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determinar el porcentaje de objetivos logrados (es decir, el aprendizaje de los
conocimientos por parte de los alumnos) mediante la acción de enseñar de los
maestros y profesores. Naturalmente que la importación de semejante
conceptualización requirió del esfuerzo solidario de muchas de las llamadas ‘Ciencias
de la Educación’, entre cuyos aportes se destacaron ampliamente el de la psicología
conductista y el de la sociología funcionalista. Una buena oportunidad sin duda para
consolidar y legitimar la pertinencia de unos cuerpos científicos que en todo el tiempo
anterior de la educación nadie había creído necesarios.
Desde entonces, con toda seguridad después de la Segunda Guerra Mundial, la idea
de que evaluar es ‘medir’ algo se ha instalado con toda fuerza en el discurso educativo
hegemónico. Dando pues esto por descontado, la cuestión pasó a ser cómo hacerlo
bien o mejor, cuales tests, cuales instrumentos, cuales formas de medición se
encontrarían más ajustadamente con la realidad. La evaluación pareció entonces
necesariamente conectada con su hermana mayor, la investigación (primero la
cuantitativa, y después también la cualitativa), y esto cubrió los trabajos sobre
evaluación de un prestigio enorme. Evaluar era casi como investigar. Y así fue que
detrás de los empresarios vinieron los científicos a decir qué, cómo, cuando y por qué
evaluar los aprendizajes de los estudiantes (esos que no se tenía ni la menor duda que
constituían la consecuencia de la enseñanza de los maestros y profesores). Y sin darse
bien cuenta cómo, la evaluación de los aprendizajes estaba –de rebote- evaluando la
enseñanza. Los culpables del desastre estaban a punto de ser descubiertos, y salvados
de la perdición si desde la propia evaluación se lograba encontrar dónde había fallado
la enseñanza... Las clases y los libros sobre evaluación se llenaron de términos
científicos como validez y confiabilidad, instrumentos y objetivos. La evaluación pasó a
ser diagnóstica, sumativa o formativa, cuantitativa o cualitativa, y muchas cosas más
mientras el juego a dos puntas se instalaba como un axioma: un mal resultado en la
evaluación es el testimonio de una mala enseñanza.
Dada la natural complejidad del asunto, su alto standard técnico y la sofisticada
elaboración de los más perfectos y fiables instrumentos de evaluación, ya no fue
posible que eso quedara en manos de los simples enseñantes. Aparecieron pues, las
pruebas estandarizadas, las pruebas nacionales, regionales, continentales,
transcontinentales y mundiales, ideadas, diseñadas, elaboradas y aplicadas por los
verdaderos expertos en la materia (una materia que había dejado de ser educativa
hace mucho pero mucho tiempo, para ser en su lugar la razón de ser de la burocracia
académica nacional o internacional).
Afortunadamente, y aunque no haya comúnmente muchas palabras para decirlo en
público, los profesores sabemos sobradamente que del dicho al hecho hay un largo
trecho. En otras palabras, no más que vástagos de mentes ociosas, en una buena
versión. Lo que los profesores hacemos cuando evaluamos, dista un poco de toda esta
‘teoría’ que en realidad no es tal.
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formales que proveen de algunos marcos conceptuales para dotar de sentido a las
distintas acciones de las cuales el sujeto es sujeto.
