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EL CONDE DE MONTECRISTO

Alejandro Dumas

CAPÍTULO I

El día 28 de febrero de 1815, el Vigía de Nuestra Señora de la Guardia, dio la señal de que
se encontraba a la vista la fragata (FARAON) que procedía de Esmirna, Trieste y Nápoles.
Como de costumbre, salió a recibirla un práctico, que costeo para ello el fuerte de If. Un
gran número de curioso se juntaba en la plataforma del fuerte de San Juan para ver la
maniobra ya que el navío que llegaba había sido construido, aparejado y estibado junto a
los peñascos de la antigua Focea y permanecía a un armador de Marsella.
Junto al práctico que dirigía la maniobra de entrar al puerto de La Faraón, se veía un joven
marino que con gesto rápido y golpe de vista firme vigilaba los movimientos y repetía las
órdenes del piloto. Era un hombre de unos 20 años, arrogante, de elevada estatura,
hermosos ojos negros y cabello de ébano. Tenía en su expresión la serenidad característica
de los hombres acostumbrados desde su infancia a luchar con los peligros.
Uno de los concurrentes a la plataforma, no pudo dominar su impaciencia y aguardar la
entrada del barco. Saltó a un borde y a remo se dirigió a la Faraón. El joven marino, al verlo,
abandonó su puesto y fue a apoyarse en la borda.
–¡Hola, Dantés! ¿Sois vos? – interrogó el del bote. – ¿qué ha sucedido? ¿Qué significa ese
aire de melancolía que se nota a bordo?
– Una gran desgracia señor Morrel – respondió el joven – una gran desgracia para mí,
sobre todo. A la altura de Cuvi – Tavecchia hemos perdido al buen capitán Leclerc.
– ¿Y el cargamento? - interrogó impaciente el armador.
– Llega a salvo señor Morrel, y no dudo de que estaréis conforme. Pero el pobre Leclerc.
– ¿Qué le ha pasado, pues? – Preguntó el armador con un tono que evidencia y su
tranquilidad- ¿Qué le ha pasado a ese valiente capitán?
– Ha fallecido.
– ¿Cayó al mar?
– No señor: falleció de fiebre cerebral; 24 horas después de abandonar Napolés se enfermó
y a los tres días falleció. Le dimos la sepultura ordinaria, envuelto en una hamaca con una
bala de treinta y seis en los pies y otra en la cabeza; descansa a la altura de la isla del Giglio.
¡Diez años de luchar contra los ingleses para venir a morir en la cama como el vulgo!
– ¡Demonio! ¿Qué queréis señor? – Respondió el armador, que al parecer se iba consolando
más y más, – todos somos mortales…y en cuanto al cargamento…
– Se encuentra en muy buen estado, señor Morrel. Es un viaje cuyos beneficios no os
convendría cedes por los menos de veinticuatro mil francos.
Luego, como el navío había dejado ya a popa la torre Redonda:
– ¡Al navío! – ordenó – ¡a cargar gavias, foque y cangreja! ¡A sus puestos!
Realizándose la orden casi con toda celeridad como en un buque de guerra.

 ¡Arría y carga todos!


A la última voz de mando, arriáronse todas las velas y la nave avanzó casi insensiblemente
por la única fuerza de su anterior impulso.

 Lo que es ahora, si queréis subir a bordo, señor Morrel; -dijo Dantés al impaciente
armador- aquí tenéis a vuestro sobrecargo, el señor Danglars que sale de su
camarote y que os dará todos los pormenores que podéis desear; yo trataré de dar
fondo y de amarrar el barco.
EL armador agárrose a un cabo que le tendió Dantés y con gran agilidad trepo por la escalera
del costado del barco. La persona que Dates había nombrado como Danglars era un hombre
de unos veinticinco a veintiséis años, de sombrío aspecto, tan obsequioso con sus
superiores como autoritario con sus subordinados. Los marineros lo miraban con tan mala
voluntad, como estimación sentían por Dantés.

 Y bien seños Morrel, ¿estas informado ya de la desgracia acontecida?


 ¡Oh! Sí, sí lo estoy. ¡Pobre capitán Leclerc! Era tan valiente como honrado.
 Y tan buen marino, encanecido entre los cielos y mar – respondió Danglars
 Pero – respondió el armador, que seguía con las vista a Dantés que daba órdenes
precisas para fondear el buque – parece que no hay necesidad de ser viejo para se
un buen capitán. Mirad a Edmundo, según me parece, no necesita consejos de
nadie.
 Sí- dijo Danglars – echando sobre Dantés una mirada oblicua en que fulguraba un
destello de odio – sí, es joven y a esa edad todo se arriesga. Tan pronto como murío
el capitán Leclerc, tomó el mando sin consultar a nadie y en vez de tomas rumbo
directo a Marsella, nos hizo perder día y medio en la isla de Elba. Perdió el tiempo
por puro capricho, ya que el barco no necesitaba ninguna reparación.
 Dantés – dijo el armador volviéndose al joven – venid.
 Perdonad por un instante - dijo Dantes – allá voy enseguida, y dirigiéndose a la
tripulación:
 ¡Fondo! – dijo
En el acto cayó el ancla arriendándose la cadena con estrépito. En seguida dijo:

 ¡Arría gallardete a medio palo y bandera al morrón! ¡Cruzad las vergas!


 ¿Lo estáis viendo? – dijo Danglars – a fe mía que ya se cree capitán.
 Y lo es de hecho – dijo el armador.
Una nube pasó por enfrente de Danglars y dio un paso atrás al acercarse Dantés.

 Aquí estoy a vuestras órdenes, señor Morrel. Creo que me llamabais.


 Sí. Deseaba preguntaros por qué os detuvisteis en la isla de Elba.
 No lo sé, señor Morrel; fue para cumplir la última orden del capitán, quien antes de
morir me hizo entrega de un pliego para el gran Mariscal Bertrand.
 ¿Con qué, lo habéis visto, Edmundo? – y mirando a su alrededor y en voz baja –
¿Cómo está el emperador?
 Bien, en cuanto pueda apreciarse a simple vista; entró al aposento del mariscal
cuando yo estaba allí.
 ¿Y qué os ha dicho?
 Me ha formulado preguntas sobre el buque, sobre la época de su partida de
Marsella; yo diría que si yo hubiera sido el dueño, el Emperador hubiera querido
comprármelo.
No olvidemos que en ésta época Francia vivía bajo el reinado de Luis XVIII, quien había
asumido el poder después de haber sido derrocado el Emperador Bonaparte y éste
estaba desterrado en la isla de Elba y ayudado de sus partidarios, tratando de volver al
poder.

 Vamos, vamos,- prosiguió el armador- habéis hecho bien en seguir las instrucciones
del capitán Leclerc y en hacer escala en la isla de Elba, aunque si se llegara a saber
que habéis hecho entre de un pliego al mariscal y hablado con el Emperador,
podríais veros comprometidos.
 ¿En qué podría comprometerme? – preguntó Dantés- . Yo no sé lo que llevaba y el
Emperador no me ha formulado otras preguntas que las que pudiera haber hecho a
cualquiera.
Idos tranquilo mi querido Edmundo, a vuestra tarea- . A medida que el joven se alejaba
fue aproximándose Danglars.

 ¿Y bien- interrogó éste- era justificado su arribo a Portoferrajo?


