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Normalmente no hago esta clase de cosas

October 6, 2006

MISHIMA: MAS NOTAS

Mishima, el río de la tradición

I. LA RAÍZ DE LO MODERNO

La narrativa japonesa de la segunda mitad del siglo xx ha sido una de las más nutridas,
prolíficas y versátiles de la modernidad literaria. Bastarían algunos nombres para probarlo:
Junichiro Tanizaki (1886-1965), Yukio Mishima (1925-1970), Yasunari Kawabata (1899-
1972), Kobo Abe (1924-1993) y más recientemente, Kenzaburo Oé (1935). A este singular
muestrario, ya de por sí ronco, es necesario agregar lo siguiente: Kawabata, autor de La
casa de las bellas durmientes (1961), ganó el Nobel en 1968; Oé, hizo lo propio en 1994.
Veintiséis años median entre ambas concesiones. Nada despreciable para una literatura
relativamente distante para el común de los lectores occidentales. Y aunque es claro que
dicho premio no puede ser un paradigma para valorar la calidad artística de las obras, si lo
es, en todo caso, para conocer la efervescencia e invención al interior de una tradición
literaria.

A lo largo de los siglos ha existido un intercambio permanente entre la tradición


occidental y las orientales, en particular, con la de Japón. Donald Keene, erudito del mundo
oriental, rastrea, en su ya canónico volumen La literatura japonesa (1956) que el inicio de
esas reciprocidades se perfila con el envío de misioneros jesuitas al país del sol naciente.
San Francisco Javier (1506-1552), al parecer el primer jesuita que pisó tierra japonesa,
desembarcó en 1549 después de una exitosa campaña de cristianización en la India. Sin
mayores contratiempos realizó su apostolado en Japón y dos años después, partió hacia
China, dejando tras de sí una célula de cristianos que se multiplicaría con el tiempo.
Quizá la referida fecundidad se deba al afortunado cruce de tradiciones que, mezcladas
y asimiladas con el ingenio particular del pueblo japonés, es capaz de parir realidades
verbales inusitadas. De este modo, en la obra de Tanizaki es perceptible la influencia del
simbolismo francés y de los cuentos de Edgar Allan Poe; Abe logró su característico estilo
a partir del teatro del absurdo y de sus lecturas del existencialismo francés; Oé, por su parte,
se especializó en letras francesas. Rastrear el árbol de las influencias no arroja, la mayoría
de las veces, grandes luces sobre el origen y misterio de escrituras tan singulares. Con todo,
es importante señalar los efectos benéficos de asimilaciones tan prósperas pues, en
literatura, la abstracción ideal del concepto “originalidad”, no resulta ser sino una quimera
poco deseable y de aportaciones nulas. Así, a pesar de que la lectura de la literatura
japonesa en su lengua original, está vedada a la mayor parte de los lectores, ha tenido una
enorme aceptación a últimas fechas.

En este abreviado recorrido por las letras japonesas contemporáneas, es necesario


recalcar la aportación y lúcido estilo de Yukio Mishima, uno de los grandes escritores
recientes que sin haber dejado una obra copiosa, logró, con la fuerza y la tonalidad pulcra
de su narrativa, una permanencia que parece ignorar la vigencia y brutalidad del tiempo. La
obra de Mishima, a pesar de su vitalidad y energía, no circula con fluidez en nuestro medio
editorial.

Siruela publicó La perla y otros cuentos que, a pesar de ser claramente representativos
de las obsesiones del autor (la presencia de la muerte, la espiritualidad del budismo, etc.),
es un esfuerzo editorial que no se ve enriquecido más que por la iniciativa de Alianza, que
lanzó El marino que perdió la gracia del mar (1963) hace algunos años. Las ruidosas y al
parecer biográficas Confesiones de una máscara (1949) o El rumor de las olas (1954) son
obras que con algo de suerte, quizá puedan conseguirse en alguna librería de viejo, aunque
resulta poco probable. Mishima, por haber sido un homosexual excéntrico en una
comunidad tradicional, por haberse suicidado con la ceremonia ritual del hara-kiri y por
haber sufrido a causa de la dicotomía tradición-modernidad en la sociedad japonesa, ha
pasado a ser, en el mayor de los casos, un creador escandaloso con el fárrago de una pesada
vida a cuestas. Triste destino para un escritor tan valioso.

II. LAS CONFESIONES DE UN SUICIDA


Cuando se publicaron las Confesiones de una máscara poco antes del medio siglo, nadie
imaginó que su autor terminaría decapitado algunos años después. La institución del hara-
kiri (“abrirse el vientre”, en japonés), una tradición del Japón medieval, no ha desaparecido
del todo en las prácticas cotidianas a pesar de que fue abolida por el imperio como método
de suicidio obligatorio en 1868.

De tal suerte, el escritor que vivió dividido por el conflicto tradición-modernidad del
Japón contemporáneo, cayó víctima de una práctica del pasado. Su inconformidad se
disolvió en el acto que salva el honor de los renegados. Igual suerte corrió, dos años
después de la muerte de Mishima, su amigo y contemporáneo, Kawabata. ¿El método? El
mismo. Dos destinos unidos por la fatalidad de una muerte compartida.

En occidente el acto del suicidio sigue siendo, en términos desnudos, uno de los tabúes
que jamás se ha podido superar. El judaísmo tiene condenas claras. El enigma crece cuando
el implicado realizó una obra estética de valor notable. Estudiosos y lectores se arrojan con
fervor a las páginas que sobrevivieron al deceso y buscan, enfebrecidos por las ansias
interpretativas, las claves del acto de arrebatarse la vida. A esta magnificación y para el
caso particular de Mishima, se adhiere otra de mayor envergadura, pues el creador fue un
genio precoz y su obra rebasa en mucho la media del valor estético. Así, a la figura del
Mishima-suicida, se suma la del Mishima-entidad genial. Las Confesiones se publicaron
cuando su autor contaba apenas con 23 años. Dato significativo cuando se lee y palpa la
calidad de su obra: nada de tentativas primerizas ni de regodeos experimentales. El libro,
construido desde una perspectiva ágil y álgida, pretende ser el relato fiel de una educación
sexual, de una iniciación. Su protagonista, un joven adolescente que descubre su irresistible
proclividad por los seres de su mismo género, narra las peripecias para convivir en una
sociedad que, deliberadamente, ha realizado una condena histórica de la homosexualidad
como norma plausible de vida. Sus enamoramientos, desencantos y frustraciones, son el
marco ideal mediante el cual Mishima plantea los problemas de modernización de una
comunidad que se ha caracterizado por el respeto a la tradición.

El aspecto más visible del libro e incluso el que se ha promocionado como producto
editorial, es el de ser el relato de un incapacitado para vivir en el seno de la sociedad dada
su caracterología sexual, su “enfermedad”. La edición que realizara Planeta en los ochenta,
además de ser de calidad ínfima (la traducción es del inglés), da cuenta de ese intento de
mercadeo carente de escrúpulos, con el acto de pedirle la escritura del prólogo a un
psicoanalista versado en la detección y cura de casos sexualmente patológicos. Esa vereda,
que no pocos recorrieron y en la que muchos se enlodaron, tal como Antonio Vallejo lo
hizo en su Mishima o el placer de morir (1978), ve en las Confesiones el camino más corto
al mejor análisis que pueda darse sobre una iniciación homosexual. Ahí están, expresados
con el mejor lenguaje, el descubrimiento de las formas masculinas, el erotismo pasmoso de
los golpes, el inicio de los ejercicios masturbatorios y la búsqueda de la compañía
homosexual.

Esta visión, tristemente simplificadora, se encuentra viciada de origen al tomar el texto


como una composición biográfica. Resulta sencillo perderse en los laberintos de la
interpretación excesiva y monolítica.

El relato de las Confesiones de una máscara puede ser eso, pero es, sobre cualquier otra
cosa, una obra literaria. Un apasionado relato de búsqueda y decepción; un intrigante
retrato de la sociedad moderna y sus contradicciones y una ambiciosa tentativa de explorar,
con las armas del lenguaje, los límites de la realidad humana. Además Mishima, fuera de lo
estrictamente anecdótico, fue un consumado maestro de la estilística. La narración por parte
del adolescente, jamás pierde hondura o credibilidad. El efecto inmediato, de tersura y
decepción, pueden no menos que transportar al lector a esa atmósfera opresiva de los
barrios de Tokio. Cuando en 1968 la academia sueca hizo saber su decisión, el laureado
Kawabata expresó en entrevista al New York Times: “no comprendo cómo me lo han dado
a mí existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad sólo
cada dos o tres siglos. Tiene un don milagroso para las palabras.” Aunque podemos
desconfiar de la entusiasta declaración de su maestro y amigo, dado el cuidadoso protocolo
japonés, no debemos olvidar que Kawabata, predecesor y allegado de Mishima, con todo y
que le llevaba más de veinticinco años de edad, no dudó en elogiarlo en más de una
ocasión, saludándolo como un perspicaz artífice de la lengua japonesa.

