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Esteban MIZRAHI
Resumen
Abstract
This paper intends to show that the experience of the illicit (Unrecht) plays in
Hegel’s theory of punishment the fundamental role of turning “abstract Right” into
“positive Right”. Such experience shows the powerlessness of a priori established
and rational Constitutions -based in moral principles- which aim to order human
behaviour. This conducts us to consider the necessary conditions required to ground
the modern rule of law. The essay is divided into four sections. In section one I exa-
mine Hegel’s notion of illicit and several types of actions that exemplify it. In sec-
tion two I reconstruct Hegel’s justification of punishment. In section three I evalua-
te Hegel’s attitude towards other theories of punishment (utilitarianism, retributi-
vism, etc.). Finally, in section four, I examine how the experience of the illicit expo-
ses the requirements to build the State as that institution which is legitimated to
embody positive Right.
1. Introducción
En los parágrafos §82 a §103 de la Filosofía del derecho, Hegel realiza un aná-
lisis sistemático del concepto de ilícito (Unrecht) y con ello concluye el apartado
“Derecho Abstracto”, esto es, la sección en la que se desarrollan la mayoría de los
tópicos correspondientes al derecho privado moderno. Un examen del concepto
moderno de derecho seguido de un análisis pormenorizado de sus formas de nega-
ción puede ser interpretado como una derivación lógica, propia de todo desarrollo
sistemático exhaustivo. Sin embargo, este tratamiento adquiere singular relevancia
si desde una perspectiva fenomenológica se atiende a la posición relativa que ocupa
dentro de la esfera discusiva en que está inserto. En tanto lo ilícito es presentado
como el último momento del “Derecho Abstracto” expresa respecto de este campo
teórico su “verdad”.
Esta tesis, auténticamente hegeliana, no debe ser interpretada ni como una suer-
te de desenmascaramiento ideológico de lo jurídico, ni como la constatación de una
contradicción lógica oculta en los términos del planteo. Por el contrario, se trata de
la afirmación teórica fuerte de que tanto el fenómeno como la experiencia de lo ilí-
cito constituyen y dan fundamento a una racionalidad propiamente jurídica. Para
probar su plausibilidad ha de señalarse a continuación cómo la experiencia de lo ilí-
cito se constituye en el momento fundacional de lo jurídico al establecer como
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9 Revista de Filosofía
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1 GPhR §§ 93 y 94, 97, 98, 100Z, 104, 220; VRph vol. 1, pp.275-277; vol. 2, p. 359; vol. 3, p.
294, p. 310, p. 324, p. 326; vol. 4, pp. 281-285.
2 Para el tratamiento detallado de las formas de juicio positivo, negativo o infinito: WL II, pp. 59-
70.
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delimitada como el ámbito de disputas que necesariamente tiene lugar porque, aun-
que el derecho sea en cuanto tal reconocido, qué es de derecho queda librado, sin
embargo, a las opiniones de los particulares. Esto último acarrea la contingencia de
que frecuentemente sea considerado lo ilícito por lícito y viceversa. Por tal motivo,
para dirimir el conflicto entre las partes es necesario un tercero que oficie de juez.
Ser juez significa para Hegel atender tan sólo al punto de vista de la voluntad uni-
versal y decidir de manera imparcial conforme a ella (VRph 17/18 §40 p.65). Pero
el juez es solicitado y su punto de vista reconocido, sólo porque no está en el arbi-
trio de los litigantes negar el derecho en su universalidad.
Distinto es el caso del derecho penal. Hegel compara el tipo de acción ilícita
propia de esta esfera con el juicio infinito, es decir, con aquella forma judicativa en
la que se niega en el predicado no sólo la particularidad del contenido sino también
toda su extensión, es decir, su universalidad (GPhR §95 pp.181-182). Hegel distin-
gue una forma positiva y otra negativa de juicios infinitos. Un ejemplo de su forma
positiva son las tautologías que, pese a ser coherentes, encierran el contrasentido de
destruir aquello en que consiste un juicio, esto es, la determinación del sujeto en el
predicado. Lo mismo ocurre con la forma negativa del juicio infinito, cuyos ejem-
plos más usuales son del tipo “la rosa no es un elefante, el entendimiento no es una
mesa” y cuyo “ejemplo más real es la mala acción (böse Handlung)” (WL II, pp. 69-
70). En efecto, las acciones ilícitas que merecen sanción penal son aquellas en que
ha sido negada la universalidad de la persona, es decir, el derecho en cuanto dere-
cho (PhPr p. 242).
