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HÉCTOR: LA “PIEZA DESECHABLE” QUE SE CONVIRTIÓ EN

NUESTRO MAESTRO
Al celebrar los 38 años de su partida hacia el Padre
Juan Borea

Nota previa: en esta reflexión intento interpretar el sentir de los entonces jóvenes y ahora
adultos en base 5 y 6 que conocimos a Héctor en la década de 1970 y lo seguimos
sintiendo presente. Hablo en plural porque no lo gozamos individualmente, lo gozamos
siempre como grupo. A esos amigos les pido indulgencia por las fallas o carencias que
pudiera haber en mi interpretación.

“La piedra que desecharon los arquitectos se ha convertido en la piedra angular” (Salmo
118,22).

El 13 de enero de 2018 celebramos los 38 años de la partida del P. Héctor de Cárdenas.


¿Por qué a pesar del poco tiempo de contacto (como máximo ocho años) lo seguimos
teniendo como referente en nuestras vidas? ¿Por qué esa vigencia que trasciende el
tiempo? ¿Por qué seguimos proponiéndolo como alguien a quien seguir?

Porque Héctor fue para nosotros Maestro. Claro que un maestro sui generis, alejado del
estereotipo “normal”: no era líder conductor, no sabía organizar, no era intelectual, no
aparecía como místico, no era asceta, como profesor era aburrido.
Conversaciones en años posteriores a su muerte me han llevado a intuir que en cierta
manera era un problema para su Congregación, que no sabían dónde ponerlo; por ello
lo envían a Francia a estudiar pastoral juvenil, y luego lo designan a la nueva casa de
formación y de acogida de jóvenes acompañando a dos religiosos jóvenes y destacados,
Gastón y José Luis. Era una “pieza desechable” que por el espíritu de Dios se convirtió
para este grupo de jóvenes en fundamento de fe y en impulso para vivir con plenitud.

¿Por qué se convirtió para nosotros en un Maestro? Por la convergencia (guiada por el
espíritu de Dios) entre nuestras características personales y circunstancias de vida, y lo
que Héctor podía aportar. Esta sinergia generó la fuerte interacción que sin darnos
cuenta (ni nosotros ni él), nos llevó a la relación de discípulos y maestro.

Éramos un grupo de jóvenes que estábamos en búsqueda de una propuesta que saciara
nuestra sed de plenitud. Firmemente creyentes en Jesús de Nazaret, pero críticos ante
una propuesta religiosa estereotipada y congelada en el culto. Inconformes con la
situación social, y convencidos de la necesidad de hacer algo para mejorarla. Deseosos
de compartir con otros jóvenes nuestros deseos de búsqueda y de construcción de un
mundo mejor. Teníamos personalidades fuertes, y en general destacábamos en los
ambientes de donde proveníamos. Alegres, entusiastas, jaraneros, con firme convicción
de libertad personal. No hubiéramos encajado en otras propuestas de fe respetables
pero que no respondían a lo que éramos. Nunca hubiéramos jugado el papel de acólitos,
ni hubiéramos sido sumisos ante propuestas despersonalizadoras. Coincidimos en el
local de Ramón Zavala 243 para “ayudarlo a hacer retiros” y nos quedamos porque
encontramos allí lo que estábamos buscando.

Héctor nos ofreció, apoyado por los religiosos que con él vivían, la acogida cariñosa, el
espacio y el tiempo para satisfacer nuestras necesidades, y el estímulo para
desarrollarnos como cristianos, ciudadanos, y líderes sociales.
No lo hizo con un plan preconcebido; no lo tenía, y si lo hubiera tenido con nosotros no
hubiera funcionado. Lo hizo con apertura para escuchar por un lado “los signos de los
tiempos” de nuestra iglesia y nuestra sociedad, y por otro las necesidades espirituales y
afectivas de cada uno de nosotros. Y en esa escucha y esa apertura, supo acompañar
nuestros procesos grupales y personales.

Nunca escatimó el tiempo para acompañarnos ya fuera como grupo o cuando lo


buscábamos para conversar individualmente. Todos sabíamos que contábamos con él
en el momento que lo deseáramos, y esa disposición nos daba una gran seguridad
personal. Cuando conversaba no daba sermones, ni menos condenaba ni se ponía
“moralizante”; Héctor sobre todo escuchaba, preguntaba para entender mejor,
alentaba a seguir adelante. Esa disponibilidad no era forzada ni una “necesidad de la
pastoral”. Era por cariño, por amor; porque amó a cada uno de nosotros como éramos.
Él también nos necesitaba; en esa relación nosotros crecíamos y él encontraba su razón
de vivir. No en vano escribe en Desde la Vida 72:

“A los muchachos:
Ustedes son el único argumento válido
de lo que ha sido mi vida”

