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Fibromialgia: de la identidad en la

nosografía a la rementalización del


sufrimiento. Una experiencia de cinco
años de trabajo grupal desde una
perspectiva intersubjetiva
62-80 minutos

Fibromyalgia Syndrome: from identity in nosography to rementalizing suffering.


A five-year group psychotherapy experience in an intersubjective key.

Resumen. Tomando como punto de partida el fenómeno de la fibromialgia, se subraya y


analiza la cuestión de cómo ciertos rótulos diagnósticos comprometen de una forma
radical la identidad global del individuo, hurtándole la posibilidad de comprender su
sufrimiento atendiendo a vertientes de tipo psicológico, emocional o relacional. Se
reflexiona acerca del modo en que la representación de sí queda, de este modo,
cercenada; del protagonismo que toma el cuerpo doliente y fatigado como depositario
de todo malestar; de la dificultad para la generación de narrativas y maneras de
funcionar que puedan sortear las determinadas por el rol de enfermo. Finalmente, se
propone y se detalla una propuesta de trabajo psicoterapéutico grupal que, en una clave
psicodinámica intersubjetiva, se ha venido desarrollando a lo largo de cinco años en un
encuadre institucional ambulatorio. Se incluyen algunos fragmentos de material clínico
con una finalidad ilustrativa.

Es fácil adivinar cómo se multiplicará la desorientación frente al neurótico cuyas


preguntas son inconscientes y cuyos síntomas, especialmente cuando se trata de
histeria, evocan más o menos lejanamente una enfermedad orgánica. Para tratar tales
casos, al médico sólo le queda una solución: convertirlos en enfermos. A esta
enfermedad creada por el médico se le reserva el nombre de enfermedad iatrógena.

Lucien Israël, 1976

La psicoterapia, cualquiera que sea su forma, trata de la reactivación de la


mentalización.

Peter Fonagy, 1999

I. Fibromialgia

En un sentido restringido, se emplea la denominación clínica de Fibromialgia (FM)


para referirse a un síndrome de dolor crónico de etiología desconocida.

Efectivamente, no existe certeza alguna en lo referente al origen de este cuadro clínico,


si bien en la actualidad se acepta con frecuencia la validez de un modelo que enfatiza
como elemento explicativo fundamental la alteración en el funcionamiento de las áreas
del Sistema Nervioso Central responsables de la “interpretación” de los estímulos
dolorosos, lo que podría conducir a un umbral del dolor disminuido en estos pacientes
(v. gr. Ablin y Buskila, 2010). En este sentido, las investigaciones más recientes, que
definen la FM como un “estado hiperalgésico”, sugieren, como causa más probable, una
alteración generalizada en los modos en que el cerebro y la médula espinal llevan a cabo
el procesamiento de la información relativa a las señales dolorosas (Arnold y Clauw,
2010), así como una posible disfunción en los sistemas endógenos de inhibición del
dolor (Smith y Barkin, 2010). Se ha tratado de vincular tal posible causa con
observaciones que apuntan a una reducción en los niveles de ciertos neurotransmisores,
como la serotonina, la dopamina y la noradrenalina, y se han establecido propuestas
explicativas a partir de estos datos; pero, dado que los hallazgos en las pruebas tanto
radiológicas como de laboratorio siguen sin ser concluyentes, el diagnóstico continúa
basándose en aspectos clínicos (Ibíd.) y en evaluaciones subjetivas de pacientes que,
curiosamente, tienen una mayor percepción de enfermedad que otros enfermos con
síndromes de dolor crónico (Goldenberg, 2005; Reisine, Fifield y Walsh, 2004).

Considerada ya, hoy día, como una enfermedad relativamente común, la FM se


caracteriza, esencialmente, por dolor musculoesquelético de carácter difuso que se
presenta a menudo acompañado por otras manifestaciones clínicas tales como fatiga,
alteraciones en el sueño o trastornos en el estado de ánimo (Mease, 2005). El dolor,
como síntoma principal, puede en principio estar localizado -habitualmente en nuca y
hombros-, pero son muchos los grupos musculares susceptibles de verse afectados.
Aunque crónico y persistente, es frecuente que su intensidad sea variable. Por otro lado,
la fatiga, que constituye, junto al dolor, la otra gran queja de los pacientes que asumen
este diagnóstico, puede llegar a convertirse en ocasiones en el síntoma fundamental. Es
habitual entonces que el cansancio se relacione con alteraciones del sueño, siendo
asimismo frecuentes las referencias a una molesta sensación de rigidez matinal.

En cualquier caso, y pese a la presencia de múltiples síntomas inespecíficos, será el


dolor musculoesquelético mantenido a lo largo de al menos tres meses el criterio
diagnóstico fundamental, al que se añadirá el que aparece como el único hallazgo
auténticamente característico en la exploración física de esta condición mórbida: el
dolor (para el que, en cualquier caso, tampoco resulta fácil hallar una explicación válida
y definitiva) a la palpación digital de una serie de puntos sensibles -denominados
“tender points” (puntos gatillo, en castellano)- próximos a las inserciones tendinosas
que incluye los codos, la región cervical baja, las rodillas o el trocánter mayor del fémur
(Goldenberg, 2005).

Estos criterios diagnósticos, propuestos a comienzos de la década de los noventa del


pasado siglo por el American College of Rheumatology (Wolfe, Smythe, Yunus et al.,
1990), aunque asumidos en general por la comunidad médica (v. gr. Hsu, 2010), no han
dejado tampoco de ser cuestionados, dada su precaria consistencia, que empaña el
intento de conferir a este cuadro un carácter objetivo. De hecho, tras “un viaje de veinte
años” (Wolfe, 2010), decae, por ejemplo, la relevancia que se le otorga al ítem
diagnóstico de los “tender points” y ganan preponderancia, junto al dolor extendido
(medido gracias al Wide Pain Index), la valoración de la severidad de los síntomas
(cuantificable en base a la Symptom Severity Scale), las quejas relativas a la fatiga, el
sueño poco reparador o los síntomas de corte cognitivo (Wolfe, Clauw, Fitzcharles et
al., 2010; Smith y Barkin, 2010).
El síndrome, que puede afectar a un 2% de la población general, es diagnosticado
mayoritariamente en mujeres -la proporción hombres/mujeres es, de hecho, de 1/9
(Bartels, Dreyer, Jacobsen et al., 2009)-, lo cual ha llegado a impulsar la hipótesis de
que la clave etiopatogénica del cuadro pueda hallarse en alguna alteración genética
vinculada con el cromosoma femenino (Torres, 2008). Sin embargo, y a pesar de la
multiplicidad de hipótesis, la fisiopatología de la FM sigue siendo una incógnita, algo
que explica en gran medida la imposibilidad de acceder a una cura definitiva para este
síndrome: los abordajes pluridisciplinares, en los que las prescripciones farmacológicas
basadas en Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina (ISRS) -como la
Venlafaxina y la Duloxetina- y en ligandos de los receptores alfa 2-delta (Pregabalina)
se combinan con técnicas de educación para la salud, pautas de ejercicio físico y
terapias cognitivo-conductuales sólo permiten, por el momento, una cierta mejoría
sintomática y funcional de los pacientes con diagnóstico de FM (Smith y Barkin, 2010):
pacientes que, tratados en gran medida con terapéuticas en las que lo
psicofarmacológico (los arriba señalados son, todos ellos, medicamentos
fundamentalmente psiquiátricos) y lo psicoterapéutico tiene un peso considerable, y que
sugieren casi siempre la necesidad de atención psicológica, no dejan de ser rotulados
con una etiqueta diagnóstica, la de FM, establecida y otorgada en el ámbito de la
Medicina, y en concreto de la Reumatología.