III. LA VISIÓN DE LA DIVISIÓN

Marguerite Yourcenar (1903-1987) ha sido una de las escritoras contemporáneas que,


sumergida en la lectura de Mishima, ahondaron con pulcritud crítica en su obra evitando las
reiteraciones fáciles y las simplificaciones culturalistas. Mishima o la visión del vacío
(1981) es uno de los ensayos más profusos y lúcidos que se hayan escrito en torno a la obra
del autor japonés. Yourcenar parte de un axioma capital: la narrativa de Mishima, dada la
personalidad misma del autor, resulta demasiado delicada para abordarla desde perspectivas
tradicionales. El tosco mangoneo es impropio para las flores. Ese reconocimiento de su
complejidad, empero, no es óbice para adentrarse en el denso bosque que propuso Mishima
como ruta de viaje. A pesar de ser una aguda conocedora de toda su obra, y de así hacerlo
ver a lo largo de su ensayo, es visible la predilección de Yourcenar por el relato de las
Confesiones. La situación resulta comprensible: por un lado, su belleza es manifiesta y
desbordante; por otro, la minuciosa descripción de un hallazgo súbito, es cosa que no puede
pasar desapercibida para una escritora de sensibilidad tan refinada.

Ante esto, Yourcenar propone la visión del vacío pues, según sus propias palabras,
“como ocurre con toda escritura o todo pensamiento voluntarioso, el libro [las Confesiones]
irrita o decepciona tanto que no se acepta la originalidad de la obra tal como es.” Jubilar
telarañas interpretativas y abrazar al texto como lo que es: un relato. La autora de las
Memorias de Adriano (1951) pone una de las primeras piedras para lograr que le sea
retirada a la narrativa de Mishima, ese hálito de falso amaneramiento del maldito
tradicional (tan seductor para occidente y tan perjudicial para los autores). Yourcenar, por
sobre todas las cosas, le concede el gran mérito de ser un narrador de las contradicciones
humanas. El hombre, al vivir y reconocer sus propias inclinaciones, se pone cara a cara
frente al mundo. Es un lío de fuerza y voluntades en donde el individuo, tristemente, habrá
de salir perdiendo.

Geneviére Allard y Pierre Lefort, escriben, en su tratado sobre La máscara (1984), que
“la razón esencial de una máscara es tomar un rostro, adaptarlo a su comportamiento y
hacerse pasar por otro. Se crea así una ilusión.” Su ensayo, de carácter antropológico,
rastrea el uso y características de la máscara como atributo pretendido de una personalidad
diversa. De las máscaras que se hallaron en el templo de Artemisa, en Esparta, a las
modernas y coloridas máscaras del Carnaval de Venecia, el hombre ha buscado multiplicar
su personalidad eliminando las limitantes de su unicidad. La duplicidad de Mishima
empieza desde su denominación, pues su nombre real era Kimitake Hiraoka. Y siendo el
nombre el fundamento de toda realidad, alterar las nomenclaturas es darle un nuevo
contenido al mundo que nos rodea. Habitar de nuevo el mundo.

Las Confesiones son un ruidoso canto a la dulzura de la diferencia y, al mismo tiempo,


unas amargas lamentaciones por la incomprensión e inmovilidad de las estructuras sociales.
Una dualidad que, partiendo del dividido Mishima, se extiende de manera natural a todas
sus obras. En el libro hay dos grandes protagonistas: el narrador, quien vive la historia y
una escisión interna, y un conglomerado indeterminado que en ocasiones adopta nombre
definido, pero que en general, es lo exterior, lo visible y lo palpable.

Toda entidad distinta a la experiencia fáctica del protagonista. El otro protagonista es,
valga el término, lo otro: vaguedad determinada por su naturaleza insondable.

Mishima se vuelve un detective y arma un rompecabezas sobre la instrucción del


protagonista. Un aprendizaje, por cierto, doble, pues por una parte comienza el
descubrimiento de un cuerpo sensible, y por otro, la comprobación de que la sociedad tiene
modelos que no pueden, so pena de ominosas sanciones, ser transgredidos. “Mi pasión por
disfrazarme se agravó cuando comencé a ir al cine”, explica el protagonista sobre su
ascenso en el torrente histriónico de su vida. El disfraz, una forma barroca y más
escandalosa que la máscara, no sólo es una declaración de principios frente al mundo, sino
también, para el protagonista, una toma de conciencia de su diferencia esencial que se
torna, con los hechos, en una característica definitoria. A la seducción por el
trastrocamiento de la personalidad a través de la prendas de vestir, el protagonista incrusta:
“Y, en aquella casa [la de su prima Sugiko], me exigían, de manera tácita, que me
comportara como un chico. Así comenzó la desganada interpretación de mi comedia.”

La simulación, al volverse una rigurosa programática ontológica, no puede dejar


indemne estructuras internas y lo que inició como un juego, un experimento, se torna norma
de vida. Mishima es un escritor que en su obra se multiplica como espejos. A cualquier
tesis sobre su vida, aparece, sin sentirlo, una réplica que invalida o enriquece la precedente.
La característica de lo inasible y el particular sentido de lo interminable son, en gran
medida, el santo y seña de su narrativa. La misma Yourcenar, en las páginas finales de su
ensayo, duda sobre la validez y pertinencia de su tentativa: “En realidad, esta investigación
es inútil en parte: la inclinación hacia la muerte es frecuente en los seres dotados de avidez
por la vida…” Tal parece ser el caso de Mishima, escritor consumido por sus afanes vitales
y tal es, por cierto, el caso de los autores llamados a perdurar en la memoria de los
hombres.

Filosofía y fascismo en Yukio Mishima


Francisco Rosa Novalbos[*]

Reseña de: MISHIMA, Yukio (1969-70), Lecciones espirituales para los jóvenes
samuráis, La esfera de los libros, Madrid, 2001.

[Traducción de Martin Raskin Gutman, 253 págs.]

Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis es el título de uno de los trabajos que
componen este compendio (al cual, además, da el título) de escritos filosófico-políticos del
genial y polifacético Yukio Mishima (seudónimo de Kimitake Hiraoka), autor japonés que
saltó a la fama la mañana del 25 de Noviembre de 1970 cuando, tras el fracaso de un
intento de sublevación militar dirigido por él mismo, se quitó la vida, ante las cámaras de
televisión, por el rito Sepukku (vulgarmente “Hara-kiri”)… Pero bueno, ya sabemos lo que
es la fama: un brillo, un resplandor en el firmamento, que dura unos instantes y al final se
apaga; ilumina nuestros corazones durante un momento, aunque la memoria, quizás, quede
más tiempo impresionada por la belleza de ese fulgor, de ese fuego artificial… Así
concebía Mishima la acción, la belleza de la acción. Quizá desde nuestra cultura occidental
no le demos demasiado valor al suicidio… ¿No? Quizá ese valor dependa de los motivos…
Durkheim sabrá.

En cualquier caso Mishima ya gozaba de otro tipo de fama, una más perenne, menos
valiosa según el propio Mishima, probablemente más para nosotros: era uno de los mejores
escritores japoneses de todos los tiempos, hasta el punto de que estuvo, con sólo cuarenta
años, propuesto para el premio Nóbel de literatura; mas nunca se lo dieron por sus abiertas
posiciones políticas fascistas. En efecto, el mejor ejemplo que de esto tenemos es la
Proclama del 25 de Noviembre (el último de los escritos, tanto de este libro como de su
vida), el discurso que dio a los soldados del cuartel en el que entró, con sus cien hombres de
la Sociedad de los Escudos, para provocar la sublevación militar. El texto posee todos los
ingredientes fascistas: rechazo a la Constitución, a la democracia, a los políticos, a la
economía de libre mercado, nostalgia por el pasado imperial de Japón, odio a los USA, a
los partidos comunistas, etc., aunque por otro lado le fascinaban y alababa a los militantes
de izquierda, como todo fascista.

De esta guisa, aunque menos escandalosos, son otros de los textos aquí incluidos: Mis
últimos 25 años y La Sociedad de los Escudos, e incluso Introducción a la filosofía de la
acción. Este último, sin embargo, está dotado de un mayor nivel de reflexión filosófica,
alcanzando algunos puntos un alto grado de metafísica. El primero de estos puntos es,
desde luego, su concepto de “acción”: algo así como la actividad física combativa orientada
hacia un objetivo, actividad que se consuma en un corto lapso temporal; diferente, por
tanto, del arte —que sería aquella actividad orientada por impulsos estéticos (en este
sentido la gimnasia sería “la forma más próxima al límite entre arte y acción”)—, y
diferente también de la tarea o trabajo, es decir, de aquella actividad (física o intelectual,
artística o no…) que se desarrolla a lo largo de un período ilimitado o extremadamente
largo [Cfr. pp.164-170]:

«La acción tiene el misterioso poder de compendiar una larga vida en la explosión de
un fuego de artificio. Se tiende a honrar a quien ha dedicado toda su vida a una única
empresa, lo cual es justo, pero quien quema toda su vida en un fuego de artificio, que dura
un instante, testimonia con mayor precisión y pureza los valores auténticos de la vida
humana.