 Mucho que sí, mi querido Danglars. Dantés ha cumplido con su obligación. El capitán
le había ordenado hacer esa escala.
 A propósito del capitán Leclerc, ¿no os ha dado Dantés una carta suya?
 ¿A mí? No por cierto; ¿le había dado alguien alguna?
 Yo suponía que además del pliego, el capitán le había confiado una carta.
 ¿A qué pliego os referís, Danglars?
 Al que Dantés ha dejado al pasar, en Portoferrajo.
 ¿Sabías, pues, que debía dejar un pliego Portoferrajo?
Las mejillas de Danglars enrojecieron.

 Pasaba yo casualmente por delante del camarote del capitán, cuya puerta estaba
entornada, y vi como entregaba a Dantés un pliego y la carta.
 No me ha hablado de nada, pero si tiene en su poder la carta, él me la dará.
Danglars reflexionó un instante.

 Entonces, señor Morrel, os suplico que no le indiquéis a Dantés nada de lo hablado;


quizá me he equivocado.
En ese instante se aproximaba de nuevo el joven, Danglars se retiró.

 Y bien, mi querido Dantés, ¿estáis ya libre? – interrogó el armador.


 Sí señor.
 ¿Podéis, pues, venir a comer con nosotros?
 Perdonad, señor; disculpadme os lo ruego, porque mi primera vista debo mi padre.
No estoy por ello menos agradecido del honor que me dispensáis.
 Y después de esa primera visita, ¿podemos contar con vos?
 Disculpadme, señor Morrel, pero después de la primera visita, hay una segunda que
no le interesa menos a mi corazón,
 ¡Ah! Es verdad, Dantés, olvidaba que en el barrio de los catalanes hay quien os
aguarda con no menos impaciencia que vuestro padre; la hermosa Mercedes.
Vamos, mi querido Edmundo, no os quiero detener. ¿Necesitáis dinero?
 No, señor; tengo todavía parte de mis adelantos de viaje.
 Sois muy ajustado en vuestros gastos, Edmundo.
 Es que tengo un padre pobre, señor Morrel.
 Sí, sí. Ya sé que sois un buen hijo. Id pues a ver a vuestro padre. Id pues a ver a
vuestro padre. Pero Edmundo ¿no tenéis algo que decirme? ¿El capitán Leclerc no
os dio al fallecer, una carta para mí?
 Le fue imposible escribir, señor; pero eso me recuerda que tengo que solicitarle
algunos días de permiso, para trasladarme a París.
 Bien, bien. Tomamos los días que queráis, pues el Faraón no saldrá a la mar por lo
menos en tres meses más. Para entonces es necesario salir sin su capitán- prosiguió
el armador dando cariñosas palmadas en el hombre del joven.
 ¡Sin su capitán!- exclamó Dantés con los ojos refulgentes de alegría- reparad en lo
que me habéis dicho, señor Morrel, porque termináis de realizar las esperanzas mas
secretas de mi corazón. ¿Abrigáis, acaso, la intención de nombrarme capitán del
Faraón?
 Si yo fuese solo, os tendería la mano para deciros: negocio terminado, pero tengo
un socio, pero ya tenéis adelantado la mitad del camino, pues de dos votos, podéis
contar con uno. En cuanto a lograr el otro, podéis contar con mi celo.
 ¡Oh, señor Morrel! – exclamó el joven marino tomando enternecido las dos manos
del armador; señor Morrel, os doy las gracias en nombre de mi padre y de Mercedes.
 ¡Está bien, está bien, Edmundo! Hay un Dios en el cielo para los hombres de bien. Id
a ver a vuestro padre y a Mercedes y volved después a verme a mí. Yo me quedo a
arreglar con Danglars. ¿Habéis estado conforme con él durante el viaje?
 Si me formuláis la pregunta por su calidad de sobrecargo, no hay motivo alguno de
queja.
 Dantés, si fueseis capitán del Faraón, ¿tendrías inconvenientes en que quedase
Danglars a bordo?
 Capitán o segundo, señor Morrel, tendré los mayores miramientos para aquellos
que tengan la confianza de mis armadores. Hasta la vista señor Morrel, y gracias.
El joven marino saltó al bote y dio la orden de abordar en la Cannebiére. El armador lo
siguió con la vista con verdadera satisfacción. Al volverse vio a sus espaldas a Danglars que
también seguía con la vista al joven. Pero había una notable diferencia en la expresión de la
mirada de estos dos hombres.

CAPÍTULO II

Dantés, después de haber recorrido varias calles entró en una casita de la vereda izquierda
de Meillan. Subió con rapidez las escaleras de cuatro pisos de una lóbrega casa, se detuvo
ante la puerta entreabierta de una habitación reducida, era la que ocupaba el padre de
Dantés. El anciano no había oído todavía la noticia de la llegada del Faraón y de pie en una
silla, se entretenía en tejer una enredadera a lo largo de su ventana. De pronto sintióse
ceñido por unos brazos y una voz muy conocida exclamaba a sus espaldas.

 ¡Padre, padre mío!


El viejo profirió un grito, y volvió la cara y al ver a su hijo, dejóse caer en su brazos, pálido y
tembloroso.