Y, sin embargo, la FM es mucho más que todo eso, y habremos de trascender las
descripciones objetivas, los datos fríos e incontrovertibles, las muy serias y no
fácilmente objetables hipótesis etiopatogénicas, las detalladas explicaciones y los
rigurosos estudios que colman las páginas de las publicaciones científicas de intachable
pedigrí biomédico a fin de comprender algo más acerca de este conglomerado
sintomático que, con una denominación diagnóstica afortunada, impacta en lo clínico y
lo asistencial y desborda en lo social y cultural.

En otros momentos y lugares, en algunos artículos publicados desde una perspectiva


psicoterapéutica institucional (Ramos García, 2004 a y b), o bien en el contexto de otros
proyectos en los que he tenido la oportunidad de participar (Ramos García, 2007, 2009,
2012), he intentado contribuir con una aproximación crítica al análisis de esta expresión
del sufrimiento, subrayando la importancia de las dimensiones psicológica, relacional o
social que se entrelazan en la materialización de este fenómeno; enfatizando la
necesidad de una escucha diferente de síntomas que devienen más gravosos, dramáticos
e incapacitantes cuando son desdeñados, ignorados o cuestionados por el clínico y que
se tornan huidizos e inapresables cuando se trata de cercarlos desde el furor sanandi.

En el presente texto el objetivo es destacar la potencia del factor identitario del


diagnóstico médico al que la cronicidad es inherente, reflexionar acerca del modo en
que esa identidad asumida compromete de forma global el modo de funcionar del
individuo y concretar sobre el papel la propuesta de trabajo grupal que he venido
desarrollando en los últimos cinco años en el Centro de Salud Mental de Arganzuela
(Hospital Universitario 12 de Octubre, Madrid) con pacientes que, al tiempo que elegían
o aceptaban como interlocutor a un psicólogo clínico, insistían incesantemente en que
su dolor y su padecimiento residían o emanaban del cuerpo, rebelándose muchas veces
con irritación ante la idea de que algo de lo psicológico pudiese estar jugando un papel
relevante en su enfermedad.
Desconcertante, llena de misterio y vaguedad, oscura en sus orígenes, ambigua,
cambiante y proteica en su modo de presentarse, escurridiza y (al menos en apariencia)
desesperante para pacientes y tratantes, la FM se ha convertido, ciertamente, en todo un
fenómeno en el ámbito sanitario. Que ha hecho correr ríos de tinta en las más diversas
publicaciones médicas -en la década que cubre el cambio de milenio se quintuplicó el
número de trabajos dedicados a este tema (Goldenberg y Smith, 2003; Ramos García,
2009)- y también paramédicas (Claudín, 2004; de Madre, 2005). Que es asumida como
una identidad (alienante y corrosiva, erradicadora de toda humana complejidad) por
aquellos que la sufren. Que se enarbola con determinación a la hora de abrazar las
prerrogativas propias del enfermo. Que justifica bajas y pensiones, y hace exigibles los
desvelos y atenciones del entorno. Y que ha llenado las consultas de reumatólogos y
traumatólogos, de internistas y médicos generales, de psiquiatras y psicólogos para
después salir de ellas y extender su éxito a toda la sociedad, hacer furor entre famosos y
políticos, animar movimientos asociativos, posibilitar el nacimiento de fundaciones con
vocación de lobby (Moren, 2003; Rendueles, 2009; pág. 256) o generar la más variada
literatura en esta época sin prestigio (Moreno, 2003; Verdú, 2005; pág. 13 y ss.).

Efectivamente, la FM ha hecho fortuna en una cultura consumista (Bauman, 2007) en la


que los recursos sanitarios son un consumible más. Y en ese contexto cultural se debate,
en un río revuelto de posturas radicalmente antagónicas; demonizada por unos pocos (v.
gr. Ehrlich, 2003b), pero aclamada por casi todos. Su éxito deslumbrante se refleja en
los más de siete millones y medio de entradas ofertadas por el popular buscador Google
(un icono de la posmodernidad) al teclear la palabra mágica, o en las casi seis mil
referencias encontradas por el científico-profesional, riguroso e incuestionable PubMed.
Y las voces críticas que a este respecto se alzan desde algunos rincones de la Medicina,
aquellas que la tildan de síndrome virtual (Ehrlich, 2003a), de no enfermedad (Illich,
1974: pág. 556), de expresión paradigmática de la medicalización de la aflicción, no
resultan sino marginales intentos de cáustica reflexión (Gordon, 2003; Ehrlich, 2003b;
Hadler, 2003). Murmullos muchas veces despiadados y casi siempre inaudibles ante el
estruendoso despliegue de medios que, con la cobertura de la ciencia oficial y de lo que
Illich (1974; pág. 642) denominaría la civilización médica cosmopolita, se desarrolla en
los circuitos sanitarios comunes y mayoritarios. Despliegue que, por descontado, cuenta
con el aplauso siempre entusiasta de las potentes y muy influyentes American
Fibromyalgia Syndrome Association Inc, National Fibromyalgia Association, National
Fibromyalgia Partnership estadounidenses, o de otras asociaciones análogas presentes
a todo lo largo y ancho de Occidente (Ramos García, 2007).

II. La resignificación del sufrimiento, su transmutación en síntomas y la huida


hacia la enfermedad.

Si Verdú (2003; pág. 209) desvela como una de las marcas del cambio de milenio la
introducción en la vida cotidiana de la enfermedad como la gran fantasía que explica y
justifica cualquier tipo de malestar social e individual, no hace sino profundizar en una
reflexión que Illich (1974; págs. 634-5) anticipa en treinta años al poner en evidencia el
anhelo posmoderno de un diagnóstico médico que permita la elusión del esfuerzo y la
responsabilidad que conlleva la incorporación a la mayoría de edad. Reflexión que, por
otro lado, es deudora del Freud que se arriesgaba a desvelar ya en sus Lecciones
Introductorias (1916) los beneficios de síntomas neuróticos que, al constituirse en
enfermedad, equilibran conflictos biográficos, legitiman el lamento y la huida, y
procuran dulces salidas (o, al menos, no tan amargas) a miserias y sufrimientos que
requerirían de una heroica lucha para ser enfrentados:

“Es muy posible que la solución del conflicto por la formación de síntomas no
constituya sino un proceso automático, estimulado por la inferioridad del individuo
ante las exigencias de la vida y en el que el hombre renuncia a utilizar sus mejores y
más elevadas energías. Pero si hubiera posibilidad de escoger, debería preferirse la
derrota heroica; esto es, la consecutiva a un noble cuerpo a cuerpo con el Destino”
(Freud, 1916; pág. 2362).

Reflexiones de un pensador ilustrado y que, en su crítica de la Ilustración (Gómez


Sánchez, 1998), no puede ni quiere desprenderse de una estructura moral que casi suena
extemporánea en una sociedad de consumidores marcada por el actuar irreflexivo y
obediente a los preceptos de la cultura consumista (Bauman, 2007; pág. 77).

Lejos de la ilusión ilustrada de una era moderna en la que quedase atrás la minoría de
edad propia de las tinieblas medievales; lejos también de la visión psicoanalítica que
observaba en la infancia un pozo de conflictos, la posmodernidad ha apelado a la
puerilización general como atajo democrático hacia la felicidad en masa (Verdú, 2003;
pág. 58). Y el malestar, la infelicidad, la contrariedad, el displacer, el infortunio
corriente han dejado de observarse como consustanciales a la vida, para transformarse
con suma facilidad en enfermedades diagnosticables y, claro está, tratables (Ramos
García, 2007). Pues no se dispone de una cultura mentalizante capaz de proveernos de
palabras con las que construir una narración vital en la que se incluya la frustración.
Porque toda aflicción remite al relato rígido de una enfermedad para la que debe existir
un remedio a consumir. Y porque todo ello se halla, por supuesto, bajo la advocación
del canon y la ortodoxia del modelo biomédico y del reduccionismo organicista que,
naturalmente, no sólo es el único científico, sino que encaja con interesante precisión
con los modelos políticos neoliberales y con la economía de mercado (Tizón, 2002).