Promovió gran cantidad de actividades pastorales y formativas en las cuales pudiéramos


participar: retiros, campamentos, catequesis, jornadas, promoción social. Casi todos los
fines de semana estábamos dirigiendo algunas de esas actividades; siempre contentos,
activos, gozando con lo que hacíamos. Héctor no diseñaba ni dirigía las actividades; ni
sabía hacerlo, ni era necesario porque entre nosotros sobraban esos liderazgos y
capacidades. Lo que hacía en ellas era orientarnos, darnos las líneas maestras,
acompañarnos como religioso, promover la oración, presidir las liturgias, y corregirnos
si nos equivocábamos. Confiaba en nosotros, aunque sabía que siempre habría errores.
Era clásica su humorística exhortación al inicio de cada actividad que debíamos dirigir:
“Muchachos… ¡Mucho tino, mucha prudencia, mucho tacto! Y sobre todo, por favor…
¡No vayan a meter la pata!”.
Factor clave en esta labor de maestro de un grupo cristiano, fue su vivencia de fe y la
manera en que la transmitía. Amaba a Jesús con profundidad, tenía con él un contacto
especial, y sabía contagiarnos del mismo. Su religiosidad respondía a su y nuestra
manera de ser; no era formalista ni cucufato. Nos acostumbró al contacto directo con el
Señor; no un Señor alejado y mayestático al cual rendir pleitesía, sino un Dios que se
hizo ser humano, que “puso su tienda entre nosotros” (Juan 1, 14), que nos amaba tal
como éramos y nos llenaba de sentimientos de felicidad y plenitud. Supo transmitirnos
con maestría ese espíritu que luego pondría por escrito en DLV 1:
“Señor,
Tú eres mi opción fundamental y mi destino definitivo;
Tú, mi alegría y salvación, mi cáliz y mi resurrección”

Al participar de las eucaristías que presidía, o al recibir su absolución en el sacramento


de la reconciliación, se sentía la presencia del Dios amoroso, el Abbá predicado por el
Maestro de Nazaret.

Héctor era sencillo y austero, y en esas condiciones nos enseñó a gozar de cada
momento de la vida con plenitud. Gozaba en las reuniones, cumpleaños, eventos. Le
gustaba cantar (tenía una voz profunda), pasear en carro por las calles Lima, viajar por
el Perú. Jugaba sapo en el “Patrullero González”, apreciaba una copa de whisky si le
invitaban, aunque ordinariamente brindábamos “Sol de Ica” en la tapa de la “chata” que
compartíamos. Jamás nos enseñó la “ascesis” como camino de vida; sí a aceptar las
estrecheces y carencias en aras de la causa que seguíamos. Gozaba tanto del menú del
comedor popular de Surquillo que consumíamos diariamente cuando la casa de
formación de los SSCC se mudó (y cuyas sobras mezcladas eran invitadas a quienes se
quedaban los domingos después de misa) como de los platos deliciosos en eventos o
invitados por un amigo.
Siguiendo el ejemplo de Jesús, nunca se puso como modelo ni nos dio una aplastante
teoría. Nos invitó a caminar juntos en pos del Señor, sirviendo a los jóvenes y los pobres,
para que en ese camino compartido fuéramos todos (incluido él mismo) descubriendo
la voluntad de Dios para cada uno, y en esa voluntad nuestra única y personal ruta de
crecimiento. Siempre fue dialogante; el defecto de no saber dirigir lo convirtió en la
virtud del acompañamiento.

Muchos han conocido a Héctor en su momento de enfermedad, y a través del librito


Desde la Vida con reflexiones escritas en esa circunstancia de enfermedad. Nuestro
grupo gozó varios años a Héctor con buena condición física (aunque el cáncer lo llevaba
desde tiempo), por ello nuestra vivencia y nuestro recuerdo son diferentes. Por eso
mismo su enfermedad nos afectó más que a quienes lo conocieron ya en ese estado.
Cómo no sufrir viéndolo sin lengua, sin poder cantar, teniendo que alimentarse con
alimento licuado a través de un agujero en la garganta. Pero en eso fue también un
Maestro; supo interactuar con su “amigo cáncer” (DLV 75) y convertirlo en un impulso
para el desarrollo de su fe; y paradójicamente también de VIDA AUTÉNTICA cuando la
muerte lo estaba acechando. Otras personas en esas circunstancias se victimizan, se
deprimen; Héctor la convirtió en ocasión de vida, y lo expresó en DLV 241 “Vida que da
la muerte, muerte que das la Vida”. Trató en la medida de sus posibilidades de ayudar a
los muchachos, de asistir a retiros, de presidir eucaristías; encontró en el cáncer la
ocasión perfecta para escribir (¿quién de nuestro grupo hubiera esperado el milagro de
Héctor escribiendo?) y cuando el dolor lo dominaba se apartaba y oraba. Nunca quiso
“comercializar su dolor” (DLV 277).
Finalizo este artículo con la misma idea con la que lo inicié: CELEBRAMOS hoy los 38 años
de su partida, no la lloramos. Porque agradecemos a Dios el breve tiempo que compartió
con nosotros, y la permanencia de su espíritu en nuestras vidas hasta ahora y hasta
siempre. Y repetimos nuevamente la frase que le dedicamos en un recuerdo de retiro
de 1973 ¡Salud, Maestro!

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