Hegel pone de manifiesto el carácter paradójico de este tipo de acciones, pues
para negar la persona como tal, primero hay que serlo. Sólo una persona posee
capacidad jurídica y es esto, precisamente, lo que la habilita para violar sin más el
derecho de otra. Por tanto, las acciones ilícitas de las que se hace cargo el derecho
penal tienen este peculiar carácter contradictorio: niegan aquello que afirman.
Porque la negación del derecho confirma doblemente la condición de persona, tanto
de quien niega como de quien es negado en su condición de tal.
Por otro lado, Hegel distingue dos clases de acciones de este tipo según el dere-
cho sea considerado por el sujeto del ilícito sólo como aparente, o bien sea lisa y
llanamente negado por él (GPhR §83 pp.173-174). A las acciones del primer grupo
se las denomina fraude (Betrug) porque el sujeto reconoce y respeta las formas
jurídicas pese a negar la universalidad de la persona (GPhR §83 pp.173-174). A las
acciones del segundo grupo, por el contrario, se las llama con propiedad delito
(Verbrechen). Aquí el sujeto que lleva a cabo el ilícito pretende desconocer por
completo al otro en su condición de persona, haciendo uso de la violencia (Gewalt)
y la coacción (Zwang) para doblegar su voluntad. Clara Cordua enfatiza que la pre-
sencia de la coacción, fuerza o violencia es aquello que permite distinguir el con-
cepto de delito (Verbrechen, Vergehen) de la noción más abarcadora de ilícito
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(Unrecht) (Cordua 1994, p.125). Su acción lesiona al derecho en cuanto tal, tanto
en su dimensión objetiva como subjetiva, porque el delincuente (Verbrecher) tam-
poco respeta la forma que su apariencia asume frente a él como arbitrio (GPhR
§90Z p.178). Esto último, constituye la diferencia específica entre el delito y el
fraude, y es lo que propiamente debe ser considerado un ilícito.
El telón de fondo sobre el que se monta la escena de la acción delictiva es el
conflicto entre la determinación de la voluntad en cuanto subjetiva y al mismo tiem-
po como objetividad. En cuanto subjetiva, la voluntad se determina atendiendo sólo
al arbitrio del sujeto. Todo aquello que escapa a la esfera de su individualidad es
considerado por él como ajeno y exterior. Cuando se comete un delito, el sujeto que
lo lleva a cabo cree operar sobre la pura exterioridad, es decir, sobre algo que a él
no le concierne. Obrando de este modo también afirma la libertad de su voluntad.
En efecto, el delito implica un aspecto liberador: prueba que las leyes del derecho
obligan de otra manera que las leyes naturales, que su universalidad y necesidad
operan de modo diverso a la ciega causalidad que gobierna la naturaleza (PhPr
pp.241-242). El delito demuestra de manera indirecta que para que una ley jurídica
norme la conducta de los hombres ésta tiene primero que ser querida. Por esta
razón, la segunda parte del Sistema de la eticidad se titula: Lo negativo o la liber-
tad o el delito, con lo cual el delito queda equiparado con la negatividad y la liber-
tad.
Sin embargo, la exterioridad sobre la que el sujeto del delito ejerce su acción es
sólo aparente: “inmediatamente el delincuente (Verbrecher) también se lesionó
(verletzen) y suprimió (aufheben) a sí mismo de un modo ideal, en aquello que
lesiona como algo extraño a él y aparentemente exterior” (SS p.41). Porque su
actuar es esencialmente una exteriorización de la voluntad que niega la existencia
exterior de la voluntad, negándose por tanto a sí misma (GPhR §92 p.179). Se trata
de una persona que niega la existencia de la persona (en la figura del otro). Aquí se
revela lo que para Hegel constituye el carácter íntimamente nulo de la acción delic-
tiva, esto es, la pretensión de eliminar el derecho que en cuanto tal no puede ser
eliminado, pues hunde sus raíces en la libertad de la voluntad (GPhR §§91-92
pp.178-179 y §97Z p.186).