Parece quedar fuera de toda corrección política la posibilidad de hacer balance de una
situación vital para llamarla desgracia; se desdeña con horror la eventual idea de una
lectura no tecnificada del infortunio en la vida humana; y se prefiere impulsar con ardor
“su desplazamiento hacia malestares del cuerpo y/o la etiqueta depresiva”, y fomentar el
ocultamiento “bajo el manto médico” de “lo mal-vivido cotidiano”. Y así,
inevitablemente, “los usuarios quejumbrosos buscan mejorar su salud mediante
interminables escaladas de cuidados médico-psicológicos” (Rendueles, 2009; pág. 237)
en las que el soma, que recibe y transmite casi siempre lo que no puede expresarse con
palabras (Wallin, 2007; pág. 201), no deja de asumir un crucial protagonismo como
escenario en el que toma forma concreta e inapelable la aflicción.

Ciertamente, la promesa de felicidad “instantánea y perpetua”, la promesa de “felicidad


aquí y ahora y en todos los ‘ahoras’ siguientes” que caracteriza la sociedad de
consumidores del neocapitalismo (Barman, 2007; pág. 67), esa vana promesa, ha
encontrado en la enfermedad la coartada que de forma más plausible puede explicar su
fractura. Coartada que se hace más plausible aún si se sitúa en el cuerpo doliente; que
asume la responsabilidad de tramitar el malestar; de hacerlo propio transformado en
síntoma; de mostrarlo como tarjeta de visita indispensable en su encuentro con el
médico.
La capacidad de mentalización del ser humano, ese potencial psíquico que nos permite
ser conscientes de los estados mentales en nosotros mismos o en los demás; ese talento
para, por ejemplo, poder pensar sobre los sentimientos (Allen, Fonagy y Bateman,
2008); esa función reflexiva que sólo puede gestarse en el contexto de relaciones de
apego confiables y seguras (Fonagy, 2001; Fonagy et al., 2002), es la que hace posible
el establecimiento de una conexión con nuestra propia subjetividad o con la del otro.
Así, cuanto mayor sea nuestra capacidad para tomar contacto con nuestros estados
mentales y nuestras emociones; cuanto mayor sea nuestra capacidad para afrontarlos,
para manejarlos, para darles cabida en nuestra narración biográfica, en el modo de
relatar nuestras relaciones, en la forma de reflejar nuestras experiencias y en nuestra
descripción identitaria (de nuestro self, de un sí-mismo, de un yo con conciencia de sí,
de un yo subjetivo, de una continuidad existencial); cuanto mayor sea, en fin, nuestra
capacidad de dar un espacio psicológico a lo psicológico, menor será la necesidad de
rechazar o disociar, de repetir, de gestionar de un modo mórbido, de escenificar con un
otro o de tramitar a través del cuerpo esos elementos psicológicos (Wallin, 2007).

En la conceptualización que Fonagy lleva a cabo (v. gr. Fonagy, 2001), esta capacidad
de mentalización requiere, en el proceso de constitución del psiquismo, de un otro capaz
de ofertar al sujeto en desarrollo una actitud mentalizadora. Así, a partir del
establecimiento de una relación de “apego seguro” entre el niño y el cuidador, habría de
desplegarse una sofisticada propuesta comunicacional en la cual este último fuese capaz
de: 1) Transmitir al niño que se da cuenta de su estado mental, que lo registra, que no lo
ignora. 2) Transmitir en ese mismo gesto un mensaje de legitimación de tal estado
mental. 3) Atemperar y dotar de sentido a ese estado mental, de forma que lo que se
devuelve al niño es la sensación de que tal estado puede contenerse, que no es
desbordante. Efectivamente, esto quiere decir que el cuidador debe reflejar el estado
mental del niño, pero no exactamente, sino metabolizadamente. Esa contención exitosa
tiene un efecto positivo en el sentimiento de seguridad del niño, y en su capacidad
reflexiva. En contraste con esto, si el cuidador devuelve una actitud de rechazo del
sentimiento del niño, o bien transmite, con una actitud excesivamente preocupada, una
sensación de ansiedad y desbordamiento, se habrá producido un fracaso en esa tarea
materna, perdiéndose la oportunidad de que el niño internalice una representación
manejable y sana de sus estados mentales (Fonagy, 2001; págs. 175-6). Un fracaso que
puede conllevar, desde luego, la tramitación somatizada del mundo emocional (Wallin,
2007).

Así, la capacidad de mentalización, como función reflexiva, resulta clave en la


regulación de estados emocionales, lo cual se relaciona estrechamente con la posibilidad
de enfrentar impactos traumáticos, escenarios existenciales conflictivos (ya se sitúe su
estatuto de realidad en el psiquismo o en el terreno de los hechos) o situaciones vitales
adversas sin que sea necesario articular un entramado defensivo rígido, mórbido y
generador de síntomas.

Ya a finales del siglo XIX, Freud (1894) explicaba la histeria –con su impresionante
panoplia de síntomas somáticos- desde la importancia causal de la articulación
defensiva del yo ante la representación psíquica intolerable y traumática, generadora de
sufrimiento. El elemento patógeno fundamental sería el intento de neutralización de la
representación intolerable, y no tanto la representación en sí. La desventura neurótica
devendría entonces tal como consecuencia de la imposibilidad para convivir con ideas y
afectos que, desmesurados e intolerables, habrían de reprimirse, disociarse,
arrinconarse, expulsarse del campo de la conciencia: pues, en caso de tener acceso a
ella, provocarían un dolor tan intenso, una tensión tan brutal, que resultaría
insoportable. La represión resultaría, sin embargo, un remedio fracasado, ya que sólo
con la reasimilación de esos cuerpos extraños -que toman sentido y se tornan aceptables
cuando se concilian con la propia historia y el propio psiquismo- se hace posible el
acceso a una convivencia con el propio malestar sin la explosión de síntomas, ya en el
ámbito del vivir cotidiano.

Nasio (2007) insistirá en esa idea en su aproximación al dolor físico al subrayar que la
clínica de orden neurótico habría de ser comprendida a partir de la defensa. Esto es,
como el resultado de la “expulsión” de una representación, una idea, un afecto, del
espacio mental que es accesible al sujeto. Si ese contenido psíquico puede integrarse
con el resto de la experiencia mental dándole un sentido, no se producen síntomas.
Mientras que si, por el contrario, ese contenido es encapsulado y expulsado del campo
psíquico, puede tener lugar una tramitación a través del cuerpo de ese contenido. De
forma que “más que sufrir un dolor de sumisión al malestar, el yo sufre un dolor de
protesta contra ese malestar” (Ibíd.; pág. 37).

Si el universo cultural que ha de constituirse en el espacio antropológico a habitar por el


ser humano carece, en términos generales, de esa vertiente mentalizante; si, por el
contrario, la oferta hermenéutica fundamental ante cualquier displacer es la
nominalización de la enfermedad; si todo dolor lleva abrochada la ausencia de sentido;
si se insta a reclamar, ante cada sufrimiento, un remedio tecnificado que no debe
implicar nunca la articulación de pensamiento; si todo ciudadano doliente debe
transformarse en quejoso y pasivo paciente; si cualquier atisbo de energía debe ser
empleado en la reivindicación de una identidad que se satura de enfermedad y que
condena a un funcionamiento circunscrito al rol de enfermo; si ése es el espacio que
acoge al ciudadano posmoderno, no sólo resulta casi inevitable que toda aflicción se
deslice hacia la forma de síntoma, sino también que todo conglomerado de síntomas se
cristalice en una suerte de cárcel identitaria que ha de comprometer la globalidad del
funcionamiento del sujeto afectado.

III. El diagnóstico y la cuestión identitaria. La FM como rótulo definitorio y


determinante de la realidad cotidiana de aquél que lo asume.

