Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Alejandro Dumas
CAPÍTULO I
El día 28 de febrero de 1815, el Vigía de Nuestra Señora de la Guardia, dio la señal de que
se encontraba a la vista la fragata (FARAON) que procedía de Esmirna, Trieste y Nápoles.
Como de costumbre, salió a recibirla un práctico, que costeo para ello el fuerte de If. Un
gran número de curioso se juntaba en la plataforma del fuerte de San Juan para ver la
maniobra ya que el navío que llegaba había sido construido, aparejado y estibado junto a
los peñascos de la antigua Focea y permanecía a un armador de Marsella.
Junto al práctico que dirigía la maniobra de entrar al puerto de La Faraón, se veía un joven
marino que con gesto rápido y golpe de vista firme vigilaba los movimientos y repetía las
órdenes del piloto. Era un hombre de unos 20 años, arrogante, de elevada estatura,
hermosos ojos negros y cabello de ébano. Tenía en su expresión la serenidad característica
de los hombres acostumbrados desde su infancia a luchar con los peligros.
Uno de los concurrentes a la plataforma, no pudo dominar su impaciencia y aguardar la
entrada del barco. Saltó a un borde y a remo se dirigió a la Faraón. El joven marino, al verlo,
abandonó su puesto y fue a apoyarse en la borda.
–¡Hola, Dantés! ¿Sois vos? – interrogó el del bote. – ¿qué ha sucedido? ¿Qué significa ese
aire de melancolía que se nota a bordo?
– Una gran desgracia señor Morrel – respondió el joven – una gran desgracia para mí,
sobre todo. A la altura de Cuvi – Tavecchia hemos perdido al buen capitán Leclerc.
– ¿Y el cargamento? - interrogó impaciente el armador.
– Llega a salvo señor Morrel, y no dudo de que estaréis conforme. Pero el pobre Leclerc.
– ¿Qué le ha pasado, pues? – Preguntó el armador con un tono que evidencia y su
tranquilidad- ¿Qué le ha pasado a ese valiente capitán?
– Ha fallecido.
– ¿Cayó al mar?
– No señor: falleció de fiebre cerebral; 24 horas después de abandonar Napolés se enfermó
y a los tres días falleció. Le dimos la sepultura ordinaria, envuelto en una hamaca con una
bala de treinta y seis en los pies y otra en la cabeza; descansa a la altura de la isla del Giglio.
¡Diez años de luchar contra los ingleses para venir a morir en la cama como el vulgo!
– ¡Demonio! ¿Qué queréis señor? – Respondió el armador, que al parecer se iba consolando
más y más, – todos somos mortales…y en cuanto al cargamento…
– Se encuentra en muy buen estado, señor Morrel. Es un viaje cuyos beneficios no os
convendría cedes por los menos de veinticuatro mil francos.
Luego, como el navío había dejado ya a popa la torre Redonda:
– ¡Al navío! – ordenó – ¡a cargar gavias, foque y cangreja! ¡A sus puestos!
Realizándose la orden casi con toda celeridad como en un buque de guerra.
Lo que es ahora, si queréis subir a bordo, señor Morrel; -dijo Dantés al impaciente
armador- aquí tenéis a vuestro sobrecargo, el señor Danglars que sale de su
camarote y que os dará todos los pormenores que podéis desear; yo trataré de dar
fondo y de amarrar el barco.
EL armador agárrose a un cabo que le tendió Dantés y con gran agilidad trepo por la escalera
del costado del barco. La persona que Dates había nombrado como Danglars era un hombre
de unos veinticinco a veintiséis años, de sombrío aspecto, tan obsequioso con sus
superiores como autoritario con sus subordinados. Los marineros lo miraban con tan mala
voluntad, como estimación sentían por Dantés.
Vamos, vamos,- prosiguió el armador- habéis hecho bien en seguir las instrucciones
del capitán Leclerc y en hacer escala en la isla de Elba, aunque si se llegara a saber
que habéis hecho entre de un pliego al mariscal y hablado con el Emperador,
podríais veros comprometidos.
¿En qué podría comprometerme? – preguntó Dantés- . Yo no sé lo que llevaba y el
Emperador no me ha formulado otras preguntas que las que pudiera haber hecho a
cualquiera.
Idos tranquilo mi querido Edmundo, a vuestra tarea- . A medida que el joven se alejaba
fue aproximándose Danglars.
Pasaba yo casualmente por delante del camarote del capitán, cuya puerta estaba
entornada, y vi como entregaba a Dantés un pliego y la carta.
