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Noches del día

Ilustración de Dana Schechter


1
Noches del día

Pete Simonelli

Alejandro Curado Fuentes (Traducción)


Eva Mª Domínguez Gómez (Ilustraciones)

2009

2
Noches del día, por Pete Simonelli, traducción de Alejandro Curado Fuentes

Primera edición 2009

Alejandro Curado Fuentes (ed.)

Moreras 4, 2 Cáceres 10003 España

Patrocinado por Departamento de Filología Inglesa, UEX; y Rincón Pío Sound


(lecturas de poemas y promoción cultural)

Copyright © 2009 Pete Simonelli, Alejandro Curado Fuentes, Eva Mª Domínguez


Gómez

Se reservan los derechos de reproducción de este libro, salvo con consentimiento


previo de los propietarios del copyright.
ISBN 13: 978-84-613-2001-1

3
Noches del día es una colección de poemas y relatos
cortos del escritor estadounidense Pete Simonelli que nace de la
idea conjunta entre autor y traductor para intentar un esbozo de
su obra en lengua española. El origen y la razón de esta labor se
encuentran en unas primeras conversaciones mantenidas tras la
actuación de la banda de San Francisco The Enablers en la sala
“Rincón Pío Sound” de Don Benito, Badajoz, en marzo de 2006.
Hasta ese momento ni el traductor, ni mucho menos el escritor,
sabían algo sobre ese posible paso.

Simonelli, que es el vocalista de Enablers desde hace varios


años, ha sido capaz de llevar parte de su obra al escenario
interpretando versos y párrafos con expresividad sonora,
emocional y explosiva, y, al mismo, tiempo, combinando
magistralmente su lenguaje con el de las guitarras, bajo y batería.
Este encaje genial, además de la increíble fuerza de su discurso,
fue lo que cautivó al traductor durante el concierto. Como le diría
después a Pete, es arte en estado puro; el concierto y la música es
el elemento natural de su poesía, un concepto que me remite a
Poe, pero que es, al menos para mí, una realidad sentida.

Este libro es el resultado de aquellas conversaciones y propuestas


al calor de las pintas y del buen ambiente de la sala después de la

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batalla. Mi relación con Pete desde entonces es de una gran
amistad, aunque sean pocas las veces que luego nos hayamos
visto físicamente. Pete ha sabido proporcionarme momentos de
auténtico placer en la lectura con la pasión desprendida de sus
imágenes y personajes, sus trazados de textura y tonalidades
sonoras, sus siempre sorprendentes circunloquios con que nos
enseña lo peor y lo mejor de la fauna y floras urbanas, de lo
humano y lo divino... Su obra es el paisaje de lo urbano y lo
maldito, en una línea norteamericana hiperrealista, pero a la vez
sublime... Autores como O´Hara, Updike, Pound, Poe... pudieran
resonar en el eco de algunos versos, mas mucho me temo que
Pete Simonelli es sobre todo ojos y oídos de Pete Simonelli en un
mundo difícil, abrupto y especialmente árido para la poesía. De
ahí su empeño por volver siempre al escenario, por completar el
ciclo de la música y del arte.

En ese sentido me he empeñado yo también en traducir su obra


literaria, y a la par, en interpretar también ese mundo maldito. La
estructura misma del libro lo dice casi todo. La clasificación
bipolar no es un antojo del traductor, sino más bien necesidad
para presentar un doble enfoque, dotar al volumen de una especie

5
de introducción ante un público que seguramente no conoce a
Simonelli en sus inicios de escritor de relatos, o en su faceta de
portavoz de Enablers. Sí, en cambio, creo que transmite un poco
de su descripción autora, de su perfil poético y de su habilidad
para hacer tejido literario de esas escenas cotidianas que
impregnan una ciudad cualquiera de un mundo moderno en
decadencia cualquiera. O al menos eso he intentado en el duro, y
a veces ingrato, esquivo salto entre lenguas.

Alejandro Curado Fuentes


Cáceres, Septiembre, 2009

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Nota del autor

En un recital de poesía hace unos cuantos años, un tipo


se acercó a un buen amigo mío que estaba fumando un pitillo
fuera del café teatro. El tipo ya se había tomado unas cuantas
copas, y tras gorronear un cigarro estuvieron hablando un buen
rato. Tony trabajaba de portero en esa época, así que ya estaba
acostumbrado a conversar con borrachos. Aún hoy es uno de los
pocos ex porteros que pueden en realidad decir que nunca le
importó tener que hablar con ellos. Le gustaba de algún modo la
naturaleza desinhibida del borracho, que nunca se plantea el tema
del decoro o la compostura, así que Tony solía considerar esa
predisposición refrescante en un vecindario que cada día estaba
volviéndose más decoroso y formal.

Tony resulta ser un desconocido amigable para casi cualquiera.


No es sorpresa que el tipo le cogiese enseguida algo de afecto.
Hablaron un poco de baseball, un poco de música, sobre el
tiempo de San Francisco…, y conforme la facilidad de conversar
empezó a desvanecerse, el tipo miró por la ventana y se percató
de que algo ocurría allí dentro.

“¡Ah! Es un recital de poesía.”

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Ahí acabó la conversación. Derrotado por su repulsa, a las
palabras las conquistó la mímica mientras el tipo se empezó a ir.
Se distanció de la ventana y encaminó sus pasos por el final del
acerado hasta la esquina tocándose algo así como una polla muy
grande imaginaria.

Aún hoy, no sé si Tony y yo nos reímos por las mismas razones


cuando me contó esta anécdota. Casi cualquier escritor, sobre
todo si es poeta, tiene una historia parecida probablemente, e
incluso puede que muchas. Pero para un poeta, es simple y
llanamente la naturaleza de lo que tienes que encarar
diariamente—la creencia mayoritaria de que eres algo así como
un alienígena indulgente tanto emocional como espiritualmente y
que inspira mofa en los ojos de mucha gente. A groso modo, un
“escritor”—o más concretamente, un “novelista”—nunca se
examina con el mismo tipo de luz. Los poetas son unos
pervertidos en comparación.

Dio la casualidad de que no mucho tiempo después de aquella


noche tuve la oportunidad de ver en el mismo café teatro a un
poeta llamado August Kleinzahler. Mi mundo se transformó
completamente después de aquello. Kleinzahler escribía poemas
que tenían el mismo tipo de intensidad que sentí cuando escuché

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a los Velvet Underground por primera vez. Es decir, todo lo que
había precedido a eso se esfumaba por completo. Como
adolescente, The Beats también me habían hecho apreciar el
mismo efecto, y poco después, Celine y Bukowski volverían a
repetir el proceso. Pero todos eran iconos, intocables, más
grandes que la vida misma. También estaban ya muertos, o
desaparecidos, o, sinceramente, desvaneciéndose de mi interés.
Escuchar a Kleinzahler aquella noche fue como degustar una
comida muy refinada pero también muy terrenal y sin
complicaciones. Me sabía los platos pero nunca los había
degustado de ese modo. Su oído y visión, y cómo estas dos
valiosas herramientas se combinaban en el juego de sus poemas,
se volvieron las fuentes fundamentales del propio modo en que
yo querría acercarme a la escritura.

