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pensamiento y cultura
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fin de partida

sumario 4 Editorial
carlos peña gonzález
88 Música pop: una saturada suma
de diferencias
132

La ironía, el gato, la liebre y el perro
constantino bértolo

o8
juan pablo abalo
6 La ópera: 134 Machos, lachos, padres e hijos
el canto de la mente perdida 92 Huir en llamas en la obra de Joaquín Edwards Bello
juan antonio muñoz natalia babarovic andrea kottow

Alta y baja cultura 14 Televisión: las mil y una noches 96 Prueba de artista, 1978 146 Las nieblas del tiempo
roberto merino (performance de Carlos Leppe ernesto ayala
junto a Marcelo Mellado)
20 Historia, poder y periodismo 148 Póker
de investigación en Chile 102 Una nueva embriaguez gonzalo contreras
andrea insunza guillermo machuca
152 Honoré de Balzac: un monumento
28 Apuntes sobre novela y baja cultura 108 Publicidad, el género a las galeradas
ignacio echevarría de la “sociedad espectacular” alfonso calderón
antonio gil
38 Consideraciones frente al campo 154 Cuentos y cuentas de “Daniel López”
de batalla 112 Keeping in touch (sobre m. e. orellana benado
juan manuel vial Norbert Lechner)
manuel vicuña 162 Con nombre de mujer
42 Hollywood y los circuitos joyce ventura
de la emoción 116 Elogio de la sonrisa
héctor soto sin consentimiento previo 164 Crónicas del espacio interior
miguel ángel felipe marcelo maturana
48 El cine documental:
verosimilitud y temporalidad 120 Dos notas sobre la sátira 166 La segunda edición de Márgenes
claudio celis rafael gumucio e instituciones
carlos pérez villalobos
56 Escritos íntimos: la voz desafinada 126 El fondo del país sin fondo
marcela fuentealba (cuatro apuntes sobre la cueca) 171 Negros reflejos  
leonardo sanhueza tal pinto 
60 Modas que viví
juan guillermo tejeda 173 El polizonte o la literatura
de la negatividad
76 Narración, experiencia, escritura damián tabarovsky
revista udp
carlos pérez villalobos
Año 04 / Número 08 / 2009

Director: Carlos Peña González

Editor: Matías Rivas
Secretario de redacción: Andrés Braithwaite
Diseño: Juan Guillermo Tejeda + TesisDG
Fotografía: Álvaro Hoppe, Rodrigo Merino,
Carlos Altamirano, afp Image Forum

issn 0718-1965

Impreso por WorldColor Chile S.A.

Ninguna parte de esta publicación puede ser

reproducida o transmitida, mediante cualquier
sistema, sin la expresa autorización de la
Universidad Diego Portales.
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Editorial Alfonso Calderón –en cuya memoria editamos este número–

