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LA PROTECCIÓN CAUTELAR FRENTE A LA INACTIVIDAD ESTATAL Y LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA

POR FEDERICO M. EGEA Y JUAN B. JUSTO

El derecho es un instrumento, un medio, pero ¿al


servicio de qué o de quien? A este propósito la
historia nos ofrece varias respuestas, aunque en el
fondo no demasiadas, ya que todas giran sobre dos
polos y sus innumerables variantes: o bien un
valor o bien el poder.1

I. Introducción. II. La finalidad de la protección cautelar y su vinculación con


otros derechos y garantías constitucionales. III. Legalidad, ejecutoriedad y dogma
revisor. Consecuencias en materia de tutela cautelar: ¿Deben tratarse las medidas
cautelares “positivas” con criterio restrictivo? IV. Conclusiones.

I. Introducción

La profunda interrelación entre las diferentes formas de tutela cautelar y el ejercicio


efectivo de derechos impone abordar a ese instituto desde una visión integral, que no
solo se detenga en aspectos procesales de procedencia o eficacia, sino que incluya
además las consecuencias jurídicas directas que la decisión judicial pueda tener sobre
los derechos y garantías vinculados al caso concreto.

La aclaración precedente puede resultar obvia, pero a poco que se analice la actividad
judicial en este ámbito, puede apreciarse que a la hora resolver pedidos cautelares los
jueces suelen enredarse en una trama aparente de contraposición entre interés general
-en su acepción lata- y ejercicio de derechos, centrando el análisis de la cuestión casi de
manera exclusiva en los requisitos establecidos legal o jurisprudencialmente para su
otorgamiento y perdiendo de vista –en algunos casos por completo- las consecuencias
jurídicas de la decisión.2

Los resultados de este abordaje son, a nuestro criterio, no solo equivocados por partir de
un presupuesto falso, sino además generadores de restricciones inútiles y
contraproducentes para el Estado de Derecho y para la defensa del particular frente a la
Administración. Por ello, pretendemos aquí recorrer un camino diferente, comenzando
desde un presupuesto específico, como es el de la armonización y debida satisfacción de
intereses. De allí que, como decíamos, la aproximación a la protección cautelar frente a
la actividad administrativa deba ser global, evitando recalar en falsos paradigmas
vinculados con la sobreprotección del accionar estatal en nombre del interés público.

Acotados de esa forma el ámbito de interpretación y el objeto de análisis del presente


trabajo, consideramos fundamental realizar algunas precisiones acerca de la finalidad de
la tutela cautelar dentro de nuestro ordenamiento, sus implicancias en el ámbito
individual de ejercicio material de derechos y su lazo con la eficiencia del accionar

1
NIETO GARCÍA, ALEJANDRO, Critica a la Razón Jurídica, Trotta, Madrid, 2007, p. 41.
2
Sostiene INÉS D´ ARGENIO: “Señores Jueces: Sin cliches, ejerzan vuestra función de juzgar conociendo y
decidiendo en el caso”. (D´ ARGENIO INÉS, “Sin cliches dijo la corte”, LL, Suplemento de derecho
administrativo, Febrero de 2009).
estatal. La interrelación adecuada de estos conceptos nos brindará un enfoque concreto
de cual debe ser el alcance de la protección cautelar frente al Estado y de cuales deben
ser los criterios para decidir su otorgamiento.

II. La finalidad de la protección cautelar y su vinculación con otros derechos y


garantías constitucionales

Resulta clásico y consolidado el criterio que postula como finalidad propia de la tutela
cautelar la de evitar la frustración del derecho por el paso del tiempo que
necesariamente demanda el litigio.

