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El guardián de los cielos de Yamato.

Rubén Mesías Cornejo

1. 11 de marzo de 1945: Mazinger está listo para defender a la patria.

La llamada del megáfono resonó potente en todo el ámbito de la base, obligando a Koji
Kabuto a abrir los ojos para salir del estado de meditación en que estaba inmerso; se
encontraba dentro de un templo, cuyas paredes se encontraban totalmente cubiertas por
nutridas hileras de monolitos de aspecto rectangular y condición resplandeciente que
representaban a cada de uno de los cientos de jóvenes pilotos que ahora ya eran héroes por
el hecho de haber inmolado su vida embistiendo cualquiera de aquellos gigantescos
bombarderos cuatrimotores, que el infame general Curtis Le May enviaba a diario sobre las
ciudades del archipiélago nipón con el avieso propósito de reducir a cenizas las ciudades y
las vidas de los hombres, mujeres y niños que pasaban su existencia dentro de aquellas casas
hechas de madera y papel construidas sobre las comarcas de la isla de Honshu.

A Koji no le cabía duda de que aquel hombre de raza caucásica era un verdadero demonio,
como también lo eran los tipos que tripulaban esos formidables colosos de metal de morro
acristalado y equipado con una docena de ametralladoras defensivas , cuyo fuselaje estaba
decorado con los cuerpos de sonrientes y curvilíneas mujeres desnudas, que tenían la misión
de arrojar cientos de bombas incendiarias sobre las ciudades y fábricas del Japón, partiendo
desde las pistas de aterrizaje de Isley Field, allá en Saipán, antiguo territorio nipón ahora en
manos estadounidenses.

De ese modo, tan inhumano y cruel, aquel demoniaco general de aviación pretendía
aterrorizar y poner de hinojos al pueblo japonés, para hacerle padecer todos los horrores de
la guerra en sus propias carnes, al igual que los soldados del Imperio que tenían la orden de
luchar hasta dar su último aliento para desangrar al enemigo que se dedicaba a tomar por
asalto las fortalezas insulares del perímetro defensivo concebido por el difunto almirante
Yamamoto para proteger a su amado Japón del contraataque enemigo, y que se había ido
reduciendo más y más conforme transcurría la guerra.

La situación realmente era desesperada, y ahora las mentes pensantes de la Fuerza Aérea del
Ejército Imperial también consideraban que la estrategia de los ataques suicidas, preconizada
por el gordo y corpulento almirante Onishi, era el único modo de frenar la abrumadora
superioridad bélica del enemigo.

Ya no se trataba de ganar la guerra, sino simplemente de prolongar la lucha para demostrarle


a los yanquis que sería muy difícil vencer la voluntad de resistir de los soldados del Sol
Naciente.

Koji recorrió con la mirada aquellas hileras de monolitos fúnebres, aunque resplandecientes
homenajeándolos con su respetuoso silencio, era un hecho que todos esos jóvenes habían
muerto para salvaguardar el trono del Tenno, el divino Hirohito, y el sagrado suelo de las
islas patrias que, ahora más que nunca, corrían el riesgo de ser holladas por las botas de los
soldados estadounidenses.

Ellos estaban muertos, sus espíritus se habían dispersado “fragantes por los cielos de
Yamato” como había escrito uno de esos valientes antes de estrellar su avión contra un
bombardero estadounidense, y a pesar de todo el enemigo seguía oprimiendo con su maligno
dogal la vida cotidiana de los japoneses que ahora miraban al cielo como la fuente de todas
sus tribulaciones.

En efecto, el Japón estaba casi rodeado, pero no tenía la menor intención de rendirse, pues
esto hubiera sido una carga insoportable para el orgullo de la nación. Afortunadamente, la
desesperación no había nublado la visión de todas las mentes creativas del Imperio, y hubo
quien pensó en una solución menos costosa en vidas humanas más efectiva, que las Fuerzas
de Ataque Especiales, no eran la mejor respuesta al problema planteado por la desfavorable
coyuntura bélica.

Aquella mente fértil estaba encerrada en el cuerpo de un hombre anciano, pero patriota que
había puesto sus conocimientos científicos al servicio de una iniciativa realmente insólita y
singular que buscaba demostrar a los estadounidenses que el Japón todavía era capaz de
construir un arma más destructiva que todas las bombas incendiarias que los B-29 estaban
arrojando sobre el suelo de la metrópoli.

Y precisamente hoy Koji Kabuto, y un grupo de pilotos seleccionados entre los mejores
pilotos de caza japoneses que habían sobrevivido a las arduas peripecias de las batallas aéreas
sobre las islas y selvas del Pacífico, entrarían en combate para poner a prueba por vez primera
las fabulosas armas que conformaban la panoplia bélica del prodigioso robot de combate
que el profesor Juzo Kabuto, abuelo de Koji y de su hermano menor Shiro ( que también se
preparaba para participar en la acción en una base cercana), había diseñado para salvar al
Japón de la ignominia de capitular sin condiciones ante el poderío militar estadounidense.