Por entonces me había molestado ya bastante todo lo etiquetado


con la moda de la poesía de “Slam” y “Open Mic”. Parecía que
todo el mundo podía escribir sobre lo mismo, y lo que era peor,
todos sonaban exactamente igual, leyendo poemas de prosodia
casi siempre urgente, a veces lastimera, que siempre parecían
tener un signo de interrogación al final de cada verso. Me
sonaban a viejas plañideras sureñas sacudidas por alguna

9
indignidad sufrida años ha en algún baile. Asistí a algunos de
estos recitales, observé y di fe de la atención que se les daba a
estos escritores, y me sentí molesto al igual que confuso. Ni me
acuerdo de cuántos poetas aparecieron de repente en los bares, en
el autobús, en anuncios personales para intentar follar…

Claro está, también me di cuenta de que había algunos realmente


buenos entre el montón de figurantes. No estoy lo
suficientemente amargado como para no ver eso. Pero era obvio
que había una razón clara de por qué estos pocos eran buenos: El
llamarse uno a sí mismo poeta es una cosa, pero poder sobrevivir
a ese nombre fugaz, a esa etiqueta—entonces, si acaso eres capaz
de dar pausa a alguien que lee, conoce, y siente la poesía—
entonces sí podrías empezar a sacar partido de escribir alguna
cosa.

Muchos de los poemas y relatos de este libro no son el producto


de la necesidad de ser escuchado o leído. Siendo sincero, ese
impulso me vino mucho más tarde. Tuve que conocer a tíos del
calibre de Kevin Thomson, Joe Goldring, y Joe Byrnes para
saber que lo que había escrito no había sido sólo para mí. Cuando
hablé con Kevin para colaborar en un proyecto, me encontraba
en el vértice de no saber qué quería de la escritura. Era una época

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extraña y amarga por la desaparición de dos amigos íntimos y de
mi abuelo, y me estaba empujando mucho a mí mismo para
encontrar significados. Supongo que fue un poco la necesidad de
deshacerme del dolor la que me llevó a sugerirle a Kevin ponerle
música a un libro de poemas anteriormente grabados. Sabíamos
que no era algo original, pero de algún modo intuí que si tenía la
ayuda idónea, podría conseguir cierto nivel de autenticidad.
Kevin y Joe Goldring tocaban en un grupo que se llamaba
Touched by a Janitor, y no era ningún secreto lo buenos que eran
ya. Escribían una música desafiante, de formas bruscas y
engañosas. Alternaban los arreglos de guitarras de tal forma que
era difícil discernir quién tocaba qué en una canción. En fin, que
el proyecto que surgió de todo aquello se llamó, claro, The
Enablers. Sin ellos, este libro no hubiera sido posible.

En los últimos siete años mucho de lo que escribí siendo joven


(¡maldita juventud!) ha ido recibiendo sustento. Siempre pensé
que todos estos textos irían acumulando polvo con los años, lo
cual todavía es muy posible, pero al menos las palabras ya van
encuadernadas en diferentes grabados y van pasando de mano en
mano—con todo lo que eso conlleva de riesgo para el que crea su
bien más preciado y lo pare al mundo. El mundo que he podido

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ver a medias, a través de Enablers, me ha respondido en el
nombre de Alejandro Curado. Y espero que en verdad, en la
traducción, el escrito retenga su deseado tono de simpatía y
pathos. Las dos cosas son un premio hoy en día (y en cualquier
época). Los Enablers siempre han intentado conectar estas dos
formas de arte que o bien pueden funcionar juntas sin distinción,
o bien pueden destacar sobre bases enteramente distintas.
Alejandro, sin duda un hombre de fuertes simpatías, debe de
haber entendido todo esto aquella noche cálida de primavera del
2006. Las circunstancias e historia de cómo nos conocimos tras
el memorable espectáculo de Enablers en Don Benito podrían
muy bien llevar otras dos páginas, y por eso mejor voy
concluyendo.

En cualquier caso, el libro que tienes en tus manos es el resultado


directo de esa noche frenética, vociferante, que bailaba sobre la
tumba de Franco. Una noche en que la camaradería y el pathos
reinaban a sus anchas, tras la que intenté poner todo en
perspectiva escribiendo en un póster que pidieron que
firmáramos. No fui capaz. Aún hoy hablamos en el grupo sobre
aquella actuación con mucho cariño y cachondeo. Si digo
“lomo”, se nos hace la boca agua. Y ya nunca más podré mirar

12
una botella de Johnny Walker Black sin recordar al chico de la
barra que me ponía los chupitos, y después con un balanceo de la
mano, deslizaba la botella a través de la barra hasta mi mano. No
hacía falta saber el idioma para darme cuenta de que me había
convertido en el recipiente de una amabilidad y hospitalidad que
son verdaderamente el cuerpo de la misma España. Con ese
espíritu, y a través de Alejandro, devuelvo mi gratitud con mucha
modestia y en forma de estos textos viejos y profanos. Salut.
Pete Simonelli
Marzo, 2009
Brooklyn, New York

13
The Enablers.
(Foto cedida por Enablers (myspace.com/enablers) – 14 / 8 / 09)

Agradecimientos de Pete:
Me gustaría aprovechar para hacer extensible mi gratitud a
algunas revistas y publicaciones que ya han sacado a la luz estos
poemas y relatos: Bent Pin Quarterly, Cherry Bleeds, Marrow,
Full Metal Poem

14
A los amigos
To friends … wherever they may be

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Índice

Lo humano (I) ..................................................Pág. 18


Mediterráneo 19
Vista (sin ser bonita) de tierra de Steinbeck 21
Días de Pauly en el cine 23
¿Y anoche? 27
Soliloquio 30
La cima de George 34
El resultado 36
Febreros 39

Lo divino (I) ...................................................Pág. 42


En Saint Sulpice 43
Nota final 48
1939 52
Inspección repentina 54
Arriba 56

Lo humano (II) ................................................Pág. 58


Un trabajo 59
Sobre Monk 78
Sombras, audio: Ruta final 80
Sobre todo destrucción 83

16
Lo divino (II) ...................................................Pág. 86
Algo se eleva como el hierro 87
Espectros 90
Un Blues 92
Luna nueva 94

17
Lo humano (I)

18
Mediterráneo

Los cielos primarios palidecen en la puerta,


las nubes dan medios giros.
Las señales indican cese, y sin movimiento, obran átomos,
rompen diseños, mas no rompen nunca en tormenta,
de modo que el alba se para enorme y menos forzada,
retratando los cielos como leve ficción.

Abajo,
el litoral se viste,
(y la vista responde con rugir mudo) hasta que
la moción tirante de tantas influencias sensibles crece
ascendente,
permite un ancho de banda, un micro, y al fin,
que el minarete de sol persista quieto en óleos de claros
grises.

Formas volviendo como barcos,


y de la altiva noche olas de razón le sustraen,
decrecen los peligros. Callan los silencios,
y antes divagantes mar y cielo, salen con él del auto,
como retrato, como ayuda, pero sin nula intención fatal.

19
20
Vista (sin ser bonita) de tierra de Steinbeck

Y la puerta del coche


meditando a ochenta
se abre

Vaivén de fuego espacial


se tensa así contra el
viento

Pies fuera

Tan obvia la estupidez


no se evita
--al menos este tío
ni la abrupta memoria
de cualquiera de las estupideces
que se hayan hecho antes, mudos
e insufribles dictadores
que te ponen antes aquí

de viaje, para pensar


Casi le agradeces

cuando de repente
bajas los pies
vas a trompicones
en finos trombos y recortes

21
por la autovía rasa

torsión como para lanzar


el cuerpo hacia un panorama
de árboles verdes y sol de Van Gogh

en esta tierra antes plácida de Steinbeck


ahora
tomada por este ligero hombre-pájaro

engañado por su propio engaño


el cadáver se calma
en la cuneta

es presa y desecho
para rostros alumbrados
por luz en círculo

Y el coche
No te olvides del coche
que se gira hacia el este

vestido de espeluznante trazado


con verde amplio de alfalfa
y un espectro abisal

tumbas de jinetes sin faz


para acoger a los viajantes de Salinas
101 sur

22
Días de Pauly en el cine

Da pesados pasos de tipo humilde, avisa su camino de


líneas aleatorias
calle abajo Mission Street; encandila su calidez recia.
De nuevo esas fotografías, son señas de un espacio-tiempo
demasiado manoseadas
y hoy enrevesadas con pasiones que nunca descansan en la
misma locura
dos veces – ni pensar qué puede cocerse en sus lánguidos
crematorios
del vientre.

