamientos maliciosos.
Ahora, bordeando la madurez, era todo un cínico formado en el seno de la
consorte de Jesús.
Su andar era majestuoso, e irradiaba a cada paso un aire de supremacía que
difícilmente podía ser ignorado por las demás personas. Su larga sotana
semejaba una suerte de manto de rey, y su gran anillo dorado, con la primitiva
simbología cristiana del pez y el pan, tranquilamente podía hacerle sombra al que
portaba el Sumo Pontífice en Roma.

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Dado el país que lo había visto nacer, y su poder, relativamente estrecho dentro
de la diócesis de Buenos Aires, debía conformarse con ser un émulo de los
grandes soberanos del mundo, sin perder, no obstante, la pedantería necesaria
para hacerle notar al vulgo, que éste, sea del país que sea, merece ser humillado.
Los fuertes resplandecen cuando más idiotas hay a su alrededor, mientras que
estos últimos lo hacen en todas las circunstancias de la vida. No existen puntos
geográficos para los mediocres: tienen ciudadanía universal.
El padre Nivas era alto, usaba anteojos y siempre vestía con mucho decoro.
Pocas veces se lo veía sonreír, y eran contadas las ocasiones que había reído. En
ese aspecto seguía su propia interpretación del evangelio en donde en ningún
capítulo se dice que Jesús y sus discípulos hayan reído. Se basaba en los dichos
de San Efrén de Siria en contra de la risa y en las amonestaciones de San
Jerónimo quién manifestaba: "la risa en sí no es pecado pero incentiva a
cometerlo"
Por el contrario, el sacerdote y profesor de la UCA era un apologista del llanto, y
exclamaba convencido que no había nada más purificador que las lágrimas
vertidas con un verdadero corazón contrito. A veces sus afirmaciones rozaban la
herejía, como por ejemplo la tarde que en medio de un simposio defendió a los
flagelantes franceses afirmando que "el dolor carnal es un método eficaz para
lograr la unión con Dios"
Nivas durante sus primeros años de noviciado había maltratado su cuerpo con
toda clase de privaciones alimenticias y con el uso de cilicios, látigos y prendas de
vestir que le produjeran cortes en su piel.
Por las noches, en su celda, dormía sobre el suelo dos o tres horas, y pasaba el
resto de la jornada entregado a la oración y a la fustigación de su cuerpo.
Fue amonestado en reiteradas ocasiones por sus superiores, pero Nivas refutaba
con pasajes de los Santos Padres de la iglesia en donde hablaban de los ayunos
extremos y las mortificaciones carnales.
Era un erudito: leía en latín, griego y hebreo, aparte de manejar a la perfección el
inglés, el francés y el alemán. Había estado en varias oportunidades en el
Vaticano, y hasta llegó a conocer en persona a Su Santidad.
Había escrito varios libros piadosos e históricos. En todo el ámbito eclesial era
muy respetado, y sus publicaciones eran usadas como apuntes de estudio en los
colegios católicos.
Cuando se le preguntaba si se consideraba un escritor, él solía responder que
sólo era un transmisor de Dios, una suerte de "puente elíptico" entre la divinidad y
los fieles, y que su tarea era colectiva más que individual. No es que Nivas fuese
humilde, muy por el contrario, era un ser despiadadamente soberbio que no
perdía oportunidad de humillar a aquellos que no sabían tanto como él, lo que
sucedía era que al sacerdote le gustaba parecer más que ser, y cuando la gente
se alejaba y quedaba solo con sus pensamientos, se convertía en un verdadero
monstruo que hubiese traicionado al mismo Jesús sólo por el placer de verlo
agonizar.
Llevaba una doble vida, situación que le producía un placer superlativo. Ser un
lobo disfrazado de cordero, un gran pecador en medio de los pecados de los
demás que sumisamente se los confesaban todas las tardes.
El les decía a los fieles qué debían hacer para congraciarse con Dios, cuántos

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Rosarios o Padre Nuestros debían orar para que el Señor los volviera a acoger en
su seno, pero era incapaz de dar un paso al costado en su sendero de
pecaminosidad.
Sentía una suerte de asco por todos los tontos que le confesaban sus cosas,
como si él, el peor de todos, pudiese hacer algo. Si Dios había permitido que
semejante sujeto, arropado con todos los vicios y mentiras que pueden haber, sea
el encargado de guiar a los demás, sólo quedaban dos posibilidades: o Dios no
existía o Dios era aun más hipócrita que su representante sobre la tierra; Nivas se
inclinaba por esta última opción.
Cuando luego de una jornada regresaba a su habitación, sentía la paz, la
verdadera paz que sólo se manifiesta en aquel que es culpable y que sabe que
nunca será condenado. Porque la inmunidad da sosiego, brinda la oportunidad de
seguir abriendo puertas para ingresar en los jardines de los demás y arrancar sus
flores y matar a sus animales. Nivas se acostaba plácidamente en su lecho y
soñaba despierto. Pensaba en todo lo que había hecho aquel día, en todos los
seres lamentables que le habían confesado sus pecados, que en comparación
con los de él, harían sonreír a los ángeles. Por su mente pasaban las imágenes
de los estudiantes que estúpidamente querían quedar bien con sus preguntas y
acotaciones filosóficas. ¡Cómo si el saber que da el estudio fuera la carta de
presentación en la vida! La verdadera experiencia la brinda actuar contra la
naturaleza, profanando sus secretos, llevando lo inmoral hacia sus últimas
consecuencias, pues de esa manera el aventurero conocerá los dos lados de la
vida, y no únicamente aquel que las tradiciones legaron.
"¡Cuanta necedad impera en los jóvenes de hoy!"- pensaba el querido Padre
Nivas mientras fumaba un cigarrillo y miraba por la ventana-"Cuánta ignorancia
segregan los tontuelos que creen que por haber leído doscientos libros y repetirlos
como loros podrán conocer los misterios de esta vida. ¿Y los que osan escribir?
¿Los que osan trasmitir sus conceptos a los demás? Sí, esos no tienen perdón,
¿querer imponer algo? ¿querer dejar constatado un mensaje? ¿hablar sobre la
vida? ¡La vida no esta para hablar de ella, sino para vivirla, para torturarla y para
finalmente abandonarla! Porque la vida existe en la medida que existimos
nosotros, el mundo somos nosotros, pues este comienza a ser en el momento que
estamos, y deja de ser cuando nos morimos. ¿Entonces? ¿Que diablos puede
importar el otro? ¿qué papel pueden jugar esos seres que dejarán de ser el día en
que nosotros nos marchemos hacia la tumba? El infierno, como decía Sartre, son
los demás"
Nivas jugaba con sus ideas y en ocasiones las hablaba con algunos amigos que
pensaban de forma semejante. Pero también los veía como instrumentos para su
ávida búsqueda de sensaciones nuevas. Esas mismas conversaciones que
mantenía con ellos no eran otra cosa que escenas de su vida que bien podría
representar solo.
La soledad era su verdadero placer, aunque para apreciarla íntegramente antes
debía estar en sociedad para poder sacar los frutos de sus cavilaciones
silenciosas. Porque una cosa es estar solo por ser un tímido, un sujeto incapaz de
mantener una plática con los otros, y otra muy distinta es hacerlo por el mero gozo
de conocer las almas humanas y cerciorarse, día tras día, de la fatuidad de todo,
empezando por uno mismo.

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"No somos nada, no somos nada"- repetía complacido el sacerdote en la
oscuridad de su habitación -, "Y como no somos nada podemos hacerlo todo"-
Nivas no sólo disfrutaba mentalmente con el dolor ajeno, sino que además
físicamente. Había azotado en varias oportunidades a los jovencitos del hogar que
dirigía; a muchos los encerraba todo el día en sucias habitaciones en compañía
de un pedazo de pan, una jarra de agua y una Biblia.
"Limpiá tus pecados"- les decía antes de cerrar la puerta.
Esas noches las pasaba al lado de la habitación, expectante del llanto del niño
Cuando éste comenzaba a pedir con desesperación que lo liberaran, el benévolo
Padre ingresaba portando un cinturón, y luego de una paliza y de la lectura de
algún versículo de la Biblia, lo dejaba salir.
Nivas no creía en el perdón de los pecados; no actuaba de esa manera por estar
convencido que su acto haría del niño una mejor persona: era sólo una santa
excusa para poder humillar a alguien, y la religión es la excusa por excelencia, ya
que mantiene humillada y temerosa a toda la humanidad.
Una noche fue a visitar a Monki Mongui a su dormitorio. La mueca lúbrica del
párroco dejaba ver las intenciones que escondía. Golpeó la puerta con suavidad, y
antes de que le respondieran, ingresó.
Allí estaba la joven en bombacha y corpiño, con sus flácidas carnes colgando
grotescamente y su pelo mojado. El olor genital era muy fuerte. La ropa sucia
estaba desperdigada sobre una silla, y Nivas imaginó que el aroma procedía de su
hediondo hábito, ya que Monky muchas veces no podía controlar los esfínteres.
Cerró la puerta con la vista clavada en los senos fofos de Monky, y antes que ella
pudiera emitir palabra, se le abalanzó encima.
Comenzó a besarla con desesperación, introduciéndole su lengua en la boca, y
pasando sus frías manos por la nívea bombacha. Fue bajándola hasta que esta
quedó en el piso; luego se posó detrás de su maltrecha víctima y con violencia le
introdujo su miembro en la cola.
No podía penetrarla, ya que entre tanta carne celulítica, no hallaba el agujero de
Sodoma. Esto lo enfureció aun más. La tomó de los cabellos y la tiró al piso. Allí
comenzó a patear a la discapacitada con bravura.
-Idiota, idiota, quiero que llores, quiero que llores-le gritaba con furia.
La pobre Monky, presa del miedo, ni siquiera podía dejar caer las famosas
lágrimas que tanto gustaban al Padre Nivas.
-¿Es que acaso no me entendes, monstruo? ¡Quiero que llores!
Una nueva lluvia de patadas cayó sobre la chica, que hecha un ovillo trataba de
aferrarse a los brillantes zapatos del sacerdote.
-Me parece que necesitas una lección- sentenció convencido mientras la
levantaba de los pelos. Luego la tomo del cuello, y con el rostro totalmente
desencajado y el miembro erecto, le dijo: - Tenés que hacer lo que yo te diga,
¿entendes? Porque acá mando yo. Si vengo con buenas intenciones de hacerle
un favor a tu deforme cuerpo no podés rechazarme, porque yo represento a Dios,
yo soy la autoridad, ¿entendes, hija de puta? ¿entendes?
Monky no entendía nada, y comenzó a temblar como si le fuera a agarrar un
ataque de epilepsia.
-Si te digo que llores, tenes que llorar, ¿acaso no te enseñaron tus padres?- Nivas
se alejo un poco, y luego volvió a la carga.- ¿Tu mamita Camila no te enseñó a

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llorar, idiota? Ella lloró mucho cuando vio tu inmundo cuerpo asomar a esta vida.
Yo la conocí a tu madre, y te puedo asegurar que lloró durante mucho tiempo
mientras vos dormías estúpidamente en la cuna que te habían comprado. Sufrió
tanto que finalmente murió de tristeza, así que hacele honor a ella y llora antes
que te mate.
La pobre chica al fin complació al Padre Nivas, que en medio de un ataque de
éxtasis, y sin ni siquiera tocarla, eyaculó sobre el rostro de la alumna.
-Y mejor que no comentes nada de esto- concluyó mientras se acomodaba la
sotana.- Nadie te creería porque sos una tarada.
La puerta se cerró y Monky Mongui lloró durante toda la noche.

El bar de la calle Aizpurua se poblaba de larvas académicas, que luego de una


larga jornada de estudio, pasaban varias horas comentando acerca de temas más
idiotas aún que los tratados en la UCA.
La plática de estos esperpentos superaba toda capacidad de asombro. Vidas
mediocres, autómatas, con horizontes pueriles e inquietudes risibles. Tenían que
depositar toda su existencia en un dios puesto que carecían de inteligencia
suficiente para hacerse cargo de ella.
Los estudiantes de Teología iban ingresando al bar a medida que salían de sus
respectivas clases. Reían en todo momento, y más allá de un comentario acerca
del partido de fútbol, o de una nota en un examen, poco tenían para hablar.
Los más osados comentaban acerca de algún programa de TV en donde
aparecían mujeres semidesnudas; otros, haciendo honor a su carrera, se
congraciaban en decir cuánto habían ayudado el fin de semana a los pobres y a
los enfermos.
Es para destacar que la fealdad imperaba en estas personas. Ver a los engendros
reunidos, hablando al mismo tiempo, haciendo bromas lamentables y razonando
en todo momento con la fe, sumado esto al triste espectáculo estético que
brindaban, era motivo suficiente para tomar un arma y volarse la cabeza.
Sí, una buena excusa para el suicidio, para matarse maldiciendo a Dios y a sus
estúpidas criaturas, era concurrir al mediodía a este bar a presenciar las
reuniones de los estudiantes de Teología de la Universidad Cristiana Argentina.
La mayor algarabía procedía de una mesa cercana a la ventana. Allí se
encontraban sentados cuatro compañeros de segundo año. La voz cantante, y sin
dudas la más formal dentro de tanta payasada, era un jovencito de barba y actitud
a lo Che Guevara, que desde su lugar de creyente quería cambiar el mundo. Este
intento de Martin Luther King, con su mirada seria y su cigarrillo meneándose de
un lado para el otro, hablaba convencido de las injusticias sociales.
Muy convincente, sin dudas, pero el bastardo podía pagar la cuota de trescientos
cincuenta pesos que exigía la universidad, y consumía, con verdadera avidez, un
enorme tostado y un suculento café con leche mientras comentada, con rostro
triste, lo mal que la pasan los chicos del interior que cenan tierra con agua
putrefacta, y cuando la suerte los acompaña, algún sapo que encuentran en los
charcos.
Ya se postulaba, imitando a la perfección la hipocresía de los religiosos, como un
verdadero cristiano. Él tenía la posibilidad de razonar, de debatir, de hilar
conceptos, y así poder manejar a una sociedad inculta, porque podía comer y no

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tenía que preocuparse por el dinero, ya que la diócesis de su provincia le proveía
todo, a este hijo de Dios, para que pudiera estudiar.
Sus compañeros, tres infaustos seres que siempre le daban la razón, también
comían como cerdos luego de haber pasado una mañana estudiando la pobreza y
el desapego material de su ídolo Jesús. El Che Guevara concluyó su apología:
-Todos tendrían que poder culturizarse, todos tendrían que tener derecho al
estudio y al razonamiento intelectual. Es en verdad injusto que unos pocos
puedan tener la oportunidad de saber, mientras que la gran mayoría permanece, a
perpetuidad, en la ignorancia.
-¿Crees que sería posible que todos tengan acceso al saber?- preguntó una
jovencita.
-No lo sé, pero si todos cultivaran la sana doctrina del cristianismo, si todos
conocieran las verdades fundamentales de la doctrina, la tierra sería el Reino de
los Cielos.
-Tené cuidado- sentenció una voz desde otra mesa- Los reinos siempre terminan
por caerse.
Los cuatro compañeros giraron al unísono sus cabezas para saber de dónde
procedía semejante comentario. En una mesa continua a la suya se hallaba un
muchacho de unos veinticuatro años, con varios libros abiertos y un cuaderno
lleno de anotaciones. Cigarrillos apagados decoraban el cenicero. Los miró
fijamente, con furia y asco. No bajó la mirada en ningún momento.
El Che Guevara y su séquito revolucionario, desviaron la vista y continuaron
hablando, aunque ahora en un tono más bajo.
Nahuel cerró los libros, pidió la cuenta y salió del bar. Antes de enfilar hacia la
avenida San Martín, les echó un último vistazo a esos simios cristianos que
trataban de evitar su mirada.
"Malditos hipócritas"- pensó mientras caminaba a paso ligero sin un rumbo fijo.
El joven de cabello rubio, cuerpo espigado y carácter eternamente melancólico, no
tenía un lugar en el mundo. Tampoco le interesaba demasiado conseguirlo, sólo
transitaba la vida con la soberbia de aquel que sabe que está en la vereda de la
lucidez, aunque esta vereda se encuentre en medio de un desierto.
Jamás había trabajado ni tenía intenciones de hacerlo. Sus días discurrían entre
los libros y la vida mundana, que si bien despreciaba, no podía evitar. En sí, su
existencia era una perenne batalla entre la castidad y la lujuria; entre el
acatamiento de las normas y la extrema transgresión de las mismas. Su carácter
ciclotímico ayudaba a este estado, pues Nahuel, en medio de la alegría podía
reaccionar con un absoluto pesimismo, así como también, en las situaciones más
tristes, reírse con ganas y hasta con maldad.
Su porte de nene bien, con rasgos marcados y grandes ojos azules, no ayudaba
demasiado a sus crisis existenciales, ya que muchos no lo tomaban en serio
cuando se quejaba de la banalidad de todo, de la caducidad de cada acto, de los
esfuerzos en vano por lograr metas inalcanzables, que ya sea por el tiempo, la
enfermedad o la muerte, jamás llegan a concretizarse como el iluso la imagina.
Una triste infancia perdida era el legado de sus años pueriles. Siendo el centro de
las cargadas de todos, tal vez por su carácter distinto, comprendió desde muy
niño, que el mundo es cualquier cosa menos un lugar de bienestar. En la jungla la
ley ayuda al más fuerte, y si alguien no se erige en rey, debe someterse a la

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esclavitud. O dejas caer la guillotina o sos vos el guillotinado. No existe otra
opción.
Nahuel vivió en carne propia este concepto que las mentes obnubiladas por un
Dios bondadoso que vela por los más necesitados, quiere ignorar.
El idiota sufre, el tímido padece, el dubitativo es aplastado; sólo el culto, el
despiadado, el hermoso y el seguro de sí mismo se abre camino en la vida,
sabiendo, no obstante, que siempre se hallará solo en su grandiosidad, pues el
mismo Dios hecho carne, era un idiota que sufrió, padeció y fue aplastado para la
redención del ignorante mundo por El creado.
El joven nunca pudo olvidar los padecimientos de los que fue víctima a la edad en
que todos necesitan la comprensión.
Las cargadas en el club, cuando chicos más grandes que él lo rodeaban y lo
humillaban por su corte de pelo, o simplemente para divertiste un rato. ¿Cómo
borrar de la mente esas risas crueles, sin ningún motivo, que las bondadosas y
justas creaciones de Dios le propinaban? ¿Cómo hacer a un lado la soledad en la
cual lo dejaban, inmerso en lágrimas de impotencia, luego de que esos animales
carnívoros habían saciado su sed de malicia? ¿Acaso había alguien allí para
mostrarle cómo continuar? ¿Se manifestó algún profeta o algún ángel para
consolarlo? ¿Quién tomó su mano, o acarició su contraído rostro cuando a lo lejos
escuchaba a los más grandes reírse de él?
Por ningún lado se escuchaban respuestas a sus llantos; sólo estaba con él
mismo... y contra todos.
Javo también sufría aquella tarde, aunque su angustia era en presente. Aún no
podía dejar de pensar en la odisea que había padecido el sábado anterior, cuando
Pato le vedó la entrada a Stadium. Ni siquiera podía concebir una manera de
vengarse, pues su humillación era tan grande, y su realidad tan vívida, que todo
intento de revancha sonaba pueril.
Javo le daba demasiada importancia a la sociedad, al "que dirán", y no podía
imaginarse fuera de sus parámetros, pero al mismo tiempo sabía, que dada su
situación física, económica y cultural debía resignarse a imaginar lo que sería ser
"como cualquier otro"
Sus padres trabajaban todo el día, por lo que el obeso joven podía permanecer
hasta altas horas del día tirado en su cama. Había abandonado la carrera de
periodista, convencido, por su quimérica soberbia, de que él estaba hecho para
cosas más grandes.
Uno de estas cosas "más grandes" que hacía era masturbarse compulsivamente.
Dos, tres y hasta cuatro veces por día, Javo se sumía en su onanística realidad.
Prefería el método de envolverse el miembro con la sábana así prolongaba más el
solitario placer.
No sentía culpa de lo que hacía, y hasta reía para sus adentros al imaginar que
penetraba a una de esas rubias hermosas que muchas veces vio en los boliches.
¡Eran todas suyas!
Nahuel lo divisó cerca de las seis de la tarde en un local de comida rápida del
barrio de Belgrano. Javo comía con desesperación al tiempo que leía la parte de
finanzas de un diario, pues el infradotado se creía muy capacitado para los
negocios económicos. Alzó la vista y vio a Nahuel acercarse a su mesa con un
café.

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-Hola, creí que estabas muerto. Hace semanas que no sé nada de vos, ¿ en qué
andas?- preguntó Javo con entusiasmo.
- En nada, sólo que a veces desconecto el teléfono de mi habitación para que
nadie me moleste.
- Dichoso que tenés gente que te molesta- acotó el gordo con cierto aire de
tristeza-. ¿Y la facultad?
-Mal, la dejé. Me aburrió.
-Debí suponerlo. Yo también la abandoné.
Nahuel ni prestó atención a lo dicho por su amigo, y prendió un cigarrillo.
-Creo que la gente genial como nosotros no necesita estudiar-expresó convencido
Javo- Deberíamos hacer algo que trascienda, Nahuel; algún proyecto que perdure
en el tiempo.
-¿Algún proyecto?
-Sí, algo que haga ruido. Vos conoces mucho de arte, yo escribo bien, podríamos
unirnos y formar algún grupo artístico.
Nahuel miraba a su amigo con escepticismo.
-En serio pibe. Estamos llenos de talento. Lo mío es lo lírico. El sábado conocí
una chica en Stadium que alabó un poema que le recité al oído. Al final
terminamos juntos en una cama de hotel.
- ¿Saliste el sábado? -
-Sí, sí, fue una noche bárbara. Fui con varios amigos, nos emborrachamos antes
de entrar. Me chamullé a una rubia hermosa, y me la levanté al terminar de
recitarle mi poema. Luego fuimos a caminar por El Alamo y después al telo.
-¿El Alamo?- inquirió Nahuel por primera vez interesado en la charla de su
amigo.- ¿Qué es El Alamo?
- Es un parque en donde nos reunimos todos los chicos antes de ingresar a
Stadium. Es copado: tomamos unos tragos, nos reímos, hablamos con las
mujeres que caminan por ahí. También está Pato, el encargado de seguridad del
boliche, que tiene toda la onda. Me hice amigo de él, tendrías que conocerlo.
-Y en ese parque del que hablás, ¿hay gente feliz?
-Claro- dijo efusivamente Javo-
-Podríamos ir un día. No hay nada que me llame más la atención que la gente
feliz.
-Sí, cuando quieras. Pero no entremos a Stadium, es mejor quedarse en el
parque, es más divertido y más poético- expresó el gordo que sentía que todo su
discurso se le iba al diablo si Nahuel aceptaba ir al boliche.
-Vemos. Bueno Javo, me voy, tal vez vaya a dar una vuelta esta noche por ese
parque. Soy un parásito, no tengo nada para hacer. ¿Querés venir?
-No, no, andá solo mejor. Tengo que quedarme escribiendo un cuento que esta
copado- finalizó Javo.
Nahuel se fue, y el gordo embustero respiró aliviado.

La Romi solía hablar con las paredes. Durante largas horas la joven permanecía
en un interesante diálogo con la mampostería, mientras agitaba compulsivamente
sus manos y reía con sorna.
Cuando tenía que hacerle alguna confesión íntima, se acercaba dubitativamente,
para luego pegar sus labios a la cal blanca y en tono más bajo, revelarle sus

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problemas. No quería que nadie en su casa supiese lo que le acontecía, todo el
dolor que corría dentro suyo al entrar a la habitación de su madre agonizante y
verla consumirse envuelta en el blanquecino camisón.
Conectada las veinticuatro horas al respirador artificial, y siendo presa de algunas
convulsiones que rápidamente eran atendidas por la enfermera, la señora tenía el
imperioso deseo de besar a su hija. Sus manos, casi esqueléticas, le hacían
gestos a la joven para que se acercara. Las venas parecían salírsele de la piel, y
el porta suero tambaleaba cuando quería incorporarse.
Algunas hebras de cabello decoraban la almohada; los ganglios parecían dos
ciruelas atascadas en su garganta; el olor a podrido era penetrante. El ruido del
suero sólo era interrumpido por el llanto ahogado que emitía, bajo la escafandra
de oxígeno, cuando el dolor volvía a atacarla.
Su estómago estaba destrozado, pero si embargo su corazón se rebelaba y no
quería claudicar ante la invitación de Dios.
La Romi nunca se acercó al lecho de la agonizante. No podía, le agarraban
náuseas apenas abría la puerta y divisaba a su cadavérica madre extendiendo
sus manos y abriendo grande su boca.
La mujer, al ver que su hija la abandonaba, comenzaba a menear
desesperadamente la cabeza y a mover los huesudos brazos llamándola. La
enfermera miraba con cierto rechazo a La Romi, y enseguida colocaba su mano
sobre la sudada frente de la moribunda.
Entonces la pared volvía a recibir el triste monólogo. La Romi estaba
enloqueciendo. Sus días transcurrían inmersa en el grisáceo mundo de la
depresión que nada puede menguar.
El dolor de cabeza constante; la ansiedad por hechos futuros que están
condenados a convertirse en nuevas torturas; el insomnio atroz que mina los
sentidos; la dulce idea del suicidio que en la mayoría de los casos carece de
consumación.
¿Por qué no matarse? ¿Para qué alargar más una vida insulsa que oscila entre el
hastío y el dolor? ¿Cuál es el sentido de todo? ¿Qué derecho hay a lanzarnos en
este mundo para luego no sólo ver la decadencia de la gente que nos ama y
amamos, sino que además la nuestra propia? La muerte de los padres es sólo un
sutil aviso de Dios que recuerda que el turno de los hijos pronto llegará.
Esa mujer, que amorosamente llevó en su vientre a su niña, ahora está preñada
con un cáncer que se lo va consumiendo; esos senos que le dieron la leche de
vida agonizan putrefactos y estériles; las manos, que acariciaron a la infante, que
la peinaron tal vez antes de que concurriera por primera vez a la escuela, ahora
no son más que rejuntes de huesos inútiles que ni siquiera pueden secar sus
propias lágrimas; la boca, que antaño emitía palabras de consuelo y de
orientación, se babea en su triste desenlace estrangulada por una máscara de
oxigeno.
Dios es bondad, los infames son los hombres.
A las pocas semanas de muerta su madre, la Romi fue internada en un hospital
psiquiátrico. Ahora tenía más paredes con las cuales hablar, más espacio verde
para correr sin rumbo mientras llamaba al ser que le dio la vida. La Romi pensó en
matarse, pero no quería ir al encuentro de Dios; prefirió ir al encuentro del Diablo,
que siempre espera a los desahuciados en la tierra.