Por lo tanto, una teoría de la evaluación, lo mismo que una teoría de la enseñanza,
es en definitiva una teoría de la acción. Encontrar la teoría que juega con (no ya que
‘se aplica a’) cada acción humana, requiere otro tipo de ‘expertos’, esta vez
necesariamente vinculados a la acción en cuestión. Esto quiere decir que los libros y
los discursos académicos sobre la evaluación no pueden ostentar tan fácilmente un
carácter teórico. Podrían tal vez ser teorías de un cierto campo empírico de
investigación, donde lo predictivo viene a cuenta de la naturaleza estable y
permanente del fenómeno investigado. Pero, habida cuenta de que la mayor parte de
las veces el objeto ‘evaluación’ investigado ha sido simplemente un ideal instalado en
la dimensión ficcional (y por lo tanto con un referente en suspenso), no podemos
considerar a esas producciones como teorías en el sentido que lo es por ejemplo la
teoría de la relatividad (cuyo referente no estuvo jamás en suspenso). La gruesa
confusión que gobierna muchos de esos planteos, en la cual lo que es o lo que debe
ser no terminan de encontrar sus borrosas fronteras, los aparta de la consideración
como genuinos discursos teóricos para situarlos con más propiedad en un discurso
ideológico y de ejercicio del poder al amparo de una apariencia científica legitimadora.
Por otra parte y sin demasiada maldad, hay que ser bastante ingenuo para
considerar medibles a bienes simbólicos como el saber representado en el aprendizaje.
No es cuestión de evaluación educativa, sino de naturaleza de las cosas, el hecho de
que ni la belleza, ni el poder, ni el hambre, ni la tristeza, ni el amor, ni el odio puedan
ser medidos de la misma manera que la longitud, la temperatura, el tiempo o el
volumen. Está claro que la pretensión de medir algo para lo cual no se tiene ni
instrumento de medida ni unidad de medida es un poco insensata, no obstante lo cual
hay gente que pretende la posibilidad cierta incrementar los rendimientos de los
estudiantes en un 20% a lo largo del próximo quinquenio, de la misma manera que
Toyota puede pretender incrementar la producción de automóviles en un 20% a lo
largo del próximo quinquenio...
Finalmente, una pequeña consideración respecto de la naturaleza del objeto
evaluado. Está claro que no es lo mismo decir los aprendizajes que los desempeños de
los estudiantes. El aprendizaje es un proceso, posiblemente más largo y más complejo
cuanto más se trata de dimensiones cognitivas y epistemológicas complejas y
abstractas. Los efectos de ese aprendizaje –posiblemente aún en proceso- sobre las
acciones escolares de los estudiantes dista mucho de ser mecánico, en el sentido de
que el que lo tiene lo muestra y lo demuestra como la cosa más natural del mundo. La
relación endemoniada entre lo que los estudiantes saben, lo que creen que tienen que
decir, lo que creen que les fue preguntado y lo que creen que les conviene hacer a los
efectos de producir algún efecto en sus calificaciones o en sus pares o en sus padres,
supera cualquier cálculo estandarizado. Sus desempeños, es decir lo único visible y
asible a los ojos de un evaluador, son en realidad el resultado de la singular
combinación que cada uno de ellos hace de los factores anteriormente anotados. Por lo
tanto, una debilidad más a la cuenta de esta construcción con pretensiones teóricas
respecto de la evaluación de los desempeños escolares –y no de los aprendizajes- de
los estudiantes.
De todas formas, el poder se mueve en círculos autocomplacientes. Esto quiere decir
que la teoría de la medición de los aprendizajes habidos como consecuencia de la
enseñanza de los profesores, y por lo tanto de la consecuente medición implícita de la
eficacia de los profesores al enseñar a los alumnos, va a seguir circulando por el
mundo por mucho tiempo. Vamos a seguir viendo reglamentos de evaluación, talleres
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de coordinación/normalización de criterios ‘coherentes’ de evaluación, y por supuesto
ordalías evaluatorias de todo nivel, desde pruebas nacionales hasta transcontinentales.
