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“El ser humano no sabe por qué se enamora, se deja vencer por el amor y basta.” [de Manuale d’amore]
Era el acto del jardín de infantes de la escuela donde yo era docente. Junto a otros colegas recibíamos a los papás
y los acompañábamos a las sillas dispuestas frente al escenario. Había entre ellos padres y madres que fueron
alumnos con sus pequeños hijos y nos los presentaban emocionados. Reconocí a varios, y a otros, que estaban tan
cambiados que ya ni los recordaba.
El acto se desarrolló entre numeritos basados en cuentos infantiles, risas, disfraces, aplausos y llantos de emoción.
Entre un número y otro los padres charlaban, se daban un beso de felicidad, un abrazo o simplemente comentaban
aspectos de la fiestita. Me llamó la atención los comentarios del marido de Paula, que los tenía muy cerca. - ¿Aquí
hiciste toda tu primaria? Ella sólo asintió con la cabeza. - ¿y aquí tuviste tu primer noviecito, seguramente… Ella
sólo lo miró y bajó la vista. – De aquí también habrán sido tus maridos, los desgraciados que terminaron
golpeándote… Ella bajó la cabeza y se incorporó incómoda por el comentario. – Ahora veo bien el lugar de
donde te saqué… Escuché un Basta! que ella pronunció en voz baja. – Entonces, todo lo que sos me lo debés a mí,
yo te hice lo que sos ahora, te hice decente… Me acomodé en la silla, pero los comentarios del marido me
obligaron a pararme y salir al pasillo para no escuchar más.
El acto se cerraba, los niños corrían a los brazos de sus padres y ellos los llevaban a sacarse fotos con sus
maestras. Me encontré con la mirada de Paula… estaba muy seria y yo sabía el motivo o eso supuse. Vino casi
corriendo a saludarme, me abrazó y rompió en llanto desconsolado. La abracé también y alcancé a percibir sobre
sus hombros la imagen del marido con los brazos cruzados fusilándome con la mirada.
No supe traducir ese llanto, no supe quién lloraba, si era la Paulita a la que socorría de algún golpe durante los
recreos y me pedía que la cargara en mis brazos, o la mujer que padecía las heridas de las palabras duras de su
marido. Cuando se recompuso, sequé una lágrima que había corrido su maquillaje y me dijo, - Profe, le presento a
mi esposo. Él me saludó extendiendo su mano casi inclinado, lejano, educado, sonriente. Me dijo que fue un gusto
y que me invitaba al templo donde él era pastor. Lo saludé cordialmente y le pedí que la cuidara mucho, no pude
evitar ser acusador. Me respondió citando número y versículo de la Biblia. – Ella es como la samaritana que
encuentra a Jesús en el pozo, aquella que su sed fue saciada. - ¿Saciada?, pensé y le dije que conocía el pasaje
bíblico, mientras yo centraba mi atención en el pequeñín que ahora estaba en los brazos de su madre. Acaricié su
cabecita enrulada y Paula me miró con un aire apenado mordiéndose el labio inferior, era el gesto que hacía desde
niña. Puse mi mejor cara y le sonreí como si eso le bastase para acariciar el alma, porque esta vez era lo único a
mi alcance.
Nos saludamos y partieron. Yo me quedé parado, desmantelado, pensando en lo contradictorio del amor humano.
Edgardo Boiteux