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Pete Simonelli
2009
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Noches del día, por Pete Simonelli, traducción de Alejandro Curado Fuentes
3
Noches del día es una colección de poemas y relatos
cortos del escritor estadounidense Pete Simonelli que nace de la
idea conjunta entre autor y traductor para intentar un esbozo de
su obra en lengua española. El origen y la razón de esta labor se
encuentran en unas primeras conversaciones mantenidas tras la
actuación de la banda de San Francisco The Enablers en la sala
“Rincón Pío Sound” de Don Benito, Badajoz, en marzo de 2006.
Hasta ese momento ni el traductor, ni mucho menos el escritor,
sabían algo sobre ese posible paso.
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batalla. Mi relación con Pete desde entonces es de una gran
amistad, aunque sean pocas las veces que luego nos hayamos
visto físicamente. Pete ha sabido proporcionarme momentos de
auténtico placer en la lectura con la pasión desprendida de sus
imágenes y personajes, sus trazados de textura y tonalidades
sonoras, sus siempre sorprendentes circunloquios con que nos
enseña lo peor y lo mejor de la fauna y floras urbanas, de lo
humano y lo divino... Su obra es el paisaje de lo urbano y lo
maldito, en una línea norteamericana hiperrealista, pero a la vez
sublime... Autores como O´Hara, Updike, Pound, Poe... pudieran
resonar en el eco de algunos versos, mas mucho me temo que
Pete Simonelli es sobre todo ojos y oídos de Pete Simonelli en un
mundo difícil, abrupto y especialmente árido para la poesía. De
ahí su empeño por volver siempre al escenario, por completar el
ciclo de la música y del arte.
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de introducción ante un público que seguramente no conoce a
Simonelli en sus inicios de escritor de relatos, o en su faceta de
portavoz de Enablers. Sí, en cambio, creo que transmite un poco
de su descripción autora, de su perfil poético y de su habilidad
para hacer tejido literario de esas escenas cotidianas que
impregnan una ciudad cualquiera de un mundo moderno en
decadencia cualquiera. O al menos eso he intentado en el duro, y
a veces ingrato, esquivo salto entre lenguas.
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Nota del autor
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Ahí acabó la conversación. Derrotado por su repulsa, a las
palabras las conquistó la mímica mientras el tipo se empezó a ir.
Se distanció de la ventana y encaminó sus pasos por el final del
acerado hasta la esquina tocándose algo así como una polla muy
grande imaginaria.
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a los Velvet Underground por primera vez. Es decir, todo lo que
había precedido a eso se esfumaba por completo. Como
adolescente, The Beats también me habían hecho apreciar el
mismo efecto, y poco después, Celine y Bukowski volverían a
repetir el proceso. Pero todos eran iconos, intocables, más
grandes que la vida misma. También estaban ya muertos, o
desaparecidos, o, sinceramente, desvaneciéndose de mi interés.
Escuchar a Kleinzahler aquella noche fue como degustar una
comida muy refinada pero también muy terrenal y sin
complicaciones. Me sabía los platos pero nunca los había
degustado de ese modo. Su oído y visión, y cómo estas dos
valiosas herramientas se combinaban en el juego de sus poemas,
se volvieron las fuentes fundamentales del propio modo en que
yo querría acercarme a la escritura.
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indignidad sufrida años ha en algún baile. Asistí a algunos de
estos recitales, observé y di fe de la atención que se les daba a
estos escritores, y me sentí molesto al igual que confuso. Ni me
acuerdo de cuántos poetas aparecieron de repente en los bares, en
el autobús, en anuncios personales para intentar follar…
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extraña y amarga por la desaparición de dos amigos íntimos y de
mi abuelo, y me estaba empujando mucho a mí mismo para
encontrar significados. Supongo que fue un poco la necesidad de
deshacerme del dolor la que me llevó a sugerirle a Kevin ponerle
música a un libro de poemas anteriormente grabados. Sabíamos
que no era algo original, pero de algún modo intuí que si tenía la
ayuda idónea, podría conseguir cierto nivel de autenticidad.
Kevin y Joe Goldring tocaban en un grupo que se llamaba
Touched by a Janitor, y no era ningún secreto lo buenos que eran
ya. Escribían una música desafiante, de formas bruscas y
engañosas. Alternaban los arreglos de guitarras de tal forma que
era difícil discernir quién tocaba qué en una canción. En fin, que
el proyecto que surgió de todo aquello se llamó, claro, The
Enablers. Sin ellos, este libro no hubiera sido posible.