De hecho, una teoría de la evaluación de los desempeños escolares no puede estar
impuesta por un discurso, aún si el mismo puede ostentar algún grado de validez
empírica, entendiendo empírico por un tipo de relación con el objeto distinto del que
rige para las relaciones teoría-práctica (de la evaluación por ejemplo). La academia
tiene todavía una buena asignatura pendiente con esto de la evaluación, que es a
estas alturas como un complejo de nacimiento. Hasta tal punto ha quedado instalado
en la mente de los académicos (y también de muchos profesores) la idea de que las
prácticas educativas ‘aplican’ algunas teorías producidas en los ámbitos específicos de
producción de teorías formales (es decir en la academia), que la idea de alguien
distinto y normalmente considerado inferior como un maestro de escuela o un profesor
de liceo puede producir algo reconocido como teoría, resulta francamente inaceptable
y repugnante.
Los abordajes en realidad metateóricos y especulativos propios de la Academia en
materia de evaluación son todavía un camino muy tímidamente recorrido. Los audaces
caminantes son aquellos cuya línea de trabajo los ha llevado por la comprensión de las
acciones educativas como prácticas, y por lo tanto sustentadas en teorías de la
práctica (o de la acción) cuya relación con las producciones académicas es bien distinta
de la mera y mecánica aplicación. Naturalmente, no forman parte de la parte de la
Academia que se relaciona más fluidamente con los círculos de poder educativo, sea
en la administración o sea en el gobierno de los sistemas educativos.
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La producción de estos textos respecto del valor de los desempeños de los
estudiantes está atrapada en la necesidad primordial de encontrar un sentido a los
mismos, porque del sentido depende en definitiva la subsiguiente atribución de valor.
Todos sabemos que, más allá de la impronta interpersonal e intersubjetiva que
subyace a todo este asunto, la producción de un sentido está siempre referida a un
sujeto y a un contexto dado que es por lo menos espacial y temporal, pero también
histórico, social e ideológico. La producción de sentido no es ni una fórmula química ni
el resultado precalculado o precalculable de la interacción de fuerzas... La que produce
sentido para el mundo real de objetos, hechos y acontecimientos, es la mente
humana. La evaluación es, por lo tanto, una acción humana, y refiere a otra acción
humana que es la producción de un desempeño escolar. La acción entendida en sí
misma como un texto, en tanto la comprendemos y se nos vuelve inteligible de la
misma manera que los textos lo hacen, y los textos que dicen o son productos de la
acción humana, todos ellos incluyen un delicado juego entre lo semántico de la
comprensión llana y primaria del objeto y lo sintáctico de la forma organizada del
pensamiento.
Esto quiere decir que cuando uno se enfrenta al desempeño oral o escrito de un
alumno, el primer esfuerzo que hace (que es en realidad semántico) es el de darle un
sentido como tal. Y lo segundo que hace es darle forma sintáctica para poderlo pensar
y decir (y llegado el caso, argumentar) ‘Está hablando del tema’, ‘no está contestando
la pregunta’, ‘se está olvidando de lo principal’, ‘se está yendo por las ramas’, ‘está
payando’... Naturalmente ese sentido depende del contexto. No es lo mismo primer
año que sexto, un liceo céntrico o privado que uno marginal, no es lo mismo un buen
estudiante que uno malo... ‘Para ser Fulano, no está mal...’
Lo que en realidad sucede, es que en este asunto hay más de un actor en la lista
del reparto. Así como los profesores actúan como actores, autores y agentes de sus
acciones de enseñanza (y por eso es necesaria una teoría de la acción para poner en
claro lo que está pasando), los alumnos también son actores, autores y agentes de sus
acciones, incluyendo estudiar o no, levantar la mano, intervenir en clase y participar en
los trabajos destinados a la evaluación. Así como los profesores pueden elegir entre
enseñar y dar la clase, los alumnos normalmente entienden de manera diversa el
aprender (algo generalmente utópico si no conlleva algún fin práctico concreto) y
salvar (generalmente sin importar demasiado la cuestión de la naturaleza de los
medios por los cuales los fines se alcancen...). La evaluación en definitiva es la
producción de un texto acerca de otro texto, siendo ambos textos simultáneamente
acciones en sí mismos, el del profesor y el del alumno. Más allá de que puedan dar
cuenta teóricamente de la naturaleza de la cuestión, para algunos profesores el agente
(alumno) y la acción (por ejemplo ‘escrito mensual’) están hasta tal punto
consubstanciados, que difícilmente pueden trazar una línea entre la buena o mala
persona que su alumno es y el buen o mal trabajo que ha realizado. A veces esta
indefinición se extiende hasta los contextos sociales o familiares en los cuales los
alumnos viven, de manera que lejos de constituir –el escrito, por ejemplo- un texto
expresando las carencias socio-económicas y culturales de su identidad, la imprecisión
teórica y metateórica respecto de la cuestión hace que el texto de la evaluación acabe
constituyendo un promedio ponderado y compensatorio de todos los males que
pueden ser relacionados con el agente de la acción ‘escrito de Historia’, por ejemplo.
