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contemporánea
Gustavo Ogarrio
El final feliz fue inventado, como tantas otras cosas, por los griegos. Homero en La
Ilíada creó el final terrible. A petición, en La Odisea, originó el final feliz. Después
de tantos tumbos y mujeres maliciosas, Ulises regresa a casa, a reunirse con su
pareja Penélope, su hijo Telémaco y su padre Alertes. Es cierto que antes, de
regreso, hace una carnicería de los pretendientes de su esposa. Pero eso es peccata
minuta. La matanza no importa. Lo que importa es que Ulises describe el lecho de
su amada antes de volver a compartirlo. The End.
Que, ya ven, Hollywood parecía haberlo inventado.
¿Qué es esa vida emocional que identificamos actualmente como melodrama, las
películas con final feliz, las series de superhéroes, por ejemplo, vistas en su relación
conflictiva con la “alta cultura” y la cultura popular? Antonio Gramsci había
reflexionado también sobre los orígenes populares del “superhombre” de Nietzsche
y se contraponía a la idea de que esta figura era solamente un producto de la “alta
cultura” aristócrata del filósofo alemán: “Me parece que se puede afirmar que una
gran parte de la sedicente ‘super-humanidad’ nietzschiana tiene como único origen
no a Zaratustra sino al Conde de Montecristo, de a. Dumas.” Gramsci ya había
emprendido su propia crítica al “gusto melodramático” en una sociedad italiana de
tendencia fascista durante la década de los años treina del siglo xx, y que se
encontraba a las puertas de un proceso de “masificación”. Además, Gramsci
combatía aquella “solemnidad exagerada” y el sentimentalismo con el que se
promovían en su época el acercamiento a la literatura y, en particular, a la poesía.
Gramsci también reconocía el potencial de la literatura de folletín, por ejemplo, en
su orientación político-social: el melodrama de folletín se encargaba de dirigir las
contradicciones de una sociedad hacia cierta armonía sentimental que redimía los
conflictos, como los grandes “sufrimientos” en las telenovelas de nuestra época, y en
los que finalmente se “resolvían” todos los problemas mediante el final feliz.
Para algunos críticos literarios y analistas de la cultura, por ejemplo, para George
Steiner, todavía vivimos bajo la sombra del romanticismo, en los límites de su
imaginación y en formas estéticas y culturales que se conforman a partir de la
dialéctica entre lo trágico y lo melodramático:
Por otro lado, el escritor húngaro Imre Kertész, sobreviviente de los campos de
concentración de Auschwitz-Buchenwald, ha visto en el terror de la experiencia
concentracionaria el futuro de la humanidad: “Cuando reflexiono sobre los efectos
traumáticos de Auschwitz, reflexiono paradójicamente más sobre el futuro que sobre
el pasado.” Kertész, en relación con la tensión artística que se produce entre la
ausencia de la tragedia y cierto acento trágico en la era moderna, se pregunta: “¿Qué
posibilidades tiene el arte cuando ya no existe el tipo humano (el tipo trágico) al que
nunca ha dejado de describir? El héroe de la tragedia es el hombre que se crea a sí
mismo y fracasa. Hoy en día, sin embargo, el ser humano ya sólo se adapta.” Para
Kertész, la “alienación” del ser humano en el mundo moderno proviene también de
su renuncia a la tragedia, de su inmersión en una “pseudorrealidad” cuyo horizonte
totalitario estaría marcado también por la articulación entre la “realidad” pura del
capital y el melodrama. Sin embargo, también desde la época romántica está latente
un acento trágico en el arte que propicia otras paradojas. En palabras de Carlos
Fuentes: “La tragedia de la historia moderna ha sido la ausencia de tragedia.
Restaurar la visión trágica ha sido el empeño, sobre todo, de algunos novelistas:
Kafka, Broch, Faulkner, Beckett.” O como enuncia el mismo Kertész: “Su vida es
en gran parte un delito trágico o un error trágico, pero sin las consecuencias
trágicas.”
Entendida la tragedia como esa “forma del género dramático inventada en Ática en
el siglo vi ac.”, esa “visión terrible e inflexible que cala en la vida humana… una
narración que cuenta la vida de algún personaje antiguo o eminente que sufrió una
mengua de fortuna para llegar a un fin desastroso…”, en palabras de Ruth Scodel, y
en la que el sujeto se enfrenta a un destino y a la misma voluntad de los dioses, a
fuerzas que rebasan su entendimiento y que lo destruyen pero que al mismo tiempo
le dejan cierta dignidad trágica, esa forma de la Antigüedad griega, muere como tal
en la época moderna y al mismo tiempo sobrevive a través de su transformación en
una perspectiva trágica que se articula a géneros modernos como la novela, en el
proceso de recomposición narrativa y artística impulsado por el romanticismo.