La bajona ya se ceba en él, recuerdos jaleando al nervio


como maniaca de caprichos enfocados en corregir a
extraños.
Qué pena da.
Quiere ahora el hombro vacuo, una mujer de trato fácil de
arlequín
donde cuente su dolor. Qué pena da,

23
y en tus manos una carga del demonio tendrás. Carga del
demonio.

En la última semana ha visto una furia guarecerse en su


mismo pozo;
levantar una mesa de unos cuarenta kilos sobre su figura
nerviosa de ron pálido
y lanzarla, machacar la puta en mil pedazos
justo en medio de la calle,
y sus vecinos detienen asuntos varios para observar
lo que haya después.

Mientras, Hope está en la línea desde Seattle.


Se preocupa, dice, voz picada por años de relación
doliente.
Mi hermano, dice, ¡se estila como si fuera vaquero de
Tarantino! dice.
Pero Pauly odia el teléfono.
Pregunta a cualquiera.

24
Tras destellos miles, dice que no sabe.
Algo se rompió y lo barrió,
como si su cuerpo hubiera seguido su propia agenda
amorfa.
Tanto peso – y desde hace poco le tiemblan los tobillos y
se desmorona mucho—
Pauly se levanta, mano antes, rodilla,
pie después,

sin el controlado botarate que rechaza ayuda fantasmal


bajo la línea vaga de farolas carbonizándose en suspensión
por el bulevar. Es una visión genial su paso por la esquina
hacia el bar, donde el consuelo sonoro de la gente pronto se
disipa
cuando la visión de Ella
golpea.

25
26
¿Y anoche?

Una tensa ría de curvas

por lechos secos,

moción abierta sin final.

Bocas segadas y llano rápido,

y en un bar,

a legiones de distancia de esos horrores

del continente africano,

ella contempla su propia selva,

con voz sin fin

yendo al sur en mareas pingües.

Algo sobre días lluviosos

y visitas carnales de gente con quien

27
soñó

--hombres y mujeres, dice,

conspira hacia el énfasis.

Hay indicios de libertinaje,

y dentro de la amena geoda se inscribe por ver

--secreto inexorable--

cantos de entrañas con otrora salubres

formas de shiatsu.

Incluso su pitillo se resiste a ir

en su contra;

el hielo de su copa se derrite antes que otros.

Los histriónicos del dormir roto

reptan hasta las ingles,

28
“Como pantera hambrienta”, dice.

O, mejor aún,

pantera hambrienta negra errante de lecho seco

donde,

balanceando su mano por la muñeca,

mira hojas de calores y apatías.

Verás, al ser justa la hora,

puede ver el costado de su abrigo

y esa es su señal.

29
Soliloquio

Ana

repta

hacia la esquina

del sofá

fuma uno

y se encorva

entre migas y

monedas

se silencia

pues

es como

su profundo mirar

fuerza un pase

30
por parajes sin nombre

y se posa

a pesar

de sus abrigos

de calma

Pues el silencio

se deshace

se filtra

el murmullo del

latir

en sus oídos ya

partiendo

cuando fija

el recuerdo de qué quiso

31
decir

mas no

no puede

porque

de pronto ¡la ostia! se mira

de pronto la frescura del

esmalte que

borra fácil

sin tocar el pitillo

se levanta

pie desnudo

hacia la

cama

antes de cerrar

la puerta

32
33
La cima de George

Código rojo para George otra vez, 2 y 8,


lleva un mugir continuo como si fuese la gran purga
de la Bola Acme en dibujos de la Warner Bros.:
todo boca y lengua gris, bosteza hacia los rascacielos
como de carnal furia creadora.

Las cortinas a lo alto se cierran y sellan de nuevo,


y George corta el motor; se pliega bajo un marco próximo
y rueda en adagio, adelante y atrás, adrede en secreto,
casi monjil.

Es obvio que se acabó lo del niño.


Sin lloros, sin las mismas penas sin fin, nada de eso.
Lo más amargo llegará cuando los fondos del fuerte chico
que sufre llevar de su cajón salga, ya verás.
Es obvio que hoy ya no habrá lucha voraz. Es hora de
revancha.

34
La hora de George.

La mierda diaria de George: protagonista en su cartón,


la cara un opaco crisol de ceños bajo pelos de cloaca
y barba; otea el cielo otra vez como cansado del suelo
y postrado ante firmamentos de mares.

Mamparos con luces rosas y moradas salientes


llegan rápido y en surcos creíbles desde el mar,
dándole en la tecla.
Esa forma de su sueño tras barrerlo la cerveza y el día.
Silueta helada y queda la suya,
que es como de guerra en ciudades sin ley: toda inmóvil
y cosida a la calle.

35
El resultado

Tras tres horas de giros erráticos sigue fatal,


baile que va de música a barra
y a su sitio solo de la puerta,
contumaz en su castigo facial.

Va con su afán, no importa,


gesta perra de su musa con tinte de sollozos de Curly
y lunas de Kramden tristes, nunca nunca
deja de mirar la tele.

El partido le da sed
(una sed obviada e ínfima),
lo exprime con sus tóxicos
en el crujir airoso de manos y dedos.

Pero en esto el Joven Turco


piensa que puede robar y meter

36
y Bonds aún lanza otra en la copa,
quedando varados los cielos

y en el aire la bola.
Por el jaleo y juego se enarbola el pájaro
con un resoplar liviano.
Es ágil pero pesa,

y entonces pasa a toro,


salvando vallas imaginarias de fuego y odio,
hasta que se apunta un cero en su deseo
y cambia su ofrenda en destino evocador
de carne – sus caderas que estrechan los vaqueros
hasta el culo.
Oye, ¿soy el dueño? Le digo a este tío que
a la puta calle. Dile que a su caja de
cartón. ¡Dios!

37
Como no quiere eso, gracias, se sonríe.
Vuelve a su sitio, en la mano pitillo y cenicero,
y en la otra deseos.
Bienvenidos:

admirad el nexo de noches solas


reflejadas,
ahora que el pesar de estrellas casi despide
y sus esputos segrega.

38
Febreros

Las cinco p.m. quiebran hielos.

Recorto luces, peino piel,

cuelgo votos, lleno tinas

y reato botas. Ni un alma.

Pasa que

te cuelgas de un álbum de fotos esmirriado,

sin ángulo ni cromo mas con cuna

de gran charco blanco tras demasiado bourbon,

tu enfoque

tu empeño de series con puntos molestos aéreos.

Cito. Nunca acertados.

39
A las 5:30 toca café y pito, silba el tráfico

en fina lluvia incesante. Paños de casas al oeste

en vapor de nieblas altas, a mi lado un yonqui recoge

colillas

del cenicero.

Me pregunta si tengo una goma elástica.

Cuando vuelvo sostiene la puerta abierta, escucha a Bukka

White

en “Jesús murió para salvar al mundo”.