Las complejas e inevitables relaciones entre el sujeto de la acción y la acción, y entre
el sujeto y los textos que son efectos de la acción, como los escritos, los orales, los
deberes, etc., no son como la plasticina gris, una amalgama indeterminada y mecánica
de todos los componentes.
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¿Qué es lo evaluado, entonces? ¿Ya no es más el conocimiento (aprendido o
mostrado o...)? Naturalmente que lo que media entre profesores y alumnos en una
relación educativa es el conocimiento que los profesores enseñan con la intención de
que los alumnos conozcan, disfruten, manipulen circunstancialmente, y si pueden,
también aprendan (aunque sea por un tiempito). La evaluación se apoya naturalmente
sobre producciones orales o escritas (o aún gráficas o corporales) referidas a
conocimientos enseñados en la clase. Lo que posiblemente no esté tan claro, es que
esas producciones de los estudiantes son acciones intencionales de agentes lúcidos
portadoras de toda la carga contextual que define identitariamente a los sujetos de la
acción. Esto no quiere decir ni remotamente que ‘porque X hizo un mal trabajo,
entonces el sujeto de la acción que es X, es igualmente malo’. Tampoco quiere decir
que ‘ya no importa cuán malo es el trabajo de X, porque en realidad nunca vamos a
saber bien que es lo que sabe y lo que ignora’. Lo que en realidad quiere decir es que
‘entender y valorar el trabajo de X es tan complejo como comprender el iceberg por la
puntita que queda fuera del agua’.
Finalmente, que lo evaluado constituya la producción de un sujeto de acción, no
quiere decir que la noción de error se diluya, como mucha gente piensa. Si alguien
escribe o dice que la Batalla de las Piedras sucedió el 19 de junio, eso está mal. Las
razones por las cuales el sujeto se haya equivocado no mejoran o hacen desaparecer
el error, ni la necesidad de señalarlo. Las circunstancias por las cuales un sujeto puede
cometer un error son muy diversas, así como las circunstancias en las que puede
acertar sin saber. Si alguien escribe o dice que la Batalla de las Piedras sucedió el 18
de mayo, está bien y no hay necesidad de remarcarlo. Sin embargo, las condiciones de
producción de ese pequeño texto pueden ser tan variadas, que en general uno prefiere
no pensar. ¿Copió? ¿Embocó? ¿Dedujo exitosamente? ¿Apostó a una corazonada?
¿Podrá el error ser una deducción infeliz, tan solo errada en alguno de sus pasos,
siendo los demás correctos? Si certeza y acierto no son la misma cosa ¿cómo
diferenciarlos? Y si después de la corrección del escrito X entendió finalmente y para
siempre el tema, ¿qué hago con esa nota que responde a una realidad que ya no es?
¿Para qué sirven los testimonios de cuando no sabías hacer las cosas? ¿Será por lo de
la evaluación de procesos...?
