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DEL PINO EMIO COMILLAS IX PR CARLOS CASTILLA DEL PINO Nacié en 1922 en San Roque, Cadiz. T:aba- jO cinco afios en el Instituto Ramén y Cajal de Madrid y desde 1949 dirigié el Dispen- satio de Psiquiatria de Cordoba, ciudad en que también ¢jercié como catedratico de esta especialidad. Es uno de nuestros mas re- conocidos psiquiatras y entre su ingente obra cabe destacar los siguientes libros: La culpa (1968), Psicoundlisis y marxismo (1969), La incomunicacién (1970), Iniroduccién a la psi- quiatria (1979-1980), Estudios de psicopato- logia sexual (1984), Teoria de la alucinacion (1984) y EV delirio (1998), que obtuvo el Premio Jovellanos. Ha cultivado también el campo de la ficcién con obras como Una alacena tapiuda 0 Discurso de Onofre (An- danzas 377). Ademas de Pretérito imper- fecto, libro con el que gané el IX Premio Comillas de biografia, autobiografia y me- morias, Castilla del Pino es autor de Teorda de los sentimientos (Ensayo 45 y Fabula 183) y ha editado y coordinado el volumen compilatorio dedicado a EI odio (Ensayo 49). Libros de Carlos Castilla del Pino en Tusquets Editores ANDANZAS Pretérito imperfecto Discurso de Onofre ENSAYO Teoria de los sentimientos El odio FABULA Teoria de los sentimientos Pretérito imperfecto Carlos Castilla del Pino Pretérito imperfecto FABULA ELATORES 1.4 edicién en coleccién Andanzas: marzo 1997 4. edici6n en coleccién Andanzas: mayo 1997 1 edicion en Fabula: marzo 2003 © Carlos Castilla del Pino, 1997 Disefo de la coleccién: Pierluigi Cersi Tlustracién de la cubierta: Fotografia de Carlos Castilla del Pino adolescente (romada en 1938 por su colaborador E. Bermejo en el llamado Instituto de Biologia Animal, un pequefio laboratorio que el autor habfa habilitado en su casa), y fotografia, también de Carlos Castilla del Pino, realizada en 1996 por Miguel Angel Ledn. © Archivo del autor y © Miguel Angel Ledn, Sevilla, 1997, respectivamente Reservados todas los derechos de esta edicién para ‘Tusquets Editores, $.A. - Cesare Cantii, 8 - 08023 Barcelona wiew.tusquets-editores.es ISBN: 84-831 0-865-8 Depésito legal: B. 6.699-2003 Foinsa - Passatge Gaiola, 13-15 - 08013 Barcelona Fotocomposis Impresin y encuadernacién: GRAFOS, S.A. Arte sobre papel Sector C, Calle D, n.° 36, Zona Franca - 08040 Barcelona Impreso en Espanta Indice Una‘nota: prelimiiiar a 2siic3ode.udtenns ator daeme Manne ae Primera parte: Colon, 18 1. Un dia .. 173 281 428 oune parte: Cérdoba, la elegida Apéndices 1. Entrevista a Concepcidén Castillo 2. Entrevista a Antonio Pacheco 3. Los fallecidos con motivo de la guerra civil 4. Bandos y escritos de la época 461 481 51L 517 526 533 539 A Elena le falté tiempo para leer estas paginas In memoriam Una nota preliminar ‘La realidad, convénzase, es un invento. ‘Un invento? éDe quién? —tDe quién va a ser? Del sujeto. —Pero, entonces, équé me dice de la me- moria? —iHombre!, ahi si que no hay duda: la memoria es reinyencidn. Maximo Temple, Diario No me he sumergido en mi memoria; he traido los recuerdos a mi, es decir, al Yo de este momento, el que ahora me siento ser, como si fuera posible decir «he sido», como si no fuera el mismo que en otros momentos fui. El lenguaje no se ajusta a lo que realmente experimento, pues no dejo de reconocerme en cada secuencia de mi vida. No podria decir . Me destinaban un borrico joven y veloz con una pequefia montura inglesa, y asi iba, imaginandome que mon- taba un caballo de pura raza arabigoandaluza, detrds de mis primas Pilar y Berta que, ellas si, montaban a caballo, y los tres ibamos ha- cia Las Ureas atravesando Diente y, en diagonal, parte de La Aguza- dera. Los caballos y el burro bajaban, con su prudencia y seguridad habituales, el cortado que delimitaba el campo de la playa: con gran parsimonia, el animal enderezaba sus patas delanteras hasta apoyar en lugar firme la pezufia y, asegurada ya, daba el paso siguiente; y as{, poco a poco, hasta dar ese brinco final una vez alcanzado el Ilano. Eran kilémetros de playa solitaria. En el alto de aquel acanti- lado, desde el que se domina, a la derecha las Urcas y a la izquierda la playa siguiente, hay una antigua torre vigia de las que los arabes construyeron a lo largo de la costa. Mas alla, un deteriorado cuartel de carabineros, con los cuatro o seis nuimeros que mantenian la vi- gilancia de aquellos kilémetros de playa. Alguna vez bajaba una pa- reja y paseaba por la playa, casi siempre azotada por los vientos pro- cedentes del estrecho de Gibraltar. Mis primas, al llegar, dejaban a los caballos sueltos y yo hacia lo mismo con el burro, Tras unas piedras se ponian el traje de bafio; yo lo traia puesto bajo el panta- lén y los zahones. Nos metfamos en el agua con mucha cautela: en las Urcas hay dias en los que se puede penetrar cientos de metros en el mar sin que cl agua rebase las rodillas; otros, en cambio, no sélo cubre todo el cuerpo a un metro de Ia orilla, sino que el mar absorbe («chupa») de manera terrorifica y hay que renunciar al bafio. Si hay mucha resaca, la salida es dificil, a veces imposible, con cl riesgo de ahogarse alli mismo. Presencié en cierta ocasién como lo- gtaron rescatar a uno agarrado a una cuerda que le arrojaron desde la orilla, porque le era imposible salir por si mismo: una y otra vez, al alcanzar la orilla, parecia resbalar e irse de nuevo hacia dentro. Después del bafio regresdbamos por entre las palmeras silvestres y los matorrales bajo un sol aplastante. No se ofa mas que el zumbido de los insectos, el ritmico paso apresurado (por la querencia) de los caballos de mis primas y los pasitos, cortos pero vivaces, de mi borrico. Yo iba detras de ellas, tocado con un sombrero de segador, aquellos sombreros de ala ancha, de palma trenzada, que eran real- mente muy frescos, Cantaba una y otra vez, aludido con soma por 44 mis primas por mi pesadez, una cancién entonces en boga: «Anda, y que te ondulen con la permanent». Pero en el cortijo yo no paraba un momento. Antes de ir a las Ureas estaba, desde muy temprano, con el cabrero, el vaquero o el de Ja gafiania. Con el cabrero vi el estupendo espectaculo de parir las ca- bras. Las cabras se apartan y se ocultan para estar tranquilas durante este menester, pero si esta ya mediado no se mueven de donde estin, aunque haya alguien delante. Veia salir uno tras otro tres 0 cuatro— a los chivitos en sus bolsas, que la madre, a lengiietazos, rompia y se comia, dejando libre a la cria, al principio con las piernas flojas, pero enseguida giles, permitiéndoles cierto correteo y la inmediata bus- queda de la ubre. Durante la salida del chivo la cabra parecfa mostrar un gesto como de dolorimiento, muy fugaz por lo demas. Con el va- quero lo que mas me atrafa era darles de comer a las vacas al ano- checer, a la luz de varios candiles de carburo. El vaquero repartia paja y habas 0 avena en cada uno de los pesebres. Las vacas dejan de co- mer cuando se les calienta el pienso con su aliento, pero si se les re- mueve y refresca, de nueyo comienzan a masticarlo, asomandoles por entre los labios briznas de paja que, con el movimiento de vaivén la- teral de su mandibula inferior, trituran y degluten. Se dejaban acari- ciar en la cara y el cuello, y yo sentia por ellas verdadero carifio, muy distinto al de las cabras, tan ariscas, tan independientes. (Por eso, poco después, Iloraria en la lectura del «Adiés, Cordera», de Clarin, recor- dando aquellas vacas de Diente, tan nobles y de tan inmenso ta- mafio.) Habia, ademés, con las vacas, el ritual de enyugarlas para co- locarlas en la carreta, y luego, montado en ella, yo seguia atentamente la maniobra del vaquero que, con su largo palo terminado en una Pla, les incitaba de vez en vez a caminar. Ese esfuerzo de la vaca por tirar de la carreta, al mismo tiempo que sus cabezas parecian hundirse en el suelo, me fascinaba. Mi padre no sentia aficién alguna por el campo y la labranza. Aunque a la muerte de su padre hubo de asumir la funcidn de rector de la familia, al casarse, y bajo la presién de mi madre, que se negd a vivir en pleno campo, se vino a San Roque e instalé una fibrica de harinas a la que llaméd Santa Ana, en homenaje a su madre, que le ayudé cuanto pudo y a la que él amé entrafiablemente. La Aguzadera Pasé a ser propiedad de mis tios Miguel y José, aunque el que se Ocupé de