No me ha hablado de nada, pero si tiene en su poder la carta, él me la dará.
Danglars reflexionó un instante.
CAPÍTULO II
Dantés, después de haber recorrido varias calles entró en una casita de la vereda izquierda
de Meillan. Subió con rapidez las escaleras de cuatro pisos de una lóbrega casa, se detuvo
ante la puerta entreabierta de una habitación reducida, era la que ocupaba el padre de
Dantés. El anciano no había oído todavía la noticia de la llegada del Faraón y de pie en una
silla, se entretenía en tejer una enredadera a lo largo de su ventana. De pronto sintióse
ceñido por unos brazos y una voz muy conocida exclamaba a sus espaldas.
¿Qué tenéis, padre mío?-exclamó el joven, intranquilo- ¿Estabais tal vez enfermo?
No, no mi querido Edmundo, mi querido hijo, pero no te esperaba, y la alegría y el
placer de verte, así, de pronto… ¡ah, Dios mío, mes parece que voy a morir…!
¡Y bien! Tranquilizaos, pues padre mío; ved que soy el mismo; se acostumbra decir
que la alegría no daño, y está es la causa de haber entrado sin preveniros con
anticipación. Vaya, sonreíros en vez de mirarme con esos ojos tan despavoridos; ya
estoy de vuelta y vamos a ser felices.
¡Ojalá! Hijo mío –respondió el anciano -¿pero cómo, de qué modo podrá ser eso?
¿Es que ya no te separarás de mí? Veamos en qué fundas esa dicha.
El valiente capitán Leclerc ha fallecido, y es probable que por la protección del señor
Morrel lograré su vacante… ¡capitán a los veinticinco años, con cien luises de sueldo
y una parte de las ganancias!
Sí, hijo mío; en efecto –dijo el viejo –es una gran suerte.
Por lo tanto, el primer dinero que perciba quiero emplearlo en proporcionaros una
casita con jardín, donde podáis plantas vuestras capuchinas y madreselvas. Pero
¿qué tenéis, padre mío? ¿Parece que estáis enfermo?
Paciencia, paciencia, no será nada-. Faltándole las fuerzas, dejóse caer de espaldas.
Un vaso de vino, padre mío, os reanimará. ¿En dónde podáis al vino?
No, gracias, no lo busques, no lo necesito – dijo el viejo queriendo detener a su hijo
-. No busques más, pues no tengo vino.
¡Cómo! –dijo Dantés- ¿no tenéis vino? ¿Os habrá faltado el dinero, quizás, padre?
Con todo, yo os dejé doscientos francos hará cosa de tres meses, al irme.
Sí, sí, Edmundo. Es cierto. Pero al partir olvidaste una pequeña deuda contraída con
el vecino Calderousse; me exigió su importe manifestándose que si no pagaba por
ti, iría a que le pagase el señor Morrel. Entonces, temeroso de que esto llegara a
perjudicarte… comprendes… Entonces, la pagué yo…
¡Pero era ciertos cuarenta francos los que debía a Calderousse! ¿Y vos se los habéis
dado de los doscientos que os dejé? ¡De manera que habéis vivido tres meses con
sesenta francos! –dijo el joven.
Ya sabes que yo no necesito gran cosa –dijo el viejo.
¡Oh, Dios mío!, padre, perdonadme. Me habéis destrozado el corazón.
Ya has vuelto –dijo el viejo -. Ahora sé que ya está todo olvidado, porque no tenemos
sino dichas. Mas, silencio, alguien llega. Ha de ser Caderousse que sabedor de tu
llegada, probablemente viene a cumplimiento por tu feliz arribo.
En ese momento, vióse asomar por la puerta de la escalera al negro y velludo rostro de
Caderousse. Era hombre como de veinticinco a veintiséis años; llevaba en la mano un
pedazo de lienzo que en su oficio de sastre se disponía a transformar en el forro de un traje.
¡Hola! ¿conque hemos vuelto, Edmundo? He ido con los demás al puerto para
distraerme de mi trabajo, cuando he tropezado con mi amigo Danglars y me ha
indicado que debías estar en casa de tu padre, y he venido para saludarte.
Ya lo véis, vecino Caderousse, he vuelto. Padre mío –dijo el joven dirigiéndose a su
padre – con vuestro permiso, ahora, cuando sé que seguís sin novedad, os pediré
licencia para hacer una excursión al barrio de los Catalanes.
¡Ve pronto, hijo mío, y que Dios te bendiga!