»La acción más pura y esencial logra retratar los valores de la vida y las cuestiones
eternas de la humanidad con una profundidad mucho mayor que un esfuerzo humilde y
constante» [p.169].

Son interesantes también las disquisiciones en torno a la contradicción entre “acción” y


“autoridad” («cuanto más poder adquirimos, más nos alejamos de nuestra fuerza física»,
p.173), tanto en el ámbito militar institucional como en el guerrillero, una contradicción que
gira en torno a la relación entre la estructura (social) militar y el combatiente individual.
Precisamente este concepto de acción que hemos presentado vendría a ser como una
especie de “principio de cierre” entre sus posiciones políticas y su concepción existencial
(individualista, personal). Es Yukio Mishima uno de esos autores que fascina por su vida,
una vida desgarrada en múltiples direcciones que proporciona a su obra una riqueza
impresionante: la contradicción (u oposición real, que dirían los althusserianos) entre la
tradición cultural japonesa y la modernización occidental, entre el glorioso pasado imperial
y la presente (años de posguerra, 1945 en adelante) democracia sometida a los USA, entre
la literatura, el teatro y las artes marciales, entre su vida personal y su militancia política.
No es, por lo tanto, la mística oriental lo que encontramos en estos escritos, todo lo
contrario: son continuas referencias a la tradición filosófica e intelectual occidental (Platón,
Hegel, El Quijote, Stendhal, Goethe…) en pugna o en consonancia con elementos
japoneses —con los cuales, evidentemente, muchos de nosotros no estamos familiarizados,
salvo quizás los relativos a las artes marciales—. Esto es lo que nos permite la facilidad de
penetración en estos textos, pues no nos resultan del todo ajenos. En cualquier caso, el
prólogo de Clara Sánchez y, sobre todo, la introducción de Isidro-Juan Palacios son claves
para comprender parte de la obra y de la vida de Mishima.

No deja de ser, sin embargo, Yukio Mishima, uno de los autores malditos, de esos que
van en contra de las opiniones dominantes tanto en su obra como en su vida: un romántico,
al fin y al cabo, recuperable ahora por los nostálgicos del 68. Y es que, efectivamente, gran
parte de estos escritos hacen referencia a las revueltas estudiantiles japonesas del 69 y 70,
revueltas con las cuales mantiene una relación intelectual de ambivalencia… Y luego está
su suicidio, su muerte heroica. ¡Pues bien, que nos espere por muchos años!

Dentro de Introducción a la filosofía de la acción son importantes las reflexiones sobre


la opinión pública y la táctica bélica (guerrilla urbana o kale borroka) de los
revolucionarios, así como su conexión con el cine de aventuras, con el terrorismo…
Mishima habla también de la belleza (objetiva) de la acción (subjetivo-individual), de la
acción dentro de un grupo, de la acción de masas (siempre dirigida por un líder; y presenta
los ejemplos de Castro, el Ché, Mao Zedong, etc., nunca habla de Hitler o Mussolini a
pesar de su mayor afinidad); escribe sobre la “legalidad de la acción”, un concepto
contradictorio para él (recordemos su concepción restringida de “acción”), en un sentido
bastante similar al de Bataille, aunque para éste tal contradicción es constitutiva: la vida, la
fuerza, la juventud, busca la transgresión, la violencia, la muerte… El mejor ejemplo es el
párrafo con el que acaba el artículo:

«¿Cómo es posible denominar “hombre de acción” a quien por su trabajo de presidente


en una empresa hace ciento veinte llamadas telefónicas diarias para adelantarse a la
competencia? ¿Y es tal vez un hombre de acción el que recibe elogios porque aumenta las
ganancias de su sociedad viajando a países subdesarrollados y estafando a sus habitantes?
Por lo general, son estos vulgares despojos sociales los que reciben el apelativo de hombres
de acción en nuestro tiempo. Revueltos entre esta basura, estamos obligados a asistir a la
decadencia y muerte del antiguo modelo de héroe, que ya exhala un miserable hedor. Los
jóvenes no pueden dejar de observar con disgusto el vergonzoso espectáculo del modelo de
héroe, al que aprendieron a conocer por las historietas, implacablemente derrotado y dejado
marchitar por la sociedad a la que deberán pertenecer algún día. Y gritando su rechazo a
semejante sociedad en su conjunto, intentan desesperadamente defender su pequeña
divinidad» [p.233].
“Curiosamente” a lo largo de todo el artículo Mishima no ofrece ningún contenido
intelectual, político, etc., por el cual se mueven los estudiantes, lo cual nos lleva a la
conclusión, ya adelantada, de que todo su discurso (riquísimo en múltiples direcciones) no
deja de ser pura demagogia fascista, tradicionalista, romántica… No existe, por mucho que
nombre la palabra “izquierda”, al Ché, etc., ninguna referencia a las clases sociales, a la
explotación, ni siquiera al término “marxismo”. Su crítica posee, evidentemente, contenidos
verdaderos, pero hemos de mantener la conciencia alerta respecto del uso y del lugar que
tales contenidos ocupan en la totalidad del discurso, y no ya porque no sepamos la
motivación política última (que no es ocultada), de la cual podamos separarlos, sino porque
estos mismos contenidos pueden estar forzados, troquelados, moldeados, en función de
aquella motivación, de manera que, en el caso de la acción, por ejemplo, deje de lado otras
dimensiones, aspectos o tipos de acción que sería necesario considerar desde una óptica
filosófica académica o de otro signo político, marxista, pongamos por caso.

De todos modos, para texto filosófico, el que da título al compendio: Lecciones


espirituales para los jóvenes samuráis. Ya simplemente echando una ojeada al índice nos
podemos hacer una idea: sobre el arte, sobre el cuerpo, el placer, los intelectuales
afeminados (según Mishima probablemente todos nosotros)… En realidad los títulos no
dicen nada acerca de la enjundia filosófica con que puedan estar tratados estos temas, pues
aunque todos ellos estén cruzados por múltiples ideas, cruce respecto del cual la tarea del
filósofo sería la disección conceptual, podrían estar tratados de modo puramente
ideológico. Este no es el caso de Mishima, aunque tampoco llegue al grado de distinción al
que pueda llegar Gustavo Bueno. De todos modos la distinción entre ideología y dialéctica
no es clara y distinta pues caben muchos grados —y en última instancia la dialéctica
siempre puede ser reapropiada por la ideología, adoptando la forma, entonces, de
metafísica—. En Mishima se observa una crítica, una tensión, en estos temas, entre la
cultura occidental y la tradición japonesa, por ejemplo en la relación del arte con la política,
dialéctica cruzada con la relación entre espíritu y cuerpo desde una perspectiva pragmática:
para él el espíritu se cultiva con la literatura, el teatro, etc.; el cuerpo se cultiva con la
gimnasia y las artes marciales. Él siempre intentó llevar a cabo este ideal de los samuráis, el
bumburyodo (el camino de la pluma y de la espada), cosa que en la tradición occidental se
expresa en el famoso “mens sana in corpore sano”, aunque sin matices bélicos. Pero si bien
puede existir cierta síntesis de estos ideales en el terreno individual, en el social no es tan
fácil:
«… el arte pertenece a un sistema que siempre resulta inocente mientras que la acción
política tiene como principio fundamental la responsabilidad. Y dado que la acción política
se valora sobre todo a la vista de los resultados, es posible admitir en ella también una
motivación egoísta e interesada, siempre que conduzca a buenos resultados; si, por el
contrario, una acción inspirada en un principio altamente ético lleva hacia un resultado
atroz, no exime de asumirlo a quien haya cumplido las responsabilidades que le
correspondan.

»El problema es que la situación política moderna ha comenzado a actuar con la


irresponsabilidad propia del arte, reduciendo la vida a un concierto absolutamente ficticio;
ha transformado la sociedad en un teatro y al pueblo en una masa de espectadores, y, en
definitiva, es la causa de la politización del arte; la actividad política ya no alcanza el nivel
del antiguo rigor de lo concreto y de la responsabilidad» [pp.79-80].

Observemos, no obstante, que esta dialéctica (abierta) se cierra (o pretende ser cerrada)
a través de una política individual guerrera, donde el Samurái hace política combatiendo…
En fin, no salimos del fascismo.

Este es un ejemplo entre un amplio elenco de temas y casos que nos ofrece este autor.
La mirada del filósofo debe ser crítica (de lo contrario no sería filósofo) para extraer
aquello que de valor haya en un discurso; creemos que en estos escritos hay mucho de valor
(historia del Japón, de su literatura y cultura, normas de acción valiosas, crítica a la
democracia de mercado, espíritu de compromiso…), dejemos al lector que lo disfrute y que
sea él mismo el que extraiga sus propias conclusiones; contra el “mal” ya le hemos
prevenido.