La búsqueda de una teoría de la evaluación nos lleva pues, por los caminos de la
teoría de la acción, en tanto la evaluación es una acción y en tanto lo que se evalúa
también es una acción. La compleja relación entre acciones y textos, tanto para la
acción de evaluar como para la acción de dar cuenta de los conocimientos o
habilidades que se poseen, constituye en último término lo más asible que tenemos
para comprender todas las acciones y producciones implicadas en la evaluación
escolar.
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Por más que este contexto de poder y sumisión que la relación educativa implica
ontológicamente no sea tematizado, existe. Aún si en una conferencia y en un curso se
pronuncian las mismas exactas palabras y asisten las mismas personas, los efectos de
la relación no son los mismos en ambos casos. Saber que las intervenciones o
cualquier otro tipo de producción de los estudiantes estarán sujetas a evaluación es un
factor determinante en las decisiones que los mismos adoptan respecto de la forma de
sus dichos. Por otra parte, la decisión tanto respecto de las preguntas, temas, etc.,
comprendidos en un trabajo escrito como respecto de la determinación de los
referentes contra los cuales las producciones de los estudiantes serán contrastadas a
los efectos de una calificación, son de por sí manifestaciones del ejercicio del poder por
parte de los profesores y maestros. Ser el dueño y el autor de la línea que separa la
suficiencia de la insuficiencia, o de la varita con la que se llega al 7, al 8 o al 10... no
es poca cosa si de poder hablamos. Naturalmente nadie supone que esto sea algo
impersonal y objetivo, en un ámbito donde el poder, lo interpersonal y lo intersubjetivo
están en la esencia de la cosa.
De todas formas, la circulación del poder a la interna de las relaciones educativas no
es solo de carácter institucional. Existe una forma de poder vinculada a la autoridad,
en sentido intelectual e interpersonal. Una persona es autoridad, más allá del cargo y
sus atributos burocráticos, por lo que sabe y lo que esto significa para los que no
saben. Es posible que un profesor sepa realmente poco, y por eso su poder sobre los
estudiantes, intelectualmente hablando, sea bastante discreto (todos hemos pasado
por eso). También es posible que el profesor sea un genio en la materia, posiblemente
el número uno del mundo, y para sus estudiantes sea realmente transparente, porque
posiblemente lo que ellos esperan de una relación educativa sea cualquier cosa menos
intercambio de saberes.
Cuando los alumnos entregan sus trabajos al profesor en el contexto de una
relación educativa formal e institucionalizada, como lo es el liceo o la escuela por
ejemplo, expresan a través de ellos su percepción de esa relación. Una hoja en blanco,
puede ser una expresión de respeto (por el profesor o por sí mismo), un montón de
disparates puede ser una expresión de desprecio (por el profesor, por la asignatura,
por la institución educativa, aunque no necesariamente por sí mismo) o de rebeldía, o
de indiferencia... Bien mirada, la producción de los estudiantes expresa
indudablemente el sesgo afectivo de la relación, es decir, la indiferencia, el odio, el
placer, la rabia, la sensación de indefensión, la rebeldía contra la imposición o la
arbitrariedad, etc. Todos sabemos que no solo hay profesores que manejan distintas
perspectivas sobre las tareas de los estudiantes, y los estudiantes lo saben antes que
nadie, sino que también hay profesores frente a los cuales los estudiantes prefieren
cualquier cosa antes que su desaprobación o su desprecio. Hay grupos de alumnos que
estudian para una materia y no para otra, y posiblemente no por razón de los
contenidos de la materia. La relación entre profesores y alumnos cuenta en materia
educativa, y mucho más en materia de evaluación. Así como los alumnos producen de
acuerdo a como viven la relación educativa, los profesores también evalúan a la
interna de esa relación, grupal e individualmente hablando. Está totalmente claro que
para muchos adalides de la evaluación perfecta y objetiva estas afirmaciones son de
una transgresividad inconcebible. No puede ser que la evaluación funcione así, tan
interpersonalmente, tan intersubjetivamente, tan ‘afectivamente’. La pregunta es, sin
embargo, ¿cómo es posible que las cosas funcionaran objetivamente a la interna de
una relación intersubjetiva, mediada por el poder y el afecto?