¡Voy, pues –dijo Edmundo –y abrazando a su padre saludó a Caderousse con una
inclinación de cabeza, y salió. Aún quedose un instante Caderousse, después
despidiose del viejo y se marchó a su vez y fue a reunirse con Danglars que le
aguardaba en la esquina
¿Y qué tal? –dijo Danglars –no lo es aún. Si me empeño en ello, se quedará en lo que
es y aún quizás pasará a ser menos. ¿Sigue tan enamorado de la catalana?
Como un loco; a verla ha sido, pero o yo me engaño mucho, o por ese lado va a tener
un mal rato, pues he ido visto que siempre que Mercedes viene a la ciudad, la
acompaña un arrogante capitán, de ojos negros, muy moreno, despejado, a quien
llama ella (mi primo).
¿Y crees tú que ese primo la pretende?
Así lo creo. ¿Qué demonios de negocios ha de tener un apuesto mozo de veintiún
años con una joven de diecisiete?
¿Y dices que Dantés ha ido al barrio de los Catalanes? Si seguimos sus pasos, nos
quedaremos en la Reserva, en casa del tío Pánfilo y mientras vaciamos un vaso de
vino de Lamalgue, aguardaremos las novedades que sucedan.
¿Y quién nos las ha de dar?
Dantés ha de pasar por ahí y por la expresión de su rostro hemos de estar en
conocimiento de los que habrá pasado.
Vamos, pues –dijo Caderousse –pero ¿tú pagas?
¡Naturalmente! –respondió Danglars. Y los dos se dirigieron con celebridad al sitio
indicado.
CAPÍTULO III
A unos cien pasos del lugar en que los dos amigos puestos al acecho, bebían el espirituoso
vino de Lamalgue, se elevaba detrás de una montaña ríspida y calcinada por el sol y el
mistral (viento noroeste) el pequeño barrio de los Catalanes. Una hermosa joven de cabellos
negros, como el azabache y de dulcísimos ojos como los de la gacela, permanecía en pie.
Sus brazos desnudos, hasta el codo, aunque tostados por el sol, parecían modelados por los
de la Venus de Arlés. Nerviosamente entresacaba flores de un ramillete, mientras que con
un lindo pie golpeaba al suelo, descubriendo la forma torneada, esbelta y arrogante de sus
piernas, ceñidas por una media de algodón listada de encarnado y azul. A pocos pasos de
ella, meciéndose en la silla, con movimiento desigual, un apuesto joven la miraba con aire
a la vez receloso y de despecho; pero la altiva mirada de la joven dominaba a su interlocutor.
Vamos, Mercedes –dijo el joven –Pascua se aproxima y con ella la época de las
bodas: respóndeme.
Cien veces te he dicho, Fernando, y por cierto que es carecer de amor propio insistir
en la pregunta.
Repítemelo de nuevo, para que pueda llegar a creerlo, dime otra vez que desdeñas
mi amor, este amor que aprobaba tu madre. Que mi felicidad es para ti un juguete.
Fernando, siempre he dicho que tú eres para mí un hermano; que no me exijas otra
cosa que amistad fraterna, porque mi corazón pertenece a otro. Nos hemos criado
juntos y no quiero con mi rechazo causarte una pesadumbre, Confórmate con mi
amistad.
¡Comprendo! –dijo Fernando –soportas con valor todo con tal de esperarlo a él, pero
si eso es lo que quieres, me haré marino; usaré el traje de camisa listada y un saco
azul con anclas en los botones, un sombrero charolado ¿No es ese el traje que he de
vestir para agradarte? Comprendo que eres dura y cruel conmigo, es porque esperas
a ese individuo vestido como te he dicho; pero ése a quien esperas es tal vez
inconstante y si no lo es, a la mar, nadie le niega esa calidad.
Fernando –respondió Mercedes –te creía hombre de buenos sentimientos y me
engañaba. Es verdad. Jamás lo he ocultado, espero a ese hombre que dices; lo amo,
y si no vuelve, en vez de suponer en él esa inconstancia de que te acusas, creeré que
ha muerto amándome.
El joven catalán hizo un gesto de rabia. Levántose, dio algunos pasos por el interior de la
choza, volvió y colocándose frente a Mercedes con los ojos extraviados y los puños
crispados:
¿Y si ha muerto? –dijo.
Si ha muerto, yo moriré.
Y ¿si te ha olvidado?
¡Mercedes! –gritó una voz alegre en el exterior de la cabaña-¡Mercedes!