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Fue por ello que una noche saltó las paredes del manicomio y nunca nadie volvió
a saber de ella. Era libre. Paró el primer colectivo que pasó y con una gran sonrisa
fue en busca de su destrucción. ¡Qué bello es saber que todo es vano, que nada
tiene sentido, que hagamos lo que hagamos será el dolor quien nos vencerá! ¡Hay
una cierta arrogancia en esos seres que ya están persuadidos del trágico final de
todo!
¡El único sentido de la vida es que no tiene sentido!
La Romi había elegido el lento suicidio arropado de lujuria, drogas y un morboso
deseo de saber qué hay en el último peldaño del ocaso.
Fue por eso que decidió pasar la mayor parte del tiempo en el Alamo, ya que en
este parque había gran cantidad de traficantes de estupefacientes y gente
peligrosa que estaba dispuesta a matar por algunos pesos.
Cerca de una calesita abandonada yacía la mayor parte de los vagabundos, que
envueltos en mantas apolilladas y sucias, dormían con una botella de vino velando
su sueño.
Algunos perros, más flacos aun que sus dueños, también descansaban. La Romi
tenía su suite al lado de un niño que había escapado hacia poco al maltrato
familiar. Era muy querido por todos, dada su edad y su discapacidad visual: se
llamaba Ariel .
La Romi sentía especial afecto por este niño, a quien trataba como un hermano
menor.
En el día iban juntos a mendigar la comida, y cuando la suerte los acompañaba
tomaban el tren y recorrían las cercanías del Riachuelo. Allí la Romi le hablaba de
arte, de los cuadros de Quinquela Martín, de los personajes de un libro de Sábato
que vivían por La Boca; también le decía que no se sintiera apenado por su
ceguera, pues grandes poetas, como Homero, Papini y Milton, también lo fueron,
y que hasta Borges quedó ciego.
-Lo importante es lo que veas en la oscuridad, no en la luz. La luz enceguece a la
gente, sólo las personas con mucha capacidad pueden ver algo entre las
penumbras.
-Sí, pero a veces me gustaría saber cómo es el cielo, cómo son las flores, de qué
color es el anochecer-
- Imaginalo, Ariel, imaginalo. Y de la manera que lo quieras así será para vos.
Tenés la oportunidad de crear un mundo según tu propia ilusión, ¿te das cuenta
por qué aventajas a la mayoría de nosotros?
La Romi lo tomaba de la mano y continuaba hablando mientras contemplaba las
grandes embarcaciones del Riachuelo.
- Aquí dentro- le decía tocándole suavemente la cabeza-, está todo tu mundo. Es
solo tuyo, nadie te lo podrá opacar, por que vos lo creaste. Ni siquiera Dios puede
quitártelo. En vez a todos nosotros nos impuso un horizonte autoritario, que sí o sí
debemos mirar cada mañana.
Tarde a la noche regresaban a el Alamo a descansar. Ariel se quedaba dormido
apoyándose en el pecho de la Romi, que maternalmente jugaba con su pelo sucio.
Fue en aquella oportunidad cuando una persona no perteneciente al clan
vagabundo se acercó con andar cansino.
Su rostro no era de color oscuro, sea por la casta social, o por la mugre; su ropa
no era maltrecha; su ser desprendía un aroma dulce, "como a santo"- dijo luego el

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viejo Facundo cuando entró en confianza con el visitante.
El joven se sentó en un banco y fijó sus zafiros ojos en la vieja calesita que
cobijaba a la gente pobre.
En su rostro no había desprecio, pese a ser blanco; una sonrisa sincera se dibujó
cuando la Romi lo divisó. Algunos vagos lo miraron con intimidación, pero él
permaneció con la vista clavada en la jovencita harapienta y de pelo azabache
que cobijaba en su seno a Ariel.
Cuando el niñito ciego quedó plácidamente dormido, la Romi se levantó y se
dirigió al recién llegado:
-Es peligroso que estes acá. Hay gente que pude lastimarte.
-¿Lastimarme?- preguntó y echó a reír. Luego contempló más detenidamente a la
joven, y exclamó- ¿Cómo puede ser que una mujer tan hermosa viva de esta
manera?-
La Romi observó las ropas prolijas y el pelo cuidado de quien le hablaba, y dijo:
-¿Y como puede ser que un hombre tan hermoso viva a tu manera?
Nahuel volvió a reír, aunque esta vez con más ganas.
- No sé de qué te reís. Seguro sos uno de esos idiotas que espera ansioso el
sábado para ir a mostrarse a alguna disco.
-No siempre.
-Seguro que sí- insistió la Romi-. Debés tener un buen auto, una linda novia, una
cuantiosa suma de dinero, y como te debe aburrir la vida, ya que lo tenés todo, de
vez en cuando salís a caminar por lugares marginales a entretenerte un rato.
Nahuel la miraba sonriente.
-¿Que te crees? ¿Qué somos bichos de circo para que te acerques a nosotros a
estudiarnos con tus lindos ojos y tu ropita de marca? Si ahora quisiera, podría
hacer que dos o tres bolivianos que viven aquí te rompieran el alma.
-¿El alma? Me gustaría tener un alma.-
-Sí, el alma y todo lo que se les ocurra- exclamó atolondradamente la joven-
¿Querés ver como te cagan a trompadas, nenito bien?
Nahuel volvió a reír, cosa que incomodaba aún más a la inquisidora que ya estaba
a punto de llamar a sus amigos cuando la pulcra mano del joven la detuvo:
-No sé por qué me tratás así. Ni siquiera sabes qué hago aquí, qué motivos me
trajeron. Aparte, ¿qué tiene de malo ser agraciado? Supongo que no vas a
juzgarme sólo porque luzco bien, ¿no?
La Romi esbozó una pequeña sonrisa.
- Es tonto que me injuries tan solo porque no parezco salido del norte del país.
Hay muchos que usamos máscaras, pues si mostrásemos nuestro verdadero
rostro seríamos condenados por homicidio.
- Aquí hay muchos homicidas.- sentenció la joven señalando el parque.
-Sí, no lo dudo, ¿pero cuántos son asesinos de sí mismo? ¿Cuántos?-Nahuel
contempló el rostro de la joven con detenimiento y prosiguió:- Es muy fácil juzgar
a las personas por su apariencia, y mucho más nocivo cuando ésta es, según los
absurdos cánones, agraciada. Te aseguro que se sufre mucho más cuando se
tiene un buen porte exterior y podredumbre interna, que cuando la dejadez física
oculta un mundo de ideas y ambiciones claras. A estos últimos poco les interesa
lo que diga el vulgo, porque saben lo que verdaderamente son, porque en su
soledad, en su retiro espiritual, conocen sus armas, y algún día, como decenas de

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veces pasó, se manifiestan al mundo, opacando su fealdad con sus ideas,
descubrimientos, etc. Pero para la gente como yo-dijo el joven con una sinceridad
de la que él mismo se asombró- la condena de Dios es penosa en demasía, pues
haga lo que haga, o diga lo que diga, siempre las miradas se detendrán en lo
visible. Tal vez el error fue mío; no tendría que haber leído tanto, no tendría que
haber indagado... ser hijo de un ángel y de una musa es permanecer a
perpetuidad a mitad de camino.
La Romi por primera vez se sintió cómoda con la presencia de Nahuel, y muy
gentilmente lo presentó a los restantes vagabundos que permanecían expectantes
de la plática.
-El es Nahuel: un espectáculo circense por fuera y un cortejo fúnebre por dentro.
Algunos rieron de la ocurrencia, especialmente Octavio, un joven de largos
cabellos que sujetaba un libro de Shakespeare.
Los desterrados sociales se acercaron a saludarlo. El viejo Facundo lo recibió con
una benévola sonrisa y le ofreció parte de un arroz con pollo que olía muy mal.
Ariel se despertó y dijo hola, aunque sin saber a quien se lo decía; el loco Pepe,
inmerso en su borrachera de todos los días, ofrecía vino "de onda".
La Romi invitó a Nahuel a sentarse y le inquirió:
- Qué haces a estas horas en un lugar como El Alamo.
-Nada especial-
-Acá se llena de gente pero sólo el fin de semana- explico pedagógicamente-, los
jóvenes felices, como los llamamos, llegan a partir de medianoche y se instalan en
cada banco del parque a tomar alcohol, gritar, besarse con sus parejas, y esperar
ansiosos que las puertas de Stadium abran. Supongo que conocés Stadiudm,
¿no?
-Sólo de nombre.
- Es el lugar top de la ciudad-
-Sí, aunque se puso más de moda cuando la gente se persuadió de este parque y
de sus habitantes- intervino Octavio- Muchos vienen a Stadium para ver que clase
de gente vive en Alamo.
-Bueno... vagabundos- dijo sin ánimo de ofender Nahuel.- ¿No sé que puede
haber de extraordinario en un grupo de gente sin hogar y sin sueños?
-Allí te equivocas- volvió a hablar el actor fracasado que en ningún momento soltó
de sus manos un ejemplar de Macbeth -, no tenemos hogar, no tenemos familias y
mucho menos un futuro, pero sí rebosamos de sueños, aunque éstos muchas
veces, para el ojo social, parezcan pesadillas.
Octavio hizo una pausa, y volvió a hablar:
-La malicia y la cruenta curiosidad de la gente es lo que la impulsa a venir para
este lugar, con el único objetivo de ver a los "freaks" que habitamos en El Alamo.
Para ellos es el doble de placentero saber que aparte de divertirse con gente de
su clase en el boliche, pueden contemplar, como al pasar, a unos cuantos "don
nadie" que ornamentan su morbo, su estúpido deseo de superioridad.
-¿Pero los insultan? ¿Los agreden?- preguntó Nahuel un tanto confuso.
-No, no, nadie nos agrede directamente, pero a veces una mirada, o una risa es
más nocivo que cualquier golpe. Hasta llegué a escuchar que para las vacaciones
vendrá gente de otras provincias para ver cómo viven algunos jóvenes
vagabundos con "aires de artistas", como ellos dicen.

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-Esto es muy bizarro- río el nene lindo rebelde.-Es increíble que la gente pueda
divertirse y sentirse bien con la desgracia del prójimo.
-Ellos creen que es una desgracia ser así- dijo la Romi vehementemente-, pero
para nosotros la verdadera desgracia es ser como ellos, es actuar hipócritamente
amparados por la protección familiar, religiosa o social. No es que amemos estar
en esta situación: no es fácil dormir entre la suciedad, con hambre y frío. Para
nosotros no es el paraíso esto, pero es a lo que nuestra vida, nuestra
personalidad y nuestro pasado nos condujo. Hay veces que el destino se apodera
de algunos, y por más que uno quiera rebelarse, y muy íntimamente maldiga su
situación, nada puede hacer.
-Pero por lo que veo- manifestó Nahuel girando su cabeza para todos lados-,
sacando dos o tres personas de edad, la mayoría es gente joven, que bien podría
salir adelante.
-¿Adelante?- interrumpió Octavio-. ¿Qué hay adelante?
-Un futuro.
-Un futuro con el cual chocamos a diario, Nahuel.
-Pero poseen juventud, poseen unión, hasta he visto algunos libros interesantes
por allí tirados: Sartre, Camus, Kierkegaard. No creo que sean unos ineptos que
deban resignarse a vivir como hazmerreír de la sociedad.
Deberían juntarse y darles una buena paliza a esos hijos de puta con lindos autos
que pasan por acá como si esto fuese un circo.
-Lo hicimos varias veces- intervino un joven que tirado debajo de un árbol fumaba
marihuana-. Varias veces le hemos dado a esos idiotas algunos golpes, pero
enseguida aparece un tal Pato, un orangután horrible, acompañado de algunos de
sus amigos, y nos intimidan a dejar este lugar so pena de llamar a la policía. No
es fácil ser como nosotros- concluyó dándole una larga pitada a su cigarrillo
alucinógeno.
-¿Pato?, ¿Pato?. Me suena ese nombre, hoy un amigo me hablo de él. Me dijo
que era una persona copada.
Algunos rieron de lo dicho por Nahuel. Octavio le preguntó:
-¿Tu amigo conoce a Pato?
-Sí, sí, bueno eso es lo que me dijo. Estuvo el sábado por estos lugares, y conoció
gente interesante, aunque nunca me los nombró a ustedes.
-¿Cómo es tu amigo?- inquirió la Romi con suspicacia-
Nahuel hizo una minuciosa descripción de su físico y la ropa que suele usar
frecuentemente para salir los sábados por la noche.
-Tu amigo te mintió Nahuel- afirmó convencido Octavio-. Javier se llama, ¿no?
Bueno, es cierto, estuvo acá el fin de semana, pero lo encontramos solo en un
banco, llorando y maldiciendo su situación. La Romi tuvo que detenerlo cuando
comenzaba a golpear su cuerpo con furia.
-Qué mentiroso de mierda- suspiró Nahuel.
-No lo juzgues - dijo Octavio- Es muy duro darse cuenta que uno no pertenece a lo
establecido, y no porque no quiera, sino porque no puede. Tu amigo es una
persona increíble, hablamos largas horas con él, y prometió venir más seguido a
visitarnos. La verdad es que casos como el de Javier los vemos a diario.
-Pero ¿por qué no me dijo la verdad?
La Romi habló:

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-No creo que se haya atrevido. Uno te ve a vos, y esto lo digo porque me sucedió
a mí, y siente que con tu mirada, tus gestos o tu sola presencia, podés denigrar al
otro. Cuando me acerqué a hablarte creí que eras uno más, y que estallarías en
una carcajada al ver mis ropas, mi pelo sucio, y cuando supieras que soy una
joven que no desea nada en esta vida.
-Yo jamás me reiría de alguien así- se defendió Nahuel.
-Es probable, pero tu imagen es la de un ángel maldito, y por lo poco que conozco
a Javier sé que él no quería sentirse menos a tu lado. Tendría miedo que lo
humillaras.
Nahuel encendió un cigarrillo, reflexionó un buen rato, y dijo:
-¿Pero cómo puede ser que entre nosotros, entre amigos, entre gente que creció
junta, que transitó la vida amparados en sus sueños y proyectos, existan esas
cosas?
¿Cómo puede ser que la opinión de los demás prevalezca sobre los sentimientos
sinceros que llevamos dentro? ¿Quién diablos es el responsable de que gente
como Javier llore en silencio, y tenga que mostrarse, merced al pestilente "que
dirán", sonriente delante de los demás?
¿Quién mierda es el otro para juzgar, para discriminar, para devorar a los que sólo
quieren vivir? ¿Quién inventó este puto circo zoocial?
-¿Dios... ?- tiró al aire no muy convencido el joven que fumaba marihuana
- Que tal la Virgen- sentenció el loco Pepe dándole largos sorbos a su vino
Termidor
- Me inclino por algún apóstol, para mí el mundo lo inventaron esos hijos de puta-
dijo una joven de pelo enrulado que antes de caer en desgracia había sido
secretaria en una compañía multinacional.
- No pueden echarle la culpa a una religión determinada- habló por primera vez el
viejo Facundo, que más tarde confesó que era filósofo y que a temprana edad
dejó su hogar para buscar la verdad, aunque, según sus palabras, sólo hallo
mentiras.- El cristianismo es el judaísmo con un poco más de piel en el pene. En
todo caso habría que retroceder en la historia, y ver en que momento y bajo que
religión, se estableció el hombre. Claro que es imposible, pues algunos dirán que
la religión China fue la primigenia, o la Hindú o la Azteca. De una u otra manera,
no culpemos al cristianismo de todo esto, ellos sólo hicieron su negocio, pero no
inventaron el mal.
-¿Entonces?- preguntó visiblemente acongojado Nahuel, - ¿Por qué tengo que ser
testigo del sufrimiento de mi amigo, y por otro lado, del triunfo y la omnipotencia
de seres de mierda como Pato o la gente bien que viene a este boliche? ¿Qué los
hace diferentes? ¿Su rostro? ¿Su auto? ¿La mujer con la que salen? ¿La
situación social? Nadie sabe lo que Javier, o muchos de nosotros padecemos, y
sin embargo la atención siempre recae en quien mejor luce, sin importar lo que
hay en su interior.
-¿Nosotros padecemos?- preguntó con ironía Octavio- ¿Vos padeces también?
¿O sos sólo un abogado defensor de tu amigo?
-Claro que padezco Octavio. Padezco mucho más de lo que crees. Padezco tal
vez más que vos que ya sabes el lugar que ocupas en el mundo. Yo camino por
arenas movedizas, y no sólo porque los demás digan que soy bonito, sino porque
en mí se vivificó la famosa historia de Andersen, "El patito feo"

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Ojalá yo pudiera gritarle al mundo lo que soy, lo que creo; rebelarme de la manera
en que lo hacen ustedes; tener las agallas para mandar todo al diablo y unirme a
un grupo de personas con mis mismas inquietudes. Ojalá pudiera hacerlo, ¿pero
saben que?- preguntó Nahuel casi llorando- soy un cobarde, soy un impostor, no
puedo decidir nada en esta vida, pero ¡maldita condena!, tengo que ser testigo del
sufrimiento de los que amo, y no sólo de aquellos que viven en la discriminación y
en la soledad como Javier, sino que además de los que se muestran
ostentosamente.
Yo sufro el doble, mi dolor viene de ambos polos: verlo a Javier erigiéndose como
amo, cuando en el fondo no es más que un pobre tipo que no halla su camino; y
ver a mi hermana siempre producida, contándole a sus amigas como rechaza a la
gente fea en los boliches, es una tortura que dudo que todos ustedes padezcan. A
veces pienso que la muerte es lo único que puede liberarme de esta doble cadena
que me aferra.
El viejo Facundo asintió con la cabeza y fue a echarse al lado del joven que
fumaba marihuana, que con sus ojos carmesíes, contemplaba la escena con
atención. Desde allí manifestó:
-¿Entonces por qué no te quedas con nosotros, Nahuel?
Nahuel respiró hondamente.
-Quedate aquí, se parte del "circo zoocial" como bien lo llamas, y pasá tus días en
armonía con tus iguales.
-Yo no sé si ustedes son mis iguales, yo no sé nada.
Dicho esto, y a paso apresurado, dejó el Alamo. La Romi lo contempló mientras se
perdía entre los árboles en dirección a una calle oscura.
-Es hora de dormir.- dijo Octavio besando la frente de su amiga.
Los dos se cobijaron al lado de Ariel, que lagrimeaba en silencio.

La noche aún no había acabado, al menos en la UCA, en donde el querido padre


Nivas estaba por emitir un discurso después de la cena de los novicios. El motivo
era la designación que había recibido para hacerse cargo del rectorado de la
Universidad, y como tenía especial afecto por los que vivían dentro del
establecimiento, había decidido que fueran ellos los primeros en enterarse de la
noticia.
Monseñor Hirigoyen ingresó al comedor a anunciar que luego del postre, el
flamante rector daría un pequeño sermón. Muchos tomaron con sorpresa el
hecho, pero en todos brilló una sonrisa, ya que el padre Nivas era muy querido
dentro de la UCA.
Majestuosamente vestido, y con paso triunfador, el clérigo se ubicó al frente del
comedor, saludó respetuosamente al alumnado, y luego de comentar
someramente su designación, pasó a hablar de esta manera:
" Queridos novicios y novicias de la Universidad Cristiana Argentina:
Como muchos de ustedes sabrán, mi vida siempre estuvo basada en la santa y
apostólica caridad para con el prójimo. De niño, e imitando el sano ejemplo de
San Antonio, decidí despojarme de mis juguetes y dárselos a los que menos
poseían. De más grande, y cuando la voz del Señor se había manifestado en mí,
persuadiéndome de mi destino de sacerdote, decidí vender mis propiedades y
crear varios comedores, al igual que orfanatos para los niños de la calle.

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¡Qué hermosos recuerdos me traen aquellas épocas, cuando los niñitos corrían
detrás de mí, aferrados a mi sotana, para pedirme que les contara algún pasaje
del Evangelio! ¿Cómo olvidar esas caritas cuando delante de ellos un plato de
comida caliente los esperaba? Mi felicidad se potenciaba con la de mis niños de la
calle, que olvidados en algún rincón de la ciudad, y sin ninguna protección,
llenaban los grandes salones de mi comedor, que la caridad, respaldada por la
obra misericordiosa de Nuestro Señor, les brindaba
Delante de mí, centenares de chicos lograron encaminarse en la vida; conocieron
el amor, la fraternidad, la fe en Jesús, y por sobre todas las cosas el amor al
prójimo. Recuerden las palabras del evangelio: "¿De qué nos sirve ganar el
mundo si perdemos nuestra alma?", es decir, pensemos siempre en el más
necesitado, en el que menos tiene, en aquel que por la bondad de Dios padece.
Porque hijos míos:"¡Bienaventurados los que lloran porque ellos serán
consolados!"
El Señor tiene predilección por aquellos desahuciados, por los que cargan la cruz
de la amargura y beben la copa de hiel de la enfermedad. Sí hijos míos, Dios
protege con especial esmero a todo aquel que en la vida es rechazado,
abandonado, señalado, burlado, ya que en ellos se manifiesta la omnipotencia del
Creador; Job, sentado en el estercolero, cubierto de llagas y habiendo perdido a
sus hijos y a toda su riqueza, continuaba alabando el nombre de Dios, quien lo
recompensó con el doble de bienes.
El Señor nunca olvida a los que lloran, y para ellos está reservada la gloria eterna
en donde "sus lágrimas serán enjuagadas"
Pero mientras aguardamos el beatífico momento de contemplar la faz de
Jesucristo, debemos ocuparnos, guiados por el amor cristiano, de los
desamparados, y yo, desde este nuevo lugar que me han asignado, haré todo lo
que esté a mi alcance para solventar las necesidades de los que menos poseen,
exhortando a todo el alumnado a ayudarme en esta santa tarea.
Bueno amigos, los dejo que se vayan a dormir, ya que mañana los espera una
jornada de estudios, y a mí nuevas responsabilidades que ansío cumplir con todo
el amor del mundo.
Gracias por su atención, y que Dios los bendiga."
Nivas, sin dejar de sonreír en ningún momento, saludó a varios seminaristas que
se le acercaron. Muchos lo felicitaban y depositaban en él nuevas esperanzas
respecto al futuro de la UCA.
La mayoría de los alumnos realizaba obras de caridad; muchos concurrían a
hospitales públicos a ayudar a los enfermos, o bien a ser un consuelo para los
familiares. Mariano, que pertenecía a la orden de San Camilo, dedicada
exclusivamente al cuidado de los moribundos, pasaba largas horas de la tarde
leyéndoles a los parientes del agonizante pasajes bíblicos. Fue él quien le pidió,
en ese mismo momento, autorización a Nivas para estar más horas junto a los
enfermos.
-Mañana hablamos, mañana hablamos- fue la apresurada respuesta del rector
que luego de saludar efusivamente a Monseñor Padiya, se fue a su habitación.
Mariano se acercó a Monky Mongui que había estado escuchando el sermón
desde una mesa alejada.
-¿Cómo estás Laurita? ¿Qué te pareció lo de Nivas?

26
Monki dio a entender con dificultad sonora que le daba lo mismo, y Mariano,
siempre con una sonrisa bondadosa en el rostro, dijo:
- Creo que tiene buenas intenciones, ¿no te parece?
Monki no emitió palabra. Luego se alejó con su andar animalezco hacia el patio.
Allí encontró al Manco Mancuso, joven de veinticinco años, muy estudioso, que
carecía de una mano, por lo que en su lugar llevaba una mano ortopédica que
más de un distraído había confundido con una de carne y hueso.
El Manco miraba absorto las estrellas. Había escuchado algunas palabras del
padre Nivas, pero decidió, en medio de su discurso, alejarse a contemplar la
hermosa noche.
Estaba al tanto de las visitas nocturnas que recibía Monki por parte del clérigo,
pero ésta lo había convencido para que no dijera nada, puesto que si lo hacía, tal
vez perdería su lugar en la UCA, y como no tenía a nadie, terminaría en algún
hogar para discapacitados.
El Manco detestaba a Nivas, y no sólo por el abuso al que sometía a Monki, sino
que además por su falsedad. Para él, Nivas representaba el poder terrenal de la
Iglesia, su tiranía, su asquerosa omnipotencia basada en un supuesto dios
Todopoderoso.
La fe del Manco había menguado en los últimos años de noviciado.
Cuando ingresó a la UCA rebosaba de sueños piadosos y de amor a la
humanidad. Su mayor anhelo era entregarse a las obras de la iglesia, y pese a su
discapacidad, nunca dejó de colaborar en todo lo que los superiores le indicaran.
Su horario de estudios se extendía, puesto que se quedaba después de hora a
explicar latín a aquellos que no lo comprendían. El Manco, haciendo malabares
con la tiza, poseía una paciencia prodigiosa para con todos, y en ocasiones,
especialmente cuando uno de sus alumnos era Monki, podía permanecer hasta
tres horas hablando de las funciones del genitivo, y traduciendo textos de San
Agustín.
En un principio creía en que Dios vela por los más necesitados, en que la Virgen y
todos los santos interceden por aquellos que menos tienen, y los reconfortan en
sus contrariedades.
El Manco defendía con vehemencia estas creencias, aunque luego de enterarse
por boca de su amiga lo que Nivas hacía con ella, sumado esto a la hipocresía
que hallaba en la enseñanza piadosa, se encontró preso en un estado escéptico.
Faltaba a las clases, en ocasiones discutía, aunque afablemente, con sus
compañeros acerca de algunos puntos del dogma, y hasta llegó a subir el tono de
voz cuando el Padre Fermín defendió las Cruzadas a Tierra Santa.
Todas estas dudas, que rondaban por su cabeza cada día con más furia, se veían
reforzadas por las palabras de un ex alumno de la UCA; un individuo de lo más
raro, según la opinión de la mayoría. Este sujeto pasó tres meses estudiando
Teología, aunque nunca se relacionaba con nadie.
Poseía una mirada irascible y un andar de supremacía, que sin lugar a dudas se
lo daba todo el conocimiento que poseía sobre religión, mitología, filosofía y
diversos temas en general.
No era un engreído, como el Padre Nivas había afirmado, tampoco un "ser
demoníaco", como Monseñor Hirigoyen había exagerado. Sólo era una persona
distinta, con personalidad definida y lo que es aún más llamativo, con

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autosuficiencia.
Arribaba antes que todos al establecimiento y era el último en retirarse. Se
acomodaba en un banco alejado y de vez en cuando hacía algunas preguntas,
que dada su erudición y su evidente doble sentido, molestaban a los profesores,
que quedaban descolocados.
Vestía bien, aunque con un toque excéntrico. Su cabello era largo, usaba aros en
ambas orejas y siempre traía consigo un libro de William Shakespeare.
Nadie le hablaba, no porque no quisieran, sino porque este sujeto no se prestaba
para el diálogo. Muchos le temían, y hasta decían que era un mal ejemplo para los
más jóvenes.
Las autoridades hicieron eco de las quejas, y muy sutilmente le pidieron al infernal
forastero que abandonara la UCA.
Él no se resistió en ningún momento, es más, estaba convencido de que tarde o
temprano le sucedería algo así, puesto que no perdía ocasión de refutar a los
profesores más experimentados acerca de temas complejos, al igual que
mantener diálogos equívocos con ciertos seminaristas que se sentían atraídos por
él.
Entre ellos estaban Monki Mongi, el Manco Mancuso, Rodrigo y Francisco, este
último un jovencito de dieciocho años que cedió a las palabras del peligroso
estudiante y estuvo cerca de abandonar la carrera.
La oveja negra hablaba con soltura, con el cinismo característico de aquel que
odia todo, de aquel que luego de haber intentado congraciarse con Dios, termina
cediendo a los caprichos del demonio.
Era actor, por lo que pudo saber el Manco en la única charla que mantuvo con él;
un actor fracasado que solo debía conformarse con representar sus obras en
teatruchos de mala muerte. Más de cinco personas nunca lo iban a ver, sin
embargo él actuaba como si estuviese en Brodway.
No le interesaba nada, no le prestaba atención a nada, sabía muy bien el lugar
que la Naturaleza le había asignado.
Durante mucho tiempo sufrió, sufrió mucho por la injusticia de contemplar como
los más vulgares triunfan, y los más talentosos deben revolcarse en el estiércol a
perpetuidad.
Culpaba a Dios, culpaba a los hombres, se culpaba a sí mismo. Era un ser
desesperado que caló muy hondo en el Manco.
Este recordaba aquella conversación con entusiasmo, y como uno de los hechos
más significativos de su vida.
Lo primero que le dijo Octavio al seminarista, respecto a la idiotez de creer en
milagros y dogmas de fe, fue lo siguiente:
-"¿Por qué la Virgen no se le aparece a la gente de ciencia?
La Virgen de Lourdes en realidad era una ramera que estaba con un amante en
una cueva, y cuando fue descubierta por Bernardita, le dijo que era la Virgen para
que no la denunciase y Bernardita, que no sabía ni contar hasta diez, se lo creyó.
Similar fue lo de Fátima, pues los testigos de la aparición fueron tres pastorcitos
analfabetos; o lo de México, lo de la Virgen de Guadalupe quien fue vista por un
indio llamado Juan Diego. Tampoco olvidemos que Juana de Arco, que tantas
visiones tuvo, era hija de campesinos.
Me gustaría saber si Descartes o Einstein vieron alguna vez a la Virgen María."

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El Manco quedó sorprendido. Octavio remató:
-"¿Acaso alguna vez la Virgen apareció en Recoleta, San Isidro o en un country
privado de Pilar? Desde ya que no. Es decir, es la pobreza, la desesperación y la
falta de futuro en este mundo lo que hace que la gente más pobre, la bosta social,
deba conformarse con ver milagros, que la Iglesia, muy sabiamente por cierto,
maneja a su capricho"
Octavio no se detenía:
-"El cristianismo nació como una religión destinada a los esclavos, a los
analfabetos, y hoy, dos mil años después, son ellos, con sus bocas desdentadas,
su ropa raída y sus banderitas del Vaticano, quienes idolatran la procesión de un
pedazo de yeso por las calles.
"Hace algunas semanas vi, desde mi balcón, un grupo de gente que iba a San
Cayetano. ¡Te puedo asegurar que en esa muchedumbre no había ni uno que
fuera rubio de ojos claros o que al menos estuviera vestido decentemente! Todos
eran obreros, trabajadores iletrados, repositores de algún supermercado de
Banfield o barras bravas de algún club de la b. Esa gente es la merecedora del
cristianismo, y el negocio nunca terminará, pues para ser sacerdote, y eso vos lo
conoces bien, hay que ser muy instruido. La masa es manejada por dos o tres que
saben, eso es todo."
El Manco, apoyado en una de las paredes del gran patio de la UCA, recordaba
aquel diálogo con Octavio. Sí, era cierto, el joven marginado no le había mentido.
El tiempo le estaba dando la razón.
Se acercó a Monki que estaba sentada a los pies de una estatua de Jesús
Resucitado, y le dijo:
-Laura, me cansé. Me voy de acá.
-¿Y dónde iras?- preguntó la joven con dificultad, abriendo grande sus ojos.
-Lejos, me voy lejos. Ya no aguanto más este lugar, y más ahora que Nivas se
hará cargo de todo. No quiero ser parte de esto.
Monki lo miraba con tristeza, pues el Manco era su único amigo allí dentro.
-Me cansé de Jesús, de las promesas futuras, de las palabras lindas. El presente
me está matando, y si sigo aquí haré un desastre. Aparte de tu compañía, no
tengo a nadie en quien confiar, sólo veo estatuas de santos, cuadros de obispos y
cruces por todos lados. ¿Qué tenemos aquí dentro, Laura? Un rebaño de futuros
lobos, que muy minuciosamente se preparan para el poder terrenal. ¿Qué otro
poder vemos acá? ¿Acaso se manifiesta la gloria de Jesús, o sólo percibimos el
faraónico andar de los sacerdotes arropados con sus mejores ropas?
¿Dónde esta el Reino de los cielos? ¿En donde la consolación para los que
lloran? Decime Laura, ¿algún santo te protege cuando Nivas, sonriente, y con el
cinto en la mano, ingresa a tu habitación? ¿Hay alguien allí para defenderte?
¿Escuchas el cantar de los ángeles o sólo la risa de ese sujeto que se excita al
verte sangrar? ¿Hay alguien ahí Laura? ¿Alguien desciende del gran crucifijo de
madera que esta sobre tu cama o sólo permanece, en la misma pose, hasta que
Nivas eyacula y sonriente te desea las buenas noches?
Monki comenzó a lagrimear. Su boca emitía sollozos desgarrantes, que si no se
hubieran producido en el patio, habrían llamado la atención de todos. El Manco la
contemplaba impertérrito.
-Me voy de este leprosario antes de que amanezca. Vení conmigo.

