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Hay una frase que escucho comúnmente en el salón de clase, en boca de mis
compañeros, en voz de sabiondos humanistas, en las confesiones patrióticas de mis
queridos maestros; inesperada sentencia en la cabina de un pirata, en el asiento de
una peluquería o en charlas con mis amigos más progresistas. Yo diría algún
comentario sobre la corrupción; sobre el robo descarado de mis impuestos, de la
plata concebida para la educación y salud de mi hija; y ellos responderían,
indignados, que “el Estado somos todos”.
Se me agitan las tripas como lo hacen sus palabras: esa frase resuena en mí con la
fuerza de la historia. Recuerda que hace más de dos siglos somos patria; que la
sangre de nuestros bravos abuelos nos obsequió la libertad y el poder sobre esta
parcela preciosa, estrellada de bosques y lagunas. Y, aunque los abusivos tiranos, los
mercenarios y expropiadores apátridas hayan buscado arrebatarnos ese poder, de vez
en vez la historia vuelve inflando de heroísmo las voces de todos nosotros. Y nos
inventamos procesos constituyentes, como el del 91, aun cuando los plagiadores del
poder nos desconocían; y vemos cómo la voluntad popular recobra su ímpetu en un
séptimo voto, imposible de ignorar para los “cuellos blancos” (GÓMEZ ROLDÁN,
2011).
Y así nos convencemos de que la sentencia “el Estado somos todos” es real: este
fragmento de mundo es plenamente nuestro. La riqueza del subsuelo es nuestra,
como es nuestra la diversidad de los mares, montañas y sabanas. Y es nuestra la
brújula que gobierna los pasos de esta Nación. La metáfora del barco de ZULETA
(1989) tiene un giro eufórico: somos navegantes de un navío que iza su vela tricolor
con la fuerza de todas las manos; todos embisten las olas con las remadas firmes de
un pueblo comprometido. Todos definen el rumbo.
Cuando llevamos esta metáfora del barco a los documentos oficiales, se vuelve
todavía más hermoso el cuento:
He participado, como todos, de la historia de este Estado, pero más por la forzosa
necesidad de ser nacional de algún lado en un mundo dividido en Estados-nación,
que por la realización de un papel que se haya concebido para mí, para el que se me
haya formado desde niña y que tenga hoy espacios para poder ejercer. ¿Que haya
cogobernado algo, a parte del dormitorio de mi casa? No lo creo.
El poder de todos, el mío incluido, pareciera la utopía de las democracias. Pero este
no es un ensayo sobre la democracia incompleta que vivimos y lo bello que sería
verla realizada. No es una oda a la consumación de la frase “el Estado somos todos”.
Aquí voy a descargar mi enojo contra algunos discursos de este mismo corte que
funcionan como trampas para la comprensión de la realidad del poder en nuestro
país y de nuestra situación como ciudadanos.
Sigamos tomado como ejemplo la frase “el Estado somos todos”: la euforia del
colectivismo nos oculta la marcada cultura del individualismo que define al mundo
moderno. Los colombianos habitamos, o bien, campos olvidados, o bien, ciudades
en las que el miedo al otro, la segregación racial y clasista, las ubicuas redes de
narcotráfico, el desempleo, la carencia generalizada de servicios públicos y los
derechos no garantizados, configuran un escenario en que el que los esfuerzos por
sobrevivir regresan a su estado salvaje, en que cada quién vela por lo suyo y se
impone el más fuerte (TORRES SANTOMÉ, 2011, p. 86). Relaciones laborales y
comunitarias cada vez menos vinculantes del compromiso del sujeto convierten en
lejana nostalgia la fidelidad por los propios y la confianza mutua.
O sea que, para empezar, no hay un “todos”. Hay una masa disgregada de personas
que se odian entre ellas, que se temen y rehúyen, para las cuales la solidaridad es
una palabra que se pega en las paredes de los colegios, un valor innegable pero
mítico y que, para nada, sirve de pauta en el relacionamiento cotidiano de la gente.
Y, sobre esto, los más entusiastas del Estado Social de Derecho dirán que es
precisamente ahí donde la citada frase quiere llamar la atención. “Quiere despertarte
y recordarte que eres responsable de este Estado: tú eres el Estado y yo también.
Hay unas injusticias y unas brechas sociales que no se van a cerrar solitas: tienes que
participar”. Sobre la realidad de que no hay un colectivo solido que sustente tal
poder dirán que “es justamente eso lo que debemos buscar: maneras para unirnos.”