¡Ah! –exclamó la joven -, latiendo de amor su pecho y pintada en el semblante de
alegría –ya ves, no me ha olvidado, ahí está –y lanzándose a la puerta exclamando -
¡Edmundo mío, aquí estoy!
Fernando, pálido y furioso dio un paso atrás como el viajero a la vista de una serpiente y
encontrando su silla, dejóse caer en ella. Edmundo y Mercedes estaban abrazados. En el
primer instante nada vieron de cuanto les rodeaba; de pronto, Edmundo notó el sombrío
aspecto de Fernando que se dibujaba en la sombra, pálido y amenazador.
Disculpadme –dijo Dantés frunciendo a su vez el entrecejo –no había observado que
fuéramos tres. –Volviéndose después a Mercedes -¿Quién es este joven? –preguntó.
Este joven será vuestro mejor amigo, Dantés, porque lo es mío; es mi primo, es de
mi hermano, es Fernando; quiero decir, el hombre, que después de vos, amo más
sobre la tierra.
Edmundo, sin soltar la mano de Mercedes, tendió la otra con afectuosa cordialidad al
catalán; pero éste, sin corresponder a aquella señal de amistad, permaneció mudo e inmóvil
como una estatua. Entonces Edmundo dirigió alternativamente miradas investigadoras
sobre Mercedes, conmovida y trémula. Este examen se lo explicó todo y pintándose la ira
en su semblante.
No sabía yo que al venir anheloso a esta casa, Mercedes, había de hallar en ella un
enemigo.
¡Un enemigo en mi casa, dices Edmundo. Si tal cosa creyera, me iría al punto a
Marsella tomada de tu brazo, y si algo te ocurriera a ti, Edmundo mío, si te
sobreviniera alguna desgracia subiría yo a la cumbre de Morgión y me lanzaría de
cabeza contra las rocas.
Fernando se puso extremadamente pálido y sus ojos chispearon.
Pero te has engañado, Edmundo –continuó –tú no tienes aquí ningún enemigo, no
hay más que Fernando, mi hermano, que va a estrechar tu mano con la sinceridad
de un buen amigo.
A estas palabras, el catalán, como si se hallara fascinado, tendió su mano a Edmundo, pero
en cuanto la tocó, conoció que había hecho lo que podía y se lanzó fuera de la casa.
¡Eh, catalán! ¡Eh, Fernando! ¿Dónde va corriendo? –dijo una voz -. El joven se detuvo
y miró a su alrededor y vio a Caderousse sentado con Danglars en una mesa. -¡Eh!
¿por qué no te acercas?
Buenos días –dijo Fernando acercándose –me habéis llamado, ¿no es así? –y se dejó
caer en un banco.
Te he llamado porque corrías como un loco y porque tienes todas las trazas de un
amante desahuciado y temí que corrieras a echarte al mar.
Fernando contestó con un gemido y escondió la cabeza entre las manos.
No, mi querido Caderousse –respondió Dantes –no soy orgulloso, pero si dichoso y
la dicha es ciega.
¿conque el casamiento se realizará muy pronto, señor Dantés? –dijo Danglars.
Lo más pronto posible, señor Danglars, mañana o pasado se realizará la comida de
esponsales, y espero que los amigos nos honren con su presencia. Los tres quedáis
invitados.
A menos que yo me mezcle en ello, señor Dantés… -dijo para sí Danglars con torva
sonrisa –no seréis capitán ni os casaréis con la bella catalana.
Danglars siguió con la vista a los enamorados hasta que desaparecieron por una de las
vueltas del puerto.
Venid acá, amigo mío –dijo a Fernando –he ahí un casamiento que no creo sea de la
aprobación de todos…
¿Decías? –repuso Fernando, escuchando con ansias las palabras de Danglars.
Danglars miró a ambos. Caderousse ya estaba totalmente ebrio y entonada canciones
báquicas. Fernando estaba pendiente de sus palabras.
CAPITULO IV
En nombre de la ley –gritó una voz clara y penetrante. Luego abrióse la puerta y
entró un comisario al salón, seguido de cuatro soldados.
Soy portador de una orden de presión. ¿Cuál de ustedes, señores se llama Edmundo
Dantés?
Yo soy, ¿qué se os ofrece, caballero?
Edmundo Dantés –respondió el comisario –en nombre de la ley, quedáis preso.
¡Preso! –dijo Edmundo, palideciendo ligeramente –pero ¿por qué?
Lo desconozco, pero la declaración indagatoria se lo dará seguramente a conocer.