DEBATS 80

QUADERN

Yukio Mishima y Japón. Arquetipos de la posmodernidad


Yukio Mishima fue un escritor obsesionado desde la niñez por el espíritu del samurai y,
más tarde, por la muerte. En su arte y acción cultivó una estética moderna, pero su
modernidad no hacía otra cosa que sugerir el mito antiguo. Paradójico, ¿no es verdad? Algo
parecido le ha venido sucediendo a Japón. Por supuesto, sin reivindicar al samurai y la
muerte, vemos que su semblante de país ultra avanzado opera como una máscara que sabe
encubrir a la perfección su fidelidad a las ancestrales tradiciones. Ambos, Mishima y Japón,
no son sino “estrategas de lo invisible”. El primero vivió y murió en esa “estrategia”, el
segundo existe gracias a ella. ¿No es esto posmodernidad?

Michel Random es un escritor francés que cultiva las artes marciales. Ha visitado varias
veces Japón. En una de ellas decidió conocer a Yukio Mishima, ya por entonces célebre
escritor. Lo entrevistó y luego fue invitado a su casa de Tokio, en 1968, poco antes de
morir1. Más tarde, Random relató su encuentro en un libro cuyas claves eran ya anticipadas
por las respuestas de Mishima2.

El escritor japonés vivía con su mujer y sus dos hijos a las afueras de la ciudad en una
casa grande, aislada y cercada. Al poco de llegar, a Random le intrigó que nada de lo que
veía respiraba en japonés. El jardín de acceso, dispuesto a la occidental, tenía un zodiaco de
mármol, en cuyo centro se erguía una estatua de Orfeo con su lira griega; daba pie a un
edificio unifamiliar como los habituales en la Costa Azul francesa. El primer piso estaba
decorado con mobiliario estilo siglo XVIII, también francés. El segundo piso de la casa,
donde lo recibió Mishima, tenía un aspecto euroamericano de la época: había sofás, mesas,
grabadoras, aire acondicionado, teléfono último modelo… Yukio Mishima, el “último
samurai”, estaba descalzo y vestía una camiseta negra, de mangas cortas y sin cuello, y un
pantalón yanki. Random, atónito, que no había conseguido descubrir aún los esperados
elementos shinto, las inevitables trazas zen o las presumibles evocaciones del bushido,
preguntó entonces a Mishima:

–“¿Cómo explica usted que en toda su casa no haya nada japonés?”

Mishima respondió amable: – “Aquí, solo lo invisible es japonés”.

“La estrategia de lo invisible”


Las palabras de Yukio revelaban un arquetipo que él encarnaba a la perfección, y lo
mismo podían serle aplicadas al país del sol naciente. Ambos habían sido obligados por
Occidente a entrar en la modernidad no hacía mucho tiempo. En ese calvario, dos fechas
había en Japón que recordar: 1853, forzada por los navíos negros de la escuadra
estadounidense, al mando del comodoro Mattew C. Perry, obligando a abrir de nuevo las
islas para el comercio, después de dos siglos de reclusión3. La segunda data, 1945, año de
la derrota de Dai Nipon en la Segunda Guerra Mundial por las potencias aliadas. En cuando
a Mishima, éste no era sino hijo de su tierra con la que compartía su destino.

La intromisión de Perry trajo dos consecuencias, ninguna de ellas –es cierto– instruidas
directamente por la armada americana, pero sí favorecidas y agitadas por su intervención.
La Restauración Meiji, en 1868, fue la primera; la incorporación de Japón al mundo
moderno de aquel tiempo, la segunda. Sobre el telón de fondo de la caída de los Tokugawa,
espoleada por aquella intervención, la “cara” y “cruz” de esta moneda fueron dos hechos
decisivos, respectivamente: la vuelta al centro del poder del emperador, siempre venerado y
respetado, los últimos siglos un tanto alejado de los quehaceres políticos inmediatos; y la
abolición del estamento de los samurai, entonces un millón de guerreros, y sustituido ahora
por un nuevo ejército profesional de cuño europeo. Los samurai, con Saigo Takamori a la
cabeza, se levantaron, mas su intentona fue ahogada en sangre. Permaneció su recuerdo, no
obstante, que sería de vez en cuando evocado con mayor o menor fortuna en los años
venideros. En cambio, a la institución imperial le tocaban ahora momentos entusiastas,
aunque igualmente tendría que padecer en el futuro inmediato horas aciagas.

En el 2600 a. C. se funda la dinastía imperial japonesa, de origen divino. En ella se


mantuvo oficialmente la Corte del Crisantemo hasta que el virrey de ocupación, el general
americano Douglas McArthur, impuso al emperador Hiro Hito abdicar de su condición
divina, tras la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Tenía que dejar de ser un
dios, tanto en privado como en público. En suma, era prudente para los nuevos tiempos
democráticos que fuera un hombre como los demás. Y eso, en Japón, sí que era otro
desastre. A decir verdad, el tercero, la “tercera” bomba atómica lanzada contra sus tierras,
sus gentes y su cultura.

Pero a partir de ese momento y como consecuencia del mismo, la vida que se
inauguraba, teñida de occidentalismo por todas partes, con sus ritmos, modas y objetivos
iba a extender densas capas de señuelos, tras las cuales las tradiciones milenarias –incluso
la divinidad del mikado– seguirían viviendo en plena lozanía. Primero, de soslayo, al
margen y luego cada vez más emergentes. Japón parecía una cosa y seguía siendo otra. El
mismo emperador, poco después de la derrota, capitulación y abdicación lo dejaba
sentenciado pronunciando esta frase de sesgo profético que cito ahora de memoria. Vino a
decir: “Las perennes ramas del pino del Japón se doblegan hoy por el peso de la nieve, pero
llegará un día en que el resplandeciente sol derretirá este manto blanco4 que soportamos y
el árbol se levantará de nuevo como antes”.

¿Qué tenía que ver Yukio Mishima en todo este panorama que acabamos de sintetizar
apresuradamente? ¿Cómo vivía este hombre el eclipse samurai y el sacrilegio del que era
víctima el mikado?

Yukio Mishima, ¿samurai?

Yukio Mishima descendía de una familia samurai de rancio abolengo, entre otros de un
daimyo (señor feudal) emparentado con el clan Tokugawa. Siente esa herencia y desea
asumirla. Lo confiesa de forma insistente en su obra y en su vida. Por consiguiente, la
pregunta es obligada: ¿qué significaba ser un samurai para Mishima en pleno siglo XX? En
su respuesta, no se conforma con un ideal figurado, con un suspiro de “lo que fuimos” o un
recuerdo que airear con palabras románticas. No, quiere la máxima pureza, autenticidad,
como lo quiso en todo lo que emprendió. No desea únicamente bella y sentida literatura
bien trabajada, pero desligada de la vida; quiere que aquella –sus escritos y sus
representaciones– sean los surcos en los que laborar su voluntariosa acción, el sol y el
acero. Es más, Mishima se verá a sí mismo como el hombre en el que su obra no es sino el
apéndice de su acción, simples y fulgurantes ecos de ésta; de forma que, por sí sola, no vale
nada. De hecho, para el escritor, lo único que de verdad cuenta es su acción. Centrémonos,
por tanto, en ella.

En el prólogo que escribiera, mucho después de la guerra, a su edición de El Hagakuré,


de Jocho Yamamoto, un ronin5 que vivió entre los siglos XVII y XVIII, Mishima
reconoce: (el Hagakuré ) “es el padre de mi literatura” (como también lo sería de su acción
y de sus gestos). En resumen, ésta era su doctrina: el Bushido6 es la muerte. Entre dos
caminos, el samurai escoge siempre aquel en el que se muere más deprisa. La muerte jamás
es un deshonor y nunca es vana o inútil, por insignificante que parezca su causa o ineficaz
en su empeño. La profesión del samurai es el misterio de la muerte.

Junto a la síntesis transmitida por Yamamoto, existía otra tradición, ésta recogida por
Inatzo Nitobe en su obra El Bushido7 en la que se afirma: “Mientras exista el seppuku8, el
Japón eterno vivirá”.

Para Yukio Mishima, en suma, encarnar su condición de samurai implicaba con


absoluta claridad la asunción de la muerte en esos términos. Morir como expresión de un
sacrificio (“He decidido sacrificarme por las viejas y hermosas tradiciones del Japón, que
desaparecen velozmente, día a día”); y morir sin objeto alguno, morir por nada, sabiendo
que su muerte bien podía ser sin objeto9. Su profesión era la muerte y por eso murió como
lo hizo en aquellos momentos de paz de febril productividad económica, autoimponiéndose
seppuku.

