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Lo que comenzó un 31 de octubre y no debiera terminar.

Está terminando el día, y pese al cansancio de la apretada labor, no quisiera dejar


pasar la oportunidad de desperdigar algunas líneas respecto de la celebración de los
500 años de la Reforma Protestante. Este año ha sido un tiempo interesante e inusual
a la vez. Nunca había tenido la oportunidad de hablar tanto de historia en la iglesia. Y
si bien es cierto, concuerdo con la teología reformacional que las explicaciones que
sólo tienen en cuenta el prisma histórico, son limitadas, y pueden derivar en un
historicismo que deja fuera la preeminencia de la lectura bíblica y de la producción
teológica, también considero que es sumamente necesario realizar el ejercicio
historiográfico en la iglesia. Citando de memoria al teólogo católico Samuel
Fernández, la historia no tiene nunca la última palabra, pero regularmente tiene la
primera. Y frente a eso, preguntarnos sobre el pasado-presente de la iglesia de
Jesucristo en el tiempo nos permite ampliar nuestro sentido de comunidad,
reconocer la providencia de Dios que guía la historia hasta su consumación, valorar el
evangelio que transforma y usa a santos que son tan pecadores como nosotros, y nos
libra tanto de la pulsión por “inventar la pólvora”, como de los mismos errores del
ayer.

Debo decir, que cerca de una hora del término del día, tengo algo de miedo. Sería
muy triste que todo lo que hemos recordado este tiempo a Lutero, Calvino, Zwinglio,
Knox, entre otros, lo dejemos en el olvido pasando esta fecha. Que los 500 años
hayan sido simplemente una anécdota o un estar a tono con la moda temática del
mundillo evangélico. ¿Cómo librarnos de esa situación? A mi gusto, considerando
que lo que comenzó un 31 de octubre de 1517 no debería terminar. Necesitamos la
Reforma de la iglesia, siempre.

No se sabe si Lutero clavó o no las 95 tesis en la puerta de la capilla de la Universidad


de Wittemberg. Es muy probable que haya utilizado pegamento, o simplemente
usara otro mecanismo para comunicar sus ideas. Se sabe que nadie asistió a la
“disputatio” (diálogo-discusión académico del medioevo) a la que estaba invitando
para el 1 de noviembre, en el día de todos los santos. Lo relevante, es que estas 95
tesis que brotaron de la pluma privilegiada de Martín Lutero, se esparcieron,
plantando la semilla del evangelio en muchos corazones. La semilla de la Reforma
quedó establecida en estas tesis, una suerte de tweets del pasado, que capturaban
fácilmente la atención e invitaban a la discusión.

Lo dicho por Lutero sigue poseyendo una fuerza inmensa: “Cuando nuestro Señor y
Maestro Jesucristo dijo: “Haced penitencia...”, ha querido decir que toda la vida de los
creyentes fuera penitencia. […] Mera doctrina humana predican aquellos que
aseveran que tan pronto suena la moneda que se echa en la caja, el alma sale
volando. […] Cualquier cristiano verdadero, sea que esté vivo o muerto, tiene
participación en todos lo bienes de Cristo y de la Iglesia; esta participación le ha sido
concedida por Dios, aun sin cartas de indulgencias. […] Hay que instruir a los
cristianos que aquel que socorre al pobre o ayuda al indigente, realiza una obra mayor
que si comprase indulgencias. […] El verdadero tesoro de la iglesia es el sacrosanto
evangelio de la gloria y de la gracia de Dios” (Tesis 1, 27, 37, 43 y 62). Estas tesis, y
sobre todo, la 62 portan los ejes profundos de la Reforma Protestante, algo así como
un fundamento, o una roca. Esto, no por el mérito de la mente brillante de Lutero,
sino simplemente porque lo que se hizo fue volver a comunicar el dulce evangelio de
Jesucristo.

Es el evangelio, su voz potente y su luz que hace claro hasta el más tenebroso de los
lugares.

Es el evangelio el que permite estar, con Lutero y tantos otros, con la mente cautiva
en la Palabra de Dios.

Es ése evangelio el que permite descubrir toda la riqueza de la Sola Gracia, de la


Sola Fe, del Sólo Cristo, de la Sola Escritura y del Sólo a Dios la Gloria.

Es el evangelio el que permite descubrir el sacerdocio universal de los creyentes,


valorar y amar la lectura bíblica pública y privada en nuestra lengua vernácula y
esperar con ansia la predicación porque es la Biblia lo central de nuestro culto.
Es el evangelio el que nos permite descubrir a una iglesia reformada siempre
reformándose a la luz de la Palabra de Dios y creyendo que esa reforma, en tanto
renovación, sólo es posible por la obra poderosa y vivificante del Espíritu Santo en
nuestras vidas como en la comunidad.

Es el evangelio el que nos permite descubrir y vivir nuestra verdadera libertad, eje
olvidado de la Reforma o subsumido por otros, cuando para Lutero fue un tema
preponderante: Cristo nos libró para amar y servir (eso lo tomó de la carta a los
Gálatas, a la que él llamaba “mi Catalina” - nombre de su esposa-).

Este evangelio es el que nos hace reconocer que todo lo que somos y esperamos
llegar a ser lo debemos al Dios providente y sabio.

Si celebramos la Reforma no podemos pensar en hacer tabula rasa de esa rica


herencia, del descubrimiento de nuestro verdadero tesoro. Seguimos reformándonos
(¡y somos reformados, insisto, por el Espíritu) pero con el gozo de que nuestros
hermanos del ayer sentaron bases sólidas y no por sus capacidades y
potencialidades, sino porque pudieron vislumbrar el evangelio de la gloria y la gracia
de Dios. Por ello la tarea cotidiana, y no sólo de un 31 de octubre, es empaparnos del
evangelio, el que como cantara Lutero, “muy firme permanece”.

Por todo esto, por la circunstancia histórica emergida en 1517 y el mensaje


proclamado un día como hoy, quinientos años después, es que podemos decir: ¡Feliz
día de la Reforma! Pero aún más, que la luz de la Reforma siga brillando en reformas
cotidianas a la luz de la Escritura. Celebración y compromiso no son indisociables.
Hay mucho por hacer. Y he ahí otro fruto de la Reforma: todo trabajo puede ser
desarrollado para la gloria de Dios.

Luis Pino Moyano.


31 de octubre de 2017.

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