In memoriam escribió novelas, crónicas, poemas, artículos periodísticos,
por carlos peña conzález
cuentos y un cuanto hay de lo que se deja escribir, probando así
que la escritura, en todos sus géneros y en la totalidad de sus
manifestaciones, era lo que, finalmente, lo seducía. Se parecía
en eso a Joaquín Edwards Bello –uno de sus ídolos–, cuya obra
además contribuyó a preservar.
Como ocurre con Edwards Bello, en Calderón la escritura está
indisolublemente atada a la memoria, como si escribir fuera el
permanente intento de domesticar algo que se agazapa en los
recuerdos y que no sabemos bien qué es. Como si escribir fuera
la única manera de rescatar otro texto que hubiera sido escrito
alguna vez y que la nueva escritura, paradójicamente, borra y al
mismo tiempo rescata a pedazos.
Alfonso Calderón tenía una memoria prodigiosa e hipnótica
y conversaba con la misma perfección con que escribía. Hablar
con él era como entrar a una tienda llena de cosas disímiles, de
objetos sofisticados y cultos, de cachivaches y joyas, de libros y
autores, cuyo dueño fuese capaz de relatar en cada uno de sus
pormenores, el origen del objeto, sus poseedores, sus vicisitudes,
sus defectos, sus secretos, sin nunca cometer un error, como si
mientras hablara tuviera ante sus ojos un catálogo invisible.
Edwards Bello dijo alguna vez que su compulsión por archivar
cosas –la memoria no es más que una forma de archivo– debía
esconder algo terrible. Si fuera así, los espíritus memoriosos
como el de Alfonso Calderón se explicarían como una lucha
cotidiana y permanente por dominar la desmesura –eso es
lo terrible– de la condición humana. Y para hacerlo incurren
en otra desmesura: la de la espléndida creación literaria a
borbotones y la de la generosidad a manos llenas.
Hasta que la muerte, claro, apaga esa desmesura y devela, para
el fallecido, pero sólo para él, el misterio de lo terrible.
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La ópera: el canto
de la mente perdida
por juan antonio muñoz
Los autores más actuales y
los críticos de última hora no
toman conciencia de algo que
es fundamental: la ópera vive
de las convenciones. De otra
forma no se entiende que una
corpulenta señora que se acerca
a los 50 años anuncie que su
personaje tiene 15.
Juan Antonio Muñoz. Editor de Cultura
del diario El Mercurio.
La ópera tiene una variada proyección
social y expresiva. Es distinta. Funciona
como receptáculo de amor y muerte. Es
conflicto y música vestidos de escenarios,
trajes y épocas. Transfiguración de cuerpos
y pasiones puestas en voz, en murmullo,
en grito. En silencio, al fin. Temblor
extático y sugestión compulsiva. Ya van
más de cuatro siglos desde el nacimiento
de la ópera, género-fenómeno
controvertido y apasionante que continúa
llenando teatros y vidas.
El primer paso fue dado por Dafne, de
Jacopo Peri, compuesta entre 1594 y
1595. Para algunos fue la primera ópera,
aunque más bien se tratara de una fábula
dramática con un prólogo y seis escenas.
Sobre un texto de Rinuccini, su estreno se
realizó en Florencia, en el Palacio de los
Corsi, durante el carnaval de 1597. La
mayor parte de su música está extraviada.
Desde entonces, la ópera es un género que
se obstina en unir dos conceptos: arte y
espectáculo. Al originarse en Florencia, en
la corte de los duques de Toscana, las obras
tenían como objetivo principal revivir el
poder de la música. Sin embargo, el género
ya traía aparejado ese doble estándar,
pues así reivindicaba la abstracta melodía
antigua como se esperaba que fuera
vehículo para el alarde y la opulencia.
Pasaron algunos años hasta que de
Venecia emergió la idea de convertir este
espectáculo cortesano en una entretención
ciudadana, a la que podía asistir quien
pudiera pagar un boleto.
El primer teatro de ópera veneciano
que vendió entradas se abrió en 1637, y
pronto se confió su administración a una
compañía. Tal experiencia artística pasó a
ser explotada comercialmente y la ópera
se convirtió, a la par de un negocio, en
acontecimiento estable (había títulos de
repertorio) y en un ingrediente más para
el carnaval. Como los teatros pertenecían
a familias aristocráticas, éstas
comenzaron a competir y las
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producciones se hicieron cada vez más
profesionales.
Venecia inició entonces la exportación
de óperas completas, que viajaron a
todos los rincones de Italia. Hacia 1650 se
abrieron teatros desde Milán a Palermo.
Nacieron los conceptos de taquilla y
claque; esta última siempre reclama una
nueva virgen para el sacrificio.
El triunfo de la tragedia
En los siglos XVI y XVII, la base literaria
de las primeras óperas se extraía del
repertorio popular de la mitología clásica.
Las palabras fábula y mito eran sinónimos
en el lenguaje italiano del siglo XVII, y
todas las llamadas “fábulas para música”
utilizaban mitos clásicos. Pero las historias
involucradas no eran tanto aquellas de
tragedias como Edipo, Medea, Electra, Acestes