Esto, cabe decir, no es un proceso frente al que la gente se cruza de brazos: los
sindicatos se movilizan, los estudiantes hacen paros, las comunidades protestan
contra las decisiones arbitrarias y el desfalco público, siempre dentro de sus tiernas
pero minúsculas capacidades políticas, condicionadas por el sistema en que
producimos nuestra vida, que nos confina a un trabajo esclavizante o a un estudio
ensordecedor, y limita nuestras posibilidades organizativas. Propuestas de mayor
calibre han sido aniquiladas, borradas del mapa, a sangre y fuego. ¿Qué poder
colectivo puede generarse en un país capaz de masacrar gente hasta extinguir una
idea política?
O sea, Colombia puede ser lo suficientemente soberana como para escribir una
Constitución y sentirse “adulta” en el mundo de las Repúblicas, pero no para
desligarse de su contexto político externo e interno, ni de la historia y tendencia de
sus diferentes instituciones, colectivos e ideas. Talvez, en tono demasiado
determinista, el antropólogo EDWARD TYLOR (1871) decía que las ideas que podían
generarse en un momento de la historia eran un resultado necesario de la evolución
de formas culturales pasadas. Así, los esfuerzos patrióticos, los más emotivos
discursos libertarios, los levantamientos armados rebeldes, las enfrentas populares a
la cooptación del Estado por los autócratas, no serían producto de la voluntad
creativa, tercamente autónoma de individuos guiados por sus motivaciones y su
carácter. Tampoco las voluntades que flaquean ante la “mordida” corrupta y el
soborno atrevido, o entregadas a la inmóvil indiferencia, son producto pleno de las
decisiones de sujetos libres. En palabras de TYLOR:
“Todos ellos son modos de la conexión que mantiene unida la compleja red
de la civilización. No hace falta más que dar una ojeada a los detalles triviales
de nuestra existencia diaria para hacernos pensar qué lejos estamos de ser
realmente sus creadores y qué cerca de ser los transmisores y modificadores
de los productos de edades pasadas” (p. 40)
Algo así es el Estado colombiano: un producto inacabado de la compleja relación de
fuerzas sociales diversas, atornilladas en un territorio, constantemente recreadas por
las manos de la costumbre y las memorias colectivas, tensionadas por sus
tradiciones culturales, entre las que figuran sus modalidades de ejercer la política. La
vela de este barco no se hincha con los suspiros de la gente, sino con el vendaval
obstinado de la historia. Y a la historia se le antoja hoy que el Estado sea un aparato
empobrecedor de la gente.
Un análisis similar podríamos hacer a la frase “haga valer su voto”, a la que recurren
los moralistas en tiempos de elecciones para señalar a la madre cabeza hogar; al
anciano olvidado; al campesino, al negro y al indígena desplazado; al urbanita
llevado a la miseria; a los papás y mamás adolescentes; y todos los otros que
participan de las trasferencias monetarias condicionadas (los famosos subsidios del
tipo “familias en acción”) quienes, ante la cantada amenaza de perder tal bono de
ayuda, se ven forzados a votar por determinados candidatos. Igual pasa con el
funcionariado de la pesada burocracia estatal en todos los niveles: se los amenaza
con que solo un candidato mantendrá sus puestos de trabajo y que los demás los
“barrerán” ya que vienen con sus propias cuotas clientelares.
Tanta esperanza puesta en una fecha puntual redunda en una concepción anti-
histórica de los fenómenos sociales y en la consolidación de un país políticamente
ignorante, apegado al infantil rol que la democracia representativa concibe para
nosotros, a la vez que genera argumentos para que la gente se señale entre ella,
dando puntilladas morales al pobre, al desahuciado y al abandonado.
Aunque habría más frases sobre las que descargar mi enojo, creo que sobre estas dos
puedo proponer mis conclusiones. Primero, que los refranes populares son una
pésima fórmula para hacer política. Tenemos que estar atentos a todas esas frases
que pretendan reducir el ejercicio vasto de la política a unas cuantas silabas; de
aquellas que desconozcan la ligazón cultural e histórica de las decisiones de la
gente; de esas que, con versiones patéticas de los hechos sociales, culpen a la gente
más vulnerable de sus propias desgracias; aquellas que sustenten la esperanza sobre
la base de un ideal manipulado y condenado a la frustración. Mejor dicho, para
devolver el insulto: es por esas frasecitas de cajón que “el país está como está y las
cosas no cambian”.
Tal unión debe construirse a través de un programa que no puede ser comprendido
ni guiado por frases del tipo “el Estado somos todos”, que declaran un proceso
consumado. Debe adquirir la forma y densidad de un currículo de formación
política, que ha cursar la persona desde su infancia y verse realizado en espacios de
participación efectiva, que retroalimente el proceso de educación de los niños a
través de testimonios y memorias reales de cómo las redes comunitarias informales
se van configurando en fuerzas de gobierno territorial.
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICAS