Ahí estábamos. Era un jueves en la madrugada en el aeropuerto. Claro que para
algunos seguía siendo miércoles, para aquéllos que habíamos decidido pasar la noche en blanco (somos los pesimistas, los que sabemos que de todos modos no nos va a tocar ventana). Pero sin importar qué día de la semana fuera para cada quien, algo nos unía a todos: la cara de zombies seso-seco. Aún no lo sabíamos, pero ésa sería una expresión frecuente en nuestros –ya no tan– bellos rostros. Después de un par de horas de registro de maletas, abandono de maletas, vaciado de maletas y demás cosas que se puede hacer con ellas, estábamos listos para el abordaje. ¡Al abordaje! Gritaron nuestros piratas interiores, pero las aeromozas los taimaron, sentaron en sus lugares y obligaron a usar cinturón. El vuelo transcurrió sin contratiempos, al grado de que tuvimos que esperar un rato estacionados en la pista porque los de la aduana todavía no llegaban a trabajar. En Los Ángeles surgió un problemita: nos faltaba gente. Nos alcanzaron una hora después, sin aliento y con una excusa tan mala que el Prof. Park los puso a hacer lagartijas en frente de todos los turistas (esta situación también se repetiría, aunque con otras razones para la lagartijeada). El segundo vuelo fue un poco más demandante: con todo y las telecitas personales, simplemente no puedes sentar a quinientas personas durante 12 horas y pretender que no se desesperarán. Seguramente tomando en cuenta la posibilidad de un motín, las telecitas incluían un programa de instrucciones para ejercicios relajantes. Por fin aterrizamos en Corea. Habíamos salido el 7 en la madrugada y llegábamos el 9 a mediodía. Nadie supo qué pasó con el 8. Y oh sorpresa: aún nos quedaban varias horas en camión. Cuando después de varias equivocaciones llegamos al hotel, estábamos demasiado cansados como para quejarnos de que fuéramos a dormir en el suelo. Era Muju. Luego nos enteramos que es un resort de esquí (se ven bien raras las pistas de esquí en verano, como si hubieran rasurado mal al bosque). Durante varios días fue sede de la World Taekwondo Culture Expo, un evento que reunía a equipos de diferentes países para meterlos a seminarios, paseos culturales y un torneo de dos días. En el último nos fue bien: peleamos duro, obtuvimos varias medallas y sobre todo pusimos bien en alto el nombre de nuestro país al gritarlo hasta el desgañite cada vez que uno de los nuestros competía. Éramos una marabunta naranja que recorría el gimnasio en busca de gente a quien porrear. Lo más desconcertante para nuestros oponentes fue que siguiéramos celebrando aunque perdiéramos. Calidez mexicana. Cinco días después nos despedíamos de unas llorosas voluntarias que no se cansaban de repetir que fuimos el grupo más divertido. Los siguientes tres días fueron de introspección espiritual. Pasamos una noche en Seu Deok Sa, el monasterio más grande de Corea del Sur y dos en el templo de Yesan, pueblo natal del Prof. Park. De camino pasamos a rendir homenaje al santuario dedicado a Yi Sun Sin. Yi Sun Sin fue un almirante que diseñó lo que algunos consideran el primer acorazado, con él venció a la armada japonesa y terminó con la primera invasión nipona a la península. Por esa razón es considerado héroe nacional y hay un parque memorial en su honor erigido alrededor de su hogar. Llegamos a Seu Deok Sa entrada la tarde. Nuestra primera tarea –que debíamos mantener los tres días– fue guardar silencio. Para la porra más temida de oriente fue un ejercicio arduo, pero nuestras gargantas lo agradecieron. Apenas desempacados nos enseñaron a hacer chol, la genuflexión de máximo respeto. No teníamos idea de lo mucho que la usaríamos. Tomamos parte en la ceremonia del atardecer. Un monje golpeó con baquetas un pez de madera, otro hizo lo mismo con una escultura plana de bronce y un tercero hizo sonar la campana monumental del patio central. Los dos primeros parecían imitar el sonido de una pelota que detiene sus rebotes: primero estable y luego cada vez más rápido hasta parar. El último reproducía los latidos de nuestro corazón. Todo esto estaba inscrito en la enseñanza de Man Gong, uno de los maestros más célebres del budismo