En este sentido, afirma PALACIO que el objetivo de la protección cautelar se reduce a


asegurar la eficacia práctica de la sentencia o resolución que deba recaer en el proceso.3
En sentido concordante, indican ARAZI Y ROJAS que la tutela anticipada no es otra cosa
que adelantar los efectos que podría provocar una sentencia de mérito a un estadio
procesal anterior a su pronunciamiento.4

Quizás por la circunstancia de que las medidas cautelares se encuentran mayormente


reguladas en las normas procesales y no en disposiciones de fondo, existe una tendencia
a analizar su procedencia con cierto rigorismo formal, sesgando el análisis al plano de
los componentes rituales involucrados y olvidando los efectos tangibles que la decisión
produce sobre los derechos “sustanciales” en juego. Contrariamente a esa posibilidad, es
evidente la íntima vinculación de este instituto con el debido proceso legal y con la
tutela judicial efectiva, de la cual forma parte inescindible.5 Es de suma importancia,
entonces, no caer en la tentación de “independizar” el análisis procesal del caso de los
derechos comprometidos en él. Tal disociación puede en muchas ocasiones dar lugar a
respuestas “ficticias”, que terminan por generar indefensión y socavan la confianza del
público en la administración de justicia. Se trata de interpretar a un instituto -en el caso
el de las medidas cautelares- dentro de un espacio constitucional y no aislado de este.

Es que la finalidad de la tutela cautelar (asegurar el ejercicio efectivo de un derecho)


configura un estándar mínimo que debe satisfacer todo conjunto de reglas destinado a
establecer las condiciones en las que el Estado puede validamente realizar la
determinación de los derechos de los particulares.6 Ese conjunto de reglas se sintetiza en
la idea del debido proceso legal, que presupone la posibilidad de acceder al control
judicial con el fin de obtener una respuesta tempestiva y suficiente,7 pues –
naturalmente- la posibilidad de acudir a la justicia no es de por sí suficiente si el
pronunciamiento que se obtiene no es oportuno y abarcativo de toda la problemática.
3
PALACIO, LINO E., Derecho Procesal Civil, t. VIII, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1989, p. 14. Ese
enfoque es seguido por la Corte Federal (Vgr. CSJN, Asociación de Bancos Públicos y Privados de la
República Argentina –Abappra- y Otros c/ San Luis, Provincia de s/ acción de inconstitucionalidad,
18/07/2002, A. 1460. XXXVIII, cons. 7º).
4
ARAZI, ROLAND – ROJAS, JORGE A., Código Procesal Civil y Comercial de la Nación Comentado, t. II,
Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2001, p. 578.
5
“El Derecho administrativo se resuelve en un carácter instrumental para el Estado: se trata por ello de
discernir hasta qué punto este instrumento sea eficiente y guarde congruencia con el fin perseguido. Por
ello, la primera misión en este campo es el conocimiento de este fin”. (VILLAR PALASÍ, JOSÉ L., “La
doctrina del acto confirmatorio”, Revista de Administración Pública, Nº 8, Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales, Madrid, 1958, p. 11).
6
LINARES, JUAN F., Razonabilidad de la Leyes, Astrea, Buenos Aires, 2002, p. 26.
7
CSJN, Astorga Bracht, 2004, Fallos, 327:4185, cons. 6º y 7º.
La tutela cautelar tiene exactamente ese objetivo, el de evitar que el tiempo necesario
para llegar a la sentencia final concluya por vaciar irreversiblemente el contenido del
derecho ejercitado; en otras palabras, el de realizar el fin fundamental de todo
ordenamiento jurídico: garantizar derechos prácticos y efectivos en oposición a teóricos
e ilusorios.8

No es dudoso, entonces, que las medidas cautelares constituyen una parte indispensable
del derecho a la tutela judicial efectiva. Ellas tienden a garantizar la plena eficacia de las
decisiones jurisdiccionales sobre el fondo de los asuntos, de forma tal de lograr que la
protección dispensada sea cierta y no meramente nominal. Concretamente, la adopción
de medidas cautelares constituye un medio instrumental (propio del debido proceso
legal) de hacer que esa decisión de fondo pueda pronunciarse en condiciones de ser
efectiva.