El anciano Juzo no quería que los jóvenes japoneses, entre quienes se contaban sus nietos,
continuara sacrificándose con tanta abnegación, aunque sin mayor sentido en aras de una
estrategia heroica pero claramente derrotista que los inducía a morir prometiéndoles la eterna
condición de héroes en calidad de premio por su proeza.

No, los que debían morir eran otros, los asesinos que estaban a los mandos de los B-29, los
que llevaban a efecto las directrices de aquel estratega cruel que manejaba los hilos de esa
destrucción sistemática que estaban sufriendo las ciudades japonesas por obra de esos
enormes aviones que esparcían sus malditas bombas, volando a baja altura para optimizar su
puntería, aunque corrieran el riesgo de ser acribillados por los proyectiles que rabiosamente
escupía la artillería antiaérea.
Con una discreta genuflexión Koji se despidió de todos aquellos héroes muertos, para
encaminarse hacia la salida del templo, dispuesto a acudir al llamado del megáfono, a
sumergirse de lleno dentro de aquella terrible realidad con todas las ganas de hacer mucho
para revertirla.

De hecho, apenas puso el pie fuera del templo su mirada se encontró con un panorama
ciertamente futurista, pues las pistas del aeródromo, anexo al templo, se hallaban ocupadas
por unos aviones de caza de morro redondeado, erizado por las antenas de un radar de
búsqueda, y cuyo fuselaje recordaba en todo el aspecto de un tiburón, amén de estar sostenido
por un tren de aterrizaje triciclo y ser propulsado por un par de los novísimos motores a
reacción dispuestos debajo de unas alas ligeramente aflechadas.

Sin duda parecía que se había dado un salto en el tiempo, pues en todo el aeródromo no había
el menor rastro de los Kawasaki Ki-45 Toryu, los bimotores de caza nocturna, propulsados a
hélice, habituales en el arsenal de aviones del Ejército Imperial, pues aquellos aparatos que
contemplaba eran los últimos hijos de la conspicua inventiva de Willy Messerschmitt: los
Me-262.

Justo en este instante, los pilotos que ya instalados dentro de las cabinas habían encendido
los motores otorgando el hálito de la vida a sus máquinas, entonces los reactores emitieron
su rugido y los aviones iniciaron el lento carreteo que precede al despegue. Poco a poco, la
escuadrilla entera ascendió a los cielos pues se tenía previsto que estos cazas, de fabricación
alemana, pero tripulados por los mejores ases japoneses escoltarían al poderoso robot de
combate durante su primera salida de combate.

Era el momento de correr hacia la carlinga del pílder, para ponerlo en vuelo y colocarse en
medio de la cabeza del gigantesco robot; esta noche Mazinger cobraría vida y haría conocer
algo más que el miedo a los hombres que manejaban aquellas máquinas que tanto sufrimiento
estaban causando entre la población no combatiente, pues se sabía enteramente capaz de
borrar del cielo la estampa de los bombarderos enemigos.

Koji se metió dentro de la cabina, vestido con un vistoso y futurista traje de vuelo, y accionó
los controles que pusieron en marcha las hélices del pilder, entonces éstas empezaron a girar
haciendo que la máquina se elevase como un delicado insecto metálico por encima de una
piscina de aguas quietas que pronto dejaron de serlo para convertirse en dos caídas de agua
que vaciaron el contenido de la misma con suma rapidez.

Pronto, algo empezó a emerger lentamente de la boca del silo que la capa de agua ocultaba,
poco a poco la maciza suelta de Mazinger, hecha de japanium y repartida a lo largo de
diecisiete metros de altura ascendió majestuosamente como una estatua colosal en medio de
la noche, y los reflectores de la base apuntaron a ese lugar para indicar a Koji el lugar exacto
donde debía empezar el descenso.
La cabeza de hueca del Mazinger (el dios-demonio del profesor Kabuto) estaba abajo,
esperando hacer contacto con el pilder que le otorgaría la vida, Koji maniobró con la
precisión que brinda la práctica constante, plegó las alas del pilder y encajo el mismo en la
cavidad reservada para él dentro de aquella ciclópea estructura.

La conexión está hecha: ahora Mazinger y Koji se hallan entrelazados, como si fueran partes
del mismo cuerpo, y están listos para compartir su destino fuera este glorioso o infausto.

Los ojos romboides de Mazinger lanzaron destellos de fuego en la oscuridad, mientras alzaba
los puños como un bravo púgil preparado para la pugna; solo después de este alarde Mazinger
desplegó sus alas retractiles, y esperó el impulso que le daría la catapulta para impulsarse
rumbo a ese oscuro cielo donde lo aguardaba la escolta de reactores que le acompañarían
durante su primer ataque contra los bombarderos cuya presencia ya ha sido detectada por los
radares amigos.

2. Medianoche del 11 al 12 de marzo de 1945: los B-29 se quiebran sobre el cielo de


Nagoya.

Mi nombre es Curtis Emerson Le May, soy el líder del poderoso Vigésimo Mando de
Bombardeo, me considero un ganador y quiero ganar esta guerra a toda costa.