Pero al lado de su obsesión por la muerte ritual y voluntaria estaba su peculiar y


novedosa forma estética de expresión, la cual (esto es importante en el presente artículo),
enlazada como decimos de un modo singular con aquella, y sin obstáculo de su ultra
modernidad, no hacía más que manifestar el mito. Todo lo que realizaba y escribía, su
teatro y su cuerpo, sus espectaculares escenas, su principio, medio y final revelaban el
Japón eterno. No sólo porque la muerte, practicada en el esplendor de la belleza, permite
liberar y favorecer los renacimientos; no sólo por eso, sino por el misterio de una acción
paradójica. Mishima, en el seno de un país también encubierto como él, con el ejercicio de
su arte y su muerte no hacía otra cosa que llamar la atención por doquier, despertar una
atracción poderosa, producía un “alarido” de tal flujo exterior, que sería capaz de mover a
la diosa del sol Amaterasu omikami como sucediera en el antaño mítico shintoista,
propiciando con ello, otra vez, que los rayos brillantes y ocultos de la divinidad fundadora
disiparan la oscuridad (o el hielo) ahora reinante en las sagradas islas de Ninigi o Yamato,
reapareciendo.

“¿¡Por qué el Emperador se convirtió en un hombre!?” –inquiría Mishima


amargamente. Defenderá, con la pluma y la palabra –esta última, en 1969, ante miles de
estudiantes de orientación izquierdista, con los que luego repartirá a partes iguales las
ganancias de la edición– los contenidos del Emperador Cultural. Para Mishima este ideal se
plasmaba en el “amor a la naturaleza, los dioses en ella, en el culto a los antepasados, en la
ceremonia y cortesía como reglas de conducta, en la defensa de la belleza, en la visión
poética del mundo”… y otros cuantos principios más. Se dolía, en efecto, por la suerte
seguida por el Japón y el mikado; se apenaba de que las tradiciones se fueran perdiendo,
pero las tradiciones seguían ahí, vivas, y se reproducían. Pues, sin ir más lejos, en lo que se
refiere a la figura clave del emperador, hay un detalle que no podemos esquivar por su
importancia. Se refiere al momento en el que se produjo la última sucesión.

Quienes estaban en la intriga, se preguntaban cómo iba a ser la entronización del


heredero a la muerte de Hiro Hito. En cuanto a las personas, todo estaba claro; Akihito, el
hijo mayor, estaba preparado, pero el problema residía en las ceremonias de entronización,
sobre todo en la última, que era la que más problemas planteaba por el alcance de su
símbolo y la operatividad ritual del mismo. Llamada esta última ceremonia Daijosai,
cumbre de todos los demás (cerca de setenta), tenía la virtualidad de “divinizar al
emperador”. No interrumpida durante 2.600 años, en ella el futuro emperador permanecía
toda una noche en vela y en el secreto de una sencilla cámara hecha a la manera
antiquísima, de madera y cañas, con sus ofrendas (mikemiki) a los dioses del cielo y de la
tierra, y a la ¡espera! de recibir la visita de su directa antepasada, la diosa del sol,
Amaterasu, mediante una aparición, una epifanía real. Se comprendía en este caso, como
decimos, la intriga, después de la forzada abdicación divina de Hiro Hito. Conforme a ésta,
no eran pocos los “expertos” que opinaban que el nuevo emperador, Akihito, renunciaría al
Daijosai. En esta incertidumbre, llegó la fecha –22 de noviembre de 1990 (habían pasado
veinte años del seppuku de Mishima)– en la que el primogénito de Hiro Hito fue
entronizado de acuerdo al canon del ritual shinto. Como el mundo entero pudo comprobar,
el nuevo emperador hizo caso omiso de la abdicación divina de su padre; y así como su
antecesor lo hiciera, así también Akihito cumplió fielmente con el Daijosai. Si el sacrificio
de Mishima influyó desde lo invisible para que aquello fuera como fue, eso nadie puede
saberlo. Lo que sí quedaba ratificado es que Japón seguía practicando a la luz del orbe la
“estrategia de lo invisible”.

Una estrategia, en fin, posmoderna

Qué duda cabe, Mishima y Japón, Japón y Mishima estaban irremisiblemente unidos.
Ambos obligados a entrar en la modernidad y a interpretarla, y los dos celosos
mantenedores de las tradiciones. Mas lo curioso, lo inaudito del dato, es que los dos, Japón
y Mishima, Mishima y Japón, liberaban el mito, no a través de su conducto habitual
esperado, de su interpretación o referencia directa, sino mediante la expresividad moderna,
mediante su aparente negación. ¿No es esto cultura posmoderna?

A mi entender, es tal cosa lo que define a la posmodernidad, a saber: que lo arcaico, lo


mítico, lo prerracional, la certeza antigua se exprese en el mismo seno de la modernidad
que los niega; que lo ancestral, lo mítico, lo intuido, lo sabio sea el fruto de lo nuevo, de la
desmitificación, de la racionalidad, de la duda; que el espíritu pueda darse a conocer en el
antro de quien lo censura, del mundo moderno. Un revuelco. Una reacción. Un resurgir en
y desde el fango: un retorno del espíritu en el mismo mundo que ha querido matarlo y
sepultarlo en la basura que ha sido y es su alimento, como les sucede a las semillas en la
naturaleza. En el fondo, la paradoja no es extraña para los místicos, que saben que lo
grande reside en lo más pequeño, que la perfección nace de la imperfección. No en vano,
hasta el infierno está dentro de Dios, pues no hay nada, absolutamente nada, que no quede
abarcado en él o fuera de su alcance.

¿Es así la vía de la “mano izquierda” a la que se ha referido el tantrismo, no pocos


espíritus de Oriente y a la que acaba de aludir Fernando Sánchez Dragó en su último libro
de sentencias que lleva ese mismo título? La respuesta sería afirmativa.

Pero, insistimos, la modernidad ha sentenciado a muerte al mito, desprecia las formas


de lo sagrado, exalta lo público frente a lo íntimo, que usurpa y saquea; arrostra con las
tradiciones culturales de los pueblos en todas partes. Muchas naciones han abrazo esta
consigna, les ha convertido y la han hecho suya; otros países, como Japón, se han visto
metidos en ella de grado o por fuerza, y entonces es cuando se produce el milagro. El
milagro es la posmodernidad, en la que sin salirse del neón, sino en él, de la máquina, del
vuelo supersónico o a la velocidad de la luz y del ciberespacio o del espectáculo por el
espectáculo, brota no la modernidad que hay en todas esas cosas sino su negación: el fuego
vivo, la sangre y el espíritu. Eso es posmodernidad, hija de la modernidad que al mismo
tiempo la niega. Es como si se operara una suerte de alquimia, lo dicho: de vía de la “mano
izquierda”, de “ley de lo inverso”, que es como sigue funcionando el mundo, al menos lo
sustancial en él. Pues confirmado está el mandamiento de si quieres saber lo que es el todo
tienes que hacerte menos que nada. Ésa es la razón por la que podemos sostener que lo
posmoderno, según lo dicho, no es de derechas ni de izquierdas. No le va ninguna de esas
parcelaciones de la realidad, que han nacido y son modernas. Es otra cosa, un quiebro
sorprendente. No es conservador ni revolucionario, es la novedad del origen, es el ser que
siempre es en cualquier adversidad que le haya tocado vivir y manifestado valiéndose de
esa misma adversidad, a través de ella y con ella. No reivindica lo espiritual desde el
templo, ni exalta la impostura moderna desde su euforia; no defiende la leyenda del pasado
en el pasado, ni la modernidad en la modernidad. Eso es lo que hace un ser humano desde
la derecha o la izquierda. El héroe posmoderno es innovador en otra línea. Vuelve a
actualizar lo arcaico, lo eterno, lo inmortal en lo fugaz, en lo efímero, en lo mortal; torna a
ser espiritual con las artimañas con que se ha perseguido al espíritu. Consigue prestigiar lo
salvaje con artes civilizadas. Ser un místico en un escenario público: mostrar el misterio
más oculto y desnudo, la fuente vital, en un espectáculo, que es precisamente la negación
del secreto en su estado de pureza. Y eso es creación, tarea divina. Ver lo absoluto en lo
que nada vale, incluso en lo que lo ataca. Percibir y tocar lo inconmensurable en lo
decadente. Ver a Dios en el infierno de nuestras vidas.

Sí, la modernidad es desmitificadora. Pues he aquí que el mito retorna naciendo de ella,
dicho y hecho en ella. Yukio Mishima y Japón son, por esa razón, arquetipos de la
posmodernidad. Por eso la importancia de los dos, pero sobre todo la magnitud del héroe.
Porque la clave de Yukio Mishima no reside en haber sido un buen literato, un maestro en
artes escénicas, lo esencial en él fue haber encarnado, acaso como pocos, el mito otra vez
fundado de la sacralidad del mundo que “vuelve”, no desde fuera de este mundo voraz, sino
en el mismo ámbito que lo quiso almirezar y luego engullir. En realidad ha estado ahí
siempre, sin moverse. Pues no se daba cuenta el rebelde usurpador que, en el fondo, al
apropiarse de él para adueñarse del mundo seguía manteniéndolo vivo, garantizando su
presencia, su resurgir. Yukio Mishima interpretó el papel del agitador de los elementos, el
cauce por el que el agua limpia regresa. Ése es el “valor” del hombre que fue mucho más
que escritor, no sólo para la cultura japonesa, también para la nuestra, más perdida que
ninguna.