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Monki rompió en llanto, negó con la cabeza, y tomando su rosario se alejó
tambaleándose. Ella creía en su dios, el Manco creía en sí mismo.
Antes de la puesta del sol, el seminarista se había marchado: una nueva alma le
había dicho no al cielo.

3
El director de teatro Peter Pank, homosexual confeso y vieja gloria del under,
había abandonado el país. Se rumoreaba entre bambalinas que el motivo de su
viaje a Inglaterra no era otro que el amor equívoco que experimentaba por un
jovencito bien parecido que había conquistado su corazón.
Andy, como lo llamaban en el circuito gay de Buenos Aires, actuaba no sólo de
Romeo o de Calígula, según la obra, sino que además de bufarrón de Peter,
haciendo que el maduro artista de pelo violeta viera la tierra "del nunca jamás"
cada vez que lo penetraba.
Se habían conocido en un teatrito de la Avenida Corrientes, en donde ellos, al
igual que varios actores más, representaban una obra de la escritora suicida
Alejandra Pizernik.
Por aquel entonces estaba muy en boga llevar al escenario cosas de esta
escritora argentina maldita, y Peter, maldito entre los malditos, no dudó en adaptar
su libro "Los poseídos entre lilas".
Luego de probar varios actores, supervisando las escenas junto a su entonces
novio-maquillador Mati, se decidió por Andy para el papel principal de la obra. En
verdad Peter, más que observar los movimientos, la gesticulación y el tono de voz
del actor, miraba su miembro que se hallaba preso en un pantalón ajustado oxford
típico de homosexual.
Andy era alto, rubio, flaco. Un buen milagro de la naturaleza lástima sus gustos
contra la misma. Tenía veinticinco años, y nunca había actuado en obras que no
sean under o de bajo presupuesto. Y Peter, el viejo paladín de los teatros de mala
muerte del centro de Buenos Aires, no dudó en contratarlo.
"El amor que no dice su nombre"- como magistralmente lo definió Oscar Wilde-,
había nacido en aquella primera conversación en el bar. Peter, con su cara un
tanto maltrecha por los años y las drogas, y Andy, resplandeciendo en su lozanía,
se enamoraron perdidamente, y haciendo honor a su compromiso para con el
arte, abandonaron la obra y se fueron del país a las pocas semanas.
Octavio muchas veces lamentó este hecho y hasta se sintió responsable, ya que
fue quien le presentó a Andy. Lo había hecho con la mejor de las intenciones, y
guiado por una suerte de camaradería con todos los que como él, buscaban un
lugar en la escena local. Desde hacía muchos años actuaba en obras under con
casi nada de repercusión, a excepción de algunas piojosas monedas que el
público dejaba en la gorra de Peter.
Era en verdad duro luchar cada día, tener a toda la familia en contra, y percibir,
con el paso del tiempo, que los veinte años rebeldes quedan en el ayer, y que uno
se va convirtiendo en un hombre que aún no hizo nada con su vida.
Esa imagen de fracaso venía a su mente cada mañana al despertar. Amanecía

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temprano, puesto que le costaba mucho conciliar un sueño profundo. Su madre
iba a trabajar, y él quedaba totalmente solo en el pequeño departamento de San
Telmo.
Los días eran duros para Octavio, muy duros. Avido lector, solía quedarse largas
horas en los cafés leyendo o soñando despierto.
Quería triunfar, en verdad deseaba poder representar alguna obra en un teatro
gigantesco en donde miles de voces lo aclamaran. Su nombre le gustaba, lo
asemejaba al gran Octavio Augusto romano que fue divinizado en vida. El no
pedía tanto, sólo se conformaba con ser alabado en vida.
¡Qué desesperante es ansiar la fama, y saber que se tiene el talento necesario
para alcanzarla! Es como que ella, la hermosa nombradía alada, escapa de
aquellos cazadores mejores dotados para luego reposar, serenamente, en los
más ineptos que jamás, en sus estúpidas vidas, habían soñado con ella.
Sí, la gran trampa del éxito es que acaricia con sus áureas manos a los que
menos lo esperan, y por lo tanto, los que menos lo merecen. Dios es injusto en
muchas cosas: hambre, guerras, plagas, pero en nada ha sido más imparcial que
en la distribución de la fama.
Octavio, dos o tres veces por semana, solía reunirse con algunos amigos artistas
en el bar Lozada. Allí hablaban de arte, filosofía, literatura y de la vida en general.
Eran muy deprimentes estos encuentros, pues nadie había salido del vergonzoso
caparazón del anonimato, por lo tanto la conversación rondaba sobre los sueños
de gloria.
-A mí ya dejó de importarme- dijo como al pasar Pablito, un filósofo totalmente
escéptico y desesperado, que pasaba los días encerrado en su departamento de
la calle Rodríguez Peña.- Yo escribo para la posteridad, ¿qué son sesenta o
setenta años de sufrimiento si sé que mis obras serán inmortales?
-¿Y si no lo son?- pregunto con suspicacia Belén, una directora de cine muy
bonita.
-Si no lo son no lo veré, así que prefiero pensar que mis escritos nunca
desaparecerán. Total, estaré muerto para saber si estaba en lo cierto o no.
-Una buena manera de evadirse, Pablo- volvió a hablar la mujer de nombre bíblico
que tenía serias intenciones carnales para con el filósofo.
-¡Qué estupidez querer ser reconocido después de muerto!- se exaltó Octavio-,
sufrir como un condenado toda la vida, llorar, luchar, levantarse luego de cada
golpe y volver a intentarlo sólo para que dentro de doscientos años un imbécil diga
que en verdad uno era un gran artista. ¡Al diablo con la fama póstuma! En la
tumba no escucharé los aplausos, no podré contemplar la mirada del publico que
en parte me admira y en parte me envidia por resplandecer en un escenario. Es
allí, bajo las luces, donde el artista debe estar, no en una frío ataúd carcomido por
los gusanos. Sé vos póstumo Pablo, yo quiero la fama en vida o nada.
-¿O nada?- inquirió lánguidamente el filosofo-, ¿quiere decir que si no logras éxito
abandonarías todo?
-Exacto. No estaré toda mi puta vida golpeando puertas, pidiendo una oportunidad
a esta sociedad repugnante para poder hacer lo que me gusta. Si no puedo
actuar, si no puedo lograr fama y un nombre, ¡que reviente todo lo demás!
-Un gran compromiso el tuyo con el arte... - dijo otra vez irónicamente Belén.
-¿Y tu compromiso cual es Belén? ¿Cuál es? Estudiar en la universidad del Cine,

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acatar lo que te dice un profesor y hacer cortos de mala muerte para que los vean
tus papás y algunos amigos. ¿Así pensás pasar toda tu vida? Esto parece la
zanahoria que el conejo persigue desesperadamente y nunca alcanza. Pero les
digo algo: o tengo éxito rápido o mando todo a la mierda.
-¿Y qué harás Octavio? ¿Predicar la verdad como Buda?- comento en medio de
la risa general Andy.
-No, no iré a predicar ninguna verdad, sólo me resignaré a mi suerte. Siempre
escucho decir que lo único que importa es hacer cosas, es crear, por más que
sean cinco los que lo reconocen a uno... para mí no es así, ¿y sabes por qué?
Porque el aplauso del público me fortalece, ayuda a mi arte, me inspira. La
indiferencia es la venganza que el mundo se toma contra los mediocres.
- Te puedo citar muchos ejemplos de artistas geniales que no fueron reconocidos
en vida- acotó con una sonrisa de triunfo Pablo.
-Yo también te puedo citar artistas que sí fueron reconocidos en vida. ¡Qué
axioma ridículo es el que dice que los genios no son aceptados en vida! Sólo hay
que proponérselo, y luchar hasta la última gota de sangre, pero sabiendo, no
obstante, que hay un límite para intentarlo.
-¿Un límite?- preguntó Andy.
-Sí, un límite. Mirá a Peter Pank por ejemplo...
-No, con Peter no te metas- dijo amaneradamente Andy.
-Digo que Peter será un buen director de teatro, bueno, digamos que hace bien su
papel, pero ya resulta un tanto vergonzoso tener cuarenta años y seguir haciendo
obras en los subsuelos de bares sucios de la calle Corrientes. ¡No es un orgullo
estar en el under durante veinticinco años¡ Alguien así no merece respeto, no
puede ser visto como un ejemplo para imitar. Peter es un fracasado que sólo
representa obras de escritoras muertas.
-¡Esto es el colmo!- vociferó Andy.-¿Cómo podés hablar así de la persona que te
dio un papel en su obra?
-Y a mí qué mierda me importa. Me lo dio porque me lo merezco, y por mí puede
meterse a los poseídos entre lilas en el culo, cosa que no lo de desagradaría
demasiado. Es más, no dudaría en traicionarlo llegado el caso, porque las
personas, sean quienes sean Andy, son sólo peldaños para llegar a la cima. Nada
más.
-¿Y una vez allá arriba que harías?- dijo Pablo bastante interesado en el punto de
vista de su amigo.
-Matarme, consumirme con el mismo fuego que me llevó hasta arriba. Luego de
una buena temporada de éxito, acabaría con todo: haría de mi bandera mi
sudario.
Octavio se posesionaba cuando hablaba de la fama, y era en verdad un pulpo
intelectual para refutar todas las críticas que le hicieran.
-Estás loco- dijo convencida Belén.- Esforzarte tanto para luego liquidarte es más
idiota que querer ser un artista póstumo. Creo que haciéndolo quedarías en la
posteridad que tanto aborreces.
-¡Yo no aborrezco la posteridad! ¿De donde sacaste eso? Sólo que quiero reinar
en el cielo, es decir en la posteridad, pero también reinar en el infierno, es decir en
la vida terrenal. No me convence un sólo feudo.
-Creo que te la estás creyendo demasiado, Octavio.- dijo Andy con su voz aguda y

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bonita - ¿Qué tal si no sos tan artista como pensás?
El actor miró con furia al gay que le hablaba riendo a su lado. Hacía semanas que
venía teniendo pequeños encontronazos con él, y pese a ser amigos de años, ya
se estaba cansando de los comentarios que hacía en público, para luego, cuando
estaban solos, alabarlo desmesuradamente.
-¿Y vos quién te crees que sos? ¿Andy Warhol? Sí, creo que te pareces a él con
toda esa basura conceptual que haces. Esos cuadros horribles en donde pintas
tres líneas de colores y llamas a eso arte, o cuando juntas tres botellas de
gaseosas y muy cínicamente apodas a tu "obra" "Las botellas" o con algún otro
nombre de mierda por el estilo. Gente como vos es la responsable de que el arte
propiamente dicho, aquel que sale de la desesperación, de la fosa del sufrimiento,
no pueda ver la luz. Tu arte es una porquería Andy- dijo cada vez más exaltado el
actor-, la última vez que fui a una de tus muestras me dieron nauseas. Colgaste
de las paredes platos rotos, papel higiénico con rosarios y debajo le colocabas un
nombre a tu "gran creación artística" ¿Y sabes que es lo peor de todo? Que cada
vez son más los artistas conceptuales como vos, homosexuales en la mayoría de
los casos como el finado Federico Klemm, que están minando la creación de
quienes tratan de imitar la concepción renacentista, simbolista o clasicista y no la
mierda del Instituto Di Tella o las porquerías de Marta Minujín.
Y no sólo te conformas con hacer mamarrachos en una hoja o aplastar cacerolas
para luego decir que eso es arte, sino que además te das el lujo de llamarte actor,
y claro, dada tu figura, tus encantos y tu seducción, en la mayoría de los casos
conseguís el papel. Seguro te acostaste con Peter Pank para representar su obra,
¿no?
Andy estaba colérico, su blanquecina piel había tomado un tono bermejo. En la
mesa se produjo un mutismo: nunca habían escuchado hablar con tanta
agresividad a Octavio. Pablo se hacía el desentendido y miraba para otro lado,
Belén jugaba con su paquete de cigarrillos. Andy finalmente, con el llanto
contenido de la rabia, se levantó y se fue del bar. Octavio lo siguió satisfecho con
la mirada. Pero el anatema no había acabado:
- Seguro que están esperando que me disculpe o que diga que lo lamento, pero
no, no lamento en absoluto ser así porque es tiempo de que alguien ponga las
cosas en su lugar: basta de hipocresía en el arte, basta de dinosaurios que creen
que sus años le dan más derechos, basta de nenes bien, que en los tiempos libres
entre los parciales de la facultad, se dedican al arte. ¿O es que acaso vamos a
permitir que se siga maltratando a las musas?-preguntó con aire quijotesco
Octavio- ¿Vamos a dejar que estos espurios de las letras vengan con sus vidas
encaminadas y con el amparo de una bonita familia que lo apoya a decirnos qué
es la creación? ¿Acaso ellos saben lo que es no dormir por las noches pues un
personaje nos ronda por la cabeza? ¿Saben lo que es vivir todos los días con el
único objetivo de experimentar nuevas sensaciones para luego volcarlas en la
creación artística? ¿No tener ya una propia vida, pues todos nuestros actos,
nuestros odios, nuestros amores sólo se encaminan a ornamentar futuras hojas?
El arte no es un pasatiempo, no es una etapa que acompaña al acné juvenil; el
arte es un compromiso, y si no se le puede rendir tributo a él, ¿para qué seguir
adelante? ¿Ahora me entienden cuando digo que si no logro darle todo lo que
quiero al arte, si no logro llegar a las personas, es mejor la muerte? ¿Pueden

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entenderlo?
Nadie podía entenderlo, eso era obvio. Se veía reflejado en los rostros de sus
amigos, que pidieron la cuenta, y luego de un escueto saludo, se alejaron de bar.
Octavio había quedado solo, como tantas veces, como siempre sería.
Fue en los días posteriores a la partida de Andy y Peter, y a la consecuente
cancelación de la obra, en donde conoció a un ser totalmente bizarro.
Se llamaba Alex, era un diminuto sujeto de veintiún años con cara de ardilla. Su
mirada era de lo más extraña, pues siempre estaba buscando algún horizonte que
nunca llegaba a divisar. Su andar era apresurado, como escapando de algo o de
alguien. Siempre daba vuelta su cabeza para ver si lo perseguían o simplemente
para corroborar quien venía caminando a sus espaldas.
Se podría decir que era temeroso, aunque viéndolo más detenidamente era un
enfermo, sin llegar al grado de locura que a uno lo encamina sin escalas al
manicomio.
Hiperquinético, atolondrado en el hablar, Alex pasaba sus días sumido en su
mundo de perversiones sexuales. Difícilmente podía escapar a los demonios
lascivos que lo hostigaban. Sus pensamientos se orientaban hacia oscuros
terrenos de lujuria desenfrenada y búsqueda de sensaciones extremas.
Había fracasado en la universidad y había fracasado en su relación de pareja. Se
consideraba un inepto para la mayoría de las cosas de esta vida y sólo hallaba su
lugar en esas salidas semanales que lo acarreaban hacia placeres equívocos.
A diferencia de Pato, que podía llevar una doble vida, y mostrarse de lo más
natural en su trabajo o delante de sus amigos, Alex era un fiel amante de su
patología, y en ningún momento trató de apaciguarla.
Cuando conoció a su pareja, con la cual mantuvo una turbulenta relación de dos
años, creyó someramente que todo cambiaría, pero los fantasmas no son tan
fáciles de exorcizar, y uno no se vuelve normal impunemente. La novia trató de
contenerlo, hasta le sugirió que comenzará un tratamiento psicológico, pero el
joven prefirió rendirse al diablo, abandonar a ese inoportuno ángel que quería
enderezarle la vida, y continuar su carrera de locura y autodestrucción mental.
Porque las perversiones sexuales arraigadas son más nocivas que cualquier
adicción a las drogas o al alcohol. Son raíces que no se adquieren con las malas
experiencias, sino que nacen con uno. El azar a veces se disfraza de Marqués de
Sade y segrega su envenenada tinta a quienes menos lo esperan.
Alex no había tenido ningún trauma en la infancia, ningún hecho que algún
discípulo de Freud pudiera esclarecer: sólo había nacido maldito, del otro lado, y
no tenía intención de adaptarse a lo que la gente esperaba de él.
Tampoco era la rebeldía la que lo incentivaba a actuar tan desvergonzadamente:
estaba más allá del bien y del mal como alguna vez dijo un loco germano; no le
interesaba caerle bien a nadie, sólo quería sentir, tanto en sus genitales como en
su cabeza, sensaciones nuevas.
Caca, pis, azotes hasta desgarrar la carne, ataduras que duraban más de una
hora y en donde sus miembros iban acalambrándose poco a poco; humillaciones
delante de varias mujeres, adoración de botas y zapatos; todo tipo de fantasías
que incluían ser juzgado por una mujer policía, ser golpeado por una monja, ser
denigrado por mujeres en un vestuario, ser pateado en sus testículos por chicas
orientales, técnica conocida como "ball-busting"; le gustaba que le caminaran por

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encima, que lo asfixiaran, que le torturaran los genitales...
Las fantasías variaban. Alex tenía dinero suficiente como para llevar a la práctica
tales actos.
Su itinerario perverso había comenzado desde muy temprano edad, cuando se
masturbaba pensando en las botas de una maestra. ¡Cuántas veces hubiese
querido pisárselas para luego, muy servilmente, arrodillarse y limpiárselas con la
lengua!
Algunos meses concurrió a una psicoanalista muy bonita que usaba sandalias de
taco alto. Mientras ella le hablaba, el niño pensaba qué pasaría si de repente se
tirara al piso y comenzara a meter su lengua entre los deditos de la analista, o si le
decía que se le erectaba el pene cuando la maestra hablaba de los esclavos que
servían a las señoras españolas en el virreinato del Río de la Plata.
La adolescencia encontró a Alex aun más desesperado por concretar sus
fantasías perversas. No perdía oportunidad de azotarse con los cintos de su
hermana o quedarse largas horas amordazado entre la ropa sucia de ella.
Su pasión era ir a fiestas de cumpleaños, pues allí podía inspeccionar, muy
sutilmente y a riesgo de ser descubierto, las habitaciones de las mujeres. Siempre
procuraba ir a reuniones en donde sabía que entre los dueños de casa había
chicas; si esto no era así, no concurría.
Le gustaba encerrarse en los baños mientras sus amigos bailaban o conversaban;
allí permanecía imaginando que las colas de mujeres se apoyaban en esos
inodoros y excretaban materia fecal: el rostro contraído de la chica, los primeros
gases que presagiaban el tesoro que su ano iba a depositar; más muecas de la
mujer, más gases, y finalmente el divino sonido de la caca golpeando el agua del
inodoro. El sueño no finalizaba ahí, puesto que el corolario de todo era el aroma
que se impregnaba en el ambiente, y que la señorita se esforzaría en disipar con
el desodorante.
¿Se lavaría la cola? ¿Quedaría manchada de restos de caca su bombacha
cuando luego del glorioso acto se sentara? ¿Pero se lavaría? ¡Cuantos
interrogantes pasaban por la cabeza del joven mientras seguía apretando su
miembro erecto para luego eyacular en medio de un grito contenido!
Volver a unirse a la reunión era toda una aventura que Alex amaba, pues miraba
fijamente, y hasta lograba incomodar, a la madre o la hermana del dueño de casa.
Su personaje estaba allí, riendo, haciéndose la graciosa, sirviendo platos con
comida, pero en la mente del joven aun permanecía la imagen de la mujer
sentada, con la bombacha baja, haciendo esfuerzos para exonerar el bendito
vientre.
Cuando descubrió los avisos clasificados de prostitutas que realizaban
sadomasoquismo sintió que Dios existía.
¡Hasta fue a la primera iglesia que encontró para agradecerle al Señor!
Como un animal desesperado no dejó departamento privado por conocer y caca y
pis de ramera por degustar. A medida que pasaba el tiempo, sus exigencias se
acrecentaban: se había mandando construir un inodoro de madera, tipo caja
cuadrada, en donde pudiera ingresar su cabeza y esperar pacientemente que las
chicas tuviesen ganas de hacer sus necesidades.
Por la mañana era el mejor momento, ya que la mayoría de las personas hacen
caca en las primeras horas del día. Alex solía llevarles a las rameras cigarrillos y

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jugo de naranja: combinación efectiva para realizar el acto que su mórbida
fantasía tanto ansiaba.
Alex sólo había tenido relaciones sexuales con su ex novia, aunque estas fueron
desastrosas. Ella no podía comprender que el joven odiara esa acrobacia
acompañada de gruñidos.
-Entonces no me amas- le había dicho Gabriela cuando vio que su compañero no
lograba erectarse.- Si me amaras querrías tener relaciones conmigo. Yo te amo,
bebe, quiero que me hagas el amor.
¡Cómo odiaba esas palabras! "Hacer el amor" ¿Cómo si el amor mágicamente
fuera por el sólo hecho de meter un cartílago erecto en una concavidad humedad
con olor marítimo? ¡Qué estupidez a veces impera en algunas mujeres que creen
que la pasión sólo puede ser trasmitida vía semen!
Alex la había penetrado en algunas ocasiones, pero su erección pronto caía. La
joven, percibiendo la flacidez del miembro de su compañero, se largaba a llorar, y
le decía si era ella la que fallaba.
Alex a veces no carecía de sentido del humor y le respondía señalando su propia
cabeza:
-Es esto lo que falla, Gaby.
Finalmente, el joven la abandonó, y así, sin tener que excusarse ante nadie por su
conducta, se dejó llevar.
Fue a la salida del baño público de la estación Constitución en donde Octavio lo
encontró. El joven perverso había estado bebiendo el agua mezclada con restos
de pis y caca que yacía en los inodoros del baño de mujeres. Entraba y salía a
cada rato del excusado, hecho que llamó la atención del actor.
Alex, desde hacía algunos días, había estado frecuentando ese lugar. Le había
dado algunos billetes al encargado de mantenimiento y limpieza del baño para
que hiciera la vista gorda ante sus visitas, y como un nene en Disneylandia
ingresaba entusiasmado al baño, para volver a salir con el rostro satisfecho y con
los pantalones visiblemente manchados de semen. Se sentaba a descansar en
algún banco, fumaba un cigarrillo, hojeaba alguna revista, y luego, una vez
recuperado, repetía la acción.
Poca gente caminaba a esas horas por la estación. El largo y sucio pasillo se
presentaba como un escenario propicio para cometer pecados.
Un reloj gigantesco marcaba las 12:30 de la noche; los negocios, a excepción de
algún puesto de diarios, permanecían cerrados; pocos extraterrestres paseaban
por el corredor, aunque no faltaban los muchachos azabaches de siempre quienes
con su mugrienta mano extendida querían conmover el corazón de los
transeúntes.
Octavio había estado dando vueltas por la ciudad durante todo el día. Luego del
intento fallido de conseguir marihuana cerca del teatro San Martín, se había
dirigido a casa de unos primos, que al verlo en el estado lamentable en que se
hallaba, le obsequiaron algunos cigarrillos de yerba, que el joven actor fumó más
tarde.
Hacía varias semanas que había abandonado su hogar, luego de persuadirse,
tras una suerte de crisis depresiva, que su futuro era cualquier cosa menos
diáfano, y que por lo tanto lo mejor era abandonarse al transcurrir del tiempo en
vez de querer imponerse a él.

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¡Cuántas veces lo había intentado! ¡Cuántas mañana se levantó animado y
encaró el día con expectativas de adquirir conocimientos, de relacionarse con
gente nueva y de tratar de ser, dentro de lo posible, normal! Sus padres lo
apoyaron cuando decidió estudiar Teología en la UCA, y hasta imaginaron que tal
vez el joven forajido se encaminaría en la vida bajo la orientación de la Santa Fe.
¡Qué equivocados estaban aquellos progenitores! Para Octavio, la experiencia de
la UCA, como había imaginado desde el primer día de clase, fue un fracaso. Pero
no el único, tan sólo un ladrillo más en la pared que confirmaba que el muro de la
vida era demasiado alto como para poder escalarlo. Octavio así lo comprendió, y
tras varios días de estar encerrado en su habitación, se marchó de su hogar.
A nadie le dijo nada, ni siquiera a su hermosa novia que tanto lloró después.
¿Ella qué podía comprender? Hay veces que las cavilaciones filosóficas y el
nihilismo atroz dejan de ser un juego literario y se transforman en una actitud de
vida. Atrás quedan las largas pláticas sobre la angustia y la desesperación; en el
pasado yacen las quejas acerca de la vanidad de todo... las palabras sólo son
eso, y es entonces cuando ciertos individuos, persuadidos de la hipocresía que
significa hablar sobre determinadas cosas sin llevarlas a la práctica, deciden
hacerlo, a riesgo de sacrificarlo todo.
Paula podía ser muy comprensiva e inteligente; bella y sexy, pero eso no es
suficiente para las personas que se cansan de los discursos ambivalentes sobre la
vida, que se asquean de escuchar frases tales como "Nada tiene sentido, me
mataré" para luego ver a ese mismo seudosuicida preocupado por qué ropa se
comprará o qué hará el fin de semana. Paula era así, y Octavio lo sabía. La chica
quería estar al nivel de su novio, tirando al aire frases nihilistas y posando como
una auténtica rebelde, aunque carecía de las agallas necesarias para inmolarse
en nombre de lo que pensaba.
Nada podía retener al joven actor, que una madrugada, en compañía de un bolso
con ropa y otro con libros, dejó su hogar. Durmió en casas de amigos, hoteles
baratos y hasta cines porno, para terminar su excursión, luego de un mes de
vagabundeo, en el Alamo.
Allí se instaló, y conoció a otros que eran como él. Por primera vez en su vida
sintió que no estaba solo.
El futuro podía ser muy despiadado con esos jóvenes que amontonados a los pies
de una vieja calesita yacían, pero ellos, desde la fosa, desde el ostracismo, desde
el estiércol seguirían gimiendo y maldiciendo a un mundo que sólo les ofrecía
resignación o destrucción. "Ser oveja o ser cadáver"- como reflexionó cierta noche
La Romi.
No había salida para ellos, pero ¿quién quiere la salida? ¿Acaso la libertad no es
elegir una nueva esclavitud? ¿No es cada elección un nuevo grillete, un nuevo
mundo con sus reglas para cumplir? El paraíso tarde o temprano se vuelve
hermético y asfixia a quien osa adentrarse en él, y no siempre hay una serpiente
para ilusionar con sus promesas. Octavio sabía que aquel paso dado hacia el
Alamo era el final de todo.
Cuando llegó temprano por la mañana, sucio y cansado, y vio a los demás chicos
hablando ruidosamente mientras tomaban vino de una botella de gaseosa, supo
que allí estaba su destino; la última escala de su corta vida era una plaza céntrica
llena de jóvenes marginales que como él no habían encontrado un lugar en la