labrarla, pagando a su hermano la correspondiente renta, fue Miguel. Diente pasé a mi padre y mi tio Juan, quien lo labro y se 45 qued6 a vivir alli con su mujer, su hijo y dos de sus hijas (la mayor, Elena, fue a vivir con mis tres tias: dos solteras y una viuda). Por tanto, mis tias, mi tio José y mi padre abandonaron el campo y se yinieron a San Roque. Mis tias vivian de las trescientas pesetas men- suales que les pasaban los hermanos. Naci cuando mi padre tenia cuarenta y siete aifios. Siempre lo vi enfermo y, desde mi perspectiva de nifio, anciano: no puedo descri- birlo de otro modo. Los que le trataron reconocen que tenia ese grado de sabiduria y sensatez, ese sentido comin y esa forma de juicio recto que permite una prediccién razonable de las actuaciones de los de- mas. Dejé unos cuantos papeles escritos 0 dictados a mis hermanas cuando adquirié la maquina de escribir de puntero (Mignon) que aun tenemos en casa. En ellos habla de su ilusibn desde nifio por la hi- drdulica, su anhelo de haber sido ingeniero. Pocos afios antes de mo- rir logrd ver realizada parte de estas aspiraciones al conseguir montar el abastecimiento de aguas de San Roque, una obra de envergadura que no hubiera podido culminar sin la colaboracién de su hermano menor, José, que después de haber estudiado un peritaje de no se sabe qué, pudo hacer de topégrafo, dirigir la traida del agua desde Sierra del Arca hasta los depésitos, a un kilémetro del pueblo, y desde éstos hasta el lugar mas alto de San Roque, la plaza de la Iglesia. Recuerdo un domingo de 1929, a las doce de la mafiana, cuando por primera vez el agua hizo saltar el tapén de la tuberfa en ese lugar, alcanzando unos cuantos metros de altura. Durante las obras ibamos con frecuen- cia en caballerias a la Sierra del Arca y veiamos estallar los barrenos para, fragmentada la roca, seguir ahondando en la galeria hasta encon- trar el venero. Se llegaron a practicar mas de una docena de galerias, algunas de bastantes metros de hondura, a las que entrébamos ilumi- nados por la luz del carburo. Mi padre, por lo que he podido deducir recordando mis experien- cias con él, era una mezcla que hoy se nos antojaria incongruente, pero que entonces no lo era, a saber: monarquico, liberal, antimilita~ rista, ateo, anticlerical, asiduo del casino y del juego de cartas, admi- rador de aquellos que, independientemente de la profesién, tenian ta- lento y creatividad. Pese a su monarquismo me envid en su momento a la escuela de don Gabriel Arenas, republicano de pro, masén, ag- nostico, y, segun se ha dicho después, procedente de la Institucién Li- bre de Ensefanza. Era un fumador empedernido. Todos sus males, incluso su muerte, 46 fueron causados por el tabaco. Lo evoco ahora después de cenar: ex- traia de un saco pequefio uno o dos cuarterones (cuartos de la libra inglesa) de una picadura de Gibraltar, Flor de Cuba. Abria un perié- dico, deshacia la pastilla apelmazada de aquella maravillosa picadura, todavia levemente himeda, la cribaba para eliminar el escaso rapé que pudiera desprender y, con sus libritos de papel de fumar Abadie al Jado, liaba un cigarro tras otro con una gran destreza, sencillez y per- feccién; al final de su vida les colocaba una bolita de algodén en un extremo que introducia con un mondadientes, prepardndose la fu- mada del dia siguiente. Las ufias y yemas de los primeros tres dedos de la mano izquierda amarilleaban por la nicotina. Como yo lo vi siempre achacoso, apoyado en un grueso bastén, con una fuerte fatiga respiratoria, no sé si era hombre de buen o mal humor. Lo recuerdo serio, entristecido por sus dolencias: me imponia respeto y miedo. Al lado de él me imaginaba mds pequeiio de lo que en realidad era, necesitado de su proteccién, pero no podria decir que le quisiera tanto como le temia. Una vez, cuando venia él del ca- sino al mediodia, me sorprendié jugando a los meblis.’ Estaba tan ab- sorto que no adverti que habia pasado la hora de comer y que era la de ir a la escuela. Yo estaba en los altos de la calle y mi padre me mand6 rapidamente para casa con una expresién feroz. Mi madre, preocupada por mi tardanza, sabiendo, porque se lo dije, lo que me habia pasado con mi padre, me puso la comida, la devoré y traté de salir de casa antes de que mi padre Ilegara. Cuando salia entraba él, y pude zafarme sin que me atrapara, aunque lo intentd. Mi padre, irri- tado ante su impotencia, vencido por mi agilidad, me lanzé su bas- ton, que se estrellé contra la pared sin alcanzarme. A mi regreso, no volvié a referirse a este asunto, pero la severidad de su rostro durante dias mostraba lo afectado que estaba por mi comportamiento. Siempre se hablé de su «asma», pero jamas tuvo asma. Se trataba de una gravisima insuficiencia respiratoria por un enfisema, con se- cundaria afectacién del corazén (cor pulmonale), que le provocaba tre- mendas crisis de disnea que posiblemente eran encharcamientos pul- Monares. Me asomaba a nuestro dormitorio (suyo y mio), y veia como su barbero, Leonardo, le aplicaba sanguijuelas en los costados; y al- guna vez, por el médico, los terrorificos , «Leonardo de Vinci», «Rafael», etcétera). Debo a estas lecciones, que recibi sdlo durante algunos me- ses, la incitacién a una lectura mds detenida del texto en los primeros afios del bachillerato, un interés temprano por el arte, la instancia a ver en la obra de arte algo mas que el tema, el desdén hacia la vul- garidad y el cromo que me iban a ofrecer en el internado aquellos curas de tan pésimo y degradado gusto en la imagineria religiosa. Después del comentario del Reinach, pasibamos a la clase de di- bujo «artistico», con muchachos de més edad que yo que tenfan in- clinacién por el dibujo y la pintura, y a los que Domingo de Mena daba clases en un salon de su propia casa (entre estos alumnos estaba el que luego seria un conocido escultor de imagineria religiosa, Luis 15. Bl ejemplar que poseo tiene fecha de adquisicién en la primera pagina: 14 de abril de 1932. Posteriormente le pongo el numero 33, asignado en el intemado a todos mis objetos (Copa, cubiertos, series, et.) poraue mi padre —ignorante sin duda de la mentalidad de los curas del internado al que me mandaba— me hizo llevar este libro ara continuar all su lectura, Los curas me lo recogieron el primer dia, cuando vieron tografias de esculturas con los genitales masculinos visibles. Como curiosidad diré que este libro fue el que Xavier Zubiri utilizé para su inicial formacion en historia del arte, Y escribe luego a don Manuel B. Cossio pidiéndole el titulo de un manual mas com- pleto que el Apolo de Reinach (véase J. Caro Baroja, Semblanzas ideales, Madrid, Taurus, 1972, pag. 220.). Mi ejemplar es de 1a traduccién castellana por Rafael Doménech, edi- tado por la Libreria Gutenberg de Ruiz Hermanos, Madrid, 1930, 55 Ortega Bru, del que tendré ocasién de hablar mas adelante al refe- rirme a mi relacién con él y del tragico destino de sus padres en la guerra civil). Aunque el dibujo se me ha dado siempre mal, las clases con Domingo de Mena eran entretenidas, porque él, aunque extre- madamente cursi y con infulas de poeta en su vida cotidiana, era una persona bondadosa y paciente. Yo creo que no Ilegué a dibujar mas que un molino con una noria adosada a la pared exterior, pero el puso todo su empefio en que estuviera lo mejor posible, y me Ilevaba la mano insistentemente. Las cartas que mi padre me dirige al internado en Ronda, de oc- tubre de 1932 hasta su muerte en marzo de 1933, iban siempre en- focadas a que estudiara mucho, a que en su dia él trataria de que am- pliara estudios de arquitectura en Londres y en Paris. Eran siempre cartas incitadoras.'