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Fabio Wasserman (2008)

REVOLUCIÓN

Durante el siglo XVIII la voz revolución podía utilizarse en castellano para expresar cambios políticos o las acciones que procuran
dicho fin. A pesar de esta disponibilidad, el término fue de uso infrecuente en al área rioplatense hasta principios del siglo XIX cuando
logró una rápida difusión como efecto de la Revolución Francesa, la crisis de la monarquía española y, sobre todo, la Revolución de
Mayo que, además, lo puso al alcance de vastas capas sociales. En ese marco, revolución cobró mayor densidad conceptual al
utilizarse para explicar y no sólo para describir o indicar cambios políticos o sociales, a los que también se les sumaron los de índole
moral, científica o intelectual. Este proceso implicó además la incorporación de nuevos usos y significados ligados a la idea de cambio
histórico. Entre otros, como un sustantivo en el que se objetivan sucesos o procesos; como un adjetivo que califica hechos, actores o
una época; y, en ocasiones, como un sujeto que interviene en el curso histórico. Una de las primeras innovaciones en el uso del
término fue obra de los ilustrados españoles que caracterizaban a las reformas políticas, sociales y culturales de la Monarquía como
una “feliz revolución”. De ese modo promovieron una valoración positiva de revolución a la vez que ampliaron su campo de
referencia hacia esferas como al educación, la técnica o la economía. La prensa ilustrada rioplatense también se hizo eco de este uso.
Este empleo coexistía con otro más extendido que apuntaba a dar cuenta de convulsiones sociales y políticas. No resulta extraño
entonces que tras el desplazamiento de las autoridades virreinales en mayo de 1810, quienes siguieron manteniendo su autoridad al
antiguo orden consideraran la creación de una Junta Provisoria de Gobierno en Buenos Aires como una revolución protagonizada por
insurrectos y subversivos. Quienes adhirieron al nuevo orden de cosas también consideraban que lo que estaba en marcha era una
revolución. Mientras que sus opositores no necesitaban calificarla para dejar en claro su rechazo, quienes la apoyaban solían agregarle
algún adjetivo destacando su carácter positivo, quizás porque asumían que una revolución también podía tener otra naturaleza. La
adhesión al nuevo rumbo político se expresó de diversas formas, entre ellas a través de sintagmas como el de “feliz revolución” o
“gloriosa revolución”. Éstas y otras expresiones similares siguieron siendo muy utilizadas en los años siguientes. Pero no sólo para
distinguirlas de las producidas en otras latitudes sino también para no confundir “nuestra revolución” con otro tipo de movimientos. Es
que para sus protagonistas y herederos se trataba de algo mucho más trascendente que un cambio institucional o del reemplazo de
peninsulares por criollos en el gobierno: la revolución debía transformar a la sociedad en todos sus planos para que pudiera reinar la
libertad. Esta transformación debía comenzar por ilustrar en sus derechos a un pueblo que se consideraba sumido en las tinieblas. El
concepto de revolución asumió por tanto un cariz positivo al expresar la posibilidad de profundos cambios de orden político, social,
moral y cultural, asociándoselo además con otros como patria, libertad, etc., etc. Pero este cariz se debió también al hecho de haber
permitido tornar inteligible un proceso político que si se distinguía por algo era por su carácter confuso e impredecible. Frente a este
incierto estado de cosas, el concepto de revolución contribuyó a articular un nuevo marco de inteligibilidad en los que esos sucesos
atenuaban su carácter contingente y cobraban mayor sentido al formar parte de un proceso de cambio histórico. Una parte sustancial
de ese sentido estaba dado por el hecho de considerar a la revolución como un nuevo origen en el que debía quedar borrado todo
vestigio del pasado colonial, convirtiéndose además en una inédita y eficaz fuente de legitimidad política que perduraría durante
décadas. La revolución se asociaba con una “regeneración” o una “redención”, y éstas se debían al accionar de los hombres que
luchaban por lograr la libertad, a lo que pronto se sumó como objetivo alcanzar la independencia. A este proceso se le atribuían
además algunos rasgos que tiñeron los usos del concepto revolución. Uno de los aspectos en los que existía consenso, y que constituía
a la vez motivo de orgullo, es el carácter pacífico y moderado que tuvieron los hechos del 25 de mayo. Esto se relaciona con una idea
recurrente en esos años y que estaba asociada con las nociones de redención y regeneración: concebir a la revolución como un proceso
providencial. La caracterización de la revolución como un proceso irreversible, ya sea providencial o regido por leyes históricas,
puede apreciarse en su constante descripción mediante imágenes o metáforas referidas a fenómenos naturales, incontrolables e
irrevocables que no pueden ser previstos ni afectados por acciones humanas: meteoritos, torrentes, mareas, terremotos, erupciones. Al
concebirse a la revolución como parte de un proceso cuyo curso excede las decisiones y hasta la propia conciencia de sus
protagonistas se ponía en cuestión un componente esencial del mito revolucionario: la creencia de que se trataba de un proceso de
redención debido al esfuerzo de los propios hombres. Esta contradicción procuraba atenuarse situando el accionar de los
revolucionarios como respuestas que se fueron dando a la evolución de la crisis monárquica. En otras ocasiones se señalaba la
existencia en el curso de toda revolución de dos momentos que deben ser valorados de diverso modo: el impulso revolucionario y la
dirección posterior que se le da al movimiento. Así, mientras que en el primer momento habrían primado los aspectos estructurales o
providenciales, en el segundo la acción humana había tenido mayor incidencia a través de la guerra y la acción política.
Había otra cuestión mucho más dramática que afectó decisivamente su valoración y al propio concepto pues implicaba poner en un
primer plano sus connotaciones negativas. Se trata de los que podrían considerarse como los efectos indeseados de la revolución, vale
decir, los conflictos facciosos, ideológicos, sociales y regionales que éste desencadenó. Revolución tenía por tanto dos sentidos bien
diversos: cuando se utilizaba para hacer referencia a la experiencia histórica local: como mito de orígenes irrecusable y como una
suerte de caja de Pandora cuya apertura había desencadenado conflictos que no lograban ser resueltos. Estos conflictos se traducían a
veces en movimientos de fuerza para desplazar a los gobiernos y, por tanto, también solían calificarse como revoluciones. Estos usos
restituían al concepto la violencia inherente a todo proceso revolucionario que tendía a quedar ocluida en virtud de la descripción de
los sucesos de mayo como hechos pacíficos. Esto planteaba la necesidad de distinguir qué revolución tenía un carácter legítimo. Esta
cuestión que ya se había suscitado durante la revolución francesa, había llevado a Condorcet a considerar que “revolucionario no se
aplica más que a las revoluciones que tienen por objeto la libertad”, mientras que forja el término “contrarrevolución” para referirse a
las que contradicen ese propósito. Esta última calificación también empieza a emplearse en el Plata, como lo hizo Beruti para referirse
a los sucesos del 5 y 6 de abril de 1811en los que se movilizaron sectores de la plebe urbana en apoyo de Saavedra. Pero la distinción
entre revolución y contrarrevolución no constituye una evidencia espontánea pues depende del punto de vista de quien examina los