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sociedad.
¿Y si lo habían encontrado pero lo rechazaron? ¡Qué vergonzoso para los
titiriteros que manejan la sociedad saber que un grupo de gente, aunque sea
minúscula, le dio la espalda! Ellos, los grandes hombres: padres, políticos,
maestros y religiosos no pueden guiar el destino de todos, su experiencia mucha
veces es aborrecida por los jóvenes malditos que desde su "mundo privado" no
están conformes con la realidad que moldearon sus antecesores, y que defienden
con bravura los payasos de turno. ¿Pero luchar contra ellos?
¿Combatir? No, nada más alejado de esa idea, pues de hacerlo, algún día, esos
mismos rebeldes e inconformistas, serían los reyes, se erigirían en el trono que
tanto odian, y entonces, otros jóvenes, dentro de muchos años, y también con
ideas inconformistas, harían con ellos lo mismo: los querrían bajar del poder. Y es
así, como la rueda nunca se detendría, y el Creador, aquel que en verdad habría
que ejecutar, continuaría riendo desde su celestial morada al ver a sus necias
criaturas luchar por una supremacía idiota que el tiempo arrebata como hojas
otoñales de los árboles.
La única tarea que valdría la pena realizar es un deicidio. Los judíos lo hicieron,
¿será por eso que son tan odiados?
Octavio hacía tres semanas que vivía en Alamo cuando encontró a Alex en
Constitución. Cruzaron algunas palabras en un banco de madera cercano al baño
de mujeres.
- Tal vez pensás que estoy loco, ¿no?- preguntó el jovencito perverso una vez que
terminó de contarle algunas de sus fantasías.
-Para nada. Creo que sos vos mismo. Es muy difícil hoy en día esa tarea.
-A mí no me importó lo que digan los demás.
-Se nota, pero igual deberías tener cuidado: sos un candidato propicio para
internar en algún manicomio, y te puedo asegurar que allí dentro se sufre mucho.
-¿Estuviste internado?- preguntó Alex ofreciendo un cigarrillo.
-No, pero una amiga sí lo estuvo y me narró cosas increíblemente trágicas que
suceden en esos lugares.
Octavio se extendió largo tiempo en contarle el caso de La Romi, todos los
avatares que padeció en el Hospital Moyano, para luego escaparse y terminar
viviendo en el Alamo. Su nuevo amigo abría grandes los ojos de ratita que tenía, y
de vez en cuando emitía una risa que era fruto del terror que le causaba lo que
Octavio narraba tan detalladamente.
-¿Y su papá la abandonó en ese lugar? ¿No quería a su hija?-preguntó finalmente
-Quién sabe. Es muy probable que el amor lo haya llevado a meterla en ese
horrible lugar. Muchas veces el amor es increíblemente egoísta Alex, y vela por
los propios intereses más que por el bienestar del otro. Es como sucede con los
viejos que son hacinados en geriátricos: sus hijos los ponen en esos hogares
guiados por el amor, porque dicen: "allí estarán mejor", "allí los atenderán" como si
esos mismos padres, años atrás, hubieran metido a sus hijos pequeños en asilos
para que otros se encargaran de sus cuidados. La gente tiene mala memoria, o lo
que es aún peor, es perversa por naturaleza, no lo sé. Pero traer un hijo al mundo,
darle todos los cuidados, pasar noches en vela y verlo crecer, para que luego ese
mismo fruto natural se convierta en un fruto emponzoñado que no duda en
enclaustrar a ese hombre o a esa mujer, que tanto cuidó de él, en un geriátrico, es

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sencillamente repugnante. ¿Y qué se esconde detrás de esos actos? El amor.
-¿Entonces el amor no existe?
- Teniendo presente que la sociedad se basa en una religión y en un libro santo
que predica que un padre mandó matar a su hijo, y que por esto salvó al mundo,
el amor existe.
- Pero yo no creo en toda esa mierda de Jesús ¿Será por eso que ahora actúo de
esta manera?- preguntó Alex entre divertido y preocupado.
-No lo creo. Actúas así porque dejas que tus instintos te guíen. Eso es todo.
Pero imaginá que todo el mundo fuera como es en realidad; si nadie se detuviera
a pensar en lo que dice la Biblia, el Corán o cualquier otro libro dogmático. Si cada
individuo se desarrollara únicamente bajo sus propias reglas ¿Qué pasaría?
-Ese individuo sería libre- dijo tímidamente Alex.
-Sería libre-repitió Octavio- ¿y vos crees que les conviene a los grandes religiosos
y políticos que vos seas libre? ¿Crees que su negocio prosperaría, si imitándote a
vos, miles de personas dejaran atrás sus convenciones, su recato, todas las
tonterías que los medios de comunicación les introducen a diario, y finalmente se
dejaran llevar por lo que la Naturaleza dice?
¿Qué pasaría si un buen día alguien público comienza a decir algunas verdades?
¿Si un personaje famoso en vez de repetir en cada entrevista las mismas
taradeces que los demás, y decir el mismo discurso que todos, hablará de la gran
mentira que es la vida, de los vanos esfuerzos por lograr cosas que siempre se
nos escapa, de la mierda de la religión, citando ejemplos de la historia y pudiendo
refutar a los grandes clérigos y comunicadores sociales?
¿Que pasaría si un joven, porque deber ser un joven el que lo haga, comienza a
serpentear entre medio de la sociedad y les muestra, en sus propias narices,
todas sus mentiras, hipocresías y falacias con las que nos engañaban a diario?
¿Y si ese joven aparte de ser culto, rebelde, atrevido, fuera bello como los
parámetros que la sociedad impone? ¿Qué pasaría? ¿Cómo harían callar a
alguien que cumple externamente lo mandado pero que internamente es un
demonio? ¿Quién podría desafiar a semejante lunático que ataviado
glamorosamente, luciendo como una auténtica estrella mediática, pero lleno de
cultura y odio, gritara las verdades?
-No lo sé, pero me pregunto ¿quién sería ese joven del que vos hablas?
-Debe estar en algún lado, Alex, debe estar en algún lado esperando el momento
propicio para aullar debajo de la luna y devorar con sus fauces la carne hipócrita.
Tal vez, en este mismo instante, mientras vos y yo debatimos, sumidos en
nuestros mundos, él está pensando cómo hacerlo, cómo asaltar a la sociedad y
destrozar todo a su paso. Estoy convencido que en algún rincón del país, él,
silenciosamente, aguarda.
Ambos jóvenes decidieron ir a tomar una cerveza a un bar cercano, con la
promesa de Alex de concurrir al otro día a el Alamo.
Cerca de allí, y bolso en mano, rondaba el Manco Mancuso que llevaba dos días
de vagabundo. Con el último dinero que le quedaba había sacado un pasaje de
tren para regresar a su provincia natal luego de haber desertado del seminario. El
Manco daba vueltas por la Plaza Constitución en un evidente estado de
desasosiego. Imaginaba la cara de sus padres cuando supieran que había dejado
la UCA, y lo que es aun peor, cuando les contara que también había renegado de

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la religión. ¿Cómo reaccionarían ellos? El Manco ya no era ningún nene, y dada
su discapacidad le costaría mucho conseguir un trabajo bien remunerado. ¿A qué
se dedicaría? ¿A pedir limosna? Tal vez no era un mal negocio, pero el Manco
estaba lleno de ira, y lo que menos hubiera querido era mendigarle a toda esa
gente que le rendía pleitesía a un poco de yeso pintado extendido sobre una cruz.
¡Qué blasfemo estaba el Manco! Tantos años en la UCA a uno lo convierten en
santo o en hereje, o en ambas cosas a la vez. El Manco no podía perdonarle a
Jesús que tuviera en su rebaño a alguien como Nivas, a quien no sólo protegía,
sino que además colmaba de dones y dejaba actuar impunemente sobre aquellos
que no podían defenderse. ¿Ese era un dios justo? ¿Por qué no descargaba su
furia contra el bastardo de Nivas en vez de permitir que lo ascendieran a rector y
que sea un serio candidato para convertirse en Obispo de Buenos Aires?
En la adolescencia la rebeldía sienta bien, pero comenzar a reaccionar contra
todo lo que se creía benevolente es peligroso cuando se tiene cerca de veinticinco
años, pues ya no hay margen para enderezarse, y la madurez hallará al temerario
sumido en un perpetuo estado confrontativo.
Todos se alzan contra la autoridad a determinada edad; quieren imponerse, ven a
los padres como algo que hay que suplantar. Así es como está planteada la
existencia: Primero fue el Padre, y luego el protagonismo pasó al Hijo en el
cristianismo; Zeus destrona a su padre Cronos en la religión griega, Set
despedaza a Osiris en la religión egipcia. Todo esto es parte de la rueda del vivir,
pero cuando alguien continúa odiando las tradiciones, y los años no traen
apaciguamiento, sino que incrementan la visión negativa que se posee sobre lo
establecido, la situación es harto complicada, pues en la sociedad no hay lugar
para estos seres marginales que ya tuvieron su momento de estúpida
transgresión. La ropa, el pelo, la vestimenta, los amigos que toman algunas
botellas de más, trasnochar, etc. Todos han tenido sus años para desafiar la
autoridad, para "comerse al padre", aunque luego, dada la trampa de la vida,
regresan al nido, y son hombres de bien como la sociedad espera de ellos. La
balanza queda en armonía, pues los antiguos adolescentes terribles pasan a ser
compinches de sus papás, pasan a comprenderlos, a aceptar plenamente lo que
dicen y acatar las normas del diario vivir: tendrán su propia familia, su trabajo, sus
obligaciones y finalmente sus hijos, quienes luego de rebelarse también
regresarán junto a ellos. Y es así como siempre será, aunque unos pocos, sólo
unos pocos, no retornarán al nido, sino que volarán en su propio cielo esquivando
las saetas de los cazadores ataviados de autoridad social, eclesial o política que
les tenderán trampas, amparados por el Gran Tramposo.
El Manco finalmente decidió volar solo: se arrojó del tren que lo llevaba hacia la
esclavitud, y fue libre.

4
Roxana se levantó apresuradamente de la mesa y corrió a un fotógrafo entrado en
años que ofrecía sus servicios.
-Espere, espere-le dijo- Quiero unas fotos con mis amigos, estamos cenando en
Oporto.
El viejo dio media vuelta, y con una amplia sonrisa volvió sobre sus pasos junto a

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la chica de largos cabellos rubios y ojos zafíreo.
Pato reía al tiempo que comía una ensalada completa; Vale sonrió al ver llegar a
su amiga.
-¿Así esta bien?- preguntó Roxana sentándose nuevamente en la mesa del
restaurante de Recoleta junto a sus amigos. -¿Nos toma bien?
-Sí, muy bien- respondió el viejito que apenas podía sostener la cámara
fotográfica del cansancio que tenía.
Pato acomodó su gigantesco cuerpo y puso su mejor cara de "chico cool". Roxana
hizo un gesto de terror segundos antes de que el anciano tomara la foto.
-¿Me saca bien las piernas, no? Mire que estuve yendo toda la semana al Silver
Solarium y quiero que se vean mis piernas tostadas- dicho esto se subió apenas
la falda y mostró sus bellos dones a la cámara.- Ahora sí, no vaya a ser que no se
me vean- le dijo con un guiño de ojo cómplice a Pato que festejó la ocurrencia de
su amiga.
El fotógrafo sacó tres fotos, y luego de pedirle los datos personales a la chica para
mandarle la foto en la semana, se alejo con el mismo andar lento y triste con el
que había llegado.
-Que divino el viejito- acotó Vale con una sonrisa.
Era sábado por la noche, y los chicos lindos tenían derecho a pasarla bien. La
rutina se repetía siempre de la misma manera: cena en algún lugar "top”, luego
una vuelta en auto, para enfilar, cerca de la medianoche, hacia Stadium.
Se habían encontrado cerca de las 9 en casa de Roxana. Pato había llegado una
hora después.
Era toda una aventura buscar ropa, maquillaje, bijou, y demás accesorios en el
amplio ropero de Roxana. Se probaban decenas de combinaciones sin que
ninguna llegara a satisfacerlas plenamente. Combinaban faldas negras con
camisa blanca, o botas altas con polleras escocesas; aros triangulares con el pelo
atado con un rodete, o el pelo suelto y un pañuelo a lo "bandana" en sus cabezas.
Reían de cada cambio de vestuario, y se asesoraban entusiasmadamente.
-A Rick le encantó ese jean, Vale, ¿por qué no te lo ponés?- le sugirió su amiga al
verla con un pantalón ajustado que le marcaba muy bien su cola.
-Rick es un nabo- contestaba la otra mientras se lo quitaba.-Estuve dos horas
hablando con él, y nada.
-¿No te transó?- preguntó Roxana al tiempo que buscaba un par de medias en el
cajón.
-¡Qué me va a transar! Igual la culpa fue mía.
-¿Por?
-Porque le pregunté sobre sus cosas, y el pibe se explayó bocha de tiempo acerca
de su country y del match de rugby que jugó el día anterior.
Roxana rió con ganas.
-¿Y vos?- inquirió Vale- ¿qué onda con Diego? ¿Te lo curtiste?
-Sí, pero hace mil. Si te conté que vinimos a casa.
-Sí, es verdad. ¿Y tus viejos? ¿no te hicieron historia?
-No- respondió Roxana subiéndose unas medias negras de lycra- Son copados,
sólo me piden que me cuide.
-Qué buena onda tus viejos, che. Ojalá los míos fueran así.
Las dos amigas continuaron con su sugestivo coloquio hasta que unos fuertes

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golpes sonaron en la puerta de la habitación.
-¡Teléfono!- dijo una voz agresiva-¡Atendé!
Roxana levantó el tubo y habló unos minutos con una amiga que la llamaba para
salir esa noche. Luego de disculparse, ya que tenía planes para ir a Stadium,
regresó a su búsqueda de ropa.
-¡Qué mala onda tiene tu hermano, Roxi ¡Está cada día peor!
-¿Por como me habló decís? Es normal eso en él, hay veces que hasta le da
vuelta la cara a mis amigas cuando las ve.
-¡Que mal! Un chico tan lindo y tan amargado- dijo con cierta preocupación
concheta Valeria.- ¿Sabés lo que necesita Nahuel? Enamorarse.
-Sí, ¿pero de quién? Es un tipo re jodido, siempre con cara de culo, agresivo,
soberbio, no sé quien podría fijarse en alguien así
-A mí me parece divino. Siempre me pareció hermoso, desde que éramos chicos y
venía a jugar a tu casa.
-Pero ahora no es un chico Vale, es un tipo grande, y te puedo asegurar que
convivir con él es un martirio.
-Puede ser, igual a mí siempre me gustó Nahuelito.
A todo esto, "Nahuelito" se encontraba encerrado en su habitación, leyendo a la
luz de un antiguo velador un libro de Confucio. Tomaba notas y reflexionaba
acerca de los puntos de vista del maestro chino. Estaba de acuerdo con la gran
mayoría de su doctrina, aunque el amor por lo demás, que tanto predicaba Kunz-
tzé, le parecía bastante inverosímil, al menos en la sociedad actual argentina.
De vez en cuando miraba por la espaciosa ventana de su cuarto, y quedaba como
hechizado con el gran disco de plata que pendía del cielo. Su mirada seguía a las
estrellas, a las graciosas luminarias que se desparramaban por todo el horizonte
etéreo. Hacía conjeturas acerca de qué habría más allá, y aunque no encontraba
la respuesta, estaba convencido de que existía algo hermoso y misterioso
escondido detrás del velo de la majestuosa bóveda celeste.
Se le hacía tarde, por lo que tomó la primera campera que encontró y con el andar
cansino de siempre, se dirigió hacia la puerta de su casa.
Su mamá, su hermana y Vale hablaban mientras tomaban un té.
-¿Salís hijo?- preguntó la señora que poseía un porte faraónico pese a los años
que tenía.- ¿Volves tarde?
-Puede ser- dijo él escuetamente.
-¿Tenés plata?
-Algo- dicho esto salió de la casa.
A los pocos pasos sintió un bocinazo. Era Pato, que desde su auto lo saludaba.
-Hey master, ¿cómo va eso?
-Bien- dijo Nahuel mientras seguía avanzando sin mirar al seguridad de Stadium.
-¿Hay movida esta noche? Con tu hermana y Vale vamos a comer, ¿querés
venir? Me dijeron que hay un lugar copado en Recoleta, donde un tipo toca
algunos covers de los Beatles, ¿te van los Beatles, no?
-No- respondió el otro mientras trataba de acelerar el paso. El auto seguía
marchando a su lado, y Pato, casi hablando a los gritos, ya que la música dance
de su estéreo sonaba a todo volumen, insistía:
-Dale Nahuel, vení con nosotros. ¿Por qué tanta mala onda?
-No tengo mala onda.

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-Entonces ponete media pila men.- Pato calló un segundo, y luego finalizó: - Ok,
todo bien, cualquier cosa nos vemos en Stadium, ya sabés que vos no pagás,
podés entrar cuando quieras.
-Gracias.
-Ah, otro cosa men: ¿las chicas ya están listas?
-No sé.
-Bueno, te dejo. Suerte.
Dicho esto, el auto de Pato aceleró y luego de dar dos bocinazos, se perdió en la
avenida.
Nahuel no odiaba a Pato, sólo le parecía un perfecto estúpido, el monigote
representativo de la sociedad que él tanto despreciaba. Antes solía discutir y
plantearle sus puntos de vista, pero con los años comprendió que hay seres que
por más que uno trate de hacerles entender cosas, jamás podrán asimilarlas,
dada su poca capacidad mental.
En verdad existen las diferencias, y es otra de las grandes mentiras de la religión
decir que somos todos iguales. ¡No somos todos iguales! Ya que cada uno
incorpora sus vivencias de distintas maneras, y lo que para uno es una nimiedad
para otra es una tragedia.
Nahuel pensaba, mientras caminaba por la noche, en el pasado. Sí, el tiempo
pretérito es el culpable de que cada ser actúe de la manera en que lo hace, y son
los tontos, aquellos que fácilmente olvidan el ayer, quienes más pueden disfrutar.
Pues ellos avanzan en la vida de la misma manera en que lo puede hacer un
cobayo: no hay grandes diferencias entre una persona que no tiene
reminiscencias del ayer y un irracional.
Nahuel lo sabía bien: había visto la manera en qué actuaba su hermana y sus
amigas. Para ellas no había un momento de reflexión, jamás por sus necias
cabezas pasaban interrogantes capitales: a lo sumo alguna preocupación
académica o amorosa, pero más de eso no.
Roxana llegaba a su casa luego de trabajar ocho horas, se cambiaba de ropa, y
siempre con esa horrible sonrisa y silbando alguna canción de Los Pericos, iba al
gimnasio, de allí se encaminaba a la facultad, para regresar, tarde por la noche, a
cenar. Esa era su vida, así transcurría su existir, ¿en qué momento un ser de
estas características podía flaquear? Están automatizados para no tener ni una
hora para ellos mismos.
Luego llega el fin de semana, el bálsamo de los esclavos sociales, que ven en el
sábado la pasión de sus vidas: amigos, noche, conocer gente, tomar, disfrutar...
las míseras cuarenta y ocho horas que Dios les regala para que sean ellos
mismos, los necios las utilizan para evadirse de la tarea. No pueden estar solos,
no saben estar solos, siempre necesitan hacer algo, estar con el otro, le temen a
la cruenta tarea de encontrarse con su propio ser y descubrir que son
simplemente un poco de carne húmeda.
Habría que quedarse en la caverna platónica, ¿para qué salir? Años de filosofía
no han servido para nada, pues allá afuera, cuando uno descubre el ser y no su
sombra, queda solo. ¡Platón arruinó a la humanidad mucho más que Jesús!
Y la belleza, esa amalgama de dones caducos que Dios regala para hacer aun
más torturante la vejez y la consecuente pérdida de ella, no vale nada, no es
nada.

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Esas hermosas mujeres, con sus cuerpos torneados, con sus cabelleras de sirena
y su andar soberbio, no saben el precio que pagarán por sus atributos, pues si lo
supieran harían como Santa Rosa de Lima, quien se desfiguró el rostro en un
ataque de éxtasis.
Sí, todos esos androides que lucen bien están condenados a contemplar, dentro
de pocos años-¿qué son cuarenta años en la humanidad?- como su piel se
apergamina, como sus senos comienzan a bambolearse grotescamente, como la
celulitis y las várices hacen estragos en su cuerpo; el pelo caerá, los dientes se
aflojaran, las manos temblaran: desprenderán olor a viejo, a cadáver en potencia:
Dios juega su última carta en los años postreros de la existencia, y gana, siempre
gana.
Nahuel muchas veces contemplaba a las promotoras que con sus calzas
ajustadas y sus miradas de Afrodita reparten volantes en la vía pública. Allí
estaban esas hembras, mostrando un poco de carne, siendo maniquíes vivientes
que sólo saben sonreír estúpidamente para que la sociedad las recompense con
algunos mugrientos billetes.
Es más, ¿alguien se detuvo a pensar que esas chicas, tan bellas, tan deseadas,
tal vez vivan en algún barrio periférico, y que luego de su pantomima deben tomar
uno o más colectivos para regresar a sus covachas? Viajarán con calor, tal vez
con hambre, para llegar a sus míseros hogares y darle a su ajada madre el dinero
que su culo lindo generó.
Se sacarán el disfraz, tal vez se coloquen alguna ropa maltrecha y acomodadas
en un sillón viejo verán la TV hasta que el cansancio las venza y deban irse a
dormir, pues al otro día otra larga jornada bufonesca las espera.
Disfrazarse cada mañana, quitar el olor ovejuno de la boca, acomodar el pelo, y
salir apresuradamente a tomar algún colectivo que las lleve al centro de Buenos
Aires. Así pasan sus días la gran mayoría de estas infelices, que si tienen suerte
serán la putas de algún acaudalado, sino deberán trabajar de volanteras ataviadas
con calzas ajustadas hasta que éstas ya no puedan resaltar sus atributos anales.
La misma Roxana, tan comprometida con sus estudios de veterinaria y su trabajo
de pasantía, valía menos que el escupitajo de un leproso.
Sonreír para que te acepten en el trabajo, sonreír para que te acepten tus amigos,
sonreír para mantener a tu pareja: el existir de los chicos lindos se basa en la
estúpida sonrisa, en "estar pilas" las veinticuatro horas del día. Las únicas
lágrimas que conocen son las de felicidad... las lágrimas que nunca habría que
derramar.
En armonía con todos los planteos que hostigaban la mente de Nahuel, había otra
voz que le susurraba al oído. Una voz tal vez más maliciosa que la anterior, pues
poseía toda la carga de la tentación.
Su vida era un eterno oscilar entre dos aguas, y pese a que despreciaba a Pato, a
su hermana y a toda esa clase de gente, tampoco quería ser parte "del otro lado",
pues allí sólo hay lamentos y resignación.
Si la sociedad no le ofrecía nada, la vida marginal tampoco, pues ésta no es otra
cosa que el vómito del mundo, por lo tanto, parte de él.
Por un lado imaginar las salidas de su hermana y sus amigos a Stadium, las
conversaciones que mantenían y todo lo demás le asqueaba, aunque no menos
que las veces que se había encontrado con algunos amigos "freaks" como él, y

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que juntos paseaban por bares under insultando a toda persona que se les
cruzara por el camino.
Eran todas opiniones, todos puntos de vista, todo relativo, y eso lo enfermaba aún
más: tomara la decisión que tomara sería parte de algo, debería unirse a lo
establecido: sea a la majestuosa cima de la montaña, en donde compartiría
aventuras con Pato y los demás, o a las costas de las aguas putrefactas, en
donde estaría rodeado de seres resentidos y asociales.
Balero era uno de ellos, aunque su situación era distinta. A su casa ingresó,
mientras la idea de la fatuidad de todo seguía rondándole por la cabeza.

-Mirta, qué gusto verte- exclamó jubiloso Pato al ver a la mamá de Roxana.-
Siempre tan linda vos, ¿eh? Pareces el personaje de ese cuento... ¿cómo era?
¿Dorian cuánto?
-Dorian Gray, y no es un cuento-dijo Mirta con una sonrisa aristócrata. La mujer,
pese a ser bastante idiota en muchos aspectos, no perdía oportunidad de leer a
los buenos autores. Una vez, mientras tomaba el té con sus amigas, había dicho:
"Los ricos leen revistas de negocios y finanzas; los muy ricos leemos literatura"
Mirta era bastante simpática, su rostro era como tallado en marfil, una suerte de
atalaya que combatía, mediante cremas diarias y cirugías anuales, el despiadado
paso del tiempo. En el día iba al gimnasio, se encontraba con amigas y dos veces
por semana concurría a las clases de inglés. Siempre estaba al mediodía para
supervisar lo que se comía en su casa, y para preparar, en algunas ocasiones,
algunos platos exóticos para sus hijos Roxana y Nahuel.
Su marido había muerto hacía varios años, y la buena señora se negó a volver a
formar pareja hasta no ver a sus hijos encaminados: Roxana lo estaba, aunque
Nahuel seguía siendo una oveja descarriada.
-Nahuel siempre fue así mamá-le dijo Roxana mientras se planchaba el pelo-.
Desde chiquito poseía un carácter horrible, siempre parecía enojado con alguien.
-¿Pero me pregunto con quién, hija? Si le di todo, hasta fue a los mejores
psicólogos de Buenos Aires. Me gasté un dineral en él, claro que lo hice con todo
mi amor. Pero ahora lo veo, y no sé que esperar- afirmó bastante triste Mirta.
Ella y los tres chicos se encontraban sentados en la mesa del comedor. Pato miró
su reloj:
-Apuremos niñas-dijo- me muero de hambre.
Vale pareció no escuchar a su amigo, y giró su cabeza hacia Mirta:
-Yo le decía hoy a Rox que Nahuel tiene que enamorarse, el amor lo va a
cambiar, estoy segura.
-¡Otra vez con lo mismo!- exclamó riendo Roxana que ya había alisado la mayoría
de sus mechones de cabello-.
-Sí, Rox, Nahuel tal vez se sienta solo.
-Pero a él le gusta estar solo-manifestó Mirta-. Pasa horas en su habitación
leyendo o simplemente mirando el techo. Muchas veces entré y lo vi como
perdido, le preguntaba qué le pasaba y me contestaba cosas como:"El porvenir es
una tumba" o "Somos carne y esperma, sangre y basura"- al concluir esta última
frase, la señora se ruborizó.- ¿Cómo puede ser que ésta-dijo con picardía
señalando a Roxana- me haya salido tan estudiosa, tan centrada, y mi otro hijo un
auténtico forajido?

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Vale intentó sonreír, pero sabía que la mujer mayor tenía razón.
-Todos tenemos una mala época-dijo Pato como al pasar y con un cierto tono
reflexivo que sorprendió a los presentes- Yo también era terrible, luego los años
transcurren y uno se amolda. Nahuel es sólo un rebelde de la edad.
-¿Te parece?-preguntó Vale.
-Sí, creo que sí- Pato no sabía como continuar su apreciación. Había querido
parecer interesante pero como todo nene hueco, había quedado como un bobo-
Ya se le pasará, estoy seguro- remató el muchacho grandote mientras colocaba
su celular en el estuche y tomaba las llaves del auto.-Vamos chicas.
Los tres se despidieron de Mirta y se dirigieron a Oporto, un bonito restaurante de
Recoleta.
Javier aquella noche también tenía intenciones de salir, aunque esta vez todas
sus esperanzas se habían disipado. Persuadido de su miseria física y social, el
joven había tomado una decisión. ¿Ir otra vez a un boliche?
¿Acercarse a alguna mujer para corroborar como ésta le daba vuelta la cara o le
decía un rotundo no? Era muy duro: años de levantarse sólo para volver a caer, y
después el terrible domingo, en donde no tenía a nadie a quien hablarle de sus
cosas. Ese día, consagrado a Dios, era el peor de todos.
Se despertaba cerca de las once de la mañana, y apenas abría los ojos, a su
mente venía la noche anterior que la había pasado sentado solitariamente en
algún parlante del boliche. Muchos estaban allí con él: compañeros de infortunio
que dada su timidez o su fealdad debían quedarse postrados en un rincón,
consolándose sólo con mirar como los demás sí podían divertirse.
Sábado tras sábado se repetía lo mismo: primero entrar con una amplia sonrisa al
lugar, caminar con paso seguro entre medio del gentío para dirigirse
obligatoriamente al baño. Allí se miraba al espejo, mojaba un poco su hirsuto
cabello, prendía un cigarrillo y se adentraba otra vez a la pista.
Guiñaba un ojo cómplice a las chicas que pasaban a su lado, aunque más que un
gesto seductor parecía el tic de un débil mental. El gordo proseguía su andar
hacia la barra, pedía un trago, y acodado observaba el transcurrir de las mujeres.
Claro que ellas ni se detenían en ese ser grotesco, que bajo las luces del boliche,
parecía una luna con patas. A veces estiraba su mano para detener a alguna;
otras veces decía un escueto: "que tal" No eran las palabras, de por sí bastante
pobres, las que sentenciaban su fracaso, sino la manera de expresarse, la
seguridad con que lo hacía. No hay nada más risible que ver a alguien maltrecho
físicamente queriendo parecer seductor. Todos deben ocupar un rol en este
nocivo ecosistema, y lo que Javo tardó en apreciar, es que él no valía nada, al
menos dentro de los boliches, y que por más que ensayara una y mil veces las
palabras para decir, su rostro gordo contrariaba toda posibilidad de acercamiento.
¿Qué mujer hermosa querría estar con alguien feo? Lo esencial será invisible a
los ojos del Principito, pero para la gente de la vida real no lo es. Es por eso que la
mayoría de los feos se destacan por sus dones intelectuales, ya que al carecer de
una buena envoltura deben trabajar el contenido. Y ambas cosas, vistas
objetivamente, son lo mismo. Todos quieren destacarse por algún don movidos
por la imperiosa necesidad de decir: "hago algo"; los más beneficiados son
aquellos que con un simple rostro pueden conseguir sus objetivos; los otros,
pobres bestias de carga, deben leer una biblioteca entera para llamar la atención.