* Mi padre se equivocéd y, como he dicho, fui lo que deseé ser, no lo que él quiso, Algunas batallas de mi sorda guerra contra él se ganaron tras su muerte: por ejemplo, su mania de que debjia ir siempre al rape («al cero», como se decia por entonces), por su creencia inconmovible de que, con este tratamiento, el pelo adqui- ria una fuerza y pujanza tan considerables que no se caeria en el futuro, pero que me deparé humillaciones en Ia escuela y en mis relaciones con los de mi edad. Bast6 que me apartara de él, en el internado, para que me dejara crecer el pelo, temiendo, no obs- tante, que al llegar a casa en junio me obligase a cortdrmelo (pero él murié en el intervalo y dejé de plantearse esta cuestidn). Otras las gané vivo él, por ejemplo con la musica. Pero no erré, he de re- conocerlo, en otras facetas. Por ejemplo, las humillaciones que yo sufti por esmirriado y torpe en la sddica relacién interpersonal exis- tente entre los nifios —en la practica, se puede afirmar que el nifio que no es sddico es porque no puede, dados los extremos de cruel- dad a que se Ilega en la infancia—, aprendi a resolverlas por mi mismo. Cuando una vez, supongo que a los cinco 0 seis afios, lle- 16. Todas sus cartas eran destruidas por mi a medida que las recibia en el colegio. Algo que he lamentado. Se trata de una actuacién que me resulta ininteligible, y que se opone a mi tendencia a conservar todo lo posible. Tras su muerte, el sentimiento de culpa por lo hecho fue may dolotoso: él habia muerto y yo habia intencionadamente perdido algo de él dirigido exclusivamente a mi, Es facilona la interpretacién de que con ello me negaba a obedecerle —como en efecto no le obedeci, haciéndome médico en vez de arquitecto—, pero me resisto a aceptarla. De hecho, ain en vida de él no le obedecia, y yo, incluso ante él, a la pregunta habitual que se le hace al nifto de qué piensa ser de mayor, siempre respondia que médico (y secretamente jugaba a ser mé- dico, como jugaba también a musico y solicité a mi madre dar clases de solfeo muy prematuramente, pese a la patema descalificacién de todo lo que fuera musica). 56 La Ilorando porque habia recibido de otro nifio algo mayor una ofetada o lo que fuera, me cogid de la mano, me hizo volver a donde el nifio estaba, se oculté y presencio la actuacién a que me obligaba: irme directamente al nifio y propinarle un puiietazo, Aun- que esto no me quité el miedo, y mucho menos la posibilidad de ser vencido en las reyertas infantiles, aprendi desde entonces a no acudir a nadie y a valerme por mi. La muerte de mi padre me supuso, de entrada, un sentimiento de desproteccién. Imaginaba que nos sumiriamos en la miseria, que na- die podria dirigir nuestro destino y nos veriamos abocados a un fu- turo que no alcanzaba a ver, pero que en cualquier caso lo imaginaba desgraciado. No fue asi. Meses después, cuando regresé del colegio con mi examen de ingreso aprobado con brillantez, y me encontré con Ja nueva casa a la que mi madre y mis hermanas se habian trasla- dado, sin necesidad de volver a cortarme el pelo al cero, con la po- sibilidad de aspirar a ser médico sin que nadie me lo estorbara, vivi la ausencia de mi padre como una liberacion. Tengo muy pocos recuerdos alegres de la relacidn con mi padre. Los dos que, a titulo de ejemplo, voy a contar estén en relacién con el Ford de pedales que se compré en octubre de 1924, porque ir en un automédyil, por entonces, y en nuestro pais, era una aventura ma- ravillosa. Por lo pronto, en San Roque debia de haber cuatro o cinco personas con automdvil, lo que de por si otorgaba un valor extraor- dinario al que poseia uno de ellos y, ademas, lo conducia. Habia que tomar toda clase de previsiones antes de emprender una excursién por breye que fuera. Mi madre preparaba una cesta con cubiertos, platos, tazas, vasos, servilletas y mantel; otra con comida, fiambres y dulces Para los que ibamos de viaje (nunca de mas de cuarenta kilémetros). Muy temprano, como a las seis o seis y media de la mafiana, mi pa- dre, atin no demasiado enfermo, traia el coche desde su garaje en la calle de Algeciras. Aparcaba —entonces este vocablo 0 no existia 0 no se usaba— en la calle Malaga esquina Colon, y dejaba el coche en marcha, acelerado mediante el ascenso de una palanquita —el acelera- dor de mano— que habia bajo el volante. El Ford hacia un muido tre- mendo, y ademéas trepidaba. Una vez montados y acomodados, mi padre preguntaba: —tEstdis todos bien? Respondiamos que si. Entonces mi padre, inexperto conductor, bajaba el acelerador de mano, introducia la marcha y pisaba el ace- lerador y, de modo admirable, el coche se ponia en movimiento ante el griterio de todos. Dando saltos, por el irregular adoquinado de 57 la calle, saliamos hasta la carretera y nos dirigiamos en direccién a Malaga. Una de las veces, la expedicién acabé en los Eucaliptos préximos a Diente, donde estébamos citados toda la familia Castilla para pasar un dia de campo. Mis tios Miguel y Juan llegaron, cada uno desde su cortijo, en coche de caballos. Fue un dia de correr por el campo, en- tre el arroyo y los Arboles, con mis primos Daniel y Armando, hijos de mi tio Miguel, mientras mis hermanas y mis primas ayudaban a preparar la comida. Mi padre habia traido en el coche una mAquina para hacer helado, asi como un saco de hielo que llegd, casi en su totalidad, fundido. Otra expedicién mucho mis interesante fue la de Manilva, a cua- renta kilémetros de San Roque. En Torre Guadiaro habia que atrave- sar la desembocadura del rio Guadiaro. El coche, con todos nosotros, se montaba en una balsa, al mismo tiempo que arrieros, caballerias, algun carro. El barquero tiraba de una maroma e iba aproximando la balsa a la otra orilla. Una vez alli, se procedia a desembarcar. Antes de llegar a Manilva habfa una desviacién a la izquierda y, por un ca- mino de tierra de dos kilémetros, llegamos a los Bafios de la He- dionda, un balneario propiedad de la familia Rendén (vinculada a mi familia a través del cacique politico de afios antes, don Francisco Ren- dén, en cuya casa de San Roque se hospedd mi padre, de niio, mientras hizo sus estudios elementales). El balneario consistia en dos filas de casitas todas iguales, con la cocina en un pequefio porche ex- terior, separadas por una calle central. La tinica casa de buen porte, de dos plantas y ventanas con rejas, era la de Ja familia Rendén. An- tes del mediodia se iba a tomar las aguas a unos cien metros de las edificaciones. Se trata de una construccién romana abovedada, de dos habitaciones, separadas ambas por un arco muy bajo, de manera que para pasar de una a otra habia que sumergir la cabeza, porque el ni- vel del agua Ilegaba casi hasta tapar el arco. El agua tenfa una tonali- dad lechosa y el olor caracteristico de las aguas sulfurosas. Si se to- caba con los pies el cieno se percibia la enorme presién del manantial que brotaba del suelo. Las habitaciones eran oscuras; no entraba mas luz que la que penetraba por la estrecha portezuela y por una lucerna del techo. Yo tenia un absceso en la nuca, y el médico habia reco- mendado que se me llevase a la Hedionda y alli, en efecto, a los dos dias, reventé suavemente.y por mi espalda resbalé una buena canti- dad de pus. Me quedé en la gloria. En la Hedionda se hacia una in- tensa vida social. Habfa bailes al anochecer, se colocaban farolillos y cadenctas en la tinica calle central, se hacian excursiones a pie hasta 58 v= Casares, un pueblo arabigoandaluz precioso, que parece incrustado en um paredén por el que gatean sus calles y casas. Alli, en la Hedionda, se daba cita la llamada «gente bien» de San Roque. Los nifios ibamos a los arroyos y atajeas romanas o drabes a coger tortugas, ranas, cule- bras de agua, lagartos. Era una constante exploracién de lugares siem- pre nuevos. Realmente la Hedionda era un lugar paradisiaco. Yo re- fuerdo mi estancia alli —junto con las varias que pasé en Diente— como uno de los escasos periodos de felicidad de aquellos afios, lejos de la sombria y aterradora casa de Colén 18. La familia Castilla estA afincada en Andalucia, y concretamente entre Benarraba y Jimena de la Frontera, cuando menos desde el si- glo xvii, presumiblemente desde el xvit. En la partida de bautismo de mi bisabuelo, Pedro Castilla Oliva, figura nacido en Benarraba en 1823. Se hace constar que es hijo de Pedro Castilla Guerrero, nacido a su vez en Jimena de la Frontera, por lo tanto ya en el xvill. De to- das formas, este tatarabuelo mio se casa y vive en Benarrabd, y es hijo de un tal Jeronimo Castilla, cuyo segundo apellido ignoro, y que de- bié de nacer en Jimena de la Frontera a fines del xvi. En esta ciudad de Jimena quedan Castilla, no asi en Benarraba; el ultimo de ellos, ya viejo, marché hace poco a Malaga, donde murid.'” Benarraba es un pueblecito de la serrania de Ronda que he visi- tado dos veces y que no tiene mds de doscientos habitantes. Es un pueblo escondido que, desde el camino real, atin es de dificil acceso. La carretera que une Algeciras a Ronda, de la que parte la desviacién hasta el hondén donde se encuentra Benarraba, se termind bastan- tes afios después de la gucrra civil. Como a todos esos pucblos de la Serrania, se Ilegaba a lomo de caballeria. Por eso, durante mi inter- nado en Ronda (de octubre de 1932 a junio de 1936), algunos nifios de esos pueblos, como Gaucin, Algatocin, Genalguacil, Faraute, Mon- tejaque, Benaojan, Benadalid, Benalauria, Arriate, entre otros muchos, venian con sus padres y sus bartulos en varios mulos. Esta serrania de Ronda tiene, pues, como las Alpujarras, una situa- cién que la hace favorable para que tal vez quedasen alli moriscos, sosegados hasta cierto punto y durante algun tiempo, que se conver- titan e integrarian después de generaciones. A diferencia de los ju- dios, capaces —como en Acedo, en Maqueda y en otros pueblos de jad, Haste hace unos quince aos podian leerse en el cementerio de Benarrabé lé- das de muertos apellidados Castilla. Con la iiltima quiso obsequiarme un paciente que ¢ muchos afios consulté conmigo. Le persuadi para que no lo hiciera. 