 ¿Qué tenéis, padre mío?-exclamó el joven, intranquilo- ¿Estabais tal vez enfermo?
 No, no mi querido Edmundo, mi querido hijo, pero no te esperaba, y la alegría y el
placer de verte, así, de pronto… ¡ah, Dios mío, mes parece que voy a morir…!
 ¡Y bien! Tranquilizaos, pues padre mío; ved que soy el mismo; se acostumbra decir
que la alegría no daño, y está es la causa de haber entrado sin preveniros con
anticipación. Vaya, sonreíros en vez de mirarme con esos ojos tan despavoridos; ya
estoy de vuelta y vamos a ser felices.
 ¡Ojalá! Hijo mío –respondió el anciano -¿pero cómo, de qué modo podrá ser eso?
¿Es que ya no te separarás de mí? Veamos en qué fundas esa dicha.
 El valiente capitán Leclerc ha fallecido, y es probable que por la protección del señor
Morrel lograré su vacante… ¡capitán a los veinticinco años, con cien luises de sueldo
y una parte de las ganancias!
 Sí, hijo mío; en efecto –dijo el viejo –es una gran suerte.
 Por lo tanto, el primer dinero que perciba quiero emplearlo en proporcionaros una
casita con jardín, donde podáis plantas vuestras capuchinas y madreselvas. Pero
¿qué tenéis, padre mío? ¿Parece que estáis enfermo?
 Paciencia, paciencia, no será nada-. Faltándole las fuerzas, dejóse caer de espaldas.
Un vaso de vino, padre mío, os reanimará. ¿En dónde podáis al vino?
 No, gracias, no lo busques, no lo necesito – dijo el viejo queriendo detener a su hijo
-. No busques más, pues no tengo vino.
 ¡Cómo! –dijo Dantés- ¿no tenéis vino? ¿Os habrá faltado el dinero, quizás, padre?
Con todo, yo os dejé doscientos francos hará cosa de tres meses, al irme.
 Sí, sí, Edmundo. Es cierto. Pero al partir olvidaste una pequeña deuda contraída con
el vecino Calderousse; me exigió su importe manifestándose que si no pagaba por
ti, iría a que le pagase el señor Morrel. Entonces, temeroso de que esto llegara a
perjudicarte… comprendes… Entonces, la pagué yo…
 ¡Pero era ciertos cuarenta francos los que debía a Calderousse! ¿Y vos se los habéis
dado de los doscientos que os dejé? ¡De manera que habéis vivido tres meses con
sesenta francos! –dijo el joven.
 Ya sabes que yo no necesito gran cosa –dijo el viejo.
 ¡Oh, Dios mío!, padre, perdonadme. Me habéis destrozado el corazón.
 Ya has vuelto –dijo el viejo -. Ahora sé que ya está todo olvidado, porque no tenemos
sino dichas. Mas, silencio, alguien llega. Ha de ser Caderousse que sabedor de tu
llegada, probablemente viene a cumplimiento por tu feliz arribo.
En ese momento, vióse asomar por la puerta de la escalera al negro y velludo rostro de
Caderousse. Era hombre como de veinticinco a veintiséis años; llevaba en la mano un
pedazo de lienzo que en su oficio de sastre se disponía a transformar en el forro de un traje.
 ¡Hola! ¿conque hemos vuelto, Edmundo? He ido con los demás al puerto para
distraerme de mi trabajo, cuando he tropezado con mi amigo Danglars y me ha
indicado que debías estar en casa de tu padre, y he venido para saludarte.
 Ya lo véis, vecino Caderousse, he vuelto. Padre mío –dijo el joven dirigiéndose a su
padre – con vuestro permiso, ahora, cuando sé que seguís sin novedad, os pediré
licencia para hacer una excursión al barrio de los Catalanes.
 ¡Ve pronto, hijo mío, y que Dios te bendiga!
 ¡Voy, pues –dijo Edmundo –y abrazando a su padre saludó a Caderousse con una
inclinación de cabeza, y salió. Aún quedose un instante Caderousse, después
despidiose del viejo y se marchó a su vez y fue a reunirse con Danglars que le
aguardaba en la esquina
 ¿Y qué tal? –dijo Danglars –no lo es aún. Si me empeño en ello, se quedará en lo que
es y aún quizás pasará a ser menos. ¿Sigue tan enamorado de la catalana?
 Como un loco; a verla ha sido, pero o yo me engaño mucho, o por ese lado va a tener
un mal rato, pues he ido visto que siempre que Mercedes viene a la ciudad, la
acompaña un arrogante capitán, de ojos negros, muy moreno, despejado, a quien
llama ella (mi primo).
 ¿Y crees tú que ese primo la pretende?
 Así lo creo. ¿Qué demonios de negocios ha de tener un apuesto mozo de veintiún
años con una joven de diecisiete?
 ¿Y dices que Dantés ha ido al barrio de los Catalanes? Si seguimos sus pasos, nos
quedaremos en la Reserva, en casa del tío Pánfilo y mientras vaciamos un vaso de
vino de Lamalgue, aguardaremos las novedades que sucedan.
 ¿Y quién nos las ha de dar?
 Dantés ha de pasar por ahí y por la expresión de su rostro hemos de estar en
conocimiento de los que habrá pasado.
 Vamos, pues –dijo Caderousse –pero ¿tú pagas?
 ¡Naturalmente! –respondió Danglars. Y los dos se dirigieron con celebridad al sitio
indicado.

CAPÍTULO III
A unos cien pasos del lugar en que los dos amigos puestos al acecho, bebían el espirituoso
vino de Lamalgue, se elevaba detrás de una montaña ríspida y calcinada por el sol y el
mistral (viento noroeste) el pequeño barrio de los Catalanes. Una hermosa joven de cabellos
negros, como el azabache y de dulcísimos ojos como los de la gacela, permanecía en pie.
Sus brazos desnudos, hasta el codo, aunque tostados por el sol, parecían modelados por los
de la Venus de Arlés. Nerviosamente entresacaba flores de un ramillete, mientras que con
un lindo pie golpeaba al suelo, descubriendo la forma torneada, esbelta y arrogante de sus
piernas, ceñidas por una media de algodón listada de encarnado y azul. A pocos pasos de
ella, meciéndose en la silla, con movimiento desigual, un apuesto joven la miraba con aire
a la vez receloso y de despecho; pero la altiva mirada de la joven dominaba a su interlocutor.

 Vamos, Mercedes –dijo el joven –Pascua se aproxima y con ella la época de las
bodas: respóndeme.
 Cien veces te he dicho, Fernando, y por cierto que es carecer de amor propio insistir
en la pregunta.
 Repítemelo de nuevo, para que pueda llegar a creerlo, dime otra vez que desdeñas
mi amor, este amor que aprobaba tu madre. Que mi felicidad es para ti un juguete.
 Fernando, siempre he dicho que tú eres para mí un hermano; que no me exijas otra
cosa que amistad fraterna, porque mi corazón pertenece a otro. Nos hemos criado
juntos y no quiero con mi rechazo causarte una pesadumbre, Confórmate con mi
amistad.
 ¡Comprendo! –dijo Fernando –soportas con valor todo con tal de esperarlo a él, pero
si eso es lo que quieres, me haré marino; usaré el traje de camisa listada y un saco
azul con anclas en los botones, un sombrero charolado ¿No es ese el traje que he de
vestir para agradarte? Comprendo que eres dura y cruel conmigo, es porque esperas
a ese individuo vestido como te he dicho; pero ése a quien esperas es tal vez
inconstante y si no lo es, a la mar, nadie le niega esa calidad.
 Fernando –respondió Mercedes –te creía hombre de buenos sentimientos y me
engañaba. Es verdad. Jamás lo he ocultado, espero a ese hombre que dices; lo amo,
y si no vuelve, en vez de suponer en él esa inconstancia de que te acusas, creeré que
ha muerto amándome.
El joven catalán hizo un gesto de rabia. Levántose, dio algunos pasos por el interior de la
choza, volvió y colocándose frente a Mercedes con los ojos extraviados y los puños
crispados:

 Vaya, Mercedes –díjole –por última vez respóndeme… ¿La resolución es


irrevocable?
 Amo a Edmundo Dantés –respondió con frialdad la joven –y nadie que no sea
Edmundo será mi esposo.
 Y ¿le amarás siempre?
 Hasta mi último suspiro.
Fernando abatió la cabeza con desaliento, pero después la irguió, con los dientes apretados.

 ¿Y si ha muerto? –dijo.
 Si ha muerto, yo moriré.
 Y ¿si te ha olvidado?
 ¡Mercedes! –gritó una voz alegre en el exterior de la cabaña-¡Mercedes!
 ¡Ah! –exclamó la joven -, latiendo de amor su pecho y pintada en el semblante de
alegría –ya ves, no me ha olvidado, ahí está –y lanzándose a la puerta exclamando -
¡Edmundo mío, aquí estoy!
Fernando, pálido y furioso dio un paso atrás como el viajero a la vista de una serpiente y
encontrando su silla, dejóse caer en ella. Edmundo y Mercedes estaban abrazados. En el
primer instante nada vieron de cuanto les rodeaba; de pronto, Edmundo notó el sombrío
aspecto de Fernando que se dibujaba en la sombra, pálido y amenazador.

 Disculpadme –dijo Dantés frunciendo a su vez el entrecejo –no había observado que
fuéramos tres. –Volviéndose después a Mercedes -¿Quién es este joven? –preguntó.
 Este joven será vuestro mejor amigo, Dantés, porque lo es mío; es mi primo, es de
mi hermano, es Fernando; quiero decir, el hombre, que después de vos, amo más
sobre la tierra.
Edmundo, sin soltar la mano de Mercedes, tendió la otra con afectuosa cordialidad al
catalán; pero éste, sin corresponder a aquella señal de amistad, permaneció mudo e inmóvil
como una estatua. Entonces Edmundo dirigió alternativamente miradas investigadoras
sobre Mercedes, conmovida y trémula. Este examen se lo explicó todo y pintándose la ira
en su semblante.

