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Laura A.

Gallego Cantarero

Literaturas poscoloniales

El dios de las pequeñas cosas y vuelta a empezar

Seguramente no soy la primera (ni tampoco la última) que al acabar


de leer la novela, vuelve a empezar. Solo tiene una explicación: la
circularidad. Arundhati Roy lleva a cabo una perfecta construcción del
no-tiempo, donde todo se puede repetir, donde pasado y presente se
confunden, donde todo puede volver a empezar. Y solo volviendo a
empezar, releyendo las treinta o cuarenta primeras páginas (que son
un aperitivo que sirve toda la trama del relato) podemos entender
todas las pequeñas cosas que a esos sucesos se añaden a lo largo de
las casi cuatrocientas páginas. Roy siempre vuelve a los ítems más
marcados, y cada vez que vuelve añade una pequeña cosa más. El
círculo, con sus infinitos puntos, tiene un centro: la muerte de Sophie
Mol. De ella, se van extendiendo radios que dan lugar a todo lo
demás, entre los que se destacan la re-devolución de Estha a su
padre y el reencuentro de los gemelos heterocigóticos más de veinte
años después.

Roy, siguiendo un modelo narrativo propio de narradores


poscoloniales que han saltado de la oralidad y la memoria de los
relatos de sus pueblos a la letra escrita, burla todo intento de
cronología y de resumen, la repetición, no es un defecto 1 pues
siempre se le puede añadir algo más. La descripción de todos los
elementos (el pueblo Ayemenem, La fábrica de Encurtidos Paraíso, la
casa donde viven, todas sus vestimentas) es exacta, fruto de
retenerla forzosamente en la memoria desde que son conscientes de
que, o lo hacen, o desaparecerá para siempre. Como he indicado, Roy
huye de la cronología lineal y pasa de una década a otra, sin avisar,
en tan solo una línea. Ello me recuerda a otra aclaración de Hampaté
Bâ, que a pesar de ser africano, podría encajar en la concepción de
1
Hampâté Bâ, A. “Amkoullel, l’enfant peul”. Andorra La Vella: Ed. Límits, 1996.
Roy: “En los relatos africanos, donde el pasado se revive como una
experiencia del presente, casi fuera del tiempo, hay a veces un cierto
caos que desconcierta a los espíritus occidentales, pero donde
nosotros nos orientamos perfectamente, nos encontramos a gusto”.
Roy se siente como pez en el agua en este magma de
acontecimientos, en este vaivén temporal, que, aún despistando en
ocasiones al lector occidental, éste se deja llevar por el flujo de su
narrativa y finalmente se acaba despreocupando de la cronología.

La muerte de Sophie Mol como desencadenante

Como he indicado, el centro del círculo lo marca la traumática y


trágica muerte de Sophie Mol, que podríamos suponer como el
desencadenante de todas las desgracias que vienen a continuación.
Pero son unas desgracias que no vienen de la nada, pues se han ido
cultivando durante muchos años. El desprecio hacia los gemelos y la
condena a su separación (perpetrado todo por Bebé Kochama), no
viene tan solo de que dejaran que Sophie Mol les acompañara en su
trayecto en barca y acabara ahogada, sino que es fruto de varios
ítems condenables: un matrimonio híbrido y por amor, que, además,
acabó en divorcio; el asesinato de Velutha, un paravan, no es solo por
el supuesto secuestro de los niños la noche en la que murió Sophie
Mol, sino que es el resultado de la condena por haber tenido
relaciones íntimas con Ammu, una “tocable” y, secundariamente, por
la envidia que genera a sus compañeros de trabajo debido a su
superioridad intelectual y práctica, aún siendo un paravan, así como a
sus compañeros de partido. A esto podemos añadir la obligada
itinerancia de Rahel por colegios de todo el país (expulsada, siempre,
por no seguir los roles femeninos atribuidos per se a las niñas), la
solitaria muerte de Ammu (condenada a vivir sin sus gemelos, sin
Velutha, solo por ser siempre consecuente con lo que sentía, violando
así las Leyes del amor “Las leyes que determinan a quién debe
quererse, y cómo. Y cuánto” p.49) o el quiebre del negocio Encurtidos
Paraíso.
En definitiva, la muerte de Sophie Mol es tan solo una excusa para
que todas las atrocidades que se cometan a continuación sean lícitas
y justificables (siempre como una consecuencia fatal de lo que han
decidido ser y hacer, según los Dioses de las Grandes Cosas)