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Y siempre sucede lo mismo: están condenados a ser amigos de sus amores, o
con suerte aduladores de una mujer que preferirá siempre a aquel que segrega
belleza física.
Entonces los feos intelectuales, con sus grandes gafas y su andar melancólico, se
replantearán la vida, escribirán anatemas y diatribas contra la humanidad, no tanto
por el deseo de hallar la verdad sino por la impotencia de no ser parte de la
mentira de las apariencias.
Javier ni eso tenía: feo e inculto, combinación letal que lo envenenaba cada vez
que quería acercarse a una mujer.
Pero ese sábado sería diferente: no más boliches, no más exposición fatua que a
lo único que lo conducía era a persuadirse de su inferioridad. No, no iría a ningún
antro así, sino que se quedaría con sus amigos de el Alamo, como les había
prometido. Javo sonrió, al menos sería libre por algunas horas, había alguien allí
afuera que no quería sus lágrimas, que no deseaba verlo dirigirse a la puerta de
salida del boliche con la cabeza baja; un lugar existía, y el muchacho con
sobrepeso quería ser parte de eso.

La casa de Balero no se destacaba precisamente por su limpieza. Era una torre


vieja, ubicada en el barrio chino de Belgrano. Las cuadras que la precedían
dejaban ver la suciedad acumulada de días y a los chinos felices que parecían
ignorar la mugre que decoraba su hábitat.
De los restaurantes salía un aroma a ajo penetrante, que Nahuel asoció
inmediatamente con el olor característico de los orientales. Mucha gente concurría
a los "tenedores libres" de la calle Montañeses que ofrecían menús a precios muy
económicos. En la puerta de un local, un chino con delantal blanco sonreía a cada
transeúnte que pasaba y lo invitaba a conocer la "exquisita comida oriental".
Nahuel contuvo la respiración cuando pasó cerca de él, costumbre que repetía
cada vez que se cruzaba con algún ser que le diera asco.
Era muy entrada la noche, y la mezcla de cartoneros, chinos y policías con
rostros adustos en cada esquina daba al panorama un aspecto no muy agradable.
En verdad esa zona de Belgrano parecía un mundo aparte, algún barrio perdido
de Saigón o Hanoi, o Hiroshima después del ataque nuclear.
Enfrente de la casa de Balero había un templo budista, un imponente santuario
que según comentarios de los vecinos se llenaba de gente cada domingo. Nahuel
se detuvo a contemplarlo más detenidamente, mientras pensaba en que la teoría
búdica puede ser muy valiosa, pero la práctica, llevada a cabo en un lugar como
ese, era risible. ¿Dónde conseguirían la paz interior los fieles?
¿Caminando por las Barrancas de Belgrano mientras esquivaban a los
extraterrestres que como moscas en la mierda se abalanzaban?¿En el subte
amontonados como ganado? El budismo, pensaba Nahuel mientras sonreía, será
muy bello para estudiarlo, pero imposible de practicarlo en una ciudad cosmopolita
como Buenos Aires. Por algo los templos se erigen alejados del mundo, en el
Tíbet o en el Monte Athos, lugares propicios para alcanzar júbilo interior. El
Nirvana podía existir, pero seguro no se hallaba cerca del hediondo barrio chino.
Nahuel subió los dos pisos por escalera y tocó la puerta. La mamá de Balero lo
recibió con su perenne sonrisa melancólica:
-Hola, ¿cómo estás?-dijo.

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Nahuel respondió la salutación y se dirigió a la habitación de su amigo. Esta era
bastante grande, pero lo espacioso dejaba ver la fealdad y la dejadez de la
misma. Era esa clase de habitaciones antiguas, con un gran ventanal que da a la
calle. Las paredes estaban descascaradas, aunque permanecía inamovible el
póster de Bon Jovi que su amigo conservaba desde la adolescencia.
Balero estaba echado en la cama. En la mesita de luz había un vaso con agua y
un libro de psicología. Algunos medicamentos también ornamentaban el mobiliario
de madera.
-Hoy me duele todo-dijo el joven con dificultad- estuve por llamarte para posponer
tu visita. Es un día de mierda.
-Decimelo a mí que tuve que soportar a mi hermana y a su amiga hablando
acerca de qué ropa se iban a poner para salir.-contestó el rubio mientras se
acomodaba en una silla al lado de la cama.
Balero rió con ganas. Se incorporó un poco.
-¿Tenés un cigarrillo?-
-Sí, ¿pero no te hará mal?- preguntó Nahuel mientras sacaba de su riñonera un
paquete de L&M.
-¿Más mal?-prendió el cigarrillo y luego de echar el humo con rostro de placer
dijo: - ¿Cómo la viste a mi mamá? ¿Esta preocupada, no?
-Está como siempre.
-Pobre, debo ser una carga para ella. Tuvo que tomar licencia en el trabajo para
cuidarme, hasta pidió plata prestada porque los medicamentos salen una
barbaridad.
-Vos y tus ideas de enfermarte en épocas de crisis económicas-bromeó Nahuel.
-Seguro me enfermé mucho antes, en realidad estuve pensando mucho y sé de
quién me contagié.
- ¿Sí?
-Sí, pero prefiero no hablar de eso. Contame de tus cosas, ¿cómo está el gordo
Javier? ¿Cómo están tus estudios? ¿Alguna chica... o chico?
Nahuel sonrió
-Esta todo igual, cada día me aburro más, y cuanto más conozco a las personas,
como decía Diógenes el cínico, más quiero a mi perro.
-Epa, ¿es para tanto?
-Sí, no sé si seré yo o los demás, pero de una u otra manera es imposible que
pueda contemporizar con la gente. ¿Me preguntás por Javier? ¿Qué te puedo
decir? Es otra víctima más de la rueda de fuego de la sociedad. Busca algo y no lo
halla, y eso lo deprime; otros hallamos lo que queremos y también nos sentimos
mal: no veo salida por ningún lado.
Nahuel encendió un cigarrillo y se estiró
-Mis estudios los abandoné cuando me di cuenta que era imposible para mí ser
parte del sistema, no quiero seguir engañándome Balero, no hay lugar para mí.
-¿Pero por qué?
- Porque no tengo objetivos, porque no sé a dónde mierda me encamino.
-En ese aspecto te aventajo-dijo irónicamente el enfermo- Yo sí sé dónde me
encamino.
-Seguro que es un lugar mejor que este, o al menos distinto. De una u otra
manera verás algo nuevo. Lo mío es tan monótono. ¡hasta mis vicios dejaron de

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ser novedosos!
-Eso sí que no Nahuel- afirmó riendo aunque convencido Balero- los vicios
siempre tienen la lozanía de un nacimiento y la tristeza de una muerte, pero no
podemos negar que hay una exquisita gama de desvaríos para experimentar. Y
más vos, que tenés imagen, dinero, inteligencia... ¡hacelo todo, no te prives de
nada!-Balero le dio una pitada a su cigarrillo, y prosiguió: - Mirame a mí, hasta
estoy experimentando la muerte a los veintiséis años.
-Sí, en parte tenes suerte-
-¿En parte? Vos me conocés bien, sabés que viví mi vida plenamente, que lo hice
todo, que cuando otros chicos recién descubrían cosas yo ya las había
experimentado una y mil veces. Lo mío fue una carrera alocada ¡hasta vos me
decías que me calmara! No conocía límites, ¿para qué tenerlos? Y bueno, ahora
estoy pagando por adelantado lo que ustedes pagarán dentro de algunos años,
¿pero ves Nahuel? Hasta en eso aventajo a la mayoría.
Nahuel rió medio confundido por el cinismo de su amigo. Lo observaba bastante
enflaquecido en la cama y creía que tal vez estuviera perdiendo sus facultades
mentales, pero pensándolo bien, Balero no era ningún tarado, y poseía la lucidez
de aquel que esta por dar el última paso en la vida.
El joven moribundo prosiguió:
-Hace poco leí algunos libros de los estoicos Marco Aurelio, Séneca y Epícteto, y
pese a que hablan de la resignación ante la muerte no fueron ellos los que me
dieron esta paz.
-¿No?
-No, la paz me la dio pensar en todo lo que hice, en cada rincón en el cual me
escondí para dar rienda suelta a mis impulsos; en las habitaciones en las cuales
me expuse, como jugando a la ruleta rusa, ante cada mujer u hombre que se
desnudara ante mí; las drogas, el alcohol, las noches que amanecía en cualquier
lado... recordar todo eso me dio una suerte de sosiego, me fortaleció para encarar
este última tramo, y para despedirme de todo con una risa sarcástica.
-Interesante.
-Por ejemplo el otro día vino un sacerdote a hablar conmigo. Trató de persuadirme
del perdón de mis pecados, de lavar mi alma ante él así Dios me recibía en su
seno." Podés ir al cielo, hijo, el Señor ama a los pecadores que se arrepienten"
me dijo este hombrecito de negro que me mostraba el crucifijo como si yo fuera
Drácula.
Le respondí:"Ya estuve en el cielo; mi paraíso fue mi vida: todo lo que hice, lo que
sentí, lo que experimenté; no hubo nada que no haya hecho, ¿y ahora usted
quiere engañarme con otro lugar elíseo? Gracias padre, pero para equilibrar la
balanza prefiero sufrir un poco en el más allá”
-¿Y que te respondió el infeliz?
- Sólo repetía:"¨El infierno es para la eternidad" Y yo le dije: "Eso espero"
Nahuel rió un largo rato. Sentía que de no haber sido quien era querría ser como
su amigo. Saber que la muerte está tan próxima y sin embargo jugar con ella, era
más que ser temerario. Sin dudas el joven calvo que no dejaba de sonreír poseía
un asco hacia la vida que Nahuel nunca imaginó.
Balero había hecho de todo, "un rosario de perversiones" como él mismo se
jactaba de llamar a sus aventuras.

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No creer en nada, no apostar al futuro; jugar todo a una sola carta: para ceder a
algunas tentaciones se requiere más fortaleza que debilidad. Balero barajó un
mazo que no tenía ases, pero se divirtió, llevó su sed de sensaciones nuevas
hasta el extremo; descendió al averno muchas veces, aunque esta marcha hacia
tierras infernales sería la última. El lo sabía: el viaje llegaba a su fin.
La melancolía era el estado habitual de Balero quien pensó muchas veces en
suicidarse. ¡Cuántas veces habían hablado del tema con Nahuel! Ahora uno de
los dos se estaba muriendo, aunque el sendero que eligió no fue un frasco de
pastillas, ni un arma ni una cortadura de venas: había sido el exceso. Balero, en
una carta escrita hacia algunos años a su amigo, lo había expresado de esta
manera:
Excederse: el camino más propicio para combatir la estupidez; método sagaz para
escabullirse de la fúnebre realidad que florece a nuestro alrededor.
Cuando el hastío te vence, y las actitudes de tus semejantes te enferman, pues comprendes
la vacuidad que hay en su interior y los vestigios de sus sueños frustrados, debes evadirte.
¿Para qué permanecer entre ellos y preocuparte por las emanaciones que infectan tu
inteligencia?
No los batalles, no derroches energías en seres tan vulgares; reserva tu potencial indómito
para la concreción de toda clase de placeres; pues cuanto más ocultos y perversos sean
éstos, más vigor necesitarás.
Yo dejo que mi entorno se marchite bajo el implacable sol de la mediocridad, pero
confieso que en ocasiones ayudo a su extinción. ¿En qué forma?, no espero que me
provoquen, los desafío y los hiero, y me regocijo al hacerlo. La indiferencia sólo mata al
hombre inteligente, en éstos especímenes no da resultado; debes desangrarlos, infligirles
tu odio y verlos llorar a tus pies. Es bueno que sepan cuanto los aborreces.
Tal vez te critiquen por tu desmesurada y despótica actitud, pero hay que tener presente
que todo hombre criticado es sumamente atractivo, exquisito y envidiable. Los otros, los
que llevan una vida rutinaria e insulsa, son más recordados luego de su muerte que
mientras vivieron, lo que prueba su aburrida existencia.
Hacer algo para que todos hablen de ese algo, si no ¿para qué hacerlo?
Y si tu imperiosa necesidad es que al unísono comenten tus travesuras, necesariamente hay
que llegar al exceso.
Bajo su velo, el semblante más luminoso es el del sexo. Buscar el límite y traspasarlo,
embriagarse con el manantial de pecado que espera a los valientes en el horizonte de lo
extremo.
El secreto de la sabiduría es conocer lo que otros temen, sumirse en lo más profundo de
las sensaciones y hacer arte allí; abusar de tu carne y tu mente, dejando crecer luego
inmaculadas flores. El exceso endiosa.
Una carta que Nahuel guardaba como uno de los regalos más preciados.
En ocasiones volvía a ella para no dejar de admirarse. Decidir una postura de vida
a tan temprana edad, y llevarla hasta sus últimas consecuencias no era menos
que admirable. No en el sentido moral o religioso, pues triturar la carne y la mente
sólo por la búsqueda de placer es a la larga-como Balero lo estaba comprobando-
un acto suicida, pero sí se podía destacar en esa actitud una convicción arraigada
que ni el más fervoroso idealista hubiera llevado tan lejos. Porque muchos mueren
por una causa justa, por un ideal humano, ¿pero cuántos mueren por ser ellos
mismos? ¿Por vivir para sus fantasías más recónditas? Balero no sólo vivía de

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esta forma en el aspecto mundano, sino que además llevaba un diario de todas
sus sensaciones, anécdotas y reflexiones.
No era escritor, al menos no se jactaba de serlo, pero Nahuel lo veía de esa
manera, y no dudaba que algún día, dentro de muchos años, sus obras saldrían a
la luz y el ideal de vida de Balero se convertiría en una suerte de religión
intelectual.
-¿Vos le temes a la muerte?-preguntó el joven moribundo
-No pienso mucho en ella
-Pero ella sí debe pensar en vos, y nunca te va a olvidar
-Lo sé-respondió Nahuel un tanto desconcertado-aunque más que a la muerte le
temo al sufrimiento mental. A veces cuando mi cabeza es atenazada por ideas
asesinas, corrosivas, cuando quedo totalmente paralizado y la única actividad que
hago es llorar, me asusto mucho, porque siento que dónde vaya hay una nueva
cadena.
-¿No crees que es así?
-Quiero creer que no, al menos trato de evadirme. Puedo estar toda la tarde en mi
cama pensando en el sentido de todo y luego ir al gimnasio o a comprar ropa. Es
un estado ambiguo que termina por acribillarte.
-Ya lo creo- reflexionó Balero.
- Eso lo hablaba la otra noche con una gente de lo más extraña que conocí en un
parque. Eran en verdad "freaks", vagabundos, pero no de esos incultos que sólo
aspiran a conocer a su ídolo bailantero. No, esta gente era especial, como una
gran familia.
-¿Hippies? ¿Hippies sucios?-bromeó el otro.
-No, gente artista, personas que se hallan realmente fuera del sistema, que
tuvieron las agallas para dejarlo todo en nombre de sus propios ideales -Nahuel
hizo una pausa- Como vos en parte, que lo dejaste todo, hasta tu vida, por
perseguir tu concepción hedonista. Ellos no sé que ideales poseen, pero viven en
medio de una plaza, en comunidad y con una paz que el mismo Buda envidiaría.
Balero rió de la acotación.
- En esos rostros había apaciguamiento, como en el tuyo. Ustedes eligieron un
camino, eso debe ser motivo más que suficiente para sentirse pleno.
-¿Vos no elegiste ningún camino?
-Yo estoy mucho más que extraviado-dijo Nahuel apresuradamente-, no puedo
vivir y no puedo morir; no puedo crear y tampoco destruir. Tengo una vida que no
sé llevar adelante. Aunque existe el suicidio.
-¿Por qué no lo haces entonces?
- Porque para desear la muerte antes hay que haberse decepcionado de la vida, o
bien, como en tu caso, torturarla hasta que ésta, exhausta, llame a la Parca. Yo no
hago nada, no busco vivir, por lo tanto tampoco busco morir... aunque tal vez sea
lo mismo.
-Te aseguro que no lo es- pronunció convencido Balero con una sonrisa amistosa
en su huesudo rostro- ¿Por qué no vas con esa gente del parque y les pedís que
te hablen, que te cuenten sus cosas? No digo unirte a ellos, pero sí sentir que tal
vez no sos el único, y que hay más ovejas perdidas que aceptarán gustosas a una
compañera para correr libremente por los bosques de los pastores muertos. Andá
Nahuel, dejate llevar.

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-¿Te parece?
-¡Pero claro hombre! Sé vos mismo, aunque sea difícil.
Nahuel saludó afectuosamente a su amigo y le prometió volver en la semana a
visitarlo. Le dejó algunos cigarrillos y salió de la horrible torre del barrio chino. Su
destino era El Alamo.
Decidió ir a pie hasta el parque, mientras reflexionaba sobre la conversación que
había mantenido con Balero. Su amigo era el moribundo, y sin embargo él lo veía
lleno de vida; su amigo era quien agonizaba pero Nahuel no podía salir de su
ostracismo; Balero tenía los días contados pero él no sabía que hacer con los
suyos, ¿hay qué llegar al límite para poder ver las cosas como son en realidad?
¿Era cierto lo que decía Balero que "el paisaje se ve en su totalidad desde el
abismo y no desde la comodidad del hogar?" ¿O cuando afirmaba que "el pecado
no debe ser un impedimento para continuar pecando?"
Tantas agallas tenían sus amigos y conocidos, y él, un ser que para muchos era
completo, apenas podía imaginar lo que sería vivir plenamente.
Se comparó con el Rey Midas, aquel monarca frigio que todo lo que tocaba lo
convertía en oro, inclusive el alimento, por lo que estuvo a punto de morir de
hambre.
"Imposible no verme identificado con Midas, - caviló- ya que al igual que él soy
consciente de mi potencial como de mi incapacidad para alimentarme de sus
frutos."
Inteligencia, cultura, dinero, belleza: todos los atributos que cualquier joven
hubiera soñado, Nahuel los poseía en demasía y sin embargo se sentía el ser
más desdichado de todos. Cargaba con una cruz, tal vez hermosa y admirada,
pero cruz al fin que lo hacía avanzar a paso lento, mientras que los demás, libres
de cualquier peso ya que eran mendigos, avanzaban con una amplia sonrisa
hacia sus objetivos.
A Nahuel le pesaba su corona, su manto purpúreo; y lo más triste es que no sería
proclamado redentor, sólo se convertiría en un nombre más en alguna olvidada
lápida de cementerio.
Balero iba a morir, pero sus escritos lo sobrevivirían; Javier, el gordo fracasado,
algún día encontraría una gorda fracasada como él y ambos se mentirían
maravillosamente bien amparados por el velo de Cupido; Roxana sería una
profesional, se casaría, tendría hijos y hasta salvaría a animales moribundos,
¿pero Nahuel que haría? ¿Quién tendría reminiscencias de un sujeto amargado,
incapaz de tomar alguna decisión en vida?
Recordaba lo que le había dicho Octavio en la plaza respecto a su fracaso en la
actuación, ¡pero había fracasado! ¡Había hecho algo! Ojalá Nahuel hubiera
fracasado ya que eso era un corolario de haber intentado algo.
¿Quién le quitaría a Octavio esas noches de nerviosismo antes del estreno de una
obra? ¿Esas semanas previas cuando con su grupo de teatro ensayaba la puesta
en escena? Más aún: la sensación de haber fracasado es al menos una
sensación, es algo que mueve los recovecos del individuo, y que lo hace variar,
sea para bien o para mal. Lo mueve a tomar nuevas decisiones, nuevos caminos,
emprender senderos: o bien levantarse o bien no hacerlo más, pero habrá una
elección, habrá un móvil conductor que lo hará salir de la situación pasada.
Con el nuevo amanecer puede llegar el sol o la tormenta, pero será otro día, otra

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lucha, y no los despojos que van pudriéndose en la inactividad cotidiana.
¡Qué le importaba a Nahuel lucir bien, saber de libros, tener una conversación
fluida y acostarse con todas las mujeres que quisiera! ¡Qué podía importarle haber
estado de novio con una de las chicas más deseadas del boliche! Todos lo
admiraban, todos veían en él un ideal a seguir, pero los años pasaban, y cada uno
seguía sus propios impulsos, ¿quién querría imitar a un pobre hombre que ni
siquiera podía ser él mismo? Elegir la muerte como Balero, o elegir la vida como
Roxana era intranscendente, el verdadero problema era no saber elegir, no por
dudas banales, sino por miedos. Sí, miedos, inseguridad, temor a no optar por lo
correcto, a arrepentirse luego... ¡qué condena pesaba sobre el joven de áureo
cabello que a paso cavilante se aproximaba a el Alamo!
Los autos transitaban a gran velocidad por la avenida, el clima de fiesta se
respiraba. Las estaciones de servicio se poblaban de jóvenes bonitos que cerveza
mediante hablaban. Algunos motos de alta cilindrada se lucían afuera.
Era una noche agradable, con un cielo estrellado y una suave brisa.
Las chicas se paseaban como auténticas modelos por las calles, su perfume
penetrante lo envolvía todo. "Olor a mujer, olor a flores mortuorias"- como había
dicho Balero.
En la puerta de los boliches la gente se amontonaba ansiosa por ingresar. La fila
era muy larga, pero nadie prestaba atención a eso. Los jóvenes cruzaban miradas
entre ellos, tomaban y reían despreocupadamente.
Las chicas top hablaban con los patovicas, que en ocasiones eran aún más
engreídos que el mismo Pato. Siempre alguna rubia se hallaba sentada en la
baranda de la puerta de entrada haciendo chistes con el gigantesco seguridad
ataviado con campera de cuero. El resto de la juventud observaba el acto desde la
fila.
Buscaban descuentos, o le imploraban al potovica que los dejara pasar gratis.
Algunos decían que conocían a tal relaciones públicas, otros que eran amigos de
los chicos de la barra. De vez en cuando un joven bien parecido corría las cortinas
de entrada del boliche y se asomaba. Algunos lograban su objetivo de entrar
gratis, la gran mayoría debía esperar un largo tiempo para poder divertirse.
Nahuel pasó muy cerca de esa disco, y notó como muchas chicas se giraban para
mirarlo. El joven siguió su andar como si nada, hasta que una voz lo llamo por su
nombre
-Esperá, esperá- dijo la chica algo agitada por la corrida que había hecho. Era
Valeria, que vestida muy provocativamente, dijo-¿Cómo estás Nahuel? Estoy con
unos amigos, aunque no creo que entremos acá, hay gente re fea, con poca onda.
-Sí- respondió.
-Tu hermana se fue para Stadium, pero es temprano para entrar, ¿por qué no
vamos a tomar algo nosotros?
-¿Nosotros dos?- preguntó infantilmente el joven.
-Sí, dale, no acepto un no. Esperá que le aviso a los chicos y nos vamos.
Nahuel quedó entre medio del gentío feliz que lo observaba amistosamente.
¡Cómo le hubiese gustado decirles que él no era uno de ellos! Sin embargo
continuó allí parado y mudo. A los pocos minutos, la adolescente volvió con una
gran sonrisa.
-Vamos a tomar algo. Yo invito.

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Nahuel trató de hablar.
-No digas nada, sólo tomamos algo, y listo, ¿sí?
-Bueno-.
Los jóvenes entraron a un bar "con toda la onda": música fuerte, risas, meseras
hermosas que iban y venían con grandes jarras de cerveza. La gente de allí
dentro vivía en su mundo, y Nahuel, tampoco pertenecía a eso.
Hablaron sobre distintos temas banales: la carrera de ella, las ex pareja de
ambos, la situación de país, los planes para las vacaciones; anécdotas de
infancia. El tiempo no pasaba más, pero sin embargo la jovencita se mostraba
cada vez más entusiasmada con Nahuel, a quien presentó muy orgullosamente a
otras amistades que la fueron a saludar.
También tuvo que soportar la presencia de dos jugadores de rugby amigos de
Valeria, quienes narraron, jubilosamente, el último match disputado. Nahuel, en
media hora, aprendió todo el reglamento de ese deporte para brutos. Finalmente
se despidieron pues esa noche "movían a Tequila"
Valeria seguía tan animada como cuando apenas llegaron. ¿Por qué nunca
dejaba de sonreír? ¿Tanto le importaba que Nahuel estuviera con ella o era sólo
un tic de tarado hacerlo? En ningún momento el joven pudo hablar de todo lo que
le pasaba, pues ella, amistosamente, lo interrumpía:
-No, malas ondas no. Hoy es sábado, vamos a divertirnos, tenemos toda la
semana para las pálidas
Finalmente, la chica le insinuó que quería acostarse con él. Lo hizo muy
sutilmente, con mucha seducción, y como Nahuel no sólo era débil en la carne,
sino en todo su ser, aceptó. Ella pagó la cuenta, tomaron un taxi y se dirigieron a
un hotel. Nahuel no emitió palabra en todo el trayecto.

El viejo podrido filosofaba acerca de la situación del país. Desde su inmunda


madriguera ponderaba un discurso revolucionario que sólo era escuchado por los
restantes mendigos y por alguna laucha ocasional que caminaba entre la basura.
Manifestaba con vehemencia sus puntos de vista, acompañando cada palabra con
gestos bruscos. Por momentos se incorporaba de su trono de desperdicios, y
alzando aún más la voz, golpeaba su pecho con indignación, como dándole a
entender al mundo, que él, un geronte menesteroso, lucharía por sus ideales y
moriría por su causa. Claro está que el mundo tiene un exquisito sentido de la
audición, y no se rebaja a atender las peticiones de viejos olorosos que sólo dan
buenos consejos porque ya no saben dar malos ejemplos.
Allí se erigía Ernesto, en algún recoveco de Buenos Aires, siendo un número más
en la lista de indigentes, pero creyendo que sus gritos en medio de la noche
cambiarían el rumbo de la nación.
Sus compañeros de infortunios, acostumbrados a la prédica del anciano,
aceptaban con resignación la nueva homilía, aunque no faltaba quien lo instaba a
que se callara de una vez.
-¡Cerrá la boca, che!- bramó Julio mientras temblaba de frío debajo de una
apolillada colcha- ¡Dejanos dormir!
Ernesto clavó su mirada en el sujeto que había interrumpido su triste soliloquio, y
dijo:
-Así estamos por gente como vos, que prefiere cerrar los ojos ante lo que nos

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sucede en vez de tratar de afrontarlo. Necesitamos una revolución- enfatizó don
Ernesto con su mejor cara bolchevique- No se queden cruzados de brazos; la
historia está escrita por quienes se atrevieron, por quienes dijeron no a un sistema
opresivo y tomaron sus armas e ideales. Mi país se viene abajo... hermanos,
forcemos los límites.
Los hermanos comenzaron a alejarse del sublevado, en busca de un lugar más
tranquilo. Tomaron sus armas de cartón y sus ideales de insectos, y se
acomodaron cerca del obelisco.
Ernesto contempló con impotencia como todos lo dejaban solo, mas no por eso
menguó su discurso, que tomó un cariz intelectual.
Era un viejo culto, que en su adolescencia había militado en varios partidos de
izquierda y había lanzado manifiestos y folletines llamando al desmembramiento
de la sociedad burguesa. Sus gritos jamás fueron escuchados, y ahora corría con
la doble desventaja de ser instruido y pobre.
Malas jugadas que le hicieron sus compañeros y algunos amigos, lo llevaron a la
extrema pobreza: primero su mujer lo abandonó, luego sus hijos lo hicieron a un
lado, y finalmente, la sociedad que tanto había insultado, se tomó revancha,
dejándolo en la calle a merced de sus tontos ideales.
Alex le tenía odio a ese cadáver que se negaba a morir, pues una noche se había
burlado de sus inclinaciones sexuales, llamándolo "degenerado".
El joven sabía que sus gustos carnales no eran muy ortodoxos, pero tampoco iba
a permitir que un pobre diablo como ese se lo hiciera notar. Como es bien sabido,
todo masoquista posee un lado sádico, y cuanto más desarrollado esta el primero,
más extremo es el segundo.
Los latigazos recibidos pueden convertirse en palabras hirientes cuando el semen
del momento perverso haya sido eyaculado; la lengua que se desliza por la bota
de la dómina, pueda servir de arma mortal para denigrar a todo aquel que se
cruce por el equívoco sendero del perverso. Las manos atadas, encadenadas,
que se acalambran luego de horas de cautiverio, mágicamente, al ser liberadas,
pueden ser manos asesinas, tanto por lo que puedan escribir con la pluma como
por lo que puedan romper con sus nudillos.
Nunca hay que confiar en las víctimas: la venganza del inocente es mucho más
cruenta que el castigo impuesto por el justo.
Alex corroboró los lugares que don Ernesto frecuentaba; sabía que por la mañana
el mendigo daba lástima en la estación de plaza Once; por las tardes caminaba
cerca de su barrio natal, para regresar a su gusanera bien entrada la noche.
Siempre andaba solo, sumido en sus divagues literarios y políticos, enojado con
todo aquel que no compartiera sus gustos. Nadie lo quería demasiado, por lo
tanto, ¿quién iría a notar su falta? Alex le haría un favor a la sociedad después de
todo: eliminaría a un ser que ya estaba maduro para caer del árbol de la
humanidad.
Buscó el momento justo. Pagó a una ramera para que le diera una buena paliza, y
luego, lleno de furia contra él mismo y contra todos, se dirigió hacia el montón de
basura que le servía de hogar al viejo intelectual. Sus dientes crujían de odio; los
pocos dientes de Ernesto crujían de frío; sus manos temblaban ansiosas de
cometer un gerontocidio; las manos del piojoso se acomodaban en los bolsillos de
su harapiento pantalón; Alex sacudía su miembro viril aun sucio; el otro

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comenzaba su onanismo rutinario.
La mente del joven fue inundándose de imágenes lóbregas, interpoladas bajo el
himno de la venganza; desfilaban en ella azotes, llantos, gritos, piedad. Sus ojos
se clavaron en el montículo de basura en donde yacía Ernesto tiritando. Hacia allí
se encaminó con paso decidido.
Primero lo pateó con furia, como a él lo pateaban las mujeres; sintió un leve placer
que fue acrecentándose a medida que el otro se mostraba más indefenso. No tuvo
tiempo de reaccionar; la lluvia de golpes cayó ininterrumpidamente sobre el
cuerpo sucio y amorfo del idealista; su rostro comenzó a llenarse de marcas; sus
ojos se inflamaron. La sangre le caía a borbotones por la comisura de sus labios...
alcanzó a pedir misericordia. Ese fue su fin.
La palabra retumbó en la mente de Alex como una bendición: Misericordia,
misericordia...
El viejo lloraba, no entendía el por qué de ese ataque, ¿pero acaso existen los
motivos cuando es el instinto quien guía los actos?
-Por favor, basta, basta- balbuceaba
-¿Basta? ¿Decís basta hijo de puta?- replicó Alex con el rostro desencajado-
El viejo se aferró a los pies del joven, que se sintió rey luego de haber servido de
esclavo durante toda la jornada. Su miembro comenzó a erectarse nuevamente.
Ernesto estaba irreconocible. Alex detuvo la lluvia de golpes y comenzó a
masturbarse. Se tiró encima del viejo y gritando como un animal le eyaculó en la
cara. La sangre y el semen se entremezclaron en ese rostro que de joven había
querido deslumbrar al mundo. Lamentablemente no gozó de fama póstuma, pues
la policía, horas después del ataque, y dado el grado de golpes que había
recibido, no pudo saber de quien se trataba.
Ernesto fue anónimo en vida, y anónimo en muerte.
Alex llegó al Álamo sobreexcitado. Nadie le preguntó nada. Seguramente había
tenido alguna aventura en el camino.

