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A mis padres.

A la memoria de Francisco Ramírez Govea,


mi abuelo, de quien aprendí que la pluma
también puede ser una espada.
LA RECONFIGURACIÓN
DE LO PÚBLICO
Y SU CONSECUENCIA
EN LO POLÍTICO
Centro Universitario Hispano Mexicano

Lic. Mercedes Ramírez Llaca


Rectora
Lic. Francisco Ramírez Llaca
Director General
M.E. Gustavo Huerta Patraca
Director Académico

Diseño de portada Jaime Issachar Vargas


Cuidado editorial Artefacto Ediciones
Impresión Artefacto Ediciones

Primera edición: 2008

D. R. © 2008, Sociedad Educativa de las Américas, S. C.


Ernesto Domínguez núm. 111
Fracc. Reforma
Veracruz, Ver. C.P. 91919
E-mail: info@cuhm.mx
www.cuhm.mx
Tels.: 935-68-22 y 935-57-33

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Puebla, México

Impreso en México
LA RECONFIGURACIÓN
DE LO PÚBLICO
Y SU CONSECUENCIA
EN LO POLÍTICO

ADRIÁN VELÁZQUEZ RAMÍREZ


Prólogo

El lector tiene en sus manos un documento verdaderamente notable.


Se trata de un análisis sistemático y profundo, de un alto nivel
teórico, sobre el problema de las relaciones entre la sociedad y el
Estado en el mundo contemporáneo. Con una madurez increíble a su
corta edad y con una claridad de pensamiento difícil de encontrar en
el mundo académico, Adrián Velázquez Ramírez nos brinda un
estudio apasionante sobre uno de los temas centrales del debate
actual en los campos de la filosofía política y de la ciencia política.
Adrián nos demuestra en esta pequeña pero sustanciosa obra,
cómo el canon clásico de la política, que supone la separación radical
entre lo político y lo social, y que la entiende como la mera lucha por
el poder, está hoy día en crisis. Adrián reflexiona sobre el significado
y las causas de esta crisis, y para ello, en su primer capítulo, analiza
las peculiaridades de la modernidad y nos explica cómo en sus
principios mismos se ocultaban las contradicciones que explicarían
el agotamiento de sus fundamentos, ante todo, la separación fun-
cional, legal y simbólica entre el mercado, el Estado y la sociedad. La
modernidad aparece en su doble faceta de fuerza destructiva y fuerza
expansiva, siendo el contexto de su plena expansión el que apunta,
paradójicamente, a su agotamiento.
Nos explica después Adrián, en un segundo capítulo, cómo se
experimenta hoy una crisis de explicación del proceso antes men-
cionado. Esta crisis tiene que ver con las limitaciones epistemoló-

7
Prólogo

gicas de las ciencias sociales, es decir, con la forma en que ellas han
constituido su objeto y sus objetivos de investigación, y cómo han de-
sarrollado una peculiar forma de construcción del conocimiento. A
este respecto Adrián parte de un posicionamiento weberiano clásico,
en el cual el desarrollo del pensamiento moderno aparece como
oposición a un mundo tradicional, mientras el conocimiento se
despliega por medio de la creciente diferenciación de las esferas de la
acción social. Este desarrollo de la ciencia por medio de la especia-
lización se expresa en el campo de las ciencias sociales como una
fragmentación conceptual de los procesos de la vida social, entre
otros los procesos políticos, siendo entendidos éstos como los que
atañen a los actores, los espacios, las reglas y los resultados de la
acción que se orienta a la búsqueda y preservación del poder.
Adrián demuestra cómo las ciencias sociales se han quedado
cortas ante los cambios radicales que ha producido la propia moder-
nidad en su desarrollo. Especial atención es puesta en la ciencia
política, la cual no puede explicar de ninguna manera las nuevas
relaciones que se producen entre la sociedad, el Estado y el mercado,
y que se caracterizan ante todo por un nuevo protagonismo de lo
social en relación con los otros dos ámbitos. Lejos de encontrarse la
sociedad en una posición defensiva frente a los sistemas económico y
político, que sería la hipótesis de Habermas, Adrián observa una
acción ofensiva de la sociedad en una búsqueda incesante por con-
trolar los excesos del mercado y del Estado, redefiniendo así el espa-
cio de lo público. Es aquí que nos encontramos con la otra dimensión
del notable estudio que Adrián nos propone en estas páginas.
¿Cómo puede repensarse la situación actual, en la cual la sociedad
asume un creciente protagonismo político-público? El autor recurre
a conceptos conocidos, como sociedad civil y espacio público,
entendiéndolas como categorías viables, que no sólo explican teó-
ricamente los nuevos fenómenos, sino que también proporcionan, en
la mejor tradición de las ciencias sociales, orientaciones prácticas
que pueden ayudar a dirigir la acción colectiva hacia objetivos demo-
cráticos. En efecto, las ciencias sociales no pueden, so pena de caer en
el positivismo más ramplón, separar los elementos normativos y
analíticos que están contenidos en ellas. Adrián nos demuestra que la
ciencia política convencional, pero también las otras ciencias socia-
les, han establecido una limitación no solamente epistemológica

8
Prólogo

sobre el conocimiento, sino también normativa, al aceptar sin


cuestionarlo el principio de la división funcional radical entre los
subsistemas sociales. Así, la democracia aparece como un subsis-
tema cerrado y que se refiere únicamente a las reglas de acceso al
poder, modelo limitativo dentro del cual no caben las prácticas
políticas que emanan de la sociedad. Por tanto, es importantísimo
repensar la nueva relación entre la sociedad y el Estado a partir de
algunas categorías que nos ofrece la propia ciencia social, redefi-
niendo sus alcances heurísticos. Para ello, Adrián recurrirá a explicar
de una nueva forma lo que es la política y lo que es lo político. El
campo de lo político abarca los conflictos de valores, normas e inte-
reses que caracterizan la vida social. Lo político no se expresa sola-
mente como la relación entre los ciudadanos atomizados y el Estado
en el ámbito de la elección y autorización de sus representantes, sino
en los múltiples espacios donde se debate, se define y se decide el bien
público. Lo propiamente político, nos dirá Adrián, radica precisa-
mente en los espacios de conflicto en los que se muestran y negocian
no solamente las distintas orientaciones y valores, sino donde se
acuerda lo que es común a todos y lo que es lo propio (los elementos
fundantes de las identidades colectivas). Esos espacios de debate
constituyen precisamente el espacio público, cuyos sujetos son
actores de una sociedad civil diversa y plural. De esta manera, la
política se refiere al conjunto de acciones colectivas provenientes del
campo de lo social, que se orientan a intervenir en la definición,
implementación y control de las políticas públicas y de la acción del
Estado en general a través no sólo de los mecanismos electorales
tradicionales, sino de una compleja y variada serie de prácticas y
mecanismos que permiten la intervención social en el campo de las
relaciones de poder.
Para poder explicar teóricamente estas nuevas relaciones Adrián
recurre a Edgar Morin y su idea de la “dialógica”, que se refiere a un
proceso de vinculación y retroalimentación entre conceptos que han
estado histórica y teóricamente separados, en este caso, Estado y
sociedad. Esta dialógica, entendida como unidad compleja de dos
lógicas distintas, nos debe permitir repensar el uso de la política y el
concepto mismo de lo político. Esta reconsiderada relación redefine
los usos del poder y de la búsqueda del bien común, lo que nos
permite leer bajo una nueva luz problemas clásicos de legitimidad,

9
Prólogo

representación y hegemonía, como bien lo demuestra Adrián en sus


brillantes conclusiones.
No se trata aquí de adelantar el argumento que ustedes muy
pronto verán desarrollado frente a sus ojos. Mi intención ha sido
resaltar el carácter innovador de la síntesis que el joven Adrián
Velázquez presenta de una manera sucinta, sencilla y clara, y al
mismo tiempo profunda, inteligente y creativa.
La capacidad autodidáctica de Adrián debe ser reconocida en
justicia de sus propios méritos. Esta síntesis no la enseña ninguna
escuela, ni sus profesores la hemos sugerido. Se trata de trabajo
individual, que demuestra persistencia, inteligencia y aguda capa-
cidad crítica. Es el resultado de una voluntad gestada desde el seno
familiar y alimentada por una vocación intelectual auténtica.
Esperemos que este primer producto sea tan sólo el inicio de una
carrera fructífera y de una capacidad creativa que seguramente
madurará con el trabajo y el tiempo.

ALBERTO J. OLVERA1
Xalapa, Veracruz, junio de 2008

1
Investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales, Universidad Veracruzana.

10
1. La modernidad y su crisis

1.1. La modernidad y su dinámica totalizadora

A partir de que la modernidad se instaura como referente cognos-


citivo vigente, es decir, que se establece como patrón hegemónico de
comprensión de la realidad, se establecen los procesos que instauran
este horizonte como un proceso constante de crisis/renovación, que
le dotará de una apariencia totalizadora en el sentido que dicha
estructura de totalidad permitirá, desde la modernidad y a partir de
ella, aprehender y comprender los hechos aislados que se susciten y
que a su vez le darán forma.1
Se dice que algo es totalidad cuando su estructura es capaz de
incorporar lo externo, lo ajeno, así como lo diferente y lo nuevo a su
propia lógica interna, incorporándolo y refiriéndolo a su propio
cuerpo normativo. La dinámica totalizadora siempre se esforzará por
atraer para sí las fuerzas más divergentes y hacerlas parte de ella, lo
total es omnipresente y se presenta como un punto de referencia que
se expande y que continuamente desdibuja las fronteras con lo que le
es exterior.
La modernidad se presenta como totalidad alcanzada en dos
sentidos. Cuando se muestra como ruptura con el pasado, como una
época nueva que le da un valor de obsoleto a su pasado inmediato,
desprendiéndose de él y trazando un corte temporal entre lo que hay
ahora y lo que había antes de, y que en este primer capítulo quedará
representada como la “dimensión destructiva” (1.1.1), en cuanto a

1
“La totalidad concreta cumple por eso la función de ser la estructura pertinente para comprender los hechos
aislados; aunque, por otra, los hechos son a su vez construcciones en función de esa pertinencia”.
(Zelmeman, 1992: 51).

11
La modernidad y su crisis

que ésta procede mediante un movimiento de contraposición con lo


anterior establecido. Así, esta apariencia de totalidad estará refor-
zada por la propia capacidad de la modernidad de establecer ciertos
mecanismos que le permitan incorporar lo nuevo a su estructura
interna. Es decir, modernidad como la época abierta al futuro,
donde la condición de moderno está en función de la constante apa-
rición y apropiación de lo nuevo, de la actualidad que se consume a sí
misma para dar paso a nuevas actualidades, y que incorpora a sus
propias estructuras, procesos y funciones estos fenómenos de crisis/
renovación y que se harán concretos en esta “dimensión expansiva”
(1.1.2), en cuanto a que ésta, precisamente por tener la capacidad de
incorporar constantemente lo eventual a lo estructural, tendrá la
apariencia de perpetuarse a través de su propio desarrollo.

Comprender los procesos dinámicos, mediante los cuales la moder-


nidad se establece como horizonte dominante de comprensión de la
realidad, nos pondrá en marcha para entrar al debate de su actual
crisis, que, en opinión de no pocos, marca su abandono como refe-
rente histórico, para dar un paso más allá de la modernidad, hacia la
posmodernidad (1.1.3).
Sin embargo, desde la postura de este trabajo, y considerando que
el tránsito de una época a otra radicalmente nueva, de una moderna a
una posmoderna, implicaría necesariamente una ruptura y un
abandono de los preceptos básicos de nuestra comprensión actual
del mundo, y que, aun cuando esto fuera preferible, sería imposible
explicar desde el ahora, es decir el horizonte cognitivo vigente, lo que
caracterizará la época que le suceda. O como dice Maffesoli: “no se
puede medir lo que está naciendo con el mismo patrón de lo
establecido”.
Ante este error intrínseco al conocimiento, sin embargo, esta
perspectiva no se traducirá a lo largo del presente trabajo en una
defensa y anhelo de restauración de la modernidad, lejos de esto, de
lo que se trata aquí, es de una revisión y reformulación del referente
cognoscitivo actual, que desde la modernidad, nos permita dotar de
nueva vitalidad a esos procesos y mecanismos que el proyecto
moderno tenía para sí en su relación con lo nuevo, y que deje abierto
el panorama ya sea para un fenómeno de crisis/renovación que le de
continuidad al proyecto moderno, aunque sin duda con sus matices y

12
La modernidad y su crisis

nuevas conjugaciones, o incluso para que dentro de un fenómeno de


crisis/ruptura nos permita transitar sin mayor violencia2 a un nuevo
referente histórico, ahora sí, posmoderno.

1.1.1. La modernidad como fuerza destructiva

Aunque no es hasta el siglo XVIII que retrospectivamente se entiende


la modernidad como la ruptura entre una época y otra, y no es hasta
Hegel que como tal adquiere relevancia como problema filosófico
(Habermas, 1989), el arribo de la modernidad se vive desde su inicio
como una experiencia de totalidad, en el sentido de que, una vez
alcanzada ésta, el vínculo de continuidad entre un época y otra se
rompe, y la modernidad se instala como único referente cognos-
citivo, provocando un sistemático proceso de deconstrucción de las
esferas de conocimiento y sentido de la Edad Media —articuladas en
la idea de Dios—, y de instauración de formas radicalmente nuevas de
entender el mundo, ahora considerado moderno.
La transición/ruptura de una época a otra, de una denominada
Edad Media a una Edad Moderna, viene acompañada del abandono
del modelo histórico inmediato anterior como referente cognos-
citivo, donde aquellas conjugaciones que se originan desde su hori-
zonte ya superado son catalogadas bajo el rubro de obsoletas y a
veces incluso como contrarias a las impuestas por el nuevo referente.
En este sentido Habermas afirma:
[l]as interpretaciones de una etapa superada, cualquiera sea la textura que tenga
en lo que atañe a contenido, quedan categorialmente devaluadas en el tránsito a
la siguiente. No es ésta o aquélla razón la que ya no convence; es el tipo de razones
el que deja de convencer [Habermas, 2001: 101].

Este primer aspecto de la dinámica de la modernidad le dará una


dimensión que le proporcionará una clara fuerza destructiva. Con la

2
Los fenómenos de crisis/ruptura vienen acompañados usualmente de manifestaciones de resistencia y
cambio que producen tensiones y que a menudo se traducen en violencia, como por ejemplo en la deno-
minada “época del terror”, donde vieron caer sus cabezas diversos miembros y representantes del modelo
hegemónico anterior, del poder fundado en la tradición, en manos de los representantes sociales del nuevo
horizonte histórico moderno, la burguesía. El tema y concepto de “crisis” se tratará en el capítulo 2, “La crisis
epistemológica de la modernidad”.

13
La modernidad y su crisis

llegada a un nuevo estadio histórico, a una “nueva época”, la


totalidad del pasado se cubre bajo un velo oscuro y mítico —y por lo
tanto incomprensible desde la óptica del nuevo hombre moderno—,
que creará las condiciones para un desdeñoso y aparente abandono
de la herencia medieval. Así, la modernidad como totalidad se
impondrá límites a sí misma y desconocerá lo que se encuentre fuera
de ellos, negándole desde su propio referente el carácter de verda-
dero. En la modernidad todo supuesto deberá estar demostrado y
expuesto ya no en función de un “orden divino”, sino racionalmente,
ya que sólo esto le revestirá con un carácter de certeza.
La modernidad como totalidad alcanzada pretende hacer tabula
rasa del mundo del pasado y considera sus argumentos ruinas de un
mundo que llega a su fin y deja paso a una nueva época. Afirmará
desde su propia lógica interna, es decir, desde los procesos de
racionalización de la vida que la modernidad conlleva, que moder-
nidad siempre implicará “la destrucción de los vínculos sociales, de
los sentimientos, de las costumbres y de las creencias llamadas
tradicionales” (Touraine, 1998: 18). Esta dimensión violenta de la
modernidad tomará la forma política de revolución burguesa que
buscará imponer límites al poder personal justificado en la tradición
e intentará imponer un mundo fundado en la razón y el sujeto capaz
de acción racional:

[e]l proyecto llevará a los revolucionarios a crear una sociedad nueva y un hom-
bre nuevo, a los cuales impondrá, en nombre de la razón, coacciones mayores
que las monarquías absolutas [Touraine, 1998: 20].

La modernidad en este primer momento adquiere una fuerza


destructiva antes que constructiva, no como la llegada de un nuevo
orden sino “como un movimiento, como una destrucción creadora”
(Touraine, 1998: 94). Se presenta con una fuerza contundente como
oposición al mundo de la tradición, pero débil en cuanto intenta
dotarle de un contenido formal a dicha crítica; la modernidad es
“fuerza de disolución del antiguo orden antes que de construcción de
un orden nuevo” (Touraine, 1998: 26). Será entonces una dinámica
dialéctica lo que en su origen pondrá en marcha a la modernidad, en
cuanto a que ésta se define por aquello que no es y que le es opuesto,
“porque opone al autoritario carácter vinculante de una tradición

14
La modernidad y su crisis

engendrada en la cadena de las generaciones, la coacción sin


coacciones que los buenos argumentos ejercen” (Habermas, 1989:
136). Sin embargo, dicha lógica, a lo largo del desarrollo de la
modernidad, se presentará como un obstáculo a la hora de establecer
las condiciones propias que debieran caracterizar a la época mo-
derna, de dotarle de un contenido positivo.
Esta dimensión violenta de la modernidad será bien entendida
por Max Weber en su concepto de “desencantamiento del mundo”
(Entzauberung der welt), para ejemplificar el proceso de racio-
nalización de las “imágenes del mundo”, que significa la ruptura con
lo sagrado y lo profano como mecanismos de acceso a los fenómenos
y sobre todo, el resquebrajamiento de los vínculos sociales que tenían
como fundamento la observancia de un Dios omnipresente.
El concepto de “desencantamiento” utilizado por Weber para
hacer referencia a este proceso de racionalización de las imágenes del
mundo, que va de la magia a la religión y, por fin, a la ciencia y a la
razón “adecuada a fines” que da paso a la modernidad, tiene dos
acepciones (Ramos Lara, 2000), ambas en íntima correlación y que
serán de gran significación para el posterior desarrollo de las ciencias
sociales. Por un lado, Weber se refiere efectivamente a la intelectua-
lización de las imágenes del mundo, donde la realidad deja de tener
un sentido trascendental y simbólico y se convierte en materia inerte
y sin vida y, sobre todo, como una realidad capaz de ser controlada y
manipulada mediante la razón y el cálculo. El “polvo eres y polvo
serás” cobra un significado literal y profundamente angustiante.
Una segunda dimensión del “desencantamiento” es la que Weber
relaciona con la pérdida de significado del mundo, producto a su vez
de esta representación del mundo como un “mecanismo causal”, es
decir, donde hay acciones y consecuencias causalmente relaciona-
das de manera racional y que, por lo tanto, cualquier determinación
holista o que se pregunte por los “fines últimos”, queda desplazada
hacia lo irracional. El Entzauberung, desde esta última acepción,
significa un mundo cuya articulación ya no recae bajo la idea de un
Dios o de una religión, sino que es abandonado al libre albedrío de los
hombres, al “acontecer intramundano”, en palabras de Weber, dese-
chando en el papel cualquier perspectiva trascendental y metafísica
del mundo, provocando sin embargo un vacío que se intentará llenar
ya sea en la idea de razón, ciencia o de historia.

15
La modernidad y su crisis

En este contexto, Weber liga el proceso del Entzauberung con la renuncia a la


búsqueda de un “significado” o “sentido” objetivos de y para unos valores en el
mundo de los hechos empíricos, en el mundo revelado por la incesante “intelec-
tualización” a que se ha sometido el Occidente moderno [Ramos Lara, 2000: 89].

Otro análisis que retrata bien la naturaleza de la ruptura que sig-


nificó la modernidad, se encuentra finamente dibujado en el estudio
que Erich Fromm realiza en El miedo a la libertad, donde busca
aplicar herramientas del psicoanálisis al diagnóstico de una época
histórica. Para Fromm la proporción que guarda la ruptura de los
“vínculos primarios” que ofrecían la unidad básica del individuo con
su entorno y el creciente sentimiento de soledad y angustia que
produce el saberse diferente de lo exterior, era evidente. Esta íntima
relación que bien veía Fromm entre modernidad y un constante
proceso de individuación generaba a la par una sensación de angustia
en el individuo que, al romper con el manto protector de la expli-
cación del mundo con base en Dios, era arrojado a un mundo ajeno e
indiferente, al mismo tiempo que sus acciones individuales cobraban
relevancia y trascendencia mundana en tanto se sabían últimos res-
ponsables de sus consecuencias.
Este intenso sentimiento de angustia que provoca el arribo de la
modernidad como conciencia de una época, es el mismo que dará pie
a un amplio movimiento cultural y filosófico contra moderno, que
desde la modernidad señalaría y cuestionaría la “pureza” de esa
ruptura que provocaba el encuentro con la razón en la nueva época.
La magnitud de tal crítica llega hasta nuestros días representada en
forma de estética posmoderna. Sin embargo, este constante malestar
de artistas, filósofos y teóricos con la modernidad señalaba ya los
puntos débiles de una modernidad que nació bajo el sinónimo de
crisis.
Las aportaciones del Romanticismo como reacción y crítica cul-
tural y filosófica, tan vigentes hoy como ayer —y que incluso en
nuestros días adquiere aún más vitalidad de la que denotaba su ata-
que desde la periferia de la modernidad y que hoy se convierte ya en el
centro de ella—, comprendían esta visión trágica de la modernidad y
ponían en duda la aparente transparencia de la ciencia, así como
desenmascaraban a la razón de su supuesta “pureza racional” y la
relacionaban con un mecanismo al servicio de la voluntad y el poder;

16
La modernidad y su crisis

así mismo dudarán del carácter lineal y progresivo de la historia y del


carácter universal de la modernidad, se mostrarán entusiastas y
partidarios de lo oscuro, lo irracional, lo heroico y lo genial. En el arte
se pronuncian en contra de la estandarización y las técnicas geomé-
tricas modernistas, en cambio, promulgan una visión del arte como
un mecanismo de comunicación entre las “almas humanas”. Para
Isaiah Berlin, el Romanticismo es el “gran llamamiento de todas las
personas que se sienten estranguladas y sofocadas por el nuevo y
metódico orden científico que no responde a los problemas más
profundos que agitan el alma humana” (Berlin, 2000: 78).
Un movimiento que fue revolucionario dentro de una moder-
nidad revolucionaria y cuyos ataques fueron dirigidos y sustentados
por las consecuencias del “nuevo materialismo, de la nueva ciencia,
de la nueva destrucción de aquello que era espiritual y religioso en la
vida” (idem) en donde lo “humano” es atrapado y encapsulado en
ecuaciones y proposiciones racionales y por lo tanto se diluye.
Esta primera dimensión de la modernidad se relaciona histó-
ricamente con el periodo de la Ilustración, cuyo proyecto, que
“pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la
ciencia” (Horkheimer y Adorno, 1998: 59) culmina hasta finales del
siglo XVIII y determinará las características internas esenciales que
darán vitalidad a la modernidad. La Ilustración, que erguía en la
razón un nuevo fundamento máximo, y en el saber y el conocimiento
científico las herramientas privilegiadas para acceder a las “verdades
de la naturaleza”, imponía una creciente necesidad de autolegi-
timación y autocercioramiento que quedará plasmada en el punto
siguiente (1.1.2). Este vacío, este desencanto, soledad o angustia que
genera la modernidad como consecuencia de la “muerte de Dios”, de
la pérdida de “significado” y de toda visión holista, que implicará
también la desarticulación de las esferas cognoscitivas, intentará ser
sobrellevado imponiendo referentes objetivos que den acción y
sentido al movimiento y que de alguna manera nos orienten en estas
interdependencias de los aspectos del vivir que han quedado
fragmentadas y que en el siglo XIX tomará la forma de “filosofía de la
historia”, que verá sobre todo en el concepto de “progreso” la unidad
desde la cual se intentará articular una complejidad y diversidad que
será sinónimo del ser moderno.

17
La modernidad y su crisis

1.1.2. La modernidad como fuerza expansiva

Esta dimensión avasalladora de la modernidad —que mediante la


fuerza deconstructiva de su crítica al antiguo orden social fundado en
la tradición, la fe y el dogma se impone como referente cognosci-
tivo—, pierde su capacidad y vitalidad movilizadora en el fin de la
Ilustración. La filosofía consecuente del siglo XIX elevará a conciencia
de época la modernidad y esto implicará la necesidad de autocer-
cioramiento del referente moderno (Habermas, 1989); es decir, que
la modernidad como época que se sabe a sí misma deberá enfrentarse
a la problemática de buscar dentro de su propio horizonte los meca-
nismos y procesos que le permitan conservar vigencia como refe-
rente histórico.
Esto nos llevará a una manera específica de entender el tiempo y el
devenir histórico en la modernidad y que será una constante en la
filosofía del siglo XIX. La concepción del tiempo en la modernidad
está caracterizada por la perpetuación de un eterno presente. Éste se
entiende como ruptura entre pasado y futuro, que nos arroja a un
presente que se distingue por estar siempre abierto al futuro; futuro,
por otro lado, que permanecerá siempre en el imaginario ya que cada
vez que éste sea alcanzado se convertirá en nuevo presente y por lo
tanto habrá de superarse. En este sentido Jürgen Habermas, en su
Discurso filosófico de la modernidad, afirma:

[c]omo el mundo nuevo, el mundo moderno se distingue del antiguo por estar
abierto al futuro, el inicio que es la nueva época se repite y perpetúa con cada
momento de la actualidad que produce algo nuevo [Habermas, 1989: 17].

Este presente extenuado en sus alcances será bien captado por la


aportación de las vanguardias estéticas en el análisis de la moder-
nidad. Para Baudelaire, así, lo moderno será siempre equiparable
con “lo transitorio, lo fugaz, lo contingente”, “aquella mitad del arte,
cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Lo moderno es entonces
actualidad que se consume a sí misma hasta “superarse”3 y dar paso a

3
El concepto de “superar” (aufheben) “… significa tanto la idea de conservar, mantener, como, al mismo
tiempo, la de hacer cesar, poner fin [...] de este modo lo que se ha eliminado es a la vez algo conservado, que
ha perdido sólo su inmediación, por esto se halla anulado” (Hegel, 1993: 138 ).

18
La modernidad y su crisis

una nueva condición. Parte del supuesto de que una actualidad que
se consume a ella misma es condición necesaria para el surgimiento
de nuevas posibilidades de actualidad. Lo moderno es entonces el
“ave fénix” al que se refería Hegel en sus Lecciones sobre la filosofía
de la historia universal, capaz de rejuvenecer y renovarse a partir de
sus propias cenizas, aquel que “se prepara enteramente su propia
pira y se consume sobre ella, de tal suerte que de sus cenizas resurge
una nueva vida rejuvenecida y fresca” (Hegel, 1980: 48).
Desde esta perspectiva la modernidad tendrá una apariencia
expansiva, en cuanto que tendrá la capacidad de perpetuarse a sí
misma a través del tiempo, lo cual no implica de ninguna manera
dotarle de un sentido estático, sino, por el contrario, hacer énfasis en
el proceso dinámico de su constante autorreproducción como con-
tinuo proceso de crisis/renovación.
Esta necesidad de autocercioramiento, propia de una época que se
sabe a sí misma, es consecuencia del arribo de la modernidad como
totalidad alcanzada, en donde ésta necesariamente deberá “extraer
su normatividad de sí misma. La modernidad no tiene otra salida, no
tiene más remedio que echar mano de sí misma” (Habermas, 1989:
17). Es decir, si la modernidad como totalidad es capaz de ejercer una
distinción entre su propio cuerpo normativo y lo que queda fuera de
su referente —donde aquellas explicaciones y soluciones que no
partan de su propio horizonte cognoscitivo quedarán por hecho inva-
lidadas—, en su interior, sin embargo, contará con una multiplicidad
de elementos y conjugaciones que le permitirán solventar esta
constante necesidad de autoverificación. La modernidad es totali-
dad abierta en cuanto que permite un horizonte categorial interno
amplio y complejo de varias combinaciones en su relación con lo que
queda fuera de él; pero también es totalidad cerrada en tanto estas
combinaciones tendrán siempre un carácter autorreferente.
En este sentido, nos sería útil recurrir a la propuesta metodológica
de Niklas Luhmann para entender la dinámica de una modernidad
encerrada en sí misma y atrapada en su dinámica totalizadora. Para
Luhmann todo sistema es autorreferencial, es decir, que para lograr
los mecanismos que le permitan autorreproducirse el sistema tendrá
que recurrir a una distinción entre sistema y entorno que le permitirá
“identificar una ‘mismicidad’ propia” de cuya complejidad se confi-
gure la posible respuesta al estímulo. Por lo que se dice que todo

19
La modernidad y su crisis

contacto o comunicación del sistema con el exterior se dará siempre


como “autocontacto operativo” y “cognitivo”. Así mismo, los siste-
mas se autoproducirán de manera autopoiética, esto es, que los
sistemas serán capaces de producir los elementos o unidades que le
constituyen y a los que a su vez recurrirá en su dinámica de auto-
producción (Luhmann, 1998[b]).
Siguiendo estos esquemas de análisis y a grandes rasgos, en pri-
mer lugar, la modernidad tendría que haberse impuesto para sí una
distinción con el entorno, en este caso la ruptura con el mundo del
pasado de la que ya se habló; y como segundo proceso simultáneo, el
de autoconfiguración de los elementos, procesos y mecanismos que
articularán en su interior las diferentes “imágenes de mundo” que le
darán sentido a la experiencia moderna.
Esta inercia expansiva característica de la modernidad propiciará
las condiciones para el surgimiento de una visión de la historia como
un proceso unitario, lineal y de validez universal, y que además
transcurrirá siempre en dirección al “progreso”. Esta concepción de
la historia se configura como un metarrelato, el cual es posible
conocer para así incorporarse a él mediante el uso de la “razón”,
ahora convertida en la voluntad política de la modernidad. Esta
concepción de la historia conformará un intento moderno de dotar a
la modernidad de un referente objetivo que le daría cohesión y
sentido a su desenvolvimiento, así como le dotaría de un contenido
formal a su proyecto.
La idea de modernidad gestada en el periodo “ilustrado” cobra en
el historicismo del siglo XIX una voluntad y, por añadidura, una
forma política que le identificará con los procesos de modernización
y que le permitirá continuar y renovar la vitalidad de su expansión.
Los cambios económicos, sociales y políticos provocados por la
Revolución francesa e industrial imprimen en la época un carácter
épico, donde el individuo se vuelve ante todo un sujeto histórico y los
pueblos expresarán su voluntad de “progreso” en la figura política de
la “nación”, y es por medio de este metarrelato que será capaz de
movilizar a una naciente sociedad de masas en aras de un “heroico”
encuentro con el sentido de la historia.
Para Hegel —de los filósofos más influyentes y representativos de
la época—, uno de los problemas fundamentales de la modernidad
era el constante proceso de subjetivación que las fuerzas de la moder-

20
La modernidad y su crisis

nidad provocaban; para Hegel, la modernidad se caracterizaba por


un modo particular de “relación del sujeto consigo mismo, que él
denomina subjetividad” (Habermas, 1989: 24). Una de las conse-
cuencias que el filósofo alemán veía en estos procesos de subjeti-
vación era su evidente debilidad en cuanto a fundamento de articula-
ción del hecho social, debido, entre otras cosas, al abandono casi
exclusivo del sujeto a sus deseos e intereses personales. A partir de
este momento, uno de los principales objetivos del proyecto filosó-
fico de Hegel será el de reconciliar o unificar esta ruptura de la
armonía social, cuyo referente veía de manera melancólica en las
polis griegas de la antigüedad, y erguía a la razón como el “poder
reconciliador contra las positividades de una época desgarrada” por
la primacía de lo subjetivo.
Este desafío que Hegel le imponía a la filosofía influirá también en
su propia concepción de la historia y lo llevará a ver en ella el “espíritu
objetivo” que debiera guiar la acción del sujeto, el cual, con base en la
razón, será capaz de descubrir el sentido de ésta. Para Hegel, pues,
la relación entre razón e historia era evidente:

[p]ero el único pensamiento que aporta es el simple pensamiento de la razón, de


que la razón rige el mundo y de que, por tanto, también la historia universal ha
transcurrido racionalmente [Hegel, 1980: 43].

Debemos buscar en la historia un fin universal, el fin último del mundo, no un fin
particular del espíritu subjetivo o del ánimo. Y debemos aprehenderlo por la
razón, que no puede poner interés en ningún fin particular y finito, y sí sólo en el
fin absoluto [Hegel, 1980: 44].

La influencia y el asombro que el avance de las “ciencias de la


naturaleza” provocaba en la época también se deja ver en el discurso
dominante acerca de las características de la historia. Muchos de los
conceptos utilizados por Hegel en las Lecciones sobre la filosofía de
la historia universal nos remontan a una adaptación de la teoría de la
evolución de Darwin en términos de las “ciencias del espíritu”. La
evolución del devenir histórico, así como los procesos de variación,
parecen apuntar hacia un mejoramiento de la condición histórica; el
tiempo en la historia moderna navegaba con la “perfectibilidad”
como norte y daba la sensación de un constante “progreso”:

21
La modernidad y su crisis

[l]a variación abstracta que se verifica en la historia ha sido concebida, desde


hace mucho tiempo, de un modo universal, como implicando un progreso hacia
algo mejor y más perfecto […] el hombre tiene una facultad real de variación y
además, como queda dicho, esa facultad camina hacia algo mejor y más perfecto,
obedece a un impulso de perfectibilidad [Hegel,1980: 127].

De esta concepción de la historia como voluntad política, que


busca su camino en la modernidad, se desprenderán grandes meta-
rrelatos que orientarán la vida de las naciones:

[l]a idea de progreso ocupa un lugar medio, central, entre la idea de raciona-
lización y la de desarrollo. La primera idea otorga la primacía al conocimiento, la
segunda a la política; el concepto de progreso afirma la identidad entre medidas
de desarrollo y triunfo de la razón, anuncia la aplicación de la ciencia a la política
y, por consiguiente, identifica una voluntad política con una necesidad histórica
[Touraine, 1998: 68].

Y de ella se desprenderá el auge del espíritu revolucionario en la


época, el cual irá siempre en relación con tres elementos funda-
mentales: “1) la voluntad de liberar las fuerzas de la modernidad, 2) la
lucha contra un antiguo régimen que pone obstáculos a la moder-
nización y al triunfo de la razón y, finalmente, 3) la afirmación de una
voluntad nacional que se identifica con la modernización” (Touraine,
1998: 68).
Esta concepción del “progreso” y de la “historia” como referentes
objetivos materializados en una voluntad política capaz de movilizar
a las grandes masas surgidas en la revolución industrial, alimentará
grandes revoluciones de carácter liberador, emancipador y de
afirmación nacional, que no sin definir a sus enemigos buscarán,
incluso, mediante la violencia, un “progreso”, un acceso a una
condición mejor que la actual. Sin duda la revolución bolchevique de
1917 inspirada en la lucha de clases como motor de la historia se
moverá en esta lógica y buscará mediante la razón y su praxis
revolucionaria imponer un régimen donde la explotación del hombre
por el hombre se dé por concluida.
Sin embargo, aunque la caracterización de la historia que a
grandes rasgos se hizo aquí fue la que dominó el pensamiento social
de la época, hubo quienes denunciaban de una u otra manera el
carácter “aparente” de esta filosofía de la historia. Será esta crítica de
la historia una de las vertientes donde se incubó el planteamiento

22
La modernidad y su crisis

posmoderno actual y que verá en filósofos como Nietzsche, Walter


Benjamin e incluso Heidegger referentes muy próximos.
De un lado culturalmente más cercano al nuestro, el maestro
Ortega y Gasset también hacía de la crítica a la idea de progreso una
de sus “bestias negras” y con su cálido estilo le atacaba reprochándole
el haberle quitado el verdadero sentido trágico a la existencia
humana y haberla arrojado a una especie de destino histórico previa-
mente determinado y configurado en la idea de “progreso”; en este
sentido Ortega y Gasset se ufanaba:

[l]a idea progresista consiste en afirmar no sólo que la humanidad —un ente
abstracto, irresponsable, inexistente que por entonces se inventó— progresa, lo
cual es cierto, sino que, además, progresa necesariamente […] Porque si la
humanidad progresa inevitablemente, quiere decirse que podemos abandonar
toda alerta, despreocuparnos, irresponsabilizarnos, o como decimos en España,
tumbarnos a la bartola y dejar que ella, la humanidad, nos lleve inevitablemente
a la perfección y a la delicia. La historia humana queda así deshuesada de todo
dramatismo y reducida a un tranquilo viaje turístico organizado por cualquier
agencia Cook de rasgo trascendente…. [Ortega y Gasset, 1985: 34].

Estas severas críticas a la concepción de la historia que caracterizó


el siglo XIX, y que se alargaría, aunque cada vez mas débil en su
vitalidad movilizadora, hasta finales del siglo XX, con el fracaso del
proyecto socialista que ponía en evidencia este falso movimiento
dialéctico de la historia y que enseñaba, ante la luz de los resultados y
los hechos, la evidencia que desenmascaraba al último metarrelato
histórico, servirán de entrada al cuestionamiento posmoderno de
vigencia de la modernidad como referente histórico. Será el ataque a
la “filosofía de la historia” y al concepto de “progreso”, y la ciencia
organizada a través de ello, lo que dará pie a una supuesta nueva
época, tan indefinida como evidente según dicho planteamiento, y
que se situará desde un horizonte posthistórico, más allá de la
historia y que a continuación detallaremos.

1.1.3. Modernidad-posmodernidad. ¿Desde dentro o desde fuera?

A partir de mediados del siglo XIX y a lo largo del siguiente siglo, la


vitalidad movilizadora de la modernidad —esto es, la capacidad del

23
La modernidad y su crisis

proyecto moderno de generar en su interior las sinergias que le


permitieran seguir su desarrollo—, se ve menguada bajo un cons-
tante señalamiento de su vigencia como referente histórico válido.
Desde diversos frentes teóricos y empíricos los principios funda-
cionales de la modernidad son socavados, anulando la potencia de las
fuerzas que le pusieron en marcha tornándolo hacia un proyecto
inacabado, al cual sólo nos dirigimos ya por pura inercia; de la
modernidad, pues, como dicen, sólo quedan sus consecuencias.
Los diversos cambios y sucesos en el último siglo, como
consecuencia del propio desarrollo de la modernidad, han
significado la confrontación del proyecto moderno con su realidad
inmediata, contraposición que ha puesto en entredicho a la
modernidad como referente válido, debido, entre otras cosas, a su
propia incapacidad para asimilar dicha confrontación. Los
conceptos de razón, ciencia, progreso y todas sus implicaciones
operativas se encuentran con sus consecuentes contradicciones y no
pudiendo hacerles frente las nulifica, mostrándolas incapaces de
aprehender esta realidad que, a su vez, los desenmascara como falsas
verdades, certezas a medias o incompletas que justifican una
voluntad de poder (Nietzsche) y que, por lo tanto, permanecen
ajenos a esta realidad que escapa al horizonte moderno.
La tarea de clasificar y trazar aunque sea un bosquejo que nos
pueda orientar hacia la comprensión de esta crisis que hoy envuelve a
la modernidad no es tarea fácil, y sin duda amerita un trabajo aparte.
Labor que se hace más compleja debido a que nuestros elementos
cognoscitivos no están lo suficientemente calibrados ante esta
discordante crisis. El actual cuestionamiento hacia la modernidad no
encuentra un punto que unifique los diversos señalamientos, carece
de centro; la crítica actual difícilmente se puede articular en una
unidad, por el contrario, se presenta como fragmentación y diso-
lución del proyecto moderno, como ruptura de aquellos elementos
que mantenían unidad y que la modernidad nunca fue capaz de
cohesionar:

[e]l campo cultural y social en el que vivimos desde fines del siglo XIX no tiene
unidad: no constituye una nueva etapa de la modernidad sino que representa su
descomposición [Touraine, 1998: 101].

24
La modernidad y su crisis

Aunque en esta crisis en forma de descomposición y disolución, en la


que sus diversos componentes parecieran marchar hacia distintas
direcciones, en un aparente caos, estos elementos se encuentran en
una relación constante, aunque su vinculación se presente todavía
como opaca y se mueva a través de las sombras del conocimiento; ya
que frente a esta fragmentación y dispersión de lo moderno no ha
correspondido el surgimiento de nuevos modelos más complejos que
nos permitan dar orden a este aparente desorden en el que se ha
convertido la realidad, y que significará la pertinencia o no de la
ciencia y de la teoría como métodos válidos (aunque no únicos) de
conocimiento.

El largo siglo que transcurre desde mediados del siglo XIX hasta mediados de
siglo XX y aún más acá, es el siglo en que se disipa el mundo racionalista, que no es
reemplazado por ningún otro principio unificador ni por un modelo más
complejo [Touraine, 1998: 100].

Sin embargo, para los fines de esta investigación sería pertinente


un vistazo de la actual crisis a través de algunas trincheras donde se
mezcla lo teórico con lo práctico y que en el sentido de este trabajo
resultan particularmente importantes. En nuestra perspectiva
acerca de la contemporánea descomposición de la modernidad
podemos ubicarnos en cinco ejes que resultan fundamentales para
entender el actual debate en torno al tránsito o no de una época
moderna a una posmoderna. Estos ejes vienen a establecer, desde
diferentes aspectos de la variada cosmovisión moderna, el seña-
lamiento de algunos de los principales preceptos que la modernidad
había erguido para sí misma: la disolución del sujeto, no ya bajo la
coacción de condiciones objetivas, sino en términos de su propia
subjetividad; la fragmentación y crisis de la historia producto del
derrumbe de su supuesta universalidad, así como una severa crítica a
los logros alcanzados en aras del “progreso”; la crítica a la razón que
denuncia lo irracional de la voluntad modernizante, y, finalmente,
una crisis en la organización y disposición del conocimiento que en el
capítulo siguiente se ampliará y nos pondrá ya de frente a nuestro
objeto de estudio. Estos cinco ejes forman parte de este retrato,
todavía sin movimiento, de nuestro actual contexto como civilización
moderna.

25
La modernidad y su crisis

a) Disolución del sujeto en términos de la propia subjetividad

Con el inicio de la modernidad se ponen en marcha dos fuerzas que


inmediatamente entran en una tensión que definiría su necesaria
relación. Obedeciendo a lógicas diferentes y antagonistas, pero
concurriendo dentro de la misma dinámica de la modernidad y, en
consecuencia, vinculándose en forma complementaria: tanto la
racionalidad objetiva como la subjetiva marcarán sin duda el inicio
de una época que, como hemos reiterado, nació bajo el sinónimo de
crisis.
El constante proceso de subjetivación al que se refiere Hegel en la
Fenomenología del espíritu, y que se traduce en realidades concretas
4
del mundo social, es decir, el aumento del espacio de libertad del
individuo, el surgimiento de una esfera privada más allá de la mera
reflexión interior religiosa, irá acompañado a lo largo de la moder-
nidad por un proceso paralelo de racionalización de la vida y de sus
esferas concretas de acción. Esta ambivalencia del discurso y análisis
moderno se presentará como una constante tensión entre actor-
sujeto y sistema-contexto; tanto racionalidad subjetivante como
objetivante influirán en el desarrollo de las ciencias sociales y su
práctica concreta.5
Uno de los puntos más álgidos de esta relación antagonista es sin
duda el surgimiento de regímenes totalitarios a principios y
mediados del siglo XX, y que tienen en el escabroso recuerdo del
campo de concentración nazi su punto culminante. La subjetividad
era aquí suprimida violentamente bajo la lógica de una razón
instrumentada hacia un fin específico: la eliminación del enemigo,
del extranjero. La pérdida de ese ámbito tan privilegiado de la vida
moderna en las estructuras omnipresentes de un Estado que todo lo
sabe, representó una fuerte crisis en la construcción de la subje-
tividad moderna, sin embargo, el actual ataque en contra del sujeto

4
En Derecho, por ejemplo, significó el desarrollo de un amplio Derecho privado que asegurará este espacio
privilegiado del sujeto; en ciencia política influirá decididamente en la concepción liberal de la política y
determinará aquellos arreglos institucionales que tengan como función el proteger al individuo frente al
poder del Estado, etcétera.
5
En Max Weber es claro el paralelismo entre el desarrollo de una racionalidad económica y el surgimiento de
una subjetividad propia del capitalista; otro ejemplo podría vislumbrarse en la teoría de élites, organizadas
alrededor de un determinado sistema político donde a su vez surgirán perfiles subjetivos que determinarán,
en cierto caso, la pertenencia o no a aquellas élites.