El derecho es concebido por Hegel como un sistema social diferenciado y auto-
rreferente, cuya clave de bóveda es el reconocimiento universal de la libertad de la
voluntad expresado con la categoría de persona. Que este sistema sea autorreferen-
te significa que sólo pueden ser considerados actos jurídicos aquellos imputables a
un sujeto de derecho. Esto excluye de plano la posibilidad de que el ordenamiento
jurídico sea impugnado por algún agente distinto de carácter natural o artificial. Por
tanto, la negación del derecho presupone necesariamente la existencia del derecho
y esto muestra la nulidad de la acción delictiva. Dicho de otro modo, esta acción
pone al descubierto la unilateralidad de la voluntad individual y subjetiva que hace
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caso omiso de la objetividad que su existencia misma supone. Este modo de obrar
se revela como autocontradictorio, pues la objetividad, en tanto exteriorización de
la universalidad de la voluntad, es la condición de posibilidad de la voluntad del
sujeto que delinque.
En consecuencia, para que la objetividad de la voluntad, es decir, el derecho,
deje de ser algo tan sólo supuesto y devenga efectivo, es menester que tenga lugar
la supresión de aquello que lo niega. La pena (Strafe) resulta ser la manifestación
del carácter íntimamente nulo de la acción delictiva (GPhR §97 p.185 y VRph 18/19
§53 p.237).
3. Fundamentación de la pena
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4 GPhR §100 p. 190 ss; VRph 17/18 §46 p. 69 ss; VRph 18/19 §54 p. 238 y PhPr p. 244.
5 Para el tratamiento de la pena y el delito en el período de Frankfurt: Primoratz 1986, pp. 15-19.
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amor (Liebe), por operar en el seno de la vida misma y no poner a las partes (como
lo hacen la ley y la pena) como extremos irreductibles (TJS p. 281ss), puede operar
la reconciliación requerida del delincuente con el destino (Schiksal) y del hombre
con la virtud. Para el Hegel de Frankfurt, el amor y el derecho son, ellos mismos
dos extremos de una oposición irreconciliable (Siep 1979, p. 51).
Pero estas consideraciones acerca del poder conciliador del amor son abando-
nadas por el Hegel maduro que, cambiando el signo de valoración, rescata a la pena
como la única manera de restituir la validez objetiva del derecho cuando la integri-
dad de la persona ha sido dañada.
Siguiendo esta segunda línea argumentativa, el delito es presentado como el
rechazo, por parte del delincuente, del reconocimiento a la persona lesionada como
sujeto de derechos, y con ello, a la comunidad jurídica en su conjunto. El autor del
delito se sustrae con su acción a esa trama de reconocimientos recíprocos que cons-
tituyen el lazo jurídico. La pena tiene el propósito de restablecer la relación de reco-
nocimiento dañada, negándole al delincuente el reconocimiento que él mismo le ha
negado a otro. La pena repara la pérdida de reconocimiento sufrida por la víctima a
manos del delincuente, restituyendo así la relación de reciprocidad constitutiva del
sistema jurídico.
Precisamente, porque el derecho en tanto objetividad está configurado según
una malla de reconocimientos intersubjetivos, la acción de castigar no hace sino res-
taurar aquella celda que la acción delictiva ha dañado, manifestando la íntima nuli-
dad de esta acción. El castigo es entendido, entonces, como un acto de retribución
(Vergeltung), que al mismo tiempo restablece la vigencia del derecho como tal.
Por lo tanto, la justificación hegeliana de la pena se apoya en una estrategia de
argumentación compleja que contiene dos líneas estrechamente enlazadas.
Siguiendo la primera, se establece que quien comete un delito carece de razones
válidas que le permitan negarse a ser castigado. Pero de allí no se infiere la necesi-
dad del ejercicio efectivo del castigo. Esto último queda establecido a partir de la
segunda línea de argumentación: castigar es necesario para restituir la vigencia
plena del derecho. Sin embargo, de aquí no es posible deducir por qué habría que
castigar necesariamente al individuo que cometió el delito. Ello remite nuevamen-
te a la primera línea de argumentación: el delincuente es quien debe ser castigado
porque constituye para él su derecho en tanto ser racional. En este sentido, Hegel
afirma que la restitución ejercida por el castigo no sólo afecta la esfera exterior de
la persona sino que actúa también directamente sobre la íntima voluntad del delin-
cuente (VRph 18/19 §53 p. 237), satisfaciendo así la demanda de completitud pro-
pia de su voluntad escindida.6
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7 Primoratz señala que la concepción restitutiva de la pena, por ser más amplia que la meramen-
te retributiva, no se contrapone a ella sino que la supone (Primoratz 1986, p. 74 ss).