 No sabía yo que al venir anheloso a esta casa, Mercedes, había de hallar en ella un
enemigo.
 ¡Un enemigo en mi casa, dices Edmundo. Si tal cosa creyera, me iría al punto a
Marsella tomada de tu brazo, y si algo te ocurriera a ti, Edmundo mío, si te
sobreviniera alguna desgracia subiría yo a la cumbre de Morgión y me lanzaría de
cabeza contra las rocas.
Fernando se puso extremadamente pálido y sus ojos chispearon.

 Pero te has engañado, Edmundo –continuó –tú no tienes aquí ningún enemigo, no
hay más que Fernando, mi hermano, que va a estrechar tu mano con la sinceridad
de un buen amigo.
A estas palabras, el catalán, como si se hallara fascinado, tendió su mano a Edmundo, pero
en cuanto la tocó, conoció que había hecho lo que podía y se lanzó fuera de la casa.
 ¡Eh, catalán! ¡Eh, Fernando! ¿Dónde va corriendo? –dijo una voz -. El joven se detuvo
y miró a su alrededor y vio a Caderousse sentado con Danglars en una mesa. -¡Eh!
¿por qué no te acercas?
 Buenos días –dijo Fernando acercándose –me habéis llamado, ¿no es así? –y se dejó
caer en un banco.
 Te he llamado porque corrías como un loco y porque tienes todas las trazas de un
amante desahuciado y temí que corrieras a echarte al mar.
Fernando contestó con un gemido y escondió la cabeza entre las manos.

 Fernando –prosiguió Caderousse-. Es un buen muchacho y el mejor pescador catalán


y está enamorado de la bella Mercedes, pero hoy arribó el Faraón y trajo a Edmundo
Dantés a quien ama la bella Mercedes y nuestro pobre Fernando ha recibido su
pasaporte. ¿Y cuándo es la boda? Seguramente se realizará en cuanto Dantés sea
nombrado capitán del Faraón ¿eh? Danglars… Brindemos por el capitán Edmundo
Dantés, esposo de la bella catalana.
 ¿Quieres callar? –dijo Danglars pálido de ira.
Caderousse, con esa tenacidad propia de los beodos, seguía ofreciendo brindis por los
novios. En eso Edmundo y Mercedes se acercaban y Caderousse seguía gritando -. Hola,
hola Edmundo, ¿no ves a los amigos? ¿o es que has vuelto tan orgulloso que no quieres
hablarnos?

 No, mi querido Caderousse –respondió Dantes –no soy orgulloso, pero si dichoso y
la dicha es ciega.
 ¿conque el casamiento se realizará muy pronto, señor Dantés? –dijo Danglars.
 Lo más pronto posible, señor Danglars, mañana o pasado se realizará la comida de
esponsales, y espero que los amigos nos honren con su presencia. Los tres quedáis
invitados.
 A menos que yo me mezcle en ello, señor Dantés… -dijo para sí Danglars con torva
sonrisa –no seréis capitán ni os casaréis con la bella catalana.
Danglars siguió con la vista a los enamorados hasta que desaparecieron por una de las
vueltas del puerto.

 Venid acá, amigo mío –dijo a Fernando –he ahí un casamiento que no creo sea de la
aprobación de todos…
 ¿Decías? –repuso Fernando, escuchando con ansias las palabras de Danglars.
Danglars miró a ambos. Caderousse ya estaba totalmente ebrio y entonada canciones
báquicas. Fernando estaba pendiente de sus palabras.

 Muy sencillo. Mozo –dijo Danglars –traiga papel, pluma y tintero.


 Aquí está todo –dijo el mozo, presentándole lo solicitado.
 Cuando uno reflexiona, piensa que después de un viaje como el que acaba de hacer
Dantés, con escala en la isla de Elba, donde permanece prisionero el Emperador, si
alguien lo denunciara al ministerio fiscal como agente bonapartista… Pero dejadme
a mí… Veamos… y Danglars escribió con la mano izquierda y con caracteres distintos
a los que usaba corrientemente, las siguientes líneas que dio a conocer a Fernando:
(Señor procurador del rey: un amigo de la monarquía y de la religión os advierte que
el llamado Edmundo Dantés, segundo del Faraón, que arribó esta mañana, después
de haber hecho escala en Napolés y Portoferrajo, se encargó de un escrito de Murat
para el usurpador y éste le ha hecho entrega de una carta para el comité
bonapartista de París. Si se le pretende se le hallará las pruebas de su crimen, esto
es, la carta, en su cartera, en la casa de su padre o es su maleta a bordo del Faraón).
 Ahora el sobre: Al señor Procurador del Rey. Con esto está todo listo.

CAPITULO IV

La comida de esponsales se celebraba en el mismo local de la Reserva con la asistencia del


señor Morrel, la tripulación del Faraón, y los amigos de ambos novios. Fernando estaba
muy nervioso y se puso lívido al oír decir a Edmundo que en realidad el matrimonio se
celebraría en una hora y media más, pues ya estaban satisfechas todas las formalidades.
Se encontraba Fernando apoyado en la ventana mirando intensamente hacia afuera. De
pronto se irguió. Al mismo tiempo se oyeron pisadas fuertes en la escalera y choque de
armas. El ruido se fue aproximando y se oyeron tres golpes en la puerta.

 En nombre de la ley –gritó una voz clara y penetrante. Luego abrióse la puerta y
entró un comisario al salón, seguido de cuatro soldados.
 Soy portador de una orden de presión. ¿Cuál de ustedes, señores se llama Edmundo
Dantés?
 Yo soy, ¿qué se os ofrece, caballero?
 Edmundo Dantés –respondió el comisario –en nombre de la ley, quedáis preso.
 ¡Preso! –dijo Edmundo, palideciendo ligeramente –pero ¿por qué?
 Lo desconozco, pero la declaración indagatoria se lo dará seguramente a conocer.
El padre de Edmundo rogó, suplicó, pero sus lágrimas y sollozos nada pudieron lograr. Era
tan notoria su desesperación, que el Comisario se conmovió.
 Caballero –le dijo –tranquilizaos, quizás vuestro hijo habrá olvidado alguna
formalidad en la Aduana o en Sanidad y será puesto rápidamente en libertad.
 ¿Qué quiere decir esto? –preguntó Caderousse frunciendo el entrecejo, a Danglars
que se mostraba sorprendiendo.
 ¡A mi qué me dices! Hago lo que tú; veo lo que sucede, no comprendo nada, y me
pierdo en conjeturas.
Caderousse buscó con la vista a Fernando: había desaparecido.
La escena de la víspera acudió confusamente a su imaginación, no estaba seguro de nada,
pues en su estado de embriaguez del día anterior, le parecía recordar algo. Mientras él
cavilaba. Edmundo Dantés se había ido despidiendo de sus amigos. Dio un beso en la frente
a Mercedes y a su padre.

 Tranquilizaos, es una equivocación que se aclarará en seguida y es de suponer que


ni siquiera llegue a la cárcel.
Descendió Dantés la escalera precedido del comisario y rodeado de soldados. Un vehículo
esperaba a la puerta, subieron a él, la portezuela se cerró y el coche se puso en marcha.
El señor Morrel partió enseguida para Marsella y volvió a poco rato y se dejó caer con
desaliento en una silla.