¿Podría entrar? Busco una excusa para estar solo, y

modesto,

cierro ya.

Mis ojos

40
mi peor defensa, escopleados por ver

como es y debe ser. No hay luz débil o en bruto

que vista penas. El tiempo gasta.

Quita y despoja, viola deseos, y da con el yo viejo

purgado.

Claro que acepto culpas: luces urbanas y lo transpirado

debajo.

Juntas las manos, roces de muslos, públicos besos-

escarceos que van hacia el sexo y la casa- movimiento,

en torno a mí.

Hasta la perla de más fina lluvia se colmó de signos.

41
Lo divino (I)

42
En Saint Sulpice

Esta noche era distinto. Las demarcaciones de terreno a


favor nuestro no significaban nada. Habíamos buscado ya
una vez una fuente concreta, y hace un par de noches nos
encontramos con el restaurante chino – justo el mismo que
habíamos intentado localizar durante una hora, contra
viento y marea, todo tipo de errores a izquierda y derecha,
hasta que llegamos al bar que tanto le gusta, recientemente
canonizado como bar La Peña. Un letrero del restaurante
anunciaba en la ventana WE SPEAK ENGLISH, y entre
risas (siempre se sonríe cuando da con su objetivo), indicó
con gesto poco menos que triunfante “vale, es por ahí”.

Esta noche no. Sabía muy bien a dónde se dirigía; Sulpice


era simplemente cualquier lugar donde tomar una cerveza
antes de ir a ver una película.

Era una tarde de calor y ya habíamos andado un buen


trecho. Y digo tarde porque sugiere un dato de distinción

43
cuando es principios de verano. Más bien, estaba
anocheciendo, un periodo que en esta época del año supone
un largo episodio de transición iridiscente. La luz del día se
fija como quien se niega a ser ignorado, apila diversas
tonalidades en el horizonte antes de pesar la oscuridad y
noche. El sol se sumergía detrás de los tejados cuando
llegamos a la plaza. Todo estaba oscuro menos una parte
de la torre de la catedral, donde una franja de luz
anaranjada se deslizaba por la fila de estatuas de la logia.

“Dios”, dije, rozándola. “Mira eso”.

Nos sentamos en la fuente, mudos un rato. La luz tenue


sonrojó las caras y ropajes, que barnizaba como si fuese a
poner en movimiento, como una candileja que mueve a la
vida. En ese instante algo en mí dijo querer ser su amante.
Nuestra cama compartida es sólo recreo del sueño. Nos
despertamos y nos hacemos guiños que enfatizan el
carácter tácito y platónico del acuerdo. Pero ahora yo ya no

44
estaba tan seguro. Me encuentro aquí como amigo
principalmente, pero seguidamente casi como amante
cortés no asumido que se alimenta de todo lo que esta
ciudad tenga que ofrecer. Conforme resultan familiares los
sitios y calles la situación pasa de turista a algo mucho más
difícil de describir, algo como de limbo. Los impulsos
derraman una sustancia foránea, y el lenguaje, aunque aún
obstáculo, comienza una progresiva adopción (o amable
abducción) de los oídos. Ella tomó parte de esta transición.
Pero pronto me percaté, sólo como existió esta transición
ahora. Fugazmente, me dije. La luz es transición, ¿no? Por
mucho que imparta álgidos momentos de gratitud o
conocimiento para nuestros sentidos, nunca permanece. La
luz del escenario tarde o temprano se torna oscuridad, y la
penumbra asume perpetuidad.

Concertadamente, la franja empezó a elevarse sobre las


estatuas y el sol prosiguió descendente detrás nuestro. Me
acordé de algo que dijo una vez una amiga mientras

45
esperábamos el autobús en City Lights. “Ojalá alguien
tuviera una cámara”, dijo. Era el mismo tipo de día a la
misma hora, en una ciudad donde ella había crecido y yo
aún era un novato. Como un tonto le pregunté por qué.

46
47
Nota final

Déjate caer. Rastrea el devenir acelerado de lo más


diminuto hacia una oscura garra meteorológica por encima
de la calle colapsada. Una vez dijiste que somos más listos
en nuestros sueños. También dijiste que las palabras eran
importantes, y fueron pronunciadas. O por tanto fueron
pronunciadas, da igual.
Colapso de viento y tráfico. Legiones caprichosas
de cirros fluyendo por las cimas terrestres. Con paso lento,
fornido, convergen turbias, empujan con insistencia,
marchan por el cielo. Del mismo modo que una piel nueva
convergería y cubriría el cuerpo.
Tantas palabras emitidas que podría, quién sabe,
haber existido una pizca de verdad en sus recovecos.
Simplemente tuve que sentirlo en mis llagas abiertas, con
espera errática, de modo muy parecido a como pudiese
auscultar un escultor las profundidades y capacidad
ocurrentes de la piedra.

48
Las moléculas se hallan en ebullición ahí arriba.
Una masa rodante de furiosa materia opaca. Como suena el
teléfono bajo el tacto… así se podría cultivar una pequeña
simulación de ello.

Truenos.

Y tú tumbada en la cama tantas noches sola, te


citas con un cigarrillo y un libro. Cualquier libro. Hizo que
el escenario fuese completo: un constante forjar de tu
nueva piel.

Mientras, sin relámpagos. Sólo árboles y pájaros


enconados contra el viento – figuras sin gracia, romas, ante
este azote. Y los edificios de apartamentos vigilantes en
silencio, templando acordes ya tersos y sombríos,
marchitos sin su época de esplendor como le pueda pasar
igualmente a una cara o una mano. Crujiendo en un deber

49
singular que imagino pudieran haber tenido antaño
aquellos cansados bergantines de los grandes océanos.
Wyoming. Pasaron fugaces sus monocromos en el
reflejo de tus gafas de aviador. Llanos y cielos vertidos
como corrientes en los huecos de tus mejillas, amasijo de
kilómetros del tipo de respiración que conquista al habla.
Tuviste la mirada fija en el horizonte durante horas,
drogada y taciturna. Parecías una idiota muy guapa.

Es tremendo lo que el viento puede clarificar y


clarifica. Ideas antes fraccionadas y embotadas, ahora
unidas por bendiciones ocultas de cambios.
Y aquí estás otra vez, con muchos acordes, pero
siempre tocando con seguridad. Preguntaste por mí en un
sitio donde una vez me habías dicho cómo era yo. Dije No
una vez, un comienzo para cualquier número de finales
inminentes. Y es curioso cómo esa palabra recordó el

50
modo en que apretaste fuerte, una presión abisal en el
extraño desconsuelo del revés de una silla. Tu madre. Mi
mano.
Un trozo de papel serpentea entre el tráfico,
rebotando por carriles aleatorios hasta que descansa tras los
chapoteos dentro de un recodo acogedor de alcantarillas al
otro lado de la calle. Ahí. Como se podría referir alguien a
otra persona en un sitio. Ahí. Hasta que la entrada fugaz de
un impermeable en la tienda interrumpe el espectáculo y
llega la lluvia.
Como se deslizó mi mano por tu rostro,
fomentando pero igualmente barriendo pesar y temor y
necesidad deliberada de follar. Si cree una persona en el
tiempo, esto es lo que hace. Las palabras fueron
pronunciadas. Las palabras fueron importantes. O así fue
soñado, da igual.

51
1939

Ráfagas de viento anuncian su fortaleza en las


ventanas, y en algún lugar recóndito de la mansión
abandonada, un portazo sella el vacío. Tensas, escuchan el
eco, sufriendo la inminente conjunción de botas acorazadas
y órdenes vehementes. Hasta que el eco se derrite, su
impacto antes bruto, ahora templándose y yéndose: una
nota colgada dejándose caer cómodamente a su lado. Se
vuelven a postrar, En la mar, dice ella, ofreciendo palabras.