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seca igualdad de las acciones de delinquir y castigar. De esta manera es claro que
Hegel retoma aquí el tópico de la proporción entre pena y delito, reintroducido en
el debate moderno por Montesquieu en el libro VI, Del espíritu de las leyes (EL,
vol. I, p. 218 ss).
Con esta consideración, la fundamentación hegeliana del castigo se aparta de las
pretensiones extremas de ciertas doctrinas retributivas que practican una interpreta-
ción literal de la ley del talión. Para Hegel no existe en la naturaleza ninguna esca-
la que prescriba para cada crimen un castigo naturalmente conveniente (Cooper
1971, p. 157). E incluso reconoce que, en lo que concierne a la determinación de la
medida de la pena, también la razón encuentra aquí su límite. Enfrentada al elemen-
to puramente positivo, la determinación conceptual sólo alcanza a establecer el
marco general: “no es posible decidir racionalmente, incluso mediante la aplicación
de una determinación proveniente del concepto, si para un delito lo justo es cadena
perpetua o cuarenta azotes o cuarenta menos uno; o bien una pena pecuniaria de
cinco taleros o bien de cuatro y veintitrés centavos; o bien una pena de prisión de
un año, o de trescientos sesenta y cuatro días, o de un año y uno, dos o tres días”
(GPhR §214A, pp. 366-367).
En el único caso en que el valor no debe ser tenido en cuenta, o mejor dicho, en
que la compensación ha de seguir el precepto de la lex talionis, es en el caso de
homicidio. Aquí no hay valor ni equivalencia posible porque como lo que ha sido
negada es la totalidad de la existencia, sólo puede haber compensación con la pri-
vación de la vida del delincuente (GPhR §101Z p.196). Hegel legitima la pena de
muerte siguiendo hasta las últimas consecuencias el razonamiento según el cual
quien ha cometido un homicidio ha reconocido para sí el homicidio como ley que a
él debe aplicársele (VRph 17/18 §46 p.70). La justificación hegeliana de la pena
capital no tiene necesidad de suponer principios contractuales como fundamento del
lazo social o del Estado, ni de establecer como criterio suficiente para su aplicación
que dichos contratos se vean amenazados. Presupuestos ambos compartidos por
Rousseau y Beccaria, pese a que el primero haya estado a favor de la pena de muer-
te y el segundo haya sido uno de sus más fervientes detractores.8
Ahora bien, la consideración de la pena de muerte como una determinación
necesaria de un sistema jurídico racional no sólo es polémica; también representa
por parte de Hegel una inconsecuencia respecto de sus propios supuestos norma-
tivos. Según lo expuesto, un sistema jurídico racional debe contemplar la pena de
muerte para casos de homicidio, en la medida en que dicha determinación atiende
a la regla de la compensación y es el medio adecuado de restituir la vigencia del
derecho tras una lesión de este tipo. Sin embargo, Hegel enfatiza en su polémica
8 CS, libro II, cap. V, pp. 59-61 y DP, p. 74 ss. Es posible sostener incluso que Hegel estiliza, con-
tra el punto de vista de Beccaria, el razonamiento rousseauniano según el cual “es para no ser la víc-
tima de un asesino que se consiente morir si uno deviene tal” (CS, p. 60).
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contra los teóricos de la escuela histórica del derecho que la racionalidad de un sis-
tema jurídico se asienta sobre su aptitud para garantizar la vigencia universal de la
persona como ser libre. Esto significa que un sistema jurídico racional debe excluir
con necesidad la posibilidad de que una lesión a la persona no pueda ser compen-
sada y dar lugar a la ulterior restitución del derecho. La inclusión de la pena de
muerte en un sistema de derecho, por el contrario, es la única determinación jurídi-
ca que deja abierta esta posibilidad.
En efecto, es posible que ante un caso de homicidio, una persona inocente sea
declarada culpable. Y ello conforme a las pruebas presentadas, las circunstancias
del caso y el estado general de las ciencias en su tiempo, es decir, bajo la observan-
cia de todos los mecanismos jurídicos previstos. Si además se descartaran negligen-
cias y animosidades, se estaría frente a un caso en el que la aplicación de la pena
capital invalidaría toda posible compensación ulterior, porque la lesión a la persona
habría sido perpetrada por el propio sistema de derecho. El ejercicio de una com-
pensación restitutiva de la juridicidad sería, entonces, impracticable, cuando un
sujeto de derecho ha sido ejecutado por mecanismos jurídicamente legítimos; por lo
que el derecho como tal quedaría irreparablemente lesionado. Por esta razón, la
pena de muerte debe ser considerada, según criterios hegelianos y aun contra la pro-
pia letra del filósofo, como una determinación irracional e injusta, dado que no
garantiza con necesidad la validez universal de la persona.