26
La modernidad y su crisis

se presenta un tanto más sutil y menos evidente, y por lo tanto más


difícil de señalar, ya que, en última instancia, la actual crisis del
sujeto se dará en sus propios términos, como una subjetividad des-
bordada que se devora a sí misma.
El inicio de esta disolución del sujeto en términos de su propia
subjetividad tiene sus orígenes en el desarrollo de una crítica gestada
en el pensamiento alemán. De Schopenhauer a Nietzsche y,
posteriormente, en el psicoanálisis de Freud se dará brecha a una
crítica que se encargará de poner el dedo en esta “inocente”
concepción del sujeto moderno, que lo identificaba plenamente con
su pensamiento de carácter racional y que era coronado por la
emergencia de un “Yo” que determinaba la conciencia del individuo y
por lo tanto sus acciones.
Por el contrario, para Schopenhauer, tal y como lo retrata El
mundo como voluntad y representación, la supuesta “razón” que
tanto celebraban sus colegas historicistas no era sino una apariencia
que escondía la verdadera “voluptuosidad” del vivir, es decir: la
voluntad de querer, que se traducía en el intelecto en una sucesión de
“ficciones fenoménicas” y que para los modernos pasaban como
certezas inmediatas.
Así mismo, para Nietzsche era suficientemente sospechosa la pre-
sunción de que existiera un “Yo” como el que se proponían los moder-
nos para iniciar su intempestivo desapego y sistemática descon-
fianza de cualquier forma de pensamiento. Puesto que “la falsedad
del mundo en el que creemos vivir es lo más cierto y firme que captan
los ojos” (Nietzsche, 2003: 258), lo mejor, según el propio Nietzsche,
es reconocer y desnudar esta fábula a la que se ha reducido la reali-
dad y descubrir la verdadera voluntad de poder que esconde.
Para el autor de Más allá del bien y del mal esta representación
sólida y transparente (como la misma razón) del sujeto, implicaba
una igualación poco convincente del sujeto con su pensamiento:
“Descartes dice, ‘yo pienso’ y aquí el sujeto determina el verbo; hay
un yo que piensa. Los modernos piensan a la inversa: ‘piensa’ es
determinante, ‘yo’ es lo determinado. ‘Yo’ sería entonces una síntesis
operada por el pensamiento mismo”(Nietzsche, 2003: 123). Así
mismo, sienta ya el camino para el posterior descubrimiento del
inconsciente que con Freud daría al traste con esta concepción de una
conciencia pura concretada en el “Yo”:

27
La modernidad y su crisis

¿[n]o estaremos ya en el umbral de un periodo que, dicho en un sentido negativo,


habría que empezar a calificar de extramoral? Y digo esto porque hoy, al menos
los inmoralistas, sospechamos que el valor decisivo de un acto reside precisa-
mente en lo que tiene de no intencionado, y que toda intencionalidad, todo lo que
se puede ver, saber y conocer “conscientemente” a través del acto, forma parte de
la superficie del mismo, que como todo lo que se ve a flor de piel, revela algo, pero
esconde mucho más [Nietzsche, 2003: 258].

Por lo que esta crítica nos sitúa sin duda en una problemática
ontológica del sujeto en sus propios términos: es el propio sujeto
condición de su disolución. No será ya la supresión violenta de la
subjetividad del sujeto mediante mecanismos objetivos, o grandes
sistemas totalitarios, por el contrario, la actual crisis de la subje-
tividad moderna se dará por el abandono irreflexivo del sujeto a la
satisfacción de sus deseos.
En este sentido también se pronunciará Horkheimer al denunciar
“la transformación de la razón objetiva degradada en razón subjetiva,
es decir, una visión racionalista del mundo convertida en una acción
puramente técnica en la cual la racionalidad está puesta al servicio de
necesidades” (Touraine, 1998: 94). Es esta opaca racionalidad de los
impulsos inconscientes del individuo la que inaugura una época en
que la subjetividad se ha vuelto un absoluto (y que en nuestros
6
tiempos es bien aprovechada por el mercado).
En este sentido, se puede decir que a la pérdida de referentes
objetivos que habían prestado sentido y movimiento al desarrollo de
la modernidad, y cuya caída identificaba Horkheimer con la pérdida
de la razón objetiva, corresponde una subjetividad que se presenta
como abismo para el propio sujeto, en el cual se diluye y se pierde en
sí mismo mediante la instrumentación racional de la satisfacción de
sus deseos, que presenta al individuo como esclavo de “intereses
impersonales” que pasan como propios.

6
Aunque esta crisis de la subjetividad actual se da en términos del propio sujeto, no se puede dejar de señalar
el gran catalizador que ha sido el “mercado” como organización racional de la actividad económica y, por
tanto, un referente objetivo que ha explotado para su propia reproducción este carácter volátil del “Yo” al
generar un desarrollo con base en la creación de nuevas necesidades.

28
La modernidad y su crisis

b) Crisis y fragmentación de la historia

La crisis en la interpretación del concepto de “historia” que se había


gestado desde finales del periodo ilustrado al llamado periodo
historicista del siglo XIX es producto de diversas críticas y hechos que
conmocionarán a dicho referente objetivo que, como ya se vio
anteriormente, dotó a la modernidad de una voluntad política que le
permitía movilizar a su interior las fuerzas apropiadas para su auto-
rreproducción o expansión, identificando dichas fuerzas ya sea como
movimientos nacionalistas o reformas de modernización, que, sin
embargo, mediante su cada vez más abierta complejidad y el incre-
mento de la intensidad de las relaciones sociales a nivel mundial,
entran en choque al encontrarse con una realidad un tanto ines-
perada.
La visión de un tránsito constante hacia el “progreso”, así como la
presunta universalidad de la historia y su proceso lineal e inequívoco,
contrastan con la coexistencia de diversas realidades históricas
simultáneas, con la insuperable pobreza a nivel mundial y con el
incremento de los intercambios entre las diferentes sociedades del
mundo, así como el auge de los estudios multiculturales que relati-
vizan toda pretensión de universalidad y etnocentrismo, reduciendo
el gran relato de las sociedades a su contexto y obligándolas a
establecer un diálogo, que a través de la diferencia exalta las particu-
laridades.
Hacia este norte se orientará la crítica de la historia emprendida
por Walter Benjamin, el cual, por un lado, “invierte el signo de la
orientación radical hacia el futuro que caracteriza en general a la mo-
dernidad, hasta el punto de trocarla en una orientación aun más
radical hacia el pasado” (Habermas, 1989: 23), es decir, que ve esta
percepción de ruptura con lo inmediato anterior que encaminaba el
presente a un futuro siempre abierto, como una ilusión que encubre y
no permite ver la verdadera orientación del presente moderno hacia
el pasado, como un continuum que llene el tiempo “homogéneo y
vacío”, el cual siempre será interpretado desde el propio presente y
que determinará el camino hacia el futuro:

[a]tribuye [Benjamin)] a todas las épocas pasadas un horizonte de expectativas


no satisfechas y a la actualidad orientada hacia el futuro la tarea de revivir de tal

29
La modernidad y su crisis

suerte en el recuerdo un pasado que en cada caso se corresponda con ella, que
podamos satisfacer las expectativas de ese pasado con nuestra fuerza mesiánica
débil [Habermas, 1989: 26].

Por el otro, esta concepción de la historia de Walter Benjamin


delata a la propia historia como una narración, como un género lite-
rario el cual corresponde a la versión parcial de aquellos con los que
“el historiador historicista entra en empatía”, y que sin duda siempre
representará la visión de los vencedores: “quienes dominan en cada
caso son los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez.
Por consiguiente, la empatía con el vencedor resulta en cada caso
favorable para el dominador del momento” (Benjamin, Tesis VII: 22-
23). De lo anterior deriva, entonces, una interpretación adecuada del
pasado para la construcción de una actualidad que se deje ver como
“imagen eterna del pasado”:

Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdade-


ramente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un
instante de peligro. De lo que se trata para el materialismo histórico es de atrapar
una imagen del pasado tal como ésta se le enfoca de repente al sujeto histórico en
el instante del peligro. El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición
como a los receptores de la misma. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de
entregarse como instrumentos de la clase dominante [Benjamin, Tesis VI: 21].

Este cuestionamiento del verdadero carácter de lo “nuevo”, de


aquella actualidad que se consume a sí misma y que fungió como el
fundamento dinámico de la modernidad, será retomado por el pen-
samiento posmoderno, que sugerirá un “fin de la historia” como
resultado de esta evidente pérdida de movilidad del referente
histórico y que dará la sensación de un estancamiento del tiempo en
la modernidad:

…lo posmoderno se caracteriza no sólo como novedad respecto de lo moderno,


sino también como disolución de la categoría de lo nuevo, como experiencia del
“fin de la historia”, en lugar de presentarse como un estadio diferente [...] de la
historia misma [Vattimo, 1985: 12].

Lo que caracteriza en cambio el fin de la historia en la experiencia posmoderna es


la circunstancia de que, mientras en la teoría la noción de historicidad se hace
cada vez más problemática, en la práctica historiográfica y en su autoconciencia

30
La modernidad y su crisis

metodológica la idea de una historia como proceso unitario se disuelve y en la


existencia concreta se instauran condiciones efectivas […] que dan una especie
de inmovilidad realmente no histórica [Vattimo, 1985: 13].

Uno de los fundamentos en los que se apoya el discurso posmo-


derno que pone énfasis en esta presunta parálisis de la historia es la
consideración, siguiendo a Arnold Gehlen, de que en las sociedades
actuales el progreso se ha vuelto rutina, en cuanto a que: “la capa-
cidad humana de disponer técnicamente de la naturaleza se ha
intensificado y aún continúa intensificándose hasta el punto que,
mientras nuevos resultados llegarán a ser accesibles, la capacidad de
disponer y de planificar los hará menos nuevos” (Vattimo, 1985: 14).
Esta pérdida de vitalidad del concepto de “progreso”, donde “la
novedad nada tiene de revolucionario, ni de perturbador, sino que es
aquello que permite que las cosas marchen de la misma manera”
(Vattimo, 1985: 14), impondrá un fuerte límite a la dinámica expan-
siva de la modernidad que, como hemos dicho, hacía de la constante
renovación de actualidades, y en este sentido de un constante trán-
sito hacia el perfeccionamiento que se concretaba en el concepto de
“progreso”, su brújula y motor, y que mediante estas limitaciones se
descubría el fracaso del proyecto moderno como constante proceso
de emancipación e ilustración, que nos dan la sensación de estar en
los últimos días de agonía de una época.
Esta desmitificación del progreso como destino irremediable de la
historia que lo reduce a un cambio rutinario de poca significación
trascendental, tanto para el sujeto como para las propias estructuras
modernas, se ve enfatizada por el fracaso, en lo real, de los meta-
rrelatos que se instauraron bajo la promesa de provocar el arribo de
un “hombre nuevo”. A finales de los ochenta, con la caída del Estado
socialista, caen también las últimas esperanzas depositadas en la
razón y su relación con la transformación histórica, y se descubren,
por el contrario, grandes crímenes justificados por la persecución del
futuro. Así mismo, se descubre a la modernidad como un eficaz
potencializador de la técnica y la especialización, pero débil para
articular nuevas y mejores formas de convivencia y socialidad. El
problema ecológico, las constantes guerras, la pobreza a nivel
mundial, enfrentan la idealización de la historia con aquella realidad
de la que renegó por mucho tiempo.

31
La modernidad y su crisis

Para finalizar, otro frente desde el cual se señalaba lo aparente de


esta concepción de la historia como universal y lineal tendría su
origen en el incremento tanto de la comunicación como de la in-
fluencia entre las diversas sociedades a nivel mundial, el cual se
traduciría en un repentino auge de estudios multiculturales que reve-
laban, en distintos grados, la coexistencia de una diversidad cultural
que descubría, desde la misma modernidad, su propio carácter etno-
céntrico.
La fragmentación de la historia es la contraposición a este
entendido lineal y universal de ella, donde, a partir de estos incre-
mentos en la intensidad de los contactos entre sociedades (en donde
los medios y las tecnologías de comunicación han sido decisivos),
sale a la luz la existencia simultánea de diversas concepciones del
mundo (Weltanschauungen), cada una válida al interior de sí, y se
presenta como una “disolución de los puntos de vista centrales” y que
se traducirá en la multiplicación de estos diferentes centros de
opinión y, por lo tanto, en la fragmentación de la historia en una mul-
tidiversidad de historias.

c) El ocaso de la razón

Aunque la crítica a la razón, como un punto axial en la definición de


modernidad, está implícita en los demás ejes que aquí se tratan,
constituye, por su importancia y trascendencia, mención aparte.
En su momento más álgido, esta pérdida de confianza en la razón
como portadora del proyecto moderno, ya sea en relación con la
Ilustración o el Historicismo, la razón hace que ésta se debata entre
el fracaso del movimiento emancipatorio obrero y el stalinismo, y el
arribo del nazismo y la segunda guerra mundial. Ante este panorama,
la luz que prometía la modernidad como proyecto de civilización
parece atenuarse al extremo de abogar por su prematuro fracaso. El
movimiento que provoca una modernidad inconforme consigo
misma se reflejará en una representativa inversión en el papel de los
intelectuales respecto del desarrollo de la modernidad, pues empieza
a articularse —aunque sea en fragmentos—, una crítica global a la
modernidad en su conjunto y sobre todo a la “irracionalidad de la
razón”, que anunciaba el doble sentido de la Ilustración, que a la vez

32
La modernidad y su crisis

que libera, destruye. En este sentido, la teoría crítica de la Escuela de


Frankfurt, con sus limitaciones, nos muestra un contexto en el que
queda reflejado este periodo de desconcierto, de silencio después de
la tormenta.
El carácter global de la crítica a la sociedad de la Escuela de
Frankfurt, en especial en los trabajos de Max Horkheimer, se con-
creta en el hecho de que: “La crítica, al volverse contra la razón como
fundamento de la validez de la crítica, se hace total” (Habermas,
1989: 146), es decir, al denunciar la primacía de la razón funcional
sobre la razón sustantiva (Weber), de una razón con arreglo a fines,
7
de carácter instrumental, sobre una razón articuladora, se confun-
den los fines con los medios, y la mezcla entre pretensión de validez y
pretensión de poder, gran logro y base de la modernidad, queda
eliminada y, por lo tanto, la crítica abarca a la modernidad como un
proyecto no realizado:

[c]on el concepto de “razón instrumental” Horkheimer y Adorno pretenden


sacar las cuentas a un entendimiento calculante que ha usurpado el puesto de la
razón. Este concepto tiene también la función de recordar que la “racionalidad
con arreglo a fines” levantada a totalidad borra la distinción entre aquello que
reclama validez y aquello que es útil para la auto conservación, echando abajo las
barreras entre validez y poder, anulando aquella distinción categorial a la que la
comprensión moderna del mundo creía deber una definitiva superación del mito
[Habermas, 1989: 149].

Esta premisa central en el trabajo de Horkheimer y Adorno, en la


Dialéctica de la Ilustración, es decir, aquella que denuncia a la razón
como destructora de la humanidad que ella misma posibilita, y que
vincula el proceso emancipatorio de la modernidad con nuevas
formas de control y dominación social, y con el surgimiento de
nuevos mitos modernos que los procesos de secularización y
racionalización de la modernidad pretendieron eliminar, nos arroja a
una modernidad expuesta como dominación y de esta manera se
empieza a gestar un creciente escepticismo en contra de la razón y,
sobre todo, en la confianza que su praxis genera y que veía en los

7
“La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. Éste los conoce en la medida en
que puede manipularlos”. Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta,
Madrid, 1998.

33
La modernidad y su crisis

regímenes totalitarios de derecha e izquierda y en la gran violencia


del siglo XX sus principales aberraciones.
Esta separación entre acción y pensamiento que caracterizará a la
Escuela de Frankfurt8 pondría incluso en entredicho la pertinencia
de la ciencia y de la filosofía como métodos confiables de acceso a la
verdad, ante la amenaza de que estas dos actividades que la moder-
nidad había, por momentos, casi glorificado, estuvieran también al
servicio de la razón instrumental y puestas a la disposición de la con-
secución de algún interés de poder.

La distancia del sujeto frente al objeto, presupuesto de la abstracción, se funda en


la distancia frente a la cosa que el señor logra mediante el siervo [Horkheimer y
Adorno, 1998: 68].

El rompimiento entre la filosofía y la acción política de la Escuela


de Frankfurt, como coinciden Habermas y Touraine, se explica
también por el fracaso del proletariado como sujeto revolucionario y
portador del sentido emancipador de la praxis y, por lo tanto, de una
crisis del marxismo, que ante la creciente pluralidad y diversidad de
las sociedades postindustriales, que provocaría el surgimiento de
nuevos actores y movimientos sociales con características muy
diferentes, son irreductibles a la lucha de clases y al marxismo
ortodoxo. Sin embargo, en esta ruptura entre teoría y práctica ambas
salen perdiendo: mientras el pensamiento, y en concreto la filosofía,
corren el riesgo de volverse una experiencia que poco tiene que ver
con lo que sucede, sin fundamento en lo concreto, como pura esté-
tica, por su propio lado, la práctica sin reflexión se convierte en
reproducción de lo dado y nos arroja a un pragmatismo que desco-
noce todo vestigio de humanidad.

La antítesis tradicional entre arte y ciencia, que las separa entre sí como ámbitos
culturales para convertirlas como tales en administrables, hace que al final,
justamente en cuanto opuestas y en virtud de sus propias tendencias, se con-
viertan la una en la otra. La ciencia, en su interpretación neopositiva, se convierte
en esteticismo, en sistema de signos aislados, carente de toda intención capaz de

8
“La Escuela de Frankfurt parte de la separación que comprueba entre la praxis y el pensamiento, la acción
política y la filosofía” (Touraine, 1998: 152).

34
La modernidad y su crisis

trascender el sistema: en aquel juego, en suma, que los matemáticos hace tiempo
declararon ya con orgullo como su actividad. Pero el arte de la reproducción
integral se ha entregado, hasta sus técnicas, en manos de la ciencia positivista. En
realidad dicho arte se convierte una vez más en mundo, en duplicación
ideológica, en dócil reproducción [Horkheimer y Adorno, 1998: 72].

La filosofía que antaño pareció superada, sigue viva porque se dejó pasar el
momento de su realización. El juicio sumario de que no ha hecho más que
interpretar el mundo y mutilarse a sí misma de pura resignación ante la realidad,
se convierte en derrotismo de la razón después de que ha fracasado la
transformación del mundo… [Adorno, 1987: p. 48].

De esta manera, una crítica total de la modernidad, es decir, una


crítica a la razón creadora y modernizadora, nos arroja a dos caminos
posibles, por un lado, el abandono del proyecto moderno como tal, y
con ello la necesidad, al menos por ahora sólo teórica, de tránsito
hacia una nueva época, posmoderna; por el otro, un camino que
considera dicha crítica de carácter global una posibilidad que torna
reflexiva a la modernidad sobre sí misma y que permite, mediante la
crítica, la redefinición del proyecto moderno, es decir, la reincor-
poración de una vitalidad crítica que le permita encontrar vigencia en
nuestro tiempo.

d) Crisis de la generación, organización y disposición


del conocimiento

Otro camino que toma este sagaz señalamiento a la modernidad y a la


razón portadora de su proyecto trazado por Horkheimer y Adorno,
desemboca en una gran crítica al que fuera, y que actualmente
todavía es, el producto más representativo y de más orgullo del
referente moderno, en donde ha encontrado la garantía de su
desenvolvimiento y su vigencia como referente civilizatorio: la
ciencia.
El conocimiento científico nace junto con y por la modernidad
como el acceso privilegiado a la verdad; con la guía de la razón y un
método, se proclamó como la fuente legítima de interpretación y
acción en la realidad. El proyecto moderno basó en el conocimiento
científico y en la producción de teorías gran parte de su capacidad

35
La modernidad y su crisis

movilizadora, ya que le permitía, por un lado, un dominio sin


precedentes sobre la naturaleza y, por el otro, un medio propicio para
justificar diferentes posturas ante el mundo, que, desde la óptica de
la Escuela de Frankfurt, extendía este dominio de la naturaleza a la
sociedad como realidad objetivada bajo una lógica reproductiva y de
autoconservación (Horkheimer):

[e]stos dos aspectos dependen el uno del otro. Los intereses sólo pueden ser
satisfechos de modo estable a través de normas de comercio y trato social si se
unen con ideas que les sirvan de justificación; y, a su vez, las ideas sólo pueden
imponerse empíricamente si se alían con intereses que las doten de fuerza
[Habermas, 2001: 251-252].

El punto de partida aquí será nuevamente Weber, que identificaba


la racionalización y la consecuente intelectualización de las imágenes
del mundo o esferas de saber, con una razón funcionalista (o instru-
mental) que mezclaba interés, necesidad y conocimiento:

[l]a intelectualización y racionalización creciente no significan […] un creciente


conocimiento general de las condiciones generales de nuestra vida. Su
significado es muy distinto; significa que se sabe o que se cree que en cualquier
momento que se quiera se puede llegar a saber que, por tanto, no existen en torno
a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo
puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir
simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo [Max Weber, 1991: 198].

La preponderancia en el trabajo de Weber de una razón formal o


instrumental en detrimento de una razón sustancial en la conse-
cución y satisfacción de los intereses (cfr. Estado y sociedad, p. 64)
da pie a la crítica de Horkheimer y Adorno, la cual señala que la razón
instrumental se ha vinculado indisolublemente con la modernidad y,
por lo tanto, ha permeado incluso a la ciencia, denunciando que esta
misma “no tiene conciencia de sí; es un instrumento”, abriendo
camino hacia una autorreflexión de la ciencia acerca del sentido en
que el conocimiento es organizado y dispuesto. Ciencia, ¿para qué?,
se preguntará, si este señalamiento entre voluntad de poder y
pretensión de verdad desenmascara una ciencia vuelta ideología, al
encubrir estos supuestos nexos que la modernidad había pretendido
separar.

36
La modernidad y su crisis

El desencantamiento del mundo quiere decir para Weber el


tránsito de una explicación del mundo basado en la magia, donde “los
fenómenos percibidos en la superficie quedan ordenados en una red
de correspondencias, de relaciones de semejanza y contraste, a
conceptos básicos con los que queda categorialmente unido” (Haber-
mas, 1989: 144), es decir, donde la interpretación que se hace de la
realidad la percibe como un todo, a una comprensión moderna carac-
terizada por la separación y racionalización de cada una de las
imágenes del mundo o esferas de conocimiento, es decir, donde la
religión, el arte, la moral y la política, son esferas autónomas e inde-
pendientes entre ellas, cada cual validada por un sentido interno pro-
pio. Sin embargo, esta desarticulación implica necesariamente la
pérdida de una visión holista de la realidad: “la consideración empí-
rica del mundo, y también la matemáticamente orientada, genera
por principio el rechazo de toda consideración del mundo que pre-
gunte por un ‘significado’ del acontecer intramundano” (Weber,
1987: 553). Esta pérdida de una perspectiva global en la interpre-
tación de la realidad en las esferas del saber se traducirá en una
realidad a la que sólo se le conoce por medio de “fragmentos”, donde
“cada uno de estos fragmentos separados ignora el rostro global del
que forma parte” (Morin, 1999[a]: 21).

El desencanto del mundo moderno de que habla Weber no estriba en la desapa-


rición de los mitos y lo sagrado, pues éstos eran ya un producto de la razón; lo que
se ha perdido es la unidad del mundo [Touraine, 1998: 154].

Esta fragmentación de la realidad que ha propiciado la hiper-


racionalización de las esferas del saber, ha ocasionado en lo concreto
una parálisis en la manera en que organizamos y disponemos de
nuestro conocimiento ante una realidad cada vez más compleja, que
sin lugar a dudas le ha rebasado.
Se puede afirmar entonces, que el gran logro de la época, aquel
que Weber identificaba con el surgimiento del racionalismo
occidental y que daba marcha a la modernidad, y que Habermas
identifica como la dignidad inherente al proyecto moderno, es
también la causa de su propia crisis. La desarticulación de las esferas
del saber, trasladado a la organización de las ciencias, en su afán de
validación interna en cada una las parcelas del saber, es decir, donde

37
La modernidad y su crisis

cada una sigue su propia lógica interna y es fundamento de sí misma,


ha llegado a un punto en que impide a las diferentes ciencias el
conocimiento de lo que pretende conocer, fracasando en su objetivo
básico y ahondando la crisis de la modernidad por ser incapaz de
incorporarla como variable.
Esta cara de la crisis de la modernidad, servirá como eje
transversal en el desarrollo del trabajo, pues su diagnóstico, el cual se
extiende en la segunda parte de este capítulo, será valiosamente
considerado en la elaboración argumentativa y metodológica del
mismo. De esta manera, el presente proyecto asume la respon-
sabilidad ante la actual crisis que llega ya a todos los aspectos de la
vida humana, de colaborar, aunque sea de manera mínima, en saldar
esa deuda con la realidad que por ahora nos parece avasalladora, y
que en este sentido, y en particular en las ciencias sociales, deberán
poner todo su empeño en calibrar sus aparatos conceptuales ante la
diversidad y complejidad del mundo de hoy y colaborar, desde su
espacio, con formas de convivencia más justas.

38
2. La crisis epistemológica de la modernidad

2.1. Crisis como necesidad de autorreflexión


de las ciencias sociales

El surgimiento del conocimiento científico como una fuente privi-


legiada de acceso al saber o a la verdad va de la mano con el arribo de
la modernidad como referente vigente. El papel predominante que la
nueva época otorga a la razón se va transformando en un cuerpo de
conocimiento que por medio de la documentación y de la forma-
lización de los procesos de aproximación a la realidad da lugar al
surgimiento de la ciencia como una amplia esfera en la cual se esta-
blecen maneras de generar, organizar y disponer del conocimiento,
hecho que sin duda influirá de manera decisiva en la forma de inter-
pretar nuestro tiempo.
El vacío que dejó el proceso que Weber identificó como el
desencantamiento del mundo —en cuanto a la ruptura de una
explicación del mundo basada en la religión y en la verdad revelada,
justificada de acuerdo con el dogma que daba cohesión y unidad al
mundo—, explica en parte la importancia que fue adquiriendo la
ciencia en nuestra civilización. El tránsito a la modernidad significó
el reemplazo de la religión y de Dios como principios explicativos del
mundo por la ciencia, debido a sus procesos y premisas basados en la
razón cuya radical particularidad consiste en que tanto éstos como
aquéllos son capaces de crítica racional, hecho que la hizo ocupar una
posición hegemónica en este sentido.
Sin embargo, la gran esperanza de la modernidad, que vinculó la
tríada ciencia/técnica/industria (Morin), con una particular con-
cepción del “progreso”, también se ha disipado ante una ciencia al
servicio del interés, cada vez más ajena a los problemas funda-

39
La crisis epistemológica de la modernidad

mentales que atañen a nuestras sociedades e incapaz de aprehender


la realidad y prestarle sentido.
La ciencia, como una actividad social (Popper, Habermas, Kuhn)
—es decir, que parte de un contexto social histórico determinado
donde los sujetos que conocen se desenvuelven, y en donde además el
proceso científico en su totalidad se da en forma de socialización y
con un alto grado de publicación, en cuanto que existen una serie de
instituciones, procesos, mecanismos para dar validez al conoci-
miento, organizarlo y disponer de él, lo que implica un proceso
social—, no puede ser ajena a las condiciones específicas de determi-
nada sociedad o tiempo histórico:

…el pensamiento científico, y en particular el pensamiento referente a asuntos


sociales y políticos, no se desarrolla en un vacío absoluto sino dentro de una
atmósfera socialmente condicionada [Popper, 1991: 382].

Lo mismo que las primeras categorías representaban a la tribu organizada y su


poder sobre el individuo singular, así el entero orden lógico —dependencia,
conexión, extensión y combinación de los conceptos— está fundado en las
correspondientes relaciones de la realidad social, en la división del trabajo.
[Horkheimer y Adorno, 1998: 75].

De esta manera, la distinción entre la crisis de la modernidad y la


crisis del conocimiento científico se hace casi imposible de trazar,
una implica la otra y ambas entran en una constante retroali-
mentación. En otras palabras, es posible explicar la crisis del conoci-
miento a partir de la crisis del referente moderno y, a su vez, dicha
crisis se ahonda y se reproduce ante la incapacidad de la moder-
nidad de generar un conocimiento pertinente de esta crisis. Por lo
tanto, muchos factores que se mencionaron en el apartado anterior
se convertirán en condiciones objetivas que servirán de insumo ante
la necesidad de una autorreflexión por parte de la ciencia.
Sin embargo, antes de empezar a caracterizar brevemente estos
factores de crisis que se tornan en condiciones objetivas que cual-
quier metodología o desarrollo científico debe incorporar (Zemel-
man) —y como se había anticipado antes—, debemos esforzarnos por
aventurar una comprensión genérica del concepto “crisis”, que nos
permita orientarnos dentro del presente trabajo y comprender los
fenómenos que de ella deriva.

40
La crisis epistemológica de la modernidad

2.1.1. La ubicación espacio-temporal del concepto crisis

A partir de Kuhn y en la literatura consecuente, la ciencia toma


conciencia de su carácter revolucionario. Su progreso y evolución
deriva de ciertos procesos de contrastación entre teorías o principios
explicativos que significan cambios estructurales más profundos en
la manera de interpretar al mundo; de esta forma, el tránsito de un
paradigma a otro re-evoluciona el entramado cognoscitivo científico.

La historia de la ciencia no aparece como un progreso continuo y acumulativo,


sino como una serie de revoluciones desracionalizantes, entrañando cada una de
ellas una nueva racionalización [Morin, 1984: 303].

A partir de esta premisa se derivan varias consecuencias epis-


temológicas. Por un lado, se hace explícita la temporalidad del
conocimiento científico en cuanto a que su avance está determinado
por el cambio de un paradigma —que mientras esté vigente, da
explicación y comprensión a los fenómenos—, a otro que, una vez
instituido, se convierte en el nuevo referente explicativo, dotándole
al paradigma inmediato anterior el carácter de obsoleto y, por lo
tanto, de falso en cuanto aproximación de la realidad.
Este carácter revolucionario del desarrollo científico se hace notar
en la metáfora de Hugo Zemelman acerca del “hombre fronterizo que
rompe fronteras”, en cuanto refiere del sujeto aquella capacidad de
imponerse límites para luego sobrepasarlos e imponer nuevos
(Zemelman, 2002). Así mismo, la ciencia ubica fronteras, define
límites y alcances y construye dentro de éstos maneras de interpretar
y conocer la realidad para que luego los conceptos choquen contra su
límite y den paso al establecimiento de nuevos horizontes.

Traspasar los límites para abrirse a lo inédito supone una necesidad de realidad
que obliga a colocarse como sujetos pensantes por sobre los contenidos
acumulados. Requiere de la conciencia de estar conformados por límites y de
luchar contra ellos para no quedar sometidos a lo que es su espacio [Zemelman,
1998, p. 24].

Este constante movimiento de los límites siempre implicará un


“afuera”, un más allá de éstos, y significará un excedente de lo “no

41
La crisis epistemológica de la modernidad

conocido” hacia el que nuevos procesos de desracionalización/racio-


nalización se dirigirán en el constante avance de la ciencia. Es, pues,
esta condición de lo real que excede siempre a lo racional (Morin,
1984) la gran motivación de la ciencia y erradicarla significaría el fin
del conocimiento científico y, más aún, de toda clase de conocimiento.
De esta manera, otra consecuencia epistemológica estará en fun-
ción del constante proceso dinámico de la realidad que la ciencia
intenta incorporar para sí a través del desarrollo y el progreso cientí-
fico y que se traduce por lo tanto en la constante renovación del
referente cognoscitivo que lucha por adaptarse a una realidad
siempre cambiante. En este sentido, para la ciencia sería un contra-
sentido querer conocerlo todo pues esto significaría la suspensión de
la actividad científica, ya que, como afirma Popper: “La teoría
empieza con problemas y termina con problemas” (Popper, 2005).
Será entonces esta tensión entre “lo que se conoce” y aquello que
“puede conocerse” donde los procesos de racionalización/desracio-
nalización conllevan un espacio pertinente para ubicar el concepto
de “crisis”, en cuanto a que dicha tensión permea toda la estructura
en proceso de “desracionalización”, e implica, en consecuencia, tanto
un aumento de los flujos de información —en cuanto a la incapacidad
del referente todavía vigente de interpretar dicha información—,
como un aumento de la incertidumbre que da la proximidad de lo
“nuevo” y, por lo tanto, desconocido. En una perspectiva similar,
Edgar Morin da cuenta del concepto de “crisis”:

[u]na crisis se manifiesta por el aumento, la generalización incluso de las


incertidumbres, por rupturas de regulaciones o feedback negativos (que anulan
las desviaciones), por desarrollos de feedback positivos (crecimientos incontro-
lados), por el aumento de los peligros y las oportunidades… [Morin, 1993: 112].

Para nuestra interpretación del concepto “crisis”, como se verá a


continuación, es de constitutiva importancia (en cuanto representa
una parte de la relación en tensión) todo aquello que resida afuera del
horizonte cognoscitivo en crisis y que a menudo se le ha dado un
1
tratamiento residual e interpretado como contingente: lo extraño, lo

1
“Nada absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo”.
(Horkheimer y Adorno, 1998: 70).

42
La crisis epistemológica de la modernidad

anormal, lo incongruente, lo irracional, de la misma forma que lo


nuevo y lo ajeno, son, detrás del límite, la potencialidad del nuevo
conocimiento.
Son entonces estas dos características inherentes al conocimiento
científico (temporalidad y necesidad de renovación) lo que nos
permitirá ubicar el concepto “crisis”, en cuanto a que éste se presenta
como un conflicto entre lo que se conoce y las maneras de conocerlo y
una realidad que le resiste. De esta manera, todo referente cognos-
citivo que se establezca temporalmente, deberá considerar este exce-
dente de “lo real” como insumo a su propio desarrollo, y en este
sentido un conocimiento pertinente deberá buscar incorporar lo
nuevo, lo extraño, lo ajeno, es decir, todo aquello que escapa a sus
fronteras actuales, no sólo como contingencia, residuo o vestigio de
irracionalidad, sino en su reconocimiento como posibilidad cognos-
citiva y como aproximación con lo que está más allá de la frontera
actual. Pues lo que hoy es periferia, mañana puede ser centro.

Este movimiento plantea el problema epistemológico y ético de abrirse a nuevas


posibilidades, y el sentido que tiene hacerlo, de modo de llegar a encontrar la
adecuación más inclusiva, por lo mismo más libre, del esfuerzo por colocarse
ante lo inédito. Y de este modo llegar a tener la máxima capacidad, no tanto de
construir, sino de reconocer sus opciones y el momento preciso en que son un
desafío para la reflexión. Consideramos que es la función de lo indeterminado
[Zemelman, 1998: 16].

Sin embargo, como decíamos, esta relación entre lo establecido y


lo extraño revolucionario se da siempre a manera de tensión y con-
flicto generalizado y por consecuencia deviene en crisis. Será, por lo
tanto, nuevamente, éste el momento y el espacio que nos orientará
hacia el concepto de “crisis”, que entonces se entiende como un
momento álgido en la tensión entre la manera de conocer y lo que se
pretende conocer (que siempre lo excede), a manera de desfase o
desencuentro2 entre ellas.
Se refiere entonces el concepto de “crisis” a la tensión entre los
componentes que conforman el referente cognoscitivo y la conexión

2
No se pretende aquí que para la relativa estabilidad sea necesario la plena identificación del pensamiento
con lo que se piensa, sin embargo, sí se acepta como necesaria una relación diferenciada, vinculante, entre el
pensamiento con lo pensado.

43
La crisis epistemológica de la modernidad

entre ellos, en relación a un estímulo que escapa a su comprensión


(nueva realidad social). La crisis, así, es este momento en el cual
aquello que hasta entonces permanecía latente pero fuera del refe-
rente cognoscitivo se hace explícito y por lo tanto se convierte en
realidad objetiva y cognoscible, representando un desfase del refe-
rente actual en cuanto a que éste no posee las condiciones necesarias
para su aprehensión.3

En Luhmann, por ejemplo, la crisis en la teoría de sistemas que re-


presentó la complejidad de las sociedades actuales, en cuanto a que
dicha complejidad se entiende cuando “ya no es posible que cada
elemento se relacione en cualquier momento con todos los demás,
debido a limitaciones inmanentes a la capacidad de interconectarlos”
(Mardones, 1991: 15) y debido a que el sistema carece de “la informa-
ción que le falta [...] para poder comprender y describir comple-
tamente su entorno [...] o bien a sí mismo”, implicará que dicho
sistema compense la inferioridad de complejidad mediante “estra-
tegias de selección”. Es decir, la condición objetiva de “lo complejo” y
la introducción consecuente de la distinción sistema/entorno hacen
entrar en crisis a la teoría tradicional de sistemas (Easton) que
mediante una lógica mecanicista (out put/in put), no puede inter-
pretar esta complejidad y lleva a Luhman a un cambio paradigmático
dentro de la teoría de sistemas:

[m]i argumento es, simplemente, que ambas nociones de complejidad, basadas


en la operación y en la observación, respectivamente, apuntan a una selectividad
forzosa. La complejidad significa que toda operación es una selección, sea
intencional o no, esté controlada o no, sea observada o no. Siendo elemento del
sistema, una operación no puede evitar el contacto con otras posibilidades
[Luhmann, 1998(b): 27].

Por otro lado, el concepto “crisis”, en esta perspectiva que hace

3
Las crisis personales se dan cuando el modo de vida de la persona se ve cuestionado o incluso agotado ante
ciertas circunstancias, o bien cuando dicho modo de vida se presenta como contrario a la realidad social
imperante. Así, las grandes crisis económicas son resultado del surgimiento de nuevas variables producidas
por los mismos modelos: el modelo económico basado en la producción genera inflación y el que se basa en el
consumo termina por disminuir la capacidad adquisitiva del asalariado. La crisis del sistema político
mexicano se explica en parte debido a una transición incompleta hacia un nuevo régimen, en donde nuevas
condiciones entran en conflicto con viejas estructuras y hábitos, y por lo tanto deviene en crisis. Aunque en
esta generalización del concepto de “crisis” se pierde mucho, nos será útil en un primer acercamiento.

44
La crisis epistemológica de la modernidad

énfasis en su condición de proceso, puede moverse en consecuencia


en dos polos opuestos con posibilidades/peligros diferentes. Por un
lado la crisis puede devenir en una adecuación ya sea de conservación
o de renovación que, cada cual con sus características, representará
la continuidad del referente cognoscitivo en cuanto a que existe una
adecuación determinada ante la tensión; por el otro, la crisis puede
devenir en ruptura, es decir, en el abandono completo del referente
cognoscitivo.
En los fenómenos de crisis/continuidad podemos distinguir dos
posibilidades con diferencias cualitativas contrastantes:

1. Por un lado, el proceso de adecuación del referente cognoscitivo se


puede dar en forma de conservación, donde el conflicto entre
conocimiento y realidad no es reconocido y, por lo tanto, lo nuevo
y lo extraño permanece como contingente y se le intentará
suprimir o eliminar. En este sentido, lo no-real, que será lo diná-
mico y cambiante que no se incorpore a la estructura del referente
cognoscitivo, será una falla inherente al sistema y no una parte
vital de éste. Como resultado se puede percibir una realidad
mutilada o sometida a los esquemas existentes, o al menos mani-
pulada y encubierta bajo la sombra de lo irracional. Así, el
referente se autoconserva; sin embargo esto sólo puede aplazar la
crisis haciéndola más profunda, y siempre se hace en sacrificio de
lo real como posibilidad.

2. Por otro lado, la crisis/continuidad puede tomar el aspecto de


renovación. En este sentido, la guía cambiante de la realidad
llevará a una transformación de los elementos y sus relaciones y
procesos entre sí, flexibilizando las estructuras del referente
cognitivo y evitando una ruptura, entendida como el surgimiento
de un referente cognoscitivo radicalmente nuevo. De esta manera,
la continuidad se entiende como expansión y evolución del
referente actual, donde se reconoce este conflicto entre las herra-
mientas cognoscitivas y lo que se pretende conocer que conlleva a
un “calibrar” dichas herramientas que las haga sensibles ante
nuevas realidades. Aquí la crisis es temporalmente trascendida
por el referente que mediante su transformación vuelve a adqui-
rir vigencia.

45
La crisis epistemológica de la modernidad

En lo que se refiere a fenómenos de crisis/ruptura la incertidumbre


se vuelve casi total. Debido a que muy seguramente una vez que
hayamos transgredido el límite actual, para nunca poder volver
—que significaría el surgimiento de nuevas formas que ya nada
tienen que ver con las anteriores—, no podríamos percatarnos de
ellas hasta su arribo a la conciencia y significaría el momento
4
concreto de ruptura y el arribo a un nuevo referente. Sin embargo,
un riesgo latente en estos fenómenos de crisis/ruptura es sin duda el
surgimiento de la violencia o de la destrucción como un “empezar de
nuevo”.
La emergencia de la violencia en los fenómenos de crisis/ruptura
se debe a que la tensión entre lo que se quiere conocer y los medios
para conocerlo llegan al clímax y rompen cualquier voluntad de reci-
procidad, lo cual significaría el fracaso de cualquier medio de vin-
cular dicha tensión (la política, la ciencia, el arte) y abriría paso al fin
de lo establecido por medios violentos. En este sentido, y debido al
alto grado de incertidumbre en estos procesos, es menester lograr e ir
preparando una flexibilización de las estructuras, de tal manera que
“lo nuevo” sea reconocido como tal y se pueda transitar hacia él de
mejor manera, que en ningún caso querrá decir que sea cómoda.
Por lo que bajo esta perspectiva y este breve modelo, lo único que se
puede hacer desde el referente actual es ir flexibilizando y calibrando
estos procesos para que en su momento den lugar, ya sea a una
transformación renovadora o a una ruptura (el caso de un verdadero
tránsito a la posmodernidad)5 que excluya la violencia, un claroscuro
en el referente que se prepara para su ocaso.

2.1.2. Condiciones objetivas en la autorreflexión


de las ciencias sociales

Las tensiones que mediante un proceso complejo y conflictivo se


hacen explícitas, es decir, que adquieren una cara y un rostro que las

4
“No podemos medir lo que está naciendo con el mismo patrón de lo establecido” (Maffesoli, 1997: 12). “El
surgimiento de lo nuevo no se puede predecir, si no, no sería nuevo. El surgimiento de una creación no se
puede conocer por anticipado, si no, no habría creación” (Morin, 1999 [c]: 40).
5
“Hay una impotencia para salir de la crisis de la modernidad de un modo distinto que por un pobre
postmodernismo” (Morin, 1993: 111).

46
La crisis epistemológica de la modernidad

vuelve obvias, en el sentido de que se tornan evidentes tanto empírica


como argumentativamente, dan paso al surgimiento de nuevas
condiciones que por lo tanto se vuelven objetivas y que no podrán ser
ajenas al proceso de construcción del conocimiento.

El descubrimiento de una nueva objetividad y su consiguiente racionalidad


supone la capacidad de liberar al propio método de su ideología, producto de
estar identificado con cierto campo de objetos, aunque especialmente con ciertos
objetos particulares. Ello ha llevado a que, en un plano más general, la idea de
racionalidad científica tienda a formalizarse de acuerdo con los moldes de una
propuesta que refleja una determinada práctica científica [ Zemelman, 1998: 91].