Cae la pluma desde ningún sitio, o desde algún


sitio que ya no les importa, necesitando en su eje de giro
pronunciado una lánguida caída libre contra el desarraigo y
la desaparición consecuente. Jurarían que se iba riendo,
pero mirarla le brinda solemnidad, observarla como
símbolo, como alma, o como tiempo a la deriva dentro del
foco de la vela, donde ella intenta asirla.

52
No, dice él, tirando de su brazo suavemente hacia
atrás.
Déjala, dice él, refiriéndose a la memoria de ello.

El capitolio es asaltado, sus plazas custodiadas, sus


noches de penumbra sitiadas; y por la definición dada: un
retablo criminal de rodillazos y codazos que caen
ebriamente (aunque mucho más seriamente que eso) en las
calles.
Enciende la radio. Demasiado rápida, le separa la
mano de su brazo y le dice, Bajo. Lo prometo, bajo.
Desazón de blues. Un consuelo labrado, fluctuante
entre niveles cabizbajos y de ascensión: hechizada. Susurra
levemente la melodía, soñándola, mientras él se gira hacia
ella en su parte de la cama.

53
Inspección repentina

Viernes de lluvia, Dave, mas mudó nieblas altas y


trajo calma. No sale nadie.
La vida de observador abrió los muebles de este mundo de
aquí,
sacando nuestras soledades: una camina, la otra no sé.
Podría ser una hora más tardía,
si no fuera por la luz de cera lluviosa, y el tren que ya llega
a los bajos del monte.

Los charcos hacen del cielo perfección, que cose sus caras
al fondo
y trasluce profundidad clara que este Narciso de paso
alquila,
mirándome en las formas de arriba.

Una en concreto. Casi se oye, con sigilo andado,


rondando por el reflejo como si

54
diese un sorbo del más allá.
Esos cuentos de hadas serían verdad.
Que los muertos ya son nubes, nieblas que pasan
en los ojos de fortuitos charcos urbanos (formas breves,
mas vivas)
antes de volver la hora real y mudarse ellos dentro nuestro,
prorrogados, a la espera sutil de tallar más que un nombre.

55
Arriba

El cielo es bóveda de valles, y la cresta hace el camino


como forzando una lasa banda por rectos túneles
cuyas bocas nos devuelven y retoman atardeceres.
Nadie quiere hablar.

Empieza ahí arriba. (Ahora). Humo, o no; picos de cresta y


ovillo,
de cresta otra vez. Ya romboide, ya raya, ya articulado o
no; siempre dentro y fuera
y hacia un centro obtuso, lentamente solo en su amplio
meridiano.

Cristal ahumado que el cielo no atraviesa, o salta como


debiera,
ara por crípticos de críos, cortado riñe al vector y campo,
templa suave, como cobra de formas primarias.
Recuerdo que su memoria de culpa o huida o pena

56
frecuentará

fotos de sus llegadas, así infiltrando estos pesos de pruebas,


dejando sólo palabras de tiempo.
Trata de explicar lo causal.
Nos dieron aves y dimos bombarderos.

57
Lo humano (II)

58
Un trabajo

Sostuvieron la puerta muy abierta, las tres sopesando


sus opciones, hasta que la de las gafas de sol hizo el
paseíllo por la barra con unos tacones altos que picaban
enérgicamente el suelo. Mientras se acercaba recorría con
el dedo la pared y acentuaba su llegada. No le faltaba cierta
gracia, pensé, pero tenía un trabajo entre manos. Las otras
dos dejaron que la puerta se cerrase sola conforme entraban
sin interés, pulsando números o tonos en los móviles, y
cuando los viejos ventiladores por encima nuestro
espiraron sonoramente y regresaban poco a poco a su
posición farragosa en la pared, el mundo de aquí, antes
simpleza de luz y música tenues, se iba desquebrajando
con cada paso cercano.
Volteó ebria el bolso por la barra. “¿Dónde está la
gente?”
El tono era de urgencia, no del todo nervioso, pero
casi.
Me encogí de hombros. “Es domingo”.

59
Se giró hacia la sala trasera, mirando las mesas puestas
pero vacías, y otra vez hacia mí, sorprendida, como si
hubiera requerido una explicación mejor. Seguí con lo mío
y repartí tres servilletas por la barra, y ella, sonriendo, me
imaginaba como un poco idiota y sin arreglo. Le sonreí
pues me sabía mi parte.
Se volvió unos dos pasos, balbuceando en una ocasión,
pero aun así transpiró un inequívoco dominio de la
situación y del sitio, entonces se ajustó el vestido y se
sentó. Se puso de perfil a la barra, las amigas detrás, y sacó
un paquete de tabaco del bolso. Las otras dos, mientras, se
habían deslizado hasta la mitad de la mesa, tirando un par
de taburetes en el camino, con ojos y mentes fijados en los
móviles. Quien quiera que no estuviese llamando ahora
seguro que estaría encantado.
“Haz el favor, tres vodkas de arándanos”.
“Pero, ¡oye!”, dijo mientras saltaba rápida y pizpireta
en el taburete un par de veces, “sin lima”, y se puso de
frente.

60
Una de las otras miró con sorpresa—demasiada, diría.
Esto no era lo que había estado tramando para nada.
Tampoco la otra, que tomó asiento y acabó con su petaca al
lado de la de las gafas de sol sin parecer demasiado
desanimada. Les pasé un cenicero y me fui directamente a
por las copas.

“Podéis poneros a hacer planes ahora”, les sugerí.

Al instante se sonrieron compartiendo muecas y gestos.


Y también empezaron a susurrarse cosas. Me volví para
coger la botella y, cuando empecé a servir, los susurros se
transformaron en risas compartidas. Sólo tuve que
dirigirles la mirada y ya está. Las risas desembocaron en
profundas carcajadas cortantes que continuaron mientras
les puse las copas, hasta que Gafas de sol, que intentaba
vencer el arrebato, me preguntó que –“qué coño”, dijo—
tenía puesto en el aparato de música.

Las dos puertas de vidrio se abrieron del todo y se


levantaron los dos ventiladores súbitamente con la brisa,

61
después se sentó en la primera banqueta que vio,
entrelazándose las manos con gesto educado y paciente.
Estaba mal herido. Tenía espirales de sangre seca por
toda la cara. El pelo lo llevaba mate y desgreñado como
resultado del sudor y posible forcejeo. Pero no encontré
nada en él de derrota o enfermedad. Estaba animado.
Les lancé una rápida mirada a las chicas. Tenían los
ojos inyectados de terror, menos Gafas de sol claro, que
tenía la boca en una forma de círculo perfecto de asombro.
Se les había desmoronado cualquier indicio de una noche
de ligue. Di los pasos necesarios para recorrer la barra y
observé que unas líneas nuevas se le unían a las secas.
“¿Qué tal?”, dice el tipo, frotándose con el borde de la
manga, feliz, campechano.
“Bien. ¿Y tú qué tal?”
Luce una pequeña sonrisa y dice que no tan mal como
otras veces.
“¿De verdad?”
“De verdad. ¿Me pones un brandy que me caliente?”