En este sentido, sostiene PEYRANO que las ventajas derivadas de una adecuada aplicación
de las medidas cautelares puede fácilmente verificarse en extremos tales como el acceso
a la “jurisdicción oportuna”, la instrumentación la garantía de la “tutela judicial en
tiempo útil”, la implementación de un remedio mediante el cual los jueces podrán
efectivizar la denominada “función preventiva” de la jurisdicción, la dinamización del
Poder Judicial, el afianzamiento del principio de economía procesal, la efectivización de
la garantía del plazo razonable, la operatividad de la protección de los derechos ya
reconocidos en el derecho de fondo, entre otros propósitos sustanciales de cualquier
ordenamiento procesal.9

Dentro de la trama de relaciones que venimos delineando, la labor del juez a la hora de
materializar el control de la actividad administrativa aparece como fundamental, en la
medida en que, por aplicación de la prerrogativa de autotutela, el administrado -salvo
supuestos excepcionales como el amparo u otras acciones “heroicas”- se ve obligado a
recorrer una parte sustancial de la controversia ante la propia autoridad emisora de la
decisión que lo afecta e incluso a solicitar ante aquella la protección provisional. De
más está decir que la Administración es absolutamente remisa a otorgarla, siendo
excepcionalísimos los casos en los que se obtiene la suspensión de la ejecución de un
acto en esa sede.

Esa peculiar posición de debilidad en que se encuentra el ciudadano frente a la


Administración demanda el establecimiento y aplicación de criterios amplios a favor
de la tutela cautelar de cara a optimizar su protección y no –como habitualmente se
cree- una postura restrictiva en la materia. Se trata de pensar el caso desde el goce
efectivo del derecho y no desde sus limitaciones, desde las libertades y no desde la
autoridad.

El abordaje judicial debe ser, entonces, permeable a la protección provisional de aquella


persona que se encuentra sometida a una decisión administrativa imperativa. 10
8
SSTEDH, Artico v. Italia, 13/05/1980, párr. 33; Cruz Varas y Otros v. Suecia, 20/03/1991, párr. 99,
entre muchos otros.
9
PEYRANO, JORGE W., Reformulación de la Teoría de las Medidas Cautelares, Rubinzal Culzoni, Santa Fe,
2007, p. 520.
10
Nos explica Comadira que “La suspensión requerida en el trámite de un procedimiento o recurso
administrativo debería llevar a una valoración judicial amplia y favorable al acogimiento, especialmente
cuando ella no ha sido atendida en sede administrativa mediante una decisión expresa, pues el silencio
Precisamente, el control judicial efectivo aparece como la única alternativa posible para
la protección de los derechos afectados, dado que es la instancia donde la tutela pasa a
ser heterónoma, y por lo tanto debe presumirse la procedencia de la protección
cautelar de aquella persona ubicada en inferioridad de condiciones procesales
respecto de la Administración. Naturalmente, ello no implica dispensar el control de los
requisitos de procedencia de la medida –en especial el riesgo del grave daño sobre un
derecho- sino que se trata de destronar la idea tan instalada de una presunción a priori
contraria a su despacho favorable, o la calificación de la tutela cautelar contra el Estado
como “excepcional”.

De hecho, cada vez que por razones formales o por una maximización de las
presunciones o prerrogativas del Estado se rechaza una cautelar sin detenerse en el
análisis de la vigencia de derechos y garantías en juego, el primer damnificado es el
propio ordenamiento, que se ve postergado por construcciones formalistas y
dogmáticas. En esa orientación, y habida cuenta de los innumerables valladares que
debe superar el ciudadano, es dable esperar que a la hora de acceder finalmente al
control judicial obtenga una respuesta un tanto más elaborada que la mera invocación de
las presunciones de legitimidad y ejecutividad.

No se trata de otorgar la tutela cautelar a solo requerimiento, tampoco de proceder a su


rechazo sistemático, sino de verificar apropiadamente los costos y beneficios de una u
otra resolución.11 Es necesario tomar conciencia que de la decisión jurisdiccional
dependerán cuestiones trascendentales como el ejercicio adecuado y tempestivo del
control, la tutela judicial efectiva y, en definitiva, el debido proceso legal. Para ello,
parece aconsejable que el juez no quede encorsetado en razonamientos estrictamente
“técnicos”, sino que procure -aún desde la estrechez del proceso cautelar– observar el
caso desde el escenario constitucional, dentro del cual encontrará la salida a una
controversia que en apariencia puede presentarse como una tensión entre derechos y
prerrogativas públicas, pero que sustancialmente remite a un conflicto entre derechos.12