La construcción de los textos sobre los que la evaluación se asienta es parte de la
acción de sujetos, cuyas autobiografías y sus dimensiones identitarias no pueden no
expresarse tanto en la acción como en los textos que dicen la acción o son efecto de
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ella. La autobiografía educativa del evaluador es una pieza clave en la comprensión de
la acción ‘evaluar’. El gusto y el respeto por la asignatura, así como posiblemente sus
propias experiencias como evaluado ‘exigentemente’ o ‘bonachonamente’ son
componentes esenciales que entran en juego en el momento de apreciar (evaluar) los
trabajos de sus alumnos. La idea de que en realidad los profesores nos vemos a
nosotros mismos en nuestros alumnos (mientras que ellos ven a sus padres en
nosotros) viene a agregar un granito más de complejidad a la trama interpersonal de la
evaluación. De alguna manera estas trazas identitarias subyacen a la acción de evaluar
en forma de ‘motivos’ o razones por las cuales uno hace lo que hace de la forma en
que lo hace. Nada en materia de acción (educativa, evaluativa, o lo que sea) empezó
ayer de tarde. Entender a un profesor exigente es mucho más que escuchar una
docena de argumentos a favor de la exigencia. Lo mismo para entender a esos que
nunca mandan a nadie a examen, o esos que al final siempre terminan conformándose
con lo que hay.
Finalmente, el juego de los afectos y el poder sitúa las cosas en el plano de la
seducción. Pocas cosas más difíciles de tematizar en referencia a las relaciones
educativas, teniendo en cuenta especialmente la espesa borra del discurso tecnológico,
eficientista, objetivista e impersonalista que lleva ya varias décadas ocupando los
espacios de discusión, pensamiento y producción académica. Sin embargo, la huella de
la seducción (en el haber o en el debe de su concreción) aparece con mucha facilidad
en la producción de los alumnos (que por ejemplo encuentran un ‘motivo’ para
participar lo mejor posible en el juego educativo) y con más discreción en la
confirmación simultánea del afecto y la autoridad por parte de los profesores. La
seducción pues, es la madre no tan racional y no tan rápidamente confesable de ‘otros’
trabajos y también de ‘otras’ notas.
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es cuatro, un siglo tiene cien años, la Batalla de las Piedras fue el 18 de mayo, etc., y
no es atribución del constructor del referente alterar fechas históricas o cuestiones
aritméticas. Sobre todo en trabajos de cierta complejidad, el referente marca una ruta
para llegar a la información correcta, o a la operación correcta, o a la estrategia
correcta, de forma que es algo bastante más complejo que información correcta o
incorrecta.
Todos los profesores sabemos –por ejemplo- que algunas veces los alumnos
contestan preguntas que no les fueron formuladas, y que por lo tanto no hay ni
pregunta ni referente reales para contrastar esa respuesta. Una máquina pondría
automáticamente la nota mínima de la escala o ‘sin responder’, en la medida en que
encontraría un referente y una respuesta sin ninguna coincidencia. Cuando un profesor
procede –todo lo fundamentadamente que pude- de esta manera, decimos que adopta
un criterio riguroso. Pero como no se trata de máquinas, sino de situaciones
interpersonales, y mediadas por el poder, situaciones como ésta demandan del
profesor una decisión que naturalmente está instalada en el plano de lo ético. Como
todo lo ético, esta situación está tironeada por dos soluciones posibles, aunque
diferentes y antagónicas. Se tome la decisión que se tome, siempre cabrá la duda de si
se habrá hecho lo correcto. La existencia de un componente criterio sitúa pues, a la
evaluación en el plano de lo ético.
