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Pocos hombres han existido cuya biografía necesite menos de una justificación.
Isaac Newton fue uno de los más grandes científicos de todos los tiempos.
Valgan estas palabras del más autorizado de los actuales biógrafos de Sir Isaac
Newton como introducción a este breve artículo, que pretende arrojar algo de luz
sobre los aspectos más desconocidos, controvertidos y polémicos de este gran
hombre. No hay tiempo ni espacio (en el sentido newtoniano) para abarcar en
pocas líneas las enormes contribuciones que legó a la ciencia moderna. Mas bien
habría que decir que él creó sus cimientos, su metodología, su verdadero alcance
y entrevió sus limitaciones y sus fronteras. Realmente fue el «inventor» de la
ciencia moderna, a la que legó decenas de capitales descubrimientos y
herramientas, en matemáticas, óptica, mecánica y astronomía. Cualquiera de sus
contribuciones por sí solas habrían bastado para conferirle un lugar privilegiado
en la historia de la ciencia. Lo asombroso, al contemplar el conjunto de su vida y
obra, es que no se limitaba solamente al campo científico. Es más, su actividad
científica fue solamente una de sus facetas, y no precisamente a la que dedicó
más tiempo y energía. Fue a raíz de la subasta de su legado en 1936 cuando
empezó a saberse que Sir Isaac Newton se había dedicado durante toda su vida a
la Alquimia y que ésta no había sido el capricho o pasatiempo de un hombre
senil, como se había pensado hasta entonces. Lo curioso es que hasta hace diez o
veinte años, cuando se «confesaba» que Newton se había dedicado a la Alquimia,
solamente se reconocía que había escrito unas cien mil palabras sobre este tema.
Hoy en día se sabe ya que escribió al menos 1,2 millones de palabras sobre ella,
mucho más que la totalidad de toda su obra científica. Esto evidentemente hace
replantear el conjunto de su obra, que acaso fue fruto de unas investigaciones
hasta hoy insospechadas y que sobrepasan el marco de la mera ciencia
mecanicista. Como decía el economista John Maynard Keynes, a quien se debe el
logro de poner al alcance de la investigación dicho legado: «Newton no fue el
primer representante de la Era de la Razón. Fue mas bien el último de los magos.
Consideraba el conjunto del universo como un arcano, un secreto que podía ser
desvelado mediante la pura razón aplicada a determinados signos místicos que
Dios había ocultado en la Naturaleza. Él pensaba que dichos signos podían ser
encontrados en la construcción del cielo y en la del mundo elemental (y de ahí
su dedicación a la filosofía natural y a la experimentación), pero también en
determinados documentos y tradiciones legados por una fraternidad de sabios
depositarios de determinados tesoros filosóficos, mantenidos en secreto, cadena
que se habría continuado de manera ininterrumpida desde su revelación en
Babilonia. Consideraba el universo todo como un criptograma del Todopoderoso.
Podríamos aceptar en Newton inquietudes filosóficas, artísticas o históricas.
Pero que precisamente el padre de la moderna ciencia se ocupara de Astrología,
Alquimia y profecías, es algo que no cuadra con la imagen de científico
mecanicista que conocemos de él.
En la segunda carta a Leipniz, que fue de hecho la última que le escribió, afirma
que «teniendo otras preocupaciones en la cabeza, considerar estas cosas, en este
momento, representa una molesta interrupción para mí.» «Sir -terminaba la
carta-, tengo mucha prisa. Suyo..» No hay constancia de cuales fueron estas
ocupaciones, pero todo parece indicar que se centró en prácticas alquímicas .
Cuando posteriormente ocupó el cargo de Intendente en la Casa de la Moneda,
describió un proceso para refinar oro y plata con plomo que había registrado en
aquel tiempo. (Ya en su época se decía, medio en serio, medio en broma, que su
pelo prematuramente plateado se debía a sus experimentos con sales de plata).
Otro motivo que se solía alegar para justificar su dedicación a la Alquimia
era que se trataba de una de las «supersticiones» de la época, olvidando, al
parecer, que otros brillantes pensadores y científicos como Gotfried W. Leibnitz,
Boyle y John Locke se ocuparon también de esas «supersticiones». Al propio
Robert Boyle, uno de los iniciadores de la moderna ciencia química y con quien
se carteaba Newton, se le suele mencionar como uno de los detractores de la
antigua alquimia, al afirmar que no había, hasta el momento, comprobación
experimental de la existencia de los cuatro Elementos Alquímicos. Esto se ha
tomado durante mucho tiempo como una negación de los principios de la
Alquimia, cuando, en todo caso, no hace más que plantear una evidencia: que
los postulados alquímicos no debían tomarse al pie de la letra. El propio Boyle
estaba convencido de la posibilidad de la transmutación de los metales y relata
incluso un caso de transmutación real de oro realizado por él, mediante un
extraño material que le proporcionó un «desconocido» (Historical Account of a
Degradation of Gold, made by an Anti-Elixir, a Strange Chemical Narrative).
Más allá de todo nos queda su ejemplo como auténtico filósofo, incansable
buscador de la verdad, a la vez que plenamente consciente de las limitaciones
humanas (creía que la Naturaleza, en último término, era impenetrable a
la razón humana y que la ciencia sola no podía aportar un conocimiento cierto
acerca de su esencia.) Replicando a la acusación de que creía en
cualidades ocultas, afirmó que sólo había formulado «leyes generales de la
Naturaleza, según las cuales se forman las cosas, y su verdad se nos aparece por
los fenómenos, aunque sus causas no hayan sido aún descubiertas».
Extraño ejemplo es este que nos ofrece Newton, aunando las virtudes del
verdadero científico -honestidad, humildad, racionalidad y capacidad deductiva y
experimentadora-, con las del mago alquimista -voluntad, perseverancia,
concentración y capacidad inductiva, todo ello imbuido de una profunda
religiosidad-. En los albores del siglo XXI estos siguen siendo los pilares para
llegar a descubrir la verdad a la que puede aspirar el filósofo científico. Como
dijo el propio Newton a un amigo desconocido poco antes de morir: «No sé qué
podré parecerle yo al mundo, pero tengo para mí que no he sido más que un
muchacho que juega a la orilla del mar, que se distrae de cuando en cuando al
encontrar un guijarro más liso o una concha más bella que las habituales,
mientras el gran océano de la verdad se extendía ante mí aún por descubrir».
Rolando Sierra