Todos en el parque, pasados de bebidas y de algunas sustancias ilegales, se


divertían en una ronda.
Habían conseguido heroína, y se iban inyectando uno a uno con la misma jeringa.
El viejo Facundo había preparado la dosis minuciosamente, procurando que
alcanzara para picarse al menos dos veces cada uno. No era la mejor heroína,
pero teniendo presente el precio que pagó, era más que aceptable.
Uno a uno iban cayendo al piso casi inconscientes, para luego comenzar a decir
cosas incoherentes y mover las manos como si quisieran alcanzar el cielo.
La Romi optó por pararse y comenzar a bailar. Se había puesto una túnica blanca
que ella misma había cocido con tela robada, y danzaba entre medio de los
árboles.
-Soy Isadora Duncan- gritaba en medio de un frenesí. Daba vueltas
alocadamente, pegaba saltos y luego caía abierta de piernas. Octavio creyó que
iría a partirse en dos, pero la joven conocía algo de los movimientos de la danza e
hizo una gran representación.
-Isadora-dijo el loco Pepe que estaba muy borracho como para variar- no te
detengas. Vamos Isadora, hacelo de onda.
Todos festejaron la involuntaria rima del viejo ebrio, y la Romi siguió saltando

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hasta que finalmente, y en medio del aplauso general, cayó al piso.
-Excelente, excelente- dijo Octavio - Ahora necesitamos a un Rudol Nureyev,
¿alguno de ustedes tiene SIDA así lo representa correctamente?
Otra vez volvieron a reír. Javier se ofreció para bailar.
-Dale Javo, ¿a quien vas a imitar?- preguntó Alex muy emocionado.
-Si me dan un toque más, hago "el lago de los cisnes"
El viejo Facundo le acercó la jeringa. Javier apretó su brazo izquierdo con un
elástico y busco una vena entre tanta carne gorda. Finalmente la halló, y dejo que
el líquido ambarino ingresara en ella.
-Perfecto Tchaikoski, ahora a bailar.
La Romi desde el piso se puso a tararear el ballet y Javo hacía monerías en
medio de la ronda. Iba de un lado al otro con las manos levantadas, daba una
vuelta y hacia que se subía la falda; tiraba besos al público mientras guiñaba un
ojo. Luego se quito la remera y dejó caer los rollos que chocaron contra el cinto de
su pantalón. Golpeaba su panza produciendo ondas en la flácida piel. Así estuvo
un largo rato hasta que finalmente se desplomó.
Octavio aplaudía entusiasmado. Alex le dijo por qué no representaba alguna obra
de teatro.
-¿Te parece?. ¿Cuál podría ser?
-No sé, alguna porno- remató el joven con cara de roedor que sentía que todo le
daba vueltas.-Alguna del Marqués de Sade.
-Pero necesitaría más actores, ¿alguien me acompaña?- preguntó el actor
mientras se incorporaba.
-Yo.- levantó la mano la Romi desde el piso en un estado lamentable.
Finalmente optaron por seguir hablando y consumiendo la poca heroína que
quedaba.
-No hay quórum- dijo riendo Octavio mientras prendía un cigarrillo.- Están todos
destruidos.
-Entonces sigamos bailando- gritó la Romi que de un salto se incorporó y ayudó a
Javier a hacerlo.- Bailemos todos, como en un aquelarre.
Octavio, Alex, Javo, el loco Pepe, el viejo Facundo, la Romi y Ariel se tomaron de
las manos, y dieron vueltas alrededor de la improvisada fogata que habían hecho.
Cantaban algunos temas de moda y otros viejos, luego se dieron vuelta y bailaron
espalda contra espalda como las brujas del medioevo.
El pequeño Ariel se tomaba de la mano de la Romi y no dejaba de reír. ¡Qué feliz
se veía su rostro pese a haberse inyectado una pequeña dosis!
Todos danzaban despreocupadamente en el Alamo.

Los besos sabían a miel. Afrodisíacas caricias que recorrían ambos cuerpos entre
las sábanas de seda. Aliento sobre aliento, gemidos que estallaban cuando una
mano tocaba el grifo de la lujuria. El sudor se cristalizaba en las figuras, las
lenguas absorbían ese sudor como si fuese agua bendita. Los ojos se cerraban,
por la mente volaban imágenes edénicas: pecado, serpiente y tentación.
La boca que tantas veces proclamó la vanidad de todo se posó como una abeja
sobre la flor; allí permaneció largo tiempo, entremezclando sus alas con el polen
que asomaba por la concavidad humedad. Succionaba con fiereza, se
impregnaba de la azucarada viscosidad que es preludio del acto más antiguo del

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mundo. El no se detenía; ella sujetaba su cabeza y la hundía aún más; miraba el
gran espejo del techo con la boca abierta, mientras escuchaba los acordes del
placer oral que se estaban ejecutando entre sus piernas. Sinfonía lasciva...
obertura de la gran ópera.
Finalmente con la comisura de sus labios húmeda, que delataba su inmersión en
el aqueronte de la complacencia, volvió a poner su rostro pegado al de ella. La
respiración se aceleraba vertiginosamente: él la buscaba; sabía que el terreno ya
estaba fértil para sembrar los frutos. Ella antes quería probarlos: los buscó con la
boca. Fueron apenas algunos minutos que para el joven duraron horas: ella sabía
degustar los manjares pudendos; les pasó muchas veces la lengua, los tocó, los
sintió, los lamió con la desesperación del animal para finalmente posarse sobre
ellos.
El contacto fue sutil, resbaladizo; ella arriba, gimiendo, apoyando sus manos
sobre el pecho de su compañero. Sus rosados senos de adolescente eran
humedecidos por la lengua de él, que jugaba con el pezón.
Algunas palabras escapaban de la boca de Valeria cuando el acto iba llegando a
su fin. Los ritmos se hicieron más bruscos, más salvajes; ella gritaba, Nahuel
llevaba la luz de su virilidad hasta el fondo de la gruta. Ella lo sentía, rasguñaba su
espalda esperando que la descarga la vigorizara. Necesitaba la profusión albina
que en su pequeño cause transporta la vida y la muerte.
Los últimos minutos fueron convulsivos; los gritos iban en aumento, el aroma
impregnaba el ambiente; faltaba poco, casi nada. Nahuel aceleró su movimiento y
Valeria comenzó a aullar como una loba. Sus facciones se crisparon; hacía más
fuerza con la palma de sus manos sobre el pecho del joven; él la tomaba de los
hombres: el licor de la naturaleza se iba a fundir entre los cuerpos entrelazados:
Los ojos de ella se abrieron: su mirada azul brilló imponentemente. Sonreía: su
pelo desarreglado, su rostro sudado, el aliento a sexo. Todo había concluido en la
habitación del hotel.
Valeria cayó exhausta a un costado de la cama. Respiró y rió al mismo tiempo.
Giró su cabeza y vio a Nahuel absorto en sus pensamientos. Ningún gesto en él
delataba sensación alguna: estaba tenso. Buscó un cigarrillo y fumó. Ella se le
acercó y apoyó su cabellera de sirena sobre su pecho. Nahuel rumiaba penas de
gloria y fracaso.
El columpio de la naturaleza se había mecido nuevamente, y el joven sufría por
eso. ¡Tan alejado se hallaba del verdadero placer que proporcionan esos minutos
de apareamiento! Era cierto, se erectaba, pero su mente divagaba por terrenos
ajenos a la banalidad del acto sexual. Nunca estuvo realmente en ninguna cama,
nunca apreció el cuerpo de una compañera sin sentir, no luego, como muchos
hombres, sino en el mismo momento de la cópula, un sentimiento de repugnancia
por lo que estaba haciendo.
La historia volvía a repetirse: una mujer lo seducía, lo llevaba al abismo de la
carne, y él, demasiado débil, cedía.
Los complejos de inferioridad por más que se atavíen de belleza y elocuencia,
siempre terminan por minar la personalidad de la víctima. Los años de soledad, de
burlas, de ser el "perfecto idiota" en la escuela, en el club, en su grupo de amigos,
habían hecho de Nahuel un ser contradictorio, que dada su introversión, iba
carcomiendo sus sentimientos hasta llegar a convertirlo en un abúlico.

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Por ahora podía hacer el acto, por ahora podía enfrentarse con el gozo, ¿pero
hasta cuando? ¿Cómo evadirse de esos rostros de la infancia que aun le decían:
"no vales nada", "sos un mediocre"?
Y allí estaba él, echado en una cama de hotel, esperando que una mujer hermosa,
de cuerpo escultural, saliera del baño para ir juntos a terminar la noche a un
boliche.
¡Cuantos años habían pasado desde esas tristes fiestas de los albores de la
adolescencia, en donde concurría solo y se iba solo; en donde veía como todos
podían estar con una mujer y él no!
¿Qué sería de la vida de Emilio, Andrés, Fabián? ¿Qué sería de esa gente que
tanto placer sentía en humillarlo cuando quería sacar una mujer a bailar y esta le
decía que no?
¿Y Martín? ¿Aquel joven alto, apuesto, que le refregaba en la cara las mujeres
que conquistaba y con sorna le decía: "tal vez algún día puedas estar en mi
lugar"? ¿Dónde estaría ese hijo de puta? ¿Se acostaría con mujeres bellas
todavía? ¿O ya había cedido a los mandatos de la sociedad, formando pareja con
alguna chica bien, que pronto le daría hijos, y que pronto envejecería a su lado?
¿Qué sería de la vida de todos sus verdugos? ¿Aun estarían encapuchados o ya
tendrían el rostro al descubierto mostrando la debilidad humana?
Nahuel permanecía como petrificado en la cama. No había emitido palabra desde
que el acto había concluido. Sólo miraba algún horizonte pretérito, y no dejaba de
sentir un profundo pesar en su interior.
¿Sería que su verdadero yo era un tarado, y que ahora, rodeado de las mujeres
más bellas, de una vasta cultura y de dinero, se sintiera en un lugar que no le
pertenecía? ¿No habría nacido para ser el centro de una ronda y escuchar las
risas de sus compañeros? ¿O para salir los sábados por la tarde con algunos
amiguitos que hablaban de sus primeras conquistas amorosas mientras él debía
permanecer en silencio?
¿Nahuel no sería un perdedor? Y de serlo, ¿no era una mejor opción? ¿No
representaba menos responsabilidades yacer pasivo ante el otro, ver como todos
avanzan y uno siempre está en el mismo lugar? ¿No es más cómodo ser un
espectador de la vida que un actor existencial?
Sí, él sufría de chico, sufría mucho, pero estaba convencido que ese era su hado,
y hasta lo había aceptado con cierta complacencia. Nada haría para cambiar las
cosas; el azar así lo había querido.
Buscó libros, buscó autores que le brindaran las palabras que nadie le había
dicho: pasaba horas leyendo, meditando, tomando nota. En pocos años su mente
se expandió, su conversación se tornó brillante, y como tantos otros pensó que la
falta de una supuesta belleza se compensaría con la elocuencia y el saber. Pero
el destino, ese sucio indeciso, quería otra cosa para él: le abrió los ojos, le mostró
que su imagen era cualquier cosa menos fea; que sólo necesitaba pulir algunas
partes de su cuerpo para encaminarse en el sendero de la vida. Nahuel se
adentró en él, ¡cómo no hacerlo cuando siempre se creyó un idiota inservible!
Ahora no lo era más, y en pocos meses lo poseía todo. Los resultados no tardaron
en manifestarse: mujeres, halagos, envidias del entorno, promesas de un futuro
prometedor. Pero él siempre continuó siendo aquel niño que lloraba en un costado
del patio de la escuela, impotente, asustado de enfrentarse con el mundo. Su

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apariencia había cambiado, sus conocimientos eran muchos, pero el alma de un
torturado, por más que se pasee por los jardines más bellos del mundo, siempre
derramará lágrimas, y serán éstas quienes fertilicen su andar.
La jovencita terminó de vestirse, y viendo a su compañero con el semblante tan
triste, le dijo:
- ¿No te irás a quedar toda la noche así? Vamos Nahuel, los chicos nos esperan
en Stadium.
Minutos después, montados en un taxi, se dirigían al boliche de onda. Valeria
hacía chistes y se encontraba feliz de estar con Nahuel; él continuaba inmerso en
sus pensamientos.
Bajaron en la puerta del lugar. Pato los recibió efusivamente y les dijo que podían
entrar. Valeria lo hizo con tanta alegría como si hubiese sido San Pedro quien la
invitaba al paraíso; el joven de largos cabellos rubios desvió su mirada hacia el
Alamo. A lo lejos diviso a Javier, que lo saludaba con una sonrisa amistosa.
También vio a Octavio y al nene Ariel jugando en el arenero.
Pato insistió:
-¿Y Nahuel? ¿Vas a entrar o no? Está de diez adentro.
El joven observó por última vez la plaza, y finalmente se perdió en la oscuridad de
Stadium.

5
Como una grotesca imitación del rapto de las sabinas, Marquitos perpetró el
secuestro con una sonrisa de triunfo dibujada en su rostro.
En todo momento se mostró calmo y seguro de su accionar, como si una energía
oculta lo guiara, una suerte de estrella de Belén que lo acarreaba hacia el pesebre
de la lascivia y la crueldad.
¡Cuán compradora es la bondad del discapacitado que detrás de su maltrecho
cuerpo esconde un alma vengativa! ¡Qué arcanos aviesos pueden germinar en la
tierra baldía de un cerebro anómalo!
La mirada de odio puede emerger a través de ojos mongoloides; el vocablo
destrucción no necesita escuchar, y la risa maldita puede resonar desde una silla
de ruedas...¿Quién podría detener a un ejercito de abortos de Dios que un día
decidiera izar su bandera y clamar la igualdad que estúpidamente afirman las
religiones? ¿Igualdad con quién, necios mercaderes de esperanzas?
Marquitos era una suerte de paladín de los discapacitados, alguien que le haría
saber a Dios y a sus satélites litúrgicos que la analogía de oportunidades sólo
existe para aquel que tiene sus sentidos prolijamente ubicados en su ser, y que no
tiene la cara deforme, ni un paso simiesco, ni babea, ni grita como un primate...
Marquitos haría padecer a las criaturas; si el Creador no puede ser ultrajado, al
menos físicamente, sus hijos, obra de su infinita bondad, responderían por él. Tal
vez cada centímetro de piel que les sea arrancado es una lágrima que cae del
Divino Rostro; cada miembro quebrado, cada sonrisa ante el espectáculo
sangriento de un inocente es un nuevo clavo en el Verbo.
El Hijo Unigénito no clamó misericordia, pero los demás sí lo harán... y allí estará
la derrota de Dios, pues su muerte en la cruz no redimió a todos del pecado, hay
muchos que aun se vanaglorian de él, y quieren ver como sujetos sin coronas de

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espinas, sin mantos púrpuras y sin atavíos celestiales, se retuercen a los pies de
un verdugo.
Ellos morirán por la venganza que nunca encuentra una razón, la nítida venganza
de un ser atrofiado que ve en la felicidad del otro su propio tormento; que
vislumbra la normalidad de sus semejantes como un dedo acusador que siempre
le dice: "No sos como nosotros, no sos como el dios que nos creó"
Marquitos era su propio dios, y aquella tarde, en una casa derruida del barrio de
Palermo, haría valer su anómala majestuosidad.
Las adolescentes tenían dieciséis años. Se llamaban Julieta y Magali. Eran
vecinas del joven, a quien miraban con desprecio y con cierto aire de importancia
que da no ser un paria.
Eran realmente bellas, vestidas a la moda. Teens que pasan sus horas en el
colegio, en el gimnasio y en casas de amigas viendo qué ropa van usar para salir
el fin de semana.
Siempre tenían algo para hacer, y como dinero tampoco les faltaba, podían darse
los nimios gustos que proporciona la tranquilidad económica.
Muchas tardes se quedaban en la hamburguesería a la que siempre concurría
Marquitos, observándolo con risa contenida. Comentaban cosas hirientes acerca
de él, hacían bromas y se repetían una y otra vez que antes de salir con un chico
así preferirían hacerse monjas, "como la madre superiora del cole"- decía con
tono divertido Julieta, la más cool de las dos, que entre otras grandes ambiciones
tenía la de recibirse de diseñadora de modas y viajar a Europa con su futuro
marido.
Allí estaba el joven, solo en una mesa, mirando para todos lados, como buscando
algún horizonte salvífico que le proporcionara alguna suerte de sosiego en ese
mar de penumbras que naufragaba.
En varias ocasiones vio a las jovencitas, y si bien desde un primer momento
supuso que se estaban mofando de él, adoptó una postura sumisa, como de
"pobre chico" que si bien nada puede dar, está ansiosos por recibir.
Ellas así lo comprendieron, y en un ataque de cruenta piedad se acercaron a su
mesa. El ganado siempre avanza.
Con una excusa tonta, se sentaron y comenzaron a hacerle cientos de preguntas
como si ese sujeto fuese un extraterrestre caído por azar al planeta Tierra. Si bien
parecían interesadas en Marquitos, por dentro se estaban riendo a carcajadas de
ese rostro un tanto cuadrado y picado por el acné que respondía entusiasmado, y
hasta con una cierta esperanza de ser querido.
Luego de varias horas de interrogatorio, se alejaron divertidas y prometieron
regresar al otro día.
Aquella noche, en casa de Magali, el tema "Marquitos" fue el centro de la cena.
Todas escuchaban ansiosas lo que ese ser amorfo había dicho, y hasta querían ir
a conocerlo. Pero nuestras queridas amigas se reservaron el espectáculo para
ellas, y no permitieron que nadie descubriera al monstruo que habían encontrado.
Día tras día los tres se encontraban, ya no sólo en la casa de comidas rápidas
sino en plazas y en algunos shoppings. Ellas disfrutaban en demasía el
espectáculo de ser vistas con su propio simio, y hasta pasaban por locales en
donde trabajan algunas amigas para compartir en parte la diversión.
Marquitos, desde su nebulosa, dio un nuevo paso, y no sólo trataba de parecer

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más tarado, sino que además, más payaso. Adoptaba poses bufonescas y hacía
monerías para que ellas se rieran más. Siempre le pedían nuevos gestos, nuevas
actuaciones, que él, su estúpido personal, les proporcionaba.
¡Qué feliz se hallaban las chicas al tener su propio arlequín! Solían sentarse en un
banco de plaza y ver a Marquitos danzar como un tonto. Aplaudían
entusiasmadas el acto y pedían más. Y tuvieron más.
Por la noche, cuando se encontraban con sus chicos les comentaban cómo había
sido la función, y todos reían.
Marquitos permanecía solo en su habitación, con los ojos inyectados en sangre y
en lágrimas, mirando la triste pared que siempre lo acompañaba. Sabía que en
esos momentos ellas estaban disfrutando, mientras que él ni siquiera se había
podido quitar su disfraz.
Creyó que el momento había llegado; una suerte de voz se hizo escuchar en su
atrofiada cabeza y lo impulsó a actuar como un poseso, como una fiera que sólo
puede saciarse con los gritos de espanto de sus cazadores.
En las siguientes semanas convenció a las chicas de ir a casa de unos amigos
igual que él, que seguro también las divertirían. Ellas aceptaron de buena gana, y
hasta prepararon una cámara de fotos para inmortalizar a los grotescos seres.
La procesión dio comienzo en las primeras horas de la tarde de un día sábado.
Era Julio, hacía mucho frío y el cielo estaba teñido de color ceniciento sobre la
decadente ciudad de Buenos Aires. Entre medio del gentío que caminaba
apresuradamente por la avenida Santa Fe, se fue abriendo paso Marquitos junto a
sus dos amigas. El iba adelante, a paso rápido y llevándose por delante a las
personas que entre medio de terror y asco lo veían caminar con cierto aire de
triunfo. Claro que nadie sabía que Marquitos estaba triunfando, y que las dos
jovencitas, que tan seguras se creían de sí mismas y de la situación, iban camino
al patíbulo para derramar sangre en nombre de su normalidad.
Cruzaron una plaza y se dirigieron hacia una calle un tanto desértica. La lluvia
comenzaba a caer en la gélida tarde de invierno, y Julieta, vanidosa como
siempre, lamentó que su pelo se mojara ya que lo quería tener en óptimas
condiciones para salir a la noche con su chico.
Magali preguntó:
-¿Es por acá?
-Sí, sí- respondió Marquitos- ya casi llegamos.
-¡Qué lejos viven tus amigos!- se quejó Juli al tiempo que cubría su cabeza con
sus manos.
-Es que viven lejos para no ser molestados por las personas. Igual ya llegamos,
es esa casa de rejas celestes, la de la esquina- dijo señalando un lugar bastante
lúgubre, en pésimos condiciones y con un pequeño jardín al frente con los
pastizales crecidos.
-¿Es acá?- interrogó Magali- ¿Cómo pueden vivir de esta manera?
-¡Deja de preguntar!- dijo Julieta. Y luego por lo bajo le susurró- Son animales,
¿cómo querés que vivan? Vamos a reírnos un poco de la situación-
-Espera Juli, ¿no te parece raro que sea un lugar tan feo?
-Ellos también son feos, es obvio que deben vivir en un lugar feo- reflexionó
filosóficamente la adolescente- Entremos.
Los tres ingresaron al lugar que por su hediondez, convertiría a un lodazal de

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cerdos en un palacio bizantino.
Las ventanas se hallaban cerradas con maderas viejas, impidiendo que la luz de
la calle pudiera ingresar; las paredes, otrora blancas, habían adquirido un leve
tono aceitunado, haciendo más visible el contraste con las gotas de humedad que
se deslizaban ininterrumpidamente.
No se veían mobiliarios por ninguna parte, a excepción de un viejo escritorio estilo
Luis XIV, con un velador sucio que emitía una tenue luz.
Parecía un lugar abandonado, aunque conociendo la dejadez física y mental de
Marquitos, y por ende la de sus amigos, las chicas no se extrañaron que ese sea
un habitáculo propicio para ese tipo de personas.
Es martirizante suponer que la gente desagradable pueda arraigarse en lugares
bellos; es un improperio contra la naturaleza y su perfecta creación divisar a esos
abortos malogrados, con su estúpida sonrisa, transitar por donde las personas
normales lo hacen.
Cuando Marquitos cerró la puerta, inmediatamente giró su cabeza y buscó con la
mirada a las teens, que se encontraban juntas en un rincón, esperando, en su
absurda maledicencia, la aparición de los otros deformados.
Marquitos frunció el ceño de un modo animalezco; bufaba y mostraba los cariados
dientes; su huesuda mano colocó el cerrojo a la puerta, mientras que la otra
bajaba lentamente la cremallera de su sucio pantalón. En ningún momento quitó la
vista de las jovencitas, que retrocedían entre sollozos. La situación violentó aun
más al monstruo humano, que comenzó a emitir gemidos, abriendo grande la
boca y sacando su negruzca lengua afuera. Sus falanges se contorsionaron, como
si de garras se trataran, al tiempo que el oloroso miembro viril que colgaba entre
sus piernas, a la vista de las chicas, comenzó a tomar forma.
Avanzó lentamente, saboreando el miedo de las imbéciles que se habían echado
al piso y se abrazaban temblando. Cuando estuvo a corta distancia escupió un
gargajo en la cara de Magali, quien gritó desaforadamente, aunque no atinó a
limpiarse. Lloraba, y sus lágrimas se entremezclaban con la densa saliva de
Marquitos. La imagen de una adolescente rubia, en los umbrales de la pubertad,
fina y recatada, humillada con una escupida en su bonito rostro, excitó aun más al
joven, quien la tomó del cuello y la lanzó contra una mesa.
Julieta estaba inmóvil en el suelo. El tomó unas cuerdas, que había procurado
dejar en la casa algunos días antes, y la ató.
Trabó el nudo con extremada violencia, las virginales manos de la niña pronto
comenzaron a morarse. Pasó varias cuerdas por todo su cuerpo, y así, totalmente
inutilizada, la cargó en su hombro y la tiró junto a su amiga.
Comenzó a patearlas entre medio de una carcajada demoníaca. Luego caminó
sobre ellas, aplastando sus cuerpecitos con los grandes borcegos que llevaba
puestos.
Saltaba sobre los senos de Magali quien gritaba a más no poder, mientras que su
amiga, pálida y amordazada, era una privilegiada espectadora de la situación.
Arrancó la camisa de la joven, quien dejo ver unos pechos bien formados, aunque
rojos a causa de las patadas. Marquitos la levantó de los pelos, y mordió con furia
sus pezones que comenzaron a derramar abundante sangre. Cuanto más gritaba
Magali, con más saña laceraba la protuberancia femenina, que poco a poco fue
perdiendo su forma, convirtiéndose en una masa amorfa.

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-¿Te gusta hija de puta, te gusta?- vociferaba el joven con restos de piel y sangre
en la comisura de sus labios- ¿Qué diría tu mami si te viera así, maldita puta?
¿Dónde esta tu mami, dónde esta tu dios? Yo soy dios- concluyó el redentor
anómalo metiendo su mano en la boca de la nena, en busca de su lengua.
Cuando finalmente la sujeto, dijo:- ¿Por qué no te burlas de mí ahora?
¿Por qué no lo haces?- dicho esto comenzó a estirar la lengua de Magali hasta el
límite, y viendo que no la podía arrancar, le propinó tal trompada que la dejó
tumbada en el piso.
No conforme con eso, y al tiempo que le sonreía a su otra amiguita que
derramaba copiosas lágrimas, se echó sobre su víctima, la dio vuelta, y con el
adolescente culo a su irreverente disponibilidad, comenzó a penetrarlo con todo lo
que encontró a mano. A los pocos minutos, totalmente bañada en sangre, y en
medio de atroces sufrimientos, Magali murió.
La tortura duró poco más de una hora, y los médicos forenses dijeron que el ano
se encontraba tan destrozado y con tantos elementos en su interior, que la
autopsia fue en verdad espeluznante, incluso para ellos, tan acostumbrados a las
atrocidades de los que niegan la virtud.
Marquitos giró su cabeza y se dirigió a Julieta, que era sin dudas la que más le
gustaba, pues la consideraba inalcanzable, y uno siempre venera aquello que no
va a conseguir. La felicidad la poseen los demás.
La visión de la adolescente, sumisa como un cordero, y en cierta forma, entregada
a él, lo conmovió, y hasta lo hizo llorar.
La chica, atada y asustada, trato de retroceder ante el avance caritativo del joven,
quien le sonreía de modo paternal.
-No tengas miedo, no te voy a hacer nada- dijo dulcemente mientras se frotaba las
manos manchadas de sangre- No soy malo, no soy malo.
Julieta se arrastró como pudo ante la otra esquina de la casa, viendo a su paso
algunas cucarachas muertas. Finalmente se apoyó contra una pared y pidió
piedad.
-Por favor no me mates-dijo llorando- No me mates. Podemos ser amigos, pero no
me hagas daño.
Marquitos se detuvo.
-No me lastimes- volvió a decir.
El se arrodillo ante ella, y le acarició el rostro. Era en verdad hermosa, y más aún
cubierta de lágrimas y de la inminente llegada de la muerte. No hay nada más
bello que un inocente sacrificado, pues en esa situación límite expresa una
variada gama de sensaciones que sólo una persona pérfida, aquella que va a
cometer la injusticia, puede saborear.
¡De cuánto nos privamos por darle a cada cual lo que se merece! Siempre la
misma respuesta al análogo estímulo, la palabra justa ante la situación
provocada... en vez cuando se hace algo dañino, por el mero placer de realizarlo,
se puede estar seguro de recibir a cambio palabras, gestos y expresiones que
renuevan la monotonía de la vida. Esperar lo que se da es ser tributario de las
estúpidas tradiciones; forzar los hechos, poniendo al otro sobre el abismo, permite
ahondar en los arcanos del ser, en esos lugares insondables que uno no se atreve
a llegar por miedo a lastimar. Y lastimar al otro es la única manera de conocer las
propias heridas.