No sólo existe un consenso generalizado en relación a la idea de que la enfermedad,


como entidad conceptual definible, no es concebible sino como el resultado de una
construcción social: más aún, esta perspectiva, audaz y original, se ha ido fortaleciendo
de forma creciente con el tiempo, y ha terminado por constituirse en una de las líneas de
trabajo e investigación fundamentales en sociología médica. En este sentido, en los
últimos años, ha sido posible ir perfilando, al menos, tres aspectos fundamentales
relativos a esta construcción; aspectos que pueden asumirse como de especial relevancia
en el caso de la FM (Conrad y Barker, 2010).

En primer lugar, el hecho de que la cultura no tiñe de igual modo a todas las
enfermedades. Hay ciertas enfermedades cuya morfología es especialmente sensible a la
cultura que las acoge, que se conectan de un modo particularmente intenso con la
cultura, y que desarrollan una significación en la que lo cultural pesa muchas veces más
que la esencia natural de la patología concreta; todo lo cual va a resultar por completo
determinante tanto para la forma en que la sociedad se habrá de comportar con los
afectados como para la manera en que cada uno de los portadores del diagnóstico vivirá
la enfermedad.

Por otra parte, un segundo aspecto de importancia: la evidencia de que todas las
enfermedades, sin excepción, se conforman subjetivamente, tomando una cierta
configuración en el plano experiencial que vendrá determinada por la manera en que los
individuos comprenden y viven la enfermedad.

Y finalmente, la vertiente social del conocimiento médico acerca de los trastornos, que
no viene dado en exclusiva por la naturaleza de los mismos, sino que se construye y
desarrolla teniendo en cuenta las demandas de los afectados y de las partes interesadas.

Así, cabría concluir que las enfermedades, y especialmente algunas enfermedades, son
padecidas por los pacientes y comprendidas por los médicos de un modo que,
básicamente, viene determinado en función del escenario cultural en que esas
enfermedades son sufridas, diagnosticadas y tratadas. Algo de importancia radical en la
modernidad líquida (Bauman, 2000), en la que los grandes relatos agonizan (Lyotard,
1979), la identidad de los ciudadanos desfallece, y la enfermedad, estructurada y
rotulada a través de la etiqueta diagnóstica, como microrrelato legitimador, explica y
determina de forma creciente la vida, sus avatares y sus malestares.

Jean-François Lyotard (1979), en su célebre análisis acerca de “la condición


posmoderna”, sugería como rasgo esencial de ese nuevo discurso, la crisis y el fin de la
vigencia de los metarrelatos que habrían permitido, durante la modernidad, dotar de
sentido y legitimidad a la existencia humana. Y, efectivamente, a lo largo del último
cuarto del siglo XX algunos de esos relatos fueron abandonados, “rebasados” por
obsoletos, excluidos del texto por agotamiento de su crédito. Sin embargo, el tercero de
esos relatos, de origen positivista, aquél que prometía el bienestar del hombre a través
del progreso de la ciencia y la industria, no parece haber evolucionado en el imaginario
colectivo en otra dirección que no sea la del afianzamiento en una robustez de la que se
nutre, desde luego, la muchedumbre de pequeños relatos que anidan en el mercado de la
salud. De hecho, en el espacio en el que se asientan como disciplinas la Psicología, la
Psiquiatría y la Psicopatología, relatos como el de la histeria -neurosis magnífica y
fundamental, inseparable de la forma en que se constituye el psiquismo humano- sólo
podían anidar en una gramática atravesada por el infortunio consustancial al hecho de
estar vivo, y no por la obligación de ser feliz (Bruckner, 2000) y por la consideración de
que todo desvío del bienestar ha de equipararse a una suerte de síntoma que requiere
tratamiento.

Lo cierto es que la histeria ha sido desechada en una travesía de rasgos inequívocamente


posmodernos (Rendueles, 2009), que la miseria neurótica ha estallado en mil pedazos
dando lugar a múltiples neodiagnósticos DSM; que la Medicina no ha dejado de ampliar
su jurisdicción sobre la vida; y que, ignorando toda limitación del esfuerzo diagnóstico
(Martínez González, 2011), son cada vez más numerosos los pequeños relatos
mórbidos, intitulados con flamantes etiquetas, que se aprestan a dar sentido a toda
expresión de dolor o de desdicha en nuestras vidas. Esa es la acción de la
nominalización tecnificada del diagnóstico. Y lo es, desde luego, en el caso de la FM, a
la que se hurta con frecuencia la importancia moduladora jugada por el elemento
neurótico (Malin y Littlejohn, 2012).
En el diagnóstico se concreta y se simboliza, pues, la comprensión del médico de la
experiencia del malestar del paciente (Barker, 2005; pág. 20). Se anudan en él dos
esferas, una vivencial y otra intelectual (y ejecutiva), en un lazo que adquiere así una
importancia crucial en la práctica biomédica. En el momento en que el sufrimiento
vivido y expresado por el paciente es recogido por el médico en su diagnosis, se otorga
un significado a dicho sufrimiento, que queda legitimado, de este modo, a la espera de
un plan de acción que lo resuelva o mitigue. Por estas razones, se da por hecho en el
universo médico que siempre será mejor hacer incluso un mal diagnóstico que no hacer
ninguno, toda vez que desde el acto diagnóstico se articula un complejo proceso de
adquisición de carta de naturaleza a tres niveles: se produce la legitimación del
diagnosticador, del diagnosticado y de la relación entre ambos.

Si, socialmente, un trastorno no existe hasta que no recibe un nombre (Ibíd; pág. 7); si
gracias al diagnóstico el paciente “sabe al fin lo que le pasa”; si al acceder a una
denominación validada por la ciencia el sufrimiento queda objetivado y encuadrado en
unos límites; si el rótulo médico legitima y autentifica el malestar relatado por el
paciente; si el diagnóstico cumple esas funciones positivas, no es menos cierto que
puede asimismo conllevar otros efectos menos evidentes y probablemente no tan
beneficiosos para el sujeto etiquetado (Hadler, 1997).

Porque las palabras crean realidad, los nombres afectan a las cosas nombradas y los
diagnósticos, parafraseando a Bateson, pueden sacar a los pacientes de los territorios
para confinarlos en un mapa. O, en ocasiones, en un teatro del cuerpo (Wallin, 2007;
pág. 426). El sufrimiento humano, y más aún, el sufrimiento que, sin clara explicación
médica, se ubica en el cuerpo, no puede entenderse sin tener en cuenta el contexto
interpersonal del paciente que lo vive. No puede abordarse sin atender a los aspectos
psicológicos, sociales y relacionales que lo matizan. No debe enterrarse bajo una
etiqueta diagnóstica que condena al individuo sufriente a una narrativa rígida; que lo
convierte en sujeto pasivo sin control alguno sobre el proceso. Una narrativa desde la
que se obturan todas las salidas, y desde la que se cierra la puerta a la subjetividad
(Diéguez, 2009).

Desde una perspectiva en la que se contempla lo psicosocial, en la que puede darse un


lugar a aquello que de profundamente psicológico pueda haber en el síntoma, ha de
pensarse siempre en que éste es portador de un mensaje, probablemente torpe, a menudo
irritante y siempre doloroso. Y ha de pensarse que la dificultad para descifrar ese
mensaje estriba en que aquellos a quienes va dirigido están cogidos generalmente en la
misma red, en el mismo sistema de actitudes, de costumbres y de pensamientos que han
forzado al paciente a recurrir al mensaje cifrado del síntoma (Israël, 1976; pág. 106).
Aquellos que pueden reducir el relato al titular del diagnóstico. O bien, desenredándose
de ese sistema de actitudes, costumbres y pensamientos, ofrecer la oportunidad de
generar un nuevo relato liberador.