coreano. En el patio se leía su caligrafía “El mundo es una flor”, expresando que todo es la misma cosa, sin diferenciación ni individualización. Entramos al templo propiamente dicho y continuamos con la ceremonia: una serie de genuflexiones hacia distintas direcciones acompañadas de cánticos. En cuanto salimos del templo comenzó a llover. No fue una lluvia amable, sobria, que se toma el tiempo para mojarte seductoramente. Fue una lluvia violenta. Apenas logramos llegar al siguiente techo para salvar el pellejo (es decir, las cámaras, celulares y iPods). Así son las lluvias veraniegas en Corea, un segundo estás bailando bajo el sol y al siguiente chapoteas como anfibio. Cuando al fin amainó y llegamos al dormitorio nos pidieron que sacáramos los cojines, porque íbamos a hacer una ceremonia muy especial. Entró un monje con una vera de bambú y un huacal lleno de bolsitas. Cada una tenía un cordel y cuentas de madera. Se trataba de hacer un rosario (estos instrumentos son originarios de la India, de donde pasaron al mundo islámico y finalmente al cristiano). La premisa era sencilla: realizar chol y, en el punto más bajo, insertar una cuenta en el cordel. Pequeño detalle: eran 108 cuentas. El monje daba la orden con un golpe de la vara de bambú. Conforme vio que dominábamos la técnica, fue subiendo el ritmo. Por la trigésima se empezaron a notar charcos de sudor donde la frente tocaba el cojín, a la quincuagésima reinaban los bufidos, en la septuagésima temíamos por la salud de quienes ya se levantaban usando las cuatro extremidades y lo que tuvieran a la mano para recargarse. Todos terminamos las 111 (hubo un ligero error de cálculo) y agradecimos la oportunidad de adornar el final como mejor nos placiera. A partir de entonces portamos orgullosamente nuestros rosarios, más valiosos cuanto que en vez de comprarlos los habíamos hecho con el sudor de nuestras frentes. El último día le pregunté al monje que nos daba las pláticas (seguramente alemán, uno de varios occidentales que habían cruzado el mundo para unirse a esa espiritualidad tan lejana) cómo se usaba. Me contestó que era para contar, ya fueran mantras, ya fueran genuflexiones. Hay monjes que hacen tres mil o cuatro mil al día. Cuando alguien más le preguntó por qué 108 cuentas, dijo: “En el budismo tradicional, cada cuenta representa un pecado, pero mi maestro me enseñó que son 108 porque si hacemos tantas, significa que a lo mejor hicimos cien bien”. La mañana siguiente hicimos una caminata hacia una estatua monumental más arriba en la montaña. Fue calentamiento para la que haríamos un día después en Yesan, donde sí subimos hasta la punta y admiramos la vista de 360º. Hubo quienes hicieron esta última dos y hasta tres veces. En las faldas de esa misma montaña corría diariamente el Prof. Park en sus años mozos. Si bien las noches y madrugadas las pasábamos en los templos, por el día salíamos a pasear. Visitamos una escuela para señoritas, donde nos dieron un espectáculo de música tradicional coreana. Lo primero que sorprende es que ésta es casi exclusivamente percusión (una vez vimos a un tímido trompetista acompañando), lo segundo, que bailan y hacen acrobacias mientras tocan. El cuarteto típico son: un pandero de latón que funge como líder, un gong mucho más grave, un tambor de doble parche en forma de reloj de arena y un tambor, también de doble parche, pero cilíndrico y grave. Si el grupo es más grande hay un acróbata libre de instrumentos, que salta y hace piruetas mientras mueve un larguísimo listón amarrado a su sombrero (por larguísimo me refiero a que va de dos a cinco metros). También visitamos una prepa dedicada al taekwondo. Eligen a los más talentosos y los meten ahí, en calidad de internado. Cada generación es de unas veinte personas, entre hombres y mujeres. Lo impresionante es que no sólo entrenan la mitad de la jornada, también deben mantener excelencia académica. Aquella vez sólo los vimos entrenar, pero en la otra prepa tuvimos la oportunidad de acompañarlos (y recibir unos buenos cates); lo mismo en la universidad, en la que estaba de visita la selección del Reino Unido. Todos seguían la misma rutina, especializados en