La decisión a tomar implica o bien descalificar la respuesta (criterio riguroso), o bien
inventarle una pregunta y un referente ad hoc y calificarla en función de esa nueva
situación (criterio flexible). De todas formas, aún queda por decidir si la nueva
pregunta tiene el mismo status, y por lo tanto podrá generar el mismo valor respecto
de la producción del estudiante. En otras palabras, si admitir que algo sabe y que
estudió vale lo mismo si eso le es preguntado que si lo dice por su propia iniciativa.
Esto instala una nueva duda, en el caso de que la nueva pregunta tenga el mismo
status de la no contestada, solo que sobre diferente campo de información (la hoja o el
tallo, la llanura o la montaña, los Incas o los Mayas, etc.). La infinita gama de
decisiones –entre el máximo rigor y la flexibilidad total- a las que lleva el juego entre
producciones y referentes, sobre consignas reales o aportadas ad hoc para validar las
respuestas de los estudiantes, constituye uno de los pilares más complejos de la
comprensión de la acción ‘evaluar’.
La percepción respecto de la diversidad de criterios es universal y a simple vista.
Existe, sin embargo, la utopía de la unificación de criterios como una forma de
‘mejorar’ la práctica de la evaluación. Hay que irse resignando a pensar que el criterio
no es una pieza gastada en un engranaje, y que con reponerla el problema estará
solucionada. Antes que nada, la diversidad de criterios no es un problema bajo
ninguna consideración. Está en la naturaleza misma de la acción de evaluar, en tanto
constituye uno de los componentes sobre los cuales se apoya la producción del texto
respecto del objeto evaluado. Como todas las partes de la acción ‘evaluar’, el criterio
transparenta a la persona que lo está aplicando. Normalmente los criterios están
fundados en las nociones de racionalidad y justicia que los profesores tienen
integrados, y aparecen intrínsecamente ligados a la producción de efectos ulteriores
respecto de la acción evaluar.
La intencionalidad no es ajena a la evaluación, como no le ajena a cualquier acción
vinculada a la enseñanza. La decisión por una calificación mayor o menor, suficiente o
insuficiente, en general intenta ser un mensaje cifrado para el alumno. ‘Se aprecia tu
trabajo (aunque no contestaste lo que preguntaba)’, ‘no pienses que me vas a pasar’,
‘aunque hiciste un esfuerzo castigo tu deshonestidad, a ver si aprendés a no copiar’,
‘no podía ser mejor, estoy muy contento’, ‘estás a mitad de camino, dale seguí
estudiando si querés más nota’, etc. Todos tenemos claro que, derecho de
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interpretación del lector, muchas veces los mensajes recibidos se decodifican con otro
código y acaban diciendo ‘no te preocupes, hacé cualquier cosa que al final salvás’,
‘mirá que aquí tienen en cuenta lo de las dificultades, así que no te mates demasiado’,
‘qué tacañería! con lo que estudié! no le alcanza con nada...’, ‘este se la agarró
conmigo, nunca la voy a subir’, ‘esta vez me pescó copiando, pero...’
De todas formas, más allá de la incertidumbre respecto de la interpretación de los
mensajes, lo esencial es que existe un componente de intencionalidad directamente
ligado con la elección de un criterio para valorar el trabajo de los estudiantes. La
calificación implica doblemente una apreciación del trabajo y la expectativa de producir
un efecto no meramente informativo sobre el autor. En realidad, todos los textos lo
hacen, y más estos que están encerrados en el contexto de una relación interpersonal,
afectiva y mediada por el poder.
De alguna manera los criterios, los referentes y las intencionalidades de la
evaluación remiten inevitablemente a las dimensiones interpersonales e intersubjetivas
de la relación educativa. La comprensión profunda de esta práctica está por lo tanto
atravesada por todos estos componentes, que sin embargo no derivan ni en su cambio
necesariamente ni en su esquematización simple y preceptiva, como algunas cabezas
tecnológicas soñarían.
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Bibliografía
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