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COLECCIÓN CLÁSICOS DEL DERECHO

TÍTULOS PUBLICADOS
Filosofía del Derecho, Gustav Radbruch (2007).
Tratado de filosofía del Derecho, Rudolf Stammler (2007).
Teoría General del delito, Francesco Carnelutti (2007).
La autonomía en la integración política. La autonomía en el estado
moderno. El Estatuto de Cataluña. Textos parlamentarios y
legales, Eduardo L. Llorens (2008).
El alma de la toga, Ángel Ossorio y Gallardo (2008).
La filosofía contemporánea del Derecho y del Estado, Karl Larenz
(2008).
Historia de las doctrinas políticas, Gaetano Mosca (2008).
El Estado en la teoría y en la práctica, Harold J. Laski (2008).
Derecho constitucional internacional, B. Mirkine-Guetzévitch
(2008).
Situación presente de la filosofía jurídica. Esquema de una inter-
pretación, José Medina Echavarría (2008).
El método y los conceptos fundamentales de la Teoría Pura del
Derecho, Hans Kelsen (2009).
La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber (2009).
De la irretroactividad e interpretación de las leyes. Estudio crítico
y de legislación comparada, Pascuale Fiore (2009).
Cartas a una señora sobre temas de Derecho político, Ángel
Ossorio (2009).
Elogio de los Jueces escrito por un Abogado, Piero Calamandrei
(2009).
Teoría general del derecho, J. Dabin (2009)
Enciclopedia Jurídica, Rodolfo Merkel (2009).
Breviario de un hombre de estado. Instrucciones a un embajador y
algunas obras inéditas hasta el día, Nicolás Maquiavelo (2010).
Cartas a una muchacha sobre temas de Derecho civil, Ángel Osso-
rio y Gallardo (2010).
La crisis del Estado y el derecho político, Adolfo Posada (2010).
Hacia un nuevo derecho político. Reflexiones y comentarios, Adolfo
Posada (2010).
El Ordenamiento Jurídico, Santi Romano (2010).
Economía y derecho según la concepción materialista de la his-
toria. Una investigación filosófico-social, R. Stammler (2011).
Modernas tendencias del Derecho Constitucional, B. Mirkine-
Guetzévitch (2011).
Tratado de la Justicia y del Derecho, Fray Domingo Soto (2 Tomos)
(2014).
Jurisprudencia en broma y en serio, Rudolph Von Ihering (2015).
COLECCIÓN CLÁSICOS DEL DERECHO
Directores:
Joaquín Almoguera Carreres
Gabriel Guillén Kalle

Jurisprudencia
en broma y
en serio
RUDOLPH VON IHERING

Traducción de la tercera edición alemana por


ROMÁN RIAZA
Catedrático de Historia del Derecho

Presentación de
MARÍA ROSA RIPOLLÉS SERRANO
Profesora de Derecho Constitucional
Letrada de las Cortes Generales
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

© Editorial Reus, S. A., para la presente edición


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ISBN: 978-84-290-1837-0
Depósito Legal: M 5377-2015
Diseño de portada: María Lapor
Impreso en España
Printed in Spain

Imprime: Talleres Editoriales Cometa, S. A.


Ctra. Castellón, km 3,400 – 50013 Zaragoza
Ni Editorial Reus, ni los Directores de Colección de ésta, responden del
contenido de los textos impresos, cuya originalidad garantizan los autores de los
mismos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización
expresa de Editorial Reus, salvo excepción prevista por la ley.
Fotocopiar o reproducir ilegalmente la presente obra es un delito castigado con
cárcel en el vigente Código penal español.
PRESENTACIÓN

Editorial Reus reedita en español una obra «hetero-


doxa» de un clásico de la Teoría General del Derecho
del siglo XIX; uno de los autores de mayor inteligencia,
personalidad, profundidad de pensamiento, honestidad,
capacidad de autocrítica e influencia: Rudolf Von Ihe-
ring, en su obra Jurisprudencia en broma y en serio.
Estamos ante una reedición basada en la edición en
español de 1933, que se hizo sobre la tercera alemana,
con traducción de Román Riaza, editada por la Revista
de Derecho Privado.
A aquella primera edición en España han seguido
otras como la que tradujo Tomás A. Banzhaf: Bromas
y veras en la Ciencia Jurídica: un presente navideño
para los lectores de obras jurídicas; traducción concor-
dada con la decimotercera edición alemana por Mariano
Santiago Luque; con índices analítico y onomástico de
Marcos García Martínez e introducción de J. B. Vallet
de Goytisolo. Editada por Civitas en 1987.
No es inusual, pues, la reedición de esta u otras
obras de Ihering, lo que expresa el interés mantenido
por este jurista clásico; «sobradamente conocido entre

5
nosotros», como indicaba ya Román Riaza en la pri-
mera edición en español en 1933, desde que Adolfo
Posada tradujera a fines del siglo XIX algunas de las
obras de Ihering: La teoría de la Posesión o La lucha
por el Derecho —con el singular prólogo tantas veces
citado de Leopoldo Alas «Clarín»— que, se ha dicho
(Monereo, J. L. Prólogo a la reedición de La Lucha
por el Derecho, Comares, 2008), que supuso «la “uti-
lización productiva” de un Ihering “krausistizado”... a
impulso de Posada… que encontró su primera aplicación
jurídico-crítica en dicho prólogo». Esto es, la adapta-
ción voluntaria por Posada de Ihering a su propia con-
cepción krausista del mundo del derecho.
Y es que, ciertamente, la larga y evolutiva produc-
ción de Ihering puede dar pábulo a su apropiación por
diferentes formas de enfocar lo jurídico. Sin que esa
evolución signifique, a mi juicio, un pensamiento débil
y fluctuante, sino la inteligente acomodación a los tiem-
pos y a la reflexión de un pensamiento libre y capaz de
contrastar las propias ideas con la realidad del Derecho,
descendiendo del «cielo de los conceptos jurídicos»,
diríamos que al purgatorio —y aun ese «status» inter-
medio hoy en día se nos presenta mudable y discutible
desde el propia dogma religioso, lo que da que pensar
sobre la inmutabilidad de los elementos dogmáticos—
del conocimiento de la persistencia de los hechos, de
la realidad, tozudo elemento que puede echar por tierra
las construcciones más prístinas y elaboradas, si éstas
no se asientan en la racionalización de lo real, en vez
de la falsa percepción de que sólo lo racional es real.
Ihering presenta además un evidente sentido esté-
tico, que destacara en su día Hernández Gil y que, en
esta obra aparentemente menor, corre paralelo a la iro-
nía y, a veces, al sarcasmo; obra cuya posición en la

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historia de la teoría jurídica muestra una significación
equivalente a la Flauta mágica, pues, como aquélla, sus-
tenta bajo la especie del «divertimento», tesis y princi-
pios relevantes y, también como en la opera mozartiana,
la originalidad, la alegría y la provocación de una mente
brillante en continua auto exploración.
En efecto, en la trayectoria vital e intelectual de
Ihering, puesto que ambas son inseparables, «jurispru-
dencia en broma y en serio» es obra de un autor ya en
la madurez, superado el primer momento de formación
en la escuela histórica, el formalismo, y en una etapa
post-positivista; esto es, como ha precisado José Luis
Monereo, de la Jurisprudencia de conceptos, a la juris-
prudencia de intereses, pasando por la jurisprudencia
constructiva y productiva, hasta llegar a la última fase,
la teoría finalista del Derecho (Monereo, Estudio Preli-
minar a la reedición de El fin del Derecho, en traducción
de Diego Abad de Santillán, Comares, 2000, p.  XLI).
Pues bien, en esta evolución del pensamiento jurí-
dico-vital de Ihering, Jurisprudencia en broma y en
serio es, como podrá comprobar el lector, obra abierta
a lo real, a lo social, en la creación y en la práctica
jurídica, una «jurisprudencia de la realidad», que en
lo atinente a esta obra adopta la forma satírica, como
aldabonazo que precede a la conceptualización de ese
pensamiento crítico contra la mera especulación y el
artificio teórico.
Si Alexander Leist ha dicho que hay un Ihering
antes y otro después de 1862, quizás sería ésta una afir-
mación excesivamente categórica, pero no cabe duda
de la evolución de Ihering desde la teoría abstracta a la
teoría atenta a la realidad social, y, en esta evolución,
hay un dato tan evidente en el momento como en el
contenido de su obra que apunta a esta Jurisprudencia

7
en broma y en serio como hito en esa transformación,
pues el propia Ihering confiesa en su prólogo que parte
de su obra vio la luz en forma de cartas en revistas
hacia 1860, fecha que coincide en el punto álgido de la
mutación del pensamiento de Ihering, y en su contenido,
puesto que se observa una crítica aguda y casi patética
hacia el antiguo derecho hereditario romano —concre-
tamente la usucapio pro herede lucrativa—, asunto que
llama la atención doblemente si consideramos que la
tesis doctoral de Ihering versó sobre «El poseedor de la
herencia en Derecho Romano». Sólo así se explica que
esa feroz crítica sea en realidad autocrítica y que nuestro
autor, al cargar contra estos artificios, en realidad está
llevando a cabo un singular canto de la palinodia por
su previa militancia confesada en el pandectismo y en
la jurisprudencia de los conceptos.
Todo ello desemboca en una última fase del pensa-
miento de Ihering que «se caracteriza por la importancia
concedida a la investigación de los hechos, a las causas
de la evolución del Derecho y a la toma en consideración
de los intereses económicos y sociales como elementos
determinantes del contenido de los conceptos jurídicos»
(J. L. Monereo, Estudio preliminar a la reedición de El
fin de Derecho, Comares, 2000).
¿Quiere esto decir que Ihering evolucionó hacia
posiciones políticas más radicales? Parece ser que no,
Ihering es hijo de su época, un conocedor y admira-
dor de las teorías evolucionistas, más en la línea de
Lamarck, que del propio Darwin, más cercano a una
especie de «eudemonismo social», en expresión de
Wolf, E., hombre de corte liberal social y no socialista,
pero que otorga relevancia jurídico-política a los inte-
reses de los grupos y colectividades sociales (Monereo,
J. L. Estudio preliminar citado a El fin…); hombre pues,

8
Ihering, de ideas políticas moderadas, no así las jurí-
dicas a decir de Coulombel, que eran «extraordinaria-
mente innovadoras» (citado por Monereo en el Estudio
preliminar El fin…).
Pero Ihering sí es un hombre de su tiempo, un admi-
rador del papel de Bismarck en la creación de Alemania
y un ciudadano que constata, tras un peregrinaje desde
el espíritu del pueblo como fundamentador del Dere-
cho, hasta la realidad alemana de la segunda mitad del
XIX, que el Derecho es garantía de las condiciones de
existencia de la sociedad asegurada por la fuerza coac-
tiva del Estado; y que, como se dice en la obra El fin
del Derecho, la motivación y explicación del Derecho
reside en el poder.
Hay, según se observa esta última fase de Ihering
una fundamentación del Derecho, casi hobbesiana,
como también ecos de esta percepción en la tesis de
Weber sobre el Estado como entidad que se reserva el
monopolio de la violencia legítima; si bien, la posición
de análisis de Ihering es, además de menos dramática,
básicamente generalista o ius-privatista, más que ius-
publicista; ahí terminan las semejanzas, pero lo cierto
es que es lo suficientemente perceptiva como para cons-
tatar esta realidad no sólo del XIX, sino ya implícita
en su análisis del Derecho Romano, como nos dirá en
diversos pasajes de Jurisprudencia en broma y en serio.
Este planteamiento de observación realista explica
que en su obra La lucha por el Derecho Ihering, que
concibe el Derecho como una fuerza vital, se refiera
al doble y paralelo ámbito de esa lucha, tanto en lo
individual —lucha por los derechos, derechos subjeti-
vos, diríamos, a modo de manifestación de dignidad,
vitalidad o supervivencia— y lucha colectiva por el
Derecho —como expresión racional de la colectividad,

9
ya provenga de un «vencedor» en la arena social, o del
compromiso tras la controversia social. Sin embargo, el
ámbito de la lucha individual y el social son paralelos,
porque nuestro autor, que había incorporado en su aná-
lisis la perspectiva estructural —organización interna
y elementos que componen el Derecho—, y la funcio-
nal —funciones que permiten verificar para qué sirve
el Derecho—, no alcanzó, como matiza con agudeza
Monereo, a completar el recorrido introduciendo el cri-
terio valorativo —valores que ha de servir el Derecho
y determinación del Derecho justo.
La amplitud de pensamiento de Ihering ha sido
utilizada por distintos pensadores que se han nutrido,
en ocasiones contradictoriamente, de las ideas de este
autor. Así, desde el ya aludido Krausismo de Adolfo
Posada, al llamado socialismo de cátedra; o quienes han
visto en la concepción del Derecho como idea-fuerza,
pretexto para sustentar interpretaciones sesgadas y sus-
tancialistas, o de carácter bonapartista o en el entorno
del denominado «cesarismo social»; o bien, en el otro
extremo, las modernas corrientes de la jurispruden-
cia sociológica, o incluso la percepción en Ihering de
ciertos rasgos pre-estructuralistas, o su consideración
por el movimiento del Derecho Libre, hasta tal punto
que, como ha afirmado el tantas veces citado Mone-
reo «todos los movimientos del reformismo jurídico
del siglo  XX acaban partiendo de Ihering» (Monereo,
J. L., Estudio preliminar a la reedición del «Espíritu del
Derecho Romano», versión española de Enrique Prín-
cipe Sartores, Comares, 1998).
Pues bien, en ese punto de inflexión de la conversión
de Ihering hacia la atención a lo material, a lo social,
en el análisis de la teoría jurídica se sitúa la obra que
presentamos: Jurisprudencia en broma y en serio, que

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consta de dos escritos publicados en sendas Revistas:
«Cartas familiares sobre la Jurisprudencia contemporá-
nea, por un desconocido» y «Charlas de un romanista»;
más dos partes posteriores, que juntas hacen un cuarteto
en el que prima lo humorístico —tres cuartas partes—,
sobre lo serio —una cuarta parte—; aunque el humor,
dirá el propio Ihering en el prólogo a la tercera edición
de esta obra en 1884, que es la que ha sido objeto de
esta traducción, «es disfraz que encubre cosas serias».
La primera carta, plena de ironía, nos presenta a
un Ihering cual Quijote anónimo que embiste contra
los molinos del artificio de las «construcciones civilis-
tas». La carta segunda, comienza con un jocoso auto
sarcasmo referido a sus años de estudiante: —«en lugar
de ir a los jardines de invierno de Koll, asistía a la
biblioteca; los camaradas con los que yo regresaba a
casa, eran Ulpiani Fragmenta, Gali Institutiones…, sen-
tíame, nos dice Ihering recordando al joven estudiante
que fue años atrás, como envuelto por el hechizo del
Derecho Romano…»; hechizo del que sólo la enferme-
dad rozando la crisis de razón y el sano pragmatismo del
ejercicio profesional harían salir a Ihering, no sin decir,
quizás exageradamente, sobre su delirio romanista que:
«la especulación comienza allí donde concluye el impe-
rio de la sana razón; para poder consagrarse a ella, es
necesario carecer de razón o haberla perdido».
En la carta tercera, Ihering arremete contra la
escuela histórica que, dice, «se ha dirigido al estudio
de las fuentes, pero se ha alejado cada vez más de la
práctica». Este asunto le permite repasar con severi-
dad, enjundiosas cuestiones como el método de acceso
al ejercicio del Derecho y, tras comentar su examen
meramente disquisitivo y la posterior experiencia como
funcionario judicial, concluye con un punto de amarga

11
reflexión, que seguramente compartiríamos muchos de
los que hemos sido jóvenes licenciados, entre noso-
tros. —«Me comparaba con una persona que hubiese
aprendido a nadar en seco y a quien de repente tiran al
agua». Y es que, como nos cuenta Ihering, hace aguas
la respuesta del entonces joven jurista que, para resol-
ver un sencillo asunto, se perdía por los alambicados
vericuetos de la interpretación romanista, para acabar
elaborando una tesis tan brillante como absurda, que
provocó la hilaridad de su viejo jefe, bastante más sabio
por realista, que el joven del que nos habla Ihering, cuya
conclusión cierra esta carta con sagaz aserto: —«Es
necesario haber perdido enteramente la fe en la teoría,
para poder servirse de ella sin peligro».
Más sutil, pero con las mismas convicciones, se
nos muestra Ihering en las cartas cuarta y quinta, en
esta última, a la que el propio Ihering califica como
«una broma de carnaval», concluye el autor: —«¡seño-
res… la enseñanza debe ser realista…!». Y desde esta
afirmación se lanza contra los múltiples defectos del
sistema de enseñanzas jurídicas alemán de la época,
crítica que seguramente se podría universalizar, y, en
una finta satírica rayana en el disparate, propone hacer
prácticas de «clínica jurídica» o especula sobre el exa-
men perpetuo para renovar conocimientos, o, más pre-
cisamente, renovar la acreditación de conocimientos:
—«el capital circulante espiritual de todos los juristas,
(y añade), qué pensamiento más hermoso, someter al
Ministro de Justicia a un examen». No olvidemos que
el esperpento tenía algún atisbo de realidad, porque en
la Prusia de los cuarenta había que acreditar conoci-
mientos para dedicarse a la política.
En algún punto de su carta sexta dispara contra
los excesos editoriales, y afirma: —«El camino para

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la cátedra atraviesa siempre una imprenta»—, lo que
obviamente no es en Ihering una crítica ágrafa, puesto
que más adelante matiza: —«los malos libros estropean
el mercado de los buenos»— «¿No prohíbe la policía,
afirma, que se vendan frutas verdes o cerveza agria?
Pues, ¿por qué no ha de hacerse lo mismo con los libros
aún no maduros?».
La segunda parte de esta obra «Charla de un roma-
nista», sustituye a la denominación de las anteriores cartas
como propias de un desconocido, pues ya el autor había
sido descubierto como padre de esta sátira intelectual.
Como muestra de esa humorada de Ihering que impregna
toda la obra, nos cuenta el autor que, por increíble que
parezca, a punto estuvo de cambiar su título por «Huevos
de pollo jurídicos», expresión que bien pudiera haber
sido pronunciada por los Hermanos Marx en cualquiera
de sus obras, y que en el sesudo razonamiento «iocandi
causa» de nuestro bien humorado jurista, equivale al pro-
lijo modo de producción de un romanista que él mismo
afirma se enmarca en dos disciplinas paralelas: una dog-
mática y otra histórico jurídica.
Los «cuadros de la historia jurídica romana»
comienzan con una «elegía romanista» sobre el derecho
de ocupación sobre cosas sin dueño en otros tiempos
y su hipotética aplicación a la realidad, metáfora del
tránsito de lo real a lo ficticio; o el derecho de ocupa-
ción sobre las cosas hereditarias, a cuyo fin hace viajar
Ihering a personajes del pasado romano, para debatir
con nuestro hombre hipótesis descabelladas, lo que no
empece para asertos tan rotundos y ciertos como cuando
Ihering afirma: —«El derecho de naufragio de nuestros
antepasados como el derecho de ocupación de los roma-
nos sobre las cosas hereditarias, son restos de la rudeza
de tiempos primitivos».

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En otro episodio, Ihering hace uso de un humor
sutil al narrar el episodio del supuesto manuscrito
descubierto en el Vaticano con texto sobreimpreso
sobre las lamentaciones de los judíos en la cautividad
—obsérvese cómo juega nuestro autor con las palabras
y las circunstancias históricas—, de lo que resulta el
«salmo jurídico hereditario», especie de canto jurídico
salmódico del pícaro hereditario o «himno triunfal de
los acreedores», todo ello, obviamente, hábil falsifica-
ción, como sin rebozo confiesa nuestro autor en una
confesión de parte.
No obstante, esta vis no impide una crítica social
que utiliza como pretexto, o más precisamente como
argumento, los «sacramentum» o costas previas, ver-
daderas «penas procesales», dice Ihering, y aquí se
adentra de forma palmaria, en la constatación material
de sus causas que en la realidad del mundo romano
operaban como causa discriminatoria y, por ello, pro-
fundamente injusta. Así nos dirá Ihering: —«donde
para alcanzar un fin, se necesita dinero, aquel que no
lo tiene o no puede proporcionárselo, queda excluido».
Y tal es el caso que analiza Ihering en este instituto
romano de manifiesta orientación lesiva hasta que la
lex papiria y la lex vallia, añadieron cierto remedio
en la materia.
La última parte de esta irónica obra titulada: «En
el cielo de los conceptos jurídicos. Fantasía», se abre
con cadencias de panteísmo neoplatónico que, esto no
obstante, se inician con una afirmación demoledora:
—«los ojos de los teóricos están ya acostumbrados,
desde su existencia terrena, a ver en las tinieblas. Tanto
más oscuro es el objeto de que trata y mayor atractivo
tiene para ellos, puesto que pueden hacer alarde de su
agudeza visual». —«¿Y vienen muchos?» —preguntará

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nuestro autor al portero de ese cielo de los teóricos.
—«Sólo unos pocos y casi exclusivamente alemanes…
El primero que se anunció se llamaba Puchta… —¿Y
Savigny? —inquiere el otro yo de Ihering, a lo que res-
ponde el cancerbero: —…hubo graves dificultades para
admitirlo…, pero su escrito sobre la posesión decidió
la cuestión a su favor, puesto que se alegó que aquella
preocupación a que debe atender todo el que abrigue la
pretensión de entrar aquí, edificar una institución jurí-
dica partiendo de las fuentes o de conceptos, sin tener
en cuenta la significación práctica y real de la misma,
la había justificado suficientemente…».
Con este introito, Ihering se adentra en el cielo de
los conceptos jurídicos, acompañado, cual nueva versión
jurídica del tránsito del Dante, por ese espíritu acompa-
ñante, también profesor de Derecho romano; y, llegado
a un punto, observa con regocijo la «recreación paleo-
gráfica jurídica» que su guía le propone y los jugosos
análisis teóricos a que da lugar la interpretación por la
transformación de las palabras «ea re» por «la re», que
nuestro autor compara, mediante un comentario lúdico
y verdaderamente jocoso, con el cajista que cambió en
una poesía la «i» por la «t» de forma que «el perfume
embriagador de las rosas de mayo —Mairosen—», se
transformó en «el perfume embriagador de los marine-
ros —Matrosen—».
Así, la conclusión es que lo inválido para la poesía
resultaba utilísimo para la especulación jurídica, pues
el juego del cambio de una sola palabra permitía cien-
tos de páginas para los teóricos especuladores, ya que
éstos habían transformado el «cogito ergo sum» por el
«cogito ergo est», haciendo cierto aquello de que todo
lo racional es real, o más precisamente, todo lo pensado,
sea o no racional, es real.

15
Fantástica resulta la descripción de los conceptos
jurídicos personalizados en este cielo de los juristas
teóricos, en el que la personificación de la posesión, se
transmuta de ser un derecho a estar con los hechos; o se
pasa a la parte general (tesis de Thibault); o se va con
los derechos de la personalidad (tesis de Puchta), o con
el derecho sobre cosas (tesis predominante entonces), e
incluso ha llegado a penetrar en el derecho de obliga-
ciones (tesis de Savigny); o el derecho hereditario «que
ahora está tranquilamente en su sitio pero ha tenido
la ocurrencia alguna vez de trasladarse al derecho de
familia para volver a su lugar primitivo».
Basten estas muestras para incitar a la lectura de una
obra casi surrealista, llena de humor inteligente y tam-
bién, por qué no, de autocrítica, obra que se encuentra
en ese momento del tránsito de Ihering del «cielo de los
conceptos jurídicos» a la realidad del Derecho y ejem-
plo de cómo «un divertimento» puede hacer más por
una teoría intelectualmente brillante y asentada sobre
lo real que sesudas páginas de decenas de volúmenes
y, una vez más, muestra de cómo la vida limita al arte.
Madrid, enero de 2015.

María Rosa Ripollés Serrano


Profesora de Derecho Constitucional
Letrada de las Cortes Generales

16
NOTA PRELIMINAR DE LA
EDICIÓN ESPAÑOLA

El nombre de Ihering es sobradamente conocido


entre nosotros para que necesite una presentación.
Desde los años, ya lejanos, en que D. Adolfo Posada
tradujo varias de sus obras1, sin embargo, el interés
por los trabajos del autor citado, lejos de crecer, puede
decirse que ha disminuido, a juzgar por el escaso uso
que se hace de sus trabajos entre nuestros juristas2.

1
 Teoría de la posesión. El fundamento de la protección posesoria.
Madrid, 1892. Al frente de esta obra hay una biografía de Ihering; notas
menos extensas en los prólogos de las otras dos obras. Un trabajo especial
le dedicó el mismo profesor español en la Revista de Legislación y Juris-
prudencia, t. 8 (1892), fecha de la muerte de Ihering; es sustancialmente
el antes indicado que se publicó en «La teoría de la posesión».
La voluntad en la posesión, Madrid.
Prehistoria de los Indoeuropeos, Madrid, 1896.
Cuestiones jurídicas, Madrid, «La España Moderna», S. a.
La lucha por el derecho, Madrid, 1881. El prólogo brillante e inten-
cionadísimo de Leopoldo Alas, dirigido contra la evolución de un grupo
republicano hacia la Monarquía restaurada poco tiempo antes, no desdice
de la obra principal.
2
 Citemos el anónimo y desdichado estudio (?) que a Ihering
dedica la Enciclopedia Espasa, t. 28-I, p. 972, como índice de esta deso-

17
En cuanto a la posición que cabe atribuir al pensa-
miento de Ihering, contribuyó a desorientar a nuestro
público de juristas la circunstancia de que pareciendo un
corifeo de la escuela histórica, sin embargo en varias de
sus producciones, y algunas de ellas traducidas al cas-
tellano, atacaba enérgicamente posiciones de Savigny,
ya, verbi gratia, en lo relativo a la doctrina de este
autor sobre la posesión, ya en el problema central de la
manera de concebir la producción del derecho.
La presente obrita, cuyo mejor elogio consiste en
referirse al número de ediciones que ha alcanzado en
Alemania y que se eleva a trece, intenta mostrar en su
traducción al castellano y para el público de este idioma,
un aspecto nuevo de la actividad del gran jurista alemán:
la sátira y la ironía aplicadas a los estudios de los pan-
dectistas alemanes, principalmente del siglo xix y a la
manera de concebir la función de la ciencia jurídica en
relación con la enseñanza y con la práctica, derivando
en ocasiones a problemas más concretos, como el reclu-
tamiento del profesorado universitario. Pero es algo más
también: se ponen de relieve, a través de sus páginas, las
vacilaciones que el pensamiento de Ihering experimentó
al meditar sobre aquellas cuestiones. Si acaso resulta
algo exagerado, presentar, como hace Leist3, dividida

rientación y las referencias que en autores a veces respetables hay sobre


Ihering y que pueden dar lugar a confusiones: por ejemplo, Ureña en
Literatura jurídica, I, pp. 243 y ss.
Acaso haya contribuido a esta decadencia la falta de una versión
decorosa del Zweck im Recht, pues no resulta nada recomendable la que
emprendió, y no fue concluida, Leonardo Rodríguez. Madrid. B. Rodrí-
guez Serra, S.a. La traducción castellana del Lehrbuch des Strafrechts de
Liszt (Madrid-Reus, 1914-16) ha popularizado en España la aplicación a
las doctrinas penales de la teoría finalista de Ihering.
3
 Leist (Alexander): Rudolf von Ihering. Zur hundersten Wiederkehr
seines Geburtstages, Göttingen, Hubert, 1919.

18
en dos etapas la vida de Ihering: hasta 1862 y desde
esta fecha hasta su muerte; no cabe duda que existe en
su vida un cambio radical en su manera de concebir los
estudios de jurisprudencia y en Scherz und Ernst in der
Jurisprudenz nos habla precisamente, aunque en tono
de fantasía, acerca de esta transformación.
Se inicia, por último, en algún capítulo de esta obra,
aunque todavía vagamente, lo que va a ser luego el cen-
tro de su obra más querida: la teoría de la finalidad en
el derecho4. No se construye aquí todavía una verdadera
explicación filosófica de la producción del derecho, pero
se ofrece como un camino más seguro para interpretar la
historia de las instituciones de derecho romano; algunas
de sus conclusiones quizás resulten un poco abultadas,
por las necesidades de la sátira a que responde la obra,
pero siempre se leen con agrado estas páginas, que res-
piran una sana ironía y no llegan a herir.
Hemos utilizado para esta versión la edición ter-
cera5, a partir de la cual sólo se hacen algunos añadidos,
en la cuarta, poco interesantes para el conjunto de la
obra y de los que desde luego hubiéramos prescindido,
como lo hemos hecho de algunas notas adicionales a
la tercera parte (pp.  317-333), que tienen un carácter
polémico sólo interesante en el momento de producirse
o tratan de fundamentar seriamente afirmaciones de las
contenidas en el cuerpo de la obra, y que hoy no podrían
reproducirse sin reservas respecto a su admisibilidad;
también hemos prescindido del último capítulo, com-
pletamente serio.

4
 Después de la primera edición de las varias partes de que consta
esta obra, ha podido Ihering remitirse a capítulos de su Fin en el Derecho,
cuyo primer tomo apareció en 1877.
5
 Leipzig. Bretkopf und Härtel, 1885, VI + 383 pp.

19
Basta con lo que antecede para explicar algo de lo
que podrá alcanzarse al lector, repasando los capítulos
que siguen. A quien interese conocer más en pormenor
la vida y escritos completos de Ihering, le remitimos a
las bio-bibliografías aparecidas ya durante la vida del
autor, o después de su muerte, o con ocasión del cen-
tenario de su nacimiento6.

R. R.

6
 De los trabajos más recientes que hemos podido examinar citare-
mos, aparte del de Leist, los siguientes:
Kohut: Rudolf von Ihering. Eine biographisch-kritische Studie.
Publicado en los Illustrierte deutsche Monatshefte, 1886, pp. 361-375.
Ruemelin (Max): Rudolf von Ihering. Redegehalten bei der akadem.
Preisverteilung am 6 November, 1922. Tübingen. Mohr, 1922.
Sobria, pero exactamente, informa también el artículo de la Enci-
clopedia de Mayer.

20
PRÓLOGO

El presente escrito, cuya tendencia el lector apre-


ciará por sí mismo, consta de cuatro partes: las dos pri-
meras, salvo una pequeña adición que ahora he llevado
a cabo en la segunda7, ya publicadas hace años en dos
revistas. Apareció la primera, anónima, en la Revista
judicial prusiana (luego alemana) con el título «Cartas
familiares sobre la jurisprudencia contemporánea, por
un desconocido» (Berlín, 1860-1866); la segunda, ya
con mi nombre, en las Hojas jurídicas de Viena (año XI,
Viena, 1880), con el título «Charlas de un romanista».
El secreto de mi paternidad con respecto a las Car-
tas, que al principio se mantuvo, habiendo yo procurado
asegurarlo burlándome de mí mismo (pp. 11 y 84), fue
después quebrantado: en una Asamblea de la Sociedad
jurídica de Viena, a la que pertenezco, fui requerido
de varios lados, a fin de que continuase la publicación
de las Cartas; así se lo prometí a los redactores, pre-
sentes en aquel lugar, de las Hojas jurídicas, y varios
años después cumplí mi ofrecimiento, firmando mi tra-

7
 Charlas de un romanista, núm. IV, pp. 235 y ss.

21
bajo según deseaban. Así surgieron las Charlas de un
romanista.
Requerido con reiteración para publicar ambos tra-
bajos en edición aparte, lo he ido dilatando, hasta que,
concluido un trabajo serio y más fundamental (los dos
tomos de mi Fin en el Derecho), creo haber ganado el
derecho para aplicar un pequeño paréntesis a la revisión
de aquellos dos trabajos y a aumentarlos con alguno
más a fin de ampliarlos y hacerlos más eficaces. Los
dos últimos meses los he dedicado a este objetivo, y
creo que el tiempo hurtado a ocupaciones de mayor
importancia, no resultará estéril.
Dedico tres partes a lo humorístico y una a lo serio,
pero a ninguno de mis lectores se le ocultará que todas
persiguen el mismo fin, ya que las bromas sólo buscan
que lo serio resulte más eficaz y práctico. Ni siquiera
en lo humorístico es todo broma: bajo ese disfraz pasan
también cosas serias. Mirado el libro en conjunto, el
lector no perderá la impresión de que también lo jocoso
tiene una significación seria. Si a la primera impresión
de hilaridad no sucediese ninguna otra, tendría como
perdida la utilidad de la obra.
Göttingen, 9 noviembre, 1884.

R. v. I.

22
CARTA PRIMERA8

Estas cartas pertenecen al número de aquellas que


han sido escritas para darlas a la imprenta, y no cier-
tamente después de la muerte del autor, cosa que sólo
pueden permitirse personas ilustres, sino mientras vive,
lo cual le está permitido a cualquier hijo de vecino…
si encuentra un editor o director de revista bastante
atrevido para arriesgar en el asunto papel y tinta de
imprenta. Casi todas las artes, ciencias e industrias, han
sido ya tratadas en forma epistolar: poseemos cartas
sobre temas químicos, botánicos, zoológicos, etc.; sólo
nuestra pobre jurisprudencia, la cenicienta de las cien-
cias, está, como de costumbre, aislada y da la impre-
sión de que retrasa veinte o treinta años, en cuanto que,
según yo alcanzo, ni una sola vez ha constituido tema
epistolar. En compensación parece haberse prometido
salud y lozanía de otra moderna forma: la del espíritu.
Desde que Montesquieu con su Sur l’esprit des lois
abrió el camino, no han faltado viandantes y unos se han
dedicado a destilar el espíritu del derecho romano, otros

8
 Preussische Gerichtszeitung, año III, núm. 41, 16 junio 1861.

23
el del germánico, y así sucesivamente, de tal manera que
si continúa la moda, a cualquier aficionado se le ofre-
cerán por pocas monedas estudios acerca del derecho
territorial de Katzenellenbogen9, del derecho público en
la Corte de Hesse y otros muchos espíritus.
Por mi parte, me atengo a la forma, sin pretensiones,
de las cartas y si algún honor reclamo es solamente el de
haber sido el primero en traer esta forma a la Jurispru-
dencia, habiendo dado de mano a los «ocios, reflexiones
jurídicas, explicaciones, pensamientos originales…» y
demás fórmulas recibidas, en las que un jurista ajus-
tado a la ley, da sus pensamientos a la publicidad. Y
aunque la Jurisprudencia fuese mucho más seca de lo
que es, ¿no permitiría aún escribir unas cartas sobre
los derechos del sexo débil ante el «Landrecht» pru-
siano, o los privilegios de los mentecatos conforme al
derecho romano u otros temas por igual interesantes?
¿Y no daría espacio a un juez de categoría, fiscal o
incluso magistrado de apelación para dedicarle sus ratos
libres, en vez de aplicarlos, como ha hecho el bendito
magistrado del Supremo, Cramer, de Wetzlar, al intento
de componer unos cien tomos de «Ocios»? Verdadera-
mente como la honorable Redacción de esta Revista,
que es una revista judicial, ha querido salir responsable
al admitir mis cartas en sus páginas, yo descargo en
ella toda responsabilidad, aparto de mí el sentimiento
de que escribo para una revista de jueces y me hago la
cuenta de que sólo me dirijo a la Redacción; lo demás,
no tiene por qué preocuparme. Precisamente para no
comprometer mi libertad de movimientos, guardaré el
incógnito con todo rigor, que después de todo constituye
una forma de presentarse muy corriente entre los gran-

9
 Pequeña aldea de Alemania.

24
des señores y los caballeros andantes y no dejado de
utilizar también por los escritores, que al escogerla han
tenido buenas razones. Que usted sabe, señor Director,
cuántos apuros hubiese tenido que pasar para vencer el
miedo de comparecer públicamente un hombre como yo
y sabe usted también lo peligroso que sería, para quien
percibe del Estado 600 thalers anuales por disponer
de su tiempo, entretenerse en estos cultos de epístolas
jurídicas en lugar de consagrarse a extender diligencias
o redactar proyectos de sentencias. Yo requiero a usted
solemnemente, a la faz de todo el gran público de juris-
tas que lee sus «Hojas», para que me guarde el incóg-
nito, incluso en momentos de descuido, si es que para
un redactor existen. Si este secreto fuese traicionado,
usted será único responsable, pues fuera de usted y yo,
que guardaré mi propio secreto, nadie conoce al autor.
Y he escogido esta forma de cartas, precisamente para
protegerle contra preguntas indiscretas, pues ¿quién
será tan entrometido como para ponerle en la ocasión
de violar el secreto de la correspondencia, que ha sido
respetado incluso el 2 de diciembre, después que usted
me lo prometa guardar estrictamente como yo le pido
que haga aquí mismo?10.
Permítame sólo levantar el velo del secreto por un
lado, refiriendo una anécdota que no le será descono-
cida. En Berlín apareció en cierto baile de máscaras
de la Corte durante varias horas un enmascarado que
siempre con el mismo disfraz y casi incesantemente se
acercaba al buffet y allí daba muestras de una sed y de
un apetito como dos de las otras personas que acudían
a aquel lugar no alcanzaban ordinariamente. Cantidades
increíbles de horchata de almendras, limonada, vino…,

10
 Así ocurrió. La Redacción.

25
con sus correspondientes añadidos sólidos, eran devo-
radas por la máscara; se pensó finalmente, aun infrin-
giendo la libertad de disfraz, en averiguar quién era el
poseedor de aquella sed y de aquel apetito fenomenales,
descubriéndose, por fin, que bajo el disfraz se ocultaba
un soldado de la Guardia, el cual hacía el número 14,
de los que por este procedimiento habían satisfecho su
hambre y su sed. Cuenta exclusiva de usted será en
forma semejante aplicar el cuento de la máscara al des-
conocido autor de estas cartas; en todo caso mis cono-
cimientos no alcanzan, desde luego, a escribir todas
las cartas que serían necesarias para trazar un cuadro
completo de la jurisprudencia actual.
Y sólo otra observación en este prólogo, que puede
representar al propio tiempo ante los ojos del público el
pacto que mutuamente nos liga. Yo escribo mis cartas
solamente cuando me las dictan mi gusto o mi capricho,
de suerte que no me considero obligado, ni en cuanto al
tiempo, ni a observar un orden sistemático. En cambio,
reclamo mi libertad como más cara, es decir, mi dere-
cho a no perdonar a nadie en cuanto se trate de bromas
y vayas; si usted cree que he ido demasiado lejos en
alguna ocasión, siempre tiene el recurso, a su placer, o
de guardar la carta o de tachar lo que le parezca.
Y reciba ya la primera.

Sobre la construcción civilística

Conoce usted seguramente al Diablo Cojuelo, que


levanta los techos y permite a sus protegidos contemplar
los misterios de las habitaciones; permítame por una vez
que haga su papel y que le muestre los despachos de
nuestros teorizantes de la Jurisprudencia. En la quietud

26
nocturna y al resplandor de una lámpara, con el Corpus
iuris, ese tesoro de sabiduría, al lado, contemple usted
a los depositarios de la ciencia del Derecho común pro-
fundamente embebidos.
¿En qué se ocupan? Apostaría a que la mitad de
ellos, y por lo menos los más jóvenes, la esperanza de
Alemania, construye en aquellos momentos. ¿Y qué es
construir? Hace cincuenta años no se sabía nada de esto,
se «vivía en estado de inocencia, alegremente y los tiros
iban dirigidos solamente a los pasajes de las Pandec-
tas». Pero esto ha cambiado rotundamente. Quien no
entienda hoy de «construcción civilista», ya puede ver
cómo se las compondrá para andar por el mundo así
como ninguna señora se arriesgaría a salir a la calle sin
crinolina, ningún moderno civilista puede presentarse
sin construcción. De quién procede esta nueva moda
civilista, no lo sé; únicamente alcanzo que alguien hasta
lo construido vuelve a construirlo y llega a reconocer,
en elogio de este trabajo, que viene a ser como un piso
más alto en la Jurisprudencia, y que se designa con el
nombre de «Jurisprudencia más elevada»11. En el piso
inferior se ejecuta el trabajo más rudo, es decir, que
la materia prima es descortezada, batanada, macerada,
en una palabra, interpretada, para pasar después en los
pisos superiores a manos del artífice civilista, quien
la modela y da forma artística. Cuando se ha logrado
esto, la masa inerte se convierte en un ser vivo; por una
especie de proceso místico, se le infunde, como en la
creación de Prometeo, vida y aliento, y el homunculus
civilístico, es decir, el concepto, se convierte en un ente

11
 Ihering, en su Esp. del Der. romano, t. II, p. 385 y ss. y en los
Jahrbücher (publicados por él y por Gerber), t. I, sec. 1ª.

27
productor, que se desposa con sus iguales y engendra
hijos.
Comprenderá usted que todo aquel acto de modela-
ción civilística, cobra su importancia en la construcción;
si durante ella se incurre en alguna equivocación, como
por ejemplo, poner las piernas en la cabeza, la nariz
detrás, o lo que cualquiera de nosotros lleva en la parte
posterior del cuerpo, en la cara, para el complejo del
caso nada hace: se trata simplemente de un monstruo.
No es, pues, extraño que a misión tan relevante, digna
de los sudores de una aristocracia, se apliquen todas las
fuerzas y que las energías investigadoras y los procedi-
mientos de combinación sean ensayados sin descanso,
para reunir los distintos fragmentos ya en esta, ya en la
otra forma. Quisiera ilustrarle ahora, con algunos ejem-
plos destacados, las fatigas de un trabajo semejante.
Una de las «figuras jurídicas»12 que más se resis-
ten, y que ha sido tratada con testarudez verdadera-
mente diabólica, es la obligación correal. ¿Desea usted
conocer la literatura del Derecho común acerca de ella?
Llenaría una nota lo menos de una vara13. Los juristas
actuales podrían separarse en dos grupos: los que no han
escrito y los que han publicado algo sobre las obliga-
ciones correales. No habrá producido más quebraderos
de cabeza a los teólogos el concepto de la Trinidad,

12
 Expresión de Kuntze.
13
 Desde 1857 [hasta 1861] han aparecido no menos tres libros sobre
la obligación correal: de Helmolt, 1857; Fitting, 1859 y de Samhaber,
1861, sin mencionar las distintas exposiciones de la doctrina en diserta-
ciones, recensiones, etc. [Windscheid en su Lehrbuch des Pandektenrechts,
5ª edición, t. II, § 292, afirma: Aun en 1829 podía escribirse (Guyet,
Abhand. aus dem Gebiete des Zivilrechts, p. 262): «No es fácil encontrar
sobre cualquier tema importante del Derecho romano una literatura tan
escasa como sobre éste». Quizás fuera deseable el retorno a esta situación].

28
que a los juristas el de esta dualidad o pluralidad. ¿Hay
una obligación con varios sujetos, o comprende tantas
obligaciones como personas? Dese usted una vuelta,
reciba información testifical sobre quien no ha traba-
jado en este problema, cuente las noches pasadas en
claro que a los secuaces de la ciencia ha costado. A mí
me da vértigo el sumergirme en esa literatura y cuanto
más leo, más me confundo, hasta el punto de que si
he de juzgar un caso práctico, para llegar a adueñarme
de él, necesito olvidar por completo cuanto he oído y
leído sobre las obligaciones correales. Entre ellas y las
llamadas obligaciones solidarias debe existir una dife-
rencia tan importante como entre un animal bípedo y
uno cuadrúpedo. Pero pregunte a nuestros zoólogos
juristas en qué se traduce prácticamente aquella dife-
rencia cuando se quiere enganchar al arado el bípedo
y el cuadrúpedo, y creo que la mayor parte de ellos le
dejarán sin respuesta y se disculparán diciendo que la
Zoología nada tiene que ver con los arados. Yo mismo
recibí de cierto escritor, que había impreso un trabajo
sobre esta materia y a quien formulé una observación
análoga, la siguiente contestación: que había eliminado
de sus investigaciones el aspecto práctico de la cuestión,
ateniéndose únicamente al científico. Un escritor jurí-
dico que ignora por completo la aplicación práctica de
toda la materia que estudia, equivale a un artístico reloj
que no está calculado para que marche. Precisamente
en esto está el mal: en que la Jurisprudencia se haya
convertido en una especie de Zoología, cuando es pro-
piamente el arte de arar con el ganado de tiro civilista14.

 [Aprovecho esta ocasión para declinar la parte de responsabili-


14

dad que pudiera atribuírseme en estas confusiones, por las indicaciones


que he expuesto en los lugares antes referidos. Unius positio non est

29
Una vez en el terreno de las obligaciones, quiero
yo sacar de él todavía algunas pruebas interesantes de
lo que es la construcción. ¿Cómo concibe usted la obli-
gación, es decir, la «figura jurídica», el «cuadro lógico»
de ella? No se quiebre usted la cabeza y conteste: ¿Va
usted a salir del paso con cualquier cosa? Feliz usted,
diría alguno, mientras otros exclamarían: ¡desdichado!
La obligación puede ser concebida como derecho sobre
la prestación o a la prestación: en el primer caso se
dirige contra la persona; en el segundo, adopta como
objeto la prestación misma. Claro que todavía queda la
posibilidad de pensarla como derecho por encima de
la prestación. Usted quizás diga: ¿cómo se puede tener
derecho sobre una prestación que todavía no existe?
Antes de cumplida, no existe el objeto del derecho y
una vez realizada, es decir, en el momento de ser cum-
plida la obligación, el objeto perece inmediatamente.
Pregunte a Puchta cómo lo ha ideado15. Otros le harán a

alterius exclusio. Insistir sobre el gran valor del aspecto formal, técnico
del Derecho, se compagina perfectamente con el reconocimiento, al cual
nunca he faltado, de que el fin último de la Jurisprudencia, y con ella
de toda investigación teórico-dogmática, sea práctico, lo cual creo no
haber perdido nunca de vista en mis trabajos; ahora bien, investigaciones
dogmáticas de las que ningún resultado práctico, aprovechable, pueda
derivarse, carecen para mí en absoluto de atractivo. Ya en mi Espíritu del
Der. rom., t. III, parte I, § 39, he roto una lanza contra «el culto de la
Lógica que degrada la Jurisprudencia a una especie de Matemática» y he
tratado de demostrar con algunos ejemplos sorprendentes, lo insano de
semejante dirección; mi «Zweck im Recht» va enderezado a hacer resaltar
la concepción práctica del Derecho frente al formalismo jurídico y al
apriorismo filosófico, en cuanto se propone como misión descubrir en
todos los casos los motivos prácticos de las reglas y de las instituciones
jurídicas. Y que la parte apreciable que me ofrece la actual jurisprudencia
en cuanto a la construcción de conceptos no la he pasado por alto en este
escrito, pronto lo advertirá el lector].
15
 Pandekten, 219.

30
usted un trozo de dialéctica de igual categoría artística.
La herencia es definida por muchos como el derecho
a la personalidad del difunto. Con esto debería creerse
que ellos piensan sólo en el momento de adir la herencia
el heredero, pues sólo entonces surge su derecho. Pero
no, ¡mal deducido!, ahora se esfuma la personalidad, de
modo semejante a las nubes cuando se pretende abra-
zarla, según unos, mientras otros son tan humanos, como
Puchta, que hace perdurar la personalidad del causante
en el próximo y en todos los sucesivos herederos hasta
el fin del mundo, con lo que la trasmigración anímica,
expuesta por los pitagóricos, o si se prefiere la inmorta-
lidad personal, desde el punto de vista jurídico, podría
llegar a realizarse. Una persona va embutida en otra,
como las cajas de diferentes tamaños en una tienda de
comestibles. Cada uno de nosotros lleva en su interior
una partícula hereditaria, infinitamente adelgazada, de
Adán, y viene a ser una especie de atlas civilístico, que
lleva consigo, a título hereditario, la Humanidad que ha
existido antes de nosotros.
Con esto, ya comprenderá que he rozado otra vez
un fenómeno civilista y un tema de los más mimados
por la construcción: se llama la hereditas jacens, y
si usted reclamara una nota con la literatura acerca
de él, se quedaría asombrado ante la riqueza de fuer-
zas civilísticas que se han aplicado a tratarlo. ¡Qué
poco sabe uno a lo mejor lo que hace! Acepta con toda
confianza un inventario de una sucesión, en el que se
especifican los derechos y obligaciones del causante,
sin pensar que todos aquéllos, como carecen de sujeto,
no pueden existir y que si los considera como subsis-
tentes, presupone que subsiste también el de cuius y,
en consecuencia, que es a éste, y no a sus bienes, a
quien inventaría. Contra el pensamiento que presenta

31
la sucesión sin parar mientes en el causante, un espíritu
educado en la civilística, experimenta próximamente la
misma sensación que un hombre religioso frente a la
idea de concebir el universo entero sin un Dios. Hay
en esto una elevada idea, algo así como figurarse que
de la misma manera que a los golpes del azadón del
sepulturero no perece el espíritu, tampoco se pierde
en la tierra la personalidad jurídica, antes al contrario,
purificado el espíritu y libre de las ataduras terrestres,
se eleva a un grado nuevo y más alto de su existencia.
Claro que para las naturalezas menos delicadas, que
sólo creen lo que pueden ver, no existe semejante espí-
ritu, como tampoco existe para la Ciencia.
Precisamente con el concepto de la personalidad ha
desenvuelto la Ciencia sus más atrevidas y sublimes evo-
luciones, y resulta admirable contemplar cómo gracias
a una hábil aplicación de ese concepto, ha logrado espi-
ritualizar la materia inerte y vivificarla jurídicamente.
Aquel panorama, cantado por Schiller en sus Dioses de
Grecia, en que todos los objetos, que tenían la simple
apariencia de cosas de la naturaleza inerte: altozanos,
fuentes, árboles… estaban habitados por dioses, se
reproduce ahora en la Jurisprudencia: únicamente echo
de menos el talento de Schiller para cantarlo dignamente.
Pero hasta en prosa no dejará de hacer efecto.
¿Ve usted aquel viejo tejado desde el cual la lluvia
cae gota a gota sobre el predio vecino? ¿Qué idea forma
usted de él? La de que es un tejado viejo, a no dudarlo.
Sí, pero ¿usted no ve al mismo tiempo el resplandor de
la personalidad jurídica que de él emana, como si fuera
una luz eléctrica? Escuche usted lo que es: ese tejado
ruinoso constituye una persona jurídica16, pues el tejado

16
 Böcking: Pandekten, t. II, p. 212.

32
es el sujeto de la relación jurídica de servidumbre de
vertiente de aguas.
¿Contempla usted en casa de su banquero un cajón,
lleno de valores del Estado, títulos de acciones, etc.?
Usted quizá los considere como objetos de propiedad.
¡Apreciación errónea! Déjese usted adoctrinar por uno
de nuestros teorizantes17 y aprenderá ¡que son personas
jurídicas! El sujeto de la relación jurídica en un docu-
mento al portador, es el documento mismo, librador y
librado, al propio tiempo, sujeto y objeto. Constrúyame
usted ahora la relación jurídica por virtud de la cual
consigue ir al teatro; me responderá acaso que yo habré
comprado y pagado un billete que me autoriza para
entrar. ¡Pero esto no es una construcción! Para merecer
el honor de tal, habría que pensar lo siguiente: el billete
autoriza al «tenedor como tal», pero éste es algo abs-
tracto, una personalidad pensada, una persona jurídica
y si usted, gracias al billete, penetra en el teatro, eso
ocurre únicamente porque usted representa a esa per-
sona jurídica; si esta última hubiese querido asistir, los
billetes hubiesen tenido necesidad de tomarle puesto.
Dé usted, pues, las gracias a la dirección del teatro, que
permite el ejercicio de este derecho de representación.
Ahora no se extrañará usted ya cuando le diga que
aquel matrimonio, que a la contemplación exterior se
presenta como un hombre y una mujer, para la cons-
trucción de la comunidad de bienes en el matrimonio,
se funde armónicamente en una persona jurídica, para

17
 Bekker: Jahrbuch des gem. Rechts von Bekker und Mutter, t. I, p.
292: «El papel mismo es el sujeto del derecho en cuestión, el acreedor...
Todo poseedor al propio tiempo que el jus possessionis, recibe la preten-
sión de hacer valer este derecho, que no es su derecho, contra el deudor. El
tenedor se convierte, si se quiere decir así, en un representante del papel,
y puede ejercitar las facultades que al mismo corresponden».

33
la cual es preciso sacrificar la personalidad de la mujer;
que uno de nuestros juristas más modernos18 eleva el
nasciturus al rango de una persona jurídica19, con lo que
ciertamente no llega a decir si el derecho romano, al
pensar en tres nascituri, los hubiera considerado como
tres personas o hubiera formado una triple personalidad
mancomunada. En todo caso, la vida humana queda
colocada del modo más hermoso en la mitad de dos
personas jurídicas: el nasciturus y la hereditas jacens
y la personalidad jurídica podría definirse como la sus-
tancia originaria de la cual se forma la personalidad
humana y en la que se disuelve al fin. La existencia
física del hombre es sólo una situación transitoria entre
las situaciones más elevadas de la personalidad: de la
personalidad, en cuanto jurídica, espiritual, inmaterial.
Mientras tejados ruinosos, títulos de la Deuda, etc.,
penetran en el círculo de las personas, no puede cierta-
mente molestar a los hombres verse apartados de esta
sociedad; caso necesario incluso a costa de renunciar a
los honores de la personalidad. Y ya un jurista moderno20
ha mostrado el camino, al describir la libertad como la

18
 Rudorff en la edición por él revisada de las Pandekten, de Puchta,
§ 114.
19
 Röder, Grundzüge des Naturrechts oder der Rechtsphilosophie,
Sección 2ª, 2ª ed., p. 23, le hace ya una persona real, un sujeto de derecho
que, como tal, tiene derecho a la vida en el útero materno, desde que está
concebido. «Pues con la vida misma recibe también el derecho a vivir, no
puramente el hombre ya nacido, sino también el meramente concebido, y
así se explica la protección contra el aborto criminal o contra la perfora-
ción craneana…» Como filósofo del derecho, Röder ha prescindido de la
cuestión jurídico-práctica de la forma en que el óvulo fecundado, que se
encuentra en el claustro materno, podría ejercitar su pretensión judicial-
mente; la falta de un representante judicial podría suplirse estableciendo
para cada mujer casada y para las presumiblemente doncellas, un Curator
ventris nomine.
20
 Von Vangerow, Ueber die Latini Juniani, pp. 67 y ss.

34
propiedad sobre el cuerpo humano, con lo cual eleva a
la categoría de un honor de los hombres el despreciable
concepto de la propiedad que se aplicaba a los objetos
inanimados… ¿Y por qué no? Si la naturaleza, o un
dentista, me priva de un diente, éste pasa a ser objeto
de mi propiedad; la persona de cabello rizoso, que se lo
cede a un peluquero, el asesino que vende su cadáver a
un anatómico, necesitan, para poder transferir a otro la
propiedad sobre tales objetos, haberla tenido antes; y
¿qué es desde luego el hombre en conjunto, sino la suma
de todas las partes de su cuerpo?, y la personalidad por
ventura, ¿es algo distinto de la propiedad sobre ellas?
Hubo en Austria un filósofo del derecho21 que llegó a
deducir de esta concepción aquel derecho que en vano
Posa reclamaba de Felipe II: la libertad de pensamiento.
El hombre tiene la «propiedad sobre los productos de
su palabra»; ahora bien, para aprovecharlos, es decir,
para poder hablar, se debe pensar (lo mismo se afirma
corrientemente del escribir, aunque esto no rija para
muchos escritores de libros), luego existe el derecho a
pensar. Únicamente desde que conozco esta teoría de
Schnabel siento yo afirmado mi trabajo mental sobre
una base jurídica, puesto que sé existe, no sólo de facto,
sino de iure, como sé igualmente que tengo derecho
a sudar, a hacer la digestión, a rascarme cuando me
pique, etc., etc., todo ello en virtud del derecho de pro-
piedad sobre mi cuerpo. Solamente los indocumentados
en absoluto podrán en adelante poner en tela de juicio
el derecho de autor; descansa en la propiedad sobre los
productos del hablar.
Para restablecer el equilibrio, después de haber
transferido el concepto de propiedad sobre las cosas a

21
 Schnabel, fallecido ya hace mucho tiempo, en su Naturrecht.

35
los hombres, se ha verificado lo contrario con el con-
cepto de obligación, la cual, según la representación
natural que nos formamos, presupone una persona como
deudor, y sin embargo se ha trasladado a la cosa pigno-
rada, y así se ha llegado a definir el derecho de prenda
como el acto de obligarse una cosa. Con esta época
de apogeo de la construcción jurídica, se ha producido
en mí una intranquilidad y un desplazamiento tal en
los conceptos jurídicos, que ninguno está en su sitio
y hasta en los que llevaban siglos se advierte el tras-
torno; se recibe la impresión de que se está jugando a
las mudanzas. La propiedad no se siente ya satisfecha
con su «pleno señorío jurídico sobre las cosas» y exige
ser «el derecho a la determinación de las cosas»22; su
puesto vacío lo ocupa la servidumbre, en cuanto se la
presenta como «propiedad en objetos corporales perte-
necientes a distinto dueño y que recae sobre cualidades
que se supone, por una ficción, que constituyen cosas
individualizadas»23.
Para este concepto de cosas creadas artificialmente,
nos ofrecen empero las cosas reales la dificultad de que
ya no nos van a servir para considerarlas como objeto
inmediato de la propiedad, y ésta va a tener que quedar
reducida al deber negativo de todos los que no sean
titulares de ella a no perjudicarla24.
Un caso semejante de oposición nos muestra igual-
mente el derecho de prenda: en un reciente estudio sobre
este tema25, se le pretende emancipar de su forma como
derecho y que se le muestre como pretenden que fue

22
 Girtanner, en mis Jahrbücher für Dogmatik, t. III, p. 88.
23
 Elvers, Die römische Servitutenlehre.
24
 Kierulff, Theorie des gemeinen Zivilrechts, t. I, p. 155.
25
 Bachofen, Das römische Pfandrecht, t. I.

36
en los tiempos de Gayo y Ulpiano, oculto tras de la
acción pignoraticia. Frente a esto, se experimenta una
verdadera sensación de bienestar, cuando conceptos que
por lo demás no lo hubiesen necesitado, han sido objeto
de construcción espontáneamente, y yo no ensalzaré
nunca suficientemente el que uno de los bienes más
grandes que nos ha sido discernido a los mortales, la
esperanza, se haya mostrado al elaborarla, tan propicia,
que ya conocemos, no sólo una emtio spei, como los
romanos, sino también un «derecho a la esperanza»26
y un «derecho de prenda sobre la esperanza»27, con lo
que a las señoras que tienen buenas esperanzas, se les
abren perspectivas jurídicas, para ellas mismas, que
para sus retoños ya existen, cuidados jurídicos de otra
clase (p. 17, nota 2).
Logrado con esto un tan agradable remate para esta
carta, obraría contra mis propios intereses si yo la com-
plicase con nuevos añadidos.

26
 W. Sell, Bedingte Traditionen, p. 18, nota 2.
27
 Puchta, Pandekten, § 210, núm. 2.

37
CARTA SEGUNDA28

Ya cuento yo con que habrá recibido usted de dis-


tintos lados preguntas acerca de mi nombre, pero tam-
bién espero que usted habrá guardado tan fielmente mi
secreto como su propia honra, y deseo que continúe
guardándolo de aquí en adelante. Yo solo, no me temo,
y eso que un poco a la fuerza habré de descorrer el velo
del incógnito en cuanto que en las siguientes líneas se
dibuja el proceso de mi pensamiento jurídico, con lo
cual acaso uno u otro de mis conocidos me descubrirá.

***

Qué hermoso tiempo de mi vida aquel en que yo


con entusiasmo juvenil, por no decir en el pozo de la
ciencia, pendiente de los labios de mi maestro Puchta29,
y por su boca oía diariamente a Gayo, Paulo, Ulpiano
y tantos otros grandes y pequeños profetas del Corpus
Iuris, cuyos nombres después llegaron a serme más

28
 Deutsche Gerichtszeitung, 1861. núm. 85.
29
 Se trata de una simulación: nunca oí a Puchta, aunque a través de
sus obras haya influido en mi más que otro autor alguno.

39
conocidos que todos los juristas contemporáneos, con
excepción del mismo Puchta. A aquel entusiasmo mío y
a aquella tenacidad suya en regalarnos diariamente con
textos de las Pandectas, que pocos de nosotros volvía-
mos a considerar, debo la posesión de un corpus iuris,
que yo adquirí precozmente; movido de mi timidez
juvenil y del temor respetuoso con que contemplaba
aquel trozo de antigüedad, en su encuadernación de
piel de cerdo, me abismaba en sus profundos senos de
sabiduría civilista, ya entonces tildada de poco práctica
por alguno de mis conocidos. En lugar de alternar con
ellos buscaba yo, aislado en un cuarto, mis goces en las
estipulaciones, testamentos, demandas de Tido, Mevio,
Aulo Agerio y demás dramáticas figuras de los casos
jurídicos del Digesto y de Gayo; las fuentes en que yo
bebía y apagaba mi sed eran fuentes jurídicas; en lugar
de ir a los jardines de invierno de Kroll, asistía a la
biblioteca; los camaradas con los que yo regresaba a
casa, eran Ulpiani fragmenta, Gali Iustitutiones y otros
varios, personajes como se ve de clara estirpe. Yo sentía
cada vez más que aquélla, y no la de mis compañeros,
era la sociedad para la que yo estaba hecho; sentíame
como envuelto por el hechizo del derecho romano, y
un día de pronto se apareció claro ante mi espíritu que
mi porvenir pertenecía a la Ciencia: el futuro teórico
estaba concebido.
Ya se agitaba en mí el impulso de la creación de
teorías: como en una copa de champagne se forman
y ascienden a la superficie burbujas, así subían a mi
cerebro las ideas para la construcción teórica: interpre-
tación de una lex damnata, vida y escritos de Quintus
Mucius Scaevola, praedes, servitus luminum, ¡cuántos
y cuántos atractivos problemas me cautivaban! En este
momento mi hado malo me sometió a un tema, en el

40
cual quedé prendido, y que había de ser fatal para mí,
un estudio que estuvo a punto de hacerme perder la
razón, aunque luego, afortunadamente, quedó reducido
a un perjuicio pequeño, si bien para mí doloroso: el que
decidió de mi porvenir como teórico.
«Nemo pro parte testatus pro parte intestatus dece-
dere potest».
Estas pocas palabras constituyen el punto de viraje
de mi vida; sin ellas, acaso mi nombre figuraría en
escritos teóricos imperecederos, en lugar de aparecer
en diligencias pronto olvidadas. A un alma de jurista
vulgar y prosaica, se le escapará completamente el sen-
tido elevado y profundo del problema que encierra en sí
aquella proposición; necesitaría haber nacido un Hegel
y encontrar un discípulo como Gans, que pasa por ser
el Winfrido de su método dialéctico entre los juristas,
para que a él le hubiese sido revelado30 que solamente
la especulación filosófica puede proporcionar a aquella
sentencia su fundamento, puesto que «la razón se da a
un trabajo inútil cuando los problemas consisten en la
aprehensión del espíritu sustancial». Aquellas palabras
encierran «todo el pensamiento del derecho romano
hereditario», pero este pensamiento no era en absoluto
el que muestra la historia romana, sino la lucha de un
principio estricto y otro liberal, «cuya suerte es resul-
tar condenados frente a frente; la familia y el derecho
del individuo presentan la posición de fuerzas enemi-
gas, cada una de las cuales trata de sojuzgar a la otra,
y cuya unificación y pacificación sólo se logra por el
abatimiento de una de ellas».

30
 Gans en su Erbrecht in weltgeschichtlicher Entwickelung, t. II,
pp. 451 y ss.

41
Arrebatado por la elevación de este pensamiento,
aún debía llegar yo más arriba merced a un ensayo que
dejó escrito Huschke31 sobre nuestro tema y en el cual,
por primera vez, debía yo calar toda la profundidad de
concepciones de que es susceptible el derecho romano
y medir la limitación de mis fuerzas. Por el influjo deci-
sivo que ejerció en mi vida, me permitiré dar a conocer
las partes principales.
«Cuando el hombre muere, su persona, con los
derechos inherentes a ella, vuelan al derecho sagrado y
se convierten en verdaderos Dii manes; su personalidad
patrimonial, por el contrario, se reasume en el jus huma-
num y forma la hereditas: es ésta, en consecuencia,
distinta sólo del ser viviente, en cuanto la personalidad
jurídica patrimonial representa, separadamente de la
persona viva y como tal, una cosa».
Con este pensamiento, nuestro escritor todavía des-
cansa con un pie en la tierra, después, empero, se des-
ase por completo y se eleva como una nave aérea, más
y más, en las regiones de la abstracción, en aquellas
regiones donde el espíritu embriagado no se acuerda ya
del mundo, y se baña en las puras y claras aguas de las
realidades especulativas. La sucesión, en este caso tan
frecuente acá en la tierra, se le representa ya ahora como
un «trasplante jurídico patrimonial» de la familia, el
cual, así como la generación, consiste en la producción
de la existencia, personal o genérica, en un nuevo indi-
viduo de la especie, opera una cesión de la existencia
individual, que se produce en otro individuo, aunque
sólo produzca efectos patrimoniales; aquélla coincide
con el comienzo, ésta con el fin de la vida humana.

31
 Huschke, «Ueber die Regel Nemo pro parte, etc.», en el «Rhei-
nisches Museum», VI, núm. 8.

42
La generación es la especie perecedera; la herencia, el
individuo que muere. Así como aquélla acaba en un
hijo, así también ocurre en el heredero. Como, empero,
la existencia jurídico patrimonial no es menos viviente
que la vulgar, tampoco la herencia resulta concebible
más que si en el mismo momento en que esta exis-
tencia jurídico patrimonial como tal análogamente a la
simiente, «se separa de la vida, sea recibida en una
nueva personalidad; si estos dos hechos acaeciesen en
momentos distintos, no habría ya algo vivo para ser
transmitido y se asemejaría a una semilla apartada, pero
no sembrada, que no está en condiciones de germinar.
La sucesión sólo puede afectar a la familia, no a la
hereditas, porque ésta presupone ya algo muerto y, por
consiguiente, sin vitalidad».
Aunque esto ya produce una sensación de pertur-
bación, el autor no cree aún haberse apartado bastante
de la realidad y haberse elevado lo suficiente sobre
las cuestiones prácticas a fin de perder las de vista;
es necesario llegar a la cuestión que él se plantea de
cómo podrá enfilarse la hereditas; nosotros hubiésemos
considerado como un caso de serenidad filosófica que
el autor hubiese ignorado por completo la posibilidad
de la adición de la herencia. Pero él soluciona aquel
enigma con las siguientes palabras: «Lo que quede del
causante como familia, debe ser considerado, mirando
del lado del heredero como hereditas».
Permítame usted de ahora en adelante algunas
omisiones y supresiones, incluso olvidar el paso de
los gansos que ya hasta por su nombre me resultan
grotescos, y apoyándome en las profundas ideas que
acabo de exponer, las tome como marco de mis elu-
cubraciones. Familia y hereditas son la misma cosa
y no lo son, según se mire. Son lo mismo, teniendo

43
en cuenta el objeto, son diferentes por la orientación.
El objeto es la libre disposición sobre los bienes del
causante; pero de igual modo que lo presente puede
considerarse como el final de lo pasado y como el
comienzo de lo porvenir, e incluso con sus momentos
orientados a lo pasado puede ser incluido íntegramente
en lo porvenir, así también la libertad para disponer
de los bienes, que del lado del causante es familia,
por parte del sucesor es hereditas; en tanto éste como
tal la adquiere, al mismo tiempo la adquiere como
familia. De esta manera la hereditas no aparece como
algo inerte, sino solamente lo más privado de vida,
que después de una resurrección mantiene el anhelo
de vivir, y que al propio tiempo y detrás de sí tiene lo
más animado y vital: la familia.
Estas últimas proposiciones son las que han ejer-
cido la influencia a que antes aludo, y gracias a ellas,
la disertación de Huschke se convirtió para mí en una
barrera que me cerró el paso para siempre a la carrera
de los teorizantes. Dar algún fundamento a aquellas
ideas, descifrar aquel enigmático cuadro de la heredi-
tas, que tan pronto pertenece a la naturaleza animada
como a la inerte, por delante herencia, por detrás cau-
sante (un problema digno de la esfinge, que por las
mañanas era cuadrúpeda, a mediodía bípeda y al ano-
checer tenía tres piernas), tal fue el tema al que con
desmedida atención dediqué todas las fuerzas de mi
espíritu. Si durante el día me preocupaba en traer al
retortero los objetos de la vida cotidiana que por dis-
tintas partes me representaban objetos diferentes, por
ejemplo, de un lado una cuchara, de otro un tenedor,
durante las noches, y en sueños, se me aparecía una
imagen fantástica de la hereditas, que se burlaba de
todas las representaciones y comparaciones sensibles

44
y tras ella el dueño de su misterio, con la apariencia de
una esfinge que, aproximándose a mí, me amenazaba
con arrojarme a los abismos si no descifraba el enigma.
Cierta noche, que había pasado angustiadísimo, creí
yo haberlo resuelto, tenía la hereditas entre las manos,
estaba como sin vida, fría, húmeda; pero cuando creía
poderme declarar triunfante, volvió en sí, el fantasma
recuperó vida, se enderezó y me rechazó bruscamente,
con las siguientes palabras: «Pobre idiota, crees posible
coger con las manos el ser de la hereditas. Mientras no
hayas roto las cadenas de esclavo de la razón, jamás
podrás contemplarme».
A la mañana siguiente, atacado de violenta fiebre,
caí en las más espantosas fantasías y me vi obligado
a guardar cama; los médicos dudaban si se trataba de
una inflamación cerebral simplemente o de un caso de
demencia, ante las formas peculiares de la enfermedad
que me había atacado: no tenían ni el presentimiento
de que pudiera existir un típico delirio jurídico. Usted
sabe cuánto tiempo estuve enfermo y cómo durante
la convalecencia sólo el oír el nombre de hereditas
o de familia me producía un sudor de angustia; que
después, los médicos, cuando me dieron por curado,
me prohibieron para siempre que continuase aquella
disertación y que cuando mi razón estuvo ya firme,
me disuadieron de dedicarme a teorizante, consejo al
que opuse tanta menor resistencia cuanto que yo a
mi propia costa había experimentado del modo más
espantoso, la profunda verdad de aquella afirmación
de Gans de «que la razón se da inútilmente al tra-
bajo de llegar a percibir el espíritu sustancial de las
cosas».
Así dije yo adiós a la hereditas y a su teoría, sin
llegar en mi estudio de aquella disertación al punto

45
en que se encuentra el verdadero fundamento de las
reglas: nemo pro parte, etc…, desenvuelto de un modo
convincente: «Cuando a alguien se nombra un here-
dero, esta persona es desde ahora la que va a calificar
el acto. Así coinciden en el mismo acto de nombra-
miento de heredero sujeto y objeto, la familia quiere
recibir la herencia y ella se hereda a sí misma. Al
quedar unidos testador y herencia, se sigue que de la
misma manera que la herencia, objetivamente, es indi-
visible, también lo será la voluntad identificada con
ella, con lo cual ha de quedar excluida la concurrencia
de otra voluntad».
Había pasado ya un largo espacio de tiempo desde
aquella dolorosa época y tenía ya el recuerdo como
completamente extinguido, cuando revivió vigorosa-
mente al caer en mis manos el libro más reciente sobre
derecho hereditario romano. (Vering, Röm. Erbrecht in
historischer und dogmatischer Entwicklung, Heideberg,
1861).
Solamente puede comprender los ánimos que me
infundió la lectura de esta obra, el jugador de lotería
que ha tenido un número, lo ha desdeñado y ve luego
que sale agraciado con el premio mayor. Puede decirse
que las ideas expuestas por aquel escritor, las había yo
aprehendido, y que si no hubiera sido por el insano
temor de que hubieran podido influir en mi estado de
salud mental, las hubiese perfilado y publicado, con
lo cual aquella obra en lugar del nombre de su autor,
hubiese llevado el mío al frente. Justamente en la misma
forma que él lo hace, describía yo la hereditas tal como
se me había aparecido en aquellas circunstancias de
alta tensión de mi espíritu, que sólo un médico pudo
calificar de fantasía febril, y si yo hubiese tenido un
taquígrafo junto a mi cama que hubiese transcrito mis

46
soliloquios, aquel escritor se hubiese podido ahorrar
su trabajo.
Con razón Vering, en lugar del manoseado término
hereditas, utiliza el término familia, ya manejado, aun-
que aún con cierta timidez, por Huschke; aunque las
cosas quedan lo mismo, este cambio les proporciona
un cierto mayor relieve, próximamente como si en
lugar de decir una comida ligera de mediodía, se dice
que es un diner; la cosa resulta así como aristocra-
tizada, levantándose de la común representación, de
la vida burguesa, a la de la sociedad elegante y a los
no iniciados les produce un sentimiento de ignoran-
cia y de asombro ante los progresos de la ciencia. Si
uno pretendiera explicar sencillamente a cualquiera
la proposición del derecho romano «la obligación es
inseparable de su sujeto», porque de él pende de una
manera necesaria e irrompible, difícilmente con esta
tautología podría recabar un gran respeto; cuando el
autor en cambio (p.  101, nota 2), desenvuelve así la
explicación: «mediante la obligación, la familia, la
personalidad jurídica, quedan trabadas, habilitadas y
sujetas a un deber», se produce, indiscutiblemente otro
efecto completamente distinto. La familia, pues, ese
«ser inmortal» (p. 89) produce el heredero, «el com-
mercium del causante» (p. 88), la «capacidad jurídico
privada del mismo» (p.  103), servicio extraordinario
realmente, junto al cual la dejación de fortuna, en el que
nuestro yo descubre el mayor provecho de la herencia,
nada significa, sobre todo para un heredero de escasa
capacidad, que cambia la suya por la del causante.
Esta personalidad es indivisible, como «toda libertad,
toda existencia viviente y todo lo que jurídicamente
tiene el carácter de una personalidad» e incluso «el
sol, único e indivisible, que envía sus rayos en todas

47
direcciones (sin que por ello se escinda en porciones)»
necesitaría iluminar las oscuridades de esta indivisi-
bilidad de la familia (p.  108). El feliz doble sentido
de esta expresión (como sucesión y como familia) le
hace al autor después, muy fácil, suministrar la prueba
(p.  115) de que «el heredero debe ser considerado
como miembro de la familia, en cuanto él acoge en sí
la familia defuncti ya que aparece en la relación más
íntima con el causante» y así concebida la esencia
del derecho hereditario romano, con esa especie de
necesidad natural, la personalidad ficticia de la here-
ditas jacens puede convertirse en la clave de todo el
derecho romano hereditario, haciéndolo depender del
derecho de familia.
Cuando después, en mi ejercicio profesional, ya
me sentía seguro de las acometidas de la hereditas,
llevóme el azar, contemplando las novedades de una
librería, a conocer una obra que es la que ha puesto el
verdadero final a este episodio de mi vida que vengo
describiendo a usted, puesto que en cuanto la leí, sentí
todos los horrores de creerme juguete de la irresistible
fuerza del destino y llegué a reconocer que la propia
vida es un enigma insondable. Esta obra es la segunda
parte del estudio recientemente aparecido en Leipzig,
bajo el seudónimo Fernando Lassalle, Sistema de los
derechos adquiridos, que lleva el título: «La esencia del
derecho hereditario romano y germánico en su evolu-
ción filosófico-histórica».
Jamás he visto al autor con los ojos de la carne,
pero le conozco tan bien como a mí mismo, puesto
que dentro de mí le he llevado y le he alimentado con
sangre de mi corazón: él, es yo mismo, mi doble. Usted
conoce seguramente el tema terrible que trata Hoff-
mann en su Elixir del diablo, aquella idea psicológica,

48
tan profunda, de las dos naturalezas en el hombre,
de las cuales una se separa en absoluto de él y como
doble recibe figura viviente, con lo cual lo que en el
alma de uno aparece simplemente como impulso peca-
minoso, se revela como pensamiento y se incorpora a
los hechos en el otro. Aquel impulso infame del monje
loco, aquel aspecto repulsivo del hermano Medardo,
todos aquellos movimientos espeluznantes de la doble
personalidad —yo comprendo ahora por qué hace
cinco años me producía un sentimiento irreprimible
de espanto— debía yo repetirlos en mí mismo, con
todo el aspecto trágico del doble. En aquella angus-
tiosa noche que ya le describí, cuando desesperan-
zado del puro pensamiento elaborado por la razón, me
dejé caer en el lecho, sentí un dolor penetrante como
si me arrancasen del cerebro la pía mater o toda la
masa cerebral. Lo que entonces se separó de mí, era
el pensamiento especulativo, mi doble, que ahora en
lugar de figurar con mi nombre, utiliza el pseudónimo
Fernando Lassalle; lo que en mí quedó, con lo que ya
estaba condenado a vegetar, era la pobre razón, limi-
tada, insípida. Liberado del yugo de la razón, bajo el
que me dejó a mí, en posesión de un órgano que sólo
puede penetrar en la esencia que las cosas, no es de
extrañar que en mi doble se realizase el ofrecimiento
de la hereditas y que ella se lo cumpliese, descorriendo
ante él sus velos. Como un ciego que después de una
noche dilatada recibe luz para sus ojos, lanza Lassalle
gritos de júbilo y exalta la fuerza de percepción de sus
ojos, pondera la magnificencia de la hereditas, ante él
aparecida por primera vez, «no puramente como este
o el otro pormenor, sino tanto en sus detalles como en
su conjunto; el derecho hereditario romano ha estado
completamente desconocido o desnaturalizado hasta

49
nuestros días, llegando a haberse convertido en un
enigma indescifrable» (p.  8). «Un solo padre de la
Iglesia, Clemente de Alejandría, se ha formado una
idea acerca de la naturaleza del testamento romano de
emancipación» (la continuación espiritual de un indi-
viduo por otro) «de comprensión harto más profunda
que todos los juristas juntos» (p. 152).
El propio Gans tenía que equivocarse en la con-
cepción del espíritu del derecho hereditario, porque
todavía no había conseguido limpiar su mente de las
concepciones empíricas (p. 11) por no citar a Huschke,
cuya proposición antes enunciada «es una de las cons-
trucciones torturadas de las más grandes y relevantes
del entendimiento racional, para poder acercarse al
concepto sin pensamiento conceptual Y por esto sólo
cabe decir que corrió la suerte constante de la actividad
racional, puesto que al parecer acercarse más que otro
alguno, es precisamente cuando más gravemente yerra
y acaba por abrazar un fantasma» (p. 488). Puestos en
la balanza estos esfuerzos «se igualan a los intentos
constantes de un hombre, que quiere volar sin alas,
con lo que sólo consigue caer más pesadamente sobre
sus propios pies. Es el choque ininterrumpido de la
razón contra los barrotes de su jaula, choque con el
que sólo consigue producir algún ruido, pero sin hacer
que se estremezcan los apoyos de aquellos barrotes…»
(p.  495). ¿Quién, mejor que el autor, conocería esta
situación, cuando le ha debido quedar recuerdo de
los dolores y torturas que ha experimentado antes de
separarse de mí? Lo dudo tanto menos cuanto que,
según él, «la unidad voluntaria existente (de la heren-
cia y del causante) como una continuidad indefinida,
puede perseguirse y captarse, en sus orígenes hasta
el útero, y en la persona, hasta en los orígenes de su

50
existencia como tal» (p. 240). De aquí se deriva aquel
odio terrible contra la razón, y aquel su soberano des-
precio hacia la misma, unida sin embargo, al propio
tiempo, con un exactísimo conocimiento de su esencia,
que le coloca en situación, mediante un análisis de la
tesis de Huschke, de proporcionar «una contribución
a la fisiología de la razón, que, en la materia jurídica,
con pretensión más exclusivista que en ninguna otra,
domina y tiraniza y desde entonces —la decadencia de
Roma— ha tiranizado» (p. 514). Cuán maravilloso y
desarrollado es el órgano que posee nuestro autor para
husmear el rastro más leve en este desierto jurídico, de
tan amplios límites, lo muestra de una manera contun-
dente la circunstancia de que él ha leído detenidamente
el trabajo de Huschke y ha llevado a cabo su «disec-
ción», pareciéndole el entendimiento de Huschke «el
más elevado y su agudeza la más normal y ricamente
dotada». De las tres clases de entendimiento racional
que él ha descubierto, le atribuye la tercera y más alta.
«Hay —dice— tres clases de entendimientos raciona-
les. Uno es aquel que sólo ve siempre las cosas por
una de sus facetas, es la razón limitada32. El otro es
aquel que puede ver dos aspectos en los objetos, pero
sólo cambiando, nunca simultáneamente. Esta es la
razón desenvuelta, educada. Como sólo ve alternati-
vamente aspectos distintos en una cosa, no percibe la
contradicción, está por tanto en paz con Dios y con
el mundo y ante todo consigo mismo; coloca a cada
cosa en un rincón y olvida una cuando necesita realzar
la otra. El tipo de entendimiento más raro y elevado,
es aquel que percibe simultáneamente dos aspectos

32
 Una especie de ella será la razón limitada, súbdita; el autor con-
templa las cosas desde el lado del derecho nada más.