62
Alarga el brazo para coger unas servilletas de papel
pero se corrige en el intento.
“¿Puedo?”
“Coge”.
Se queda con unas cuantas del lote—a lo mejor diez—
y recoloca la otra mitad. Despliega las servilletas como
mano de cartas y escupe en el centro, recopilando sus
efectos dentro de una bola compacta. Oigo a alguna chica
que tose de asco y luego susurros que parecen roces de tiza
en el silencio anterior a una nueva canción. Igual que
deliberadamente cojo una papelera del suelo y la sostengo
delante suyo, lanza la bola de papel dentro y me da las
gracias con voz de repentino clamor guerrero. Se aclara la
garganta, coge la otra mitad de las servilletas y repite el
proceso.
“¿Cómo está el tiro?”
¿Cómo dices?”
Pongo la papelera en su sitio y señalo hacia ésta.
“Ah, bien”.

63
Saco el resto de las servilletas de la bandeja y se las
doy todas.
“Sírvete tú mismo”.
“No, yo—“
“Nunca se sabe”, le digo.
Me giro y veo a un hombre fuera. Está como ido. Le
hago un gesto de bienvenida con la mano pero su expresión
es la misma. No registra el gesto. Se me ocurre de pronto
que esta escena debe de ser curiosa para el de fuera; el
modo en que pudiera estar inscribiéndose la luz en la cara
ensangrentada del tipo un domingo por la noche que ya
está bastante lejos de las extravagancias y tontunas de
Halloween. Se le antoja esto más que real al hombre de
fuera, más que simplemente perturbador: es algo
representativo.
Cuando miro al ensangrentado por ver si ha visto al
hombre está como a lo suyo. Con ligero gesto de dolor, se
quita la cazadora de camuflaje con mucho cuidado,
desenfundando los brazos por las mangas suavemente para

64
no desviar los hombros hacia atrás. Decido que no me
queda otra que llevar esto con naturalidad, dejar que las
cosas fluyan por un curso natural. La vida, me digo, se
sumerge en pequeños bolsillos de sin sentidos sólo por
verse a Sí misma cómo funciona.
Vuelvo con su copa y paso al lado de las chicas, les
hago un guiño, me siento un poco héroe. Los ojos del de
fuera se han fijado en mí. Se han aglomerado algunos
espectadores más con él, y los ojos recién llegados a la
escena van adaptándose al suceso. Así que con un toque un
tanto dramático le pongo la copa delante y retrocedo para
atenderle en plan un poco sirviente. El ensangrentado
olisquea y remueve el brandy, luego toma un sorbo largo
que le hace emitir un suspiro quemado hondo tras ingerir.
Tose, desarrolla el efecto del trago y aun así no coge
ninguna servilleta. Bajando la cabeza, deja que el licor
tome asiento, le relaje los hombros despacio, y le lleve a
una sonrisa porque ya siente que el dolor se desvanece.
“Cinco pavos”.

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Hurga en su cartera y me pasa un billete de diez.
“Quédate con la vuelta”.
Se acaba la copa y pone la cabeza en las manos para
masajearse las sienes. El hombre de fuera, que va
rodeándose con lo que percibo ya como una extraña fuerza
de moral, censura con la cabeza y me mira enojado como si
me tuviera que avergonzar de algo. No lo puedo evitar y le
hago una reverencia. Los demás tipos y yo nos reímos—
todos sin duda un buen atajo de pecadores—y luego ya sin
prisas van dispersándose.
Le pregunto. “¿Has visto eso?”
“¿Visto qué?”
“A esa gente... mi saludo al tipo”.
“No”, miente. Eligió no verlo.
Señalo el trago vacío y asiente con entusiasmo
frotándose con el puño de la camisa y viendo, a un metro
de él, la necesitada columna de servilletas.
“Oye, tío, ¿no te vendría mejor una toalla mojada o
algo así?”

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Se inquieta. En vez de sonar como ofrecimiento lo que
le he dicho parece imposición, o como mínimo una orden
cortante.
A los dos nos molesta el eco dejado en los oídos.
“Ssí”, dice, recortando la palabra. Baja de nuevo la
cabeza y cierra los ojos para tocarse la cara con los dedos.
Está indexando las heridas ya sea con el recuerdo o sin la
memoria de cómo llegaron ahí algunas. Las escenas de esta
noche parecen ir recorriendo su cabeza más allá de
momentos clave. A lo mejor existe un recuerdo muy vivo,
un grito, un chillo, motivos incendiarios, o nada de nada, lo
cual sería la situación más difícil de asumir ahora mismo.
Le veo que respira por la boca.
“Debería haberte preguntado antes, pero...” Me paro en
seco. ¿Pero qué? De pronto me siento acorralado y me
entra un sudor frío.
“No importa”, dice, y me mira: un contacto visual
rápido y seguro. “De verdad”. Pone otro billete de diez en
la barra y vuelvo al trabajo para calentar su trago y mirarle

67
en el espejo desde la relativa lejanía de la máquina de café.
Todavía sangra.

Las chicas y yo le observamos con cierto afán de


morbosidad y curiosidad a través del espejo. Vemos que se
forman nuevas manchas por el cuello y parte delantera de
la camisa, lo cual parece, de modo extraño, bello. Halla
nuevo acomodo el fino goteo y se expande lento y pertinaz
por el material. La gotera parece aleatoria; las manchas son
desordenadas y ni se reúnen ni convergen en una única
zona. Me pregunto si es sólo la cara lo que lleva herido.

Alza la mirada de repente. Siente nuestra vigilancia.


Me recompongo y echo el agua caliente del chupito, luego
me vuelvo hacia las chicas para parecer lo más natural
posible. Las gafas de sol ahora se le inclinaban hacia la
punta de la nariz. “Todo bien aquí”, dice, y asiente deprisa.
Pero cuando me dirijo a servir el brandy, ella emite un
chasquido y me hace una indicación con la mano que es
molesta y frenética. La ignoro, o al menos lo intento, pero

68
me pilla de nuevo en el espejo y deletrea un ruego silente:
¿Qué le ha pasado?
Es molesto sin límites. No va a parar de preguntarme, y
cada “¿qué le ha pasado?” le sale más deprisa y alto, hasta
que se vuelve voz clara pero ridículamente sofocada. Le
pongo cara de enfado: ¿y yo qué coño sé? Pero enseguida
me percato de lo que intenta decirme, que inicie algo
parecido a un interrogatorio con el tipo. Es una propuesta
arriesgada. Si no se lo pregunto yo seguro que la tía esta lo
va a hacer. Ya hemos llamado mucho la atención el uno
con el otro, y eso refuerza mi simpatía. Simplemente
necesita un trago. ¿Quién coño no lo necesitaría? Le traigo
la toalla con la copa. Desplaza el brandy a su derecha,
donde, con el resplandor del cristal, reposa bajo destellos
de luces amarillas de neón. Podría incluso pasar por un
trofeo.
Dejémosle hacer.
Empieza justo encima de los ojos con la toalla, la baja
con mucho tiento hasta la boca, dolido con el primer roce

69
de cada llaga hasta que se desvanece el calambre inicial.
Las tiras de sangre nueva y seca dejan su sitio a profundos
rasguños y moratones que aumentan conforme prosigue
con la toalla, hasta que la cara se vuelve una aglomeración
de rojos derramados y blancos punteados. Las chicas lo
observan con terror renovado. Tienen de nuevo el aliento
entrecortado y no pierden detalle. En eso pienso que se
completa así una transición desde un capítulo a otro. Ha
entrado, ha tomado sus copas, y ahora ya va a ir al fondo
del asunto.