59 Espafia— de adoptar la doble vida de un criptojudio, parece que los moriscos se acomodaron con menos dificultad. El apellido Castilla debe de ser, pienso, un apellido de adopcién no de judios, sino pro- bablemente de moriscos." Los Castilla se mueven de Jimena a Benarraba y a Gaucin, pero luego se trasladan algunos de ellos, concretamente mi abuelo y alguno de sus hermanos, como mi tio (abuelo) Luis, a San Roque, donde nace la generacién de mi padre. La familia Del Pino procede de Malaga. Mis abuelos maternos se afincan primero en Arriate, luego en Ronda, donde nacen mi madre y todos sus hermanos. Mi abuelo tenia una pasteleria, La Constancia, en la calle principal de Ronda, la Carrera Espinel, popularmente co- nocida como calle de La Bola. No conoci a mi abuelo materno. Y a mi abuela, a la que llama- bamos Mama Emilia, y a sus hijos, los hermanos de mi madre, los vi a los nueve afios, la primera vez que fui a Ronda con mi madre y mi hermana Victoria para gestionar mi internado en los salesianos. Du- rante los afios que estuve en el colegio traté a mis dos tias y a mi abuela, que todos los jueves tenian el encargo de visitarme en el co- legio y Ilevarme dos cajas de dulces de la confiterfa que ya regentaba mi tio Paco del Pino, y que yo dejaba en el armario del comedor en el que los internos guardibamos las latas de mantequilla y los dulces que las familias nos enviaban y que complementaban el desayuno. La mayoria de mis dulces, si no me los comia yo de una sentada, se los comfan los mozos del colegio, tinicos que tenian acceso a estos ar- marios una vez que abandonabamos el comedor. Hablaré de Ronda en su momento. De antemano quicro scfialar la enorme relevancia que ha tenido en mi vida. No la Ronda de hoy, claro est4, sino la sofiada sobre sus propias calles de entonces, sobre todo la parte vieja, denominada la Ciudad, entonces oscura, deca- dente y sumida en su propio silencio, en su apagamiento paulatino, con familias de maestrantes de Ronda que vivian de cara al pasado y de la alcurnia nostalgica. Esa Ronda oscura de los primeros afios treinta, donde, al anochecer, habia que caminar con cuidado por su 18. Don Pablo de Azcérate publicd sus aotas de viaje por la Serranfa de Ronda en 1917, y refiere que por aquellos pueblos atin no se conocia la rueda unos afios antes. (Véase P, de Azcarate, «Una excursion por la Serrania de Rorda hace medio siglo», Pa- poles de Son Armadans, CXXXII, abril de 1967, pag. 103.) Yo tengo mis dudas acerca Ge li exactitude apts aseyeratibn quellehien cLawalde aciuay de cates pacblecitan 60 empedrado suelto, irregular, y en la que parecia que no viviese nadie. ‘Algunas casas solariegas estaban, en efecto, deshabitadas y en total abandono. Mi madre habia nacido en la parte nueva de Ronda, la que se hha Wamado desde el siglo xvii el Mercadillo, en pleno centro. La Carrera Espinel —en memoria del rondefio Vicente Espinel, que afia- did una cuerda a la guitarra e inventé la forma poética denominada espinela— era lugar del paseo vespertino y la calle de los comercios. Ademés, se abria a la plaza del Socorro, con cafés de terrazas, ban- cos, arboles y, al fondo, el hermoso edificio del casino, Al final de la calle, en un leve ascenso, a la altura de la iglesia de Santa Cecilia, casi a la salida de Ronda, las tiendas de talabarteros, que trabajaban y atendian al mismo tiempo a sus clientes: arrieros, muleros, carre- ros, pastores de ovejas y cabras. Los arreos de animales se colgaban en el dintel y en la fachada de cada una de estas tiendas y daban al conjunto un cardcter de lo que era la ciudad: una ciudad de labra- dores, mas 0 menos modestos, pero en ningun caso excepcional- mente ricos. El otro extremo de la calle concluia en el teatro Espi- nel, que se adapté también para cine. El teatro Espinel tenia a sus espaldas el Tajo de Ronda, un corte abrupto en una piedra caliza, de unos cien metros de altura, impresionante por la altura y, también, por los desfiladeros que, en cortes profundos, dividen una y otra parte de Ronda. Desde los balcones del Tajo, sin nada que se inter- ponga, se nos permite ver, al frente y al sureste, el pico de San Cris- tobal, cerca de Grazalema, en la provincia de Cadiz, y, mas cercana, la Sierra de Lfbar; y, sobre todo, nos ofrece las puestas de sol mas sor- prendentes y versdtiles que he visto en mi vida: cada dos o tres se- gundos, en los minutos que preceden y siguen a la puesta de sol tras aquellas montafias, las mas altas de la provincia de Cadiz y que li- mitan el horizonte, las nubes, siempre prendidas en los picos, cam- bian insistentemente de color; colores diferentes de una nube a otra, segiin la proximidad al picacho, de tonalidad contrastada pero suave, de manera que parecen algodones inmensos que mutasen del azul a un rojo cada vez més puro, para convertirse Juego en grises oscuros Sobre los que asoman franjas de negro y rojo. Todo ello en un pro- eso que puede durar hasta treinta minutos, sin herir en ningan mo- Mento la retina, de modo que uno queda absorto en esta continua e imparable mutacidn, en la seguridad de que cada momento seri dis- tinto al anterior y al posterior, en la seguridad también de que al dia Siguiente ofrecera revelaciones sorprendentes e inéditas. ¥ al lado del teatro Espinel, la gran plaza de toros, del siglo xvii, 61 de ruedo enorme, de piedra-arenisca, con portada barroca y al mismo tiempo sencilla y elegante. Mi madre se cas6 a los veintisiete afios, una edad un tanto tardia para la época. Habia aprendido piano en Ronda con un minusculo profesor, don Miguelito, pero lo abandoné totalmente al venir casada a San Roque, donde lo menos que mi padre podia tolerar era que en- trase un piano en casa. Se nego a vivir en La Aguzadera y mi padre y ella se fueron a San Roque. Hasta 1930 0 1931, vivimos exclusiva- mente de lo que rendia la fabrica de harinas y de la renta anual que mi tfo Juan nos daba por la mitad de Diente que mi padre le arren- daba. La conoci viviendo siempre para el cuidado de la casa. Ella misma cocinaba, ayudada por mi nifiera, Joaquina. Era una persona de mal caracter, desabrida, a la que yo habia de querer a pesar de ella misma. Su preocupacién por la limpieza y el orden hacia incémoda la per- manencia en casa. En el salon de visita no se podia entrar: todo es- taba perfecto, a la espera de que alguien pudiera llegar (por lo dems, las visitas siempre avisaban con uno o dos dias de antelacién, al ob- jeto de no sorprender a la sefiora de casa de manera impropia). Era una administradora tan estricta que en cuatro 0 cinco afios saldé las importantes deudas que mi padre habia dejado al morir con motivo de la traida de aguas. Esta supuso en aquellos primeros afios —luego no, porque los manantiales se secaron y, ademas, se perdia mucha agua por las juntas de los kilémetros de tuberfas— un fuerte ingreso en nuestra casa, de unas tres mil pesetas mensuales, cantidad enorme para la época. Yo era el preferido de mi madre, por ser el menor y el tinico va- rén. Por mi corta edad, no era pensable que a la muerte de mi padre hubiera de suspender mis estudios para dedicarme al negocio. A mi tutor, mi tio Pepe, el menor de los hermanos Castilla, se le habia en- comendado su administracién, ayudado por mis hermanas en las ta- reas de oficina. Lejos