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GALLENDE Psicofármacos y Salud Mental.

La ilusión de no ser (pág 0-74)

Introducción

La consideración del trastorno como enfermedad por parte de la psiquiatría


positivista prescinde del sujeto, ignora el conflicto que expresa el síntoma, ya que
éste sería sólo signo de un trastorno en sus equilibrios cerebrales, y se propone
suprimirlo a través del medio artificial del medicamento.

El psicofármaco actúa aliviando, silenciando los afectos que acompañan al


conflicto y expresan el malestar del sujeto, pero es también jugar a favor del síntoma y
su permanencia, en la medida que impide al sujeto actuar con conciencia sobre las
contradicciones entre sus deseos o de su realidad. De este modo el sujeto se entrega
al saber y poder del especialista, abandonando así todo esfuerzo por volver inteligible
su malestar y hacer frente a las contradicciones de su propia vida.

El psicofármaco constituye un ofrecimiento de desubjetivar el conflicto, eliminar


el malestar de la vida, inmanente a todo sujeto, atribuyéndole su presencia a causas
externas a él y por tanto lo exime de cualquier responsabilidad a la hora de
comprenderlo o tratarlo. De ahí el nombre del libro “la ilusión de no ser”, es decir, la
ilusión de suspender la condición subjetiva.

El medicamento como “solución” se ha instalado por el encuentro que se ha


producido entre nuevos rasgos culturales y la oferta de la solución del mercado para
los síntomas del malestar que producen. A favor de la velocidad de la existencia, la
inmediatez de toda experiencia, la primacía de la imagen y la sensación sobre el
pensamiento y la palabra, que desembocan en la figura del “consumidor”, se está
configurando una nueva relación entre las pasiones y la razón, que consiste
justamente en anularla y con ello suprimir la dimensión ética de la existencia y el
comportamiento del hombre. Mediante este “logro” del mercado y la emergencia del
consumidor, surge una oferta de fármacos que intervienen como solución a los
síntomas que tales rasgos culturales generan.

Todo este encuentro entre el deseo operatorio de rapidez y eficacia sobre la


vida emocional y los fármacos, ha sido impulsado por complejas estrategias de
mercado para producir esta cultura y potenciar tal rasgo.

La difusión de las investigaciones de las neurociencias se presenta bajo una


forma convincente, a saber, se explicita como un conocimiento acerca del
funcionamiento de las redes neuronales, los mecanismos biológicos de la transmisión
entre neuronas, vinculado a determinado malestar subjetivo (memoria, hiperactividad,
la obsesión, el deseo sexual, etc.) y se argumenta que se descubrió una nueva
molécula capaz de solucionar tales malestares actuando sobre los mecanismos
cerebrales. Siempre se alude a una sustancia o neurotransmisor que sobra o que falta
y surge allí la cura que devuelve el equilibrio, inhibiendo al neurotransmisor,
bloqueando ciertos receptos o estimulando otros. La primera falla ética en relación a
esto es presentar al fármaco como capaz de actuar sobre el cerebro como si se tratara
de un conocimiento causal del origen del trastorno.
Aproximadamente el 80% de la investigación es realizada por los mismos
laboratorios o es financiada por ellos a través de universidades y centro privados. Son
además la principal fuente bibliográfica en las revistas y libros especializados que
consultan los psiquiatras.

Capítulo 1: Fundamentos de la psiquiatría y razón moderna

En este capítulo el autor señala que el problema de la psiquiatría es que crea


imaginarios sociales específicos que se articulan con los comportamientos prácticos
de las personas, de ahí que toda crítica a dicha disciplina debe dirigirse tanto a sus
fundamentos teóricos, a su relación con la práctica, observando contradicciones,
coherencias, usos del poder disciplinario, como a cuestionar la función social de la
disciplina, sus formas de aceptación y el reconocimiento de la sociedad. Es lo
que Bourdieu llamó “una teoría del efecto de teoría”.

La psiquiatría surge en el seno de la “razón moderna”, la cual le otorga los


modos intelectuales de pensar y el marco práctico en base al cual se desarrollan
acciones de control y dominación sobre todo/s aquello/s que no estaban capturados en
sus principios. Su afán de construir un saber en torno a la enfermedad mental se ha
agotado en meras descripciones del comportamiento anormal, de clasificaciones que
se confunden con un saber acerca de la etiología del trastorno, que terminan por
ocultar las prácticas reales así como el poder disciplinario que las orienta.