En el laberinto de la ambigüedad

Acaso por lo que acabamos de insinuar es por lo que Mishima despierta aún hoy, a
treinta y dos años de su tremenda muerte, tanto interés en Occidente.

Henry Miller, en Reflexiones sobre la muerte de Mishima, Marguerite Yourcenar, en


Mishima o la visión del vacío, Julius Evola, Pierra Pascal, Alberto Moravia, Truman
Capote… han escrito sobre él; autores de nuestro teatro posmoderno, como Francisco
Nieva o Fernando Arrabal, lo citan…
Yukio Mishima escribió doscientos cuarenta y cuatro libros, de los cuales se conocen en
Occidente una mínima parte. Toda la crítica se ha ocupado de su obra. No hay periódico
occidental o televisión que haya dejado de hablar de su literatura y de su compleja
personalidad. No hay edición de las suyas que no se agote enseguida, al poco de salir.
Japón está siempre de moda en Occidente; pocos son los actos de cultura japonesa
celebrados por occidentales donde no se mencione a Mishima. A las claras, es el japonés
más universal. Y eso ya lo era antes de la célebre película que Schraeder y Coppola le
dedicaran a algunos de los más destacados perfiles de su literatura.

Vemos hasta qué punto Mishima es atractivo en Europa, a raíz de aquella soleada
mañana del 25 de noviembre de 1970 en la que salió en la primera página de los telediarios
del mundo pronunciando un discurso (sin ser escuchado) a las tropas de las Jeitai (Cuartel
General de las Fuerzas de Autodefensa del Japón) y desplegando una proclama escrita
sobre un lienzo blanco, poco antes de clavarse una espada corta en el vientre. Vemos hasta
qué grado es conocido Yukio Mishima, quien, sin embargo, no es una exportación cultural
japonesa. Para su país, Mishima sigue siendo más bien un silencioso respeto, por la forma
en que escribió y, sobre todo, murió; y una dolida recriminación al haber el escritor
golpeado las instituciones como lo hizo en su secuestro de las Jeitai y “morderles la mano”
a sus representantes, cuando rendía su servicio a las tradiciones.

Pero, repetimos, ¿por qué interesa Mishima mucho más a Occidente que a Oriente? Es
la pregunta que mantenemos todavía sin una respuesta directa, aunque el lector se habrá
dado ya cuenta de que ha quedado anticipada en lo dicho.

Es mejor seguir. Mishima es un portento de la literatura. Yasunari Kawabata –el Premio


Nobel japonés– asegura que un genio como el joven Mishima (muere a los cuarenta y
cinco) aparece en la humanidad cada doscientos o trescientos años. Es un gigante de la
expresión estética. No era únicamente escritor, fue a la vez dramaturgo, cineasta, director
de escena, poeta, esteta, nihilista, compositor de música, hombre de acción, maestro de
kendo, hábil con la espada; como actor, interpretó papeles dispares: el de mujer, en su
Madame de Sade, el de gangster en Karakkaze Yaro, el de samurai medieval interpretando
a uno de sus antepasados, o el de un joven teniente que protagoniza una revuelta y ante su
fracaso se hace seppuku, en Yokoku. Canta en escenarios junto a Akihiro Maruyama (o
Miwa), famoso intérprete de papeles femeninos en el teatro tradicional japonés y actúa en
sus películas, como aquella en la que es un duelista con katana que muere, ¡siempre muere!
Es curioso que esté anunciando constantemente su voluntad de morir, como un guerrero,
como un samurai o como un miembro de la yakuza.

Sin embargo, Mishima se suicida, conforme al modo ritual de los antiguos samurai,
cuando se encuentra en plena cima y madurez artística, cuando le sonríe la fama y la
fortuna. ¡Cuando ha logrado la belleza! Entonces muere, como debe ser, en la cumbre. Pero
este gesto casi nadie lo entiende. ¿Por qué realmente lo hace Mishima? Es la pregunta de
muchos. Seguimos dejando la cuestión, por ahora, en suspenso.

Es verdad que cada uno de los ingredientes señalados son lo bastante como para imantar
a cualquiera, pero ninguno de ellos constituye una novedad. Escritores extraordinarios y
geniales los ha habido y los hay, ignoro si los seguirá habiendo. Estetas, con cierto sabor
nihilista, también. Y suicidas, en la literatura, unos cuantos, incluso en Occidente, como
Montherlant, Hemingway o Larra. En Japón, el suicidio entre escritores no es un dato raro.
Once, al menos entre los de fama, en el siglo XX (Bizan Kawakami, 1908; Takeo Aishima,
1923; Ryonosuke Akutagawa, 1927; Shinichi Makino, 1936; Osamu Dazai, 1948; Tamiki
Hara, 1951; Michio Kato, 1953; Sakae Kubo, 1958; Ahihei Hino, 1960; Yukio Mishima, en
1970 y, por último, Yasunari Kawabata, el Premio Nobel, dieciocho meses después de su
amigo Mishima, el cual –me refiero a Kawabata– contó a propósito que Mishima se le
había aparecido tras su seppuku y le había hablado).

Comentamos tanto acerca de Mishima no por cada uno de esos ingredientes y por el
sabor de su conjunto. Eso son únicamente apariencias o, como él mismo dijera,
“excrementos” (¡!). Lo hacemos porque, como pocos, Mishima logró conferir a su persona
la planta de un verdadero arquetipo de nuestro tiempo. “Quiero hacer de mi vida un poema”
–expuso. Y para empezar cambió su verdadero nombre (Kimitake Hiraoka) por el de Yukio
Mishima. Yuki, en japonés, quiere decir “nieve”; y Mishima es el “lugar desde el que se ve
la nieve del Monte Fuji”. “Nieve” y “lugar desde el que se ve la nieve”. Dentro y fuera, a la
vez, de una idéntica realidad. Pues bien, su poema es el de la posmodernidad, el poema
síntesis de nuestro tiempo, el poema del héroe mítico capaz de encarnar un poderoso
mensaje.

Mishima es moderno y antimoderno a un tiempo, como lo posmoderno; es decadente a


la vez que se levanta contra la decadencia. Su mérito no es saberse en esa ambigüedad, sino
el resolverla. Es ahí donde reside la piedra angular de su obra, como artista y hombre de
acción, como doncel y caballero, como trovador. Hemos recordado cómo el Japón
tradicional fue llevado a la modernidad y cómo la interpreta. Mantiene su secreto mientras
que todo el mundo conoce que Japón es un país tardomoderno y muy occidentalizado,
existe en el cultivo tecnológico, en la economía capitalista, es políticamente democrático y
civilizadoramente urbano; pero ahí están sus raíces, el mikado… Yukio Mishima es la
transmisión mejor elaborada de ese Japón actual. No se les puede separar.

¿Contradictorio? Es tradicional, si bien en sus ensayos no hace otra cosa que mencionar
nombres de autores occidentales, clásicos y modernos. Se presenta como pocos entregado
al bullicio presente, hasta el punto de escandalizar incluso a los modernizados ejecutivos y
gentes del sistema; parece encontrarse a gusto en la modernidad, actuar en ella como pez en
aguas propias, crecer en su celebridad, afecto y agasajo y, en cambio, los poros de su
cuerpo y su pluma no confiesan más que el espíritu ancestral reprobado por esa misma
modernidad. Su tinta negra es del color de la sangre. Por eso es Mishima tan de hoy y
arquetípico. Y su poema es un poema fundador. Vive siendo lo que debe ser en el Ser sin
que importe demasiado el medio de cultivo donde esa fidelidad sigue creciendo. En este
mundo sigue existiendo vigoroso lo “divino que no ha muerto”, solo que no queremos
verlo. La acción posmoderna de Mishima es una demostración de que es posible vivir la
tradición aquí y ahora. De que es posible hallar la unidad de los contrarios como fuera, es y
será en el origen del mundo, más allá de la destructora dialéctica que sostiene y justifica
esta incesante tempestad de aniquilación en la que existimos desde hace miles de años,
cuyo principio dice: al lado de lo que se afirma surge de inmediato aquello que lo niega.
Mishima, en cambio, nos aporta su lección vital: la modernidad me sirve para que el
espíritu se manifieste en ella y desde ella. “Es malo cuando una cosa se divide en dos” –se
lee en El Hagakure de Yamamoto. Discurso no dialéctico por antonomasia. Vamos por el
buen camino.