combate. Nuestro último día en el templo de Yesan fue el examen de 8º Dan del Prof. Park. Lo presentamos en el auditorio de la escuela primaria en la que estudió. Hablo en plural porque en los grados superiores parte esencial de la práctica es la enseñanza, así que dimos una pequeña demostración. Después el profesor nos dejó boquiabiertos con un par de poomsae y defensa personal. Fue una ceremonia muy emotiva y no faltaron las lágrimas entre los familiares. Por la noche festejamos en un karaoke, siempre teniendo en mente que teníamos que estar temprano en el templo. Aquí es pertinente hacer un paréntesis acerca de la comida coreana. Lo primero es que nunca habrá una mesa con un plato por persona, más bien estará tapizada con una miríada de platitos con pequeñas guarniciones, como si les ofendiera ver la madera desnuda. Se come con palillos, pero también se usa cuchara para las sopas, y a veces, para el arroz. Pica. Mucho. En el s. XVI comerciantes portugueses llevaron chiles americanos, y en cuatro siglos ya los han hecho propios. Pude reconocer chiles de árbol y serranos. También hay que estar preparado para el ajo. Si bien no nos golpeó el tufo que nos habían advertido que nos recibiría en el momento de bajar del avión, el ajo abunda. Incluso ponen dientes enteros al servicio de quien se los quiera echar de un bocado. Comen todo tipo de carne: pescado, mariscos, pollo, cerdo, res y perro. El último no lo pudimos probar, porque la influencia occidental lo ve con malos ojos y ha sido empujado fuera de los centros urbanos. Hablando de influencia occidental, abundan las iglesias protestantes, en un horrendo estilo que nombré gótico-neón: iglesitas de una sola nave con torre puntiaguda, en cuyas paredes hay letras neones con pedazos de las Escrituras en hangeul y en cuya cúspide resplandece orgullosa una enorme cruz, también de neón. Parecen sacadas de una película de Robert Rodríguez. Finalmente nos despedimos de los monjes. Se había formado un fuerte lazo entre nosotros, por lo que hubo fotos e intercambios de despedida. Nuestra siguiente parada era Seúl. Si bien nadie podía negar que nos habían consentido escandalosamente en los templos, varios ya saboreaban el shopping y las camas mullidas de la capital. La primera impresión fue de opulencia. Sobran los malls, llenos todos con ropa a la moda (los coreanos se preocupan hasta la ansiedad por su apariencia) y gadgets electrónicos. Visitamos los palacios imperiales y un antiguo canal de desagüe convertido en riachuelo paradisiaco. Las calles están limpias, los coches no tocan el claxon y hay una multa de treinta mil won al peatón que cruce la calle en alto. Íbamos en camión a todos lados, por lo que no teníamos idea de las dimensiones del lugar. Fue hasta el día libre que cada quien asedió la ciudad por sus propios medios. Varios revisitaron Insadong: un barrio famoso por sus tiendas de souvenirs típicos y galerías de arte. Otros fueron a Myeongdong, el equivalente coreano a Times Square. Unos más regresaron al Kukkiwon para abastecerse de uniformes y equipo. ¡Tres veces más baratos que en México! Algo sobre el Kukkiwon: quizá fuera porque veníamos de tres días de espiritualidad concentrada, pero nos decepcionó un poco su apariencia de gimnasio setentero, muy al estilo del Juan de la Barrera. La exploración mostró otra cara de Seúl. Justo del otro lado de los malls, en la misma cuadra, había un laberinto de callejones que enmarcaban un gigantesco mercado. Vendían cualquier cosa, desde comida hasta partes de coches. Los tenderos más viejos pasaban el rato jugando cartas contra sus vecinos, en un juego que parecía una mezcla de rummy, memoria y manotazo. Motocicletas de redilas recorrían las calles-pasillos a toda velocidad. Había puestos callejeros que ofrecían brochetas y omelettes de soya. Después de ver todo eso me sentí tranquilo: Seúl era una ciudad real, viva, pulsante de energía. Al día siguiente se despidieron la mayoría. Iban con la mente, las cámaras y las maletas llenas de recuerdos y aunque estaban muertos de cansancio, se lamentaban de no poder quedarse más tiempo. La fuerza del origen nos había pegado a todos y el país nos tenía conquistados.