de mi madre (en el colegio, luego en la universidad), sentia por ella una mezcla de ternura y gratitud. Al regreso del internado, luego también después de cada curso en Madrid, me hacia el propé- sito de corresponder a mi madre en su desvelo por mi, me imponfa ser atento con ella, dejarla que se entregase a la expresién material de su carifio. Me era imposible. He lamentado mucho que haya sido asi, pero ni siquiera pude tener éxito con unos minutos de fingi- miento. Ademéas, desde los diez afos, alejado por mis estudios du- rante nueve meses al aiio, con los nuevos horizontes que mi relacién 62 con don Federico Ruiz Castilla (del que hablaré luego) me oftecia, el distanciamiento de ella —de su mundo, asi como del de mis herma- nas~ era cada vez mayor. Su mundo no tenia nada que ver con el mio, mi sus intereses, ni sus preocupaciones, ni el enfoque ante los blemas de la realidad. No era religiosa de iglesia, pero tenia algu- nas devociones a las que era de una fidelidad absoluta: una de ellas, a fray Diego de Cadiz, uno de los ultimos predicadores de la Inqui- sicién, enterrado en una iglesia de Ronda, a la que iba a rezar desde su nifiez; otra, a un ermitafio, san Onoffe, del que tenfa un cromo en su alcoba, representéndolo con una piel de cordero, que me parecia ridiculo. El que ni siquiera de adulto haya resuelto este conflicto con mi madre me ha demostrado mi incapacidad para madurar afectiva y emocionalmente en mi relacion, real e imaginaria, con ella (y con al- gunas otras figuras de mi familia, en las que el hecho de saberlas li- gadas forzosamente a mi y, al mismo tiempo, no desearlo daba paso a una agresividad visible 0 soterrada sobre las mismas). Antes de parirme tuvo, como ya he contado, tres nifias. La mayor, Sara, nacida siete afios antes que yo, era la dominante. Ejercia, no sin dificultades, una enorme influencia sobre mis otras dos hermanas, y sobre mi padre, puenteando a mi madre. Después de sus estudios ba- sicos en la escuela de don Gabriel y con profesores particulares, mi padre la envid a Malaga, al colegio de monjas de la Sagrada Familia. Pero no hizo estudios serios y programados de bachillerato. Estudiosa, cumplidora, en el colegio acabaron de insuflarle una religiosidad beata y escrupulosa. Después de la muerte de mi padre se quedé definiti- vamente en casa y no volvié al colegio. Ella era también la que me imponia ejercicios de lectura, de dictado, de operaciones aritméticas. En la adolescencia, su dedicacién a la Iglesia se hizo cada vez mas in- tensa, y sdlo durante la guerra civil tuvo dos relaciones amorosas que se frustraron cada una por distinta circunstancia: una, con un mucha- cho que las autoridades nos obligaron a alojar durante algunas sema- Nas; otra, mas seria, con un aleman de la Legién Céndor, un tal Juan Federico, especialista en catros de combate." Posteriormente, mediada la treintena, se hizo monja. Victoria, la segunda, era la mds querida por mi. Era atenta, afec- tuosa, con actitudes maternales de un tipo que, a diferencia de las de mi madre, no me suscitaban rechazo alguno. Fue ella quien me cuidé durante la pleuresia que padeci a los quince afios: se despertaba hasta 19. Los alemanes de la Legion Céndor aparecieron por San Roque a los pocos me- ses de la guerra civil. 63 tres veces en la noche para mi toma periddica del vaso de leche que me habian prescrito, me colocaba en el costado la cataplasma de aceite de linaza bien caliente, me arropaba. Elvira, la tercera, se caracterizé, desde nifia, por su compulsiva tendencia a afirmarse frente a todos. Con posterioridad, eso se tradujo en una actitud de alguna manera positiva: la de hacer ver lo que creia justo, pero con anterioridad, como mi necesidad de afirmacién no le iba a la zaga, la pugna entre ella y yo era las mas de las veces abierta, y sino a punto de estarlo y de saltar como si se tratara de un resorte que se disparara a las primeras de cambio. Mis hermanas hacian una vida completamente aparte de la mia. Corazones de Jestis, el Niiio Jestis en una camita de mimbre con paja, la lectura de novelas de Rafael Pérez y Pérez (Madrinita buena, Mune- quita, Los cien cabaileros de Isabel la Catéhica, entre otros titulos), de Carmen de Icaza (Cristina Guzmdn, profesora de idiomas, editada por primera vez por entregas en Blanco y Negro), de Concha Linares Be- cerra, del jesuita padre Azpiazu, comentados y ultracomentados por su profundidad y agudeza, reveladoras de un saber inigualable sobre el alma de los jévenes de ambos sexos, especialmente dirigidos a aque- Ilas jovenes en trance de una relacién amorosa decentisima (Zé y él, para muchachas; Elia y #, para muchachos, y otros por el estilo), los ttiduos, novenas, el rosario en la propia casa... Apenas regresé del co- legio mi distancia de ellas era cada vez mayor. No hablemos en la adolescencia, cuando no sélo me alejaba de la prdctica religiosa, sino que hacia gala de mi agnosticismo e identificaba subrepticiamente ag- nosticismo y virilidad, por una parte, y agnosticismo y madurez inte- lectual, por otra. De vez en vez me desaparecia algun libro que a mis hermanas, especialmente a Sara, le debian de parecer impropios de un nifio de mi edad. Por ejemplo, uno, muy decentito por lo demas, so- bre la vida sexual que habia que leer y sobreentender entre lineas: el autor debia de sentir mas pavor que yo a hablar con la suficiente cla- ridad del tema; otro, una historia de Rasputin y sus presumibles amo- res con la emperatriz de Rusia. Y desde luego todas las hermosas edi- ciones de la Biblia, encuaderadas en piel, con los bordes dorados, que algunas inglesas, casi siempre sefioras mayores, muy educadas, re- partian casa por casa por San Roque con bastante frecuencia: eran las denominadas «Biblias protestantes», de las que se nos dijo siempre que habia que huir como de la peste y quemarlas lo antes posible sin leer —eso ya era pecado— ni una sola linea. 64 San Roque es un pucblo de la provincia de Cadiz cuyo término municipal limita con la provincia de Malaga. Era uno de los partidos judiciales mas extensos de Espafia. Torre Guadiaro y, atin més alla, San Enrique de Guadiaro, a unos veinte kilémetros de San Roque, en direccidn a Malaga, le pertenecen. En direccién opuesta, hacia Alge- ciras, le pertenecen también Guadarranque, Taraguilla, la Estacion de San Roque. Hacia La Linea de la Concepcién y Gibraltar le corres- ponden, como barriadas, Puente Mayorga y Campamento. Hasta hace mas 0 menos cuarenta aiios, también La Linea de la Concepcion era del partido judicial de San Roque. San Roque pueblo (sin sus barriadas o pedanjas), en mi infancia de unos cinco mil habitantes, surge a comienzos del xvi cuando Gi- braltar pasa a poder de los ingleses. Durante algtin tiempo, los espa- fioles de Gibraltar residieron alli bajo dominio inglés, pero poco a poco, al mismo tiempo que transportan clandestinamente los libros Parroquiales a la recién creada ciudad de San Roque, se trasladan a suelo espafiol.” El primer regidor de la ciudad fue Varela, y la Huerta de Varela, a doscientos metros del pueblo, camino de El Almendral, se dice que fue la primera casa que se construyé en San Roque, cerca de la er- mita del santo. Tiene una fuente, la Fuente de la Salud, que, por cierto, cuando yo era nifio era la que abastecia de agua de mesa a los ingleses de Gibraltar. En mi infancia, el propietario de la huerta era Parody, cabeza de una familia de «llanitos» afincados en San Roque, donde permanecieron hasta el comienzo de la guerra civil. Sixto Pa- fe QercEst9® libros se conservan; en el archivo de la iglesia parzoquial de Santa Maria If Coronada En sus paginas, el entonces parroco de Gibraltar, Romero de Figueroa, lescribié el saqueo que los ingleses Ilevaban a cabo en escs momentos. También figu- fan poemas latinos de los que él mismo era autor (elegias a la pérdida de Gibraltar). s fotografié en el aiio 1940, e incluso redacté un largo articulo que entregué a la re- Vista Fotos, peto no se publicé, aunque me pagaron por él cien pesetas. 65 rody, uno de sus hijos, fue compariero mio en la escuela de don Ga- briel, en la que él y yo aprendimos a leer y a escribir.”