En este sentido, la experiencia del marxismo y su consecuente


política comunista marca una trayectoria en la que es posible hacer
notar estos procesos en los cuales emergen nuevas condiciones
objetivas que deben orientar el conocimiento, así como también las
consecuencias que tiene el no hacerlo. En este caso, una teoría
encauzada hacia determinada praxis política que, debido a la
particular manera en que articuló teoría y acción, no fue capaz de
aprehender críticamente sus consecuencias prácticas, así como su
espacio de acción (es decir, el contexto social, cultural, incluso etno-
geográfico), fue transitando cada vez más de ser una teoría crítica
consagrada a la transformación de la realidad, a un discurso ideo-
lógico justificador de un régimen político.
En la introducción autocrítica agregada en 1971 a sus estudios
sobre la mediación entre teoría y praxis, Jürgen Habermas deja ver la
organización de la “ilustración”, en cuanto al proceso de aprendizaje
que orienta la teoría hacia la praxis, como un proceso en el cual es
pertinente diferenciar entre “la formación y perfeccionamiento de
teoremas críticos resistentes a los discursos científicos”, “la organi-
zación de procesos de ilustración en los que pueden utilizarse tales
teoremas” y, finalmente, “la elección de las estrategias adecuadas, la
solución de preguntas tácticas, la conducción de la lucha política”
(Habermas, 2000: 44).
No obstante, durante la experiencia comunista estos tres aspectos
del proceso de ilustración estuvieron unificados bajo la dirección del
Partido, que en este caso se erguía como el centro organizador de la
emancipación proletaria: “Ahora bien, precisamente porque en la
tradición del movimiento obrero europeo estas tres tareas han sido

47
La crisis epistemológica de la modernidad

atribuidas a la organización de un partido, se han borrado las dife-


rencias específicas (Habermas, 2000: 44). Al desaparecer dichas
diferencias, el marxismo y el comunismo, es decir, la teoría y su
consecuencia política, se entremezclan casi inseparablemente y se
concretan en el Partido Comunista, centralizando el proceso de
ilustración en torno a él y teniendo consecuencias que a la postre
resultarán determinantes en el futuro del movimiento.
Esta centralización del proceso de ilustración impondrá a la teoría
marxista un carácter de dogma político, obstaculizando al interior los
procesos de reflexión, crítica y transformación sobre sí misma que
caracterizan al pensamiento de izquierda (Heller y Fehér, 1985). Así,
la teoría crítica sobre la sociedad expuesta en el trabajo de Marx
6
deviene en marxismo, es decir, se formaliza a través de una raciona-
lización cerrada en un conjunto de estrategias políticas justificadas
bajo un modelo teórico cuya pretensión de verdad impide el debate
crítico en torno a él.
La problemática aumenta debido al contexto en el que se desa-
rrolla. Al exterior, la guerra fría trasladaba el debate y la confron-
tación real entre los dos modelos de sociedad antagonistas al plano
ideológico; y al interior, la supresión del conflicto social hace que el
proletariado pierda su referente antagónico dando paso a una dicta-
dura burocrática sobre el proletariado.
Sin embargo, aunque en el corazón del comunismo real la
posibilidad de crítica queda bajo la sombra de “la disidencia política”,
en la periferia de izquierda se empezaron a gestar diversos señala-
mientos que ya indicaban el carácter monolítico del marxismo
ortodoxo: la existencia de una diversidad social que rompía con el
modelo de clases sociales, así como el evidente carácter autoritario
del referente comunista y una incipiente apropiación del debate
democrático por parte de la izquierda (Heller, Arendt, Castoriadis),
son algunas trincheras de esta crítica marginal. Pese a todo, dicha
crítica fue incapaz de permear la estructura del Partido (eje orga-
nizador y vinculante entre teoría y praxis) y pronto estas tensiones se
fueron agravando y ampliando, deviniendo en crisis.

6
“Por esa vía, pues, cuando una filosofía se convierte en un ‘ismo’, le suceden dos cosas: se institucionaliza, y
una teocracia ideológica establece su ortodoxia.” (Heller y Fehér, 1985: 119). “…la ortodoxia es la muerte del
conocimiento, pues el aumento del conocimiento depende por entero de la existencia del desacuerdo”
(Popper, 2005: 56).

48
La crisis epistemológica de la modernidad

Como bien establecen Heller y Fehér: “No cabe duda de que el


pluralismo es la causa principal de la crisis, pues dada su mera natu-
raleza cuestiona la condición de todo ‘ismo’”. En este sentido, será la
incapacidad de reconocer la condición objetiva del pluralismo, en-
tendido como la existencia de una diversidad inherente a las soci-
dades modernas, un factor decisivo en la crisis del marxismo.
Esta incapacidad por aprehender el pluralismo se ve reflejado, por
ejemplo, en la propia URSS o en la Yugoslavia de Tito, donde a través
de un Estado interventor y autoritario que se identificaba como
rector de la sociedad, cuando no como encarnación de la sociedad
misma, suprimió del espacio público (muchas veces de manera
violenta) conflictos implícitos en la diversidad étnica, religiosa,
cultural, etc., que ocultaba. O, así mismo, en la incomprensión por
parte del marxismo del surgimiento de nuevos actores y movi-
mientos sociales encaminados a la emancipación del sujeto, que
escapan por completo a una visión de la sociedad que se reducía a la
pugna entre dos clases sociales.
En este sentido, la doble dirección de la relación entre teoría y
praxis se deja ver; es decir, no sólo es pertinente, como afirma Haber-
mas, diferenciar entre estas tres tareas en los procesos de ilustración
(formulación teórica, organización y lucha política), sino que además
es necesario establecer su retroalimentación de manera eficaz: entre
una teoría capaz de integrar críticamente sus consecuencias prác-
ticas y, viceversa, una práctica que se deja orientar a través de la
teoría. De esta manera, la crítica por parte de algunos teóricos de
izquierda al comunismo real y al marxismo está estrechamente
relacionada con el surgimiento de algunos fenómenos políticos y
sociales que precipitarían la crisis de la teoría marxista y que nueva-
mente ejemplificarían esta constante relación entre teoría y realidad.
Bajo este esquema, el movimiento estudiantil de mayo de 1968 en
Francia es un hecho que se presenta como un fuerte cuestiona-
miento dirigido no sólo contra las condiciones del capitalismo y sus
“universidades burguesas”, sino contra el referente comunista, pues
reúne y realiza desde la izquierda algunas de las críticas al régimen
soviético, y donde además se gestan nuevas condiciones que recla-
man la atención de una teoría incapaz de aprehenderlas. Para Casto-
riadis la novedad del movimiento se centraba en dos puntos:

49
La crisis epistemológica de la modernidad

En primer lugar, tenía un carácter decididamente antiautoritario, razón por la


cual los jóvenes contestatarios rechazaron resueltamente la pretensión del
Partido Comunista Francés de encabezar la insurrección, lo cual produjo la ira
del Partido. En segundo lugar, fue un movimiento con un nuevo sujeto. Tal como
lo vio Castoriadis, el proletariado industrial no vuelve ya a desempeñar el papel
central y conductor en las luchas de clase del neocapitalismo; más bien es el
“asalariado general” el que participa en ellas, el que constituye y maneja su
propio movimiento [Heller y Fehér, 1985: 88].

La desilusión de Horkheimer ante la clase trabajadora como


portadora o sujeto de la revolución (Habermas, 1985) va siendo
reemplazada por la esperanza en el sumergirse de nuevos actores
sociales y nuevas formas de organizar dichos movimientos. Por un
lado, los movimientos sociales adquieren un ámbito de acción fuera
del Estado y de sus estructuras gubernamentales o incluso del
partido; por el otro, los intereses que motivan dichos movimientos se
diversifican tanto como la sociedad de la que emanan. Estos dos
hechos se tornan objetivos a la hora de relacionar acción y conoci-
miento, y en la construcción de este último surgen necesariamente
como objetos que orientan su autorreflexión, y que el marxismo,
como decimos, fue incapaz de incorporar.

La autorreflexión lleva a conciencia aquellos determinantes de un proceso de


formación que condicionan ideológicamente una praxis presente de la acción y
de la aprehensión del mundo [...]
La autorreflexión conduce a la intelección por medio del hecho de que algo
previamente inconsciente se hace consciente de una forma rica en consecuencias
desde un punto de vista práctico [Habermas, 2000: 33].

En este sentido, retomando la perspectiva del desarrollo de la


ciencia como un constante y conflictivo proceso de desracionaliza-
ción/racionalización, el arribo de nuevas condiciones objetivas
obedece a un proceso complejo de comunicación entre la teoría y la
realidad que le resiste y viceversa. Así, siguiendo a Morin cuando dice
que “cada progreso de la racionalidad se ha hecho, pues, como
reacción a la racionalización y volviendo a introducir en ella lo apa-
rentemente irracional: el hombre-sujeto” (Morin, 1984: 299), pare-
cería que las consecuencias epistemológicas de la experiencia del
fracaso socialista y, en concreto, en nuestro ejemplo de mayo de 1968,
redunda en que, a partir de ahora: toda teoría que busque la eman-

50
La crisis epistemológica de la modernidad

cipación y liberación del sujeto tendrá que incorporar como variables


tanto la diversidad de las sociedades actuales como la necesidad de
encontrar mecanismos de ilustración más democráticos y horizon-
tales donde se reconozca que “en los procesos de ilustración todos
somos participantes” (Habermas, 2000) y, por tanto, deben ser los
propios sujetos involucrados la dirección de dicha toma de conciencia;
y que es necesaria la pluralización de la pretensión de verdad, en
cuanto a que dicha teoría se deberá reconocer como una más entre las
diversas teorías en pugna y continuo contraste (Popper):

[e]l sentido de un pluralismo teórico necesario y saludable es equivalente al


juicio que sostiene que el objetivo de todas las discusiones teóricas de la iz-
quierda, así como de todas las discusiones desde que esta empresa comenzara, es
la búsqueda de la verdad, en el sentido hegeliano de “estar en la verdad”. Pero de
este simple enunciado se deduce que es necesario elegir entre un sujeto
epistemológico diferenciado en tanto portador de la verdad única, y un amplio
campo de decisiones posibles de las que varios, o tal vez dos de sus puntos
puedan ser satisfechos por sujetos que estén en la verdad (aunque no necesa-
riamente en el mismo grado) [Heller y Fehér, 1985: 125].

Este proceso de autorreflexión a partir del surgimiento de nuevas


condiciones objetivas, que a raíz del propio desarrollo del referente
cognoscitivo vigente se van presentando como tensión entre lo que
se conoce y el excedente de lo real, es un largo proceso histórico,
social y político que sólo se puede apreciar a distancia.

Así es como se puede constatar que un concepto de racionalidad científica,


definida a partir de la revolución científica del siglo XVII [...] consagró una idea de
método científico que perdura hasta nuestros días, con base en cierta estructura
categorial relacionada con las exigencias de experimentación y de prueba
[Zemelman, 1998: 91].

De esta manera, la racionalidad científica debe incorporar a su


criterio las condiciones objetivas actuales para así generar un cono-
cimiento pertinente y en sintonía con el contexto actual. Además de
la consideración que ya se deja ver, a partir del pluralismo, como un
hecho cotidiano en nuestras sociedades, un conocimiento que se
genera en un contexto de conflicto generalizado (crisis) deberá
establecer los mecanismos y procesos dentro de su estructura para
instituir un diálogo con el “conflicto”, que no lo catalogue bajo el

51
La crisis epistemológica de la modernidad

nombre de incongruencia o irracionalidad, sino que, por el contrario,


lo considere parte vital de su constitución.
Durante un periodo en el desarrollo científico, lo incongruente fue
siempre contingente y las contradicciones permanecían latentes
pero sin hacerse explícitas. En este sentido, ha existido un des-
prestigio por parte de las ciencias sociales por aprehender cognos-
citiva y metodológicamente las consecuencias del conflicto como
parte positiva del desarrollo social y humano. Sin embargo, el surgi-
miento de la pluralidad como variable metodológica implica un reen-
cuentro con el conflicto inherente en él, y así también con la crisis.

La razón cerrada rechaza como inadmisibles aspectos enormes de la realidad,


que se convierten entonces en la espuma de las cosas, en puras contingencias
[Morin, 1984: 305].

Muchas teorías, desde Platón, interpretarán esta contingencia del


conflicto como producto de la irracionalidad humana y les llevará a la
motivación teorética de crear un orden civil, que apegado a la razón y
su capacidad para descubrir “la naturaleza” de las cosas, encauzará el
conflicto fuera de este orden, que se percibe como un ideal de
armonía y paz y donde todo aquello que atente contra ello deberá ser
eliminado o suprimido (Serrano, 2001).

[D]el conocimiento de un supuesto orden objetivo (a lo largo de la historia ha


variado la forma en que se interpreta este orden, natural, divino, histórico, etc.)
es posible deducir una noción de justicia con validez universal, la cual debe servir
como fundamento del orden civil; según este presupuesto, el conflicto político es
un fenómeno anómalo, que tiene su origen en la conducta irracional de los
individuos, ya que si éstos asumieran las normas de justicia como guía de
acciones, podrían coordinarse sin que apareciera un conflicto entre ellos
[Serrano, 2001: 7].

Más allá de eso, y como se considera en el presente trabajo, el con-


flicto es ya una forma de socialidad con consecuencias positivas para
la conformación del orden social y excluirlo del conocimiento que
tenemos de la sociedad no lo niega en la realidad, además de que esto
sin duda puede ser peligroso; al contrario, desde la teoría se le debe
hacer explícito para su emergencia como variable pertinente en el
estudio de lo humano y para que, así, sea capaz de crítica y diálogo.

52
La crisis epistemológica de la modernidad

[L]os conflictos políticos son una condición necesaria para la formación de los
individuos como ciudadanos, ya que en ellos no sólo está en juego el antagonismo
de intereses particulares, sino también una lucha por el reconocimiento, la cual
se traduce en un proceso de continua ampliación del orden civil, así como de
perfeccionamiento de las instituciones y procedimientos que se utilizan en ese
orden para procesar los conflictos [Serrano, 2001: 15].

El suelo empírico y simbólico de la sociedad se muestra fértil para


el surgimiento de la pluralidad, entendida como la condición exis-
tente, de facto, de una diversidad inherente al ser humano, y que
además en las sociedades contemporáneas tiende a exacerbarse y
hacerse más compleja. También la propia experiencia de la plura-
lidad nos enseña que ésta se presenta como un desafío a la propia
individualidad (en tanto que en el plano intersubjetivo toda afirma-
ción es una negación) y por lo tanto se traduce en conflicto, tanto a
nivel privado como a nivel público cuando esta pluralidad de indi-
viduos se traduce en una pluralidad explícita de intereses y concep-
ciones en el mejor de los casos antagonistas, y a veces incluso incom-
patibles, que conforman el espacio público-político.
De lo anterior surge la necesidad de que, si el hecho de la plura-
7
lidad ya ha permeado como racionalidad en las ciencias sociales,
inmediatamente se tendrá que deducir el “conflicto” como una
variable a considerar en todo proceso cognitivo de lo social. Pues la
relación pluralidad-conflicto, como se ha dicho, no es de ninguna
forma contingente y por el contrario, forma parte vital y consti-
tuyente de la propia relación. En este sentido estaríamos a la vez
ampliando la flexibilidad del referente cognoscitivo ante la crisis,
entendida ésta como un conflicto que llega a ser total.
Entonces, en la crisis epistemológica de la modernidad —en
concreto la que se refiere al saber científico social—, la capacidad que

7
Un principio de racionalidad determina la construcción de modelos, se pueden contrastar los diferentes
modelos, dejando casi intacto el modelo de racionalidad. (“Así una contrastación indica que un determinado
modelo es menos adecuado que otro, puesto que ambos operan con el principio de racionalidad, no tenemos
ocasión de descartar este principio” [Popper, 2005: 213]). Se pueden tener las más diversas y opuestas
construcciones teóricas acerca de la pluralidad, pero ésta permanecerá como constante en todas ellas. Esto
no excluye que el principio de racionalidad pueda cambiar, ni mucho menos criticarse, pues obedece a
diversas condiciones que entran constantemente en tensión, por ejemplo, que la pluralidad sea un hecho
evidente empíricamente y que ésta sea reconocida en todos los ámbitos de la vida, es decir, que goce de un
consenso general entre los sujetos, e incluso que dicha pluralidad se encuentre asegurada a través de un ré-
gimen legal y formalizada en un sistema de gobierno, como el Estado de derecho y la democracia.

53
La crisis epistemológica de la modernidad

tenga la ciencia para incorporar una “racionalidad abierta” (Morin),


que le permita reconocer lo nuevo y señalar el conflicto para asumirlo
como vitalidad propia, será fundamental para comprender la actual
crisis y emprender una renovación del pensamiento. La “perti-
nencia” de las diferentes disciplinas y teorías sociales estará entonces
en función de que puedan dar cuenta a través de su método de las
nuevas condiciones en las que surgen y que en nuestras sociedades se
tornan evidentes: la generalización de la incertidumbre; la comple-
jidad real y cognitiva que se eleva al infinito en cuanto a posibilidades
de acción y estrategia, una diversidad que no debe llevarnos hacia
una relativización de la verdad, ni a un nihilismo pasivo (Vattimo),
sino a esfuerzos por establecer nuevos mecanismos y procesos que
nos permitan generar consensos y señalar disensos en torno a la
coexistencia de distintos aspectos y valoraciones de la verdad; así
como la necesidad de emprender caminos hacia una comprensión
más profunda de lo humano que asuma al sujeto y su problemática
como un objeto/sujeto de estudio que, por sus condiciones, obliga a
las ciencias sociales a desarrollar métodos propios que nos permitan
comprender mejor nuestro mundo, son algunas consideraciones que
toda actividad científica orientada a la explicación del mundo social
debe señalar y hacer explícita su postura.
Por otro lado, en esta amplia crisis del conocimiento científico
cabe no sólo diferenciar, sino también señalar los puntos de contacto
entre generación, organización y disposición del saber. Aunque en la
realidad estos tres niveles se encuentran en constantes procesos de
interacción y sus fronteras se trastocan continuamente, por perti-
nencia analítica y reflexiva consideramos útil emprender tal diferen-
ciación. En cuanto a la reflexión sobre condiciones objetivas a las
cuales debe “responder” la ciencia, podemos ubicarla dentro de la
esfera de “generación del conocimiento”, que como hemos visto a
través del ejemplo del marxismo-comunismo, implica no sólo la acti-
vidad científica formal, sino y sobre todo su relación con el ámbito
práctico (Habermas) y fenomenológico en el que se desarrolla.
Evidentemente, ahondar en cada una de estas categorías para la
comprensión del conocimiento científico en nuestras sociedades, así
como las relaciones entre ellas, da pie a un trabajo y un esfuerzo
aparte, sin embargo no deja de ser pertinente mencionarlo con el fin
de ubicarnos en el desarrollo del presente texto.

54
La crisis epistemológica de la modernidad

En este mismo esquema, el punto que sigue se podría ubicar en lo


que concierne a la “organización del conocimiento”; sin embargo, y
como se verá, la manera en que éste se organiza formalmente está tan
ligada a la de producir el conocimiento que hay quien incluso se
cuestionará diferenciarlo. Sin embargo, en cuanto se regularizan
ciertas prácticas científicas que modifican la manera en que las dife-
rentes disciplinas se relacionan, su organización adquiere cierta
autonomía en cuanto a que se vuelve una condición formal.

2.2. Fragmentación y necesidad de una dialógica


en las ciencias sociales

El intento teórico histórico de establecer los fundamentos de la


identidad de la ciencia —es decir, la caracterización de los criterios
que dotan a determinado saber del estatus científico—, a menudo se
centra en dos referentes negativos, en cuanto constituyen lo opuesto
nos revelan lo que hay de propio en ella y son fundamentales en la
comprensión actual de lo que se entiende por ciencia. Ambos
referentes marcan las fronteras del conocimiento científico y corres-
ponden a dos etapas del desarrollo de la ciencia como actividad
moderna. Por un lado, a) la distinción del pensamiento moderno de
carácter secular y diferenciado con el pensamiento mítico-mágico
considerado como premoderno; y b) respecto de su diferencia con la
filosofía, aún considerada moderna pero precientífica.
Sin embargo, en el contexto actual los diferentes supuestos que
daban legitimidad al conocimiento científico, tales como la
separación de distintas disciplinas y ciencias sociales en exclusivos
campos de la realidad, así como el distanciamiento con el saber
filosófico que ha significado la pérdida de la capacidad reflexiva de la
ciencia, dan pie a un cuestionamiento en cuanto a la pertinencia del
conocimiento en nuestras sociedades. Nuevas realidades que
requieren un repensar las formas de generar, organizar y disponer
del conocimiento, aunado con problemas que cada vez presionan y
cuestionan más la legitimidad de nuestras sociedades, al punto de
que hay quienes afirman una crisis de civilización, hacen urgente una
flexibilización del entramado científico que permita aprehender y
adecuarse a nuevas circunstancias históricas.

55
La crisis epistemológica de la modernidad

En este contexto, la dialógica, tal como la define Edgar Morin, esto


es, como la vinculación de distintas lógicas que convergen en una
unidad compleja, así como la necesidad de incorporar una raciona-
lidad abierta que “dialogue con la realidad que [s]e resiste” a las
racionalizaciones actuales, surge como camino posible hacia el
tránsito a nuevas maneras de entender la ciencia. En este trabajo se
esboza modestamente esta propuesta tomando como campo de
acción el conocimiento de los fenómenos de la política/lo político,
con lo cual termina el presente capítulo a manera de ponernos a
punto con las consideraciones epistemológicas que intentarán trans-
versalizar el posterior desarrollo del tema que las motiva.

2.2.1. El pensamiento moderno en oposición al mítico-mágico:


diferenciación de las esferas de conocimiento

En las sociedades denominadas arcaicas, el pensamiento mítico-


mágico, según Habermas, cumplía “de forma paradigmática la
función de fundar unidad”, y lograba, mediante sus procedimientos,
integrar al hombre y a su colectividad con la naturaleza, dándole un
sentido casi humano con el cual era posible identificarse (pensa-
miento animista). Esto es posible debido a que en el pensamiento
analogizante, como se define a esta manera de generar y organizar el
conocimiento, la particularidad del fenómeno queda disuelta en una
amplia cosmovisión integradora:

…esas experiencias [...] en la comprensión mítica [...] están organizadas de


forma que cada fenómeno individual se asemeja en sus aspectos típicos a todos
los demás fenómenos o contrasta con ellos. A través de estas relaciones de
semejanza y contraste la diversidad de las observaciones se combina en una
totalidad [Habermas, 2001: 74].

El mito debe su fuerza totalizadora con la que todos los fenómenos percibidos en
la superficie quedan ordenados en una red de correspondencias, de relaciones de
semejanza y contraste, a conceptos básicos en que queda categorialmente unido
lo que la comprensión moderna del mundo no tiene más remedio que separar.
[Habermas, 1989: 145].

Esta cohesión y unidad que la comprensión mítica del mundo


brindaba al sujeto, le permitía de manera simbólica el control sobre

56
La crisis epistemológica de la modernidad

la naturaleza y sobre los fenómenos que acontecían en su entorno. De


esta manera, el ritual y el sacrificio permitían al hombre en la anti-
güedad cierta incidencia sobre su realidad, por lo menos en el plano
imaginario.

Tal interpretación, según la cual todo fenómeno está en correspondencia con


todos los demás fenómenos por la acción de poderes míticos, no sólo posibilita
una teoría que explica y hace plausible narrativamente el mundo, sino también
una práctica con la que el mundo puede ser controlado en forma imaginaria
[Habermas, 2001: 76].

Como consecuencia de estas consideraciones, en la comprensión


mítica del mundo permanecen indisolubles categorías cuya sepa-
ración define a la modernidad: la distinción entre naturaleza y cul-
tura; la separación entre nexos internos y nexos externos; y la radical
diferencia entre objetos manipulables que conforman la naturaleza y
los sujetos individuales y colectivos capaces de acción y diálogo que
conforman nuestro entorno social o colectivo (diferencia sujeto-
objeto). De esta manera, el tránsito del referente cognitivo premo-
derno a uno propiamente moderno, está en función, siguiendo a
Habermas, de que se dé un proceso de “des-socialización de la natu-
raleza y una ‘desnaturalización’ de la sociedad”, es decir, donde se
reconozca la diferenciación categorial entre sociedad y naturaleza y
que en el pensamiento mítico se encuentran, como decíamos, pro-
yectadas en el mismo plano.
En el reconocimiento de esta diferenciación entre ámbitos obje-
tuales coexistentes pero diferenciados ya es posible distinguir entre
“las causas de los motivos, y los sucesos de las acciones”, que es
condición necesaria para otra distinción que será fundamental en el
surgimiento de la ciencia moderna, a saber, entre “lenguaje y
mundo”, es decir, “entre el medio de comunicación y aquello sobre lo
que en una comunicación lingüística puede llegarse a un enten-
dimiento” (Habermas, 2000: 78).
En cuanto estas desvinculaciones se empiezan a gestar en el
tránsito a la modernidad, es posible diferenciar entre nexos internos,
de carácter simbólico (lógica entre premisa y consecuencia) y “nexos
externos que se dan entre las entidades que figuran en el mundo”
(relación causal entre causa y efecto) (Habermas, 2001). En este
sentido sucede un doble fenómeno, por un lado lo real adquiere cierta

57
La crisis epistemológica de la modernidad

independencia de su ente explicativo en cuanto se diferencia de éste;


y, segundo, una vez diferenciados nexos internos de nexos externos,
es posible diferenciar distintos ámbitos de la vida en esferas con-
cretas que englobarán dentro de sí relaciones significativas para tal o
cual conjunto de fenómenos ocurridos en la realidad. Es preci-
samente a partir de esta diferenciación que se van creando las con-
diciones necesarias para el surgimiento de esferas particulares y
autónomas del conocimiento, condición que para Weber definía a la
modernidad y que permitiría a la postre un alto grado de especia-
lización del saber.

Sólo cuando se han diferenciado las relaciones de sentido y las relaciones


objetivas, sólo cuando las relaciones internas y las relaciones externas se han
separado; sólo cuando la ciencia, la moral y el arte se han especializado cada una
en una pretensión de validez, siguen cada una su propia lógica interna […]
quedan depuradas de escorias cosmológicas, teológicas o culturales [...]
[Habermas, 1989: 145].

De esta manera, y a partir de aquí, la comprensión moderna del


mundo implicará una creciente diferenciación en las esferas del saber;
bajo la creencia de que determinados fenómenos en la realidad que
contienen características similares son irreductibles en sí mismos, es
decir, que se plantean como ámbitos objetivamente diferenciados
donde cada uno, de manera endógena, genera su propio conoci-
miento, la modernidad irá primero secularizando y luego parcelando
el conocimiento, en distintos saberes específicos:

[p]or eso la modernidad implica la creciente diferenciación de los diversos


sectores de la vida social: política, economía, vida familiar, religión, arte en
particular, pues la racionalidad instrumental se ejerce dentro de un tipo de
actividad y excluye la posibilidad de que alguno de esos tipos esté organizado
desde el exterior, es decir, en función de su integración en una visión general...
[Touraine, 1998: 17].

Otra consideración fundamental del saber de carácter científico,


en oposición al saber mítico-mágico, es la manera en que se accede o
se genera conocimiento. Mientras que la “verdad” en las sociedades
arcaicas, y aun en las sociedades religiosas, es de carácter revelado, es
decir, que es accesible a los individuos por medio de la intervención

58
La crisis epistemológica de la modernidad

de fenómenos supra humanos que les “mostraban” una verdad


previamente determinada, en la concepción moderna de la “verdad”
ésta es posible de conocer mediante el cálculo y la previsión, es decir,
que no obedece los mandatos de ningún ser superior, sino que se rige
por leyes causales que además es posible conocer por medios pro-
pios, lo anterior significa la liberación del sujeto del manto protector
de la explicación mágica y el arribo a un mundo de incertidumbres.
En este sentido, el mundo que nos rodea pierde sus cualidades
pseudo humanas y divinas y se vuelve objeto de conocimiento capaz
de manipularse, materia inerte que a su vez excluye cualquier pre-
gunta acerca del sentido de las cosas.
Este proceso de diferenciación entre ámbitos del saber se debe de
manera general a dos factores, uno práctico, que deriva de la presión
social hacia la generación de conocimiento pertinente, y uno político,
que viene a representar la consecuencia de los movimientos de
secularización dentro del pensamiento, es decir, que a una distinción
en las sociedades entre el ámbito religioso ubicado en la esfera
privada del individuo —que permitía la pluralidad de creencias al
interior de una misma colectividad ahora llamada sociedad—, y un
ámbito que por sus implicaciones era común a los miembros de dicha
colectividad, correspondía un proceso similar de secularización
entre ámbitos diferenciados del saber, es decir, un pensamiento que
dejara de lado la teología y la búsqueda de significados trascendentes
para concentrarse en la explicación de los fenómenos tal y como son,
“de hechos reales sin tratar de conocer sus causas primeras ni
propósitos últimos” (Comte). En este sentido, Maquiavelo es un
ejemplo de cómo el conocimiento de cierta actividad se seculariza de
connotaciones religiosas o aun morales en cuanto a que éste rehúsa
hacer una justificación del poder del príncipe y, por el contrario,
establece “reglas” observables y realizables para mantener y acre-
centar dicho poder.
En cuanto a dicha presión social, los cambios que significó el
arribo a la modernidad —y sobre todo después de la Revolución
francesa—, se traducían en la necesidad social de contar con un cono-
cimiento pertinente ante los cambios radicales; la exigencia era sobre
un conocimiento con alta capacidad de hacerse práctico con la fina-
lidad de organizar y racionalizar el cambio. Sin embargo, para inter-
actuar cabalmente con este cambio, era necesario primero estudiarlo

59
La crisis epistemológica de la modernidad

para así conocer y comprender las “leyes” que lo gobernaban, por lo


que no sólo “había espacio para lo que hemos llegado a llamar ciencia
social, sino que había una profunda necesidad social de ella”
(Wallerstein, 1996: 11). Por lo que una de las consecuencias que tuvo
esta urgencia de conocimiento fue la parcelación y división de la
realidad en múltiples disciplinas que intentaban cubrir dicha
función.

La creación de múltiples disciplinas se basaba en la creencia de que la


investigación sistemática requería una concentración hábil en las múltiples
zonas separadas de la realidad, la cual había sido racionalmente dividida en
distintos grupos de conocimientos. Esta división racional prometía ser eficaz, es
decir, intelectualmente productiva [Wallerstein, 1996: 9-10].

Sin embargo, como señala la Comisión Gulbenkian para la rees-


tructuración de las ciencias sociales, después de 1945 esta supuesta
eficacia de la segmentación racional de la realidad empieza a ser
cuestionada ante nuevas realidades que por su complejidad superan
esta manera de organizar el conocimiento, como a continuación
veremos. Otra justificación que conforme el desarrollo de la
modernidad dará pie a la defensa de estas fronteras entre diferentes
disciplinas y ciencias sociales, se basa en el argumento que identifica
este parcelamiento de la realidad como consecuencia de una
diferenciación inherente a los distintos “conglomerados estruc-
turales humanos” (Sartori), es decir, que la segmentación que ha
propiciado el surgimiento de diferentes disciplinas no es de ninguna
manera un criterio impuesto o artificial, sino que deriva de la
distinción entre diferentes ámbitos objetuales de la acción humana
que corresponden a regiones específicas del conocimiento material y
empíricamente ubicables en un espacio determinado. En este
sentido, en tanto ámbito estructural diferenciado, constituía el
terreno propicio para tal o cual ciencia o disciplina social, de esta
manera:

[l]os economistas lo hacían insistiendo en la validez de un supuesto ceteris


paribus para el estudio de las operaciones del mercado. Los científicos políticos
lo hacían restringiendo su interés a las estructuras formales de gobierno. Los
sociólogos lo hacían insistiendo en un terreno social emergente ignorado por los
economistas y los científicos sociales [Emmerich, 1997: 35].

60
La crisis epistemológica de la modernidad

Estos tres diferentes conglomerados estructurales darán pie a la


tríada que definiría la organización de las ciencias sociales de
carácter nomotético (capaces de generar leyes), a saber: economía,
ciencia política y sociología.8 Cada una con su respectivo campo
delimitado hacían de éste su espacio exclusivo de conocimiento y
evitaban a toda costa cualquier intromisión inoportuna.
Sin embargo, nuevas condiciones objetivas obligaron a las
ciencias sociales a emprender esfuerzos para ajustarse a ellas; por
ejemplo, el auge de los llamados “estudios de área” en la mayoría de
las universidades en Estados Unidos, como un antecedente de lo que
posteriormente se llamaría “estudios interdisciplinarios”, se debe en
gran parte a la urgencia de generar conocimiento acerca de áreas o
zonas geográficas con las que Estados Unidos, como gran ganador de
la segunda Guerra Mundial y en el contexto de la guerra fría, estaba
obligado a relacionarse. De esta manera, los estudios sobre la URSS,
China, el Medio Oriente, así como América Latina, que integraban
estudios culturales, históricos, antropológicos, así como sociológicos
y comparaciones entre distintos sistemas políticos, abundaron en las
instituciones de conocimiento (Wallerstein, 1996).
También la teoría de la modernización que intentaba explicar los
diferentes grados en que los distintos Estados-nación se aproxi-
maban a una supuesta “modernización” de sus sociedades también
sería un intento de “agrupar a las múltiples ciencias sociales en pro-
yectos comunes y en una posición común frente a las autoridades
públicas” (Wallerstein, 1996: 44), que a su vez deriva de un contexto
de expansión de Occidente y su democracia a otras partes del mundo,
fenómeno que Huntington identificó como la “tercera ola”.
Lo que tienen en común tales “esfuerzos” es un evidente cues-
tionamiento que ya señalaba el alto grado de artificialidad de esta
separación entre las diferentes ciencias sociales y de esta manera han
colaborado a hacer más flexible estas fronteras, aunque en términos
formales la estructura organizativa de la ciencia se ha mantenido

8
A esta división habría que agregar las disciplinas ideográficas como la historia y tal vez la antropología, así
como otros ámbitos que han fluctuado su pertenencia a diferentes conjuntos de conocimiento, como la
psicología, el derecho y en algunos momentos la geografía. Así mismo, se deben considerar las nuevas
disciplinas que buscan ubicarse transversalmente en este entramado organizacional: las ciencias de la
comunicación, la ecología, las ciencias del comportamiento, las ciencias administrativas, etc. (cfr.
Wallerstein, 1996).

61
La crisis epistemológica de la modernidad

igual. Sin embargo, hay otras consideraciones que nos obligan a


reflexionar acerca de la manera en que organizamos el conocimiento
social, que aunque también están vinculadas a cuestiones políticas
—es decir, en este caso que tiene como fondo que lo posibilita la
exigencia de un conocimiento crítico de las condiciones que han
llevado a más de uno preguntarse si es posible vivir juntos—, aun así y
por lo tanto, parten de un lugar muy diferente a las que motivaron los
estudios de área y la teoría de la modernización.
La construcción de campos de estudio diferenciados, es decir, de
ámbitos objetivos analíticamente separados en los que la ciencia ha
basado su desarrollo, se confronta con una realidad compleja en la
que dichos objetos de estudio se encuentran en constante super-
posición, provocando entre sí una constante retroalimentación en
donde lo concerniente a determinado “conglomerado estructural”
afecta, a veces de manera decisiva, a otros conglomerados estructu-
ralmente cercanos o incluso lejanos y por lo tanto menos evidentes.
Si la organización de la ciencia estuvo influida durante largo tiempo
por la física newtoniana (Popper), relación lineal causa-efecto, hoy
más bien descubre una realidad caótica y relativa en la que todo está
interconectado, donde lo real es un fenómeno total en el sentido que
abarca la totalidad de las relaciones-mundo en la que nos desenvol-
vemos, y que sin embargo son imposibles de conocer de esta manera,
en forma total, para el sujeto, por lo que lo motivará a que, a través de
una organización de la ciencia que permita a cada una de las
disciplinas una visión más amplia y que además permita hacer
explícitas las relaciones entre las diferentes disciplinas y las ciencias
sociales, le pueda dar sentido a fenómenos que en lo concreto cortan
transversalmente esta separación analítica.
De esta manera, la emergencia de diferentes y autónomas esferas
que dieron posibilidad al surgimiento de una diversidad de disci-
plinas, conforme su hiperespecialización, entendida ésta como: “la
especialización que se encierra en sí misma sin permitir su integra-
ción en una problemática global o en una concepción de conjunto del
objeto del cual no considera sino un aspecto o una parte” (Morin,
2001: 17), fue llevando a las propias disciplinas a ejercer un parcela-
miento de la realidad en donde ya no es posible conocer de forma
compleja los fenómenos que en este sentido escapan y rebasan a un
pensamiento encerrado en sus propias premisas.

62
La crisis epistemológica de la modernidad

En otras palabras, la “dignidad inherente a la modernidad”, como


la llama Habermas, es decir, esta desarticulación de las esferas del
conocimiento, ha significado la pérdida de la capacidad cognitiva
del entramado científico de aprehender la realidad como un hecho
complejo y multifacético, en donde la autonomía de las ciencias se
traduce en una incapacidad para establecer entre ellas nexos o pun-
tos de unión que permitan la comprensión de fenómenos que repro-
ducen esta complejidad de la que surgen, donde “cada uno de estos
fragmentos separados ignora el rostro global del que forma parte”
(Morin, 1999[a]: 21), y que, por lo tanto, requieren una aproximación
de esta índole. Dicha complejidad de la realidad implica un esfuerzo
9
por relacionar lo que ha quedado parcelado y aislado de sí con la
intención de aproximarse de una manera más fidedigna a los múl-
tiples objetos de estudio.
La incapacidad por parte de la ciencia de darle coherencia a las
relaciones entre diferentes ámbitos de la realidad nos lleva a una
percepción falseada de ésta que restringe nuestra capacidad de
acción en los distintos ámbitos. Aquí, la crisis de la ciencia empata
con una crítica ideológica a la manera de Horkheimer y Adorno, los
cuales, como ya se ha visto en el capítulo anterior, denuncian a la
ciencia como una herramienta al servicio de los poderosos que tiene
como fin la reproducción y conservación de las estructuras de poder
existentes, y verá precisamente en el auge de la técnica el fin de la
ciencia como un conocimiento emancipatorio, donde efectivamente
el hombre sólo conoce en la medida que pueda controlar deter-
minado fenómeno.

La crítica ideológica trata de mostrar cómo en un plano para el que es esencial


una puntillosa distinción entre relaciones de sentido y relaciones objetivas
externas, precisamente esas relaciones se enmarañan y se confunden porque las
pretensiones de validez vienen determinadas por relaciones de poder
[Habermas, 1989: 146].

La técnica es la esencia del tal saber. Éste no aspira a conceptos e imágenes,


tampoco a la felicidad del conocimiento, sino al método, a la explotación del
trabajo de los otros, al capital [...] Lo que lo hombres quieren aprender de la

9
“El conocimiento no es insular, es peninsular y, para conocerlo, es necesario volverlo a unir al continente
del que formó parte” (Morin, 1999 [a]: 27).

63
La crisis epistemológica de la modernidad

naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres.
Ninguna otra cosa cuenta. Sin consideración para consigo misma, la Ilustración
ha consumido hasta el último resto de su propia conciencia [Horkheimer y
Adorno, 1998: 60].

Esta crítica sin duda rompe la “inocencia” de esta particular


manera de organizar el conocimiento, que se descubre como cóm-
plice del poder en cuanto permanece pasiva a la hora de señalar las
relaciones entre diferentes ámbitos de la realidad que a menudo se
nos presentan como dominación, que al diluir nuestra capacidad de
acción en cada uno de estos fragmentos de regiones de la realidad
aisladas nos impiden pensar el conjunto social de manera amplia
restringiendo por lo tanto nuestra capacidad de acción estratégica,
esto es, acción consiente de sí y de las condiciones de las que surge
encaminada a la transformación social.
En este sentido, a manera de ejemplo y para que en el último
apartado de esta sección se abra el análisis de estas cuestiones al
particular caso de la ciencia política, tenemos el caso de la economía,
como ciencia acotada al mercado, y cuyo fracaso, de acuerdo con
Adela Cortina, se relaciona con la incapacidad que tiene de acabar
con el hambre a nivel mundial. Ciertamente, tenemos un lenguaje
formal económico cada vez más especializado y una capacidad
teórica para formular abstracciones que nos ayuden a comprender
los fenómenos económicos, sin embargo, conforme avanza su espe-
cialización se aleja más de sus orígenes y de sus objetivos, sinto-
mático es en ese sentido el corrimiento de la economía como ciencia
social, heredera de una parte de la “economía política”, a la economía
como una ciencia exacta, más cerca de las facultades de matemáticas,
ciencia abstracta por naturaleza. Así la economía sufre de lo que
Morin llamó hiperespecialización, se ha convertido en una técnica
encerrada en sí misma, que no deja ver sus relaciones con el Estado,
la sociedad, la política y el poder. Más aún, una ciencia económica
sólo enfocada al mercado puede estar dejando de lado fenómenos
económicos que escapan a esta ubicación estructural restringida.
Otro referente negativo entrará en juego a continuación, es el que
diferencia a la ciencia del conocimiento filosófico, mismo que clasi-
fica como subjetivo, valorativo, normativo en oposición a los grandes
logros del conocimiento científico: objetivo, descriptivo y empírico,

64
La crisis epistemológica de la modernidad

capaz de formular leyes observables y un conocimiento acumulable


(Sartori). Sin embargo, la diferenciación se ha traducido en ruptura
entre estas dos grandes esferas del conocimiento, lo cual ha ahon-
dado la crisis de la ciencia en cuanto a que le ha abandonado a un
pragmatismo que no profundiza ni reflexiona acerca de la realidad en
la que se aplica, así como para una filosofía que a menudo pierde su
principio de realidad que le relaciona como una técnica literaria, más
cercana a la poesía, que a un conocimiento pertinente, en cuanto a
que permita orientar la acción en las condiciones actuales.

2.2.2. La ruptura entre ciencia y filosofía

El tránsito de la filosofía que se originó en la Edad Media, más


vinculada aquí a la teología y a la escolástica, a una de carácter
moderno, propició conforme su desarrollo y su orientación hacia
nuevos problemas una nueva manera de generar conocimiento. La
necesidad de hacer de éste un instrumento más práctico, aunado a los
procesos de racionalización y secularización de las diferentes esferas
del saber que la modernidad conlleva, propició la diferenciación y la
posterior ruptura entre ciencia y filosofía. Sin embargo, esta ruptura,
consecuencia primero del positivismo y luego de la revolución con-
ductista, ha menospreciado, en aras de una supuesta neutralidad y
objetividad, la capacidad reflexiva que proporciona la filosofía.

Definir oportunamente sustancia y cualidad, actividad y pasión, ser y existencia,


ha sido desde Bacon un objetivo de la filosofía; pero la ciencia pasaba ya sin estas
categorías [Horkheimer y Adorno, 1998: 61].

En la conformación de la identidad de la ciencia en cuanto lo


opuesto a la filosofía, Sartori, siguiendo las ideas de Bobbio, iden-
tifica una doble distinción entre ambos polos del conocimiento: 1) en
cuanto a los temas que trata; y 2) respecto del tratamiento o método
que se le da a dichos temas, otorgándole a este segundo una prioridad
decisiva:

[l]a línea divisoria reside por lo tanto en el “tratamiento” y, en este sentido, en el


método. Siguiendo siempre a Bobbio, el tratamiento filosófico se caracteriza por

65
La crisis epistemológica de la modernidad

“al menos uno” de los elementos siguientes: 1) un criterio de verdad que no es la


comprobación, sino más bien la coherencia deductiva; 2) una tentativa que no es
la explicación, sino en todo caso la justificación, y 3) la valoración como presu-
puesto y como objetivo. En cuanto a lo primero, el tratamiento filosófico no es
empírico; en cuanto a lo segundo, se caracteriza como normativo o prescriptivo;
y en el tercero queda precisado como un tratamiento valorativo y axiológico
[Sartori, 2002: 232].

De esta manera, se deja ver por sí sólo lo que la ciencia sí es; en este
sentido y a diferencia del conocimiento filosófico, los criterios del
método científico se encuentran “en 1) el principio de comprobación;
2) en la comprobación; 3) en la no valoratividad” (Sartori, 2002).
Otras distinciones que hace Bobbio, de carácter secundario pero
igualmente vitales para la conformación de la identidad de la ciencia,
giran en torno a: la diferencia entre el estudio de las “esencias”,
propio de la filosofía de tono metafísico, y el conocimiento de las
“existencias”, correspondiente al conocimiento científico de voca-
ción empírica y experimental; así como en la supuesta “acumula-
bilidad y transmisibilidad del saber científico” y la vinculación de la
ciencia como pensamiento operante y operativo, es decir, con una
alta factibilidad de hacerse práctico, en contraste con el saber especu-
lativo y meditativo de los filósofos.
Sin embargo, las tajantes distinciones que aquí se bosquejan entre
estas dos grandes esferas del conocimiento se encuentran también
bajo cuestionamiento, donde más allá de una ruptura entre ambas,
“ciencia y filosofía podrían mostrársenos como dos caras diferentes y
complementarias de lo mismo: el pensamiento” (Morin, 1984). De
esta manera, el diálogo entre filosofía y ciencia debe recobrarse con el
fin de aprovechar las cualidades diferenciadas de ambas en la gene-
ración de conocimiento pertinente, más aún en un contexto de crisis
donde despreciar cualquier tipo de conocimiento es un lujo, pues de
lo que se trata precisamente es de interpretar cognitivamente dicha
tensión generalizada.