El diagnóstico es determinante, y lo es de un modo que viene a su vez determinado por


la lógica cultural que nos circunda. Determina una explicación etiológica para la
dolencia a la que da nombre. Determina el abordaje terapéutico que debe ser ensayado.
Determina el estilo de vida propio de los pacientes que han asumido ese rótulo mórbido.
Determina las limitaciones a las que los enfermos deben adaptarse. Determina las
posibilidades que aún pueden considerarse con esperanza. Todo lo cual genera efectos
que no deben ser pasados por alto.
En este sentido cabe, por ejemplo, plantearse el impacto de que, en un momento dado,
la U.S. Federal Drug Administration apruebe oficialmente la Lyrica como medicación
específicamente indicada para la FM. La lógica cultural en la que se enmarca el
fenómeno de la FM hace que el hecho de que exista un fármaco para el tratamiento de la
enfermedad proporcione apoyo biomédico a la enfermedad en sí (Barker, 2011). Algo
que es así aun cuando la Lyrica ofrezca resultados en general poco satisfactorios: la
indicación específica del fármaco contribuye de manera decisiva a apuntalar la
evidencia de que la FM es una enfermedad médica -que se explica y se trata
médicamente- lo cual no evita que se recurra sin cesar a multitud de consumibles
terapéuticos que se justifican desde una multidisciplinariedad banal.

Al igual que conviene no olvidar la importancia que puede cobrar lo certero y brillante
de la etiqueta elegida para nombrar al síndrome en cuestión, ya que puede sugerirse o no
gravedad con el rótulo, o bien evocar con él una denominación de origen de
consecuencias nada desdeñables. El caso del Síndrome de Fatiga Crónica (SFC), tan
asociado desde siempre a la FM (a pesar de reivindicar constante y denodadamente su
singularidad), es perfectamente ilustrativo. Esta denominación, que se incluye con el
código G93.3 en la CIE 10, editada por la OMS en 1994, ha sido criticada con dureza
por su aroma trivial por aquellos que han defendido tradicionalmente que un cuadro tan
severo merecía “un mejor nombre” (Kotz, 2011). Se propugnaba y se propugna así el
término Encefalomielitis Miálgica, no sólo más impactante, sino con el matiz añadido
de que implica la presencia de un factor inflamatorio cuyo origen sugiere un sistema
inmunitario desbordado. Esta tesis se vio fortalecida por el hallazgo de un extraño
retrovirus (el xenotropic murine leukemia virus-related virus, o XMRV) cuya presencia
en algo más del 60% de una muestra de pacientes con SFC llegó a merecer incluso un
artículo en Science en 2009 (Lombardi, Ruscetti, Das Gupta et al., 2009). Los mass
media, incluyendo al New York Times (Grady, 2009), se hicieron eco rápidamente de un
trabajo que alimentaba las pretensiones científicas de un colectivo potente y que asistía
triunfal a un estudio ya definitivo para rubricar la autenticidad del SFC. Algo que
explica la resistencia, la frustración y la desolación con que se vivió, dos años más
tarde, la puesta en cuestión del trabajo y el acto de contrición de Science, que pidió a sus
autores la retirada de un artículo que “nunca debió aceptarse” (Alberts, 2011;
Silverman, Das Gupta, Lombarda et al., 2011).

El diagnóstico médico propone siempre una narrativa y, generalmente, ésta es


reduccionista y rígida. En el caso de la FM y otros algoritmos asociados, esa narrativa
confina al paciente en un campo gramatical estrecho, regresivo, incapacitante, saturado
de enfermedad y queja; huérfano de una propuesta mentalizante y depurado de muchas
de las vertientes vitales fundamentales. Muy pocas veces hay opción para trabajar a
pesar del diagnóstico, para hacer actividades gratificantes a pesar del diagnóstico, para
esforzarse por mejorar proactivamente a pesar del diagnóstico, para contemplar el
sufrimiento desde una línea de pensamiento en la que lo emocional, lo psicológico y lo
relacional puedan ser elementos relevantes.

El trabajo grupal que hemos venido desarrollando a nivel ambulatorio en el distrito


madrileño de Arganzuela (Hospital Universitario 12 de Octubre) en los últimos cinco
años trata, fundamentalmente, de deconstruir ese relato cosificador y paralizante. Y de
hallar salidas a partir de la oferta de un espacio desde el que incrementar la capacidad de
mentalización (y movilización) y desde el que generar otros relatos que puedan dar
cabida, en la salud, al sufrimiento y la desdicha.
IV. Un trabajo psicoterapéutico grupal desarrollado a lo largo de cinco años desde
una perspectiva intersubjetiva.

Como ya se ha señalado, del mismo modo que se plantea que las relaciones de apego
seguro promueven la mentalización, y que la capacidad de mentalización facilita el
establecimiento de relaciones de apego seguro, ha de pensarse que los déficits en la
capacidad de mentalización facilitan la tramitación somatizada de los afectos dolorosos
y la vivencia aún más negativa de los estados de enfermedad.

Los pacientes que adolecen de este déficit muestran un modo básico de vínculo que se
corresponde con lo que se da en denominar un patrón de apego ansioso, en el que
destaca una búsqueda constante de cuidado en el entorno. Esa búsqueda constante, esa
demanda de cuidados que nunca son del todo suficientes ni del todo satisfactorios,
aumenta de una forma exponencial en situaciones de malestar o estrés. En estos
pacientes cuyo estilo relacional está vinculado con alteraciones en la regulación de los
afectos, la enfermedad, más si ésta tiene un rótulo irrefutable, puede constituirse en una
vía regia para fundamentar la demanda de cuidados, lo cual conlleva que el consultorio
médico se constituya en el escenario donde articular esa demanda.

Si el clínico se centra en el síntoma físico, bien para tratar de erradicarlo, bien para
dudar de su misma existencia, o para poner en cuestión el malestar acompañante, se
produce entonces una desatención acerca del sufrimiento psíquico, de la necesidad de
atención, de la comprensión del malestar emocional que el paciente trae, produciéndose
una espiral en la que la queja y la demanda del paciente se siguen del desgaste, la
impotencia y el rechazo por parte del clínico, lo cual incrementa la vivencia de
abandono del paciente.

En el campo de la Psicología Clínica y la Psiquiatría llama la atención la gran cantidad


de pacientes que acuden a los centros ambulatorios, que se instalan en ellos (si no son
devueltos al remitente sin que se haya pensado un instante con ellos), que consumen
antidepresivos y ansiolíticos durante años… y cuyas quejas son fundamentalmente
somáticas. Pacientes que “utilizan” el cuerpo para descargar y expresar sus conflictos
psíquicos, que se comunican a través del cuerpo de forma crónica. Que carecen de un
“aparato para pensar” suficientemente bueno y de un habla que permita expresar deseos,
preocupaciones, conflictos. El diagnóstico médico se constituye en identidad en ellos, y
la condición de enfermo en la base para la relación con los otros.

Partiendo de un esquema conceptual que se deriva de todo lo expuesto, nace en otoño de


2007 en el Centro de Salud Mental de Arganzuela una propuesta de abordaje
psicoterapéutico grupal ambulatorio de frecuencia semanal, con sesiones de 90 minutos,
ofertado a pacientes que, si bien insisten en que su sufrimiento reside fundamentalmente
en el cuerpo, aceptan (o incluso exigen) tener a un psicólogo clínico como interlocutor
en el relato de su malestar.

En los pacientes que conforman el grupo, el sostén fundamental de la demanda de


tratamiento es el cuerpo, la enfermedad o el dolor físico: es el cuerpo el que sufre, y en
su relato, es habitualmente el cuerpo el que causa el sufrimiento psíquico. La posible
influencia de lo psicológico en lo somático es ignorada, rechazada, observada con
desconfianza. La sugerencia de tal influencia suele ser sentida y traducida, de hecho,
como una acusación de falsedad o impostura. La autenticidad de su sufrimiento físico,
de su identidad como enfermos, se apoya frecuentemente en la afirmación de que “lo
psicológico no tiene nada que ver con lo que les pasa”. Pese a lo cual, insisten
enfáticamente en su necesidad de tratamiento psicoterapéutico.

La aceptación de ese planteamiento inicial es el punto de partida. Damos por válida la


propuesta hecha por los miembros del grupo, a pesar de que nuestra idea, desde el
principio, es llevar a cabo una deconstrucción de esa propuesta, de esa identidad de los
pacientes como enfermos que precisan un remedio médico que los cure.