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ver a medias, a través de Enablers, me ha respondido en el
nombre de Alejandro Curado. Y espero que en verdad, en la
traducción, el escrito retenga su deseado tono de simpatía y
pathos. Las dos cosas son un premio hoy en día (y en cualquier
época). Los Enablers siempre han intentado conectar estas dos
formas de arte que o bien pueden funcionar juntas sin distinción,
o bien pueden destacar sobre bases enteramente distintas.
Alejandro, sin duda un hombre de fuertes simpatías, debe de
haber entendido todo esto aquella noche cálida de primavera del
2006. Las circunstancias e historia de cómo nos conocimos tras
el memorable espectáculo de Enablers en Don Benito podrían
muy bien llevar otras dos páginas, y por eso mejor voy
concluyendo.
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una botella de Johnny Walker Black sin recordar al chico de la
barra que me ponía los chupitos, y después con un balanceo de la
mano, deslizaba la botella a través de la barra hasta mi mano. No
hacía falta saber el idioma para darme cuenta de que me había
convertido en el recipiente de una amabilidad y hospitalidad que
son verdaderamente el cuerpo de la misma España. Con ese
espíritu, y a través de Alejandro, devuelvo mi gratitud con mucha
modestia y en forma de estos textos viejos y profanos. Salut.
Pete Simonelli
Marzo, 2009
Brooklyn, New York
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The Enablers.
(Foto cedida por Enablers (myspace.com/enablers) – 14 / 8 / 09)
Agradecimientos de Pete:
Me gustaría aprovechar para hacer extensible mi gratitud a
algunas revistas y publicaciones que ya han sacado a la luz estos
poemas y relatos: Bent Pin Quarterly, Cherry Bleeds, Marrow,
Full Metal Poem
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A los amigos
To friends … wherever they may be
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Índice
16
Lo divino (II) ...................................................Pág. 86
Algo se eleva como el hierro 87
Espectros 90
Un Blues 92
Luna nueva 94
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Lo humano (I)
18
Mediterráneo
Abajo,
el litoral se viste,
(y la vista responde con rugir mudo) hasta que
la moción tirante de tantas influencias sensibles crece
ascendente,
permite un ancho de banda, un micro, y al fin,
que el minarete de sol persista quieto en óleos de claros
grises.
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Vista (sin ser bonita) de tierra de Steinbeck
Pies fuera
cuando de repente
bajas los pies
vas a trompicones
en finos trombos y recortes
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por la autovía rasa
es presa y desecho
para rostros alumbrados
por luz en círculo
Y el coche
No te olvides del coche
que se gira hacia el este
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Días de Pauly en el cine
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y en tus manos una carga del demonio tendrás. Carga del
demonio.
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Tras destellos miles, dice que no sabe.
Algo se rompió y lo barrió,
como si su cuerpo hubiera seguido su propia agenda
amorfa.
Tanto peso – y desde hace poco le tiemblan los tobillos y
se desmorona mucho—
Pauly se levanta, mano antes, rodilla,
pie después,
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¿Y anoche?
y en un bar,
27
soñó
--secreto inexorable--
formas de shiatsu.
en su contra;
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“Como pantera hambrienta”, dice.
O, mejor aún,
donde,
y esa es su señal.
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Soliloquio
Ana
repta
hacia la esquina
del sofá
fuma uno
y se encorva
entre migas y
monedas
se silencia
pues
es como
su profundo mirar
fuerza un pase
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por parajes sin nombre
y se posa
a pesar
de sus abrigos
de calma
Pues el silencio
se deshace
se filtra
el murmullo del
latir
en sus oídos ya
partiendo
cuando fija
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decir
mas no
no puede
porque
esmalte que
borra fácil
se levanta
pie desnudo
hacia la
cama
antes de cerrar
la puerta
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33
La cima de George
34
La hora de George.
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El resultado
El partido le da sed
(una sed obviada e ínfima),
lo exprime con sus tóxicos
en el crujir airoso de manos y dedos.
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y Bonds aún lanza otra en la copa,
quedando varados los cielos
y en el aire la bola.