Un razonamiento semejante al expuesto ha sido esgrimido por el abate Morellet
en una de sus notas al tratado de Beccaria. Al abate le llamaba poderosamente la
atención que Beccaria no haya reparado en que aún “los jueces más íntegros que
pronuncian la ley más clara, y después de las pruebas que les parecerá excluir, como
se dice, la posibilidad de la inocencia, no serán siempre infalibles. Podrán confun-
dir alguna vez al inocente con el culpable y condenarle como tal. (...) La pena de
muerte es inicua en cuanto quita a la inocencia, injustamente condenada, toda espe-
ranza de gozar de una rehabilitación, todo medio de reparar esta horrorosa falta”
(DP, Nota 36, pp. 183-184). Sin embargo, el aspecto que el abate Morellet subraya
es el carácter irremediable de la muerte en relación con la subjetividad injustamen-
te condenada, mientras que en el caso que nos ocupa el acento recae sobre la irre-
mediable nulidad de lo jurídico cuando se ha cometido esta lesión irreparable.9
La posición de Beccaria es considerada por Hegel como un modelo de las teo-
rías penales que legitiman el castigo por su capacidad de amenaza (DP, pp. 45-46).
Esta posición es una variante las teorías utilitaristas que consideran justificado el
castigo cuando de su aplicación resultan consecuencias valiosas para la sociedad.
En el caso de Beccaria, la función social del castigo es infundir temor en el resto de
9 Para cotejar estos desarrollos con un intento de justificar el rechazo de la pena de muerte desde
una perspectiva deontológica puede consultarse el capítulo “Los límites de la coacción estatal. El caso
de la pena de muerte” (Nino 1984, pp. 277-299).
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Hegel sostiene que una manera natural de procurar la restitución del derecho
tras la comisión de un delito es la venganza (Rache). Pero la restitución que la ven-
ganza lleva a cabo se da bajo la determinación de la inmediatez.11 En este sentido,
comporta un aspecto positivo y otro negativo. El primero reside en que es justa
según su contenido, porque pretende establecer una compensación. Pero como esta
compensación, y en ello reside el aspecto negativo, tiene la forma de la particulari-
dad, se transforma por lo general en una nueva lesión del derecho.
Que la venganza tenga la forma de la particularidad significa que es ejercida por
una voluntad individual: la víctima, sus familiares o amigos. Esto transforma su
contenido de justicia en algo meramente contingente. En primer lugar, porque al
estar contaminada de elementos pasionales y afectivos, no atiende en la restitución
del derecho al aspecto cuantitativo y cualitativo del delito. En segundo lugar, por-
que, aun cuando lo haga, su acción será considerada como la propia de una volun-
tad particular que obra, por tanto, en consecuencia. Por esta razón, el intento de res-
tituir el derecho bajo la determinación de la inmediatez genera un progreso al infi-
nito en el mutuo atropello de la persona. Esta progresión, sin embargo, pone de
manifiesto la exigencia de que el castigo no quede en manos de los particulares, ni
siquiera de un tercero que oficie de juez. La condición necesaria para la restitución
del derecho es, pues, que la pena sea ejercida no por una voluntad individual y sub-
jetiva, sino objetiva y universal.
Al respecto, ya el joven Hegel enfatizaba que “el ser viviente, sin embargo,
10 Para la crítica de Hegel a la posición de Paul Johann Anselm von Feuerbach: GPhR §99Z p.
190 y VRph 17/18 §46 pp. 71.
11 GPhR §102 pp.1 96-197; VRph 17/18 §48 pp. 72-73; VRph 18/19 §56 p. 239; y PhPr p. 245.
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cuyo poder está unido con la ley, el ejecutor (Exekutor) que en la realidad
(Wirklichkeit) quita del criminal el derecho que éste ha perdido en su concepto, es
decir, el juez (Richter), no es la justicia abstracta (abstrakte Gerechtigkeit), sino un
ser vivo, y la justicia sólo su modificación. La necesidad del merecimiento de la
pena permanece fija, pero el ejercicio de la justicia no es nada necesario, porque ella
en cuanto modificación de un ser viviente también puede desaparecer, puede suce-
der otra modificación, y así devenir la justicia en algo accidental” (TJS p. 278).