Vista la multidimensionalidad de los caracteres del conocimiento y la comple-


jidad de los problemas que éste plantea, es necesario efectuar el difícil diálogo
entre la reflexión subjetiva y el conocimiento objetivo [Morin, 1999 (a): 29].

A reserva del análisis que del particular caso de la ciencia política

66
La crisis epistemológica de la modernidad

se haga a continuación para dejar suficientemente clara la perti-


nencia de un diálogo entre ciencia y filosofía, que aquí apresurada-
mente se ha manifestado, basta con tocar algunos puntos al respecto.
Los cambios y discordantes dinámicas que se pusieron en marcha
con la modernidad, requerían al mismo tiempo, como recién se vio,
un cuerpo lógico que les diera coherencia y los interpretara en tér-
minos formales, lo más apegado a los hechos y que le permitiera un
mayor control sobre ellos. Así mismo, la ciencia surge como un medio
propicio para tales cometidos ya que, a diferencia de la filosofía, y
como ya hemos visto con Sartori y Bobbio, su método, es decir, la ma-
nera en la que se aproxima al conocimiento de los fenómenos, le
permitía resultados altamente eficaces y que a la larga produciría un
gran avance tecnológico que, sin embargo, no siempre ha estado
acompañado de mejores condiciones sociales.
La vertiginosidad del cambio social después de la Revolución
francesa motivó a los positivistas a perfeccionar un método que le
proporcionaría a la ciencia la capacidad de despojarse de todo
aquello que despreció de la metafísica. Así mismo, esta concepción
de la ciencia, abocada a descubrir las leyes de la sociedad, de la
política y de la economía que regían a los individuos miembros de
una colectividad, permitía un mayor control y organización de dicho
cambio social. Así, Touraine opone a los positivistas, melancólicos
del viejo orden social, a los revolucionarios, cuyo objetivo era
precisamente la destrucción de los viejos privilegios, en cuanto a la
movilidad social que permitían dentro de sus entes explicativos. Al
contrario de la corriente revolucionaria con amplia capacidad de
movilización social, en cuanto adopta un discurso altamente
incluyente que toma la forma de “pueblo” o “nación”, en los positi-
vistas “esa movilización se reduce al mínimo; tienen confianza en los
dirigentes de la modernización con la condición de que estos sepan
alentar la religión de la humanidad” (Touraine, 1998), que de esta
manera determinaba el fin de las revoluciones por el surgimiento de
“un pequeño número de inteligencias de élite”. De esta manera,
siguiendo a Wallerstein:

[p]olíticamente el concepto de leyes deterministas parecía ser mucho más útil


para los intentos de control tecnocrático de movimientos potencialmente
anarquistas por el cambio, y políticamente la defensa de lo particular, lo no

67
La crisis epistemológica de la modernidad

determinado y lo imaginativo parecía ser más útil, no sólo para los que se
resistían al cambio tecnocrático en nombre de la conservación de las
instituciones y tradiciones existentes, sino también para los que luchaban por
posibilidades más espon-táneas y radicales de introducir la acción humana en
la esfera sociopolítica [Wallerstein, 1996: 13].

Así, los intentos del positivismo de reemplazar acción por


conducta encontraron en las máquinas de otra revolución, la indus-
trial, un modelo lógico pertinente (Morin). De esta manera, la buro-
cratización y la industrialización permearon las ciencias con una
lógica o razón instrumental, producto de las racionalizaciones conse-
cuentes de la expansión del capitalismo, en donde “eficacia y rendi-
miento parecen portar la consecución de la racionalidad social”,
proceso que coincide con el auge de la ya autónoma disciplina
económica (antes parte de la economía política), la cual ve en el
mercado un mecanismo espontáneo que funciona de manera autode-
terminada con base en leyes naturales denominadas conforme su
componente estructural: “leyes del mercado”, “argumento que a
continuación podía utilizarse para afirmar la naturalidad de los
principios de laissez-faire” (Wallerstein, 1996: 20).

Al eliminar el adjetivo “política”, los economistas podían sostener que el com-


portamiento económico era el reflejo de una psicología individual universal, y no
de instituciones socialmente construidas… [Wallerstein, 1996: 20].

Esta transferencia de la racionalidad económica a otros ámbitos


de la vida social (y aun individual), como la política, ha dominado
hegemónicamente durante mediados del siglo pasado a lo que va de
éste y ha tenido como consecuencia la obstaculización del debate en
torno a otros criterios de racionalidad, pertinente para cada uno de
los “conglomerados estructurales”. En este sentido, cabe mencionar
que el propio concepto de “sociedad”, como en los liberales clásicos,
es consecuencia de la instauración de un mercado libre que deja
espacio para el desarrollo de los individuos, a una distancia prudente
del Estado, concepción que no ha dejado de influir en los análisis
sociológicos y que explica la incapacidad de la disciplina de explicar
los procesos de “socialidad” de manera diferente. Así, lo mismo se
puede hablar de la ciencia política y su consecuente administración
pública, en donde el énfasis está en el binomio eficacia-eficiencia y

68
La crisis epistemológica de la modernidad

donde los criterios “racionales” de sus clientes están en función de un


análisis costo/beneficio, volviendo a la política una técnica absolu-
tamente pragmática de administración de asuntos públicos y por
tanto apolítica, a menudo conocida como tecnocracia. Sin embargo,
dicha tecnificación de la política, como se ahondará a continuación,
nos dirige a un conflicto inherente a ella, pues las decisiones técnico-
burocráticas no pueden darse al margen de un discurso que las
justifique y busque legitimarlas (Habermas, 2000), que a la vez se
complica pues el discurso técnico es a menudo excluyente de la discu-
sión pública sobre ellas y las decisiones apegadas a criterios econó-
micos siempre conllevan, como les llama Charles Lindblom, “exter-
nalidades”, con consecuencias casi siempre negativas, producto de
que las condiciones sociales, políticas e incluso ecológicas no siempre
armonizan con la “mano invisible” del mercado.
Es en este contexto que surge el fenómeno que Morin ha deno-
minado como de hiperespecialización que, como ya se vio, hace
referencia a un proceso de tecnificación del saber que, cerrado en sí
mismo, pierde la percepción global de la que forma parte, pierde por
así decirlo, su para qué y de ello la importancia de recuperar el
dialogo filosófico-científico. En este sentido, uno de los procedi-
mientos formales que comúnmente, si no es que en su totalidad, va a
adquirir este proceso de tecnificación es el énfasis en los estudios
10
cuantitativos, al recurso de la matemática como un criterio de
cientificidad per se y que es por lo mismo la más alejada de la
filosofía. Sin embargo, esta cuantificación que las ciencias hacen de
la realidad termina por tornarla incomprensible en el sentido de que
tenga coherencia en un conocimiento profundo y esclarecedor de
ésta. En palabras de Karl Popper:

[l]a situación es trágica cuando no desesperada. Y es probable que la actual


tendencia a la sociología de las ciencias naturales en las llamadas investigaciones
empíricas contribuya a la decadencia de la ciencia. Pero a este peligro se
superpone otro, cuyo origen se encuentra en la Ciencia Grande: su imperiosa
necesidad de técnicos científicos. Cada vez son más los aspirantes al doctorado
que sólo reciben formación en ciertas técnicas de medición. No se los inicia en la

10
Consecuencia, en parte, de que el conocimiento, durante un lapso considerable de tiempo, fue generado
casi exclusivamente en las universidades de Estados Unidos, de larga tradición empirista, y un tanto al
margen del debate filosófico europeo.

69
La crisis epistemológica de la modernidad

tradición científica, en la tradición crítica del cuestionamiento, de sentirse


tentados y orientados por grandes enigmas aparentemente sin solución, antes
que por la resolución de pequeños quebraderos de cabeza [Popper, 2005: 99].

De esta manera, la revolución conductista de después de 1945


interpretaba la conducta social bajo una lógica mecánica (acción-
reacción), suprimiendo el proceso subjetivo que los lleva a adoptar
tal o cual conducta, y que por lo tanto concebía al sujeto como un
papel en blanco determinado por las condiciones objetivas de las que
partía, a las cuales simplemente reaccionaba. La consolidación de la
sociedad de masas haría pertinente esta forma de acercarse al
estudio de lo real, pues, siguiendo a Hannah Arendt, a un incremento
de la población siempre proseguirá una “incrementada validez y una
marcada disminución de error”, y esto determinará, por ejemplo, el
auge de los estudios estadísticos como medio propicio de inves-
tigación social, ya que, en una sociedad de masas, la acción (la
elección consciente y libre de determinada estrategia) se vuelve
escasa ante un conformismo que la transforma en pura conducta
(Arendt, 2005), energía social canalizada y dispersada en los
múltiples caminos de la racionalización técnico-burocrática. Así,
para Arendt, el transfondo político de semejantes estudios era ya
evidente:

[l]a uniformidad estadística no es en modo alguno un ideal científico inofensivo,


sino el ya no secreto ideal político de una sociedad que, sumergida por entero en
la rutina del vivir cotidiano, se halla en paz con la perspectiva científica a su
propia existencia [...] La conducta uniforme [...] se presta a la determinación
estadística y, por lo tanto, a la predicción científicamente correcta [Arendt,
2005: 66].

Se puede afirmar entonces, sin premura, que una tendencia


científica a disminuir la capacidad de acción ha permeado el actual
desarrollo de las ciencias sociales, noción que corresponde a una
concepción organicista de la modernidad que la relacionaba con la
capacidad de crear orden, la cual, sin embargo, por la rigidez de sus
estructuras, se ha vuelto ajena a la realidad que intenta ordenar,
dando paso a un caos que se le presenta como incognoscible puesto
que es imposible de ordenar. De esta manera, uno de los objetivos
ulteriores del presente trabajo es irse aproximando a nuevas

70
La crisis epistemológica de la modernidad

maneras de conocer e interpretar las diferentes racionalidades con


las que operan y pueden operar diferentes ámbitos de la acción
humana, en concreto, propondremos en última instancia una racio-
nalidad del quehacer político acorde con el contexto actual, es decir,
que parta de condiciones objetivas identificables y reconstruya teóri-
camente la posibilidad de dicha racionalidad, que no se presenta
como un criterio previamente determinado, sino como un modelo
que permite precisamente coordinar las acciones que hagan posibles
los consensos/disensos a la vez que asegura la cohesión social y la
posibilidad de acción de los sujetos partícipes, que a menudo se
contraponen, así como la legitimidad de dichas acciones en el marco
de la relación Estado-sociedad.
Así pues, el caso de la ciencia política nos pondrá por fin a tono con
el siguiente desarrollo del tema y de los objetivos que aquí se han
mencionado, pues a partir de aquí nos enfocaremos en dilucidar la
actual crisis de civilización que vivimos, en la parte que concierne a la
crisis de la política/lo político, que por su amplitud y complejidad
resulta vital en las salidas posibles a esta crisis, directamente influida
por la manera en que estudiamos dichos fenómenos en nuestras
sociedades.

2.3. El caso de la ciencia política

La ciencia política nace como tal, según Giovanni Sartori, en cuanto


es capaz de identificase como un conocimiento pertinente a una
actividad humana específica y ubica un espacio estructural
determinado donde se desarrolla dicha actividad y que le permite
construir un objeto de estudio en torno a él; es decir, que identifica
elementos y relaciones que cobran relevancia para el estudio de los
fenómenos políticos, objeto de estudio que le pertenece como tal y lo
diferencia de otras ciencias y disciplinas sociales. A su vez, en cuanto
se asume como una ciencia y adopta un método empírico y verifi-
cable, rompe con la tradición filosófica de la que parte y por lo tanto
se dedica al análisis de los hechos tal y como son, sin más valoración
que su existencia fáctica y con base en ello intenta generalizar y
establecer leyes que rijan los comportamientos y fenómenos
estudiados.

71
La crisis epistemológica de la modernidad

De esta manera, Sartori considera a la política como un ámbito


propicio para la generación de conocimiento científico en tanto que
es, para él, un fenómeno a) diferente, en cuanto distinto de otros y, en
este sentido, b) independiente en la medida en que es capaz de gene-
rar sus propias leyes, llevándola así a ser c) autosuficiente, autár-
quica en el sentido que es fundamento de sí misma y en última
instancia d) condición primera en cuanto tiene cierta supremacía
como explicación de otros fenómenos “secundarios” (Sartori, 2002:
208). Sin embargo, la caracterización de Sartori se basa en criterios
derivados de una manera de generar y organizar el conocimiento que
aquí se cuestiona y que a la postre le impedirá, según esta tesis,
aprehender conceptualmente la complejidad y el dinamismo de los
fenómenos políticos y sus importantísimas relaciones con otros ám-
bitos del mundo de relaciones entre sujetos, básicas en la compren-
sión de la dimensión política en nuestras sociedades.
La ciencia política es considerada como la ciencia social más
joven, pues su institucionalización en centros de estudio y universi-
dades no se da hasta finales del siglo XIX en Estados Unidos y ya en el
siglo XX se desprendería de las facultades de derecho en Europa; sin
embargo, el estudio de lo político se extiende a través del tiempo en la
civilización occidental, desde los griegos, para después sufrir un
cambio de sentido que dará forma a la concepción moderna, que no
niega los intentos de diversos autores de darle un sentido más
amplio, pero que sí fue y ha sido, desde Maquiavelo, la que ha domi-
nado y la que ha determinado el carácter de la actual ciencia política.
El propio Sartori acepta que: “la noción de ciencia política varía en
función de qué se entienda por ciencia y qué por política” (Sartori,
2002: 201), dando paso, no tanto a una relativización de los términos
como en primera instancia se podría apreciar, sino a un debate que
torne flexible las estructuras de dicha ciencia a bien de incorporar en
un mismo cuerpo cognitivo —siempre desde lo político— las distintas
caras de un mismo fenómeno. Sin embargo, esta posibilidad parece
perderse en el posterior desarrollo de Sartori y termina justificando
su posición ante una concepción de la ciencia política que actual-
mente domina el discurso científico, pero que ante nuevas condi-
ciones de lo social parece insuficiente.
Siguiendo a Sartori, el término “político”, en el transcurso de la
Edad Media y en el momento del arribo a la modernidad, sufre una

72
La crisis epistemológica de la modernidad

transformación radical de sentido que rompe con la concepción


aristotélica de la política, que denomina horizontal, para imponer
una propiamente moderna que identifica como vertical. Mientras
que para Aristóteles la politika era la actividad propia de la polis,
actividad realizada por los ciudadanos ocupados de los asuntos
públicos dentro de ésta, ya en la literatura medieval y renacentista el
término politicum reaparece como dominium (Sartori, 2002), es
decir, lo refiere como una acción encaminada a subordinar la
voluntad de otros, dándole un vuelco a la significación de “lo político”
en nuestras sociedades y que posteriormente lo vincularía casi
indisolublemente con el Estado y con la búsqueda de poder dentro de
sus estructuras.
Esta transformación coincide con la evolución de la filosofía
política moderna que posibilitará posteriormente el surgimiento de
la ciencia política y que a menudo se traza en una línea cronológica
(Duverger, 1983; Sartori, 2002) que va desde Maquiavelo, quien se
desprendería de toda implicación moral de la política y que, con base
en la observación empírica,11 establecería las reglas con las que el
príncipe gobernaría para conservar, mantener o acrecentar su poder,
pasando por Bodino y Montesquieu que desarrollarán y mejorarán el
método de observación, rompiendo con el razonamiento deductivo
(Montesquieu en particular define las leyes como “relaciones
necesarias que surgen de la naturaleza de las cosas” y orienta la
incipiente ciencia social al descubrimiento, primero de aquellas
naturalezas y luego de sus leyes derivadas, que la pondría a punto
para el posterior surgimiento del positivismo de Comte), para así
llegar a Michels, Pareto y Mosca, cuyos trabajos reúnen ya los
requisitos para ser reconocidos como propios de la ciencia política.
Sin embargo, en este recorrido el énfasis se da en tres sentidos: por
un lado a) busca mediante los métodos que adopta una supuesta
neutralidad que la despoja de su herencia filosófica; así como b) re-
produce la visión de la política como actividad encaminada a la
búsqueda ya sea de “dominio”, como primero aparece, ya sea poder
en filosofía política moderna; y c) ubica al Estado como el espacio
lógico donde se dan estos fenómenos de poder.

11
“Juzgo más conveniente irme derecho a la verdad efectiva de las cosas, que a como se las imagina”
(Maquiavelo, 1992: 55).

73
La crisis epistemológica de la modernidad

En lo que concierne a la búsqueda de esta neutralidad que ha


marcado la ruptura entre ciencia y filosofía, ha tenido como conse-
cuencia una ciencia más a manera de técnica y le ha llevado a perder
su capacidad reflexiva e interpretativa de lo global, es decir, de forma
que haga congruencia con su contexto y con el “todo” que constituye
su ámbito objetual y de relaciones; implicación que preocupa más al
tratarse de una ciencia que estudia lo político, actividad, como dice
Charles Taylor, plenamente intencionada, es decir, consciente y
dirigida a establecer y coordinar diferentes proyectos de cómo vivir
juntos y que por supuesto implicará siempre una toma de postura y la
elección/desecho de ciertos valores que orientan su estrategia.

Podemos reconstruir la ciencia política en la matriz de una “ciencia política”,


como la ingeniería y la medicina, que nos muestre cómo poder alcanzar nuestras
metas. Pero las finalidades todavía proceden de alguna otra parte: se basan en
elecciones cuyos fundamentos permanecen oscuros [Taylor, 1976: 222].

Esta concepción de la ciencia política favorece en el análisis un


encubrimiento de las intencionalidades, que permanecen latentes
pero sin hacerse explícitas, y puesto que la política y la ciencia que la
estudia no pueden desprenderse de éstas, más vale identificarlas y
señalarlas, o podemos caer en un “silencio cómplice” de determi-
nadas concepciones y tendencias, que en un contexto de crisis sólo
colabora a la confusión reinante en la tensión entre lo establecido y lo
nuevo.

Sobre todo en momentos de crisis o de rápida transformación de los sistemas


políticos o de turbulencia de las fuerzas ideológicas que los operan, el científico
político “neutral” termina, en consecuencia, por constreñirse a la impotencia
intelectual y al silencio [Zolo, 2007: 49-59].

Esta autonegación de la política por parte de la ciencia que la


estudia, en cuanto se presenta como un saber apolítico que ignora las
propias condiciones políticas de la generación, organización y dispo-
sición del conocimiento de la que es parte, impide la reflexión en
torno a cuestiones vitales en la comprensión de esta importante
dimensión humana. Mientras que a la filosofía política se le reduce a
la especulación de diversos temas, tales como la mejor forma de
gobierno, el porqué y para qué de la política, así como las caracterís-

74
La crisis epistemológica de la modernidad

ticas que debiera tener cierto cuerpo político, la ciencia política pasa
ya sin estos puntos reflexivos y se convierte en una herramienta prag-
mática al servicio del poder, en alto grado reproductora de lo ya esta-
blecido y por ello inoperante ante nuevas condiciones y realidades
sociales.

Una “ciencia” que en honor a un ideal abstracto de rigor metodológico expulsa de


su propio ámbito la discusión sobre los “valores” de la política, para ocuparse de
manera exclusiva de los “hechos”, termina por no estar en condiciones de ubicar,
y mucho menos de contribuir a resolver los problemas de la política, pues éstos
implican siempre una decisión sobre los límites y el sentido de la vida política
[Zolo, 2007: 49-59].

Por otro lado, también por ser la política una actividad inten-
cionada pero que a su vez se justifica mediante discursos que dan
coherencia a determinada estrategia o proyecto político, la ciencia
que la estudia debe hacer un esfuerzo por contrastar los diversos dis-
cursos con elementos empíricos, pues las más de las veces estos
discursos interpretan de lo que se habla de manera que sirva a dicha
intencionalidad; así, la ciencia política tampoco debe limitarse al
análisis de la retórica, sino a la implicación empírica de dichos
discursos, es decir, cómo la realidad afirma o desmiente dichos dis-
cursos. Una ciencia política pertinente, entonces, deberá contar con
capacidad reflexiva ante los valores y sentidos que los diferentes
actores le dan a la política, así como las herramientas que le permitan
verificar dichos valores y sentidos en prácticas sociales concretas.
Si efectivamente la filosofía trata del “deber ser” y la ciencia de “lo
que es”, el complemento de ambas nos resultará fundamental al
orientar la acción con el fin de interactuar con la realidad de forma
correspondiente y, en todo caso, sin pretensión de absoluto, transfor-
marla hacia nuevas maneras de convivencia humana (que originarán
a su vez nuevas problemáticas), movimiento en el cual el conoci-
miento no es sino una parte en un conjunto de procesos diversos,
contrastantes y antagonistas, en donde surgen a su vez diferentes
actores o sujetos con distintas concepciones y donde, por lo tanto, el
conocimiento sólo puede fungir como mecanismo de mediación,
vinculación y reconocimiento de la pluralidad de las partes. Un
concepto que puede servir para ejemplificar esta posible articulación
entre filosofía y ciencia es el de “utopía”, valiosa no en el sentido que

75
La crisis epistemológica de la modernidad

le otorga Manhiem, en oposición a un conocimiento racional y como


parte de la fantasía y la imaginación, sino como establecen Agnes
Heller y Ferenc Fehér (1985: 142), es decir: “en la medida en que
tanto idea reguladora, sirve para guiar una acción presente en con-
cordancia con sus metas establecidas y su dinámica real”, es decir,
rompe con la equivalencia cartesiana entre lo real y lo racional, para
establecer la potencialidad de lo existente, es decir, lo real como
potencia, lo que implica, a la vez, un análisis y un reconocimiento de
las condiciones actuales de existencia y de las posibilidades racio-
nales de cambio que ya en ella se hallan, es decir, en las propias
palabras de Heller y Fehér: “las acciones relacionadas con una utopía
son racionales si la utopía está relacionada con una acción y depende
de una acción”, y esta acción deberá su pertinencia y eficacia en la
medida en que cuente con un conocimiento empírico y verificable del
contexto del que es parte:12

…la transformación de la historia en experiencia plantea trascender sus límites


cuando de lo que se trata es de luchar en contra de la inercia, pero siempre
partiendo del presente. Viaje a lo desconocido basándose en una necesidad de
realidad nueva, de ahí la razón de la utopía [Zemelman, 1998: 7].

Volviendo a la transformación de raíz que sufre el sentido de la


política en el tránsito a la modernidad, que marca una ruptura con el
pensamiento clásico que se gesta en la Edad Media, de una con-
cepción horizontal a una vertical como sugiere Sartori, y conforme al
propio desarrollo histórico de la nueva ciencia social, ésta llevará a
identificarla con un conglomerado humano particular —es decir, el
Estado—, como espacio material donde se ubica el fenómeno de la
política. Si bien el añejo debate entre si el objeto de estudio de la cien-
cia política debiera ser el Estado como forma “soberana” de poder y
por lo tanto acreedora de una disciplina aparte —que para Duverger
representa una concepción restringida—, o bien, partiendo de una
concepción amplia, debiera considerarse al “poder” como objeto de
estudio y al Estado como ámbito hegemónico pero no exclusivo de los
fenómenos de poder (Duverger, 1983: 529), parece contar con un

12
Una técnica analítica como la prospectiva política bien puede representar estos incipientes contactos entre
estas dos grandes áreas del conocimiento.

76
La crisis epistemológica de la modernidad

consenso a favor de la segunda postura, que por lo tanto coloca al


“poder” en el centro. El resultado, en última instancia, es el mismo,
pues sigue siendo el Estado el ámbito central de la ciencia política, ya
que es ahí, dentro de sus propias estructuras, donde se contiene al
“poder”. Aunque para fines de lo que aquí se propone, sí representa
un avance sustancial, pero no definitivo en el posterior desarrollo de
la ciencia.
Para Duverger la “definición amplia de ciencia política es la única
que puede ser mantenida: es la ciencia del poder, en todas sus
formas”, afirmando la tendencia que establece el sentido de la polí-
13
tica como dominio, es decir, como actividad encaminada al poder.
Sin embargo, esta “definición amplia” aún deja de lado importan-
tísimas regiones del conocimiento y por lo tanto de lo político y su
complejidad le parece todavía lejana. Para el mismo autor, por
ejemplo, el concepto de “legitimidad” se le presenta como un
fenómeno derivado y de carácter relativo, en cuanto que establece
que el poder siempre estará referido a un sistema de creencias que lo
legitime, y de ahí que el tema de la legitimidad parezca para él más
próximo a la sociología política o a una ciencia política “sociologista”,
como es la postura del propio Sartori, que un tema propio de la
ciencia política como tal; de esta manera:

[l]a noción de “legitimidad” es, pues, una de las llaves del problema del poder. En
un grupo social dado, la mayor parte de los hombres creen que el poder debe
tener cierta naturaleza, descansar en ciertos principios, revestir cierta forma,
fundarse en cierto origen: es legítimo el poder que corresponde a esta creencia
dominante. La legitimidad, tal como nosotros la entendemos, es una noción
sociológica, esencialmente relativa y contingente [Duverger, 1983: 523].

Sin embargo, en el contexto de las sociedades actuales, la legiti-


midad viene a ser un problema central de la ciencia política —más aún
en cuanto se adopta una forma de gobierno que basa su legitimidad en
una supuesta subordinación del poder a la sociedad de la que
emana—, pues viene a convertirse en uno de los pilares que sostienen
los fenómenos de poder en la actualidad. Así, el principio de
legitimidad no sólo es un principio valorativo o normativo del poder,

13
Así lo veía, de manera por demás amplificada, Bakunin cuando dice: “Explotar y gobernar significan la
misma cosa” (Bakunin, 1978).

77
La crisis epistemológica de la modernidad

es un criterio de racionalidad de lo político (que en el desarrollo del


presente trabajo se intentará trazar), que incluso se interpretará ope-
rativamente en el diseño institucional de la relación Estado-sociedad
vía gobierno.
Otros autores, como Sartori, mantendrán una concepción de la
ciencia política más apegada a su espacio obvio de acción, es decir, el
Estado, y justificarán su surgimiento a partir de la distinción estruc-
tural entre mercado, sociedad y Estado. Cabe recordar que por un
tiempo economía y política —ya como conocimiento referente al
14
Estado—, estaban fundidas en una misma disciplina denominada
economía política. A partir de la teoría económica clásica, la cual
justifica la existencia de un ente autorganizativo para el intercambio
de bienes regido por una supuesta “mano invisible” y autorregulado
en forma natural, es decir, el mercado —lo que hacía no sólo posible,
sino necesaria, su autonomía respecto del control estatal—, se hace
posible el surgimiento de un vacío cognitivo que la ciencia política se
apresuró a llenar. Así, siguiendo a Wallerstein:

[l]a ciencia política como disciplina separada respondía a un objetivo ulterior: el


de legitimar a la economía como disciplina separada. La economía política había
sido rechazada como tema con el argumento de que el Estado y el mercado
operaban y debían operar según lógicas distintas. Y esta lógica requería, como
garantía a largo plazo, el establecimiento de un estudio científico separado del
espacio político [Wallerstein, 1996: 23].

Así mismo, siguiendo a Sartori, una vez diferenciado mercado de


Estado, es posible diferenciar Estado de sociedad, que también
identifica como producto de la teoría liberal clásica, pues “son los
economistas —Smith, Ricardo y en general los liberales— los que
muestran cómo la vida en sociedad prospera y se desarrolla cuando el
Estado no interviene; los primeros en mostrar cómo la vida en
sociedad encuentra en la división del trabajo su propio principio de
organización y, por lo tanto, en mostrar también cuántos sectores de
la vida social son extraños al Estado y no se regulan ni por las leyes ni
15
por el derecho” (Sartori, 2002: 213), y es así que la sociedad, según

14
Un antecedente de la ciencia política está en la llamada Staatwissenschaften (“ciencias del Estado”) en el
siglo XIX en Alemania (Cfr. Wallerstein, 1996).
15
Sin embargo, de esta concepción se deriva una racionalidad social subordinada a una racionalidad

78
La crisis epistemológica de la modernidad

Sartori, toma conciencia de sí misma y se diferencia como ámbito de


acción del Estado y llega a constituir un espacio estructural diferente
con su propia ciencia social: la sociología.
La relación poder-política-Estado justifica, según Sartori, a la
ciencia política como una ciencia autónoma, diferente, capaz de
generar su propio cuerpo conceptual y de enunciar sus propias leyes.
Es decir, primero, que la política será la actividad encaminada a la
búsqueda del poder, y segundo, que ésta se dará de manera predo-
minante en el marco de un Estado —de ahí que se constituya en el
objeto de estudio de la ciencia política—. Sin embargo, como el pro-
pio Sartori reconoce, una crisis de ubicación de la política signi-
ficaría una crisis de la ciencia política como se acaba de caracterizar y,
en este caso, la crisis de la ciencia política estará relacionada directa-
mente con la crisis de la política y del Estado, misma que se acentuará
durante la década de los ochenta.
Como señala el propio Wallerstein, ha sido una constante en la
manera de generar conocimiento —proveniente de las condiciones
de donde surge—, un amplio carácter Estado-céntrico en lo que
respecta a las tres ciencias sociales nomotéticas. Esto se explica en
parte debido a que hasta finales de la década de los setenta, el Estado
había fungido como el ente rector y organizador del desarrollo, es
decir, que la responsabilidad de la dirección hacia el “progreso”,
primero, y, posteriormente, al “desarrollo”, estaba centrada en la
acción de los diferentes Estado-nación, que para esto contaban con
una amplia burocracia que les permitía intervenir en la sociedad y en
la economía; sin embargo, con la caída del Estado interventor y la
adopción de un modelo de Estado correspondiente a la tendencia
económica imperante, su predominio en cuanto a la búsqueda de
desarrollo social parece haberse diluido, relativizándose. Situación
que tendrá un impacto trascendente en la autoconcepción que la
ciencia política haga de ella misma:16

económica de tipo (costo/beneficio), restringiendo un análisis en torno a diferentes formas de socialidad que
se adoptan y que escapan a una racionalidad de este tipo.
16
Otro pertinente señalamiento de Wallerstein, en cuanto a la tendencia estadocentrista de las diferentes
ciencias y disciplinas sociales, está en la incapacidad de una disciplina como las relaciones internacionales
ante el surgimiento de nuevos fenómenos que rebasan las fronteras de los Estado-nación y que fueron
retomadas en cambio por la sociología y otras disciplinas más recientes como la ecología, tales como la
migración, los conflictos étnicos, el problema ambiental, etcétera.

79
La crisis epistemológica de la modernidad

[u]na vez que abandonamos el supuesto estadocéntrico, que ha sido funda-


mental para la historia y las ciencias sociales nomotéticas en el pasado, y acep-
tamos que esta perspectiva puede ser a menudo un obstáculo para hacer inteli-
gible al mundo, inevitablemente nos planteamos cuestiones sobre la estructura
misma de las divisiones disciplinarias que crecieron en torno a ese supuesto y
que en realidad se basaban en él [Wallerstein, 1996: 23].

De esta manera, la concepción vertical de la política se separa aún


más de la horizontal, en cuanto a que el Estado no será ya el escenario
predominante para la búsqueda de mejores y más justas maneras de
convivencia, y quedará reducido al entramado institucional que
soporta y da lugar a la búsqueda del poder y que actualmente
significa el gran desencanto por gran parte de la población mundial
y de casi todos los jóvenes hacia la política y sus gobiernos.
Sin embargo, y a consecuencia de que las estructuras sociales han
cambiado, transformando así la relación Estado-mercado-socie-
dad, la ubicación, así como el sentido de los fenómenos de lo polí-
tico/política lo ha hecho también, aumentando su complejidad, por
lo que ello debe implicar una transformación en la propia ciencia
social, abocada a dar coherencia a los fenómenos de esta índole, y la
incorporación de estas nuevas condiciones a su cuerpo cognitivo.
Para ello atenderemos a la distinción introducida por Carl Smith en
su estudio sobre el concepto de “lo político”, así como estableceremos
que las propias condiciones en las que se relacionan los diferentes
conglomerados estructurales limitan progresivamente la pretendida
desvinculación de una concepción de la política horizontal, como
búsqueda del poder político, y de una vertical, como actividad enca-
minada al tratamiento de los asuntos públicos, donde surge la noción
de “ciudadano”, no desde una perspectiva jurídica, sino propiamente
política, es decir, capaz de influir en decisiones colectivas.
Para Sartori, en un tono que recuerda las consideraciones que
tiene Duverger respecto de la diferencia entre sociología y ciencia
política: “la dimensión horizontal pasa a ser asumida por la socio-
logía, y correlativamente la esfera de la política se restringe en el
sentido de que se reduce a una actividad de gobierno, y en sustancia a
la esfera del Estado” (Sartori, 2002: 219). En este sentido, Sartori ve
en los procesos de democratización un fenómeno de masificación de
la política que, reconoce, se da en términos estructurales, y lo define
como la incursión de las masas en la política, de donde: “siempre

80
La crisis epistemológica de la modernidad

estuvieron alejadas o excluidas [...] o presentes sólo muy de tanto en


tanto[,] ahora entran en la política; y entran con intenciones de
estabilidad, para quedarse” (idem). Sin embargo, a partir del
surgimiento de la llamada “sociedad de masas”, éstas han estado
involucradas, como actor pasivo o como mero sujeto de discurso, en
la política desde siempre (como en el fascismo o en el comunismo que
eran regímenes de élite pero que en el discurso se legitimaban
haciendo referencia a grandes colectividades humanas), lo que
cambia, sin embargo, y éste es el sentido de la observación de Sartori,
es la dirección de la relación entre élite y la así denominada “masa”
—que puede ser sustituida aquí, si se permite y de manera provisoria,
por el término “sociedad civil”, con sus consecuentes implicacio-
17
nes—, en el sentido de que ahora dicha masa cuenta con los arreglos
y procesos estructurales de incidir, de manera independiente,18 es
decir, desde fuera de la estructura gubernamental, en las decisiones
políticas y en el tratamiento de los asuntos públicos.
Sin embargo, para Sartori estas nuevas condiciones implican un
gran riesgo para la consideración de la ciencia política que el mismo
autor argumenta y que aquí ya hemos mencionado (diferente,
independiente, autosuficiente y explicación primaria), en cuanto
supone una “sociologización” de la política y una subordinación de la
visión vertical de la política, es decir, del poder político, a la así
llamada dimensión horizontal de la política, fundada en una raciona-
lidad que actualmente pasa inadvertida como parte central de la
actual ciencia política.

La nueva ciencia de la sociedad —la sociología— tiende a reabsorber en su


propio ámbito a la ciencia política y por lo tanto a la política misma. El reduc-
cionismo sociológico o la sociologización de la política va indudablemente unida
a la democratización de la política y encuentra en esta referencia tanto su fuerza
como su límite [...]

17
“La democratización o masificación de la política supone no sólo su difusión, sino sobre todo su ubicuidad.
A la ubicación vertical se une ahora una expansión y ubicación horizontal, lo que vuelve a subvertir de nuevo
todo el discurso…” (Sartori, 2000: 220).
18
Un caso interesante, aquí y muy cercano a México, es el del corporativismo, que consistía en la organi-
zación de la sociedad en términos del Estado; en este sentido, así como la sociedad se mezclaba con lo estatal,
el Estado se socializaba en cuanto incorporaba en sus redes de poder a sectores sociales para así negociar con
ellos. Sin embargo, la diferencia esencial en estos procesos de democratización a los que Sartori identifica
con otro tipo de relación entre lo social y lo estatal, es efectivamente su diferenciación estructural en donde
los ámbitos se encuentran analíticamente diferenciados.

81
La crisis epistemológica de la modernidad

En suma, la reducción a términos sociológicos “restringe” la política en el


sentido de que su verticalidad resulta una variable dependiente, dependiente
precisamente del sistema social y de las estructuras socioeconómicas… [Sartori,
2002: 222].

Y he aquí el foco de tensión en la actual crisis de la ciencia política,


crisis que el propio Sartori reconoce pero que termina por escapár-
sele; es decir, la condición objetiva de que el “poder” en nuestras
sociedades es un concepto hueco, en la medida en que éste sólo se
define a partir de su ejecución y en el sentido de su utilización, que
nos lleva a una imposibilidad conceptual de definir el poder por el
poder mismo, o lo que es lo mismo y como dice Sartori, que “la polí-
tica es la política”, definición de carácter tautológico, que contrasta
con la opinión de Gödel, según el cual, un sistema formalizado
complejo no puede encontrar en sí mismo la prueba de su validez; o,
así mismo, con la de Tarski, quien afirma que un sistema semántico
no puede explicarse totalmente a sí mismo; o con la conlusión del
propio Morin, en el sentido de que: “ningún sistema cognitivo podría
conocerse exhaustivamente ni validarse por completo a partir de sus
propios instrumentos de conocimiento”, es decir, podemos afirmar
que el poder y la política no podrán explicarse en su totalidad de
manera endógena, sino por —y cada vez será una parte más
sustancial del análisis politológico—, las consecuencias que en lo
social y en lo económico tenga la política, así como la relación que se
dé entre estos tres componentes estructurales, análisis que siempre
se hará desde la perspectiva de la ciencia política y que no equivale a
borrar las distinciones pertinentes ni las fronteras entre las res-
pectivas ciencias y disciplinas, ni a incurrir en un hacer funcionar la
política en lo social, sino a reconocer en estas fronteras los puntos de
contacto que se dan entre ellas, así como la manera en que incor-
poran a su propio “campo semántico” estos puntos de contacto. El no
reconocerlo, por el contrario, representa varios riesgos, como aquí se
intentará ejemplificar a través de su desarrollo en torno al concepto
“poder” y que terminará por significar una doble imposibilidad cog-
nitiva que enseguida se expondrá.
Otra distinción que hace Sartori en su justificación de la ciencia
política actual, y a la cual considera determinante, es la que señala
que: “condicionar o influir sobre el poder político no es lo mismo que

82
La crisis epistemológica de la modernidad

ejercerlo”, es decir, que “no debemos confundir los resortes del


poder, o la influencia sobre el poder, con tener poder”; en este sentido
un nuevo recorte de la realidad surge de la construcción del objeto de
estudio de la ciencia política, pues impide interpretar cognitiva-
mente las relaciones “reales” que se dan entre el poder político y otros
tipos de poder, como el militar y el económico o, en un ámbito dife-
rente, cómo los múltiples movimientos sociales modifican la estruc-
tura de poder existente; ya que si bien estas relaciones fluyen de otros
lados, terminan por influir y materializarse en el sistema político y,
en ocasiones, acaban por dominarlo. Dicha materialización, en
última instancia, está sustentada en el monopolio de la fuerza legí-
tima, pero sin duda sólo es una parte del análisis, y excluirlo de éste
no niega su existencia, sólo puede aspirar a ocultarla.

Por más que las corporaciones gigantes, o también los poderes sindicales,
lleguen a ser influyentes, ello no quiere decir que su poder sea soberano, que esté
sobrepuesto al poder político. En la medida en que un sistema político funciona,
los órdenes predominantes y vinculadores erga omnes son y siguen siendo los
dictados que emanan del propio dominio político. Solamente las decisiones
políticas —ya sea bajo forma de leyes o disposiciones de otra índole— se aplican
con la fuerza coercitiva a la generalidad de los ciudadanos [Sartori, 2002: 221].

Ante tal consideración, la pregunta acerca de las intenciona-


lidades que adopta determinado “sistema político” permanece en la
sombra. De manera que podemos trazar una imposibilidad cog-
nitiva de la que se hablaba en dos sentidos, es decir, como la imposi-
bilidad de la ciencia política de aprehender cognitivamente:

a) Una finalidad del poder. En nuestras sociedades actuales el


poder colectivo es de carácter público y por ello tiene una finalidad
pública; más aún, en las formas de gobierno actuales, el poder
debe ser utilizado en la construcción del bien común (tendencia
rectificada estructural y procesalmente), debe provocar un
impacto positivo en la sociedad de la que emana. En este sentido
como ya se vio: el poder en la actualidad no puede ser funda-
mento de sí mismo, el poder no se explica por el poder, sino por
sus repercusiones en la sociedad y de ahí la importancia del
concepto de “legitimidad”. En la mayoría de las formas de
gobierno actuales hay un acuerdo bastante definido acerca del

83
La crisis epistemológica de la modernidad

acceso-renovación (elecciones democráticas, límite temporal del


ejercicio del poder, etc.) y su organización (equilibrio de poderes,
descentralización, etc.), sin embargo, su correcto uso sigue siendo
asignatura pendiente, tanto así que hemos asistido a una gran
crisis del Estado como actor hegemónico en la construcción del
bien común.

b) Las relaciones del poder con otros ámbitos de la vida


social. Un problema particular aquí sería la imposibilidad de
interpretar teóricamente la relación entre mercado y poder
político. El discurso del “libre mercado” viene acompañado de una
despolitización del Estado en la generación y distribución de la
riqueza; al denunciar la intervención del Estado, y aun la política
en general, como extraña y contraria a las “leyes del mercado”, ha
limitado las herramientas mediante las cuales la sociedad, a
través del Estado, puede encarar las así llamadas “externalidades”
negativas del mercado. Sin embargo, este discurso lejos de
despolitizar a las organizaciones humanas traslada el poder a
otras instituciones, mecanismos, etc. De esta manera, la relati-
vización del poder del Estado implica la revaloración del poder
del libre mercado. Otro caso claro de esta imposibilidad se
encuentra en el hecho de que la ciencia política ha renegado del
estudio serio de los diferentes movimientos sociales y de la
manera en que éstos repercuten en el modo de ejercer el poder, es
decir, en qué forma tienen como consecuencia una alteración de
los principios de legitimidad hasta la fecha existentes.

Cabe hacer algunas precisiones. En cuanto a la incapacidad cognos-


citiva de la ciencia política en su relación con otros ámbitos sociales,
al abordar la manera en que se vincula “la política” con la actividad
económica —en específico en lo que atañe a un sistema económico
basado en el libre mercado— no implica caer, sin embargo, en una
perspectiva marxista donde la política y, en ese sentido, el Estado,
son considerados como una “superestructura” consecuente con el
19
interés del capital y así derivar en una “negación de la política”; de
19
“La forma extrema de negación de la autonomía de la política no es de todos modos la sociológica; más bien
proviene de la filosofía marxista. En esta perspectiva no se llega sólo a la heteronimia de la política sino más
drásticamente a la “negación de la política”. En la concepción económico-materialista de la historia, la

84
La crisis epistemológica de la modernidad

hecho, no se trata de recalcar alguna supuesta subordinación de un


sistema a otro, en este caso uno político a uno económico, sino sim-
plemente señalar que el “poder” aunque se ejerza de manera coer-
citiva en el sistema político, está influido por múltiples factores que
no necesariamente se encuentran dentro de su propio sistema, o,
desde esta misma perspectiva, debemos plantear no el aniquila-
miento de uno sobre el otro, sino no de qué manera pueden inter-
actuar de forma complementaria, no sólo lo estatal y lo económico,
sino también lo social, para aminorar las consecuencias de las
llamadas “externalidades” del mercado,20 como se ha dicho, y para lo
que es necesario primero una distinción entre los diferentes espacios
estructurales involucrados.
Este extenso debate, por otro lado, sólo se tratará de manera
circunstancial en el posterior desarrollo del tema; sin embargo, en lo
que respecta a la relación que se hace entre determinados fenómenos
sociales y sus repercusiones en los fenómenos de “poder”, será un eje
fundamental, y en este sentido el concepto de “legitimidad” será el
concepto vinculante entre los fenómenos estatales y sociales en los
que media “lo político”, pues se parte de que, ante las condiciones
estructurales actuales, se hace más posible, desde la sociedad civil en
sus diferentes manifestaciones, como ciudadanía organizada o como
movimiento social, incidir en las decisiones colectivas así como
influir considerablemente en la manera en que se ejerce el poder en
determinada colectividad. En este sentido cabe volver a mencionar la
experiencia de mayo de 1968 en Francia, o el movimiento estudiantil
del mismo año en México, que no buscaban reemplazar u ocupar el
poder en sus Estados, pero que, sin embargo, trajeron consecuencias
vitales en cuanto a la manera en que el Estado se legitimaba ante la
sociedad y que a la postre significaría un cambio de régimen, que, no
sin sus dosis de violencia —producto de la incapacidad de un Estado

política es una “superestructura”, no sólo en el sentido de que refleja las fuerzas y las formas de producción,
sino también en el sentido de que es un epifenómeno destinado a extinguirse…” (Sartori, 1993: 223). “En
efecto, la anacrónica persistencia de la izquierda marxista en la explicación de lo político como mera
‘superestructura’ de la base económica, que durante muchas décadas obstaculizó el desarrollo de todo
análisis serio de la esencia, función y perspectiva del Estado, parece ya definitivamente relegada al pasado”
(Heller y Fehér, 1985: 128).
20
En este sentido, por ejemplo, los diversos casos en que un determinado tipo de sociabilidad sirve como
alternativa a una racionalidad estrecha de carácter económico (costo/beneficio), que va desde las
cooperativas y sindicatos, a redes de comercio “informal”, de mercado justo o directo, a otras más radicales.
Así también el tono de las políticas públicas al intentar conjugar a diferentes actores (gobierno-iniciativa
privada-sociedad-sujeto de política pública) en una acción determinada.