51
en las cosas y al propio tiempo se hace cargo de sus
contradicciones. Como él las siente, resulta que se
atormenta y así se cumple aquella sentencia en esta
más alta forma de razón» (el autor está en condicio-
nes de explicar gráficamente esa tortura, precisamente
recordando aquel tiempo en que como a un especula-
tivo hermano Medardo le daba yo alojamiento). «Él
quisiera resolver aquella contradicción, ya que no en
la realidad, por lo menos con palabras, y así comienza
esa feroz caza de palabras, en la que apenas obtiene
una borrosa expresión sacada de lo profundo de su
conciencia, cuando ya resuena la risa sarcástica de la
contradicción de nuevo —corre con todas sus fuerzas
para arrancarse al poste del martirio de la contradic-
ción y sólo consigue hincarse más la estaca— hasta
que al fin, sin alientos, sudoroso, temblando, tiene que
abandonar la persecución, quedándole únicamente la
duda de haberse entretenido en un trabajo imposible,
lo cual le determina, etc.» —en una palabra: su mar-
tirio y el mío en la noche que antes describí.
Gracias a sus exactos conocimientos fisiológicos
de la razón, logra el autor mantener alejado tal veneno
de su libro, con una escrupulosidad tan grande que
yo no he descubierto en una sola de sus 608 páginas,
ni aun siquiera un indicio; y robustece mi afirmación
el hecho de que negando a los juristas prácticos un
órgano especial para comprender el verdadero sen-
tido del derecho hereditario, cree poder asegurarles al
mismo tiempo «que ninguno leerá los veinte prime-
ros parágrafos de su libro, sin sentirse poseído de una
convicción creciente, que se convertirá, a medida que
avance en la lectura, en una inconmovible y positiva
certidumbre». ¡El jurista práctico a quien antes declara
ciego, podrá llegar a ver!

52
Haga usted ahora la prueba de si posee ese órgano
especial, capaz de abarcar la «reconciliación»33 del
derecho positivo y de la filosofía del derecho, como el
autor promete en su título.
«La inmortalidad del sujeto, proclamada por el
Cristianismo, presupone en la historia otra inmorta-
lidad exterior, la de la voluntad subjetiva (es decir,
según explica en la p. 223, la posibilidad de colocar
a otra persona como soporte de la voluntad propia, la
identidad de voluntades, la inmortalidad de la volun-
tad subjetiva); esto agota la significación del derecho
romano hereditario y del espíritu romano. La inmorta-
lidad romana es el testamento (p. 23). Este último es la
forma mediante la cual la inmortalidad del sujeto pasa
al espíritu romano y es conquistada por él. Este triunfo
de la pura libertad volitiva, de la eternidad abstracta,
capacita al mundo romano para recorrer los peldaños
dialécticos, que conducen a la eternidad más profunda
y más abstracta de la inmortalidad cristiana (p. 223).
La eternidad sobrepuja a la voluntad en cuanto aquélla
hace a la otra persona su continuadora y su soporte
(p.  25). La verdadera significación del testamento
no radica ciertamente en que contenga una disposi-
ción sobre los objetos del patrimonio que queden a la
muerte de una persona, sino en que crea un sucesor
de la voluntad del causante (p.  28). Para el autor el
patrimonio es cosa tan accesoria, que «el testador deja
al heredero no su fortuna, sino (e incluso cuando se
da el doble supuesto) su voluntad, y el patrimonio
se presenta sencillamente como un accesorio de ella»
mientras que en la opinión contraria, «el patrimonio

33
 Cuidado, con que su cajista no cambie la s de Versöhnung, por
una h. (La palabra que resultaría significa burla o ironía de mal gusto).

53
absorbe a la persona» (p. 17). Por eso observa (p. 116)
que en el testamento mancipatorio «es la subjetividad
voluntaria del testador la que se traduce en el acto de
la mancipación a favor del heredero, y no en cosas,
ni en un patrimonio»; y por eso también, cuando el
heredero designado en testamento, que lo sería tam-
bién por recaer en él el primer llamamiento ab intes-
tato, repudia la herencia para recibirla en esta segunda
forma, libre de legados, la ley, al prohibirlo, no mira
al perjuicio que podrían, en otro caso, sufrir los lega-
tarios —«ésta es la ilusión, la apariencia»—, sino al
testador, para que prevalezca «el mantenimiento de la
voluntad que él expresó, en la forma más adecuada»
(p. 245). La sucesión ab intestato, en efecto, no forma
parte del derecho hereditario y la opinión corriente,
que presenta la sucesión testamentaria como una des-
viación y a la ab intestato como la principal, significa
uno «de los errores más grandes y radicales» (p. 27).
La verdadera relación es precisamente la contraria: lo
originario, lo normal, es el testamento; «el derecho
hereditario ab intestato entra solamente a actuar como,
algo idéntico a la voluntad individual, como un com-
plemento del acto de volición no expresado» (voluntas
tacita) (p. 386). A la sucesión intestada no pertenece el
suus, es una cosa intermedia entre la sucesión intestada
y la testamentaria, lo más inmediato a la identificación
de voluntad (p.  251) o «hablando conceptualmente,
un testamento viviente» (p.  403). Que si se excluye
al agnado más próximo no puede darse la successio
graduum et ordinum, es una necesidad especulativa,
pues «no heredan los individuos, sino la idea de esta
distribución de voluntades y el individuo sólo es una
representación temporal de aquélla» (p. 421). La dife-
rencia en los efectos que produce la preterición de uno

54
de los suis, según se trate de un hijo o de un nieto, o
de una hija, en el antiguo derecho, es igualmente «una
de las pruebas más brillantes de aquella maravillosa
lógica especulativa del viejo derecho civil» (p. 261),
pues la hija, verbi gratia, «permaneciendo, como per-
manece en la potestad del padre, mantiene con él iden-
tidad de voluntad, pero como no tiene mediador para
llegar a la voluntad del padre, la relación que mantiene
es inmediata, pero sin lograr la identidad total con él,
como el hijo» (p. 257).
Y basta ya para prueba; quizás sea demasiado. Per-
mítame aún, sin embargo, obtener las consecuencias
morales de lo hasta aquí expuesto, resumiéndolas en
dos proposiciones: 1ª. El antiguo derecho hereditario
romano es el imperio realizado del pensar especulativo.
Todas y cada una de las cosas, lo que determina y lo
que no, lo que tiene y aquello de que carece, puede de-
senvolverse por vías especulativas; y aunque no se nos
hubiese transmitido una sola palabra de aquellas propo-
siciones jurídicas, Lassalle las hubiese descubierto por
el camino apriorístico. El acceso a la capacidad para
testar, coincidiendo con la madurez sexual («la exalta-
ción del propio yo, tiene lugar al testar y dar testimonio,
allí considerando el arbitrio espiritual, aquí la madurez
somática» (p. 165), con lo que parece tenerse en cuenta
un próximo parentesco de los testiculi con el testari), la
noción del heredero suyo («también triunfa el concepto
especulativo, cuando merced a su puesta en juego y
desenvolviendo su propia significación, se logra deter-
minar el hasta ahora enigmático concepto de los sui
heredes», p. 226), las consecuencias de la preterición
de hijos, hijas y nietos, el derecho hereditario del pro-
ximus agnatus, la exclusión de la successio graduum et
ordinum…, pregúnteme lo que quiera (con excepción de

55
las modificaciones aportadas por el derecho posterior,
porque esto, aunque «pueda y deba ser abordado con
un conocimiento de conjunto, fundamental, de lo que es
el derecho hereditario, queda más sometido al arbitrio
humano», p. 58), todos y cada uno de los temas cons-
tituirán para el que ha logrado «descorrer el velo que
ocultaba a los sentidos el derecho hereditario y hacer
que aparezca su puro espíritu, hasta aquí estorbado por
el predominio de los materiales utilizados» (p.  5), un
verdadero juego de niños.
La consecuencia moral, sin embargo, más especial-
mente apercibible es:
2ª. Que la razón está apartada enteramente de la
función de comprender estas sublimes producciones de
la especulación. ¿Cómo podría comprender este ejem-
plo, aunque se tratara de la razón núm. 3: que si de
dos mellizos, en la lactancia y sin padres, muere uno,
el otro le hereda ab intestato?; ¿cómo daremos a esto
una construcción especulativa coherente? El causante,
muerto en flor, conforme al principio de la inmorta-
lidad de la continuidad de la voluntad, ha colocado a
su hermano por acto no expreso de voluntad (véase lo
antes dicho respecto a la tacita voluntas) «como sub-
sistencia de la propia voluntad». Después de que él por
este procedimiento «ha superado lo perecedero», con
ayuda de la «voluntad general», y después de lanzar
una mirada de gratitud al chuponcete que ha dejado
como representante de su voluntad, se duerme dulce-
mente y retorna con toda paz a la materia sustancial
de procedencia.
Yo creo con toda seguridad que podría obtener de
este escritor la completa conformidad a esta expresión
final: la especulación comienza allí donde concluye el
imperio de la sana razón; para poderse consagrar a ella,

56
es necesario o carecer de razón o haberla perdido. Cuál
de estas alternativas se realiza en nuestro autor, ha sido
puesto en claro mediante la descripción de su identidad
originaria conmigo. Ahora comprenderá usted por qué
después de que mi mitad especulativa con el nombre
de Fernando Lassalle se separó de mí, dejándome sólo
la mitad correspondiente a la razón, me vi precisado a
renunciar a la teoría y lanzarme a la práctica. De mis
andanzas y experiencias en ésta, trataré en mi próxima
carta.

57
CARTA TERCERA34

¿Se acuerda usted de aquel su anónimo correspon-


sal que le escribió el año pasado dos cartas (impresas en
los números 51 y 85 del año anterior en la Gerichtszei-
tung) acerca de la jurisprudencia contemporánea?
Realmente yo le hubiese estimado como un buen
servicio que usted me hubiese olvidado, y que en vez de
publicarlas, las hubiese usted arrojado, sencillamente,
al cesto de los papeles.
No me pregunte usted por los motivos de mi dilatado
silencio; obligado a justificarlos, podría ocurrírseme la
idea de utilizar una excepción creada modernamente en
el campo de la organización postal austriaca: la exceptio
kallibiana, o, para hablar en plata, la excepción de las
cartas interceptadas, uno de los inapreciables descubri-
mientos del siglo xix, utilísimo para los corresponsales
perezosos35.

34
 Deutsche Gerichtszeitung, año IV, 1862, núm. 55.
35
 En la época en que esta carta apareció, era perfectamente inte-
ligible para todo el mundo la alusión; en estos momentos necesita de
una breve explicación: Kallab fue un oficial de Correos, austriaco, que
durante mucho tiempo se había dedicado a interceptar todas las cartas en

59
Si se toma la molestia de repasar mi última carta,
encontrará que usted, usando de la autorización que yo
le concedí, la ha adornado con notas, en las que de su
propia cosecha, defiende contra mí el método especu-
lativo en jurisprudencia36. Podría yo con las notas de
usted hacer lo que el gabinete danés con los de Austria
y Prusia en la cuestión del Schleswig Holstein, a saber,
no considerarme atacado; y solamente me decidiría a
considerarlo así, cuando realmente entre nosotros exis-
tiera una diferencia de opinión. Pero ésta, ciertamente,
no la hay. Lo que yo he querido combatir en aquella
carta, no es la dirección especulativa en sí misma, sino
sus errores, y éstos estoy seguro de que usted no los
amparará. Aprovecho, por lo demás, con gusto esta
ocasión, ya que la tantas veces citada carta le puso en
un plano de actualidad, para hacer justicia al brillante
talento del defensor de aquella orientación, Fernando
Lassalle; si yo poseyese uno semejante, buscaría algo
mejor que escribir cartas, y en pocos años sería uno de
los juristas de primera fila. Para las naturalezas peor
dotadas, no existen en absoluto aquellos peligros que
para los genios; entre las altas breñas se puede sor-
prender a las gamuzas y a las cabras monteses, nunca
a los corderillos. Por otro motivo coincidimos también;
aquellos peligros amenaza a los teorizantes, no a los
prácticos. El estilo y el afán clasificador de los gabinetes
de estudio pueden producir ideas excéntricas; éstas no

donde suponía que se encontraban valores o billetes, un verdadero cazador


de cartas de alto copete. En su casa se encontró una masa increíble de
cartas interceptadas, que daban la idea de un campo de batalla o de un
cementerio epistolar.
36
 Por su falta de interés, las he omitido ahora. No debo insistir sobre
el valor que pudieran tener, porque su autor, Hiersemenzel, un gran amigo
personal de Fernando Lassalle, hace tiempo que ha muerto.

60
saldrán jamás del despacho de un hombre de negocios.
Cuando el individuo fuera ya de casa, se inclina todavía
mucho a teorizar, bástanle unos cuantos años de ejer-
cicio profesional para que la cabra montés se convierta
en un animal doméstico útil, y se dará por contento si
conforme a la ley, y sirviendo al Estado, logra alcanzar
una categoría importante que le ponga ante sus ojos la
dignidad de su carrera, ya sea sirviendo como juez de
cantón o de ciudad, ya como funcionario judicial de
un «País» (Land) o de una Corte, para no mencionar
los cargos de magistrados en los Tribunales superiores
de apelación. Sólo de tarde en tarde surge un abogado
que experimenta con tal fuerza el sentimiento de haber
nacido para reformar la administración de justicia, que
no le deja dormir y así emplea los ocios forzosos a que le
condenan sus clientes en trazar cuadros llenos de fuerza
expresiva con la evolución universal de las ideas, ante
el público, asombrado, de los filisteos jurídicos. Quizás
en estos escarceos por el campo de la jurisprudencia,
encuentre ocasión para aclarar más aún la situación de
esta clase especialísima de nuestros modernos titanes
jurídicos; usted estará conforme en que ha de tardar
bastante en llegar ese momento y que tengo materia de
qué ocuparme, concediendo atención preferente a los
auténticos eruditos de profesión.
Si Rolando y Bayardo hubiesen necesitado labrar
por sus manos las espadas que usaron, probablemente, en
lugar de llenar el mundo con su fama, hubiesen muerto
como unos espaderos desconocidos; las posibilidades
de su fecunda vida heroica, se las proporcionaron sus
contemporáneos, los armeros, que les evitaron aquel tra-
bajo. La moraleja de esta consideración, viene a ser, que
si nosotros, los prácticos, debiéramos construir nuestras
herramientas, necesitaríamos editar las Basílicas, des-

61
cubrir las instituciones de Gayo, comentar el Corpus
iuris, escribir compendios de las Pandectas, etcétera,
con lo cual, y con tanto trabajo preliminar, no llegaría-
mos nunca a nuestra ocupación profesional peculiar;
en lugar de blandir la espada de la justicia, tendríamos
que andar templándola, y nuestras hazañas a estilo de
Rolando o Bayardo, habrían de quedar inéditas. Por
eso no agradeceremos nunca bastante a la Providencia,
que la incesante producción de que cuidan los teóricos,
nos dé hechos, regularmente, aquellos trabajos previos.
También en estos campos, mantiene su imperio la ley
de división del trabajo. Pues mientras unos dedicamos
íntegramente las fuerzas, sin repartirlas ni debilitarlas, a
nuestra misión peculiar y los ratos que nos quedan libres
los consagramos a la caza, al whist, a la política, etc., los
teóricos se ocupan exclusivamente de su trabajo, hasta
que llegan a realizarlo con maestría. Entre sus manos la
espada de la justicia alcanzará agudeza tal en la piedra
de afilar teorética, que nos la envidiarían los propios
barberos; se podrá cortar con ella un pelo en el aire, y
quien no se encuentre completamente apto para mane-
jarla, podrá cortarse o lastimarse antes de tenerla en la
mano, y adonde la dirija, producirá heridas y hará bro-
tar sangre. No es de extrañar que constituya objeto de
espanto para los litigantes, pues para algunos el haber
sido manejada por jueces imperitos, les ha producido
la pérdida de su pleito.
Y de la misma manera que al espadero no se le
puede reprochar que no entienda de esgrima, tampoco
se podrá censurar en el teórico que carezca de habi-
lidad para utilizar la espada de la justicia. ¿Para qué
sirve la división del trabajo, si luego cada uno tiene
que dominar la técnica de todos? El vaciador afila las
navajas, pero es el barbero quien afeita con ellas; si

62
cada uno de ellos quisiera saber de las dos cosas, sólo
llegarían a ser, probablemente, unos chapuceros. Quien
se dejase afeitar por el vaciador, no podría quejarse
luego si salía desollado. No es costumbre en las bar-
berías enviar a los aprendices, para que se instruyan en
el oficio, a un taller de vaciador, sólo en esto quizás se
diferencia nuestra profesión de la citada; nosotros, los
prácticos, aprendemos la doctrina con los teorizantes.
En esto radica, ciertamente, nuestra anómala situación,
y ponerlo de manifiesto constituye el objeto de la pre-
sente carta. Si yo tratara de buscar para este tema un
nombre pomposo y resonante, le diría a usted que alude
a las relaciones de la teoría con la práctica en la actua-
lidad. Y si pongo este apéndice «en la actualidad», ya
comprenderá usted que con ello quiero indicar que las
cosas tenían otra conformación en tiempos pasados, y
verdaderamente no necesito traer a la memoria el ejem-
plo de Roma, donde los profesores, en el actual sentido
de la palabra, es decir, los exclusivamente teóricos,
empezaron a aparecer precisamente cuando tocaba a su
fin la jurisprudencia, sino que me remito a tiempos más
próximos, de los que apenas nos separa una generación.
Nuestros teóricos más renombrados de esta época, eran
al propio tiempo prácticos de gran valer; las faculta-
des de dictar sentencias y emitir informes en ciertos
casos, les proporcionaban un material de trabajo de
una riqueza y variedad tales, como sólo se encuentran
en los Tribunales de más alta categoría. Esta fuente de
enseñanza práctica, no está aún enteramente cegada37,

37
 En el intervalo de la primera a la segunda edición de esta carta,
quedó cegada por completo. Para la justificación de mi punto de vista, es
una ventaja; para los teóricos en cambio, una pérdida; la única ocasión
de hacer aplicaciones de sus doctrinas en la realidad se les ha escapado.
No tardarán en notarse las consecuencias.

63
pero en comparación con otros tiempos ha sido redu-
cida a muy poca cosa, a lo que aún cabe añadir la cir-
cunstancia de que el desarrollo que ha experimentado
nuestra jurisprudencia merced a la escuela histórica, se
ha dirigido al estudio de las fuentes, pero se ha alejado
cada vez más de la práctica.
Si yo hubiese de tratar el punto antes indicado,
como corresponde, en tono científico y procurando
agotarlo, debería renunciar a hacerlo, por insuficiencia
de mis fuerzas para tamaña empresa. Emplearé en su
lugar otra forma, que es para mí más familiar y de la
que he usado en cartas anteriores cuando he necesitado
describir el funcionamiento de la jurisprudencia especu-
lativa, a saber: explicar a usted cómo se ha producido
en el modesto ámbito de mi vida, aquella oposición
entre teoría y práctica. El sol, la luna y las estrellas se
reflejan hasta en los más pequeños charcos de agua, así
es que los fenómenos de nuestro firmamento jurídico
podrán también tener su imagen en el reducido espejo
de la vida de un práctico vulgar.

***

Sabido es que la existencia de un jurista se descom-


pone en dos grandes apartados: los años de la Univer-
sidad, o de la siembra, y los de ejercicio práctico, o de
cosecha. Hubo tiempos, y llegan hasta nuestro siglo,
en que quedó confiado a las iniciativas individuales la
manera de llevar a cabo el sembrar, bien o mal; ocurría
que quien había sembrado cardos no cogía higos, y el
interés de cada uno de los juristas, semejante al del
labrador, debía seleccionar en la época de la siembra:
me refiero concretamente a la época en que no existían
los exámenes. Nosotros los modernos conocemos esta

64
edad de oro de la jurisprudencia sólo a través de rela-
tos de tradiciones, cuyo eco se va extinguiendo. De la
Universidad se salía para volver a la ciudad natal; adqui-
ríase antes un sombrero negro, una colección de leyes y
papel de oficio, y el jurista práctico, recién salido de las
aulas, al despedirse de ellas, estaba preparado para con-
vertirse en un abogado. A cuántos pobres examinandos
en las angustias de las pruebas, no les habrá asaltado el
recuerdo de este cuadro, perteneciente a tiempos perdi-
dos; haciéndoles prorrumpir en gemidos sin esperanza,
parecidos a los que a Schiller arrancaba el recuerdo de
los dioses de Grecia; y como les habrán resonado en
semejante traza aquellas palabras «no aparecía entonces
ningún terrible esqueleto junto al lecho del candidato».
Quien pertenecía a una familia distinguida, encontraba
en seguida, sin más pruebas, un puesto al servicio del
Estado, con el que alimentaba a los suyos; algunos
ascendían rápidamente, como un balón de aire, tanto
más de prisa y más arriba, cuanto más ligeros eran, y
para los demás, que servían mejor para el caso, quedaba
abierto el camino de la profesión de abogado, especie
de dehesa común a la cual, libremente, llevaba cada uno
su ganado a pacer. Ahora todo ha cambiado, incluso los
que nacen para ser ministros o presidentes tienen que
practicar su examen38, y al abogado se le ha concluido

38
 Deploro no haber aprovechado en aquel entonces la ocasión para
continuar en mis comparaciones de labrador, y poner de manifiesto las
dificultades políticas que podría haber traído el sistema de los exáme-
nes: por ejemplo, si hubiese sido necesario elegir a Bismarck, mediante
una prueba semejante, acaso no existiría hoy el Imperio alemán. El voto
de unos cuantos examinadores hubiera podido hacer cambiar la faz de
Europa; acaso constituyese éste uno de los motivos de más peso en que
podrían fundamentar su lenidad los examinadores que se oponen a sus
colegas más severos.

65
el disfrute de la dehesa común, en la que no puede
penetrar sin pasar la barrera formada por los exámenes.
Esta barrera que separa a la Universidad de la vida,
o si me lo deja usted decir más brevemente, la teoría de
la práctica, está, como todas, confiada a la vigilancia
de ciertos funcionarios, inspectores, vigilantes de fron-
teras, revisores, etc., que, comúnmente, son conocidos
con el nombre de examinadores. Con referencia a la
elección para este cargo de las personas más apropia-
das, dominan todavía en Alemania diferentes puntos
de vista, cuya oposición se revela principalmente en el
punto de si la revisión de los candidatos a juristas se ha
de hacer a la salida o a la entrada. Si los conocimien-
tos que consigo lleva son considerados como artículos
de exportación, la revisión debe realizarse a este lado;
si, por el contrario, se estima que son de importación,
deberá realizarse de aquel lado; o con otras palabras,
en un caso le examinarán los profesores, en el otro,
juristas prácticos. Sin comprometerme a dar una opi-
nión enteramente satisfactoria, creo, sin embargo, que
puedo exponer mi pensamiento sobre el caso. Yo soy
un decidido partidario del sistema de exportación, no
porque crea que se trata aquí de crear un certificado
de origen por parte de los antiguos profesores del can-
didato, o del pago de los derechos arancelarios de una
exportación, sino porque estimo que no ya el interés de
las personas comprometidas, sino la libertad de cáte-
dra, lo trae consigo. Póngase usted en el caso de un
candidato que llega abrumado con sus conocimientos;
busca el camino que ha de seguir y se encuentra ante
un tribunal examinador compuesto de prácticos. Lleva
consigo los objetos más curiosos del mundo: fósiles de
los tiempos más alejados de la historia jurídica romana,
huesos de mamut, momias; novedades de los últimos

66
descubrimientos, teorías sutilísimas e hipótesis de lo
más atrevido…, todo lo que se le puede pedir. Pero,
¿de qué le sirve todo esto ante unos prácticos? Estos
sienten hacia tales objetos, por regla general, un interés
tan escaso como un veterano aduanero por cristales
finísimos, fósiles o preparaciones de anatomía. Traiga
usted, en cambio, en uno u otro caso, al perito, al afi-
cionado, y verá cómo quedan encantados. ¿Para qué se
ha forzado entonces el cerebro este pobre estudiante
y ha aprendido cosas que luego no le van a servir de
nada en la vida, si, por lo menos una vez, en el acto
del examen, no las utiliza?
Sin embargo, sea de esto lo que fuere, el argumento
decisivo es la libertad de cátedra. Cierto que hay gentes
que toman este principio como razón en contrario, en
cuanto estiman que los profesores, por medio del exa-
men, reciben una especie de autorización para obligar
a sus discípulos a seguir las explicaciones que den y a
castigar a los que no se sometan. Nada más lejos de la
verdad. ¿A qué llamamos libertad de cátedra? Si pro-
fesor y alumno son términos correlativos, nadie puede
enseñar si no hay alguien que quiera aprender. Ahora
bien, si la libertad de cátedra no ha de resultar una
idea vacía completamente, debe cuidarse que no entren
en ella los profesores solos, sino con los discípulos, y
como quiera que la aplicación de las medidas coactivas
usuales de policía, choca con el concepto que tenemos
formado de la libertad académica, se deduce que el pre-
supuesto de la libertad de cátedra a que antes se alude,
sólo puede mantenerse entregando el examen de estado
a los catedráticos. Me gustaría saber lo que ocurriría con
los matriculados, o simplemente con los asistentes a una
clase, cuyo titular, de repente, dejase de ser examinador.
Su aula quedaría tan desierta que habría de abandonar

67
sus lecciones, y en cambio cualquier «Privatdozent»
audaz se le llevaría todo el auditorio. ¿Cuál sería la con-
secuencia necesaria de todo esto? Que para evitar que
los alumnos fuesen a parar a manos de cualquier indo-
cumentado y allí se arruinaran científicamente, debería
el profesor, en lugar de dejarse guiar por su buen gusto,
por su opinión y por su talento, adaptarse a los deseos de
su auditorio, que de esta manera le coaccionaría; pero
como la coacción es la antítesis de la libertad, dígame
lo que habría ocurrido con la libertad de cátedra.
Si los argumentos hasta aquí expuestos pudieran
dejarme alguna duda, bastaría para disiparla mi expe-
riencia personal. Había yo asistido a la Universidad
durante varios cursos con un amigo; juntos había-
mos ido a las aulas y a los ejercicios; juntos también
habíamos estudiado. Si bien yo entre mis conocidos
tenía cierto renombre por mis conocimientos jurídicos,
hubiéramos reconocido ellos y yo, sin embargo, que en
punto a ciencia jurídica la palma correspondía a ese
mi amigo. ¿Qué ocurrió, no obstante, en el examen?
Mi amigo tuvo que sufrirlo allá en su tierra, ante un
tribunal de prácticos; yo, en la mía, ante una comisión
de la Facultad, y mientras yo obtuve la primera nota
y mención de distinguido, él logró pasar sólo a duras
penas; mientras mis examinadores me manifestaban
su sentimiento porque yo hubiera desistido de aque-
lla primera intención de seguir la carrera académica,
a él los suyos le discutían su porvenir. ¿Por qué esta
diferencia? A él dieron dos casos para que informara
según es costumbre allí, con lo cual resultó que la con-
secuencia del intenso trabajo realizado durante varios
semestres (estar en condiciones de poder explicar a los
legos en la materia capítulos enteros de la historia del
derecho romano, Pandectas o Derecho penal) lejos de

68
constituir un mérito fueron para él motivo de disgusto
y de perjuicio. Para mí, por el contrario, y aun prescin-
diendo del brillante resultado obtenido, fue el examen
un verdadero placer. Como yo había asistido a todas las
conferencias de los examinadores, y gracias a mi exce-
lente memoria me sabía casi palabra por palabra los
cuadernos donde las había transcrito cuidadosamente,
pude reproducir, como un reloj de repetición, mis escri-
tos escolares e incluso verbis ipsisisimis. Todavía me
parece ver la sonrisa complacida con que mis exami-
nadores recompensaban esta repetición casi como un
eco de sus discursos. Con uno de ellos, que me tuvo
una media hora en derecho romano, preguntándome
sobre la infamia, no me equivoqué ni en una pregunta.
Como si me tirasen de un cordelito, expuse todos los
casos de la infamia mediata o inmediata; de los 25 de
la primera clase que enumera Vangerow, en su Manual
de Pandectas, Par. 47, sólo se me escapó el número 22
«quien distrae aperos de labranza o bestias de labor,
o causa daños a éstas» y con referencia al número 2
«los mayores de edad que hayan actuado como cómicos
públicamente», olvidé sólo la circunstancia de la edad.
Otro romanista me examinó sobre las capitis demi-
nutiones y el unus casus de las Instituciones, tema al
cual se dedicaba con cariño hacía varios años y sobre el
cual preparaba una monografía, que por las dificultades
del tema y por lo inmenso de la literatura existente,
no había llegado a publicar, pero tomó tan a pechos el
estudio, que sólo le quedó muy poco tiempo para otro
tema, la servitus luminum, ciertamente grave enigma
jurídico, una verdadera esfinge de servidumbre, sobre
la que se ha escrito infinitas veces.
No me fue tan bien en la historia del derecho
romano. Verdaderamente conocía bastante bien lo

69
de las tres partes del Digesto y lo del infortiatum, y
desarrollé a satisfacción de mi examinador, con todos
los argumentos que él había expuesto, su opinión de
haber sido hecha intencionadamente aquella división;
tampoco se me olvidaron las siete partes de las Pan-
dectas, el umbilicus digestorum, el antipapiniano, los
libri terribiles, los nombres que recibían los estudiantes
bisoños y los veteranos en los estudios universitarios de
la época justinianea, la ley más extensa y la más breve
del Digesto, el número de títulos de las Instituciones,
de las Pandectas y del Código (puntos concretos a los
que mi examinador concedía una gran importancia)39;
pero en cambio se me había olvidado por completo el
capítulo segundo de la Ley Aquilia y la homonimia de
las leyes Atinia, Atilia, Acilia y Aquilia, me confundió
algo; en la Ley Furia Caninia y en la Aelia Sentia sobre
la emancipación de los esclavos, tampoco anduve muy
feliz y, por último, se me había ido por completo de la
imaginación que entre los juristas importantes con el
nombre de Antonio había dos, y uno de ellos era uno
de mis examinadores40.
No quiero molestar a usted más con cuestiones de
exámenes; baste lo dicho para demostrarle que si yo
hubiese tenido que hacer mis pruebas ante un tribu-
nal de prácticos, no hubiera tenido ocasión siquiera de
desplegar mis conocimientos. En tal supuesto hubiera
necesitado dar a mis estudios una dirección enteramente
distinta de la que seguí, preocupándome sólo de las Pan-

39
 Estas preguntas constituyeron los temas del examen de Doctorado
de Gustavo Hugo en Göttingen.
40
 Son también preguntas del examen de Hugo, antes aludido. El exa-
minador presente era el criminalista Antonio Bauer. Y la pregunta llevaba
su mala intención: «¿Es que no cuenta usted entre los juristas de fama a
mi colega Antonio Bauer?

70
dectas. De las Pandectas, además, se destacan ciertas
cuestiones, que son regularmente las que en nuestros
exámenes interesan únicamente a los jueces: así verbi
gratia, en materia de propiedad, la doctrina del thesau-
rus, la accesio y la especificatio, el alveus deretictus y la
insula in flumine nata; del derecho de obligaciones, las
formas distintas que conoció el derecho romano para la
fianza, las acciones de pauperie, las acciones por delitos
y las actiones adjectitiae quatitatis; en el derecho de
familia, la adopción, la emancipación y, a la cabeza de
todo, la distinción entre la tutela y la curatela; del dere-
cho hereditario, la bonorum possessio 41, el testamento
privado, la sucesión necesaria en el antiguo derecho
romano y la diferencia entre legado y fideicomiso. A
quien estuviera bien preparado en estas materias, podía
garantizársele un brillante resultado.
Permítame ahora que reanude mi historia. Concluí
el examen: ex (erat) amen. Había pasado la barrera
y comencé a trabajar como práctico al servicio del
Estado, con el cargo de funcionario judicial en X.
¡Qué contraste entre las impresiones primeras que allí
recibí y las últimas de mi vida! El examen me había
proporcionado un cierto sentimiento de suficiencia y
confianza en mí mismo, pero apenas había pasado un
mes, fue sustituido por el más amargo desaliento. Me

41
 Löhr, mi antecesor en Giessen, sólo examinaba de tres materias:
la bonorum possessio, la dos y los peculia. Sus colegas intentaron cierta
vez hacerle elegir otros temas; pareció dispuesto a hacerlo y se resolvió a
hacer preguntas sobre propiedad. Primera pregunta: ¿Qué es la propiedad?
«Está bien». Segunda: ¿Quién tiene en los objetos de la dote la propiedad,
el marido o la mujer? «Suficiente». Ahora haga el favor de explicar un
poco más detenidamente al tribunal la dos. Desde entonces, los colegas
renunciaron a sacarle de su camino trillado, porque suponían que, como
con respecto al primer tema, el segundo hubiera traído indefectiblemente
la aplicación de la bonorum possessio o de los peculia.

71
comparaba con una persona que hubiese aprendido a
nadar en seco y a quien de repente tiran al agua. Los
capítulos más brillantes de mi ciencia se me aparecían
desprovistos de valor, y cuando me servían, como, por
ejemplo, con las distintas formas de fianza o garantía,
era para dejarme cada vez más perplejo y descorazo-
nado, hasta el punto de irse arraigando en mí la duda de
si en vez de algo de derecho habría aprendido siquiera
algo a derechas. En el transcurso de una actividad prác-
tica de quince años, ni una sola de las preguntas de
derecho romano que me formularon en el examen se
me ha presentado en forma de cuestión para resolver.
¡Cuánto me hubiese alegrado de que aquella doctrina
de la infamia, tan trabajosamente aprendida en varios
días de estudio, hubiera podido aplicarla! ¡Qué ansia
experimentaba de encontrar algún «hijo de reos de alta
traición» (Vangerow, ob. cit., núm. 15), o a alguno de
aquellos «que hubiese interpretado maliciosamente
órdenes del Regente o se hubiese hecho culpable de
suplantación! (núm. 19), o a «quien hubiese suplicado
al Regente en forma prohibida por la ley y en casos de
gran importancia!» (núm. 20). ¡Con qué gusto hubiese
tomado por mi cuenta a algún «Notario o Juez que
hubiese autorizado una cesión de deuda de judío contra
cristiano» o a algún «Abogado que se hiciese culpa-
ble de injurias innecesarias (sic) en la dirección de un
proceso» (núm. 24); «rameras, mujeres que hubiesen
quebrantado el vínculo matrimonial, viudas que no
conservasen el año de luto, hechiceros!» (números 5,
6, 8, 10), me resultaban casos comunes y poco intere-
santes, sólo que yo llegué a dudar de que los casos más
hermosos de aquellas categorías se dejasen cazar, y aun
así, no acertaba a comprender qué les iba a pasar con la
infamia. El único medio para comprobar judicialmente

72
su incursión en esa nota, a saber, lanzarles a la cara el
calificativo correspondiente y esperar su querella por
injurias, para oponerles la exceptio veritatis, me pare-
cía muy arriesgado, sobre todo tratándose de jueces,
abogados y notarios. Tampoco se dejaban ver el unus
casus de la Instituta, ni la servitus luminum, y aunque
se me presentó con frecuencia el caso de gentes que
habían perdido la cabeza, sin embargo, ninguna de ellas
era subsumible en el concepto de la capitis deminutio
romana. La vida me planteaba problemas enteramente
distintos que el examen, y puedo asegurar que en com-
paración con esta especie de examen continuo, aquél
me parecía un verdadero juego de niños, del que había
salido tan bien, como mal lo estaba pasando en el otro.
Los que más me exasperaban eran precisamente los
casos más sencillos, los que me ponían en apuros más
graves y sobre los que mis libros guardaban, general-
mente, un completo silencio.
¿Se puede dar algo más sencillo que un préstamo
con interés y un recibo extendido para acreditarlo? Pues
el primer caso de estos que se me planteó, me dejó
desalentado y verdaderamente corrido.
Un tal Schulze debía a un tal Zwickauer —y que el
Kladderadatsch me permita que use sus nombres para
mi caso, en lugar de los romanos de Aulo Agerio y
Numerio Negidio—, o mejor dicho, Schulze había pres-
tado a Z. cien thalers, en presencia de dos testigos, y se
había hecho extender un recibo en la siguiente forma:

«El infrascrito reconoce por el presente docu-


mento ser deudor al Sr. Sch. de cien th., al interés
de cinco por ciento, pagaderos mediante aviso de
un mes de plazo.
Schilda, 3 septiembre 1847. – Zwickauer».

73
Debajo de este recibo había la siguiente coletilla:

«Responden de lo que antecede,


A. Schmidt y K. Meier».

Schulze interpuso demanda, en la que manifes-


taba haber prestado a Zwickauer cien thalers, contra
el recibo que acompañaba y que, solicitado el reinte-
gro, después de transcurrido un mes de aviso, no se
le había satisfecho aquella suma. Zwickauer con esta
notificación había incurrido en contumacia, lo cual,
según la práctica de nuestro país, es la consecuencia
obligada de una contestación negativa a la demanda. Mi
jefe me preguntó cómo despacharía este pleito, y como
yo no me encontraba, de momento, en condiciones de
darle una respuesta precisa, me concedí a mí mismo un
plazo. Ya en casa sometí el asunto a una detenidísima
investigación, en la cual no fueron olvidados el Cor-
pus iuris, Puchta y Vangerow, llegando a las siguientes
conclusiones: la acción propuesta por el acreedor era
la condictio ex mutuo; ahora bien, según el derecho
romano, pertenece al concepto del préstamo el traspaso
de la propiedad, y después, eventualmente, la utiliza-
ción y consiguiente consumo de las monedas prestadas
(Puchta, Pandekten, § 304; 1. 2, § 14 D. de reb. Cred.
XII, 1). Ahora bien, como en la demanda el acreedor no
ha sostenido su anterior propiedad sobre las monedas,
que hubiera hecho posible el traspaso de propiedad, ni
tampoco ha intentado probar el consumo por parte del
deudor, resultaba dicha demanda incompleta y, en la
forma presentada, debía rechazarse. Una carcajada de
mi viejo jefe interrumpió la explicación más detenida
que pensaba darle de mi opinión. No sé si para él era
enteramente conocida aquella concepción del derecho

74
romano sobre el préstamo, pero el hecho es que, po-
niéndose en guardia cuando yo, con un gran sentimiento
de autosuficiencia, empecé a hablarle de Puchta y de
la jurisprudencia romana, me salió con la patochada de
que aunque todos los códigos del mundo contuvieran un
precepto tan falto de sentido, él no lo aplicaría jamás,
porque haría imposible toda operación de préstamo; con
esto, todas mis explicaciones más circunstanciadas y
mi construcción eventual de la propiedad del acreedor
o consumo de las monedas, presentada en esa forma
alternativa, no pudieron tener salida.
No menores eran las discrepancias en cuanto a la
consideración del documento. Conforme a mi opinión,
carecía de todo valor, pues aparecía otorgado en un día,
el 31 de septiembre, que no existe en el calendario,
conteniendo, por tanto, un imposible jurídico, puesto
que ¿cómo va uno a reconocer una deuda en un día que
no existe? Además, resultaba, por omisión de una causa
debendi e inclusión de una cautio indiscreta inapro-
piado tanto para crear una deuda, como para demostrar
su existencia (Puchta, § 257). Si el recibo nada vale,
cúlpese a sí mismo el acreedor por no haber exigido que
constase expresamente la causa en el recibo. Aparte de
que si tiene motivos para ocultar la causa, debió cuidar
de mencionar una; el mismo préstamo por regla general
sirve, en el recibo, para poner las cosas en su lugar. Las
gentes honorables deben preocuparse de tener en regla
no sólo sus pasaportes, sino también sus recibos, so
pena de andar en tratos con la policía y los Tribunales,
que no tienen por qué amparar a los falsificadores. Si
en ellos se hiciera un escarmiento ejemplar, serviría de
aviso a los ladrones, para que se precavieran. A pesar
de tan fundados argumentos, de nuevo la teoría fra-
casó a los ojos de mi jefe; él opinaba así: a los ojos

75
del común de las gentes el reconocimiento dirigido
simplemente a hacer constar una deuda, significa un
préstamo, y aparte de esto, debe ser libre cada cual,
de acuerdo con la otra parte, para ocultar a la primera
ojeada del juez los pormenores sobre su asunto y en
general sobre las condiciones en que llevan sus nego-
cios, o con otras palabras, que al constituir una deuda
en dinero, pueden abstraer la expresión de la causa. Yo
no podía llegar a convencerme y me alegro de que, a
pesar de que la práctica se aproxima cada vez más a
esa opinión y de que Von Bähr en su estudio sobre el
reconocimiento trate de darle justificación científica, los
teóricos sigan rechazándola encarnizadamente, como ha
ocurrido recientemente con Schlesinger (Zur Lehre von
den Formalkontrakten, Leipzig, 1858). Con razón con-
sidera este erudito nulo un recibo semejante, mientras,
para emplear sus propias palabras (§ 141) la cosa cam-
bia fundamentalmente de aspecto si nosotros a aquella
declaración, mera expresión de deuda, pensamos añadir
la cláusula y prometo pagarlos. Esta promesa, ligada
a la aceptación de la otra parte, produce abiertamente
un contrato obligatorio y, propiamente, en cuanto se
trata de la promesa de un objeto debido, un constitu-
tum (debiti proprii)». ¡Naturalmente! Como que ya que
en la vida falta tan a menudo la voluntad deliberada y
seria de mantener lo expresamente prometido, cuánto
menos va a suponerse en un tal conocimiento de deuda,
donde el deudor evade la declaración de que realmente
quiere pagar cuando tal declaración es de la más alta
significación para anudar el vínculo y para llegar a con-
vertirse en deudor y continuar en esta posición hasta que
deje de serlo, o, con otras palabras, hasta que pague. El
mero reconocimiento de deuda es algo a medias, pues
comprueba la voluntad de crear la obligación, pero no

76
llega a darla vida. Y si las palabras añadidas «y pro-
meto pagarlos» son suficientes para completar aquella
expresión, como admite Schlesinger, resulta para mí
algo más que dudoso; a mí me parece aún necesario
adicionar a aquella promesa «y declara su voluntad de
mantenerla». Si del nudo reconocimiento de deuda no
se desprende la obligación de pagarla, tampoco se sigue
de la simple promesa la necesidad jurídica de mante-
nerla, pues prometer y mantener son, conocidamente,
dos cosas diferentes.
También andaban muy distanciadas teoría y práctica
acerca de la significación que cabe asignar a la firma de
los testigos A. y B. Mi jefe admitía rotundamente que
había una fianza, mientras que yo, siguiendo el apo-
tegma de que in dubio debe estarse a lo más favorable,
creía descubrir sencillamente un testimonio de aquellos
dos señores, dando fe del proceso que había seguido la
constitución de la deuda, y firmando en reconocimiento
de esa cualidad. Porque si existía una fianza, ¿a qué
forma correspondía? ¿Fideiussio, mandatum qualifica-
tum o constitutum debiti alieni? Puesto que conforme
a la opinión de respetables teóricos42 todas estas formas
aún perduran.
El derecho vigente no conoce ninguna fianza in
abstracto, como tampoco la Naturaleza conoce un
pájaro in abstracto, sino sólo las especies romanas, así
que nadie puede contentarse con que se diga que A. y

42
 Aun aquellos que como Puchta (§ 404), Girtanner (Bürgschaft
p. 373 y ss.) rechazan la fideiussio y el constitutum, salvan, sin embargo,
aún el mandatum qualificatum. —Vangerow (§ 579) y otros han aceptado
también el constitutum, mientras Arndts (Pandekten, § 353) ignora tan
completamente a los teóricos que él engloba las tres formas en un solo
concepto. Propiamente no debió llegar a ser un teórico, pues ¿qué sería
de ellos si sacrificasen las distinciones más sutiles del derecho romano?

77
B. han tenido la voluntad de salir fiadores, sino que en
la acción correspondiente es necesario puntualizar cuál
de las tres formas constituye el objeto de la súplica y
si no se puede decir esto, no puede siquiera hablarse de
fianza, cuando la voluntad oscila entre todas aquellas
modalidades, sin decidirse por una.
Creo bastante lo que antecede para poner de relieve
el desdichado intento de aplicar mis conocimientos teó-
ricos en la realidad. Y no debía ser caso único; uno tras
otro, fueron trayéndome nuevos apuros y tanto mayores,
cuanto más profundos eran los estudios que dedicaba
a resolverlos, hasta que llegué a la situación final en la
que actualmente me encuentro y que podría resumir así:
que es necesario haber perdido enteramente la fe en la
teoría, para poder servirse de ella sin peligro. Si aún le
interesa a usted el conocer otros sucedidos que le expli-
quen cómo he llegado a este escepticismo, indíquemelo
y aún le podré servir algunos.

78
CARTA CUARTA43

Había interrumpido usted la serie de mis cartas, con


una que lleva el número cuatro y que se ocupa de un
tema absolutamente distinto de los por mí tratados. Yo
no puedo detenerme por esto en la trayectoria que, una
vez dibujada, emprendí sistemáticamente. No me siento
tan complaciente como aquel historiador del derecho
que aprovechó el trastorno que le había ocasionado el
azar, combinando un descuido de criados con un venda-
val, en la ordenación de su historia del derecho romano
para conformarse y adoptarlo. ¿No conoce usted este
sucedido? Pues el castigo que le impongo por su intro-
misión en mis cartas va a ser que haga usted imprimirlo.
Era en la época de las vacaciones estivales. El pro-
fesor andaba de viaje y una doncella estaba encargada
de limpiar el despacho del erudito polvo que allí se
iba amontonando; puerta y ventana estaban colocadas
en frente, y la muchacha, concluido su trabajo, salió.

43
 D. G. Z. Año V, núm. 2.– La carta publicada en dicha Revista
como cuarta, no es mía; yo había permitido, sin embargo, expresamente
estas intercalaciones en mi primera carta.

79
Quiso la mala fortuna que se levantase un vendaval,
que entrase en el cuarto una ráfaga de aire y que pene-
trara por entre los cuadernos de notas, que dormían el
sueño de las vacaciones. Instituciones, Pandectas, Pro-
cedimiento civil, Historia del derecho romano, todo fue
puesto en dispersión y movimiento; el viento se ensañó
en especial con la parte histórica. Una ráfaga aún más
fuerte, y toda la historia jurídica romana salió volando
por los aires, como una nube de polvo; el edicto del
pretor en lucha con las Doce Tablas, el ius gentium con
el ius civile, los senadoconsultos con las constituciones
imperiales, Labeón y Capitón, los implacables adversa-
rios, resultaron estrechamente abrazados, Coruncanio y
Elio resultaron puestos encima de Ulpiano y Paulo, las
compilaciones justinianeas por encima de todo…, total,
un desorden selvático y una mezcolanza de todos los
volúmenes de la historia del derecho romano, que podía
hacer creer se estaba representando una escena rediviva:
¡todo lo que descansa en los sepulcros, puesto en pie y
animado! En este preciso instante apareció la mucha-
cha, que semejaba la expresión de Dánae sobrecogida
por la lluvia de oro histórico-jurídica. Hasta su cabeza
fue a parar, cual corresponde a su categoría la legis actio
sacramento; junto al pecho la pignoris capio; la manus
injectio, se quedó en el delantal; la judicis postulatio,
eligió los pies y sólo el procedimiento formulario, como
de origen más reciente, no experimentó ningún impulso
de acomodarse, mientras los juristas clásicos se precipi-
taron en un simpático movimiento oscilatorio, bailando
en corro a su alrededor.
¡Qué situación ¡Una criada en medio de corrientes
y remolinos sistemáticos de historia jurídica romana, a
quien se le confía la misión de apaciguarlos y ponerlos
en orden de nuevo!

80
En media hora concluyó su cometido. La historia
del derecho romano quedó ordenada nuevamente. El
formato, el color, la antigüedad del papel, el número de
páginas que habían quedado unidas, y otras notas exter-
nas, fueron escrupulosamente tenidas en cuenta, claro
que en todo lo demás dio rienda suelta la ordenadora a
su genio y adoptó como criterio clasificador un sistema
propio. Este fue de la originalidad más subida. Las Doce
Tablas quedaban aproximadamente al final, muy detrás
de aquellos juristas que se habían ocupado de ellas y
desde luego de aquellas otras leyes senadoconsultos,
etc., que las habían tenido en cuenta y a ellas se habían
referido; los magistrados de la República, con sus edic-
tos, habían cedido el primer puesto, quizás siguiendo un
oscuro impulso de lealtad, a los emperadores, con sus
constituciones, etc., etc. Abreviaré el resto del relato.
Regresó el señor de las vacaciones, empezó a leer su
anunciado curso de historia del derecho romano, como
si nada hubiese ocurrido, ya que él se limitaba diaria-
mente a hacer la conveniente provisión de cuartillas,
y llegó de esta manera, sin saberlo y sin quererlo, a
penetrar en el nuevo orden que se le había impuesto
hasta que, en definitiva, ya no pudo retroceder y hubo
de conformarse y hasta mostrarse muy contento con él.
Si ha llegado a publicar este nuevo sistema en forma
de un manual sucinto, como ahora es la moda, o lo ha
dado a la publicidad en otra forma, me es desconocido;
lo cierto es que la indicada conformación tan peculiar
de la historia del derecho romano la he visto adoptada
por uno de los tratadistas más recientes44.

44
 Rudorff, Römische Rechtsgeschichte, 2 vols., 1857 y 1859. Esta
obra contiene, a mi modo de ver, la deformación más maliciosa que ha
sufrido hasta ahora la historia del derecho romano, al hacer renuncia com-

81
Desde que yo comprobé la veracidad de aquella
historia se me ha hecho luz poco a poco sobre ciertas
peculiaridades que antes me parecían maravillosas, de
nuestras obras de sistemática jurídica. Lo que en el caso
antes referido sucedió, ¿no ha podido repetirse en otros?
¿No puede, acaso, el viento colarse entre instituciones
y pandectas y lanzar la llamada parte general al final,
colocando, en cambio, en los primeros párrafos del sis-
tema, el matrimonio, la adopción y la legitimación, en
un lugar donde no es el caso tratar aún de instituciones o
relaciones jurídicas determinadas? El viento y las cria-
das son incontables, y lo que la razón no logra encon-
trar razonable, puede explicarse, quizás, por el juego
de lo casual. Por eso, el viento y las criadas deberían
tener, según mi opinión, libre acceso a manuscritos y
cuadernos.
Concluía mi tercera carta con una afirmación que
es fácil de estampar, pero a la que yo llegué lentamente
y por un fatigoso camino: que se debe haber perdido
primero, completamente, la fe en la teoría para poder
servirse de ella sin peligro. ¡Cuántos casos habría de
referir si hubiese de dibujar el camino por el que yo
llegué a formular aquella proposición! Todos termina-
rían como el antes relatado. A pesar o quizás más jus-
tamente, precisamente debido a mi apego a la teoría,
me encontré yo en todos los casos como lanzado de la
silla que montaba y arrojado violentamente al suelo. Yo
llegué a compararme con un estudiante aprovechado de

pleta a cuanto pueda significar prueba de la evolución del derecho: es más


bien un montón de materiales que un edificio. Y el autor se cuenta entre los
principales representantes de la escuela histórica. Nos ha regalado, en parte
de una página con una consideración de tipo dogmático, sobre la tutela,
llevando al extremo la desorganización del conjunto y la recopilación de
las cosas más heterogéneas.

82
Veterinaria, que después de haber asistido a un curso
sobre la anatomía del caballo, se hubiese empeñado,
confiando en sus conocimientos científicos, en domar
un potro salvaje, dando con sus huesos en el suelo,
donde reflexionaría sobre que son cosas distintas cono-
cer la anatomía de un caballo y ser un buen jinete.
Yo no quiero llenar las respetables columnas de su
Revista con el relato de estos sucedidos, pero dos de
ellos, que hicieron época en la historia de mi evolución
jurídica, me va a permitir usted que los refiera; asestaron
tan rudo golpe a mi fe en la teoría; que me empujaron a
la situación en que ahora me encuentro definitivamente
y arraigado con fuerza invencible, situación de la que he
de arrancar para juzgar en mis próximas cartas nuestra
actual ciencia teórica. Juzgue usted por sí mismo si
pudieron haber ejercido otra clase de influencia que la
de conmover profundamente mi fe.
El héroe de mi primer caso, que se refiere a la doc-
trina de las hipotecas generales, era un músico simpá-
tico y bastante aturdido. Ya su nombre solo daba pábulo
para pensar en cualquier excentricidad: se llamaba Sau-
sewind (viento que silba). Aunque músico en cuerpo y
alma, ocultaba él un fervoroso impulso de ponerse en
contacto con la jurisprudencia práctica, en cuanto que
las relaciones anómalas entre sus ingresos y sus gastos,
a cuyo equilibrio en vano se dedicaba, necesitaban ser
solventadas, aplicando en la realidad la teoría del prés-
tamo, a la que sus acreedores añadían la de los derechos
de garantía, haciendo que los recibos extendidos por
él llevasen la cláusula sub hypoteca omnium bonorum.
Cuando como consecuencias de la teoría del préstamo
se había familiarizado con las materias limítrofes, verbi
gratia, escritos con reconocimiento de deudas, letras de
cambio, intereses, anatocismo, etc., y había adquirido

83
cierto conocimiento del procedimiento civil, se consa-
gró a una materia procesal, que hasta entonces había
permanecido extraña a sus experimentos, en cuanto que
uno de sus acreedores ensayó en lugar de tocar un solo
de procedimiento ejecutivo, como él se expresaba en
técnica musical, unir sus fuerzas procesales con otros
en esa verdadera composición sinfónica procesal, que
los juristas llaman en su jerga, concurso.
El tema que fue tratado no en contrapunto, sino
mejor contradictoriamente, era de naturaleza estricta-
mente musical, como que consistía en diferentes ins-
trumentos de música, de cuerda y de aire, un piano de
cola y las correspondientes partituras.
La liquidación no ofrecía realmente dificultades,
pero en cambio las presentaba, y grandes, el procedi-
miento para señalar la prioridad, ya que el concursado
había convenido hasta ocho hipotecas generales, suce-
sivamente. Cierto que el fijar su fecha de constitución,
resultaba claro e indiscutido, puesto que cada hipoteca
general llevaba, como escrito en la frente, el día de
su nacimiento, y formaban una serie análoga a la de
las letras del alfabeto A, B, hasta la H, de las que yo
me valdré para señalar a sus titulares. Pero el punto
debatido lo constituía la determinación del objeto sobre
que recaían esas hipotecas, a saber, si debía entenderse
como tal toda la fortuna o solamente porciones de ella.
En el primer supuesto, cobraba, primero, íntegramente
su crédito, A, después B, y así sucesivamente. En el
segundo, A tenía constituida hipoteca solamente sobre
aquellas objetos que existían en la fortuna del deudor
en la época de constituirse aquella garantía, pero en
los demás adquiridos con posterioridad, tenía un cré-
dito contemporáneo al de los acreedores que entonces
habían constituido ya una hipoteca general. Y de ser así,

84
lo decisivo consistía en saber el momento en que los
varios objetos de la fortuna del deudor habían ingresado
en su patrimonio.
Aquella primera opinión era la que durante siglos
dominó en la práctica, sólo que nuestros teóricos actua-
les han lanzado sobre ella un juicio condenatorio que se
encuentra bastante extendido y nadie se asombrará de
que yo, en este caso concreto, me inclinara a dicha opi-
nión, que estaba defendida por hombres como Puchta,
Vangerow, Sintenis y otros, para fundar mi juicio. Y al
seguirla, la cuestión de prioridad no se determinaba por
la fecha de establecimiento de la garantía, sino por la
de ingreso de los diferentes objetos en el patrimonio,
y esta fecha necesitaba, naturalmente, ser probada por
el que la afirmaba.
Ahora bien, en general era fácil formar la lista
cronológica de ingreso de los distintos objetos en el
patrimonio. Lo primero era el piano, luego se le había
añadido el violín, posteriormente una viola, que pronto
había sido reforzada por un violoncello. Venían a conti-
nuación los instrumentos de aire: comienza con: A) un
clarinete, que pronto es acompañado B), por una pareja
del otro sexo; y una vez entrado en este capítulo había
el compositor, en un progreso incesante, adquirido una
flauta, que pronto debió hacer sitio para dejar hueco
a una trompa. Estudiando todos estos instrumentos, le
sorprendió el concurso: el decreto de aperiundo con-
curso, cayó precisamente en el aria del sueño y el algua-
cil entró en la casa en el instante en que el compositor
escribía y ensayaba la cadencia final. La comprobación
pura y simple de aquel orden cronológico, no podía,
sin embargo, bastar por completo. Hubiera podido ser
aceptado que el compositor llevase el mismo compás en
la adquisición de instrumentos que en los compromisos

85
con sus acreedores, por ejemplo, que hubiera celebrado
el contrato con D) en el tiempo que medió desde la
adquisición de la viola a la del violoncello; con E entre
este último y la del clarinete A) y así sucesivamente.
En una palabra: que a la adquisición de cada instru-
mento hubiera acompañado la de un nuevo préstamo y
un nuevo acreedor. De hecho, el músico parecía haber
seguido este paralelismo entre la expansión de sus estu-
dios musicales y la de sus deudas, pues había bauti-
zado con su gracejo peculiar a cada instrumento con el
nombre de uno de sus acreedores y así, por ejemplo,
los clarinetes no los llamaba a) y b), sino los clarinetes
de Schmul y de Itzig. Partiendo de este supuesto, se
establecía el cuadro de las relaciones de prioridad en
la forma siguiente:

Trompa: HGFEDCBA
Flauta: GFEDCBA
Clarinete B: FEDCBA
Clarinete A: EDCBA
Violoncello: DCBA
Viola: CBA
Violín: BA
Piano: A

La cuestión ahora consistía en que, procesalmente,


no estaban demostradas aquellas adquisiciones en forma
alguna y la fijación de prioridad, por tanto, no podía
apoyarse en esa base, sino que necesitaba la prueba del
día de cada adquisición. El mes sólo, no era suficiente,
pues en junio de 1850 aparecía indiscutiblemente, el
clarinete A) entrando a formar parte del patrimonio en
el activo de la fortuna y en el pasivo el crédito de E, en
cambio, constituía tema de discusión entre los acreedo-

86
res, y un hecho enteramente dudoso, si la adquisición
había tenido lugar antes o después del 13 de dicho mes,
ya que esa fecha era la del crédito de E. De hecho no
quedaba otra situación que cargar a los ocho acreedores
con la prueba de la adquisición de todos los instrumen-
tos, salvo el piano, para determinar el momento en que
ingresaron en el patrimonio del músico. Con respecto
a las partituras, ocurría exactamente lo mismo: cada
tiempo del Cuarteto de Mozart, cada sonata de Beetho-
ven, o cada vals de Strauss («El día más hermoso de mi
vida en Baden», «El Danubio azul», etc.), constituía el
objeto posible de varias hipotecas generales.
Las dificultades que me produjo la exacta formu-
lación de los términos de esta prueba, prefiero no con-
tarlas. Lo más terrible, sin embargo, ocurrió al final.
Cuando yo presenté mi proyecto al jefe (usted recordará
todavía aquella especie de bajá, rudo pero recto, de que
le hablaba en mi carta anterior) y lo hubo leído, se me
quedó mirando un buen rato, como unos tres minutos,
estallando al fin en un ataque de risa, que parecía no
iba a concluir. Una trompa, objeto de ocho hipotecas
generales; una flauta, de siete; un clarinete, de seis, y así
sucesivamente; un vals de Strauss, trofeo de una pelea
por la prioridad… todas estas representaciones tenían
para él una tan irresistible fuerza cómica, que a pesar de
todo su afecto hacia mí, y comprendiendo la molestia
que me producía su risa, no lograba librarse de ella.
En definitiva: mi proyecto no fue, como yo espe-
raba, al cesto de los papeles, sino que lo guardó como
una curiosidad, que se encontrará seguramente entre
sus documentos cuando muera. Lo que él dijo en aque-
lla ocasión de la teoría, será preferible que lo pase en
silencio; merece en cambio la pena que refiera cómo
aquel señor, restaurando la práctica antigua, propor-

87
cionaba la solución. Razonaba de esta manera: un
almacén puede ser, como universitas, objeto sucesivo
de varias garantías y no se registran opiniones en con-
trario, es decir, que esas pignoraciones, llamémoslas
así, alcanzan a todos los objetos que en el momento
de ejercitarse la acción pignoraticia se encuentren en
el local, sobre los cuales A. actúa como tenedor de la
primera hipoteca, B. de la segunda… con ello también
se respeta la voluntad de las partes, que fue conceder
el mismo trato jurídico sobre un complejo patrimonial,
pues si el segundo acreedor hipotecario, conociendo
la existencia del primero, quiso someter de un modo
singular algunos objetos a una prenda especial, pudo
hacerlo.
El segundo caso que quiero referirle se desenvol-
vió en el campo de la teoría posesoria. Yo no hubiese
creído posible que cualquier caso relacionado con la
posesión, ofreciera dificultades, después que Savigny
hubo escrito sobre esta doctrina poniéndola a la clara
luz del día. Y sin embargo, el caso se dio y fue uno de
los que mejor me enseñaron. Me acomete un verda-
dero espanto cuando considero la inseguridad de las
cosas humanas y veo el conocimiento que sobre esto
me proporcionó con tal relieve aquel caso. Se habla de
un beatus possessor, y el propio afortunado, cuando
se recrea y esparce su vista por todo lo que le rodea,
puede dar expansión a su dicha y exclamar con énfasis:
«todo esto me está sometido, debo confesar que soy un
hombre afortunado». ¿Afortunado? Sí… mientras dura.
Porque un pleito posesorio puede acabar con tu dicha
y hasta contigo, por lo menos si es resuelto conforme
a la doctrina de Savigny. Escuche usted:
Pedro Habermaier, así se llama el hidalgo, y Jür-
gen Habermaier, eran hermanos y convecinos; los dos

88
pertenecían a esa clase intermedia entre campesino y
terrateniente, para la que la lengua alemana carece de
expresión adecuada; los llamaremos, tomando un tér-
mino extranjero, gentes acomodadas (Oekonome). En el
año 1848 tuvo Jürgen la mala idea de interesarse tanto
en la vida política práctica, que un día hubo de despe-
dirse rápida y tiernamente de sus gansos, de sus cerdos y
de sus gallinas, como diciéndoles con el poeta: «Adiós,
vosotras montañas; adiós, queridos rebaños; adiós, gan-
sos, cerdos y gallinas míos», habló en secreto unas pala-
bras con su hermano y desapareció velozmente más allá
de las montañas. En el mismo día se personó Pedro en la
granja abandonada para instalarse y administrarla; dijo a
los criados que desde aquel día habrían de considerarle
como al amo, y empezó a ocuparse de los abandonados
cerdos, gansos, etc. Sobre si la administración la tomaba
con tal o cual título jurídico y sobre la naturaleza de su
situación posesoria, si actuaba como curator absentis,
fiduciarius, mandatarius, negotiorun gestor o acreedor
anticrético, comprador o arrendatario, no se quebraron
la cabeza en averiguado ni él ni sus vecinos: todos res-
petaron sencillamente el hecho. Sin contradicción reco-
gió la cosecha que había sembrado Jürgen, sacó a pastar
el ganado y lo mismo que en tiempo de éste, disfrutaron
libremente del sentimiento de su seguridad jurídica, los
patos, las gallinas, los gansos, etc.
Esta pacífica situación había de tener, sin embargo,
pronto un trágico final. Apenas había transcurrido medio
año, cuando un vecino creyó llegado el momento de
renovar añejas pretensiones a la propiedad de ciertos
terrenos anejos a la granja de Jürgen, y un buen día
como una tromba desatada, se precipitó bramando, gru-
ñendo y clamando al cielo por el despojo que contra
él se había cometido, pretendiendo quedarse con todos

89
los ganados, como ocurre en la primera escena de Rei-
necke con la zorra. Enrique el Cuervo, como se le lla-
maba de apodo, iba con toda su gente: hijos, criados,
criadas, y como si hubieran renacido las costumbres
de los tiempos medievales, y hubiese ocupado aquellas
tierras, se llevó cuantos bípedos y cuadrúpedos encontró
allí y eran susceptibles de un transporte rápido. En los
días siguientes se repitió la escena. Pedro Habermaier,
escarmentado con el ejemplo de su hermano, renunció
a poner en práctica la idea de tomarse la justicia por
su mano y prefirió seguir un camino legal. Elevó una
demanda por trastornos en la posesión y pidió se le
amparase en su tranquilo disfrute. A mí me confiaron
redactar el proyecto de resolución. Precisamente mi jefe
estaba en viaje de baños y habíamos quedado solos el
asesor y yo. ¡Ojalá hubiésemos sido nosotros los agüis-
tas! Por lo menos hubiésemos purgado la sentencia que
yo redacté y que el asesor suscribió. Los manantiales de
Karlsbad, donde nuestro jefe bebía sus aguas, hubieran
sido poca cosa para limpiar aquella resolución, así como
para suavizar el juicio que el juez emitió cuando llegó
a tener noticia de ella. Y sin embargo, bien mirado,
era correcta en principio y se encontraba —hoy mismo
me atrevo yo a asegurarlo— ajustada enteramente a la
teoría posesoria de Savigny, aunque desde luego un
práctico juicioso se hubiese dejado cortar los dedos de
la mano antes de firmarla. Pero mi asesor olvidó esto y
han quedado de él sentencias tan malas, como diserta-
ciones indigestas. Debo decirle que, además de asesor,
era publicista sobre temas jurídicos y en verdad de la
especialidad o clase más peligrosa.
No es éste lugar a propósito para exponerle a usted
mis opiniones respecto a los distintos grupos en que
pueden clasificarse los escritores juristas. Pero yo con-

90
sidero que pertenecen a la especie más peligrosa aque-
llos que se sienten grandes teóricos, porque sienten una
voz interior que les dice que no son prácticos. Usted
convendrá conmigo en que es mucho más fácil, con
ayuda de la literatura existente, componer una diser-
tación en la cual resulta obligado citar a todos los que
han escrito sobre la materia, monográficamente o en
compendios, que redactar una sentencia o formular una
demanda. Hasta para el más romo de entendimiento, es
asequible aderezar una monografía en la que son llama-
dos a capítulo, y juzgados, todos los escritores que con
anterioridad se han ocupado del mismo tema; y no es
tampoco ningún imposible llegar a imprimirla en una
de nuestras revistas de las que se dedican al cultivo del
derecho común; si no la admite el «Archiv für zivilistis-
che Praxis», la aceptará el otro Archivo: para la ciencia
jurídica práctica; o si no, uno de los Anuarios: el de
Gerber y Ihering, o el de Bekker y Muther, pues malo
ha de ser que rechazada en uno, se le cierre también
en el otro y en último término aún queda disponible la
«Zeitschrift für Zivil und Prozessrecht», que envía a la
imprenta cualquier original, sin mirarlo ni menos leerlo,
llegando a constituir un verdadero asilo para los que
carecen de hogar, ya que allí cualquiera encuentra aco-
gida. Con una sentencia o una demanda, si el asunto es
algo intrincado, es necesario emprender otros caminos;
no se puede trabajar con ideas ajenas, sino pensar por
cuenta propia. No es extraño que muchos que no han
cosechado precisamente laureles en ese campo, hayan
buscado sus éxitos por el lado de las publicaciones,
aunque no sea más que para apelar ante el público, más
amplio y más ilustrado, de las repulsas que han recibido
sus opiniones y razonamientos por parte de los jueces
y por parte de los otros letrados, sus compañeros. Y si,

91
lo que no es extraño, la disertación del autor llega a
ser citada por algún autor famoso, como Vangerow, ya
le tenemos incluido entre los «publicistas alemanes de
derecho» y su nombre pasará a la literatura, juntamente
con los de Savigny y Puchta: Savigny, Puchta, Vange-
row, Hühnerfuss.
«Savigny —se dirá en alguna otra monografía—
afirma tal y cual cosa, pero con razón le objeta Hühner-
fuss, etc., punto de vista que sin razón ha impugnado
Kohlmeier (su colega)».
Radiante de alegría mostrará Hühnerfuss el pasaje
a su esposa, y ésta que acostumbra a medir la razón o
sinrazón por el grado que se ocupa en la jerarquía social,
saboreará acaso el pensamiento, que la llena de dicha,
de que su Hühnerfuss es un hombre como Savigny y
que está autorizado para alternar con él mano a mano.
El propio afortunado irá al día siguiente a ocupar su
puesto de costumbre, con el convencimiento de que se
encuentra desplazado y sólo le merecerán una sonrisa
compasiva las ignorancias de sus compañeros, «pobres
trabajadores que no tienen idea de la verdadera ciencia».
Tras de algunas semanas o meses podrá ocurrir
que de alguna disertación llegue a afirmar que contiene
«errores» propios de los prácticos. Y no puede ya causar
admiración que cada vez dedique menos espacio a sus
apuntamientos y sentencias, cuando tenga que dedicarse
a este trabajo, y que llegue a sentirse una especie de
Pegaso sometido al yugo.
Un Pegaso civilista venía a ser mi asesor. Así como
en presencia de nuestro jefe no se atrevía a sostener
opinión y a presentar sus «manías teóricas», como aquél
las llamaba, tanto más deseado resultaba para él aquel
momento en que era el único llamado a resolver y podía
rendir a la teoría los debidos honores.