El razonamiento hegeliano parece responder así a un esquema organizado sobre
la base de tres momentos: “(a) la violencia como Gewalt se encuentra en el momen-
to en que nace el hecho jurídico mismo y, dado que es de por sí un hecho en cierto
sentido ‘prejurídico’, se introduce en el mundo del derecho como (b) Zwang, la vio-
lencia con plena relevancia jurídica, que nace como respuesta a una Zwang o
Gewalt, y este es un movimiento que se resolvería en un mecanismo de ida y vuel-
ta infinito, si (c) la aplicación de la pena, elevada al plano de la universalidad
(Staatsgewalt), no se liberara del carácter meramente relativo de la venganza”
(Marino 1977, pp. 219-220). Sin embargo, llegado a este punto, se advierten des-
arrollos divergentes en el corpus teórico hegeliano que bien pueden ser conciliados.
Por un lado, en la Propedéutica de 1810, Hegel interpreta, siguiendo los pasos
de Locke en su Segundo ensayo sobre el gobierno civil (ST, §§19-21 pp. 13-14), que
esta exigencia legitima la institución del Estado, en tanto voluntad objetiva y
universal, como órgano facultado para administrar justicia con imparcialidad: “el
concepto de derecho como el detentador de la violencia (Gewalt), como poder
(Macht) independiente de los móviles del individuo tiene sólo en la sociedad esta-
tal su realidad efectiva (Wirlichkeit)” (PhPr p. 245). En consecuencia, el derecho
como tal deja de ser abstracto y pasa a ser coactivo cuando tiene lugar la elimina-
ción del delito por parte del Estado. En tal sentido, los desarrollos de Hegel son
compatibles con los presupuestos de Robert Nozick como lockeano contemporá-
neo, en tanto sostiene que “presumiblemente, lo que lleva a la gente a usar el siste-
ma de justicia del Estado es la cuestión de la ejecución definitiva. Sólo el Estado
puede imponer un juicio en contra de la voluntad de una de las partes” (Nozick
1974, p.27).
Por otro lado, ya a partir de las lecciones de filosofía del derecho de Heidelberg
de 1817/18 y hasta la Enciclopedia de Berlín de 1830, Hegel entiende que esta
demanda de una voluntad universal por parte de la voluntad particular introduce la
problemática de la moralidad (Moralität) y no inmediatamente la del Estado. Así,
el tratamiento de lo ilícito sirve de tránsito hacia la esfera de la moralidad, entendi-
da como instancia resolutoria del conflicto que instaura y esconde el contrato como
figura emblemática del derecho abstracto, es decir, del conflicto entre dos determi-
naciones opuestas de la voluntad solapadas bajo el concepto de voluntad común
(gemeinsamer Wille).
Lo que Hegel parece advertir a partir del período de Heidelberg, retomando con
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ello sus intuiciones juveniles de la época de Jena (NR, p. 485 ss) es que no basta con
la institución del Estado como órgano coactivo, como aparato monopolizador de la
fuerza, para que el derecho abstracto devenga derecho vigente. Antes bien es
necesario que la voluntad individual quiera lo universal y que lo universal se reali-
ce como voluntad subjetiva. Sólo así el derecho, que en tanto abstracto contaba con
un reconocimiento contingente, pasa a tener una validez efectiva.
Esto último aparece formulado con toda claridad en las Lecciones de 1817/18:
“este primer ser-reconocido (Anerkanntsein) es contingente, porque la voluntad
subjetiva no se ha puesto todavía como idéntica con la voluntad universal, y no ha
reconocido aún la voluntad particular como una voluntad diferenciada. Sólo
mediante la voluntad subjetiva el derecho tiene su realidad efectiva (Wirklichkeit),
y el derecho es así contingente” (VRph 17/18 §49 pp.73-74). Su contingencia radi-
ca en que la voluntad subjetiva no reconoce de inmediato a la voluntad universal
como su sustancia, sino que ésta se le presenta a la primera sólo como deber
(Sollen), es decir, como exigencia de una meta a ser alcanzada. La esfera de la
moralidad (Moralität) queda determinada como este ámbito de tensión entre dos
determinaciones contrapuestas de la voluntad. Pero el derecho tiene que trascender
la contingencia, si aspira a ser derecho vigente; y ello requiere abandonar el ámbi-
to de la mera subjetividad. Por tal motivo, se afirma en la Filosofía del derecho que
“para tener el pensamiento (Gedanken) del derecho, se debe estar formado en el
pensar (Denken) y no sólo detenerse en lo meramente sensible; se debe adaptar los
objetos a la forma de la universalidad y, del mismo modo, regirse en la voluntad
según lo universal” (GPhR §209Z p.361).
