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A l le gusta comer tomates. Tomates grandes, fritos, cocinados, licuados, crudos, verdes,
cherries, orgnicos, hidropnicos. Ha hecho de su dieta una especie de religin radical y
exclusiva. Mi caso es diferente, debo atragantarme a escondidas con pizzas grasientas,
sacar de entre mis calcetines gomitas con forma de ositos y camuflar entre las pginas de
los libros mortadela, jamn u otro embutido en rodajas. Pero ante l, me esfuerzo en
mantener esa fachada de purista roja. Es decir, soy como cualquier catlico promedio.
Comer tomates no es una tarea sencilla. Ayer por ejemplo, fue el da del pur. Se llenaba
la boca con esa masa rojiza y sus cachetes se inflaban, al punto de hacerme pensar que se
estaba convirtiendo en un tomate. La semana pasada fue de dieta crudvora. Como para
todo tiene un mtodo, esta vez, se introduca en la boca tomates de tamao mediano y
escupa sobre mi cara los restos de los clices. Esa era la parte ms divertida. A veces no
consegua despedazarlos por completo y los restos de las cscaras se adheran a su
garganta producindole asfixia. Sin contar a su pobre vescula que no resisti el
bombardeo de tantas semillas y tuvo que ser extrada. El resto del tiempo me la pasaba
metida en la cocina buscando nuevas formas de preparacin. Porque la monotona
amenaz desde siempre la estabilidad de nuestra pareja. No soportaba imaginarnos sobre
el sof, en calcetines, viendo noticieros sin intercambiar palabras. Por eso, me las
ingeniaba para recrear recetas como las que ofrecen los restaurantes vegetarianos. Con
los tomates haca mi versin casera de la carne o hasta de la leche. Me haba vuelto hbil
disfrazando el sabor cido de esos vegetales y logrando darles texturas que la naturaleza
les neg. Eso lo haca feliz. Su felicidad era en mi adentro un sentimiento un tanto
viscoso.