Los dioses de las pequeñas cosas versus Los dioses de las


grandes cosas (instituciones versus personas)

El dios de las pequeñas cosas puede ser Velutha. Desde pequeño,


tiene traza con sus manos y fabrica pequeños objetos. Porque, con las
manos, solo se pueden hacer pequeñas cosas.

El dios de las pequeñas cosas puede ser Rahel (pequeña princesa y


hada de las pequeñas cosas). Aunque ella no sea quien narra
oficialmente el relato, a veces nos da la sensación de que sí. Ella es la
que creemos que se fija en infinitos detalles: tupés, zapatos en punta,
manchas de mermeladas, mariposas ensartadas, amores-en-Tokio,
relojes de plástico que no marcan las horas, bolsitos made-in-
England… Cuesta creer que sea fruto de un narrador totalmente
omnisciente. En algunos momentos creemos fervientemente que,
para escribir lo escrito, hay que haberlo vivido presencialmente, como
un testigo, como un protagonista. Un narrador testigo o incluso un
narrador en primera persona encubierto en un narrador-Dios. A no ser
que sea un narrador-Dios (de las pequeñas cosas).

Estos dioses de las pequeñas cosas se ven aplastados y vencidos por


los dioses de las Grandes cosas. Los Dioses de las grandes cosas son:
Las instituciones: policías que asesinan a Velutha, partidos políticos
que acogen a falsos camaradas que no amparan a Velutha… la
Historia, las Estructuras sociales inapelables (castas, clases
socioeconómicas, religión, patriarcado) o incluso los complejos
hoteleros. Los dioses de las pequeñas cosas, las personas, en
definitiva, se ven subyugados ante estas instituciones, sus lacayos,
sus custodios, y lo único que pueden hacer es ampararse y buscar su
alivio en las pequeñas cosas, las únicas que les devuelven la pequeña
dosis de posesión que les corresponde, que es suyo y de nadie más y
les hace sentirse individuos con derechos (aunque solo sea un
derecho, el de fijarse en un dedal de la suerte sobre el dedo de una
niña muerta).

El toque de lo real maravilloso en las novelas poscoloniales:


naturaleza y creencias

En las novelas poscoloniales en ocasiones se recurre a una especie de


recuperación (e incluso exaltación) de la naturaleza de los países
colonizados y que a que a ojos y mente occidental puede ser
“exótico”. En parte podemos observar esta característica en El dios
de las pequeñas cosas. Roy no escatima en las descripciones de la
fauna y la flora de Ayemenem y nos sitúa en un emplazamiento que
al lector occidental le resulta desconocido y exuberante, y de este
modo, más atractivo.

Roy también deja pinceladas de sucesos reales y, al mismo tiempo,


pueden resultar “mágicos” o “maravillosos” a ojos del lector europeo,
como puede ser esta unión espiritual de gemelos heterocigóticos, que
no se conciben (ni nadie los concibe) como dos personas separadas,
sino más bien como unos siameses del alma y de la mente. También
puede resultarlo el definitivo silencio de Estha. Estha dijo sí como su
última palabra. Ese sí significaba la muerte a Velutha y salvaba,
según él creía, a su madre. Un sí que contiene todo lo que se ha dicho
y está por decirse. Un sí con el que se castiga a no volver a hablar
nunca más, porque la palabra condena y es mejor el silencio que deja
los actos suspendidos.