! El pueblo se cred en una elevacién troncocénica algo mas alta que el propio Pefén de Gibraltar. En la meseta se encuentra la iglesia de Santa Maria la Coronada, con la tumba del autor de Las cartas marruccas y Las noches ligubres, el coronel José Cadalso, muerto en uno de los sitios de Gibraltar. En esta iglesia fueron bautizados los Castilla de la generacion de mi padre y la nuestra. Inmediatas a la iglesia hay dos plazas: una, hacia el lado sur, la de Armas, con las Casas Consis- toriales y algo mis alld el Pdsito, que se utilizé como cuartel de los exploradores;” y, enseguida, la explanada del alto de Los Cajfiones, llamada asi porque alli se situaban baterias que apuntaban a Gibraltar. La otra, hacia el oeste, es la plaza de la Iglesia, a la que se asoma un gran atrio, con algunos arboles y unos jazmines impresionantes. Cir- cunda al atrio un banco de piedra arenisca gastada en muchos sitios por el habito de siempre de los sanroquefios de afilar en él navajas, facas y cuchillos. La vieja carcel de San Roque estaba situada en calle- jas proximas a la explanada de Los Cajfiones. Y desde esta explanada se desciende a un bosquecillo de eucaliptos que daban buena sombra y olor y que nunca estaban concurridos en mi infancia y adolescen- cia. Durante las vacaciones, yo me iba a leer, sentado en algun banco de por alli, seguro de estar solo durante todo el tiempo. Allf coincidi algunas veces con una joven sefiora inglesa, de unos veinticinco afios, que a mi me atraia y a la que me limitaba a mirar, y su hija de dos © tres. Mientras la madre leia o hacia punto, la nifia correteaba y se me acercaba, lo que era pretexto para que, al hablar con la nifia, su madre me mirase y me sonriera educada y contenidamente. ({Qué ha- bra sido de esa sefiora y su hija? Con frecuencia, cuando me aparecen recuerdos de personas que han pasado fugazmente por mi vida, pero que han dejado su huella en alguna medida —ésta deriva de mi ro- manticismo empedernido de entonces—, desarrollo todo un sistema de conjeturas imposibles de comprobar. éSe acordard esa sefiora, si es que 21. «Llanitos» es el calificativo que se le da a los naturales de Gibraltar, no a los ingleses, ni a los procedentes de otros paises: India y Martuecos, sobre todo. Estos son «indios de Gibraltam 0 «moros de Gibraltar, pero no Ilanitos. El hebreo —en Gibraltar no se usa el vocablo «udio-— si podia ser lfanito, pero se especificaba: «hebreo de Gi- braltar». El Ianito tenia vinculaciones con Espafia, a veces de muchos afios, con matri- monios, hijos, estudios, etc. El castellano del Ilanito era —y es— inconfundible; nada tiene que ver con el castellano que habla un inglés, 0 un indio, 0 un moro de Gibral- tar, que ¢s semejante al de cualquier extranjero. Es curioso: de La Linea sélo la separan unos doscientos metros, pero la fonética castellana del llanito se asemeja mas a la del canario que a la de los habitantes del Campo de Gibraltar. 22. Los boys scouts que se crearon en San Roque. 66 vive, y aunque sca por momentos, como me ocurre a mi respecto de ‘ella, de aquel muchacho de doce o trece afios que, mas que estudiar, mas que leer, deseaba su mirada y, més atin, alguna frase dirigida a su hija pero, en verdad, destinada a mi?) La plaza de la Iglesia y la de Armas forman el centro geométrico del pueblo, del que parten calles que descienden, como radios, mien- tras otras las cortan y, como circunferencias cada vez mayores, cons- tituyen las unicas calles no en cuesta. De hecho, la plaza de Armas estaba siempre solitaria, porque la gente se desplazaba al paseo de la Alameda, en la parte baja del pueblo, junto a la plaza de donde salen autobuses para La Linea y Gibraltar y para Algeciras, y los taxis de los dos hermanos Avilés, y al final de la cual se alza el enorme cuartel de Infanteria, el cuartel de Diego Salinas. Las calles que descienden en cuesta son la de Algeciras, San Felipe (llamada asi por la ermita de San Felipe situada a mitad de la calle), la de los Escaloncitos, Reyes, San José y Colén, Cruz, San Nicolas, Plata y Picén (Conde de Lomas). Y las que las cortan son las de Ma- Jaga (General Lacy), Nueva, Larga, Herreria, etcétera. Aun siendo un pueblo regular, trazado a cordel, la discontinuidad de algunas de estas calles le confiere un cierto desorden que lo hace mas atractivo,” La armonia dieciochesca de San Roque esti mds en sus casas, de categorias diferentes, claro esta, pero todas caracteristicamente medi- terrineas, aunque de més al interior. No recuerdan las de San Fer- nando, Sanlicar o Puerto Real, sino las de Vejer 0 Medina Sidonia. No solo por la fonética el habitante de San Roque no es del todo «de Cadiz»,* tampoco lo es por la estructura de sus edificaciones. _, 23, Poseo un manuscrito inestimable de un sanzoquefio, Lorenzo Valverde, que vi- vid mas de ochenta afios y que fue anotando durante i- mayor parte de su vida y hasta Su muerte los acontecimientos de toda indole, politicos, sociales, catdstrofes, etcétera, ecurridos en San Roque. Era un hombre muy meticuloso y exacto en los detalles, sin pecar, sin embargo, de prolijidad. Con el manuscrito tengo un cuaderno, copia del que envio a don Pascual de Madoz, describiendo San Roque (casas, poblacién, nuimero de vecinos, calles, manzanas, fuentes, etc.), asi como las carias de éste calificindolo del mejor de cuantos corresponsales tuvo. El libro es de un interés extraordinario: se cuenta en él, entre otras muchas cosas, la entrada de los franceses en la guerra de la Indepen- cia, la reconquista por el cjército espaiiol, la conquista ulterior por el cabecilla Carlista, general Gémez, el fusilamiento de los compafieros de Torrijos apresados en ee: pear. y la visita obligada de los colegiales al cementerio para ver los caddveres, scétera, 24. Una cosa es la fonética de Cadiz y otra la de la provincia, La de Cadiz es, si NO estoy equivocado, absolutamente genuina, diferente al resto de hablas andaluzas, quizé por la insularidad y la presencia de vascos, gallegos, irlandeses. Una vez que se sale de Cadiz, desde El Puerto de Santa Maria hasta San Roque, se pronuncia de modo istinto y son reconocibles, sobre todo, por la forma de pronunciar la «ch» como «sh», 67 La calle Colén y sus aledafios componen mi universo durante es- tos primeros diez afios de mi vida. Un territorio absolutamente pre- ciso que no puedo traspasar sin que represente una aventura no exenta de riesgos. Sus limites son los siguientes: la calle de Malaga hasta la de la Almoraima, en direccién hacia la Alameda; y en sentido opuesto, hasta la calle de la Cruz; hacia abajo, la de Correos, hasta mediada esta calle; y hacia arriba, donde comienza Colon, hasta la de San José. Pasada la calle de la Cruz se penetra en otro «mundo», el mundo de la calle de la Plata, absolutamente dominado por el grupo de «los Canito», hijos de un Cano, tendero de ultramarinos. Muchas veces me manda mi madre a comprar chocolate Solsona a una tienda, para llegar a la cual he de atravesar el territorio de la Plata. Mal asunto: lo paso ligero, sin hacer caso de las risas o los insultos de los duefios del lugar. Sobre todo después de que en cierta ocasién me viera involucrado en una escena que me humillé profundamente. Dos de los componentes de este territorio, que sin duda me habian visto venir, empiezan a empujarse y a pelear. Uno de ellos tiene un palo en la mano. El otro le grita: —Tu eres un mariconazo. Te las das de valiente porque tienes un palo. Tiralo. El del palo me pide que se lo sujete mientras dure la pelea. Yo, servilmente, me presto a ello, dispuesto a presenciar, como los demas, la lucha entre aquellos dos. Pero, al coger el palo, el chico tira de él bruscamente y me Ilena la mano de mierda untada en el extremo. Las risas fueron undnimes. Yo me marché corriendo y sonrojado. Humi- Ilado, Ilegué a mi casa con la mano extendida para no manchar la ropa. Entre mi madre y mi nifiera me lavan manos y antebrazos. Ex- presamente me advierten que por alli debo pasar sin detenerme, por- que se trata de sinvergiienzas y golfos, nifios con los que no me debo tratar. Otro ambito completamente distinto es el de la plaza de la Iglesia o de San Felipe. Lo componen los Cano (Emilio y Paco Enrique; no tienen parentesco alguno con los «Canito»), los Galiardo (Antonio, Pepin, Luis), los Rendén (Gustavo y Alberto), los Garcia Sanchez (Pepe, Enrique, Antonio y Manolo; estos dos ultimos, gemelos), Ce- ferino Maestt, Servando Casas, Angel y Jestis Rivas... Con ellos me veo en la Alameda, en general los dias festivos. Todos pertenecemos