 Amigos míos, la cosa es más grave de lo que suponíamos, pues le acusa de algo muy
grave… de ser agente bonapartista…
Mercedes, dando un grito, cayó sin sentido. Caderousse se acercó a Danglars y le murmuró:

 ¡Ah! No me has engañado. Yo no estaba tan borracho y ahora me acuerdo con


claridad de lo que tramaste tú y Fernando. Pero yo no voy a dejar que muera de
dolor ese pobre viejo, ni esa mujer, voy a decirlo todo.
 ¡Silencio, desgraciado! –exclamó Danglars agarrando a Caderousse por un abrazo –
o no respondo de t. ¿Quién te ha dicho que Dantés no es culpable? La embarcación
por orden suya tocó la isla de Elba; él saltó a tierra y permaneció un día entero en
Portoferrajo. Si hallan en su poder algún escrito que pueda comprometeros, los que
lo apoyen serán tenidos por cómplices.
Caderousse con el rápido instinto del egoísmo, comprendió la fuerza de la
observación. Miró a Danglars con los ojos extraviados de terror y retrocedió.
Esperemos, entonces- dijo entre dientes.

 Sí, esperemos-dijo Danglars .si es inocente, será puesto en libertad, si es culpable,


es en vano comprometerse por un conspirador.
Se recordará lo terrible que fue esa época una acusación de ser bonapartista; era
considerada la más alta traición y se pagaba con la muerte o la prisión perpetua, porque
se consideraba al rey el padre de la nación, y al querer derrocarlo era como parricidio.

CAPÍTULO V

El Señor de Villefort, Procurador del Rey se encontraba en amena charla con sus futuros
suegros, los marqueses de Saint Moran y su futura esposa, cuando entró en la sala un ayuda
de cámara y le dijo unas palabras al oído. Villefort se puso de pie y dijo:

 Lo siento, me habréis de perdonar. Hace poco conversábamos sobre los delitos


políticos, pues ahora tengo un caso que requiere mi inmediata presencia, y lo veo
tan grave, que me huele a cadalso… Parece que termina de descubrirse un complot
bonapartista, he aquí la denuncia que viene dirigida a mí, es contra un marino cuyo
barco entró ayer a puerto y que, según dice la denuncia, trajo documentos del
desterrado de Elba para los conspiradores…
 ¿Y dónde está ese desdichado acusado? –preguntó su novia, Renata de Saint Moran.
 Esperando a mi casa –respondió Villefort -, así que con vuestro permiso debo
dejaros.
 Id Villefort, pero por nuestro amor, sed benevolente con ese desgraciado –rogó
Renata.
Villefort se dirigió rápidamente a su casa, en cuya puerta lo esperaba el señor Morrel, el
armador del buque Faraón.

 Señor de Villefort, permitidme una palabra –rogó Morrel –acaba de suceder lo más
inaudito, han tomado preso al segundo de mi buque Faraón, Edmundo Dantés.
 Lo sé, caballero, y vengo precisamente a proceder a su interrogatorio.
 Señor –prosiguió Morrel –vos no conocéis al acusado, yo lo conozco a fondo. Es el
hombre más probo y mejor de toda la marina mercante. Os lo recomiendo
sinceramente, Señor Villefort.
 Ya sabéis, caballero, que se puede ser hombre de bien en la vida privada y en las
relaciones comerciales, pero sin dejas de ser por eso un gran criminal en política.
Vos lo sabéis ¿no es así caballero? –dijo fríamente Villefort en el momento en que
entraba a su casa. Dejo Morrel con el corazón encogido por la respuesta.
 Que traiga al preso –ordenó al entrar a su despacho. Instantes después entró
Edmundo Dantés. El joven estaba pálido pero tranquilo. Villefort se formó una idea
favorable del acusado y más aún al oírlo decir su poca edad y estaba celebrando la
comida de sus esponsales en el momento en que lo tomaron preso. Después de
interrogarlo llegó a la conclusión de que el joven debía tener poderosos enemigos,
pero Dantés se resistía a creerlo. Por ultimo le pidió que le relatara en detalle lo
sucedido en el último viaje. Así lo hizo Edmundo, refiriéndose en detalle la muerte
del Capitán Leclerc y el cumplimiento de sus encargos en la isla de Elba y de ka carta
que el gran Mariscal le había dado para que hiciera llegar a París.
 Efectivamente, dijo Villefort –todo me parece muy cierto y que no tenéis más culpa
que vuestra imprudencia; entregadme esa carta y podéis iros de inmediato a reunir
con vuestros amigos.
 ¿Así es que estoy libre, señor? –exclamó Dantés en el colmo de la alegría.
 Sí, pero dadme esa carta antes.
 Posiblemente está en vuestro poder, señor, pues me la tomaron cuando con los
demás papeles me quitaron todo al hacerme prisionero. Pero la reconoceré al punto
por la forma del paquete.
 ¿A quién va dirigida? –preguntó Villefort mientras tomaba sus guantes y su
sombrero.
 Al señor Noirtier: Calle Cog Heron número 13, París –respondió Dantés.
Un rayo que hubiera caído a los pies de Villefort no lo hubiese herido con más rapidez. Se
dejó caer en el sillón, intensamente pálido.
Extrañado, Dantés preguntó:

 ¿Lo conocéis acaso, señor?


 No –dijo con viveza Villefort –un fiel servidor del rey no conoce nunca a un
conspirador.
 ¿Así que se trata de una conspiración? –interrogó Dantés-. En ese caso, caballero,
ya os lo he dicho, ignoro en absoluto el contenido.
 Pero, ¿sabéis el nombre y la dirección del sujeto a quien va dirigida? ¿Habéis
mostrado a alguien este sobre?
 A nadie, señor, os lo aseguro bajo mi palabra –respondió Dantés.
A medida que leía la carta Villefort, su rostro se descompuso dejó caer la cabeza entre sus
manos. Si él conoce el contenido de esta carta –se decía a si mismo Villefort –si llega a saber
el señor Noirtier es mi padre, estoy perdido para siempre. Con mi brillante porvenir como
procurador del Rey, hijo de un conspirador y bonapartista furioso… mi matrimonio con
Renata de Sain Meran… todo se destruye…no, no hay más que una determinación que
tomar.
 Caballero, hay contra vos los más graves cargos y no está en mi mano como creí en
un principio, el poneros en libertad. Os voy a tener preso por algún tiempo, mientras
consulto con el Juez de Instrucción. El más grave cargo que hay contra vos es esta
carta, y para que veáis mi buena fe en ayudaros, ved lo que hago con ella.
 Señor –dijo Dantés –sois más que la justicia, sois la bondad personificada. Os doy
mis más sinceras gracias porque os habéis portado como un amigo.
 Pero escuchadme –dijo Villefort –vais a permanecer preso aquí, tal vez venga otro a
tomaros declaración. Decidle todo lo que me habéis dicho a mí pero no digáis una
sola palabra de la carta.
 Os lo prometo, señor.
 ¿Es la única carta que teníais? Pues comprenderéis que destruida esa carta, sólo vos
y yo tenemos conocimiento de su experiencia; si os hablan de ella, negadla con
firmeza y estaréis salvado.
 Así lo haré, señor, os lo juro –respondió Dantés.
Al llamado de Villefort, entró un policía al que éste algo le habló en voz baja.