El padre de Edmundo rogó, suplicó, pero sus lágrimas y sollozos nada pudieron lograr. Era
tan notoria su desesperación, que el Comisario se conmovió.
Caballero –le dijo –tranquilizaos, quizás vuestro hijo habrá olvidado alguna
formalidad en la Aduana o en Sanidad y será puesto rápidamente en libertad.
¿Qué quiere decir esto? –preguntó Caderousse frunciendo el entrecejo, a Danglars
que se mostraba sorprendiendo.
¡A mi qué me dices! Hago lo que tú; veo lo que sucede, no comprendo nada, y me
pierdo en conjeturas.
Caderousse buscó con la vista a Fernando: había desaparecido.
La escena de la víspera acudió confusamente a su imaginación, no estaba seguro de nada,
pues en su estado de embriaguez del día anterior, le parecía recordar algo. Mientras él
cavilaba. Edmundo Dantés se había ido despidiendo de sus amigos. Dio un beso en la frente
a Mercedes y a su padre.
Amigos míos, la cosa es más grave de lo que suponíamos, pues le acusa de algo muy
grave… de ser agente bonapartista…
Mercedes, dando un grito, cayó sin sentido. Caderousse se acercó a Danglars y le murmuró:
CAPÍTULO V
El Señor de Villefort, Procurador del Rey se encontraba en amena charla con sus futuros
suegros, los marqueses de Saint Moran y su futura esposa, cuando entró en la sala un ayuda
de cámara y le dijo unas palabras al oído. Villefort se puso de pie y dijo:
Señor de Villefort, permitidme una palabra –rogó Morrel –acaba de suceder lo más
inaudito, han tomado preso al segundo de mi buque Faraón, Edmundo Dantés.
Lo sé, caballero, y vengo precisamente a proceder a su interrogatorio.
Señor –prosiguió Morrel –vos no conocéis al acusado, yo lo conozco a fondo. Es el
hombre más probo y mejor de toda la marina mercante. Os lo recomiendo
sinceramente, Señor Villefort.
Ya sabéis, caballero, que se puede ser hombre de bien en la vida privada y en las
relaciones comerciales, pero sin dejas de ser por eso un gran criminal en política.
Vos lo sabéis ¿no es así caballero? –dijo fríamente Villefort en el momento en que
entraba a su casa. Dejo Morrel con el corazón encogido por la respuesta.
Que traiga al preso –ordenó al entrar a su despacho. Instantes después entró
Edmundo Dantés. El joven estaba pálido pero tranquilo. Villefort se formó una idea
favorable del acusado y más aún al oírlo decir su poca edad y estaba celebrando la
comida de sus esponsales en el momento en que lo tomaron preso. Después de
interrogarlo llegó a la conclusión de que el joven debía tener poderosos enemigos,
pero Dantés se resistía a creerlo. Por ultimo le pidió que le relatara en detalle lo
sucedido en el último viaje. Así lo hizo Edmundo, refiriéndose en detalle la muerte
del Capitán Leclerc y el cumplimiento de sus encargos en la isla de Elba y de ka carta
que el gran Mariscal le había dado para que hiciera llegar a París.
Efectivamente, dijo Villefort –todo me parece muy cierto y que no tenéis más culpa
que vuestra imprudencia; entregadme esa carta y podéis iros de inmediato a reunir
con vuestros amigos.
¿Así es que estoy libre, señor? –exclamó Dantés en el colmo de la alegría.
Sí, pero dadme esa carta antes.
Posiblemente está en vuestro poder, señor, pues me la tomaron cuando con los
demás papeles me quitaron todo al hacerme prisionero. Pero la reconoceré al punto
por la forma del paquete.
¿A quién va dirigida? –preguntó Villefort mientras tomaba sus guantes y su
sombrero.
Al señor Noirtier: Calle Cog Heron número 13, París –respondió Dantés.
Un rayo que hubiera caído a los pies de Villefort no lo hubiese herido con más rapidez. Se
dejó caer en el sillón, intensamente pálido.
Extrañado, Dantés preguntó:
Seguid al señor –dijo a Dantés. Así lo hizo éste, dando una última mirada de
agradecimiento a Villefort. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Villefort, se dejó caer
en su sillón y dijo para sí: «Si esa carta hubiera caído en otras manos, a estas horas
yo sería un hombre perdido».
CAPITULO VI
Dantés fue conducido a la cárcel y las horas pasaron lentamente; como a las diez de la
noche, sintió ruido de pasos, la puerta se abrió y aparecieron dos gendarmes, quienes le
pidieron que lo siguiera, pues iban de parte de Procurador del Rey.