92
¡Pedro Habermaier habría de experimentar a su
costa lo que esto significaba!
El demandado había reconocido la existencia del
acto de fuerza y la posesión de hecho por parte del
demandante, sólo que él le había discutido la pose-
sión jurídica o especial: el rasgo que, según la teoría
de Savigny, distingue a la primera de la segunda: el
animus domini.
Como por parte del demandante, con error, no se
había planteado el summarissimum, sino el posses-
sorium ordinarium, no quedaba otro remedio que cargar
al demandante con la prueba de su posesión jurídica,
in especie, del animus domini; una presunción de esta
intención en favor del poseedor era, y sigue siendo, para
mí desconocida. En tal sentido formulé yo el auto orde-
nando la prueba en el sentido de que «el demandante
pruebe haber poseído el predio discutido como si fuera
un propietario»; mi asesor prestó conformidad al pro-
yecto, y así se notificó. Apeló el demandante, pero por
desgracia quedó desierto el recurso; y el auto abriendo
el período de prueba se hizo firme.
Así, pues; Pedro Habermaier tenía que demostrar su
animus domini: y sólo entonces, cuando penetré en las
diligencias de prueba, comprendí lo que había hecho.
Como escribo para juristas, no necesito indicar que la
prueba fracasó, ni tampoco los motivos de este fracaso.
A cualquiera le invito a dilucidar cuando un labrador
está en sus tierras, si lo hace con animo domini. Si
contempla usted dos montones de estiércol o de heno,
¿se atrevería a asegurar cuál ha sido acarreado por un
detentor o cuál por possessor? Si la exigencia del ani-
mus ha de tener algún sentido y ha de funcionar como
una verdad práctica, debe ir unido a la posesión y con
ella sostenerse y caer. ¿Qué diría usted si un arrendata-

93
rio se atreviese a querer tener animus domini, aun contra
todas las teorías, y por el contrario, un possessor con
títulos jurídicos se negase a sí mismo ese animus? Aquí
dirá la teoría: eso carece de valor. Pero si el poseedor,
suponiendo acertado ese juicio, de hecho o de derecho,
tiene siempre voluntad de poseer, la que según el dere-
cho debe tener, ¿a qué conduce la exigencia del animus
domini? A mí se me representa como un acompañante,
sin voluntad, de la posesión jurídica, su pura sombra, y
hacer depender de esto la existencia o no existencia de
la posesión jurídica, se me antoja algo así como decir
que una criatura tendrá dos o cuatro pies, si su sombra
tiene dos o tiene cuatro, lo cual sólo ocurriría cuando
el sol luciese.
Mediante aquel negocio llegué a curarme para
siempre de mi creencia en el animus domini. Esta cura-
ción le costó, sin embargo, a Pedro Habermaier más de
373 thalers; pues que perdió el pleito, y con costas, no
necesito decirlo.
Empero esta suma, para mí, no resultó gastada en
balde, y aún creo que resultará útil para alguno de sus
lectores, con lo que en definitiva el dinero no se des-
pilfarró. Así están las cosas arregladas en el mundo:
juristas y médicos hacen sus experiencias, y las partes
o los pacientes pagan, quedándoles sólo el consuelo
de que sus desembolsos redundan en beneficio de la
humanidad y de la ciencia.
Las muchas y desagradables horas que aquel asunto
me ocupó, fueron compensadas con creces por la uti-
lidad que me rindieron, pues yo debo decir que gra-
cias a ellas, rompí para siempre la cadena de esclavo
que me sujetaba a la teoría. Colaboró ciertamente, y
no poco, mi viejo juez, pues no dejaba pasar ocasión
para recordarme aquel asunto y era suficiente, cuando

94
yo propendía de nuevo a hacer la más mínima aplica-
ción de insanas teorías, con que a sus labios asomase la
pregunta: ¿Quiere usted habermaiern45 otra vez? Desde
entonces adopté esa expresión suya, y hasta acostumbro
a designar todo aquel período de mi vida que concluye
con el asunto de Habermaier, con el nombre de período
Habermaier. A quien no encuentre otra expresión más
adecuada le brindo yo esta mía.

45
 Hace aquí un verbo derivado de un nombre propio, como si en
castellano dijéramos, suponiendo que el protagonista se llamase Sancho,
¿quiere usted sanchear? (N. del T.)

95
CARTA QUINTA46

La moción de Volkmar sobre la reforma de los estu-


dios jurídicos y de los exámenes (para entender las dos
cartas siguientes estimo necesario reproducir aquí la
moción de Volkmar).

«Proyecto presentado por el Consejero judicial


Volkmar, de Berlín, al Cuarto Congreso alemán de
juristas. Mainz, 1863.
Se propone al Congreso que declare ser su opinión:
Los estudios jurídicos en las Universidades necesitan de
un desenvolvimiento más amplio. Para lograr este pro-
pósito se consideran apropiadas las medidas siguientes:
1. Debe cuidarse la exégesis y la historia literaria
del derecho, más que hasta lo presente.
2. En la recluta del profesorado ha de hacerse hin-
capié en la formación práctica y docente.
3. Para lograr atender a la necesidad de las prácticas
debe fundarse una clínica jurídica.

46
 Deutsche Gerichtszeitung, año V, 1863, núms. 35 y 36.

97
4. El tiempo de estudio ha de abarcar un período
de cuatro años.
5. Debe ser suficiente un examen único. Deberán
colaborar en él y en número igual:
a) Los docentes de la Universidad sin distinción
entre profesores ordinarios y extraordinarios
y Privatdozenten.
b) Miembros de la carrera judicial.
c) Ídem del foro (abogados en ejercicio).
Los examinadores deberán renovarse.
6. Los collegia publica deben constituir un momento
esencial en la enseñanza.
7. La libertad de enseñar es tan necesaria como la
de aprender. Debe desaparecer por tanto:
Toda coacción para asistir a una institución de en-
señanza, todo monopolio de Universidad por parte de
los países. Toda limitación de la enseñanza privada».

De los motivos creo necesario destacar lo siguiente:


«Cuántos prácticos cuyo tiempo y circunstancias les
impiden asistir a los cursos privados, serían asiduos
y entusiastas asistentes a los collegia publica, que
mantendrían, además, vivo en los profesores el afán
de enseñar bien. Precisamente estas conferencias
públicas ofrecerán ocasión a los docentes para aplicar
prácticamente el docendo discimus, tratando en esos
publica temas hasta entonces escasamente conocidos
y que no están para ellos enteramente claros. Se lee
en Dion Cassio (60, 33) que el Emperador Claudio
hizo arrojar al Tíber sin más trámites a Julio Gálico,
porque se había producido ante su Tribunal con dema-
siada claridad y viveza y que Domicio luego, en cierta
ocasión, negó su asistencia como abogado con estas
palabras: ¿quién te ha dicho que yo sepa nadar mejor

98
que Gálico?, y se dedicó a dar conferencias públicas
entre abogados.
En Macrobio se leen estas palabras: Ego taceo, non
est enim facile in eum scribere, qui potest proscribere,
etc.; él busca públicamente resolver el problema de los
abogados oficiales o del Estado».

***

Tiene usted razón, amigo mío: la proposición de


Volkmar entra de lleno en el tema que yo me he pro-
puesto desenvolver y debo aprovechar la ocasión que
me brinda para manifestar mi manera de ver el asunto,
exponiendo cómo y dónde podría mejorarse nuestra
jurisprudencia, para que estas ideas puedan utilizarse
cuanto antes, ya que hasta ahora he adoptado el aire
de un crítico implacable, papel cómodo ciertamente,
aunque ya se oyen críticas de que no todo aquello es
razonable y que desde luego es una crítica puramente
negativa. De un crítico puede pedirse no ya que lo haga
mejor (cosa a que los críticos no están acostumbra-
dos), pero sí por lo menos que indiquen cómo los otros
podrían hacerlo mejor. ¿Y qué ocasión más oportuna
podría yo imaginar que la actual, en que «la fuerza
toda de los juristas alemanes», como el ponente llama
al Congreso, está reunida, para prestar un pequeño
servicio a la jurisprudencia, algo así como el que a
la patria alemana pueden prestarle sus Príncipes reu-
nidos al mismo tiempo en Francfort? Ciertamente para
nosotros, que vivimos en un momento en que tales
cosas ocurren, sería feliz aquel llamado a elevar su
voz y poner manos a la obra y merecería en cambio el
desprecio quien por comodidad o por miedo tratara de
librarse de semejante trabajo.

99
Y sin embargo, quiero confesárselo a usted, yo he
vacilado y dudado en un principio para corresponder a
su invitación. El proyecto de Volkmar ha venido para
mí con algunos años de anticipación; me coloca en la
situación de un cazador que ha estado esperando la
caza durante largo tiempo y a quien de pronto se le
presenta a tiro sin tener cargada la escopeta. El señor
Volkmar está ya en mi última carta, pero yo me encuen-
tro aún en la quinta. Y si usted cree que esto resulta
algo oscuro, yo ando todavía ocupado en estudiar los
síntomas y las causas de la enfermedad y la naturaleza
de la dolencia, mientras aquella proposición plantea el
procedimiento de curación. Es esto un justo castigo
por mi premiosidad. Si yo hubiese escrito la docena de
cartas que le tengo prometida, en una sucesión rápida,
podría encontrarme ahora en la undécima y abordaría
el tema planteado por Volkmar, en la duodécima. Pero
los acontecimientos no aguardan y, más aún, si, como
ocurre aquí, se trata de cuestiones que el ponente cali-
fica de candentes y aun podríamos añadir que lo serán
para algunos, que en ellas se quemarán los dedos. Den-
tro de pocos días se pondrá a discusión en Mainz, y ya
que me veo impedido de asistir al Congreso, no quiero
acudir con mi duodécima carta post festum pasado ya el
momento histórico que acaso no vuelva a darse en toda
mi vida, así es que a pesar de todos mis prejuicios siste-
máticos me ocuparé ahora de mi duodécima carta. ¡No
lo harán mejor muchos médicos! Porque si se tratase de
aplicar un plan curativo, al que hubiese precedido con
su orientación, la exploración y el diagnóstico enlaza-
dos rigurosamente, aquel plan estaría enteramente en
su sitio. Pero el paciente no espera, quiere un remedio
cualquiera y por eso le receto agua de regaliz o cosa
parecida.

100
No puedo ofrecer a usted en esta ocasión mucho
más que agua de regaliz, no ya porque no posea otra
cosa (caso necesario podría sacar algo mejor) sino por-
que el paciente a quien va destinado el remedio, no
está de momento en condiciones de recibir otra cosa.
¿Quién tendrá el humor de leer en Mainz, junto a todas
las congratulaciones y honores que allí les esperan, una
carta seria sobre el proyecto de Volkmar, cuando allí
se encuentran para leer otras cosas que les serán más
gratas? Para que esta mi carta no corra allí igual suerte
que otros impresos que, como de costumbre, habrán
de repartirse con profusión, y que difícilmente podrán
sustraerse a aquel destino en que el estado de ánimo del
lector le coloca frente al cúmulo de impresos (esto es,
tirarlos sin haberlos leído), no me queda otro recurso
que acomodarme a las opiniones y ambiente que hay
que suponer en Mainz por esos días. Debe tenerse en
cuenta que lo mismo que el aguardiente, del que se dice
en aquellos conocidos versos que «a media noche no
debe ser perjudicial», tampoco a media noche, cuando
un honorable congresista, terminados los trabajos coti-
dianos se retira a casa, con paso un poco tardo y con-
ciencia algo confusa, se le debe obsequiar con una carta.
Pero, ¿por qué precisamente una carta? Las sesio-
nes en Mainz consistirán en discursos. Hace ya tiempo
que observo en mí la necesidad de pronunciar un dis-
curso en el Congreso para, a semejanza de otros colegas
que allí se sienten, cuando vuelva a mi residencia, ver
mi nombre registrado en las actas estenográficas de las
sesiones. Desgraciadamente, me falta, hasta ahora, la
cualidad que algunos poseen en grado envidiable, el
arrojo, o, para hablar con más exactitud, cuando me
decido a pedir la palabra, mi resolución resulta tan
intempestiva, que coincide con un momento en que

101
aquellos honorables congresistas, a quienes las sesio-
nes oficiales les parecen siempre demasiado largas y
excesivamente cortas en cambio las reuniones de socie-
dad, empiezan a murmurar «a concluir, a concluir», y
conforme al protocolo debe prescindirse de toda ulterior
intervención en los debates. Pero esta vez no me deten-
dré. Ya lo anuncio al pedir la palabra.
El Presidente. —El Desconocido tiene la palabra.
El Desconocido. —Señores: Después del magní-
fico discurso que acabamos de oír de labios del señor
Piepmeier, no es tarea fácil para mí usar de la palabra,
para añadir algo sobre un problema que yo estimo de
altísima significación y que me atrevería a llamar ver-
dadera cuestión vital para nuestra profesión y nuestra
ciencia. Yo apelo a vuestra paciencia, si necesito retro-
ceder a aquellos puntos que mi predecesor en el uso
de la palabra ha desenvuelto ya en cierto modo, supo-
niendo que a todos los oradores sucesivos les queda
la posibilidad de decir algo mejor o algo nuevo. Me
limitaré, sin embargo, a aquellos extremos tocados con
menos profundidad.
La tendencia del proyecto de Volkmar podría carac-
terizarse con esta frase: se trata de una selección del
ganado jurídico. Señores: confesémoslo paladinamente:
nuestro ganado es malo. Yo hubiese deseado que el
señor ponente tuviese el valor de decirlo claramente,
en vez de dejárnoslo adivinar y leer entre líneas. No
se puede lavar una piel sin mojarla (hasta ahora no se
ha descubierto un procedimiento de lavado en seco),
y quien quiera implantar reformas, no se debe andar
con remilgos, usando sólo las puntas de los dedos y
calzando guantes de cabritilla, sino trabajando el objeto
con puños fuertes; pero por lo menos, uno debe como
hace el ponente al concluir su exposición de motivos,

102
despedirse con la seguridad de que «entrega su ponencia
con gusto al examen de todas las tendencias que puedan
surgir, etc.».
Nuestro ganado es malo, pero puede y debe ser
mejorado. ¿Quién no compartirá este optimista senti-
miento mío, cuando contemple los éxitos que se han
obtenido en otras zonas que están muy por debajo de la
nuestra? Lo que es asequible a un agricultor, ¿deberá ser
para nosotros extremadamente difícil? La selección bien
dirigida, permite mejorar la lana de las ovejas (Rumores
en la asamblea.) y obtener también depurada la carne,
leche y huesos; y nosotros ¿no vamos a estar en condi-
ciones (Se acentúan los rumores.) mediante un cambio
adecuado en el cebo jurídico que demos a los tiernos
discípulos de Temis, para proveerlos de una buena piel,
que les asegure contra las inclemencias del invierno,
en lugar del ralo pellejo teórico, que los expone a los
hielos de la vida práctica? (Rumores y siseos generales.)
Al ocuparme ahora en concreto de las propuestas
que hace el ponente para conseguir aquel fin, sólo puedo
comparar mi posición a la de agüista incrédulo, a quien
el médico del establecimiento le prescribe una serie de
normas. Saben ustedes, señores, que los médicos de
esa especialidad acumulan prevenciones y más preven-
ciones: prohíben el vino, el te, la cerveza, la manteca,
las frutas y otros alimentos, mandan que no se duerma
menos de tantas horas ni más de cuantas, nunca inme-
diatamente antes o después de comer, etc., etc., en suma,
que someten a su severa reglamentación hasta los más
mínimos detalles. El escéptico comprueba pronto que
no es necesario tanto rigorismo y hasta en un momento
de confianza, el médico le confiesa que muchos de esos
preceptos sólo sirven para imponerse a los temperamen-
tos crédulos. De igual forma distingo yo entre las pro-

103
puestas del ponente aquellas que verdaderamente están
hechas en serio (entre las cuales cuento la reforma de
los exámenes y el plan de estudios jurídicos) y aquellas
otras redactadas simplemente para imponer respeto o
sólo con fines decorativos, entre las que colocaría las
relativas a la historia literaria del derecho, los publica
exegetica y la prolongación a cuatro años de la duración
de los estudios. La concesión extraordinariamente gene-
rosa que el ponente hace por medio de sus propuestas a
los intereses de la ciencia pura, cerrará la boca a todos
aquellos que pretenden presentar su proyecto de refor-
mas como un peligro para aquella misma ciencia. Yo
aseguro que por medio de aquellos procedimientos se
sirve al fin científico de un modo completo y que serán
recibidas, especialmente en los medios académicos, con
gran satisfacción. Los estudiantes con los que he tenido
ocasión de hablar, se alborozan extraordinariamente con
la propuesta de prolongación a cuatro años del tiempo
de estudios, y yo he sido requerido insistentemente por
muchos de ellos para que me adhiera calurosamente
a esta iniciativa. Encuentran que el plan de tres años
resulta excesivamente corto para lograr los fines que
explican los motivos de la propuesta47.
Especialmente allí donde existe todavía la asisten-
cia obligatoria a las clases, están convencidos de que,
cuando se elimine, merced al proyecto, el trienio aca-
démico, debe convertirse en un cuatrienio, con lo que
no les resultará difícil cumplir su misión en forma ple-

47
 «Ellos (los candidatos a ingreso en la Universidad) no estudian
durante el primer año, porque abrumados todavía por el examen de final
de Bachillerato, quieren gozar a rienda suelta de su libertad académica.
No pueden estudiar durante el segundo, porque han de cumplir sus deberes
militares. Y tampoco estudian en el tercero, porque necesitan prepararse
para el examen».

104
namente satisfactoria. Aun a tal precio, están dispuestos
a reconocer la necesidad de que «el derecho natural o
filosofía del derecho, la niña de los ojos de Dios», sea
cultivado asiduamente; a que haya conferencias sobre
historia literaria jurídica, ejercicios exegéticos y públi-
cos de todas clases sobre la base naturalmente de que no
se les obligue a seguirlos y de que no tengan necesidad
tampoco de examinarse de esas materias. Esta parte del
público, pues, señores, ya está con nosotros, y esto no es
algo desdeñable, pues quien tenga consigo la juventud,
puede asegurar que le pertenece lo porvenir. (Voces:
Muy bien, bravo.)
También los docentes con quienes he hablado
están en su inmensa mayoría, extraordinariamente
satisfechos; especialmente a los «Privatdozenten»48 les
satisface su participación en los tribunales de examen,
la creación de nuevas Cátedras de exégesis e historia
literaria del derecho, que representarían para Alema-
nia y Suiza un número respetable de puestos nuevos.
Únicamente de la disertación pública a que el ponente
alude en su exposición de motivos, no mostraban gran
interés en conocer pormenores. Todos lo estimaban, en
verdad, bastante cómodo. Sólo es necesario tener en
estudio problemas «que no han llegado a ser para uno
suficientemente conocidos, o que no se encuentran ente-
ramente aclarados», y con referir un caso o sucedido
que se relacione con ellos o contar una anécdota, «ya se
cumple en la conferencia pública con su objeto». Ellos
opinan que no sería necesario para tal fin acudir, como
hace el ponente, a Dion Casio o a Macrobio, libros que

48
 Doctores a quienes la Universidad autoriza para dar cursos en su
recinto y a abrir matrícula, pero sin recibir subsidios ni adquirir categoría
permanente. Suele ser paso obligado para llegar a profesor.

105
no todos encuentran espacio propicio para leer, sino que
bastan las lecturas corrientes: una revista, un periódico
de noticias, una novela, especialmente las modernas,
de problemas jurídicos, para que se despierte el interés.
Pero para hacer una conferencia pública, lo primero que
hace falta es tener público que quiera escuchar, Y ellos
temen que la indicación que hace el ponente a «muchos
prácticos a quienes el tiempo y las circunstancias no les
permiten asistir a los cursos privados» no sería atendida
en debida forma, sino que aquéllos quizás encontrasen
incomparablemente más cómodo constituir ellos mis-
mos su propio público.
Necesitando exponer mi juicio sobre aquellas pro-
puestas doctrinales, debo declararme en contra de ellas
en la forma más resuelta. ¿Qué médico prescribiría a un
paciente que no puede soportar los baños calientes, que
se los administren durante más tiempo y a temperaturas
más altas? Pues aquí nuestro enfermo es el estudiante y
los baños las explicaciones teóricas. Alargando de tres
a cuatro años la duración de los estudios, añadiendo a
las asignaturas hoy existentes historia literaria, derecho
natural y conferencias exegéticas, cada vez se sumirá el
paciente más a fondo en la teoría, es decir, que agrava-
remos el mal que tratamos de curar, en vez de aliviarlo.
Señores: lo que nuestro cliente necesita es preci-
samente lo contrario (Muy bien), temperaturas bajas,
envolturas frías, hielo en la cabeza, sanguijuelas…,
para que vuelva en sí y pueda penetrar sin peligro en
el aire fresco de la vida práctica. La enseñanza debe ser
realista y aquella afirmación de que la jurisprudencia
es una ciencia práctica, debe convertirse en una norma
observada fielmente. Con esto queda ya planteado el
actual debate en forma tan excelente, que yo deseo, en
mi propio interés, limitarme a aquellos dos puntos que,

106
conforme a mi modo de ver, aún no están enteramente
agotados, a saber, la clínica jurídica y la propuesta de
reducir los exámenes a uno solo.
La idea de fundar una clínica jurídica, como he
tenido ocasión de observar, ha impresionado a muchos
y a mí mismo, en cierto modo, me ha seducido. Importa
aludir a esta idea, relacionándola con la evolución his-
tórica de nuestra ciencia; desde este punto de vista, no
aparece como algo insólito, de absoluta novedad, sino
como algo condicionado de un modo necesario por la
dirección actual de nuestra ciencia, como la conclusión
última y el punto de culminación de ella misma, en tal
medida, que yo me atrevo a sostener que si el ponente
no hubiera pronunciado la palabra, otro cualquiera,
acaso yo, lo hubiese hecho. Señores: en toda ciencia
hay períodos en que se encuentra ceñida, con excesiva
angostura, a sus propios límites, y otros en que sale al
aire exterior, como para orearse y fortificarse, de modo
semejante a como nosotros mismos, cuando después
de estar sentados todo el año tras la mesa de nuestros
asuntos, llegamos a experimentar la necesidad de un
viaje, para reponer las fuerzas. Yo llamaría a esto el
viaje de las ciencias. Durante él, se dirigen a sus amigas
y vecinas, pasan una temporada con ellas, continúan su
excursión, ven toda clase de cosas nuevas y regresan a
su casa, remozadas, fortalecidas y enriquecidas con nue-
vas concepciones y puntos de vista. Así, por ejemplo,
en tiempos de la filosofía natural, las ciencias naturales
estaban bajo el mismo techo que la filosofía, ésta, en la
Edad Media, se cobija con la teología, para no hablar
de otros casos. De igual manera nuestra jurisprudencia
ha experimentado la necesidad, de cuando en cuando,
de hacer una visita a sus hermanas; en tiempos pasados,
prefirió a la historia, a la filología, a la filosofía, en el

107
último decenio a las ciencias naturales y a la medicina,
y la fase actual se podría calificar como de influida
por las ciencias naturales (ya que hay un método en
jurisprudencia que pertenece rigurosamente a aquellas
ciencias)49, o mejor todavía de fase o período médico.
Si hoy en día un jurista culto quiere llegar a comprender
una institución, someterla a una investigación anató-
mica y fisiológica, apenas podrán nuestros prácticos en
las actividades profesionales tocar esos temas, sin saber
algo previamente de medicina. Nosotros disecamos el
caso jurídico, como podría hacerlo el mejor anatómico,
necesitamos, como el médico a la cabecera del enfermo,
trazar un diagnóstico y las demás cosas propias de esa
profesión. ¿Y dónde se podrá adquirir esta preparación
jurídico-médica, sino en la clínica jurídica? Puede,
por tanto, causar tan poca admiración el propósito de
crearla, que, por el contrario, lo que resulta extraño es
que no exista ya hace mucho tiempo. Sólo necesita una
adición y una especie de remate, que voy a tener el
honor de exponeros a continuación.
La enseñanza entre los médicos, a los que debe-
mos tener siempre delante de los ojos como modelos,
comienza no con la clínica inmediatamente, sino con
las disciplinas teóricas. Ahora que para las conferencias
orales, se exigen siempre colecciones de todas clases:
anatómica, de anatomía patológica, fisiológica, farma-
cológica, etc. A mí me parece un requisito indispensable
de la enseñanza práctica en la jurisprudencia la idea de
que debe servirse igualmente de sus correspondientes
colecciones. La convicción de que son necesarias estas
colecciones para lograr por medio de ellas una ense-

49
 [Ejemplos pueden verse en mi Espíritu del derecho romano, t. II,
§ 41. –Igual para lo siguiente.]

108
ñanza intuitiva, se apoya en una experiencia que yo
pude realizar en mis años de Universidad. El profesor
a quien yo escuchaba el curso de Pandectas, tenía la
cualidad, además de ser un excelente pandectista, de
poseer una gran afición al rapé, y como consecuencia
en cátedra siempre tenía a la mano una tabaquera de
oro. Fuera porque el contenido de ella estuviese más
o menos cerca de su corazón, el caso es que todos los
negocios jurídicos en que salían a relucir inexcusable-
mente Ticio y Mevio, gravitaban, según su importancia
en torno a la dosis de rapé que cogía, y con idéntica
seguridad a como aguardábamos en cada nuevo caso
jurídico ver aparecer las conocidas figuras de Ticio y
Mevio, podíamos también contar con que la dosis de
rapé formaba parte de sus disputas, como si nuestro
maestro hubiese comprendido que para restablecer el
equilibrio entre la antigüedad y la época actual, frente
a los viejos protagonistas de sus casos jurídicos, nece-
sitaba un objeto moderno. Si Ticio se encontraba nece-
sitado de constituir un depósito en manos de Mevio,
intervenía con toda seguridad un pellizco en la caja de
oro, si quería darle algo en prenda o permuta, vender,
donar, legar o celebrar un contrato innominado, por
todas partes aparecía el polvito de rapé, hasta el punto
de que se hubiese podido creer que todo el comercio
de la antigua Roma y los intereses de la vida romana,
giraban en torno al rapé y a las dosis de éste. Crecía la
cantidad absorbida en proporción extraordinaria sobre
lo corriente, y se transfiguraba el asunto en un prae-
dium rusticum o urbanum, a fin de explicarnos las ser-
vidumbres prediales, las hipotecas y demás relaciones
jurídicas que actúan con inmuebles. Esta poliformidad
inagotable del objeto de demostración, tenía una contra,
y precisamente cierto conocido mío, con el que yo solía

109
repasar Pandectas, llegó a asegurar que el polvito de
rapé le había impedido ser un jurista normal. La mono-
tonía del objeto al cual dirigía su atención con afán de
aprender nunca debilitado, le produjo tal ansia de con-
templarlo, que no concedía atención a las diferencias
entre las instituciones jurídicas, pues su atención estaba
dirigida permanentemente no a los conceptos, sino a las
cantidades de rapé, y al cabo de la hora de conferen-
cia, apenas si conservaba de todas las demostraciones,
otra noción que la de las distintas dosis. La suma, por
tanto, de sus conocimientos, se reducía a esto, llegando
a constituir el compendio y la tumba de toda su ciencia.
Esta experiencia, señores, me trajo a la conclusión
de que para la enseñanza intuitiva de las ciencias jurí-
dicas son necesarios objetos demostrativos diversos, y
continuando yo en este pensamiento, he llegado a deli-
near el plan, que voy a tener el honor de exponeros.
En cada Universidad alemana debe fundarse para
la enseñanza intuitiva, un gabinete o Museo jurídico de
demostraciones. Deberá abarcar dos grandes secciones:
una, para los objetos de derecho y otra para los sujetos;
ambas estarán siempre a disposición de los docentes
para los fines de la enseñanza. El gabinete de obje-
tos comprenderá sólo cosas muebles, pero éstas en un
amplio surtido, a fin de evitar calamidades semejantes
a la que acabo de referir. La enseñanza intuitiva con
respecto a inmuebles, por ejemplo, de las res publicae,
religiosae, servidumbres prediales, derecho de super-
ficie, enfiteusis, etc., podrá suministrarse mediante
excursiones por los contornos. La idea ordenadora al
instalar la colección que habrá de ser la de que para
cada concepto o para cada relación jurídica, se elija un
objeto adecuado, y a él exclusivamente se hagan las
alusiones, a fin de que los dos términos objeto y con-

110
cepto, se asocien en la mente del discípulo, con unidad
de representación. Gracias a este conocido mecanismo
nemotécnico, se adquirirán las ideas en la forma más
sencilla y segura. Tomado como objeto de como dato
un libro, todo volumen que el estudiante viese traería
a su espíritu la idea del comodato; en su capacidad de
recuerdo.
Irán parejos objeto y concepto. Todos los objetos
llevarán adheridas sus correspondientes etiquetas y que-
darán ordenados según las necesidades del sistema. En
Instituciones y Pandectas, figurarán en primer término,
los de la parte general: cosas simples y compuestas,
principales y accesorias, pertenencias, frutos, cosas fun-
gibles y consumibles. Quien hubiese visto siquiera una
vez esta parte de la colección, quedaría asegurado para
siempre contra todo peligro de error o aplicación inver-
tida de conceptos. Por añadidura podrían estos objetos
demostrativos, aun después de las horas de clase, quedar
a merced de una contemplación más próxima de los
oyentes, a cuyo efecto debería permitirse el constante
acceso al gabinete.
El que los clavos de hierro, las velas, la leña, etc.,
pertenecen a la categoría de cosas consumibles, verbi
gratia, sería idea que, una vez adquirida, se grabaría
indeleblemente en el espíritu del instruido por ese
método, mientras que yo recuerdo todavía de mis tiem-
pos de estudiante una viva polémica que sostuve con
un compañero, el cual afirmaba que aquellos objetos
no podían c1asificarse como consumibles, porque no es
costumbre comer ni clavos de hierro, ni leña, ni velas
de sebo.
Tras los objetos de la parte general, vendrían los
de la parte especial, así, por ejemplo, en la propiedad
una colección instructiva para la doctrina de la accesión

111
y la especificación, para la última especialmente dos
objetos: la materia original y la elaborada. En el derecho
de obligaciones se asignaría a cada contrato o a cada
caso de aplicación que presentase un especial interés
jurídico, un objeto, y así, deberían estar representa-
das individualmente las diferentes clases del contrato
de compraventa: compra a calidad de ensayo, compra
conforme a muestras, per aversionem, per mensuram;
para la compra de la herencia, y a fin de ahorrar mate-
rial, podría traerse del derecho hereditario el objeto que
representase la herencia, aunque por lo demás, y exis-
tiendo el peligro de una confusión, no debería nunca
utilizarse un mismo objeto para dos relaciones jurídicas
diferentes y, al contrario, sería recomendable proveerse
de dos ejemplares idénticos del objeto demostrativo, de
los cuales uno representase la forma normal, y la otra, la
excepcional de la relación de que se tratase, de la misma
manera que el médico contrapone a la colección ana-
tómica la de anatomía patológica; por ejemplo, de los
dos libros que representasen el comodato, uno serviría
para entregas y devoluciones normales, y el otro repre-
sentaría la culpa del comodatario, para lo cual podría
ir adornado con un borrón.
No quiero cansaros, señores, amontonando ejem-
plos. De igual modo que aquí hemos hecho para Pan-
dectas, podría realizarse la idea del gabinete de objetos
en las restantes ramas jurídicas, por ejemplo, en el dere-
cho cambiario, donde las diferentes clases de instru-
mentos cambiales y los procesos evolutivos de un giro,
podrían representarse mediante el oportuno formulario.
Un gabinete semejante, dispuesto con arreglo a un
plan, completamente instalado y rectamente utilizado,
causaría admiración, y haría entrar a los discípulos, sin el
más mínimo cuidado, en la vida práctica. Los gastos no

112
serían grandes y se compensarían con creces mediante
el servicio que prestaría. Lo más caro serían los anima-
les, de que tendría que estar provisto, aunque sólo fuera
por la circunstancia de que se trata de un capital que
consume. Y de los animales no podría prescindirse: para
el contractus socidae, ganado intercambiable, para las
actiones aedilitiae, un caballo con algún defecto, por
ejemplo, mataduras; para la actio de pauperie, algunos
bichos con faltas contra naturam sui generis, todos los
cuales, precisamente por tener esos defectos, serían más
baratos; para el usufructo, una oveja, con algún corde-
rito; de la parte general, solamente la universitas rerum
distantium, podría sustituirse, por razones de economía,
mediante el sistema de la excursión, ya que requiere
varios rebaños separados.
La segunda parte de mi colección, el gabinete de los
sujetos, el cual debería proporcionar el material exigible
en sujetos de derecho, ofrecería dificultades, incompa-
rablemente mayores. Y yo no oculto que al planearlo de
un modo completo en mis representaciones mentales,
he tropezado en los últimos tiempos con dificultades
graves para su realización. Esto, sin embargo, no debe
detenerme para presentar a ustedes, por lo menos, la
idea, y ojalá el germen pueda ya, después de siglos,
fructificar.
Consiste el punto capital del gabinete o instituto
de sujetos, en lo siguiente: desplegar ante los ojos de
los alumnos los casos jurídicos desde el comienzo de
la vida hasta el final. Esos sujetos concertarían con-
tratos, redactarían testamentos y codicilos, expedirían
cambiales, dirigirían procesos, prestarían testimonio,
jurarían en falso, legalizarían documentos, extenderían
mandamientos de prisión, cometerían crímenes y deli-
tos…, en una palabra, harían todo aquello que es posi-

113
ble en el terreno del derecho. Por razones de economía
y como ocurre en las compañías de teatro modestas,
una misma persona podría desempeñar varios papeles;
así, por ejemplo, el vendedor y comprador del instituto
podrían figurar, al propio tiempo, como arrendador y
arrendatario, comodante y comodatario, etc., en una
palabra, figurar en todos los contratos o actos jurídicos
que requieren la intervención de dos partes; única-
mente para aquellos actos en que sólo hay una parte,
para acentuar la diferencia entre los negocios jurídi-
cos de una y otra clase, podrían elegirse dos sujetos
que realizaran todos los negocios de ese último tipo:
así, por ejemplo, en el otorgamiento de testamento
o adquisición de herencia, podría figurar el mismo,
pero convendría proveer a estos sujetos de una señal
exterior para diferenciarlos de aquellos que intervie-
nen en los negocios jurídicos bilaterales: acaso fuera
lo más adecuado fijarse en la delgadez o corpulencia,
según los casos. Pero con todas estas simplificaciones,
todavía el número de personas a quienes sería necesa-
rio utilizar, resultaría bastante considerable. Yo pediría
como absolutamente indispensables las siguientes: en
primer término, para los pleitos, un juez, dos procura-
dores y dos abogados, con la consiguiente colección de
testigos (capaces, incapaces, con tachas…); un algua-
cil. Las personas primeramente aludidas, y siempre
por razones de menor gasto, podrían servir también
para los asuntos criminales, y en los civiles, para la
segunda y la tercera instancia; en el caso de un juicio
de responsabilidad civil contra funcionarios judiciales,
donde hacen falta dos jueces, podría el judex qui litem
suam fecerit ser representado por cualquier persona
disponible del instituto; para los jurados, sobre la base
de que el instituto no pudiera proporcionar estos ele-

114
mentos, se alquilarían hombres en cada caso que se
presentase.
Para el derecho privado, deberían estar represen-
tados, en la parte general, los grados de edad, y así el
infans (el nasciturus quedaría a cargo de la mujer que
hubiese de representar el papel de venter en la missio
ventris nomine; esta señora, por razones que a cual-
quiera se le alcanzan, no podría representar permanen-
temente su papel, sino que sería necesario contratar de
cuando en cuando los servicios de una); dentro de este
escalafón, harían falta un infantia maior, un infantiae
proximus y un pubertati proximus, un pubes, un minor
y un maior. Las personas enumeradas podrían pertene-
cer permanentemente al servicio del instituto y pasar
de un grado a otro; cumplida la mayor edad, tendrían
preferencia para ocupar la primera plaza que vacase.
Por lo que hace a las diferencias de sexo, podría pres-
cindirse del hermafrodita, y remitir a los alumnos, caso
necesario, al gabinete de anatomía; por el contrario sería
indispensable la existencia de varias mujeres, por lo
menos, de una casada y de otra soltera, para representar
los esponsales; el matrimonio, la dote, las demandas
de reconocimiento de paternidad y el Senado consulto
Veleyano (según las circunstancias si ellas mismas se
encontrasen en situación propicia, podrían también ser
utilizadas para representar la missio ventris nomine),
naturalmente, haciéndo1es cambiar de indumentaria.
En cambio, para desempeñar el papel de una persona
turpis, cuando fuera necesario, estimo preferible alqui-
lar los servicios de un sujeto apropiado, no ya simple-
mente para aliviar el coste, sino por consideración a
las demás personas del instituto y hasta por los mismos
estudiantes. Para la redacción de los testamentos, habría
que echar mano de unos cuantos hombres: no podrían

115
faltar un miles, un rusticus y un ciego; no aconsejaría,
en, cambio, la admisión de un furiosus entre el perso-
nal del instituto. Sería, por el contrario, irremplazable
el diligens pater familias y como su reverso, y para
poner de manifiesto lo que es la culpa lata, habría de
buscarse una persona extraordinariamente descuidada e
indolente; este puesto podría ser provisto en un poeta
pobre, con lo cual se prestaba un servicio a la funda-
ción Schiller. De la parte especial del derecho privado,
habrían de añadirse a las personas antes citadas un tutor
y un curador; para lo demás, podrían servir las personas
ya existentes. Para el derecho penal, no podría faltar un
amplio surtido de criminales, pues conforme a nuestros
principios, no podrían ser provistos los cargos de ladrón
en grande, de ladrón cualificado o de simple ratero, de
homicida o de asesino; en una misma persona.
El Presidente. —Me permito invitar al orador a que
abrevie, ya que los ejemplos expuestos son suficientes
para explicar su idea.
Varias voces en la asamblea: ¿Y cómo represen-
taría el orador a un absens o a un desaparecido? (Sen-
sación.)
El Desconocido. —No se me ocultan las dificultades
que se oponen a una ejecución absolutamente lógica y
consecuente de mi idea, pero creo que puedo solicitar
aquí, como indispensable, una cierta resignación. Así,
por ejemplo, reconozco que para representar la perso-
nalidad jurídica de una fundación no se me ha ocurrido
aún la fórmula. Ahora, señores, que esto no se opone a
que pongamos en práctica la idea en todo aquello en que
es realizable. ¡Con qué diafanidad se presentaría a los
alumnos, sólo con los medios por mí ya expuestos, la
vida práctica del derecho! ¡Cómo excitaría esta especie
de dramatismo jurídico su interés, estimularía su facultad

116
de percepción y facilitaría el trabajo de su memoria! De
sobra es conocido por ustedes el hecho de que ciertos
profesores se detienen para explicar minuciosamente,
con relación al derecho vigente, las diferencias entre
el tutor y el curator, y acaso conservan como recuerdo
de sus años de Universidad idea del esfuerzo que un
estudiante ha de hacer para captar esa distinción. ¡Cuán
clara y sencilla, sin embargo, resultaría esa diferencia de
repente, si el profesor ante los ojos de su auditorio hiciese
que el tutor de su instituto se presentara interponiendo
la auctoritas y en cambio apareciera el curator simple-
mente prestando su consentimiento! ¡Con qué precisión
aparecería que el uno completa la personalidad y el otro
en cambio se limita a la administración de los bienes!
El curador podría además, y fuera ya de los límites de
la enseñanza académica, ser utilizado en una forma que
atraería los elogios máximos del público, singularmente
de los comerciantes. La doctrina de que un menor de
edad no se puede obligar mediante contrato sin consen-
timiento del tutor, cuenta ciertamente con bastantes par-
tidarios y aun hace pocos años que el Tribunal superior
de apelación de Rostock, ha desestimado la demanda de
un comerciante contra un teniente del ejército, menor de
edad, por suministro de prendas de vestir, ya que exigía
para fundar aquélla, la prueba de la existencia de un enri-
quecimiento en el momento de la litis contestatio 50. Esta
teoría, a los ojos de un lego, carece de sentido. Ningún
camarero, según ella, haría caso del llamamiento que le
dirigiese un teniente para que le trajera una botella de
vino, sin preguntarle antes si por casualidad, y a pesar
de sus mostachos, es todavía menor de edad, y si lleva

50
 La sentencia está publicada por Seuffert, Archiv für Entscheidun-
gen, etc., tomo XI, núm. 26.

117
dinero contante y sonante en el bolsillo, aunque le conste
que es persona de brillante posición económica; por-
que si, desgraciadamente, llega a realizarse este último
supuesto (que no lleve dinero) o sencillamente, la de que
al cliente se le olvide pagar, queda condenado el infeliz
camarero a demandarle «hasta el importe del enrique-
cimiento en el momento de la litis contestatio». Como
consecuencia de esta teoría, el médico que de noche es
llamado a la cabecera de un enfermo, debería informarse,
para obrar sobre seguro, si el paciente es o no menor de
edad y, caso afirmativo, hacer que saquen del lecho al
curador para que preste su conformidad; lo mismo debe-
ría hacer el boticario antes de despachar las medicinas, y
con todo ello sería fácil que antes de ponerse de acuerdo
el organismo tutelar, el médico y el boticario, el paciente
hubiese abandonado este mundo. Un hotelero debería,
con respecto a todos los huéspedes que pudiera presumir
eran menores y por tanto sometidos a tutela, o rechaza-
dos o hacerles pagar por adelantado. Ningún zapatero o
sastre podría tomar medidas para unas botas o un traje,
o por lo menos probarlos, sin un consentimiento especial
del organismo tutelar o previo pago. Todas estas buenas
gentes no proceden así y no tienen ni la remota sospecha
de que exista una proposición jurídica tan descabellada,
hasta que a costa de su dinero adquieren el convenci-
miento contrario; de esto puede convencer a cualquiera la
vida cotidiana. Cuán instructivo, pues, sería para ellas el
que esa proposición jurídica, de vez en cuando, por ejem-
plo en épocas de ferias o fiestas populares, les fuese pre-
sentada en forma plástica que les entrase por los ojos, con
relieves dramáticos, por la institución tutelar de nuestro
instituto. El tutor (como parece exigir aunque sea implí-
citamente aquella sentencia) debería acompañar en todo
momento al teniente y para rematar cualquier negocio

118
jurídico, prestar el consentimiento o cerrar la bolsa. Para
señalar más acentuadamente la completa falta de auto-
nomía de su pupilo, podría el tutor, caso de que aquél
no pesase mucho, pasearlo en brazos como a un niño de
pecho.
Si me lo permitís, aún os trazaré otros cuadritos
interesantes. (Voces: No, no; al grano, al grano.)
El Presidente. —Debo invitar al orador, por su pro-
pio interés, a ceñirse al asunto; pretendía hablar de la
clínica jurídica y parece haberlo olvidado.
El Desconocido. —Señores, constantemente he
estado ocupándome del asunto; qué, ¿son mis colec-
ciones, por ventura, algo distinto que la realización
consecuente de las ideas relativas a la clínica jurídica?
¿Cómo puede un profesor dar enseñanzas clínicas sin
el material necesario? Y ustedes no deben ciertamente
estimar que es obligación suya proporcionárselo a costa
propia, porque resulta muy costoso. Simplemente con
una policlínica y una clínica ambulantes, es decir, con
las excursiones jurídicas antes recordadas, no hay bas-
tante. Si la enseñanza clínica ha de darse con resul-
tado fructífero, como entre los médicos, debe, además,
existir la clínica fija, y ésta, como queda dicho, resulta
irrealizable sin mi gabinete. Por lo demás, he concluido
con este tema; permitidme sólo una observación. La
instalación del gabinete dedicado a los sujetos o, como
preferiría llamarlo, del instituto jurídico, parece que
exige un gasto tan elevado, que nuestras organizacio-
nes docentes resultarían incapaces, de sostenerlo. Sólo
que la cosa puede arreglarse en forma extraordinaria-
mente económica. Podría proveerse la mayor parte de
las plazas con juristas, y ustedes saben que no estamos
acostumbrados a grandes exigencias. Si cualquiera de
nosotros sirve de balde al Estado diez y más años, para

119
recibir luego 300 thalers, podría hacerse algo parecido
en el instituto jurídico, cubriendo la ausencia o esca-
sez de emolumentos con algún título honorífico, por
ejemplo Consejero de Instrucción o Consejero de Ins-
tituto; caso de que se concediesen dietas por asisten-
cia a los trabajos, yo no dudo de que habría un gran
número de pretendientes a las plazas, para hacer sus
prácticas. Otro medio para ahorrar dinero podría ser
que si se creaban puestos retribuidos, fuera en comisión
(como ya se practica con gran éxito en algunas ciuda-
des alemanas), es decir, sin garantías de permanencia.
Por consideración a su rango se podría tener algunos
inamovibles, como especie de pensiones, para jueces
jubilados, abogados veteranos y Privatdozenten sin
esperanzas. En una palabra: tengo el convencimiento
de que podrían aquilatarse los gastos de tal manera,
que no estarían en proporción con la gran utilidad que
habría de rendir el instituto.
He de ocuparme ahora de la cuestión de los exá-
menes. Si yo hasta aquí me encontraba en la grata
situación de apoyar al ponente y de desarrollar sus
ideas, en este segundo punto, desgraciadamente, me
veo en la precisión de oponerme a ellas de la manera
más rotunda. Estoy completamente separado de él
cuando cree que debe reducirse el número de exáme-
nes, pues por el contrario, mi opinión es que deben
aumentarse. (Oh, oh. Fuertes rumores.) Sí, señores
míos, hay que aumentar los exámenes, y no dudo de
que a pesar de vuestra enérgica oposición, conseguiré
ganaros para mi tesis. Esta puede formularse así: el
examen es eterno.
Con respecto a la cuestión de exámenes, sólo puedo
reconocer como justificables, dos puntos de vista: o
no se realiza ningún examen, o es necesaria una serie

120
indefinida de ellos, mientras el hombre vive. Todo lo
demás son términos medios insostenibles. Porque el
examen o es necesario o superfluo. Si lo segundo, debe
desaparecer. Si lo primero, debe perdurar tanto como
su mismo fundamento exija. Ahora bien, el fin del exa-
men consiste en proporcionar al Estado la convicción
de que el que se somete a esa prueba posee una masa
suficiente de conocimientos e impulsarle a que los siga
adquiriendo. Pues bien, si los conocimientos fuesen
una posesión duradera, bastaría la adquisición única y,
como consecuencia, un solo examen. Sólo que las pose-
siones espirituales tienen la misma desgraciada calidad
que el propio espíritu, y es que con el tiempo se evapo-
ran. Es como un tonel que no se llena de vez en cuando,
que un buen día se va a mirar, y está vacío. ¿Cuántos
hay entre nosotros que se atrevan a conjugar de cabo
a rabo τυπ̄τω? y sin embargo, en la escuela, cuando
estudiábamos griego, no hacíamos otra cosa. ¿Qué
consecuencia se sigue de esto? Pues que el examen a
lo largo de la vida, debe repetirse de vez en cuando.
Uno cualquiera de nosotros, sea Juez o Procurador, ha
necesitado una masa determinada de conocimientos, y
el Estado ha creído de su deber comprobar la existen-
cia de ese requisito mediante un examen; pero ¿qué
garantía se da de que con un examen celebrado treinta
o cuarenta años antes, se conserva actualmente la can-
tidad exigible de conocimientos? Hace cuarenta años,
el barril estaba lleno hasta los bordes, pero actualmente
es posible que no quede en el fondo ni una gota. Y no
se aplique solamente a la primera vez que se vuelva
a llenar, sino a las sucesivas. Si se cree necesaria la
obligatoriedad para el primer caso, ¿cómo se quiere
prescindir de ella para los sucesivos? Aún es necesario
añadir una consideración. El jurista no debe conser-

121
var simplemente el capital originario de su ciencia, tal
como lo recibió al salir de la Universidad, sino que
debe aumentarlo; debe seguir el progreso de la ciencia
paso a paso, y continuar formándose sin interrupción.
Ahora bien, yo me pregunto: ¿qué garantías existen
de que él cumplirá con este deber, sino un examen
repetido periódicamente?
Señores: perdonadme la viveza con que me pro-
duzco, pero hablo como pienso. Conforme a mi opinión,
es incuestionable que el Estado no puede confiar la vida,
el honor, la seguridad, la fortuna de sus súbditos, a per-
sonas con respecto a las cuales no tenga la convicción
de que no en un momento pasajero, sino ahora mismo,
están plenamente capacitadas para desempeñar su
cometido. De otra manera, también una administración
ferroviaria podría descansar en la prueba que practicara
una vez respecto a la idoneidad de los vagones dedi-
cados al transporte. Y así como estas empresas revisan
repetidamente sus vagones para conocer de su idonei-
dad, lo mismo debe entenderse de los juristas que, en
cierto sentido, son vagones de carga. (Voces: Eso ya es
demasiado fuerte, no permitimos esas comparaciones.
Rumores generales.)
El Presidente. —Debo llamar al orden al orador por
esa comparación absolutamente inadecuada. (Bravo en
la asamblea.)
El Desconocido. —Señores: Pido perdón por estas
comparaciones que se me han escapado involuntaria-
mente. Permitidme sólo unas palabras más. (No, no. A
concluir.) Quisiera, por lo menos, presentar una pro-
puesta. (A concluir, a concluir. Otras voces: Que se le
permita, por lo menos, formular su proposición.)
El Presidente. —Se le permite formular su pro-
puesta.

122
El Desconocido. —Mi propuesta consiste en una
enmienda a la primera proposición, número 5, de la
ponencia Volkmar, y dice así:

«La revisión de los conocimientos que se esti-


man necesarios para el jurista práctico, es decir,
el examen, deberá repetirse periódicamente, sin
exceptuar a nadie, ni por consideración a la edad,
ni atendiendo al puesto que ocupe».

Señores: para apoyar esta enmienda apenas nece-


sito añadir algo a lo ya expuesto. Sólo mediante esta
organización cobrará la idea del examen su completa
y lógica extensión, sólo por ella se convertirá el exa-
men en una verdad, en lugar de consistir en algo frag-
mentario. Por análogos motivos que se exige a los
funcionarios del Estado periódicamente un arqueo
público, deben revisarse los conocimientos de los
juristas; estos conocimientos representan un capital
incomparablemente más valioso que el contenido de
aquellas cajas: el capital circulante espiritual, con que
el Estado atiende a su misión más importante y más
elevada, a saber, la práctica del derecho y la conser-
vación del orden jurídico. El pensamiento de una tal
revisión tiene algo de noblemente más elevado. Sería
un grandioso inventario de toda la sabiduría jurídica
del país, una resurrección espiritualizada y digna del
siglo XIX, del antiguo censo romano. Todo el mundo
habría de ser sometido a esta valoración y nadie ser
excluido, ni el propio Ministro de Justicia. (Alborozo.)
Qué pensamiento más hermoso, señores, someter al
Ministro de Justicia a un examen y, caso necesario,
eliminarle de su puesto por sus conocimientos defec-
tuosos de derecho público o por graves errores en el

123
arte de la interpretación. Esta extensión del examen
a todos los servidores del Estado, juristas prácticos y
teóricos, sin distinción, constituiría un triunfo de la
justicia y de la igualdad ante la ley, de tal magnitud,
que yo no puedo imaginar otro más grande ni más
hermoso e infundiría en el pueblo un sentimiento tal
de confianza en los juristas, como apenas si lo han
gozado en la antigua Roma.
Ahora bien, ustedes me preguntarán: si todos han
de ser examinados, ¿quién llenará las funciones de
examinador? Nada más sencillo, transportar el método
de enseñanza Bell-Lancaster, a los exámenes, en otros
términos, hacer el examen mutuo y recíproco. Unos
años examinará esta mitad a la otra; y al siguiente,
viceversa, y así sucesivamente. ¡Qué representación
más grandiosa todos los años ver la clase entera de los
juristas ante los ojos del país entero (yo presupongo
que el examen habrá de ser público) empeñada en una
gigantesca lucha espiritual; cómo se precipitaría el
pueblo para contemplarlo y qué cúmulo de ocasiones
para distinguirse y elevarse! Acaso se podría pensar
en tomar de modelo los certámenes gimnásticos, o si
se quieren buscar ejemplos en antigüedad más remota,
celebrar una gran fiesta nacional al estilo de los juegos
olímpicos griegos o de los torneos medievales. (Gran
alborozo.)
Señores: Podéis reíros y acaso haya ido en la expo-
sición de mi idea algo lejos, pero la idea misma, la
permanencia del examen, está absolutamente justificada
y aún más, resulta perfectamente realizable.
Sí, señores, más que realizable, está ya en prác-
tica en varios Estados alemanes. En Prusia hay ya tres
exámenes. ¿Cuánto falta para llegar a mi propuesta?
(Rumores, ¡que concluya!) En China… (Que concluya,

124
que concluya.) ¿Quiere eso decir que debo acabar con la
China? Es, pues, Alem…i… (¡Que concluya!… A causa
de los fuertes rumores, en la mesa de los taquígrafos
no se pueden ya percibir más que palabras sueltas:
Exámenes, instituciones chinas…).

125
CARTA SEXTA51

La idea sobre la que yo había llamado la atención


en mi primera carta, la cual por cierto advierto con
espanto que vio la luz durante el año 1861 en el núm.
41, ha encontrado una realización inesperadamente
deslumbrante. La máscara del desconocido se ha con-
vertido en aquel dominó con el cual, toda la guardia
del castillo sucesivamente, se disfrazaba, para visitar y
portarse bene en el buffet; ya uno, ya otro desconocido
se ocultan tras de él, sin que el uno sepa nada del otro.
Así me ha ocurrido que tan pronto he sido el civilista
desconocido como el criminalista y hasta el procesa-
lista52; recientemente (cuaderno 2.°, p. 153) me he con-
vertido en un extra seriem. Me deshago y multiplico a
la vista del público, como un gusano, al cual se corta
en trozos; cada uno de ellos, bulle y se agita, y todos
estos desconocidos que también bullen y se agitan, son
en definitiva, yo mismo. Si no fuera tan desagradable

51
 Deutsche Gerichtszeitung, Nueva serie, Tomo I, p.  309 y ss.,
1866.
52
 Aparecieron, en efecto, una segunda y una tercera serie de cartas
(de derecho procesal civil y de derecho penal) que no son mías.

127
llegar a equivocarse con el propio yo, o comportarse
mal con sus dobles, podría estimarse como una suerte
envidiable, multiplicarse de esta manera sin trabajos y
agobios y lograr de esta manera una copiosa producción
literaria. ¿Por qué no habrán tenido Savigny o Puchta
alguna vez el pensamiento de cubrirse con una capa
extraña y dar al mundo sus obras como de Brackenhöft
o de Rosshirt? ¡Qué asombro hubiesen experimentado
estos últimos al tomar en sus manos una obra propia y
entenderla! Usted sabe que Hauff editó su «Hombre en
la luna» con el nombre de Clauren; el público no se per-
cató del engaño. Quién sabe si al público de los juristas
no se le juega a menudo una broma semejante; al menos
en la lectura de ciertos escritos de autores contempo-
ráneos yo no les libro de la tacha de que no son suyos,
sino pensando que una mala lengua ejerce su maléfico
influjo en nuestra literatura. Recientemente he podido
comprobar su influjo: una tina llena de agua, quiero
decir un libro voluminoso, de cerca de 300 páginas, que
sólo contenía un pensamiento diminuto, mezquino y
por contera equivocado. Si yo alguna vez descubro a la
persona culpable, aunque se trate de gente de relieve, le
aseguro que no lo pasará bien. ¿No podría usted animar
a la Sociedad jurídica de Berlín a proponer como tema
de un concurso con premios, la busca y captura de esa
bruja jurídica que desenvuelve sus tretas con el nombre
de escritores de derecho?
Sea de esto lo que quiera, el caso es que, con rela-
ción a mí, varios utilizan mi máscara para escribir. Qué-
jense otros de que se les robe su empolladura espiritual
y que se den como propios polluelos ajenos, a mí ese
robo literario me produce una impresión placentera, en
cuanto contemplo secretamente el huevo en el nido y sé
que otro le cuida y ha de salir el pollo con mi nombre.

128
¡Qué erudición tan asombrosa la mía en todas las ramas
jurídicas! Derecho civil romano y prusiano, historia
del derecho, derecho penal, derecho procesal civil…,
nada me resulta desconocido. Lo que más me intere-
sará habrá de ser contemplar el desenvolvimiento de
mis conocimientos en derecho público. Porque el arte
ahora consiste en saber algo de esto, ya que han llegado
a perderse el derecho federal, el derecho público de
Hannover, de Hesse o de Nassau y únicamente han que-
dado los cuadernos de los profesores. Claro que estos
cuadernos yacen inactivos en los pupitres, concentrando
su rencor contra el perverso Bismarck; acaso sueñan
todavía en una resurrección gloriosa, en que el mundo
que se les ha escapado de entre las manos, vuelva a
acogerse, arrepentido, a los cuadernos y otra vez los
soberanos desposeídos vuelvan a su dominación y a
sus pueblos.
Sin embargo, y siguiendo en mí una práctica viciosa,
vuelvo a perderme del tema. Lo que quería decir es esto:
todas esas buenas gentes que me han cuidado los hue-
vos en su nido, son acreedoras a mi gratitud, y quiero
hacérsela presente públicamente, ya que uno por uno
me es imposible, pues desconozco su dirección, y usted,
mi querido señor Redactor-Jefe, no ha querido tener la
bondad de comunicármela. Yo os llamo a todos, des-
conocidos, hermanos o compañeros de empolladura,
para que os acojáis a mis amorosas alas, ante todos,
empero, a ti recién llegado al nido, que, conservando
tu anónimo, fechas tus cartas en Leipzig. Oh, tú, brote
de mi tronco, lleno de esperanzas prometedoras, regá-
lanos más a menudo con tus dones preciosos, cual tu
primera carta (núm. 16 de 1866, p. 61), bucea con más
frecuencia en el ancho mar de los disparates jurídicos,
para extraer de sus abismos perlas tan preciosas, como

129
la de la suegra de Strippelmann, pieza de gabinete de
primera categoría. Asociémonos todos y quien todavía
tenga ánimo de venir a nuestro grupo, para recomen-
zar la lucha contra la hinchazón de nuestra literatura;
los oropeles de una falsa erudición, o de un pretendido
sentido agudo y profundo, con que quieren cubrirse, no
nos deben detener para desenmascararlos presentándo-
los tal y como ellos son. Que otros hagan la lucha con
armas gruesas, emplazando baterías; a nosotros nos bas-
tan un matamoscas y una palmeta, que muchas veces,
con un golpe de ellas bien dirigido, se consigue más
que con una andanada de citas del Corpus iuris civilis.
Yo no sé qué inglés fue el que debió su curación a la
risa; padecía de un absceso interno, que los médicos no
conseguían se resolviese ni con calor ni con frío, pero
que reventó cuando él se echó a reír, viendo a su perro
de lanas, adornado con una peluca de corte y sentado
a su lado. Tampoco carece nuestra jurisprudencia de
tumores internos; ensayemos resolverlos con perro de
lanas y pelucas, que acaso consigamos más pronto la
salud provocando la risa. Quien se ha reído alguna vez
de una opinión errónea, está asegurado para siempre
contra ella; el músculo diafragma es un trozo, de gran
valor, de la razón.
En que el cultivo de nuestra ciencia del derecho
civil no es completamente satisfactorio, están todos
conformes. Los teóricos, con Savigny a la cabeza, opi-
nan que el origen del mal se encuentra en que la prác-
tica tiene poco de científica, los prácticos por su parte
aseguran que la teoría resulta demasiado poco práctica.
El uno declara que el paciente tiene estropeado el estó-
mago porque ha tomado demasiadas medicinas; el otro
sostiene en cambio, que han sido insuficientes; a diario
se le prescriben nuevas recetas, consistentes en volu-

130
minosos libros, en ninguno de los cuales falta la más
rotunda aseveración de que el camino hasta entonces
seguido era equivocado para el paciente, pero que ahora
se le muestra el sendero seguro para lograr su curación.
Historia del derecho, exégesis, filosofía del derecho,
economía nacional, ciencias naturales, el Padre de la
Iglesia Clemente de Alejandría, Shakespeare y los per-
sonajes del mercader de Venecia… en una palabra: todo
lo que no puede proporcionarle ni una mejor digestión,
ni una constitución más robusta. ¡Pobre enfermo! Si
necesitas esperar hasta que tus médicos de cabecera se
hayan puesto de acuerdo respecto a lo que te falta y a
los medios para ayudarte, llegarás a perecer entre sus
manos. Entretanto, continúa el camino, trabajando para
el cumplimiento de tus deberes: para suplicar, registrar,
presentar, insinuar, decretar, publicar, declarar en rebel-
día, apelar… y todos los demás ar habidos y por haber.
En el Archivo de jurisprudencia de Seuffert, relativo a
las resoluciones de los Tribunales superiores, tienes un
fiel espejo de ti mismo y un guía segurísimo. En los
cenáculos de la ciencia, acaso se te tache de hereje, por
seguir esas direcciones, en vez de las suyas; en mi opi-
nión harás bien, pues de esas alturas del cielo no recibes
guía, habrás de buscarlo en la tierra, y en tanto la ciencia
no te lo proporcione, es lógico que no tengas confianza
en su dirección. Sólo he de prevenirte con una adverten-
cia frente al Seuffert para que te resulte inocuo; y puesto
que esta empresa la he ideado yo, voy a bautizarla como
el anti-Seuffert. Cuando se quiere indicar a alguien el
camino de la virtud, no basta con presentarle ejemplos
deslumbradores de virtudes, sino que se los debe acom-
pañar de cuadros espantosos del vicio. Seuffert se limita
a lo primero; ¿cómo sería posible otra cosa, si sólo toma
resoluciones de los Tribunales superiores? Faltan, por

131
tanto, los ejemplos espeluznantes, aquellos que al llegar
a conocerlos la razón humana, aun en sus casos más
sencillos y vulgares, pierde vista y oído. En toda mi
educación, que he de agradecer a mi buen abuelo, hay
un copioso fondo de recuerdos de ese tipo de ejemplos
espeluznantes. ¿De qué sirve, acostumbraba él a decir,
que yo predique a los jóvenes, por ejemplo, la virtud de
la templaza, presentándoles preciosos ejemplos de per-
sonas temperantes? Un beodo, un borracho53 predican,
por no parecerse a él, con más energía que un centenar
de abstemios. Si yo no he llegado jamás a coger un
cólico de ciruelas, solamente se lo debo a la circunstan-
cia de que mi abuelo estaba ojo avizor, como un buitre,
a todos los ejemplos que me pudieran sobrecoger, y así
no descuidaba el llevarme a la cabecera de algún niño
que se debatía en medio de los dolores de un cólico pro-
vocado por el abuso de las ciruelas. Para volver ahora a
mi anti-Seuffert, pregunto yo: ¿Qué impresión no pro-
duciría el que, como los búhos o las lechuzas clavadas
a la puerta, o las monedas falsas delante de las tiendas,
ciertos juicios se exhibiesen para ejemplo y edificación
de la humanidad y especialmente de los juristas? Llega-
ría a ser verdaderamente una galería de monstruos jurí-
dicos, un gabinete de patología jurídica. Piense usted en
el escrupuloso cuidado con que un anatómico diseca y
prepara sus ejemplares más notables, la finura con que
separa el monstruo del vientre y considere la utilidad
que para el cultivo del derecho podría tener el separar
los abscesos del intestino, poniendo de relieve los des-
atinos de tal o cual teoría. Ésta, preparada en forma
semejante y expuesta permanentemente a la vergüenza

53
 Véanse los matices de ambos conceptos en Wächter, «Sächs.
Straf.», p. 346.

132
pública en nuestra colección jurídico-patológica, no
resistiría la prueba de una segunda alegación.
Perdóneme, si le produzco envidia con esta idea.
Para desarmarle, opto por conceder a usted una par-
ticipación en ella. Usted debe ser el editor del anti-
Seuffert, que debe llegar a constituir, desde ahora, parte
integrante de su Revista. Por lo que hace al material
utilizable, yo se lo suministraré, y si encuentro en
los profesionales un apoyo sincero, no tendrá nada
de extraño que el anti-Seuffert llegue a constituir un
apartado permanente en su Revista. Para facilitar esa
ayuda, ruego desde aquí encarecidamente a todos los
que se encuentren en situación de colaborar que hagan
los envíos a la redacción de la Revista. Para rema-
tar el asunto: asociémonos desde ahora todos para el
anti-Seuffert… «Pero el escándalo que promoverá…»
acaso diga usted, meneando la cabeza. Mi honorable
señor Gönner: desde que Pitágoras, para celebrar el
descubrimiento de su famoso teorema, sacrificó a los
dioses cien bueyes, mugen y tiemblan, según conocida
sentencia popular, todos los bueyes a cada nuevo des-
cubrimiento; y ¿qué ser viviente no temblaría cuando
supiese que iba a ser sacrificado? El posible bramido
de nuestros colegas, sólo serviría para proporcionarme
una prueba de que mi anti-Seuffert deberá catalogarse
entre los descubrimientos más importantes de todos los
siglos. Por lo demás, como mi objeto no es molestar
a las personas, haría con gusto la concesión de omitir
por completo nombres de litigantes y juzgadores o sus-
tituirlos con unos supuestos. Quien a pesar de esto se
considerase aún herido, debería pensar que una forma
semejante de crítica de sentencias es infinitamente
suave en comparación con la que fue corriente en Ale-
mania hace tiempo. La impugnación de una sentencia

133
en el antiguo proceso alemán, tenía como consecuencia
para el juez, que éste se veía obligado a defenderlo
con las armas en la mano. Regaríamos nuestras calles
con sangre si continuara esta forma de impugnación de
sentencias. Fuera del Consejo Supremo y del Tribunal
Supremo y Secreto de apelaciones, cuyos juicios son
irreformables, ningún juez podría estar seguro de su
vida. El progreso resulta maravilloso. ¿No es cierto?
Contra una lucha del juez, in natura, ¿no representa
aquella crítica un verdadero juego de niños?
Con el anti-Seuffert me he quitado un verdadero
peso del corazón, que me ha preocupado mucho tiempo
y ahora, ya sin obstáculos, puedo continuar mi camino,
dejando a un lado la práctica para consagrarme ente-
ramente a la teoría. Camino, ciertamente, largo, dilata-
dísimo, pero, gracias a Dios, no fastidioso, el que he
de seguir.
¿Se acuerda usted todavía de mi cuarta carta? A ella
debo remitirme, para continuar el tema, puesto que la
quinta representa una broma de carnaval, que no entra
en el cómputo. Describía yo a usted mi situación como
la de un pobre joven, lleno de fe en la teoría, que entra
en la práctica; de qué manera después esa fe, por las
amargas experiencias que me suministró la aplicación
de la teoría, se fue desvaneciendo para dejar paso a una
forma de consideración que yo resumía en la proporción
de que sólo puede uno servirse de la teoría sin peligro,
cuando ya se ha perdido por completo la fe en ella. Ya
comprenderá usted que con la palabra teoría no pre-
tendo abarcar los escritos de los prácticos de abolengo,
ni tampoco los de los teóricos sobre temas de filosofía
o historia del derecho y demás disciplinas inocuas, sino
las obras de los teóricos puros sobre el derecho prác-
ticamente. Según mi opinión, se les debería, con muy

134
escasas excepciones, prohibir de una vez para siempre
el que escribieran sobre esos temas. Ya había previsto
esta solución Justiniano en lo que respecta a escribir,
cuando prohibió severamente toda clase de literatura
alrededor de sus codificaciones. Un edicto sencillo y
hermoso, dice, queda tan deshilachado y despeinado por
los escritores, que todo el derecho se convierte en un
verdadero caos. Aún provee él con más precisión para
poner las cosas en orden; de otra manera, volviendo
los escritores, se repetiría enteramente la historia. En
consecuencia, cualquiera que se dedique a ese género de
obras, debe ser considerado y castigado como falsario
y sus libros ser entregados al fuego. ¡Pero qué pueden
fuego y espadas contra la fiebre de escribir! De uno de
nuestros más recientes juristas afirmaba la fama que
en cierto pasaje donde sólo se le ocurre a cualquiera
una breve explanación, la realizó acumulando literatura,
como si necesitase nivelar el equilibrio entre consumo
y producción, con lugares paralelos llenos de misterio.
El viejo Glück, en Erlangen, no se contentó con el pen-
samiento de que sus oyentes simplemente obtuvieran
una ayuda de sus conferencias orales, dictados y pliegos
sueltos impresos, sobre las Pandectas: quiso proveerlos
para su estudio en casa de un pequeño comentario a las
Pandectas, que debía constar solamente de seis tomos.
¡Alma inocente! Cuando murió llevaba 34 volúmenes
y estaba aún por la mitad del Digesto; viene después
Mühlenbruch y luego Fein: El primero se quedó en el
título «si quis aliquem testari coegerit vel prohibuerit
(XXIX, 6), el segundo, en XXIX, 7, de iure codicilorum,
dejándonos uno nueve y el otro sólo dos volúmenes.
¡Cuántas generaciones de juristas bajarán a la tumba
hasta que la obra se encuentre completamente con-
cluida! ¡Pero qué espectáculo ofrecerá al mundo! ¿Por

135
qué no habrá uno de estos romanistas algo lunáticos,
que se empeñan en mantener en pie literalmente el cor-
pus iuris, y sostenga la vigencia de aquella penalidad
justinianea y se denuncia como falsarios al viejo Glück,
a Savigny o a Puchta? Ahora que como esto ya toca
a problemas de legalidad, ¿quién se expone a dejarse
coger los dedos? Y sin embargo, nada adelantaremos en
la mejoría, mientras se encuentre planteada la cuestión
de los escritos jurídicos. Ciertamente que no se elimi-
nará enteramente el mal, pero a lo menos debe cuidarse
de que quede reducido a límites razonables. Tras largas
meditaciones, he llegado a una idea que en las líneas
siguientes me voy a permitir exponerle.
Comprobemos, ante todo, la raíz peculiar de la
dolencia. A mi entender, se encuentra en una práctica
tradicional de nuestras Universidades alemanas, que
abren sus puertas solamente a aquellos que muestran
una inclinación literaria, es decir, que han escrito e
impreso algo. El camino para la Cátedra atraviesa
siempre una imprenta: no hay catedrático sin impre-
sor. ¡Qué Privatdozent no se dejará desollar los dedos
a tal precio! Si no obtiene éxito con la primera obra,
prepara rápidamente una segunda y una tercera, bom-
bardea materialmente las puertas con disertaciones,
monografías, manuales…, hasta que finalmente se
le abren. No se derriban fortalezas con balas de seis
libras, sino que se necesita artillería pesada; por eso
cuanto más gordo sea el libro, más activo el ataque.
De aquí proviene esa hinchazón asombrosa de nuestra
literatura, ese empeño forzado, artificial, para producir
gruesos volúmenes con un contenido insignificante: un
pensamiento minúsculo, raquítico, pobre que forma la
sustancia de todo un libro. Y algunas veces, hasta esto
falta. Así estamos los adeptos de la ciencia, formados

136
y en marcha; cada catálogo de la especialidad y cada
cuaderno de Revista jurídica, traen una nueva anda-
nada, y cuando uno de los atacantes ha logrado penetrar
en el recinto, pronto es sustituido por otro, que, a su
vez, empieza a disparar. Y así continuará hasta el día
del juicio, si nuestros gobiernos y la Nación alemana
no ponen su atención en el asunto.
¿Pero en qué perjudica —me preguntará usted—
este ejercicio intelectual y corporal de las gentes? Fun-
damentalmente, es indiferente que se les exija para el
acceso a las cátedras dar volteretas o escribir libros.
Estos libros que ellos escriben a nadie hieren, porque
cualquiera puede pasarse sin ellos; el que no lo haga,
quien los compre y lea, no culpe a nadie de los per-
juicios que le sobrevengan, más que a sí mismo. No,
mi respetabilísimo amigo, el asunto se plantea en otros
términos. La mercancía mala, perjudica en el mercado
incluso a la buena. Meier A., Meier B., Y todos los
demás Meier del alfabeto hasta llegar a Meier Z., pue-
den escribir sobre obligaciones correales, naturales e
indivisibles… sin preocuparse lo más mínimo de las
necesidades reales de la vida cotidiana y conforme al
sublime punto de vista del «método puramente cientí-
fico», produciendo a un pobre práctico tan insoportable
dolor de cabeza que, desesperado, acabará por rechazar
toda literatura. ¿Por qué nuestra industria de géneros
blancos de hilo ha perdido casi enteramente sus merca-
dos extranjeros? Respuesta: porque ciertos tejedores de
poca importancia mezclaban a las fibras de lino otras
de algodón; y esas casas no se perjudicaban sólo a ellas
mismas, sino también a las respetables, quitándoles el
mercado.
Lo mismo ocurre con nuestra literatura jurídica.
Los malos libros estropean el mercado a los buenos.