Por el jaleo y juego se enarbola el pájaro
con un resoplar liviano.
Es ágil pero pesa,
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Como no quiere eso, gracias, se sonríe.
Vuelve a su sitio, en la mano pitillo y cenicero,
y en la otra deseos.
Bienvenidos:
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Febreros
Pasa que
tu enfoque
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A las 5:30 toca café y pito, silba el tráfico
colillas
del cenicero.
White
modesto,
cierro ya.
Mis ojos
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mi peor defensa, escopleados por ver
purgado.
debajo.
en torno a mí.
41
Lo divino (I)
42
En Saint Sulpice
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cuando es principios de verano. Más bien, estaba
anocheciendo, un periodo que en esta época del año supone
un largo episodio de transición iridiscente. La luz del día se
fija como quien se niega a ser ignorado, apila diversas
tonalidades en el horizonte antes de pesar la oscuridad y
noche. El sol se sumergía detrás de los tejados cuando
llegamos a la plaza. Todo estaba oscuro menos una parte
de la torre de la catedral, donde una franja de luz
anaranjada se deslizaba por la fila de estatuas de la logia.
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estaba tan seguro. Me encuentro aquí como amigo
principalmente, pero seguidamente casi como amante
cortés no asumido que se alimenta de todo lo que esta
ciudad tenga que ofrecer. Conforme resultan familiares los
sitios y calles la situación pasa de turista a algo mucho más
difícil de describir, algo como de limbo. Los impulsos
derraman una sustancia foránea, y el lenguaje, aunque aún
obstáculo, comienza una progresiva adopción (o amable
abducción) de los oídos. Ella tomó parte de esta transición.
Pero pronto me percaté, sólo como existió esta transición
ahora. Fugazmente, me dije. La luz es transición, ¿no? Por
mucho que imparta álgidos momentos de gratitud o
conocimiento para nuestros sentidos, nunca permanece. La
luz del escenario tarde o temprano se torna oscuridad, y la
penumbra asume perpetuidad.
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esperábamos el autobús en City Lights. “Ojalá alguien
tuviera una cámara”, dijo. Era el mismo tipo de día a la
misma hora, en una ciudad donde ella había crecido y yo
aún era un novato. Como un tonto le pregunté por qué.
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47
Nota final
48
Las moléculas se hallan en ebullición ahí arriba.
Una masa rodante de furiosa materia opaca. Como suena el
teléfono bajo el tacto… así se podría cultivar una pequeña
simulación de ello.
Truenos.
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singular que imagino pudieran haber tenido antaño
aquellos cansados bergantines de los grandes océanos.
Wyoming. Pasaron fugaces sus monocromos en el
reflejo de tus gafas de aviador. Llanos y cielos vertidos
como corrientes en los huecos de tus mejillas, amasijo de
kilómetros del tipo de respiración que conquista al habla.
Tuviste la mirada fija en el horizonte durante horas,
drogada y taciturna. Parecías una idiota muy guapa.
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modo en que apretaste fuerte, una presión abisal en el
extraño desconsuelo del revés de una silla. Tu madre. Mi
mano.
Un trozo de papel serpentea entre el tráfico,
rebotando por carriles aleatorios hasta que descansa tras los
chapoteos dentro de un recodo acogedor de alcantarillas al
otro lado de la calle. Ahí. Como se podría referir alguien a
otra persona en un sitio. Ahí. Hasta que la entrada fugaz de
un impermeable en la tienda interrumpe el espectáculo y
llega la lluvia.
Como se deslizó mi mano por tu rostro,
fomentando pero igualmente barriendo pesar y temor y
necesidad deliberada de follar. Si cree una persona en el
tiempo, esto es lo que hace. Las palabras fueron
pronunciadas. Las palabras fueron importantes. O así fue
soñado, da igual.
51
1939
52
No, dice él, tirando de su brazo suavemente hacia
atrás.
Déjala, dice él, refiriéndose a la memoria de ello.
53
Inspección repentina
Los charcos hacen del cielo perfección, que cose sus caras
al fondo
y trasluce profundidad clara que este Narciso de paso
alquila,
mirándome en las formas de arriba.
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diese un sorbo del más allá.
Esos cuentos de hadas serían verdad.