Dantés, creyendo siempre en la protección de Villefort, los siguió con paso ligero, seguro de
que lo llevaban a la libertad. Un coche los esperaba afuera. Dudó un momento antes de
subir, pero fue impelido a hacerlo, observó que las ventanillas estaban enrejadas. Al
detenerse el coche, doce soldados lo rodearon e hicieron una calle para que pasara por ella
Dantés. Un bote lo esperaba, al que lo hicieron subir. Dantés no comprendía nada de lo que
pasaba.
¡Al castillo de If! –dijo Dantés -¿y qué vamos a hacer allí? Con seguridad que no me
llevaréis allí para encerrarme. Es una prisión de estado destinada sólo a los
prisioneros políticos, a los grandes criminales de este tipo. Yo no he cometido ningún
crimen, y me lleváis allí, sin ninguna formalidad.
Las formalidades ya han sido cumplidas y la información está hecha.
Pero, ¿y las promesas del señor Villefort?
Yo no sé de ninguna promesa. Mis órdenes son llevaros al castillo y allí os entregaré,
y no hagáis resistencia, porque mi carabina os apunta.
Dantés estaba como atontado. Al llegar el bote al castillo, fue obligado a descender y llevado
al interior. Una voz preguntó:
Este es vuestro cuarto por esta noche. Mañana el señor Gobernador de la prisión
os cambiaría seguramente. Por ahora, ahí tenéis pan, agua y paja en aquel rincón.
Es todo lo que puede desear un preso.
Antes que Dantés pudiera contestar, ni mirar siquiera a su alrededor, el carcelero había
cerrado la puerta tras él y lo había sumido en tinieblas.
Al día siguiente, cuando el carcelero entró, encontró a Dantés de pie en el mismo lugar en
lo que lo dejara la noche anterior.
***
Aproximadamente cuatro años había pasado, de los cuales Dantés no llevaba cuenta. Una
especie de agonía había sucedido a la desesperación primera, y después un sopor como de
inconsciencia, perdido en la oscuridad y sin más contacto con la vida que la llegada de su
ración llevada por el carcelero, con el cual a veces cambiaba una palabra. Un día tomó la
determinación de matarse y para ello resolvió no comer y comenzó a tirar los alimentos. De
este modo terminó con la poca fuerza que le quedaba y una noche en que ya estaba tan
debilitado que casi no veía, sintió de pronto un ruido sordo en la pared del muro contra el
cual tenía su cama. Era una especie de frotamiento acompasado sobre las piedras. En medio
de su debilidad, levantó la cabeza para oír, pensando en que era delirio de sus sentidos.
Pero el ruido siguió aproximadamente por tres horas. Horas después lo volvió a sentir más
inmediato, y este ruido de algo desconocido le dio esperanzas y a la vez miedo de que el
carcelero lo escuchara cuando le llevaba ña comida. Pensaba que a lo mejor era algún
compañero de infortunio que trataba de escapar, y una débil esperanza se encendió en su
pecho. Desde ese día, volvió a comer y cuando iba el carcelero, hablaba en voz alta cualquier
cosa para evitar que el carcelero escuchara. Con astucia consiguió que el carcelero le dejara
una cacerola de lata para sus alimentos y con el mango de ella, él también comenzó a
escarbar desde su lado, por el lado en que su cama se arrimaba a la pared.
Después de varios días de trabajo se encontró con un obstáculo, una viga que cerraba el
agujero que él había logrado hacer. Desesperado ante tan inesperado obstáculo:
En nombre del cielo –exclamó -¿quién sois? Seguid hablando, aunque vuestra voz
me haya asustado.
¿Quién sois que así me preguntáis?
Un desgraciado preso que no tiene dificultad en responderos.
Decidme vuestro nombre y de qué país sois.
Me llamo Edmundo Dantés, soy marino francés y soy inocente del crimen del que se
me acusa. Estoy aquí no sé cuánto tiempo, pero si sé la fecha en que me trajeron, el
28 de febrero de 1815 –respondió Edmundo, feliz de poder hablar con alguien que
lo escuchara con interés.
¿De qué crimen os acusara? –interrogó la voz.
De haber conspirado para facilitar la vuelta del emperador.
¡Cómo! ¿Qué el emperador no está ya en el trono?
El emperador abdicó en 1814, pero ¿desde cuándo estáis voz aquí? –interrogó
Edmundo.