De lo dicho se desprende que ni la presunción de legitimidad ni su correlato en la


ejecutividad, pueden ser magnificados de manera tal de tornar ilusoria la protección
cautelar contra actos estatales, debiendo el juez verificar en cada caso concreto la
incidencia de su decisión tanto desde el ámbito de acción de la Administración como
desde la esfera de derechos del individuo, siempre procurando la realización del
contenido axiológico al cual se encuentra subordinada la norma, puesto que de lo
contrario la aplicación normativa al caso es inválida.

Si ello es así, las presunciones de legitimidad y ejecutividad del acto administrativo,


aplicadas sin ningún contrapeso, resultan inconstitucionales por conculcar el principio
de la tutela judicial efectiva. Y, justamente, el contrapeso básico de que disponemos en
nuestro régimen positivo es la protección cautelar, extremo que permitirá que el control
judicial no resulte vacuo.

viene a operar, en estos casos, como una suerte de presunción de ilegitimidad en contra de la
Administración.” (COMADIRA, JULIO R., Derecho Administrativo, Lexis Nexis, Buenos Aires, 2003, p. 459).
11
Ver en este sentido el Considerando 2º del precedente Salas, Dino (CSJN, S. 1144. XLIV; ORI;
26/03/2009). Allí se enuncia una interesante postura respecto del análisis de costos y beneficios que debe
realizar la autoridad administrativa en determinados asuntos y como ello incide en la mirada de los jueces
al tiempo de ejercer el control.
12
BALBÍN, CARLOS F. Curso de Derecho Administrativo, t. I, La Ley, Buenos Aires, 2008, p. 96.
III. Legalidad, ejecutoriedad y dogma revisor. Consecuencias en materia de tutela
cautelar: ¿Deben tratarse las medidas cautelares “positivas” con criterio
restrictivo?

Como sucintamente hemos desarrollado en el apartado anterior, la protección cautelar


-por su íntima vinculación con todas las garantías integrantes del debido proceso legal-
constituye un instituto de primordial relevancia a la hora de garantizar la realización de
los valores constitucionales.

Sentado ello, intentaremos analizar su aplicación frente a la inactividad formal o


material de la Administración, poniendo el acento en las consecuencias interpretativas
fundamentales que se derivan de postular el carácter instrumental de estas medidas.

En una primera aproximación, puede observarse que al cúmulo de requisitos y


obstáculos materiales existentes para el otorgamiento de protección cautelar común, se
suman en el caso del obrar estatal las presunciones de legitimidad y ejecutividad. Es
decir que el particular, además de demostrar el peligro en la demora y la existencia de
un perjuicio difícil o imposible reparación ulterior, debe intensificar la verosimilitud del
derecho de manera tal de persuadir al juez respecto de la desvirtuación de las
presunciones antes mencionadas.

Es de hacer notar que en la práctica concreta, esta tarea aparece muchas veces como
propia de Sísifo,13 dado que existe una marcada tendencia jurisprudencial que, so
pretexto de eficiencia en el accionar estatal, rechaza sistemáticamente los pedidos
cautelares encaminados a paralizar la eficacia de actos administrativos.

Esa inclinación da lugar a una composición ciertamente desafortunada, en cuyo seno se


conjugan la prerrogativa de autotutela, la reticencia al otorgamiento de protección
cautelar (que es, como dijimos, el primer contrapeso de esa autotutela) y la prolongada
duración de aquellos procesos a cuyo inicio se ve forzado el ciudadano para lograr la
revisión de la medida administrativa. A este respecto, señala García de Enterría que “el
abuso de la autotutela no es, pues, nada infrecuente y una buena parte de los procesos
que hoy inundan nuestros tribunales son recursos en que esos abusos son visibles ictu
oculi. Con estos procesos la Administración se ampara en un privilegio formal para
sostener una injusticia de fondo, intentando agotar a sus contrarios sobre la base de la
extraordinaria duración de los procesos que les toca sufrir”.14