Que los muertos ya son nubes, nieblas que pasan
en los ojos de fortuitos charcos urbanos (formas breves,
mas vivas)
antes de volver la hora real y mudarse ellos dentro nuestro,
prorrogados, a la espera sutil de tallar más que un nombre.
55
Arriba
56
frecuentará
57
Lo humano (II)
58
Un trabajo
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Se giró hacia la sala trasera, mirando las mesas puestas
pero vacías, y otra vez hacia mí, sorprendida, como si
hubiera requerido una explicación mejor. Seguí con lo mío
y repartí tres servilletas por la barra, y ella, sonriendo, me
imaginaba como un poco idiota y sin arreglo. Le sonreí
pues me sabía mi parte.
Se volvió unos dos pasos, balbuceando en una ocasión,
pero aun así transpiró un inequívoco dominio de la
situación y del sitio, entonces se ajustó el vestido y se
sentó. Se puso de perfil a la barra, las amigas detrás, y sacó
un paquete de tabaco del bolso. Las otras dos, mientras, se
habían deslizado hasta la mitad de la mesa, tirando un par
de taburetes en el camino, con ojos y mentes fijados en los
móviles. Quien quiera que no estuviese llamando ahora
seguro que estaría encantado.
“Haz el favor, tres vodkas de arándanos”.
“Pero, ¡oye!”, dijo mientras saltaba rápida y pizpireta
en el taburete un par de veces, “sin lima”, y se puso de
frente.
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Una de las otras miró con sorpresa—demasiada, diría.
Esto no era lo que había estado tramando para nada.
Tampoco la otra, que tomó asiento y acabó con su petaca al
lado de la de las gafas de sol sin parecer demasiado
desanimada. Les pasé un cenicero y me fui directamente a
por las copas.
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después se sentó en la primera banqueta que vio,
entrelazándose las manos con gesto educado y paciente.
Estaba mal herido. Tenía espirales de sangre seca por
toda la cara. El pelo lo llevaba mate y desgreñado como
resultado del sudor y posible forcejeo. Pero no encontré
nada en él de derrota o enfermedad. Estaba animado.
Les lancé una rápida mirada a las chicas. Tenían los
ojos inyectados de terror, menos Gafas de sol claro, que
tenía la boca en una forma de círculo perfecto de asombro.
Se les había desmoronado cualquier indicio de una noche
de ligue. Di los pasos necesarios para recorrer la barra y
observé que unas líneas nuevas se le unían a las secas.
“¿Qué tal?”, dice el tipo, frotándose con el borde de la
manga, feliz, campechano.
“Bien. ¿Y tú qué tal?”
Luce una pequeña sonrisa y dice que no tan mal como
otras veces.
“¿De verdad?”
“De verdad. ¿Me pones un brandy que me caliente?”
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Alarga el brazo para coger unas servilletas de papel
pero se corrige en el intento.
“¿Puedo?”
“Coge”.
Se queda con unas cuantas del lote—a lo mejor diez—
y recoloca la otra mitad. Despliega las servilletas como
mano de cartas y escupe en el centro, recopilando sus
efectos dentro de una bola compacta. Oigo a alguna chica
que tose de asco y luego susurros que parecen roces de tiza
en el silencio anterior a una nueva canción. Igual que
deliberadamente cojo una papelera del suelo y la sostengo
delante suyo, lanza la bola de papel dentro y me da las
gracias con voz de repentino clamor guerrero. Se aclara la
garganta, coge la otra mitad de las servilletas y repite el
proceso.
“¿Cómo está el tiro?”
¿Cómo dices?”
Pongo la papelera en su sitio y señalo hacia ésta.
“Ah, bien”.
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Saco el resto de las servilletas de la bandeja y se las
doy todas.
“Sírvete tú mismo”.
“No, yo—“
“Nunca se sabe”, le digo.
Me giro y veo a un hombre fuera. Está como ido. Le
hago un gesto de bienvenida con la mano pero su expresión
es la misma. No registra el gesto. Se me ocurre de pronto
que esta escena debe de ser curiosa para el de fuera; el
modo en que pudiera estar inscribiéndose la luz en la cara
ensangrentada del tipo un domingo por la noche que ya
está bastante lejos de las extravagancias y tontunas de
Halloween. Se le antoja esto más que real al hombre de
fuera, más que simplemente perturbador: es algo
representativo.