137
¿Quién compra todavía libros?54. ¡Oh, Dios mío!, entre
mil juristas apenas uno. Conozco libros de derecho,
verdaderas obras maestras de erudición, como el de
Buchholz, sobre prelegados (700 páginas) del que ape-
nas han podido venderse cincuenta ejemplares y estoy
convencido de que en varios Estados alemanes, de
muchas obras jurídicas, no se vende ni un solo ejem-
plar: Yo mismo nada compro hace tiempo. Tengo un tío,
viejo, rebuscador curioso, que aspira a poseer todo lo
que se publica, y como él no lee los libros, sino que los
aplica con fines decorativos en las habitaciones (un lujo
caro, que le sale plus minusve a sesenta marcos el pie)
de cuando en cuando le cojo alguno, los que necesito
para mis cartas jurídicas. Gracias a este medio, se me
ofrece constantemente una magnífica provisión, de la
que usted aún habrá de obtener provecho. La impre-
sión que obtengo cuando dejo durante algún tiempo de
visitar la colección, es la misma: quien lee mucho de
estas cosas, acaba por notarlo en el estómago. La culpa
no radica en las pobres gentes que escriben, sino en los
temas. Los libros sobre derecho romano (y sólo a estos
últimos me refiero en las presentes cartas) van siendo
desde hace siglos cada vez peores. Aquella amenaza de
Justiniano: volumina autem eorum omnino corrumpen-
tur (Const. Tanta circa parr. 21) ha obrado como una
maldición sobre nuestra literatura jurídica. Oiga usted
mis pruebas.
Yo no sé si ha visto usted alguna vez a las orillas
del Spree hacer el vino; en todo caso, habrá de coincidir

54
 Yo no juzgo con esto los libros de casuística y teoría que pudié-
ramos llamar hormas de zapatero o platos de cocina casera, ni tampoco
a los manuales, sino a los que conforme a la intención y finalidad de sus
autores, se mueven en las etéreas regiones de la ciencia pura, esas inves-
tigaciones a manera de globos, que dejan muy bajo de sí el mundo vulgar.

138
conmigo si yo le digo que puestos a pisar uva los dos
con los aparatos del lagar, uno detrás de otro y la misma
carga, el primero obtendrá el mejor zumo, el segundo
otro peor y con más dificultad, y que si aún viniesen un
tercero y un cuarto acabarían por no poder sacar ni una
gota, aunque tuviesen prensas hidráulicas. La aplicación
al derecho romano es lo más sencillo del mundo. Desde
hace siete u ocho siglos, se afanan miles y miles, por no
decir millones, de juristas, en sacar mosto y hubo tiem-
pos en que obtenían chorros tan gruesos como un brazo,
hasta el punto de que se necesitaban toneles y pipas de
la máxima capacidad, quiero decir volúmenes in folio,
para recogerlo. Así, por ejemplo, en los tiempos de
Cujacius y Donellus. Era una delicia entonces el pisar
uva. Únicamente sobre la doctrina del ususfructus escri-
bió Galvanus un volumen en folio, con el que se hubiese
podido dar a un buey un golpe mortal. Vino después
la época de los tomos en cuarto. Corría aún el mosto,
pero en hilos más delgados y el sabor era un poco más
amargo. Llegó la era de los libros en octavo, y en ella
vivimos (hasta el libro en 12° y 16° no hemos llegado
aún en la jurisprudencia)55; ¿qué nos queda disponible?

55
 A punto de remitir esta carta, llega a mis manos el libro del Dr.
G. A. Hesse, Consejero de Justicia y funcionario judicial. Jena. Mauke.
1867. «Manual de bolsillo del derecho civil común», que muestra el
tránsito de la literatura en 8° a la en 12°. El autor explica y justifica
precisamente por razones de formato, la aparición de su libro, en el pró-
logo. «No faltan ciertamente libros apreciables, para la enseñanza, pero
un libro para juristas, especialmente para estudiantes, y apropiado para
que lo consideren un vademecum, en fiestas, en debates judiciales, en
reuniones de sociedad, etc., etc., que puedan llevarlo cómodamente a
la mano, aún no existía». Es realmente un pensamiento feliz, original:
el derecho romano reducido a la categoría de un calendario de bolsillo,
para alternar con «Cornelia, calendario de bolsillo para el sexo femenino»
o «Iduna, calendario de bolsillo para las jóvenes que necesitan salir de
viaje». Únicamente le falta un grabado en la portada con el retrato de

139
Una sencilla comparación puede decírnoslo. Cuando
los fabricantes de champagne en Ansmannhausen e
Ingelheim han exprimido suficientemente los racimos
para su objeto, los productores de vino de la tierra aña-
den agua al orujo y lo exprimen nuevamente. Se añade
algo de alcohol y azúcar, y de esta manera salen los
vinos tintos de Ansmannhausen y Oberingelheim. Agua,
alcohol, azúcar: he aquí los tres ingredientes gracias a
los cuales únicamente puede aún esperarse hoy en día
obtener del exprimido derecho romano un vino que se
pueda beber. Pero es, y será, un producto artificial «con
el que ni es posible cantar ni alegrarse». La proporción
de esos ingredientes varía según los gustos de cada uno,
aunque la mayoría se inclina decididamente por el agua.
Alguno ha ensayado usar sólo alcohol, pero sin darse
él cuenta que a ese espíritu de vino se le ha agregado
agua. Si usted intenta alguna vez clasificar desde ese
punto de vista de los ingredientes las producciones más

Justiniano o Triboniano y como ilustraciones unas «Escenas de la vida


de la Emperatriz Teodora» (la antigua Lola Rasmussen), «la bona y la
mala fides, dos cabezas femeninas de carácter», o el «Decretum Divi
Marci, puesto en música, con acompañamiento obligado de trompetas»,
etc., etc. —En las cimas de los Alpes berneses, paréceme ver una joven
rubia, abstraída en la lectura de un librito. «Perdón: ¿acaso lee usted el
viaje de bodas, de Waldmeister o Ana y la cocinita?» «No señor; Hesse:
Libro de bolsillo del derecho civil común; nunca me separo de él». Al
volver de este imaginario viaje, visito la bodega Bock, de Munich. La
misma escena con un veterano aficionado a la cerveza. En una mano el
vaso, en la otra un derecho civil de Hesse y Rettich. Y si el libro, como
se dice, debe llegar a penetrar incluso en las reuniones estudiantiles, debía
recomendarse que en una segunda edición fuese provisto de una canción
festiva, para la cual podrían suministrarse temas jurídicos apropiados,
por ejemplo: «en un fresco predio había una servidumbre…; o Juchheisa,
Juchheisa, los herederos están aquí». Yo hasta me atrevería a recomen-
dar a algún industrioso librero que editase unos naipes jurídicos, con
definiciones o proposiciones tomadas del título de regulis iuris como
adornos.

140
modernas, no le será difícil su tarea en la mayoría de
los casos; acaso lo intente yo mismo en una carta de
las próximas.
Repito ahora expresamente: la culpa de estos pro-
cedimientos no radica en nuestros escritores, sino en
el medio ambiente. Ellos necesitan escribir. Natural-
mente, no pueden reproducir simplemente las opiniones
ya expuestas —esto no se considera como «orientación
literaria»— y ¿qué otro camino les queda sino tomar
lo malo, si sus predecesores ya han agotado todo lo
bueno? Si todas las opiniones razonables que pueden
imaginarse acerca de un tema están completamente ago-
tadas, ¿quién echará la culpa a un pobre escritor que
se ve obligado a exponer un nuevo punto de vista, si
abraza una opinión absurda? En estos días precisamente
han llegado a mis manos diversos escritos de un doc-
tor Asher, Privatdozent en Heidelberg, verdaderamente
deleznables, que examinaré y trataré de valorar junta-
mente con otros en una de mis próximas cartas. Pero
yo pregunto ahora a usted; ¿quién puede hacer cargos a
este hombre, que realmente ha trabajado de una manera
increíble, por haber vivido tres siglos después que Cuja-
cius, el cual le ha tomado la delantera diciendo lo mejor
que cabía en el tema? Si Cujacius hubiera nacido en
nuestro siglo, y al revés, a lo mejor él hubiera sido un
Cujacius y Cujacius un doctor Asher; lo importante con-
siste en tomar delantera para manejar la prensa de las
uvas. Usted tendría razón si me dijese: cuando no sea
posible exponer una nueva opinión razonable, es prefe-
rible adoptar una de las ya existentes. Pero demostraría
no haber entendido lo que hay en esto. Es preferible
una opinión propia descabellada, que no otra razonable,
pero compartida en comunidad. Ocurre lo que con las
señoras: ¿quién no prefiere una fea, pero para uno solo,

141
que no una hermosa, pero poseída con varios?; o lo que
con los hijos: ¿quién no prefiere a los propios, aunque
con relación a los extraños resulten tontos? ¿O quién
adoptará hijos de otro mientras conserve la esperanza
de tenerlos suyos? Para resumir: las opiniones debe ela-
borarlas uno mismo, si se quiere llegar a ser escritor, o
de lo contrario renunciar a este título.
Y ahora, dígame: ¿he llevado a cabo mi prueba?
¿No es cierto que la literatura romanista está condenada
a ser cada vez más yerma, más vacía, más seca? ¿No
serán las opiniones cada vez más insanas, antinatura-
les y retorcidas? ¿Debo acaso lo que he deducido ante
usted por un camino a priori, comprobarlo a posteriori?
Bien; en las próximas cartas lo haré. Yo le presentaré
un ramillete de absurdos jurídicos, que le harán saltar
el corazón en el pecho, de risa. ¿Opina usted acaso que
la cosa no es para reír y que tiene su lado serio? De
acuerdo.
Sobre todo cuando se piensa en la peculiar perdu-
ración de la vigencia del derecho romano en Alemania.
Si se quiere que esto tenga un pronto final, no cabe
más que regocijarse acerca de la producción literaria
que antes he descrito, porque contiene el signo más
seguro de que dará fin al derecho romano; el derecho
romano está débil por anciano, padece marasmus seni-
lis, con aburrimiento como causa. Si se le desea aún
una dilatada existencia, debe ponerse con toda urgencia
remedio a aquel mal y con esto retrocederíamos al pro-
cedimiento que para combatirlo guardo aún in pectore.
Lo más peligroso literariamente, son, conforme antes
exponía, los Privatdozenten alemanes. Sin haber tenido
entre sus manos un solo caso práctico, escriben acerca
de las materias más intrincadas, que podrían poner en
serios apuros a los juristas de más aplomo, con una

142
soltura inconcebible. Para el inexperto, todo resulta
fácil y claro, y el que no ve más allá del Corpus iuris
y está dotado de una gran confianza en sí mismo y
tiene igualmente de sus cualidades un alto concepto, le
resultará muy sencillo criticar las fórmulas que nues-
tra práctica ha elaborado utilizando con modificacio-
nes pensamientos romanos para la recta solución de
las cambiantes relaciones jurídicas, y las exigencias del
tráfico moderno, estigmatizándola como desconocedora
de las fuentes o intérprete defectuosa de las mismas, y
mirando de arriba a abajo con sonrisa de lástima a los
presidentes de los Tribunales, encanecidos en la escuela
de la vida. Me producen la misma impresión que un
filólogo que pretendiese, con Aristóteles y Plinio en la
mano, dar lecciones a Cuvier o a Liebig en cuestiones
de ciencias naturales.
A mi entender, existe un medio sencillísimo para
hacer inofensivos literariamente a los Privatdozenten. En
Roma desde tiempos de Augusto, es sabido que existía el
precepto de que quien quisiera adquirir por testamento,
necesitaba demostrar que tenía o había tenido un cierto
número de hijos; los liberi constituían la condición de
la capacitas. Aquellas personas a quienes el Emperador
quería favorecer, recibían para ahorrarse ese trabajo,
el jus liberorum, en cuya virtud se fingía que habían
tenido aquellos hijos o se prescindía por completo de
este rodeo; por semejante procedimiento llegó a estar
en posesión de la capacitas, incluso la Diana de Efeso,
a la que, como las diosas castas, le resultaba imposible,
de una manera permanente, el cumplimiento de aquel
requisito de la ley. Lo que en Roma la fecundidad cor-
poral, significa entre nosotros la espiritual; sin liberi, no
hay herencia, se decía allí; sin libri, decimos nosotros,
no hay cátedra. Yo reputo este principio como deplo-

143
rable en el más alto grado y opino que la capacidad de
los Privatdozenten debía medirse más por su enseñanza
que por sus escritos. Sin embargo, si la Universidad
no quiere prescindir del requisito de las publicaciones,
podría hacerse inofensivo ese sistema en su aplicación a
la jurisprudencia, otorgando a los docentes, por analogía
al jus liberorum romano, tan pronto se dispusiesen a dar
un libro a la publicidad, el jus librorum, es decir, que
se los convertiría en profesores como si hubiesen hecho
ya imprimir los libros exigidos. Acaso hasta aquí ciertas
Universidades no han sido más severas con los libros
que se les han presentado, porque se han inspirado en
aquella consideración que entre los romanos se aplicó
ya a la calificación del jus liberorum y que está razo-
nado en forma tan humanamente hermosa y es tan de
aplicación a nuestro tema, que no me sustraigo al deseo
de reproducir aquí íntegramente el pasaje:

L. 35 de V. S. (50, 16): Quaeret aliquis, si


portentosum vel monstruosum vel debilem mulier
ediderit vel quale visum vel vagitu novum, non
humanae figurae, sed alterius magis animalis
quam hominis partum; an quia enixa est, prodesse
ei debeat? Et magis est ut haec quoque parenti-
bus prosint, nec enim est, quod iis imputetur, qui
qualier potuerunt, statutis obtemperaverunt, neque
id quod fataliter accesit, matri damnum injungere
debet.

Lo que libremente traducido y aplicado a nues-


tro caso, viene a decir: ¿Qué responsabilidad alcanza
a los Privatdozenten, que, bien o mal, como pudieron
(qualiter potuerunt), han observado los estatutos uni-
versitarios (statutis obtemperaverunt), cómo se les va

144
a exigir responsabilidad, si por fatalidad (quod fataliter
accesit) el libro que ellos publicaron tiene menos el
carácter de una criatura literaria normal (non humanae
figurae) que de un esperpento (portentosum vel mons-
trosum) o lleva los estigmas de una debilidad espiritual
(vel debilem partum ediderunt)? Ellos han traído algo
al mundo y esto basta (quod enixi sunt, prodesse eis
debet). La concesión del jus librorum y la Cátedra no
se daría naturalmente más que mediante la obligación
de no publicar el libro presentado o, por lo menos,
no publicarlo durante un dilatado lapso de tiempo,
los clásicos nueve años por ejemplo (nonum prema-
tur in annum); para completa seguridad la custodia del
libro debería confiarse a la propia Facultad de Dere-
cho. Pasados los nueve años, y después de ejercer con
fruto durante ese plazo la Cátedra, sería difícil que el
propio autor persistiera en su propósito de publicar el
libro y probablemente daría gracias a Dios porque un
Gobierno previsoramente paternal, le había preservado
de cometer una ligereza. ¡Qué aspecto ofrecería nuestra
literatura, si se elevase a la categoría de norma general
este precepto del depósito de los manuscritos durante
nueve años! Yo aseguro que produciría una revolución
mucho mayor que el descubrimiento de los fusiles de
aguja. Qué incontable serie de libros no se escribirían,
cuántos escritos permanecerían inéditos y cuánto gana-
rían los que, al fin, se imprimiesen. Es este un plan,
que yo me hago la ilusión de creer que forma digna
pareja con el anti-Seuffert; incluso estoy pensando que
algún amigo lo presente al Reichstag en forma de una
proposición de ley. ¿No prohíbe la policía que se ven-
dan frutas verdes o cerveza agria? Pues ¿por qué no ha
de hacer lo mismo con los libros aún no maduros? Si
los Gobiernos alemanes no accediesen a esta propuesta

145
de concesión del jus librorum, alegando la resistencia
que seguramente opondrían las Universidades, no queda
otro remedio que nosotros los juristas organicemos una
gran colecta nacional para con su importe comprar los
manuscritos de todos los Privatdozenten juristas; o con
más exactitud, para recibir en depósito esos manuscritos
durante nueve años bajo la más severa clausura. A nues-
tro lado, estarían seguramente los editores, y cuento con
una adhesión calurosa por su parte; ellos sabrán ya con
qué hacen mejor negocio, si con la situación actual o
con la organización cuyo proyecto acabo de exponer.
Con éste quedan a un lado los Privatdozenten, pero
subsisten los profesores. En primer término, ya he ade-
lantado que los estimo incomparablemente menos peli-
grosos que los primeros. Ellos se encuentran en pose-
sión precisamente de aquello que los Privatdozenten
pretenden adquirir con sus publicaciones: la Cátedra,
con lo que les falta ese impulso para escribir. Además,
una gran parte de su tiempo está ocupada por las con-
ferencias orales y los asuntos oficiales; las vacaciones
las necesitan para su recreo y descanso, así que, en defi-
nitiva, les queda poco tiempo disponible para escribir,
mientras que para muchos Privatdozenten todo el año
son vacaciones; por eso sería deseable para éstos acortar
algo las vacaciones, para reducirles el tiempo sobrante
que podrían dedicar a escribir. Y, finalmente, sobre todo:
tanto más se enseña, tanto más puede observarse que
no todo pensamiento nuevo merece los honores de la
publicidad. Para una cigüeña recién nacida, que saca el
pico del nido, todo es nuevo; hace los descubrimientos
más maravillosos: en los montones de estiércol, cree ver
montañas, mares en los charcos; pero la cigüeña vieja,
que ha realizado largos viajes, necesita realizar grandes
caminatas para tropezar con algo que merezca su aten-

146
ción. Por eso puede otorgárseles a los Profesores, con
ciertas cautelas y limitaciones, la facultad de escribir
sobre cuestiones dogmáticas. También aquí ofrece el
derecho romano un punto de referencia: si se admite el
jus librorum, junto a él debe ir el jus respondendi. Los
juristas más reputados recibían en la época imperial la
autorización pública de dar responsa juris. Conforme a
este modelo del jus respondendi, concédase a nuestros
teóricos más renombrados el jus scribendi, y en los
casos dudosos, otórguese, como se hace con los cargos
públicos en el sur de Alemania, sujeto a discusión, a
fin de probarlos; si triunfan en la prueba, se elevaría
la concesión a definitiva, pero si no la resisten, deberá
negárseles en absoluto. Yo tenía pensado al comenzar,
añadir aún ciertas propuestas personales, pero al for-
mularlas tropiezo con tales cavilaciones y dudas, que
prescindo de ellas, limitándome a proporcionar a usted
y a los lectores para su propio uso (a los candidatos,
examinandos de derecho, como recurso nemotécnico, se
la brindo en verso) la siguiente lista de los romanistas
que viven.

Hay muchos juristas cuyo apellido termina en «er»


Wächter, Bekker y Mutter,
Römer, Neuner, Samhaber,
Schirmer y también Schlesinger,
Pagenstecher, Regelsberger,
juntamente con Unger y Müller.
Cuatro juristas en «ing»
Böcking, Fitting, Stinzting y Ihering,
y si se quiere también Vering.
Solamente unos pocos en «o»
Este es Sanio,
Ya que de otro modo se escribe Vangerow.

147
Tres terminan en «l»
que son Büchel, Wetzell, Sell.
Rudorff, Kuntze, Fritz
van a la cabeza,
Dernburg, Köppen, Witte
van hacia la mitad.
Ribbentropp, Windscheid, Francke
me escriben dándome las gracias.
Me acuerdo de dos en «eist»
que se llaman Gneist y Leist.
Quedan los de apellido de una sola sílaba
Arndts, Bruns, Brinz, que se alegran juntamente
con Scheurl.
Deben añadirse Schmidt y Danz
y así tienes completo el cuadro de los juristas.
El que aquí no quepa, que se provea de otro nombre.

Si aún quiere usted añadir algunos versos, le con-


cedo el más amplio poder para hacerlo. Los retoños
civilistas proveerán a la adición de nuevos nombres.
En mis próximas cartas, irá el prometido ramillete de
la literatura romanista más reciente.

148
CHARLAS DE UN ROMANISTA

Una carta a la Redacción, a manera de


Prólogo56

Me han recordado ustedes recientemente el cum-


plimiento de cierta promesa que yo les hice años atrás,
poco antes de abandonar Viena, en una de aquellas
reuniones en que la Sociedad jurídica de modo tan
feliz compagina sus exigencias profesionales jurídicas
con el trato social, de colaborar en las «Hojas jurídi-
cas» (Jurist. Blätter) con algún trabajo57. Yo no sé lo
que hubiese llegado a prometer con el ánimo sereno,
liberado del yugo de la jurisprudencia, en una de esas
noches de fiesta. Las gentes que prometen fácilmente
gozan por regla general, de una dichosa cualidad, la
de olvidar rápidamente (la Naturaleza restablece en
esta forma el peso desigual de sus buenas disposicio-
nes con su capacidad de cumplimiento) y también mi

56
 Juristische Blätter, editadas por Max Burian y Lotear Johanny.
Año IX, Viena, 1880, núm. 10.
57
 Se prescindió de continuar mis cartas de un desconocido, porque
entretanto se había descubierto que era yo su autor.

149
promesa a ustedes, desde entonces, cayó en el más pro-
fundo olvido, hasta que sus avisos me han devuelto el
recuerdo. Parece como si se elevasen desde la tumba los
espíritus de las horas desaparecidas para presentarme al
pago una letra firmada en momentos de alegría; pues
bien, pagaré la letra.
Pero usted me va a permitir que haga en forma que
corresponda al lugar y a las circunstancias en que fue
otorgada. Y lo fue ante un dorado pollo, de modo que
en iguales términos habrá de realizarse, es decir, que
habré de figurarme encontrarme aún allí, con un vaso
de vino, reunido con ustedes, y conversando de cosas
jurídicas; o, dicho con otras palabras, yo charlaré con
ustedes y ustedes harán que estas charlas se impriman
en las «Hojas jurídicas», en cuanto las encuentren apro-
piadas para el caso.
El título con el que yo aporto mi contribución a
la revista, «Charlas de un romanista», es, hasta donde
alcanzan mis noticias, algo moderno, que nunca se ha
conocido, de suerte que me imagino haber traído al
mundo con esa rúbrica una forma literaria nueva en la
exposición de temas jurídicos. Es el folletón transplan-
tado al campo del derecho. Aquella designación, ade-
más, me permitirá conservar tanto formal como mate-
rialmente, la soltura de movimientos y la sencillez de
una conversación oral, completamente sin preparar; yo
quiero charlar y cada uno resuelve si quiere o no atender
a mis charlas.
Sepan ustedes ahora que estas charlas no tienen la
pretensión de pasar a la literatura; llenarán su objeto
si a sus lectores les proporcionan un entretenimiento
pasajero o una excitación para pensar por su cuenta;
aparte de que no están destinadas para que las citen
los profesores alemanes, aparecen reclamadas por la

150
actualidad y pasarán en seguida; en mí, porque pasarán
rápidamente del pensamiento al papel, y en el lector,
porque las olvidará en cuanto las haya visto.
Este es, pues, el pacto que concluyo con ustedes y
con sus lectores: permiso para charlar de lo que se me
antoje y sin preparación. Me ha llegado tan a lo vivo
las cosas serias en que he necesitado ocuparme en los
últimos años y la atmósfera que se respira en esta digna
ciudad de Georgia Augusta (Göttingen), que ya experi-
mento como una necesidad de recrearme, de reír y de
bromear. Si no hubiese ya bautizado mis conversaciones
con ustedes con el nombre antes indicado, me atrevería
a llamarlas, atendiendo al momento en que adquirí el
compromiso, huevos de pollo jurídicos, que si hubie-
sen sido de oro, los hubiese conservado; como no ha
ocurrido así, ya saben ustedes lo que pueden esperar
de ellos. Si con esta ocasión aparecen pollos jurídicos
(una variedad que hasta ahora no ha sido catalogada)
no podrán ustedes admirarse.
Tengo una gran provisión de esos huevos y creo
que hasta podría venderlos por docenas. Hasta ahora
se encuentran silvestres y desordenados unos junto a
otros, o más exactamente, aún se encuentran apiñados
en mi interior, y como consecuencia, tengo convertida
mi cabeza en un nido.
Es maravilloso que un hombre como yo, que durante
su vida entera ha expuesto conferencias sistemáticas,
que ha convertido en necesidad irreprimible, en una ver-
dadera segunda naturaleza, el sistema y la clasificación,
haya de ordenar unos huevos aún no puestos. Ustedes
saben que un romanista se compone propiamente de dos
mitades: es medio dogmático y medio historiador del
derecho, y cuando se analizan los caracteres peculiares
de un hombre por sus producciones, también se advierte

151
que las producciones de los romanistas participan de
este doble carácter. Ustedes habrán de ver, por tanto,
para los huevos que ponga en lo futuro, dos disciplinas:
una dogmática y otra histórico-jurídica.
¿Una histórico-jurídica?, preguntarán ustedes
moviendo la cabeza. Ya sé lo que esto debe significar. El
público de las «Hojas jurídicas», quieren ustedes decir,
se compone principalmente de prácticos del Derecho
austriaco; ¿en qué puede interesarles a éstos la historia
del derecho romano?
A pesar de esto, me atrevo a decir que se me ha
pasado por la cabeza tener el honor de presentar ante su
público la historia del derecho romano. No por medios
artificiosos, como los que es sabido se emplean para
convertir los manjares más insípidos en apetitosos.
Valga como muestra la magnífica cocina francesa, que
llega a preparar cuero tan maravillosamente, que hace
creer a los inexpertos que en su vida han paladeado cosa
mejor. Una de las primeras autoridades en la teoría de
las salsas, coloca como mote de una cierta salsa, insupe-
rable culinariamente, la expresiva leyenda de que «con
semejante salsa se comería uno a su propio padre». Ya
en este terreno, a mí no me cabe la menor duda de que
un hombre con excelente humor y agudeza, sería capaz
de repetir aquella prueba con un tema jurídico (los hay
comparables con cualquier clase de cuero) y acaso haya
nacido ya alguien capaz de regalarnos con una «Elegía
sobre el non usus» o «Escenas de la vida del diligens
pater familias».
No necesita de semejantes atractivos artificiales la
historia del derecho romano; puede prescindir de sal-
sas y conservar interés lo que trate directamente. Tengo
mi método peculiar para el estudio de la historia del
derecho romano que se separa del dominante, pero aún

152
está guardado, y si hasta ahora conservé secreto, creo
llegado el momento de publicarlo para utilidad y ser-
vicio de los demás.
Hace falta para emplearlo un buen cigarro, fino, ni
demasiado ligero, ni muy fuerte, y un sofá o canapé.
Se reúnen materiales histórico-jurídicos hasta hartarse,
cierra uno la puerta de la habitación para que nadie le
moleste, enciende el cigarro y se acomoda en el sofá; el
poner los pies en alto, como yo he ensayado, depende
de los gustos de cada uno. Acto seguido se concentra el
pensamiento mediante un esfuerzo de voluntad, en los
tiempos antiguos, hasta llegar a olvidarse de uno mismo
y de lo que le rodea. Debe concentrarse el pensamiento
de tal manera, que pueda uno llegar a figurarse que real-
mente ha vivido en aquel tiempo y que sólo por un raro
capricho de la naturaleza y mediante la transmigración
anímica, se encuentra como Privatdozent o Profesor de
Derecho romano en esta o en la otra Universidad ale-
mana; que uno, originariamente, fue un viejo romano y
que lo poco que se sabe de aquellos tiempos a través de
los libros, es el último resto de los propios recuerdos,
que pueden hacerse revivir mediante un esfuerzo enér-
gico, cosa que la filosofía griega ya tuvo por posible,
con la teoría de la trasmigración de las almas. Después
de haber permanecido quieto un buen rato soñando con
los ojos abiertos, el recuerdo de los tiempos pasados se
despertará realmente, el cuadro empezará a emerger de
los profundos del alma (de la región de subconsciente)
y se reproducirá en las nubes de humo del cigarro que
se está fumando; se contempla uno a sí mismo deambu-
lando por las calles de la antigua Roma, participando en
todas aquellas cosas tan bonitas de la historia jurídica
romana: una mancipatio o in jure cessio, matrimonio
con manus, una in jus vocatio, etc., etc. Es increíble

153
todo lo que puede obtenerse con un solo cigarro. Pero,
naturalmente, para fumar hay que entender, y hay algu-
nos que no entienden. Por eso no llegan siquiera a ver,
aunque enciendan un cigarro, se tumben en un sofá,
lancen grandes nubes de humo, hasta más densas que
otros, que, en cambio, saben fumar; por eso aquéllos
no obtienen ningún cuadro. Y por eso también, afirman
que nadie lo consigue y que si lo afirma, lo que pre-
sentan son productos de su fantasía intoxicada por el
narcótico del tabaco, que ha de rechazar la Ciencia, ya
que donde las fuentes callan, termina ella su labor. Yo
por mi parte digo: que empiecen ellos por ese camino,
yo permanezco fiel a mi cigarro.
Tengo aún en la caja una buena provisión de ellos;
encenderé alguno que otro y les contaré lo que vea. A
estos relatos los llamaré «Cuadros de la historia jurí-
dica romana». Es un hermoso título y ya esto sólo es
algo de valor, mas, en una materia de tan dudoso poder
atractivo como la historia del derecho romano, no com-
prendo por qué nosotros, gentes de ciencia, los rótulos
bonitos hemos de abandonárselos a los literatos, que a
lo mejor es lo único nuevo y picante que ofrecen en sus
obras. Mi feliz instinto me ha hecho comprender hace
tiempo el valor de un buen título, hasta el punto de
que a la difusión de mis obras ha contribuido no poco
esa circunstancia. Piensen ustedes en mi «Espíritu del
derecho romano», con el nombre «Sobre el carácter y
significación, etc.», o «Ensayo de investigación sobre
los rasgos característicos…»; o en mi «Lucha por el
Derecho» convertida en «Acerca del deber moral que
corresponde a los particulares de hacer valer sus dere-
chos en cualesquiera circunstancias…» ¿Quién hubiera
soportado semejantes títulos? El título debe tener los
caracteres de una voz de mando militar: ha de ser corto,

154
exacto, preciso, categórico; debe ser una verdadera voz
de mando literaria, que se quiere esparcir a través del
mundo.
Ya tenemos el nombre del niño futuro, pero falta
una pequeñez: el propio niño. Estoy un tanto nervioso
y en situación algo parecida a la de la madre antes del
parto: ¿será niño, o niña? ¿Hermoso, sano, robusto?
¿Feo, debilucho, un espantajo? Lo que haya de ser, se
verá pronto; sólo le faltan para venir a la vida unos
pocos días.

155
Cuadros de la historia
jurÍdIca romana58

I
El derecho de ocupación sobre las cosas sin
dueño, en otros tiempos y en la actualidad

Una elegía romanista

Tengo la desdichada cualidad de comparar todas


las cosas que se me presentan, con algo: lo propio con
lo ajeno, lo de ahora con lo pasado. Y digo que es una
condición desdichada, porque mis comparaciones no
siempre producen un resultado satisfactorio; sería prefe-
rible, que, en lugar de reflexionar, gozase ingenuamente
de lo que me correspondiese. Mi afán comparativo no
se limita a aquello que me atañe de una manera perso-
nal, alcanza a todo lo que se me pone a tiro: delante de
mí, nada hay seguro. Los resultados más apreciables,
como es natural, los obtengo en mi profesión, y apenas
hay un tema, que pueda contemplar desde ese punto de

58
 Jur. Blät, 1880, nº 11.

157
vista, que no le someta a comparación. Así he llegado a
trazar el paralelo entre el antiguo y el moderno derecho
romano, para buscar el poner en claro, a mí y a otros,
esa cuestión (tal ha sido la finalidad que perseguí al
escribir mi Espíritu del Derecho romano) e igualmente
he llegado a comparar nuestro derecho vigente con el
romano. También en este punto he llegado a ciertos
resultados: que la época contemporánea, en ciertos
puntos, no puede parangonarse con pasado: por ejem-
plo, en una demanda de indemnización de perjuicios
yo hubiese preferido someterme a un juez romano que
a uno moderno. En grado superlativo podría aplicarse
esto a la cuestión que va a constituir el tema de la pre-
sente elegía: el derecho de ocupación sobre las cosas
sin dueño.
Si ustedes poseen una mirada penetrante para con-
templar la evolución del derecho, llegarán conmigo a la
dolorosa conclusión de que nosotros, con relación a la
posibilidad de una adquisición gratuita que, según ase-
guran los psicólogos, tiene un atractivo especial para el
hombre, hemos retrocedido lamentablemente en com-
paración con los romanos. ¡Cuán ricamente provistos
estaban ellos en este aspecto! ¡Cuán extensa era la lista
de cosas sin dueño y cuán dilatado el espacio que con-
cedía a la ocupación en su jurisprudencia! Animales de
todas clases: pájaros, peces, cuadrúpedos o, como dicen
las fuentes59 los animales nacidos en el agua, en el cielo
o en la tierra (in coelo… nascuntur), podían ser cazados
sin obstáculo; la propia naturaleza lo ha determinado,
así está escrito en el derecho natural, el cual ha venido

59
 Para los lectores que quieran compulsar las citas, añadiré en nota
la indicación exacta de las fuentes. El fragmento traído a colación en el
§ 12, I. de R. D. (2, 1).

158
al mundo al mismo tiempo que el hombre60. Ser cazador
o pescador de caña, o dedicarse a atrapar pájaros, repre-
sentaba una delicia. Igualmente el ámbar, las perlas y
las piedras preciosas pertenecían al descubridor, y se
podía llegar a ser millonario, sin poseer el más mínimo
capital inicial. En cuanto a las fresas, frambuesas, setas
u otros frutos silvestres de los bosques (recuérdese que
las setas han sido objeto recientemente en Prusia de
una regulación legislativa) nadie se preocupaba de ellos.
Incluso los tesoros, hacia los que tiende sus huesudas
manos el Fisco, ansioso, para privar de ellos al des-
cubridor feliz (que en tal caso sería mejor llamarle el
desgraciado descubridor) estaban reservados a éste y al
propietario del terreno. Y qué diremos de la ocupatio
bellica. Como el enemigo carecía de derecho, todo lo
que él poseía pertenecía al valiente militar que le había
capturado; para esto servía de fundamento que aquél lo
había conquistado.
Al subrayar este término, hago una observación
completamente nueva, sorprendente por lo profunda,
en cuanto al significado de esa voz. Recordarán ustedes
que los antiguos romanos, según testimonio de Gayo61,
consideraban la captura del enemigo (nosotros la lla-
maríamos ahora anexión) como el modo por excelen-
cia de adquirir la propiedad, y yo he visto siempre en
este pasaje una concepción peculiar de aquel pueblo.
La casualidad me lleva ahora desde esa expresión de
guerrear, asociada con la ocupatio bellica, al descubri-
miento de que nuestros antepasados pensaban en este
particular lo mismo que los antiguos romanos; proba-

60
 § 11, ibid.
61
 Gaius, IV, 16: maxime enim sua esse credebant quae ex hostibus
cepissent.

159
blemente nos encontraremos aquí con una remotísima
institución de los pueblos indo-germánicos. Kriegen
(adquirir) en el sentido de capere, nancisci, está enla-
zada etimológicamente con Krieg = bellum; Krieg por
consiguiente significa en un principio adquisición (bello
capere); es la ocupatio bellica de los romanos, sólo que
en vez de estar expresada la idea en dos palabras, está
reducida a una. Las formas de la guerra se han refinado
en el transcurso de los tiempos; en lugar del campo
abierto, se utilizan locales cerrados: bolsas, oficinas,
tiendas… etc., representan a aquél, sólo que en las últi-
mas, en lugar de la espada de combate, tan incómoda y
pesada, se utiliza la pluma. Finalmente, se ha ampliado
también el concepto de enemigo: enemigo es aquel que
posee algo y del que se puede adquirir algo combatién-
dole. Tal es la fisonomía que ofrece nuestro moderno
derecho de la guerra.
Con frecuencia se me ocurre en esta extensión
analógica del concepto de enemigo, un paralelo que,
precisamente, se relaciona con Austria y constituye un
resultado de mi estancia en Viena. Existe entre ustedes
una fundación benéfica instituida por un antiguo señor
Haudegen, bajo el principado de Eugenio, para inváli-
dos austriacos de la guerra contra los turcos. El hom-
bre había llegado a considerar la guerra con Turquía
como una desgracia periódica, semejante al granizo,
a las inundaciones, a las malas cosechas, etc., y en su
tiempo, ciertamente, no le faltaba razón. Pero desde
entonces, diría, hablando como pandectista, la guerra
turca ha perdido su interés dogmático para Austria.
Sin necesidad de ser profeta, puede asegurarse que la
guerra entre Turquía y Austria es algo que ha pasado
definitivamente. ¿Qué va a ocurrir con aquella funda-
ción? ¿Perdurará eternamente acumulando intereses,

160
sin proporcionar un solo beneficio a hombre alguno?
Un romanista no se apurará para dar contestación, en
cuanto que el derecho romano le pone a su disposi-
ción el medio justo para que sobreviva la fundación,
sosteniéndola siempre al compás de las exigencias de
los tiempos, la ficción; no hay turcos de verdad contra
quienes se haga la guerra, pero se los puede sustituir
con otros supuestos. Se puede dar una ley, por ejemplo,
diciendo que los rusos deben ser considerados como
turcos, o si se entiende que este es caso que exige un
maduro examen, puede autorizarse al Gobierno para
que al estallar la guerra en cada caso particular, pueda
declarar turco al enemigo. Así el turco se convertiría en
un concepto jurídico, que acaso viviese jurídicamente
aun después de que los turcos de verdad hubiesen de-
saparecido de Europa o del mundo. Un romanista se
alegraría de que gracias a este procedimiento la fic-
ción lograse una aplicación práctica, con lo cual él no
necesitaría ya extraer los ejemplos de ficciones de las
fuentes puramente romanas, pudiendo dejar descansar
definitivamente el ejemplo tomado de Gayo relativo al
peregrino que se finge ciudadano romano. Esto último
por lo demás, resulta extraordinariamente interesante
e importa ponerlo en claro. Si la acción de robo la
ejerce un peregrino o se dirige contra un peregrino,
dice Gayo62, se debe fingir que es ciudadano romano.
Lo cual jurídicamente expresado quiere decir: el robo
es algo tan típicamente nacional entre los romanos, que
un peregrino ni puede robar, ni ser robado. Cuando en
Schilda hay que ahorcar a un extranjero, protestan los
ciudadanos: la horca es únicamente para ellos y para
sus hijos; para que un extranjero pueda ser colgado,

62
 Gaius, IV, 37.

161
es necesario que antes se haga ciudadano. Así hubiese
hecho también un peregrino que en Roma quisiera robar
o ser robado, primero adquirir la ciudadanía romana;
pero procediendo en bastante contradicción con esto,
se suplía el defecto con la ficción.
Volvamos ahora a la ocupatio bellica de los roma-
nos, fuente más antigua de la propiedad romana. En
Roma era un gusto ser soldado en medida mucho más
amplia que el ser cazador, pescador de caña o atrapador
de pájaros; por eso decía la canción de la dama blanca:
qué gusto da ser soldado, ante sus sentidos se abre la
posibilidad de hacer suyo todo el universo, menos la
parte romana; añádase la pequeñez que encierra en sí
potencialmente aquella profesión, de hacer suyos todos
los tesoros que actualmente encierra el mundo. Siem-
pre me produce una melancólica impresión, cuando
necesito presentar en mis explicaciones el peculium
castrense, especialmente cuando entre mis oyentes se
encuentran filii familias milites. Se les muestran todas
las bellas cosas que esta última condición encierra:
adquirir del enemigo, recibir donaciones del Regente
y de la Regente, etc., etc., con lo cual se les hace la
boca agua, y sin embargo, todo esto sólo son señuelos;
la única parte verdaderamente práctica del peculio cas-
trense y con la cual deben contentarse, es la herencia
de alguna rica dama.
Al rico surtido de cosas muebles que les he pre-
sentado hasta ahora, todavía añade el derecho romano
algunos inmuebles, de los cuales podía haber prescin-
dido. Experimento siempre que examino esta materia
en las Pandectas, una gran alegría. No por considera-
ciones prácticas que hoy pudieran extraerse de esos
textos (desgraciadamente no hay nada de eso), sino
situándome estrictamente en el punto de vista histó-

162
rico-jurídico, para lo cual me transporto al caso de un
ciudadano romano a quien toca parte en una de esas
adquisiciones, y penetrando en su espíritu, me lleno
de alegría. Así resultan dos verdaderos trozos exquisi-
tos para los pandectistas, la insula in flumine nata y el
alveus derelictus. La adquisición para los ribereños se
hace tan cómodamente, que ni siquiera necesitan ocupar
esos objetos, puesto que el derecho les obsequia con
ellos sin que hayan de molestarse en lo más mínimo.
Un inciso: ¿se han parado ustedes a considerar alguna
vez, porque tratándose aquí de dos supuestos de cosas
sin dueño no se admiten las consecuencias del principio
general, de que las cosas sin dueño están sometidas
al libre derecho de ocupación? Tracen ustedes gráfica-
mente la escena que se produciría en el desarrollo de
esa facultad: las riñas que se armarían en las aguas antes
de que la isla emergiera completamente de ellas o que
el lecho del río se viera libre completamente de ellas:
como si dijéramos, mientras la naturaleza todavía está
en los momentos del alumbramiento, los esfuerzos para
acelerar el parto, de demasiado lento, el uso incluso de
fórceps. Comprenderán por qué los romanos, tan razo-
nablemente, han excluido estas materias del derecho
de ocupación.
Cuando se trata de la insula in mari nata, la teoría
de las cosas sin dueño recobra su pleno valor, ya que se
atribuye al que primero la ocupa. Tiene algo de gran-
dioso representarse, actuando la teoría de la ocupación
allá, en la alta mar, en una isla, apenas desprendida del
seno de la naturaleza, cuando se ha negado su aplicación
en los dos casos enunciados, tratándose de tierra del
continente. Desgraciadamente, el valor de esta conce-
sión hecha a la teoría, se debilita considerablemente,
teniendo en cuenta la observación histórico-natural,

163
añadida por los juristas, de que el suceso se da muy
escasas veces (quod raro accidit).
No da mucho de sí la última cosa inmueble en que
se puede adquirir propiedad gratuitamente, y que noso-
tros, sin embargo, los pandectistas, no podemos pasar
por alto: el ager desertus; se trata de un supuesto en que
es necesario trabajar la tierra, y cuando se ha logrado
poner el terreno selvático en situación de cultivo, abo-
nándole y quitándole las malas yerbas, aún no se está
seguro de que el hasta entonces propietario, que puede
entonces volver a ocuparse alegremente de sus fundos,
no dé al traste con todo. Yo estoy resueltamente deci-
dido hace tiempo a no poner en cultivo jamás un ager
desertus.
Con esto hemos terminado la cuestión de las cosas
inmuebles. Me he reservado, sin embargo, lo mejor, la
ocupación de las cosas hereditarias. Posee, entre todos
los casos de ocupación, indudablemente, el puesto más
relevante, en él asciende el pensamiento de la ocupación
al Non plus ultra ideal y a tal altura, que la diferencia
entre cosas muebles e inmuebles la cual, para hablar
con el lenguaje de Hegel, no había superado todavía
su propia evolución dialéctica, en los grados descri-
tos, aparece ahora como un fantasma, sin existencia.
Oro, plata, valores de toda especie, ganado, vino, fun-
dos, casas, explotaciones agrícolas en conjunto, con
tal solamente de que se encuentren en una herencia,
puede cualquiera que le venga en gana apropiárselas,
sin cometer robo: «rerum hereditarium furtum non fit»,
decía la regla aparecida en el mundo con tal objeto. La
única diferencia con los otros casos de ocupación con-
siste en que el ocupante no adquiere inmediatamente la
propiedad, sino que necesita poseer las cosas durante
un año, a lo cual se prestará gustoso.

164
Ustedes comprenderán que si he reservado para lo
último este caso de adquisición gratuita de propiedad, es
porque a su lado los demás resultarían insulsos. Reser-
varé, pues, el tratarlo para nuestra próxima reunión.
Y ahora, como tránsito de este rico cuadro del dere-
cho romano, donde una sentencia sobrepuja a otra, de
este opíparo banquete de la falta de dueños a la sopa
de limosna del derecho vigente, en el que de las cosas
nullius apenas queda nada. Todos los sitios en la mesa
de la propiedad están ocupados, y no queda cubierto
alguno para las cosas sin dueño; los que aguarden, ten-
drán que esperar a que la propiedad les arroje algún
hueso, que ella ya no es capaz de utilizar. Ha pasado la
poesía de la ocupación, queda la prosa de la propiedad
—la discutida propiedad— que todo lo destruye. Tanto
la insula in flumine como la in mari nata, se las apropia
el Estado, e igualmente ocurre con el alveus derelictus;
tales objetos figuran como cosas susceptibles de ocu-
pación, pero únicamente en los libros dedicados a la
enseñanza; yo quisiera saber cuándo ha tenido lugar el
último caso real. Se cuentan entre los conceptos jurídi-
cos a manera de maniquíes rellenos, de nuestros museos
jurídicos, con las momias, o conservados en alcohol.
Podría aplicárseles lo que Justiniano ya dijo de reliquias
semejantes en su tiempo: dice del dominium ex jure qui-
titium «Nec umquam videtur, nec in rebus apparet, sed
vacuum est et superfluum verbum 63». Queda solamente
el ager desertus. Si alguien se lo encuentra hoy, podría
facilitarlo. Yo nunca he oído hablar de un solo caso.
Así desaparecen todas las cosas inmuebles de la
escena. Se podría ya lamentar su pérdida, si solamente
quedasen las muebles, pero también éstas, una tras

63
 L. un Cod. de nudo jure (7, 25).

165
otra, van desapareciendo: como en cierta sinfonía de
Haydn, la de la despedida, uno a uno los ejecutantes
de la orquesta abandonan su atril y apagan su luz,
así ocurre aquí. La usucapio pro herede lucrativa,
la occupatio bellica, la caza libre en el bosque y la
pesca, la búsqueda igualmente libre de ámbar, fósi-
les, etc. —en ciertos Estados incluso la adquisición
de tesoros— son otras tantas luces apagadas: reina
completa oscuridad. Adondequiera que el hombre se
dirige, tropieza siempre con la propiedad privada, que
le detiene con su exclamación: hasta aquí, pero no más
allá. Incluso sobre los enemigos extiende su mano pro-
tectora, con lo que el animado saqueo de los tiempos
antiguos, puede considerarse pasado, y hasta la caza,
que conforme al jus naturae pertenece al primer ocu-
pante, queda sometida a normas positivas y sujeta a
la legislación. Y como las cosas de una herencia están
sujetas a libre ocupación, nuestra época ha perdido la
razón por completo; esperemos a que los comunistas
la restauren. Aún quedaba el bosque libre y los niños
podían hacer acopio de moras, fresas o frambuesas,
una mujer hacendosa recolectar setas y hasta plantas
para preparar a su marido un vaso de alguna bebida
espirituosa. Todo esto ha desaparecido también en
Prusia, y ni el derecho de los niños a aquellas buscas
queda respetado
Yo he perdido ya la afición al derecho; me alegro
no ser niño y digo con el carpintero de «María Magda-
lena», de Hebbel: no entiendo al mundo. Si no tuviese
que volver a ocuparme de las Pandectas… Ahora creo
mi deber colocar una cruz sobre cada caso de ocupa-
ción de aquellos tan bonitos, que consideraba el dere-
cho romano: mortuus est, y adviertan mis oyentes la
conveniencia de no ejercitarlos prácticamente, si no

166
quieren entrar en conflictos con el Código penal. La
poesía ha desaparecido del derecho; lo deploraré con
Schiller, en sus «Dioses de Grecia», alterando ligera-
mente el texto:

¡Oh, hermoso Universo!, ¿dónde estás?


¡Vuelve, derecho de la naturaleza!
Pero, ¡ah!, que solamente tu huella de hada
se encuentra en el mundo fabuloso de las teorías.
La campiña, moribunda, está triste,
ningún despojo ofrece a mi mirada
y hasta con respecto a las frambuesas,
setas y alimañas el derecho grita: ¡atrás la mano!

II
El caso del ratón del antiguo derecho
hereditario64

Yo no sé si puedo suponer que los conocimientos


adquiridos por ustedes en la Universidad sobre la usu-
capio pro herede lucrativa del antiguo derecho romano,
persisten aún. Con los conocimientos que se adquieren
en la Universidad suele ocurrir lo contrario que con la
mayor parte de las cosas: cuanto menos se usan, tanto
más se esfuman; a esos conocimientos, en oposición a
las res quae usu consumuntur vel minuuntur, podríamos
considerarlos como res qua e nonusu consumuntur vel
minuuntur. Ustedes me permitirán, por tanto, que yo
intente refrescar un poco sus conocimientos con rela-
ción a nuestra institución.

64
 Loc. cit., núms. 12-15.

167
Las fuentes, y entre ellas se destaca Gayo65, nos dan
el siguiente cuadro: si muere alguien, que no deja sui
heredes, cualquiera a quien se le ocurra adelantarse al
heredero llamado, en la toma de posesión de objetos de la
herencia, puede hacerlo sin cometer furtum. Únicamente
aquellas personas que ya poseyesen cosas del difunto,
carecen de facultad para cambiar el título de posesión
que los garantiza, o, como decían los romanos, les está
prohibido cambiar el título que ostentan y convertirlo
en titulus pro herede (nemo sibi ipse causam posses-
sionis mutari potest), es decir, que el acto de toma de
posesión ha de ser visible; el heredero inmediato deberá
saber quién ha llevado a cabo esos actos de posesión y
contra quién ha de dirigirse para impetrar la devolución.
A tal objeto se fija el plazo de un año; si transcurre sin
ejercitarse la acción, sea porque tarda más tiempo en pre-
sentarse el heredero o porque deja de reclamar, caduca su
derecho, el poseedor se convierte en propietario merced
a la usucapio pro herede, y no ya simplemente dueño,
sino heredero. Como objeto de la usucapión se conside-
ran las cosas no ya aisladas, sino hasta en su conjunto,
constituyendo la herencia y consecuencia de este punto
de vista era que hasta las cosas inmuebles, para las cuales
el plazo de usucapión es de dos años, podían adquirirse
por el transcurso de uno. La presentación o la toma de
posesión de la herencia por parte del heredero, excluían
aquel derecho de ocupación, según la expresión que
vengo usando66; quien sin embargo de esto, aprehendía

65
 Gaius, II, 52-58; III, 201.
66
 Los romanos empleaban la expresión occupare, no puramente para
expresar la apropiación de cosas sin dueño, sino también de las cosas de
otra persona, ya se tratara de cosas poseídas o no: véanse 1, 3, § 8 de A.
P. (41,2)… domum a latronibus occupatam, 1, 1, § 2 quod legat. (43,3)…
quod quis legatorum nomine occupavit.

168
algún objeto, se hacía reo de furtum, así como en el caso
de que hubiera sui heredes.
Tales son los rasgos más salientes de la institución,
según nos la presentan las fuentes. Dejan sin solucionar
ciertos problemas, que sin embargo, no entro a diluci-
dar, porque mi intención no es componer una erudita
disertación sobre la usucapio pro herede lucrativa, sino
simplemente desenvolver ante ustedes un aspecto sin-
gular de dicha institución, que según mis noticias, aún
no ha sido expuesto.
Solamente añade Gayo una cosa, y es cierta obser-
vación acerca del fin perseguido con ese mecanismo
legislativo. Se plantea él la cuestión de cómo el antiguo
derecho ha podido admitir una regulación tan inequi-
tativa (tam improba possessio et usucapio) y da la res-
puesta: se ha querido ejercer una cierta presión cerca
de los herederos llamados, para adir la herencia pres-
tamente, tanto en interés de los acreedores, como en el
del cuidado regular de los sacra.
Agotado así nuestro material histórico, yo enciendo
ahora mi cigarro: ustedes saben lo que esto significa.
Es maravilloso el efecto que me producen unas
cuantas chupadas enérgicas. Entre las nubes de humo,
veo a Gayo: un hombre alto, flaco, con pecas en la
frente, piernas arqueadas hacia dentro y cara de maestro.
Unas chupadas más, y trabo conversación con él.
—¿Gayo?
—Así me llamo.
—Yo no estaba seguro de si podía usar ese nom-
bre para llamarle, porque alguno de los escritores más
modernos67 ha afirmado que era puramente un nombre

67
 H. Dernburg, «Las Instituciones» de Gayo constituyen un cua-
derno de apuntes de clase del año 161 p.  Ch. Halle, 1869. P.  96: «una

169
vulgar o como decimos corrientemente, un mote que le
habían puesto los estudiantes, como ahora acostumbran
a hacer con los profesores más queridos.
—¿Estudiantes? ¿Qué es eso?
—Sus oyentes, los que escuchaban sus cursos de
instituciones y gracias a los cuales, por sus cuadernos
de notas, conservamos el libro de usted: Institutiones 68.
—¿Cuadernos? ¿Qué es eso?
—Los apuntes escritos de los oyentes, que o eran
tomados al dictar el profesor, o redactados por ellos
mismos conforme al borrador que llevaban.
—Mis oyentes, cuando yo hablaba, acostumbraban
a escuchar, no a escribir.
—Entonces, exposición más libre. Y por conse-
cuencia sus Institutionum commentarii libri quatuor,
¿fueron compuestas por usted mismo?
—Así es. ¿Se tiene aún alguna noticia de ellas? Me
parece que ha pasado ya mucho tiempo desde que yo
las escribí.
—Aproximadamente, unos mil setecientos años.
Desde que fueron encontradas en Verona por Niebuhr,
mi respetable señor, constituyen para los romanistas el
pan nuestro de cada día.
—¿Romanistas? ¿Quiénes son esos?
—Son sus continuadores en los tiempos modernos.
Nosotros los germanos (Usted se encuentra actualmente

designación del mismo de las usadas en la lengua vulgar». P. 97: «Y como


más fácilmente se explica la designación familiar por el nombre propio, es
teniendo en cuenta la costumbre de los estudiantes, a cuya instrucción está
dedicada la actividad de nuestro jurisconsulto. Ellos llamaban al excelente
Profesor como un amigo a otro; así le recordaban en sus círculos, ellos
transmitieron este nombre a las generaciones siguientes de estudiantes y
hasta llevaron a los libros».
68
 La opinión del autor mencionado antes.

170
en una de nuestras más hermosas ciudades, en Viena,
en «El pato dorado») trabajamos todavía el derecho
romano como sus coterráneos y contemporáneos, y los
profesores que en nuestras escuelas jurídicas dan cur-
sos, son llamados romanistas; yo mismo tengo el honor
de presentarme a usted como uno de ellos; todos los
años leo una vez Pandectas y otra Instituciones.
—¿Entonces, colega? Mucho gusto en haberte
conocido. Luego, ¿conoces mis Instituciones?
—Como le decía, constituyen nuestro pan coti-
diano; mucho hemos aprendido de ellas y le debemos
inmensa gratitud, pero desgraciadamente hay grandes
lagunas en el manuscrito: los viejos monjes cruelmente
utilizaron aquel manuscrito para copiar obras de un
santo cristiano: San Jerónimo fue colocado encima de
usted y sus escritos absorbieron mucho de los suyos.
Bluhme (o como después se ha firmado imitando
a Puttkamer, Bluhme) se ha dedicado a este trabajo de
reconstrucción. Podría usted prestarnos el mayor servi-
cio, decidiéndose a colmarnos esas lagunas.
—Ya lo consideraremos eso más despacio. Ahora
no tengo ni tiempo ni humor para ese trabajo. ¿Y qué
es lo que te ha impulsado a sacarme del infierno?
— Quisiera consultarle acerca de la usucapio pro
herede lucrativa. Qué es lo que opina usted acerca de
esta institución; sus juicios acerca del antiguo derecho
serían del más subido valor. Pero guardando los respe-
tos debidos a su autoridad, me parece que su opinión
acerca del fundamento legislativo de dicha institución,
no es exacta.
—¿Por qué no?
—Si usted fuese tan bondadoso que me lo permi-
tiese, mi muy respetado profesor y maestro, le expon-
dría mi parecer.

171
—¡Habla!
—Su opinión acerca del fundamento legislativo
de la institución de que se trata, arranca del siguiente
supuesto: hubo un tiempo en que la usucapio pro herede
no existía, pero en que el derecho hereditario estaba
enteramente construido. Se fue advirtiendo la existen-
cia de una mala práctica, en cuya virtud los herederos
llamados, dilataban indebidamente la aceptación de la
herencia, para lo cual no había plazo, como no hubiese
fijado el testador una cretio; redundaba esto en su inte-
rés, porque de esta manera se apropiaban los frutos e
intereses de los legados y retrasaban el pago de éstos, y
en cambio no gastaban nada en el sostenimiento de los
sacra. Esto no puede seguir así, dijeron los acreedores,
nosotros queremos nuestro dinero; y los Pontífices aña-
dieron: nosotros no podemos tolerar que los sacra estén
interrumpidos tanto tiempo; también se agrupaban ante
la puerta legatarios y sustitutos. Reuniéronse entonces
los padres de la ciudad y deliberaron: ¿qué haremos? Si
ellos nos hubiesen llamado a consulta a usted y a mí,
les hubiésemos podido indicar el camino recto. Fijad por
una ley el plazo para recoger la herencia, les hubiésemos
contestado, o conceded al Pretor (lo que tuvo él que
hacer por su cuenta más adelante) la facultad de fijar, a
solicitud de los interesados, un tempus ad deliberandum,
o, como hoy decimos, un spatium deliberandi, so pena
de pérdida de los derechos hereditarios, y ordenad en
interés de los sacra, cuyo cuidado supremo corresponde
a los Pontífices, una pena pecuniaria en beneficio de los
fondos eclesiásticos, que aumente de mes en mes, un
verdadero alud penal, a semejanza del interés progresivo
que conocemos en Alemania: con esto ya se arreglará.
Sólo que la decisión de los padres de la ciudad
llevó otra dirección. Ellos dijeron: queremos introducir

172
la usucapio pro herede lucrativa, con lo cual concede-
mos a todo el mundo permiso para apoderarse de las
cosas que haya dejado un difunto, atribuyendo, además,
a esta posesión el efecto de que si el heredero no se
presenta dentro del plazo de un año, y no demanda a
aquel poseedor, éste se convierte en dueño y, al propio
tiempo, en heredero; y si el heredero instituido repu-
dia la herencia, entonces se le declara infame y aquélla
puede ser tomada por quien quiera.
¿He comprendido exactamente su opinión, Maestro?
—La has comprendido.
—Ahora, permítame usted una pregunta: ¿tiene
usted noticias más pormenorizadas sobre este proceso?
—He seguido la exposición de Varrón.
—¡Me lo había figurado! Tiene muchas cosas
maravillosas.
—Tú eres… se me había olvidado, para servirme
de una expresión de vuestro Bismarck, ya que mi edu-
cación me impide darte la contestación adecuada. Tú
presumes conocer cosas de la antigüedad romana mejor
que Varrón, de cuyas alabanzas está llena toda Roma,
lo mismo la del tiempo en que vivió que la posterior,
a quien proclaman Cicerón diligentissimus investiga-
tor antiquitatis y Quintiliano vir Romanorum erudi-
tissimus?
—Así lo entendemos, desde la época de Niebuhr.
Varrón podría hoy aprender mucho de nosotros; acerca
de la fundación de Roma, por ejemplo, tenemos hoy
noticias mucho más exactas que las suyas. Nos sobre-
pasó, ciertamente, en la riqueza de materiales, pero
estamos delante de él en cuanto al método, y gracias
a este método, nos encontramos en situación de hacer
la crítica de Varrón, Festo, Livio y cualesquiera otros,
incluso usted. Es el método histórico-crítico, que de

173
momento no puedo explicarle; pero si me proporciona
usted la satisfacción de volverle a ver, lo haré.
Y para retornar a la opinión de usted sobre el ori-
gen y la finalidad de la usucapio pro herede, me voy a
permitir en su presencia afirmar que tal y como presenta
usted las cosas, no han podido ocurrir. Su manera de
explicarse lleva el sello de la mentira histórica en la
frente y pertenece a la categoría de aquellas explicacio-
nes que hoy en día llamamos racionalistas.
—Otra vez una expresión nueva que no comprendo;
¿qué significa eso?
—No tome usted a mal que ahora no le conteste,
porque mi cigarro está ya más que mediado y antes de
que se consuma debo tener rematada la cuestión rela-
tiva a la usucapio pro herede. Yo le voy a hacer una
crítica de su opinión y de ella, quizás, deduzca usted
lo que aquella expresión significa; voy a proceder con
el mismo desembarazo que si estuviese en presencia
de mis alumnos.
Usted confunde el fin y la consecuencia. La con-
secuencia de que hubo ladrones, consistió en que las
gentes honradas pusieron cerraduras a sus puertas, pero
nadie ha caído aún en la ocurrencia de afirmar que el
robo se haya instituido para alcanzar la instauración
y la colocación de las cerraduras. Pues no es mejor la
afirmación de usted: la usucapio pro herede se intro-
dujo con el fin de aclarar la cuestión de la aceptación
de herencia, esto era la consecuencia, pero no la fina-
lidad de esa institución. No hay que traer a colación el
caso del robo; esto viene por sí mismo, y seguramente
sus antepasados no habrán aguardado un requerimiento
legal para atrapar de una herencia, que aún no ha reco-
gido el heredero, lo que hubieran podido merodear; en
esto fueron inteligentes.

174
—Debo rechazar toda ejemplificación maliciosa a
costa de mis antepasados. Por lo demás, resulta absolu-
tamente deleznable, pues los antiguos romanos no fue-
ron mis abuelos: Teodoro Mommsen ha demostrado que
yo era un jurista de provincias69. Ya en el asunto, debo
advertirte que todo lo que tú has expuesto se refiere
solamente a la materialidad de la apropiación, es decir,
a la ocupación de cosas sin dueño, mientras que yo he
tocado la cuestión desde el punto de vista jurídico, he
contemplado la figura que correspondía en derecho: la
usucapión, la adquisición de la propiedad y del derecho
hereditario en la sucesión.
—A ese punto iba yo. Precisamente ahí está la refu-
tación de su opinión. Si el antiguo derecho no se hubiese
ocupado de la usucapio pro herede más que para dar
ocasión a una aceptación lo más rápida posible, de la
herencia, hubiese añadido el permiso para apropiarse,
sin penalidad alguna, las cosas hereditarias, la que yo
llamaría piratería hereditaria y nada más (cuando son de
temer piratas ha de cuidarse que el barco toque puerto
cuanto antes), o a lo sumo se hubiese podido añadir la
usucapión de las cosas hereditarias, pero resulta inexpli-
cable, completamente incomprensible, que por aquellos
motivos, se haya necesitado añadir la usucapión hasta
de la herencia. Este es el punto culminante: sobre él
nada ha dicho usted. ¿Cómo lo explica usted, Gayo?
—Ya estoy harto de que me coloques discursos y
me hagas preguntas como si estuvieras examinándome.
No hubieses tenido necesidad de decirme que eres Cate-
drático y que me encuentro en Germania, el país de
los bárbaros del Norte; en el tono con que te me has
dirigido y en el mucho vino que durante este tiempo

69
 Jahrbuch des gemeinen deutschen Rechts, III, pág. 1 y ss.

175
has consumido, sin mezclarlo, lo habría reconocido en
seguida. Prefiero cortar esta conversación contigo y pro-
curaré que no se repita. No volveré a comparecer ante
ti, aunque gastes diez cigarros…
Así dijo y desapareció.
¡Una cosa verdaderamente cómoda para salir del
apuro! Cuando no se sabe más de aquellas cosas a que
hay obligación de contestar, se desaparece lanzando
aun al que pregunta, como despedida, alguna grosería.
Ustedes, señores redactores, reconocerán que yo en mi
conversación con Gayo, ni por un momento llegué a
traspasar los límites de un debate científico ni las leyes
del buen tono. Este Gayo es más sensible que un tenor
dramático.
Continuaré pues, mi charla con ustedes: Se habrán
convencido de que la explicación de Gayo adolece de
una contradicción interna: si él mismo no lo hubiera
sentido así, no hubiese tenido necesidad de escurrir el
bulto. Sin embargo, yo veo que mi cigarro se me ha
apagado; tengan la bondad de darme lumbre. Ya humea
otra vez. Permítanme unos momentos. Empiezo a ver
débilmente unos perfiles de un cuadro… van precisán-
dose poco a poco, cada vez están más claros… ya está
el cuadro.
Me encuentro en los tiempos primitivos entre los
antiguos romanos. Ha muerto un hombre, sin mujer ni
hijos; el heredero instituido en el testamento, que él
sometió previamente a la aprobación de la asamblea
popular, se encuentra en el ejército, ante el enemigo. En
su casa entran y salen los que quieren: los que entran
de vacío, salen cargados: acreedores, legatarios, veci-
nos, buenos amigos… es la época de interregno en la
propiedad que nosotros llamamos hoy hereditas jacens.
Cada cual se aprovecha.

176
Me confundo entre la multitud.
—¿Cómo es posible que cojáis todo eso? —les
pregunto—; sois una chusma de ladrones, eso no os
pertenece, arrebatáis cosas de propiedad ajena.
—¿De propiedad ajena? Se te nota que eres un
extranjero. Donde no hay propietario, tampoco hay
propiedad; donde no hay emperador, el emperador ha
perdido su derecho. Si el heredero instituido vuelve del
ejército y entra en posesión de la herencia, podrá priva-
mos de estas cosas, pero de momento no. ¿Es que voso-
tros los germanos procedéis de otra manera? Cuando un
navío naufraga en vuestras inhospitalarias playas, ¿no
acudís corriendo para tomar lo que podéis pillar? A eso
le llamáis derecho de naufragio. Nosotros hacemos algo
análogo, es nuestro derecho de naufragio, hereditario:
las cosas de la herencia se mueven y son traídas y lle-
vadas, sin dueño, por las olas.
—¿Pero para qué os sirve cogerlas? Tendréis que
devolverlas si el heredero regresa.
—Esa es precisamente la gran cuestión: si regre-
sara, porque se encuentra en campaña; acaso caiga,
acaso le cojan prisionero los enemigos y aun cuando
regrese, aún falta por saber si deberemos o no devolver.
—¿Y con qué fundamento jurídico podréis retener
esas cosas? Porque conozco vuestro derecho, sé que no
tenéis que temer una actio furti, porque vuestra juris-
prudencia es bastante indulgente para no ver aquí la
existencia de furtum alguno, pero olvidáis que aquel
hombre podrá esgrimir frente a vosotros la hereditatis
petitio.
—Me tendrá que abonar antes mi crédito; yo soy
acreedor del difunto y nadie podrá censurarme porque
trate de asegurarme el pago, que busque una garantía,
como vosotros la llamáis.

177
—Pero y tú, ¿eres también un acreedor?
— Yo no, pero el difunto me ha dejado en un legado
las cosas de que he tomado posesión, y no pienso
devolverlas.
—¿Cómo que no? El Pretor concederá contra ti el
interdicto quod legatorum 70.
—¡Pero si todavía no existe! Tú confundes los dis-
tintos períodos de la historia jurídica romana; no esta-
mos aún tan adelantados.
—¿Y tú? ¿Eres también acreedor o legatario, para
apoderarte de cosas?
—No, las he cogido, sencillamente71, como voso-
tros los alemanes decís; espero los acontecimientos, ya
que en definitiva lo peor habría de ser que tuviera nece-
sidad de devolverlas.
¡Alabado sea Dios! El cuadro se ha desvanecido;
no podía ya soportar más la estancia entre esas nubes.
Ahora aparece otro nuevo. La escena se desarrolla
también en Roma, pero algunos siglos después, y el
escenario está en el Vaticano. Ha muerto el Papa. ¿Podrá
creerse? Pues apenas ha cerrado los ojos, todo el que se
encuentra en el palacio se apresura a coger lo que puede.
Y ante mi pregunta de cómo puede esto suceder, oigo

70
 1. 1ª, § 2, Quod lego (43, 3): Ut quod quis legatorum nomine non
ex voluntate heredis occupavit, id restituat heredi.
71
 Traducimos así la expresión bloss so acerca de la cual añade
en nota el autor: «No sé si en Austria esta expresión tan característica
del bloss so, se conocerá. Para aclararla me voy a permitir contar esta
anécdota: una vendedora de huevos, soltera, que vivía en el campo, y
que había ido habitualmente a casa de sus parroquianos sola, apareció
un día acompañada de un muchachito: «¿De quién es este chico?», le
preguntaron. «Mío», contestó. «Yo no sabía, siguieron, que estuvieses
casada». «Y no lo estoy; el chico ha venido, sencillamente». Un jurista
romano hubiese traducido el bloss so, por naturaliter en contraposición
a civiliter.

178
esta contestación: derecho de espolio72. ¡Digno nieto
de aquel abuelo!
Sigamos con el cuadro. A mí no me preocupan los
tiempos nuevos, ni el derecho de naufragio, ni el de
espolios, quiero saber qué ha sido de la usucapio pro
herede lucrativa.
El cigarro cumple su misión. Descubro un nuevo
cuadro, que se desarrolla en el tiempo posterior a las
XII Tablas. Una asamblea de juristas, entre los cuales se
encuentran figuras conocidas: Apio Claudio y su escriba
Flavio, autor aquél y editor éste del jus flavianum 73.
Algo importante ocurre: escuchemos.

72
 Acerca del derecho de espolio ya muy tempranamente ejercitado
sobre la sucesión de los clérigos, véase el artículo de Friedberg en la
«Real-Encyclopädie für protestantische Theologie und Kirche», tomo 14,
pp.  683-688: «Así se formó en los primitivos tiempos la costumbre de
que tan pronto moría un clérigo los demás se consideraban investidos de
la representación de la iglesia heredera, y sin consideración de ningún
género, se apresuraban a recoger la herencia del difunto. Así se expresa
ya el Concilio de Calcedonia (año 451): non liceat clericis post mortem
rapere res pertinentes ad eum; así se lamenta ya el Concilio de Lérida
(año 524): occumbente sacerdote exspecto ratoque affectu totaque disci-
plina severitate posthabita immaniter quae in domo pontificali reperiuntur
invadunt et abradunt (p. 681). Los príncipes seculares también intervinie-
ron más adelante y exigieron por su parte un derecho de espolio: More
praedonum debacchantes… crudeliter abducentes animalia universa, etc.,
como se expresaba Inocencio III. Conforme a las palabras del Concilio de
Breslau de 1279 se había llegado a lo siguiente: quod in rebus ecclesiae
furtum reputatur sagacitas, rapina probitas, et violentia fortitudo. Precisa-
mente en Roma la ciudad santa, hasta a la muerte de los Pontífices, como
dice el Concilio romano de 901, la scelestissima consuetudo del derecho
de espolio, fue ejercitada indistintamente por clérigos y laicos. Hasta los
propios Papas, exigieron más adelante como un derecho los espolios».
Más amplias explicaciones en Friedberg, loc. cit.
73
 De qué manera cuidó la edición, es fácil recordarlo con avivar la
memoria de las conferencias sobre historia del derecho romano: «subrep-
tum libro populo dedit». (1. 2. § 7 de o. j. 1, 2): es el primer caso demos-
trable históricamente de una edición falsificada. Aprovecho la ocasión para

179
—Otra vez el populacho ha entrado a saco en todo
el patrimonio de una herencia —exclama uno a quien
los demás llaman Cónsul L. Volumnius—, y es nece-
sario poner un coto a estos sucesos. Es un resto de la
barbarie de los antiguos tiempos, incompatible con las
ideas más civilizadas de nuestra época, y que además
no puede coexistir con una ordenada liquidación de los

dirigir un llamamiento a los que han de examinar de historia del derecho


romano, a fin de que fijen su atención en esta pregunta hermosísima y pro-
pia de unos exámenes, hasta ahora inaprovechada: «¿Quién fue el primer
editor clandestino o falsificador en el mundo?» «Gneo Flavio». Compárese
este caso con el art. 4 de la ley alemana de junio 1850: «Se considerará
edición clandestina, y estará prohibida, cualquier reproducción mecánica
de un manuscrito, que se haga sin consentimiento de las personas llama-
das a darlo… Se considerará reproducción mecánica la reproducción aun
cuando utilice un procedimiento que sustituya a la imprenta». De uno
de estos procedimientos, a falta de prensas para imprimir, debió valerse
Flavio en su tiempo. Wening-Ingenheim, el editor del Cuaderno de Pan-
dectas, de Heyse, que publicó como propio como «Manual de derecho civil
común». —subrepto librum populo dedit— trabajó más cómodamente
aún, pues sólo utilizó el cuaderno para firmar, de lo demás se preocupó
el impresor. Tuvo la atención de dedicar el libro a su autor, procediendo
según la aguda observación de Mordstadt «como la comadrona con el
padre, que le coloca al hijo recién nacido en los brazos». Las siguientes
ediciones del libro, no las consideró como obra propia Heyse, entonces
Presidente del Tribunal Superior de apelaciones en Lübeck, ni las tenía
entre sus libros, pues Wening-Ingenheim, se había desviado ya de su pre-
decesor romano, en cuanto había añadido algo de su propia cosecha, cosa
que Flavio se resistió a hacer (nec de suo quicquam adjecit libro, loco cit.)
y W. pudo lograr. Esta es la única diferencia entre ambos; por lo demás,
existe una coincidencia absoluta, que nos permitiría llamar a Flavio el
Wening-Ingenheim romano y a éste el Flavio nuestro. En ambos casos
se prestó a la Humanidad un gran servicio con aquel despojo (gratum id
fuit munus populo, ibidem) ya que Apio Claudio, como Heyse, a quien
podría contarse entre los romanos, no hubieran llegado a preocuparse de
publicar su propia obra; fue precisa la mano extraña para poner al mundo
en posesión de la obra, en ambos casos la obra no llevó el nombre de
su autor, sino del que prestó ese servicio, en ambos casos recibieron los
editores una recompensa: Gneo Flavio fue nombrado Tribuno de la Plebe,
Wening-Ingenheim, Profesor en Munich.