al mismo grupo social. El mundo en el que yo llevo la voz cantante (porque mi casa, con ser todo lo higubre que he descrito, es mejor que la de mis amigos y, sobre todo, mi familia de mayor relevancia social) tiene su nticleo 68 precisamente ante el portal de mi casa, Era un mundo suficiente como ara oftecerme escenas siempre interesantes, nuevas, que me permitian no aburrirme, una vez que me cansaba de mis juegos solitarios, siem- pre inconfesados ante mis hermanas y mis amigos de la vecindad, wrque podian ser objeto de risa y quedar yo avergonzado de vivirlos. El 16 de la calle Colén es la Fonda Ibérica. Mientras juego en la calle veo entrar a gente desconocida que se hospeda alli o simple- mente come al mediodia y se marcha. Me inspiran curiosidad, porque son extrafios, «forasteros»; algunos vienen con pesadas maletas; luego salen con una u otra. Los veo entrar en algunas tiendas de esas que yenden de todo, les veo abrir la maleta y ensefiar lo que contiene (ja- bon, peines, encajes, colonias). Desaparecen al dia siguiente, pero los reconozco cuando vuelven meses més tarde. Otra de las casas que me atrae mucho es la que durante un par de aftos habité la familia Gomez de la Mata. Esta familia era criticada en casa por la anarquia que, al decir de mis hermanas y mi madre, feinaba entre ellos. A veces se ofan sus reyertas en toda la vecindad. La familia la formaban el padre, la madre, dos hermanas y un her- Mano menor. De las hermanas, la menor me parecia guapa, aunque con ciettos rasgos de ordinariez; la mayor era especialmente cursi, con pretensiones de artista sensible, que cantaba tangos y romanzas (Mi Buenos Aires querido, El farolito de la calle en que nact y romanzas de zarzuela del maestro Serrano, entonces en pleno auge), convencida de que podfa competir con profesionales. Como se decia en casa, eran szatrapastrosos», trajeados con ropas gastadas pero reconvertidas para Parecer de estreno y a la moda. Mis hermanas no se trataban con ellas; hasta es posible que ni siquiera se saludaran. Se decia que era una familia de actores que habfan caido en San Roque, sin que nadie Supiera de qué vivian. Desde luego, en San Roque se las arreglaron Pata hacer todos los afios varias representaciones en el Salén Ala- meda, un teatro, luego también cine, muy cochambroso, cuyo duefio, Justo Pernia, era un hombre nerviosisimo, angustiado, que iba siempre deprisa, como de mal humor, y discutiendo en voz alta con sus fan- tasmas. Recuerdo una de estas representaciones con cierto detalle, aunque es posible que con contaminaciones ojdas a otros, mayores que yo, que también la presenciaron, y que incorporé luego a mi me- Moria como vividos por mi. Durante la Semana Santa la familia Gé- mez de la Mata ponia en escena momentos de la vida de Jestis. Aquel afio anunciaron que la representacién contaba con adelantos técnicas. A mi me hizo llorar la escena de Cristo en la cruz, en trance de mo- Tir, papel que hacia el padre, mientras la mujer y las dos hijas repre- 69 sentaban a la Virgen y las Santas Mujeres, respectivamente. Otra de las escenas era el Sermén de la Montafia. Finalmente, la que se pre- tendia mas espectacular era la de la Ascensién del Sefior, que habia de culminar con el ascenso a los cielos de Gémez de la Mata me- diante un cable atado al cinturon y del que, pasado por una polea, se elevaria desde fuera del escenario. El cable, desde luego, no habia sido detectado por nadie en los primeros momentos de la representacion, por el fondo oscuro del escenario. La sorpresa fue, pues, enorme cuando Gémez de la Mata, con los brazos y manos en postura pia- dosa, comenzé a elevarse poco a poco. Estébamos asombrados. Pos- teriormente he pensado que, como era la escena final, el telén deberia haber bajado al mismo tiempo que el personaje de Cristo ascendia a una cierta altura, porque, de no ser asi, écOmo habria podido resol- verse su ascenso? Cualquiera que fuera el proyecto que como director de escena tuviera el propio actor, lo que ocurrié fue inaudito: a una altura aproximada de dos metros, el sefior Gomez de la Mata, en vez de continuar su ascenso en vertical como hasta entonces, quedé en posicién horizontal, por un desplazamiento del cinturén hacia abajo. Pataleando en el aire, se le descendid bruscamente y cayé de bruces sobre el escenario, sin que a nadie se le ocurriera bajar de inmediato el telén. El escdndalo fue enorme. Lo que hasta ese momento habia sido acogido con respeto por parte de los adultos, y con estupor ad- mirativo por parte de los menores, se convirtid en jolgorio en el patio de butacas y en una explosidn de bestialismo en el «gallinero». Mi pa- dre no habia ido a esa representacidn, ni a ninguna de las que hacia esta familia, pero mis hermanas y mi madre si, y durante los dias si- guientes no cesd de comentarse lo ocurrido, al principio con soma, luego con ldstima, al recordar cémo las dos muchachas de la familia salieron del escenario llorando a lagrima viva. No sé si ésta fue la ultima representacién que esta familia hizo en San Roque. Luego se trasladaron a La Linea, donde yo los vi hasta la guerra civil. Me consta que comenzaron, incorrgibles, las representa- ciones del Tenorio de Zorilla, todos los noviembres, y también, al pa- recer no escarmentados, las escenas de la vida de Jesis. Hasta julio de 1936, en que la guerra civil cambia radicalmente la estructura y dindmica sociales, San Roque era un pueblo inmovil. Ni siquiera la Republica provocé mutaciones sustanciales. Era un pueblo clasista, mds que los del contorno, porque en La Linea tal separacién no existia: hasta los profesionales liberales estaban contaminados del 70 medio de vida més usual del linense, el contrabando, que a excepcién de los grandes contrabandistas, que no eran precisamente de La Linea or razones obvias, era un habitual trapicheo que todo el mundo se rmitia sin hacerle asco alguno. Otro tanto, aunque en menor me- dida, ocurria en Algeciras. En San Roque no era asi. Los que trabaja- ban en Gibraltar eran muy pocos, y se dedicaban a sus faenas en el arsenal como podrian hacerlo en San Roque; el contrabandeo estaba mal visto (aunque se vivia de los productos de él, porque en San Ro- que, desde los zapatos, calcetines, impermeables y camisas, y la ali- mentacion y el tabaco eran de Gibraltar). En San Roque estaba legi- timado comprar en Gibraltar, pero no para vender, sino para usar © consumir. Por eso, todo San Roque se consideraba «por encima» de cualquier linense, hasta el punto de que el matrimonio de una mu- chacha de San Roque (de la clase que fuera) con uno de La Linea su- ponia un cierto desprestigio social. Como en un circulo concéntrico, en San Roque la condicién de clase estaba marcadisima. Puesto que junto a casas habitadas por fa- milias de la clase media habia otras de familias modestas, una vecina de la misma edad de mis hermanas podia mantener una relacién cor- dial y simpética en los meros encuentros de puerta a puerta, pero no era aceptada como amiga para el teatro, el cine o el paseo por la Ala- meda. Incluso los saludos, fuera de los limites del espacio vecinal, se hacian con cierta reticencia, como si se ocultara, por parte de la per- teneciente a la clase media alta, que se conocia a la saludada. Cada cual estaba en su sitio y nadie se extralimitaba. En el Casino del Recreo se celebraban todos los domingos y fes- tivos bailes a los cuales asistia la oficialidad (la de Academia, nunca la de «patateros») destinada en San Roque, que inmediatamente era acep- tada por la clase alta. Para las chicas solteras era una maravillosa oca- sién de ennoviarse con alguien no visto hasta entonces, prestigiado por el uniforme y por el hecho de proceder de regiones ignotas de Espafia, a los cuales se les atribuia una condicién intrinsecamente su- Perior a la de alguien de alli. Ademés de los bailes, en el casino o en el Salén Alameda tenian lugar representaciones teatrales (en las que intervenia la oficialidad mas Joven) que ofrecian nuevas posibilidades para coqueteos, honestos co- queteos, porque hab{a que tener cuidado: una joven quedaba defini- tivamente sellada ante la minima transgresién de las normas caracte- tisticas de «la decencia». Ta existencia de una guamicién bastante numerosa acentuaba la Separacién de clases de toda la poblacién. Los suboficiales (sargentos 71 y brigadas) no hubieran sido aceptados en el casino (en el caso im- probable que hubieran pretendido hacerse socios). Ninguna chica de clase acomodada hubiera permitido que se le acercase en el paseo un sargento con la intencién de entablar un noviazgo. Para eso estaban las hijas de empleados, de artesanos, de camareros, de albafiiles, de municipales, etcétera. La separacién de clases era tan notoria que en la Alameda, el paseo principal, el de las farolas, sin que mediara na- turalmente otra norma que la derivada de los propios estamentos so- ciales, era usado por la clase alta, y sélo por ésta, mientras los de clases menos acomodadas paseaban por los tres restantes. Estabamos adiestrados, desde nifios, en las sutilezas de la psicosociologia empi- rica que se desprende de una sociedad tan rigida como la de enton- ces. De adolescente me llamé mucho la atencién el dicho que se aplicaba a alguna muchacha de clase modesta que, por su fisico y por sus pretensiones, rechazaba a algun pretendiente que «le corres- pondia» (pongamos por caso, un sargento), con miras «a pescar» un oficial, «que no Ilegaba». De ellas se decia: «Paquita es de esas a las que la infanteria no llega y la caballerfa se pasa».