Me sirvo un chupito y me sitúo en un rincón cerca del


reproductor de CDs al final de la barra, poniéndome a ojear
carátulas mientras escucho el eco de la guitarra de
Lightnin’ Hopkins por todo el vacío de la sala colindante.
No me parece que ningún otro sonido sea pertinente así
que fijo la mirada en una de las esquinas más distantes de
la sala y me dispongo a distraerme con la esperanza de que
algún recuerdo o alguna imagen surjan en el vago destello
de las velas, pero estoy ansioso. Sólo será cuestión de

70
segundos y Gafas de sol entrará en escena. No puedo hacer
nada. Si intento intervenir, cualquier vestigio de privacidad
se verá empañado por mi intromisión. Cualquier tipo de
intervención llamaría mucho la atención e induciría a una
clara consideración, y ahí es donde reside justo mi timidez.
Voy a jugar limpio y el siguiente paso, lo sé, lo dará ella:
investida con toda clase de exaltación y predecible
movimiento, no se está quieta ni un momento en la silla y
hace ruidos con el hielo de la copa, machacándolo con las
pajitas; mira al tipo sin parar y le niega todo indicio de paz.
Tendría a cualquiera al borde del precipicio.

“¿Está usted bien, señor?” dice por fin, y en su tono


nada suena ambiguo. Es hasta tímido, totalmente carente
de preocupación real.

La toalla es una pila de ropa manchada encima de la


barra, y él bebe tranquilo su brandy, dando sorbos cortos y
removiéndolo como un señor. Al fin le había sobrevenido
un descanso intencionado. Pero entonces habló ella y por
tanto vacía la copa y les manda a todas una sonrisa—un

71
giro de la cabeza que parece un retrato grotesco y no
obstante cálido.
“Lo estoy”, dice, y la sonrisa se disuelve en la de
alguno de esos personajes amargados y satirizados que
Warren Oates encarnó para aquellos efectos tan
merecedores de elogio—esa mueca sonriente de
depredación y corrosión curtidas en el desfiladero de un
mundo cruel y desleal.
“¿Y cómo estás tú?” le dice, pero no espera a que ella
le conteste, sino que me mira a mí directamente obviándola
y meneando el vaso vacío en el aire.
“Voy”, le digo.
Le concede un inteligente y simple guiño y ahí
concluye el asunto.
Dirijo mis pasos hacia las chicas enseguida.
“Friki”. Se recoloca las gafas de sol para cubrir bien
los ojos y me mira complaciente, a la espera de algún tipo
de satisfacción mutua con el comentario. Sólo quiero que
desaparezca todo el mundo, odio los conflictos

72
innecesarios, odio el hecho de que, a pesar de toda
precaución anterior, le haya dejado hablar tan
peligrosamente. Les pregunto si quieren otra ronda. Intento
desviar lo peor de una situación que puede ser mala,
anticipo una repentina crisis sicótica de furia y lágrimas
que le pueda llegar al ensangrentado.

“Tres vodkas de arándano, ¿no?, ¿sí o no?”

Le observo un poco y no hay noticias. Simplemente


mira fuera con un semblante muy razonable y tranquilo.

Caliento su bebida y me pongo con los cócteles de las


chicas, sé que la próxima será su última copa. Poner copas
gratis es una seña de identidad del camarero cuando quiere
dar las gracias, y ello anima a los clientes para que hablen.
Como soy curioso, creía que conseguiría sacarle su relato.
Ahora ya éste no sería el caso. Gafas de sol se había
encargado de estallar la delicadeza del asunto con su
incapacidad de soportar lo que lleve de tiempo y copas
antes de que alguien se sienta suficientemente cómodo para

73
hablar. Aun así, todavía le iba a invitar a la última, aunque
se hubiese hartado del garito.
Le doy una toalla limpia y seca, la coloca junto al
brandy. Tiene las manos en torno a la nariz, que parece una
cruz; busca la rotura con las yemas de los dedos índice y
corazón, que surcan suavemente el puente.
“Espera un segundo”, dice.
“No te preocupes”, le digo. “Por mejor suerte”, y doy
un golpecito en la barra. Los ojos se le abren como platos
de repente, por encima de las manos, y se le empieza a caer
una lágrima por la mejilla. Durante un rápido instante no sé
distinguir si es una señal de gratitud o de dolor. Coge la
toalla limpia con una mano y con la otra sujeta un punto
concreto del puente de la nariz. Entonces, doblando la
toalla, la aplica a una zona de la nariz pero también deja
una pequeña parte en la zona opuesta para ajustarla al área
justo donde sitúa la mano derecha. Recoge un poco más
esa parte derecha y la aprieta con su mano, que se vuelve
un puño; la toalla enrollada ahora ya ataca el problema.

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Empieza con el puño a mover y tirar bruscamente de la
toalla y oigo un sonido de desgarre seguido de uno seco,
hueco. Y ya está; ha colocado la nariz de nuevo en su sitio
y casi ni me he enterado. Deslizo un ojo hacia las chicas
esperando encontrarlas en un frenético marco de terror
renovado pero no han visto nada. Están en una mesa más al
fondo fumando. Ni un solo guiño había escapado de su
cara pero cuando me giro para mirarle, un arroyo de
lágrimas desemboca en la toalla. Está totalmente inmóvil y
se agarra a la toalla fuerte y fijamente como para que ésta
le quite el dolor. Respira muy hondo una vez y espira
sonoramente, luego amontona la toalla con la manchada.
Emite un par de sorbos nasales, pestañea varias veces,
limpiándose las lágrimas, y empuja las toallas hacia mí, ya
por fin satisfecho.
“No, me temo que no”, le digo, “ésas son tuyas ahora”.
“Ah, claro, perdona”.
Como le puse un brandy generoso—demasiado para
una copa—da un par de sorbos y lo deja en la barra. Saco

75
otras dos toallas de debajo y se las ofrezco pero me dice
que no con la mano.
“Todavía tengo éstas”, dice mientras se levanta del
taburete. Lleva las toallas colgando, una de cada mano, y
las examina.
Se ríe entre dientes y las pone encima de la barra.
“Las voy a poner aquí, simplemente”, dice.
Se agacha para coger la cazadora del suelo,
produciendo un leve gemido como efecto. Se la coloca con
mucho cuidado, de nuevo echa los hombros hacia atrás,
conforme se la ajusta en la parte alta. Después revisa el
revés inclinándose ligeramente, comprobando los bolsillos
hasta que oye las llaves. Es la curvatura de alguien que
teme lo que digan los demás cuando se vaya.
“Lárgate ya”.
Al fondo una silla raya el suelo. Gafas de sol no ha
cogido el chiste. Permanecía casi como una silueta pero lo
atento de su postura, la forma de su cuello, curvado un
poco, parecían algo obsceno. La mira, pero luego no,

76
piensa en otra cosa, se da la vuelta para marcharse y me da
las gracias con la mano. Justo en la puerta se para y gira
agarrotado sobre un talón.
“¿Quieres que te dé un pequeño consejo?”
Detengo la bayeta y le espero con una sonrisa.
“Nunca te enamores de una chica de Jersey”, dice, y
sale por la puerta.
Confundido, en mi mente le veo salir una y otra vez.
¿Es eso lo más que puedes hacer?

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Sobre Monk

Y aquí calaron, instante oblicuo en que el oído espera más


caída,

y lo que mide el tipo conjura a los altares y tiembla

y observa al tipo, cromosomas de muchas ideas batiendo su


identidad

en sabidos reveses de esquinas, donde han detonado las


aves en mil,

enfilando cielos surcados por él.

Esto lo toma para sí tras cortar alientos,

depurando la medida en amenaza o hambruna.

Mas sólo baila, y va como triste,

pues su canción debe volver en arco a otra estación,

de pronto, para beber agua en trozos

niega al árbol aguado.