180
asuntos hereditarios. Cada cual coge lo que quiere, y
después, cuando el heredero se presenta, necesita reco-
rrer esquinas y rincones para volver a reunir los objetos
hereditarios, mientras él por su parte se ve asediado por
los acreedores para que les garantice. No puede esto
continuar así. Yo presentaré al pueblo en mi calidad de
Cónsul una proposición de ley, para que desaparezca el
derecho de ocupación sobre las cosas hereditarias y se
castigue como hurto el apoderamiento de las mismas.
—No puedo adherirme a su propuesta, poderoso
colega —exclama Apio Claudio74—. El pueblo no
aceptaría su proposición; está habituado a esta situa-
ción hace siglos y considera esas adquisiciones como
justificadas, al igual que en las provincias anexiona-
das las toleran las Monarquías más poderosas y mucho
más las Repúblicas. Dejemos al pueblo que disfrute
a su gusto, pero sazonémosle esos placeres con tanta
sal, que acabe por aborrecerlos. Podemos seguir el
mismo camino que cuando la lex Furia testamentaria.
Cuando en el tiempo de ésta se tropezaba, para poner
un límite a la cuantía de los legados, con el precepto
de las XII  Tablas uti legassit super pecunia tutelave
suae rei ita jus esto, se dejó intacto este precepto, pero
se impuso una pena del cuádruplo a quien traspasase
el límite legalmente fijado a las liberalidades: la ley
estaba salvada y el fin conseguido. Ahora, hagamos
lo mismo. Dejamos intacta la antigua institución: los
objetos de una sucesión, de que aún no ha tomado pose-
sión el heredero, son cosas sin dueño. Cualquiera puede
ocuparlas y apropiárselas. Demos incluso un paso más:
la herencia misma es cosa sin dueño. Si admitimos

74
 Puede admitirse que el suceso se desarrolla en el año 446, en el
cual, según Livio (9, 42) A. Claudio y L. Volumnius fueron cónsules.

181
esto, se deduce la consecuencia de que aquél que la
ocupa y la posee un año, se convierte en heredero, por
usucapión. Coloquemos a la herencia entre las ceterae
res, de las XII Tablas, para las cuales ha fijado la ley
como plazo de usucapión, un año.
—Pero insigne Apio, la herencia no pertenece a las
cosas, no es un objeto corporal, únicos que la ley ha
tenido ante los ojos.
—Pido que no se me interrumpa, Volumnius. Noso-
tros los juristas, hemos colocado ya la manus sobre la
esposa, entre las ceterae res, a pesar de que no cuenta
entre las cosas, sino entre los derechos; la extensión,
pues, del concepto, de las cosas a los derechos, no es
algo insólito. Designamos a los derechos como res
incorporales, como ya se les viene llamando hace mil
años75 y con esto el asunto está arreglado.
Ustedes darán, señores, en el objeto que me pro-
ponía; si el usucapiente se convierte en heredero, tiene
que tomar a su cargo los sacra y las deudas, y llamo
la atención acerca de este punto especialmente a los
dignos Pontífices presentes, a cuya adhesión hacia mi
proyecto concedo un relieve singular.
—Nosotros, por nuestra parte, podríamos declarar-
nos enteramente de acuerdo —fue la respuesta que se
escuchó a aquellos espirituales señores.
—Mucho me complace, aunque de antemano estaba
seguro de esta conformidad. ¿Quiere usted formular
alguna observación, M. Valerio? El parecer de una per-
sona que como usted ha desempeñado cuatro veces la
pretura76, puede sernos de gran utilidad.

75
 Párr. 2, I. de reb. corp. (2, 2).
76
 Liv. 9, 41.

182
—Únicamente quería insistir en la necesidad de
proceder con gran cautela, al someter la proposición
al pueblo, porque éste notará algo, mucho más estando
sobre aviso, y los tribunos, según nos ha ocurrido otras
veces con nuestros planes más finamente dibujados,
interpondrán el veto.
—No era mi intención en absoluto someter el
asunto al pueblo. Es ésta una cuestión que los juristas
debemos recabar como de nuestra competencia y en
la que nada pueden decirnos ni el pueblo ni los tri-
bunos: pertenece a la interpretatio de las XII Tablas,
y esta materia, según cualquier jurista puede aprender
en el Enchiridion de Pomponio77, es dominio de los
Pontífices y de los jurisconsultos. Al pueblo se lo pre-
sentaremos como una gran concesión que le hacemos;
damos al ocupante de las cosas hereditarias más de lo
que tenía hasta estos momentos: propiedad y derecho
a ser heredero; ¿qué más quieren?
— Un verdadero regalo a lo Danae —se oyó comen-
tar a una voz, que enmudeció inmediatamente al tomar
la palabra el ex Dictador Papirio.
—Es usted incomparable, Apio Claudio, ninguno
de entre nosotros puede competir con su astucia. Si no
tuviéramos necesidad de reservar el sobrenombre de
entendimiento agudo para su biznieto, Sexto Elio Peto,
que se dedica a redactar el jus Aelianum, y a quien la
posteridad conocerá con el nombre de Catón78, decre-
taríamos ese nombre para usted.

 Ley 1, párr. 5, 6 de or. jur. (1,2).


77

 Varron, de ling. lat. VII, 46: Catus Aelius Sextus, non, ut aiunt,
78

sapiens, sed acutus. La circunstancia de que Sexto era biznieto de Apio,


la hemos aprendido con este motivo.

183
—Aún importa considerar otro aspecto —replicó
Apio—. Aunque no tengo concluida la exposición de
los motivos que abonan mi proyecto, guardaba aún in
petto, uno más, muy importante. Saben ustedes, seño-
res míos, que no es raro el caso de que los herederos
llamados a una sucesión no quieran declararse expresa-
mente por la aceptación de la herencia, porque aspiran
a dilatar lo más posible el pago de las deudas, el cum-
plimiento de los legados y (desgraciadamente me veo
obligado a reconocerlo como un signo del mal espíritu,
del espíritu irreligioso de nuestro tiempo) el levanta-
miento de los deberes hacia los dioses. Enderecemos
también este rumbo torcido. Si alguien ha poseído la
herencia durante un año, caso de que prospere mi pro-
puesta, podrá ser demandado como heredero, sin que
el demandante necesite probar el acto expreso de la
aceptación. Y aún otra cosa, señores. Ustedes habrán
experimentado por algunos acontecimientos célebres
de los últimos años, cuán desagradables consecuencias
se siguen cuando una persona a quien todo el mundo
se ha acostumbrado a considerar como adquirente a
título hereditario, de un patrimonio, con toda seguridad
e incluso tras de varios años de posesión, es comba-
tida en su posesión por otro que se considera el más
próximo heredero y que es entonces cuando se encuen-
tra en condiciones de hacer valer su derecho. Entre-
tanto se han podido vender casi todas las cosas, han
sido pagadas las deudas, cobrados los créditos, y es
entonces cuando llega el verdadero heredero, que a lo
mejor ha estado en el extranjero ocupado, y exige que
todo se restaure a su anterior posición. Señores, esto
no puede consentirse; quien posea un derecho, debe
ejercitado; lo desatiende, lo pierde, ya que no podemos
guardárselo indefinidamente: los derechos pertenecen

184
a la categoría de aquellas cosas que, como la fruta, no
aguantan largo almacenaje.
—Encuentro que ese sistema, frente a un prisio-
nero de guerra que sólo consigue regresar después de
varios años de cautiverio, resultaría extraordinariamente
inequitativo —no pude por menos de objetar.
Toda la asamblea volvió los ojos hacia mí, y sólo
entonces comprendí cuántas cosas había olvidado.
—Ya se ve —me replicó el orador, vuelto hacia
mí—, que usted, por otra parte sin título ninguno para
intervenir aquí y hacer uso de la palabra, es un extran-
jero en Roma. El caso que usted plantea se presenta
en Roma con caracteres de extraordinaria rareza. Pues
o los parientes se encuentran en situación y con ganas
de pagar el rescate del prisionero de guerra, en cuyo
caso vuelve éste rápidamente, o no lo están, y enton-
ces no regresa jamás; en toda mi dilatada práctica sólo
he tenido un caso en que un cautivo regresase después
de varios años: era un plebeyo que logró astutamente
fugarse de su prisión. Siendo tan sumamente anómalos
estos casos, que además sólo se dan en las capas infe-
riores de la plebe, no podemos tomarlos como norma
general, que además, ni es solicitada, ni podría subsistir.
Tenga la bondad de leer aquella sentencia de Celso79
en las leyes 4 y 5 de legatis (libro III) y podrá adoc-
trinarse en nuestras máximas. Aparte de que el Pretor
más adelante admitirá aquella observación y otorgará al
prisionero de guerra una restitutio propter absentiam,
pero actualmente no hemos llegado aún a esa época:

79
 Ex his quae forte uno aliquo caso accidere possunt, jura non cons-
tituuntur. Nam ad ea potius debet aptari jus, quae et frequenter et facile,
quam quae perraro eveniunt.

185
estamos en el año 447 de la fundación de Roma y el
Pretor actualmente no puede consentirlo.
«Seguramente no», fue el eco general de los pre-
sentes, «se echaría a perder todo el orden de la historia
jurídica romana; nosotros vivimos en la época que habrá
de llamarse, andando el tiempo, edicta praetoris non-
dum in usu habebantur 80.
—Por mi parte —siguió diciendo Apio—, nada he
de añadir. ¿Desea aún alguien hacer uso de la palabra?
—Nadie. —Pongo, pues, la propuesta a votación…
Me parece que la propuesta ha sido acogida unánime-
mente. Me congratulo del resultado y espero que será
eficaz. Levanto la sesión, pero antes permítanme que
mi escriba Flavio, lea el acta. Flavio, dé lectura al acta
de la sesión.
Con esto concluyó la sesión y al propio tiempo mi
cigarro. Antes de que vuelva a encenderlo y os dibuje
un nuevo cuadro, aprovecharé la pausa para apostillar
lo que acabo de oír con algunas consideraciones.
Mientras estuve presenciando aquella escena, ha
surgido en mí la idea de presentarles a ustedes una
exposición sobre las socarronerías del derecho romano.
La realidad es ésta: aquellos viejos juristas romanos
eran gente ladina, con los que no podemos comparar
a los nuestros; sería preciso ir a Norteamérica para
encontrar algo parecido: un abogado americano legí-
timo, es capaz de meter en el cesto a diez de los nues-
tros y a un centenar de profesores. El artificio de que
se sirvió Apio Claudio para hacer inicuo aquel viejo
instituto, recuerda en la forma de poner obstáculos, a
la sal que se dedica a fines técnicos o a usos agrícolas,
cuando se trata de llevar a las aplicaciones caseras: se

80
 Gayo, IV, 11.

186
le añade carbón o cualquier otra cosa para enmascarar
el sabor, o, para emplear la expresión técnica: se la
desnaturaliza. Por este procedimiento ha desnaturali-
zado la antigua jurisprudencia romana la ocupación de
las cosas hereditarias y ha cuidado de que el pueblo,
para usar de sus propias expresiones, encuentre en ella
un pelo. Como expresión superlativa de este giro, que
acaso aquí más que en ningún otro sitio, estaría en
su lugar, he oído yo la palabra peluca. Se trataba de
un señor algo anticuado, muy burlón, que sólo había
conocido en el matrimonio la parte menos atrayente,
y a quien después de enviudar y conseguir la paz y el
reposo en su casa, se le invitaba a casarse de nuevo:
que él no había encontrado un pelo en el matrimonio,
sino una peluca entera.
Ahora ustedes me preguntan; y cómo ¿no existió ya
desde el principio, ese pelo, en la usucapio pro herede
lucrativa? Y yo les contesto rotundamente: No. La
aplicación de la usucapio a las cosas incorporales de
la hereditas, supone una madurez y un virtuosismo de
la abstracción jurídica, incompatibles con los tiempos
primitivos; todavía Séneca descubre en ella un alarde de
sutileza por parte de los juristas81. Hasta que los juristas
llegaran al pensamiento de transportar el concepto de
usucapión en objetos sensibles a los puramente pensa-
dos y de éstos a la herencia como una mera abstracción
en sentido técnico jurídico, era necesario que las dos
ideas, usucapión y herencia, se desenvolviesen amplia-
mente y llegaran a su pleno desarrollo; la traslación sólo
pudo tener lugar en un momento en que el pensamiento

 De beneficiis, VI, 5. Juresconsultorum istae acutae ineptiae sunt,


81

qui hereditatem negant usucapi potest, sed ea quae in hereditate sunt,


tamquam quiquam aliud sit hereditas quam ea quae in hereditate sunt.

187
abstracto ya hubiese logrado un alto grado de formación
y seguridad.
Si pues, la institución completa, es decir, la refun-
dición en una unidad superior de la ocupación y de la
usucapión, queda sentado que sólo puede pertenecer al
período de la jurisprudencia, y no a la época primitiva,
únicamente se nos presenta el dilema siguiente: o esa
jurisprudencia ha introducido por completo la institu-
ción, creándola enteramente; o del tronco antiquísimo
de la ocupación, ha brotado como un nuevo retoño la
usucapión. El primer punto de vista es el de Gayo y
acerca de él ya he formulado mi opinión. Creo que sólo
es necesario presentar las cosas una vez y claramente,
para convencerse de que resultan imposibles. Durante
siglos el pueblo romano había respetado el derecho de
sus herederos instituidos; todo el mundo sabía que no
le era lícito apropiarse de una sucesión ajena y que en
caso contrario, habría de sufrir la pena del furtum. Fue
en un grado cultural más atrasado cuando se introdujo
la occupatio y la usucapio pro herede, es decir, que
fue concedido el permiso para saquear las herencias de
extraños y a fin de evitarlo, se calificaron esos hechos
como casos de furtum, y esto sencillamente para lograr
un fin que se hubiese podido obtener más segura y fácil-
mente por otro camino. El relato de Gayo no significa
otra cosa que la que pueda representar el relato hecho
por un jurista imperito que se dedique a la historia den-
tro de unos siglos y encuentre mencionado el derecho de
naufragio en documentos del siglo xviii, pretendiendo
deducir de esto, por no encontrar otros documentos
anteriores en que se mencione, la afirmación siguiente:
el derecho de naufragio surgió, por vez primera, dentro
del siglo xviii, siendo antes desconocido. El derecho de
naufragio de nuestros antepasados, como el derecho

188
de ocupación de los romanos sobre las cosas heredita-
rias, son restos de la rudeza de tiempos primitivos.
Si, pues, nuestra institución no procede ni de los
tiempos primitivos, ni de la época de la jurispruden-
cia, sólo queda una posibilidad, que es a la que yo me
acojo como verosímil y única admisible; cada una de
las partes de la institución procede de épocas distintas.
Una, la ocupación lícita o por lo menos impunible, de
las cosas hereditarias (con la que se enlaza acaso la
usucapión de la propiedad) forma el tronco más antiguo
de la institución y constituye un resto de los antiguos
tiempos; la otra, la usucapión de la herencia contiene
una adición a aquélla.
No quiero con esto discutir la posibilidad de que
existiesen otros fundamentos, como precisamente el
que yo pongo en boca de Apio Claudio del miedo a
apropiarse cosas de herencias ajenas, que hayan podido
colaborar en este cambio, y especialmente el deseo de
lograr una cierta seguridad en las demandas de heren-
cias, y aún más la intención de evitar la desembocadura
en el antiguo derecho sucesorio ab intestato, con el cual
no sería raro el caso de una falta completa de herederos,
y por eso la voz popular, no la ley, fue la que llamó a
la sucesión a los cognados o parientes de sangre, para
dar una solución legal a la sucesión planteada; lo que
yo afirmo, es, solamente, que el designio de tener al
usucapiente de la herencia como obligado a responder
de las deudas de la herencia, en lo posible, debió ejercer
una acción atemorizadora. Si el usucapiente era here-
dero, se deducía ya de aquí su responsabilidad hacia las
deudas y los sacra.
No se ha hecho la observación de que esta conse-
cuencia se presenta sólo cuando los herederos llamados
hubiesen repudiado la herencia; nosotros la mantene-

189
mos también para el caso que la acepten. Tampoco se
ha tenido en cuenta que el ocupante se convierte en
heredero sólo por el valor de la cuota de las cosas ocu-
padas, lo cual iría contra aquella norma fundamental
del derecho hereditario romano, según la cual las cuotas
de la herencia no se calculan sobre las cosas mismas,
ya que éstas son realmente, sólo en parte del heredero.
Cualquiera que, por consiguiente, se hubiese apropiado
del fragmento más insignificante de la herencia, debe-
ría pensar que con el transcurso de un año, acreedo-
res y Pontífices le considerarían como heredero por la
totalidad, y que en tal concepto dirigirían contra él sus
acciones.
La herencia se habría convertido, pues, en un noli
me tangere, mediante una armadura protectora invisi-
ble, pero en ocasiones, incomparablemente más activa
que la suministrada por la actio furti. El que roba una
cosa, podía prever, caso de ser descubierto, el alcance
de su responsabilidad: en el supuesto más desfavorable,
le significaría el cuádruplo; yendo las cosas bien, el
doble del valor de las cosas. Quien, por el contrario, se
adueñaba de la cosa más insignificante de una herencia,
podía ver trocada la ganancia calculada en la pérdida
de toda su fortuna.
¿Tendré necesidad ahora de explicar a ustedes el
mecanismo de mi ratonera del antiguo derecho here-
ditario? Las cosas hereditarias formaban el tocino, el
que las cogía el ratón, la regla de que ese adquirente
se convierte en heredero, representa el resorte que le
aprisiona.
Pero el peligro hasta ahora descrito no era el único
que amenazaba al ocupante, sino que aún le acechaban
otros. ¡Pérfida institución ésta de la usucapio pro herede
lucrativa, en la que cualquiera podía verse envuelto! Si

190
caían en la tentación, los parientes o los acreedores, de
apropiarse algún objeto, no deberían luego lamentarse si
eran arrojados de su casa y aún alguno puede que regre-
sara a la suya lleno de chichones, en lugar de traerse
las cosas buscadas. Y si era tan afortunado como para
poder atrapar los deseados objetos, sin peligro alguno,
no estaba seguro de poder pagar el día de mañana con
una simple restitución al heredero. Tan pronto éste había
aceptado la herencia y entrado en posesión de ella, sin
tener noticia de aquellas apropiaciones, cada una de
éstas se convertía en un furtum. Acertaba el heredero
al formular su demanda, con el autor de la sustracción,
ésta resultaba un furtum manifestum, en otro caso un
furtum nec manifestum; la primera estaba castigada con
el cuádruplo; la segunda, con el doble del valor. Que el
demandado se atreviese en los antiguos tiempos a decir
que no tenía noticias de la toma de posesión del here-
dero, me inclino a dudarlo82. Temor a devoluciones, no
muy suaves, garrotazos, chichones, el duplum, el cua-
druplum, responsabilidad por las deudas y los sacra…,
verdaderamente una postura de juego muy elevada para
la usucapio pro herede. Gayo la llama lucrativa, pero
yo entiendo que en ciertos casos se la hubiese podido
denominar mejor luctuosa.
Precisamente ese exceso de rigorismo y peligros,
hizo que a los romanos posteriores les hiciese la impre-
sión de que este instituto era algo capcioso. Gayo nos
informa que se debió abandonar más tarde ese punto
de vista de la usucapión de la herencia, para limitarlo

82
 La forma distinta en que se trata este punto con relación al error
acerca de la muerte del testador en la ley 83 pr. de furt. (47, 2) no hubiese
encontrado a los ojos de los antiguos juristas una acogida favorable;
¿adónde se habría ido a parar admitiendo semejantes subterfugios?

191
a la de las cosas hereditarias. Nada añade sobre los
fundamentos de este cambio, presenta el asunto como
si se tratara de una duda teórica de los juristas, la cual
hubiera producido esta modificación (postea creditum
ipsas hereditates usucapi non posse), con lo cual cierta-
mente ha acertado más que con su otra explicación res-
pecto al fundamento de la institución, en sus orígenes.
Y con esto se ha logrado el punto culminante de
la evolución, estamos en la edad de oro de la usucapio
pro herede. Ya con este aspecto merece el calificativo
de lucrativa, en cuanto esto, de hecho, resultaba posible,
pues si alguien ocupaba una cosa que no era reclamada
por el heredero dentro del año, se beneficiaba con su
valor, quedando por completo al margen de lo demás.
Hasta con respecto a los inmuebles se afirmaba el prin-
cipio de la usucapión por un año. Este estado de cosas
era el que yo tenía delante de los ojos cuando compuse
mi «Elegía sobre las cosas sin dueño»83, y ustedes se
harán cargo del vivo interés con que yo me expresaba
en ese pasaje acerca de la usucapio pro herede: en mis
verdes años ninguna institución del derecho romano me
ha producido tanta ilusión como ésta; cuánto he envi-
diado a los romanos porque podían usucapir pro herede
y con qué gusto les hubiese imitado.
Pero a la belleza no le está señalada una existencia
durable sobre la tierra.
El Imperio corrompido, careció de comprensión
para el carácter intencionado y al propio tiempo ino-
cente, de la usucapio lucrativa, marcando esta apropia-
ción de cosas pertenecientes a herencias extrañas con el
calificativo de robo, aunque bajo otro nombre: crimen
expilatae hereditatis, y así abandonó la tierra romana,

83
 Núm. 1 de los «Cuadros de la historia jurídica romana».

192
despidiéndose para siempre, una institución que hundía
sus raíces en la prehistoria, que había experimentado
un doble proceso de construcción y había destacado
posteriormente con la fuerza vital irresistible de las ins-
tituciones romanas.
Un pasaje de Cicerón84 nos permite comprobar una
fase peculiar en la evolución de este instituto, aunque
referido al derecho espiritual. Con relación a la respon-
sabilidad del usucapiente de una herencia por los sacra,
habían introducido los Pontífices un precepto (si fue
inmediatamente después de extenderse la usucapio al
derecho hereditario, o más tarde, no lo sabemos; pero
en todo caso, como Cicerón se refiere a Coruncanio,
hay que pensar en el siglo vi de la fundación de la
ciudad) que se desvía de las normas aceptadas por los
jurisconsultos para determinar la calidad de heredero,
y que consistía en hacer responsable al usucapiente de
todas las cargas sólo en el supuesto de que no exis-
tiese ningún heredero y que cuando hubiera varios usu-
capientes, el obligado sería el poseedor de la mayor
parte de la herencia. Qué fundamentos tuvieron para
adoptar esta regla, no podemos determinarlo, pero en
todo caso eran ciertamente dejados a un lado los que
se utilizaban por el derecho secular, en cuya virtud se
repartía la responsabilidad por las deudas del causante
entre todos los herederos y, por consiguiente, deberían
responder todos los usucapientes, no sólo cuando no
hubiese aceptado la herencia el heredero, sino aunque
éste hubiera tomado posesión, pues los usucapientes
eran igualmente herederos; el título (testamento, ley,
usucapión) era indiferente. El que los usucapientes al
lado de los herederos no tenían que responder, era algo

84
 De legib., II c. 19-21.

193
que no se decía categóricamente en las normas de los
Pontífices, que fijaban las distintas clases de personas
obligadas a sostener los sacra, pero se deducía de que
eran nombrados detrás de los herederos85.
Aquel precepto de que quien hubiese usucapido la
mayor parte de los objetos hereditarios, era el que debía
responder, podía conducir en la práctica a graves dis-
putas. ¿Quién se entiende que ha usucapido la mayor
parte? Sería desconocer a los romanos el pretender que
los Pontífices hubiesen dictado una regla que los gra-
vaba con la carga de pruebas, muchas veces imposibles
de proporcionar y que, aun en el caso mejor, hubieran
sido pesadas, incómodas y larguísimas. El sentido de
aquel precepto, solamente puede ser el siguiente: quien
era designado por los Pontífices para soportar la carga
de los sacra, sólo podía liberarse demostrando que otra
persona había usucapido más que él. Era la potioris
nominatio del derecho tutelar posterior, que le permite
al designado tutor por la autoridad, para señalar a aquél
que, conforme nosotros decimos corrientemente, está
más próximo al pupilo; era la liberación de una res-
ponsabilidad propia, como la de los testigos del Rey,
en Inglaterra o la del index en el procedimiento per
quaestionem, romano; se la podría llamar un estímulo
o coacción para denunciar. Con esto se buscaba descu-
brir a los ocupantes anteriores de objetos hereditarios,
haciéndolos presentarse a la luz del día: los unos denun-
ciaban a los otros, lo que importaba era sujetar a uno

85
 En la forma originaria de aquellas normas, en el segundo pasaje
(si majorem partem pecuniae capiat, donde está suplido usu); en la nueva
redacción, en el pasaje tercero (con locución más precisa: qui de bonis…
usu ceperit plurimum possidendo); para nuestro objeto, esta diferencia
carece de importancia.

194
determinado; por el hilo se sacaba el ovillo y después
se podía desenvolver éste por sí mismo.
Aunque introducido primero solamente para los
sacra, aquella norma resultó también para los acreedo-
res de un valor extraordinario. Cada nueva denuncia,
les proporcionaba un nuevo deudor, el procedimiento
investigador oficial, como podríamos llamarle, por la
constancia que dejaba ante el juez espiritual de los
objetos hereditarios, les proporcionaba la prueba para
una persecución de sus créditos por el procedimiento
civil ordinario. He aquí uno de aquellos astutos sistemas
utilizados por el viejo derecho romano, de los que aún
podré suministrar a ustedes copiosos ejemplos, infalible
en cuanto al éxito e inexpugnable en su justificación,
porque ¿quién se hubiese atrevido a disputar a los Pon-
tífices, a cuya suprema protección corrían los sacra, el
derecho a dictar aquellas disposiciones que entendie-
ran adecuadas para tal objeto? Y aquí también se da el
caso de la malicia, ocultándose bajo la máscara de la
piedad y de la indulgencia. Todo esto, el no detenerse
en menudencias, viene a ser, al revés, nuestro adagio:
se cuelga al ladrón por una futesa y se deja escapar al
que mucho robó: se atrapa al gordo y se permite que
huya al pequeño. Quien se había apropiado de la mayor
parte, bien podía pagar los gastos; con esto, se podía
descuidar a los otros, ya que el primero respondería por
todos. Pero ¿quién ha sido el que se apropió de la mayor
parte? Para esto se traía a escena la denuncia mutua.
Aquella norma del derecho pontifical sobre los
sacra contiene en su nueva redacción aún un precepto
que, como el antes explicado, no encontró hasta estos
momentos su interpretación exacta. Esta norma arroja
la responsabilidad, en cuarto término, a aquel qui de
creditoribus plurimum servet. No se sabía a qué objeto

195
respondía esto. Parece imposible que el sentido de
dicho precepto consista en que aquel de los acreedores
hereditarios que, como nosotros diríamos, en el pro-
ceso de liquidación de la herencia, reciba la suma más
elevada (Plurimum servet, en este sentido), haya de ser
el que tenga a su cargo los sacra. Pues como todos los
acreedores son satisfechos en el mismo tanto por ciento
con relación a sus créditos, el que hubiera recibido el
máximo, era al mismo tiempo aquel a quien se había
rebajado la suma más cuantiosa, con lo que no sería
increíble que en lugar de obtener algún provecho de la
sucesión, todavía perdiese y tuviera que aprontar algo
de su peculio, si se le encomendaban los sacra. Ante
esta dificultad, Savigny ha propuesto una modificación
en el texto ciceroniano. En lugar de «qui de creditoribus
plurimum servet», debería leerse «qui creditoribus plu-
rimum servet», y comprender bajo el bonorum emtor a
quien hubiese hecho al acreedor la oferta más ventajosa
y, por consiguiente, hubiera recibido la adjudicación.
Como si la injusticia contra el acreedor que en la distri-
bución de un patrimonio insolvente resulta gravado con
los sacra, se evitara con esto, trasladándola al bonorum
emtor que, naturalmente, en sus ofertas ya tendría en
cuenta los sacra al hacer la capitalización del importe,
con lo cual, a la manera que ocurre con la traslación
de los impuestos indirectos, por esa oferta reducida, el
menosprecio de los bienes de la masa recaería sobre el
acreedor.
La cosa es muy sencilla; pensemos prácticamente,
en el caso de que hubiese muerto en Roma una persona,
cuyo patrimonio, según todas las previsiones, no ha de
alcanzar para cubrir las deudas y que, por tanto, no
encuentra heredero que acepte. ¿Qué habrán de hacer
los acreedores? Seguramente no habrán de cruzarse de

196
brazos. Lo correcto hubiera sido adoptar medidas que
les proporcionasen una garantía colectiva, nombrar un
apoderado (el magister, del Edicto pretorio, que aparece
más adelante: per quem bona veneant, Gayo, III, 79) y
encargarle del cuidado de la masa de bienes y de todo
lo ulteriormente relacionado con ella. Podría también
ocurrir que un acreedor cayese en la cuenta86 de cui-
dar sólo de su asunto, y posesionarse de algunas cosas
para asegurarse: «servare»87. ¿Cuál era la posición que
el derecho le asignaba? Indudablemente debió buscar
el atemorizarle, mediante la amenaza de un perjuicio.
¿Pero qué perjuicio? ¿La presunción de la usucapión
de herencia, como ocurría con los ocupantes corrientes
de cosas sin dueño? No le era ciertamente aplicable,
pues él había ocupado, si me es lícito expresarme así,
no pro herede, sino pro creditore, él no quería enrique-
cerse con las cosas de una herencia extraña, sino que
había tomado una prenda de la masa, que el heredero,
cuando se hubiese posesionado, podía levantar. Pero el
asunto se lo estropeaban los Pontífices, que cargaban
con el cuidado de los sacra a aquel que hubiese tomado
posesión de la mayor parte de la herencia «qui de cre-
ditoribus plurimum servet». Con esto se lograba cubrir
la posición del derecho religioso de toda contradicción
con el derecho civil, mediante una referencia a éste, que
le permitía reconocer todos los motivos imaginables.

86
 El caso se recuerda en las Pandectas (1. 95, párr. 8 de solut.,
46, 3).
87
 La significación técnica de servare en este sentido, es ya conocida:
yo recuerdo la cautio legatorum servandorum causa, la missio creditorum
rei servandae causa, 1. 1 y 1. 8 Quib. ex. c. (42, 4), 1.1, párr. 9.– Si quis
omissa (29, 4) …crediti servandi causa venisse in possessionem, mientras
que la explicación que da Savigny del servare en el uso de los romanos,
no encuentra el más mínimo punto de apoyo.

197
«Aquel de los acreedores que por un acto unilateral se
haya apoderado de cosas dejadas por su deudor —rezaba
aquella norma—, corre el peligro de tener que sostener
los sacra; pero si otro hubiese procedido en igual forma,
podrá el primero librarse de responsabilidad, demos-
trando que el segundo ha tomado más objetos».
Para esto, resultaba completamente indiferente que
obtuviera o no su propósito utilizando esta manera de
cubrirse a expensas del otro acreedor; incluso si todas
las cosas le hubieran sido quitadas después, quedaba él
en su mala situación del principio, pues la regla no decía
«qui servaverit», sino «qui servet», es decir quien se
apropie; lo que después ocurriese, no entraba en cuenta.
Por eso tampoco era necesario el transcurso de un año,
como en la usucapión de la herencia88. ¿Qué más? De
una usucapio pro creditore, no tiene noticia siquiera el
derecho.
Un acreedor podía haberse apropiado más o menos
de la herencia, pero si no le era factible demostrar que
otro había tomado más, quedaba él obligado como
si no hubiese habido ningún otro adquirente, porque
resultaba obligado aunque sólo se hubiese apropiado
por valor de un céntimo, «is qui plurimum servet». En
cambio si había otros que hubieran hecho lo mismo que
él, se le abría el camino indicado de la denuncia, con
la carga de la prueba de que el otro se había apropiado
más que él.
También por este sistema se hacía luz en el asunto,
pues los acreedores honorables, que se habían abstenido
de todo despojo, podían saber adónde habían ido a parar

88
 Según falsamente y sin apoyarse en el testimonio de las fuentes,
admite Leist en su continuación de las Pandectas de Glück, serie de los
libros 37 y 38; Parte I. Erlangen. 1870, p. 202.

198
los bienes de la herencia y qué personas se los habían
apropiado: la jurisdicción eclesiástica les proporcionaba
incluso las señas.
Si en lo hasta ahora descrito como influjo del dere-
cho religioso en el civil, tanto en el caso de la usucapio
pro herede, como en el de la occupatio de un acreedor,
hay una simple consecuencia (acción refleja la llamaría
yo) o se trata de un fin buscado intencionadamente, es
cuestión sobre la que no entraría en discusión con nadie,
por creerlo estéril. Por mi parte me inclino a lo primero,
pero como sé que he de tener cuidado, antes de buscar
la adhesión de las gentes, de contar con su espíritu de
contradicción, me limito a esa afirmación y aguardo
ahora a que mi seguidor que escriba sobre la usucapio
pro herede, me enseñe algo mejor. Si yo hubiese sido
anteriormente más cauto, y las nuevas opiniones que
yo pensaba sostener, las hubiese rechazado como insos-
tenibles, cuando alguno hubiese escrito contra mí, me
hubiera proporcionado una entrada más fácil.
Pero como mi cigarro toca a su fin, yo también debo
concluir esta disertación.
Sin embargo aún me queda dentro algo que quiero
comunicarles, porque es una confirmación directa del
carácter capcioso que, según mi modo de ver, encie-
rra la usucapio pro herede lucrativa. Es la copia de
un valioso fragmento de la antigüedad romana, descu-
bierto recientemente, que se relaciona con nuestro tema.
El año pasado fue descubierto en el Vaticano, y en un
Codex rescriptus de los Setenta (F. 115), que una hoja,
conteniendo el salmo 137, llevaba en el texto primitivo
restaurado el ejemplar único de una colección extensa
de himnos y cánticos, redactada en latín. El cántico que
está debajo de la hoja citada, lleva el núm. 34 y contiene
la siguiente rúbrica: «Carmen creditorum debitoris sine

199
herede defuncti». Por una maravillosa combinación del
azar, ha resultado que el texto primitivo y el sobres-
crito, coinciden en cierto modo en su idea, tanto, que
llevan a pensar si el uno estará calcado en el otro; en
todo caso la coincidencia de los dos primeros versos
es pasmosa y exteriormente, en el manuscrito, se acen-
túa la coincidencia, puesto que uno de los textos está
encima del otro. Sólo hay discrepancia en que el texto
primitivo contiene el canto de triunfo jubiloso del acree-
dor romano, y el más moderno, el salmo, transcribe las
lamentaciones de los judíos cautivos en Babilonia.
Transcribo a continuación los primeros versos del
salmo, para que ustedes puedan convencerse de la coin-
cidencia; he traducido libremente el texto, que todavía
no se encuentra editado.

Salmo 37. Las lamentaciones de los judíos


durante la cautividad
1. Estábamos sentados junto a las aguas de Babilo-
nia y llorábamos al recordar Sión.
2. Colgamos las arpas de los sauces y allí están.

Himno 34. Cántico de júbilo de los acreedores


1. Estábamos sentados, silenciosos, angustiándonos
ante la duda de si llegaría el heredero para posesionarse
de la herencia y pagarnos nuestros créditos.
2. Colocamos en las cajas nuestros recibos89, para
que estuvieran seguros y a la mano, si los necesitábamos.

89
 Claramente se alude a los nomina arcaria; en Gayo, III, 131:
recibos en caja, en oposición a demandas fundadas en asientos de libros.

200
3. Pero no llegó nadie a aceptar la herencia, ni ex
testamento ni ab intestato, pues todo el mundo sabía
que nada había que recoger.
4. Ni siquiera se descubría un bonorum possessor 90;
hasta la mujer dejaba de pedir la bonorum possessio
unde vir et uxor. El último destello de esperanza se
extinguía en nuestro espíritu.
5. Fue entonces cuando llegó el hombre que debía
caer en la trampa91, para salvamos de nuestro con-
flicto.
6. El vio como tirado el arado de nuestro deudor, el
muy vago92, que nosotros deliberadamente y con astu-
cia93 habíamos dejado allí.
7. El creyó que se trataba de un excelente hallazgo y
determinó apropiárselo cuando se presentase una buena
ocasión.
8. Y cuando llegó la noche, y estaba ya oscuro, lo
cogió, se lo llevó y lo dejó escondido en el establo, entre
un montón de heno.
9. Nuestro vigilante94, empero, que habíamos apos-
tado convenientemente, taladró con los ojos del pájaro
de Minerva la oscuridad de la noche y nos comunicó
lo ocurrido.
10. Nosotros, empero, si escuchamos al mensajero
con los oídos bien alerta, sepultamos en lo profundo

90
 Dedúcese de este fragmento que el cántico en cuestión procede
de una época en que el derecho pretorio ya se había desarrollado; puede,
pues, pertenecer al siglo vii o al viii de la ciudad.
91
 Traducción libre: el texto dice cui contingit in laqueos incidere.
92
 En el texto: homo nequam.
93
 Texto: scientes dolo bono.
94
 En el texto: speculator. Puede deducirse de este pasaje que los
romanos dejaban guardianes en ciertos casos; en 1. 51 (41, 2) de poss.,
se les encuentra con el nombre de custodia cerca de los montones de
maderas.

201
del corazón la noticia, como se deposita en la tierra la
semilla, hasta que llega el momento de madurar.
11. Continuamos quietos y sin mover disputa, hasta
que el sol en el cielo hubo recorrido su ciclo anual y
volvió al mismo punto95.
12. «Me han robado un arado: Gayo lo ocultó
entre el heno; yo mismo lo buscaré provisto de plato
y mandil»96.
13. Así rezaba la demanda de nuestro vigilante;
nosotros comparecimos como testigos.
14. Y fue sacado el arado de entre el heno. No era
el del espía y él mismo confesó su error: «Tú eres el
dueño, tú has adquirido derecho sobre él, puesto que has
llegado a convertirte en heredero de Estiquio».
15. «Entonces el derecho exige, exclamamos noso-
tros a coro, que tú que eres heredero seas deudor consi-
guientemente; aquí tienes todos los recibos».
16. «Salud a ti, tres y cuatro veces, venturoso pro-
pietario de la herencia, pero también a nosotros que
hemos encontrado un heredero».
Con esto concluye el himno de júbilo de los acree-
dores. Yo propongo llamarle el salmo jurídico-heredita-
rio, o la gran canción de la ratonera del antiguo derecho
sucesorio.

95
 Se alude aquí claramente al annus usucapionis; se ve la astucia
de los acreedores que dejan al usucapiente un año en la posesión, sin
demandarle, a fin de que se crea completamente seguro.
96
 Se trata del solemne registro de domicilio prescrito en el caso de
furtum, lance et licio conceptum, Gayo, III, 192-193. También aquí se ve
la refinada astucia en que se apoyan. Un registro domiciliario, fundado en
haber ocupado cosas de una herencia, no hubiese podido tener lugar, ya
que la apropiación de tales objetos no constituía furtum y esos registros
sólo podían realizarse con referencia a objetos robados; por eso denuncia
el espía que le ha sido robado un arado suyo.

202
Una carta a la Redacción97

Ustedes me preguntan si me he vuelto mudo: ver-


daderamente falta poco. Estoy avergonzado, y apenas
si me atrevo a continuar mis Charlas, en la forma en
que hasta ahora las he tenido. Ha llegado a mis oídos
que estas Charlas han producido escándalo en ciertos
círculos, y poseo una prueba directa de Praga, donde
el autor se molestó concienzudamente en decirme las
cosas más desagradables. Como da la circunstancia de
que ese autor no da su nombre (firma colectivamente
llamándose «los actuales lectores de las Hojas jurídi-
cas») y me priva de la posibilidad de contestarle parti-
cularmente, aprovecho la presente ocasión para poner
en su conocimiento, que yo vivo, no en Giessen, adonde
él ha dirigido la carta, sino en Gotinga. Si las ofici-
nas postales de Giessen no hubieran conocido mejor
mi actual residencia que el anónimo, la carta suya no
hubiese llegado nunca a mis manos y yo no hubiera
podido llegar a conocer la impresión que mis Char-
las han producido a los actuales lectores de sus Hojas
en Praga. El redactor de la carta, que toma la palabra
en nombre de esos lectores, pone su mejor voluntad
en decirme cosas desagradables, y su carta no dejaría
nada que desear si su ingenio corriese parejo con su
buen deseo. Conforme a la prueba que me proporciona,
comprendo que no encuentra ningún agrado en leer mis
Charlas, y reconozco que, si yo estuviese en su pellejo, a
mí me pasaría lo mismo. Si yo tuviera una cabeza como
la de mi anónimo de Praga, el mundo se me ofrecería
exactamente igual antes de leer que después de leídas
las Charlas de un romanista.

97
 Juristische Blätter, 1880, núms. 23-27.

203
Si fuese él solo quien se hubiese escandalizado, no
tomaría la cosa tan en serio, pero como detrás de su
firma están todos los suscriptores de ustedes en Praga,
que me envían su cartel de desafío, me creo en el deber
de detener en interés de ustedes la continuación de mis
Charlas, para no poner en peligro las suscripciones de
Praga y de otros que piensen igual. No tomen uste-
des la cosa de ligero. Sus suscriptores tienen adquirido
el derecho a que les sirvan semanalmente su plato de
actualidades jurídicas, y ustedes no pueden lícitamente
darles lo que no puede entrar dentro de esa designación.
Si ustedes quieren, según me aseguran en sus cartas de
reclamación, que sean continuadas las Charlas de un
romanista, ahora interrumpidas, no queda otra solución,
en interés de su Revista y del paladar de los dos grupos
de suscriptores (unos, que quieren alimentos sólidos, y
otros que, además, aspiran a cosas ligeras) sino hacer
una doble edición de cada número: la una con Charlas y
la otra sin ellas. El objeto que persigo con esta carta no
es otro sino hacerles llegar al corazón mi propuesta, en
interés de la Revista. No faltan ejemplos de una doble
edición para una y la misma revista. Hubo un tiempo
en que nuestras primeras revistas alemanas daban dos
ediciones: una, para el Austria de Metternich: pacífica,
modesta, inofensiva; la otra, para el resto del mundo,
sazonada con menos régimen y miedo. También la his-
toria literaria conoce casos de unas y las mismas obras
que, destinadas a personas determinadas a las que debía
llegar, eran impresas en textos distintos. Un autor, que
experimentaba vehementes deseos de dedicar su obra a
varias personas, pero no colectivamente, sino a cada una
en especial, solucionó esta dificultad, aparentemente
insoluble, haciendo imprimir una hoja-dedicatoria para
cada ejemplar dedicado, en la cual sólo se insertaba

204
el nombre de la persona a quien se ofrecía: una imi-
tación intencionadísima de la obligación correal en la
literatura, la cual, sin embargo, presuponía, para que se
lograra su objetivo, que ningún correus recibiese noti-
cias de los otros, cosa que ciertamente en aquel caso no
sucedió. Ustedes no necesitarían, por otra parte, proce-
der con tantos miramientos. Anúncienlo públicamente
y dejen a cada suscriptor que elija conforme a su gusto.
Queda concluida con esto mi comunicación episto-
lar; estamos en el Pato de oro, dispuestos a reanudar las
Charlas. Si ocurre algo más serio que hasta el presente,
anímense a tomar la decisión que con mi voto les pro-
pongo en las líneas precedentes.

III
Ricos y pobres en el antiguo proceso civil
romano

¿Se asombran de oírme citar un tema distinto del


que yo había anunciado para nuestra próxima reunión?
Ustedes me recuerdan que yo les había prometido una
segunda pieza de aquel gabinete o colección de curio-
sidades jurídicas: los engaños procesales civiles. Pero
precisamente hoy la he dejado en casa, temiendo dar de
una vez demasiadas cosas buenas, ya que los lectores
podrían aún recordar algo de la ratonera. Con referen-
cia a esto, me veo en la necesidad de confesar, aver-
gonzado, que con el himno triunfal de los acreedores
(publicado al final del núm. 15 de estas hojas) he sido
víctima de una mixtificación: he averiguado de entonces
acá, que todo él, de cabo a rabo, está inventado. Es un
trozo a lo Sanchuniaton, a lo Simónides, o al estilo de

205
cualquier otro falsificador, de los cuales, como lo ha
probado en los últimos años el caso de las antigüedades
de los moabitas, pueden ser víctimas incluso corpora-
ciones científicas y que, en el presente, deseo añadirlo
en mi descargo, no he sido yo el único engañado. Se me
ha preguntado desde varios sitios98 dónde había encon-
trado el original latino del himno, si estaba ya impreso
o si se debía esperar que Bruns, en una nueva edición de
las fontes iuris romani antiqui, lo editase, entregándolo
así al disfrute común del mundo erudito. Estas consultas
me determinaron a continuar mis investigaciones, y su
deplorable resultado es el que acabo de comunicarles.
¡Qué lástima! Hubiese sido tan hermoso que el himno
fuera verdadero. No piensen ustedes, sin embargo, peor
sobre mi explicación de la usucapio pro herede lucra-
tiva, porque se apoyase o creyera encontrar un refuerzo
en el himno. Este podía ser legítimo, porque poseía una
verdad interna. Y esto significa más de lo que puede
afirmarse de ciertos ensayos de restitución aplicados
a textos originales, llenos de lagunas, procedentes de
la antigüedad; aquel himno triunfal no necesita temer
ante los ensayos de restitución de los textos de nuestras
fuentes que puedan hacer eruditos famosos.
Y vayamos a nuestro tema.
«¿Ricos y pobres en el antiguo proceso civil
romano?» me preguntan ustedes sorprendidos: «nunca
hemos oído hablar de semejante contraposición en el
antiguo derecho. ¿Hubo acaso en Roma un derecho
procesal para los ricos y otro distinto para los pobres?
¿Acaso hunde sus raíces nuestro actual beneficio de
pobreza en los arcanos de la antigüedad?» Tienen uste-
des razón para admirarse; yo tampoco he oído nunca

98
 Rigurosamente exacto.

206
hablar de semejante tema: es un descubrimiento mío,
o invención propia (myne eegene Inventie), como con-
testaba con orgullo un holandés en Karlsbad, que se
presentaba con las insignias de una orden, que nadie
había visto nunca, y con las que él buscaba llamar la
atención pública, hasta que alguno se tomaba la liber-
tad de preguntarle, recibiendo entonces la respuesta:
myne eegene Inventie. Ustedes conocen ya la fuente de
donde saco los descubrimientos: mi cigarro histórico-
jurídico. No hubiese necesitado un habano bueno para
tal objeto; el mismo servicio me hubiese prestado un
cigarro corriente del monopolio austriaco, o para hablar
con menos metáfora: las cosas que voy a decirles a
continuación se pueden descubrir sin gran esfuerzo, no
es necesario un gran trabajo cerebral, sino un sencillo
proceso de reflexión. Ahora, lo que sí hace falta, es
aprender a leer entre líneas en nuestras fuentes, pues los
textos a secas, no contienen el dato más pequeño sobre
mi tema; por esto, porque nadie se ha molestado en
leer entre líneas, es por lo que ese asunto, actualmente,
resulta desconocido para la ciencia. Yo espero poderle
otorgar el honor de que nadie en lo sucesivo pase por
él, sin fijarse. Si el provecho que yo me prometo de mi
trabajo, fuese, sencillamente, aclarar un aspecto, hasta
ahora olvidado, del antiguo proceso romano, acaso lo
tomara como materia para disertar ante un círculo de
lectores preferentemente juristas austriacos, pero el
interés que lleva anejo sobrepasa con mucho el anti-
guo proceso romano: es más bien un trozo de historia
romana lo que yo trazaré y acaso una contribución a la
historia de la lucha de clases entre patricios y plebeyos.
El campo en que se mueve nuestra investigación, es
el antiguo sistema procesal romano: el de las acciones
de la ley. Sobre la esencia peculiar de este sistema, no

207
quiero yo extenderme, porque de otra manera habría
de copiar lo que he escrito acerca de ese punto99. A
ustedes les será conocido que aquel procedimiento rea-
liza estrictamente esta norma: nulla actio sine lege, o
como en el lugar que acabo de citar digo, consiste en
el peculiar método de citar de la ley, merced al cual
toda demanda ante la justicia debe presentarse con las
mismas palabras que para ellas ha prefijado la ley.
Este antiguo sistema procesal conocía, según Gayo
(IV, 12) cinco clases distintas, de las cuales solamente
dos tienen interés para nuestro objeto: la legis actio
sacramento y la per manus injectionem. Como yo no
sé si para ustedes y sus lectores todavía queda fresco el
recuerdo de sus estudios universitarios, creo necesario,
para mi propósito, reproducir lo más saliente.
Dediquémonos en primer término, a la legis actio
sacramento; contenía ésta la forma común del antiguo
sistema procesal romano (generalis erat, dice Gayo,
IV, 13) y se aplicaba en todos aquellos casos en que no
había otra prescrita especialmente. Lo peculiar de esta
forma de proceder consistía en el sacramentum, en el
dinero, de la derrota que pagaba la parte vencida; su
importe, para las demandas de mil ases para arriba, era
de 500 ases, y sólo de 50 cuando la cuantía litigiosa no
pasaba de 500. Desde un punto de vista formal, la litis
no se trababa alrededor del objeto debatido, sino acerca
de la cuestión de cuál de las dos partes había perdido su
sacramentum, de suerte que la sentencia decía: sacra-
mentum (Auli Agerii, Numerii Negidii) justum esse, en
forma semejante a como en el proceso formulario, en la
demanda de una sponsio praejudicialis, donde el pleito

99
 Remito a mi Espíritu de Derecho romano, parte II, sección 2ª,
pp. 631-663 (4ª edición). Leipzig, 1880.

208
se entablaba y se sostenía en forma de apuesta conve-
nida por las partes y el juez sólo conocía de una manera
mediata sobre el objeto principal del pleito, en cuanto
que su resolución principal versaba acerca de cuál de las
partes había perdido la apuesta. Pero mientras en esta
moderna conformación de la apuesta judicial la suma
discutida o adjudicada lo era por las partes mismas y
podía quedar reducida a cantidad tan insignificante, que
ya acusaba su valor y significación puramente forma-
lista y procesal, en el sacramentum se procedía en forma
distinta. Su importe quedaba en poder no de las partes
sino del Erario (Gayo, IV, 3, in publicum cedebat). La
forma originaria del sacramentum, de donde tomaba su
nombre, consistía, según mi opinión, en que iba a parar
a las cajas eclesiásticas, para ser aplicado su importe en
las ceremonias del culto. Este destino nos es, expresa-
mente, confirmado por Festo100. A esta noticia, puede
añadirse la que nos suministra Varrón (de lingua latina,
V, 180) (el cual a mi modo de ver, se encontraba en
situación de reconstituir la fisonomía originaria de la
institución completamente) cuando dice que las partes
habían entregado su sacramentum, in sacro o ad pon-
tem, es decir, en el pons sublicius, donde los Pontífices
tenían su residencia. La entrega, pues, se realizaba a
los Pontífices. El vencedor recuperaba lo suyo, pues
la parte vencida perdía el importe del depósito. En las
sucesivas modificaciones de la institución, la que tenía
Gayo ante los ojos, fue el sacramentum entregado no al
principio del proceso, sino sustituido por una seguridad
o garantía (predes) ante el Pretor; el sacramentum de la
parte vencida era, a la terminación del proceso, según
nos refiere Festo (como consecuencia de la lex Papiria

100
 Festus sub sacramentum…: consumebatur id in rebus divinis.

209
que se ocupa del procedimiento ejecutivo), confiado a
los triumviri capitales para su exacción e ingresado en
el Erario.
Que estas dos formas distintas de prestación del
sacramentum por depósito inmediato y por ejecución
posterior con cargo a la garantía existente, representan
dos grados distintos en la evolución y que en ésta, aqué-
lla es la más antigua y la segunda la posterior, es opinión
en la que puede decirse que existe casi unanimidad por
parte de los historiadores del derecho101 y por ello no
considero necesario desenvolver los fundamentos de lo
que voy a exponer a continuación. Quien sabe algo de
la evolución del derecho romano, no tendrá asomo de
duda de que, cuando en un caso existen dos formas
de la misma institución: una religiosa o sagrada y otra
profana o secular, es necesario adjudicar la primera a
la época más antigua y la segunda a los tiempos más
modernos. Ya semánticamente demuestra el sacramen-
tum por su nombre, su significación religiosa originaria.
Únase a esto la noticia positiva que el importe de ese
sacramentum era depositado en poder de los Pontífices
y aplicado a fines de culto y ¿cómo podrá no admitirse
la hipótesis que yo emitía102, de que conforme a los
datos que tenemos sobre esa legis actio sacramento,
representa ella el procedimiento ante los jueces ecle-
siásticos, en su modalidad primitiva, cuando, además,
está comprobado por las fuentes103 que a los Pontífices

101
 La opinión, dispar de Huschke, recientemente expuesta, será exa-
minada más adelante.
102
 En mi Espíritu del Derecho romano, Parte I, pp.  302-307,
4ª edición.
103
 1, 2, párr. 6 de O. J. (1, 2): … Omnium tamen harem et inter-
pretandi scientia et actiones apud collegium pontificium erat, ex quibus
constituabantur, quis quoque anno praesset privatis.

210
en los tiempos antiguos correspondía una participación
importante en la práctica del derecho y que el período
profano o secular de la jurisprudencia, que comienza
con Coruncanio, va precedido de otro religioso? Como
procedente de este período, a esta modalidad de 1 a.
s. podemos llamarla religiosa, y profana o secular a la
que nos describe Gayo. El tránsito de la una a la otra,
se caracteriza no solamente porque la caja adonde va
a parar el importe del sacramentum es distinta (fondos
eclesiásticos = Erario) y los empleados que la perciben
son distintos (Pontífices = Pretor) sino también por la
época en que se constituye (principio del procedimiento
= final). A mi juicio la opinión dominante atribuye a
esta última nota escaso interés, cuando la presenta como
una variación en el modo de percepción y no en el de
aplicación. Los ingresos procedentes del sacramentum
pertenecían, según mi opinión, al Estado, ya desde aquel
cambio a que alude Gayo in publicum cedebat (con el
cual coincide Varrón en el lugar indicado: ad aerarium
redibat), sólo que él admite esto para el tiempo en que
el sacramentum era todavía percibido por los Pontífices,
opinión que tengo por falsa, como quiera que no con-
cuerda con el destino religioso de aquel dinero (Festus:
consumebatur in rebus divinis) su ingreso en las cajas
públicas, que hubiese posibilitado su aplicación a fines
seculares.
Nosotros podríamos, por tanto, designar el cambio
que llevó por delante la percepción del sacramentum
transferida de los Pontífices al Pretor, con la expresión
moderna de secularización.
¿Qué pudo impulsar al Estado para adoptar esta
reglamentación? No seguramente la aspiración de enri-
quecerse a costa de la Iglesia, pues en comparación
con las enormes fuentes de ingresos de que disponía

211
el Estado en los tiempos de florecimiento de la Repú-
blica, representarían los ingresos por ese concepto
una cantidad tan irrisoriamente pequeña, que no podía
mover a la autoridad pública para adoptar una medida
de ataque contra el derecho eclesiástico. Debió existir
una razón diferente. Podría mejor situarse el sentido de
nuestra institución, fijándonos en que procede del siglo
siguiente a las XII Tablas y en un momento en que el
derecho secular trata de emanciparse de los influjos del
colegio pontifical. Al cesar estas influencias, los Pontífi-
ces, que tenían a su cargo los depósitos procedentes del
sacramentum, perdieron el título jurídico para intervenir
en la regulación posterior de ese procedimiento. Tanto
no desconozco yo la conexión entre la secularización
de la jurisprudencia, para expresarme abreviadamente,
y de la regulación modificada del sacramentum, cuanto
que no reduzco a esa única causa la explicación de los
cambios que acaecen en ese sistema procesal de la legis
actio sacramento. Ahora bien, ¿por qué se sustituye
el depósito hasta entonces existente del sacramentum,
por un reconocimiento de deuda asegurado con fianza?
Esta cuestión es independiente por completo del otro
cambio. Con el actual sistema de escribir la historia
jurídica, no sólo no se ha resuelto la cuestión, sino que
ni siquiera se ha planteado el problema: ha habido sólo
la exposición simple del hecho, sin preocuparse de sus
motivos. Y sin embargo, hubiese resultado útil esta
explicación, susceptible de profundas consideraciones.
Yo espero poderles demostrar que esta medida fue de
una significación social verdaderamente relevante.
Con lo que antecede he recogido el material necesa-
rio para mi objeto, en relación con la legis actio sacra-
mento. Ahora debo consagrarme a la legis actio per
manus injectionem.

212
Quien quería demandar a su deudor una suma en
dinero (o un legado per damnationem) que aquél le
hubiese reconocido con eficacia jurídica, ante el juez, o
mediante la conocida forma del nexum ante el libripens
y los cinco testigos, es decir, quien quería exigir una
deuda procedente de un contrato de cambio, no era oído
en persona, sino que debía presentar un vindex, el cual,
caso de ser vencido el demandante, respondía conjunta-
mente con éste de la pena que se impusiera por la agre-
sión perpetrada en el patrimonio del acreedor. Tal fue la
fórmula originaria de todas aquellas reclamaciones en
que el derecho posterior sancionó al demandante, caso
de vencimiento, con la pena del duplo (ubi lis crescit
inficiando in duplum).
La legis actio per manus injectionem, coincidía así
con la legis actio sacramento en que una y otra amena-
zaban a la parte que fuese vencida con una pena, prescin-
diendo por completo de si había existido en el plantea-
miento de la demanda buena o mala fe. Quien pretende
una injusticia y la sostiene, debe ser castigado104: esto
exige el agudizado sentido justiciero del adversario, que
percibe la demanda contra su derecho como un intento
de despojo, y esto exige también el interés público,
pues la comunidad tiene un interés palpitante en que
se repriman todo lo posible los instintos de lucha que,
precisamente en los grados ínfimos de cultura, son una
fuente inextinguible de disensiones y un gran peligro
para la conservación de la existencia común. Las dis-
cusiones y contiendas han sido, en todos los tiempos y

104
 Un razonamiento más extenso en favor de este principio, puede
verse en mi trabajo «El momento de la culpa en el derecho privado
romano». Giessen, 1867, reimpreso en mis Escritos misceláneos. Leipzig,
1879, pp. 155 y ss. y especial 163-176; indicaciones particulares sobre el
derecho griego y el antiguo derecho nórdico, ibidem, pp. 230-234.

213
todos los lugares, un verdadero mal, porque consumen
fuerzas inútilmente, que podrían aplicarse mejor, pero
en la época a que me estoy refiriendo encerraban un
grave peligro especial, y es que el fuego de los duelos
recientemente extinguido, fácilmente podía reavivarse y
extenderse a personas que no hubiesen participado en el
asunto: parientes, amigos, compañeros de las partes… y
con ellos encender una verdadera hoguera, que a todos
los consumiera. En nuestros tiempos, los pleitos sue-
len desenvolverse exclusivamente entre las partes, y las
demás personas, aunque estén próximas a los litigantes,
no suelen ser alcanzadas por sus efectos. Parecen más
bien casos de enfermedad, en que los demás no tienen
miedo al contagio. Pero en tiempos de cierta rudeza,
donde la lucha como tal goza de un cierto atractivo
psicológico: el de dar expansión a la fuerza salvaje y
arrolladora, una demostración de fuerza en la que el
individuo demuestra su valor y su carácter, mediante el
duelo ante el juez, en estos tiempos en que la misión
principal del derecho ha de ir aún dirigida a sujetar el
ímpetu de los individuos y a acostumbrar al pueblo a
la sumisión y al orden, en estos tiempos digo, hasta
una discusión con formas jurídicas ofrece el peligro,
del que aún ahora podemos formamos una idea, y que
tuvo gran semejanza con la llamada muerte negra de
la Edad Media: el peligro de una peste contagiosísima,
que puede extenderse, desde la casa en que se presenta,
a círculos más amplios, a los que llega a abrazar con
el azote de sus efectos. Un proceso que surge prime-
ramente entre dos personas, puede llegar a convertirse
en una calamidad general. Por esto resulta necesario
en tales casos un contrapeso, que frene la afición a los
pleitos. Las medidas que el derecho adopta contra la
manía pleitista, coinciden por una parte, con nuestras

214
actuales normas de policía sanitaria, que tratan de poner
un valladar a la expansión de las epidemias, y podría-
mos designarlas como medidas de policía sanitaria en
el proceso civil.
Desde este punto de vista, se explican las penas pro-
cesales (pues así debe llamárselas, si se las quiere bau-
tizar conforme a su verdadera naturaleza, y no costas
procesales)105, de las que encontramos tantos casos en
ciertos derechos aún poco desarrollados en su proceso
evolutivo; todos ellos formulan la amenaza de una san-
ción económica, por el peligro desatado para la comu-
nidad mediante el pleito. Para no dejar duda alguna
respecto a este punto de vista, pueden servirnos varias
disposiciones penales de las XII Tablas. La ley fijaba
como sanción para los autores de tala de un árbol ajeno,
25 ases, igual suma por las injurias ordinarias; por la
fractura de hueso (os fractum) perteneciente a hombre
libre, 300 y sólo 150 en esclavos. Por el sacramentum
en un pleito cuya cuantía era de mil ases para arriba,
la sanción pecuniaria del vencido llegaba a 500 ases
y tratándose de la legis actio per manus injectionem,
se elevaba la pena hasta el importe pecuniario de la
obligación, de modo que podía alcanzar cifras de miles
de ases: penas todas que dejaban muy atrás los límites
fijados legalmente para las penas. Sólo he de añadir
como ulterior fundamento de la recta interpretación en
cuanto al volumen de las penas pecuniarias, dos pre-
ceptos de aquella época. Una oveja para los efectos
de la fijación legal de las infracciones susceptibles de
multa, estaba tasada por la ley Atenia Tarpeya (año 300
a.u.c.) en 10 ases; un buey en 100. Sería probablemente

105
 Así para el sacramentum, Gayo, IV, 13, poenae nomine, 14
poena.

215
un arreglo muy proporcionado en la época, y aún en la
actual no nos atreveríamos a calificarlo de despropor-
cionado, dada la actual valoración en dinero de ambas
clases de ganado.
Aparte estos medios de amenaza económica, cono-
cía el derecho romano otro, de índole moral: el jura-
mento (iuramentum calumniae).
Ustedes me concederán que los antiguos romanos
trataban de precaver, y en caso necesario de combatir
los peligros que amenazaban a la comunidad por el lado
de los litigios. Un pleito en la antigua Roma constituía
el resultado de una madura reflexión. Resultaba pre-
ferible para un reclamante romper a su adversario un
brazo o una pierna, darle de bofetadas o de puñetazos,
por cuyos actos pagaba, respectivamente, 300 y 25 ases,
y quedaba el asunto concluido. Pero en un pleito se
arriesgaba mucho más. Para demandas de ínfima impor-
tancia, de un valor de muy pocos ases alcanzaba ya el
sacramentum a 50 ases; tratándose de un valor desde
1.000, eran necesarios 500. Y estas cantidades había
que aprontarlas inmediatamente, al contado. Es éste un
punto de extraordinaria importancia, que se ha conside-
rado demasiado poco hasta el momento presente, y al
que nosotros, por consecuencia, en las páginas siguien-
tes concederemos toda nuestra atención.
Con referencia al comienzo de un pleito, hay, sin
disputa, una gran diferencia entre tener que aprontar
anticipadamente todo su importe, o remitir su liquida-
ción para un momento futuro, y ustedes, como prácticos,
me concederán que si los clientes al encargar un asunto,
debieran depositar sobre la mesa el importe total presu-
mible de costas y gastos, bastantes de ellos madurarían
más su pensamiento y probablemente retrocederían ante
la idea del pleito. Muchos litigantes carecen de noticias

216
sobre lo que pueden subir las costas procesales, ignoran
la cuantía de su puesta: por eso juegan. El ciudadano
de la antigua Roma lo sabía.
Y aún podríamos apurar la diferencia entre el cono-
cimiento de esa eventualidad y el pago anticipado,
porque en el mero conocimiento, no deja de ayudar el
conocido consuelo: eso será más adelante, el constante
cambiar de las cosas, al que los hombres confían su
porvenir. Falla también este consuelo en el pago antici-
pado: la actualidad extiende su mano imperiosamente y
no se contenta con una mirada a lo futuro. En el proceso
romano se jugaba, como en las bancas montadas en las
salas de juego, solamente al contado: el importe debía
ser entregado al comenzar el pleito, las penas procesales
estaban colocadas, si vale la expresión, a la entrada y
no a la salida del Juzgado. Un predicador aducía como
la prueba de la bondad y sabiduría divinas el que la
muerte estuviese colocada al final de la vida y no al
principio. En procedimientos se podría señalar como
demostración de la sabiduría de una legislación, el que
el pago de las costas se ponga en lugar de al final, al
principio del pleito.
¿Pero todo eso lo dice usted en serio?, me pregun-
tan ustedes, y yo, para contestarles justamente, debo
contestar: no. Tengo la costumbre, cuando esto resulta
posible, para apreciar justamente los diversos aspectos
de una misma institución, discurrir con conciencia plena
y deliberada sólo sobre uno de esos aspectos cada vez,
y apasionarme de tal manera, que parezca es el único
que voy a tomar en consideración. En los siguientes, que
vienen después, hago lo mismo, lo anterior queda com-
pletamente olvidado (con los apasionados y vehementes
se da este caso muy frecuentemente) y estoy seguro de
que ninguno de ustedes encuentra que olvido demasiado

217
pronto. Lo mismo he hecho en la ocasión presente. He
realzado las ventajas de aquella institución romana, de
tal manera, que, quien me haya seguido en el curso
de esta charla, podrá creer que para mí no hay nada
mejor ni más completo en el mundo. Ustedes advertirán
por lo que sigue que también estoy ojo avizor para los
inconvenientes y me esforzaré en ponerlos tan en claro,
como hice antes con el otro costado de la institución.
En lugar de hablar yo, dejo que tome la palabra un
antiguo romano, del siglo iv de la ciudad, un hombre
pobre y de la plebe. Sólo me cuesta unas cuantas chu-
padas a mi cigarro; ya está.
La escena se desarrolla en el Forum, ante el Pretor.
Ante él comparece nuestro hombre como demandante,
y le acompaña un rico patricio, a quien ha citado in
ius. Mientras el demandante se encontraba en opera-
ciones, como soldado, murió su padre; el vecino, actual
demandado, aprovechó la ocasión para posesionarse de
todo lo que encontró. Como se niega a la devolución
vienen al pleito. El demandante ha presentado su caso
al Pretor y entre ellos se desarrolla el siguiente diálogo,
del que acotaremos entre comillas la parte del Pretor,
concediendo este honor a su categoría.
—«¿A cuánto se eleva el valor de tus predios, a mil
ases o a menos?»
—Lo menos, a mil quinientos.
—«Pues necesitas antes de que podamos formali-
zar el pleito, depositar en manos de los Pontífices qui-
nientos ases. Vete, pues, entrega esa cantidad, recoge el
recibo y cuando me lo presentes, admitiré la demanda».
—Me es imposible proporcionarme esa cantidad.
¿De dónde he de sacar yo quinientos ases, cuando soy
un pobre hombre, a quien el demandado despojó de
toda su hacienda?

218
—«Eso es asunto de tu incumbencia; sin previa
prestación del sacramentum, yo no puedo admitir la
demanda».
—¡Pero si mi asunto es lo más claro del mundo!
Los testigos que he traído conmigo, están dispuestos
a confirmar, con juramento, cada palabra que yo pro-
nuncie; no soy yo sino el demandado quien perderá el
pleito y éste en definitiva, será el que haya de pagar el
sacramentum.
—«Eso dice todo el mundo. Por mi parte no puedo
ayudarte: tengo atadas las manos; dirígete a los Padres,
y acaso te dispensen el depósito».
Con esto concluye la primera escena. La segunda
tiene lugar en el Pons sublicius, ante el miembro del
Colegio Pontifical, que en aquel año está encargado
de los asuntos jurídicos; su asunto es la prestación del
sacramentum.
El demandante suplica que se le dispense del
depósito, porque no está en situación de procurarse ese
dinero al contado.
—«El que tú seas pobre o rico, no constituye motivo
para establecer diferencias; ante nosotros no hay acep-
ción de personas: la ley os iguala a todos».
—¡Hermosa igualdad! Lo que para un rico cons-
tituye una pequeñez, para un pobre forma un obs-
táculo insuperable; es la igualdad que equipara a un
niño débil y a un hombre robusto para los efectos de
transportar igual peso. Eso del sacramentum de los
quinientos ases lo han inventado los ricos para que a
nosotros, pobres diablos, nos resulte inaccesible un
pleito.
—«Guárdate de censurar las leyes de Roma, porque
te podría ir peor. Yo sólo estoy autorizado para aplicar
las leyes, no para hacerlas».

219
—Concédeme ese crédito de quinientos ases; tú lo
puedes hacer sin peligro, porque mi pleito no puede
perderse.
—«Los dioses no abren créditos: sólo tratan con
pagos al contado, y yo no puedo estropear sus derechos,
porque los libros sagrados me lo prohíben. Pero solicita
el préstamo de otro».
—¿Y quién me prestará? Si yo tuviese mi herencia,
la cosa resultaría fácil, pero precisamente eso es lo que
me han quitado.
—«Es cierto, pero como no puedo ayudarte,
vete».
Con tales palabras, nuestro hombre se marcha; el
humanitario Pontífice, se dirige, sin embargo, por la
tarde a casa del demandado, que es su primo y le cuenta
lo ocurrido.
—«Tu adversario no ha conseguido reunir el sacra-
mentum; te felicito, porque su finca es tan buena como
la tuya. Ahora que esto lo debes exclusivamente a noso-
tros y a nuestra sabia institución del sacramentum. Ya
puedes dedicar, por tanto, a la Iglesia uno de tus bueyes
más lucidos».
—Y no me detendré en eso, sino que probaré mi
agradecimiento más ampliamente; cuenta entre otras
cosas con el buey.
Con esto termina la pieza. El pobre no consigue
reunir el dinero y el rico se queda con el campo. Es
la fábula de Natán, del hombre rico y de la ovejilla
del pobre y habrá sucedido no una, sino mil veces en
Roma.
A nuestros historiadores del derecho, este invento
del sacramentum no les suscita la más ligera dificul-
tad; no he encontrado uno que haya parado en este
punto su atención. El dogmático, se escapa fácilmente

220
remitiéndose al presupuesto de que el derecho ha reco-
nocido la existencia o la validez de ciertas reclama-
ciones o pretensiones (lo piensa así y así tiene que
ser), con lo que hace pensar en aquella sentencia del
salmista: «Si él habla, así ocurre, y si él pide, se cum-
ple así». Pensamiento y existencia son una y la misma
cosa. No hay cerebro humano en que el principio de
identidad se cumpla con facilidad mayor, que en el
de los juristas teóricos. ¿Para qué va a preocuparle a
él la cuestión de que los supuestos que in abstracto
concibe, se demuestren in concreto y a qué conduce
el comprobar si se realizan las sutiles distinciones que
llega a descubrir en los conceptos? Esto es asunto de
los prácticos; cuídense éstos de prepararse, que para
el teorizante se trata sólo de pensar rectamente. El
atrevido vuelo de su pensamiento, quedaría completa-
mente impedido si se le sujetase al talón un plomo, y a
tanto equivaldría el que tuviera precisión de contestar
o explicar la forma de dar aplicación en la realidad a
sus pensamientos.
Pero desgraciadamente, en la vida práctica las cosas
no se producen tan sencillamente y la concepción jurí-
dica más hermosa puede naufragar porque concluye
con el escollo de un miserable supuesto de la reali-
dad, que el teórico ha desdeñado como cosa sin valor
alguno. Quinientos ases, para un señor que se dedica
sólo a meditar, pueden representar una pequeñez; pero
para quien haya de aprontarlos, pueden representar en
muchos casos una suma inasequible. Una demostración
maravillosa de esta facilidad que los teorizantes tienen
para entregarse al puro raciocinio, prescindiendo de la
realidad, nos la proporciona uno de nuestros más eru-
ditos historiadores del derecho (sin desdoro ni molestia
para nadie, se le podría llamar el más erudito de todos,

221
aludiendo a los que viven, me refiero a Huschke106.
Llega a opinar candorosamente lo siguiente: la entrega
del sacramentum en Roma no ha sido nunca prescrita
por las leyes, sino que las partes voluntariamente entre-
gaban la suma «para expresar con este acto su confianza
en la justicia del sacramentum por ellas prestado». En
Roma, según su manera de ver las cosas, cualquiera,
incluso un pobre diablo, tenía siempre disponibles 500
ases para entregarlos, aunque la ley no lo exigiera. Que
el deponente se privaba de los intereses, que dejaba de
obtener ganancias, nada de esto entra en consideración
conociendo la indiferencia con que los romanos mira-
ban las adquisiciones pecuniarias. ¿Qué significaba para
un antiguo romano, al cual sólo preocupaba «demostrar
la justicia de su causa», el interés de lo depositado? Una
insignificancia, y lo mismo el capital. Poseer para esos
antiguos romanos a la Huschke, era tan fácil, como para
su acreedor pensar que lo tenían en sus manos.
Para aquellos de mis lectores que no tienen obli-
gación de conocer el nombre de este erudito, añadiré
esta noticia: él ha sido quien enriqueció la Zoología
con el Bovigus, mediante un puro proceso mental. Fue
éste un animal que existió, desapareciendo luego, y del
que no nos quedan ni siquiera restos fósiles, pero que
sin embargo debe haber existido, porque hay para ello
fundamentos de razón. En su «Constitución de Servio
Tulio» (Heidelberg, 1838) llega Huschke al convenci-
miento de que a las cinco clases en el censo, creadas
por Servio Tulio, debieron corresponder cinco animales,
todos ellos res mancipi, así que cada clase tenía su ani-
malito, como los evangelistas tienen cada cual el suyo.
Es cierto que los romanos sólo conocían cuatro, pero

106
 «La multa y el sacramentum». Leipzig, 1874, p. 441.