Cuando miro al ensangrentado por ver si ha visto al
hombre está como a lo suyo. Con ligero gesto de dolor, se
quita la cazadora de camuflaje con mucho cuidado,
desenfundando los brazos por las mangas suavemente para
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no desviar los hombros hacia atrás. Decido que no me
queda otra que llevar esto con naturalidad, dejar que las
cosas fluyan por un curso natural. La vida, me digo, se
sumerge en pequeños bolsillos de sin sentidos sólo por
verse a Sí misma cómo funciona.
Vuelvo con su copa y paso al lado de las chicas, les
hago un guiño, me siento un poco héroe. Los ojos del de
fuera se han fijado en mí. Se han aglomerado algunos
espectadores más con él, y los ojos recién llegados a la
escena van adaptándose al suceso. Así que con un toque un
tanto dramático le pongo la copa delante y retrocedo para
atenderle en plan un poco sirviente. El ensangrentado
olisquea y remueve el brandy, luego toma un sorbo largo
que le hace emitir un suspiro quemado hondo tras ingerir.
Tose, desarrolla el efecto del trago y aun así no coge
ninguna servilleta. Bajando la cabeza, deja que el licor
tome asiento, le relaje los hombros despacio, y le lleve a
una sonrisa porque ya siente que el dolor se desvanece.
“Cinco pavos”.
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Hurga en su cartera y me pasa un billete de diez.
“Quédate con la vuelta”.
Se acaba la copa y pone la cabeza en las manos para
masajearse las sienes. El hombre de fuera, que va
rodeándose con lo que percibo ya como una extraña fuerza
de moral, censura con la cabeza y me mira enojado como si
me tuviera que avergonzar de algo. No lo puedo evitar y le
hago una reverencia. Los demás tipos y yo nos reímos—
todos sin duda un buen atajo de pecadores—y luego ya sin
prisas van dispersándose.
Le pregunto. “¿Has visto eso?”
“¿Visto qué?”
“A esa gente... mi saludo al tipo”.
“No”, miente. Eligió no verlo.
Señalo el trago vacío y asiente con entusiasmo
frotándose con el puño de la camisa y viendo, a un metro
de él, la necesitada columna de servilletas.
“Oye, tío, ¿no te vendría mejor una toalla mojada o
algo así?”
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Se inquieta. En vez de sonar como ofrecimiento lo que
le he dicho parece imposición, o como mínimo una orden
cortante.
A los dos nos molesta el eco dejado en los oídos.
“Ssí”, dice, recortando la palabra. Baja de nuevo la
cabeza y cierra los ojos para tocarse la cara con los dedos.
Está indexando las heridas ya sea con el recuerdo o sin la
memoria de cómo llegaron ahí algunas. Las escenas de esta
noche parecen ir recorriendo su cabeza más allá de
momentos clave. A lo mejor existe un recuerdo muy vivo,
un grito, un chillo, motivos incendiarios, o nada de nada, lo
cual sería la situación más difícil de asumir ahora mismo.
Le veo que respira por la boca.
“Debería haberte preguntado antes, pero...” Me paro en
seco. ¿Pero qué? De pronto me siento acorralado y me
entra un sudor frío.
“No importa”, dice, y me mira: un contacto visual
rápido y seguro. “De verdad”. Pone otro billete de diez en
la barra y vuelvo al trabajo para calentar su trago y mirarle
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en el espejo desde la relativa lejanía de la máquina de café.
Todavía sangra.
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me pilla de nuevo en el espejo y deletrea un ruego silente:
¿Qué le ha pasado?
Es molesto sin límites. No va a parar de preguntarme, y
cada “¿qué le ha pasado?” le sale más deprisa y alto, hasta
que se vuelve voz clara pero ridículamente sofocada. Le
pongo cara de enfado: ¿y yo qué coño sé? Pero enseguida
me percato de lo que intenta decirme, que inicie algo
parecido a un interrogatorio con el tipo. Es una propuesta
arriesgada. Si no se lo pregunto yo seguro que la tía esta lo
va a hacer. Ya hemos llamado mucho la atención el uno
con el otro, y eso refuerza mi simpatía. Simplemente
necesita un trago. ¿Quién coño no lo necesitaría? Le traigo
la toalla con la copa. Desplaza el brandy a su derecha,
donde, con el resplandor del cristal, reposa bajo destellos
de luces amarillas de neón. Podría incluso pasar por un
trofeo.