Y, precisamente, por la importancia que se concede a esa necesidad de deconstrucción


de una identidad saturada por el etiquetaje médico, el grupo tiene como una
característica importante en su configuración la heterogeneidad diagnóstica. Todos sus
componentes sufren, y lo hacen esencialmente a través del cuerpo, pero no todos
comparten un mismo diagnóstico. Ni tampoco un síntoma, ya que no todos tienen en el
dolor físico el referente último de su padecimiento. Así, los pacientes con FM, SFC o la
recién llegada Sensibilidad Química Múltiple, se encontrarán en un mismo espacio
terapéutico con otros afectados de enfermedad de Crohn, diabetes, lupus, déficits
cognitivos sin explicación neurológica clara, problemas dermatológicos complejos o
cuadros de dolor muy importantes y limitantes causados -sin el menor espacio para la
duda- por enfermedades médicas o intervenciones quirúrgicas.

En todos los casos hay un sufrir físico, en todos los casos despunta la frustración por la
ineficacia de múltiples tratamientos médicos en los que se habían depositado
desmesuradas expectativas, y en todos los casos es posible, también, identificar
elementos psicológicos y emocionales relevantes. En ocasiones resulta más que
razonable hipotetizar que es lo psicógeno lo que está generando un síntoma que se ubica
en el cuerpo. Otras veces resulta llamativa la respuesta del psiquismo ante el problema
médico. Pero siempre se aprecia que los factores emocionales están desempeñando un
papel crucial –muchas veces invisible- en la forma en que se vive la enfermedad, en la
manera en que ésta compromete a la globalidad de la vida de la persona, en el modo en
que los síntomas fluctúan en intensidad o en las variaciones relativas a la tolerancia
hacia ese cuerpo doliente.

Así, proponemos al grupo un adentrarse y un reflexionar acerca de su mundo


emocional, dándole un espacio a su conflictiva interpersonal y afectiva, explorando y
expresando sus emociones y “dolores del alma”, animando a la asunción de una actitud
más activa en cuanto a su vida. Proponiendo un trabajo psicológico en un Grupo de
Mentalización/Movilización.

Aunque los pacientes “ya saben” en que consistirá el trabajo grupal (ya que esto es algo
que se les ha explicado en las entrevistas individuales previas, en las que se ha decidido
su inclusión en el grupo), explicamos cuál es el elemento que vincula a los miembros
del grupo. Eludimos inicialmente una propuesta explicativa de sus problemas que sea
antagónica a la que ellos traen, pero sí enfatizamos el hecho de que el encuentro se
produce en un Centro de Salud Mental, con profesionales de Salud Mental que
trabajamos desde una perspectiva psicológica. Nuestra idea será la de un trabajo que
enfatice lo psicológico y lo emocional, así como la influencia de estos elementos en sus
vidas. No ofreceremos una solución, “no les daremos nada”. El objetivo es que desde un
trabajo conjunto consigamos avanzar. Ellos son el motor del cambio, y se les anima a
hablar, a pensar, a discutir; a comunicar (muy especialmente) lo que les disgusta o
desconcierta del grupo, de las cosas que se hablan en él, de lo que hacemos los
terapeutas, de lo que dicen o hacen otros miembros del grupo, de las cosas que suceden.
Y se explicita lo esencial de su compromiso de cara al grupo. En él se embarcan de
inicio 10 pacientes –en un formato de grupo cerrado y de tiempo limitado, con un claro
predominio femenino en estos años-, y de cada uno de ellos, de su constancia y
esfuerzo, depende su propia terapia y la de los demás. Se marca en el encuadre la
necesidad de que, cada semana, concurran al menos cinco miembros del grupo. Con
menos de cinco, “no hay grupo”, y dejaremos en suspenso el trabajo hasta la semana
siguiente.

El grupo se desarrolla a lo largo de un curso, de octubre a junio, y se adelantan desde el


principio algunas dificultades y resistencias con las que es previsible toparnos. El
desaliento que pueda producirse al ver que en unas pocas sesiones no se logran
resultados puede agudizar el sentimiento de desesperanza, de encontrarse ante otro
tratamiento más que tampoco funciona. Se insiste en la idea de que sólo el que termine
la travesía que supone la experiencia grupal, sólo el que llegue hasta junio, podrá
valorar de verdad los beneficios. Igualmente se alerta del riesgo de que lo que les ha
llevado hasta el grupo (el sufrimiento físico) sea lo que les haga fallar a las sesiones. Y
se subraya la idea de que cuanto peor estén (físicamente), más sentido tendrá arrastrarse
hasta el centro. Comprobarán frecuentemente que salen mejor (físicamente) de la
sesión. Por otro lado, se advierte de que es por completo esperable que, en el inicio de la
psicoterapia, se sientan muy removidos y alterados, de que su cuerpo se queje incluso
más que de costumbre en principio. Algo que habla fundamentalmente de que algo de lo
emocional se está movilizando.

Resulta prácticamente imposible dar cuenta de una forma exhaustiva de los


componentes del corpus teórico que sostiene la ejecución técnica del modelo que
proponemos, pero sí resulta obligado el reconocimiento de nuestra deuda, no sólo con la
teoría de grupos, la teoría psicoanalítica y la teoría del apego, sino con algunas nociones
e ideas que han resultado y resultan imprescindibles en el trabajo de estos años.

Por una parte, es preciso aclarar que la justificación del abordaje grupal en este tipo de
patologías no atiende en nuestro caso sólo a cuestiones de eficiencia o de ahorro. Siendo
éstas importantes en un centro público (y siendo relevante también la necesidad de que
el terapeuta pueda sufrir menos en el encuentro grupal con estos pacientes que en un
formato individual), hay razones técnicas que consideramos básicas. Ciertamente, el
grupo es algo más que la suma de los individuos (Bion, 1959). El efecto multiplicador
de la experiencia grupal, como valor en sí mismo, es sólo uno más de los valores
añadidos de esta propuesta. La igualdad de roles que posibilita el grupo (frente a la
psicoterapia individual) permite el abandonarse a la experiencia de estar con los otros,
lo cual ha de contemplarse como un factor importante en el intento de que se produzca
un desbloqueo y un proceso de rementalización. El grupo facilita más diálogo y apertura
mutua, y abre la puerta a una oportunidad nueva y diferente para explorar el estado
mental propio y el de los demás. Irrumpe una posibilidad no sólo de universalidad y
socialización (Vinogradov y Yalom, 1989), sino de emergencia de elementos en cadena
y de una resonancia (Foulkes, 1964) de los miembros del grupo con los miembros del
grupo, con lo que esto supone de respuesta y afinidad emocional, en la propia
subjetividad, a partir de la experiencia subjetiva de los otros.
El acceso al establecimiento de identificaciones cruzadas entre los miembros del grupo
es de especial interés en un grupo en el que se trabaja con la vivencia del dolor y la
identidad en la enfermedad. Efectivamente, con todo y con que la interpretación es un
recurso fundamental que establece también una forma de vínculo y contribuye a otorgar
una (nueva) identidad al paciente (Bleichmar, 2004), en un espacio grupal, la forma de
reacción ante el dolor de otros miembros del grupo va a tener una gran importancia. En
el abordaje de pacientes con FM, en los que se baraja la posibilidad de una
interpretación hipertrofiada de los estímulos dolorosos por parte del SNC así como de
una disfunción de los sistemas endógenos inhibitorios del dolor, no deben pasarse por
alto trabajos como los que lleva elaborando el grupo de Benedetti (v. gr. Colloca y
Benedetti, 2009). Estos autores, que ya habían demostrado que el efecto placebo no sólo
modifica las representaciones del dolor, sino las mismas bases neurobiológicas tanto de
los circuitos del dolor como de las respuestas inmunológicas, han mostrado ahora cómo
esos efectos pueden producirse por observación de un otro que se enfrenta a un estímulo
doloroso. Lo cual significa que la reacción frente al dolor puede variar de acuerdo a la
reacción que una figura de referencia tenga frente al mismo (lo que habla del
funcionamiento de las neuronas espejo estudiadas por Rizzolatti y Sinigaglia en el
campo del dolor).