222
Huschke no se arredra ante esta dificultad en cuanto la
falta puede suplirse encontrando el quinto, y él, después
de haber demostrado la necesidad lógica de que haya
existido, en la p. 252 lo introduce en las cosas realmente
creadas, describiéndolo de una manera clarísima. Apoya
la prueba lógicamente arrolladora de su existencia en
esto: «en el campo, el hombre se ve rodeado de ganado
vacuno, al cual tiene que cuidar, impulsar y dirigir al lle-
varlo uncido al arado; empero de estos movimientos de
naturaleza corporal, ha de llegar el hombre a prescindir,
de acuerdo con su naturaleza universal», porque de otra
manera «la creación resultaría incompleta, en la forma
que salió de las manos de Dios»; con esto desgraciada-
mente no aborda la cuestión de si también los esfuerzos
y sudores necesarios en los oficios de leñador, panadero
o remendón, etc., deberían ser originariamente ya ejer-
cidos por animales especiales, a fin de evitar igualmente
que la obra de la creación resultase incompleta y con-
trariar la naturaleza universal del hombre. Igual privi-
legio podría recabar el hombre de la ciudad, de que se
le facilitase su trabajo mediante un animalito especial,
como el de que disfrutaba el campesino, y si por este
camino se llegaba a completar el plan de la creación,
hubiese llegado a existir una bonita colección de ani-
males domésticos que «hubiesen sustituido al hombre
en los movimientos puramente corporales». Con igual
derecho que el labrador, hubiesen reclamado su animal
especial el leñador, el panadero o el zapatero. Fuese de
ello lo que fuera, el caso es que el labrador resultaba
tan dichoso que contaba con un animal «que le evitaba
aquellos tres movimientos corporales (ir junto al buey,
impulsarle y conducir el arado), dejándole puramente la
dirección espiritual de la operación». Este mismo pro-
ceso de evolución se realizó en cuanto al animal «que

223
originariamente sujeto por el hocico y los cuernos»…,
luego… «quedó sujeto al arado por un fuerte atado a la
cola», mientras el hombre se balanceaba, sentado en los
lomos del animal. Como añadidura (p. 716) justifica él
su idea de que «después de haberse creado completa-
mente el bovigus, con la sujeción del mismo al arado,
por la cola», «un examen posterior y más detenido me
ha hecho creer errónea esta opinión, inclinándome a
la suposición de que sirvió para amarrarlo, el hocico»,
y él justifica con fundamentos especulativos de gran
claridad este nuevo punto de vista.
Conocen ustedes bastantes cosas de Huschke para
no encontrar motivo de admiración en que él atribuya a
los romanos, seguidamente, el que depositen el sacra-
mentum espontáneamente, sin que la ley se lo exija.
Para quien cree en el bovigus, esta otra creencia es un
verdadero juego de niños. Pero el que no tenga esta
medida en su facultad de creer tampoco podrá dejar
de exteriorizar sus dudas. ¿Soltar un antiguo romano
dinero, sin necesidad, sin verse obligado? Ni aun los
más ricos lo hubieran hecho, a causa de los réditos que
de esta manera perdían, ya que en el templo las sumas
entregadas no devengaban interés. Pero ¿qué represen-
tan para Huschke los réditos que las partes perdieran
sin finalidad alguna? ¿Qué es para él Hebuka? ¡Y pre-
cisamente lo que ni los ricos hubiesen hecho, tenemos
que admitirlo como posible para los pobres! Cierto que
desde las nubes en que se sitúa Huschke para contem-
plar el mundo romano, no se perciben las diferencias
entre ricos y pobres, y él, en esas regiones, ha prescin-
dido de todo lo terreno que rodea y viste a las cosas:
allí solamente existen los conceptos jurídicos los seres
iluminados que habitan en el más allá jurídico y se
bañan en el puro éter. Líbreles el Espíritu que habita

224
con ellos en el cielo jurídico, y cuya feliz contempla-
ción les absorbe107 de estos cuidados terrenos, para que
tengan que decaer en su papel perdiéndose en la tierra
y teniéndose que preocupar de cosas prácticas.
Para ser justo con Huschke debo añadir que él alega
un segundo fundamento, no menos original que el antes
expuesto. Ha hecho el descubrimiento de que las par-
tes, mediante la iniciación del proceso sacramental, se
consagraban a los dioses, colocándose cada una en la
posición de un homo sacer (op.  cit, p.  367). Y para
el caso de ser vencidos, sólo quedaban libres de esa
situación, después de depositar el sacramentum. Era,
pues, muy recomendable el hacerlo. Porque el homo
sacer era aquel tipo de delincuente desalmado cuyos
crímenes clamaban al cielo y que no estando sancionado
por ninguna pena especial, podía, en cambio, ser muerto
por cualquiera108.
Una especie de apéndice a este homo sacer del
derecho procesal civil lo forma la nuera del antiguo
derecho romano, a la que se ha traído a colación por
los casos en que riñe con su suegra. Después del descu-
brimiento llevado a cabo por uno de nuestros modernos
eruditos109, se la ha incluido también entre los sacra.

107
 Describiré el cielo de los conceptos jurídicos en la tercera parte
de esta obra.
108
 Así lo dice expresamente Dionisio, II, l0. Para más amplias noti-
cias, mi Espíritu del derecho romano, I, páginas 279-287 (4.a ed.).
109
  Moritz Voigt: Ueber die leges regiae (tomo VII de las Abhand. der
phil. hist. Klasse der kön. sächs. Gesellschaft der Wisenschaften, núm: 6),
Leipzig, 1876, I, pp. 41-45. Festo nos ha conservado bajo la palabra plo-
rare el siguiente pasaje, lleno de lagunas: si nurus… sacra divis parentum
estod. Esta omisión es la que ahora suple en forma asombrosa Voigt,
tomando lo que Festo (Paulo Diácono) nos dice en la palabra obambulare
y colocándolo allí: si nurus Socrui obambulassit. Como Festo explica
esta palabra diciendo: adversum alios ambulare et quasi ambulante se

225
Cualquiera podía matar a la nuera incursa en esa san-
ción, sin que la suegra necesitara molestarse en lo más
mínimo. Produce horror pensar el que se traspasase
tan desdichada suerte a la época actual: una riña con
la suegra, y pena de muerte. Me gustaría conocer el
tipo angelical de mujer, a quien una suegra rigurosa
no pusiera en trance de tener que aplicarle aquella
sanción. En la Roma antigua debieron ser las suegras,
indudablemente, de una pasta enteramente distinta que
las actuales. ¡Feliz ciudad! Sólo por eso hubiese sido
deseable vivir en ella, aun pasando por alto las enormes
reservas de riqueza, que estaban a disposición incluso
de los más pobres.
Pero dejemos a las nueras y volvamos a nuestros
pobres y a su situación en el procedimiento. Creo haber
mostrado a ustedes, cuánto se les había dificultado el
acceso a los tribunales por la legis actio sacramento y
ahora les demostraré lo mismo con relación a la l. act.
per manus injectionem.
La amenaza penal del demandado condenado resul-
taba tan enorme, que un pobre solamente podía arries-
garse en semejantes procesos, tratándose de asuntos
absolutamente claros. En los procedimientos anteriores
arriesgaba él 50 ases para una cuantía hasta de 1.000;
en éstos, se llegaba a aquella suma incluso en cuantías
de 50 ases; llegaba a 500 la deuda, alcanzaba el tipo

opponere, es decir, encontrarse con alguien, resultaría que si Voigt hubiera


acertado en su restitución con el sentido exacto, todas las nueras en Roma
deberían haber andado con sumo cuidado de encontrarse a sus suegras y
el verlas representaría algo así como topar con las Furias o con Medusa;
una nuera que tuviese en alguna estima la vida, necesitaría ser aconsejada
en el sentido de esquivarlas, lo cual ciertamente y por prudente previsión,
aunque con fundamentos menos fuertes, también suelen hacer las nueras
actuales.

226
máximo del procedimiento sacramental y de ahí para
arriba, lo sobrepasaba. Añádase la circunstancia de que
la situación del demandado frente al demandante era en
estos procedimientos extraordinariamente más desfavo-
rable que en el procedimiento sacramental. En éste, el
demandante arriesgaba lo mismo que el demandado; en
aquél, nada. Sucumbía el acreedor y quedaba simple-
mente desechada su petición, cuando un fundamento
de igualdad hubiese exigido que se prestase a la misma
pena que el demandado, por el importe de una deuda
injustamente reclamada, cuando en el caso contrario, el
deudor, o su vindex la tendrían que satisfacer. Que el
acreedor nada arriesgaba en la l. act. per man. inject.
no se nos dice expresamente, pero se puede deducir
(aunque prescindamos de la conclusión a que se llega
ante el silencio de las fuentes sobre este punto) con toda
evidencia de que en el procedimiento contra el vindex,
el acreedor, como demandante, pedía fuera condenado,
pero él mismo no podía ser condenado, conforme a
los principios capitales del sistema procesal romano,
como tampoco en tiempos posteriores, cuando podía
ser condenado el demandado por dolo al duplo (ubi
lis inficiando crescit in duplum), condena que contenía
sólo una forma modernizada de la vieja manus injec-
tio, pero en donde tampoco entraba la posibilidad de
sentencia contra el demandante. La posición de ambas
partes quedaba así dibujada, con un absoluto despre-
cio de todas las normas de la justicia procesal, en la
más aguda desigualdad, proveyendo al atacante de una
enorme superioridad sobre la defensa. Prácticamente,
venía a equivaler a la superioridad del capitalista sobre
el necesitado; al primero, se le abrían fáciles todos los
caminos jurídicos; a un pobre hombre, se le acumulaban
los obstáculos. Hacer valer una pretensión dudosa o

227
completamente infundada, utilizando la manus injectio,
no acarreaba a un rico el más insignificante peligro;
oponerse a ellas, para un pobre, significaba los riesgos
más graves. Con la l. act. per. mano injec., alcanzaba
su más alto grado la desconsideración con que el dere-
cho trataba a los pobres. En el proceso sacramental se
trataba, en primer término, de propiedad, derecho here-
ditario, familia, libertad, relaciones jurídicas, para las
que se observaba una determinada medida; para los pro-
cesos de libertad, sin embargo, rigió siempre la medida
inferior de los 50 ases, aunque el esclavo o libre sobre
el que se cuestionara, valiese más. (Gayo, IV, 14). En
la manus injectio, por el contrario, que tenía por objeto
los intereses de los capitalistas romanos, cesaba toda
proporción. Aquí se nos aparece el usurero romano,
aquel vampiro de la sociedad de su tiempo, sobre cuya
rapacidad y falta de escrúpulos tantas noticias y juicios
podrían recogerse: él fue quien convirtió la manus injec-
tio mediante la pena del duplo, y amenazando con llegar
a despedazar el cuerpo, en uno de aquellos dogales que
podía echar al cuello de sus infelices víctimas.
Únicamente en un punto parece la posición del pobre
haber sido más ventajosa en esta legis actio que en el
proceso sacramental: en que para entablarla no necesi-
taba abonar suma alguna en el momento. Pero esto es
sólo una apariencia, que me recuerda aquel sucedido del
empleado subalterno que incluyó entre los gastos del
servicio la compra de un sombrero para él, sombrero
que había adquirido al ser nombrado un jefe nuevo.
Este tachó en la cuenta la partida del sombrero y al
año siguiente reapareció el sombrero; volvió a borrado
el jefe y llamó la atención de su subordinado para que
no volviese a aparecer. Al balance siguiente, en efecto,
faltó. El jefe formuló esta observación: «ahora están las

228
cosas en regla: ha desaparecido el sombrero», a lo que
contestó el otro: «el sombrero está metido ahí, sólo que
no se le ve». También andaba el pago del dinero oculto
en la l. ac. p. m. i., pero era sólo esto: que exteriormente
no aparecía. Sigamos al deudor en sus trabajos para
encontrar un vindex… y el sombrero saldrá entonces a
la luz pública.
Como el vindex, caso de vencimiento en juicio, se
comprometía personalmente, se hacía garantizar, como
es natural, por sus clientes. Tratándose de un rico, bas-
taba la simple promesa; entre los patricios pobres, pro-
porcionaban el vindex los parientes o en último caso la
gens. ¿Pero qué hacía el pobre plebeyo? Llamaba a ésta
y a la otra puerta, se encomendaba a gentes peritas en
derecho, pero en todas partes oía la misma respuesta:
«Sin un depósito previo, no puedo encargarme de tu
pleito, pues si salgo derrotado seré yo mismo el que
haya de pagar el importe de la deuda, puesto que he
impugnado la demanda del acreedor: proporciónate ese
dinero».
—Pero mi asunto es claro y sin ninguna sombra de
duda, tú no corres el más pequeño riesgo.
—«Eso lo dice cualquiera. Es posible que en efecto
tu asunto, sea un buen asunto, pero ¿quién puede pre-
decir el resultado final? Ante los jueces nada hay impo-
sible: tenemos ejemplos».
—Te daré fiadores.
—«Con eso nada más, no puedo entrar en el asunto.
¿Es que, además del servicio que te presto voy a tener
que preocuparme luego en reclamar el dinero mío que
pago por ti? Comprenderás que esto no es para ani-
marse. Pero si tú tienes amigos que son capaces de
salir fiadores por ti, ¿por qué no aprontan desde luego
el dinero?»

229
—Es que ellos mismos no lo tienen.
—«Precisamente por eso es por lo que no los puedo
recibir como fiadores».
El resultado es así exactamente el mismo que
antes indicábamos en el proceso sacramental, cuando
los pobres no podían llegar a reunir los 500 ases: sin
dinero contante no había pleito. El fundamento capital
del proceso en las acciones de la ley: nulla acta sine
lege, encuentra su anejo en este otro adagio: nulla acta
sine aere.
Se habrán convencido ustedes de que la respuesta
del empleado a que antes hacíamos alusión (el som-
brero está metido ahí, sólo que no se le ve), tiene aquí
aplicación perfecta.
Se repite aquí en esta forma procesal, para los
pobres, la exigencia del previo depósito del importe
del litigio, con una sola diferencia, completamente indi-
ferente para las partes: que en el proceso sacramental
tiene lugar ante los Pontífices, y aquí, por el contrario,
es en manos del vindex.
No necesito ponderar a ustedes la influencia prác-
tica que tuvo este requisito. Donde para alcanzar un
fin se necesita dinero, aquel que no lo tiene o no puede
proporcionárselo, queda excluido; no produce ninguna
diferencia el que el depósito sea transitorio y que pueda
recuperarse. Pensemos en que para visitar uno de los
museos particulares de pinturas, o uno de los jardines
privados de Viena, que la liberalidad de sus poseedores
abre al público, se exigiera la entrega de cien florines o
más, aunque devolviéndolos al abandonar esos lugares;
la consecuencia indeclinable de esta medida sería que
una porción de gente, ahora acostumbrada a visitar esos
lugares, habría de renunciar a entrar en ellos: desapare-
cerían los pobres, y las niñeras en su mayoría, y a nadie

230
le cabría duda de que al tomar semejante determinación,
aunque se alegase la seguridad contra posibles daños,
se había tenido en cuenta como verdadero sentido esta
idea: hay que impedir el acceso a los pobres. En vez de
decirlo descaradamente, se fija una suma por la entrada,
inasequible para los pobres, y esto basta para mantener-
los alejados, de igual modo que las elevadas tarifas de
la clase primera en ferrocarril o los precios subidísimos
de los restaurantes distinguidos. También los romanos
sabían lo que significaba hacer de la posesión de dinero
contante una condición previa del procedimiento: para
los ricos esto no constituía un obstáculo, para los pobres
producía una grave dificultad. Y con esto, afirmo yo,
estaba previsto el fin de toda aquella organización pro-
cesal: conceder en las contiendas judiciales un peso
abrumador al rico sobre el pobre.
¿Que si no lo veo demasiado negro, me preguntan
ustedes? Enséñenme entonces a conocer a los antiguos
romanos. Hace cuarenta años que vengo frecuentando
su trato, y creo haber aprendido su peculiar sentido.
Toda la antigüedad resuena como un eco de los lamen-
tos que elevan los plebeyos ante las opresiones de los
patricios y ante la arbitrariedad de los magistrados de
esta clase. Lo insoportable de la opresión se acentúa
en los primeros tiempos de la República, cuando desa-
parecidos los reyes, con ellos desaparecen también los
protectores naturales con que contaban los plebeyos, y
alcanza un grado tal, que la plebe toma la resolución
desesperada de abandonar Roma (secessio in montem
sacrum), o dicho en términos corrientes, de declarar
una de las huelgas más antiguas de que tenemos noti-
cia. Pero la gloria de haber inventado la huelga debe el
hombre traspasársela a los asnos, que, según el relato
de Herodoto, el cual los hace salir a escena a propósito

231
de la construcción de la ciudad de Babilonia, negaron
sus servicios una vez en que se sobrepasó la medida
habitual de carga que se les imponía: un caso para ano-
tarlo como precedente y recordarlo en los asuntos de
hombres que se encuentren en supuestos análogos. El
medio surtió efectos en Roma como en Babilonia, y los
patricios se rindieron. Pero aún hubo de repetirse dos
veces la suerte; las quejas por la opresión económica
que ejercían los ricos sobre los pobres sobre la dureza
del derecho de obligaciones y la parcialidad de los
magistrados patricios, no concluyeron. La codificación
de las XII Tablas, destruyó el cómodo escondrijo a que
se acogían los magistrados patricios, manteniendo la
inseguridad del derecho no escrito110, pero aún les quedó
amplio espacio para continuar con sus antiguas mañas.
La posición dominante que el Colegio pontifical había
mantenido con referencia a la posesión de las fórmulas
jurídicas, su monopolio de los conocimientos jurídicos
oficiales, la opresión jurídica que ejercía corporativa-
mente sobre el pueblo, perduró aún más de un siglo. No
menos tiempo continuó siendo monopolio patricio el
cultivo del derecho, y el arbitrario uso que de él hacían,
aun después de promulgadas las XII Tablas, lo prueba
el flagrante acto de arbitrariedad del Decemviro Apio
Claudio en el conocido proceso de Virginia.
Cuando reúno estos y otros rasgos, que aquí omito
para no perderme demasiado y alejarme del tema, y los
someto a una representación de conjunto; obtengo un
cuadro de la antigüedad, que no me deja lugar a dudas,
respecto a la verdadera significación y tendencia de las

110
 1. 2 § 3 de O. J. (1, 2)… incerto jure, § 4. Postea ne diutius id
fieret, placuit publica autoritate decemviros constitui. Véase sobre esto mi
Esp. del Der. romano, II, 1, § 25.

232
instituciones procesales que acabo de describir. Cuando
a un cazador furtivo, notoriamente conocido, se le coge
con una escopeta, no se le ocurrirá a nadie preguntar
para qué la lleva. ¡Seguramente no es para tirar al blanco
o para matar gorriones! El cazador furtivo en cuestio-
nes económicas y en la antigua Roma, me es bastante
conocido y por eso sé también el objeto que persigue
cuando lleva una escopeta.
Con esta comparación he vuelto al tema que aquí
me ocupaba. No hay un solo testimonio de las fuentes
que apoye mi interpretación, a saber, que el antiguo
proceso romano estaba organizado a fin de proporcionar
una ventaja al rico sobre el pobre. Pero así como en un
proceso la prueba de indicios puede sustituir a la prueba
directa, también esto es lícito en la historia y aquí nos
encontramos ante un caso de la prueba indiciaria.
Hasta ahora sólo me he ocupado de dos legis actio-
nes, de las cinco que Gayo enumera. ¿Qué ocurre con
las otras tres? Acaso éstas reduzcan a la nada cuanto
hasta ahora he expuesto.
Separaré la legis actio per condictionem de este
análisis, para tratarla en otro lugar y me quedan ahora
sólo la l. ac. per pignoris capionem y la per judicis
postulationem.
Sobre la última nada sabemos por Gayo, pues el
manuscrito tiene aquí una laguna. No nos queda, pues,
otra cosa que la posibilidad de hacer conjeturas, campo
fructífero para la agudeza y la facultad de adivinación
de los historiadores del derecho. Si se les ocurre a
ustedes preguntarme por la opinión que yo tengo, les
diré que tal forma de procedimiento está destinada a
aquellos casos en que no se trata de la existencia o no
existencia de derecho en una pretensión, sobre la que
el juez pueda resolver con un sí o un no, sino de aque-

233
llos casos en que el juez, presupuesta la existencia de
la pretensión, debe determinar su importe o la forma
en que haya de ser realizada. Dos coherederos piden la
partición judicial (judicium familiae erciscundae), dos
copropietarios división de la cosa común (jud. communi
dividundo), dos vecinos fijación de linderos (jud. finium
regundorum). ¿Han de iniciar el proceso en la forma
del sacramentum? Esto significaría que al vencido le
habría de alcanzar la pena de 50 a 500 ases. Sólo que
ninguna de las partes es derrotada, como que ninguna
formula una afirmación susceptible de réplica por la
otra, sino que dirige una excitación al juez, y realmente
lo que hace es decirle: reparte. ¿Cómo podría, pues,
justificarse, que una de ellas o las dos, debieran ser
castigadas mediante la pérdida del sacramentum? Que
las consecuencias procesales que hasta ahora hemos
dado a conocer, eran realmente penas, y como tales
estaban previstas, lo hemos demostrado. En estos casos
se necesitaba otro procedimiento distinto que el sacra-
mental, y esta forma procesal no pudo ser otra que la
legis actio per judicis arbitrive postulationem 111. Aun
en épocas posteriores tuvieron estas acciones de parti-
ción con preferencia el nombre de judicia y arbitria;
han conservado reminiscencias del antiguo nombre de
la demanda. Deberíamos, pues, designar al judex o al
arbiter de esta legis actio como un verdadero juez, a
cuya sentencia no había ligada necesariamente para las
partes una pena: ¡no costaba dinero!

111
 En Gayo, IV, 12, lleva simplemente el nombre per judicis pos-
tulationem. Con relación a la fórmula en Valerio Probo (párr. 4) judicem
arbitrumve postulo uti des, se le da aquel otro nombre. Apenas puede
ponerse en duda que aquella fórmula era uno de los arbitria del antiguo
derecho, aplicable al caso contemplado en el texto y a los restantes.

234
Otro caso del derecho más antiguo en que sin duda
alguna solamente podía aplicarse esta forma de demanda,
nos la ofrece el membrum ruptum de las XII Tablas. La
ley añadía: ni cum eo pacit, talio esto. La forma en que el
actor deducía su demanda ante el juez, es imposible que
haya sido la leg. act. sacr., porque habría faltado aquí,
dada su naturaleza no pecuniaria, el punto de referencia
para señalar la cuantía del sacramentum. Incluso cuando
la práctica en lugar del talión acudió a una pena pecu-
niaria fijada por el juez112, era imposible confundirla con
la leg. Act. sacr., como quiera que en el primer caso el
derecho de las partes procedía de la ley. Yo conjeturo que
esta misma forma de demandas, tuvo aplicación también
con relación a la pena del robo, que consistía, en el anti-
guo derecho, en pérdida de la libertad, cuando se trata
de furtum manifestum y en la pena del duplo del valor
de lo robado en el nec manifestum, y creo encontrar un
argumento favorable en la redacción de la intentio en la
actio furti según el procedimiento formulario, que no
termina dare oportere, como hubiese debido hacerlo al
estar indicado el importe, sino que decía indeterminada-
mente damnum pro fure decidere oportere. La fijación
de la cuantía que hubiese sido necesaria para tasar el
sacramentum, era soslayada.
Que el ámbito de aplicación de esta legis actio no
se agotaba con lo dicho, lo considero indudable. Las
XII Tablas nos traen una serie de acciones, en las que
desde el principio está excluido el pensamiento de apli-
car la leg. act. sacr., por ej. la act. pluviae arcendae, de
glande legenda, de arboribus caedendis, damni infecti,

 Gellius, XX, 1, párr. 38: Nam si reus qui depecisci noluerat, judici
112

talionem imperanti non parebat, aestimata lite judex hominem pecuniae


damnabat atque ita… severitas legis ad pecuniae multam redibat.

235
act. noxalis, de pauperie, y en las cuales, como también
resultan inaplicables la lego act. per pignoris capionem
y la per manus injectionem, sólo quedaba disponible la
per judicis postulationem. En los intentos de restaura-
ción de las XII Tablas se encuentran todos estos ensayos
en la tabla séptima, a la que siguen en la octava, los deli-
tos. Es posible que una y otra representaran el campo
de aplicación de la l. act, per jud. post. y que incluso
los tres arbitri, en el sentido de las Doce Tablas (que
son sustancialmente distintos de los arbitri del derecho
posterior), caigan también bajo el concepto del judex o
arbiter de la judicis postulatio, tesis para la que suminis-
tra un punto de apoyo interesante la fórmula transmitida
por Valerio Probo. En las Pandectas se encuentran las
acciones divisorias, reunidas (libro X), y al lado de las
acciones por ciertos delitos (libros IX y XI), y ya hace
años que Heffter113 hizo notar con extraordinaria agu-
deza la estrecha conexión que originariamente tuvieron
esos procedimientos. Se ve apoyada esta conclusión por
la circunstancia, que ya advirtieron otros autores114, de
que en las Pandectas los casos principales de aplicación
de la antigua leg. act. sacr. (acciones hereditarias libro
V, acciones derivadas del dominio libro VI; acciones
anejas al derecho de servidumbre libros VII y VIII) pre-
ceden a los casos verosímiles de la per jud. postulat.
(libros IX-XI) y que a ellos siguen (libros XII-XIII) las
condictiones, es decir, los casos más modernos: los de
la legis actio per condictionem.
Yo llego a esta conclusión: la leg. act. per jud. post.
tenía su ámbito de aplicación acotado, prescrito, pecu-

 Rhein, Museum, I, pp. 54 y 55.


113

 Leist: Ensayo de una historia del sistema jurídico romano. Ros-


114

tock y Schwerin, 1850, pp. 36 y 37.

236
liar, y no dependía en modo alguno de las partes en
los casos en que resultaba aplicable la leg. act. sacr.,
sustituir a ésta por aquélla. Con esto hubiesen podido
perjudicar a la caja eclesiástica (prescindiendo ahora
por completo de los puntos de vista que hemos hecho
valer en un aspecto político y legislativo) y no es nece-
sario llamar mucho la atención sobre la posibilidad de
que los Pontífices no hubieran sufrido esto en silencio.
Las ventajas que hasta aquí hemos hecho notar,
consistentes en la falta de penalidad para la leg. act.
per jud. post., las comparte la per pignoris capionem.
En ciertas acciones, gozaba el que las poseía, el derecho
de la toma de prendas por su propia mano. Si el afectado
cuestionaba sobre la existencia de la acción, se llegaba
a un procedimiento peculiar, que llevaba el nombre
de pignoris capio, en el cual, el que prendaba, apare-
cía como demandante, con obligación de justificar su
demanda y tenía que pedir la condena del demandado115.
Tampoco aquí quedaba sujeta ninguna de las partes, en
el caso de ser vencida, a una pena procesal. Pero esta
mitigación (que resulta altamente significativa) estaba
limitada a las demandas que ostentaban no un carác-
ter jurídico privado, sino a las que tenían un carácter
militar, religioso o de derecho público116: solamente en

115
 Sobre esta opinión, mi Esp. del Der. rom., I, pp. 158-162 (4ª ed.).
La toma de prendas, en sí, no era ninguna legis actio, ni siquiera propia-
mente un acto procesal; si la persona que sufría esa pignoración entregaba
la cosa, no se llegaba a ninguna legis actio.
116
 Los casos, en Gayo, IV, 27-28. A guisa de ejemplo, destaco la
demanda del soldado de sus pagas (aes militare), el forraje (aes hordea-
rium), el dinero para equipar los caballos (aes equestre) para lo que fue
creada una contribución a cargo de las personas inhábiles para el servicio,
viudas y huérfanos, con lo cual la ventaja de estar ellos mismos libres de la
guerra, quedaba contrapesada; siguen las acciones de los publicanos para
hacer efectivos los derechos de aduanas. Aquella inclusión de las personas

237
los casos en que el interés del Estado o de la Religión,
están en juego, aunque sea mediatamente, se aflojaba
el rigor, pero las reclamaciones privadas habituales, no
gozaban de esa ventaja. Esta diferencia de trato en las
dos clases de demandas, nos muestra lo tendencioso de
todas las penas procesales. A la persona privada, se le
dificulta el tráfico por el camino jurídico; para actuar
en una reclamación por la que tienen interés la Religión
o el Estado, se allanan los caminos.
He concluido con mi descripción del antiguo pro-
cedimiento romano, y ustedes ahora podrán juzgar si es
posible librarle de la tacha de que deliberadamente ha
sido dirigido a dificultar a las clases pobres la consecu-
ción de sus derechos. Yo por mi parte, no me puedo librar
de esta convicción. Ha llegado en mí a ser una segunda
naturaleza, el ventear por todas partes en el antiguo dere-
cho romano malas intenciones, cálculo, argucias, astu-
cias, emboscadas, enredos… La ingenua fe con que yo
entraba al principio en el derecho romano, se me ha ido
disipando hasta desaparecer enteramente, y yo ahora me
pregunto, con motivo de cualquiera de las proposiciones
de aquella jurisprudencia: ¿qué oculta detrás? Por regla
general, he encontrado siempre una cosa distinta de la
que se descubre a primera vista. Ya empiezo a madurar
la idea de escribir un artículo dedicado a ustedes, sobre
las argucias en el antiguo derecho romano, y entonces
tendrán ocasión, fallando en definitiva, acerca de si con
mi manera recelosa de mirar los asuntos de derecho
romano cometo una injusticia. Para la presente cuestión
no puedo, desgraciadamente, remitirme a ese artículo, y

inhábiles para el servicio en las cargas guerreras, fue un sano pensamiento


político social de los romanos, cuya imitación entre nosotros ha sido ya
ensayada, aunque, desgraciadamente, no ha obtenido éxito.

238
deberé contentarme con prevenir una incredulidad, a la
que no puedo contestar ahora ampliamente. Pero a dos
objeciones de que seguramente seré objeto, sí quisiera
oponerme, para no dejarlas en pie.
La primera viene a decir: también en otras partes
se repite la multiplicidad de costas en el proceso y, sin
embargo, en esos países, como, por ejemplo, Inglate-
rra, no puede encontrarse el motivo que se aduce para
Roma. La elevación de costas en Inglaterra supera todo
lo imaginable. Los casos jurídicos complicados pueden
consumir toda una fortuna, y bolsas muy bien repletas,
hasta rebosar de libras esterlinas, pueden permitirse
cualquier otro lujo que no sea el de un pleito: los pleitos
en Inglaterra son artículos de lujo para los ricos. Pero
la comprobación de que en Inglaterra el auxilio de los
Tribunales se nota como una pesada carga, lo prueba la
existencia de una institución que no tiene pareja en nin-
guna del Continente y que arroja un vivo fulgor sobre la
situación de la práctica judicial en Inglaterra: las asocia-
ciones para mutua ayuda judicial, entre amigos escasos
de recursos. Nadie afirmará por esto que lo costoso del
procedimiento inglés está pensado para dificultar su uti-
lización a las clases pobres. ¿Cómo se justifica, pues,
esta afirmación para el antiguo procedimiento romano?
La objeción sería decisiva si yo hubiese estampado mi
conclusión, únicamente demostrando escuetamente lo
costoso del sistema procesal romano. Ahora, que no es
solamente esta circunstancia la que yo aduje, sino el
terreno peculiar en que se aplicó, la antigua Roma, el
fondo histórico, el medio ambiente, lo que me deter-
minaron a darle ese sentido; mi opinión tiene su fun-
damento histórico en la explotación conscientemente
planeada por los propios romanos, en el terreno econó-
mico, de las clases pobres por las ricas.

239
La segunda posible objeción sería ésta: la legis actio
era algo antiquísimo y fue creada sin ninguna mala inten-
ción. ¡Seguramente que no la hubo! Pero esto no impide
que su inclusión mediante la norma del sacramentum,
en las XII Tablas o en leyes anteriores, descansase ya
en propósitos malintencionados. Igual que se fijaron
500 y 50 ases, pudieron ponerse 50 y 10. Si, como en
otro lugar he intentado explicar117, los fundamentos de
esa acción eran religiosos, ¿qué buscaba la religión al
procurarse esas sumas?, ¿a qué venía ese depósito?,
¿por qué especialmente el vindex en la legis acto p. m.
inject.?, ¿por qué, en fin, la enorme pena del duplo?
Sin embargo, puede siempre considerarse cuestión
abierta la de si lo costoso del antiguo procedimiento
romano estaba dirigido al fin por mí señalado de difi-
cultar el auxilio judicial a las clases pobres; yo, empero,
me adhiero cada vez más decididamente a creer que lo
uno trajo lo otro como consecuencia.
Aclaremos lo que significa esto. Presentemos los
efectos que las instituciones procesales antes descritas
debían acarrear a la sociedad romana. Para lograrlo diri-
jamos nuestra mirada, no al individuo en particular, sino
a la masa, a las consecuencias que el antiguo proceso
romano había de producir, habida cuenta de la estruc-
tura de hecho que tenía la propiedad, en el reparto de los
bienes; en una palabra: juzguemos ese sistema procesal
desde el punto de vista social y económico.
En la ruleta debe el banquero, cuando el juego
transcurre en un largo espacio de tiempo, desplumar al
jugador (no me refiero al caso individual del jugador,
sino a los jugadores in abstracto, la suma total de los
que constituyen esa entidad) como quiera que el sistema

117
 Espír. del Dr. rom., I, pp. 302 y ss.

240
del juego está concebido de tal manera que el banquero
sólo tiene una probabilidad (el cero), que, según la ley
de probabilidades, en un juego de larga duración, inde-
fectiblemente le proporciona la ganancia. El humor
popular compara los pleitos con juegos de azar, y habla
de que se ganan y se pierden, como también de los que
se pasan la vida arriesgándose en pleitos; nosotros los
juristas podemos dar fe de que esta comparación tiene
algo de justa. En un país donde la asistencia judicial está
rectamente organizada y la carrera judicial se compone
de personas moralmente intachables, las circunstancias
personales de las partes no influyen actualmente, lo más
mínimo (ninguno de los litigantes tiene por adelantado
una probabilidad de ganar): rico o pobre, influyente o
desvalido, no presentan diferencia alguna, incluso este
último, provisto del derecho a ser asistido como pobre,
se encuentra en una cierta situación privilegiada. En
Roma, para dos litigantes de la misma clase social y
de análogos medios de fortuna, también sería aplicable
esta observación: el rico litigando con un rico y el pobre
con un pobre, eran exactamente iguales y ninguno tenía
sobre el otro ventaja alguna; las armas que en un caso
eran ligeras, y en el otro más pesadas, estaban medidas
con igualdad. Pero en las disputas jurídicas de pobres
con ricos las cosas se desenvolvían en otra forma; aquí
las probabilidades eran desiguales: el rico (entendiendo
por tal la clase) tenía sobre el pobre (igualmente com-
prendido como una clase) el cero del banquero de la
ruleta y las normas del procedimiento se lo garantiza-
ban con tanta seguridad, como las reglas del juego se
lo garantizan al banquero. En qué consistía esto, es lo
que antes explicaba a ustedes. En los casos dudosos, el
rico podía aventurar una postura con cierta confianza,
el pobre, en cambio, debía andar con cuidado, porque

241
para él la pérdida del sacramentum significaba algo
completamente distinto que para aquél. No haremos,
pues, una afirmación defectuosa, si decimos que en los
casos de vacilación, el cero del rico lograba ya desde
el principio un porcentaje elevado.
A este primer obstáculo del juego ante el juez, se
añadía aún como segundo inconveniente lo del pago
al contado. En la banca romana ya hemos visto que se
jugaba únicamente al contado: el rico tiene provisión
de fondos en el bolsillo, el pobre, en cambio, debe pro-
porcionárselos con grandes apuros; si no lo consigue,
debe renunciar al juego: ¡otro cero del rico!
Para conseguir el resultado que apuntamos, no era
necesario contar con la parcialidad de los magistrados
patricios, a cuyo cargo corría la administración de jus-
ticia, ni con el consejo o la asistencia en derecho de los
Pontífices y juristas patricios, como tampoco lo es en el
juego de ruleta contar con la desaprensión del banquero
para obtener aquella ganancia. La maquinaria procesal
estaba montada en tal forma, que debía producir nece-
sariamente el resultado apetecido aunque se supusiera
la justicia más completa en los juzgadores o personas
que los auxiliaban: la injusticia de las instituciones, su
falta de honradez, suplía con exceso la de las personas.
Si aun contando con fuerzas iguales no lo son las armas,
debe ser vencida la parte que tiene peores elementos,
tanto más fatalmente cuando de antemano el adversario
se sabe que ha de ser el vencedor.
Se podrá estimar algo raro que las críticas de los
romanos sobre la forma de funcionar aquel misterioso
proceso, que nosotros compararíamos con una bomba
aspirante puesta en manos de las clases ricas contra las
pobres, nada nos digan de esto. Mientras que los escri-
tores discurren con frecuencia acerca de las angustias y

242
miserias de las clases pobres, de su opresión y explota-
ción por parte de los ricos, y no dejan tampoco de aludir
a los medios que sirven para estos fines, especialmente
lo gravoso de los réditos y la severidad del antiguo pro-
cedimiento ejecutivo118 personal, no mencionan siquiera
con una palabra el reproche que nosotros formulamos
contra la institución procesal descrita. Cada cual podrá
contestarse a sí mismo, utilizando los datos reunidos en
las páginas anteriores, si de esa omisión puede deducirse
que no existían semejantes males, o que al menos el pue-
blo no tenía conciencia exacta de ellos; yo por mi parte
me mantengo firme en la convicción, no sólo de que el
mal era conocido y sentido en Roma por aquellos que
lo habían padecido, sino que, además, durante mucho
tiempo constituyó uno de los puntos capitales de las que-
jas formuladas por la plebe y uno de los temas utilizados
por los tribunos para sostener la agitación y apoyar sus
proposiciones de reforma. He llegado a la conclusión
de que en Roma ha existido un verdadero problema de
reforma del procedimiento civil, no como entre nosotros
por motivos técnicos, sino reclamada por causas sociales,
problema que sólo concluyó con la reforma del proce-
dimiento civil. Con esto llego yo a la segunda parte de
mi disertación. El tema viene a ser éste: la reforma del
procedimiento civil más antiguo, en el sentido de facilitar
el auxilio de la justicia a las clases más pobres.
Hasta aquí he designado yo la oposición de cla-
ses, designándolas como ricos y pobres, en cuanto se
relacionaba con el punto interesante para el tema de
la organización procesal civil. Ustedes saben que esta

 Sobre las instituciones de toda clase que oprimían a las clases


118

más pobres, y entre las que cabe contar las arriba expuestas, véase mi
Esp. del Dr. rom.) II, § 34.

243
distinción no coincide exactamente en Roma con la
de patricios y plebeyos; hubo ya en los tiempos de la
antigua Roma patricios pobres y plebeyos ricos. Sólo
que yo creo no equivocarme cuando cuento entre los
más pobres realmente a los plebeyos, en cuanto habían
de sufrir aquellas instituciones procesales. El patricio
pobre encontraba un refugio en la gens, que le ase-
guraba del peligro de perder su derecho por falta de
medios en la contienda. Por esto creo que la cuestión
apuntada antes de reforma del procedimiento, era espe-
cíficamente plebeya y una confirmación de mi hipótesis
la encuentro en que fueron los tribunos de la plebe los
que la tomaron a su cargo.
Los esfuerzos de éstos en pro de la reforma, ence-
rraban dos objetivos en sí: la sustitución del sistema de
pago al contado de la pena fijada para el caso de pérdida
del pleito, y la rebaja de ella.
Festo nos ha conservado (al tratar de la voz sacra-
mentum) el nombre de una ley, que instituía funcio-
narios especiales para el cobro del sacramentum: los
triumviri capitales. Es la Lex Papiria, así llamada del
tribuno del pueblo, Papirio. La verdadera situación que
se produjo con esta ley, resulta un punto extraordina-
riamente discutido119. Lo único que se puede asegurar
es que viene a coincidir con la introducción de aquella
magistratura del praetor peregrinus (507), ya que pone
a cargo, no del praetor simplemente designado así, sino
del praetor qui inter cives jus dicet, es decir, del praetor
urbanus 120 el cuidado de promover el voto popular para

119
 La literatura; hasta 1867, puede verse en Danz, Zeits. f. Rechts-
geschichte, VI, pg. 33; para los años siguientes, Huschke, Die multa und
das Sakramentum. Leipzig, 1874, pp. 473-479.
120
 Uno de los argumentos en contra de la aplicabilidad de la leg.
act. sac. a los peregrinos.

244
la designación anual de aquellos funcionarios, manera
de hablar que implícitamente supone la oposición a la
otra magistratura del praetor peregrinus. Prescindo de
relatar a ustedes las distintas opiniones y me limito sen-
cillamente a exponerles la mía.
Puede dudarse si fue la propia Lex Papiria la que
introdujo el procedimiento de abrir crédito para el
abono del sacramentum, o si esto fue ordenado des-
pués de haberse puesto aquella ley en práctica, mediante
medidas supletorias de aquella capital que instituía fun-
cionarios encargados de su cobro. Yo por mi parte, me
inclino al primer supuesto, porque no me puedo imagi-
nar que la legislación romana hubiese podido abordar
una novedad tan extraordinaria como el abrir crédito
para el abono del sacramentum, sin fijar en la forma
más minuciosa los pormenores de semejante medida.
El punto de vista contrario atribuiría a los romanos que
hubiesen sustituido el sistema del depósito por el del
pago aplazado, solamente en principio, pero dejando
para más adelante la solución de todos los problemas
que se suscitaban en la realización práctica de aquel
precepto. A mis ojos sería algo tan incompleto, como
el que una legislación sentara el principio de la pres-
cripción y no señalase los plazos.
Por este camino llego yo al resultado siguiente,
que para mayor claridad expondré en proposiciones
independientes.

1. La Lex Papiria tuvo por objeto sustituir el sis-


tema de depósito inmediato del sacramentum, por el
de aplazamiento.
Mis observaciones anteriores respecto a lo opresor
del antiguo sistema para las clases más pobres, no per-
mitirán duda alguna respecto al sentido y tendencia de

245
esta innovación. Fue pensada y calculada para facilitar
el acceso a los Tribunales de las clases desheredadas,
como una medida social, y por esto comprenderán uste-
des que yo haya insistido en la circunstancia de que
fue un tribuno del pueblo el que reclamó esa medida,
y que le haya concedido una gran importancia. Debe
recordarse la situación existente en el momento de ser
publicada la ley, para comprender que la regulación
anterior resultaba ya insostenible. En el procedimiento
ante el Praetor peregrinus, se había omitido, según la
opinión más aceptable, el sacramentum y con él todo el
apoyo del sistema de penas procesales. Con esto queda
patente ante los ojos de los romanos que un peregrino,
con respecto a la gestión judicial de sus asuntos, era
tratado más ventajosamente que aquéllos, es decir, un
extranjero mejor que un nacional. Se podría desechar
esta opinión por las siguientes circunstancias: que no
era el peregrino apto, sino el romano, para prestar el
sacramentum a los dioses, lo cual es una exigencia del
servicio de éstos. Y esto que es precisamente lo que
justifica el pago de dicho sacramentum, tiene además
la contraprestación que los Pontífices garantizan. Ellos
son los depositarios de la ciencia jurídica, de la que
necesita el pleiteante para actuar en derecho: por esto,
les paga un tributo, que aquéllos perciben, no para
sí mismos, sino para los dioses. Así fueron al menos
alguna vez, responde Papirio, como portavoz de los
plebeyos. El monopolio gremial de vuestra ciencia, les
dice, está roto; vuestras fórmulas hace tiempo que las
publicó Flavio y en nuestros días, Coruncanio (500)
ha hecho que el conocimiento del derecho se convierta
en un bien común. Ha pasado el tiempo por encima de
vosotros, y con la desaparición de vuestro monopolio,
el sacramentum se ha convertido en una cosa injusta,

246
que si acaso debe pagarse al Estado, puesto que los
hombres son ya capaces, sin vosotros, de entenderse en
los asuntos judiciales. Al transferirse el sacramentum al
Estado, desaparece también el obstáculo que vosotros
oponíais a la prestación de aquél a plazos (p. 191). Los
dioses, decíais vosotros, no conceden crédito, pero el
Estado, sí. Yo presentaré al pueblo un proyecto de ley,
para transferir el sacramentum al Erario y hacer posible
en esta forma que en vez de depositarse, se garantice.
2. El importe de aquella prestación, fue fijado
no como hasta entonces, al principio del pleito, sino
a la conclusión y el Praetor permitió para ese futuro
pago que cualquiera de las partes le ofreciera fiadores
(praedes). La consecuente percepción de aquel pago
se realizó por una comisión de tres hombres (triumviri
capitales), que el Pretor proponía al pueblo al principio
de cada año121.
El importe del sacramentum dependía ahora de
la apreciación del objeto litigioso y es claro que éste,
cuando se movía en los límites de los 1000 ases, sería
objeto de vivas disputas, como quiera que una pequeña
diferencia en la tasación (por ejemplo, mil en lugar de
980 ases) podía dar lugar a hacer elevarse de golpe el
sacr. de 50 a 500 ases, con lo que, en el ejemplo pre-
sentado, 20 ases de diferencia en el objeto sometido a
litigio producía 450 en el sacramentum. Mientras el sacr.
permaneció en manos de los Pontífices, correspondió
privativamente a éstos la fijación de este punto preju-
dicial, y lo regulasen personalmente o por medio de un

121
 El nombre completamente inapropiado para esta función: trium-
viri capitales, procede de sus atribuciones originarias, en materia criminal,
a las que se añadieron luego las indicadas. Mommsen «Staatsrecht», II,
p. 559, las cataloga ambas desde el punto de vista de un auxilio que se
prestaba a los magistrados superiores en sus funciones judiciales.

247
tasador nombrado por ellos, en todo caso seguramente
cuidarían de que sus intereses no sufrieran merma. Por
eso creo no equivocarme al sostener la opinión de que
para fijar la cuantía del objeto litigioso debieron pro-
ducirse animadas polémicas entre las partes, y por eso
entiendo que la reforma de Papirio debió alcanzar tam-
bién este tema. El entregó a los triumviri capitales no
solamente la recaudación (exigunto sacramenta), sino
también la resolución respecto a su cuantía (sacramenta
judicantoque). Nadie ha encontrado hasta ahora el recto
sentido de estas últimas palabras, y los autores se han
visto en la necesidad, como podrá advertirse seguida-
mente, de recurrir a las explicaciones más artificiosas y
menos sostenibles122. Si las cosas se hubiesen pensado
prácticamente, se habría encontrado que la cuestión de
si el objeto litigioso en los casos concretos alcanzaba
o no a los mil ases, no se decidía por sí misma, sino
que pudo ser objeto de apasionadas discusiones entre
las partes, por un lado, y entre ellas y las autoridades,

122
  Según Puchta «Kursus der Institutionen»,II, párr. 161 y ss., débese
entender una transferencia al fondo; como si para el percibo de esas can-
tidades se necesitase un especial (ad) judicare; para Danz, ob. cit., pg.
373, se trata de una decisión acerca de si el sacramentum «en cuanto a la
suma, clase de moneda, etc., se encuentra como pagado justa y comple-
tamente», con lo que a todos los empleados de caja habría de atribuirles
funciones judiciales. Huschke, ob. cit., cree que aquellos funcionarios
estaban llamados a entender en las demandas de nulidad que se les plan-
teasen. Mommsen, ob. cit., p. 561, nota 5, hace referencia al judicare, sin
dar opinión respecto a su sentido, y Lange: Röm. Alterthümer., I, 2ª ed.,
p. 759 (en la 1ª ed., p. 652), les atribuye también «el ejercicio de una clase
de actividad judicial», sin dar indicaciones más precisas. Keller: «Röm.
Zivilprozess». (incluso en la 5ª ed., cuidada por Wach), párr. 13, desconoce
en absoluto la Lex Papiria. Rudorff: «Röm. Rechtsgesch», II, párr. 21, 4,
dice que «sostienen una disputa con el Erario después del vencimiento»,
sin explicar cómo: una salida bien fácil. Bethmann-Hollweg: «Röm. Zivil-
prozess». I, pág. 22, pasa completamente en silencio sobre el judicare.

248
por otro; bastaría con establecer una comparación entre
ese caso y las disputas actuales sobre valoraciones, a
propósito de fijarlas con vistas al impuesto sobre utili-
dades, y se habría tenido que pensar en que una ley que
dicta disposiciones acerca de la percepción de impues-
tos, no puede quedar sin un precepto que estatuya la
forma de resolver sobre su importe, caso de discordia…
Lo único que puede significar un argumento en contra
de mi opinión, es la circunstancia de que en el pasaje de
Festo, antes citado, sacramenta exigunto judicantoque,
el judicare va después del exigere, mientras que el orden
más natural, parece que sería el contrario. La objeción
se resuelve, teniendo en cuenta que el exigere era siem-
pre necesario, mientras que el judicare sólo actuaba en
objetos litigiosos, que sobrepasaban los mil ases. En la
mayoría de los casos, pues, el importe del sacramentum
era algo tan completamente claro y sin dudas, que no
podía dar lugar a discusión y bastaba entonces pura-
mente el exigere; sólo en los casos excepcionales, en que
el valor del objeto litigioso sobrepasaba el límite de los
1000 ases y la parte afectada creía que en lugar de los
500 ases que le exigían los triunviros únicamente debía
abonar la suma de 50, debió darse lugar a una verdadera
resolución sobre este punto, la cual, naturalmente, debió
adoptarse por mayoría dentro de la comisión, mientras
para la recaudación o percibo del sacramentum, habría
bastado con sólo uno de los miembros. Este fue el judi-
cium triumvirum. (Varro, «de lingua latina», IX, 85.)
También en este respecto contiene la ley de Papirio
un progreso indudable. En lugar del miembro del Cole-
gio pontifical123, guardador inflexible de los intereses de

123
 L. 2, § 6 de O. J. (1 2)… quis quoquo anno praesset privatis. A
la última palabra debe añadirse justicia, como ha observado acertadamente

249
la caja eclesiástica, so pena de caer en responsabilidad,
colocó él un funcionario, completamente a cubierto de
esta clase de influjos.
¿Por qué tenía lugar la fijación del sacramentum,
no como antes, al principio, sino a la terminación del
proceso? Se podría decir que en esto había un empeo-
ramiento del antiguo derecho, pues antes sabían las par-
tes, al comenzar el pleito, qué peligro corrían con él,
mientras ahora, por el contrario, la importante cuestión
de la cantidad a que iba a ascender el sacramentum, no
se resolvía hasta el final y mientras tanto flotaba sobre
las partes, como una duda. El fundamento para esto lo
encuentro en que no raras veces el verdadero importe
del objeto litigioso, se pone en claro durante el pleito.
Piénsese en la hereditatis petitio contra un demandado
que se ha apropiado cosas de una herencia, ascendiendo
ésta a más de mil ases, y que luego, en el transcurso del
pleito prueba que sólo tomó objetos que valían menos
de mil ases; o en un pretendiente de buena fe a la adqui-
sición de una herencia, a quien se le hayan muerto, por
caso fortuito, cosas de la herencia, de tal manera que
lo por él poseído en total no asciende a los mil ases;
o la vindicatio de un rebaño, a la que el demandado
opusiera una contravindicatio de ciertas cabezas124, con
lo cual, hasta el final del juicio, no puede determinarse
el número de cabezas de ganado discutidas. No puede
desconocerse que la fijación del sacramento, después
de concluido el proceso, respondía al verdadero inte-
rés de las partes incomparablemente mejor que cuando

Punschart en su Discurso rectoral: «El influjo decisivo de la legislación de


las instituciones públicas romanas del tiempo republicano, en la significa-
ción universalista del Derecho privado romano». Innsbruck, 1880, p. 14.
124
 L. 2 de R. V. (6, 1).

250
se fijaba al principio; ellas no arriesgaban nada con
perder un sacramentum, cuyo importe se medía luego
conforme al valor del objeto origen de la contienda, si
entre tanto, el valor de lo realmente debido disminuía
a límites incomparablemente menores.
Si ahora me dirijo a la l. act. per. m. inj., para probar
que en este procedimiento tuvo lugar el mismo tránsito
del sistema de depósito a la concesión de crédito, que
trajo la Lex Papiria para el procedimiento sacramental,
llegaré al mismo resultado.
Esto ocurrió eliminando al vindex. Sólo había que-
dado reducido a dos casos, que Gayo cita (IV, 25), su
necesidad, pero en los demás se permitía al deudor
tomar a su cargo el papel de vindex, es decir, llevar
por sí mismo el proceso (manum sibi depellere), con lo
que ciertamente, si era vencido, quedaba sujeto en su
doble calidad de deudor originario y de vindex al pago
del duplo de la deuda debatida (lis inficiando crescit in
duplum), pero participaba en cambio de la importante
ventaja de haber podido entablar el pleito sin poseer
en aquel momento medios económicos especiales. Así
como mediante la Lex Papiria se había posibilitado
incluso a los más pobres, contra los que se hubiera ele-
vado una demanda completamente injustificada en la
forma del proceso sacramental, el entrar en el proceso y
llegar a ganarlo sin dinero de presente, así más adelante
fue también posible la contestación y hasta la victo-
ria en un pleito seguido conforme a la manus injectio:
el pobre se había hecho capaz para entrar en pleitos,
aun no contando con dinero contante. Esta importante
novedad fue introducida, según Gayo (IV, 25) por una
Lex Vallia. Como los Valios no aparecen nunca des-
empeñando papel alguno importante, se me ocurre, y
creo que es justificada mi hipótesis, pensar en que el

251
autor fuese de la plebe y que la ley procediera de un
plebiscito suscitado por algún tribuno, a semejanza de
lo ocurrido con la Ley Papiria. Aquellas normas gene-
rales, debieron ya ser precedidas de otros preceptos
legales especiales, que introdujeran cierta ampliación
en el procedimiento, primero, para ciertos casos aisla-
dos; Gayo (IV, 23) nos cita dos de estas leyes, Furia y
Marcia, coincidentes en que tenían como objeto luchar
contra los pagos ilegales: la una, entrega de legados que
excediesen del máximo señalado en la ley (mil ases);
la segunda, abono de intereses contrarios a la ley. Los
Furios constituían un antiguo linaje patricio. ¿Qué pudo
llevar a unos patricios a una suavización de la severa
leg act. per m. injectionem? ¿Acaso estamos en presen-
cia del primer impulso de un sentimiento humanitario
hacia las clases menesterosas y tenemos que saludar el
despertar del sentimiento de justicia en las clases altas?
¡Seguramente no! Con la Ley Furia no se mezclaba el
interés de las clases más pobres, sino el de las ricas:
los pobres no necesitaban que les pusieran límites a su
facultad de disponer legados. Para aquéllos, el vindex,
con el que se continúa para los pobres hasta la ley Vallia,
había quedado a un lado como superfluo, pues al hom-
bre rico que había tomado un legado superior a mil ases
y por este acto era perseguido para el pago del cuádru-
plo del exceso, le estaba permitido llevar las cosas por sí
mismo. Lo mismo le ocurría al usurero mediante la lex
Marcia. El pobre, contra quien reclamaba una deuda,
tenía necesidad de un vindex pero el propio usurero,
cuando era su deudor quien le pedía la devolución de
los intereses que sobrepasaban lo permitido, no lo nece-
sitaba. Pero también esta ley erró su destino, concebido
desde un punto de vista partidista, del de los ricos: los
Marcios, en efecto, pertenecían ya de antiguo a una

252
de las familias plebeyas más ricas y distinguidas; que
tenían intereses comunes con los patricios125. Fueron,
pues, los ricos, los mismos que habían traído la manus
injectio pura, en su interés, para quienes quedó sin sig-
nificación el vindex, esta institución que había de man-
tener distanciados de la posibilidad de entablar pleitos, a
los pobres. Pero la novedad les produjo amargos frutos:
la Lex Vallia, que habían inventado para ellos, se exten-
dió en su aplicación también a las clases humildes, y
con ello la prepotencia procesal de los acreedores ricos
sobre los deudores pobres, que descansaba en las difi-
cultades de procurarse un vindex (p. 200), quedó rota.
Sólo en dos casos afirma Gayo (IV, 25) que se mantenía
el antiguo rigor del procedimiento con vindex, hasta que
desapareció el sistema de las acciones de la ley. Con la
introducción del procedimiento formulario, cesó hasta
este último resto.
Quedaba así la facultad de demandar justicia libre
también de esta carga. Veamos ahora lo que ocurrió en
definitiva con las penas procesales.
Su subsistencia no quedó afectada en lo más mínimo
por el cambio de modalidad en su recaudación. Con una
y con otra forma tenía parentesco, pero completamente
distinto. La exigencia del depósito dificultaba el pleito
lo mismo al culpable que al inocente: la pena procesal,
en cambio, recaía sobre el culpable solamente, enten-
diendo por culpable, en el sentido procesal, aquel que
ha perdido el pleito. Podía facilitarse la presentación
de demandas al inocente, y sin embargo, exigir la pena,
antes como después. Y de esa pena no han querido pres-
cindir los romanos. La pena procesal continuó vigente,

125
 Sobre sus contactos con los patricios, véase a T. Mommsen,
«Römische Forschungen», II, pp. 49 y 50.

253
aunque con una modalidad más atenuada, largo tiempo,
llegando para ciertos casos, incluso hasta el derecho
justinianeo.
En el procedimiento de acciones de la ley, perduró
en la del sacramentum y en la per manus injectionem,
sin cambio alguno exterior, aunque de hecho en la pri-
mera, quedó muy atenuada en cuanto al valor, por la
progresiva desvalorización de las monedas de cobre y
el consiguiente envilecimiento de los precios, como
quiera que los 500 ases hacia la mitad del siglo vi, en
el período republicano, no significaban lo que 50 en
los primitivos tiempos. El valor metálico efectivo en
nuestra valuta actual, de aquellas cantidades, viene a
equivaler, respectivamente, a unos 6 y 60 marcos.
Plinio126 recuerda una Lex Papiria, mediante la cual
el as fue rebajado de valor a media onza, es decir, a una
vigésima cuarta parte de su peso inicial, y la forma en
que él se expresa, nos autoriza para fechar la ley en
la segunda mitad del siglo vi a. u. c. Esta era antes127
también la opinión general, pero ahora, después de las
investigaciones de Borghesi128 se pretende fecharla en
el año 665. A mí se me ocurre pensar si no serán una y
la misma ley, ésta recordada por Plinio sobre la baja de
valor en la moneda-patrón y aquella de que nos habla
Festo, respecto al pago del sacramentum, después de
concluido el pleito. Merced a esto vendrían una y otra
norma reunidas estrechamente, según mi modo de ver,

126
 H. N., 46 (ed. Bipont, 33, 13): mox lege Papiria semunciarii ases
facti. Antes (33, 45) se había referido a la ley que en tiempo de la segunda
guerra púnica (537) había rebajado el as a media onza; conforme a Plinio,
pues, debe situarse esta ley en el siglo vi.
127
 Marquardt: Röm. Staatsverwaltung, t. II, Leipzig, 1876, p.  17,
nota 4.
128
 Según Marquardt, loco citato: «con seguridad».

254
por una conexión que hasta ahora no se puso de relieve,
a explicarse y completarse mutuamente. El pensamiento
de Papirio fue el de facilitar el proceso sacramental en
interés de las clases más pobres. Y para alcanzar este
fin, buscó primero, llevar el pago del sacramentum al
final del pleito, y segundo, rebajar el valor del as a
una porción pequeña, de tal manera que la institución
pudiera conservarse en la apariencia, aunque de hecho,
el efecto angustioso que ejercía en el planteamiento de
los asuntos, pudiera darse como concluido. La reduc-
ción del as a una vigésima cuarta parte de su peso ori-
ginario, coincidiendo con una época en que, además,
el valor interno de la moneda como consecuencia de
la enorme subida de la riqueza nacional y de la intro-
ducción del patrón plata (fines del siglo v), había des-
cendido extraordinariamente, fue mucho más relevante
para el sacramentum que una simple reducción a la 24ª
parte de su antiguo importe.
Así no sólo se explica que se conservase el antiguo
procedimiento sacramental, a pesar de la reforma que
en él se creyó necesaria, y que perdurase después de
introducido el procedimiento formulario ante el tribu-
nal de los centumviri, sino también que con referencia
a la moneda de cobre (relegada a un segundo término
prácticamente por la introducción de la plata como
patrón monetario) de los antiguos tiempos se adoptase
una reforma mucho más avanzada que la adoptada en
tiempos de gran penuria, como fueron los de la segunda
guerra púnica. Mi interpretación ofrece igualmente un
plausible fundamento práctico para estas medidas mone-
tarias, como lo es aquella reforma procesal papiriana
de que nos da noticia Festo, gracias a la que podemos
llegar a esta conclusión con claridad meridiana. El que
la acometiese Papirio, no carece tampoco de significa-

255
ción. Un miembro de esta familia fue el que (324) hizo
señalar para una multa relacionada íntimamente con el
sacramentum (pena disciplinaria por quebrantamiento
de órdenes de la superioridad) una tasa en dinero que
sustituyese a la de vacas y ovejas (10 ases por oveja
y 100 por vaca), y como ocurrió con frecuencia en la
historia romana, que los miembros de una familia repro-
dujesen iniciativas afortunadas de sus predecesores, en
el orden legislativo (por ejemplo, los Valerios: Livio,
10, 9 … tertio… lata est semper a familia eadem) pudo
servir al Papirio del siglo vi el precedente del pariente
del siglo iv como modelo para una regla de tipo pro-
cesal y fiscal.
Así quedó subsistente el antiguo procedimiento
sacramental, exteriormente sin modificaciones, pero
internamente, completamente cambiado: un ejemplar
más de muchas instituciones romanas, que continua-
ron por fuera lo mismo, cuando prácticamente estaban
casi eliminadas.
Pero ya con anterioridad se había desgajado de ese
procedimiento un extenso campo de aplicaciones, que
podríamos designar como el de la obligación corriente,
en oposición a la obligatio privilegiada por la manus
injectio. Un préstamo común, es decir, no revestido
de la forma del nexum, hubiese tenido que reclamarse
judicialmente en la forma del sacramentum, e igual-
mente las demandas que tuvieran por objeto un dare
de res certa. Pues bien, en este género de asuntos, y
en plena vigencia del sistema de acciones de la ley,
tuvo lugar una simplificación, que según mi opinión
procede de las exigencias del tráfico internacional, al
cual eran extrañas las penas procesales, y que consis-
tió en la creación de la legis actio per condictionem,
la más moderna de las cinco acciones de la ley. Fue

256
introducida mediante una lex Silia para las demandas
de dinero (Gayo, IV, 19), no sólo para los préstamos,
sino para toda clase de demandas que tuviesen como
objeto una prestación en metálico y en las que el actor
reclamaba una suma exactamente fijada (certa pecu-
nia), lo cual originariamente incluso en tales contratos
podía y debía hacer, y a los que en tiempos posteriores,
desde que tuvieron acción los contracti bonae fidei, se
otorgó la misma que para los contratos en que se com-
prometían sumas indeterminadas (incertum: «quidquid
dare facere oportet»129.
Por una lex Calpurnia (Gayo, IV, 9) se extendió
esta novedad a todas las demandas en que se reclamaba
un certum, especialmente en las estipulaciones, en las
cuales se había hecho prometer un dare respecto a res
certa, es decir, un objeto individualmente determinado
o una cantidad de cosas fungibles, y no un puro habere
licere, como en la compra. Aunque en éstas, como en
todas las demandas del procedimiento formulario (con
excepción de las acciones prejudiciales), el juez debía

129
 Así se explica el conocido pasaje, 1. 9, pr. De Reb. cred. (12,
1). –Certi condictio competit ex omni causa, ex omni obligatione, ex qua
certum petitur, sive ex certo contractu (por ejemplo, mutuum) sive ex
incerto (v. gr.: compra, sociedad, mandato); licet enim nobis ex omni con-
tractu certum condicere, dummodo praesens sit obligatio. Los ejemplos
que pueden extraerse de las fuentes son muchos, tales, párr. 1 del lug. cit.
y párr. 8, I, quod cum eo (4, 7)… quod jussu patris dominive contractum
fuerit. –Al elegir el demandante la condictio, daba al adversario la posi-
bilidad de oponer reconvención en el mismo procedimiento, y en cambio
renunciaba por su parte a la liquidación de intereses (especialmente los
de demora), aunque eliminaba el peligro de la plus petitio, con lo cual
evitaba la pérdida de todo lo reclamado si lo había fijado en un mínimo
demasiado alto; o con otras palabras, el negocio procesal se entablaba para
ambas partes en el terreno del ius strictum, mientras que si ejercitaba una
demanda fundada en el contrato, se fallaba con arreglo a los fundamentos
de la bona fides.

257
traducir su sentencia en dinero, sin embargo el deman-
dante no necesitaba expresar en la demanda la cantidad,
sino que decía simplemente quanti ea res est, confiando
la determinación al arbitrio del juez.
Los promotores de una y otra ley fueron plebeyos,
es decir, los que las proponían eran tribunos de la plebe
y ustedes comprenderán mi punto de vista, cuando tan
especialmente recalco esta circunstancia. La aprovecho
como refuerzo de mi afirmación de que aquellas medi-
das perseguían idéntico fin, como las anteriores de sus
hermanos de clase, a que antes hice referencia, Papirio
y Valio, a saber facilitar el acceso a la justicia de las
clases más pobres.
En cuanto a la lex Calpurnia, está fuera de duda
la realidad de esa simplificación; para la lex Silia
resulta cuestionable. El propio Gayo nos informa en
tres pasajes (IV, 13, 171, 180) de la condictio certae
creditae pecuniae del procedimiento formulario, como
formada a semejanza de la leg. act. per condict., y de
la pena que amenazaba a la parte vencida con un tercio
de valor de la demanda, pena que habían de compro-
meterse a satisfacer al comienzo del pleito mediante
stipulatio y restipulatio. Aunque no dice si esta parti-
cularidad fue ya regulada por la lex Sitia, resulta sin
embargo, muy probable130. Pero (y esto es de gran
importancia) ese procedimiento no era, como corrien-
temente se cree, estrictamente obligatorio. Gayo (IV,
171) se sirve de un giro que da a entender que podía
pactarse la pena, pero que no era necesario: sponsio-
nem facere permittitur, con lo cual viene a decir que
las partes estaban en libertad para ligarse mediante

130
 Bethmann-Hollweg, Röm. Zivilpro.I , p. 153, nota 18.

258
la sponsio o para renunciar a ella131. Frente a la leg.
act. sac. ya la per man. inject., en las que resultaba
preceptivo ese añadido de carácter penal, este género
de demandas representa en todo caso un evidente pro-
greso132. En comparación con la última de aquellas
acciones, alcanza este progreso incluso a su cuantía,
que se reduce del importe pecuniario de la demanda,
a una tercera parte. Otra ventaja consiste en que igual
peligro amenaza al demandante que al demandado, en
caso de vencimiento; el riesgo, pues, era para las dos
partes, mientras allí caía sólo sobre una parte: la falta
de equidad del antiguo derecho, que sólo amenazaba
penalmente al deudor y dejaba escapar al acreedor aun-
que se rechazase su demanda, quedaba de esta manera
eliminado y restablecido así el equilibrio.
En la condict. ex lege Calpurnia, el procedimiento
de las acciones de la ley rebasa este sistema, incluso
pasando por encima de su fundamento capital, consis-
tente en la pena adjunta al procedimiento, facilitando
así el tránsito al sistema formulario construido princi-
palmente sobre la base de la ausencia de penas proce-
sales. Estoy convencido de que esta manera de concebir
la oposición de ambos tipos de procedimiento por su
contradicción decisiva, llegará a admitirse. Y ojalá sir-

131
 A semejanza del procedimiento interdictal cum periculo (descrito
por Gayo, IV, 162-165), es decir, con sanción penal, en el que al deman-
dado le quedaba la opción entre la forma más severa (cum periculo) y
la más atenuada (sine periculo): modestiore via litigare, como Gayo, IV,
163, dice expresamente.
132
 Puntschart, en la monografía antes citada, p. 71, relaciona por el
contrario la demanda con el motivo de que por la pérdida de valor de la
moneda, se hizo necesario elevar el importe de la pena procesal, con lo que
el procedimiento hubiese retrocedido a una forma de acceso más difícil
ante los tribunales, lo cual no coincide con el sentido de la evolución,
según queda descrita.

259
van las observaciones que expongo a continuación para
hacer que este punto de vista se abra camino.
También el procedimiento formulario conoce cier-
tas especies de penas procesales. Algunas de ellas han
pasado del antiguo sistema, variando sólo en lo nece-
sario la forma. Así la pena del duplo para los que se
nieguen a satisfacer demandas provistas de la acción
de manus injectio, la sponsio tertiae partis en la con-
dictio certae pecuniae, la fructus licitatio del procedi-
miento posesorio (Gayo, IV, 166-170), sustituyendo a
la antigua pena de devolución de los fructus dupli con-
tra el poseedor vencido en el proceso reivindicatorio.
Otras han surgido como una nueva creación o por lo
menos no las conocemos como vigentes en los tiempos
anteriores: la promesa de pena en el procedimiento
interdictal (Gayo, IV, 177, 178), el judicium calum-
niae (Ib., 175, 178), la sponsio dimidiae partis en la
acción pretoriana de pecunia constituta (Ib., 171). Pero
a pesar de estos casos ciertamente numerosos y que
prueban cómo el pensamiento primitivo de que la parte
vencida merece una sanción penal no es extraño al
nuevo procedimiento, creo yo que puedo mantener en
pie mi afirmación. No significa ésta, bien mirada, que
la pena procesal sea extraña al procedimiento formu-
lario, sino que no es, como en el sistema de acciones
de la ley, una pieza esencial, una institución orgánica
del procedimiento. La fórmula —y a mi modo de ver
constituye esto lo decisivo— dejaba fuera la pena;
ésta (prescindiendo de las demandas modeladas sobre
la manus injectio, con su sanción del duplo) debía
producirse exteriormente mediante un acto especial,
o ser reclamada por una acción especial, junto a la
demanda principal; a la leg. act. sacram. y la per man.
inject., era inherente sustancialmente y ambas peticio-

260
nes, demanda principal y pena, quedaban abarcadas
en ellas.
Incluso la severidad de las penas (siempre pres-
cindiendo de las reliquias ya recordadas del antiguo
derecho) se mitigó sensiblemente en el procedimiento
formulario. Las formulaciones penales se convierten en
insignificantes (1/10°, 1/5, 1/3, 1/2), ninguna llega al
duplo de la época anterior, o la limitación de esas penas
se deja enteramente al arbitrio de las partes, como en
la fructus licitatio, donde cada cual puede señalar una
cuantía tan elevada como le plazca e incluso se admite
la supresión absoluta de las penas: así en la sponsio
tertiae partis, de la condictio certae pecuniae, en la
sponsio dimidiae partis, de la actio de pecunia consti-
tuta (Gayo, IV, 7): sponsionem facere permittitur y la
exclusión del procedimiento cum periculo en los inter-
dictos sustituido por el sine periculo (Gayo, IV, 162,
164). A esto se añade inmediatamente la consideración
de la culpa subjetiva, a la cual el antiguo derecho no
había otorgado la más mínima atención, por lo menos en
ciertas relaciones jurídicas. El judicium calumniae, que
el acusado libremente absuelto, podía entablar contra
el demandante está condicionado a la prueba de injus-
ticia deliberada (Gayo, IV, 178). Y donde otras perso-
nas debían realizar una sponsio penal, se admitía a los
herederos, mujeres casadas y pupilos, simplemente, el
juramentum calumniae (Ib., IV, 172).
Si es exacta, como yo creo, la opinión de que todo el
proceso formulario trae su origen del que se seguía ante
el praetor peregrinus 133 y que su introducción no consis-
tió en otra cosa que en un trasplante de las instituciones
moldeadas para el tráfico jurídico internacional, con las

133
 Reservo para otro lugar el ofrecer los fundamentos de esta tesis.

261
modificaciones peculiares que exigía su conexión con el
antiguo procedimiento romano, también lo será igual-
mente esta opinión, y así se explica al propio tiempo
la postura, completamente distinta en lo principal, que
adopta el proceso romano moderno en la cuestión de
las penas procesales. En los asuntos internacionales la
pena, como tema principal, era algo completamente
desconocido. El pretor peregrino, sin embargo, se vio
obligado a transportar las inevitables penas procesales
procedentes del derecho romano civil, valiéndose de una
ficción (Gayo, IV, 37). Nadie encuentra la más mínima
huella de una pena procesal en aquellas demandas que
los peregrinos en Roma podían plantear, por ejemplo,
las bonae fidei actiones, del derecho de obligaciones,
o la in rem actio per petitoriam formulam, del derecho
de propiedad. Y así creo yo estar en condiciones de
justificar esta afirmación: así como el procedimiento
de las acciones de la ley, según su construcción ori-
ginaria, descansaba en el fundamento de la pena pro-
cesal, así el procedimiento formulario, conforme a su
estructura primitiva, se apoyaba en la eliminación de
ella. De igual manera que no es argumento decisivo en
contra de la primera parte de esta afirmación el poder
presentar casos de falta de pena procesal, como el de
la legis actio per judicis postulationem, o el de la per
pignoris capionem, tampoco lo es contra la segunda, la
existencia de casos excepcionales de penas procesales,
que no excluyen la posibilidad de formular categórica-
mente aquella oposición característica. Termino con la
observación de que el derecho justinianeo ha eliminado
las penas procesales que todavía subsistían en el dere-
cho clásico, procedentes del sistema formulario (y entre
aquéllas debemos contar la de plus petitio) salvo en
algunos casos insignificantes, cuya enumeración pue-

262
den ver ustedes en cualquier compendio (por ejemplo,
Arndts, Manual de Pandectas, § 252).
Y ahora ya podemos separarnos. Nuestra reunión de
hoy habrá logrado su objetivo si les ha brindado a uste-
des ocasión de considerar el antiguo proceso romano
desde un punto de vista distinto, y yo creo que puedo
añadir fructífero, que el que hace posible la literatura
existente. Si he logrado lo que deseaba, deberá acom-
pañar a ustedes en el camino hacia su casa el cuadro
del hombre pobre, que tiene que luchar por su derecho
contra el rico, con armas desiguales. Por mi parte, no
aseguraría que incluso deje de soñar con él. Si antes
de irme a la cama fumo uno de mis cigarros histórico-
jurídicos, en seguida se me aparecen en sueños dos cua-
dros: uno, el del pobre perseguido por el rico, explotado,
para lo cual el derecho le presta con mano liberal su
ayuda; el segundo, los cuatro tribunos del pueblo: Papi-
rio, Vallio, Silio y Calpurnio, con sus propuestas de
leyes para poner un término a esta situación.
Como conclusión y complemento de las consi-
deraciones retrospectivas que preceden, permítanme
una ojeada sobre lo porvenir, una profecía que se me
ocurre. Se refiere a una disertación doctoral, cuyo título
será Refutata Iheringii opinio asserentis aliam fuisse in
legis actionibus conditionem pauperum quam divitum.
Si el autor debiese utilizar la lengua alemana, yo le
prevengo que no deberá utilizar el título de esta charla
(pobres y ricos en el antiguo procedimiento civil), sino
el siguiente: La supuesta tendencia plutocrática del pro-
cedimiento de las acciones de la ley y su inconsisten-
cia, demostrada por el doctor Sabelotodo134. Con esto,

134
 Damos esta equivalencia al término «Weissesbesser» (lo sabe
mejor), que en castellano carece de sentido. (N. del T.)