Desde 1811, ocho largos años de cautiverio. Pero al desembocar el túnel que estaba
cavando en vuestro calabozo, quiere decir que mis proyectos ha fallado y que mis
planes de fuga ya no sirven. Esperaba haber llegado al muro del jardín de la
ciudadela y de allí habría sido fácil saltar al mar y alcanzar a nado cualquiera de las
islas que circundan el castillo. Ahora todo se ha perdido…
Pero decidme ¿Quién sois? –dijo, anhelante, Edmundo.
Soy… el número 27 –respondió la voz.
¿Desconfiáis de mí? –preguntó Edmundo.
¿Qué edad tenéis? –interrogó de nuevo el desconocido.
No lo sé, sólo sé que iba a cumplir los 19 años cuando fui preso en 1815.
Apenas veintiséis años- murmuró la voz- a esa edad no se es traidor. Os prometo reunirme
con voz.
Al día siguiente después de la visita matinal del carcelero oyó dos o tres golpes a iguales
intervalos.
Soy el Abate Faría, preso desde 1811, a quien todos aquí, creen loco, pero en tanto
tiempo aquí, he logrado hacer algunas primitivas herramientas y otros útiles que ya
le enseñaré. He recorrido mentalmente todas las evasiones célebres y he estado
preparando la mía hace tres años, como veis, para llegar al fracaso. El tiempo
también lo he dedicado a escribir en dos camisas, a las que he dado la tersura de
pergamino. Como he leído muchos libros y tengo buena memoria, con un ligero
esfuerzo, he logrado recordarlos, así es que podría recitaros a los más importantes.
Hablo cinco lenguas.
Lo que no me explico es ¡cómo habéis podido escribir sin tinta ni pluma! –dijo
Edmundo, admirado.
Las he fabricado yo también. Soy un poco químico. Pero ya veréis todo esto es mi
calabozo.
¿Cuándo podrá ser eso? –interrogó, ansioso Edmundo.
Al momento, si así lo deseáis –dijo el abate.
Ambos hombres, arrastrándose por el túnel pasaron al calabazo del abate Faría y éste fue
el principio de una sólida amistad en que el debate hizo de maestro de Edmundo,
enseñándole cuanto sabía. Toda su cultura, así como sus modales de cortesano pasaron a
Edmundo que absorbía todo, con verdadero hambre de saber. Así los gestos bruscos de
Edmundo, de simple marinero, fueron adquiriendo poco a poco la serenidad y el señorío
del abate.
Pasaban los años un poco más ligeros para Edmundo, que estaba atareado aprendiendo
toda la sabiduría del abate. En sus conversaciones Edmundo le relató su vida, su gran amor
por Mercedes y lo próximo que estaba de casarse con ella, su brillante carrera como marino,
que iba a ser nombrado capitán del Faraón a los 20 años, no cumplidos. Para el abate,
descifrad lo que para Edmundo había un misterio, fue juego de niños; una tarde le preguntó:
Pobre joven, ¿sabéis quién es ese Noirtier? Nada menos que el padre de Villefort. Y
es un reconocido revolucionario y bonapartista. Siendo su hijo Procurador del Rey y
hombre lleno de ambiciones, no iba a permitir que una carta dirigida a su padre, que
haría caer sobre él la infamia, llegara a manos de otra persona.
Dantés, profundamente impresionado, sintió que en su corazón nacía un sentimiento hasta
entonces desconocido: el deseo de venganza.
Los años siguieron transcurriendo en el estudio con el afable maestro que era el abate Faría,
hasta que un día en medio de una conversación, el abate se puso lívido, sus ojos se rodearon
de un cerco azulado y pareció que iba a caer.
Estoy perdido –dijo –un mal quizás mortal va a acometerme, ya he tenido otros
ataques. Tengo para ello sólo un remedio. En mi calabazo, en un agujero que hay en
el banquillo, encontráis un frasquito con un líquido rojo. Traedlo, no; más bien
ayudadme a irme a mi calabozo mientras tengo algunas fuerzas; si no, nos
descubrirán y todo nuestro plan de fuga fracasará.
En todos esos años, pacientemente, el abate y Edmundo había seguido excavando en buena
dirección ahora, y ya estaban próximos a llegar con su túnel al jardín de la prisión.
Una vez en el calabozo del abate, éste le dio las instrucciones de cómo debía darle el
remedio. Apenas había terminado de decir sus instrucciones cuando le vino un acceso
violento y repentino y el abate volvió en sí, debilitado, pero consciente.