78
Ve al borracho que serpentea solo por calles de luces
quemadas,

un paso de tintineo cojo de llaves.

Mi agenda se afina de nuevo: de día trabajo,

y, claro, los Blues.

79
Sombras, audio: Ruta final

Cerca al oeste, vista asombrosa,


y concebida simple,
la constelación Sutro se posó
sobre mí,
sus cuatro luciérnagas en la copa
de niebla azul
forman puerto aéreo de entrada.
Dice la radio que aparece en 4 a.m.

y la calle 16 mutando
con aullidos de tanto sexo.
Grupos de ellos, grotesco envase,
un puto tras otro vociferando
anuncios contra el aire:
invisibles detrás de
penumbras de farolas, pero
voces finitas; rodantes
desde nichos de pisos en lo alto,

80
que brillan sin fin en halos
de narcótico pavor en marcha al desdén
hacia las chicas de abajo.

Hijos puta vais a ir al trullo…

Así de simple— tácito inicio, o


mutua razón de almas— y cae la noche
torpe en la fuga,
con figuras y ánimas de posos y pinchazos
que siempre germinan en el cuerpo,
al irse virando por la oscuridad
como los insectos.
Chirrío,
esnifeo,
emblema febril de desconcierto,
llamadas a timbres,
ruegos que suben con censura—
cada uno de ellos

81
muriendo cada día.
Como un joven barrido en la acera,
mórbido marginal y maniquí roto
Tántalo ya hasta el cuello,
fruto negado,
y sabedor de cuán grande
es todo para él;
que es el amor imposible
y por eso en todo lo que
él ve.

82
Sobre todo destrucción

Anhela privilegios de ricos fuera de la noche.

Le trae un futuro de mejor sueño, saber que el

vuelo viene de secretos que criban su eco dorsal

y dan largos saltos de noche,

donde sobre todo destrucción se asienta en furia

y despega con él— bien por encima de bien

sopesadas horas altas

que gaste escuchando su sangre en el oído

o el llanto materno.

Qué memorias sirva esta actitud sería

83
tan elusivo, tan esquivo de aislar y forzar

mas al final se ajustan en su espera cual firmes

donantes

allá por encima de él.

Lo poco que posea y atienda y quiera amar

siempre volará allí, rimando su ida juventud

cuando ríe solo, bebiendo,

con sus artes leales de empeños.

Sólo así podrá ir de sala en sala,

abrir puertas por donde vean que no espera detrás,

en posición

contra el niño que vuelve a ser.

84
85
Lo divino (II)

86
Algo se eleva como el hierro

Me detuve en una tienda de ropa retro en The


Haight y empecé a probarme los sombreros. Había a lo
mejor veinte o treinta organizados por estantes a la derecha
de la entrada. De fieltro, bombines, fedoras, incluso el
típico borsalino para las fiestas; lo incliné un poco a un
lado y evoqué la figura del capo de barrio que aparece en el
segundo Padrino… iba de un sitio a otro… siempre dando
en las narices al personal.

Me fijé en uno que estaba al final de la exposición. Tenía


un color marrón fuerte como de tierra, y una cinta negra
sobre el pequeño ala. Me sentí cohibido con éste, pues me
daba la impresión de que sí que podría valer. Nunca me
había puesto en la cabeza otra cosa que no fuera una gorra,
y de repente esto marcaba una transformación brusca en el
espejo. Me miré bien. Desde S. y los fracasos de dos o tres
rollos pésimos, de pronto, me había deshecho de una
depresión de varios meses de desgaste.

Tenía pinta de simpático, y empecé a pensar en todo lo que


había hecho para llegar a este preciso momento—todas las
borracheras y cuelgues, las insaciables peleas con el sueño,
el juego, la miríada de distracciones—y me di cuenta de
que los intentos de colapso emocional fueron un simple
truco, un recurso fácil hacia la verdad. Por supuesto, de
esto había sido consciente, pero algo tan simple—y

87
genuino—como ponerme un sombrero me había hecho
reconducir la claridad del enfoque.

Le di un golpecito en el ala y me reí entre dientes,


dándome la vuelta en dirección al mostrador y la mujer allí.
Pensé que su mirada complaciente venía con la venta pero
en realidad me había estado mirando desde mucho antes.
Como era el único en la tienda, ella había sido testigo
mudo de todo el episodio privado. Avergonzado, le dije
que me lo llevaba. “Sí, creo que te sienta muy bien”.

Se sonrió mucho más, como por la comprensión de lo


humano.

“Es un sombrero bastante chulo”, le dije.

Me lo quité y lo sostuve a un brazo de distancia, girándolo


y mirándolo de delante a atrás. Esto quería decir que yo
tenía un gran conocimiento sobre sombreros, al igual que
un idiota que sabe mucho de neumáticos con sólo dar una
patadita a uno.

Estaba como atontado.

“Lo que quiero decir… es que… es un sombrero… de puta


madre”.

“Sí, es verdad”.

88
“¡Claro!”

“Claro, es sugerente”, dijo ella.

“Sí, ¡eso es!”

“¿En efectivo o con tarjeta?”

89
…¿Pero está la

tierra tan llena como la vida, de ellos?

--Frank O’Hara

Espectros

Su alegría siempre torrente, estrépito de jarana que brilla


en mis oídos, riendo en cascada que fluye por fuentes y
plazas.
Ha aparecido de pronto, amante que en la calle cae
conmigo,
expansivamente silente, enaltecida en los reflejos
nocturnos.

Las torretas se deshilan en cielos difusos, luces como


miradas
y Roma, tan llena como la vida, de ella; Roma de vivos

90
y muertos.

Mas quién templa a quién por sitios de guardia, viendo al


otro
como pueda yo verme en sueños, limpio de lindes y
barreras, ¿huido
o hallado? Apenas me importa saber.
Más bien me pregunto si sabrá de qué será voz espectral
después.
Vaciando oscuridad como el alba que fija al ojo; candores
de brasas que mandan en la noche— ¿en la luz, ya siempre
cerca de la luz?

91
Un Blues

Soltamos la luna
y nos quedamos quietos y en paz.
El largo paseo bien nos cansó
subiendo poco dijimos,
las manos ceñidas detrás.
Dejamos la luz apagada; dejamos los abrigos
y gorros. Le di mi llave y, alegres,
sentimos menos frío bajo los besos.
Guarda esto, pienso, que no se marchite.
Después a hacer las maletas, y esa rampa
al aeropuerto, al adiós, y a meses
de espera.
Se fue a la cocina preguntando por el tercio
de Flensbürger
o el barato té verde que ahora a mí me encantaba,
y su mirada en la ventana que el alba rompía
y rompía totalmente, Un Blues.
Supe que cesaría el movimiento,

92
supe que vería el frigorífico y su mirada
se estrecharía hacia algo mínimo fuera, mutando,
un ave, o rama,
retándola,
como reta todo lo sabido y vivo en el
alma.

93
Luna nueva

Confirma que ahora no atrae.


Hazlo cuestión segura,
un cambio
de postura.

Es igual que volver a la cama


pero el cuco asunto de ayer
perdió su alta comisión.

En esta mañana de cortinas y desdobles,


anoche descorrió tristes e instrumentados
rastreos de varios disfraces – salen nulos,
mirando.

Cada beso en la boca


se torna modo simple de nueva espera
hacia el cielo de luna nueva.

94
Un hombre gritaba en un tejado cerca.
En una ciudad

es su voz lo único que oigo,


llorando
y llorando por ella.

95

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