263
el tema se acomodará a los usos académicos y hasta
podrán utilizarlo las Facultades, con semejante deno-
minación, para un concurso de premios. Reconocerán
ustedes que es un tema precioso, que tiene la ventaja
de la novedad, lo cual no puede decirse ciertamente de
la mayor parte de las disertaciones doctorales. ¡Lástima
grande es que yo haya escrito ya la mía! ¡Cómo me
gustaría impugnar una opinión que no encuentra para
sus conclusiones el más mínimo apoyo en las fuentes!;
creo que está dicho todo advirtiendo que lo que no
se apoya positivamente y de una manera demostrable
en las fuentes, es para fantasía, en el caso presente el
narcótico de mi cigarro histórico-jurídico. Me consuelo
con esto de que si yo mismo no estoy en condiciones
de escribir discursos doctorales, puedo por lo menos
brindar a otros materiales aprovechables para hacerlo.
Cuando una opinión mía no logra éxito, siempre, le
acompaña, por lo menos, uno: el de la contradicción:
¿de qué vivirían sino gentes que no son capaces de
exponer puntos de vista propios?

IV
Una ratonera del derecho procesal civil135

¿Una ratonera en el derecho procesal civil de los


romanos? Un campo en que resulta raro que ellos hayan
llegado a aparecer.
La definición de ratonera en los diccionarios extran-
jeros viene a decir que es un procedimiento de engaño,
mediante una cosa para atraer, es decir, un cebo. Veamos

135
 Añadido recientemente. El tema está planteado en la disertación
anterior, al principio.

264
ahora si dentro del procedimiento civil romano existe
alguna organización a la que convenga ese nombre.
El cuadro que brindo al lector está dibujado para
que resalte precisamente la impresión del cebo colo-
cado. Es la descripción de los antiguos usureros roma-
nos, que se disponen a apagar su sed de venganza con-
tra el deudor, declarado en insolvencia, poniendo en
escena sobre su cuerpo el conocido in partes secare
de las XII Tablas.
Enciendo mi consabido cigarro de historia jurídica.
Veo a los acreedores con el deudor en el Foro. Pero me
parece que aún no han debido llegar al in partes secare,
porque ninguno lleva como Shilock; el cuchillo.
—«¿Qué es esto? les pregunto. ¿No cortáis? La ley
os lo permite y vosotros me dais la impresión de que no
podéis sentir escrúpulos o movimientos humanitarios».
—¿Podrías hacerlo tú, puesto en nuestro lugar? El
pueblo te haría trizas. Eso pudo ser hace mucho tiempo,
pero ahora ya no. Esas necias ideas de humanidad, de
las que nada sabían nuestros enérgicos antepasados, han
puesto las cosas imposibles.
—«Pues mal andáis entonces. Vuestro derecho se
parece a un espantapájaros, que los pájaros acaban por
usar, si los deudores nada temen de su ejercicio. Esos
deudores acabarán por estar tan tranquilos como los
pájaros y se reirán de un procedimiento intimidativo
que está en la ley, pero que no se aplica».
—Tan absolutamente mala, no es nuestra situación.
Claro que no nos decidiríamos a cortar un trozo de
carne de su cuerpo, lo cual tendría como consecuencia
su muerte inmediata, pero si nosotros sospechamos que
el deudor se ha llegado a crear una fortunita o podemos
presumir que sus parientes o amigos harían algo por él,
nada se nos pone en el camino para hacer un ensayo,

265
aunque no se llegue a cortarles las orejas, la nariz u
otra parte del cuerpo, para ver qué impresión produce
en uno y otros. La simple amenaza es suficiente para
impulsarles a hacer los mayores extremos.
—«Pero si fracasa ese medio, porque ni el deudor
tiene dinero ni sus parientes o amigos vienen en su
ayuda, ¿cómo os las componéis después? Pues vosotros
debéis saber que la ley no os concede el derecho de ven-
der a esos hombres, indefinidamente, y como el miedo
al pueblo no os permite el despedazarlos, acabará por
quedar libre. La ley dice expresamente: tertiis nundinis
partes secanto. Si pasan las tertiae nundinae sin haber
procedido al in partes secare, caduca vuestro derecho
y os podéis despedir de él».
—Ya cuidamos nosotros de que no pasen esos pla-
zos, sin que antes hayamos arreglado nuestros asuntos.
—«¿Y cómo podéis arreglarlos? Podéis únicamente
despedazar al deudor, no venderle, ya que esto último
sólo se permite, según mis noticias, cuando se trata de
un acreedor nada más».
—Precisamente por esto se nos marca el camino a
que tenemos que acudir. ¿Qué harías tú si tuvieses, en
lugar del deudor aquí presente, como objeto de la ejecu-
ción, un caballo, un cuadro, una estatua, y los preceptos
legales sólo autorizasen la venta cuando se tratara de un
solo acreedor, pero habiendo varios hablara de desga-
rrarlo o despedazarlo? ¿Por qué procedimiento crearías
la posibilidad de vender la cosa, llevando el asunto por
sus trámites jurídicos?
—«Yo crearía la posibilidad de que quedara un solo
acreedor, haciendo que los demás le transfiriesen sus
créditos».
—Nosotros desconocemos la transmisión de cré-
ditos, pero en definitiva las cosas serían igual. Uno de

266
nosotros paga a los demás, y el deudor que nos perte-
necía a todos, le pertenece desde entonces a él solo: es
su adjudicatus.
—«Pero si en definitiva esto se reduce al in partes
secare, ¿por qué no ha permitido el legislador, para este
supuesto, la venta, como en el caso de haber un solo
acreedor?».
—¿Así es que tú opinas que la ley debía haber
añadido la obligación para los acreedores de vender al
hombre?
—«Así pienso».
—Hubiese sido una malísima ley. ¿Cómo podría
tener lugar la venta? Aquí en Roma no cabe.
—«¿Por qué no? ¿Acaso porque un hombre libre
no puede convertirse en esclavo?»136.
—No es ese el motivo. El ladrón a quien se coge
en el momento, puede convertirse en esclavo de aquel,
a quien robó y permanecer en Roma. Es otra causa.
Si todos aquellos que fuesen incapaces para pagar
sus obligaciones quedaran convertidos en esclavos, y
permaneciesen en Roma, podría crearse una situación
peligrosa. Estarían incesantemente agitándose y maqui-
nando contra nosotros; ayudados por sus parientes y
amigos, tararían de levantar al pueblo contra nosotros,
y en definitiva revelarían ante nuestros ojos el gran
número de víctimas que producimos, viniendo a cons-
tituir así la estadística viviente y semoviente de las eje-
cuciones personales. ¡Cómo aprovecharían los tribunos,
que ya ahora tanto nos dan que hacer, estos materiales
para irritar al pueblo contra nosotros! Para un nego-
ciante ordenado, apenas tendrían atractivo ni la vida ni
el negocio. No. Hay que sacar al hombre de Roma (ojos

136
 Así Puchta, Institutionen, I, § 79, 9ª edición por P. Krueger, p. 552.

267
que no ven corazón que no siente), con lo que pronto
se le da al olvido y quedamos, además, seguros contra
toda clase de intrigas que se urdan a nuestro alrededor.
El precepto de que se venda al hombre en el extranjero
es uno de los preceptos más sabios de nuestro magnífico
derecho de obligaciones; sin él no valdría éste más de
una nuez hueca.
—«He quedado convencido: para vosotros la venta
en el extranjero resulta indispensable. Los ladrones cap-
turados pueden permanecer en Roma: todo el mundo
reconocerá que han merecido esa suerte, pero no los
deudores, con cuya situación simpatizarían las clases
humildes de la población».
—Mucho celebramos que asientas a nuestros pun-
tos de vista. Pero el extranjero, los otros países, están
lejos, y aquí deben primero los compradores hacer sus
pesquisas, porque no van a plantarse en mitad de los
caminos. Uno de nosotros se encarga de buscar com-
prador. Sale con el deudor, bien atado, naturalmente,
para que no se escape. Primero va a Fidene, como sitio
inmediato, pero allí los romanos solamente somos
admitidos a regañadientes (estamos en el año 320 de la
ciudad)137 y no se nos trata precisamente con halagos.
Por un hombre que vale aquí mil ases, ofrecen allá 600.
De allí vamos a Veji. Oferta: 650, todavía muy poco. El
buen hombre no se desanima ante los esfuerzos: va a
Falerio, donde llegan a los 670 ases. Continúa: cada vez
alejándose más (Clusio, Arretio, Fésole), o va buscando
en el Norte de Etruria precios más remuneradores, que
suelen serlo en comparación con los del Sur. Por lo
menos así lo desearían los otros acreedores, para quie-

137
 Téngase en cuenta que esta ciudad fue conquistada por Roma
al ir extendiéndose por todo el Latium. El suceso acaeció en 420 a. Ch.

268
nes resulta fácil, pero nuestro hombre, que ha cargado
con las molestias del viaje, está rendido con tanto ir y
venir… y regresa a Roma. Llega y nos da cuenta de
sus gestiones. Oigamos la acogida que se le dispensa.
(Coro de acreedores). —¿Por un hombre tan
robusto como Máximo sólo 670 ases? Pero si eso no
es precio. O has sido muy poco hábil, o te has tomado
poco trabajo, cuando no has recibido ofertas más cuan-
tiosas.
—«¿Y esas son las gracias que me dais por mi tra-
bajo? Jamás volveré a aceptar una comisión semejante.
Enviad a otro, a ver si tiene más habilidad».
—¡Y eso haremos! Como se trata de un interés de
todos, seguramente se encontrará alguien dispuesto para
el caso. ¿Quién se ofrece?
(Voces contestando). —Yo soy demasiado viejo.
—Yo no puedo abandonar mis negocios.
—A mí me vence un término en estos días próxi-
mos.
—Tengo que ir preparando las labores en mis tierras.
(Una voz aislada). —Yo estoy dispuesto, pero no
ofrezco mi tiempo gratis. Tenéis que pagarme el viaje.
—«Ya sabemos lo que eso significa. Por asuntos
propios necesitas ir a Clusium y nosotros debemos
pagarte el viaje. ¿Y si tú tampoco sacas nada, qué
ocurre? Nos quedamos como antes y hemos gastado
inútilmente nuestro dinero. De modo que por ese lado,
nada».
…………………………………………………………
—Ahora, extranjero, para mejorar nuestro derecho
¿qué debe hacerse?
—«Estoy convencido de que la venta en el
extranjero por el consortium de acreedores, tiene sus
inconvenientes».

269
—Y eso que no has tenido en cuenta una circuns-
tancia. El deudor debe, conforme a la ley, quedar para
siempre en el lugar destinado a la venta, y abando-
nar el término de Roma. Según se han presentado
las cosas, mientras no haya una oferta conveniente y
aceptada por los acreedores, es necesario que vuelva
a la ciudad.
—«Ciertamente, pero eso no ocurre. Además, pue-
den orillarse esas dificultades, confiando los acreedores
a un mandatario las gestiones de venta».
—¿Qué opináis de esta nueva propuesta, honora-
bles coacreedores?
(Coro de acreedores). —Nos parece que este hom-
bre no entiende una palabra de negocios. Que haga él
mismo con nosotros la prueba. ¿Qué debemos hacer?
—«Elegir uno de entre vosotros a quien confiéis
la venta».
—¿Con limitación de precio, o sin ella?
—«Lo primero sería seguramente lo más apro-
piado».
—Está bien. Debe ponerse un límite al precio.
Fijadlo.
(Voces). —Yo propongo mil ases.
(Otro). —Con eso no lograríamos nada: yo pongo
el límite de 800.
—Demasiado poco: yo no le doy por menos de 950.
—¡Con qué facilidad se dice! ¿Qué va a ocurrir si,
como es de presumir, no se logra alcanzar un límite
tan alto? Es necesario rebajarlo lo más posible: yo pro-
pongo por mi parte la cifra de 700 ases.
—Yo 750.
—Y yo 800.
—Ahora, tú, extranjero, decide. ¿A qué límite debe
reducirse la suma?

270
—«Si los acreedores no se ponen de acuerdo sobre
la suma, es imposible poner un límite. No queda, pues,
otro remedio que autorizar al mandatario para que,
según su leal saber y entender, trate el asunto, acomo-
dándose a las circunstancias».
(Voces). —Pido ser elegido y no exijo compensa-
ción alguna por los trabajos y fatigas del viaje.
(Coro de acreedores). —Lo creemos. En esas con-
diciones, todos aceptaríamos. No habría negocio mejor.
Sabemos lo que significa eso. ¿Qué garantía tenemos
nosotros de que nuestro apoderado no se guarde la
mitad de la suma que obtenga?
—«Debéis elegir una persona de segura probidad,
honorable».
—¿Segura, honorable? Lo somos todos. Si no hay
que tener en cuenta otros títulos, cada uno de nosotros
podría ser ese hombre.
—Pues elegid de una vez.
—Yo me elijo a mí mismo.
—Yo también. Y yo. Y yo…, así sucesivamente
todos.
—«Por este procedimiento no hay manera de llegar
a una elección».
—¿Te convences ahora? Esto que ha ocurrido lo
podías suponer. Entre nosotros nadie se fía mas que de
sí mismo; nadie de los otros.
—«Pues si sois así de desconfiados, no os queda
otro recurso que emprender todos juntos la peregrina-
ción para vigilaros mutuamente».
—Para juego, ya es bastante, extranjero. Te habrás
convencido de que no tienes vocación de legislador y
que nosotros los romanos sabemos mejor cómo pode-
mos manejarnos con nuestro derecho. Una venta rea-
lizada por una comunidad de acreedores, resulta una

271
quimera. Los acreedores no pueden emprender todos
juntos el viaje y los unos no se fían de los otros, porque
saben el peligro que corren. La venta del deudor en el
extranjero está pensada para uno solo, que sabrá buscar
la manera de procurar dirigir bien su negocio. Este es
el sistema con el que hemos puesto en práctica aquella
institución: es el único acertado. Llegas en el momento
en que las cosas van a desarrollarse en tu presencia
siguiendo esa pauta. Yo mismo la iniciaré.
—Honorable concurrencia, señores coacreedores,
¿a cuánto asciende el importe total de nuestro crédito?
—En conjunto a dos mil ases.
—¿Hay alguno de vosotros que se quede con el
deudor, abonando esa suma?
—Ni por mil; yo ofrezco 900.
—Yo 950.
—Pues yo llego a los mil.
—¿Nadie da más?
—«La oferta es excesivamente reducida; ese hom-
bre vale por lo menos 1.100 ases».
—¿Los ofreces tú?
—«¡No!»
—Queda, pues, en pie la oferta de mil ases, y al que
la ha hecho le entregaremos el hombre.
—«¡Protesto! Legalmente no me podéis obligar a
prestar el consentimiento. En tales circunstancias pre-
fiero poner en práctica la facultad que el derecho me
confiere de llegar al in partes secare».
(Coro de acreedores). — Sabemos muy bien lo
que tú buscas: para detener tu oposición habríamos de
pagarte íntegramente tu crédito. Pero no te vale. Podría
luego venir otro cualquiera y hacer su agosto a costa del
interés general, repitiendo esa oposición. Aquí se tira de
la cuerda para todos. Tu petición del descuartizamiento

272
es una amenaza para que nos asustemos. Pero no nos
dejamos asustar. Sabemos que a ti, como a nosotros,
te gusta más el dinero que un trozo de carne humana.
Intenta, sino, poner en práctica tu amenaza; te saldría
más caro y además te diríamos toda la vida que te habías
apoderado de lo que era nuestro.
—«¡Pues así y todo voy a arriesgarme a hacerlo!»
—Está bien. Empieza a cortar: aquí tienes un cuchi-
llo. Venid acá, quírites, que hay algo digno de verse.
Spurio Postumo quiere cortar carne.
—¿Qué te pasa, titubeas? Ya sabíamos que se tra-
taba de una amenaza vana. Para otra vez, no te metas
por esos caminos extraviados, que de nada te sirven
con nosotros y con los que las cosas quedan sin valor
—¿Quién ha hecho la oferta más alta?
—«Yo, Tito Aufidio. A cada uno de vosotros, os
pagaré inmediatamente el cincuenta por ciento de vues-
tros créditos… he aquí el dinero».
…………………………………………………………
—Y ahora, extranjero, ¿qué piensas de esto? ¿Está
bien o mal hecho?
—«Extraordinariamente bien. Las cosas conducen
al mismo resultado que en la venditio bonorum, que
vosotros, ciertamente, no podéis conocer aún, porque
aparecen por vez primera en el Edicto del Pretor. La
masa del concurso es ofrecida públicamente y adjudi-
cada a aquel que ofrezca un tanto por ciento más ele-
vado de sus créditos a los acreedores. Yo he opinado
antes que se trataba de una invención del Pretor, y hasta
creí que originariamente, procedía del Pretor peregri-
nus, pero me he convencido de que la ha tomado de
vosotros. Ahora todavía quisiera dirigiros algunas pre-
guntas o ¿Por qué subastáis solamente la persona del
deudor y no incluís su patrimonio?».

273
—Porque se lo ha arrebatado ya alguno de noso-
tros. Si el deudor conservase aún algunos bienes, se le
hubiesen atribuido también al que remata la subasta y
hubiesen sido incluidos, desde luego, en el anuncio.
Atribuido el deudor, se atribuye juntamente al acreedor
rematante todo lo que es suyo.
—«Veo junto a él a su mujer y a sus hijos que se
despiden. Los habréis vendido también, como todo lo
que le pertenecía».
—No, porque el hombre lo tenía previsto. Cuando
se dio cuenta de que no podía salvarse, los emancipó
y nosotros sólo podemos contemplar esa despedida.
Entre las clases más pobres, las mujeres se aseguran
al ingresar en el matrimonio, por miedo a correr este
riesgo de la esclavitud con su marido, no celebrando el
matrimonio con manus y esto nos obliga a sufrir ade-
más, que ellas, o sus padres, todavía retiren de la masa
sus créditos dotales. Para lograr este fin, constituyen la
dote por estipulación, usando de las cautiones rei uxo-
riae. En los buenos tiempos de la antigüedad, la mujer
no podía separar nada de la masa del concurso; pero
los tiempos han cambiado y las gentes se han hecho
excesivamente astutas.
—«Aún he de hacerles una pregunta. Si los decen-
viros no pensaron en serio cuando escribieron esa ame-
naza de pena corporal al deudor, pues ya podían presu-
poner el camino que ibais a seguir vosotros, ¿por qué
no lo indicaron abiertamente?».
—Cómo se conoce que no eres de Roma. Contem-
pla el precepto de las XII Tablas que yo te señalo con
el dedo; ¿qué dice?
—«Si membrum rupit, ni cum eo pacit, talio esto.
¿Pero qué tiene que ver esto con la pregunta que yo he
formulado?».

274
—Lo aprenderás ahora mismo. La ley amenaza
con el talión, pero apenas si se llega alguna vez a
este extremo. Las partes se conciertan respecto a una
suma, y ésta se fija de acuerdo con sus medios pecu-
niarios; su energía, su perseverancia y su tenacidad
influyen también en las variaciones que experimenta.
Claro que ha ocurrido alguna vez que las partes no
llegaran a avenirse, pero en el último momento, en el
punto decisivo, cuando se ven empujadas al talión, ya
una, o ya otra, ceden. El uno baja en sus pretensiones,
el otro asciende otro poco en su oferta. Esto es pre-
cisamente lo que la ley ha cuidado, que la amenaza
del talión actúe como un medio coactivo, para forzar
a las partes a que lleguen a un acuerdo, como clara-
mente se deduce del añadido ni cum eo pacit, pero los
decenviros, sabiamente, se han abstenido de prescribir
este pacere directamente, porque no hubiese obtenido
resultado, si detrás no hubiera existido el talión, el
cual, en última instancia, tiene a las partes en jaque.
Lo mismo ocurre con la amenaza del in partes secare:
solamente persigue la finalidad de actuar como un
medio para ejercer presión; a las palabras de la ley,
in partes secanto, deben considerarse añadidas en el
sentido de la ley ni pacunt. Este pacere es el que ha
tenido en el pensamiento el legislador y ha elegido
tan acertadamente el procedimiento, que nunca deja
de prestar el servicio que se le asignó, como hace un
rato has podido comprobar por propia experiencia.
—«Ciertamente que está elegido con habilidad el
medio y me recuerda una institución de nuestros tiem-
pos: el jurado inglés. Sus veredictos han de darse por
unanimidad, y la ley obliga, para conseguido, a que los
jurados no abandonen la sala de deliberaciones hasta
que se hayan puesto de acuerdo».

275
Mi cigarro está concluyéndose… el cuadro desa-
parece. Acaso ya no necesite encender ninguno más,
puesto que no los necesito, porque he descubierto que
poseo el don de suscitar en mis sueños cuadros jurídi-
cos y esto me resulta mucho más cómodo: arreglo mis
asuntos mientras duermo y me evito las horas de trabajo
durante el día. En lo que sigue daré cuenta del sueño,
gracias al cual he descubierto por primera vez en mí la
existencia de ese don.

276
EN EL CIELO DE LOS
CONCEPTOS JURÍDICOS
Fantasía

Yo me había muerto. Un halo luminoso rodeó mi


espíritu al abandonar el cuerpo.
—«Ya estás libre de las ataduras de los senti-
dos, las cadenas con las que tu espíritu estaba sujeto
al cuerpo, han saltado, ya eres únicamente espíritu.
Como tal espíritu, no necesitas buscar afanosamente
el espíritu de una cosa, porque todo lo que te rodea
es espíritu138. El mundo que tú hasta ahora creías per-
cibir, sólo existe en tu representación o fantasía, lo
mismo que el espacio y el tiempo, que eran formas
de tu percepción subjetiva, como debes saber ya si
has estudiado, y llegado a comprender a Kant y a
Schopenhauer. Todo era ceguedad y equivocación de

138
 Suprimimos una nota con referencia a Christiansen Instit. des
röm. Rechts. Altona, 1848, porque está redactada con vistas a sacar con-
secuencias de la voz alemana Geist (espíritu) y a su descomposición en
Ge e ist (es, del verbo ser). (N. del T.).

277
los sentidos. El verdadero ser pertenece a lo inmate-
rial, todo el universo es espíritu y tú mismo eres un
fragmento de él. Lo que tú pienses, existe: pensar y
ser constituyen un todo unitario. En esto descansa la
fuerza de la voluntad elevada a la altura de la superio-
ridad por ella adquirida, que tú sólo incompletamente
has podido conocer en tu existencia terrena en sus
primeros balbuceos en el mundo de las apariencias.
El tormento de la voluntad, como vuestros filósofos
lo llaman, esos filósofos que sólo tienen ante sus ojos
voluntades terrenas, ha cesado para ti en adelante, tu
puro pensar es querer (lo que tú has pensado lo has
querido y lo que tú has querido es realidad), pensa-
miento y realidad se identifican».
—Te doy las gracias por tus informes. Así, apro-
ximadamente, me había imaginado la cosa, pero me
agrada escuchar de tu boca la confirmación. ¿Cómo
debo llamarte?
—«Nosotros los espíritus no usamos nombres, no
somos individuos, como los hombres. La individuali-
dad es en todo caso una de las formas de limitación
de la existencia terrena, que descansa, como todas las
otras, en el encadenamiento del espíritu al cuerpo; libre
aquél de éste, vuelve a la sustancia espiritual, que es el
verdadero mundo, como las gotas de agua que caen en
el mar. Yo soy tú, tú eres yo, todos nosotros somos sin
distinción uno, una y la misma sustancia espiritual; la
idea de la existencia para uno mismo, que tú hasta ahora
has tenido, y que aún actuará sobre ti durante algún
tiempo, llegarás a reconocer más adelante que es una
ilusión engañosa. Llegarás íntimamente a convencerte
de que tú no eres, ni piensas, sino que hay algo que es
y piensa, y que tu ser y tu pensar frente al ser universal
y al pensamiento universal, tienen una autonomía seme-

278
jante a la que cabe conceder a la gota en el torrente o
a las olas en el mar. ¿Lo has entendido?».
—No lo podría decir.
—«Debías haberte preocupado, durante tu estancia
en la tierra, un poco más de la filosofía. Para vuestros
filósofos no representa la más pequeña dificultad conce-
bir impersonalmente la existencia y el pensar. Pero tú ya
te acostumbrarás con el tiempo. El tránsito de la subjeti-
vidad a la existencia impersonal no es tan fácil para los
faltos de costumbre; yo también necesité habituarme».
«Actualmente tú te encuentras todavía en un
estado de transición, como el de la crisálida que ha
dejado de ser oruga y aún no ha llegado a mariposa.
Durante este período no acertarás a saber si velas o
duermes, si lo que tú ves y vives, es realidad o simple
imaginación; es el primer síntoma de que empieza a
desaparecer la conciencia de la subjetividad; tú sabrás
que todos los tránsitos difíciles se operan mediante
grados intermedios».
«Por lo demás, y a fin de hacerme comprensible a ti,
descenderé a tu actual situación y me acomodaré a tus
representaciones de tiempo, espacio e individualidad.
Para que puedas tú considerarme como un individuo y
para tú y yo, que en realidad somos uno, poder tratarnos
como dos seres, nos daremos incluso nombres».
—¿Cómo debo llamarte pues?
—«Llámame Psicóforo, el conductor de almas. Yo
soy quien ha de conducirte al lugar de tu destino. Yo
digo lugar y conducir para acomodar a tus represen-
taciones actuales lo que ahora te sucede. Si estuvieses
más adelantado, sabrías que la inclusión en un lugar
determinado del espacio, es una manifestación de lo
incompleto del pensamiento humano y que para nada

279
necesita de mi dirección quien como tú mismo, sólo
con pensar en el sitio de tu destino, puede estar ya allí».
—Voy a ensayarlo. ¿Adónde debo trasladar mi
pensamiento?
—«Como tú eres un romanista, vas destinado al
cielo de los conceptos jurídicos. En él encontrarás de
nuevo todos aquellos que durante tu existencia terrenal
tanto te han preocupado. Pero no en su configuración
incompleta, con las deformaciones que el legislador y
los prácticos les imprimen, sino en su plena e inma-
culada pureza, con toda su ideal hermosura. Aquí son
premiados los teóricos de la jurisprudencia por los ser-
vicios que les han prestado en la tierra: aquí ellos, que
solamente los vieron en una forma velada, los descu-
bren con entera claridad, los contemplan cara a cara y
tratan con ellos como con sus iguales. Las cuestiones
para las que en vano buscaron una solución durante
su existencia terrenal, son contestadas aquí y resueltas
por los propios conceptos. No hay ya enigmas en el
derecho civil, la construcción de la hereditas jacens, o
de la obligación correal, los derechos sobre derechos,
la naturaleza de la posesión, la diferencia entre precario
y comodato, la prenda en cosas propias, y cualesquiera
otros problemas que puedan ocurrirse y que a los hijos
de la ciencia tanto han dado que hacer en su peregrina-
ción por la tierra, están aquí resueltos.
«Este es el cielo en el cual tú, como teórico, vas
ahora a participar».
—¿De modo que es sólo para teóricos? ¿Adónde
van, pues, los prácticos?
—«Tienen su más allá especial, pero pertenece
todavía al sistema solar. El sol hace lucir allí sus rayos
y existe aire atmosférico, apropiado para las duras cons-
trucciones de un práctico, de la misma manera que sería

280
inadecuado para los conceptos; allí domina aún una vida
como la de la tierra: en una palabra, el práctico encuen-
tra allá todas las limitaciones de la existencia terrena.
No podría respirar en el cielo teórico ni podría avanzar
un paso de su lugar, como quiera que sus ojos no están
hechos para la profunda oscuridad que allí domina».
—¿Luego se trata de un lugar oscuro?
—«Completamente. Allí reina la noche más pro-
funda. Los astros que se encuentran en este más allá, no
pertenecen al sistema solar y no reciben ni un rayo de
sol. El sol es la fuente de la vida toda, pero los concep-
tos nada tienen que ver con la vida, y necesitan de un
mundo que exista sólo para ellos, alejado de cualquier
contacto con la vida».
—¿Cómo pueden, pues, los teóricos que allí lleguen
ver en medio de esa oscuridad?
—Los ojos de los teóricos están ya acostumbrados,
desde su existencia terrena, a ver en las tinieblas. Tanto
más oscuro es el objeto de que tratan, y mayor atrac-
tivo tiene para ellos, puesto que pueden hacer alarde
de su agudeza visual; se parecen al búho, el pájaro de
Minerva, que ve en la oscuridad. ¿Qué atractivo tendría
para ellos la historia del derecho romano, si las fuen-
tes les proporcionasen la posibilidad de dar a todas las
cuestiones una solución clara y precisa? Precisamente el
que esas fuentes estén llenas de lagunas y que a veces
callen por completo, dan al tema su máximo atractivo;
por eso precisamente las partes más oscuras son las
más interesantes, ya que permiten ese libre vagabun-
dear de la fantasía en que consiste el goce verdadero de
su posesión. Si pusiéramos luz en lugar de oscuridad,
todo perdido. E incluso las Pandectas. ¿Qué sería de
las conferencias sobre ellas, si no hubiese oscuridades,
por ejemplo, lugares dudosos, en las fuentes? Si es

281
precisamente la salsa picante de la disertación en que
ampliamente se regodea el profesor. ¡Qué pérdida expe-
rimentaría la Ciencia si los lugares que durante siglos
han dado pábulo a miles de romanistas para mostrar
su agudeza, fuesen explicados en una forma que no
dejase lugar a dudas!: no tendrían ya nada que hacer, y
el atractivo de esos textos habría desaparecido.
«Pero en fin, basta de discursos. Prepárate. Empren-
demos nuestro camino; no necesitas más para llegar a
nuestro destino que pensar en ese más allá que te he
descrito, con toda la energía de que seas capaz».
—Así lo voy a hacer.
…………………………………………………………
—«Ya estamos. Ha concluido ahora mi misión.
Acaso venga aún para recogerte, si no sales bien en el
examen».
—¿Un examen en el cielo? Yo entendía que ya nos
habían examinado bastante en la tierra, y que después
de la muerte debía tener ya un fin eso de examinar…
—«¿Pero es que supones que en el cielo de los con-
ceptos son admitidos los juristas, sin selección alguna?
Vendrían incluso prácticos a solicitar el ingreso. Está
destinado, sin embargo, a los teóricos, y de entre éstos
únicamente a algunos escogidos. En el examen se ha de
comprobar precisamente si perteneces a esa categoría,
para, en otro caso, llevarte al cielo de los juristas vul-
gares. Anúnciate al portero, que está allí».
…………………………………………………………
—Cumplo con el deber de presentarme ante ti. Qui-
siera entrar en el cielo.
—«Habrá de aclararse si eres admisible. Ante
todo habrás de pasar la cuarentena y sufrir el examen
después».

282
—¿Una cuarentena? ¿Y con qué objeto?
—«Para cerciorarnos de que tú no ocultas ni un
soplo de aire atmosférico».
—¿Pero es que no os conviene el aire?
—«Para nosotros es como veneno. Precisamente
nuestro cielo está en el último rincón del universo,
para que no penetren ni el aire ni los rayos del sol.
Los conceptos no soportan el contacto con el mundo
real. Donde ellos viven y deben dominar, ese mundo,
con todo lo que le pertenece, debe quedar aparte. En el
mundo de los conceptos que tienes ante ti, no existe la
vida en sentido vuestro, no existe más que el imperio
de los pensamientos y conceptos abstractos, que, inde-
pendientemente del mundo real, se han formado por
el camino lógico de la generatio equivoca, y repudian
todo contacto con el mundo terrenal. Todo aquel que
quiera encontrar acogida aquí, debe prescindir hasta del
recuerdo de ese mundo; de otra manera resultaría inca-
paz e indigno para contemplar los puros conceptos en
que consiste la más alta alegría de nuestro cielo. Para
aquellos que aún no están en esta situación, hay aquí,
como en el más allá de los griegos, las aguas del Leteo,
una fuente, de la que basta con beber un trago para que
se olvide todo lo que sean percepciones de la vida real.
Pero son los menos, aquellos que habiendo anunciado
su entrada aquí, encuentran necesario utilizarla».
—¿Y vienen muchos?
—«Sólo unos pocos, casi exclusivamente alemanes,
y aun de ahí hace poco tiempo. Durante muchos siglos
nadie llegó de esa tierra, porque sus teóricos de entonces
se mezclaban con los prácticos en el cielo general para
juristas; hace cinco o seis decenios que empezaron a
entrar los primeros. El primero que se anunció se lla-
maba Puchta, pero tras de él se elevó la concurrencia

283
en forma muy halagüeña. Algunos, sin embargo, de los
pretendientes debieron ser rechazados».
—Eso me interesa. ¿Recuerdas sus nombres toda-
vía?
—«Puedo darte el de dos: se llamaban Arndts y
Wächter».
—¿Wächter? Lo comprendo: el hombre tenía para
las alturas de la jurisprudencia muy poco sentido, su
espíritu se movía siempre en las regiones inferiores de
la práctica. Pero de Arndts no lo hubiese creído, ya que
su Compendio de Pandectas es solamente una refundi-
ción del de Puchta.
—«Se debió, sin embargo, haber emancipado en
algo de Puchta; a sus opiniones se les reprochaba que
no eran bastante teóricas, que concedía mucho a las
necesidades de la vida práctica a costa de la pura teoría;
en una palabra, que no pudo sostener el examen».
—Me temo que me va a ocurrir lo mismo: en
no pocos puntos durante mi estancia en la tierra he
estado más con Arndts que con Puchta. Y Savigny,
¿está aquí?
—«En su tiempo hubo graves dificultades. No
entendía eso de construir todavía del todo bien, y pro-
bablemente hubiera fracasado, pero en definitiva su
escrito sobre la posesión decidió la cuestión a su favor,
puesto que se alegó que aquella preocupación a que
debe atender todo el que abrigue la pretensión de entrar
aquí, edificar una institución jurídica partiendo de las
fuentes o de conceptos, sin tener en cuenta la signifi-
cación práctica y real de la misma, la había justificado
suficientemente y en consideración a esto se hizo un
poco la vista gorda. También fue traído como alegato
en su favor aquel escrito suyo de la vocación de nues-
tro tiempo para la legislación y la ciencia del derecho,

284
a causa de las buenas intenciones que revela y de los
benéficos efectos que produjo entre sus contemporá-
neos. Se entendió que sin ese trabajo los proyectos para
eliminar el derecho romano de Alemania y para redactar
un código indígena, habrían tenido éxito mucho más
pronto de cuando llegaron a prosperar».
—Entonces, ¿vosotros tenéis interés en que perdure
el derecho romano?
—«¡Y cómo se te ocurre siquiera formular esa pre-
gunta! No he tenido tiempo para pensar qué sería de
nosotros si cesase ese derecho y aquí tuviéramos que
estar todos unánimes».
—Entonces os contáis entre los romanistas.
—«No pura y simplemente, pero sí preferente-
mente». El derecho romano nos proporciona lo mejor.
Pero no somos exclusivistas, nos mostramos también
germanistas, criminalistas, etcétera, cuando éstos
comparten con los romanistas la creencia en el domi-
nio de los conceptos. La mayoría de nosotros pertene-
cemos al Profesorado, pero también encontrarás aquí
diputados del Reichstag y de las Dietas, los cuales,
gracias a Dios, no se han dejado seducir por vuestro
Bismarck y arrastrar al error de desconocer que el
mundo debe estar regido por principios abstractos.
La fe indefectible en el dominio de los conceptos y
principios abstractos, es común a todos los que te has
de encontrar aquí. Gracias a esa fe están completa-
mente asegurados contra el intento de preocuparse por
las consecuencias prácticas de principios y conceptos;
generalmente esa preocupación no les asalta a ellos,
sino a otros».
«Hazte anunciar para tu ingreso en la cuaren-
tena. Allí desaparecerá todo lo que aún traigas de aire
atmosférico. Recibirás luego la cédula de admisión,

285
con la que te habrás de hacer presente allí, en la puerta
principal».
…………………………………………………………
—Venía a solicitar el ingreso.
—«Tu cédula está en regla, número de orden 119,
Profesor de Derecho romano. Adelante. ¿Quieres exa-
minarte inmediatamente o prefieres antes dar un vistazo
a nuestro cielo? Esto último me parece que te deja en
mayor libertad».
—Pues entonces, me atrevería a solicitar lo
segundo.
—«Te facilitaré un espíritu para que te acompañe
y te lo explique todo; durante su vida fue como tú,
Profesor de Derecho romano».
—¿Cuál es su nombre, honorable colega?
—«Desde que bebí las aguas de la fuente del olvido,
se me han ido de la memoria mi nombre y todo mi
pasado. Probablemente fui profesor en la tierra y como
tal, habré escrito unos cuantos libros voluminosos; de
otra manera, no estaría ciertamente aquí. Presumo que
habré tratado en alguno de ellos el problema de la obli-
gación correal, pues al encontrarme a este concepto en
el recibimiento de los conceptos, experimenté un sen-
timiento especial, como de atracción y simpatía, sólo
explicable porque entre nosotros hubiera existido ante-
riormente una relación de cierta intimidad».
—Entonces habrían sido muchos los que recibieran
esa misma impresión, pues apenas existe un romanista
que no haya dejado oír su voz acerca de ese concepto;
no pasa año sin que aparezcan libros y disertaciones
que se ocupan de la cuestión.
—«¡Y se lo merece! Pertenece a las concepciones
jurídicas más profundas que existen en nuestro cielo y
contiene para los juristas un problema tan interesante e

286
inagotable, como puede serlo la Trinidad para los teó-
logos; es posible sumergirse en su contemplación tan
completamente, que no se tenga sentido ni gusto para
ninguna otra cosa. El que la ha contemplado en nuestro
cielo una vez, cara a cara, se ha visto prendido en su
encanto y ha perdido el gusto para todo lo demás».
—Ten, pues, la bondad de conducirme ante ella,
que no quisiera dejar prendida mi sensibilidad en otras
cosas. ¿Por dónde va nuestro camino?
—«En primer término a la palestra. Es el lugar des-
tinado a los ejercicios gimnásticos en que los espíritus
bienaventurados, cuando se encuentran fatigados por
la contemplación de los conceptos, buscan su resta-
blecimiento. A ese lugar volverás luego para sufrir el
examen».
—¡Qué cosas más raras veo por aquí! ¿Para qué
sirve esa máquina tan extraña?
—«Es una máquina de cortar pelos. Cuando empie-
ces tu examen, tendrás que utilizarla para dividir un
cabello en novecientas noventa y nueve mil novecientas
noventa y nueve partecitas exactamente iguales; si en
la balanza que hay al lado, que se mueve con sólo que
la toque un rayo de sol, uno de los trozos resulta exce-
sivamente fino, te reprueban. Al principio recibirás un
cabello, que todavía resulta perceptible a simple vista,
luego otros cada vez más finos, hasta que tu agudeza
visual necesite imprescindiblemente auxiliarse de una
lupa. Y últimamente ya no la necesitarás; es increíble
que los ojos se eduquen y que la habilidad en cortar
cabellos se agudice mediante el ejercicio; tenemos aquí
algunos que la porción considerada como resultante
normal, todavía son capaces de dividirla en novecien-
tas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve
partes. Quien hace mejor este ejercicio, recibe como

287
premio a su maestría una corona en forma de laurel,
hecha con cabellos de los que él mismo ha dividido, y
la conserva hasta que otro le sobrepuja. Por este pro-
cedimiento el corte de cabellos no ha llegado a tener
nunca fin entre nosotros».
—¿Y para qué sirve esa larga pértiga?
—«Es la cucaña que se utiliza en los problemas
jurídicos más difíciles. Resulta tan tersa y pulimen-
tada, que un rayo de sol, si aquí fueran posibles, la
desviaría. Deberás ensayarla tres veces, y si fracasas
quedas suspenso. Puedes ver que la barra tiene como
tres cofas: deberás subir al principio del examen hasta
la primera para traerte alguno de los problemas que allí
se encuentran y luego volverlo a colocar en su sitio.
Las otras dos solamente pueden alcanzarla los que han
conseguido ya una gran agilidad en la práctica de este
ejercicio. No necesito decirte que las dificultades cre-
cen en cada división. A la última cofa solamente ha
llegado uno, y esto sólo una vez, y tuvo que hacer luego
un esfuerzo desesperado para volver a colocar allí de
nuevo el problema».
—¿Y por qué sucedió eso?
—«¡Vaya una pregunta más incomprensible en ti!
Cesaría la plenitud del goce si no quedasen arriba pro-
blemas que se pudieran traer aquí. Esos problemas están
colocados sólo para hacer el ejercicio de trepar, pero no
para solucionarlos. ¿Qué sería de aquellos que experi-
mentan el impulso de trepar, si no hubiese problemas
ahí arriba? Habría necesidad de volver a colocarlos».
—Entonces con vuestros problemas ocurre algo de
lo que pasaba con tres liebres en un sitio donde yo
fui profesor, según me refirieron. Eran las tres únicas
liebres que existían en los terrenos de caza de toda la
comarca y eran conocidas individualmente por todos los

288
aficionados a ese deporte. Entre éstos existía un conve-
nio tácito de convertirlas en objeto de caza y disparar
contra ellas, pero sin darles, porque se quería conservar
el placer de la caza. Sin embargo, cierta vez un caza-
dor alcanzó a una de las liebres, como él mismo dijo,
por equivocación, y sin embargo fue objeto de la cen-
sura pública: las liebres, se decía, están ahí para cazar,
pero no para que se las mate. Lo mismo me parece que
sucede con vuestros problemas…
—«Has acertado plenamente; parece que avanzas
rápidamente en la comprensión de lo que es nuestro
cielo jurídico».
—Permíteme aún otra pregunta: los problemas jurí-
dicos difíciles, que habéis colocado muy arriba, ¿son
de carácter práctico, tienen importancia para la vida?
—«Ahora has demostrado en cambio, que estás
enteramente alejado de entender nuestro cielo. ¿Valor
práctico? Aquí no tienes ni que pronunciar esa expre-
sión; si te la hubiese escuchado otro que no fuese yo,
eso hubiera producido como consecuencia tu inmediata
expulsión. ¿Que los problemas tengan alguna significa-
ción en la vida? Aquí domina sólo la ciencia pura, la
lógica jurídica y la condición para que domine, y toda
la soberanía que de ella se desprende, consiste en que
no tenga nada que ver con la vida. Más adelante verás,
cuando contemplemos los conceptos, a qué quedarían
éstos reducidos, si tuviesen contacto con la vida. Allí,
junto a la sala de los conceptos, se encuentra cerca de
los conceptos puros, es decir, que viven por sí mismos,
y privados de toda relación con la vida, un gabinete de
anatomía patológica de conceptos, el cual comprende
la aberraciones y deformidades a que son sometidos
los conceptos en la vida real. Son sencillamente pre-
paraciones. Tales monstruos en la tierra arrastrarían su

289
miserable existencia, pero no pueden vivir en nuestro
cielo, pues aquí sólo alienta lo que es científicamente
sano, es decir, conceptualmente puro, y correcto lógica-
mente. La vida en que tú piensas, equivale a la muerte
de la verdadera ciencia. Es la esclavitud científica la
sujeción y el servicio de los conceptos lo que produce
el que, en lugar de vivir por sí mismos como podría
creerse, permanezcan sujetos al yugo envilecedor de
las necesidades terrenas. Aquí viven los conceptos por
sí mismos, y si no quieres renunciar por completo a tu
pretensión de ser admitido, no preguntes a nadie: ¿para
qué sirve esto que veo aquí? ¡Servir! es lo único que
faltaba el que los conceptos tuvieran que prestar servi-
cios también en el cielo: aquí mandan y se resarcen de
la servidumbre que han tenido necesidad de soportar
en la tierra».
«Avancemos. Te enseñaré algunas de nuestras
máquinas jurídicas. No te las explicaré todas, pues tam-
poco resultan por igual interesantes, y algunas, como
por ejemplo, el aparato de ficciones, cuyo relevante
valor para fines jurídicos conocerás por propia expe-
riencia, lo reconocerás sin necesidad de que yo te ayude.
Me ocuparé, pues, sólo de los más interesantes».
«Este es el aparato para construcciones. Venimos
oportunamente, porque está funcionando. Vamos a ver
en qué se ocupa el espíritu que lo está utilizando».
«Honorable espíritu, permíteme una pregunta: ¿en
qué te ocupas en estos momentos?».
—«Estoy construyendo el contrato».
—¿El contrato? Eso es una cosa muy sencilla: ¿qué
queda en él sin construir?
—«Precisamente porque es tan sencillo, necesita
muchas cosas. Pareces nuevo aquí, porque en otro caso
sabrías esto. Precisamente en las cosas más sencillas

290
encuentra el arte de la construcción sus objetos más
interesantes y agradecidos. Cualquiera puede conocer lo
sencillo, pero percibir ese conocimiento es lo que viene
después. El perito sabe que los fenómenos jurídicos más
sencillos envuelven en sí la dificultad más grave y con
referencia al contrato, que tú estimas cosa tan sencilla,
aún no sé si llegaré a poderlo construir; me acerco a la
idea de que el contrato ha de explicarse por una impo-
sibilidad lógica».
—Pero que va a…
—«Calla, adivino lo que quieres decir. Estás pen-
sando cómo sería posible la vida, sin el contrato. Como
ya te he advertido, no debes ni mencionar la palabra vida,
de lo contrario estás perdido. Rectifica tu pregunta».
—Yo…, yo…, iba a decir ¿qué va a ocurrir con
algunos temas como el de la construcción de los dere-
chos sobre derechos, la hereditas jacens, la prenda en
cosas propias?
—«Eso son bagatelas de las que he pasado ya. Tanto
más complicada es la relación, tanto más sencilla resulta
la construcción; y viceversa. Lo único que, fuera del
contrato, tiene para mí algún atractivo, es la obligación
y la representación directa».
—¿Me permites una pregunta? ¿A qué resultados
has llegado?
—«En cuanto a la obligación, que es un derecho a
un acto del deudor».
—Pues ciertamente que no veo manera de imagi-
nármelo así. Mientras ese acto no se haya realizado, no
existe, y, por tanto, tampoco es posible ningún derecho
sobre él.
—«¿Existir? Ya se nota que no eres de los nuestros.
Lo que nosotros pensamos, existe. La acción del deudor,
que para tu limitada facultad de pensar, que parece no

291
haber sobrepasado aún la categoría del tiempo, existe
en lo futuro, existe ya desde ahora para mí, porque no
tengo ni conozco esas barreras del pensamiento; yo la
pienso y ya existe. Pensar y ser para nosotros es una
sola cosa».
—Por ese camino, ciertamente que sí. ¿Y cómo se
te ocurre construir la representación directa?
—«Pues como algo sencillamente imposible. No
se puede pensar que el acto de A sea el de B, lo cual
sería necesario, sin embargo, para que los efectos de
este último viniesen a buen fin. De la misma manera
que el uno no puede tomar una medicina para que favo-
rezca al otro, tampoco puede el uno hacer algo por el
otro; lo uno tiene imposibilidad física, lo otro, imposi-
bilidad lógica: un efecto sólo puede recaer en aquella
persona en quien precedentemente se ha dado la causa.
Cuando el derecho positivo preceptúa que los contratos
concluidos por uno cumpliendo encargo de otro y en
nombre ajeno, sólo crean derechos y obligaciones para
el mandante, entroniza la arbitrariedad más absoluta y
da un golpe mortal a todas las leyes del pensamiento
jurídico; por eso, los romanos eran los únicos que esta-
ban en lo cierto cuando hacían recaer los efectos de
un contrato en la persona del representante, en primer
término, y después transportaban esos efectos al man-
dante o representado».
—Pero cuando se trataba de adquirir la propiedad
o la posesión, hacían aparecer a este último directa-
mente.
—«¡Y ya es grave! Eso pertenece al período de
decadencia del pensamiento jurídico romano».
«No entres aquí en discusión con nadie; tú no
estás aún a la altura del pensamiento conceptual. Y
sigamos».

292
«Lo que tú contemplas ahora es la prensa dialéc-
tico-hidráulica para interpretaciones. Mediante ella se
consigue sacar a cada pasaje todo cuanto se necesita.
De las dos bombas que se encuentran junto al cilindro
principal, una contiene el aparato inyector de infiltra-
ciones dialécticas, mediante el que se introducen y mez-
clan a los pasajes respectivos pensamientos, suposicio-
nes, limitaciones, etc., que eran completamente ajenas
al pensamiento del escritor. Es un descubrimiento de
los teólogos, que nosotros los juristas nos hemos limi-
tado simplemente a adoptar, aunque nuestro aparato no
puede compararse con el de los teólogos ni por asomo:
apenas si rinde una décima parte que el de aquéllos, los
cuales producen sistemas enteros con una sola palabra,
pero nos es bastante para los fines jurídicos. La otra
bomba es el aparato de las eliminaciones, el eliminador,
mediante el cual ciertas manifestaciones incómodas que
se encuentran en las fuentes son apartadas. Utilizando
la máquina con habilidad, hace concertables los pasajes
más contradictorios».
—¿Y aquella máquina que está al lado?
—«Es un taladro dialéctico. Sirve para alcanzar el
fondo de las cuestiones difíciles. Representa la reali-
zación mecánica del problema de la fundamentación
científica. Por lo demás, necesita ser utilizada con una
gran habilidad. Aun con una aplicación moderadísima,
perfora tan profundamente, que el taladro sale en
seguida por la otra parte, cosa que a nosotros, espíritus
beatíficos, nos proporciona una gran satisfacción. Para
humillación de los torpes y para aviso de todos, las
preparaciones estropeadas son guardadas y se exhiben:
míralas».
—No me producen sorpresa; ya pensaba yo que
también en vuestro cielo habría oquedades.

293
—«Ten la bondad de abstenerte de todo ejemplo
malicioso. Y para no darte pretexto siquiera, ya no te
enseñaré las demás máquinas. Vamos a lo último que
debes contemplar en la palestra, el muro del vértigo;
que cierra ese lugar».
—¡A qué altura más inmensa sube! Mis ojos apenas
pueden alcanzar su terminación.
—«Fija un poco más la vista, todo seguido. ¿No ves
allá arriba, sobre el muro, algo que se mueve?»
—Sí, es verdad. Parece ser uno de vuestros espíri-
tus. ¿Pero qué hace allá?
—«Se ejercita contra el mareo. El muro va eleván-
dose escalonadamente. En los pisos inferiores el sen-
dero que conduce a ellos es todavía tan ancho como
el pie de nuestros espíritus; en los siguientes va estre-
chándose y agudizándose hasta el extremo de ser com-
parable al filo de una navaja de afeitar. Es el camino
de la deducción dialéctica, en el que la razón, a la más
mínima falta, corre el peligro de caer en el precipicio de
la locura. Desde los pisos altos, se caen muchos. Mira:
precisamente tienes ante ti un ejemplo, porque acaba de
caerse el hombre que contemplábamos».
—¡Qué cosa más horrible! Desde esa altura. Y
además ha caído de cabeza. Se debe haber lastimado
gravemente.
—«No le afectará mucho; mira: ya se ha levantado
para intentar de nuevo el experimento. Nuestras cabe-
zas están hechas para poder soportar golpes. También
tú habrás de subir por el muro, pero sólo hasta el piso
inferior, cuando sufras el examen».
—Después de todo lo que me has venido contando
respecto a mi examen y a los ejemplos que me has
presentado, me está entrando verdadero pánico y dudo
si podré soportarlo, porque no llegaría hasta el final.

294
—«Eso es una cuestión tuya personal. Ahora
me corresponde llevarte a la Academia histórico-
jurídica».
—¿Una Academia especial para la historia del
derecho?
—«No para toda la historia, sino únicamente para
la del derecho romano y aún no completa, sino para una
rama de esa disciplina, ahora que sobrepuja a todas las
otras en interés y valor científicos».
—¿La Prehistoria?
—«¡No! A esa le concedemos solamente el segundo
término: el primero lo ocupa la reconstitución de los
textos y fórmulas. Representa la parte más difícil y
valiosa de los trabajos sobre historia jurídica romana;
el que no entiende de estas cosas, no puede ser admitido
en la Academia».
—Entonces no tendréis muchos académicos.
—«¡Ya lo creo! En la reconstitución de los textos
no se aventuran muchos, porque a la mayoría les faltan
ánimos o conocimientos filológicos, pero para ensayar
la restauración de las fórmulas, gracias a Dios, no pade-
cemos penuria. Por eso la Academia está dividida en
dos secciones: la dedicada a los textos y la consagrada
a las fórmulas; aquélla forma el grado más elevado y
ésta el inferior. Únicamente los miembros de la pri-
mera sección están autorizados para trabajar en todo,
y se llaman, cuando están en confianza y ellos solos,
los completos, mientras que los segundos son designa-
dos simplemente como los medios, lo cual ciertamente
es sabido por éstos, produciéndoles una extraordinaria
molestia. Ellos por su parte se consideran compensados,
mirando un tanto de arriba a abajo, a aquellos historia-
dores del derecho que no se han puesto nunca a la tarea
de reconstituir una fórmula romana».

295
—¿Podría conocer el interior de la Academia?
—«Desde luego. Únicamente, como no eres aca-
démico, no debes dirigir la palabra a nadie, y si deseas
obtener algún informe, dirígete a mí».
—¿Qué es esa especie de tabla que está ahí col-
gada?
—«Es la tabla de ensayos para las reconstitucio-
nes. En ella se escriben los textos de las leyes romanas,
que adolecen de lagunas, y que han de ser restauradas.
Todos los meses se cambian. Para ensayar la reconstitu-
ción de textos, hay una cantidad considerable de códices
mutilados; en algunas páginas sólo pueden reconocerse
unas cuantas letras y en otras ni una siquiera. Vamos
a examinar el que ahora se encuentra en el encerado».

UN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
...................FRUC
.................... HTB
ARE.....................
SP......................I
ELE.....................
RE......................
I. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . E N .

—«¿Te atreverías a completar ese fragmento?»


—No me he dedicado nunca a las restauraciones y
aquí retrocedo también con cierto miedo. A lo sumo lle-
garía a interpretar las letras, S P, a las que se han borrado
la Q y la R, como Senatus Populus (que Romanus).
—«Todos los académicos han empezado lo mismo
y es el único punto en que coinciden; en todo lo demás
sus intentos de reconstitución del texto difieren comple-
tamente. Hasta ahora, ninguno ha dado en lo justo, ni en
este problema ni en otros anteriores. Quien lo logre, será

296
nombrado Presidente de la Academia y permanecerá en
ese puesto hasta que otro, siguiendo el mismo camino,
le desposea del sillón, pero hasta ahora el puesto no ha
sido ocupado».
—Pero eso debe ser descorazonador; yo me absten-
dría de continuar en semejante ejercicio.
—«Tú no entiendes esto. Cada uno de ellos tiene
el firme convencimiento de que su interpretación es la
exacta, y en esta creencia encuentra su satisfacción. Para
quien ha saboreado una vez el encanto de la investiga-
ción científica, no hay goce comparable con ella, pues
les proporciona el sentimiento de haber puesto a la luz
del día un trozo de antigüedad perdido y la satisfacción
de ser unos Schliemann139 en el terreno del derecho
romano. Leer en las fuentes puede hacerlo cualquiera,
pero crearlas, constituye un arte. Ahí yacen palabras de
todas clases, de tiempos antiguos, como escombros y
cieno mezclados, en las obras de Varrón y Festo, trastos
viejos y sin valor para aquellos que no entienden ni son
capaces de dignificarlos. Pero viene el hombre a pro-
pósito, y con ayuda de esas palabras nos reconstituye
un precepto de las XII Tablas. También Gayo…, pero
llegamos y nos encontramos al que está dedicado a ese
autor hace tiempo, precisamente en faena. Oigamos en
qué se ocupa».
«Honorable espíritu: ¿Cuál es el asunto en que te
ocupas ahora relacionado con Gayo?».
—«Acabo precisamente de suplir una laguna y me
ocupo en corregir el texto de Gayo. He llegado al con-
vencimiento de que Gayo con frecuencia ha incurrido
en graves faltas por frivolidad, y así por ejemplo en
la reproducción de la fórmula del testamento romano

 Famoso arqueólogo alemán de principios del siglo xix. (N. del T.).


139

297
(II,  104), donde él ha omitido el ex jure Quiritium
meam esse ajo; eso es precisamente lo que he añadido
al texto140».
—A mí me parece…
—«Abstente cuidadosamente de hacerle objecio-
nes, porque se entendería que tu conducta era digna de
sancionarse con la expulsión. Háblame bajo y al oído.
¿Qué te parece eso?».
—Pues que le conviene tanto al texto como un puñe-
tazo en un ojo. El familiae emtor de que habla la fór-
mula, quiere precisamente recalcar que no es un propie-
tario, sino un fiduciario, un Treuhänder o un Salmann,
diría sirviéndome de términos del derecho germánico,
y que la herencia la recoge para representarla y admi-
nistrarla (familia pecuniaque tua endo mandatela(m)
custodela(m) que meam…, est emta). El ex jure Qui-
ritium mean esse ajo, envolvería precisamente todo lo
contrario. Si el familiae emtor se hubiese convertido en
un dominus ex jure Quiritium, habría podido comprar
todas las cosas hereditarias, y los herederos y legatarios
hubiesen sufrido las consecuencias; precisamente por
eso recibe él la mandatela custodelaque.
—«Esa es también mi opinión. Pero en tales consi-
deraciones no se detiene nuestro hombre. El ex jure Qui-
ritium le suena mejor y más plenamente que el meum
esse, y donde falta ese rabo, lo coloca él».
Pero ya ha dejado en paz a Gayo: ¿qué es lo que
ha cogido?
—«A Paulo. Está corrigiendo la fórmula que nos ha
transmitido (Sentent. Rece. c. III, 4ª, 7) de la lnterdictio
bonorum, y sustituyendo el ea re por lare, del final: ob
ream tibi ea re commercioque interdico».

140
 Huschke, Jur. Ant., loco cit.

298
—¿Y a qué viene eso?
—«Probablemente con el lare quiere expresar el
culto a los dioses, lo cual ciertamente no hubiese sor-
prendido a los romanos menos de lo que a ti te sor-
prende. Como consecuencia el pródigo no sólo habría
perdido la administración de sus bienes, sino también
la participación en los actos del culto».
—¿Y eso lo hacía el Pretor? ¡Pero si éste nada tenía
que ver, en Roma, con los asuntos religiosos, los cuales
pertenecían, según es sabido, a la competencia de los
Pontífices y yo nunca he oído que el Pretor se haya
inmiscuido en las atribuciones de aquéllos! Verdadera-
mente que en vuestro cielo se aprenden cosas de las que
no teníamos ni sospecha en la tierra. ¡El Pretor, suprema
autoridad eclesiástica! ¿Y por qué no?, después de todo
entre nosotros sucede que el presidente de un Tribunal
superior territorial o del gobierno es nombrado presi-
dente del Consistorio superior.
—«Aquí no nos paramos ante tales pequeñeces; en
el cielo cesan las cuestiones de competencia que a los
funcionarios dan tanto que hacer en la tierra».
—Es posible, pero los juristas romanos hablan sim-
plemente de bonis interdicere. Así como decían aqua
et igni interdicere, hubiesen podido y debido decir lare
bonisque, también.
—«Reconocerás que el texto antes citado de
Gayo ofrece poca seguridad en cuanto a la manera de
expresarse».
—Ciertamente. Pero esa imprecisión coloca vues-
tra interpretación religiosa en muy mal lugar. Él no se
ocupa más que de dinero, y de los lares no se preocupa
lo más mínimo. Sólo cuando el pródigo llega ante el
Pretor, observa que éste no ha de tratar exclusivamente
de la interdictio bonorum, único asunto a que se refieren

299
los juristas y del que les ha oído hablar, sino que tiene
que decirle unas palabritas a propósito de los lares.
—«Lo hubiese debido anunciar antes con más
exactitud».
—Perfectamente. Pero aunque yo atribuyese al Pre-
tor y a los juristas romanos ese pensamiento que no creo
tuvieran, todavía quisiera ver la conexión que pueda
existir entre la excomunión, la prodigalidad y la sumi-
sión a tutela; lo mismo se podría entonces hoy someter a
un pródigo o a un concursado a la prohibición de asistir
a la iglesia. ¿Qué interés podrían tener los hijos, a quie-
nes la fórmula menciona, como las personas que fueron
tenidas en cuenta para redactar aquella norma141, en que
el padre no pudiese tomar parte en el culto familiar?
Antes se debía opinar lo contrario precisamente, pues
la participación en el culto familiar produciría acaso el
efecto de hacerle volver a su hogar y regenerarle. Y si
se hace aparecer al pródigo como indigno de los actos
del culto familiar, habría que aplicar esto a los ladrones,
raptores, asesinos, quebrantadores del vínculo matrimo-
nial, perjuros… Y en ninguna parte he leído que éstos
fuesen objeto de semejante interdicción…
También me resulta dudoso saber quién había de
cuidar del culto doméstico, en sustitución del pródigo,
privado de sus funciones de sacerdote familiar. ¿El cura-
dor? Nada tenía que ver con estas cosas. ¿Los hijos?
Como tales, eran incapaces para recibir la investidura
sacerdotal de padre de familias. ¿La mujer? Ella podía
actuar solamente al lado de su marido. Por consiguiente
hubiera sido necesario interrumpir el culto en la casa
del pródigo, consecuencia con la que algunos, cierta-

141
 Quando tibi (?) bona paterna avitaque nequitia tua disperdis
liberosque tuos ad egestatem perducis…

300
mente, en la época de decadencia de los sentimientos
religiosos, en la que se consideraban los sacra como
una carga y se trataba de librarse de ellos, hubiesen
estado conformes, pero que los Pontífices no habrían
consentido.
Y no he concluido con mis reflexiones. Mediante
el ea res de la fórmula, como se lee en absoluta coinci-
dencia de todos los manuscritos, prohíbe simplemente
el Pretor la enajenación de los bona paterna avitaque
mencionados en la primera parte del pasaje en cuestión,
pero no priva al pródigo del derecho de disponer sobre
los bienes por él adquiridos. El sentido de la interdictio
bonorum, originariamente es no más que el conservar
intactos los bienes familiares procedentes de herencia, y
realmente éstos, en sentido estricto, es decir, los bienes
adquiridos por el pródigo mediante sucesión intestada
de sus ascendientes142, pues en los restantes que debía,
no a la ley, sino a un acto de disposición testamentaria, a
los que pertenecía también la adquisición de una heren-
cia, podía deshacer y dilapidar sin obstáculos. Ahora
los lares le ponían una raya en la cuenta. Por el lare,
eliminando al ea re en que el Pretor ceñía la prohibición
de disponer a la privación del commercium respecto a
los bona paterna avitaque, se extendía la prohibición,
ampliándola, a todas y cada una de las cosas que poseía
y hubiese adquirido por cualquier título el pródigo. El
ciudadano debe pagar caro el cambio de la e por la l
que realiza ese erudito.

142
 Ulp., XII, 5, lege curator dari non poterat, cum ingenuus quidem
non ab intestato sed ex testamento factus sit. —Se recalca la limitación a
los bienes hereditarios familiares en Valerio Máximo, III, 5, 2: pecuniam
quae Fabiae gentis splendore servire debebat… y en el pasaje antes alu-
dido de Paulo.

301
Pero el caso resulta siempre del más subido interés,
si se deduce de aquí la alteración que puede resultar
del cambio de una sola letra, y me recuerda el caso de
aquel cajista que cambió en una t la i de cierta poesía
donde se hablaba del perfume embriagador de las rosas
de Mayo (Mairosen), convirtiéndola en el perfume, etc.,
de los marineros (Matrosen). Otra consecuencia ejem-
plar que yo deduzco es la de que resulta más sencillo
cambiar una letra por otra, que aclarar la trascendencia
de la modificación.
Por lo demás, voy ya estando bastante informado
de vuestra Academia y hasta comprendo ahora el por
qué ha sido fundada junto al muro de los mareos. ¿Qué
más hay que ver?
—«Lo más elevado y lo mejor, que he dejado para lo
último. Contempla allá esa maravillosa edificación que
se yergue frente a ti. La elevada cúpula que se levanta
en su centro, cubre en forma de bóveda la santidad más
alta que hay entre nosotros: es el salón de los conceptos.
Junto a ella se encuentran, en un ala, el Cerebrarium,
y en la otra el gabinete anatomo-patológico de los con-
ceptos. Iremos primero a aquél».
—¿Pero dónde está la entrada? No veo puerta
alguna.
—«Aquí no conocemos las puertas; estamos acos-
tumbrados a golpear con la cabeza en el muro y se
nos abre paso. Si en la tierra hubieses trabajado con
toda la consecuencia de principios que supone el que
una vez descubierto en la conciencia el camino abierto
hacia la justicia seguirlo sin vacilaciones, o, como
vosotros acostumbráis a decir, continuar derecho, sin
derivar hacia la derecha ni hacia la izquierda, sin pre-
ocuparse de que el camino conduzca a un pantano o
al propio abismo, o, para hablar con menos imáge-

302
nes, sin cuidarse de las consecuencias prácticas, si tú
hubieses tenido ánimo para dedicarte a este ejercicio,
sería para ti cosa muy fácil dar contra ese muro con
la cabeza y procurarte la entrada. Pero lo haré yo por
ti; sígueme».
…………………………………………………………
—«Estamos en el Cerebrarium».
—¿Y qué es eso?
—«Es como nuestro laboratorio espiritual. Aquí se
trata la sustancia cerebral para los teóricos».
—¿Pero es que necesitan poseer un cerebro especial?
—«Eso deberías tú saberlo, que lo has llevado con-
tigo durante la existencia temporal; ¿no has observado
nunca que ese cerebro de los teóricos está organizado
en forma distinta que el de los prácticos?».
—Algo he llegado a notar, pero no he alcanzado las
diferencias con toda claridad.
—«Pues ahora encontrarás ocasión de adoctrinarte
sobre ese punto, aunque sea un poco tarde. Para la
finalidad comparativa hay aquí colocados dos cerebros
modelados en cera, bastante bien imitados, el uno de
un teórico y el otro de un práctico. ¿No percibes la
diferencia?»
—¡Es verdad! El primero tiene en la sustancia
medullaris una protuberancia peculiar.
—Es el mons idealis. Constituye el signo distintivo
entre el jurista teórico y el práctico. La sustancia que
se desenvuelve en el jurista con vocación teórica, cada
vez más ampliamente, está señalada aquí. En el aire
atmosférico se evapora, y en esto estriba la posibilidad
de suministrárselo a aquellas señoras que están en con-
diciones de traer un teórico al mundo; ellas lo aspiran en
el momento de la concepción, sin observarlo, ni darse
cuenta; pero después notan algo especial por la inquie-

303
tud de que da muestras el feto; el futuro teórico anuncia
ya desde el claustro materno que no puede esperar hasta
que esté en condiciones de hablar por su cuenta».
—¿Y en qué consiste la función del mons idealis?
—«Proporciona al teórico el don del raciocinio
ideal, que no debes confundir con el proceso mental
abstracto. Este último le es necesario a todo el mundo,
y al jurista práctico en primer término, y su misión con-
siste en desarrollarse justamente hasta el punto preciso
que resulta necesario para la profesión de cada cual,
sin que la Naturaleza le haya dotado excepcionalmente.
Pero el raciocinio ideal, constituye la ventaja peculiar
del teórico jurista y consiste en la posibilidad de que,
al pensar en temas jurídicos, se prescinda de su apli-
cación práctica como un presupuesto. La cuestión de
aplicación y de demostración no cuenta para nada: lo
que el teórico piensa existe. Con esto queda relevado
de todas las dificultades que al práctico le dan tantas
cavilaciones: a qué conducen in concreto todas las finas
diferencias, cómo las separaciones posibles, in abs-
tracto, podrán ser demostradas en los casos especiales;
su imperio lo forma exclusivamente la región de las
abstracciones, lo concreto se lo abandona al práctico,
a ver cómo se las arregla. De esta manera ha eliminado
esa oposición entre pensamiento y realidad que tanto
da que hacer a los demás mortales; se encuentra en
las alturas del idealismo filosófico, para el que todo el
mundo real es una apariencia, mera representación del
sujeto. Al entimema cartesiano cogito ergo sum, opone
él otro infinitamente más rico en contenido: cogito ergo
est. Pertrechado con esta fuerza creadora y renovadora
del ser, no encuentra obstáculo alguno en el campo jurí-
dico, que le dé el alto en el proceso de combinaciones
del pensamiento. Como el águila, se levanta por encima

304
de las nubes, se mece en las regiones del pensamiento
ideal y se baña en el puro éter de la especulación, sin
preocuparse del mundo real, que queda allá abajo, muy
lejos de sus miradas».
—Te doy las más expresivas gracias por tu lección.
Aproximadamente, así me había llegado a representar
el asunto; siempre he pensado que la Jurisprudencia es
la Matemática del Derecho. El jurista hace cuentas con
sus conceptos, como el matemático con sus magnitu-
des; si el total es correcto lógicamente, ya no tiene que
preocuparse de más.
—«Así debería ser si quisiese mostrarse digno de
tal nombre; pero el práctico es hombre débil, lo sufi-
ciente para dejarse arrastrar por el error de llevar su
mirada a las consecuencias de un proceso mental cohe-
rente. Ciertamente, no es culpable por esto; a su cerebro
le falta el mons idealis».
—¿Y cómo se prepara la sustancia para éste?
—«Todavía no estás en condiciones de compren-
derlo, porque el procedimiento resulta muy compli-
cado. Por lo demás, la sustancia necesaria, no es aquí
en el único sitio donde se encuentra disponible; aparte
de que ahora está preparada sólo la necesaria para la
intuición histórico-jurídica; consiste sencillamente en
un prudente añadido de fantasía a la sustancia cerebral
común a todos los teóricos».
—¿Es que solamente el historiador del derecho
necesita poseer fantasía? Yo me acuerdo haber leído
en un escrito de Tomasio que ningún jurista, ni aun
siquiera los prácticos, puede actuar sin una cierta dosis
de imaginación, que resulta necesaria, dice ese autor,
«para representarse el casus iuris especial».
—«Pero esa es la fantasía corriente, la phantasia
communis seu vulgaris. Pero no basta para el historiador

305
del derecho. Este necesita de una especial para él, que
es la que aquí se prepara. Su composición radica en el
añadido exacto de la fantasía poética (phantasia poetica
seu eximia) a la sustancia cerebral jurídico-teórica. Si
se altera la proporción justa en algo, habrá de sufrir
no poco el futuro poseedor del cerebro de que se trate.
La fantasía poética, que no encuentra goce alguno en
los puros problemas histórico-jurídicos, que no queda
absorbida por ellos, arrebatada por sus encantos, se
revuelve y protesta, entablándose una verdadera lucha
entre el poeta y el jurista. Todo depende entonces de
cuál vence. Si el poeta resulta más fuerte, la substan-
cia poética encuentra expansión en una forma que no
resulta peligrosa para la jurisprudencia; el hombre ese
hará poesías, compondrá dramas, novelas, relatos, cual
sucede entre eruditos de otras disciplinas que tienen
iguales prendas. Lo malo es cuando resulta vencedor el
jurista, pues entonces aquel caudal exuberante de la fan-
tasía poética necesita proporcionarse expansión y brilla
en la literatura jurídica. Es como el caudal manso de
agua, que no tiene fuerza para construirse un cauce pro-
pio por fuerza de la corriente, y que, sin orillas precisas,
se extiende en las llanuras, remansándose aquí y allá,
formando charquitos, lagunas, pequeños pantanos… La
inundación de la jurisprudencia por la poesía. En con-
junto no resulta peligroso, pues no cae en la tentación de
profanar los materiales jurídicos. Pero la otra mitad que
le queda… Defraudada en su aspiración a elevarse hacia
las conceptuaciones poéticas, utiliza la jurisprudencia
para proporcionarse un campo de expansión. Y no le
queda opción para elegir el lugar donde han de derivar
sus aguas. Nada, ni aun las cosas jurídicas más secas,
está libre de provocar el éxtasis ante su vista y que el
observador remueva cielo y tierra para alumbrarlas con

306
resplandores poéticos. ¿Puede haber algo más insípido
que la ficción? Pues sin embargo, un escritor de los más
modernos, ha puesto a contribución el Olimpo y sus
dioses, Zeus, Orcano, Vulcano, los rayos y los relámpa-
gos, la Primavera y las zumbadoras abejas, para poner
en claro su esencia: es decir, la ficción alumbrada con
luces de bengala».
«Cuando llegaron aquí las primeras de estas gentes
se las envió al paraíso de los poetas, pero desde allí
fueron devueltas con protestas, porque decían que de
poetas sólo tienen el aspecto exterior, la fraseología;
pero los verdaderos poetas experimentaban contra ese
verbalismo y esos adornos un verdadero desprecio, por-
que saben que la forma debe responder al contenido y
no caerían nunca en el trance peligroso de presentar
conceptos jurídicos con aspectos poéticos. Volvieron,
pues, a nosotros y los aguantamos, pero la mayoría se
salen del camino recto. Habitualmente están sentados,
sordos a todo lo que no sean las reflexiones que traman
allá en su rincón, hasta que algo excita su atención.
Entonces se levantan de un salto, se abrazan y golpean
y caen en una especie de éxtasis, que a todos los que
no estén enterados les produce cierta desazón. Pero son
gentes inofensivas por completo, incapaces de producir
un daño a nadie y que cuando se les pasa el ataque,
llevan una conversación completamente razonable y
que hasta tienen vista más aguda que los otros, que
sin embargo se ríen de ellos. A estos, sin embargo, les
sacan la ventaja de la imaginación y viveza de espíritu;
si tuvieran la fuerza suficiente para refrenar su ánimo,
les sobrepasarían muchísimo. Pero precisamente les
falta esa cualidad.
Ahora vayamos a la rotonda: a la sala de los con-
ceptos. Como tú aún no estás admitido y por consi-

307
guiente careces del derecho a penetrar en ese local, te
llevaré a la galería, desde la cual podrás contemplar
la escena».
…………………………………………………………
—¿Qué tumulto es el que contemplo? Si me parece
la Bolsa de Hamburgo. Únicamente las fisonomías y
las figuras que aquí se mueven, son de una clase ente-
ramente distinta que las que allí se acostumbra a ver.
Resulta majestuoso e imponente este espectáculo. Y
qué diferencias de expresiones en los rostros: verdade-
ros tipos agudamente tallados, parecen. Cuán retrasada
queda la expresión de la fisonomía humana ante ésta
de los conceptos.
—«Pues sin embargo, esto no debería admirarte.
El rostro es el reflejo de lo interior. La vida interior
del hombre en todo el decurso de su existencia es muy
amplia y los sentimientos y sensaciones tan variados
que le asaltan, son tantos como objetos puede buscar el
pensamiento. Pero el proceso mental de los conceptos
se limita exclusivamente a ellos mismos; ellos no tienen
ni han tenido otra cosa que hacer desde el comienzo del
mundo que pensar en sí mismos. La única penetración
en el mundo de los afectos y de las pasiones de que
están provistos, consiste en que cuando traspasan los
límites de su competencia y se entrometen en la de
otros, pueden llegar a convertirse en seres excitables y
hasta desagradables. Prescindiendo, pues, de estos ata-
ques de emoción, pasajeros y que no llegan a enturbiar
la intensidad de su pensamiento, siempre vuelto hacia
ellos mismos, no es de extrañar que su existencia se
transparente en la expresión de sus rostros y hasta en
su presentación externa, de una manera inconfundible.
No te resultará difícil el reconocerlos. Por ejemplo, ¿qué
conceptos crees que son aquellos tres que están allí?»