Leed ahora esto, es el relato completo del testamento del Cardenal Spada fallecido
en 1498, el antepasado del Cardenal del que fui secretario. Veréis que ahí contiene
todos los detalles del lugar en el que él en esa época enterró su tesoro, que debe
ser hoy aproximadamente de unos millones de nuestra moneda. Ahora –continuó –
sabéis tanto como yo, y si algún día llegamos a evadirnos, la mitad del tesoro será
vuestra. Iremos directamente a la isla de Montecristo, donde está el tesoro. Vos que
sois marino ¿la conocéis?
He pasado muchas veces por ella –respondió Edmundo –está cerca de veinticinco
millas de Córcega, es una isla deshabilitada y desierta. Es como una roca pelada que
hubiera emergido del mar –agregó Edmundo.
Edmundo siempre tenía sus dudas, pero no las dijo al abate y seguía con aparente interés
las conversaciones de éste sobre el futuro, cuando encontraran el tesoro. Hasta que una
noche, después que Edmundo se hubo retirado a su calabozo, sintió que lo llamaban, y le
pareció oír quejido. Al punto fue al calabozo de su amigo y lo encontró con las facciones
descompuestas y con los horribles síntomas del ataque anterior.
Quiso pedir ayuda, pero el abate no lo dejó, haciéndole ver que aunque él muera, Edmundo
podría aprovecharse del túnel ya terminado y salir a nado hasta la más próxima isla.
Edmundo trató de disuadirlo, pero fue inútil; en ese momento le sobrevino el ataque.
Edmundo hizo igual que la vez anterior, vertiendo el licor rojo en gotas entre los labios
rígidamente cerrados, ayudándose con un cuchillo. Pero esta vez pasaron las horas y el
abate no revivió. Solo alcanzó a abrir los ojos y a musitar.
Edmundo, sufro menos, porque tengo menos fuerza, los viejos vemos la muerte sin
tantos obstáculos, con más claridad… ya viene…mi vista se oscurece…adiós Monte
Cristo, no olvidéis Monte Cristo…
Edmundo hizo una vez más la prueba de darle el licor que lo había revivido antes… pero
todo fue en vano. Asomaba la aurora y sus débiles rayos invadieron el calabozo por el
estrecho y alto ventanuco. Edmundo se fue hacia su calabozo, colocando lo mejor que pudo
la baldosa por su parte interior. Fue a tiempo, pues ya el carcelero venía a dejarles el
desayuno. Comenzó por Dantés. Una vez que éste quedó solo, apoderóse de él un deseo
irresistible de saber lo que iba a suceder en el calabozo del abate. Entró pues en la galería
subterránea que unía a ambos calabozos y escuchó los comentarios y que enviaron por el
gobernador y por el médico.
Podéis estar tranquilo, señor gobernador, este hombre está bien muerto –dijo el
médico –os respondo de ello. ¿Cómo lo sepultaréis?
Será sepultado con la mayor decencia, en el saco más nuevo que pueda hallarse.
Oyéronse nuevas ideas y venidas entre las cuales llegó a los oídos de Edmundo un ruido
como si restregasen un lienzo crudo y crujió la cama bajo un peso.
Mucho pesa para ser tan viejo y flaco –dijo uno de ellos levantándole la cabeza.
Se dice que cada año aumenta una libra de peso de los huesos –respondió el otro,
levantándole de los pies.
¿Le ataste la cuerda?
Muy animal sería en atársela aquí y cargar con ese peso inútil. Ya se la ataré allá
abajo –contestó el segundo.
¿Para qué será la cuerda? –se preguntaba Dantés… Trasladaron el cuerpo a las
angarillas. Edmundo se puso rígido y el cortejo fúnebre, alumbrado por el farol,
subió las escaleras. Los conductores anduvieron como veinte pasos y se detuvieron
dejando las angarillas en el suelo.
Ya ¿Está atada la cuerda?
Y bien atada –contestó el otro.
Vamos… y bien que pesa… Bueno, ya hemos llegado… Ten cuidado vamos allá, más
allá, acuérdate que el último se quedó en las rocas y no fue un buen espectáculo…
Dantés sintió que lo tomaban de los pies y de la cabeza y que los bamboleaban…
A la una… a las dos… y a las tres… -dijeron a coro los dos hombres.
Al mismo tiempo, Dantés sintióse lanzando al vacío y cayendo a gran velocidad con algo
pesado a sus pies y entró en el agua helada como una flecha. Lanzó un grito que felizmente
fue ahogado por la inmersión. Dantés había sido arrojado al mar con una bala del 36 atada
a sus pies. El cementerio del castillo de If era el mar…