13
Dentro de la mitología griega, Sísifo hizo enojar a los dioses por su extraordinaria astucia. Como
castigo, fue condenado empujar perpetuamente una roca gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para
que volviese a caer rodando hasta el valle, y así indefinidamente.
14
GARCÍA DE ENTERRÍA, EDUARDO, La Batalla por las medidas cautelares, Civitas, 2º edición, Madrid, p.
176. Al rebatir los argumentos de la “lentitud de los tribunales” y la “parálisis de la Administración” para
justificar el privilegio posicional de la autotutela y el consecuente efecto no suspensivo de los recursos y
acciones contra actos administrativos, Santamaría Pastor ha explicado con lucidez que “en el
ámbito de lo público los fenómenos son, a la vez, causa y efecto de otros: quizá la no suspensión hubo
de establecerse en su día por la lentitud del aparato judicial; pero es que, una vez establecido, su
existencia se convierte en el más formidable estímulo para que tal lentitud permanezca a toda costa.
Dicho más simplemente: el privilegio de la no suspensión crea en la Administración que lo posee un
interés decisivo en la continuación de la lentitud y anquilosamiento del aparato judicial” (SANTAMARÍA
PASTOR, JUAN A. “Tutela judicial efectiva y no suspensión en vía de recurso”, Revista de Administración
Pública, Nº 100-102, Enero-diciembre 1983, p. 1614).
Frente a esa realidad, resulta fundamental rescatar la dimensión tangible de la tutela
efectiva de los derechos como principio orientador en esta materia y –desde ese prisma-
aportar a la revisión de algunos conceptos que conspiran contra ella, tomando como
muestra en esta oportunidad el supuesto carácter restrictivo que se adjudica a las
medidas cautelares positivas.

Una somera revisión de la casuística en materia de medidas cautelares nos muestra un


profundo grado de disimilitud en el alcance de ese tipo de tutela en los ámbitos privado
y público. A poco que se estudie la cuestión, se podrá reparar en que, para acceder a la
protección cautelar contra actos del Estado, el ciudadano debe cumplir –vencer en
muchos casos- requisitos adicionales a los comunes de peligro en la demora,
verosimilitud del derecho y contracautela –si bien como recaudo de efectividad y no de
procedencia de la misma-.

Estas exigencias adicionales están dadas y han sido construidas en base a diferentes
factores, entre los que sin lugar a dudas se destacan las presunciones de legalidad y
ejecutoriedad15 y el cuestionable carácter revisor que la mayoría de los jueces confiere a
los procesos jurisdiccionales contra la actividad estatal.

Si bien no nos detendremos aquí a analizar el alcance legal que debe atribuirse a las
presunciones mencionadas, ni la constitucionalidad del invocado –aunque no regulado-
enfoque revisor del proceso jurisdiccional contra actos estatales, sí queremos resaltar la
nociva incidencia (al menos en relación a la protección de los derechos) que estos
elementos o su interpretación jurisdiccional, tienen en materia cautelar.

Por una parte, las presunciones arriba mencionadas16 son frecuentemente utilizadas
como limitantes a la obtención de protección cautelar, argumentándose en relación a la
de legalidad que su existencia obliga al ciudadano a una mayor demostración de los
vicios o deficiencias del acto cuestionado, e invocándose el riesgo de “paralización de la
actividad estatal” para defender su ejecutoriedad.

Paralelamente, el otorgamiento material de una función meramente revisora a los


procesos jurisdiccionales hace que en los casos en que se obtenga algún grado de
protección cautelar (luego de vencer en singular combate a las presunciones de
legalidad y ejecutoriedad), ésta sea al sólo efecto de suspender la ejecución de los
efectos del acto administrativo cuestionado, limitando de esa forma la protección
cautelar solo a la autotutela ejecutiva de la Administración.