Siendo la posmodernidad una frontera también entre lo moderno y su negación es por


esa razón por lo que en ella se tiende a hacer cohabitar a los contrarios, no a enfrentarlos.
Su forma es una especie de “androginia cultural”, una edad neutra, una época que tiende a
disolver la malsana quiebra social entre derecha e izquierda, buenos y malos, luces y
sombras, varones y mujeres, ser y apariencia, público y privado, dioses y diablos, cielos y
tierras… en conflicto y exclusión permanente. Moderno es el divorcio, no la unidad, que
pertenece al caos; y el caos es posmoderno. Que lo de dentro sea igual a lo de fuera, era el
mandato antes de la caída y pérdida de los paraísos. La posmodernidad (¿lo sabe acaso?)
tantea este resultado, por eso todos los que vivimos en ella no somos una cosa para chocar
con la otra, como en la modernidad, sino un poco ambiguos, un poco las dos cosas por la
entereza. Pugna en ella una encrucijada pacífica, incluso el mercado despedazador y
competitivo, que es discutidor y discutible, quiere ser incruento, exento de guerras; quiere
llevarse bien entre quienes lo hacen. Es el cruce del racionalismo que abolió la certeza
mítica y la vuelta del mito al quebrarse la hipertrofia racional en el intento. Su grieta lo deja
salir. No es que actitudes diferentes se den la mano con amistad es que una misma y única
actitud expresa la misma ambigüedad; sugiere a la vez la polaridad no quebrada. Yukio
Mishima interpreta esa frontera. No es cuestión de si es o no homosexual, el asunto es que
posee una pulsión femenina fuerte y una radiante prontitud varonil al ardiente valor
guerrero10. Mishima es consciente de esta frontera, la vive y la confiesa; y al mismo
tiempo resuelve la indecisión de toda frontera. En este caso desbaratándola, haciéndola
desaparecer. Por arriba. ¿Y cómo? Por la muerte de un samurai.

Cuando Mishima escribe Madame de Sade, la dirige e interviene como actor en su


representación en el teatro, trata, como en otras de sus obras, de responder al problema de si
podrá hallarse en el “malvado” una cierta belleza, así como hipocresía en quienes pasan por
“buenos”. Es claro que en esta obra lleva a cabo un discernimiento interior para el que se
vale de un factor netamente confuciano, el wa o la armonía (el Shinto, Buda y Confucio son
los tres pilares de la cultura japonesa). Con rapidez, como si manejara una “espada que
corta” las ilusiones, típica de las enseñanzas zénicas, el autor nipón hace añicos la rigidez
de una moral dualista, en este caso, reflejada por una obra de temática occidental. En ella,
las figuras que representan el “bien” social están henchidos de maldad hipócrita y las del
“mal” no se encuentran desprovistas de mística. La conclusión a la que llega Mishima,
deshaciendo el tinglado de la farsa, es que el “bien” en este mundo se encuentra tan cuajado
de fealdad, como el “mal” personificado y escandaloso dispone así mismo de belleza. No
obstante, Mishima no pretende filosofar sobre la ambigüedad, se acerca y ahonda sobre la
teoría del equilibrio, jugando entre contrarios, tomándolos y uniéndolos en un mundo
necesitado de solución restauradora. La muerte resuelve todas las contradicciones y
reequilibra la ambigüedad. A la manera mítica, no entrando en la discusión, como dirá
Cioran, sino suprimiéndola de un plumazo (o con una espada), unificándolas y
trascendiéndolas en la muerte, en la nada del guerrero o del monje, que tanto da.

El acto posmoderno en Mishima

Aun a riesgo de mostrarnos reiterativos, conviene aclarar que posmodernidad no


significa que primero sea la modernidad y la antimodernidad venga después,
sustituyéndola, como estados sucesivos de un proceso encadenado y en pugna. No tiene que
ver con el movimiento del péndulo que da bandazos, ahora de este signo y luego, saturados
del anterior, de este otro; ahora de derechas, mañana de izquierdas; ahora en extremo
espiritualistas y mañana redomadamente materialistas. No, es preciso acabar con ese vaivén
en la historia y en la vida individual. Lo que, como alternativa, nos dice la posmodernidad,
por extensión en Mishima, es que el mito, lo divino, el espíritu no le sobreviene a la
modernidad como llovido del cielo, sino que están en ella. Es así que Mishima (y Japón) no
es que unas horas sea moderno y, luego, en su reclusión se ponga el kimono, no es una fase
moderno y otra tradicional. Él es único y el mismo allí donde actúe su presencia. No hay
conversiones o encubrimientos en Mishima. Sucede que, cuando expresa su modernidad, en
el espectáculo narcisista, Mishima está exteriorizando su cualidad tradicional y su
arquetipo, su espíritu samurai y todo lo que conlleva el Emperador Cultural por el que vive
y muere.

Mishima hace espectáculo de sí mismo. Pudiera parecer todo lo contrario de un espíritu


tradicional, que cultiva el secreto y se encubre en el misterio no saliendo, no exhibiéndose.
Pero hay que actuar, el espíritu tradicional tiene que salir, no esconderse, allí donde la
escena es la reina de la existencia. (No se debe excluir, enajenar de la existencia, pues está
en ella, es ella). Seducción, pues: culto de lo aparente, información por doquier, cosmética,
la imagen ante todo… Mishima llama demasiado la atención en esos planos, teatraliza,
interpreta mascaradas, inaugura exposiciones fotográficas dedicadas a sí mismo. Todo lo
cual perturba a los conservadores y a la izquierda civilizada. Todos se muestran de acuerdo
en que semejantes actitudes no son propias de alguien que anhela ser un samurai como lo
fueron los de siempre. No obstante, Mishima expresa el mito, lo hace como guerrero y lo
hace pacíficamente, como hombre y mujer, como un todo. Se hace fotografiar desnudo con
las joyas de su mujer y con una espada del siglo XVI (propiedad de sus antepasados), sobre
la nieve. El espejo, la joya y la espada, los tres atributos shinto de la institución imperial.
No sólo es importante la referencia simbólica. En su conjunto, en su totalidad, el
espectáculo narcisista y seductor de Mishima tienen mucho que ver con el mito del
ocultamiento de la diosa del sol, Amaterasu.

Si no, he aquí el relato del mito. Amaterasu se esconde en una gruta al haber sido
Susanowo brusco y grosero con ella. La tierra se ha quedado en tinieblas debido a esta
desgraciada circunstancia. Todo está ahora sin luz, incluso padecen su carencia los mismos
dioses. Entristecidos, hacen todo lo que está en sus manos para que Amaterasu, la diosa del
sol, vuelva a salir y la luminosidad expanda su ser. Ponen reclamos (aves, piedras
preciosas, lienzos blancos), hacen oraciones… Nada de nada, hasta que, incitándose con la
danza de una diosa completamente desnuda, empiezan a gritar y reír. Entonces, los alaridos
divinos ante el baile de la diosa es lo que despierta la curiosidad de Amaterasu. Aquel baile,
aquel griterío es su atención. Asoma su bello y reluciente semblante por una fisura entre las
piedras y malezas para ver qué ocurre, lo suficiente para que su luz se filtre al mundo
exterior. En ese instante, un espejo es situado ante ella. Amaterasu, al ver reflejado su puro
resplandor, se maravilla y sale. Las oscuras sombras la acogen y se fusiona en ellas. La
pura luz se encuentra tanto en el interior como en el exterior. Fue así como el sol naciente
tornó a iluminar la tierra, esto es, Japón, cual una joya. Después, Susanowo descubrió la
espada en el vientre de un dragón, que Amaterasu entregaría a su dinastía viviente. El
espejo, la joya y la espada, las tres insignias de la dignidad del trono imperial desde los
tiempos remotos…

Yukio Mishima ha pretendido provocar con su frenético baile el alarido de la sociedad


japonesa a fin de que, otra vez, el sol vuelva a restablecer su rutilante calor, derrita la nieve
que doblega el pino japonés, de modo que, restablecido, Japón torne a brillar como una
joya, al amparo de la tradición de su espada.

© Isidro-Juan Palacios

NOTAS

1 Mishima murió voluntariamente, por seppuku, el 25 de noviembre de 1970.

2 Random, Michel. La estragia de lo invisible, Eyras, Madrid, 1988.

3 Las rivalidades europeas, políticas y religiosas, trasladadas al suelo japonés, unido al


temor de que el proselitismo cristiano, con sus banderías, terminara escindiendo y
desenraizando a la sociedad japonesa fue lo que llevó al shogunado Tokugawa a prescribir
el Decreto de Reclusión de 1638, por el que,bajo pena de muerte, se prohibía a los europeos
entrar en Japón y a los japoneses abandonar las islas.

4 El blanco en la tradición shintoista es el color de luto por la muerte de los seres


queridos y añorados.