Por eso dispuse que los Superfortress fueran eximidos de todo blindaje y protección que
limitase su alcance y capacidad de carga para convertirlos en los peones de brega que
arrasaran la endeble arquitectura de las urbes donde moran estos seres de ojos rasgados y
modos extraños cuyos gobernantes pensaron que podían disputarle a América su predominio
sobre las vastedades del Pacífico.

Claro está en que hemos pagado un pequeño precio por nuestra osadía de atacar a baja cota
para afinar la precisión de los bombardeos, y algunos B-29 han sido abatidos por la defensa
japonesa, pero la cuarta parte de Tokio ardió como una pira funeraria la noche del 10 de
marzo.

Y ahora mi deseo es que no solo Tokio se convierta en una hoguera plena, también quiero
que los habitantes de Nagoya, Osaka y Kobe conozcan en sus propias carnes el infierno que
padecen sus soldados cuando son alcanzados por las lenguas de fuego que escupe un
lanzallamas, así sabrán que la guerra es cruel y quizá puedan presionar a su gobierno para
que se rinda y haga cesar tantos sufrimientos.

Hoy es 11 de marzo, y es el turno de que Nagoya se vea “tan brillante como cuando sale el
sol”, según el eufemístico estilo para decir las cosas que usan los locutores de Radio Tokio,
pese al éxito de la misión de ayer, los tripulantes tienen miedo de que sus bombarderos poco
protegidos sean derribados, para infundirles confianza a todos, y acallar a los que dicen que
voy a enviarlos a una muerte segura, he decidido participar en la misión para demostrarles
que no deben temer nada.
Voy a bordo del Thumper, un bombardero invicto que esta noche tendrá el honor de ser unos
de los primeros en arrojar sus bombas sobre las áreas urbanas de Nagoya, para señalar el
objetivo al resto de aviones que conforman la oleada de ataque.

A través del visor Nagoya parece un manto de sombras bordado de luces, el avión ralentiza
su marcha y abre las compuertas de su bodega de bombas; todo presagia que allá abajo los
incendios florecerán como una primavera ardiente. Hasta el momento no hay el menor rastro
de cazas enemigos, lo cual parece un buen augurio para nuestra misión.

En eso el haz de un reflector atrapa con su luz a uno de los bombarderos que vuela delante
del Thumper, el avión inicia una maniobra de evasión para salirse del cono luminoso que lo
ha puesto en evidencia, pero el reflector lo persigue con tesón y vuelve a moldear su plateada
figura en medio de la oscuridad.

Entonces, ocurre algo inaudito, y la imprecisa silueta de un puño (o de algo que se le asemeja)
atraviesa de abajo hacia arriba, a una velocidad insospechada, el fuselaje del bombardero
partiéndolo literalmente en dos: la estructura tubular del aparato estalla y se desintegra en
cuestión de segundos convertido en una ruina ardiente que se precipita velozmente hacia la
tierra.

No hay sobrevivientes, ningún tripulante ha tenido tiempo suficiente para saltar en


paracaídas, la peor de las muertes los ha alcanzado de súbito, sin advertirles siquiera.

Aquella cosa, o puño o lo que diablos sea, va propulsado por un par de cohetes, lo sé porque
puedo distinguir claramente las llamaradas que emiten sus toberas en medio de la noche.

El puño continuo su periplo destructor, ahora se dirige contra el morro de un bombardero que
ahora está evacuando su mortífera carga sobre Nagoya. El avión se encuentra en su momento
más vulnerable y no tiene oportunidad de efectuar ninguna maniobra evasiva; el puño
colisiona contra el morro acristalado, y penetra como un ariete en el interior del avión
arrasando con todo lo que encuentra de proa a popa, saliendo limpiamente a través de la
torreta de cola.

Las alas se desprenden del fuselaje ya deshecho, configurando una especie de uve que
rápidamente pierde aquel aspecto de letra, mientras caen inertes hacía abajo, eso sí con los
motores funcionando a plena potencia, y las hélices todavía girando como si pudieran seguir
propulsando a una máquina que ya no existe.

El piloto de otro bombardero de la formación, rompe el riguroso silencio de la radio para


informarnos, con voz nerviosa, que ha visto aparecer la cara de una “enorme criatura metálica
de aspecto humanoide”

—“Y ahora esa cosa me está mirando con furia, quiere amedrentarme. Sus ojos despiden un
relámpago de luz. La temperatura aumenta. Siento calor ¡maldita sea! ¡estoy ardiendo!”
Su voz se convierte en un alarido, y la noche vuelve a iluminarse con una nueva explosión.

Todo esto me parece inaudito, es como si me dijeran que Superman hubiera cambiado de
bando y nos estuviera atacando, pero de sobra sé que el kriptoniano no existe, y que
seguramente los japoneses han puesto en el aire algunos aviones a reacción, de esos que
según se sabe está desarrollando el Reich alemán.

Es lo único que se me ocurre para explicar qué está diezmando a mis bombarderos, pero lo
que está fuera de toda duda es que los japoneses han puesto en vuelo un arma totalmente
insólita que va más allá de la imaginación de cualquiera de nuestros proyectistas.

Doy la orden de abortar la misión. Hay que regresar a Saipán sanos y salvos.

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