De esa manera, una de las consecuencias capitales que las construcciones tradicionales
–erigidas sobre el dogma revisor y los caracteres del acto administrativo- traen
aparejadas, reside en la premisa -pacíficamente admitida- del “carácter restrictivo” con
que deben despacharse las medidas cautelares de contenido positivo, esto es, aquellas

15
Como explica GORDILLO AGUSTÍN, Tratado de Derecho Administrativo, T. 2, La defensa del usuario y el
administrado, Buenos aires, FDA, 2003, 6º ed., cap. XIII, p. XIII-31, Ahora bien, cuando la
jurisprudencia se remite –para la suspensión judicial- al criterio de la suspensión en sede administrativa,
se olvida de su imparcialidad y su deber de guardar la igualdad entre las partes, de asegurar el posible
resultado favorable de la sentencia y no tornarla ilusoria; de evitar a la sociedad el daño de una ulterior
condena en daños y perjuicios que su oportuna intervención hubiera evitado.
16
No en vano García de Enterría y Fernández las califican como “el mas formidable privilegio posicional
de la administración en sus relaciones con los administrados” (GARCÍA DE ENTERRÍA, EDUARDO – FERNÁNDEZ,
TOMÁS RAMÓN, Curso de Derecho Administrativo, t. I, La Ley, Buenos Aires, 2006, p. 491)
que han nacido para evitar el desamparo de las personas ante omisiones estatales o
actos denegatorios.

Como es sabido, el pilar de la tutela cautelar en materia “contencioso-administrativa” se


ha construido históricamente en torno de la suspensión de los efectos del acto
administrativo, instituto pensado exclusivamente para paralizar la eficacia de decisiones
de contenido positivo que conllevan un avance estatal sobre la esfera subjetiva del
ciudadano. Durante décadas fue esa la única medida anticipada admisible en un control
judicial de la Administración pensado desde el vértice revisor -y consecuentemente
ulterior al dictado de resoluciones definitivas y “causantes de estado”- aún cuando sus
alcances eran evidentemente insatisfactorios para revertir las típicas situaciones de
indefensión que el silencio, la omisión o la negativa estatal producen.

Esa insuficiencia del abordaje inicial propio del “proceso al acto” dio lugar a la gradual
aparición en doctrina y jurisprudencia del instituto de la medida cautelar positiva, donde
el contenido de la pretensión no consiste ya en la paralización de efectos, en la mera
abstención del sujeto pasivo en dar ejecución a un acto que implica un avance sobre el
requirente, sino en la imposición judicial de obligaciones de hacer o de dar en cabeza de
la Administración. Fruto de esta construcción ha sido el deslinde entre la suspensión de
los efectos del acto administrativo –típico remedio del contencioso- y las medidas
positivas.

Sin embargo, el indiscutido axioma que parece guiar el abordaje jurisprudencial de esa
valiosa herramienta frente a las omisiones o reticencias estatales es el de su supuesto
carácter restrictivo. Esto implica que cuando el particular procura obtener tutela
judicial efectiva contra una de las facetas más extensas y “fecundas” de la
potencialidad lesiva del Estado, como es su inactividad -formal o material- o sus
decisiones denegatorias de peticiones, su chance de obtener una respuesta útil
disminuye sensiblemente en comparación con la posición que ostenta cuando lo que
pretende contrarrestar –al menos provisoriamente- es un acto administrativo “strictu
sensu”.

En resumidas cuentas, una de las principales consecuencias –aún subyacentes en


muchos fallos- del dogma revisor, es el abordaje restrictivo –e incluso la presunción en
contra- de las medidas cautelares positivas, que –insistimos- abarcan en la actualidad los
planos más sensibles del vínculo entre persona y Estado.

Como hemos anticipado, no coincidimos con el reconocimiento de una presunción


contraria a la procedencia de las medidas cautelares contra la Administración, pues ellas
tienen por objetivo específico equilibrar una relación de fuerzas desigual. Es la
posición de inferioridad propia del destinatario de un acto administrativo ejecutivo y
ejecutorio, que permanece intocable y exigible sin importar el tenor de las
impugnaciones que se planteen, la que justifica reconocer un alcance amplio a la tutela
provisional, encaminado a evitar la consumación de graves daños a los derechos
constitucionales.