 Seguid al señor –dijo a Dantés. Así lo hizo éste, dando una última mirada de
agradecimiento a Villefort. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Villefort, se dejó caer
en su sillón y dijo para sí: «Si esa carta hubiera caído en otras manos, a estas horas
yo sería un hombre perdido».

CAPITULO VI

Dantés fue conducido a la cárcel y las horas pasaron lentamente; como a las diez de la
noche, sintió ruido de pasos, la puerta se abrió y aparecieron dos gendarmes, quienes le
pidieron que lo siguiera, pues iban de parte de Procurador del Rey.
Dantés, creyendo siempre en la protección de Villefort, los siguió con paso ligero, seguro de
que lo llevaban a la libertad. Un coche los esperaba afuera. Dudó un momento antes de
subir, pero fue impelido a hacerlo, observó que las ventanillas estaban enrejadas. Al
detenerse el coche, doce soldados lo rodearon e hicieron una calle para que pasara por ella
Dantés. Un bote lo esperaba, al que lo hicieron subir. Dantés no comprendía nada de lo que
pasaba.

 ¿A dónde me conducís? –preguntó.


 Lo sabréis cuando lleguemos –fue la respuesta-. No podemos daros ninguna
explicación-. ¿Pero vos decís que sois marsellés y marino, y no lo imagináis? Mirad a
vuestro alrededor.
Frente a ellos se levantaba la siniestra mole del castillo de If, esa prisión a cuyo alrededor
reina el más profundo terror, esa fortaleza que desde más de trescientos años da a Marsella
tristes tradiciones.

 ¡Al castillo de If! –dijo Dantés -¿y qué vamos a hacer allí? Con seguridad que no me
llevaréis allí para encerrarme. Es una prisión de estado destinada sólo a los
prisioneros políticos, a los grandes criminales de este tipo. Yo no he cometido ningún
crimen, y me lleváis allí, sin ninguna formalidad.
 Las formalidades ya han sido cumplidas y la información está hecha.
 Pero, ¿y las promesas del señor Villefort?
 Yo no sé de ninguna promesa. Mis órdenes son llevaros al castillo y allí os entregaré,
y no hagáis resistencia, porque mi carabina os apunta.
Dantés estaba como atontado. Al llegar el bote al castillo, fue obligado a descender y llevado
al interior. Una voz preguntó:

 ¿Dónde está el preso? Que me siga, voy a conducirlo a un calabozo.


El preso siguió a su guía por unas obscuras galerías hasta que alumbrando con una débil
lamparilla, su carcelero le dijo:

 Este es vuestro cuarto por esta noche. Mañana el señor Gobernador de la prisión
os cambiaría seguramente. Por ahora, ahí tenéis pan, agua y paja en aquel rincón.
Es todo lo que puede desear un preso.
Antes que Dantés pudiera contestar, ni mirar siquiera a su alrededor, el carcelero había
cerrado la puerta tras él y lo había sumido en tinieblas.
Al día siguiente, cuando el carcelero entró, encontró a Dantés de pie en el mismo lugar en
lo que lo dejara la noche anterior.

 No habéis dormido ni comido nada –dijo el carcelero- ¿Se os ofrece algo?


 Sólo ver al Gobernador –respondió Dantés
 Eso es imposible. Por tanto, no me lo pidáis más. Si algún día, cuando se os permita
pasear, os encontráis con él de casualidad, podéis tratar de que os escuche.
 ¿Y cuándo será eso? –preguntó Dantés.
 Quien sabe, un mes un año, tres años –respondió el carcelero indiferente.
 Debo verlo enseguida.
 Eso no es posible, yos daré un buen consejo. Apartad esa idea de vuestra mente, o
podéis volveros loco. Así comienza la locura. Aquí tenemos un ejemplo reciente. Así
comenzó el abate que ocupaba este calabozo antes que voz, por ofrecer
incesantemente millones al gobernador si quería ponerlo en libertad, y con esa idea
fija, su cerebro se trasformó. Ahora está encerrado en el subterráneo.
 ¿Amenazas a mí? Está visto que perderéis la cabeza. Afortunadamente hay
calabozos oscuros en el castillo de If. Iré a avisar al gobernador.
 ¡Enhorabuena! –dijo Dantés, y se sentó en su banquillo esperando que el carcelero
trajera con él al gobernador. Al poco rato, se abrió la puerta y apareció en ella el
carcelero acompañado de cuatro soldados y un cabo.
 De orden del gobernador –dijo- agarrad a ese preso y bajadlo al piso inferior, el
calabozo; es necesario que los locos estén con los de su clase.
Los cuatro soldados se apoderaron de Dantés, que cayendo en una especie de agonía los
siguió sin hacer resistencia. Lo hicieron bajar quince escalones y lo empujaron a un calabozo
totalmente obscuro. Cerróse la puerta y Dantés anduvo con las manos extendidas hasta
topó con la pared. Se sentó en uno de los ángulos y quedó móvil.

***

Aproximadamente cuatro años había pasado, de los cuales Dantés no llevaba cuenta. Una
especie de agonía había sucedido a la desesperación primera, y después un sopor como de
inconsciencia, perdido en la oscuridad y sin más contacto con la vida que la llegada de su
ración llevada por el carcelero, con el cual a veces cambiaba una palabra. Un día tomó la
determinación de matarse y para ello resolvió no comer y comenzó a tirar los alimentos. De
este modo terminó con la poca fuerza que le quedaba y una noche en que ya estaba tan
debilitado que casi no veía, sintió de pronto un ruido sordo en la pared del muro contra el
cual tenía su cama. Era una especie de frotamiento acompasado sobre las piedras. En medio
de su debilidad, levantó la cabeza para oír, pensando en que era delirio de sus sentidos.
Pero el ruido siguió aproximadamente por tres horas. Horas después lo volvió a sentir más
inmediato, y este ruido de algo desconocido le dio esperanzas y a la vez miedo de que el
carcelero lo escuchara cuando le llevaba ña comida. Pensaba que a lo mejor era algún
compañero de infortunio que trataba de escapar, y una débil esperanza se encendió en su
pecho. Desde ese día, volvió a comer y cuando iba el carcelero, hablaba en voz alta cualquier
cosa para evitar que el carcelero escuchara. Con astucia consiguió que el carcelero le dejara
una cacerola de lata para sus alimentos y con el mango de ella, él también comenzó a
escarbar desde su lado, por el lado en que su cama se arrimaba a la pared.
Después de varios días de trabajo se encontró con un obstáculo, una viga que cerraba el
agujero que él había logrado hacer. Desesperado ante tan inesperado obstáculo:

 ¡Dios mío! ¡ten piedad de mí! No me dejes sucumbir en la desesperación.


 ¿Quién habla de Dios y de desesperación al mismo tiempo? –dijo una voz que
parecía salir del fondo de la tierra.
Hacía cuatro o cinco años que Edmundo no escuchaba más voz que la del carcelero, y una
mezcla de alegría y de miedo le invadió.