La razón moderna aplicada desde sus orígenes a la locura, mostró su


incapacidad para abordarla desde un conocimiento racional, y se evidenció como un
repertorio de imágenes ficticias. De ahí que Galende tome a Foucault, quién planteaba
que las representaciones de la psiquiatría son en sí nebulosas y abstractas de la
locura y que sus teorías, si así puede llamárselas, no son sino imágenes o alegorías,
que no constituyen en sí razonamientos o técnicas aplicadas de manera efectiva en la
construcción de conocimientos o paradigmas que habiliten a una demostración
convincente.

El autor continúa señalando que en psiquiatría, el objetivo de la reflexión


racional es hacer consciente la naturaleza de los fenómenos y sus causas, pero que
en los hechos se agota en hacer observaciones, interpretaciones y descripciones de
los fenómenos de la conducta, de los síntomas, como si fueran la expresión de una
naturaleza enferma. Es decir, se confunde la realidad, los comportamientos humanos,
con el procedimiento de identificar y clasificar. De este modo, se crea un lenguaje
especial, un esquema con apariencia de racional que impone nombres a la conducta
anormal, estableciendo un código de disciplinamiento para la totalidad de la conducta
humana, a saber, que todo hecho podrá percibirse, nombrarse, valorarse y clasificarse
en base a dicho lenguaje. Lo anterior determina que el lenguaje común queda
impregnado por el lenguaje psiquiátrico, lo cual da cuenta de cómo la psiquiatría ha
impuesto sus significados, valores y modos de pensar sobre el campo social. Incluso
ha ido más allá llegando a establecerse como una estructura ontológica dura y
persistente, puesto que su “razón” en doscientos años logró, aunque no de modo
absoluto, ser la norma disciplinaria natural de la mente y del comportamiento normal o
anormal (“enfermedad natural”).
Entender la enfermedad como natural priva al sujeto de su palabra, ella ya no
dice nada dentro de la razón, debido a la alteración “natural” de su pensamiento y
obrar, y clausura además toda posibilidad de crítica o deconstrucción de su saber y
sus supuestos. Esta ingenuidad según la cual el concepto daría cuenta de la
naturaleza, que el concepto “descubre” y no construye la realidad, hace que la
psiquiatría sostenga que el trastorno mental está “desde siempre allí”, en la naturaleza
del sustrato cerebral y que el “progreso” del conocimiento es lo que lo va
descubriendo, instaurando sus propias lógicas inmanentes a una naturaleza
preexistente. De este modo la psiquiatría ignora que cada época y cultura construyen
sus significados, valores y sentidos de la conducta, del pensamiento normal y sus
desviaciones, generando así una ilusión de atemporalidad histórica y de universalidad
(absolutismo ontológico)

A continuación el autor señala que una vez establecida la anormalidad como


enfermedad y los parámetros para su “tratamiento”, ya no se trata de comprenderlo en
tanto ser humano en su experiencia de vida, sino de “curarlo”, disciplinando su
conducta, normalizando su pensamiento para que retorne a la razón.

Párrafos más adelante Galende señala que la medicina ha recibido enormes


aportes de la física y la biología para cimentar sus conocimientos y avances, pero que
no puede decirse lo mismo de la psiquiatría, puesto que, salvo por lo aportes de la
psicofarmacología, no ha logrado beneficio alguno de su pretensión de ser una ciencia
médica.

Bajo el subtítulo El poder del positivismo en la actual medicalización del


malestar psíquico examina no tanto la utilidad de los psicofármacos sino el
funcionamiento social real que la industria farmacéutica ejerce actualmente en el
campo de la salud mental. Describe tres procesos a este respecto: 1) la industria
invierte enormes recursos económicos en la investigación neurobiológica y genética;
2) bajo el slogan “la década del cerebro”, la industria desarrolla una política amplia de
difusión, que se dirige a crear y fortalecer el mercado para sus productos. Tales
objetivos van en dos direcciones: a) a través de medios masivos de comunicación se
anuncian nuevos descubrimientos “científicos” sobre los malestares del ser humano y
que la “ciencia está tras ellos” para eliminarlos, b) otra política de propaganda se dirige
al sector profesional (quién vende estos productos): libros, revistas y publicaciones
científicas, congresos que la industria misma financia. 3) nueva asociación industria
farmacéutica-corporaciones de especialistas. Todas estas acciones confluyen para
potenciar la medicalización, generando la ilusión de que existe un remedio adecuado
para eliminar cada malestar, sin necesidad de reflexionar acerca de sus motivos.