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¿Por qué privarse? ¿Por el llanto de un ser, que acorralado en la telaraña, a
donde él mismo se dirigió, sediento de su propia satisfacción, ahora pide
misericordia? ¿Acaso la pidió cuando brillaba en lo más alto, cuando sumido en su
estulta majestuosidad, ponderaba el derecho a reírse? ¿Por qué no ríe ahora?
Marquitos así lo entendió, y la benévola sonrisa de Julieta, que le pedía otra
oportunidad, no logró conmoverlo. Por el contrario, a su mente vino el pasado,
como una Furia que cercena los pocos vestigios de piedad que aun quedan, se
anida, y deja crecer negras rosas que coronarán la muerte de un inocente en la
adversidad, pero que días atrás fue un malicioso en la prosperidad.
El joven se sentó a su lado, con la baba cayéndole por el mentón y el aliento fétido
emanando de su boca caníbal. La contempló, le sonrió y la mató.
Julieta se llevó como última imagen de este mundo la risa criminal de un
discapacitado, la sonrisa triunfante de un hijo bastardo de Dios.
Luego de este acontecimiento, los chicos de el Alamo no tuvieron más noticias
sobre Marquitos.
¿Qué había pasado con el joven débil mental que recorría las calles a paso ligero
y con el rostro desencajado? ¿Aun conservaría el sueño de violar a cuanta mujer
se cruzara por su camino para poblar el mundo de discapacitados? ¡Qué loco
estaba Marquitos!
Había conocido a los chicos una noche en que se escapaba de la policía. Pidió
quedarse con ellos, ya que su propia madre amenazó con entregarlo a las
autoridades pues lo consideraba un sujeto peligroso. Estaba cercado; no tenía a
quien acudir, sólo en el Alamo halló un núcleo de personas que si bien no
lograban entenderlo del todo, al menos no lo juzgaban. Era otra oveja descarriada
de redil, y merecía el apoyo de los chicos del parque.
Marquitos, desde niño, mostró un carácter hostil, que sumado a su horrible
fisonomía, lo transformaba en una suerte de monstruo que aterrorizaba a sus
compañeros.
En medio de las clases estallaba en una carcajada demoníaca, fijando su vista en
la maestra por largos minutos. Sus ojos se inyectaban en sangre y movía la
cabeza como si fuera algún animal salvaje. De haber vivido en la edad media, con
toda seguridad hubiese acabado en la hoguera por ser considerado un hombre
lobo.
Poseía demasiado pelo para su corta edad y caminaba como un primate. Sus
manos se contraían como si fueran garras y solía echar a correr en el medio del
patio sin ningún destino concreto. Sólo en una ocasión varió su itinerario y se
abalanzó sobre una compañerita que jugaba con su muñeca.
Ella comenzó a gemir desesperadamente, pero esto enardeció aún más a
Marquitos que introdujo su lengua y su nariz por cuanto agujero pudo.
Con brusquedad apartó los cachetes de la cola y posó su cara en la rosada y
pequeña abertura de la infante. Olía como un animal en celo el sucio orificio de
Sodoma al tiempo que miraba con la boca abierta a su presa que gritaba
desaforadamente. Marquitos reía mostrando sus dientes y respirándole en la cara
para que, según dijo después, "se contagiara con mi aliento"
Las demás compañeritas salieron corriendo y en pocos segundos toda la escuela
rodeaba al niño que parecía querer devorarse viva a la pobre jovencita.
Finalmente ella se desmayó. El niño se le montó encima, comenzó a pasarle su

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lengua por la cara, y Dios sabe que más hubiera hecho ese depravado si la
directora y dos celadores no hubiesen intervenido a tiempo.
Esa fue la gota que rebalsó el vaso. Las sospechas de los directivos acerca de la
anormalidad de Marquitos se vieron develadas y decidieron no sólo expulsarlo
sino que además aconsejar a los padres que lo metieran en alguna institución de
enseñanza especial.
Estuvo varios años en una escuela para chicos con problemas, mostrándose
apaciguado y destacándose como un alumno ejemplar, lo que motivó esperanzas
en sus padres respecto al futuro de su hijo. Los maestros les decían que
Marquitos estaba bien, que su conducta había mejorada notablemente y que con
la ayuda de algún psicoterapeuta podría reinsertarse sin ningún tipo de problemas
en la sociedad.
Pasado algún tiempo, su rostro comenzó a picarse por el acné. Grandes
forúnculos adornaban su piel; era una amalgama de pus y ronchas rojas que
parecían no menguar. Su cara semejaba la de un leproso. Por la calle la gente lo
miraba con mezcla de asco y compasión; Marquitos caminaba siempre con la
cabeza baja. Algunas personas en el barrio se le reían, y lo llamaban "El portero
eléctrico" o "Cráter".
El joven se quedaba mirando los rostros suaves de los demás e imaginaba que el
suyo era así. ¿Cuándo podría comenzar a afeitarse sin cortarse todo?
¿Cuándo una mujer podría pasar su mano por su cara y no sentir que acariciaba a
un sapo?
Marquitos sentía envidia del mundo entero, y se persuadió que no sólo era distinto
por los gigantescos granos de su cara, que de hecho muchos jóvenes han tenido,
sino que además por su cuerpo y sus pensamientos que no encajaban con lo de
los demás.
A la edad de diecinueve años medía más de un metro noventa, era encorvado; su
boca nunca terminaba de cerrarse, mostrando una dentadura podrida. Sus cejas
eran asquerosamente tupidas. Reía sin motivos y hablaba onomatopéyicamente.
Sus manos eran huesudas y sus uñas, debido a un problema cardíaco, parecían
aceitunas negras.
Sin nada para hacer, pasaba el día en su casa mirando la TV y esperando que
sus padres regresaran por la noche. Marquitos sufría mucho, y se persuadía de su
anomalía.
En el verano había estado en una colonia de vacaciones junto a otros seres
abortivos de Dios que se dedicaban a plantar en una huerta, a ir a la pileta o a
hacer algunos deportes. Marquitos se sentaba debajo de un árbol y los observaba
actuar como autómatas, cosa que él no quería hacer.
Muchos maestros le decían que participe de las actividades recreativas, pero él
les decía que no, y si ellos le insistían, les gruñía como en sus mejores épocas de
escuela primaria.
Caminaba solo, siempre solo, por la gran quinta que servía de colonia. Su mirada
fija en el piso, tratando de no matar a su paso a los insectos. Sentía una suerte de
piedad por todos sus compañeros, una hermandad en la discapacidad que lo
erigía como paladín de ellos. ¿Pero qué hacer para reivindicarlos? Sabía que
muchos de ellos morirían jóvenes, en especial los que padecían síndrome de
Down. Otros, los que se movían en sillas de rueda por ejemplo, estaban

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condenados a vegetar toda su vida, ¿Era eso justo? Marquitos razonaba tal vez
demasiado, cosa que lo afectaba el doble pues no tenía los medios físicos para
luchar contra esa injusticia, ¿o sí los tenía?
Una tarde, luego de masturbarse compulsivamente, se quedó observando el
semen impregnado en su mano derecha. Lo contempló largo tiempo, dejó caer el
liquido al piso, se arrodilló y comenzó con él un diálogo que años más tarde sus
padres, horrorizados, comprenderían.
Marquitos había encontrado el método para hacer justicia. Su arma se hallaba en
su interior: la vida que le había tocado en desgracia sería una enfermedad de
transmisión sexual: embarazaría a todas las mujeres del mundo y así haría una
humanidad como él y como todos sus compañeros de la colonia.
¿Pero tendría suficiente semen como para procrear tantos adefesios? Volvió a
tocarse, y acabó; espero unos minutos, y comenzó otra vez con el onanístico
ejercicio: acabó. Sí, ahora podía hacer justicia: el mundo sería de los
discapacitados.
Trató de ganarse la confianza de sus padres quienes le permitieron salir a pasear
solo. Los primeros meses se quedaba en algún bar observando por la ventana a
las transeúntes que desfilaban por las calles. Sus cuerpos bellos, sus risas no
inducidas por la anormalidad, sino por la felicidad; sus deseos, sus sueños en
vistas de un futuro que él jamás poseería. Iban y venían como en una película:
algunas solas, otras con amigas, la mayoría con sus parejas. Hombres que las
habían conquistado, sea por su hermosura o inteligencia: dones que carecen los
seres, que como Marquitos, vinieron al mundo para demostrar que la imagen y
semejanza con Dios a veces no es tan divina.
Los mozos le habían tomado afecto y solían preguntarle cosas; el joven casi ni les
respondía: su mirada se encontraba fija en esas mujeres que pronto llevarían en
su vientre el embrión de la anomalía. Marquitos tomaba un café tras otro y reía
con ganas: despertaba la compasión de los demás comensales del bar, quienes
en algunos años se arrepentirían de no haber linchado a ese sujeto maldito.
El primer paso que dio fue acercarse a una mujer que esperaba el colectivo. Era
una adolescente de no más de dieciocho años, esbelta y simpática. Escuchaba el
walk-man. Marquitos le preguntó acerca de una calle, y ella, muy cordialmente, le
informó. El joven, mientras escuchaba la respuesta, posó su mirada en la entre
pierna de la joven, que se sintió un tanto intimidada. Marquitos comenzó a
imaginar que sería llenarle de líquido esa parte para luego, en nueve meses, tener
los frutos tan deseados. ¿Cómo sería la cara de su hijito? ¿Se parecería a él o a
esa mujer que le decía dónde quedaba la avenida San Juan?
La muchachita subió al colectivo apresuradamente, y giró su cabeza, desde el
vehículo en movimiento, para observar horrorizada como el joven anormal se
tocaba su miembro y le gruñía mostrándole su negruzca lengua.
En otra ocasión esperó a los fieles de una Iglesia. Se echó en el piso y extendió
su mano. Sólo salían ancianas y algún que otro viejo, cuando de pronto una joven
hizo su aparición. Con una pollera gris larga, el pelo recogido y un rosario blanco
pendiendo, se le acercó. ¡Ella se le aproximaba! Marquitos se erectó y estuvo a un
paso de tomarla del cuello y hundirle la cabeza en su entrepierna, pero la visión
de un policía que deambulaba por los alrededores, le hizo cambiar de opinión.
La niña, que pertenecía al coro de la iglesia, sacó unas monedas de su bolsillo y

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le sonrió.
"Lo debe hacer por lástima"-razonó como puedo el joven al ver a la católica
tomarle afectuosamente la mano luego de haberle dejado el dinero.
-Qué Dios te bendiga.- dijo finalmente y se alejó con su guitarra criolla.
“¿Dios me bendiga?” Sonaba muy sarcástico, y Marquitos, en ese mismo instante,
decidió que su víctima, no sólo debería ser de la edad de esa zorra, sino que
además, creyente. Dios bendeciría la blasfema concepción entre él y una niña
católica.
Al disponer de todo el día, el joven podía armar su plan con absoluta tranquilidad.
Lo premeditaba a cada segundo, no había otra cosa en su cabeza que un nuevo
mundo atiborrado de seres como él, que con paso simiesco, dejarían caer sus
babas por las calles. Todos marcharían como un ejercito apocalíptico: algunos en
cuatro patas, otros en sillas de ruedas; quien se sintiera un árbol podría
permanecer en un rincón el tiempo que quisiera; quienes desearan correr y darse
la cabeza contra una pared, también lo podrían hacer.
¿Y quién los cuidaría? ¿Habría algún médico en esa metrópolis que Marquitos
quería construir? También serían débiles mentales, que arropados de blanco,
fomentarían la unión entre ellos con fines de perpetrar la especie. Algún religioso
anormal podría casarlos, y el mismo hombre debilucho que colgaba de la cruz,
sería discapacitado. ¡Dios era un mogólico!
Buscó un colegio religioso por su barrio, y pasó varios días observando a las
alumnas que salían del establecimiento. ¡Qué hermosas eran! Los colegios
primarios de católicas son el bocado que todo pecador o anormal querría probar.
¡Qué sabroso es degustar esos cuerpos recién desarrollados por la Madre
Naturaleza, absorber los olores fuertes que sus poros segregan por el movimiento
interno de la sangre! ¡Cuántos cambios se producen en las jovencitas inocentes
que ellas mismas desconocen, y que sólo una mente obnubilada por la blasfemia
o por la discapacidad puede apreciar! ¡Corderos, dulces corderos que serán
inmolados para la corroboración del pecado; masticados y destrozados por fauces
demoníacas que sólo ven en el otro un enemigo, o mejor aun, un medio para
vigorizar los sentimientos equívocos que poseen!
¡Pecado, venganza, mero placer de ver retorcerse a una jovencita que salió de su
casa con el gusto al beso de la madre, y nunca más regresará: se ira a la tumba
con el sabor acre de la perversión impregnada en toda su maltrecha piel!
La muerte recibirá a una nena ultrajada, que golpeará las puertas del infierno y
dejará ver sus pequeños senos mordidos, su boca al rojo vivo, su ano sangrante y
su vagina portando el semen de la discapacidad.
Marquitos no podía esperar más. Siguió a dos amiguitas que caminaban riéndose
por una calle bastante deshabitada. Sus mochilas llevaban inscripciones de
grupos de rock y dedicatorias de otras compañeritas. Se creían muy rebeldes, y
pronto conocerían, a la edad en que todos aspiran al futuro, que de la vida nadie
sale con vida.
Marquitos se les abalanzó, las tomó del cabello y las arrastró varios metros. Sus
mochilas cayeron al piso. Gritaban, trataban de zafarse de aquel monstruo de casi
dos metros que las miraba con ojos saltones.
-Quiero un hijo, quiero un hijo- les repetía mientras retorcía el rostro de una de
ellas- Voy a tener un hijo tuyo.

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La nena lloraba. Su amiguita logró escapar. Marquitos dio cabeza contra el piso
de su presa y salió a buscar a la otra. Pronto la alcanzó. La nena imploraba,
llamaba a su mamá. Fue todo en vano: Marquitos con una sola mano le rompió el
cuello y volvió con la otra que yacía media desvanecida en el piso. Se le montó,
bajó sus pantalones y dejó ver su miembro erecto..
La nenita abrió los ojos. No dejaba de lagrimear.
-Por favor no me mates- le decía, - no me mates, no me mates.
-Sólo quiero un hijo- decía el joven que la penetró violentamente.
La niña gritó mucho. Su jumper se lleno de sangre de virgen, Marquitos la penetró
hasta el fondo.
-Dame un hijo- repetía mientras la asfixiaba- Dame un hijo, quiero que seas
mamá.
La nena lloraba, se atragantaba con sus mocos. Del miedo no controló sus
esfínteres y se hizo caca. Marquitos comenzó a gritar como un mono: siguió
penetrándola, lubricando su vagina con la caca que seguía inundando su
bombachita rosada.
-Falta poco, serás mamá- le decía a la jovencita que ya estaba inconsciente de los
golpes- No te mueras, tenemos que traer un nene al mundo.
Marquitos descargó su semen en la vagina destrozada de la infanta. Estaba
desencajado, no veía nada, no escuchaba nada, ni siquiera los gritos del policía
que ya lo estaba apuntando con su arma. Dos, tres veces lo intimidó para que se
detenga; finalmente le disparó. Marquitos cayó muerto. Pero había embarazado a
su víctima, quien meses más tarde, moría de una infección.
Los chicos de el Alamo aún se preguntaban qué sería de la vida de Marquitos.

6
Mirta comenzó a preocuparse. El lamentable estado de Nahuel superaba con
creces anteriores depresiones que el joven había padecido. Ya no eran algunos
días encerrado en su habitación con las persianas bajas y negándose a comer y a
higienizarse. Las continuas amenazas de suicidio, que habían sido menguadas
con sedantes que le recetó un psiquiatra amigo de la familia, y los planteos
existenciales que rayaban la locura, impulsaron a Mirta a cometer el acto que
lamentaría toda su vida. Bastó una llamada telefónica para corroborar sus
sospechas, y una visita a la comisaría para denunciarlas. En una tarde, la buena
señora había sentenciado no sólo el futuro de muchos chicos, sino que además el
de su propio hijo.
Roxana y Valeria le insistieron sobre el asunto. Ellas conocían bien lo que pasaba
en esa plaza de drogadictos, en donde no sólo utilizaban estupefacientes sino que
además se entregaban a orgías y a cultos satánicos.
-Son bastante blasfemos- dijo Valeria con tono inocente-. Nos da miedo pasar por
ahí. Parecen salidos de un circo: hay un gordo que siempre baila, una chica que
ríe continuamente como poseída por el diablo; algunos viejos toman vino y quien
más me llamó la atención fue un joven, que debe tener la edad de Nahuel, que
siempre lee y habla como si fuera un líder. Ese debe ser el más peligroso, Mirta.
- Sí, en la comisaría me hablaron de él. Aunque nunca cometió ningún delito.

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-¿Y eso que tiene que ver?-insistió la jovencita- Vos porque no viste su mirada, la
forma en que habla. Para mí hay una secta en el Alamo, y ese tal Octavio es el
que la maneja. No te extrañes-finalizó exagerando la concheta- que le hayan
pedido dinero a tu hijo o hasta que hayan querido matarlo para traficar con sus
órganos. Mi mamá dice que las sectas realizan esas cosas.
-¿En serio?- intervino Roxana muy preocupada-.
-Sí Rox. Es peligrosa esa gente, y Mirta hizo muy bien en denunciarlos. No sólo
por Nahuel, sino que además por la salud de otros chicos. Hay que erradicar a las
sectas que ofenden a Dios.
Mirta asintió con la cabeza y se dirigió a la cocina a preparar más café. Estaba
convencida de que había actuado por el bien de su hijo. Era hora de apartarlo de
todas esas ideas ridículas y filosóficas que a lo único que lo conducían era a estar
encerrado entre cuatro paredes todo el día. Pensar, meditar, reflexionar,
¿para qué? ¿Con qué objetivo un joven con la belleza de Nahuel debía entregarse
a esas divagaciones metafísicas?
Sí, no había duda, era la lacra de el Alamo la que lo estaba llevando por el mal
camino. Los rumores se habían extendido por toda la ciudad, y pese a que
muchos grupos artísticos defendían la postura seudohippie de esos delincuentes,
y que diferentes diarios de vanguardia apoyaban las reuniones que allí se
efectuaban, Mirta y demás madres de familia sabían que lo que se escondía entre
los árboles era una secta, era un grupo de reos demoníacos que perturbaba la
paz de los transeúntes.
Eran serpientes, había dicho Nelly, una muy querida amiga de Mirta. Juntas
habían reunido a más personas, y mediante el poder de una de ellas, que era
mujer de un juez, hicieron la denuncia pertinente. Pruebas había: ruidos molestos,
jóvenes que una vez que frecuentaban a esos forajidos no volvían a ser los
mismos; actos impúdicos, invasión de espacio público; consumo de drogas.
Fue Mirta quien llevó el estandarte en contra de los chicos de el Alamo.
Balero no le había mentido: Nahuel, luego de estar en su casa, concurrió a el
Alamo.
"Siento asco, siento asco"- gritó el joven de agraciada facciones aquel domingo a
la madrugada cuando regresó. "Siento asco de la gente, asco de ella. Los odio a
todos. Quiero que se mueran" Se abalanzó sobre un retrato de Roxana y Valeria
y lo estrelló contra la pared.
"Hijas de puta, hijas de puta" gritaba mientras pisoteaba las fotos.
Mirta se despertó y trató de calmar a su hijo. El no entraba en razón. Corrió a su
habitación, abrió la ventana y si Mirta no lo hubiese agarrado a tiempo, el joven
hubiera saltado al vacío.
Valeria a todo esto se hacía la desentendida: no se atrevía a decirle a Mirta que
fue con ella con quien pasó su hijo la noche. ¿Qué sería de su reputación si la
madre y Roxana se enterasen que había pasado una noche de sexo con esa
oveja descarriada? Fue solo un momento de desvarío, del cual la jovencita se
arrepintió todo el domingo, no sólo en su casa, sino que además en el
confesionario, en donde acató con alivio la penitencia impuesta por el sacerdote.
Valeria no diría nada, y como Nahuel estaba en un estado lamentable, nadie le
creería. A lo sumo diría que lo encontró en la puerta de Stadium, y que viéndolo
en tan mal estado, le insistió para entrar. Aparte Pato era testigo de cómo el joven

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rubio miraba hacia la plaza, y fue la misma Roxana quien divisó al gordo Javier
saludándolo desde el Alamo. Valeria respiró aliviada y juró que nunca más se
entremezclaría con gente como Nahuel. Estaría sólo con jugadores de rugby: al
menos no le darían tantos problemas.
Mirta subió como todos los mediodías desde aquel episodio al cuarto de su hijo a
preguntarle qué quería almorzar. El estaba absorto, con la mirada fija en el
ventilador del techo. Hacía días que no hablaba con nadie.
La noche pasada con Valeria había sido decisiva: en pocas horas la verdad se le
había revelado. La vanidad de todo, lo superfluo de cada acto se ve cristalizado
en el acto por excelencia: el sexo. Y ese traicionero accionar no es otro que el
disparador de la humanidad, mediante él, la especie vive, los hombres se
regeneran, y la maldad y la estupidez gozan de inmortalidad.
Mientras exista una erección, sólo una, y mientras una mujer se lubrique, la rueda
continuará girando, y nunca habrá escapatoria posible, pues esos minutos, esos
infames minutos, son muy difíciles de resistir: basta que el rompecabezas humano
se arme para que la especie sobreviva.
¡Qué asco! ¡Qué crueles son los caminos de Dios, que cimentados por un acto tan
vulgar y animalizado, perpetúan un mundo que sólo segrega dolor, injusticia,
idiotez y finalmente muerte! Sí, la muerte espera al final del túnel, está allí para
arrebatarnos, pero antes, la trampa de Dios brillará, ya que el hombre, en el
transcurso de su vida habrá cedido al acto carnal, a la inmundicia horizontal, y
habrá dejado una infausta herencia para que continúe sembrando una tierra sin
sentido, sin final ni comienzo: una broma que sólo le causa gracia al feto y al
muerto. La salvación, si es que existe alguna, es el tacho de basura de algún
hospital, o el frío ataúd de un cementerio.
Nahuel, el príncipe de los rebelde, también se había doblegado al trono de la
carne. Le había encendido velas al dios Sexo, que en el placer esconde la terrible
verdad de la especie. Esta vez no había pasado nada, ¿pero quien le aseguraba
que algún día su semen no sería motivo de un nuevo ser humano cruel, egoísta y
desesperado?
Todos son basura, todos se parecen a su Creador.
Mirta abrió la puerta.
-¿Cómo te sentís hijo? Si querés puedo hacerte algo para comer, hace días que
no probas bocado, te vas a enfermar.
-Tal vez sea eso lo que quiera- contestó el joven.
-Nahuel, mi vida- dijo la madre acercándose a la cama- No hables así, estás
pasando un mal momento, pero te aseguro que todo cambiará.
-¿Sí? ¿Cómo?
-Hijo, yo también me hacía tus mismas preguntas, yo también indagué sobre la
vida, fui muy rebelde a tu edad. Pero con los años verás que la vida no es tan
mala como crees, que Dios es bondad, que él nos cuida.
-No me jodas- contestó Nahuel.
- Vos pensás que el arte, que es lo que más te apasiona, tiene sólo una cara-
Mirta cambió el tono de su voz y se puso más reflexiva-. Hay autores que le han
cantado a la vida, a la esperanza, al amor. Mira a nuestro querido maestro
Sabato, tiene casi noventa años, y es el ejemplo para toda la juventud.
- Será tu querido maestro. Y para mí no es ejemplo de nada.

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-Deberías aprender más de él, Roxana lo lee todas las noches.
Nahuel miró a su madre con odio.
- Es tiempo de que cambies hijo, hay toda una vida allí afuera que quiere que la
descubras. Sé que te rodeaste de gente mala, pero eso ya pasó. No habrá más
gente mala en tu vida.
-¿Qué queres decir?
-Ellos no eran tus amigos Nahuel, ni siquiera eran artistas. Sabes a lo que me
refiero.
-¿Qué hiciste?- dijo con brusquedad el joven.- ¿A quiénes te estas refiriendo?
-A esa gente que se junta cerca del boliche a donde va tu hermana, esos locos
satanistas que te han lavado la cabeza. Vos estás para otras cosas. Ya no te van
a molestar.
Nahuel se levantó con brusquedad de la cama. Comenzó a vestirse.
-¿Dónde vas, hijo? ¿Qué estás haciendo?
Nahuel estaba rojo de la ira. Sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia.
- Vos no sos como ellos, vos no perteneces a esa gente drogadicta. Hijo, por
favor, escuchá a tu madre.
-No quiero escucharte.
Nahuel terminó de vestirse y se dirigió a la puerta.
-Andá si queres- finalizó con tono de triunfo Mirta- no creo que haya nadie en esa
plaza de borrachos.
-Sos una mierda. Nunca entendiste nada. Rogale a tu estúpido dios que no sea
demasiado tarde.
La puerta se cerró con brusquedad, y el joven se dirigió con prontitud, y por
primera vez convencido de una decisión, hacia el Alamo.

Un mundo de caca fue la última imagen que pasó por la perversa mente de Alex
antes de su detención. Mientras iba quedándose dormido bajo un árbol,
posiblemente a causa de la excesiva ingesta de alcohol y drogas, el joven de ojos
de rata divisó una tierra perfecta en donde los excrementos serían los auténticos
monarcas.
Inodoros, bidet y papeles higiénicos danzaban grotescamente en la ciudad
fertilizada por la caca de mujer, y Alex, su único visitante, saludaba a sus nuevos
compañeros con una amplia sonrisa.
-Buen día- decía a los montículos de materia fecal que se erigían en las puertas
de los colegios de mujeres- ¿Cómo están?
Se dirigía saltando y bailando hacia ellos, tomaba un trozo y lo besaba con afecto.
¡Qué bella era la caca de mujer! ¡Qué aroma peculiar desprendían esas heces
depositadas por niñas educadas y bonitas de colegios religiosos!
El jovencito, en posición de loto, se sentaba al lado de la caca y traía hacia sí la
masa marrón para luego desparramarla sobre su cuerpo. Imaginaba que alguna
adolescente rubia era la dueña de ella, que corriendo con prontitud al excusado la
había dejado caer. ¡Qué sublime sería ser un inodoro! ¡Ser la boca receptora de
los desperdicios de mujeres! Porque hasta lo más innoble de una adolescente
hermosa merece veneración, en contrapartida con lo más bello de alguien
indecoroso, sean sus sentimientos o sus intenciones, que por más sinceros que
sean derivan de la fealdad.