308
—El rostro astuto de uno le caracteriza, incon-
fundiblemente, como dolus, se advierte la doblez que
oculta en su corazón. El otro, con su cara de bobo o
despreocupado, solamente puede ser la culpa lata; es la
completa falta de reflexión. En cuanto al tercero, por lo
cuidadoso que se revela en su manera de mirar y por su
forma vacilante de andar, le tendría por la culpa levis.
—«¡Exacto! Podrás entonces conjeturar cuál es
aquel concepto que en estos momentos se levanta de
su rincón, estira las piernas y empieza a andar».
—¿Quién es? ¡Si parece que está dormido!
—Es la mora. Generalmente se le ve tumbado en un
rincón. Si no se le sacudiera mediante la interpelación,
no se movería siquiera.
«Aquel concepto que se acerca al dolo, segura-
mente le conocerás».
—Debe ser la bona fides. Tiene una expresión
inconfundible de franqueza, honradez y sinceridad en
sus rasgos, que no permite equivocarse.
—«Verdaderamente era fácil de identificar. Tam-
poco te producirá dificultad el identificar aquel con-
cepto que se encuentra justamente en medio del salón».
—Sólo puede ser la propiedad. Corresponde a la
imagen que de él me había formado: cuadrado, robusto,
de sólidos miembros, bien alimentado y con la expre-
sión de plenitud y bienestar pintada en el rostro. Se ve
que no se deja amedrentar, que se siente completamente
seguro de sí mismo, en abierta contradicción con el otro
concepto que está a su lado y que refleja la expresión
de inquietud y recelo en todos sus rasgos.
—«Es la obligatio, que siempre produce preocu-
paciones, por si llegará o no a consumar los derechos
que produce. Los únicos que consiguen llevarle a otro
género de pensamientos, son los conceptos de la fianza

309
y la prenda; únicamente en su compañía encuentra ese
concepto cierto bienestar».
—Me parece que algunos contertulios tienen
facha de gruñones, como aquellos que regañan en un
rincón.
—«Se enfadan porque se les hace poco caso. Aque-
llos dos que se encuentran juntos, son la capitis demi-
nutio y la infamia. En otro tiempo, estaban más entre-
tenidos, pero ha pasado su época. En el temblor de sus
manos y en todo su porte, podrás advertir que están
completamente agotados y envejecidos y hasta han
perdido la aspiración a recuperar su antiguo rango. De
vez en cuando renace en ellos la esperanza. Uno de los
juristas modernos143 les había otorgado un lugar en su
Manual y en sus conferencias sobre el Derecho romano
actual, y les concedía una consideración llena de afecto.
Hubieses debido contemplar cómo se rehicieron y qué
acogida dispensaron a ese hombre, cuando ingresó aquí.
Pero ya no hubo más y actualmente se los considera
como grandezas pasadas. Verdaderamente, ellos perte-
necen a nuestro cementerio histórico-jurídico, pero por
caridad se los soporta todavía en este lugar».
—De modo que ¿tenéis un cementerio?
—«Ya lo creo. No te lo he enseñado, porque aún
está completamente vacío. Nos repugna enterrar a los
conceptos aunque hayan perdido vida y fuerza por com-
pleto, y se les permite que anden por aquí como fun-
cionarios jubilados, en consideración a su pasado, es
decir, un otium cum dignitate. La habitatio y las operae
animalium, que están precisamente en aquel rincón de
los gruñones, debieron un día pasar al cementerio e

143
 Von Vangerow, «Lehrbuch des Pandektenrechts» I, § 34, Y
§§ 46-51.

310
incluso llegó a estar todo dispuesto para su entierro,
pero no se llevó a cabo, y hoy andan mezclados con
los conceptos del derecho actual».
—Me parece que veo tres conceptos que están sepa-
rados de la masa general, y como disgustados y moles-
tos se han ido al rincón; sin embargo, aparentan estar
robustos y llenos de vida.
—«Es cierto. Son la superficies, la emphyteusis y el
usus, que están enfadados, porque encuentran tan poca
gente que se ocupe de ellos en sus discursos, y tienen
envidia de los otros jura in re, por el vivo interés que
despiertan, especialmente las servidumbres prediales y
la prenda; son como el espíritu de la envidia, y a ese
último concepto, sobre todo, le rehúyen la conversación.
Yo mismo podría contar cosas de ellos. Recientemente
sostuve una discusión con el usus, sobre la cuestión
extraordinariamente importante, de qué efecto ejerce la
ademtio fructus en el legatum ususfructus. Él afirmaba
que la ademtio nada tiene que ver con ese legatus, y
estimó tan inconsistentes e inaceptables mis réplicas y
observaciones, que corté la conversación, dispuesto a
no reanudarla nunca con él».
—Observo entre los conceptos diferencias muy
considerables con referencia al tamaño; ¿es casualidad
o tiene algún fundamento?
—«Entre nosotros nada es casual. Tú mismo podrías
haber contestado a esa observación: el tamaño de los
conceptos se mide por su significación. Con este crite-
rio podrías, por ejemplo, haber distinguido los concep-
tos generales y los especiales. Ante tus ojos tienes un
ejemplo: precisamente están de charla el contrato con el
préstamo a interés y el comodato. No es corriente este
caso de conversación de los conceptos generales con los
especiales, pues sus relaciones están reglamentadas y

311
apenas dan ocasión a disputas. También la reglamenta-
ción de los conceptos especiales entre sí está hecha para
que no dé motivo a diferencias; únicamente el precario
y el comodato son los que no se han puesto de acuerdo
respecto al signo exterior distintivo. Por consiguiente,
habrán de proveer a esta necesidad los conceptos gene-
rales. Algunas de sus rencillas proceden de tiempos muy
recientes y han sido provocadas por algún tratadista.
Mira, por ejemplo, cómo discuten acaloradamente la
nulidad y la anulabilidad; antes se entendían maravi-
llosamente, pero hace poco tiempo andan a la greña.
La cosa está aún peor entre la obligación solidaria y la
obligación correal; sus polémicas no tienen fin y con
un nuevo día no hacen más que renovarse. Antes vivían
en relaciones muy amistosas, pero hace poco tiempo un
jurista, recién llegado, las ha enzarzado; desde entonces
se acabó la paz y viven en una situación de tirantez,
diciéndose las cosas más desagradables y haciendo que
resulten infructíferos todos los intentos de conciliación.
Yo hace tiempo que me he cansado de esas disputas y
no participo en ellas».
—Pero una discordia en vuestro cielo no debería
nunca tener lugar.
—«Eres un loco, si tal piensas. La polémica es la
salsa de la ciencia, y sin ella nuestro cielo sería un lugar
de tedio, insoportable; la eterna contemplación de los
conceptos llegaría a producir hastío, a la larga; única-
mente las discusiones y la llegada de nuevos elementos
es lo que trae algo de vida y de cambio aquí».
—Y los conceptos, ¿se pelean entre sí solamente o
también con los espíritus?
—«¡Oh, no! Se guardan las distancias que convie-
nen a la dignidad de todos, y no hay nadie tan desco-
medido que se atreva a otra cosa. Pero los espíritus no

312
se desdeñan de conversar con los conceptos amistosa-
mente y de instruirse con ellos acerca de su verdadera
naturaleza. Ayer mismo estuvieron hablando detenida y
minuciosamente la posesión y Savigny».
—Y ¿sabes tú de qué trataron?
—«¡Ya lo creo! Se ocuparon de la cuestión de si la
posesión es un hecho o un derecho».
—¡Qué lástima que no haya podido tomar parte
en la conversación! Algo me hubiese podido enseñar.
La posesión me interesa de una manera extraordina-
ria. Hasta ahora no la he podido ver; ten la bondad de
enseñármela.
—«En este momento no la encuentro. La mayor
parte de los conceptos entre nosotros tiene, como las
gentes de negocios en vuestras Bolsas, un lugar prefi-
jado, donde se tiene la seguridad de encontrarlos siem-
pre. Solamente unos pocos no han querido atenerse a
este régimen: son de naturaleza inestable y nunca están
en el mismo sitio, sino que andan de aquí para allá. Mira,
por ejemplo, el derecho de prenda, que en este momento
se encuentra entre los derechos sobre las cosas. Pues no
aseguraría yo que dentro de un momento no se hubiese
ido al derecho de obligaciones. También el derecho
hereditario, que ahora está tranquilamente en su sitio, ha
tenido la ocurrencia alguna vez de trasladarse al derecho
de familia, para luego volver a su lugar primitivo. Pero
el peor de todos los conceptos es la posesión; es un
camarada que no hace nunca estancias dilatadas en un
sitio: tan pronto se para en la parte general144, ya en los
derechos de la personalidad145, ya en el derecho sobre

144
 Thibaut, System des Pandektenrechts. 8ª ed., I, §§ 2 y 3 y ss.
Kierull, Theorie des gemeinen Zivilrechts, cap. V.
145
 Puchta, Pandekten, § 122 y ss.

313
cosas146, generalmente junto al dominio, sea delante o
un poco detrás, pero últimamente se ha ido al límite del
cercado147 e incluso ha llegado a penetrar en el derecho
de obligaciones148».
«Precisamente ahora la veo en la sección de los
derechos sobre cosas, junto al dominio».
—¿Y es esa la posesión? ¡Qué rara!, yo me la había
figurado de otra manera, la consideraba como un dere-
cho y aquí se presenta como hecho.
—«Espera un poco; la verás también como dere-
cho: cambia incesantemente, es el Proteo de nuestros
conceptos. Mírala otra vez; ¿qué te parece en este mo-
mento?».
—Realmente es un derecho.
—«Pues espera otro poco. ¿Y ahora?»
—Las dos cosas juntas: «conforme a su esencia,
un hecho, pero ateniéndonos a las consecuencias que
produce, un derecho al mismo tiempo»149. ¡Maravi-
lloso! Precisamente ahora hubiese jurado que era un
derecho, conforme a su esencia, porque llevaba todo
lo que corresponde al derecho150. Pero no es así: su
esencia más íntima consiste en que no es lo que es, o
que en cada momento es lo que precisamente enton-
ces se le ocurre; tan pronto se dice: «en verdad, no es
un derecho», «no es una relación jurídica», sino un

146
 Es la posición que ahora domina en cuanto a la posesión.
147
 Arndts, Pandekten. Lib. II, cap. 2°.
148
 Savigny, Das Recht des Besitzes. 7ª ed. por Rudorff, p. 48.
149
 Savigny, Loc. cit., § 5: «La posesión es hecho y derecho al mismo
tiempo», p. 44: «La posesión es hecho y derecho al mismo tiempo, a saber,
conforme a su esencia, un hecho, y por sus consecuencias y simultánea-
mente, un derecho.
150
 Véanse las observaciones anteriores de Savigny: 1) «Conforme a
sus consecuencias, es un derecho». 2) Es re­conocida como derecho. 3) Se
adquiere lo mismo que otro cualquier derecho.

314
hecho, pero después resulta un derecho «como todos
los otros» y luego «las dos cosas a un mismo tiempo».
Es una especie de anguila, que se escurre de todos los
intentos de sujetarla; se la cree tener entre las manos
y se escapa.
—«Has dado en el clavo. Y como hace lo mismo
con respecto a la adquisición y pérdida de la posesión,
nunca podrás determinar con seguridad si mantiene o no
su opinión. E igual cabe decir de la protección poseso-
ria: ya la tienes considerada como una obra genial del
Pretor romano, ya poco después te parece un crasísimo
error; llegas a creer que estás deslumbrado por un res-
plandor ficticio»151.
—Esa dudosa protección posesoria me ha dado
mucho que hacer durante mi vida terrena. Creí haber
planteado como jurista la cuestión de su fundamento, y
apenas llego aquí se me hace notar que es una cuestión
filosófica, de lo cual he sacado la consecuencia de que
también entre los juristas romanos los límites divisorios
entre jurisprudencia y filosofía no eran conocidos, pues
ellos admiten problemas como el del fundamento filosó-
fico de la usucapión152. El ejemplo que se me ha puesto
con relación a estos efectos de la posesión me ha arras-
trado a llevar esos mismos problemas a la protección
posesoria, y ciertamente que no me encuentro solo en

151
 E. J. Bekker, El derecho de posesión entre los romanos, Leipzig,
1880, p.  99: «La intervención de los interdicta retinaende possessionis
constituyen una obra verdaderamente genial». –P. 234: «Grave error…
creación verdaderamente hermafrodita la de los interd. retin. poss.»
–P.  235 nota: «Todavía experimento la sensación… de que la creación
de los interd. ret. poss. constituyó una obra genial, pero ahora opino ya,
como consecuencia de una reflexión más clara, que he estado engañado
por una especie de en­gañoso resplandor».
152
 1. 1 de usus (41, 3); 1. 5 pr. pro suo (41, 10).

315
este modo de considerar el caso. A pesar de que uno de
nuestros juristas ha llegado a hablar de que se utilizaban
los perros para explicar el fundamento de la posesión,
él mismo, con un poco más de calma, no ha dejado de
soltar sus perros para el propio servicio, reconociendo,
con más calma, que esta alianza merecía meditarse. Ese
ensayo efímero de utilizar los perros como exploradores
para la teoría de la posesión, ha tenido la culpa de que
las malas lenguas de la jurisprudencia le hayan hecho
el reproche de que con su teoría posesoria ha llegado
hasta a los perros.
—«Y le está bien empleado. ¿Para qué preguntar
por los fundamentos de una institución jurídica? Le
debía haber preocupado esa cuestión tan escasamente
como la de los fundamentos de las restantes institucio-
nes. Es cierto que la ha tratado el propio Savigny, pero
desde el punto de vista de su escuela, esto es, de la
jurisprudencia del siglo xix, ese método tan apreciado
hasta ahora de preguntar por los fundamentos de la pro-
tección posesoria, debe ser rechazado».
—Ya veo que no pertenezco a estos últimos, porque
jamás me ha preocupado la cuestión de los fundamentos
legales de una institución, pero en cambio ha llegado
a constituir en mí una segunda naturaleza el preguntar
en todas las proposiciones jurídicas por su finalidad.
—«De esto, es a saber que identificas el fin y el
fundamento legislativo, procede el que te encuentres
completamente a oscuras sobre una importante dife-
rencia: la que existe entre el fundamento de la lex lata
y de la lex ferenda».
—Para mí, ciertamente, es desconocida por com-
pleto.
—«Te la explicaré. El fundamento legislativo de la
lex lata coincide siempre y en todas partes con la base

316
histórica de la protección jurídica; no tenemos motivo
alguno para disociar los acontecimientos, sin los cuales
las leyes no hubiesen nunca llegado a ser tales, de sus
fundamentos históricos»153.
—Con eso ciertamente estoy de acuerdo. Me ima-
gino como si la necesidad de la ley se mostrase primero
en un caso ruidoso, que acostumbramos a llamar ocas-
sio legis; pero ¿cómo podría este caso aislado producir
la aparición de la ley, si no se mostrase en ese suceso
precisamente los fundamentos de lege ferenda? Estos,
ciertamente, no cambian su naturaleza, porque la ley se
dicte; los pretendidos fundamentos de lege lata, después
de dictada una ley, no son otra cosa que los motivos de
lege ferenda, antes de haberse dado la ley misma. Ocurre
aquí lo que con los motivos que impulsan a una per-
sona para realizar cierta acción: podrían desunirse en tal
consideración y presentarlos también como fundamen-
tos históricos después de realizada dicha acción; esto
creo que podría ser un ejemplo vulgar de mi manera de
entender la cuestión, manera que no está aún a la altura
de vuestro raciocinio, tan magníficamente desarrollado.
—«Pues precisamente por eso debieras abstenerte
de todo juicio. Y además, necesito repetirte, aprove-
chando esta ocasión, y diciéndotelo muy en serio, aque-
lla advertencia que te tengo hecha: que aquí en nues-
tro cielo no se pregunta ‘por qué’. Nadie formula esta
interrogación aquí. La escuela de Savigny, es decir, la
escuela jurídica del siglo xix, hace tiempo que superó
esa fórmula. Sólo faltaba que nuestros sublimes con-
ceptos tuvieran que andar contestando a un miserable
gusano de la tierra como tú por qué y de dónde proce-
den estas y las otras cosas, para que al final de cuentas

153
 Palabras de Bekker, loc. cit., p. 17.

317
todavía no quedaras satisfecho con sus respuestas. Los
conceptos que tú ves aquí son, y con esto está dicho
todo. Constituyen verdades absolutas, lo fueron en su
origen y lo serán siempre. Preguntar por su esencia y
por su razón de ser, no valdría más que preguntar por
qué dos por dos son cuatro. Son cuatro; con esto está
dicho todo: no existe un fundamento de esto. Lo mismo
pasa con los conceptos: descansan en sí mismos, como
verdades absolutas, y para ellos no hay fundamentos. Lo
único que con respecto a ellos les cabe a los espíritus
razonadores es profundizar en su esencia y extraer a la
luz del día el cúmulo de contenido que en su interior
yace. Lo que se produzca por este procedimiento será
verdad y tendrá, como toda verdad, la legítima preten-
sión a una validez absoluta».
—En vuestro cielo puede que así ocurra, pero en
la tierra…
—«Vete a paseo con tu tierra. En ella la verdad
participa de la suerte de Pegaso, sometido al yugo de
estar encadenado a vuestros legisladores y a vuestros
prácticos, a los que falta la visión de la estrella orienta-
dora, que puede dar rumbo hacia la verdad. En lugar de
lo verdadero que es eterno, colocan, equivocadamente,
lo práctico, lo útil, que es efímero y perecedero. ¿Qué
poder tiene el legislador sobre la verdad? ¿Puede man-
dar que dos por dos sean seis? Pues igual valor tiene
lo que contradice a la razón jurídica. El práctico puede
ser tan débil que lo siga, pero el teórico que no sea
indigno de este nombre, negará a una ley tan insensata,
la obediencia, porque para él la verdad está por encima
del temor humano. Por fortuna; ya no estamos aquí en
situación de tener que aplicar el derecho; esa distin-
ción de teoría y práctica es una de las grandes adqui-
siciones de la época actual; gracias a ella, ha llegado

318
la ciencia, por vez primera, a una completa libertad de
movimientos, que le era necesaria para la investigación
de la verdad. Sujeto al fundamento, firme como una
roca, de la teoría, libre de consideraciones a la prác-
tica, el investigador, a la manera que el que trabaja
en las ciencias naturales busca el arrancar a la natura-
leza su tesoro, no tiene otro objetivo que descubrir los
secretos maravillosos del mundo del derecho, poner
de manifiesto el fino sistema vascular del organismo
lógico jurídico. Y es admirable que sólo con ayuda del
proceso lógico, esté capacitado para realizar el más
delicado y definitivo trabajo de filigrana dialéctica,
que encarna en obras verdaderamente admirables de
agudeza humana, monumentos de la fuerza mental del
siglo xix, que, como los de la Escolástica, necesitan
aún de la perspectiva de los siglos venideros para cau-
sar admiración y suscitar imitaciones. Todo esto, sin
embargo, sólo ha sido posible desde que la teoría se
ha emancipado por completo de la práctica y se ha
dirigido a trabajar en sí misma exclusivamente, pues
la condición previa de toda actividad creadora de libre
dialéctica es el apartamiento de cualquier contacto con
la vida práctica, la cual ejerce sobre los teóricos un
influjo tan detestable, como la guerra sobre los solda-
dos, según la opinión de una autoridad técnica154. Un

154
 Se trata del Gran Príncipe Constantino, hermano del Empera-
dor Nicolás I. Se dedicaba a la instrucción de los soldados. Y llegaba a
tal extremo en su presentación perfecta, que en el campo de maniobras
podían llegar a hacer marchas con un vaso de agua lleno hasta los bordes
y colocado en la visera del chacó, sin derramar una gota. Pero la guerra,
decía él, echa a perder a los soldados; todo aquello en que los ejercitaba,
apostura rígida, paso de parada, limpieza impecable en los uniformes,
brillo sin impureza alguna en los botones, todo se perdía en la guerra; no
quería, pues, nada con la guerra: la detestaba.

319
ejemplo impresionante de esto lo ofrecen esos juristas
romanos, tan celebrados, que durante su vida y no
raras veces, se dejaron dirigir por estúpidas conside-
raciones de utilidad: no te habrás encontrado con uno
siquiera en nuestro cielo. La desaparición de aquellas
Facultades universitarias con competencia judicial, ha
eliminado el peligro del contacto con la vida, para
nuestra jurisprudencia actual».
—Yo creo que exageras el peligro que significaban,
porque he visto sentencias de esas Facultades que nada
dejaban que desear desde un punto de vista rigurosa-
mente científico155.
—«Es posible. No me refiero, con todo, al período
de restauración de la genuina ciencia jurídica, sino
al anterior. Entonces esa organización había actuado
como decisivamente perjudicial. El término medio que
los miembros de esas Facultades adoptaban entre teo-
ría y práctica, podría hacer que dictasen muy buenas
sentencias, pero ha ejercido un influjo pernicioso en la
actividad literaria posterior. Se ha demostrado que una
serie de errores de juristas recientes son reproducción
de puntos de vista de ellas».
—Ya que conozco las exigencias que vosotros tenéis
para con los teóricos, quisiera hacer un ensayo para
saber si estoy en situación de tal y de aplicar correc-
tamente el método. Ten la bondad de proponerme un
tema.
—«Ensáyate con la cuasi posesión».
—Si me dejara guiar por mi actual manera de
entender el asunto, diría: no existe cuasi posesión allí
donde el derecho no le reconoce una protección. Sin

155
 Sobre esto he escrito en otra ocasión. Véanse mis Vermischte
Schriften. Leipzig, 1879, p. 242.

320
embargo, el derecho romano enlazó esa protección al
ejercicio repetido de cuando en cuando, de un uti 156,
sin el cual se entendía desde el punto de vista prác-
tico que no existía cuasi posesión. Pero situándome
en el ángulo visual de la teoría, trazaría una figura
enteramente distinta. La adquisición de este género de
posesión, se realiza por iguales actos que la posesión
de las cosas corporales. La continuidad, tiene lugar,
como en cualquier género de posesión, mediante la
ininterrumpida posibilidad de reproducir el señorío
originario; la pérdida acaece precisamente por la cesa-
ción de esa posibilidad. El ejercicio en un solo acto
de la servidumbre, basta por consiguiente para otor-
gar fundamento a una cuasi posesión, y en este caso,
como en el de posesión de cosas corporales, perdura
hasta que la posibilidad de reproducir aquella relación
jurídica originaria desaparece, aunque no haya tenido
lugar durante varios años ningún acto de ejercicio de
esa servidumbre, siempre que no haya sido combatido
aquel acto originario.
—«Está muy bien para empezar. Nosotros hemos
llegado a prescindir del momento de repetición del uti,
el cual con su realidad sensible sólo sirve para la tie-
rra, y no le concedíamos ningún efecto, sustituyéndolo
sencillamente con la representación jurídica del con-
cepto correspondiente de la cuasi posesión. Se trata de
la sustitución de la realidad del ser por la idealidad del
pensar. La única concesión que hacemos a la realidad,
consiste en la exigencia de que el derecho deba ser ejer-

156
 1. 1 pr. de itin (43, 19). Quo itinere actuque privato… hoc anno
usus es. 1. 1 pr. de aq. quot (43,20). Uti hoc anno aquam… duxisti.
1. 1 § 29 ibid: Uti priore aestate… pr. de rivis (43,21)… non aliter
quam uti priori aestate… duxit. 1. 22 pr. de fonte (43,22)… Uti hoc
anno ussus est.

321
cido una única vez. Ese ejercicio único no significa más
para la cuasi posesión de lo que el cordón umbilical en
los niños: cortándolo, el concepto queda para siempre
desligado de la realidad, y como el feto, adquiere vida
propia, queda abolida la realidad y el concepto existe
por sí mismo».
«Voy ahora a proponerte una nueva prueba. ¿Cómo
se desenvuelve la acción del cuasi poseedor en los inter-
dictos cuasi posesorios?».
—No me preocupa ese problema. Me basta con
que exista la cuasi posesión; su protección en asunto
de los preceptos positivos, que la teoría, en su desen-
volvimiento conceptual, no tiene por qué considerar,
si no quiere descarriarse. Si el derecho vigente niega
a aquel a quien reconocemos cuasi posesión su protec-
ción, como hizo el derecho romano de una manera que
no merece pedirle responsabilidad, se tratará de un acto
de arbitrariedad, que los débiles han de sufrir por parte
de los fuertes, pero que no debe hacerles desfallecer,
porque tienen la convicción alentadora de que la teoría
le reconoce como un cuasi poseedor.
—«Otra vez muy bien. Y ya hemos separado tam-
bién el concepto de cuasi posesión de ese momento
incómodo de la protección, es posible que no se le
encuentre ningún otro problema práctico».
«Pero mis preguntas no terminaron aún. Debes
explanar tus ideas respecto a la relación que guardan
la cuasi posesión y la pérdida de servidumbres por no
uso. Imagínate esto: el titular de una servidumbre real
ha llevado a cabo el 31 de diciembre de 1799 el último
acto de ejercicio y luego no ha habido ninguno en diez
años consecutivos, ¿en qué situación se encuentran la
servidumbre y la cuasi posesión el día 1º de enero de
1810?»

322
—Es muy sencillo. La posesión que tenía en pri-
mero de enero de 1800, la conserva sin interrupción
mientras perdure la posibilidad de reproducir la situa-
ción primitiva. ¿Qué perjuicio ha experimentado la cuasi
posesión para que la servidumbre perezca por no uso?
Si es completamente independiente de ella, conforme
a su concepto, ya que puede darse una cuasi posesión
sin que subsista la servidumbre y una servidumbre sin
cuasi posesión, podrá subsistir ésta sin aquélla, como yo
afirmo rotundamente: el cuasi poseedor podrá hacer que
renazca la servidumbre, mediante la usucapión; pero
donde subsista la posesión, esos actos se atribuirán a la
cuasi posesión misma, siempre que no falten los restan-
tes presupuestos para que se produzca la usucapión. El
proceso es, por tanto, el siguiente: en el decenio 1800-
1810 perece la servidumbre por no uso, en el siguiente
reaparece de nuevo por prescripción, ya que ha perdu-
rado la cuasi posesión, al otro vuelve a ocurrir lo mismo,
y así sucesivamente, ya que la cuasi posesión ea ipsa, se
transfiere con el fundo a su adquirente157, o si pensamos
en la figura de una persona jurídica como tenedora de
la servidumbre, la posibilidad de reproducción de la
situación jurídica primitiva, perdura siempre hasta la
consumación de los siglos. La cuasi posesión es eterna,
se coloca en primera fila con la acción para reclamar los
réditos derivados del préstamo, que no prescribe aunque
el acreedor no los haya reclamado, y por consiguiente,
no se haya producido ninguna lesión de derechos158;

157
 1. 3, §§ 6-10 de itin. (43; 19).– 1. 1, § 37 de aq. (43, 20); 1. 2, §
3, 13 Si ser (8, 5).– Antes se ha servido de un interdictum adipiscendae
possessionis: 1. 2, § 3 de int. (43, 1).
158
 La conocida teoría de Savigny, System des heutigen röm.
Rechts, V, § 239. La aplicación al caso de préstamo con interés y a su
demanda, en la p. 292: «El comienzo de la prescripción de una acción,

323
y con la de compensación derivada de una obligación
natural, para la que tampoco existe la prescripción. He
aquí un motivo de exaltación para el jurista. Los tronos
se desploman, perecen las naciones, el universo entero
está sujeto a mudanza y cambio, pero en el campo de
la jurisprudencia de conceptos hay instituciones que se
burlan de los cambios terrenales y contra las que nada
puede el tiempo.
—«Sin saberlo has descrito una de las obras maes-
tras de nuestro mundo de conceptos, a saber: el mobile
perpetuum jurídico. El problema que en la Mecánica
ha tratado en vano de resolver hasta ahora, lo ha solu-
cionado en su terreno la jurisprudencia. Una vez esta-
blecida la cuasi posesión, continúa en la servidumbre
predial ese movimiento con ritmo igual por toda la eter-
nidad. En un decenio se produce mediante usucapión;
en el otro perece por non usus; en un decenio renace la
cuasi posesión y en el otro elimina al no uso».
—Pero esa cuasi posesión debe mantener separados
con toda precisión ambos aspectos; si se equivoca una
vez en esto, no podrá recuperar luego su puesto.
—«Tú razonas así: ¿cómo es posible que el ori-
gen y la muerte tengan lugar conjuntamente dentro del

es imposible. Presupone abandono, y ¿dónde podría encontrarse en este


caso?». –P. 293: «no ha existido ninguna ocasión para la acción, porque
tampoco se ha dado una lesión». Lo cual estropea el objeto que persigue
esa institución de la prescripción y la expresa declaración de Justiniano
mismo, que precisamente quería evitar la duración eterna de esas accio-
nes, que podría lograrse con esos procedimientos de jurisprudencia
constructiva (1.  1, §  1º Cod. de ann. exc., 7, 40: jubemus omnes per-
sonales actiones quas verbosa quorundam interpretatio extender extra
metas triginta annorum conabatur, triginta annorum spatiis concludi).
Pero, ¿qué pueden esas ideas contra el punto de vista de la lesión? Ni
tampoco contra el concepto de la actio nata: la ley no tiene fuerza
frente a los conceptos.

324
mismo decenio, siendo así que dos fuerzas opuestas o
dos movimientos contrarios, se anulan?».
—Así es en verdad.
—«Precisamente en esto reside la suprema plenitud
de nuestro mobile perpetuum: en que compatibiliza la
posibilidad de un movimiento constante con el eterno
reposo y realiza con esto, para la servidumbre predial, el
pensamiento de la absoluta libertad, para la que no exis-
ten deberes, que puede, no sólo nacer y perecer cuando
le parezca, sino también estarse en completo reposo.
Nadie puede saber, por tanto, de antemano qué es lo
que hará; últimamente, por ejemplo, estuvo durante
todo un año en reposo, sintió sin duda la necesidad de
descansar alguna vez y de gozar de la semejanza con la
prescripto dormiens. Pero luego comenzó a correr otra
vez y completó el decenio de prescripción».
—Verdaderamente que es un fenómeno jurídico
como no hay dos. Sólo se queda atrás ante la cuasi
posesión. Yo le daría el premio.
—«No olvides que todo lo que ésta puede perfilar
se lo debe únicamente a la posesión de cosas, hasta el
punto de que viene a ser una especie de vaciado de la
otra. Cuando se ha llegado a comprender el concepto
de la posesión corporal, se entienden perfectamente sus
aplicaciones a la posesión de derechos. Todos nuestros
espíritus hace tiempo que están de acuerdo en que la
posesión, por su contextura conceptual, verdaderamente
prodigiosa, deja atrás a todos los otros conceptos y hasta
estos mismos proclaman al unísono que le es debido el
primer puesto, mientras que disputan encarnizadamente
por los otros lugares dentro de la jerarquía. Ninguno es
capaz de preparar lo que ella. Conforme a su origen, es
un hecho, de acuerdo con su esencia, tan pronto es un
hecho como un derecho, como las dos cosas, y hasta

325
ha llegado a decirse que “siendo realmente un no dere-
cho viene a constituir junto a aquellas dos ideas, una
tercera, con autonomía de tercer concepto”159. Arran-
cando de la realidad sensible, pronto se separa de ella,
para quedarse con la pura posibilidad. En adelante no
guardará ninguna relación sensible con las cosas, no
precisará de ningún acto; para disfrutar de vida, la mera
representación imaginativa de los juristas que discurren,
le es suficiente. Con lo cual se cierne incluso sobre los
mismos derechos. Las servidumbres y las acciones se
perjudican por el no uso, pero a la posesión la falta de
actos no la afectan, quedando, por consiguiente, inver-
tida la relación de rango entre ella y los derechos, que
parece natural conforme a una concepción simplista:
la posesión se muestra más fuerte que el derecho: el
hecho deja muy atrás al derecho. El derecho romano
en esta cuestión, no llegó a elevarse a las alturas de la
concepción ideal, ya que reconoce a los derechos una
fuerza vital o de resistencia superior a la de la pose-
sión, poniendo el tiempo de extinción en el doble para
aquéllos que para ésta, y con esto incide en la segunda
falta, a saber, que hace influir en la protección jurídica
la diferencia, conceptualmente indiferente, de cosas
inmuebles y muebles, duplicando el plazo para aqué-
llas160. Como disculpa se ha dicho que estos preceptos

159
 Kierulff, Theorie des gemeinen Zivilrechts, p. 349.
160
 La extinción de la propiedad por usucapio en el antiguo derecho
tenía lugar por el transcurso de dos años para los inmuebles y por el de uno
para los muebles. La extinción de la servidumbre predial por non usus, en
dos años (lo mismo se dispuso que rigiera para la prescripción adquisitiva,
mediante la lex Scribonia), la del usufructo, distinguiendo inmuebles y
muebles, por dos años y por uno (1. 13, Cod. de serv. 3, 34). El plazo
de la protección posesoria en inmuebles (interd. uti possidetis) era de un
año; medio año en los muebles (interd. utrubi); de la cuasi posesión de
servidumbres, un año (hoc anno, vide p. 290, nota). El pensamiento que

326
provienen de una época en que los romanos no habían
llegado a dominar el puro razonamiento conceptual.
¡Cómo se alza frente a esto nuestra idea de posesión!
En ella ha desaparecido por completo el concepto de
realidad: la posesión sobre un objeto, que un servus
publicus de la ciudad de Roma en la época de César
hubiese dejado en el bosque, o hubiera enterrado allí,
perdura hasta nuestros días161. Es el triunfo del razona-
miento jurídico, que ha destruido o superado la catego-
ría de realidad con la de posibilidad… Comenzando con
“el ideal de la posesión”, ha concluido con la “posesión
de los ideales”162; desnudando a la posesión de todos
sus efectos reales, la conserva, sin embargo, su fuerza,
y la hace perdurar como “posesión in abstracto”163».
«Pero como nos hemos entretenido demasiado en
el salón de los conceptos, ya es hora de que nos trasla-
demos al gabinete de anatomía patológica».
…………………………………………………………
—«Tú has contemplado hasta ahora los conceptos
en sus formas puras, pero ahora vas a estudiarlos en las
deformaciones que han sufrido en la tierra».
—¿También por parte de los romanos?
—«Desgraciadamente. Yo no diría nada si se tra-
tara sólo de cosas de la legislación, pero también aque-

se encuentra en el fondo de todas estas medidas de plazos, es uno indis-


cutible, a mi modo de ver, pero que hasta ahora no ha sido reconocido: el
derecho tiene una fortaleza doble que la posesión, y las cosas inmuebles
representan también una fuerza doble que las muebles. De aquí se deriva
en la protección posesoria de cosas muebles, que el plazo representa la
cuarta parte del tiempo que la protección de la propiedad sobre inmuebles.
161
 Savigny, 1. c., p. 541: «Quien, por ejemplo, hubiese dejado una
cosa en el bosque y se acordase de ella con toda precisión, no habría
perdido la posesión».
162
 Palabras mías en el trabajo sobre la protección posesoria.
163
 Así formula esta idea Puchta.

327
llos juristas fueron lo bastante débiles para posponer
la coherencia rigurosamente lógica de los conceptos
jurídicos, ante consideraciones de pura entidad prác-
tica —utilitas, como las llamaban—. Y así han llegado
esos monstruos hasta nuestros días con el aspecto que
vas a contemplar».
—Verdaderamente son muy feos. Después que se
ha contemplado los conceptos en toda su pureza y her-
mosura ideales, se espanta uno al mirar estos esperpen-
tos. ¿Y qué significan los colores distintos que llevan
las preparaciones?
—«El negro indica que las respectivas proposicio-
nes jurídicas son de mero interés práctico, pero que no
contienen ninguna contradicción de conceptos, como,
por ejemplo, en la variedad de plazos para la prescrip-
ción extintiva: concuerdan por completo con el con-
cepto de prescripción de acciones. Allí puedes observar
los preceptos sobre el orden de suceder ab intestato.
Podrás apreciar que el número de estos ordenamientos
del derecho positivo no es insignificante: sería deseable
su reducción y el perfeccionamiento de algunos. Pero en
la tierra, donde se quiere el derecho sólo para aplicarlo
y no en sí mismo, no puede prescindirse de una cierta
cantidad de preceptos, y la ciencia ha de soportarlos
en cuanto no pretendan establecer algo en contra de
un concepto. Cuán a menudo y con cuánta variedad de
formas ocurre esto último, puedes contemplarlo en los
otros dos colores: rojo y azul. Aquél denota las defor-
maciones que ya los romanos hicieron sufrir a varios
conceptos; éste, las que han tenido lugar en los tiempos
modernos; el tono más claro en uno y otro color indica
que esas deformaciones han de imputarse al legislador;
el más oscuro, en cambio, las que cargan en la cuenta de
los juristas. Estas últimas son las más graves y deplora-

328
bles, porque demuestran una decadencia de la ciencia
jurídica misma, un coqueteo con las necesidades de la
práctica, que nada merecen y que, a lo sumo, sólo deben
preocupar al legislador. Precisamente la profesión de
jurista consiste en velar por la pureza de los concep-
tos, conservarlos bien y apartar todo lo que vaya contra
ellos. Al legislador, en los atentados que comete con
los conceptos, puede servirle de disculpa que no sabe
hacerlo mejor, que se mueve con toda inocencia, pero
para la Jurisprudencia, la guardiana de los conceptos,
estos ataques significan el crimen más horrendo de que
puede hacérsela culpable, pues significa una especie
de pecado contra el Espíritu Santo. Ahora entenderás
el simbolismo de las tonalidades y colores. Aquí tienes
la culpa: ese tono pálido indica la obra del legislador,
el oscuro el de la Jurisprudencia; ambos van cediendo
según decrece la gravedad del atentado cometido. Ya te
mostraré otros ejemplos».
«Aquí está la propiedad. Su concepto no ha sufrido
nada, ni por parte del legislador, ni por parte de la Juris-
prudencia. Pero en cambio la han tomado con los modos
de adquirir y con la reivindicatio. Aquí tienes, por ejem-
plo, el thesaurus».
—No le había visto en la sala de los conceptos.
—«Allí no podía estar, porque contiene una enor-
midad que está en abierta contradicción con todos los
fundamentos de adquisición de la propiedad. La propie-
dad sobre el tesoro es sabido que pertenece a aquel que
lo escondió, de él pasa a sus herederos, aunque ellos
no tengan noticia de su existencia, y así sucesivamente
hasta la eternidad. Claro está que por un mero non usus
no debe perderse. Si al fin es descubierto el tesoro, aun-
que hayan pasado miles de años, no existe teóricamente
la menor duda de que está en la propiedad de alguien,

329
probablemente si en aquellas sucesiones hereditarias
han participado muchos herederos, en la de millones de
dueños: con que en cada transmisión sólo hubiese cinco
herederos, a la décima sucesión, pasarían de los diez
millones. La participación de cada uno sería insignifi-
cante, reducida a una menudísima porción homeopática,
y la prueba de justificación de todas las transmisiones
en cada uno de los propietarios, traería consigo dificul-
tades. Es posible que nadie acudiera a reclamar. Pero
que haya o no reclamantes, es algo que en nada afecta
al dictamen jurídico del asunto; sabemos que el tesoro
tiene dueño y es lo único que nos interesa».
«Aquí tienes ante tus ojos un caso notable de las
equivocaciones conceptuales que padeció la Jurispru-
dencia romana. Proclama en la definición del tesoro,
que se trata de cosas que ya no tienen dueño164. Una
vez que comienza así, la coherencia lógica hubiese exi-
gido que tratara el caso como una ocupación de cosas
sin dueño, aplicando esos principios al descubridor.
Pero aquí se mezcla el derecho positivo y atribuye la
mitad al descubridor y la mitad al dueño del fundo. Y
así se acumulan los errores; como se ha abandonado
el terreno firme de la consecuencia y de la constancia
en los principios, no hay manera de poner límites a lo
arbitrario».
«Debo decir, en honor de nuestra jurisprudencia
actual, que si el problema del tesoro fuera una cues-
tión abierta a la discusión, la hubiera resuelto con toda
corrección teórica, como hizo con la prescripción de los
intereses del préstamo, estableciendo que un derecho
para cuya extinción no existe motivo alguno, perdura,

164
 Es la conocida definición: cujus non extat memoria, ut jam domi-
num non habeat.

330
y por tanto, que en el caso del tesoro, puede plantearse
la discusión como en la acción de prescripción, a saber
cuando nace: falta la lesión jurídica. Por este sistema se
colocarían juntas la propiedad y la acción personal, y se
reconocería la imprescriptibilidad de ciertas acciones y
al mismo tiempo la del tesoro».
—Veo aquí otro modo de adquirir la propiedad, que
lleva una raya cruzada de un tono rojo oscuro.
—«Es la usucapión. Mal la trataron los juristas
romanos. Conforme a su concepto, presupone la pose-
sión, ya que una usucapión sin posesión es un imposible
lógico, un monstruo conceptual. Pero los romanos no
se detuvieron ni siquiera ante esta enormidad. Aunque
enseñaban que la posesión se extingue con la muerte,
dejaron que siguiera corriendo la usucapión, es decir,
una especie de hombre que anda sin piernas y como
si todavía no fuese bastante, dejaron que corriese para
el deudor con prenda, cuya posesión había sido trans-
ferida, sin embargo, al acreedor. Un quid pro quo no
menos irritante es el de perduración de la posesión sobre
el esclavo fugitivo. Sin embargo, aquí la conciencia jurí-
dica parece que les ha quedado, pues ellos corregían
aquella enormidad, dando el caso como una aplicación
del principio de perdurabilidad de la posesión. Sólo
que a continuación volvían a mezclar al Diablo con
Belcebú. ¡Posesión en un esclavo fugitivo! Lo que se
habría divertido el esclavo pensando en esa posesión
de su dueño, si logró refugiarse allá en un rincón del
mundo, seguro y lejos de Roma».
«Y todo por culpa de la dichosa utilitas. Para que
un cualquiera pudiese usucapir, se sacrificaba el interés
ideal de la perfección de los conceptos».
—¿Qué representa esa preparación de la teoría de
la propiedad?

331
—«Es la reivindicatio. También con ella han pecado
gravemente los romanos. Conforme a su finalidad y a
su posición originaria, debería haber seguido su camino
recto, sin detenciones ni temores ante ninguna clase de
obstáculos. Pero ¿qué ocurrió? Que ante el mísero tig-
num junctum, la hizo detenerse el miedo: el propietario
debió contentarse con el doble del valor del objeto. Es
una infracción manifiesta del derecho, una estrangula-
ción de la propiedad; en favor del principio de utilidad,
vacilante e inseguro, fue sacrificado el más ideal de
los bienes: el principio de Derecho. Y todo esto sen-
cillamente para que el demandado no necesitase echar
abajo su casa. Como si una mísera casa, que está pagada
de sobra con unos cuantos miles de monedas, pudiera
anteponerse al ideal de la propiedad. En disculpa de
esto puede señalarse que este obsequio a la idea de
propiedad tuvo lugar en un tiempo que carecía aún de
sensibilidad para el idealismo jurídico».
«El mal ejemplo del legislador ha producido copio-
sos frutos entre los juristas romanos. La antigua reivin-
dicatio llegó a ser modelada de tal forma, que apenas
puede reconocérsela, ya que parece un ser hermafrodita
entre la in rem y la in personam actio. Como dirigida
a recuperar cosas, tenía de presupuesto indispensable,
conforme a su concepto, considerar la posesión en la
persona del demandado. ¿Qué hicieron los juristas?
Liberarla de ese atadero y concederla incluso contra el
no poseedor qui liti se obtulit aut dolo desiit possidere.
Es decir, la convirtieron en una reclamación por dolo.
Una actio de dolo vestida como una in rem actio: un
verdadero monstruo. Cualquiera que haya saludado las
Instituciones sabe que la oposición entre esos dos tipos
de acciones pertenece a las nociones más elementales
del derecho romano».

332
«Separados ya del recto camino, se fueron per-
diendo los juristas romanos cada vez más. Respetando
el pensamiento capital de la in rem actio, se permitió a
las dos partes hacer valer pretensiones de tipo obliga-
cional, al demandado para indemnización por impensas,
al demandante por percepción de frutos. Aun en último
caso podía admitirse lo primero, ya que se origina y cae
con la exceptio doli y ésta es sabido que puede hacerse
compatible con todo proceso; con esto me obligo a sacar
de quicio todo el derecho y rechazo toda proposición
que no concierte con lo que me conviene. Pero la recla-
mación de los frutos, no significa más ni menos que un
puñetazo en la cara de la lógica jurídica. La demanda
dice de un objeto rem meam esse: ¿pueden quedar los
frutos comprendidos dentro de la voz res? No, porque
son cosas con autonomía. ¿Conciertan con el meum
esse? A duras penas, y referidos al malae fidei posses-
sor y a los frutos todavía existentes, pero nunca al bonae
fidei possessor, ya que éste alcanzó la propiedad de los
frutos y tampoco en ningún caso a los frutos consumi-
dos, puesto que no es posible concebir propiedad sobre
una cosa que ya no existe».
—Coincido enteramente contigo. Si yo me hubiese
permitido aconsejar eso a un jurista de nuestros días,
seguramente le hubieran apedreado, caso de que se atre-
viera a presentar públicamente semejante ocurrencia,
e incluso el propio legislador no se hubiese librado de
reproche de arbitrario165, pero a los juristas romanos les
está permitido todo.

165
 Compárese, por ej., la manera de expresarse Puchta, Pandekten,
§ 135, nota c), sobre la novedad perfectamente razonable introducida por
Justiniano en C. 8, 4, 1. 11 unde vi: «se trata de un precepto perfectamente
arbitrario» y sobre la extensión, no menos razonable, de esa regla, llevada
a cabo por el derecho canónico: «siguiendo este mismo camino, el derecho

333
—«Aún resultan más culpables por lo que hace a
la reivindicatio. Contempla un momento aquí el jus
tollendi».
—Tiene una raya de color rojo muy vivo.
—«Y con razón. Lleva en sí una contradicción
lógica. Si el poseedor ha hecho mejoras en la cosa,
se atribuyen, siguiendo los preceptos de la accesión,
al propietario, haciéndose imposible lógicamente todo
jus tollendi para el demandado. Sin embargo, se le
hace prestar caución. ¡Pero en qué forma! Si el deman-
dante se ofrece a pagar al demandado tanto como valga
la cosa después de la separación, debe cesar su utili-
zación, como si no valiese nada; los juristas romanos
decían que malitiis non indulgendum est, y con esto
anteponían un puro principio moral a los de derecho.
Correctísimo principio, con el que me atrevo a alterar
todos los goznes del edificio jurídico. Un acreedor
ejercita su acción en un momento en que el pago por
parte del deudor representa para éste la más grave
molestia, mientras al primero no le significa quebranto
aguardar aún algún tiempo. ¿Qué haría yo? Desechar
su ruego: malitiis non indulgendum est. ¿Es que hay
malicia cuando se ejercita un derecho perfectamente
legítimo? Quita al deudor de una vez el jus tollendi,
pero no se lo concedas por un lado, para arrebatárselo
por el otro».
—También yo he creído siempre que en este punto
los juristas romanos han errado gravemente. A esto con-
duce el haberse dejado llevar por aquel criterio, que no
se atrevieron a exponer abiertamente: ne urbs ruinis

canónico continuó avanzando en el camino de lo arbitrario». —La equi-


vocación que se atribuye a ambos derechos en estas palabras, representan
una insignificancia, al lado de lo que se dice en el texto.

334
deformetur 166. Al derecho primitivo pudo parecerle bien
aplicarlo al caso del tignun junctum, pero los juristas
romanos debieron saber que los principales jurídicos
están por encima de las meras consideraciones de uti-
lidad. Por mucho que los estime, no puedo menos de
censurarles el que en la citada disposición sobre el jus
tollendi, han puesto en ridículo un principio jurídico y
no se avergonzaron siquiera de hacer valer ese principio
de utilidad incluso frente al Estado, con mengua del
derecho. Alguien, sin oposición, pero sin estar tampoco
competentemente autorizado, llegó a construir en un
predio del Estado. ¿Qué ocurrió? Pues que como se
ponía con ello obstáculo al tráfico, se dejó en pie el
edificio y al constructor se le exigió solamente un canon
(solarium). ¡Ne urbs ruinis deformetur! 167. Nosotros los
modernos hemos progresado en esto. Si entre nosotros
se eleva una edificación que el vecino no tiene obliga-
ción a soportar, debe formular demanda, aunque se trate
de una infracción, en tiempo hábil (operis novi nun-
tiatio), sin arredrarse en solicitar su demolición. Tiene
consigo el principio de derecho y en él se apoya168. ¿Qué
importa que se trate de un magnífico palacio o de una
estación ferroviaria? La actio confessoria y la negato-
ria se refieren exclusivamente a un jus esse o a un jus

166
 1. 2, § 17, 1. 7 Ne quid in loco publico (43,8).
167
 Véanse los pasajes citados en la nota última.
168
 Hasta los tiempos actuales la opinión dominante entre los roma-
nistas teóricos, era opuesta a la que yo expuse en mis Jahrbücher, VI,
p. 97 y ss., no obstante las razones que aducía en contra. Ya la existencia
de la operis novi nuntiatio, debía haber llevado, según mi modo de ver, al
camino recto; ¿para qué hubiese servido, de otra manera, si las actiones
confesoria y negatoria conducían al mismo resultado? Por mi parte no me
cansé nunca de luchar contra un punto de vista semejante, que estimaba
inexacto, y espero que esta exposición contribuirá a esparcir luz sobre las
equivocaciones de esta jurisprudencia conceptual.

335
non esse y este jus o non jus, no deben encontrar obs-
táculos en su camino, sino que deben realizarse con la
fuerza de una necesidad lógica, que es tan incontrasta-
ble como la necesidad impuesta por la naturaleza. ¡Fiat
justitia, pereat mundus! Se ha afirmado el principio de
la propiedad o el de la servidumbre, y todo lo demás
resulta indiferente. Los romanos tampoco tuvieron en
estos casos el valor suficiente para obtener las últimas
consecuencias, pues concedieron al juez y al deman-
dado un arbitrium para que el restituere, es decir, la
demolición de lo edificado, no fuese la consecuencia de
un fallo condenatorio, sino que pudiera convertirse la
condena en una en metálico. El edificio habría, pues, de
subsistir, aunque estuviera construido sobre un terreno
público: ne urbs ruinis deformetur. Entre nosotros, sin
embargo, que no tenemos este miedo a la demolición
de edificios, cobrará nuevo curso el derecho. Será un
magnífico cuadro el que se nos ofrezca. En las ruinas
de los edificios destruidos se asentará triunfante la
Lógica del Derecho, mirando agradecida a la «Escuela
jurídica del siglo xix», que la ha liberado del peso de
aquella indigna losa, que significaba su sumisión a los
principios utilitarios. No estando atadas sus manos por
preceptos positivos, es decir, de la legislación queda-
rán desterradas aquellas inconsecuencias lógicas en que
habían caído los romanos, de nuestra jurisprudencia
contemporánea».
—«La actio finium refundorum, que puedes con-
templar aquí, junto a la reivindicatio, tampoco te la
habías encontrado todavía. El trazo muy oscuro sig-
nifica dos enormidades que se han cometido con ella:
la una, que se ha pospuesto el principio de liberación
de la carga de la prueba; la otra, que el Juez en esos
litigios puede fijar los nuevos límites, acomodándose a

336
principios de conveniencia. ¡Consideraciones de con-
veniencia cuando se trata de determinar la propiedad!
Es simplemente un menosprecio hacia esa idea. El río
se ha abierto un nuevo cauce por los predios de dos
propietarios: un trozo de un lado se atribuye a un pro-
pietario y otro, del lado distinto, al otro propietario.
Y el Juez, por puras consideraciones de conveniencia,
estatuye atribuyendo esos trozos de terreno, como si le
perteneciesen».
—Me parece que voy cansándome de la propiedad.
Nunca creí que encerrase tantas contradicciones y con-
ceptos opuestos, como se me han hecho patentes por
vuestro procedimiento de los colores. Haz el favor de
enseñarme otros ejemplares de conceptos.
—«¿Te interesarían acaso los jura in re? Desde el
punto de vista de los conceptos no resultan tan maltra-
tados como la propiedad, sin embargo, aún queda algo
que ver. Aquí tienes, por ejemplo, el usus aplicado a
cosas que no conceden el uti, allá el quasi ususfruc-
tus, esa deformación del ususfructus, que siendo con-
forme a su naturaleza, un jus in re, se le olvida recibir
la conformación de la propiedad. Allí tienes la prenda
que se permite continuar confundida con las deudas,
saltando de las cosas a los derechos, con lo que da
origen al sospechoso concepto de los derechos sobre
derechos que tantos insomnios ha provocado entre nues-
tros juristas contemporáneos. Encontrarás en el derecho
de prenda algunos trazos azules: denotan las deforma-
ciones conceptuales que se han llevado a cabo en los
últimos tiempos para hacer pasar la prenda al derecho
de obligaciones. Aún puedes observar la figura de la
deuda territorial, en la que el derecho de prenda se ha
liberado enteramente de las exigencias de tipo personal;
algo tan extraño, que resulta inconcebible para un cere-

337
bro de romanista, rectamente organizado. Viene después
la figura de la hipoteca plenamente existente, pero para
prestaciones u obligaciones futuras, en concurrencia
con hipotecas posteriores».
—Eso es lo peor, porque contiene sencillamente
una imposibilidad lógica. ¿Cómo puede pensarse que
exista una hipoteca posterior, sin que haya una ante-
rior? Y aquélla gravita con la misma necesidad que el
aire pugna por entrar en un espacio vacío; es el horror
vacui, que tiene la misma validez en el mundo jurídico
que en el mundo físico. Ya estoy también saturado de
derechos reales, y me encuentro tan molesto que quiero
marcharme. Pero antes, ten la bondad de mostrarme la
obligación.
—«Aquí la tienes. Pocas partes rojas encontrarás
en ella, pero en cambio bastantes azules».
—Sin embargo, creo observar un trozo con una raya
roja de tono muy oscuro, ¿qué significa?
—«Pues aquella proposición de los juristas roma-
nos de que el deudor que hubiese pagado a persona no
autorizada por el acreedor, aun culposamente, queda
libre de la obligación; que en esto hay una imposibilidad
lógica, no necesito decírtelo».
—Ciertamente que no. La obligación sólo puede
extinguirse pagando personalmente al acreedor o a
quien éste hubiese autorizado para recibir el pago. Los
pagos hechos a personas no autorizadas no pueden
considerarse como cumplimiento de las obligaciones,
y resultaría lógicamente imposible que el deudor por
este procedimiento quedase liberado. Al acreedor no le
afectaría ni la repulsa del pago hecha por ese receptor,
aun cuando después le hubiese autorizado para recibirlo
y con posterioridad le hubiese retirado ese encargo; el
encargo puede decirse que no existe ya, y es indife-

338
rente que esto se le haya anunciado o no al deudor;
una persona no autorizada no puede recibir válida-
mente un pago. Son cosas que pertenecen al A B C de
la Jurisprudencia.
—«Aún te encontrarás por aquí otros ataques a la
esencia de la obligación, pero que proceden de tiempos
más recientes.
«Por ejemplo, el concepto de la cesión. Los juris-
tas romanos indudablemente sólo vieron en la cesión
una transferencia del ejercicio de un derecho y entre
nosotros la opinión más extendida, sin duda, es la de
que ellos estaban en lo cierto. Pero los legisladores
modernos y los prácticos han hecho de esto lo que aquí
contemplas: la transferencia del crédito mismo. ¡Una
sucesión en un crédito! ¿Habrá algo más sin sentido?
El crédito no es una cosa que se tiene, sino una cuali-
dad de una persona; se relaciona con su sujeto, como
la servidumbre predial con el predio dominante: ambas
son cualidades jurídicas. ¿Cómo va a poderse repre-
sentar uno que esta cualidad, la de ser acreedor, puede
traspasarse a otro? Lo mismo debería ocurrir entonces
con la hermosura, la salud, la fuerza, el entendimiento,
lo cual ciertamente sería deseable, pero por desgracia
resulta irrealizable. Pues tampoco es posible, si no se
quiere conculcar todas las leyes del pensar jurídico, una
transferencia de créditos. Estos han cobrado vida en la
persona de este o del otro determinado acreedor, y con-
forme a su concepto están íntimamente adheridos a él,
inhaeret personae ut scabies osibus, como se expresaba
no muy estéticamente un jurista medieval. Si B es una
persona distinta de A, también el crédito en la persona
de B tiene que ser cosa distinta que en la persona de A,
y al soltarse de ésta, queda aniquilado, y solamente por
el camino de la novación podría renacer».

339
«Pero incluso este moderno concepto de la cesión
que así desprecia todos los fundamentos de la Lógica,
ha sido sobrepasado por el de los documentos al porta-
dor, que tienes aquí presentes. La obligación, esa cosa
limpiamente ideal, existente sólo mediante la imagi-
nación jurídica, se transmite con la entrega del papel
mismo: está como embutida y encerrada en un pedazo de
papel; ¡es lo peor que le podía pasar! ¡Un ladrón puede
robarte tus créditos! Un jurista romano hubiese creído
que estaba hablando con un perturbado si le hubieses
dicho una cosa semejante.— El concepto de la oferta,
que puedes ver un poco más allá, no le hubiese produ-
cido menor sorpresa. Una promesa unilateral, que aún
no ha sido aceptada por la otra parte, que está, por tanto,
como oscilando en el aire, sin posarse en una persona
determinada, tiene, sin embargo, la fuerza suficiente
para sujetar al promitente; ¿quién puede representarse
una cosa semejante? Sería lo mismo que querer tener
sujeto a un caballo cuya brida estuviera caída sobre el
cuello; lo primero que habría de hacer el jinete sería
recoger la brida. La oferta es la brida, que nadie tiene
en la mano… y se quiere que con ella quede atado el
oferente».
«Pero me parece que tienes bastante. Se me figura
que ya no estás muy atento a mis explicaciones».
—Verdaderamente, que esto comienza a fatigarme.
Haz el favor de llevarme a otro sitio.
—«Ahora no hay ya nada que ver; estás despa-
chado. Sólo me queda anunciar tu examen».
—¿Mi examen? No, augusto espíritu; no me someto
al peligro, que preveo, de sufrir un descalabro. Y ade-
más, te lo he de confesar francamente: no me atrae vues-
tro cielo y me parece que, a pesar de todas las grandezas
que aquí se ven, y no obstante todos los juegos con los

340
que los benditos espíritus llenan su tiempo, me iba a
aburrir algo; prefiero ir a otro cielo.
—«Eso es una cuestión puramente personal; noso-
tros tampoco te rogamos que te quedes: bastante has
demostrado lo poco y mal que te acomodarías a nuestras
costumbres. ¿A qué cielo quieres ir? Necesito saberlo,
para decírselo al guía».
—¿Y a cuál podría ir?
—«Para ti, como jurista, aún quedan dos: el de los
filósofos del derecho y el de los prácticos».
—Me gustaría el primero.
—«Pero no entrarás así como quieras; también
habrás de sufrir un examen».
—¿Y sabes en qué consiste?
—«Ya lo creo. La filosofía jurídica está rigurosa-
mente prohibida en nuestro cielo, porque no se acomoda
con el señorío de los conceptos y abre una brecha para
la credulidad, pero por uno de nuestros espíritus, que
fracasó en el examen y luego vino con nosotros, he
aprendido las materias sobre que versa. En el cielo de
los filósofos del derecho reina la Razón, como entre
nosotros los Conceptos; aquí tienes que deducir el dere-
cho del concepto; allí, de la razón».
—Pues me parece que eso no es tan difícil. Con
aquella proposición de Hegel «todo lo que existe es
racional», me parece que estoy en condiciones. A quien
no coincida conmigo le niego la facultad de reconocer
lo racional. De otra manera, ¿cómo podríamos arreglar-
nos entre las grandes divergencias de opiniones de los
distintos pueblos y los diferentes tiempos acerca de lo
que es racional? Lo que nosotros tenemos, es racio-
nal; lo que tengan otros en sentido contrario, irracional.
Ellos a su vez, atribuyen la racionalidad a lo que poseen
y las instituciones nuestras, que se encuentran en con-

341
tradicción con las suyas, les parecen tan irracionales,
como a nosotros las de ellos. Pero lo que ellos llaman
Razón, no es la verdadera. Como yo, por mi parte, me
siento seguro de estar en posesión de la verdad, no me
puede parecer difícil deducir todo el derecho que, claro
está, es sólo el de nuestra época, de la razón. Cuando
haya instituciones o normas con las que no me pueda
declarar conforme, apelaré sencillamente a mi razón;
y si mi adversario invoca su existencia, divergente de
la nuestra, la rechazaré, diciendo que verdaderamente
no existen. La verdadera existencia es sólo aquella que
coincide con la razón. El examen en filosofía del dere-
cho no me da ningún miedo.
—«No te creas que la cosa es tan fácil. El exa-
men no se mueve en generalidades filosóficas, sino
que desciende profundamente a detalles. Hay, además,
preguntas de un tipo completamente estrambótico, en
las que alguno ha caído ya, como por ejemplo, si es
admisible conforme al Derecho natural “dirigir pre-
guntas indiscretas, o entrar por una puerta, sin previo
requerimiento”. Tampoco son tan fáciles de contestar
por cualquiera, preguntas como la de qué consecuencias
puede producir, según el derecho natural, la libertad de
tráfico, ya que puede pasarse fácilmente por alto que
“toda medida que dificulte el tráfico” —y entre ellas
cuentan las relativas a peajes—, está en contradicción
con el derecho natural.
«Te propondré algunas cuestiones que estás obli-
gado a contestar conforme al derecho natural, ya que
hablar a los demás y recabar de ellos contestación, sea
oral o escrita, le sucede a todo el mundo169. Y alégrate,

169
 Röder, Grundzüge des Naturrechts oder der Rechtsphilosophie.
Abt. II, 2ª ed. p. 202.

342
porque aquí puedes salir del paso con una contestación
oral.
«¿A qué derecho atenta la colocación de trampas
y armas de disparo automático, la instalación de trozos
de vidrio en los muros, o de pinchas en las traseras de
los coches?» (Röder, loco cit., p. 81).
—Verdaderamente que no se me ocurre contesta-
ción.
—«Pues al derecho a la conservación del cuerpo»
(p.  76). «¿Tienen los judíos derecho a circunci-
darse?».
—Después de lo que me acabas de exponer, no me
resulta difícil dar la respuesta exacta: ¡No! (p. 80).
—«¿Está permitido el alimento escatimado y el
trato duro y altanero, a los presos?»
—¡Tampoco! (p. 82).
—«Ya vas entrando en materia. ¿Qué opinas res-
pecto al uniforme cada vez más antihigiénico y absurdo
prescrito para los soldados, especialmente los cascos,
los cuellos rígidos, las correas que cruzan el pecho y
lo oprimen?» (p. 82).
—Decididamente que son contrarias todas esas
prendas al derecho natural. Si yo fuera sombrerero, sas-
tre, talabartero, etc., con especial aplicación al ejército,
mi conciencia me impediría colaborar en esas obras. El
soldado tiene la facultad de dormir aunque sea en las
guardias, pues constituye un derecho natural del hombre
el descansar por la noche, y este derecho no le debe ser
estorbado a los militares170.

170
 Esto no pertenece a Röder, sino a una sentencia inglesa, indicada
en el estudio de Stoerk, «Methodik des öffentlichen Rechts (Grünhut,
Zeitschrift für das privat-und öffentlichen Recht der Gegenwart, XII, 1,
p. 142, nota): «La conocida decisión sobre el cansancio de un soldado, que
se durmió estando de guardia y que fue condenado a una sanción, claro

343
—«¿Puede la autoridad pública prohibir u ordenar
a sus servidores que lleven barba? La cuestión se me
planteó en tiempos, prácticamente, pues yo no podía
cuando era todavía profesor en X, conforme al edictum
de barbis, allí dictado, usar barba, pues no me había
reservado este derecho al ser llamado a aquel destino».
—¡Imposible! El derecho a la barba pertenece a los
derechos primordiales del hombre: lo que la Natura-
leza otorga, no pueden las disposiciones de los hombres
estropearlo hasta al macho cabrío se le respeta su barba.
«Quien tiene en estima el cabello171 nada puede tampoco
realizar por el estilo de lo que se hace con los depor-
tados a Siberia, a quienes se condena a decalvación en
la mitad de la cabeza» (p. 81). Hasta podría plantearse
el problema si es lícita la decalvación voluntaria y el
afeitado, conforme al derecho natural, como quiera que
podría apreciarse un atentado contra el propio cuerpo (el
cual es inadmisible conforme al derecho natural, p. 80).
—«Después de estas pruebas no creo imposible
que fracases en el examen de filosofía del derecho. Y
antes de ser admitido necesitas hacer la profesión de fe
filosófico-jurídica».
—Y ¿qué significa eso?

que antes de haberse dictado el Bill Mutiny. En definitiva, sin embargo,


fue revocada porque hasta ahora a ningún ciudadano inglés, salvo a los
vigilantes y serenos, les estaba prohibido dormir por la noche.
171
 A esto aún se añade la observación: «Admitiendo que deben ser
protegidos los dientes, Warnkönig incide en la inconsecuencia de desdeñar
el cabello, o, por lo menos, admitir que puedan adquirirse derechos sobre
él mediante un contrato, aun cuando nosotros queramos quedar intonsos.
De este derecho nadie puede despojarse y el uso popular lo ha recono-
cido en la frase “deja tranquila mi cabellera”, cuyo origen histórico debe
referirse a un momento en que alguien ha intentado pelar a otro, contra
su voluntad». ¡Qué gente más rara debía ser la que hacía estos ensayos!

344
—«Creo en todas aquellas verdades jurídicas dadas
por la Naturaleza a los hombres y nacidas con éstos,
las cuales sólo necesitan un pensamiento enérgico para
desentrañar toda su riqueza y sacar a luz todos los teso-
ros que embrionariamente se encontraban ocultos en el
fondo de su razón. El hombre lleva en su sensibilidad
jurídica, la que a causa de estar plantada por la pro-
pia naturaleza es eternamente la misma, en todos los
pueblos y tiempos, un conjunto completísimo de reglas
jurídicas; la diversidad histórica de los derechos, que
parece inconciliable con esa afirmación, proviene en
parte de un raciocinio defectuoso, parte de la legisla-
ción positiva, inspirada en simples consideraciones de
utilidad o en una completa arbitrariedad».
—Pues yo no podría suscribir semejante profesión,
porque precisamente en la tierra he defendido la opinión
radicalmente contraria.
—«Por todo lo que hasta ahora te había oído, ya
me figuraba que no podrías estar conforme con esas
declaraciones. Tu mirada y toda tu orientación están aún
demasiado impregnadas de consideraciones terrenas. En
lugar de contemplar los conceptos e ideas en su esencia
lógica o filosófico-jurídica, o autarquía absoluta, en su
existencia no condicionada por supuestos históricos,
estás siempre preocupado con cuestiones absurdas: el
por qué práctico, el origen histórico, con lo que pierdes
el sentido y la comprensión para el idealismo jurídico.
Con esta manera de preguntar por qué, te has cerrado la
puerta no sólo de nuestro cielo sino también del cielo de
los filósofos juristas. Únicamente queda a tu disposición
el cielo de los prácticos.
—¿Pero encontraré ahí acogida, siendo un teórico?
—«Ahí se admite a todo el que ha pasado su exa-
men de jurista, y por consiguiente se supone que no

345
exigen mucho. Acaso siendo un teórico, te sometan
para resolución un caso, pero no te preocupes por el
resultado, porque ellos no se fijan mucho; para ellos
mismos no tienen grandes exigencias: les basta con que
se resuelva, pero el cómo, no les importa mucho.
«Ahora vendrá el guía de los espíritus para acom-
pañarte».
…………………………………………………………
—«Aquí está. Que te vaya bien».
…………………………………………………………
De nuevo me puse en movimiento; a través de
inmensas habitaciones, con la velocidad del pensa-
miento, la oscuridad que hasta entonces me había
rodeado, fue disminuyendo, hasta que pronto dio en
mis ojos una débil claridad e inmediatamente pude
contemplar en plenos resplandores, el sol. Nos acer-
cábamos a nuestro planeta.
—«Aquí está el lugar de tu destino» me dijo el
guía.
Apenas había pronunciado estas palabras, y ya está-
bamos. Respiré de nuevo aire atmosférico, y me sentí
penetrado del sentimiento de la libertad, de la vida, del
bienestar. Vi árboles, bosques, verdes llanuras, casas,
hasta juegos de bolos; aquí viven los prácticos, me dije
para mi capote, aquí domina la vida y te encontrarás
a gusto».
—«Yo te abandono ahora —dijo mi guía—, enca-
mínate hacia aquel edificio, llama a la primera puerta,
que allí se encuentra la oficina donde deben hacerse
anunciar los recién llegados, se les inscribe y se les da
un número».
—«Adelante» —oí que me decían con voz firme.
…………………………………………………………

346
Era yo mismo quien había gritado. Habían lla-
mado a mi puerta y era el cartero que me traía carta
de un amigo. Me froté los ojos, aun medio dormido
y empecé a recordar. Me encontraba medio echado
en un sofá, con un libro entreabierto delante de mí, y
con una lámpara casi apagada, en la mesa. Empeza-
ron a precisarse los recuerdos. En una hermosa tarde
de verano, me encontraba embebido en la lectura de
una de las producciones romanistas más modernas…
Cuando empezó a oscurecer, entró la muchacha para
dejar la lámpara encendida, sin que yo, absorto en la
lectura, lo hubiese advertido. Todo, pues, lo que yo
creía haber vivido, era simplemente un sueño, al que
habían contribuido todas las circunstancias: la clase de
lectura, la oscuridad que se había ido extendiendo, el
ruido especial que producían los visillos en la ventana
abierta, al ser movidos por el viento y, últimamente,
hasta la luz de la lámpara, que yo tomé como el sol
que se me hacía visible de nuevo.
La carta que había recibido, hacía alusión al libro
causante de aquel sueño y aquellos ensueños, y mi
amigo resumía su juicio con las palabras de Goethe en
su Erlkönig: «Entre las hojas secas, murmura el viento».
A su vez me pedía opinión: yo se la resumí comu-
nicándole que me había quedado dormido leyendo el
libro. ¿No habría tenido ya la misma tentación el autor
al componerlo? Yo creo que puesto en su lugar, hubiera
cerrado los ojos al llegar a la tercera página y que se me
hubiese caído la pluma de las manos, para no volverla
jamás a tomar. No sé si la repetición de la lectura me
hubiese producido un efecto tan regocijante como la
primera. Un segundo sueño podría sumergirme en los
infiernos, en lugar de llevarme al cielo, haciéndome
pasar en lugar de los goces de éste, los tormentos de

347
aquéllos. Y que además podrían añadirme como pena
de haber divulgado los secretos celestiales, la de leer
de nuevo ese libro, y estudiármelo de cabo a rabo, o
bien todas las noticias, críticas y recensiones que de
este trabajo puedan hacerse ante un severo tribunal:
quedándome en la tierra me ahorraré lo uno y lo otro.

348
ÍNDICE

PRESENTACIÓN. María Rosa Ripollés Serrano.... 5


Nota preliminar de la edición españo-
la............................................................................ 17
Prólogo.................................................................... 21
Carta primera....................................................... 23
Carta segunda...................................................... 39
Carta tercera...................................................... 59
Carta cuarta......................................................... 79
Carta quinta.......................................................... 97
Carta sexta............................................................ 127
Charlas de un romanista.............................. 149
Una carta a la Redacción, a manera de Prólogo..... 149
Cuadros de la historia jurídica roma-
na............................................................................ 157
I. El derecho de ocupación sobre las cosas sin
dueño, en otros tiempos y en la actualidad..... 157
II. El caso del ratón del antiguo derecho heredi-
tario.................................................................. 167

349
III. Ricos y pobres en el antiguo proceso civil ro-
mano................................................................. 205
IV. Una ratonera del derecho procesal civil.......... 264
En el cielo de los conceptos jurídicos.–
Fantasía.............................................................. 277

350

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