** El destino de estas muchachas podia ser patético: hartas de esperar al que no Ile- gaba, se quedaban solteras o terminaban caséndose «con cualquie- ra», Esta descripcién de la divisién de clases que acabo de hacer co- mienza a resquebrajarse a los dos o tres afios de proclamada la Re- publica. En primer lugar, familias de clase acomodada no solamente se adscribieron al republicanismo, sino al partido de Azafia o al so- cialista, mientras el nticleo de rentistas y, por supuesto, muchos pro- fesionales liberales, seguian fieles al conservadurismo tradicional, que empieza con Renovacién Espafiola, de clara connotacién monar- quica de derechas, y prosigue con Accién Popular, de Gil Robles, que la deglute. Pero la cuestién era mas complicada: si el cabeza de familia habia saltado hacia posiciones no conservadoras, que lo ale- jaban en mayor o menor medida de sus anteriores amistades (se crea- ron circulos de los partidos politicos, lo que luego se Ilamarian se- des, que podian eludir la enojosa mezcolanza en el casino de rentistas y de los «de ideas avanzadas»), la esposa preferia mantenerse en el circulo de sus antiguas relaciones, es decir, en un estatus so- 25. El dicho tenia su fundamento. En el ejército habia castas: la inferior, la de in- fanteria. Artilleria representaba una casta superior, pero la més elevada era la de caballe- ra. Los uniformes eran su expresion simbélica. Los oficiales de caballerfa con pantalon de montar, botas altas y, sobre todo, su capa azul, o los del Estado Mayor, con su fajin azul, eran «el no va mas», apelacion formidablemente expresiva. 72 cialmente més estimable para ella. Maestii y los Galiardo eran, valga ‘de ejemplo, personas adscritas a la izquierda, y rivales irreconciliables de los pertenecientes a circulos monarquicos y de derechas, pero sus ‘esposas seguian con sus relaciones, sus practicas religiosas y sus acti- tudes distantes de todo grupo social que no fuera aquel al que per- tenecian. Lo mismo ocurria con los hijos: entre los varones surgieron diferencias ideoldgicas, reflejo de las de sus padres. Yo recuerdo ha- ber sido invitado —a los doce afios— al Circulo de Accién Popular, junto a los de la familia Vazquez de Sola y Vélez Vazquez, donde no entrarian nunca los Galiardo o los Maestu, entre otros. Pero las nifias, como sus madres, seguian como si tal cosa. Por otra parte, el profesional de izquierda (azafista o socialista), por el hecho de serlo, no se alejaba de la clase a la que pertenecia. Un abogado socialista, por ejemplo, no prescindia de sus relaciones asi como asf, ni por so- cialista elegiria a sus amigos entre la clase obrera, en la que, sin em- argo, hallaria afinidades ideoldgicas, pero de la que le distanciaba su pertenencia social. Asi, en la Casa del Pueblo, de la calle Malaga, muy tara vez entraban socialistas de otra clase que no fuera la obrera, y desde luego a ninguno de los hijos de estos profesionales liberales adscritos al socialismo se le pasé por la cabeza entrar alli: «No era su sitio». Tampoco fue capaz de acabar con el clasismo el desarrollo de la masoneria cn San Roque (paralelo al que tenfa en todo el Campo de Gibraltar), y en cuyas logias si que entraban, indistintamente, personas de distintas clases sociales. Pero todos asumian que, si bien alli po- dian tener sus momentos de confraternizacion, fuera las cosas debian Seguir siendo como siempre.” En segundo lugar, el primer gobierno de la Republica decidié la teduccién del estamento militar, con lo que desaparecid de San Ro- que, en los afios que van de 1931 a 1936, el acicate en su vida so- cial que supuso la presencia de jefes y oficiales por un lado y de su- boficiales por otro. Para que se tenga idea de lo drastico del cambio sefialaré que en 1931, tras la proclamacién de la Republica, habia en San Roque un coronel, el coronel Avilés, al mando de tres batallones 26, Naturalmente, esta consideracién acerca de los masones de San Roque no pro- fede de mi experiencia de entonces, sino de una deduccién tardfa, cuando he sabido ,bast# poseo prueba documental— que a las logias masénicas (en San Roque habia los, una de ellas Germinal, nimero 16; en La Linea de la Concepcién habia doce) per- tenecian personas de muy diferente clase social, Una situacién de este tipo se repite en muchas circunstancias. Durante los dias de Cursillos de Cristiandad, muchos anos des- ués, ministros de Franco servian la mesa a empleados y modestos comerciantes, pero uubiera sido tonto pretender otra cosa. 73 (con dos o tres tenientes coroneles, tres comandantes, ocho o diez ca- pitanes, docenas de tenientes, etcétera). En julio de 1936 todo aquel enorme cuartel contenia unas cuarenta personas (soldados para los servicios de mantenimiento y algunos sargentos) al mando del te- niente Torres del Real. 74 Mi padre no quiso que yo fuera a una escuela nacional, como se llamaba entonces a la escuela publica, porque, segin él, en ellas no se trabajaba suficientemente con los alumnos y habia demasiados en clase. Me mando a la de un maestro particular, don Gabriel Arenas y Diaz de Bustamante, que en San Roque tenia un gran prestigio.”” Fui a la escuela de don Gabriel a partir de los seis aitos, pero creo que ya sabia leer, aunque imperfectamente, quiz por las lecciones que habia recibido de mis dos hermanas mayores, Sara y Victoria. La es- cuela era una habitacién grande, con las clasicas filas de bancas. En cada banca nos colocdbamos cinco o seis alumnos. Los mAs pequefios se sentaban en las de delante. La ultima se reservaba a las unicas cua- tro o seis nifas que admitian. Entre ésta y la ultima de varones que- daba una especie de corredor, para salir a la calle, por orden, cuando terminaba la jornada. Desde que comienzo a asistir a la escuela mis tecuerdos aparecen més estructurados. Don Gabriel era viudo, con dos hijos, Nicolas y Pepita. La escuela éra una habitacién de la propia casa en que vivian, con fachada a la calle de la Plata y la plaza de los Caballos (en realidad, de Espartero). En la planta baja tenian una tienda de ultramarinos, que atendia Ni- colds. A la escuela se entraba por una bocacalle de la Plata, la calle Aurora. Don Gabriel Ilevaba directamente la ensefianza de todos, aun- que ayudado por Pepita, que se ocupaba de los mas pequefios —a los que ensefiaba a deletrear y a escribir— y de las nifias.” 27. Después he tenido noticia, vaga por lo demés, de que procedia de la Institucién Libre de Ensefiznza. Algunas de sus actitudes lo hacen verosimil. 28. Nicolas huyé de San Roque tras los acontecimientos del 27 de julio de 1936, a que me referiré en un capitulo posterior, y no se supo mas de él. Se dijo que habia ‘Muerto en el frente republicano. Don Gabriel fue detenido como mason y republicano le izquierda ese mismo dia. No sé cémo ni por qué, no sdlo logré salvar su vida sino Ge, desde el cuartcl de Falange de La Linea, donde estaba detenido y donde le vi desde la calle Real —y él me vio sin ninguna duda, se le facilité su huida a Tanger, en donde @fios después murid. Pepita quedé sola en San Roque, con su tienda, sin la escuela. En 75

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