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Todo se corrompe cuando su dueño es un ser físicamente antiestético, y por el
contrario, lo más despreciable de alguien agraciado merecería ser adorado como
una reliquia de santo.
Los olores no son los mismos: un pedo de obesa, sabiendo que procede de su
gula, de su inseguridad que la lleva a alimentarse en demasía y que sale de un
culo horriblemente maltrecho y flácido no tiene grado de comparación con una
dulce ventosidad expelida por un ano perfectamente moldeado en los altivos
talleres de Dios.
Alex recordaba aquella frase de un escritor que decía: "Imaginar los excrementos
depositados por un hermoso y virginal ano de mujer, es la figura más poética que
vislumbré desde la lectura de Goethe"
¡Qué frase tan acertada! ¿Quién había sido el artista que la había creado? La
belleza es sublime en todos los sentidos, y cuando una mujer es tocada por las
alas de los ángeles, todo en ella debe ser amado, inclusive su caca, pues nada de
lo que salga de su interior merece rechazo. La belleza está más allá de los olores
o de las tradiciones que dicen que tales partes del cuerpo son sucias, ¡nada es
indecente en alguien hermoso, pero todo es despreciable en alguien feo!
El joven continuó su rumbo y se encontró con un gran inodoro que lloraba. El
receptáculo blanco, con la tapa abierta, se hallaba tirado contra una descascarada
pared. Alex alzó la vista y vio un cartel que decía: "Geriátrico" Aquel ser inocente,
que debería ser laureado por la caca de las mujeres bellas, había trabajado toda
su vida en una pocilga de viejos, siendo la innoble fauce de la caca blanda y
presagiadora de muerte que depositan los ancianos.
¡Cómo lloraba aquel ser inmaculado! De vez en cuando vomitaba un líquido
verdoso que no era otra cosa que los últimos residuos de las heces de vejestorios
que aún pululaban en su interior.
-Mi vida ha sido la peor de todas- sentenció el inodoro- Pasé mi existencia en ese
lugar, con mi boca siempre abierta a esos culos apergaminados. A cada momento
los veía acercarse a mí, con pasos cavilantes, andar cansino, y portando algún
diario. Se apoyaban en mi rostro y con un grito animal inundaban mi ser con su
horrible materia fecal, con sus tóxicos de viejos que me ahogaban. Muchas veces
vi sus hemorroides, sus venas colgando que segregaban sangre; aprecié su
sinfonía de pedos podridos, pues son alimentados con la peor comida. Mantienen
vivos a esos viejos sólo para prolongar el sufrimiento de los inodoros. Dios ha sido
bueno con vos.- dijo- que no te hizo excusado en un geriátrico.
-Eso no es nada-intervino otro inodoro que avanzaba por la desolada avenida- Yo
trabajé en el baño de servicio de una casa. Fui receptor de una sirvienta-manifestó
convencido aquella cosa que se acomodó cerca de Alex- Nada peor que tragarse
la caca de alguien destinado a limpiarla. Vos te quejas de los viejos, pero ellos son
así porque están llegando al final de sus vidas, y cumplen los mandatos de Dios,
pero ser inodoro de un ser que nació a dos pasos de los excrementos, y que pasa
sus días fregando la ropa sucia de sus patrones, para luego, cada mañana,
depositar su inmundicia, es lo más humillante. Viví toda mi existencia en el último
estrato de la sociedad, nadie más desdichado que yo, que pasé años enteros
encerrado en un diminuto baño esperando que una sierva baje su bombacha
barata y me haga caca encima. Dios ha sido bueno con vos, que no te hizo
excusado de una sirvienta.

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-Ustedes son unos privilegiados.- habló un tercer inodoro que reía con la risa de
aquel que se lleva la peor parte en la vida- Yo trabajé en un club judío, y como si
eso fuera poca tortura, años más tarde me trasladaron a un supermercado chino.
Es decir, fui el receptor de los seres más olorosos de la tierra.
Aun recuerdo a esos nenitos horribles, con sus narices de águila y sus ridículas
kippá acercarse a mi hogar y cagarme encima. ¡Qué mal huelen los judíos, y eso
que son el pueblo elegido! ¡Los judíos huelen a Dios!
Todos festejaron la acotación de aquel inodoro divertido, que haciendo un gesto
de permiso, se sentó:
- Después tuve que trabajar para esos orientales repulsivos que parecen salidos
de una placenta de ajo. Con su lenguaje salvaje y sus rostros marcianos me
atosigaron los últimos años de mi vida ¡Qué triste ha sido mi destino!- finalizó el
inodoro y se quedó dormido.
Alex dio vuelta su cabeza y se encontró con un imponente restaurante. Se acercó
más y vio a través de su gran ventanal a los comensales que degustaban exóticos
platos y bebían grandes cantidades de vino. Todos eran ricos; el perfume que
exhalaban se impregnaba en todo el ambiente. Nadie parecía reparar en el otro,
cada uno estaba absorto en su plato y en comer.
Los mozos iban y venían apresuradamente; los señores se hacían los importantes
delante de las mujeres, y ellas, pobres infelices, los correspondían con una amplia
sonrisa. Parecía un Edén culinario, y sin embargo, esos mismos individuos que
tan preponderantes se creían por estar en uno de los restaurantes más caros, al
otro día también serían llamados por la naturaleza para hacer sus necesidades.
Lo que su vientre expulsaría sería igual a lo que expulsaría el vientre del cocinero
o del mozo. Todo posee el mismo aroma, textura y color a la mañana siguiente,
todos somos semejantes ante el inodoro: aquel que degustó el mejor plato como
aquel que se alimentó con un sándwich de mortadela.
¡La imparcialidad de Dios sólo se ve en la caca! ¡Somos iguales ante Él cuando
defecamos! El resto de la existencia transcurre entre desigualdades, injusticias, y
sed de poder; pero a la mañana siguiente, cuando tanto el rico como el pobre, el
viejo como el joven, se dirigen al baño, la naturaleza es equitativa: la caca es el
lazo diamantino de los hombres.
Dios seguramente está hecho de excrementos, pues en lo único que constituimos
una especia, a imagen del Creador, más allá del dinero, la raza o el poder, es en
la caca. La caca es el icono, es el estandarte de igualitarismo que Dios nos
concedió, el lugar en donde todos nos encontramos, porque tal vez venimos de
allí: de la caca divina, de Dios
Alex, en medio de su mórbido y confuso sopor, se masturbaba compulsivamente.
La fábula del inodoro había dado paso a un cortejo de señoritas vestidas de cuero
que en su imaginación lo azotaban y denigraban.
Eran muchas, y todas se reían de él: lo insultaban, lo pateaban, algunas lo
escupían; una morocha de no más de 15 años le tiraba pedos en la cara ante la
carcajada general. Alex besaba los zapatos de sus amas como muestra de
agradecimiento.
Iba de un lado para el otro, en cuatro patas y ladrando. Una de las chicas se
aburrió de verlo actuar como perrito y le dijo que fuera un mono: el joven se
incorporó y comenzó a saltar grotescamente. Emitía sonidos animalizados y

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bailaban rascándose su peludo pecho. Luego se metamorfoseó en una rana que
saltaba y croaba y en un cerdito que gruñía ante el regocijo de las adolescentes.
Finalmente, lo ataron y le colocaron un zapato en la cara, ajustándoselo con una
media. Alex era un esperpento a merced de chicas malas que se divertían de
tener su propio bufón. El zapato olía a sudor, la media también: al joven lo
patearon un buen rato hasta que cuatro fornidos muchachos llegaron, se rieron un
poco del idiota que olía el calzado y se fueron con sus chicas.
-Chau, nos vamos con verdaderos hombres- sentenciaron ellas.
Esas palabras fueron las idóneas para que Alex eyaculara en medio de un frenesí
y minutos antes de que su padre, ya en la cruenta vida real, lo sujetara ferozmente
del brazo, lo metiera en un taxi y lo llevara a un hospital neurosiquiátrico.

El gordo Javier había logrado escapar. Débil a causa de tantas drogas y


deprimido al comprobar que su situación con las mujeres no había cambiado,
echó a correr sin un rumbo fijo por la avenida Cabildo.
Ver esa masa amorfa desplazarse sudorosa por las calles, con los ojos llenos de
lágrimas y una idiota sonrisa que obedecía a la desesperación, era un triste
espectáculo que algunas mujeres festejaron riendo.
El gordo feo, fracasado e inútil corría hacia Puente Saavedra con el único objetivo
de escapar, de esconderse de sus propias fantasmas que ahora, luego de meses
de una estúpida libertad en el Alamo, regresaban más despiadados que nunca.
"¿Dónde vas gordo?" le susurraban al oído mientras corría."¿Acaso creíste que
por haberte juntado con unos necios que no se burlaban de vos ahora serás libre?
¿Crees realmente que perdonaremos a un joven ridículo con aires de
majestuosidad que cuando ve una mujer se pone rojo como un tomate? ¿Crees
que hay oportunidad para vos?"
Javier afirmaba con la cabeza y lloraba. ¡Él quería una oportunidad! ¡Tan solo una!
¡Cuánto hubiera dado por sentir el roce de una mujer, su cálido aliento, alguna
palabra que lo apaciguaran!
Siempre las risas, el desprecio, o lo que era aún peor, la indiferencia. Por algunos
meses se sintió protegido, amparado por sus nuevos amigos que nunca le
recriminaban nada, que no lo juzgaban por su obeso cuerpo o por su timidez.
Javier era feliz, pero esa felicidad no era eterna, pues las leyes de la sociedad,
tributarias de las leyes divinas, se hacen sentir en cada individuo, y si éste no
cumple lo demandado por el dulce "qué dirán", esas voces, que pueden ser muy
armónicas cuando uno es bello, inteligente y seductor, se transforman en alaridos
monstruosos cuando el sujeto se halla en el último peldaño. Javier era la lacra, el
joven que nadie querría ser: bueno y feo; letal amalgama que termina por
destrozar a su triste poseedor.
El sueño había terminado. Las noches de canto y baile alrededor de una
improvisada fogata ya no existían. Las risas de Alex, las ironías de Octavio o las
reflexiones del viejo Facundo habían llegado a su fin: Javier ya no era parte de
nada, había vuelto a ser lo que siempre fue: un gordo fracasado.
¡El destino es cruel, ya que a veces coloca un purpúreo manto a algunos sujetos
para que transiten sobre él; enceguece con una supuesta grandeza al infeliz que a
los pocos pasos comprueba que el destino no es el trono, sino un oscuro calabozo
en donde yacerá a perpetuidad!

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Nunca habrá salida para la gente como Javier, y mucho menos para los artistas
vanguardistas como Octavio que creen que por odiar a Dios o a la sociedad, sus
ideas prevalecerán. ¡Dios está desde siempre! ¿Qué inicua idea lleva a los artistas
a creer que ellos, revolucionarios de cartulina, podrán imponerse y cambiar un
mundo que ni siquiera ayudaron a crear? ¿De dónde salieron esos bufones que
luchan, se esfuerzan, replican y proponen ideas peligrosas que pasarán como las
nubes y que ni siquiera tienen la utilidad que ellas poseen?
Artistas: soñadores rebeldes que lo son porque no pudieron integrarse a la
sociedad, porque llegaron tarde a la repartición de un rostro bello y entonces
tuvieron que refugiarse en el saber para contrarrestar lo más sublime que una
persona puede poseer.
Denle a esos hipócritas un trozo de mundo, y traicionarán sus más arraigados
ideales; enciérrenlos con mujeres hermosas, con bebidas caras y platos exóticos y
todos sus discursos antisistema se irán al diablo. Odian lo que no pueden tener, y
defienden las sobras agusanadas que el mundo les dio: carroñeros, insectos
idealistas que no pueden aceptar ser lo que son; que envidian a todo aquel que es
feliz, que es agraciado y que puede llevar una vida tranquila sin necesidad de
estar predicando una estúpida verdad que obedece a la resignación más que a la
convicción.
El mundo seguirá, nadie se detendrá ante esos energúmenos que desde su
limitada parcela gritan sus ideales. ¡A quién le importa tu credo, tu técnica artística
o tus sueños de un mundo mejor! ¡Mueran los artistas y que viva la sociedad, ya
que ella es eterna, y devora con sus fauces a aquel que no prostituye!
Javier pensó en volver a su hogar. Sí, era lo más apropiado: le pediría disculpas a
sus padres por el tiempo que estuvo ausente y retomaría a su larvaria vida otra
vez. Total, ¿qué más da? Si iba a ser un infeliz por el resto de sus días al menos
no quería pasar privaciones. Es una locura estar condenado a ser un fracasado y
encima pasar hambre o frío
Paró un taxi y volvió a su casa. Abrazó a su madre y se instaló cómodamente con
un paquete de papas fritas en un sillón a ver la televisión. Javier estaba de
regreso, y la sociedad sonrió.

La policía buscaba a un niño no vidente que obedecía al nombre de Ariel. Por las
descripciones recibidas no había dudas que era ese individuo que lloraba mientras
se aferraba a una mujer de imagen equívoca a la que apodaban la Romi.
El cabo Hernández, provinciano bruto, tomó por las fuerzas al niño sin emitir
palabra. El se resistía, se aferraba a la Romi quien comenzó a insultar a la
autoridad.
- Quedate piola, putita- le dijo el cabo con la habitual simpatía policíaca- no es con
vos la cosa.
-¿Pero por qué se lo llevan? ¿Qué les hizo?
Hernández forcejeó, y al final logró arrancar de los brazos de la adolescente al
desesperado niño que pedía quedarse.
-No quiero volver, no quiero volver- gemía Ariel ante la brutalidad del policía que lo
cargó como si fuese una bolsa de papas.- Déjenme con ellos, no quiero volver,
por favor.- continuaba repitiendo.
La Romi si incorporó de un salto y se abalanzó sobre el cabo, quien de un

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cachetazo la tiró al piso.
-Te dije que te qudes en el molde, puta, ¿o querés que te queme?
Esas palabras estremecieron al nene que temió por la vida de su amiga. Pero ella
no entraba en razones, y desde el piso, y con la nariz sangrante, continuó
injuriando al policía que se perdió entre los árboles.
Ariel ya no estaba. La única compañía de la Romi, su único consuelo entre tanta
amargura había sido arrebatado sin motivo alguno. La joven de cabello color
ébano lloró amargamente. Desde la muerte de su madre no sentía tanta soledad y
desamparo. Otra vez estaba sola: la mano de Dios, que más que mano parece
garra en ocasiones, volvía a sujetarla con salvajismo: esta vez no opondría
resistencia, ya no quería luchar. La Romi necesitaba el veneno final.
Giró su cabeza y sólo pudo divisar al loco Pepe que sumido en una fuerte
borrachera cantaba una canción de cuna. Sólo él quedaba en el Alamo, ¿dónde
estaban todos?
La Romi trató de incorporarse. Se hallaba maltrecha, y no sólo por el golpe que
acababa de recibir, sino por los meses de ingesta de drogas que estaban
haciendo estragos en su otrora privilegiado cuerpo.
Llevaba días de "vuelo" a causa de la heroína. No recordaba nada. Todo pasaba
por su cabeza como en una película. Buscó con la mirada a Javier, a Alex, a
Octavio. Nadie estaba a su alrededor, sólo escuchaba el lastimero canto del
borracho.
Volvió a llorar. Esta vez era un llanto final, era lo último que le regalaría a un
mundo que sólo le había brindando dolor. Dejaría sus lágrimas como obsequio a
una tierra que la había vomitado con el único y triste objetivo de volverla a tragar.
Era muy joven para morir... aunque eso qué importaba, ¿acaso la Naturaleza se
apiada de los jóvenes que fenecen retorcidos en algún hospital víctimas de las
más variadas enfermedades? ¿Hay alguna balanza que mida la justicia divina o
todo acaece presdigitado por un malsano azar que en la mayoría de los casos
favorece a los más despiadados?
La gente mala no muere: se suicida. Aniquilarse es señal de fortaleza, de
completo dominio de uno mismo, de decidir hasta cuando queremos transitar la
arlequinesca vida sin esperar la convocatoria divina que sólo nos llevara a hacerle
compañía a los gusanos en algún frío ataúd.
Nerón y Hitler, paradigmas de la malsana libertad individual, del cinismo llevado
hasta el extremo, murieron por su propia mano y cuando más lo creyeron
conveniente; Ghandi y Martin Luther King, paladines de la benevolente libertad
colectiva, de la desinteresada caridad para con prójimo, fueron asesinados en el
momento en que su gente más los necesitaba. Una antinomia sabrosa, que
prueba que el bien sólo triunfa en la mente de los perdedores.
La Romi fue quedándose dormida en un banco, igual que aquella noche que llegó
por primera vez a el Alamo. Había perdido la cuenta de los meses que llevaba en
el parque, de las noches que había reído hasta llorar con sus amigos.
¡Cómo le hubiese gustado que todo fuese distinto y haber formado una familia, por
más loca que pareciera la idea, junto a Ariel y Octavio!
Muchas veces los veía y se imaginaba junto a ellos en un acogedor hogar, con un
gran ventanal que diera al océano, comiendo o viendo la televisión.
¡Tan lejana parece la familia para aquellos que nunca tuvieron en sus vidas un

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bosquejo del amor maternal! Sin embargo la joven nunca había perdido las
esperanzas, y fantaseaba que Octavio algún día sería un actor famoso, con
mucho dinero, y que enamorado de ella, aceptaría adoptar al nene Ariel para
empezar de cero una nueva vida.
Los tres, acurrucados en la cama matrimonial, recordarían, no sin dolor, aquellos
años en que eran vagabundos, aquellos tiempos en que no tenían futuro.
Escucharía las ironías del artista triunfante, se enorgullecería de ser la mujer de
alguien que había llegado a la cima empezando de lo más hondo de una fosa;
también amaría a ese niño no vidente con toda su alma, ¡cuántos besos y caricias
que nunca había demostrado cubrirían a ese ser inocente! ¡Cuantas palabras de
admiración le daría al joven Octavio luego de años de haber batallado juntos para
sobrevivir!
Pero sin embargo ahora no había nadie: sólo ella y un utópico anhelo que fue
ingresando, en su compañía, al aterciopelado feudo del sueño.
Los ojos de la adolescente se cerraron, y un disparo silencioso, proveniente de un
arma reglamentaria perteneciente a un cabo, sumió a la Romi en un eterno
descanso, y en el panteón de los que mueren cuando más quieren entregarse al
prójimo.
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Nahuel corrió desesperado. En su mente aparecía la imagen de su madre
delatando a todos los habitantes de el Alamo. ¿Qué sería de Ariel o de Javier?
¿Quiénes los comprenderían? ¡Qué terrible es regresar al infierno cuando ya se
conoció la beatitud celestial! Doble condena pesa sobre aquel que tuvo la
oportunidad de ver sus sueños hechos realidad, pues la añoranza de éstos, en la
madriguera de la soledad y cuando nadie queda para consolar las lágrimas, es
muy cruenta. Preferible permanecer a perpetuidad en una suerte de deseo que
jamás llegue a concretarse, porque de hacerlo, de metamorfosearse en hechos
tangibles y mudables, se correrá el ominoso riesgo de perderlos.
Los dioses nos castigan al escuchar nuestras plegarias.
El joven de dorada cabellera cruzó apresuradamente la avenida 9 de Julio cuando
la noche se cernía sobre la ciudad. Los automovilistas iban a gran velocidad,
seguramente regresando de sus labores cotidianas para irse a encontrar con su
aun más cotidiana vida de hogar; algunos adolescentes invadían la peatonal
Lavalle para enclaustrarse en los cyber café y divertirse con los didácticos juegos
de red; los extraterrestres, que cada vez eran más, se deslizaban entre la basura
ajenos a todo pensamiento existencial: sólo sentían hambre como los animales.
Buenos Aires, capital tan venerada antaño, era una sombra de su antiguo
esplendor. Si antes la comparaban con alguna ciudad europea ahora no podría
asemejarse ni al peor pueblucho de Paraguay. No sólo la suciedad y la innoble
visión de los extraterrestres le quitaban glamour, sino que además la violencia de
sus calles, que ni siquiera tenían a algún delincuente de la talla de Pretty Boy
Floyd o Al Capone: los que robaban eran alquitranados analfabetos que estaban
dispuestos a matar sólo para conseguir algunas monedas.
Sin dudas eso era lo más despreciable: ser "pungueado" por un esperpento con
pretensiones tan limitadas: un vinito.
El Alamo ya se mostraba en el horizonte, aunque totalmente a oscuras. Ninguna

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luz estaba encendida y ni siquiera la gente linda, que en ocasiones paseaba por el
parque para mofarse de sus habitantes, se veía. El aspecto del antiguo refugio de
marginales semejaba un teatro vacío, que luego de haber dado su función, cierra
sus puertas y se encuentra con lo que verdaderamente es: un local con butacas y
un escenario que si no tiene gente que haga reír o llorar, no se diferencia de otro
recinto. Y el Alamo era eso: una plaza como cualquier otra, con sus juegos
infantiles, el busto del prócer de turno, el bebedero maltrecho, algunos bancos
naranjas y los carteles normativos.
¿Qué había de extraño en un lugar así? ¿Quién podía imaginar que allí dentro se
habían tejido sueños e ilusiones, que muchos jóvenes se habían esperanzado,
que algunos viejos borrachos y locos habían sido escuchados y que más de una
jovencita, seducida por Cupido, había perdido su castidad?
¿Qué persona que pasara por el Alamo creería que entre sus frondosos árboles y
su tupido pastizal se escribieron sonetos, obras teatrales, se pintaron cuadros y se
discutió hasta altas horas de la madrugada algún concepto filosófico?
Ahora era una plaza más, pero para Nahuel, que no fue protagonista pero sí un
espectador privilegiado, esa parcela de tierra y flora representaba todo lo que
hubiera querido ser y por temor no se atrevió; allí dentro descansaba el espíritu
verdaderamente santo del arte, aquel que muchos creen alcanzar con sus
invocaciones grotescas ignorando que es él, cuan Pentecostés Artístico, el que
desciende sobre algunos privilegiados que hablan en distintos dialectos pero bajo
un mismo idioma: La Libertad.
El joven ingresó al parque y amparado por la luz de la luna caminó con paso
cansino hacia la calesita. Se sentó en el pasto y prendió un cigarrillo. Algunos
papeles, botellas y mantas aun permanecían como único legado de los antiguos
habitantes.
Una lágrima cayó de sus penetrantes ojos azules al recordar que él tuvo la
oportunidad de pertenecer a algo, de ser parte de un grupo que no le pedía nada
a cambio, que no le exigía que se comportara como la sociedad indica, sólo lo
exhortaba a ser él mismo, tan solo eso... ¡pero que difícil es ser uno mismo
cuando tantas máscaras cómodas se pueden usar para no exponerse a los
avatares del destino! ¡Qué agallas hay que poseer para mostrar las cicatrices y la
verdadera sonrisa al mundo! Pues este, la maquinaria antropófaga, siempre exige
superficialidad y no perdona que un engranaje se mueva sin la necesidad de su
nocivo aceite.
Ahora ya era tarde: los ideales habían desaparecido porque los idealistas ya no
estaban: la sociedad volvía a imponerse de la misma manera bestial y bárbara de
siempre: cortando las alas antes de que éstas logren desarrollarse lo suficiente;
machacando la aureola y crucificando a los ángeles que ansían caer; no hay
infierno para ellos, sólo olvido.
La peligrosa consonancia de algunas personas debe ser borrada antes de que se
transforme en una sinfonía, y así, con muchos más instrumentos y voces, llegue a
oídos de otros seres. Es un juego simple: maten al que dirige la orquesta y ésta
nunca volverá a ser la misma; eliminen al creador y sus criaturas correrán
desprotegidas para ser víctimas de las saetas, o bien lamerán las botas de los
cazadores que luego de esclavizarlos, de extirparles sus sueños, y de
convencerlos de que lo hicieron por su propio bien, los transformaran en seres tan

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repulsivos como ellos.
Nahuel había logrado escapar, era libre, pero libre en un desierto. No tenía con
quien estar, con quien compartir. Era el único sobreviviente porque nunca
perteneció a nada.
Se echó sobre el pasto y contempló las estrellas. La oscuridad era envolvente y
hasta creía escuchar la voz del loco Pepe o las preguntas de Ariel; por momentos
sintió que la Romi le hablaba o que Alex se vanagloriaba de sus perversiones;
Javier también estaba en ese coro, lo escuchaba reír de una manera especial, sin
miedo a causar rechazo. Todos se cruzaron por su mente en una fracción de
segundo: el Alamo volvía a ser lo que era, al menos en sus sueños, y estos son
los únicos que jamás persona alguna podrá profanar.
De pronto una voz causó más sonoridad en su mente: era un sonido suave, dulce,
de una melodía especial: era una voz de verdad.
- Una de las experiencias más felices de la vida es servir de blanco sin que le
acierten a uno- dijo con una sonrisa de triunfo Octavio-
Ambos jóvenes se abrazaron efusivamente en la lobreguez de el Alamo. No había
testigos, no había aplausos ni censura, no había contra quien luchar ni a quien
adorar. Sólo estaban ellos, únicos sobrevivientes. Uno por permanecer en la
trinchera, el otro por haberse escapado. Una suerte de Aníbal el cartaginés y
Escipión el romano que luego de batallar en las guerras púnicas, fallecieron el
mismo año. Tal vez uno había perdido, tal vez otro había poseído más agallas,
pero en el momento crucial, cuando el horizonte comienza a cerrarse, y la Parca
deja caer los últimos granos de arena de su reloj, se habían hallado. Y ese
camino, el último, el más difícil, iban a transitarlo juntos.
Octavio con la altanería de aquel que vivió para contarlo, con el orgullo de haber
elegido su propio camino pese a saber que este no era otra cosa que un sendero
hacia el abismo; y Nahuel, el bello Nahuel, luego de haberse escapado una y otra
vez de sus sentimientos, finalmente había podido decidir algo en su vida, sin estar
pendiente de lo que dirían los demás.
Octavio tenía el pasaje que los alejaría para siempre del mundo. Era una gillette,
una simple gillette que tanto haría por dos jóvenes que ya no querían correr
porque habían errado el camino, ¿o lo habían hallado?
Se tomaron de la mano, esas manos asesinas y redentoras; esas manos que
serían atravesadas por la lanza del verdugo y los clavos del salvador. Caminaron
silenciosamente, sin dejar de sonreírse, hacia lo más apartado de la plaza. Y allí
cortaron sus venas lentamente.

Epílogo
Algún que otro diario hizo mención de los sucesos de el Alamo, acusando a sus
ex habitantes de las peores atrocidades.
"La plaga se acabó", "Evacuaron finalmente el antro de la perdición", "Hallaron
tres cadáveres que cierran la tristemente historia de el Alamo"- fueron algunos
titulares de los diarios y revistas de Buenos Aires.
Nadie se detuvo a indagar el por qué de los hechos, y el por qué de la drástica
decisión de sus últimos residentes.
Algunos vecinos exaltados por las enseñanzas cristianas salieron a decir que Dios

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había hecho justicia con esos monstruos que atosigaban a la gente del barrio;
jóvenes bien parecidos que concurrían a Stadium declararon que ahora se sentían
más seguros.
Salvando los aislados comentarios de algún periodista con más amplitud mental,
que como era de esperar, no fue escuchado, la sociedad había sido unánime: se
sentía salvaguardada sin la presencia de esos "vagabundos satánicos”
El suceso tan solo duró algunas semanas.
Mirta, la madre de Nahuel, cayó en un fuerte estado depresivo, del que sólo pudo
salir cuando se enteró que su hija se había recibido, con todos los honores, de
veterinaria. Si bien nunca pudo olvidar a su oveja descarriada, se sintió un tanto
esperanzada al saber que Roxana había optado por el buen camino.
El querido padre Nivas finalmente llegó a ser obispo de Buenos Aires, y uno de los
clérigos más amados por la diócesis. Cinco meses después de su nombramiento
fue elegido cardenal.
Pato comenzó a salir con Valeria, y a fin de año se casaron.
Y Stadium, como único testigo inamovible de la vana ilusión de los chicos del
Alamo, continuó abriendo sus puertas cada fin de semana.
Todo transcurría como si nada hubiera pasado, ¿qué significaba la muerte de tres
jóvenes idealistas que nunca llegaron a mostrar lo que verdaderamente eran? ¿A
quien podía importarle lo que una panda de rebeldes sin futuro hablaba en una
plaza poco concurrida? ¿Eran artistas? ¿Pero acaso los artistas no son, al menos
en Argentina, gente aristócrata que hace publicidades para tarjetas de crédito o
que editan sus obras "antes del fin" por Internet?
¿Los artistas no ganan concursos de novela organizados por grandes grupos
empresariales que se refugian detrás de un "clarín", no van a presentaciones de
libros a lugares exclusivos y pasean toda su erudición por cafés literarios
concurridos por viejos ricachones que no saben hacer otra cosa que rimar
palabras?
Sí, ese es el arte en este país de cerdos, y especialmente la literatura, que es
manejada por dos o tres momias que ni siquiera merecieron la categoría de reyes;
que es amparada por editoriales que buscan el lucro económico sin importarle el
material que exponen.
Y mientras tanto, millares de jóvenes mueren en el anonimato y en el desprecio de
la sociedad; tanta gente con talento que se marchita; que es apartada, que nunca
es escuchada...
La maquinaria continuaba su curso, pero no había logrado exterminar el último
residuo de bosta impregnado en sus ruedas; y este estiércol aún gemía, aún
contaminaba, y no estaba dispuesto a dejarla marchar tranquilamente.
Un joven llegó a el Alamo. Era escritor. Estaba solo. Se acomodó en un banco y
miró con odio a su alrededor. En su cuaderno negro se encontraba bosquejada
una frase que el ignoto visitante contemplaba con gesto complaciente, como si
aquellas palabras pudieran trasmitir el vano y placentero gemido de una mujer; el
glorioso aplauso del público que todo lo perdona menos el genio, el impotente
llanto del viejo artista vencido por una nueva generación violenta y nihilista; la
resignación de la familia ante el hijo pródigo que decide no regresar a casa... la
beatífica mano estrechada de Dios, en señal de amistad, que es cercenada por la
mano creativa del escritor, que prefiere perder su alma mas no sus ideales.

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La frase sentenciaba: "Las coronas de laureles son arrebatadas por un soplo de
brisa; contra las coronas de espinas ni una tempestad puede"
Fin

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