5 Ronin eran los samurai sin señor al que servir. Generalmente derrotado y muerto su
señor, los samurai se convertían en ronin hasta que entraban al servicio de otra casa.
Entretanto vagaban como “caballeros andantes” desfaciendo entuertos allí donde los
encontraran o se hacían monjes o ermitaños. Fue este último el caso de Yamamoto, quien
tras escoger una cueva para vivir se retiró en ella el resto de sus días, en medio de un
bosque. Allí meditaba, contemplaba la naturaleza y recibía a sus discípulos a los que
enseñaba. Éstos tomaban notas con pinceles. Fue así como uno de aquellos discípulos, al
reunirlas, pudo publicar El Hagakuré (A la sombra de las hojas), cuya primera edición se
remonta a 1710. El libro (cuatro tomos) conoció numerosas ediciones, amplias y reducidas.
Su influencia fue enorme durante los siglos siguientes. En los años de la última gran guerra
sería una de las obras más leídas, junto con el Bushido de Inazo Nitobe.

6 Bushido, código de honor de los samurai. Do, vía o camino; bushi, guerrero o
caballero; Bushido, o “la vía del guerrero”.

7 De este Bushido, de Nitobe, existen en español varias ediciones, todas ellas tributarias
de la primera, traducida del inglés y costeada por el general Millán Astray. En el prólogo a
la edición de 1941, este militar reconoce que se inspiró en su filosofía o quedó influido por
ella cuando escribió el “decálogo” de la Legión Espñola, cuerpo voluntario fundado por él,
que ha hecho famosos gritos como el de ¡Viva la Muerte! Tema, éste de la muerte, por
cierto, tan en sintonía con la tragedia clásica española. El propio Mishima, gran amante y
conocedor de nuestro Siglo de Oro, hablará a propósito del “espíritu samurai” de los
hidalgos españoles.

8 Cuando en Occidente se denomina de forma incorrecta a la muerte ritual del samurai


como “harakiri”, en Japón todavía siguen diciendo seppuku.

9 Al respecto, ver nuestra introducción a la reciente edición de Lecciones espirituales


para los jóvenes samurai del propio Yukio Mishima, La Esfera de los Libros, Madrid, 2001.

10 Sobre la supuesta y falseada homosexualidad de Mishima, aireada por una crítica


superficial y cómoda, ver nuestra introducción a la ya citada Lecciones espirituales para los
jóvenes samurai.

Yukio Mishima

Ernesto Milá

Se suele decir que Mishima ha sido el más grande escritor japonés de su generación. No
recibió el Premio Nobel, pero indudablemente tuvo una fama más amplia que Kawabata
que sí lo obtuvo y que fue su descubridor. Los editores sabían que cada novela de Mishima
iba a ser un éxito de ventas y los propietarios de salas de teatro e incluso de Cabaret
hubieran dado varios años de su vida para que Mishima trabajara en ellos, ya fuera
interpretando, escribiendo el libreto o simplemente estando presente en el local. Tal era la
fama de Mishima en el Japón…

Su fama llegó a Europa poco después de su muerte. Hasta entonces fue un ilustre
desconocido, incluso en los ambientes más conocedores de la literatura. El 26 de noviembre
de 1970, los más grandes rotativos nacionales publicaron la foto de Mishima encaramado
en el balcón de un cuartel del ejército japonés. Minutos después de aquella foto, se haría el
hara-kiri. No era la primera tentativa de suicidio del escritor japonés; cuando era un
desconocido, en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, enrolado voluntario en las
escuadrillas “kamikazes”, debía haberse estrellado contra algún barco americano si no
hubiera sido porque una gripe de última hora le impidió morir por el emperador.

Mishima era un tipo sumamente extravagante en su proyección exterior; famoso


escritor, candidato al Premio Nobel de Literatura, exhibicionista, atleta, director teatral,
actor de cine, teatro, televisión y cabaret, escritor de una exhuberante prodigalidad,
investigador de las inmemoriales tradiciones imperiales japonesas, coleccionista de espadas
samurais y un largo etc., tales son los atributos que deben ir necesariamente unidos al
nombre de Mishima. Sus doscientos cuarenta y cuatro volúmenes de gran calidad literaria
atestiguan su personalidad. En España Barral y Caralt han editado algunos textos de los
cuales, sin duda alguna, el más brillante de todos es “Caballos Desbocados”.

Los escándalos de Mishima hicieron furor en el Japón de los años 50-60. No reparaba
en besar a un travestí en una escena de cabaret para acto seguido cumplir con sus deberes
de padre de familia; consideraba uno de sus momentos más felices el que una enciclopedia
reclamara una foto suya para acompañar el vocablo “culturismo” y con la misma facilidad
demandaba a otra revista que publicó sin permiso “una foto en la que parecía menos
hercúleo”. Hombre extremadamente controvertido, contradictorio, lo menos que puede
decirse de él es que seguía la fórmula extremo oriental de “cabalgar al tigre”, participando
en la vida cotidiana y no como uno más, sino como una figura que atraía la atención, pero
que en medio de sus excentricidades mantenía una sólida y tradicional visión del mundo.
Algo más que imposible. Se puede decir que sus obras, y en especial “Caballos
Desbocados”, representaban la válvula de escape que Mishima tenía frente al Japon
occidentalizado. Pero esta contradicción entre un “hombre tradicional” en su interior y un
exhibicionista y genial literato en su aspecto público no podían durar mucho tiempo.
Justo mientras estaba escribiendo las páginas de “Caballos Desbocados”, concibe la
idea de formar el “Tateno kai”, la “Sociedad del Escudo”. Esta asociación era bastante más
que una mera agrupación de extrema-derecha, de las que se pueden contabilizar en el Japón
no menos de 500. Concebida como “el escudo que debía proteger al Japón, y especialmente
al Emperador, de la embestida occidental” (de lo que de burgués, consumista y
antitradicional tiene “lo occidental”), se podía asemejar a una orden mística y combatiente.
Sus miembros, instruidos en las artes marciales, tenían una composición social interclasista.
Quienes entraban en ella dejaban de pertenecer al mundo de lo contingente, dedicaban su
tiempo a la práctica de las artes marciales y a dialogar con Mishima. El “Tate no kai”
estaba concebida como una estructura de choque: su actuación primera sería también la
última: su debut, una despedida. Mishikma pensó en quemar, inicialmente, a su medio
centenar de hombres luchando con las manos desnudas contra los estudiantes del
Zenkaguren (movimiento estudiantil de ultraizquierda japonés). Dicho enfrentamiento
supondría la muerte de todos ellos aplastados por la orda izquierdista y obligaría a los
militares a actuar, restableciendo el código del honor japonés y aboliendo las costumbres
occidentales. Pero al producirse en 1969 una de las más gigantescas y violentas
manifestaciones izquierdistas, y ser disuelta por los antidisturbios sin producirse ni una sola
víctima, comprendieron que tal proyecto dejaba de tener interés: el emperador no estaba
indefenso, tenía los “grises” locales. La acción derminativa debía ser otra.

Hasta llegar el 26 de noviembre de 1970, su tarea literaria había sido


extraordinariamente pródiga, como hemos dicho. Tocó todos los temas que un autor puede
tocar. Su genio parecía no tener límites y tan pronto escribía e interpretaba un libreto para
café-teatro, no precisamente muy moralista, como concebía, escribía y dirigía una pieza nô
o un kabuki (géneros típicamente japoneses). Tan pronto actuaba en el teatro intepretando
obras de Mohére como en el papel de protagonista en su película “El rito del amor y de la
muerte”, película que terminaba con el hara-kiri del mismo Mishima en una escenificación
perfecta de lo que luego sería su suicidio ritual en el despacho del general Morita. La poesía
japonesa no tenía secretos para él, la novelística era su especialidad y, dentro de este
género, la novela síntesis de las tradiciones japonesas fue su constante. La trilogía “Sed de
amor”, “Nieve de primavera” y “Caballos desbocados” son buenas muestras de cómo una
novela estéticamente, perfecta, sea cual sea su ambientación, es asequible al público de
cualquier latitud, aun a pesar de la localización geográfica de la trama. Si así ocurre con “El
Quijote” o con el teatro de Shakespeare, otro tanto se puede decir de la producción de
Mishima.
Pero la vida de Mishima se deslizaba rápidamente por la pendiente. La exposición-
homenaje, que curiosamente se auto organizó en unos grandes almacenes de Tokio, fue un
gran éxito. Allí estaban expuestas la totalidad de las ediciones de su obras, las fotografías
por él más queridas (Mishima consideraba que mediante la cámara fotográfica el cuerpo
podía apurar sus posibilidades hasta el límite) y en un puesto privilegiado la misma espada
samurai que dos semanas después le acompañaría al despacho del general Morita, Aquella
exposición revistió los caracteres de una despedida, pero sólo Mishima y los tres camaradas
de la “Sociedad del Escudo” que habían sido seleccionados para protagonizar el “incidente”
lo sabían.

Aquel día de diciembre del 70, cuando en España las turbulencias desatadas por el
proceso de Burgos apenas dejaban espacio para noticias de otro tipo que no fueran las
relacionadas con el orden público, Yukio Mishima “tuvo el placer de morir”, demostró ser
el último samurai. Japón se sorprendió de que el gesto de Mishima fuera comprendido y
acogido por la joven generación. Su ejemplo debía de servir para algo.

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