85
La crisis epistemológica de la modernidad

altamente centralizado de interpretar un creciente descontento


social—, lo canalizaría fuera de los movimientos revolucionarios
tradicionales que se venían dando hasta esa fecha, donde la toma del
Estado y del poder político se consideraban un aspecto central de la
lucha.
En este sentido, entonces, la distinción de Sartori entre “los
resortes del poder” y “tener poder”, parece hacerse relativa y da pie a
una expansión del campo de conocimiento de la ciencia política, lo
cual no implica, como se ha venido diciendo, una pérdida del centro
de dicha ciencia social, sino, por el contrario, un reforzamiento de
éste, en cuanto seguirá siendo el “poder” el punto de referencia de la
ciencia política, pero será también capaz de cubrir, a través de él, un
horizonte más amplio a fin de aprehender la complejidad de los
fenómenos de esta índole. En este sentido, la ciencia política será
capaz de compartir campos de conocimiento con las diferentes
ciencias y disciplina sociales y podrá seguir siendo ciencia política;
ejerciendo algo similar a lo que Luhmann identifica como “descrip-
ciones referenciadas”, es decir, “descripciones en las que se indique
explícitamente desde qué sistema son hechas, para así poder saber
cuál es la perspectiva desde la que son vistos el mundo y la sociedad”
(Luhmann, 1998[a]:16).
De esta manera, respondiendo a la predicción de Sartori en cuanto
a la equivalencia entre una crisis de ubicación de la política y una
crisis de la ciencia política, podemos afirmar que el concepto de
“política” ha tendido, conforme a condiciones estructurales especí-
ficas, a un desdoblamiento con el fin de abarcar las diferentes dimen-
siones de los fenómenos políticos en nuestras sociedades; así, la
política entendida como dominium, rasgo adquirido en la moder-
nidad, y lo político como actividad que tiene lugar en la polis y entre
iguales que deciden sobre la res publica, quedan comprendidos,
aunque diferenciados, en una unidad compleja que tiende a abarcar
la relación entre Estado y sociedad y que por lo tanto viene a romper
con la posición Estado-céntrica que había caracterizado a la ciencia
política, pues dicha unidad compleja relaciona ejercer el poder con
sus consecuencias, finalidades e influencias e implica, por lo tanto,
una concepción descentrada del Estado.
Otra consideración que nos ayudará a explicar este desdobla-
miento de lo político/la política, es la efectuada por Carl Schmitt en

86
La crisis epistemológica de la modernidad

su libro El concepto de lo político, donde efectivamente prevé esta


incapacidad de reducir lo político a lo gubernamental puro o al
ámbito estatal y lo lleva a profundizar acerca de un criterio propio
para distinguir la dimensión de lo político, y es en este sentido que
realiza su famosa distinción entre amigo/enemigo, donde se hace
evidente la relación de los fenómenos políticos con el “conflicto”
—que identifica con el término polemos—, y que otra vez escapa a un
reduccionismo en términos de lucha por el poder. En este sentido,
para Schmitt, lo político es una esfera indeterminada en cuanto a que
cualquier tema, ya sea económico, cultural, social o moral, en la me-
dida en que logre generar un conflicto tal que sea capaz de ocasionar
una tensión entre amigo/enemigo podrá ser ubicado en una dimen-
sión de lo político.
Desde esta perspectiva surgen diversas ópticas en relación con el
“conflicto” como fundamento de lo político. Por un lado, la tendencia
que desde Hobbes, y en particular en Hegel, concibe —ya sea en una
situación de guerra de todos contra todos en un hipotético estado de
naturaleza, o en la sociedad civil identificada como reino de las
particularidades, donde lo que predomina es el interés propio, ambas
en estrecha relación con el “conflicto”—, al Estado como gran
Leviatán o Espíritu Absoluto donde el conflicto se dirime, coronando
así la unidad social y negando, así mismo, el conflicto. Por otro lado,
hay una perspectiva más cercana a Plessner y al análisis de Schmitt
de la contemporaneidad, donde el conflicto es una parte “insupe-
rable” proveniente del pluralismo del mundo humano y en la que a
partir de la caída del “Estado clásico europeo” —cuando el Estado
absolutista a la vez que pierde el monopolio de lo político pierde la
facultad de regular y encauzar los conflictos sociales—, “lo político”
se hace irreductible al Estado.
En este sentido, la sociedad civil, tanto por su propia dinámica
como por ser el lugar donde la creciente diversidad de nuestras
sociedades se expresa de manera inmediata, y por lo tanto donde el
conflicto inherente a esta situación de coexistencia se origina, surge
como un lugar propicio para la aparición de los fenómenos políticos
y, en este sentido, la acción política será la propicia para mediar
dichos conflictos donde, de nuevo, el Estado puede llegar a ser un
actor. Sin embargo, debido a que la complejidad rebasa por mucho
una concepción encerrada en sí misma, nos muestra de manera

87
La crisis epistemológica de la modernidad

directa la relación de otros conglomerados con los fenómenos políti-


cos y de la política.
Estas consideraciones, que del particular caso de la ciencia polí-
tica se han hecho, servirán como criterios que en el posterior desa-
rrollo del tema no se podrán obviar y lo acompañarán transversal-
mente, por lo que, como conclusión del presente trabajo, y a fin de
dar una orientación más completa al lector, a continuación se expo-
nen mediante un modelo mínimo que cerrará este capítulo.

2.4. Consideraciones finales. Modelo mínimo del trabajo

Éste así llamado modelo mínimo de trabajo, además de presentar


una visión general de la investigación que favorezca la articulación de
los diferentes temas con el sentido de los mismos, pretende terminar
por hacer explícitas las intenciones en cuanto a concepción meto-
dológica, que en este caso resultará fundamental pues determina la
lógica interna a seguir.
Es sin duda una problemática del conocimiento lo que motiva,
tras telones, esta investigación. Hemos identificado, y así lo inten-
tamos demostrar en este capítulo, que los modelos de racionalización
de las diferentes esferas de desempeño del sujeto o conglomerados
estructurales, como lo hemos señalado a través de las ideas de
Sartori, se encuentran en una gran crisis, consecuencia de los pro-
fundos y radicales cambios que se han venido sucediendo y que
terminan por romper con los conceptos que tradicionalmente habían
explicado la vida moderna —lo cual no implica necesariamente un
abandono del referente moderno, como también lo hemos dicho—.
Hemos rescatado aquí una característica fundamental y es el desafío
al que epistemológicamente, conocedora de sus propias limitantes,
este trabajo intenta responder: que los modelos de racionalización se
nos presentan de manera cerrada, autoproducidos y de carácter
endógeno, y por lo tanto insuficientes en tanto incompletos para
comprender la complejidad de la vida en las sociedades contem-
poráneas.
Es así que este trabajo nos lleva a hacer un ejercicio que intenta
romper con estas racionalizaciones de carácter cerrado, tal como
Edgar Morin las define, en su diferencia con una racionalidad com-

88
La crisis epistemológica de la modernidad

pleja de carácter fundamentalmente dialógico (Morin, 1984, 1994).


Este trabajo, por lo tanto, pretende ofrecer un marco conceptual
mínimo que sirva como una perspectiva plausible para aprehender la
complejidad de los fenómenos actuales, no pretendiendo dar expli-
cación suficiente de la realidad, sino sirviendo como punto de
referencia pertinente para entrever el conjunto de relaciones e inter-
dependencias donde los diferentes sujetos como actores principales
están inmersos.
De esta manera, Morin identifica los procesos de racionalización
como “la construcción de una visión coherente del universo a partir
de datos parciales, de una visión parcial o de un principio único”,
donde por lo tanto amplias regiones del conocimiento que se
presenten en algún nivel, contradictorias ante este principio único,
son excluidas y señaladas como contingentes; así, la racionalización
se interpreta como “una visión del mundo que comporta identidad de
lo real, lo racional, lo calculable, y donde se ha eliminado todo
desorden, toda subjetividad” y, por lo tanto, en la que el sujeto queda
reducido a un engrane que funciona según esta racionalidad basada
en principios parciales, identificados ya sea con el Estado, con la
utilidad social o con una “racionalización ‘instrumental’, donde
eficacia y rendimiento parecen portar la consecución de la raciona-
lidad social” (Morin, 1984: 293-296).
Ante esta razón simplificadora que permanece acrítica sobre sí
misma, Morin propone una racionalidad abierta que no se presente
como represión de la realidad que le resiste, sino que, por el
contrario, dialogue con ésta y reconozca en lo contingente, en lo
ajeno, en lo extraño, una relación de interdependencia y le permita
salir de la cerrazón de sí misma:

[l]a racionalidad es el juego, el diálogo incesante, entre nuestro espíritu, que crea
estructuras lógicas, que las aplica al mundo, y que dialoga con ese mundo real.
Cuando ese mundo no está de acuerdo con nuestro sistema lógico, hay que ad-
mitir que nuestro sistema lógico es insuficiente, que no se encuentra más que con
una parte de lo real. La racionalidad, de algún modo, no tiene jamás la pretensión
de englobar la totalidad de lo real dentro de un sistema lógico, pero tiene la
voluntad de dialogar con aquello que le resiste [Morin, 1984: 102].

En este sentido consideraremos dos racionalizaciones que, aunque


cerradas en sí mismas, se ubican dentro de un conjunto social y que,

89
La crisis epistemológica de la modernidad

aun obedeciendo a lógicas diferentes —que de un tiempo a la fecha las


más de las veces se definen como antagonistas—, guardan una rela-
ción de complementariedad (que sin embargo sigue siendo parcial,
pues hay fenómenos que escapan a su relación). Así, junto con la
oposición que definió inicialmente la modernidad, entre Estado y
religión, debe considerarse la escisión plenamente moderna tal como
es identificada por Bovero, de lo estatal y lo social, entendida como
un momento positivo de la modernidad, es decir, donde cabe la posi-
bilidad de darle un contenido, no por oposición al “mundo basado en
la tradición”, sino propiamente moderno.
Estas esferas de lo estatal, por un lado, y lo social, por el otro,
encuentran desde hace algún tiempo las condiciones estructurales
para establecer una relación efectiva que se manifiesta en gran
medida en la noción de legitimidad, que en este modelo servirá como
concepto vinculante entre ambas esferas ya que será interpretada
como un canal de comunicación entre el Estado y su gobierno y la
sociedad de la que emana. En este sentido, la legitimidad, entendida
como parte de una racionalidad propiamente política (donde el otro
polo de esta racionalidad estará en función de la búsqueda del
poder), supondrá la capacidad del sujeto de intervenir de forma
directa en el poder.
Por otra parte, esta legitimidad como vínculo entre el Estado y una
definición de sociedad que rompe con lo que Touraine llama “la
representación social de lo social” (Touraine, 2005), no se ubicará en
el vacío, como si entre Estado y sociedad no existiera nada, por el
contrario, ésta se encontrará enraizada en un espacio público defi-
nido más allá de lo puramente estatal, surgido de la constante inter-
acción entre sujetos y donde el propio Estado es un participante
importante, pero no exclusivo, y que formará un cúmulo de comuni-
caciones, relaciones e interacciones que servirán como insumo en la
constante construcción de legitimidad.
Es este espacio público también el escenario donde se repre-
sentará gran parte del conflicto inherente a las sociedades actuales.
Partimos en principio de que la llamada “búsqueda” del sujeto, en un
matiz a la interpretación expuesta por Touraine, no se da sólo “en
términos de relaciones con uno mismo” (Touraine, 2005: 120), si no
que, y sobre todo, la construcción del sujeto se da en términos de su
relación con “el otro”, pues, como dice Bajtin, “la correlación entre el

90
La crisis epistemológica de la modernidad

yo y el otro es irreversible” (Bajtin, 2000: 34), y es en este sentido que


si bien el “fin de lo social” da paso a la posibilidad del surgimiento del
sujeto como lucha contra las “fuerzas impersonales”, la relación
entre el sujeto y su colectividad queda, de alguna manera, en un nivel
inferior o derivativo de la relación del sujeto consigo mismo.
Estas consideraciones, que en su respectivo lugar serán abor-
dadas propiamente, nos llevarán a acercarnos a una visión de socie-
dad civil fundada en una dimensión propiamente política del sujeto,
manifestada sobre todo en la noción de ciudadanía. Será a su vez esta
interpretación de la sociedad civil como un conjunto discordante,
multifacético y antagonista, la que nos lleve a ubicar a partir de la
noción de coexistencia —que implica, a la vez que una diferenciación
entre las partes, una necesaria correlación—, un principio que nos
permita aproximarnos a esta dimensión política del sujeto, pues son
en estas relaciones de coexistencia en las cuales los diversos sujetos
luchan por su reconocimiento como tales, lo que obligará a ver en el
conflicto una condición primaria de socialidad y de ahí su relación
con lo político, tal como es definido por Carl Schmitt en su sentido
polémico.
Es así que este trabajo pretende abordar varios niveles, identi-
ficados estructuralmente incluso, para aportar una perspectiva
general en que los diferentes llámense subsistemas, conglomerados,
etc., entrarán en relación unos con otros e incorporarán estas rela-
ciones a su propio núcleo semántico, poniendo especial énfasis en el
papel del sujeto y su capacidad para desempeñarse como tal, único
punto de partida válido para nuestros propósitos.

91
3. La reconfiguración de lo público
y su consecuencia en lo político

3.1. Lo político en lo humano

A lo largo de la modernidad diferentes maneras de interpretar la


dimensión política de nuestra vida colectiva han surgido, sin
embargo, estas interpretaciones estuvieron fuertemente arraigadas
al desarrollo teórico y práctico del Estado, lo cual, actualmente, como
bien apuntan Cohen y Arato, “ha oscurecido una dimensión impor-
tante de lo que es nuevo en las discusiones políticas y en lo que está en
juego en las contiendas sociales” (Cohen y Arato, 2000: 21). Estas
distintas y hasta divergentes explicaciones del fenómeno político,
que a lo largo de la modernidad han surgido, sobre todo a partir de
finales del siglo XVIII y principios del XIX, se han caracterizado —aun
en su oposición—, por una serie de elementos que hacen referencia a
un modelo específico de modernidad.
Tal como se ha visto que ocurre en otros campos del conocimiento,
el desarrollo conceptual de “lo político” ha seguido un creciente pro-
ceso de diferenciación y especialización que es particularmente
visible en el ya clásico análisis que Norberto Bobbio y Michelangelo
Bovero hacen acerca de la relación entre Estado y sociedad a partir
del estudio de los modelos iusnaturalista y el que es señalado como
1
“hegeliano-marxista”. En su análisis del primer modelo, denomi-
nado “iusnaturalista”, característico de las teorías del contrato social,
la sociedad civil es a la vez civil y política, debido a que se efectúa una
oposición del conjunto social con un momento anterior a éste, es
decir, el “estado de naturaleza”, estadio previo a la convención (con-
trato) que da surgimiento al Estado y a la sociedad como tal; el

1
“Hegeliano-marxiano” en el original.

93
La reconfiguración de lo público

momento social así sólo es explicable en concordancia con el mo-


mento político.2 Es decir, aquí lo civil y lo político coinciden en la
sociedad organizada en contraposición con el “estado de naturaleza”.
En la medida en que sigamos el análisis de dichos autores veremos
que el tránsito del modelo iusnaturalista al denominado hegeliano-
marxista implica dos aspectos fundamentales que se recuperan
para los fines de esta investigación: por un lado, a) como lo señala
Bovero, el tránsito de un modelo a otro implica “una concep-
tualización de lo político fuera de lo social y, recíprocamente, de lo
social fuera de lo político, que parece poder resumirse en dos opera-
ciones simples: remoción del estado de naturaleza en cuanto a ins-
trumento conceptual inadecuado para representar el lugar ‘anterior
a lo político’ y degradación de la sociedad civil de momento político y
superior al momento no-político e inferior” (Bobbio y Bovero, 1986:
193-200); así como que b) la consideración de la sociedad civil como
espacio diferente al Estado deriva en la interpretación de ésta como
un conglomerado colectivo capaz de producir en sí misma ciertas
condiciones de estabilidad y autonomía, lo cual, sin embargo, y como
ya se verá, hace debatible la aparente exclusión de lo político en lo
social y viceversa.
A partir de esta progresiva diferenciación entre la esfera social y la
estatal, que culmina en el modelo hegeliano-marxista, la ruptura
entre “lo político” y “lo social” se convertiría en una condición histó-
rica plenamente moderna que, como tal, compartirían los más
antagonistas modelos de interpretación de la dimensión política en
nuestras sociedades y que, por lo tanto, sería capaz de relacionar
concepciones tan divergentes como lo son el liberalismo de corte
económico, el marxismo clásico o, incluso, en una perspectiva más
radical, como el anarquismo propuesto por Bakunin. Sin embargo,
este modelo al cual nos referimos nos resulta hoy insuficiente ante la
emergencia de una categoría nueva de fenómenos que se ubican
precisamente en la relación entre estos dos aspectos/espacios funda-
mentales del ser humano, es decir, la facultad de generar vida colec-
tiva (sociedad) y la capacidad de relacionarse con ésta para trans-

2
“... en el enfoque iusnaturalista la sociedad no tiene otra figura real más que la política [...] por lo tanto, la
sociedad civil es al mismo tiempo sociedad y Estado [...] Ésta es la conclusión necesaria del punto de partida
iusnaturalista” (Bobbio y Bovero, 1986: 204-205).

94
La reconfiguración de lo público

formarla (política/Estado). Tal como lo planteaba J. Freund, cabe


preguntarse hoy ante nuevos fenómenos concretos, la pertinencia de
estas dos características que definieron por mucho tiempo el cono-
cimiento de lo político en la modernidad:

[l]a disyunción entre sociedad y política tiene su fuente en la creencia en la es-


pontaneidad ordenadora de la sociedad, ya sea bajo el aspecto liberal de la acción
armónica de las leyes naturales, o bien bajo el aspecto marxista del hombre
inmediatamente social, productor de sí mismo por el libre desarrollo. La política
sería, pues, una actividad que contrariaría la autodeterminación de la sociedad.
Esta creencia, ¿está fundada? Los mentís de la experiencia son suficientemente
elocuentes como para dispensarnos de rehacer a nuestra cuenta el camino, ya
que vale más mostrar por qué y cómo lo político es intrínseco a la sociedad
[Velasco, 1993: 179] [Las cursivas son mías].

Así pues, a partir de la caracterización que Bovero y Bobbio hacen


del modelo “hegeliano-marxista”, y de las específicas lecturas que
tanto Marx como Hegel realizan de la relación entre Estado y
sociedad, se intentará mostrar cómo esta conceptualización de “lo
político” fuera de “lo social” y, viceversa, influyó en las más diver-
gentes y antagónicas posturas teóricas, tal como se verá en el caso del
liberalismo económico, del marxismo clásico e incluso, como ya se
anticipó, en una visión radical como la del anarquismo revolu-
cionario. Vinculadas históricamente a una metaconstrucción social-
mente compartida y empíricamente aceptada, estas diferentes pers-
pectivas que en su momento se definieron como modernas y que
coincidían en una ruptura con la tradición aristotélica de la política y
su relación con el hombre —como zoon politikon— y su capacidad
para entablar relaciones con su colectividad (la polis), la ubicaron en
cambio en un plano contingente y desde una perspectiva que la
identificaba como actividad orientada hacia el “dominio” o la “hege-
monía”, monopolizada por el Estado, y hacia las relaciones que se
establecen en torno a la búsqueda del poder, ubicadas en el mismo
plano estructural (Estado/gobierno/partidos), y no como construc-
ción y transformación del tejido social en términos del sujeto.

95
La reconfiguración de lo público

3.1.1. La exclusión recíproca de lo social y lo político

El descubrimiento de una esfera social con ciertas condiciones de


estabilidad generó —a partir de esta visión en la que lo social era
relativamente suficiente en sí mismo, es decir, que era capaz de
asegurarse, a sí mismo, un campo de acciones y relaciones propio,
diferente al Estado— una interpretación mutuamente excluyente de
lo social y de lo político. En este sentido, el descubrimiento de la
relación entre dos colectivos, a saber, Estado y sociedad, llevó a
“reconocer en la separación recíproca y la autonomía relativa de lo
social y de lo político la estructura fundamental de la formación
social moderna” (Bobbio y Bovero, 1986: 202), característica que,
como hemos dicho, se reproduciría durante todo el siglo XIX y gran
parte del XX.
En términos generales, el modelo hegeliano-marxista “interpreta
la realidad de las formaciones sociales modernas sobre la base de la
contraposición fundamental entre una esfera social contradictoria y
una esfera política en la que las contradicciones se median” (Bobbio y
Bovero, 1986: 151). Es decir, la esfera social representada en el
término sociedad civil, aunque ya cuenta con un tejido enlazador
estable, es caracterizada predominantemente como escenario de
conflicto entre intereses privados, que aun cuando estén inmersos,
tal como planteaba Marx, en una relación de “mutua y general
dependencia de los individuos, recíprocamente indiferente [...] que
[...] constituye su vínculo social” (Marx, 1968: 74), sólo cobra una
verdadera y completa articulación en su referencia al Estado. Tal es la
lectura de Hegel y su “eterno retorno al Estado” (que, como se verá,
deja un espacio teórico abierto para entrever la mediación entre
Estado y sociedad, pero que la solución que da a su sistema termina
por despreciar), no obstante ésta también, aunque con sus dife-
rencias, es la perspectiva de Marx, que sin embargo se hace un tanto
difusa pues plantea, por un lado, “la dictadura del proletariado” y,
por el otro, una transición a una sociedad sin Estado, que según
Bovero inaugura una nueva etapa de la filosofía política (la sociedad
sin Estado que posteriormente orientará el trabajo de Gramsci). Sin
embargo, lo fundamental aquí es que Marx, que relaciona exclusi-
vamente sociedad civil con el “sistema de necesidades” hegeliano, es
decir, con el mercado, a la vez que considera al Estado como una

96
La reconfiguración de lo público

superestructura subordinada al interés de la clase dominante,


ubicada a nivel societal, en su estrategia lo considera como parte fun-
damental del arribo de la sociedad sin clases. Esto implica un doble
efecto, pues, por un lado, la sociedad de clases sociales es incapaz en
sí misma de dirimir el conflicto —y, por ello, recurre a la conquista del
Estado por el proletariado para suprimirlo— y, por el otro, considera
al Estado —que siempre coincide con el momento político— como un
momento histórico contingente y destinado a desaparecer una vez
arribada la sociedad sin clases, eliminando de tajo la dimensión
política de la sociedad, producto de una visión “maléfica” de la polí-
tica que fue adoptada por diferentes corrientes.
Debido a su radicalismo, una de las formas en que se manifiesta
más directamente esta profunda transformación que conceptualiza
“lo político” fuera de “lo social” es el anarquismo propuesto por
Bakunin, que retoma en términos generales el esquema de Marx,
pero que conforme se agudiza en precisiones se va diferenciado de
éste y llega incluso a ser crítico de esta contradicción entre “una
sociedad sin Estado” por la vía de una “dictadura del proletariado”,
que tanto reprochó a Marx. Bakunin, quien efectivamente lleva a
cabo una negación de la autoridad y del poder político que, en su
concepción, son la sustancia de la política, “reside en su convicción
de que lo político y la política son absolutamente superestructurales y
contingentes y pueden borrarse para siempre, si se da un acto
verdaderamente revolucionario” (Velasco, 1993: 176). Sin embargo,
lo significativo del planteamiento de Bakunin es el carácter eminen-
temente social del acto revolucionario en contraste con la revolución
que busca la apropiación y conquista del Estado; es decir, la revo-
lución anarquista parte de la condición “natural y libre” de la
sociedad hacia el derrocamiento de un Estado esclavizador, contin-
3 4
gente y arbitrario fundando el mero “dominio”. Así, para el autor,
mientras que una revolución contra el Estado es necesaria, una revo-
lución contra lo social y su capacidad autorreproductiva es atentar
contra el hombre mismo:

3
“El Estado no es la sociedad; es sólo una de sus forma históricas, tan brutal como abstracta en su carácter”
(Bakunin, 1978: 169).
4
“…y el Estado, perdiendo todo su carácter político, es decir, de dominación, se transformará en una
organización absolutamente libre de los intereses económicos de las comunas” (Bakunin, 1976: 267).

97
La reconfiguración de lo público

[u]na rebelión contra la sociedad es inconcebible [...] un individuo que quisiera


rebelarse contra la sociedad —es decir, contra la naturaleza en general y su
propia naturaleza en particular— se situará más allá de la existencia real, se
sumergirá en la nada, en un vacío absoluto, en una abstracción sin vida, en
Dios[…]
La rebelión contra el Estado es mucho más fácil porque hay algo en su
naturaleza que provoca la rebelión. El Estado es autoridad, es fuerza, es el
despliegue ostentoso y engreído del poder [Bakunin, 1978: 169.]

Tan es así que el anarquismo puede, de alguna manera, consi-


derarse como un punto medio y en extremo radical entre el libe-
ralismo fincado en la autorregulación del mercado de carácter capi-
talista, guiado por la “mano invisible”, y la crítica marxista al
capitalismo que implica señalar la subordinación del Estado y de lo
político (superestructurales) al sistema de producción (estructura),
proponiendo de esta forma como proyecto político-estratégico
finalmente “una organización absolutamente libre de los intereses
económicos de las comunas”, ya no de carácter capitalista sino socia-
lista, y ya no mediante la conquista del Estado por el proletariado,
sino por medio de una organización social y económica a manera de
confederación: “organizándose de abajo arriba por medio de aso-
ciaciones independientes y absolutamente libres y al margen de toda
tutela oficial”, lo cual recrea de nuevo tanto esta separación de lo
político y lo social, que en este sentido es cercano a lo económico, así
como esta concepción de lo político identificado exclusivamente con
el Estado y, por lo tanto, señalado como algo contingente y por ello
perecedero.
En lo que respecta al liberalismo clásico, que como bien lo han
señalado sus más diversos críticos, entre ellos Carl Schmitt, implica
en su cuerpo teórico-justificativo una profunda despolitización de la
sociedad en torno a dos característica: 1) una supuesta e hipotética
armonía del mercado, lo cual dirime el conflicto en la sociedad, y aun
del Estado, pues en su concepción más pura le identifica como un
agente de protección del mercado, de corte esencialmente policial y
administrativo; y 2) que al utilizar al individuo abstracto desprovisto
de sus relaciones sociales como unidad conceptual, evidentemente
“lo político”, como una dimensión que se da entre-hombres, es
inconcebible en esta abstracción del sujeto autodeterminado, que
diluye cualquier dimensión colectiva que no sea la organización de

98
La reconfiguración de lo público

esta multiplicidad de individuos abstractos con base en sus intereses


privados y egoístas a través del mercado.
Sin embargo, además de que esta metafísica fundada en la “mano
invisible” ha mostrado evidencias suficientes para decir que la
armonía conquistada a través de las leyes inmutables del mercado es
en gran medida falsa, ha llevado, dentro del liberalismo económico
de mercado, a introducir a manera de “remedo” la noción de “exter-
nalidad negativa de mercado” (en Lindblom, por ejemplo). Cabe aquí
mencionar un señalamiento que Gramsci se hacía y que desenmas-
caraba la relación entre política/Estado y liberalismo, es decir que:
“es necesario convenir que el liberalismo es también una ‘reglamen-
tación’ de carácter estatal, introducida y mantenida por vía legisla-
tiva coercitiva. Es un acto de voluntad consciente de los propios fines
y no la expresión espontánea, automática del hecho económico”
(Gramsci,1981: 30), es decir, finalmente, el liberalismo, para impo-
nerse, requiere de una dimensión política.
Por otro lado, como a su vez apunta Schmitt: “la negación de lo
político que contiene todo individualismo consecuente lleva desde
luego a una práctica política, la de la desconfianza contra todo poder
político y forma del Estado imaginable” (Schmitt, 1991: 97); de esta
manera, para el alemán, el liberalismo se podría definir como una
práctica política antipolítica ya que, pese a que persigue una despo-
litización de la sociedad, también tiene un sentido polémico en la
medida en que enfrenta los “obstáculos” del Estado y la política insti-
tucionalizada. De la siguiente manera:

[e]xiste pues una política liberal, en el sentido de una contrapropuesta polémica


a las limitaciones estatales, eclesiástica, educativa o cultural. Pero lo que no hay
es una política liberal de carácter general, sino siempre únicamente una crítica
liberal a la política. [...]
Pero es evidente que sus negaciones del Estado y de lo político, sus neu-
tralizaciones, despolitizaciones y declaraciones de libertades poseen también un
sentido político determinado y se orienta polémicamente, en el marco de una
situación, contra un determinado Estado y su poder político [Schmitt, 1991: 89-
97].

De esta manera, a través del análisis de estas diferentes y hasta


antagonistas y divergentes interpretaciones de lo político y su
relación con lo social, podemos identificar un marco conceptual-

99
La reconfiguración de lo público

interpretativo común, a partir del cual incorporan sus correspon-


dientes elementos constitutivos que les diferencian, pero sin alterar
esta base compartida, lo que, como se ha ido argumentando, ha
venido a determinar durante un largo periodo de la modernidad lo
que sabemos de lo político y que actualmente se nos presenta como
una dificultad al intentar interpretar fenómenos que precisamente
se despliegan en un campo de contacto entre lo social y lo político, ya
que, como dice Freund, “lo político no se incorporó a una sociedad
ya formada, puesto que se trata de uno de los elementos constitutivos
sin los que no hay sociedad” (Molina, 2000: 41).

3.1.2. La emergencia de lo social como espacio


estable de relaciones

Aun cuando este “descubrimiento” de lo social como un espacio


propio y suficiente de relaciones determina en última instancia la
conceptualización de lo político fuera de lo social, debido a que “la
base de la socialidad ya no es identificable con la conclusión-inte-
gración de las libres voluntades de los hombres, que constituyen la
voluntad colectiva o general que se manifiesta en el poder común”
(Bobbio y Bovero, 1986: 216), hemos dejado su exposición para un
segundo momento ya que será aquí donde se intentará demostrar
que un espacio social, como el que hemos dicho, implica en su marco
una dimensión eminentemente política que además prepara, sobre
todo a partir de la lectura del modelo hegeliano que efectúa Marx,5 el
posterior desarrollo conceptual de la relación Estado-sociedad civil
que en Gramsci logra su primera formulación como tal y que se
caracteriza por la inversión del sentido de dicha relación, es decir, “ya
no se entiende como el movimiento de la sociedad al Estado, sino,
inversamente, del Estado a la sociedad” (Bobbio, 1976: 24).
Para comprender “lo social” como una esfera propia, distinta a la
estatal, es necesario remontarnos al sistema hegeliano tal como es
expuesto por Hegel en su filosofía del Derecho, sin embargo, hare-

5
“…el modelo marxista es la imagen transformada del modelo hegeliano, y que por ello aquél inaugura una
nueva filosofía de la historia —del Estado a la sociedad sin Estado, mientras en Hegel se concluye la anterior”
(Bobbio y Bovero, 1986: 195).

100
La reconfiguración de lo público

mos una diferenciación entre la conceptualización de su sistema que


hace Hegel y la conclusión o respuesta que termina dando a dicho
sistema, que implica siempre la culminación de la sociedad civil en el
Estado, esto sin dejar de considerar que, como apunta Habermas, la
“formulación de Hegel caracteriza el problema de la mediación entre
Estado y sociedad, pero también caracteriza ya la tendenciosa
solución que Hegel propone” (Habermas, 1989: 55). Sin embargo, la
razón por la que hemos decidido enfocarnos en su exposición (y no en
la solución) se encuentra en que es ahí donde se abre un campo de
mediación entre los dos conceptos utilizados, a saber, Estado y socie-
dad, que implican desde luego una diferenciación y una concepción
de lo social con cierta estabilidad respecto de lo político, pero que en
última instancia es despreciada por el propio Hegel en términos de
una visión estatista que caracterizó buena parte de la modernidad.
De esta forma, si bien Hegel concebía a la sociedad civil como el
ámbito donde el fragmento —esto es, el sujeto— persigue su interés
privado, y la definía en su contraposición con lo estatal como el “reino
de la particularidad”, en el propio sistema hegeliano la sociedad se
presenta a su vez como un primer momento de “eticidad”, es decir,
aun en su negatividad en referencia al Estado, se muestra como
momento necesario de esta eticidad, donde los individuos experi-
mentan un primer modo de “sociación” o “socialidad” (Vergesell-
schaftung), que en comparación con la explicación iusnaturalista ya
presenta una estabilidad en las relaciones que de ella surgen, es decir,
sociedad civil no coincide con el “estado de naturaleza”, pero
tampoco con el Estado como tal,6 abriendo un espacio nuevo de rela-
ciones.
En este sentido, la sociedad civil en Hegel no se explica como un
conjunto de relaciones precarias y accidentales, donde solamente
hay relaciones interindividuales, es decir, sin mediación a través de
instancias e instituciones que regulan la relación entre sujetos, sino
precisamente por la existencia de “relaciones sociales, tejido enla-
zador” (Bovio y Bobbero, 1986: 206). En su sistema, entonces,

6
“... la societas naturalis alcanza la condición de socialidad completa y perfecta transformándose en societas
cive política, y solamente en cuanto sociedad política es unión o sociabilidad asegurada y fundada sobre sus
bases sólidas; mientras la bugerliche Gesellschaft se presenta como momento de socialidad acabada en su
separación y contraposición del politischer Staat” (Bobbio y Bovero, 1986: 203).

101
La reconfiguración de lo público

surgen una serie de mediaciones tanto entre sociedad civil y Estado,


así como exclusivamente societales, que hacen posible la emergencia
de lo social como una esfera de lo colectivo válida en sí misma.
Así, Hegel identifica tres instancias o “momentos” de la sociedad
civil que median entre los sujetos y terminan por darle un sentido
propio a la esfera social. En su modelo, pues, tanto el “sistema de
necesidades” como la “administración de la justicia” y la “corpo-
ración” (FD §188) (Hegel, 1985) que incluyen en sí otro tipo de
mediaciones, tales como el “derecho”, la “opinión pública” y la propia
“educación”, llevan a Hegel a articular a la sociedad civil como “fun-
damento y forma necesaria de la particularidad”.
De interés para los fines de esta investigación es el momento de la
“corporación”, como mediación de la sociedad civil, a la que atribuía
tareas de socialización y educación e indicaba modos de asociación
no estatales que inevitablemente representan un interés particular,
ya sea ante otras “corporaciones” o entre los sujetos que no están
organizados en la sociedad civil a través de las corporaciones (FD
§253) (Hegel, 1985). Sin embargo, esta mediación de la sociedad civil
identificada en el concepto de “corporación” cobra en el análisis de
“la asamblea de estamentos” un carácter político en lo fundamental
al negar coherentemente que la sociedad civil estuviera “dispersa en
unidades atomísticas”, antes de su representación en dicha asam-
blea, sino, por el contrario, los diputados de la sociedad civil son “los
diputados de las varias corporaciones” (Cohen y Arato, 2000: 134),
lo cual permite trazar un continuo entre la sociedad civil organizada
vía corporaciones (mediación societal) y la “asamblea de esta-
mentos” (mediación estatal).
Además de estas instancias mediadoras que aquí hemos iden-
tificado en Hegel, existen otras que nos muestran un campo extenso
de mediaciones entre Estado y sociedad y que Cohen y Arato agrupan
en dos series diferentes que van del Estado a la sociedad y de la socie-
dad al Estado: “funcionarios/policía/ejecutivo/corona y corpora-
ción/asamblea de los estamentos/opinión pública” por lo que, efec-
tivamente, si dejamos a un lado la solución estatista de Hegel, su
modelo se nos presenta ya como un modelo dual o antinómico en
ambos niveles (el social y estatal) que, finalmente, con la caída del
pensamiento estatista, es la que permearía el posterior desarrollo
teórico de la relación entre sociedad civil y Estado.

102
La reconfiguración de lo público

Cabe recordar que en el sistema hegeliano, elaborado a partir de


su dialéctica, el énfasis siempre estará, tal como se establece en la
Fenomenología del espíritu, en su disposición hacia el “movi-
miento”, es decir, hacia el “desarrollo”, por el cual tesis y antítesis se
hacen síntesis, lo que resulta en una clara “disposición” implícita en
los términos hacia este movimiento. En este caso, se puede decir que
tanto la sociedad civil implica ya una tendencia hacia el Estado,
como éste se encuentra preparado para elevar a espíritu objetivo el
momento ético de la sociedad civil. Éste es precisamente el espacio
conceptual donde se dan las mediaciones y se presenta al sistema
hegeliano como un sistema dual. Así, tal como lo recuerda Raúl
Hernández Vega:

…la sociedad civil y el Estado forman momentos de una totalidad sumamente


compleja; pues no obstante que hay una evolución continuada del primero al
último momento, tal evolución no implica la cancelación de los momentos
anteriores, sino que implica su sublimación en el sentido de progresión, de esta
suerte los momentos o niveles ya superados continúan existiendo y funcionando
en la totalidad [Hernández, 1995: 55].

Esta interpretación del modelo hegeliano que hace énfasis en su


exposición y no en la solución estatista del mismo, nos sirve como un
primer acercamiento a la dimensión política de la sociedad civil en
cuanto a que, si bien es cierto que representa una esfera distinta del
Estado, el mismo modelo la presenta también como una esfera
referida a éste, donde por consecuencia los puntos de encuentro
difícilmente se acomodan a una recíproca exclusión tajante entre lo
social y lo político, y más bien nos dejan ver su intrínseca relación.
Sin embargo, debido al propio desarrollo práctico y teórico de la vida
colectiva en la época de Hegel, utilizar su modelo para hacer
explícitas estas relaciones sería forzarlo demasiado, por lo que un
siguiente paso será necesario. En este sentido, en el siguiente
apartado, introduciremos de nuevo la noción de “socialidad” —que
de alguna manera ya se encuentra presente en Hegel en su noción de
Vergesellschaftung, pero que es más cercana a la expuesta por
Freund—, como una manera de vincular tanto la dimensión política
como la dimensión propiamente social del sujeto a un espacio más
cercano a él.

103
La reconfiguración de lo público

3.2. Desarrollo, límites y horizontes del concepto


de “lo político”

Una de las consecuencias que se derivan de esta manera de inter-


pretar lo político, que marcó buena parte del desarrollo moderno y
que aquí hemos apenas bosquejado, es que la conceptualización que
relaciona Estado/lo político, en contraste con la sociedad civil/lo
social, distinción mutuamente excluyente, termina por ubicar la
dimensión política en una esfera que se encuentra estructuralmente
más alejada del sujeto, y además la presenta como una actividad
históricamente relacionada con el Estado y por lo tanto como un
aspecto contingente de la vida colectiva, cuya validez sólo está deter-
minada por la existencia del mismo Estado.
Esta dimensión política, que estructuralmente se le presenta acce-
sible al sujeto sólo a través de mediaciones (de carácter excluyente), a
través del acceso limitado a ciertas instituciones propias del “sistema
político” (como los partidos políticos y en general todo el entramado
“representativo”), ha provocado una despolitización —en apa-
riencia—, tanto de la sociedad como del sujeto inmerso en ella. Sin
embargo, cabe adelantarse a aclarar, como ya en algún lugar se dijo,
que la relación intrínseca entre lo político y lo social que aquí se
intentará caracterizar a través de la noción de “socialidad” —desa-
rrollada a partir de la interpretación que de ella da J. Freund y que
finamente detalla J. Molina—, no implica necesariamente derivar en
un sociologismo de la política, ni en una politización absoluta de lo
social, sino que, por el contrario, implica enraizar lo político a una
“condición existencial” del ser humano que nos llevará a ubicar cierta
especificidad de lo político en una instancia más cercana al sujeto y a
sus relaciones colectivas más inmediatas.
Habrá que empezar diciendo que el concepto de “lo político”, tal
como es expuesto por Carl Schmitt, “fue primariamente una res-
puesta a la despolitización del Estado, incluso de la misma política”
(Molina, 2000: 34), pues según el argumento de Schmitt el asalto
pluralista al Estado, donde éste era interpretado como una organi-
zación más, inmersa en una pluralidad de organizaciones, implicaba
la necesidad de una conceptualización de lo político que no se
redujera al Estado —tal como lo explica en la sentencia con la cual
abre un nuevo horizonte en la filosofía política y en la que establece

104
La reconfiguración de lo público

que, si bien lo político implica al Estado, éste es irreductible a aquél,


para así posteriormente verificar esta disección de lo político en tér-
minos de la distinción entre amigo/enemigo dentro de los márgenes
del propio Estado, en términos de una “teoría de la decisión” que
solventaba el ya mencionado asalto pluralista—; así, el Estado es
soberano (en relación con otras organizaciones) en cuanto tiene la
“decisión última” de establecer, precisamente, la distinción entre
amigo/enemigo y, por lo tanto, el lugar hegemónico de lo político.
Sin embargo, aunque la intención de Schmitt implique en última
instancia un “rescate” de la despolitización del Estado en los térmi-
nos de un pluralismo social, su conceptualización de lo político como
una esfera más allá de lo estatal abre un marco de categorías radical-
mente nuevas —que al menos se encontraban ahí de forma latente
aún sin hacerse explícitas—, y que en una reducción de lo político a lo
estatal terminaban sofocándose.

El concepto de lo político fue el fruto postrero de un modo del pensamiento


estatal que casi había dejado de serlo. Carl Schmitt estaba espiritualmente
orientado por el Estado [...] sin embargo, también encarnó al pensador de
transición, innovador de representaciones diversas de una política sin Estado
[Molina, 2000: 35].

El planteamiento de Schmitt estuvo “estrechamente relacionado


con la transformación de la realidad política y con los primeros sín-
tomas del desfallecimiento del modo de pensamiento político-
estatal” (Molina, 2000: 34) y anunciaba ya la emergencia de un
claroscuro entre distintas esferas del conocimiento humano que
habían seguido un proceso de hiperracionalización (ver capítulo
anterior).
En esta misma línea de pensamiento, el sociólogo francés Julien
Freund retomaría el camino empezado por Schmitt y en La esencia
de lo político7 se dedicaría a realizar una clarificación de lo político en
términos de a) una naturaleza humana y b) una teoría de las
esencias. En este sentido, la amplitud y alcance del pensador francés
supera por mucho a su antecesor y se presenta como un desarrollo
maduro del concepto de “lo político” que lo pone en el umbral de una
completa desestatización de dicho concepto. Sin embargo, la noción

7
La esencia de lo político se tradujo al español en 1968. (La esencia de lo político, Nacional, Madrid, 1968.)

105
La reconfiguración de lo público

de “orden”, que tal como lo ha expresado J. Molina en su completo


estudio sobre Freund representa la dialéctica fundamental para la
comprensión de lo político y media entre el presupuesto mando/
obediencia,8 pareciera tener todavía un orientación que apunta en su
verificación hacia el Estado, visible sobre todo en la articulación de la
noción de “orden” (mando/obediencia), como jerarquía necesaria, es
decir, como “articulación de las distintas actividades humanas según
la posición que adopten por el reconocimiento o imputación de su
significación” (Molina, 2000):

[s]i bien [Freund] seguro que pasará por ser, en el siglo XX, el “teórico de las
esencias”, lo cierto es que centrar la riqueza de su pensamiento social-filosófico
en el único aspecto que describe esta célebre teoría resulta en parte insuficiente.
La razón es que su cierre teórico se obedece en el seno de un marco referencial
mayor a ella misma, constituido sobre todo por otros dos aspectos: la centralidad
de la categoría del “orden” y la doctrina (nunca sistemáticamente elaborada por
Freund, mas sí anunciada) de la “jerarquía” [Valderrama, 2004: 17-34].