Y junto a todo ello, por supuesto, el valor crucial de la vertiente relacional, vincular, en
el plano afectivo y de apego, en el grupo. El grupo se ofrece como una base segura y
continente desde la que explorar las emociones y pensar sobre ellas. Se propone como
un espacio de apego seguro para facilitar un trabajo de mentalización. Se abre como un
lugar de encuentro desde el que propiciar la movilización y abandonar la pasividad y la
queja. Esta idea es la que justifica nuestra propuesta de un grupo de tiempo limitado
pero no tan breve, ya que la construcción de una relación de apego confiable, de una
masa crítica cohesionada, de un grupo con cierta historia e identidad grupal, requiere un
tiempo mínimo.

Asimismo, se requiere por parte de los terapeutas una actitud inicialmente muy activa,
en un intento de ir a buscar y recoger a un grupo de pacientes que inicialmente sólo
suelen hablar de y desde el cuerpo, que despliegan un discurso de queja y frustración,
también muchas veces frustrante. Se asume así un movimiento inicialmente
transferencial hacia el terapeuta, en la expectativa de que puedan irse generando
transferencias laterales entre los miembros del grupo, que habrán de ser agentes
terapéuticos unos de otros (Moreno, 1966). En principio, no obstante, el terapeuta habla
mucho, explica nuevamente que puede esperarse del grupo, anima a emplear este
espacio psicoterapéutico en un hablar acerca de cuestiones emocionales y psicológicas
(más allá del síntoma físico, los tratamientos médicos o los encontronazos por las bajas
laborales), y propone y sugiere temáticas y conflictos que, probablemente, es esperable
que hayan de surgir. La rabia (Camino, Jiménez, de Castro-Palomino et al., 2009) por
no ser creídos o comprendidos, por no recibir ayuda, porque no se les muestra el apoyo
y el afecto que necesitan; la pena, la frustración y la soledad sentidas en el ámbito
laboral o familiar; la exigencia (que sienten proveniente del entorno, y también la que
ellos muestran hacia ese entorno); la sensación de que el fracaso es inasumible, por lo
que la enfermedad resulta preferible y, en ocasiones, mucho más confortable; la
pasividad y el deseo de que “alguien haga algo”, de que “alguien se haga cargo”; la
furia sentida hacia los médicos que no saben y no les ayudan (pero a los que insisten en
demandar esa solución que ya saben que no tienen); el estancamiento en la queja; la
rebelión desde la enfermedad, que se despliega en un deseo de ponerse en huelga. Y la
identidad en la condición de ser un enfermo (“somos enfermos, ¿no?”; “¿somos algo
más?”; “yo no quiero estar con enfermos”; “sólo en un grupo de enfermos me
comprenden”).

Poco a poco los terapeutas pueden dejar la iniciativa al grupo, a pesar de que, cada día,
resulta difícil entrar en cuestiones de calado psicológico. El grupo va hablando más y
más, sintiendo más y más, mentalizando más y más en ese entorno seguro que les
permite reconocerse y ser de otra manera. Que les proporciona un sentimiento diferente
de estar en el mundo y que pueden interiorizar y llevarse más allá del momento del alta,
que se declara inamovible -a finales de junio- desde el momento de empezar –en
octubre-. La terapia empieza y debe concluir, lo que obliga a enfrentar también la
tristeza (y la rabia) por la conclusión, por la separación, por el “abandono” del
terapeuta.

Es cierto que carecemos de medidas objetivas, pero nuestra impresión clínica y la


vivencia subjetiva de los componentes de los grupos a lo largo de estos cinco años, nos
animan a pensar en la utilidad y la eficacia de esta herramienta, y a persistir en este
trabajo en el futuro.

V. Algunos fragmentos de material clínico que se despliegan en el espacio grupal.

I.

I es una mujer de cuarenta y tantos años, atractiva, culta e inteligente, que asume desde
un principio que algo de lo psicológico juega un papel más que relevante en su cuadro
de FM. Natural de una pequeña ciudad de un país del Magreb, recuerda que ya un
psicoanalista le dijo, mucho antes de llegar a Europa, que el origen de su dolor era
fundamentalmente psíquico, algo que en su momento escuchó con escepticismo e
irritación.

Capaz de rebelarse ante los planteamientos rígidamente tradicionales y conservadores


de su familia, se casó, deslumbrada, con un español ambicioso y exitoso en lo
profesional, que llega de la mano de su trabajo al país de la paciente y que arrastrará a
ésta a un ritmo de vida lujoso y febril que conllevará frecuentes viajes y cambios de
residencia. Así, la familia, formada por la pareja y dos hijos, se ubicará a lo largo del
tiempo, en diversas capitales del mundo, desde Oriente Medio hasta América Latina.

La paciente insiste en su constante necesidad por presentarse como una mujer


encantadora, atenta, ilustrada, “perfecta”. En el entorno de alto nivel social y cultural en
el que su marido se movía, en su vida cotidiana y, desde luego, en el ámbito familiar,
exigiéndose siempre un funcionamiento irreprochable como madre y esposa.

En el grupo se consolidará progresivamente la interesante idea de cómo, ante los


constantes requerimientos de su marido hiperactivo, ante su infatigable deseo de
complacerle y seguirle en un estilo de vida que requiere un derroche de energía
considerable, es su cuerpo el que asume una actitud de rebelión, desplegando un
conglomerado sintomático que se etiquetará de FM y en el que destacará, sobre todo, un
cansancio descomunal. Así, ya no será ella quien rechace las propuestas de su pareja de
asistir a tal cena, incorporarse a tal viaje o arreglarse para tal recepción. Es su cuerpo el
que no puede. Es su cuerpo el que se declara en huelga.
El matrimonio se rompe en Sudamérica. Ella regresa a Madrid, frustrada y deprimida,
con sus hijos. Durante el proceso grupal emergerá la rabia intensa y sostenida, la
reivindicación de sí misma como mujer con deseos propios y con legítimas limitaciones.
Sus síntomas, meses después de terminar el grupo, se mantienen en remisión casi total.

P.

P se presenta, sin duda, como una militante de la FM. Diagnosticada hace ya años, se ha
implicado muy activamente en uno de los múltiples movimientos asociativos que se
articulan en torno a la defensa de los afectados por la FM, el Síndrome de Fatiga
Crónica/Encefalomielitis Miálgica (SFC/EM) y el Síndrome de Sensibilidad Química
Múltiple. De hecho, a su llegada al grupo es vicepresidenta de una de estas
asociaciones. Vital, locuaz, con vocación de liderazgo, llena de energía, ha dedicado y
dedica muchas horas del día y mucho esfuerzo personal a la reivindicación del
sufrimiento, a la defensa de los derechos y a la demanda de atención sanitaria o legal de
los miembros de su asociación. Se lamenta de su desvalimiento físico, de los dolores
que padece, de su desfalleciente potencial cognitivo, de la incapacidad para superar su
inmenso cansancio… Y se muestra, sin embargo, poderosa, “un huracán”, en su papel
de constante animadora de la vertiente relacional de su colectivo: atiende múltiples
llamadas de pacientes, organiza actividades, contacta a potenciales colaboradores,
programa conferencias, lee constantemente acerca de la FM y de los restantes síndromes
solidarios con ella, diseña y pone en marcha encuentros y jornadas. Mucho más allá de
lo anecdótico, su caso es un ejemplo de una vida que, en gran medida, toma sentido a
partir de la FM.