Ambas tácticas, la naturaleza y los sucesos con tintes real


maravillosos, en ocasiones, pueden hacer sospechar y el lector. Éste
puede creer que existe una especie de “esencialismo estratégico”
(Spivak), es decir, que el autor se convierta en un intruso en este
mundo algo más primitivo que tiene otras creencias que difirieren del
orden objetivo occidental de ver el mundo, y que, con este
esencialismo estratégico pretenda, por momentos, exaltar la esencia
de su país – india, en este caso- o beneficiarse editorialmente de lo
atractivo que resulta este entorno al público occidental.

Poscolonialismo y colonialismo mediático

Nos situamos veintidós años después. Bebé Kochamma y Kochu Maria


(la cocinera) se han abandonado por completo a su suerte. Bebé ya
no se entremete y malmete en la vida de los demás. Ya no cuida su
jardín ornamental. Se dedica a ver la televisión vía satélite todo el
día. Si Bebe Kochamma, veinte años antes, había sido colonizada
mentalmente (recordemos que siempre Ella y Ammu amarán más a
priori a Sophie Mol, pues es rubia e inglesa, aunque ni la hayan visto
nunca, y ello hace sentirse sucios y menos queridos a Estha y Rahel),
la televisión americana invade ahora la vida, la casa y la mente de
Bebé. Su nuevo ideal de persona son los protagonistas de las series y
las telenovelas norteamericanas (como The Bold and the Beautiful,
Santa Bárbara). Ya no escribe cartas a su amor de juventud, el padre
Mulligan, escribe cartas a concursos y eslóganes de Oraldine. En la
novela podemos leer la irrupción de la televisión en su vida:“… la
aparición de un nuevo amor (…) la televisión vía satélite (….) ocurrió
de la noche a la mañana. Rubias, guerras, hambrunas, fútbol, sexo,
música, golpes de estado (…)

¿Quién sufre más? ¿Quién es más víctima? ¿Quién es el más


malo?

Estas preguntas folletinescas nos vienen a la cabeza


indiscutiblemente, son la parte más humana del relato. Y la respuesta
es que todos sufren, a su modo. Que todos son víctimas, a su modo.
Que en ese sistema indio de castas, de estatus, de patriarcado…
nadie de salva, ni siquiera las castas altas, ni los estatus económicos
altos, ni los patriarcas. Todos tienen su parte de miseria debida a lo
que la vida así de rígidamente estructurada les condena, sin
posibilidad alguna de salir (y los que parecen haber salido- Ammu,
Rahel- terminan volviendo.) Es por ese motivo que trato de huir de las
lecturas feministas y las lecturas de luchas de poder de los oprimidos,
ya que solo es un retrato de una familia que, a gran escala,
constituye todas las desgracias de un país donde nadie puede salir
ganando.

A pesar de todo ello, me aventuro a decir que Estha se lleva la peor


parte de este entramado. Un niño al que le condenan varias personas
a vagar silencioso y errante por un mundo ponzoñoso, destrozando su
inocencia varias veces. Y el “malo” de la novela, a parte de la pérfida
resentida Bebé Kochamma que, finalmente, lo que nos produce es
una tremenda pena y compasión, nos resulta una “pobre diabla”,
víctima de ella misma y la Mano Visible que desencadena todas las
Desgracias Visibles de Estha, Rahel y Ammu, es un malo maloso que
pasa bastante desapercibido: el camarada Pillai, el único que parece
salir airoso de todas las fechorías y traiciones que comete, el dios de
las Grandes Cosas Comunistas que saca provecho de todas partes. Es
el malo menos justificado.

El lector de las pequeñas cosas

Ante esta novela el lector se puede sentir abrumado, pues una familia
y su entorno actúa como metonimia de todo un país, y, como hemos
visto a lo largo de este texto, todo lo que ello representa: injusticias
perpetradas y recibidas por cualquier clase, raza, género, casta;
varios tipos de colonización (física, económica, mediática) y un sinfín
de leyes que condenan a vivir a los seres como ellas rijan. A esta gran
temática se le añade, como he señalado, su articulación maestra y la
utilización de determinados elementos propios de un país que nos es
ajeno para que toda la novela triunfe. Sea cual sean sus métodos,
Arundhati Roy, indudablemente, lo consigue.

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