Dejémosle hacer.
Empieza justo encima de los ojos con la toalla, la baja
con mucho tiento hasta la boca, dolido con el primer roce
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de cada llaga hasta que se desvanece el calambre inicial.
Las tiras de sangre nueva y seca dejan su sitio a profundos
rasguños y moratones que aumentan conforme prosigue
con la toalla, hasta que la cara se vuelve una aglomeración
de rojos derramados y blancos punteados. Las chicas lo
observan con terror renovado. Tienen de nuevo el aliento
entrecortado y no pierden detalle. En eso pienso que se
completa así una transición desde un capítulo a otro. Ha
entrado, ha tomado sus copas, y ahora ya va a ir al fondo
del asunto.
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segundos y Gafas de sol entrará en escena. No puedo hacer
nada. Si intento intervenir, cualquier vestigio de privacidad
se verá empañado por mi intromisión. Cualquier tipo de
intervención llamaría mucho la atención e induciría a una
clara consideración, y ahí es donde reside justo mi timidez.
Voy a jugar limpio y el siguiente paso, lo sé, lo dará ella:
investida con toda clase de exaltación y predecible
movimiento, no se está quieta ni un momento en la silla y
hace ruidos con el hielo de la copa, machacándolo con las
pajitas; mira al tipo sin parar y le niega todo indicio de paz.
Tendría a cualquiera al borde del precipicio.
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giro de la cabeza que parece un retrato grotesco y no
obstante cálido.
“Lo estoy”, dice, y la sonrisa se disuelve en la de
alguno de esos personajes amargados y satirizados que
Warren Oates encarnó para aquellos efectos tan
merecedores de elogio—esa mueca sonriente de
depredación y corrosión curtidas en el desfiladero de un
mundo cruel y desleal.
“¿Y cómo estás tú?” le dice, pero no espera a que ella
le conteste, sino que me mira a mí directamente obviándola
y meneando el vaso vacío en el aire.
“Voy”, le digo.
Le concede un inteligente y simple guiño y ahí
concluye el asunto.
Dirijo mis pasos hacia las chicas enseguida.
“Friki”. Se recoloca las gafas de sol para cubrir bien
los ojos y me mira complaciente, a la espera de algún tipo
de satisfacción mutua con el comentario. Sólo quiero que
desaparezca todo el mundo, odio los conflictos
72
innecesarios, odio el hecho de que, a pesar de toda
precaución anterior, le haya dejado hablar tan
peligrosamente. Les pregunto si quieren otra ronda. Intento
desviar lo peor de una situación que puede ser mala,
anticipo una repentina crisis sicótica de furia y lágrimas
que le pueda llegar al ensangrentado.
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hablar. Aun así, todavía le iba a invitar a la última, aunque
se hubiese hartado del garito.
Le doy una toalla limpia y seca, la coloca junto al
brandy. Tiene las manos en torno a la nariz, que parece una
cruz; busca la rotura con las yemas de los dedos índice y
corazón, que surcan suavemente el puente.
“Espera un segundo”, dice.
“No te preocupes”, le digo. “Por mejor suerte”, y doy
un golpecito en la barra. Los ojos se le abren como platos
de repente, por encima de las manos, y se le empieza a caer
una lágrima por la mejilla. Durante un rápido instante no sé
distinguir si es una señal de gratitud o de dolor. Coge la
toalla limpia con una mano y con la otra sujeta un punto
concreto del puente de la nariz. Entonces, doblando la
toalla, la aplica a una zona de la nariz pero también deja
una pequeña parte en la zona opuesta para ajustarla al área
justo donde sitúa la mano derecha. Recoge un poco más
esa parte derecha y la aprieta con su mano, que se vuelve
un puño; la toalla enrollada ahora ya ataca el problema.
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Empieza con el puño a mover y tirar bruscamente de la
toalla y oigo un sonido de desgarre seguido de uno seco,
hueco. Y ya está; ha colocado la nariz de nuevo en su sitio
y casi ni me he enterado. Deslizo un ojo hacia las chicas
esperando encontrarlas en un frenético marco de terror
renovado pero no han visto nada. Están en una mesa más al
fondo fumando. Ni un solo guiño había escapado de su
cara pero cuando me giro para mirarle, un arroyo de
lágrimas desemboca en la toalla. Está totalmente inmóvil y
se agarra a la toalla fuerte y fijamente como para que ésta
le quite el dolor. Respira muy hondo una vez y espira
sonoramente, luego amontona la toalla con la manchada.