Por lo tanto, aquello que se revela en el movimiento conceptual del derecho
abstracto son las limitaciones propias de su perspectiva, en la medida en que redu-
ce al ser humano a la condición privada de persona (A). Esto conduce a la afirma-
ción de la determinación contraria, es decir, a la negación de la persona que tiene
lugar con el delito (-A). Para elaborar la contradicción que se manifiesta en la ins-
tancia del delito y la pena (-A = +A) es necesario un enfoque alternativo que per-
mita englobar estas dos determinaciones contrapuestas de la voluntad. Tal es el caso
de la perspectiva moral que se concentra sólo en el aspecto interior de la acción, es
decir, en la intención. Sin embargo, atender a la intención, significa poner el ojo en
la capacidad de autodeterminación de la voluntad, cosa que se produce sólo cuando
ésta se tiene a sí misma por contenido, es decir, cuando el móvil de la acción es su
estricta universalidad. Desde esta nueva perspectiva, el hombre es un sujeto indivi-
dual que, no obstante, tiende a lo universal. Pero esta universalidad se presenta en
principio de manera puramente formal, es decir, sólo como deber (Sollen) o exigen-
cia (Forderung).
Por esta razón, la moralidad está determinada como un ámbito de tensión entre
la determinación de la voluntad como algo subjetivo y, por otra parte, como univer-
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sal. En este campo de tensión se instala el punto de vista del formalismo jurídico,
término con el que Hegel refiere a hace las doctrinas de Kant y Fichte (NR, pp. 457-
485).
En efecto, en el Tratado sobre el derecho natural de Jena, Hegel toma a las
doctrinas de Kant y Fichte como instancias opuestas de formalismo: moral e inte-
rior en Kant, legal y exterior en Fichte. Según su análisis, ambas se revelan como
perspectivas unilaterales aunque necesarias para la comprensión del mundo ético en
su totalidad: “la una es para la otra ciertamente negativa, pero ambas son así. No es
la una lo absoluto positivo, la otra lo absoluto negativo, sino que cada una es ambos
en relación a la otra, y por ende, como ambas son sólo relativamente positivas, no
son ni la legalidad ni la moralidad absolutamente positivas o verdaderamente éticas.
Y así, pues, dado que tanto la una como la otra son positivas, ambas son absoluta-
mente necesarias” (NR p.475).
La crítica hegeliana a ambas doctrinas apunta a destacar que la constitución
moral de los sujetos de derecho es un requisito previo indispensable, aunque tam-
bién deficiente, para la vigencia de un marco jurídico. Tanto su necesidad como su
insuficiencia son puestas de manifiesto por las denominadas constituciones forma-
les a que da lugar el formalismo jurídico.
La constitución de un Estado tiene un carácter meramente formal cuando las
normas que la configuran fundan su validez en el asentimiento vacío de los sujetos
cuya vida en comunidad pretenden regular. Este asentimiento es vacío porque agota
toda su fuerza vinculante en la manifestación del deseo de los particulares de que
tales y cuales normas deberían efectivamente regir sus conductas, aunque de hecho
ellos no pueden (y, en tal sentido, tampoco quieran) dejarse regir por ellas. En otras
palabras, con tal asentimiento la voluntad individual admite la necesidad de la
voluntad universal, pero la tiene aún por algo ajeno y exterior a la que debería
someterse: “la subjetividad, sin embargo, no sólo es formal, sino que constituye, en
tanto infinito autodeterminarse de la voluntad, lo formal mismo. Dado que en este
primer surgimiento en la voluntad individual, [el autodeterminarse] no está todavía
puesto como idéntico con el concepto de la voluntad, el punto de vista moral es el
punto de vista de la relación (Verhältnis) o del deber (Sollen) o de la exigencia
(Forderung)” (GPhR §108 p.206).