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sucesos. Ya sea entonces por los conflictos facciosos o por el temor a una revuelta social, el concepto de revolución cobró un carácter
ambiguo al considerarse por un lado emblema de la libertad y mito de origen de la patria y, por el otro, causa de los enfrentamientos
que la desgarran.
La esperanza de que un orden institucional pudiera poner fin a la revolución se vio frustrada al fracasar la Constitución de 1819 y al
derrumbarse el poder central en 1820. Y si bien en los años siguientes se fue construyendo un orden institucional centrado en las
soberanías provinciales, y por un momento pareció incluso que podía crearse un cuerpo político nacional, los conflictos y la violencia
continuaron signando la vida pública rioplatense. En ese marco se asentó la calificación de revolucionario a todo aquel que atentara
contra el orden o procurara cambios fuera de la ley. A pesar de los constantes llamados a erigir un orden institucional que pudiera
poner fin a la revolución, ésta siguió siendo considerada como mito de orígenes, como proceso que había alumbrado una nueva patria
y, por tanto, como fuente de legitimidad. De ahí que incluso quienes veían con horror a las revoluciones y las asociaban con la
anarquía, no podían dejar de señalar su adhesión a mayo de 1810. Es por eso también que siguió siendo frecuente un uso disociado del
concepto a fin de poder distinguir el proceso revolucionario de las revoluciones entendidas como motines o sublevaciones. Es por eso,
también, que en las décadas de 1830 y 1840 se entabló una disputa en torno a su interpretación y su posible apropiación en el marco de
los enfrentamientos entre el régimen rosista y sus opositores. En efecto, el rosismo también cifraba el origen de la patria y de la
libertad de los pueblos en la Revolución de Mayo alegando que la Federación era su más legítima heredera, mientras que calificaba a
sus opositores como traidores a la misma. Sin embargo, en el discurso del régimen el concepto de revolución no suele tener valencias
positivas pues tendía a contraponerse aún más al de orden y a asociárselo con males como el desconocimiento de las jerarquías, las
luchas facciosas y la anarquía. Es por ello quizás que sus publicistas mostraban especial cuidado en definir a los suceso de 1810 como
una revolución. Esto no hacía más que reafirmarle a sus enemigos su convicción de que el rusismo procuraba restaurar el antiguo
régimen. Se trataba para sus opositores de una verdadera contrarrevolución. De ahí que al combatirlo, muchos creyeran estar
reeditando la lucha iniciada en 1810. La convicción de la Generación de 1837 de que la espada debía ser reemplazada por la razón,
sumada a la toma de distancia frente a sus mayores y a la incorporación de nuevos insumos intelectuales los llevo a plantear algunas
innovaciones discursivas ente las cuales se cuenta el propio concepto de revolución que ocupa un lugar central en sus escritos asociado
estrechamente a otros como progreso e Historia. Los románticos entendían que la Revolución de Mayo, aún inacabada, estaba inscrita
en un vasto proceso de transformación mundial. En su discurso el concepto de revolución retoma y ahonda motivos desarrollados por
el pensamiento ilustrado al expresar la condensación y aceleración de los cambios históricos producidos por la ley de desarrollo
continuo. Pero al igual que con el concepto de Historia, cobra un carácter más abstracto al constituirse en un singular colectivo que
resume en si todas las revoluciones posibles pues consideran que todos los progresos de la humanidad se encuentran interrelacionados
como parte de un único proceso civilizatorio.
En la batalla de Caseros se puso fin al régimen rosista, pero se abrió un nuevo ciclo de conflictos y guerras civiles, ahora con epicentro
en el enfrentamiento entre Buenos Aires y el Estado federal que agrupó a las otras trece provincias bajo el liderazgo de Urquiza. En
ese marco siguió considerándose que era necesario poner fin a la revolución, a la vez que se mantuvo la disputa para establecer
quienes eran sus legítimos herederos. Disputa que se prolongó hasta avanzado el siglo XIX, así como se extiende hasta el presente la
consideración de la Revolución de Mayo como mito de orígenes para la nación argentina.

[Fabio Wasserman, “Revolución”, en Noemí Goldman (editora), Lenguaje y revolución. Conceptos políticos claves en el Río de
la Plata, 1780-1850, Prometeo, Buenos Aires, 2008, pp. 159-174.]

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