Es decir, en la interpretación que da Freund del concepto de


“orden social” entendido como la “red de referencias nacida del
9
entrelazamiento de los diversos órdenes imperativos esenciales”
(Valderrama, 2004: 31) —como el orden político—, la jerarquía
servirá como un criterio decisivo en la vertebración de las esencias en
el plano histórico. Así, en palabras de J. Molina:

[s]egún Freund, la concurrencia del mando y la obediencia configuran jerár-


quicamente el orden político, por una doble razón: 1) donde hay mando y
obediencia existe también una relación de superior e inferior, así mismo 2) la
garantía del orden significa a veces la represión de los deseos o aspiraciones de

8
“El orden tiene, pues, una importancia superlativa para llegar al fondo de la idea de lo político y la política en
la obra de Freund; no en vano se trata de la dialéctica privativa de la relación mando-obediencia, el
presupuesto más político de cuantos formaliza el autor” (Molina, 2000: 169).
9
Freund distingue dos tipos generales de orden: a) órdenes imperiosos (impérieux), que define como “ese
orden determinante en última instancia —en cuanto orden en sentido propio”; y b) órdenes imperativos, es
decir, “al orden propio de cada esencia o dialéctica que lo domina”, así pues, el “orden político” es un orden
imperativo primario y por ello es considerado como esencia, mientras que el “orden social” es considerado
secundario y como una dialéctica en primer grado (Molina, 2000: 176); tal como se puede observar en la
siguiente afirmación: “Vistas bajo este ángulo, es incontestable que las condiciones de prosperidad depen-
den del tipo de organización social escogido por lo político y por este hecho pertenecen a la definición del bien
común” (Freund, 2003: 49). Así, la jerarquía, por la cual es articulada la dialéctica orden (mando/
obediencia), implica una relación determinante del orden político al orden social.

106
La reconfiguración de lo público

los miembros de la colectividad “por la necesidad de zanjar, según su prioridad,


los problemas más urgentes, lo que significa, prosigue el autor, una subor-
dinación de intereses y en consecuencia una jerarquía” [Molina, 2000: 177].

Sin embargo, las consecuencias del modelo de las esencias de


Freund, que pensamos tienen su raíz en la perspectiva unilateral de la
dialéctica que propone, no dejan ver la relación recíproca entre los
términos dicotómicos que forman parte del que es, para el autor, el
presupuesto fundamental de lo político, es decir mando/obediencia
—y al cual aquí nos enfocamos principalmente—; en otras palabras,
que la articulación de estos aspectos mediados por el orden en la
noción de jerarquía impiden ver que no sólo el mando determina la
obediencia, sino que, del otro extremo de la díada, la obediencia
también tiene una profunda consecuencia en el mando. Sin em-
bargo, antes de esclarecer este punto, que nos pondrá al borde para
señalar una dimensión política propia del elemento “obediente” en
su relación con el mando, y que de alguna manera coincide con el
topos de la sociedad civil, hay que esclarecer algunas consideraciones
respecto de la lógica con la que opera el modelo de Freund, es decir,
su particular modelo de “dialéctica”, para así establecer la perti-
nencia de una dialéctica de corte dialógico como la que aquí se pro-
pone y que se caracteriza por una lógica circular, esto es, que se
retroalimenta mutuamente.
Si bien la dialéctica de Freund no es la de Hegel, sí arrastra un
sesgo que ha caracterizado el desarrollo moderno de esta lógica y es
su carácter “unilateral”. En este sentido, aunque en esta versión de la
dialéctica no hay lugar para la síntesis hegeliana en cuanto a que “no
hay [...] esperanza de reconciliación para los opuestos” (Molina,
2000: 167), hay una marcada preponderancia o hegemonía de cada
uno de los términos que entran en relación dialéctica en el modelo del
francés, es decir, del mando sobre la obediencia, de lo público sobre
lo privado, del enemigo sobre el amigo. Tal como lo afirma J. Molina:
Ciertamente, cada uno de los elementos del presupuesto tiende a preponderar
sobre el otro. Según la estructura general de cada presupuesto, el enfrentamiento
es natural o constitutivo. Freund veía en la intención de exclusión recíproca y
absoluta “la fuente de la dialéctica práctica y sin término que da su significación a
la actividad humana en general” [Molina, 2000: 168].

107
La reconfiguración de lo público

Esta característica que la dialéctica de Freund comparte con otras


interpretaciones de la dialéctica de su época, es decir, la tendencia a
establecer un concepto fuerte y hegemónico en relación con uno débil
y subordinado, se reflejará en el presupuesto mando/obediencia,
como una subordinación, hasta cierto punto obvia, del mando a la
obediencia, ya que, a primera vista, el mando considerado como
“relación jerárquica, establecida en el seno de un grupo por la po-
tencia de una voluntad particular ejercida sobre otras voluntades
particulares [...] moldea la cohesión de grupo” (Molina, 2000: 108) y
10
presupone de hecho la obediencia, en palabras de Freund: “en po-
lítica no se elige obedecer, obedecer siempre se impone de suyo”
(Molina, 2000: 97):

[e]l fundamento político de la obediencia es, como se ha dicho, el puro


reconocimiento de la necesidad de obedecer. Ese reconocimiento no sólo da
potencia al mando, sino que constituye uno de los pilares del orden [Molina,
2000: 98].

Asimismo, podemos observar aquí que el modelo de Freund


también arrastra todavía la referencia al Estado en cuanto verifica la
posición de mando —elemento determinante de lo político—, con la
soberanía del Estado en cuanto a “decidor”: “la soberanía, escribe
Freund, no nació con el Estado moderno ni está destinada a
desaparecer con él. La soberanía es inherente al ejercicio del mando
político” (Molina, 2000: 90), lo cual resulta un tanto autorreferente
en la medida en que se ha establecido previamente que “soberano es
quien decide sobre la situación extraordinaria” (Molina, 2000: 91), y
ni duda cabe de que el Estado es el campo que hoy estructuralmente
cuenta con posibilidad de imponer la soberanía de su decisión.11
Por lo que aquí, aunque en el modelo expuesto por el sociólogo
francés se encuentran ya distintos elementos para entrever este
desdoblamiento de lo político, el sesgo de la dialéctica utilizada
todavía lo hace cercano a una identificación de lo político con el Es-
tado, en cuanto lugar hegemónico del mando, que es finalmente la
parte propiamente política del presupuesto mando/obediencia, y a

10
“Fácticamente, la obediencia es el reconocimiento de la necesidad de la obediencia” (Molina, 2000: 99).
11
“Únicamente podrá mandar quien posea los medios para hacerse obedecer” (Molina, 2000: 98).

108
La reconfiguración de lo público

una identificación del término “obediente” con el campo social,


diferente al Estado, pero referido en forma subordinada a él.
Esta posibilidad de abrir la esfera de lo político hacia el campo de
relaciones más cercano al término “obediencia” se deja entrever en
algunas consideraciones que Freund hace en torno a dos temas: a)
por un lado, en la posibilidad inherente a lo político de desobedecer; y
b) por el otro, en la relación del poder socialmente estructurado y la
noción de legitimidad. Tal como consideraba Freund, y así es recu-
perado por J. Molina: “la desobediencia, real o potencial, no es un
accidente del orden político sino uno de sus elementos constitu-
tivos. Sin desobediencia el acto de obediencia se vuelve ininteligible”
(Molina, 2000: 99); y como elemento constitutivo de lo político, el
término subordinado, a través de la desobediencia, es capaz de influir
en el mando, tal como se entrevé en el siguiente párrafo:

Freund ha definido la desobediencia como lo que nace de “la falta de adecuación


entre la significación y la intención, reales o supuestas, del mando y las que los
ejecutantes quieran dar a un acto de obediencia, lo cual les lleva a atribuir una
finalidad propia a la obediencia, al menos temporalmente, hasta que se
establezca un poder, en principio, conforme a sus deseos” [EP 169]* [Molina,
2000: 99] .

Es esta “falta de adecuación” un campo eminentemente de con-


frontación y conflicto y por ello propiamente político. Sin embargo,
como decíamos, esta posibilidad se cancela en cuanto a que consi-
dera la mediación entre orden (mando/obediencia) como articulada
mediante la “jerarquía” que, como ya hemos visto, presupone que
donde hay mando/obediencia existe también una relación de supe-
rior a inferior, lo cual hace casi imposible establecer la relación en el
sentido contrario, es decir, desde inferior a lo superior.
En lo que respecta al poder y su vinculación con el mando y la
relación de éstos con la noción de “legitimidad”, podemos advertir
también esta apertura de lo político de la “obediencia”. Así, el pri-
mero es definido como la realidad sociológica que presupone el
mando, es decir:

*
Las citas de Julien Freund que aparecen señaladas con las siglas EP pertenecen a Esencia de lo político,
pero fueron tomadas de Jerónimo Molina, Julien Freund, lo político y la política, Sequitur, Madrid, 2000.

109
La reconfiguración de lo público

[l]a relación del poder con el mando es, sin embargo, muy distinta. Para Freund,
el poder es el aparato que organiza la fuerza para su utilización en diversas
circunstancias, previsibles o no. El papel del poder es producir y gobernar las
fuerzas, velar por su disponibilidad y arbitrar los medios necesarios que faciliten
una cohabitación equilibrada de intereses en el seno de una colectividad. Dicho
de otra manera, el poder es el mando socialmente estructurado [Molina, 2000:
89][Las cursivas son mías].

En este orden de ideas, si bien “el mando no es el precipitado del


poder social”, éste sólo encuentra su sentido en cuanto está enrai-
zado en una base social que le constituye y lo acepta como tal. Así
pues, en palabras de Freund, “sólo es efectivo el mando reconocido
por los otros” [EP 114] y es esta concepción del “poder” como mando
socialmente estructurado la que se vincula estrechamente con la
noción de legitimidad:

[e]l poder no se deja imponer arbitrariamente, pues en sí mismo es sólo


posibilidad de que sus dictados sean obedecidos. En este sentido, todo poder
nace del consentimiento concreto a una jerarquía, por lo que la legitimidad
depende de la base social del mando [Molina, 2000: 82][Las cursivas son mías].

Sin embargo, una articulación de la dialéctica del orden (mando/


obediencia) en términos de una “jerarquía” restringe la ubicación de
la noción de legitimidad como una articulación probable, pero en
sentido opuesto de dicha dialéctica; es decir, que “legitimidad” puede
entenderse no sólo como un juicio relativo a la calidad de deter-
12
minado orden político, o la aceptación de dicha jerarquía, sino como
la posibilidad del topos más cercano al elemento “obediencia” de
influir, modificar o incluso rechazar el contenido de la decisión del
“mando”. En este sentido, si es posible trazar un continuo entre
“orden/jerarquía/mando/poder”, que efectivamente se verifica en el
Estado, así también existe la posibilidad de trazar un continuo en
sentido inverso a partir de la noción de legitimidad, es decir:
“legitimidad/(obediencia/desobediencia)”, podría llevarnos a una
comprensión más amplia de lo político cuyo énfasis ya no estará en la

12
“Una vez liberado el saber político del problema del orden justo resultaba ya posible enjuiciar la calidad de
un orden de conciencia humano según el criterio público de la mera seguridad personal y patrimonial”
(Molina, 2000: 180).

110
La reconfiguración de lo público

supuesta subordinación de un término a otro, sino en su relación


polémica, lo cual implica un desdoblamiento de lo político que
abarca sustancialmente a ambos términos y no sólo pone énfasis en
la dimensión de “mando” y la manera en que impone su decisión.
Uno de los aspectos donde —en la perspectiva que se ha intentado
forjar en esta investigación— es más visible esta rigidez de la dia-
léctica empleada por Freund, en un sentido “unilateral”, como se ha
indicado también aquí, está en su análisis, compartido por su
maestro Raymond Aron, de los sucesos de mayo de 1968 en Francia,
y de los que aquí ya se ha hablado con anterioridad (ver capítulo 2).
En este sentido, en el análisis se ve reflejado el aparente menosprecio
hacia la dimensión polémica de la posibilidad de desobediencia, así
como también impide ver cómo esta potencia (logró o no) modificar
la estructura del poder “socialmente estructurado”, es decir, cómo
modificó este movimiento los principios de legitimidad que definían
el tipo de mando que se venía dando, lo cual el propio argumento nos
restringe a, por lo menos, plantearlo como incógnita:

[l]a revolución inexistente del mítico París, en lo que se refiere a las instituciones,
resume con insólita precisión el carácter antipolítico del utopismo de nuestros
días. Este último, como aquélla, mezcla en proporciones variables estados
mentales, opiniones y creencias contrarios a la ordenada continuidad de la vida
política basada en la obediencia, siendo ésta el presupuesto de lo político que da
potencia al mando [Molina, 2000: 92].

Sin embargo, nuestra lectura del asunto apunta para otro lado. La
estrategia del mayo de 1968 parisino, que abiertamente excluía la
toma del poder, se encaminaba más bien a señalar y a fortalecer un
nuevo escenario del conflicto político, que traslada su objetivo del
ámbito exclusivamente estatal (estrategia que los movimientos
revolucionarios de adscripción historicista habían planteado hasta la
fecha) al de la sociedad civil. La revuelta del 68 en Francia señalaba
así un nuevo horizonte de lo político. Una nueva “instancia” donde se
13
manifiesta la “sustancia” de lo político y en este sentido sólo excluye

13
Freund recurría a la distinción de “instancia” como marco donde se desenvolvía una “sustancia”; así “El
Estado, que sería una instancia, constituye el marco jurídico e institucional en cuyo seno se desenvuelve la
vida política” (Molina, 2000: 39).

111
La reconfiguración de lo público

al poder en su formalización en el Estado, reubicándolo indirecta-


mente en un nuevo escenario capaz no sólo de oponerse, de resistir a
la decisión política del Estado “ilegítima”, sino también de influir,
modificar y alterar el contenido de dichas decisiones. Por el con-
trario, Freund atribuía la capacidad de transformar los principios de
legitimidad sólo a la revolución política tradicional:

[s]egún Freund, sólo una verdadera revolución política, operada tanto en la base
social del mando, es capaz de producir una verdadera sucesión de los principios
de legitimidad en una comunidad política [Molina, 2000: 186].

En este sentido, ya en términos más generales, los movimientos


sociales, aunque no buscan poseer o conquistar el poder, sí pueden
llegar a modificar la manera en que éste es ejercido; esto se aprecia en
la capacidad de los movimientos sociales de modificar los principios
de “legitimidad” en los que se sostiene el sistema político, o el poder
formalizado en el Estado, y es por ello que la relación dialéctica se
invierte y se transita a una relación de tipo dialógica. Es decir, en la
relación “mando-obediencia”, presupuesto de lo político, como ya se
vio, no sólo el mando determina la obediencia, sino que también la
“obediencia”, en este caso a través de la “desobediencia”, se vuelve un
aspecto positivo de lo político que ubica a la sociedad civil como su
espacio propio. Así, la frase de Freund acerca de que “la resistencia
no es un derecho, sino una voluntad política enfrentada a otra volun-
tad política”, no implica que el lugar estructural donde se enfrentan
dichas voluntades sea necesariamente el Estado o que el enfrenta-
miento de estas voluntades devenga en la conquista del Estado por
una de ellas. Es por ello que decimos que existe un desdoblamiento
del concepto de “lo político”, que se hace complejo en la relación
entre Estado y sociedad como consecuencia de la emergencia de un
plano social, con incidencia política, que viene a reubicar y redimen-
sionar el espacio abarcado por dicho concepto. Así, por ejemplo, en
términos de lucha por la democracia lo considera Alberto Olvera:

[e]l Estado ya no representa el monopolio de la política y el único espacio viable


en la lucha por la democracia, sino sólo es una de las instancias en la que se busca
la transformación social, cuyo locus principal pasa a ser la sociedad misma
[Olvera, 2001: 39].

112
La reconfiguración de lo público

Sin embargo, la cancelación de esta posibilidad en la exploración


del concepto de “lo político” realizada por Freund puede encontrar su
explicación —además de por la lógica dialéctica utilizada—, en ciertas
posturas críticas frente a algunas tendencias que contribuían al “in-
digenismo intelectual”, tal como se refiere J. Molina al contexto
histórico de Freund; críticas que, por otro lado, son pertinentes, ade-
cuadas y justificadas, pero que, sin embargo, cabe mencionar aquí,
pues el estudio e interpretación que del modelo de dicho autor que
aquí se ejerce para señalar esta apertura del concepto de “lo político”,
más allá del Estado (aunque un más allá/junto de él), no constituye
una respuesta a dichas críticas, de tal manera que este trabajo se ads-
cribiera abiertamente a alguna de las posturas a las que Freund hace
frente; al contrario, el acento está puesto en que las consideraciones
aquí expuestas implican una lectura que ya está presente como posi-
bilidad en dicho modelo y, en ese sentido —a lo mejor desde el
límite—, se evitará caer en una lectura a partir de los movimientos
denominados por el autor como “democratismo” y las teorías anti-
decisionistas particularmente. Al contrario, argumentamos que la
lectura que aquí se ha hecho implica un desarrollo hacia otro vector
del pensamiento, diferente a estas propuestas, y que se intentará
aterrizar en el siguiente capítulo, caracterizado por la coexistencia y la
recíproca relación del Estado y la sociedad civil que implica, como se
ha venido anunciando, un desdoblamiento de lo político que abarca
de forma compleja y diferenciada al conjunto colectivo globalmente.
Tanto Schmitt como Freund comparten un malestar en torno a
perspectivas que diluyen la capacidad de decisión del mando político.
En el caso de Schmitt, como ya se mencionó, el lugar de las “teorías
antidecisionistas” lo ocupa tanto el pluralismo como el liberalismo,
mientras que en Freund toman forma de democratismo, definido
como una “ideología igualitaria de las relaciones sociales que diluye,
al menos en concepto, las categorías de responsabilidad política y de
la decisión política”. Así, la ampliación exacerbada de la democracia
en términos de participación y precisamente de una “ideología
14
secular de la sociedad civil”, tienden, en la perspectiva de Freund, a
obstaculizar la verdadera dimensión de la decisión política:
14
“La sociedad, que segregó su propia ideología —la teología secular de la sociedad civil—, terminó por
imponer un nuevo modo de pensar. El asalto pluralista del Estado debe verse, así pues, como el resultado de
este giro mental” (Molina, 2000: 33) .

113
La reconfiguración de lo público

[l]a ideología de la no-decisión ha adoptado en las democracias occidentales la


forma del consensualismo, se habla así, según los países, de gobernabilidad, de
estabilidad, de consenso, terminología propia de las situaciones políticas. Mas
con esta retórica “se diluye la decisión en el igualitarismo de una multiplicidad
abusiva de instancias, decisorias, en perjuicio de la necesaria jerarquía”.
Sobreviene entonces la incertidumbre: ¿cuándo procede una verdadera decisión
política? [Molina, 2000: 86].

Sin embargo, la perspectiva que aquí se maneja se intenta des-


marcar de posturas excesivamente optimistas de la sociedad civil en
al menos tres aspectos: 1) este señalamiento de la dimensión política
propia de la sociedad civil no implica el fin del Estado, por el
contrario, se afirma que si la sociedad civil encuentra en sí rasgos que
le permitan definirse como un escenario posible de manifestación de
lo político —como al final de este capítulo se intentará mostrar—, es
porque existe un Estado que posibilita estos claroscuros, pues,
finalmente, la manera más eficaz con la que cuenta la sociedad para
transformarse a sí misma está en su relación con el Estado; 2) el
hecho de que la sociedad civil aparezca como un horizonte político no
implica el desdibujamiento de la diferenciación entre Estado y
sociedad (como lo muestra el análisis del parlamentarismo de
Schmitt), en términos de una “absorción” del Estado por parte de la
sociedad, de tal manera que diluyera la capacidad de decisión de éste,
sino, por el contrario, si es posible señalar estos puntos de contacto es
porque existe tal diferenciación y relativa autonomía entre estas dos
esferas. De tal manera que este desdoblamiento de lo político no
implica reubicar el momento de procedencia de una “verdadera
decisión política”, pues efectivamente será el Estado la única
instancia capaz de hacerla cumplir (mediante coacción), sino de
señalar que el origen de esta decisión no se traza únicamente desde el
mando y que el horizonte político de la sociedad civil puede influir
mucho en el contenido de dicha decisión. Además, en un análisis que
nos muestre cómo se han venido trasformando los principios de
“legitimidad”, criterios que, en última instancia, determinan el
margen de error y acción del mando para imponer su decisión,15 vere-

15
“El poder legítimo tiene un cierto margen de acción, incluso de error, de ahí que el poder, escribe Freund en
el mismo lugar, pueda hacerse perdonar por eventuales yerros en los que todo mando incurre” (Molina,
2000: 182) .

114
La reconfiguración de lo público

mos que más vale señalar correctamente estos circuitos de decisión


política que aunque culminan en el Estado no se reducen a él, pues,
como se ha dicho, en cierto grado la eficacia del mando depende de
ello; por último, 3) el reconocimiento de un horizonte de lo político
cercano al espacio que se venía señalando bajo el concepto de “so-
ciedad civil” no implica una visión homogénea ni armónica de ésta,
que en una supuesta “resistencia” al Estado encontrara su unidad,
por el contrario, significa resaltar su condición polémica, como un
espacio propio de manifestación del conflicto diferente del Estado.
Aun así, la clarificación de la esencia de “lo político” realizada por
Freund, que como bien se ha dicho obedece al ocaso del monopolio
político del Estado, pues con el “fin de la estatalidad se desmanteló la
superestructura conceptual vinculada a la labor histórica del Estado”
(Molina, 2000: 28), genera un marco referencial lo suficientemente
amplio para permitir ver las posibilidades de desarrollo del concepto
de “lo político”. Una de las consecuencias del modelo de Freund es
que revierte esta separación tajante entre lo social y lo político,
fomulando una noción de “socialidad” donde se identifican las raíces
de lo político en cuanto a “condición existencial de ser”, lo cual es una
aportación que el presente trabajo retoma, pues es la identificación
de lo político como una posibilidad inherente al ser humano lo que
nos permitirá ubicarlo en un plano cercano a él.

3.2.1. La socialidad como movimiento dialógico

El término Vergesellschaftung —que a menudo es traducido como


“socialidad”, “sociación” o “societarización”—, forma parte de una
tradición del pensamiento sociológico que se puede rastrear hasta la
voz latina sociabilitas, utilizada por el pensamiento de tradición cris-
tiana “para designar tanto la disposición genérica de los seres
humanos a establecer con los demás un tipo cualquiera de relación
social” (Gallino, 1995: 45), acepción que sigue permeando el uso mo-
derno y que se encuentra ya en Hegel, y como tal es recuperada en el
análisis del modelo hegeliano-marxista de Bobbio y Bovero que aquí
se ha venido utilizando. Así, los autores se refieren al término de
socialidad en el sentido de “una relación que abarca la entera mul-
titud de los individuos: es en este sentido que se ha hablado de

115
La reconfiguración de lo público

organización social acabada” (Bobbio y Bovero, 1986: 201), sin


embargo, y debido al contexto de la utilización dentro del modelo
hegeliano-marxista de dicho término, en cuanto a fundamento de la
existencia de una esfera social diferente al Estado, es decir, como
“socialidad completa”, excluye la intrínseca relación de la socialidad
con lo político.
Freund se refiere al término “socialidad” como una “condición
existencial del ser humano” y argumenta que si bien la naturaleza de
la sociedad no está determinada, el hecho social es ante todo un
hecho natural, es decir, “que por naturaleza el hombre vive en socie-
dad, en trato con otros hombres, en tanto que la manera específica
16
que adopta esta sociedad, es decir, la manera en como se organiza,
permanece mediada por la noción de “orden”, ya que “lo político,
instalado au coeur du social [EP 32], se percibe en su inmediatez
como un principio de orden, puesto que la sociedad no presupone
relaciones de igualdad o jerarquía” (Molina, 2000: 45). En este
sentido lo político está presente, como posibilidad al menos, en la
“socialidad”, pues la necesidad de organizar a la sociedad resultante
de esta condición existencial lo hace imperativo. Así mismo, ya en su
época, Freund, como muchos otros, percibía la confusión causada y
la deficiencia analítica del uso del concepto de “sociedad” para
señalar la dinámica colectiva moderna y encontraba en la noción de
“sociabilidad”, al igual que Simmel, una manera de solventar esta
17
dificultad inherente al concepto tradicional de “sociedad”, el cual es
definido por Freund como el “tejido de relaciones que la actividad
humana transforma incesantemente” (Molina, 2000: 44).
Para Simmel, así mismo, una sociedad sólo ha encontrado su
razón de existencia cuando se percibe como un espacio en el que las
múltiples “relaciones recíprocas” adquieren unidad, que, de esta
manera: “en sentido empírico no es más que acción recíproca de
elementos: un cuerpo orgánico es una unidad, porque sus órganos se
encuentran en un cambio mutuo de energías, mucho más íntimo que

16
“La sociedad es un hecho natural. No se trata de crearla o de construirla, sino de organizarla” (Molina,
2000: 44).
17
Tal problemática persiste en nuestros días, una muestra reciente es el ejercicio emprendido por Alain
Touraine, donde anuncia el fin de la explicación social de lo social, por la emergencia de nuevas formas
culturales. (Touraine, 2005). Sin embargo, aún no queda claro ahí, ante el fin de la sociedad, el marco de
acción colectiva del sujeto.

116
La reconfiguración de lo público

[d]e las tres dimensiones institucionales del mundo de la vida, las nociones de lo
público y de lo privado, tal como se las usa aquí, activan sólo las de reproducción
de la cultura y de la personalidad. Las instituciones de la integración social, los
grupos institucionalizados, colectivos y asociaciones son omitidos en esta forma
de tratar el tema, a pesar de su obvia importancia política y económica. En su
ausencia, la posibilidad de que las instituciones del mundo de la vida puedan
influir en “los dominios de la acción organizada formalmente” no es tratada
realmente como un tema; la idea de que la comunicación entre el mundo de la
vida y el sistema de vida pueden usar canales diferentes a los medios del dinero y
el poder ni siquiera se presenta [Cohen y Arato, 2000: 485].

De esta manera, en esta investigación se plantea introducir una


noción de sociabilidad que permita ver las posibilidades de emer-
gencia de lo político, más allá del Estado, al menos como posibilidad,
afianzado sobre todo en la característica polémica de las distintas
formas de “socialidad” (y a las relaciones de éstas entre sí), es decir,
una concepción amplia de la “socialidad” que incluya al “conflicto”
como una de sus posibles expresiones. Un ejemplo que puede ilustrar
la importancia de comprender lo político como posible socialidad, y
que resulta de fundamental importancia en un contexto de crisis,
está en lo que se refiere a las “socialidades emergentes”, es decir, las
formas de acción recíproca alternativas a las que se habían venido
desarrollando, que generan un conjunto de símbolos, creencias y
prácticas, que a menudo entran en conflicto con lo previamente
establecido y que, por lo tanto, tienen inminentemente una dimen-
sión política que, en cuanto estas socialidades emergentes son incor-
poradas al propio sistema (aceptadas y toleradas), flexibilizando al
mismo, va disminuyendo dicha dimensión política para volverse
meramente cultural o societal. Lo cual revierte en cierto modo pers-
pectivas posmodernistas que relacionan estas socialidades emer-
gentes con la creciente apatía y desencanto de la juventud hacia la
política institucional, sin entender que lo político existe más allá de
los partidos políticos y del Estado, y que, si no atendemos a esta
dimensión política que las nuevas prácticas sociales implican, jamás
entenderemos la manera en que fracasan, se transforman o llegan a
constituirse en nuevos modelos de acción social.
Desde esta perspectiva, retomaremos una concepción de “socia-
lidad” cercana a la empleada por Simmel, en cuanto que se establece
como un concepto que intenta señalar las diversas maneras en que

119
La reconfiguración de lo público

movimiento del todo a la parte, la “socialidad” implica no sólo este


momento, sino también el retorno de la parte al todo.
De esta manera, por ejemplo, la concepción tradicional de “rela-
ción social” —con marcado origen positivista—, denota la existencia
de un orden social objetivo y determinable científicamente y a
menudo es definida como “vínculo, interdependencia entre dos o
más sujetos individuales o colectivos [...] por cuya causa las partes
son inducidas o forzadas a actuar de determinados modos con ex-
clusión de otros, independientemente de sus preferencias y del hecho
que tengan o no conciencia de las condiciones que las vinculan”
(Gallino, 1995: 752).
Entonces, mientras la “relación social” se nos ha presentado como
condición objetiva externa al individuo, “la socialidad” depende en
gran medida de las prácticas cotidianas realizadas entre sujetos (de
manera directa o mediatizada), e incluso puede llegar a decirse que se
mueve a través de estas relaciones objetivas, reinterpretándolas,
modificándolas y transformándolas en su cotidiano desenvolvi-
miento. Lo cual, por lo tanto, no lleva a considerar la “socialidad” en
detrimento de la “relación social”, por el contrario, su relación
complementaria parte del señalamiento de condicionantes
colectivas no inmediatas al sujeto en términos de una Soziale
Verhältnis, y de la necesidad de interpretar cómo éstas condiciones
son experimentadas, transformadas, rechazadas o ampliadas por los
sujetos involucrados en una supuesta relación social. Puede decirse
que el movimiento emprendido por la “socialidad” es comple-
mentario en cuanto es contrario al implícito en el término “relación
social”, pues no se define, como hemos dicho, como el movimiento de
un presunto orden colectivo al sujeto, determinándolo, sino por el
contrario, como un movimiento del sujeto al orden colectivo, esto es,
de las maneras en que las relaciones entre sujetos van modificando el
marco colectivo en el que se desenvuelven y será precisamente en
este sentido que el concepto de “socialidad” represente una noción
pertinente en un contexto de crisis.
La “socialidad”, de esta manera, pretende romper con lo anónimo
de la noción de “relación social” y con su apariencia estática. Así, por
ejemplo, una relación objetiva ya señalada por Marx, como las que se
generan a partir de determinado modo de producción para la bús-
queda de satisfacción de la vida material que se establecen en la

121
La reconfiguración de lo público

20
sociedad, es una condición objetiva de nuestra colectividad; sin
embargo, esto sólo nos señala un espacio posible de relación recí-
proca, pero en realidad nos dice poco acerca de la manera en que los
sujetos que se desenvuelven bajo esta lógica expresan su socialidad.
Para ejemplificar lo anteriormente dicho, y en una cuestión que
finalmente deriva en un problema político a partir del propio Marx,
podemos decir que, en primera instancia, el autor de El capital
plantea el conflicto a través de la “lucha de clases”, relación social
impuesta por la identificación de un sistema de explotación del
hombre por el hombre de carácter capitalista. En este planteamiento,
Marx politiza al extremo una consecuencia derivada del análisis de
las condiciones económicas imperantes; en este sentido, la relación
proletario/burgués adquiere un significado eminentemente político
en cuanto les confiere un sentido polémico, de confrontación, de
antagonismo. A partir de esta interpretación del conflicto social en
términos de “lucha de clases”, la teoría marxista clásica impone como
estrategia derivada de este antagonismo la famosa “dictadura del
proletariado”. Entonces, Marx ejerce una sobreobjetivación de las
posibles salidas del conflicto bajo el aspecto de una dialéctica de la
historia que marcaría el arribo a la sociedad sin clases, es decir, por
medio de la identificación de relaciones sociales ajenas al sujeto
(enajenantes) y determinantes de su conciencia de clase, marcando
el camino hacia una estrategia igualmente objetiva y ajena a las
dinámicas recíprocas que se dan en el interior de estas clases sociales
y en su relación; bajo esta lógica, la identificación de estas condi-
ciones objetivas de la relación proletario/burgués marca la estrategia
a la inversa, es decir, la inversión de la relación a través de la apro-
piación de los medios de producción a partir de la conquista el
Estado.
Sin embargo, desde la perspectiva de este trabajo, la identificación
de estas relaciones entre clases sociales sólo sienta el primer paso
hacia una estrategia política para dirimir el conflicto en cuanto
enmarca dichas relaciones en un espacio específico pero impide ver,
al interior de este supuesto espacio, la manera en que estas condi-
ciones son experimentadas y constantemente transformadas a través

20
“La mutua y general dependencia de los individuos, recíprocamente indiferente, constituye su vínculo
social” (Marx, 1968: 74).

122
La reconfiguración de lo público

de los implicados en este antagonismo. En este sentido, la identi-


ficación de las condiciones objetivas no marca por sí sola las estrate-
gias pertinentes ante este conflicto, sino que es necesario el comple-
mento, a través de la noción de “socialidad”, para que el movimiento
que se da en torno a estas condiciones surja y a través de ello se nos
muestre un abanico amplio de posibles estrategias que partan pre-
cisamente de la identificación de estas específicas socialidades y que,
por lo tanto, anclarán estas estrategias en un contexto propio de los
implicados sin estar definidas externamente, como lo estarían si
fuesen sugeridas estrictamente por las élites intelectuales o por los
dirigentes del partido. Por el contrario, se definirán internamente,
conforme a las posibilidades ya reales en cuanto potencia, presentes
en el espacio señalado bajo el rubro de “relación social”.
Era precisamente en este sentido que giraba la vieja disputa entre
anarquistas y socialistas, que con el tránsito de las revoluciones
proletarias a regímenes totalitarios, ampliamente violentos, resurge
como una perspectiva pertinente para entrever este fracaso y que
nutrirá en gran medida esta noción de “socialidad” como una tensión
entre las formas sociales establecidas objetivamente y su relación
con la vida compartida intersubjetivamente. En este sentido, basta
prestar atención a las observaciones que hacía Bakunin a los revo-
lucionarios socialistas:

[l]a única diferencia que existe entre la dictadura revolucionaria y el estatismo no


está más que en la forma exterior. En cuanto al fondo, representan ambos el
mismo principio de la administración de la mayoría por la minoría en nombre de
la pretendida estupidez de la primera y de la pretendida inteligencia de la última
[…]
De acuerdo con esa convicción nosotros no tenemos la intención o el menor
deseo de imponer a nuestro pueblo o a cualquier otro pueblo tal o cual ideal de
organización social, leído en los libros o inventado por nosotros mismos, sino
que, convencidos de que las masas del pueblo llevan en sí mismas, en sus
instintos más o menos desarrollados por la historia, en sus necesidades
cotidianas y en sus aspiraciones conscientes o inconscientes, todos los elementos
de su organización normal del porvenir, buscamos este ideal en el seno mismo
del pueblo; y como todo poder estatista, todo gobierno debe por su esencia
misma y por su situación al margen del pueblo, y sobre él, aspirar inevitable-
mente a subordinarlo a una organización y a fines que le son extraños, nos
declaramos enemigos de toda organización estatista en general y consideramos
que el pueblo no podrá ser feliz ni libre más que cuando, organizándose de abajo

123
La reconfiguración de lo público

arriba por medio de asociaciones independientes y absolutamente libres y al


margen de toda tutela oficial, pero no al margen de las influencias diferentes e
igualmente libres de hombres y de partidos, cree él mismo su propia vida
[Bakunin, 1976: 216-217].

Por otro lado, la “socialidad” (Vergesellschaftung) es también


diferente a la noción de “socialización” (sozialisation), en el mismo
sentido contrario que respecto del término “relación social”. Es decir,
si por socialización se entiende el “conjunto de los procesos a través
de los cuales un individuo desarrolla a lo largo de todo el arco de la
vida, en el curso de la interacción social [….] el grado mínimo y en
ciertas condiciones grados cada vez más elevados de competencia
comunicativa o de capacidad de prestación, compatible con las
exigencias de su supervivencia dentro de una determinada cultura”
(Gallino, 1995: 799) —en otras palabras, cómo el individuo va
internalizando los diferentes valores, principios, normas producidas
socialmente que le van a permitir “funcionar” en la sociedad—, por el
contrario, y como hemos recalcado aquí, la “socialidad” estaría
avocada a señalar también el fenómeno contrario, a saber: cómo la
sociedad va incorporando diversas y distintas formas de relaciones
recíprocas entre sujetos, es decir, y con esto se señala un problema
fundamental, cómo la sociedad va incorporando al sujeto, permi-
tiéndole el libre desarrollo de sus capacidades y, sobre todo, cómo
esta constante lucha de los sujetos por ser reconocidos por las “insti-
tuciones sociales” reproductoras de la sociedad (como la familia, la
escuela, etc.) van modificando y rehaciendo estos valores, normas,
principios que hacen funcionar a la sociedad, en el entendido de que,
una sociedad que va en contra de los sujetos que la conforman está
destinada a la violencia, esto es, a su desintegración y, por lo tanto, a
su fracaso como colectividad pertinente.
De esta manera, en el apartado siguiente se proponen tres
criterios para intentar señalar lo específicamente político de la
socialidad, es decir, aquellos elementos que nos permitirán ubicar
una dimensión de lo político que, actualmente, como veremos al final
de este apartado, coincide (incorporándolo) con un espacio analítico
al que se intenta dar cuenta a través del concepto de “sociedad civil”.

124
La reconfiguración de lo público

3.2.2. Lo propiamente político

Tomando en cuenta entonces que la socialización, como parte


existencial del ser humano, acepta dentro de sus múltiples y
complejas posibilidades una dimensión que puede ser definida como
política, es nuestro deber, a continuación, hacer un esfuerzo por
clarificar el carácter de esta dimensión que nos lleve a identificar,
dentro de la multiplicidad de formas posibles que las relaciones
recíprocas adoptan entre ellas, aquellas que mantengan un rasgo
eminentemente político y que nos permitan entrever una concep-
tualización de lo político que haga emerger un campo categórico
capaz de aprehender la compleja relación entre la esfera social y la
política, y de esta manera poner en evidencia los circuitos políticos
que recorren la amplitud de las sociedades contemporáneas.
Para este efecto, hemos establecido una serie de conjuntos semán-
ticos con la finalidad de resaltar tres aspectos de lo político que a
nuestro juicio están siempre presentes, al menos como posibilidad
en las relaciones que se establecen con la colectividad, y que pueden
ayudarnos a identificar fenómenos eminentemente políticos. Cabe
aclarar, por supuesto, que las formas históricamente determinadas
que adoptan estos criterios varían y que sus cambios forman parte
fundamental de la transformación social. Sin embargo, si los cri-
terios aquí propuestos son suficientemente válidos, se conformarán
por señalar un eje analítico pertinente para explicar dichas varia-
ciones.
Estos conjuntos semánticos, en los que se pretende agrupar, en
cada uno de ellos, nociones o conceptos que a menudo están pre-
sentes en el estudio de lo político, están aquí articulados bajo tres
criterios que definirán la interrelación de estos elementos, que
colaborarán para formar una perspectiva que nos permita aprehen-
der la complejidad de lo político. Dichos criterios se representan a
través de: a) el conflicto, que señala la relación entre el binomio
diversidad/coexistencia y el antagonismo que dicha situación puede
generar; b) lo común, que señala un espacio simbólicamente com-
partido, que designa ese lugar de interacciones y consecuencias
recíprocas que toda colectividad, conforme es puesta en marcha,
empieza a producir, y que aquí se escenifica como lo público, y c) lo
propio, que tiene íntima relación con el criterio anterior, pues está

125
La reconfiguración de lo público

ligado con el reconocimiento de lo compartido (lo nuestro) y lo que


no es, pero que abarca sobre todo la voluntad y capacidad de decisión
sobre este campo, es decir, sobre lo que es propio de la colectividad y
quién y cómo decide esta fundamental cuestión, misma que eviden-
temente se relaciona con la noción de “poder”.
Estos tres conjuntos pueden agruparse semánticamente de la
manera siguiente:

Figura 1. Conjuntos semánticos para identificación de lo político

(Diversidad/Coexistencia) (Espacio de interacciones (Voluntad/Decisión)


Antagonismo recíprocas/Cohesión) Poder
Lo público

Conflicto Lo común Lo propio

a) El conflicto

A menudo las distintas formas de abordar la problemática del


conflicto nos han impedido darle a este fenómeno una interpretación
positiva, que lo considere como una forma específica de socialidad y
por ello constructora/reconstructora de tejido social. Aquí, a
diferencia de perspectivas teóricas que consideran el conflicto como
una especie de “desequilibrio” o “falla del sistema”, como conse-
cuencia de una falta de apego a un marco normativo validado por sí
mismo, el tratamiento que se da a la noción de “conflicto” pondrá en
el centro la capacidad intrínseca de éste para generar relaciones
recíprocas que posibilitarán hablar de una dimensión política; en
este sentido, el conflicto no es concebido como un fenómeno contin-
gentemente determinado, sino como un fenómeno constructor de
tejido social y de ampliación del orden civil, al poner precisamente en
juego la validez de dicho orden. Así, se hará énfasis tanto en la
capacidad del conflicto para generar un modelo específico de rela-
ciones entre sujetos o actores implicados —es decir, la capacidad
inherente del conflicto para implicar a sujetos que de otra manera
estarían dispersos—, como en la posibilidad de transformar y orien-
tar dicho marco normativo, que ya no podrá ser concebido como

126
La reconfiguración de lo público

validado en sí mismo, sino como condicionado por los conflictos que


irá generando y las posibilidades de resolución que permita.
A través de un análisis de las diferentes interpretaciones que se
han hecho del conflicto en el marco de la dinámica colectiva, Enrique
Serrano parte de dos presupuestos que agrupan distintas tradiciones
del pensamiento y que en consecuencia llevan a dos definiciones de la
política y lo político abismalmente distintas. Así, el criterio funda-
mental para dividir estas dos tradiciones está en el hecho de que se
parta o no de una interpretación del orden civil validado en sí mismo,
esto es, que se crea en la existencia de un orden objetivo y deter-
minante que, mediante ciertas formas de acceso a él (la razón, la fe,
etc.), permitirá el conocimiento y la aceptación de este orden
superior por parte de los sujetos que la integran. Éste es el sentido de
diversas interpretaciones que parten ya sea de un orden determinado
por “Dios”, la “ciencia”, la “historia” o el “espíritu objetivo”, al consi-
derar la existencia de un orden ideal ontológicamente alcanzable, y
que como tal confieren al conflicto un sentido contingente, revestido
de cierta irracionalidad, al desconocer o al tener una visión parcial de
dicho orden. Según este presupuesto entonces:

…el conflicto político es un fenómeno anómalo, que tiene su origen en la


conducta irracional de los individuos, ya que si éstos asumieran las normas de
justicia como guía de acciones, podrían coordinarse sin que apareciera un
conflicto entre ellos [Serrano, 1996: 7].

Ante la interpretación del “conflicto” como la falta de adecuación a


un orden determinado y validado en sí mismo, surge una visión de
qué es lo político y la política (que manifiesta la íntima relación de
dichos términos), pues si se considera lo irracional del conflicto, la
tarea fundamental de la política estaría determinada en cuanto “se le
asigna la función de guardián del orden, mediante la represión de las
conductas anómicas” (Serrano, 1996: 47), pues una organización
social que haya alcanzado tal orden ideal, suprimiendo de su interior
el conflicto por la armonía lograda por el conocimiento y la acepta-
ción de dicho orden, implicaría la extinción de la política y su susti-
tución por la acción gubernamental, es decir, “la administración téc-
nica-científica de los asuntos humanos”, que representaría una visión
tecnificada de la política que la pondría al borde de su desaparición.