En consecuencia, un sistema constitucional elaborado bajo el punto de vista
moral da como resultado constituciones formales, que pueden ser válidas desde el
punto de vista procedimental, pero que no llegan a establecer un plexo normativo
vigente. La verdadera vigencia de una constitución requiere que los sujetos impli-
cados reconozcan la universalidad de la voluntad expresada en sus normas como
instancia que configura su vida política y ciudadana, y no sólo como una exigencia
exterior a la que debería atenderse. Constituciones de este tipo nada constituyen,
pues sus normas, reconocidas de manera abstracta como normas válidas, rara vez se
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12 Según explica Kant un caso de oposición semejante entre dos cosas se presenta cuando enfren-
tadas ambas “como causas positivas una suprime lo que se sigue de la otra” (VBnG, p. 788).
13 GNr, Introducción, II, §5, pp. 10-11 y Siep 1979, p. 26.
14 En la Enciclopedia de Berlín, Hegel entiende que tanto el delito como la locura (Verrücktheit)
son determinaciones necesarias del espíritu humano y como tal deben ser expuestas (EPhW §408Z
p.163 ss). Luigi Marino explica al respecto que “momento ‘necesario’ no quiere decir, obviamente,
absoluta necesidad, por ejemplo, en el sentido de que todo hombre deba pasar a través de la locura [o
el delito]. No es del hombre singular que se trata, sino de la condición humana en general; y por tanto
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reducida a las transacciones que llevan a cabo en tanto propietarios bajo la forma
del contrato. Ocurre, entonces, que “este abstracto sistema de derechos no puede en
sí mismo ejercitar a los agentes para sostener de un modo habitual e intencional el
sistema de derechos, sino más bien para violarlo” (Westphal 1993, p. 249). Las
determinaciones propias del derecho abstracto resultan, por tanto, insuficientes
para resolver los problemas que la unilateralidad de su perspectiva pone en juego.
Sólo cuando la voluntad interior, individual y subjetiva se sabe una con su configu-
ración exterior y objetiva, surge un corpus de derecho positivo, que el Estado encar-
na legítimamente. Esta legitimidad de base le permite restituir el derecho tras la
lesión de una norma vigente, satisfaciendo así las exigencias de validez, implícitas
en cada una de las determinaciones jurídicas fundamentales del derecho privado
moderno, a saber: persona, propiedad y contrato.
La tesis decisiva de Hegel respecto de la realidad efectiva de un estado de dere-
cho es que sólo es posible allí donde las instituciones jurídicas, cuya validez se
reconoce en la constitución estatal, concuerden con las íntimas convicciones de los
hombres que conforman el Estado y cuyas interacciones se proponen regular. Por
ello, Hegel afirma que “la substancialidad es esencialmente convicción
(Gesinnung). En cuanto esta convicción, le concierne esencialmente al sujeto, es el
reconocer (Anerkennen) de las leyes. En cuanto este conocer (Erkennen) de las
leyes es saber subjetivo, ya está puesto en él un universal. Esta formación (Bildung)
del sujeto es esencial para la convicción ética” (VRph 17/18 §70 pp. 90-91).
La experiencia de lo ilícito revela, precisamente, la impotencia de los principios
morales para regir lo social y funda la racionalidad jurídica, no del derecho abstrac-
to, sino del derecho positivo. El punto de vista de la eticidad (Sittlichkeit), a dife-
rencia del moral, da lugar a la organización de un cuerpo jurídico positivo, cuya
validez y eficacia reposan sobre el hecho de que las normas que lo constituyen son
la expresión de una práctica de reconocimiento intersubjetivo fundada en la univer-
salidad de la persona, y firmemente arraigada en hábitos de convivencia concretos;
no en deseos, aspiraciones o exigencias que se exhiben como tales impotentes para
cumplir su cometido. Como se enuncia en el §144 de la Filosofía del derecho, “lo
ético objetivo, que entra en el puesto del bien abstracto, es, a través de la subjetivi-
dad como forma infinita, la sustancia concreta. De ahí que ponga las diferencias en
sí, que están determinadas aquí por el concepto y, de esta manera tenga lo ético su
contenido fijo, que es por sí necesario y una consistencia que se eleva por sobre el
opinar y el capricho subjetivos; las leyes e instituciones que existen en y para sí”
(GPhR §144, pp. 293-294).
Referencias bibliográficas
del riesgo que a cada hombre singular le incumbe. No es de este modo solamente una potencialidad
abstracta, sino un abismo siempre abierto y también, dentro de ciertos límites, una experiencia real”
(Marino 1977, p. 206).
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