 En nombre del cielo –exclamó -¿quién sois? Seguid hablando, aunque vuestra voz
me haya asustado.
 ¿Quién sois que así me preguntáis?
 Un desgraciado preso que no tiene dificultad en responderos.
 Decidme vuestro nombre y de qué país sois.
 Me llamo Edmundo Dantés, soy marino francés y soy inocente del crimen del que se
me acusa. Estoy aquí no sé cuánto tiempo, pero si sé la fecha en que me trajeron, el
28 de febrero de 1815 –respondió Edmundo, feliz de poder hablar con alguien que
lo escuchara con interés.
 ¿De qué crimen os acusara? –interrogó la voz.
 De haber conspirado para facilitar la vuelta del emperador.
 ¡Cómo! ¿Qué el emperador no está ya en el trono?
 El emperador abdicó en 1814, pero ¿desde cuándo estáis voz aquí? –interrogó
Edmundo.
 Desde 1811, ocho largos años de cautiverio. Pero al desembocar el túnel que estaba
cavando en vuestro calabozo, quiere decir que mis proyectos ha fallado y que mis
planes de fuga ya no sirven. Esperaba haber llegado al muro del jardín de la
ciudadela y de allí habría sido fácil saltar al mar y alcanzar a nado cualquiera de las
islas que circundan el castillo. Ahora todo se ha perdido…
 Pero decidme ¿Quién sois? –dijo, anhelante, Edmundo.
 Soy… el número 27 –respondió la voz.
 ¿Desconfiáis de mí? –preguntó Edmundo.
 ¿Qué edad tenéis? –interrogó de nuevo el desconocido.
 No lo sé, sólo sé que iba a cumplir los 19 años cuando fui preso en 1815.
Apenas veintiséis años- murmuró la voz- a esa edad no se es traidor. Os prometo reunirme
con voz.

 ¿Cuándo? –interrogó Edmundo.


 Mañana –dijo la voz con tal acento de convicción que Edmundo no dudó de que así
sería.
CAPÍTULO VII

Al día siguiente después de la visita matinal del carcelero oyó dos o tres golpes a iguales
intervalos.

 ¿Sois vos? –dijo.


 Aquí soy –contestó la voz.
 ¿Se ha ido ya el carcelero?
 Sí, dijo Dantés –ya no volverá hasta doce horas más.
Tan pronto como dijo esto, la porción de terreno sobre el cual Dantés trabajaba, pareció
ceder bajo su peso, alcanzó a retirarse cuando una masa de tierra y piedras se precipitó por
un agujero. Después en el centro de aquel obscuro agujero vio aparecer una cabeza, luego
los hombros y por fin salir de él a un hombre de mediana estatura, cabellos encanecidos,
de penetrante mirada y barba que le llegaba hasta el pecho. Aparentaba tener unos sesenta
y cinco años.

 Soy el Abate Faría, preso desde 1811, a quien todos aquí, creen loco, pero en tanto
tiempo aquí, he logrado hacer algunas primitivas herramientas y otros útiles que ya
le enseñaré. He recorrido mentalmente todas las evasiones célebres y he estado
preparando la mía hace tres años, como veis, para llegar al fracaso. El tiempo
también lo he dedicado a escribir en dos camisas, a las que he dado la tersura de
pergamino. Como he leído muchos libros y tengo buena memoria, con un ligero
esfuerzo, he logrado recordarlos, así es que podría recitaros a los más importantes.
Hablo cinco lenguas.
 Lo que no me explico es ¡cómo habéis podido escribir sin tinta ni pluma! –dijo
Edmundo, admirado.
 Las he fabricado yo también. Soy un poco químico. Pero ya veréis todo esto es mi
calabozo.
 ¿Cuándo podrá ser eso? –interrogó, ansioso Edmundo.
 Al momento, si así lo deseáis –dijo el abate.
Ambos hombres, arrastrándose por el túnel pasaron al calabazo del abate Faría y éste fue
el principio de una sólida amistad en que el debate hizo de maestro de Edmundo,
enseñándole cuanto sabía. Toda su cultura, así como sus modales de cortesano pasaron a
Edmundo que absorbía todo, con verdadero hambre de saber. Así los gestos bruscos de
Edmundo, de simple marinero, fueron adquiriendo poco a poco la serenidad y el señorío
del abate.
Pasaban los años un poco más ligeros para Edmundo, que estaba atareado aprendiendo
toda la sabiduría del abate. En sus conversaciones Edmundo le relató su vida, su gran amor
por Mercedes y lo próximo que estaba de casarse con ella, su brillante carrera como marino,
que iba a ser nombrado capitán del Faraón a los 20 años, no cumplidos. Para el abate,
descifrad lo que para Edmundo había un misterio, fue juego de niños; una tarde le preguntó:

 ¿Existía alguien que tuviese interés en ser capitán del Faraón?


 No creo-dijo Edmundo-, a menos que el sobrecargo, el único con quien no me
llevaba bien a bordo…
 ¿Cómo se llamaba ese hombre?
 Danglars –dijo Edmundo.
 Decidme –prosiguió el abate- ¿pudo ese hombre escuchar vuestra conversación con
el capitán Leclerc cuando os hizo su encargo de pasar a la isla de Elba?
Edmundo pensó un momento.

 Sí. –dijo – porque la puerta estaba entrecubierta y Danglars pasó en el momento en


que el capitán me entregaba el pliego para el gran mariscal.
Y así con preguntas claras y precisas el abate, desde sus calabozos, puso frente a los ojos de
Edmundo a los que lo habían traicionado. Danglars, por ambicionar su puesto; Fernando,
por sus celos, ya que estaba enamorado de Mercedes. Después llegó a Villefort y al saber el
nombre de la persona a quien estaba dirigida la carta de Villefort quemó en presencia de
Edmundo y que hizo pensar a éste que Villefort era un hombre sublimemente bueno, pues
quemó la única prueba que había contra él, el abate le hizo repetir el nombre.

 Señor Noirtier, calle Cog´Heron, número 13, París –repitió Edmundo.


El abate lanzó una gran carcajada y después:

 Pobre joven, ¿sabéis quién es ese Noirtier? Nada menos que el padre de Villefort. Y
es un reconocido revolucionario y bonapartista. Siendo su hijo Procurador del Rey y
hombre lleno de ambiciones, no iba a permitir que una carta dirigida a su padre, que
haría caer sobre él la infamia, llegara a manos de otra persona.
Dantés, profundamente impresionado, sintió que en su corazón nacía un sentimiento hasta
entonces desconocido: el deseo de venganza.
Los años siguieron transcurriendo en el estudio con el afable maestro que era el abate Faría,
hasta que un día en medio de una conversación, el abate se puso lívido, sus ojos se rodearon
de un cerco azulado y pareció que iba a caer.

 Estoy perdido –dijo –un mal quizás mortal va a acometerme, ya he tenido otros
ataques. Tengo para ello sólo un remedio. En mi calabazo, en un agujero que hay en
el banquillo, encontráis un frasquito con un líquido rojo. Traedlo, no; más bien
ayudadme a irme a mi calabozo mientras tengo algunas fuerzas; si no, nos
descubrirán y todo nuestro plan de fuga fracasará.
En todos esos años, pacientemente, el abate y Edmundo había seguido excavando en buena
dirección ahora, y ya estaban próximos a llegar con su túnel al jardín de la prisión.
Una vez en el calabozo del abate, éste le dio las instrucciones de cómo debía darle el
remedio. Apenas había terminado de decir sus instrucciones cuando le vino un acceso
violento y repentino y el abate volvió en sí, debilitado, pero consciente.