127
La reconfiguración de lo público

Por otro lado, y siguiendo el estudio de Serrano, la segunda


tradición teórica —que se debate entre el realismo y el pesimismo—,
da un sentido diferente a la noción de “conflicto” y, por lo tanto, con-
lleva a otra definición de la política y lo político, en este caso, ya no
como contingente sino como algo que es inherente a lo humano, de
nuevo, como una condición existencial de él. En el mismo sentido
que el presupuesto pasado, se pone énfasis en la relación del conflicto
con el orden civil que tiene como marco, sin embargo, a diferencia de
aquella primera tradición, esta concibe como inexistente un orden
validado en sí mismo, por lo cual no hay un referente objetivo abso-
luto hacia el cual encaminar las diversas conductas y, sobre todo, nos
impide juzgar a priori lo racional y lo irracional, lo conveniente y
perjudicial para dicho orden. Así:

…el segundo presupuesto sostiene que no existe una noción de justicia universal;
por lo que considera al conflicto no como un fenómeno irracional, sino como una
consecuencia necesaria de la falta de un principio normativo común a los seres
humanos y capaz de integrar sus acciones [Serrano, 2001: 7].

En este sentido, la imposibilidad de la existencia de un orden


normativo determinado en sí mismo, esto es, capaz de imponerse por
sus propias razones a una colectividad dada, siendo aceptado y
reconocido por la totalidad como válido, conveniente, justo, etc., en
un proceso que supuestamente tendría que ser automático pues
proviene de lo indiscutible de dicho marco normativo, genera la
emergencia de diversos contenidos o sentidos posibles que preten-
derán influir en un marco normativo ya no autoimpuesto, sino
comúnmente compartido y, por lo tanto, modificable, penable a la
incorporación, casi siempre parcial, de dicha diversidad de sentidos.
Por ello, el “conflicto” aquí no será producto de la irracionalidad o del
desconocimiento de los principios normativos, sino que será la
expresión de la voluntad de los distintos contenidos o proyectos de
influir en el marco normativo común, que reflejará intereses,
deseos, aspiraciones, y como tal son portadores de futuro para la
colectividad de la que emanan. Es por ello que aquí el “conflicto” se
presenta no sólo como insuperable, sino también como un aspecto
positivo en el desarrollo de nuestra sociedad, pues es mediante el
conflicto que se podrá poner en cuestión, ampliar, transformar y

128
La reconfiguración de lo público

apropiar dicho marco normativo, lo que hará interpretar “lo político”


y “la política” no como una técnica, sino como una parte vital —en
cuanto es capaz de generar cambios—, de nuestras sociedades.

Desde esta perspectiva, el conflicto político no es una manifestación de la


irracionalidad o imperfección del hombre, sino un dato fundamental, ante el cual
los individuos se ven impulsados a desarrollar su racionalidad [Serrano, 1996:
47].

Algo que surge inmediatamente aquí es que el “conflicto” tiene


como condición que lo hace posible la existencia de una diversidad o
pluralidad de sentidos sobre una vinculación necesaria o de coexis-
tencia. En el sentido del análisis anterior se puede afirmar entonces
que la posibilidad de emergencia de un conflicto tiene como base la
existencia, necesariamente, de una diversidad o pluralidad enten-
dida como la múltiple manifestación de las diferencias intrínsecas de
lo humano; sin embargo, esta existencia de diversidad no es sufi-
ciente para la emergencia del conflicto, por lo que nos hace falta
señalar una condición que ponga en juego estas diferencias, que pre-
cisamente las vincule en un entramado común y compartido que
permita manifestar la invariable colisión de dicha multiplicidad y
diversidad. En este sentido, nos será de gran utilidad la noción de
coexistencia como una unidad compleja que relaciona diversos
actores o elementos y que determina sus acciones recíprocas, donde
el énfasis estará en las condiciones de interdependencia que constan-
temente se forman a partir de la propia dinámica social, y que como
unidad compleja tendrá una dimensión invariablemente dialógica,
pues pretende establecer la relación necesaria, se esté consciente o
no, de dos actores a través de un espacio común. Tal es el sentido que
se le otorga al término en la ya clásica “Lección X” de Ortega y Gasset
y que se refleja en el siguiente párrafo:

[s]i existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por tanto: la verdad radical
es la coexistencia de mí con el mundo. Existir es primordialmente coexistir [...] El
modo de dependencia en que las cosas están en mí no es, pues, la dependencia
unilateral que el idealismo creyó hallar, no es sólo que ellas sean mi pensar y
sentir, sino también la dependencia inversa, también yo dependo de ellas, del
mundo. Se trata, pues, de una interdependencia, de una correlación, en suma, de
coexistencia [Ortega y Gasset, 2004: 78].

129
La reconfiguración de lo público

carácter fundamentalmente dialógico, en cuanto relacionará en una


unidad compleja a distintos actores o sujetos que establecen entre sí
una relación retroalimentativa. Así, por un lado coexistencia sig-
nifica reconocer en la diferencia con el “otro” la identidad propia, a
manera de un “constitutivo exterior”; y, por otro, “coexistencia” sig-
nifica también la afirmación de la identidad propia frente al “otro”,
que como tal es percibida como negación del mismo, ya que, como
bien se apunta, “toda determinación siempre es, al mismo tiempo,
una negación” (Serrano, 2001: 28). Y es debido a esta doble dimen-
sión a la que el concepto de “coexistencia” hace referencia que se
considera que está ampliamente ligado al de conflicto, entendido éste
como una relación de coexistencia que ha devenido problemática.
Es desde esta misma perspectiva que se considera al “conflicto”
como una forma específica de socialidad, pues, por contradictorio
que parezca, la oposición y el antagonismo que representa el
encuentro con el “otro”,21 —implícito ya en el “sí mismo” a través de la
noción de coexistencia—, es ya una forma de tejido social en la me-
dida que dicho antagonismo va a implicar una constante y mutua
referencia entre los términos coexistentes, en este sentido, toda
acción efectuada por cada uno de los sujetos relacionados recípro-
camente afectará de manera sustancial al otro. Así, el conflicto es
capaz de generar un entramado social en la medida en que cada una
de las partes orienta sus acciones a través de ciertos medios hacia
22
ciertos fines, en “referencia” a la conducta de los otros, lo cual
implica ya un primer reconocimiento del “otro” y un modelo espe-
cífico de socialidad:

[q]ue los conflictos políticos son una condición necesaria para la formación de
los individuos como ciudadanos, ya que en ellos no sólo está en juego el anta-
gonismo de intereses particulares, sino también una lucha por el recono-
cimiento, la cual se traduce en un proceso de continua ampliación del orden civil,
así como de perfeccionamiento de las instituciones y procedimientos que se
utilizan en ese orden para procesar los conflictos [Serrano, 2001: 15].

21
“Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente
distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo” (Schmitt, 1991: 57).
22
“Por relación social debe entenderse una conducta plural —de varios— que, por el sentido que encierra se
presenta como recíprocamente referida, orientándose por esa reciprocidad. La relación social consiste, pues,
plena y exclusivamente, en la probabilidad de que se actuará socialmente en una forma (con sentido)
indicable; siendo indiferente, por ahora, aquello en que la probabilidad descansa [...] No toda clase de

131
La reconfiguración de lo público

Así, el reconocimiento del conflicto como una parte vital en


nuestras colectividades nos permite señalar una serie de dinámicas y
procesos, e incluso un entramado institucional, donde el conflicto es
expresado y manifestado, así como los medios precisos por el cual
éste es solucionado o dirimido, lo cual resulta esencial en la compren-
sión de lo político en nuestras sociedades.

b) Lo común

Si el conflicto de alguna manera representa la vitalidad que lo político


significa para las colectividades humanas, el señalamiento de lo
“común” como un criterio pertinente para distinguir lo propiamente
político nos permitirá reflexionar sobre el espacio que hace posible
dicha dimensión. Es pues “lo común” aquel espacio que ya Hannah
Arendt ubicaba “en medio de los hombres”, como aquella “trama”
23
intangible que definía la esfera de los asuntos humanos y a la cual lo
político debe su razón de ser; pues es la identificación de este espacio
entre los sujetos que conforman una colectividad y que es aceptado
como compartido, es decir, la capacidad de discernir entre un
nosotros —cuya vinculación varía en factores— de un ellos, un pro-
blema que también compete a lo político, así como representa su
contexto inmediato y el lugar donde toman significación las conse-
cuencias de las decisiones que la colectividad asume para sí. Así
mismo, este lugar que se define “común” en cuanto representa el
conjunto de condiciones que comparte una unidad colectiva, que
precisamente establece su frontera a partir de lo que le pertenece y
sobre lo cual tiene capacidad de decisión y responsabilidad de la
misma (que se verá en el último de los criterios), está también
mediado por el conflicto y la distinción entre amigos y enemigos que
conlleva, como bien apunta Enrique Serrano:

[e]l acto básico por el cual un conjunto de hombres llega a reconocerse como
Nosotros, creando con ello los cimientos del espacio público, es la diferenciación

contacto entre los hombres tiene carácter social; sino sólo una acción con sentido propio dirigida a la acción
de otros” (Weber, 1984: 19-21).
23
“La esfera de los asuntos humanos, estrictamente hablando, está formada por la trama de relaciones
humanas que existe donde quiera que los hombre viven juntos” (Arendt, 2005: 21).

132
La reconfiguración de lo público

respecto de un Ellos. Dicho con sus propios términos, la formación de la


identidad de un pueblo se encuentra cuando éste adquiere la aptitud de distin-
guir entre amigos y enemigos [Serrano, 2001: 28].

Se puede argumentar, de manera un tanto apresurada, que la con-


formación de un espacio socialmente compartido que, como a
continuación se verá, es caracterizado en forma primaria por las con-
secuencias experimentadas en común a partir de la vida en colectivo,
no es un asunto político en lo fundamental y que más bien es un
asunto exclusivamente societal o, en todo caso, cultural; sin em-
bargo, y como se pretende demostrar aquí, la conformación de un
espacio común a los miembros es un asunto político en cuanto
presupone la identificación de un patrimonio que como tal permite la
interpretación de la colectividad como un conjunto unitario, deli-
mitado, como decíamos, por la idea de un nosotros, y que permite la
toma de decisiones conjuntas, es decir, aquel espacio que le permitirá
a determinada colectividad actuar sobre sí misma. Este autorrecono-
cimiento de la colectividad sobre sí misma está en la base de toda
unidad política y se establece en principio como mutuamente conve-
niente; en este sentido, afirma Freund:

[e]n efecto, si los hombres continúan viviendo en colectividades políticas, es que


encuentran en ello un interés, ya que descubren en ello un bien que les parece
como razón de ser de la colectividad y de su vida en común [Freund, 2003: 37].

Sin embargo, esta conveniencia mutua que se presume se


encuentra detrás de toda colectividad no representa de ninguna
manera una visión armónica de la misma, pues junto con esta
conveniencia y conforme las propias dinámicas que vaya adqui-
riendo, este espacio común a los miembros de una colectividad se
definirá, como se ha dicho, por la libre circulación de las conse-
cuencias, tanto negativas como positivas, que definirán lo común
como vinculación necesaria entre los miembros de la colectividad.
Para tal fin, nos servirá la discusión de John Dewey acerca de lo
público y su capacidad para relacionar y unir las partes de una
colectividad, a la luz del “eclipse de lo público”, como el autor se
refiere a la crisis de dicho concepto, para lo cual será necesario
precisar algunas cuestiones que le impedían llegar a Dewey a la

133
La reconfiguración de lo público

cuestión fundamental de dicha crisis, a saber, el fin del monopolio


estatista de lo público.
Para el autor de La opinión pública y sus problemas, el funda-
mento del Estado había que buscarlo en la distinción entre público y
privado, distinción que en última instancia debiera “trazarse sobre la
base de la amplitud y el alcance de las consecuencias de aquellos
actos que son tan importantes que se deben controlar, sea a través de
su constricción o de su promoción” (Dewey, 2004: 65). Siguiendo la
argumentación, el reconocimiento de las consecuencias vinculantes,
es decir, precisamente de este espacio común a una colectividad, nos
acerca como tal al origen del Estado, pues “del reconocimiento de las
consecuencias perniciosas nace un interés común, cuya atención
exige ciertas medidas y ciertas normas, además de la selección de
unas personas que se conviertan en sus guardianes, sus intérpretes y,
de ser necesario, sus ejecutores” (Dewey, 2004: 66). Efectivamente,
Dewey habla ya aquí del Estado y de su función representativa, en
cuanto a que, a través de sus funcionarios, se le considera guardián,
regulador y ordenador de la vida pública.24 Sin embargo, conforme se
hace compleja la vida colectiva y la multiplicación exponencial de los
públicos —entendidos efectivamente como los conjuntos com-
puestos por “todos aquellos que se ven afectados por las conse-
cuencias indirectas de las transacciones, hasta el punto en el que
resulta necesario ocuparse sistemáticamente de esas consecuencias”
(Dewey, 2004: 65)—, eclipsa el análisis de lo público a través del
Estado, que no puede superar su propia confusión ante un público
actuante, incapaz de ser homogéneo y, por lo tanto, hace impensable
aquello con lo que el autor identificaba al Estado, es decir, con el
“esfuerzo de control de la acción para asegurar unas consecuencias y
evitar otras”(Dewey, 2004: 65), que ante tal contexto resulta
imposible.

Pero la era mecánica ha extendido, multiplicado, intensificado y complicado tan


enormemente el alcance de las consecuencias indirectas, ha creado conexiones y

24
“El nombre escogido es el público. Este público se organiza y se hace efectivo mediante los representantes
que, como guardianes de las costumbres, como legisladores, como ejecutivos, jueces, etc., se ocupan de sus
intereses específicos, utilizando para ello unos métodos con los que se pretende regular las acciones conjun-
tas de los individuos y los grupos. Entonces, y en ese sentido, la asociación se procura a sí misma una organi-
zación política y nace como algo que viene a constituir el gobierno: el público se constituye como un Estado”
(Dewey, 2004: 75).

134
La reconfiguración de lo público

esferas de acción tan inmensas e integradas, sobre una base impersonal más que
comunitaria, que el público no puede identificarse ni distinguirse a sí mismo
[Dewey, 2004: 124].

De esta manera, lo que caracteriza este “eclipse” es la pérdida de


centralidad de lo público, que conlleva, como bien lo percibe Dewey,
una incapacidad para definirse a sí mismo, pues en su interior da
juego a una multiplicidad de distintos espacios públicos en constante
retroalimentación, que implican conflictos/tensiones y en donde
coexisten diferentes actores. Se pierde de esta manera la referencia
por parte del Estado y de sus instituciones a un público “nacional”,
considerado como tal, y surge la problemática de una diversificación
de los públicos, a su vez que una acentuación en la complejidad de su
relación de coexistencia.
Así pues, lo que resulta problemático aquí no es el público en sí
mismo, sino su relación con el entramado representativo del Estado,
pues efectivamente “hay demasiados públicos y demasiados intere-
ses públicos implicados en los recursos existentes como para poder
abarcarlos” (Dewey, 2004: 125), rompiendo así la relación que iden-
25
tificaba lo público con el Estado representativo. Sin embargo, en el
mismo texto, esta ruptura consecuente con un público incapaz de
acomodarse a la estructura representativa es bien captada como una
tensión entre las formas políticas existentes y la emergencia de
nuevas condiciones26 e, incluso, se puede sugerir, de nuevos actores.
Así afirma sin tapujos que “para formarse, la vida pública ha de
romper las formas políticas existentes”, señalando así el inicio de un
conflicto que más adelante se detallará, a saber, de la sociedad contra
el Estado.

Estos cambios son extrínsecos a las formas políticas que, una vez establecidas, se
mantienen por su propia inercia. El nuevo público que se genera permanece muy
embrionario, inorganizado porque no puede utilizar las instituciones políticas

25
“El público, en cuanto organizado mediante los funcionarios y las instituciones materiales que se ocupan
de las consecuencias indirectas extensivas y duraderas de las transacciones entre personas, constituye el
populus” (Dewey, 2004: 65).
26
“La apatía política, que es un producto natural de las discrepancias entre las prácticas reales y los
mecanismos tradicionales, surge de la incapacidad del individuo para identificarse con problemas definidos.
Éstos son difíciles de encontrar y localizar dentro de las inmensas complejidades de la vida actual” (Dewey,
2004: 123).

135
La reconfiguración de lo público

heredadas. Estas últimas, si son demasiado complejas y están demasiado


institucionalizadas, obstruyen la organización del nuevo público. Impiden el
desarrollo de nuevas formas de Estado que podrían crecer rápidamente si la vida
social fuera más fluida, si se condensara menos en unos moldes políticos y legales
fijos [Dewey, 2004: 73].

La relación entre el espacio común compartido por los miembros


de una colectividad y la noción de lo público, como un lugar que
significa, en palabras de Arendt, dos fenómenos estrechamente rela-
cionados, es decir, en tanto que designa aquel espacio donde “todo lo
que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la
más amplia publicidad posible”, así como aquello que lo relaciona
con el “propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y dife-
renciado de nuestro lugar poseído privadamente en él” (Arendt,
2005: 71-73). Dicha relación, decíamos, nos parece, desde la pers-
pectiva de este trabajo, una vinculación semántica pertinente a la
hora de hacer esta revisión de los criterios que definen lo político
como socialidad determinada.
Sin embargo, surge aquí una aparente problemática, pues
mientras “lo común” puede con facilidad verse como una constante
que permea las más distintas colectividades, “lo público”, como tal,
es más bien identificado con ciertas condiciones estructurales deter-
minadas históricamente. Tal es el caso del análisis de Habermas en la
Historia de la opinión pública (Habermas, 1999), donde “el espacio
público” es considerado “un desarrollo histórico creado por ciertos
sectores de las burguesías europeas en los tiempos de la Ilustración:
se trata de la apertura de espacios donde se debaten asuntos
públicos, es decir, del interés colectivo, cuestionando así el derecho
de los gobernantes a monopolizar las decisiones y abriendo un
espacio para la crítica” (Olvera, 2006: 28). Cabe diferenciar aquí
entre un modelo específico de institucionalización y de reproducción
del espacio público, y un fenómeno que ocurre a partir de las diná-
micas propias de cada colectividad y que tiene la capacidad de
generar una atmósfera de símbolos, significaciones, valores, creen-
cias que nutren y sirven como catalizador de dicha colectividad. En
este sentido, el arribo del espacio público como consecuencia del
desarrollo de cierto tipo de prácticas sociales, apoyadas y susten-
tadas sobre todo en un conjunto de derechos y garantías que

136
La reconfiguración de lo público

permiten el libre tránsito de ideas y de discusiones, como lo son los


derechos de expresión y asamblea, por ejemplo, representa una
forma específica y plenamente moderna de asegurar dicha esfera
pública, muy vinculada al desarrollo democrático del Estado-nación.
De esta manera, podemos decir que si bien lo público forma parte
siempre de una colectividad, como un espacio donde son experi-
mentadas en común las consecuencias de la vida colectiva, las
maneras como se accede, se influye y se incorpora a la cotidianidad
de los individuos esta esfera pública, varía históricamente.
Por otro lado, la noción de “lo común” resulta pertinente a la hora
del análisis político que se haga de nuestras sociedades, pues se
manifiesta como un campo que determina los límites y alcances de
las decisiones políticas (asunto que se tratará más adelante), es decir,
representa un margen mínimo en el que la colectividad puede operar
sobre sí misma, pues se considera como un momento fundador en
cuanto establece que “a pesar de nuestras diferencias, hemos des-
cubierto, reafirmado o creado algo en común que corresponde a una
identidad social general (que a su vez está abierta al cambio)” (Cohen
y Arato, 2000: 417), lo cual permite un espacio común capaz de
solventar la manifestación del conflicto. De esta manera, Cohen y
Arato —a partir de una reconstrucción de la teoría de la sociedad civil,
sobre todo a través de la ética del discurso de Habermas—,
consideran el concepto de “identidad colectiva” como estrategia para
señalar este campo inter-est que se conforma en una colectividad,
pues, efectivamente, “…no serían sociedades si no existieran
principios compartidos que regularan su interacción y si no hubiera
ninguna identidad común (política) compartida por sus miembros,
sin importar lo diferentes que pueden ser entre sí” (Cohen y Arato,
2000: 421). Así pues, la pregunta que busca conocer e interpretar
este espacio es fundamental a la hora del análisis de lo político:

la identidad colectiva de una comunidad puede entonces proporcionar el criterio


mínimo, respecto del contenido, de la legitimidad de las normas en el sentido
negativo, como aquello que no puede ser violado [Cohen y Arato, 2000: 425].

De esta manera, la clarificación de, por así decirlo, la elasticidad


que este espacio comúnmente compartido puede manifestar a la
hora de un conflicto, nos proporciona un indicador vital al analizar

137
La reconfiguración de lo público

las posibles consecuencias de dicho conflicto, pues este marco


común, como se ha dicho, nos ayudará a establecer límites y hori-
zontes a la hora de tratar con la dimensión política de nuestras socie-
dades. Por otro lado, el establecimiento y la formalización de este
lugar que se define por “común”, será fundamental a la hora de la
manifestación del conflicto, pues a través del acuerdo mutuo que
define la vida colectiva se empiezan a gestar los medios y meca-
nismos para que el conflicto no llegue a un nivel de intensidad tal que
termine por romper la unidad de la colectividad. De esta manera, y
como se decía aquí al principio, el conflicto como tal cobra relevancia
en la medida en que éste surge en el contexto de un espacio compar-
tido, permeable por lo tanto al cambio que le identifica con procesos
donde la ampliación del orden social y la lucha por el reconocimiento
forman parte fundamental.

Ciertamente, tanto las identidades colectivas como individuales establecidas por


medio de los procesos de socialización necesitan ser reafirmadas, puesto que
requieren un reconocimiento mutuo permanente y están continuamente
abiertas al desafío y al cambio [Cohen y Arato, 2000: 425].

La unidad del bien común no es, sin embargo, la de una uniformidad o una
armonía total, sino más bien la de una cohesión. Al igual que la unidad política de
la colectividad, el bien público no está exento de tensiones, conflictos, intereses y
de ideas, y hasta de contradicciones… [Freund, 2003: 56].

Por último, y antes de pasar a la discusión sobre el tercer y último


criterio que nos permitirá acceder al abanico de posibles prácticas
políticas como un modelo específico de socialidad, recurriremos a un
ejemplo que nos ayudará a justificar la importancia que tiene “lo
común” como problema político, según se ve en el caso de ciertos
fenómenos que tienen lugar en la actualidad y que están relacionados
con los procesos migratorios que se han incrementado en los últimos
decenios. Desde esta perspectiva, el arribo de una cantidad consi-
derable de migrantes a otros países —sin entrar de lleno en las causas
que propician dicho fenómeno—, es estimada como una paulatina
ampliación de lo común, donde en primera instancia el migrante es
considerado como “el extraño”, el “otro” o, lo que es lo mismo para
muchos, el enemigo. Pero a partir del desarrollo cotidiano en la vida
colectiva de la nación que recibe estos constantes flujos, los

138
La reconfiguración de lo público

migrantes empiezan a formar parte del desenvolvimiento común de


la colectividad y, por tanto, a cobrar un peso específico en diversos
ámbitos, ya sea culturales (imprimiendo su propio “ser común” y
creando barrios de reproducción cultural), económicos (mediante el
incremento de su poder adquisitivo y la consolidación en algunos
sectores productivos como la agricultura o el de los servicios), o
incluso de prestigio (ocupando puestos de influencia como por
ejemplo en medios de comunicación) y otros. Consecuentemente con
esta ampliación del marco común modificado por el desenvol-
vimiento cotidiano de los migrantes, se transitará —o al menos se
intentará— a una formalización de esta pertenencia a dicho marco
común, es decir, a la legalización de la pertenencia, que en un
contexto de un régimen democrático (como ya se verá en el siguiente
criterio), invariablemente vendrá acompañado de un incremento de
lo “propio”, esto es, la capacidad reconocida de intervenir en esta
esfera común en la que ya participan.
Aunque “lo común” ciertamente nos ayude a definir este espacio
políticamente relevante donde adquiere significación la acción sobre
la colectividad, dicha acción requiere mención aparte. A través de la
clarificación de estos tres criterios, que nos ayudarán a identificar las
posibles manifestaciones de lo político como socialidad específica en
nuestras colectividades y que, así mismo, contribuirán a precisar un
campo de relaciones que omiten toda referencia a una separación
tajante entre Estado y sociedad —y que, en cambio, se mueven en su
relación—, hemos podido observar que entre ellos hay una profunda
interconexión y relación, y vale decir que si es pertinente separarlos
analíticamente sólo es para unirlos comprensivamente. Sin
embargo, el próximo y último criterio que señalaremos parece tener
una cierta hegemonía —en cuanto criterio articulador—, respecto de
los otros dos que, sin abarcarlos completamente, se encuentran al
menos aludidos en él. Así pues, “lo propio” hará referencia a la
capacidad inherente a toda colectividad de hacerse cargo de aquello
que se ha definido por común y que, mediante la acción (colectiva)
sobre la colectividad, la hace suya. En otras palabras, mientras “lo
común” se aboca a señalar aquel espacio de interacciones que hace
extensible las consecuencias de la acción recíproca a múltiples
terceros, lo “propio” viene a señalar la capacidad de decisión sobre
este espacio común y los canales que adopta esta apropiación.

139
La reconfiguración de lo público

c) Lo propio

Como último criterio entonces hemos de señalar “lo propio” como


aquella relación semántica que ha dominado hegemónicamente el
desarrollo de la ciencia política, esto es, la que tiene que ver con la
capacidad de tomar decisiones en una colectividad, de orientar los
propios medios hacia objetivos determinados27 y que evidentemente
se relaciona con la noción de “poder” que, como hemos dicho
anteriormente, se ha convertido para muchos en el objeto de estudio
de la ciencia política, tal como lo afirma Duverger,28 y que hemos
mencionado, así mismo, en otra parte. Sin embargo, también será
necesario hacer algunas precisiones a la luz de la presente pers-
pectiva, pues no interesa aquí el simple compendio de las temáticas
abarcadas en el estudio de lo político; por el contrario, lo que se
pretende es dar una forma coherente a estos criterios para que así nos
permitan señalar un horizonte comprensivo que no se acomoda a
una definición de la ciencia política como “ciencia del Estado”, o ni
siquiera como “ciencia de los poderosos”, por lo que el énfasis,
nuevamente, estará aquí en lo abarcadoras y complejas que resultan
las decisiones sobre la colectividad o, a la manera de Weber, en la
“acción de la asociación”, que no se limita ni por mucho a la acción
burocrática, lo cual aquí se pretende demostrar.

Son muchos los autores que relacionan el fenómeno del poder (y con
ello la política) a la existencia de gobernantes y gobernados, de
capaces y súbditos, de mando y obediencia; se afirma entonces que
esta relación asimétrica se encuentra en el centro mismo de la po-
lítica como tal, de la siguiente manera: “la existencia de relaciones
políticas o de dominio político supone el establecimiento previo del
fenómeno del mando y obediencia” (Ortiz, 1986: 182). Así pues, se
subordina la validez de la política a la distinción entre gobernantes y
gobernados. Por otro lado, no son menos los autores que desde
Aristóteles achacan dicha asimetría a las diferentes capacidades
humanas, como si ya se supiera de antemano que el lugar que se

27
“(dif. fuerza/potencia) “…la potencia, que es la utilización de esas fuerzas en circunstancias determinadas
y con vista a objetivos determinados” (Aron, 1985: 80).
28
“La palabra poder designa a la vez el grupo de los gobernantes y el poder que ejercen. La ciencia política así
como la ciencia de los gobernantes, de los jefes” (Duverger, 1983: 517-569).

140
La reconfiguración de lo público

ocupa en la relación y el medio de selección para ello con el que se


cuente sea perfecto. A propósito, citemos a Bordeau, en su Tratado
de ciencia política:

…la naturaleza ha creado en ella dos partes distintas: la una destinada a mandar,
la otra a obedecer, siendo sus cualidades bien diversas, pues que la una esté
dotada de razón y privada de ella la otra. Esta relación se extiende evidentemente
a los otros seres, y respecto de los más de ellos la naturaleza ha establecido el
mando y la obediencia [...] el ser que manda debe poseer la virtud moral en toda
su perfección [Bordeau, 1982: 81].

Desde la presente perspectiva, sin embargo, las cosas resultan de


otra manera. Si bien la existencia de gobernados y gobernantes es
una constante en nuestras colectividades —variando históricamente
las formas que dicha relación adopta—, ello se debe a una cuestión
ulterior que sí se acerca, al menos, al centro de la política, es decir: la
necesidad de una colectividad de actuar como conjunto, que bien
percibía Baruch Spinoza y representaba en su distinción entre
potencia y potestas (poder) y que aquí retomaremos, con especial
énfasis, en la relectura que Antoni Negri hace del maestro holandés.
Para Spinoza, la existencia del “estado civil” —que como se verá, es
a la vez Estado político y sociedad civil— y, por tanto, la presencia de
la relación entre gobernantes y gobernados que regula dicho status
colectivo, no es de ninguna manera, y muy a pesar de la época desde
donde piensa el autor, un asunto de falta o carencia de razón frente a
la capacidad de mando de otros; aquí la razón como mistificación del
Estado (es decir, el Estado como máxima expresión de la razón,
expresado en aquellos tiempos bajo un hipotético “contrato social”)
no forma parte sustancial del Estado,29 por el contrario, es la potencia
inherente a la condición natural humana de la cual todos los
individuos somos partícipes, pero con la peculiar forma de “multi-
tud”, es decir en su dimensión colectiva, aquello que se encuentra
detrás del Estado.

Puesto que todos los hombres, bárbaros o desarrollados, entran en relación y dan
origen a un estado civil, a un ordenamiento político, “el origen del Estado y su

29
“Pero los hombres se rigen más por el deseo ciego que por la razón, y por ello su potencia o derecho natural
debe ser definido no por la razón, sino por cualquier apetito que los determine a la acción y que les ofrezca un
medio de conservación” (Antonio Negri, 1993: 321).

141
La reconfiguración de lo público

razón (ex rationis documentis) no deben buscarse en los datos de la razón, sino
que deben deducirse de la común naturaleza o condición de los hombres” [Negri,
1993: 314].

Es decir, el Estado, y con ello su manera específica de formalizar la


relación entre gobernantes y gobernados, debe su existencia a una
determinada socialidad que aquí se presenta como lo político y que
en este particular criterio se define como “lo propio”. Retomando el
argumento de Spinoza, más allá de la razón se encuentra esta
inclinación natural que él define como “tendencia universal de todos
los hombres a la propia conservación” y, como tal, se concibe como
derecho natural,30 es decir, como la voluntad de cada individuo de ser
según su naturaleza mediante sus propias capacidades. Y he aquí lo
fundamental en Spinoza, a saber, la vinculación entre derecho y
potencia tal como se refleja en la sentencia del autor que tanto
inspiró a Negri: “el derecho de cada uno se extiende hasta donde
alcanza su poder”, y es en este sentido que el holandés se alejaba
tanto del positivismo jurídico como de las teorías del contrato social.
Así, entonces, el argumento es simple pero a la vez profundo, este
derecho como voluntad de conservarse que todo individuo tiene se ve
radicalmente amplificado a través de la conjunción de los individuos
en una multitud de ellos, es decir, en la imbricación por el acuerdo de
los diversos hombres de entablar relaciones recíprocas (de formar “lo
común”) y funciona de la siguiente manera: “si dos hombres con-
cuerdan y conjugan sus fuerzas, aumentan su potencia y, por consi-
guiente, también su derecho sobre la naturaleza más que perma-
neciendo cada uno por su propia cuenta”; entonces, “cuantos más
hombres son los que se estrechen en tal relación, tanto mayor será el
derecho que todos juntos adquirirán” (Negri, 1993: 323). Y es así que
la multitud pasa a ser “la premisa positiva de la constitución del
derecho [que] no es tal por ser fuerza de la mayoría, sino porque es
31
constitución de la mayoría,” es decir, potencia de la colectividad.
Sin embargo, desde la perspectiva de Spinoza —en especial en la
relectura de Negri—, y en contraste con los supuestos de sus contem-

30
“… cada individuo tiene el derecho absoluto de conservarse”.
31
“Pero la ‘multitud’ misma es una condición humana. La condición es una modalidad, es ser determinado.
Pero el ser es dinámico y constitutivo. La condición humana es por ello constitución humana” (Negri, 1993:
331).

142
La reconfiguración de lo público

poráneos, el modelo del filósofo no representa ningún quiebre entre


Estado y sociedad, no existe ahí transferencia alguna mediada por un
contrato que determine quién detente el poder y quién la disciplina,
que marque la distinción entre gobernantes y gobernados. Por el
contrario, al ser la multitud lo que se encuentra detrás del Estado
como potencia, se establece una continuidad entre estos ámbitos que
en Spinoza no se encuentran diferenciados, así, “el límite funda-
mental de la acción del Estado consiste, como se ha demostrado, en la
extensión y en la continuidad infraestatal de los derechos naturales”
(Negri, 1993: 330). Es decir, la capacidad o la voluntad de cada
individuo de buscar su conservación se mantiene pese a la emer-
gencia de la multitud y el consecuente surgimiento del Estado.
Entonces el supuesto contrato social contiene cláusulas que le dan
otra dimensión al planteamiento:

[a]sí pues, preciso es convenir en que cada uno se reserva pleno poder en deter-
minadas cosas que se escapan a las decisiones del soberano, no dependiendo
sino de la propia voluntad del ciudadano [Spinoza, 1975: 268] .

[...] ningún pacto tiene valor sino en razón de su utilidad; si la utilidad


desaparece, el pacto se disipa con ella y pierde su autoridad por completo.
[Spinoza, 1975: 251].

Podemos observar cómo en el segundo párrafo de Baruch Spinoza


—aquí reproducido— se da una aproximación directa a la noción de
“legitimidad”, tal como se ha ido configurando en el presente trabajo
y como más adelante se detallará, es decir, como aquella “cláusula”
en la que se establece que si el Estado no es ya el reflejo de la potencia
de la multitud éste tenderá a disminuir su autoridad y aquél pacto
podría ser desechado o, al menos, reformulado. Y a través de la pri-
mera cita referida, y en relación con lo ya dicho, podemos hacer una
inferencia en cuanto a que, a la hora de la pérdida de la utilidad de
dicho pacto, las facultades reservadas para el ciudadano aumentan
en cuanto ya no ve asegurado su derecho a conservarse; es decir, en
términos actuales: ante la pérdida de legitimidad de un régimen
político, las facultades de la ciudadanía tienden a aumentar. Pre-
misa que, por otro lado, nos será de gran utilidad para ubicar el
contexto dentro del cual se mueve el presente trabajo.
Entonces, “el Estado, la soberanía, lo ilimitado del poder son,

143
La reconfiguración de lo público

pues, filtrados por el antagonismo esencial del proceso constitutivo,


de la potencia” (Negri, 1993: 331), es decir, se ubica una relación
antagónica entre la potencia como inherencia a toda multitud y el
poder actual que se ejerce, se trata, como efectivamente apunta
Antoni Negri, de “potencia contra poder”:

[e]sto significa, y éste es el signo paradójico de la argumentación, que cuanto más


lo ilimitado (lo absoluto) del poder soberano se desarrolla en la continuidad de
las necesidades sociales y políticas de la “multitud”, tanto más el Estado es
limitado y condicionado a la determinación del consenso [Negri, 1993: 330].

Así llegamos a la distinción central del planteamiento político de


Spinoza, a saber, la diferencia y oposición entre poder y potencia.
Mientras potencia es entendida como “inherencia dinámica y
constitutiva de lo singular y de la multiplicidad”, el término potestas
señala ahí “donde el poder es un proyecto para subordinar a la
multiplicidad” (Negri, 1993: 315) y es entendido finalmente como
“función subordinada a la potencia del ser, elemento [...] del todo
determinado y sometido al continuo desplazamiento, a la continua
actualización que el ser potencial determina” (Negri, 1993: 319), y
esta continua actualización entre uno y otro término es lo que genera
dicho antagonismo.

En esta inversión consiste la verificación de la utopía humanista misma, pero


reconducida al horizonte del materialismo. “Potestas”, poder desde este punto
de vista no puede significar más que “potencia” hacia constitución —un refuer-
zo que el poder no representa, sino al que sólo alude, que la potencia del ser lo fija
o lo destruye, lo plantea o sobrepasa dentro de un proceso de constitución real
[Negri, 1993: 319].

La política no se presenta de manera alguna subordinada a la dis-


tinción entre gobernados y gobernantes, al contrario, dicha distin-
ción está determinada por lo político, pues, al final: “Lo político es el
tejido sobre el que centralmente se despliega la actividad consti-
tutiva del hombre” (Negri, 1993: 310), socialidad constructora y
creadora de orden social, determinadora y no determinada.
Esta perspectiva que reincide en la necesidad cognitiva de abrir el
concepto de “lo político” más allá del Estado-nación moderno, y de su
aparato burocrático, y que en los otros dos criterios se ha mantenido,

144
La reconfiguración de lo público

nos permite romper con esa otra tradición que confunde realismo
con cinismo, y que enfatiza, tal como Weber lo proponía, el compo-
nente de “dominio” que se materializa en el Estado. En este sentido,
para el sociólogo alemán, mientras el concepto “poder” se manifes-
taba “sociológicamente amorfo”, en cuanto a que presentaba ciertas
dificultades para aprehenderlo de manera científica, la noción de
“dominación” delimitaba el fenómeno a su ejercicio efectivo, prác-
tico, material, fundado y mantenido en el efectivo “monopolio de la
coacción legítima”:

[e]l concepto de poder es sociológicamente amorfo. Todas las cualidades de un


hombre y toda suerte de constelaciones posibles pueden colocar a alguien en la
posición de imponer su voluntad en una situación dada. El concepto de domi-
nación tiene, por eso, que ser más preciso y sólo puede significar la probabilidad
de que un mandato sea obedecido [Weber, 1984: 43].

Para Weber, “la dominación debe entenderse [como] la proba-


bilidad de encontrar obediencia a un mandato determinado con-
tenido entre personas dadas”, es decir, que se establezca efectiva-
mente una relación entre gobernados y gobernantes,32 esto en “virtud
de un orden vigente” con capacidad de contener estas “relaciones de
dominación” (mediante un cuerpo administrativo que mantenga el
monopolio de la fuerza legítima). Siguiendo entonces la lógica
argumentativa se deriva la definición de “asociación de dominación”,
es decir, del Estado político y que tanto ha influido en el desarrollo de
la ciencia política:

[u]na asociación de dominación debe llamarse asociación política cuando y en la


medida en que su existencia y la validez de sus ordenaciones, dentro de un
ámbito geográfico determinado, estén garantizados de un modo continuo por la
amenaza y la aplicación de la fuerza física por parte de su cuadro administrativo.
[...]
Por Estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada,
cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la
pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del
orden vigente [Weber, 1984: 44].

32
“La situación de dominación está unida a la presencia actual de alguien mandando eficazmente a otro”
(Weber, 1984: 44).

145
La reconfiguración de lo público

De esta manera se consolida una identificación altamente reduc-


tiva entre “poder” como “dominación” y Estado como “instrumento
de dominación”, lo cual nos revela una visión no tan realista como
interesada, pues dicha reducción nos impide aprehender la gran
complejidad del universo político de nuestras colectividades, así
como el papel del Estado como un actor predominante en la bús-
queda de mejores maneras de convivencia e, incluso, se puede decir
de una comprensión positiva del poder; tal como se aprecia en el
mismo Duverger:

[e]l poder instituido en una sociedad es al mismo tiempo, siempre y en todas


partes, el instrumento de dominación de ciertas clases sobre otras utilizadas por
las primeras para su beneficio, con desventaja de las segundas, y un medio de
asegurar un cierto orden social, una cierta integración de todos los individuos de
la comunidad con miras al bien común [Duverger, 1978: 16].

Así, mientras que cierto orden social y la incierta integración de


los individuos de una colectividad se presentan como una concesión
a favor de mantener el beneficio de ciertas clases, el dominio, el
interés de tener poder, es lo que se encuentra en el centro de la ciencia
política. Una definición tal del poder y de la ciencia que lo estudia no
podría así dejar de generar un profundo resentimiento hacia el poder
y los que lo ejercen, el cual se vislumbra en el fantasma del “absten-
cionismo” que hoy tanto asusta a la democracia electoral.
Sin embargo, siguiendo con Weber y su definición de Estado
político como asociación de dominación, se deriva una cuestión
fundamental que aquí nos interesa recalcar y que se refiere a la
“acción de la asociación” de dominación, es decir, la manera o los
canales con los que la acción social, regulada y limitada dentro de la
asociación (Verband), se orienta hacia la participación del dominio.
En este sentido, la reducción vuelve a darse ahora en términos de una
identificación entre la acción de la asociación, tal como fue referida, y
el cuadro administrativo (burocracia) encargado del mantenimiento
de la fuerza legítima. Así, entonces, la participación del dominio es de
manera efectiva “el ejercicio de la dirección o la participación en la
acción del cuadro administrativo” (Weber, 1984: 39) que tiene como
consecuencia inmediata la disciplina que mantengan sus miembros
respecto del ordenamiento de dicha burocracia:

146
La reconfiguración de lo público

[l]a acción de la asociación consiste en: a) la conducta legítima del cuadro


administrativo mismo que, en méritos de los poderes de gobierno o de
representación, se dirige a la realización del orden de la misma; b) las conductas
de los partícipes en la asociación en cuanto dirigida por las ordenanzas de ese
cuadro administrativo [Weber, 1984: 39].

De esta manera, más adelante, en el texto de Economía y socie-


dad, Weber, aunque da cuenta de la existencia de otras asociaciones
menores que pretenden influir en la colectividad, establece que sólo
puede llamarse propiamente “acción de la asociación” la ejercida por
el cuadro administrativo mismo y, además, toda otra que, siendo
para la asociación, esté dirigida y plenamente planeada por el cuadro
administrativo” (Weber, 1984: 40). Por lo tanto, respecto de aquellos
clubs o partidos que se plantean influir en el Estado, “debe separarse
esta clase de acción social como “políticamente orientada” de la
auténtica acción política de la asociación” (Weber, 1984: 45), que es,
nuevamente, la acción de la burocracia y en concreto de aquellos que
detentan el poder en las colectividades. Aquí, entonces, Weber está
hablando de un tipo específico de dominación, es decir, “la domi-
nación legal con administración burocrática”, la cual, como hemos
visto, es lo que mantiene al Estado como institución política legítima.
Nos encontramos aquí ante un nuevo acotamiento de lo político,
esta vez en la forma de una vinculación absoluta que señala a la
burocracia como “única forma posible de racionalización inherente a
las instituciones democráticas contemporáneas” (Heller y Fehér,
1985: 132). En este sentido, la burocracia y su racionalidad instru-
mental (relación fines-medios) se presentan en el marco del Estado
como único escenario posible de manifestación de lo político, lo cual
contrasta radicalmente con la postura que aquí se ha manejado y que
pone énfasis en lo complejo e intrincado de los circuitos políticos en
las colectividades contemporáneas que, sin excluir al Estado, encuen-
tra su horizonte comprensivo más allá de él / junto con él.
Retomando la perspectiva de la presente investigación, hemos de
señalar como “lo propio” aquella capacidad inherente a toda colec-
tividad de hacerse cargo de su propia condición. La necesidad y la
voluntad de organizar las condiciones de coexistencia, de disponer
de los recursos materiales para la vida organizada es aquí la mi-
sión de lo político. En este sentido, podemos decir que “lo político” se
puede considerar como un reforzamiento de “lo común” en términos

147
La reconfiguración de lo público

de potencia, es decir, si en lo común dominan las comunicaciones, en


lo propio domina la decisión sobre ellas (Olvera, 2001: 32). La
colectividad señala como propio aquello acerca de lo que se decide
como colectividad. Y es, pues, la “decisión”, es decir, la potencia de la
colectividad (o multitud, para Spinoza y Negri), expresada como
mandato, parte esencial en este grupo semántico que se ha denomi-
nado como “propio”.
La problemática de la “decisión” es aquí la de solventar a la vez
eficacia y legitimidad en el mandato, pues si bien en diferentes
teorías y perspectivas se corre el riesgo de caer en un pluralismo
exacerbado, que termina por diluir la capacidad de decisión de la
colectividad, tal como lo veía Schmitt,33 representada materialmente
en el Estado y sus instituciones, muchas otras excluyen de antemano
que la “decisión” no sólo es ejecución (mandato puesto en marcha),
sino que implica un proceso que define los contenidos pertinentes
(legítimos) de dicho mandato, sin los cuales tampoco contará con
dicha eficacia de aplicación pues no serán reconocidos como propios
por la colectividad de la que emanan en forma de potencia.
La intención aquí es, como se había adelantado en el desarrollo
conceptual de “lo político”, no una negación o refutación del Estado
en términos de una teoría secular de la sociedad civil, sino señalar ese
espacio que por ahora permanece en la penumbra del conocimiento
político y que relaciona y vincula ciertos espacios en nuestras colec-
tividades contemporáneas que escapan a una reducción de la “deci-
sión” a la relación entre gobernantes y gobernados, que ponen así
énfasis exclusivo en la acción de la élite, como si este grupo selecto se
definiera autónomamente y sus intereses estuvieran de facto vin-
culados con el conjunto social, cuando, de otra manera, dicha élite
sólo se entiende como sector especializado en referencia con el resto
del conjunto colectivo y, como tal, su vinculación está mediada por

33
“Su pluralismo (G. D. H. Cole y Harold J. Laski) consiste en negar la unidad soberana del Estado, esto es, la
unidad política y poner una y otra vez en relieve que cada individuo desarrolla su vida en el marco de
numerosas vinculaciones y asociaciones sociales [...] que lo determinan en cada caso con intensidad variable
y lo vinculan a una pluralidad de ‘oblaciones y lealtades’, sin que quepa decir de alguna de estas asociaciones
que es la incondicionalmente decisiva soberana.” (Schmitt, 1991: 71.) “Una teoría pluralista es, o la teoría de
un Estado que alcanza su unidad en virtud de un federalismo de relaciones sociales, o bien simplemente una
teoría de la disolución o refutación del Estado…” (Schmitt, 1991: 73.) “El Estado se transforma simplemente
en una asociación en competencia con otras; viene a ser una sociedad junto a y entre otras, que se desen-
vuelven dentro y fuera del Estado.” (Schmitt, 1991: 73.)