Capítulo 2: Construir la disciplina.

Allí el autor plantea que la fundación de la psiquiatría como especialidad dentro


de la medicina se consuma no con Pinel sino con Esquirol, considerado “el padre de la
psiquiatría”, en torno a un triple gesto:

1) con Esquirol se logra que la universidad reconozca oficialmente a la psiquiatría


como una disciplina. A partir de ahí la psiquiatría vive una doble vida: pretende
ser una disciplina basada en el lenguaje médico pero oculta que sus prácticas
constituyen un código moral de disciplinamiento, que dio lugar a los más
irracionales procedimientos en el trato asilar de los enfermos.
2) Lograr un nuevo ordenamiento jurídico para la anormalidad psíquica, la
llamada “Ley Esquirol”, sancionada en 1838, en ella se delega en el médico
funciones judiciales, como la privación de la libertad sin necesidad de
acusación, sin proceso ni posibilidad de defensa y con sentencia sin relación
con lo sucedido socialmente. El certificado de alienación es condición suficiente
para hacer efectiva la sentencia
3) Se crea la primera red de servicios de internación en Francia, creando un
hospital psiquiátrico por cada departamento de Francia (más de cincuenta
hospitales)

El triple gesto otorga al médico alienista un poder prácticamente absoluto sobre la


vida y los cuerpos de los considerados, llamados desde ahí “enfermos mentales”.

Galende continúa su exposición planteando la función performativa que tiene


la psiquiatría, en tanto que accionar que genera procesos de subjetivación, es decir, la
institución disciplinaria es eficaz a la hora de producir ciertos tipos de subjetividad. Un
ejemplo claro es el valor performativo de los diagnósticos psiquiátricos, pronunciados
por un especialista reconocido y legitimado por el estado, cuya acción se afirma en
parte en la autoridad del propio profesional, muchas veces en función de desestimar la
palabra del paciente, quién debe ceder su lugar al nombre diagnóstico para asumir su
“conciencia de enfermedad”. Es así que lo nombres diagnósticos que se le adjudican a
las formas de sufrimiento y las valoraciones que en sus interpretaciones se incluyen,
producen los significados bajo los cuales, tanto los profesionales como el imaginario
social, conciben y reconocen bajo esa forma la anormalidad.

El autor continúa señalando que el valor performativo de la psiquiatría, es decir,


la capacidad y eficacia de nombrar y construir la realidad de eso que enuncia: la
enfermedad, no está en función de su discurso sino en la relación de éste con la
autoridad de la institución. De este modo la función social del performativo posee un
sentido más amplio que el lingüístico, es decir, no se trata sólo de las palabras que
construyen como enfermedad la realidad del padecimiento mental, sino que en el
hacer psiquiátrico, ya sea diagnóstico, internación, prescripción o tratamiento, y en la
autoridad recibida por la institución, se consuma el poder simbólico de la psiquiatría,
así como también su (re)producción social, sin la cual esta disciplina no puede
perpetuar su existencia y efectos.

Posteriormente Galende aborda el lugar de la autoridad en la práctica


psiquiátrica. Señala que lo específico del discurso de autoridad profesional del
psiquiatra radica en el hecho de que no es necesario que el sentido de su acto sea
comprendido, puesto que en la mayoría de los casos el paciente no comprende, sin
que por ello se resista a la acción del profesional Lo primordial es entonces que quién
ejerce la acción sea alguien reconocido como designado para desempeñar tal función,
pero no está allí sólo a título personal, sino que su autoridad proviene del hecho de ser
representante, depositario del poder social de la disciplina a la que pertenece. Por
tanto no se trata solamente de la atribución de un “supuesto saber” lo cual
desencadena la transferencia, sino que se trata en todo caso de una “transferencia
social” sobre la propia institución disciplinaria.

Luego explica de donde proviene la eficacia que los actos institucionales


producen y señala que se trata de lograr que los especialistas crean profundamente en
su propia existencia real, es decir se sientan “naturalmente” especialistas. Mediante
dicha apropiación institucional en sí mismos, es que pueden desconocer todo el
proceso institucional que los ha consagrado, ignorando las ilusiones, incoherencias, la
falta de relación entre ese acto y el saber, y la creatividad personal. Tal
desconocimiento no es ajeno al de concebir la enfermedad como una “realidad
objetiva”.

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