En el grupo, su papel es complejo. Acepta entusiasta, desde el primer momento,


participar en el mismo. Asume sin objeciones la idea de un trabajo fundamentalmente
psicológico, centrado en la reflexión acerca de lo emocional y lo relacional. Le parece
lógica la declaración de intenciones de hacer un esfuerzo por incrementar la capacidad
de mentalización a fin de salir del cuerpo doliente. Llega al grupo con ganas y no falta
prácticamente nunca. Pero le resulta luego difícil salir del discurso de lo físico, de lo
medicalizado, de lo pasivo y victimista, de lo reclamante de “unas técnicas” que
erradiquen los síntomas somáticos. Convive así sin demasiado conflicto en la
contradicción. Y tan lógica le parece la reivindicación fundamental de la psicoterapia
como deplorar con irritación que se pueda pensar en lo psicológico como relevante en
problemas como el suyo. Está muy perdida, y también muy defendida, pues le resulta
muy difícil desviarse de su imagen bondadosa y entregada; y muy doloroso hablar de
una vida dramáticamente llena de vacíos afectivos.

Poco a poco podrá desvelar algo de su biografía. Hablar de un padre muy perturbado.
De una madre poco protectora. De una hermana con la que ha mantenido y mantiene
una relación de pegazón tan salvadora como enervante y enloquecida. Puede relatar su
frustrada trayectoria como bailarina (otro guiño a un referente de esta causa como es
Manuela de Madre). Su infortunado y finalmente truncado matrimonio. Su desnutrición
emocional. Y el desierto relacional que tanto sufre y del que huye colocándose en el
lugar de atenta cuidadora y guía de los que habitan y se duelen, como ella, en cuerpos
en los que se refugia la aflicción. Una huida que la conduce a otra cárcel: la de la rabia
difícilmente asumible y expresable que se dispara al ser una vez más cuidadora y no
cuidada; al ser tratada con poco mimo y mucha desconsideración por su hermana; al
verse atrapada en un escenario en que se le pide mucho y se le oferta poco.
Emergen estas temáticas en su discurso. Progresivamente, el cuerpo pierde cierto
protagonismo.

M.

M no nació en el Sur, pero se crió allí, y sus maneras, y su acento, y su modo de


esconderse en el humor son inequívocamente andaluzas. También diagnosticada de FM,
también con el baile (flamenco) como pasión, se queja poco, casi con timidez, de su
cuerpo. Y hace una vida activa y en la que el motor del espíritu positivo es poderoso.
Trabaja en tareas muy físicas, en hostelería, disfruta mucho de su perro y de sus
amistades “perrunas”, y elude todo victimismo al referirse a una biografía llena de
muerte y abandono afectivo, o a su hija veinteañera, que va retomando su vida tras años
de hacer mucho ruido con constantes estallidos borderline.

M tuvo una madre terrible, insensible, fría y ensimismada, que casi ni la miraba. Hasta
que la paciente, periódicamente, se reivindicaba con crisis histeriformes (por completo
inconscientes) más propias de la Salpétriêre, y reparaban en ella, y se la llevaban de
compras, y ella accedía a un pedacito de felicidad. Sólo recuerda el contacto emocional
y el cariño con su madre cuando ésta enferma, y la paciente debe cuidarla en casa hasta
su muerte, casi veinte años después de iniciarse la enfermedad.

Después la muerte, por la droga, de un tío muy significativo. Y también la muerte de su


primer marido, bebedor, padre de su hija.

Hace años aparece su actual pareja. Y sólo entonces, al tocar este tema, la paciente se
desmorona. Cuando, como tantas veces se hace en el grupo, se recuerda que estamos en
el contexto de un trabajo de tiempo limitado; cuando se insiste en que el grupo se
acabará a finales de junio; cuando se enfatiza una vez más que esta es una oportunidad
(que quizás no se reedite) para hablar de cosas que no es fácil hablar fuera; cuando se
insta a que piensen en cosas que no querrían haber dejado sin hablar cuando el grupo
acabe; es entonces cuando M rompe a llorar y admite que no sabe como salir de donde
está en el plano sentimental. No sabe como romper una relación que considera
fracasada. Se siente paralizada por el terror de intuir que, si ella rompe, su hija, que está
tan bien ahora, pueda verse abandonada por ese padre adoptivo, que ha sido importante
mientras ha estado ahí, y al que se percibe inconsistente y huidizo. Movilizándose, muy
animada, por el caluroso apoyo y por las propuestas constantes del grupo. Apenada y
llorosa cuando éste llega a su fin. “El dolor sigue ahí, pero se siente con mucha mayor
energía, arrastrando una mochila que ya pesa mucho menos”.

A.

A es una mujer de casi 50 años, casada, con dos hijos, afable y comunicativa, que se
presenta en nuestro Centro de Salud Mental planteando que, si bien “ella ha estado mal
desde que se acuerda”, se encuentra aún peor desde hace diez años, desde la muerte
repentina de su madre, con la que tuvo siempre una relación muy complicada y
dolorosa. Con una biografía penosa, con una historia de infancia que dificulta
notablemente la constitución de un psiquismo sólido y saludable, con una madre
descalificadora que la quiso poco y no la trató bien, con un padre que fallece de cáncer
cuando la paciente tenía diez años, “se ha sentido siempre arrollada”, sometida, sin
posibilidades para rebelarse o construir una realidad satisfactoria.
Con un hermano dos años menor, siente que éste fue siempre el preferido de su madre,
que dirigía, en contraste, a la paciente, una mirada siempre dura, despiadada, incluso
sádica; y que le exigía, paradójicamente, a cambio, gratitud y sumisión. Se estructura de
este modo una infancia triste, y una imagen de sí precaria y desfalleciente, destacando el
sentimiento, no sólo de incapacidad y carencia de valor –en lo intelectual, en lo
referente a su atractivo femenino-, sino también de deuda ante el agresor, de obligación
de complacerle, y de prohibición de acceso a los aspectos de disfrute de la vida (en este
sentido, por ejemplo, su vida sexual ha sido pésima, admitiendo que no ha tenido nunca
un orgasmo).

La muerte de su madre, que ingresa en el hospital para someterse a una cirugía banal y
que fallece allí poco después por una infección absurda, deja en la paciente un estado de
ánimo marcado por el desánimo y la ansiedad, y por una intensa culpa. Poco a poco van
haciendo acto de presencia múltiples síntomas físicos, especialmente cefaleas y dolores
musculares. Llega el diagnóstico de FM…

Con todo, si algo va destacando en el discurso en el que articula su motivo de consulta


es su llamativa tendencia a verse abocada a relaciones en las que hay un otro que la
maltrata sin miramientos mientras ella, paralizada y sin un ápice de rabia, se va
hundiendo más y más. Algo que toma forma más que evidente en su ámbito laboral, con
su jefa, en una oficina de un organismo público, en una reproducción cristalina, sin
apenas variaciones, de escenas repetidas en el patrón vincular maltratador/maltratado
vivido con su madre. Pese a que impresiona de responsable y competente en general, su
jefa acostumbra a volcar sobre ella un torrente de recriminaciones, la tacha
continuamente de inútil e ineficaz, con un estilo rudo y afilado. Y la paciente, deprimida
y dolorida, no ceja en su agotador intento de cumplir con el reto imposible de
complacerla. No es infrecuente que, tras alguna bronca monumental e incomprensible,
se intensifique la sintomatología fibromiálgica, lo que conduce a breves bajas que
pueden claramente interpretarse como modos intrincados y muy poco sanos de tramitar
una rabia que no siente, y de desplegar una forma de venganza que, en lo consciente, no
desea en absoluto.

Se muestra escéptica en general cuando se le nombra esa rabia con la que para nada
conecta. Tan escéptica como cuando se intenta poner en relación el sufrimiento laboral
con las variaciones en la intensidad de los síntomas físicos.

No obstante, va siendo más capaz de una cierta asertividad con esa jefa agresiva. Y un
día, en el grupo, cuando todos sus compañeros de terapia comparten el gusto por la
crítica a una figura política a la que ella admira, se planta de modo insólito y en solitario
en una defensa en la que la rabia se canaliza de forma saludable y eficaz.

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