Si esa situación de inicial debilidad de la persona frente al Estado es tal, debemos


precisamente rodearla de garantías suficientes, y es ese dato característico del control
judicial de la Administración el que debe orientarnos hacia el establecimiento y
aplicación de criterios amplios a favor de la tutela cautelar, de cara a optimizar su
protección y no –como habitualmente se cree- una postura restrictiva en la materia. El
intérprete debe analizar la situación desde la efectividad de la tutela y no desde las
prerrogativas del Estado.

Consecuentemente, en nuestro criterio el juez habrá de centrar su análisis primero en la


entidad y compromiso del derecho potencialmente afectado y sólo a renglón seguido
indagar en torno de las competencias estatales que se han traducido en una interferencia.
Cumplido ese examen, si concluye estar ante la potencial lesión injustificada de una
garantía esencial, debe activar en forma inmediata su tutela, dotando a la medida del
contenido necesario para su efectividad, sea cual fuera éste, sin importar si implica
abstenciones o mandatos de hacer o dar. Dicho de otro modo, la jerarquía de la tutela
efectiva mitiga la relevancia de una distinción entre suspensiones o medidas positivas,
por lo que no cabe agravar los requisitos de viabilidad de éstas últimas.

A la luz de esas pautas, entendemos que no existen elementos concluyentes que


permitan retacear o disminuir la intensidad de la tutela cautelar en materia de mandatos
positivos, no sólo porque en el plano por ellos comprendido transitan hoy las más
graves situaciones de desamparo –omisiones y negativas estatales-, sino porque ese
criterio no consulta adecuadamente los componentes jurídicos comprometidos, de
acuerdo a los cuales la directiva primaria es la tutela efectiva de los derechos.

Esto no implica, vale insistir, concebir un despacho automático de medidas cautelares,


sino demarcar el análisis del juez a un factor decisivo: riesgo cierto de lesión
significativa a un derecho fundamental verosímilmente invocado. Cuando ello sucede
no cabe distinguir grados de tutela según deba imponerse al Estado abstenciones o
acciones, pues esos factores son instrumentales frente a la directiva esencial de
efectividad de la tutela judicial.

IV. Conclusiones

De lo dicho hasta aquí podemos ensayar algunas aproximaciones provisionales al tópico


analizado:

1º) En función de los intereses sustanciales involucrados en la tutela cautelar, el juez


debe abordar su examen desde una óptica integral del caso, computando especialmente
la situación de desigualdad en que se encuentra el ciudadano respecto de la
Administración al verse sometido a una decisión unilateral, ejecutiva y ejecutoria de
aquella. Esa peculiar posición de debilidad demanda el establecimiento y aplicación de
criterios amplios a favor de la tutela cautelar de cara a optimizar la protección de la
persona y no –como habitualmente se cree- una postura restrictiva en la materia. Se trata
de pensar el caso desde el goce efectivo del derecho y no desde sus limitaciones, desde
las libertades y no desde la autoridad.

2º) En esa tónica, el supuesto carácter restrictivo de las medidas cautelares positivas
debe ser objeto de una profunda revisión, en especial porque en la actualidad ese tipo de
medidas se presentan como un instrumento central para amparar a la persona frente a
falencias características de la época, como son las omisiones y negativas estatales. En el
actual escenario, el juez debe centrar su análisis primero en la entidad y compromiso del
derecho actual y/o potencialmente lesionado y sólo a renglón seguido indagar en torno
de las competencias estatales que derivaron en su restricción concreta. Cumplido ese
examen, si concluye estar en presencia de un obrar estatal que lesiona o puede lesionar
un derecho fundamental, debe activar en forma inmediata su tutela, dotando a la medida
del contenido necesario para que cumpla su finalidad de evitar la frustración de aquel.
Frente a ese objetivo de efectividad, la distinción entre abstenciones o mandatos de
hacer o de dar como condicionante para la resolución judicial pierde gran parte de su
gravitación, pues -como dijimos- la jerarquía de la tutela efectiva relativiza la relevancia
de una diferencia sustancial entre suspensiones y medidas positivas, y nos lleva a
postular que no cabe agravar los requisitos de viabilidad de éstas últimas.

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