148
La reconfiguración de lo público

diversos mecanismos, procesos e instituciones que pueden o no


encontrarse dentro del ámbito estatal-gubernamental.
Lo que sí es claro, en palabras de Julien Freund, y respondiendo a
esta falta de claridad a la hora de tratar de abrir el campo de decisión
a otros espacios fuera del Estado, es que “la potencia puede ser mala,
pero la impotencia es aún peor” (Molina, 2000: 86). Es decir, el
conjunto social necesita las estructuras adecuadas para tener la po-
tencia necesaria para asumir sus problemas comunes, pues éste es,
precisamente, un factor vital para que se considere una colectividad
como tal.
Por último, cabe precisar aquí que “lo común” y “lo propio” no
siempre coinciden, ya que, como hemos visto, mientras que “lo
común” se define por este espacio de interrelaciones donde las
consecuencias de las relaciones recíprocas son compartidas por
múltiples terceros, esto no implica necesariamente el control y la
capacidad de acción ante dichas consecuencias. Por el contrario, a
menudo se establecen tensiones (conflicto) entre “lo común” y “lo
propio” que van transformando el orden social. En este caso, por
ejemplo, se podría caracterizar al movimiento democrático como un
proceso por el cual se busca hacer coincidir dichos aspectos de lo
político, es decir, que en todo aquello que sea de interés común se
tenga la posibilidad, asegurada institucionalmente, de participar en
los asuntos públicos y en la facultad reconocida al ciudadano de
colaborar en la decisión democrática.
Así pues, los criterios aquí detallados pretenden forjarnos un
panorama amplio de “lo político” como socialidad específica que
logre centrar en el fondo de la ciencia que le atañe, es decir, en su
objeto de estudio, una conceptualización de “lo político” en las
colectividades que le permita reajustarse e interpretar fenómenos
que hoy, a la luz de una ciencia política que es incapaz de generar el
conocimiento comprensivo de nuestra realidad, que tanta falta hace,
permanecen ocultos. Y debido a esto podemos afirmar que la manera
en que actualmente se construye el conocimiento de lo político no
sólo no colabora a salir de la crisis actual, sino, por el contrario,
contribuye a la confusión al reproducir, a nivel epistémico, las
circunstancias de dicha crisis.

149
4. Conclusiones: legitimidad, representación
y hegemonía

4.1. Consideraciones finales

A lo largo de este trabajo hemos recorrido el sinuoso camino de


nuestra época, mismo que hemos caracterizado por la incertidumbre
generalizada y el cual nos lleva a pensar incluso en una crisis del
referente moderno de comprensión de la realidad. Se ha intentado
llevar a cabo, a través de las diferentes vías de acceso (y que han dado
lugar a cada uno de los tres capítulos que forman la investigación
aquí presentada), un estudio comprensivo de los tiempos actuales
que va de lo más general de la crisis, desde el estudio de la moder-
nidad, a su particular manifestación en la interpretación que de lo
político se había forjado en la modernidad y que hoy, ante nuevas
condiciones objetivas, se nos presenta como insuficiente para apre-
hender la complejidad de los fenómenos políticos contemporáneos.
Así, desde el capítulo primero, donde se abordan las dinámicas
generales que dan forma a la modernidad y que la constituyen como
referente hegemónico de comprensión de la realidad y que le con-
fieren también una apariencia de totalidad alcanzada —en cuanto es
capaz de extraer de sí misma los contenidos que le permiten explicar
la realidad, así como de renovarse constantemente en una continua
persecución entre lo que se sabe y lo nuevo emergente, que perma-
nece latente, pero sin conocer—; pasando por el capítulo dos, que
retoma uno de los aspectos que, desde la óptica de este trabajo, es
más significativo de la actual crisis, es decir, su dimensión episte-
mológica-cognitiva, la cual nos lleva a la consideración de la
necesidad de flexibilizar las herramientas y aparatos conceptuales
que nos permiten conocer, interpretar y por fin actuar en concor-
dancia con nuestros tiempos; hasta, finalmente, un estudio de la

151
Legitimidad, representación y hegemonía

conceptualización que de lo político se ha venido construyendo en la


modernidad y que, como se ha dicho, se enfrenta con nuevos fenó-
menos que terminan por poner en entre dicho muchos de los con-
ceptos fundamentales del estudio de lo político, y que por lo tanto
deriva, como ya se había anunciado en el capítulo anterior, en una
reconsideración acerca de la definición del objeto de estudio de la
ciencia política, ante las sospechas previamente fundamentadas de
que muchos de estos fenómenos, lejos de ser residuales o contin-
gentes forman parte sustantiva de lo político. Así, estos tres capítulos
se van entrelazando y van precisando sus consideraciones dentro de
un plano cada vez más específico de la actual crisis, para por fin hacer
una clarificación del objeto de estudio de la ciencia política en
términos de tres criterios semánticos que se proponen como perti-
nentes para identificar lo político en las colectividades humanas. De
esta manera, “lo común”, “lo propio” y el “conflicto” pondrán en
juego distintas y hasta antagónicas nociones —o conceptos— que con
frecuencia han estado dispersas en el estudio de los fenómenos
políticos.
La reconfiguración de lo público, que tiene como detonante
estructural las posibilidades inexploradas que los regímenes demo-
cráticos permiten, replantea la forma en que se configura la relación
entre Estado, economía y sociedad, lo cual a su vez tiene una impor-
tantísima repercusión en la interpretación y conceptualización de lo
político. De esta manera, decimos, una ciencia política que nace en
un contexto eminentemente Estado-céntrico (Wallerstein, 1996),
entra en tensión con un espacio público que ya no es equiparable con
lo estatal/gubernamental, y ya que lo público es siempre el lugar
exclusivo del surgimiento de lo político, en esta nueva configuración
provoca también un problema de ubicuidad de la política y lo político
(Sartori, 2002), donde los fenómenos políticos ya no obedecen, como
en la época más fructífera de la modernidad, a una clara y recíproca
exclusión de lo político y lo social, como dos campos autónomos de la
realidad de los sujetos, sino, por el contrario, dichos fenómenos
políticos se establecen en aquellos cruces o intersecciones que surgen
de la necesaria complementariedad de estos planos estructurales y,
por lo tanto, nos llevan a una reconceptualización de lo político, que,
desde la perspectiva de este trabajo, se resuelve en la consideración
de lo político como un modelo específico de socialidad centrado en la

152
Legitimidad, representación y hegemonía

capacidad que tiene el sujeto de construir el tejido social que los


define como miembros de una misma colectividad (lo común), de
decidir el rumbo de dichas colectividades (lo propio) y de manejar el
conflicto, como parte positiva de la creación de orden social
(Serrano).
De esta manera se deja formular una racionalidad de lo político
que confiere a su objeto de estudio, así como a su actividad funda-
mental en forma de política, un sentido de construcción y reorde-
nación de orden social, que efectivamente rompe con la ciencia
política tradicional, focalizada en los conceptos de Estado y poder y
que, sin romper con el Estado como una herramienta fundamental
en la transformación y dirección de nuestras sociedades, desdo-
blando de alguna manera nuestra noción de lo político, ahora abarca
los complejos circuitos que van del Estado a la sociedad y, viceversa,
de la sociedad al Estado.
Otra aportación que este trabajo pretende hacer consiste, en el
sentido de lo anteriormente dicho, en utilizar una lógica de carácter
dialógico, entendida como la vinculación necesaria entre los anta-
gónicos y opuestos y que, a diferencia de las dialécticas modernistas,
no se concluye en la supresión de los opuestos en una síntesis
superior, ni tampoco en la subordinación de uno de los dos términos
al otro considerado como hegemónico o fuerte (Morin). Por el con-
trario, la dialógica, que aquí es empleada como un método que
relaciona los campos estructurales denominados social y político
(que en la realidad concreta se nos presentan unidos e indiferen-
ciados), es concebida como pura interrelación, donde los conceptos a
tratar entran en una necesaria dependencia uno del otro, contra-
yendo una dinámica retroalimentativa-comunicativa, que ante las
nuevas condiciones de complejidad e incertidumbre nos resulta
pertinente para el análisis del hecho social. Otra de las cuestiones en
las que se percibe esta metodología dialógica es en la necesidad de
establecer puentes y conexiones, no azarosos, entre conceptos, pos-
turas e incluso autores que en primera instancia parecen contrarios u
opuestos, pero que, sin embargo, en el descubrimiento de elementos
comunes, así como en la explicitación de sus diferencias, nos per-
miten abarcar un espectro mucho más amplio y profundo de la reali-
dad que se quiere conocer.

153
Legitimidad, representación y hegemonía

4.2. El impacto de la transformación de lo político

A lo largo del esfuerzo que este trabajo realiza respecto de la nece-


sidad de flexibilizar los instrumentos conceptuales que tenemos para
aprehender los fenómenos políticos —que, como se ha venido reite-
rando, se ven puestos en entredicho por nuevos fenómenos y condi-
ciones—, se presenta una relación que se torna evidente y que para
este trabajo es fundamental y es la que se da en la configuración entre
la manera en que se genera, se organiza y se dispone el conocimiento;
en otras palabras, la relación entre conocimiento y realidad, relación
que así mismo se da en más de un sentido.
Se parte entonces de una premisa básica: que el mundo es sólo
mundo cognoscible, mundo conocido o por conocer que se nos hace
accesible a través de diversos medios (religión, filosofía, arte,
ciencia) y que la calidad de estos medios está definida por la capa-
cidad de éstos de generar una versión del mundo que nos permita
interactuar de mejor manera con nuestro entorno individual, colec-
tivo, humano, natural. El conocimiento, en general, ahí en sus más
diversas formas, en sus más increíbles manifestaciones, es el instru-
mento fundamental con el cual esta especie cuenta para mediar su
relación con el exterior. El tipo de conocimiento que se tenga deter-
minará el tipo de relación que tengamos con eso que llamamos
realidad.
De esta inquietud se deriva una preocupación en forma de
advertencia y que hace de la ciencia política el sujeto de su reflexión.
¿Qué tan pertinente resulta la actual manera en que se genera, se
organiza y se dispone el conocimiento político?, y en este sentido, y
debido a la gran responsabilidad que tiene la política como actividad
de construcción colectiva, ¿qué tanto el conocimiento actual de lo
político nos permite interactuar con un entorno siempre cambiante y
complejo? Pues lo que está en juego no es otra cosa que la cordura
epistemológica, es decir, el contacto de la ciencia social con su objeto
de estudio, en este caso, lo político.
De esta manera y persiguiendo estos objetivos, una nueva ubica-
ción de los fenómenos políticos que ya no se corresponde con su
materialización en el Estado nos llevará a una reflexibilización del
entramado conceptual (la redefinición de lo que se entiende por lo
político en este caso), que generará no sólo nuevas y más adecuadas

154
Legitimidad, representación y hegemonía

interpretaciones de lo real, sino también nuevas prácticas y modelos


de acción. Para cambiar la realidad, para prestarnos a esa penosa y
muchas veces mal recibida tarea de transformar el mundo en el que
vivimos, es necesario primero cambiar la manera en que la compren-
demos, nuevas comprensiones darán pie a nuevas estrategias y las
acciones realizadas en este sentido darán luz sobre nuevas dimen-
siones del conocimiento humano.
Por otro lado, pero en esa misma línea, una reinterpretación de lo
político en base a nuevas condiciones nos lleva necesariamente a
replantear casi todos los conceptos que alguna vez sirvieron para la
comprensión de esta importante dimensión humana. La tarea es
ardua y por lo tanto gradual, pero la verdadera apuesta del presente
trabajo se pone en una hipótesis aventurada: que estamos en la
cornisa del cambio, lo cual sin embargo no implica nada más que el
reconocimiento de las condiciones para que se dé una transforma-
ción sustancial en las sociedades contemporáneas, ya sea para un
lado o para el otro.
En este sentido delinearemos algunas consideraciones que se
desprenden del presente trabajo y que, con fortuna, en algún otro
momento se puedan desarrollar a plenitud y que harán referencia a
tres conceptos fundamentales: legitimidad, representación y hege-
monía.

4.2.1. Legitimidad

Hemos asistido paulatinamente a un fenómeno paralelo que implica


tanto una revaloración del concepto de “legitimidad” —insertado
sobre todo en el enclave democrático y que plantea un modelo
específico de relación entre el Estado y su ciudadanía impactando
directamente en dicho término—, como, en lo práctico, el surgi-
miento de nuevas maneras en las que esta noción de legitimidad es
llevada a cabo, es decir, cómo este concepto es transformado por
nuevas prácticas que vienen a ser caracterizadas por el abandono del
referente Estado-céntrico.
El concepto de “legitimidad”, como en otro espacio de este trabajo
se ha dicho, ha pasado de ser una noción sociológica contingente
(Duverger), fincada sobre todo en las creencias que la población tenía

155
Legitimidad, representación y hegemonía

respecto de lo que debía ser o hacer el poder político, a un concepto


pilar de la ciencia política y criterio fundamental a la hora de
entender los fenómenos políticos. En este sentido, la legitimidad es
una especie de “concepto vínculo” cuya importancia está dada en
cuanto es capaz de enlazar, de establecer una comunicación entre dos
o más ámbitos estructurales del quehacer humano. Para quienes ven
en el constante distanciamiento entre las élites gobernantes y los
ciudadanos un signo de la crisis actual, encuentran en el concepto de
legitimidad una posibilidad de vincular nuevamente a estos actores y
evitar la ruptura.
Decíamos entonces que más allá de ser un concepto relacionado
con las distintas creencias que se tienen respecto del poder político,
actualmente dicha noción se ha convertido en un bien público
fundamental que ya no sólo es producido por la acción guberna-
mental a través de la burocracia, y que incluso ya no es exclusi-
vamente un medio para la estrategia política sino que se transforma
en un fin en sí mismo para los distintos ámbitos gubernamentales, en
un requisito para su supervivencia, que incluso se extiende al ámbito
social, en especial en lo que se refiere a movimientos sociales.
Sin embargo, la legitimidad, como todo “concepto vínculo”, está
incubada en un tipo específico de relación, lo cual equivale a decir
que las actuales transformaciones en la relación entre Estado y
sociedad, y que han sido aquí tema central, tienen una consecuencia
directa en dicho término. De esta manera, y como lo menciona
Alberto Olvera, “la ampliación del concepto de política a través de la
participación ciudadana y de la deliberación en los espacios pú-
blicos” (Olvera, 2006), nos deberá llevar a pensar en un concepto de
“legitimidad” más amplio y relacional, cuya construcción se deja ver
como inminentemente comunicativa. La legitimidad, pues, ante esta
ampliación de la política, se construirá ahí en el claroscuro tejido
social e institución política.
Volvamos al caso dado de Freund y su presupuesto mando/
obediencia (capítulo 3), donde fácilmente podemos insertar el con-
cepto de legitimidad como una relación entre las partes. Mientras
para el sociólogo francés la obediencia era casi un producto de facto
derivado de la necesidad de orden y jerarquía en las distintas colec-
tividades, hemos visto, y la experiencia así nos lo ha hecho saber, que
la obediencia se torna a menudo obediencia condicionada a ciertos

156
Legitimidad, representación y hegemonía

parámetros y criterios, a ciertos procedimientos y expectativas;


hemos visto, así mismo, cómo la desobediencia es capaz de generar
un cambio en la manera en que el mando es ejercido y que esta
posibilidad de desobediencia se mueve entre lo legítimo y lo ilegí-
timo. Posibilidad que se ve catalizada con el enclave democrático,
como bien lo afirma Agnes Heller al presentar al Estado fuerte no
como un Estado represor de la inconformidad de la que él mismo es
parte, sino como aquel que permite la expresión de la inconformidad
y la aprovecha para modificar su acción, para transformar precisa-
mente los criterios de legitimación que hasta el momento se venían
efectuando.
Por otro lado, la noción de legitimidad no es una receta mágica
que por sí sola vaya a llenar este espacio que se ha venido agrandando
entre el Estado y su ciudadanía; por el contrario, la legitimidad (que
como todo concepto vigente es capaz de generar polémica) se
presenta problemática pues se enfrenta con condiciones y conside-
raciones nuevas y diferentes que todavía tiene que asumir para su
revalorización. De esta manera, se identifican dos grandes direc-
ciones en este camino: por un lado, la legitimidad conceptualizada
como reflejo de la unidad o identidad colectiva tiene que ser repen-
sada en términos de una gran multiplicidad de intereses y actores
sociales, a veces, con fortuna, antagonistas y en otras simplemente
incompatibles; y, por el otro, que dicha legitimidad ha estado fun-
dada, como bien lo afirma Jean-Marc Coicaud, en la “justificación de
la diferenciación política”, en la división entre representantes y
representados, noción ésta de “representación” que merece ser revi-
sada ante las nuevas condiciones emergentes.
De esta manera, para J. M. Coicaud, “la función política de coor-
dinación y dirección de la sociedad es legítima tan solo cuando
expresa su identidad” (Coicaud, 2000: 28), lo cual estaría muy en
concordancia con lo establecido aquí en cuanto a la construcción de
lo común (donde una parte integrante de esto es la identidad) como
un criterio determinante de lo político, pero que sin embargo no hay
que dejar de matizar a través del conflicto inherente a las colecti-
vidades actuales, en las que la identidad no se presenta ya como un
máximo a alcanzar a través de la completa integración social armo-
niosa, sino como un mínimo a descubrir que enlace y permita, a la vez
que conservar la pluralidad y la diferencia, establecer los canales de

157
Legitimidad, representación y hegemonía

comunicación entre partes tan divergentes y así poder actuar como


un todo diferenciado, como una unidad compleja de claro talante
dialógico. Así, en palabras de J. M. Coicaud, vemos cómo se refleja
esta tensión:

[e]n otros términos, la legitimidad tiene la función de responder a la necesidad


de integración social que caracteriza a la identidad de una sociedad. Se trata de
mostrar cómo y por qué las instituciones, existentes o propuestas, poseen la
capacidad de organizar el poder político de modo tal que los valores constitutivos
de la identidad social estructuren efectivamente la realidad [Coicaud, 2000: 29].

Sin embargo, esta consideración es apenas el inicio de los


problemas pues inmediatamente surge la pregunta acerca de cuáles
son estos valores y sobre todo si estos valores representan a la
totalidad de la población en un contexto de colectividades mega
diversas. Y aquí volvemos a la necesidad de, una vez que ha caído en
referente conceptual centrado en el Estado como único escenario
político válido, revisar a través de estas consideraciones los
conceptos por los que se ha intentado explicar lo político y lo
verificaremos en un ejemplo muy cercano. La construcción y
consolidación del Estado mexicano, como producto del fin de la
Revolución mexicana y de la institucionalización de los valores
sociales que reflejaban, dio como resultado un Estado rector
centralizado y altamente interventor (mediante corporaciones). Las
instituciones de dicho Estado reflejaban de manera bastante eficaz
los valores de una determinada identidad colectiva, pero esto no era
precisamente porque tenían un conocimiento muy perspicaz de
aquella ciudadanía, por el contrario, era porque dicho Estado
contaba con la burocracia, los enclaves y las negociaciones necesarios
para promover dichos valores; era un Estado, pues, capaz de generar
por sí mismo, a través de sus múltiples instituciones y corporaciones,
los valores que decía representar y que los representados asumían
desde la educación primaria en su incorporación a los sindicatos
satélites del partido oficial, hasta su ocasional afiliación al partido.
Veamos que aquí el concepto de “legitimidad” era un subproducto de
la hemegonía casi total del Estado desarrollista o interventor; el
apego de las instituciones, como lo expone Coicaud, efectivamente
estaba en concordancia con la identidad colectiva y los valores de ella

158
Legitimidad, representación y hegemonía

derivada, pero dicha identidad y dichos valores estaban dirigidos y


determinados por la burocracia del Estado. La situación, bien que
mal, se mantiene, sin embargo, ante un cambio en la configuración
de la relación entre Estado, economía y sociedad, que termina por
(semi) desmantelar aquel Estado centralizado, la cuestión de la
vinculación entre las instituciones políticas y la identidad colectiva y
los valores empieza a ser confusa. El corporativismo poco a poco da
paso a la disgregación y fragmentación social y el fin de la burocracia,
a la vez producto y productor de complejidad, deja abierto el camino
de la diversificación social, rompiendo el espacio-tiempo nacional
(De Sousa, 2005) y abriéndose a la influencia de nuevos factores que
escapan a la frontera del Estado centralizado.
De esta manera, la problemática abierta por J. M. Coicaud
adquiere un nuevo sentido en cuanto a la búsqueda de “cómo se
establece una relación política justa, es decir, cómo las instituciones
políticas expresan y garantizan los valores constitutivos de la
identidad social” (Coicaud, 2000: 41), pues pareciera deducirse de
las consideraciones apenas bosquejadas aquí, que lejos de que las
instituciones políticas basaran su legitimidad en su identificación
con ciertos valores, lo que tendrían que hacer, ante la dificultad en
apariencia insorteable de la complejidad y diversidad de valores
coexistentes en la sociedad, es diferenciarse o poner distancia ante
éstos y no asumir una posición de selección y descarte, sino, por el
contrario, de darles, mediante el cauce institucional, los canales y
mecanismos para que estos valores, muchas veces disgregados en
pequeñas islas sociales, entraran en una dinámica social integradora,
que además se ve favorecida por el ya mencionado enclave demo-
crático. Es en este sentido que las instituciones políticas ya no
aspiran a su identificación con máximos identitarios, sino a la cons-
trucción plural de un mínimo de condiciones que permitan a esta
multiplicidad de valores coexistir, dialogar, generar alternativas,
señalar disensos e incompatibilidades, en pocas palabras, entrar al
juego democrático.
Por último, está la cuestión del tipo de relación política en la que
había estado fundada la noción de legitimidad, es decir, aquella
consideración que establece que “para que sea legítima la diferen-
ciación política, los gobernantes deben poder alcanzar el nivel de
representación de la comunidad” (Coicaud, 2000: 41). Si, como

159
Legitimidad, representación y hegemonía

intentaremos mostrar enseguida, hay un cambio sustancial en las


nuevas relaciones políticas que se establecen como consecuencia de
esta ampliación del espacio público, y si en estos cambios resulta que
la crisis de la representación que muestran los sistemas políticos
contemporáneos es en realidad el inicio de un nuevo tipo de relación
política entre Estado y ciudadano, esto no sería poca cosa desde el
punto de vista de lo que entendemos como legitimidad. De esta
manera, si la legitimidad era entendida, como apunta Coicaud, como
la justificación de la diferenciación política con base en la represen-
tación, al modificarse dicho concepto se deberá buscar qué nueva
relación política resulta legítima ante estas nuevas condiciones.
Cabe decir, antes de entrar de lleno en el análisis de la repre-
sentación, que una posible pista ante esta problemática a la que el
concepto de “legitimidad” se enfrenta, está en la estrategia pro-
puesta anteriormente para el caso de los valores y su relación con las
instituciones sociales, es decir, que ante la incapacidad de un con-
cepto de imponerse como pertinente en la comprensión de la reali-
dad en un periodo de crisis posiblemente venga un periodo de desuso
y es que, si como se ha venido manejando, la sociedad civil se pre-
senta como un conglomerado de relaciones estables, constructoras
de tejido enlazador —y, en este sentido, los distintos grupos que la
conforman son capaces de mediar entre su realidad y otros actores
sociales y políticos, entre ellos el Estado—, la noción de repre-
sentación queda por completo rebasada, pues se caería en cuenta de
que la sociedad tiene la posibilidad —misma que tendría que ser
asegurada institucionalmente— de representarse a ella sola y que
todo intento de representarla sería tomado como un atrevimiento
político y, por lo tanto, de dudosa legitimidad al menos. Por lo que, no
obstante, se deja la pregunta abierta, ¿qué tipo de relación política
emerge ante los cambios estructurales que se han venido expe-
rimentando?

4.2.2. Representación

El término representación, que conforme la modernidad va entrando


en años, se va modificando y precisando a la luz de nuevas trans-
formaciones, se encuentra hoy también en crisis. En casi todo país

160
Legitimidad, representación y hegemonía

occidental se habla de una crisis de la representación, relación


política que había determinado la constitución del Estado moderno y
legitimaba su poder sobre la sociedad. En este sentido se pueden
identificar algunas problemáticas respecto de este concepto. En
primer lugar, hemos asistido a un incremento sin precedentes de la
diversidad social, lo cual tiene un impacto deficitario en la repre-
sentación del producto y es responsable de la caída del referente
marxista de la lucha entre clases sociales. Por otro lado, los actuales
alcances de la democracia en la esfera no estatal, implican o, al
menos, irán implicando, una transformación en el sentido y medida
de lo que se entiende como representación y con ello van a modi-
ficarse sustancialmente los objetivos y funciones del Estado, tema
que nos lleva directamente a la llamada reforma del Estado.
Respecto del primer fenómeno, la distinción entre clases sociales
basada en la versión marxista del hecho social, ha venido a perder la
gran eficacia y convencimiento que tenía para organizar y movilizar
políticamente a la sociedad, causa y consecuencia a la vez de la
incorporación de una gran cantidad de grupos y movimientos
sociales que desafían dicha distinción y que tienen el efecto
(democrático) de aumentar exponencialmente el número de voces y
causas en el escenario democrático. Esta pérdida de eficacia de la
lucha de clases en cuanto a movilización y organización de las
demandas y luchas sociales ha trastocado también todo el engranaje
político que se había construido con base en estas consideraciones;
hoy, incluso, hay quienes abogan por la súbita desaparición de la
1
distinción entre izquierda y derecha, pues aquellos partidos que se
ensalzaban como máxima (y única) representación de la clase
proletaria han adoptado, cuando menos, posiciones difusas en lo que
había venido siendo el programa político de izquierda, cuando no lo
han abandonado de manera evidente. Cabe afirmar, que ante la caída
del mundo socialista al final de la década de los ochenta, el referente o

1
Cabe decir aquí, desde este particular punto de vista, que a lo mejor una pista sobre el paradero de esta
distinción entre izquierda y derecha es que ésta sólo se vuelva obsoleta en el marco de la democracia
organizada por partidos, es decir, en el ámbito electoral; precisamente es por la imposibildiad de los partidos
tanto de derecha como de izquierda de llevar a cabo su función de representación que dicha distinción se ve
comprometida. Sin embargo desde esta óptica sólo asistimos a un cambio de ubicación en esta distinción,
pues nos permite todavía trazar un espectro identitario en donde se puedan adscribir los más distintos
movimientos sociales y ciudadanos.

161
Legitimidad, representación y hegemonía

imaginario de la izquierda queda en una especie de limbo (Mouffe,


1999), pues todo el engranaje ideológico/conceptual en el que se basó
se encuentra de frente ante el fin del mundo bipolar, con la conquista
mundial de la democracia y la reorganización internacional en
manos del capital y del poder hegemónico. Ante este contexto, los
distintos partidos laborales, comunistas y socialistas, pierden el
referente cognoscitivo hacia el cual consagrar su programa político,
se quedan pues, sin la versión del mundo que les proporcionaba el
marxismo clásico y que les significaba un campo concreto de acción
política. Así, los distintos partidos de izquierda se muestran inca-
paces de identificar a su población objetivo que se empieza a diversi-
ficar y a hacer compleja y exacerba la ya tardía crisis de la represen-
tación, pues da la impresión de que sin su enclave social, los partidos
políticos de masas pierden su carácter afiliatorio y por lo tanto se
desvirtúa el contacto con los representados y, más bien, empiezan a
generar su propio programa basado en el pragmatismo del juego
electoral.
En este sentido, la pérdida de la organización y movilización de la
lucha de clases da paso al surgimiento de nuevas formas de organi-
zación que en la noción de ciudadanía encuentran su denominador
común. Así, a partir de ahora, la ciudadanía política y no sólo
jurídica, es decir, no sólo la protección del ámbito privado del
ciudadano de la intervención del Estado, sino también en lo que se
refiere a la credencial de intervención en el espacio público que la
ciudadanía da a la totalidad de miembros de una colectividad,
sustituye a la clásica distinción entre luchas sociales; sin embargo,
dicha ciudadanía es, en primera instancia, puramente formalista, es
decir, no implica la adherencia a ningún proyecto político en espe-
cífico, lo cual trastoca de forma definitiva la problemática de la
representación pues no están ya claros, ni son ya permanentes ni
identificables por el hecho de contar o no con acceso a los medios de
producción, los intereses de dicha ciudadanía, lo cual lleva, como se
ha dicho, a incrementar exponencialmente las voces y causas que se
dirigen a los distintos partidos políticos. En otras palabras, la ciuda-
danía si bien permite, tal como lo hacía la lucha de clases sociales (a lo
mejor sin tanta eficacia), la movilización social en torno a ciertos
objetivos, ésta se nos presenta como poco eficaz a la hora de orga-
nizar la naturaleza y el sentido de dichos objetivos, por lo tanto hace

162
Legitimidad, representación y hegemonía

difícil canalizar dichas demandas a los partidos representativos. De


esta manera, se puede verificar empíricamente la diversidad de
demandas sociales que existen en la actualidad —de carácter incluso
segmentarias y ya no incluyentes— y que es correlativa a un déficit en
la representación de estos intereses por parte de los partidos
políticos.
Siguiendo esta argumentación, pasemos ahora al segundo rasgo
que queremos identificar, ya que tiene consecuencias radicales para
el término de representación y tiene que ver con la democratización
de la esfera no estatal, englobada actualmente bajo el término
sociedad civil. En este orden de ideas, retomemos la postura que
define el proceso de desmantelamiento del Estado centralizado con
un proceso de progresiva diferenciación entre Estado y sociedad
civil, que tiene como consecuencia también el surgimiento de nuevos
actores y escenarios de lo político que viene (o vendrá) a modificar,
sustancialmente, la actividad del Estado edificado bajo la relación
política de la representación.
De esta manera, la multiplicidad de voces y recursos a la que
hemos asistido viene acompañada también, como ya se ha visto, de
un desdoblamiento del campo de lo político que tiende a abarcar dos
ámbitos estructurales diferenciados, a saber, Estado y sociedad civil;
en este sentido no sólo hay más actores en el espacio público, sino que
este espacio donde ahora interactúan llevando sus más diversos
intereses es radicalmente nuevo, y en él los términos y nociones que
nos ayudan a comprender lo político “pasan a ejercerse en red dentro
de un ámbito político mucho más amplio y conflictivo donde los
bienes públicos hasta ahora producidos por el Estado (legitimidad,
bienestar económico y social, seguridad e identidad cultural) son
objeto de luchas y negociaciones permanentes que el Estado
coordina desde distintos niveles de superordenamiento” (De Sousa,
2005: 366).
Para Bonaventura de Sousa Santos la nueva configuración del
espacio público, donde el Estado es un actor importante pero no el
único y tal vez no el hegemónico —como se podrá deducir en el último
apartado de este trabajo—, implica un cambio sustancial en la
actividad del Estado, pues éste no podrá ya emerger como el portador
de una verdad nacional, de un determinada versión o composición de
los intereses sociales, a veces denominado “interés general”, pues no

163
Legitimidad, representación y hegemonía

cuenta ya ni con la estructura necesaria, ni con las condiciones


sociales pertinentes (mayor diversificación y complejidad), por el
contrario y en acuerdo con De Sousa, las funciones del Estado
pasarán a ser más de coordinación y vinculación que de imposición
de un modelo específico de sociedad; en este sentido, la función del
Estado deberá “tratar sobre todo con intereses divergentes y hasta
contradictorios” (De Sousa, 2005: 366) que un enclave democrático
por definición produce, lo cual inminentemente afecta la noción de
representación, pues en un espacio público en el que el Estado
convive con intereses y organizaciones no estatales y cuyas actua-
ciones coordina, la acción política “no puede quedar confinada
dentro de una democracia representativa concebida para la acción
política en el marco del Estado” (De Sousa, 2005: 366). Y no estamos
hablando aquí de cosas menores, pues es esta noción de repre-
sentación la que ha marcado la relación política fundamental que ha
dado lugar al Estado moderno.
De esta manera y de acuerdo también con De Sousa retomamos el
planteamiento que cerraba el apartado anterior: si se habla entonces
de una sociedad civil suficientemente estable, donde además y
debido a los cambios estructurales ocasionados por la ampliación de
la democracia se convierte en un escenario político válido en su
relación con un Estado que se transforma, en la que surgen diversos
actores políticos no estatales con capacidad de traducir, ahora en el
marco de la sociedad civil y ya no en la representación política llevada
a cabo por los partidos políticos, el interés particular y de grupo, en
demandas específicas de carácter general, en versiones o alternativas
en la definición del bien común, estamos hablando, tal vez, del fin de
la relación política basada en la representación a cambio de una que
postula al Estado como un centro imaginario pero estratégico en la
coordinación, gestión, vinculación y, finalmente, decisión consen-
sada sobre este espacio público.
Sin embargo, aquí vale hacer una precisión que nos concatenará
con el siguiente y último de los elementos en los que tiene conse-
cuencia este impacto de una redefinición de lo político en nuestras
colectividades, pues pareciera que nos estamos acercando a una
visión armónica de la sociedad civil, donde los distintos intereses
encuentran una equilibrada relación de coexistencia. Al contrario, se
reitera la perspectiva en la que, al ser señalada como un espacio

164
Legitimidad, representación y hegemonía

político, la sociedad civil es atravesada por una inminente relación de


conflicto. De esta manera, siguiendo a Alberto Olvera, no podemos
dejar de decir que:

…la sociedad civil no es una actor colectivo y homogéneo [...] es un conjunto


heterogéneo de múltiples actores sociales con frecuencia opuestos entre sí, que
actúan en diferentes espacios públicos y que por regla tienen sus propios canales
de articulación con los sistemas político y económico. Esto quiere decir que la
sociedad civil está entrecruzada por múltiples conflictos, que es en todo caso una
arena de arenas y no un territorio de convivencia pacífica y no conflictiva
[Olvera, Dagnino, Panfichi, 2006: 26].

Por lo tanto, al hablar de participación ciudadana no podemos


ignorar que ésta siempre es una participación diferenciada, en la que
se reproduce y se recrea el contexto social, cultural y político de
donde parte dicha participación y que, por sí misma, no es factor para
una convivencia más justa e igualitaria, sino, por el contrario, puede
exacerbar la desigualdad y consolidar los poderes fácticos que
dominan la sociedad civil y cuentan con mejores medios políticos
para imponer sus intereses y condiciones al resto de la población. Es
por ello que varios autores llevan a identificar a la sociedad civil como
la arena de arenas con alto índice de inferencia en las transfor-
maciones actuales del Estado, como el escenario de batalla entre
quienes quieren un Estado privativo a manera de una extensión de
sus influencias en la sociedad civil y quienes se empeñan en construir
y consolidar un espacio público de carácter democrático (De Sousa,
2005). De esta manera, y para concluir este camino, cerraremos con
una somera revisión del concepto de “hegemonía” que tiende, preci-
samente, a señalar este espacio de lucha en la que se ha convertido la
sociedad civil y su ámbito público.

4.2.3. Hegemonía

En este último apartado sería pertinente ampliar un poco las


consideraciones que conlleva definir a la sociedad civil como un
escenario de lo político, pues esto nos debe orientar hacia una
búsqueda de la forma que adoptan las nuevas estrategias políticas, y
los medios con los que se imponen, en este nuevo campo político. En

165
Legitimidad, representación y hegemonía

este sentido será fundacional la aportación realizada por Gramsci al


invertir el momento estructural y superestructural de la teoría
marxista.
El esquema de la relación entre Estado y sociedad que lleva a cabo
Antoni Gramsci representa una inversión que da luz a los nuevos
cambios en la relación entre estos dos términos que se venían ges-
tando desde tiempo atrás. Para Gramsci el concepto de la “sociedad
civil” es un término bisagra entre el momento estructural y el super-
estructural. Para dicho autor:

[s]e pueden establecer dos grandes niveles superestructurales; el que se puede


calificar de sociedad civil, o conjunto de organismos que habitualmente llama-
mos privados, y el de la sociedad política o Estado, que corresponden a la función
de hegemonía que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad, y al dominio
directo o de auto jurídico [Bobbio, 1976: 35].

En este sentido, el dominio para Gramsci comprende no sólo el


momento de la dirección política, esto es, de la coacción del Estado,
sino que además abarca la “dirección cultural”, que incluye no sólo al
partido o al Estado como portadora de la hegemonía, “sino a todas
las demás instituciones de la sociedad civil [...] que tienen algún nexo
con la elaboración y la difusión de la cultura” (Bobbio, 1976: 53). De
esta manera se ubica a la sociedad civil como un enclave estratégico
en la definición de la hegemonía en las colectividades contem-
poráneas, pues es ahí donde la coacción ejercida a través del derecho
por parte del Estado adquiere una nueva referencia en la dimensión
de la sociedad civil, esto es, el consenso.

La hegemonía es el momento de compenetración entre determinadas condi-


ciones objetivas y el dominio de hecho de un determinado grupo dirigente. Esta
compenetración se produce en la sociedad civil [Bobbio, 1976: 53].

De Gramsci y su modelo de la relación entre sociedad civil y


Estado se puede hablar mucho más, sin embargo, lo fundamental
aquí es que descubre el ámbito de la sociedad civil como una
extensión del dominio mediante coacción del Estado, instrumento
en poder de una clase dominante que es capaz de reproducir su
dominio culturalmente. En este sentido podemos afirmar que hoy,

166
Legitimidad, representación y hegemonía

más que nunca, la sociedad civil es el momento estructural del domi-


nio y el Estado un instrumento a su favor.
Si, como en los apartados anteriores, se ha hablado de este espacio
público formado por diversas y complejas redes de interacción, hay
que identificar que en esta complejidad de relaciones hay grupos e
intereses que, debido a esta condición política de la sociedad, pueden
valerse de diferentes medios de los tradicionalmente utilizados para
ejercer un dominio sobre las demás clases sociales.
Otro ejemplo de esta cuestión se nos da nuevamente con Bona-
ventura de Sousa Santos en su estudio sobre la crisis que se da en este
metarrelato que venía a reconstruir en la modernidad la relación
entre obligación y libertad política, es decir, el contrato social. Para
dicho autor, en las circunstancias presentes el actual contrato social
pasa a manera de subcontratación debido a las condiciones des-
iguales en las que se finca:

[p]or todas estas razones, la nueva contractualización no es, en cuanto con-


tractualización social, sino un falso contrato: la apariencia engañosa de un
compromiso basado de hecho en unas condiciones impuestas sin discusión a la
parte más débil, unas condiciones tan onerosas como ineludibles [De Sousa,
2005: 348].

Esto, una vez más, nos presenta nuevas problemáticas que se


dejarán aquí abiertas para otra ocasión, pues si se postula al Estado
como coordinador de los distintos intereses expresables en un
amplio espacio público democrático, ¿cuál es su responsabilidad
respecto de esta participación diferenciada en el espacio público que
puede reproducir y exacerbar las condiciones desiguales de las que
parte? Y en un contexto donde dominan el mercado y los intereses del
capital, y ante un Estado que se ha dado por bien servido respecto de
sus responsabilidades sociales, asistimos a un fenómeno que debe
formar parte fundamental del programa político de nuestros tiem-
pos. En este sentido, escuchamos nuevamente a De Sousa:

…el Estado pierde centralidad y el derecho oficial se desorganiza por un derecho


no oficial dictado por múltiples legisladores fácticos que, gracias a su poder
económico, acaban transformando lo fáctico en norma, disputándole al Estado el
monopolio de la violencia y del derecho [De Sousa, 2005: 345].

167
Legitimidad, representación y hegemonía

En fin, basta señalar aquí los retos del futuro, pues hoy en día el
ámbito que recae bajo el concepto de “sociedad civil” parece mucho
menos democrático que muchas de las instituciones políticas, sin
embargo, parece que el referente próximo será el intento de demo-
cratizar esos ámbitos que sirven como cotos de poder de ciertos
poderes establecidos.

Hasta aquí el trabajo, en esta primera parte. No puedo dejar de


agradecer a todos los que de una manera u otra han aportado a este
proyecto que me ha dado tantas satisfacciones y en el cual tengo
tantas esperanzas. Ellos y ellas saben quiénes son. A todos, gracias.

168
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172
Índice

Prólogo 7

1. La modernidad y su crisis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
1.1. La modernidad y su dinámica totalizadora . . . . . . . . . . . . . . . . 11
1.1.1. La modernidad como fuerza destructiva . . . . . . . . . . . . . . . 13
1.1.2. La modernidad como fuerza expansiva . . . . . . . . . . . . . . . . 18
1.1.3. Modernidad-posmodernidad. ¿Desde dentro o desde fuera?. . . . 23
a) Disolución del sujeto en términos de la propia subjetividad . . 26
b) Crisis y fragmentación de la historia . . . . . . . . . . . . . . . 29
c) El ocaso de la razón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32
d) Crisis de la generación, organización y disposición
del conocimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

2. La crisis epistemológica de la modernidad . . . . . . . . . . . . . . 39


2.1. Crisis como necesidad de autorreflexión de las ciencias sociales . . . . 39
2.1.1. La ubicación espacio-temporal del concepto crisis . . . . . . . . 41
2.1.2. Condiciones objetivas en la autorreflexión
de las ciencias sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
2.2. Fragmentación y necesidad de una dialógica
en las ciencias sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
2.2.1. El pensamiento moderno en oposición al mítico-mágico:
diferenciación de las esferas de conocimiento . . . . . . . . . . . 56
2.2.2. La ruptura entre ciencia y filosofía . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
2.3. El caso de la ciencia política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
2.4. Consideraciones finales. Modelo mínimo del trabajo . . . . . . . . . . . 88

173
Índice

3. La reconfiguración de lo público
y su consecuencia en lo político . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
3.1. Lo político en lo humano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
3.1.1. La exclusión recíproca de lo social y lo político . . . . . . . . . . . 96
3.1.2. La emergencia de lo social como espacio estable de relaciones . . 100
3.2. Desarrollo, límites y horizontes del concepto de “lo político”. . . . . . 104
3.2.1. La socialidad como movimiento dialógico . . . . . . . . . . . . . 115
3.2.2. Lo propiamente político . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
a) El conflicto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126
b) Lo común . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132
c) Lo propio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 140

4. Conclusiones: legitimidad, representación y hegemonía . . . . . 151


4.1. Consideraciones finales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
4.2. El impacto de la transformación de lo político . . . . . . . . . . . . . . 154
4.2.1. Legitimidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
4.2.2. Representación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160
4.2.3. Hegemonía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169

174
La reconfiguración de lo público y su consecuencia en lo político,
de Adrián Velázquez Ramírez,
se terminó de imprimir en septiembre de 2008
en los talleres de Artefacto Ediciones,
artefacto66@yahoo.com.
La edición consta de 80 ejemplares.

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