Emite un par de sorbos nasales, pestañea varias veces,
limpiándose las lágrimas, y empuja las toallas hacia mí, ya
por fin satisfecho.
“No, me temo que no”, le digo, “ésas son tuyas ahora”.
“Ah, claro, perdona”.
Como le puse un brandy generoso—demasiado para
una copa—da un par de sorbos y lo deja en la barra. Saco
75
otras dos toallas de debajo y se las ofrezco pero me dice
que no con la mano.
“Todavía tengo éstas”, dice mientras se levanta del
taburete. Lleva las toallas colgando, una de cada mano, y
las examina.
Se ríe entre dientes y las pone encima de la barra.
“Las voy a poner aquí, simplemente”, dice.
Se agacha para coger la cazadora del suelo,
produciendo un leve gemido como efecto. Se la coloca con
mucho cuidado, de nuevo echa los hombros hacia atrás,
conforme se la ajusta en la parte alta. Después revisa el
revés inclinándose ligeramente, comprobando los bolsillos
hasta que oye las llaves. Es la curvatura de alguien que
teme lo que digan los demás cuando se vaya.
“Lárgate ya”.
Al fondo una silla raya el suelo. Gafas de sol no ha
cogido el chiste. Permanecía casi como una silueta pero lo
atento de su postura, la forma de su cuello, curvado un
poco, parecían algo obsceno. La mira, pero luego no,
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piensa en otra cosa, se da la vuelta para marcharse y me da
las gracias con la mano. Justo en la puerta se para y gira
agarrotado sobre un talón.
“¿Quieres que te dé un pequeño consejo?”
Detengo la bayeta y le espero con una sonrisa.
“Nunca te enamores de una chica de Jersey”, dice, y
sale por la puerta.
Confundido, en mi mente le veo salir una y otra vez.
¿Es eso lo más que puedes hacer?
77
Sobre Monk
78
Ve al borracho que serpentea solo por calles de luces
quemadas,
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Sombras, audio: Ruta final
y la calle 16 mutando
con aullidos de tanto sexo.
Grupos de ellos, grotesco envase,
un puto tras otro vociferando
anuncios contra el aire:
invisibles detrás de
penumbras de farolas, pero
voces finitas; rodantes
desde nichos de pisos en lo alto,
80
que brillan sin fin en halos
de narcótico pavor en marcha al desdén
hacia las chicas de abajo.
81
muriendo cada día.
Como un joven barrido en la acera,
mórbido marginal y maniquí roto
Tántalo ya hasta el cuello,
fruto negado,
y sabedor de cuán grande
es todo para él;
que es el amor imposible
y por eso en todo lo que
él ve.
82
Sobre todo destrucción
o el llanto materno.
83
tan elusivo, tan esquivo de aislar y forzar
donantes
en posición
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85
Lo divino (II)
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Algo se eleva como el hierro
87
genuino—como ponerme un sombrero me había hecho
reconducir la claridad del enfoque.
“Sí, es verdad”.
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“¡Claro!”
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…¿Pero está la
--Frank O’Hara
Espectros
90
y muertos.
91
Un Blues
Soltamos la luna
y nos quedamos quietos y en paz.
El largo paseo bien nos cansó
subiendo poco dijimos,
las manos ceñidas detrás.
Dejamos la luz apagada; dejamos los abrigos
y gorros. Le di mi llave y, alegres,
sentimos menos frío bajo los besos.
Guarda esto, pienso, que no se marchite.
Después a hacer las maletas, y esa rampa
al aeropuerto, al adiós, y a meses
de espera.
Se fue a la cocina preguntando por el tercio
de Flensbürger
o el barato té verde que ahora a mí me encantaba,
y su mirada en la ventana que el alba rompía
y rompía totalmente, Un Blues.
Supe que cesaría el movimiento,
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supe que vería el frigorífico y su mirada
se estrecharía hacia algo mínimo fuera, mutando,
un ave, o rama,
retándola,
como reta todo lo sabido y vivo en el
alma.
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Luna nueva
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Un hombre gritaba en un tejado cerca.
En una ciudad
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