 Este ha sido un aviso, amigo Edmundo –dijo el abate –y os daré depositario de mi


secreto, el que no quiero llevar conmigo a la tumba… no, trataba de contradecirlo –
conozco mi enfermedad y la que me espera, seguramente en el otro ataque, ya no
podré hablar si es que no me muero en él.
 Por lo que os voy a contar es que me han tomado por loco, todos estos años; por
favor, escuchadme sin interrumpirme, pues es algo grave. Fui, como ya os lo he
contado, el secretario único de los Spada, familia poderosa de Italia, el Cardenal
Spada al morir sin ningún heredero por su familia, me legó su fortuna que no era
mucha y este papel que ahora os entrego. Por una casualidad, me tocó a mí después
de más de trescientos años de haber pasado este documento de mano a mano en
la familia Spada, el descifrarlo, pues estaba escrito con tinta simpática. Este es el
detalle de un gran tesoro enterrado por uno de los antepasados del Cardenal.
Leedlo.
Edmundo tomó el papel con algo de resistencia, pues la duda sobre la razón del abate, venía
a él. ¿Sería éste su delirio que volvía? Pero al fin tomó y vio un papel quemado con unas
letras poco menos que ilegales, trazadas con una tinta rosada. El abate lo observaba, y al
ver el desconcierto de Edmundo, le presentó otro pedazo de papel y le dijo:

 Leed ahora esto, es el relato completo del testamento del Cardenal Spada fallecido
en 1498, el antepasado del Cardenal del que fui secretario. Veréis que ahí contiene
todos los detalles del lugar en el que él en esa época enterró su tesoro, que debe
ser hoy aproximadamente de unos millones de nuestra moneda. Ahora –continuó –
sabéis tanto como yo, y si algún día llegamos a evadirnos, la mitad del tesoro será
vuestra. Iremos directamente a la isla de Montecristo, donde está el tesoro. Vos que
sois marino ¿la conocéis?
 He pasado muchas veces por ella –respondió Edmundo –está cerca de veinticinco
millas de Córcega, es una isla deshabilitada y desierta. Es como una roca pelada que
hubiera emergido del mar –agregó Edmundo.
Edmundo siempre tenía sus dudas, pero no las dijo al abate y seguía con aparente interés
las conversaciones de éste sobre el futuro, cuando encontraran el tesoro. Hasta que una
noche, después que Edmundo se hubo retirado a su calabozo, sintió que lo llamaban, y le
pareció oír quejido. Al punto fue al calabozo de su amigo y lo encontró con las facciones
descompuestas y con los horribles síntomas del ataque anterior.
Quiso pedir ayuda, pero el abate no lo dejó, haciéndole ver que aunque él muera, Edmundo
podría aprovecharse del túnel ya terminado y salir a nado hasta la más próxima isla.
Edmundo trató de disuadirlo, pero fue inútil; en ese momento le sobrevino el ataque.
Edmundo hizo igual que la vez anterior, vertiendo el licor rojo en gotas entre los labios
rígidamente cerrados, ayudándose con un cuchillo. Pero esta vez pasaron las horas y el
abate no revivió. Solo alcanzó a abrir los ojos y a musitar.

 Edmundo, sufro menos, porque tengo menos fuerza, los viejos vemos la muerte sin
tantos obstáculos, con más claridad… ya viene…mi vista se oscurece…adiós Monte
Cristo, no olvidéis Monte Cristo…
Edmundo hizo una vez más la prueba de darle el licor que lo había revivido antes… pero
todo fue en vano. Asomaba la aurora y sus débiles rayos invadieron el calabozo por el
estrecho y alto ventanuco. Edmundo se fue hacia su calabozo, colocando lo mejor que pudo
la baldosa por su parte interior. Fue a tiempo, pues ya el carcelero venía a dejarles el
desayuno. Comenzó por Dantés. Una vez que éste quedó solo, apoderóse de él un deseo
irresistible de saber lo que iba a suceder en el calabozo del abate. Entró pues en la galería
subterránea que unía a ambos calabozos y escuchó los comentarios y que enviaron por el
gobernador y por el médico.

 Podéis estar tranquilo, señor gobernador, este hombre está bien muerto –dijo el
médico –os respondo de ello. ¿Cómo lo sepultaréis?
 Será sepultado con la mayor decencia, en el saco más nuevo que pueda hallarse.
Oyéronse nuevas ideas y venidas entre las cuales llegó a los oídos de Edmundo un ruido
como si restregasen un lienzo crudo y crujió la cama bajo un peso.

 Hasta la noche –dijo el gobernador.


 ¿A qué hora? –interrogó el sirviente del carcelero.
 Entre diez y once –contestó el gobernador.
Luego las pisadas se fueron alejando, chirrió la cerradura de la puerta y se hizo un silencio
profundo. Dantés, ya solo, volvió al calabozo de su amigo y contempló al difundo y las ideas
más negras vinieron a su mente. Por último su fuerza de vida frisaba ya en los 33 años… lo
hizo reaccionar y una idea vino a su mente como un fogonazo. Levantóse de pronto y dijo
en alta voz:

 Puesto que sólo los muertos salen de aquí, ocuparé su lugar.


Y sin pensarlo más, se acercó al horrible saco, lo descosió con el cuchillo que Faría había
hecho, extrajo el cadáver, lo llevó a su calabozo, lo arregló en su cama vuelto hacia la pared,
lo cubrió con su manta y le tapó la cabeza, cual acostumbraba a hacerlo él mismo, por si
venía el carcelero, para que creyera que el propio Dantés era el que allí dormía. Volvió al
calabozo del abate, se despojó de sus harapos para que al tomar el saco se sintiera el
contacto de las carnes, y deslizóse en aquel saco, tomando la posición que tenía el cadáver
y recosió por dentro las costuras descosidas con la aguja e hilo que habían dejado los
guardias.
Pasaron las horas sin que se advirtiera movimiento alguno en el castillo. Al fin, al acercarse
la hora indicada por el gobernador, se oyeron pasos en la escalera. Edmundo llamó en su
auxilio todo su valor y esperó. Se acercaron dos hombres a los que podía divisar a través del
saco como dos sombras a la luz del farol que un tercero portaba.
Cada uno de los hombres que se acercaron a la cama, tomó el saco por uno de los extremos.

 Mucho pesa para ser tan viejo y flaco –dijo uno de ellos levantándole la cabeza.
 Se dice que cada año aumenta una libra de peso de los huesos –respondió el otro,
levantándole de los pies.
 ¿Le ataste la cuerda?
 Muy animal sería en atársela aquí y cargar con ese peso inútil. Ya se la ataré allá
abajo –contestó el segundo.
 ¿Para qué será la cuerda? –se preguntaba Dantés… Trasladaron el cuerpo a las
angarillas. Edmundo se puso rígido y el cortejo fúnebre, alumbrado por el farol,
subió las escaleras. Los conductores anduvieron como veinte pasos y se detuvieron
dejando las angarillas en el suelo.
 Ya ¿Está atada la cuerda?
 Y bien atada –contestó el otro.
 Vamos… y bien que pesa… Bueno, ya hemos llegado… Ten cuidado vamos allá, más
allá, acuérdate que el último se quedó en las rocas y no fue un buen espectáculo…
Dantés sintió que lo tomaban de los pies y de la cabeza y que los bamboleaban…

 A la una… a las dos… y a las tres… -dijeron a coro los dos hombres.
Al mismo tiempo, Dantés sintióse lanzando al vacío y cayendo a gran velocidad con algo
pesado a sus pies y entró en el agua helada como una flecha. Lanzó un grito que felizmente
fue ahogado por la inmersión. Dantés había sido arrojado al mar con una bala del 36 atada
a sus pies. El cementerio del castillo de If era el mar…

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