o Ifigenia (que luego tomarían Glück,
Richard Strauss y Stravinsky), sino los
mitos de transformación de Ovidio: Orfeo
y Eurídice, Perseo y Andrómeda, Plutón y
Proserpina, Venus y Adonis, Amor y Psiquis.
La lucha entre esta preponderancia
de las mutaciones ovidianas y el intento
declarado de restaurar la tragedia clásica
era manifiesto. Es así como, en el prólogo
de Eurídice, la personificación de la tragedia
aparece en escena para anunciar que ella
va a renunciar a las “escenas tristes” y
despertará “sentimientos más dulces en el
corazón”, vividos por seres de carne
y hueso.
Ariadna, que se montó en Mantua en
1608, con un libreto de Rinuccini y música
de Monteverdi, a pesar del final feliz (el
triunfo de Ariadna en manos y besos del
dios Baco, sexo incluido), se subtituló “una
tragedia”, puesto que sus personajes
representaban emociones reales y no
míticas: la mujer que llora su abandono es
contrastada con la que se convierte en
árbol (Dafne). Se prefiere la primera.
La escena más famosa de la perdida
Ariadna de Monteverdi, el lamento de
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Ariadna cuando Teseo la deja (“Lasciatemi
morire”, el único fragmento que ha llegado
hasta nosotros), es uno de los puntos
culminantes de la tragedia musical. Fue el
comienzo de una ininterrumpida tradición
de heroínas operáticas que lloran los
tormentos de abandono en largos y
apasionados monólogos. Olympia y Medea
son las abuelas de la mozartiana Donna
Elvira y la belliniana Norma.
Al fin, Melpómene, musa de la tragedia,
ganaría el juego. Una partida larga porque
incluso Francesco Cilea, ya iniciado el
siglo XX, la invoca para hacer morir a su
Adriana Lecouvreur.
Competencia artístico-diplomática
Orfeo es quien preside el desfile de los
cuatros siglos de canto. Esto, a pesar de Peri
y su Dafne. El 6 de octubre de 1600 un
grupo de patricios florentinos llevó a cabo
la presentación de una “fábula para
música” en el Palacio Pitti para honrar el
matrimonio de Enrique IV de Francia y
María de Medici. El tema escogido fue la
leyenda de Orfeo, quien, por el poder de su
música, pudo conquistar los infiernos y
rescatar a Eurídice.
Eurídice, que así se llamó la obra, es el
primer drama completamente cantado
cuya música ha llegado hasta nuestros días,
con dos partituras, una de Jacopo Peri y
otra de Giulio Caccini. Muchos consideran
que es ésta en verdad la primera ópera.
Poco tiempo después, la Academia Degli
Invaghiti, en Mantua, protegida por los
Gonzaga, montó otra producción. Una vez
más, el tema tratado sería el mito de Orfeo.
El compositor era Claudio Monteverdi,
cantante como su protagonista, intérprete
de viola y creador de madrigales
polifónicos, quien se aventuraba en un
nuevo estilo: el recitativo, tan especial para
el teatro.
Este Orfeo de Monteverdi se publicó en
1609, junto a otras óperas del mismo
nombre. No es exagerar decir que la ópera
se inventó bajo la figura de Orfeo.
La luz del nuevo género, sin duda, se
encontraba en la partitura monteverdiana.
El estilo del canto de su Orfeo no era una
simple recitación, sino un ejercicio
melódico que se dilataba en cada sílaba,
unos balbuceos o arengas fascinantes que
si a veces oscurecían algo de la claridad
del texto también lo abrían a amplias
interpretaciones. Esto tendría su cota más
alta en la primera mitad del siglo XIX, al
triunfar los postulados belcantistas de
Rossini, Bellini y Donizetti, todos
románticos que postulaban la progresión,
el constante cambio como médula
de su arte.
Monteverdi estaba bastante dispuesto a
aceptar tal sacrificio de comprensibilidad
con el fin de dar una completa intención al
poder de la música.
Peri, en el prólogo a su partitura para
Eurídice, declaraba que había deseado sobrio, claro y perfectamente inteligible
“proporcionar una simple prueba de lo que
la canción de nuestros tiempos puede
hacer”. También cantante, menospreció –al
igual que Giulio Caccini, su colega rival en
Florencia– el completo monopolio que
tenía la música polifónica en el canto de
textos poéticos en idioma italiano. La idea
era que una sola voz podría conmover el
espíritu humano, pero muchas de ellas
en forma conjunta se destruirían entre sí.
El canto de una sola voz, con un
acompañamiento instrumental simple y
sobrio, era, de tal modo, característica
obligada para hacer coincidir el drama con
una forma musical.
Desde el “Lasciatemi morire”, sería
crucial poder identificar a un personaje
con una voz. En pleno siglo XIX, cuando la
ópera desbordó los teatros y cuando los
cantantes pasaron a ser figuras públicas,
los compositores pensaron en voces
determinadas para ciertos caracteres
dramáticos. Como nada termina, hoy se
asocian ciertas características vocales con
tal o cual personaje (la claque podría
fulminar a alguna virgen arriesgada que se
aventure en un papel inadecuado).
María Callas en Norma o Medea, Elisabeth
Schwarzkopf para la Mariscala (El caballero
de la rosa) o Alfredo Kraus en Werther,
por ejemplo, son alturas a las que nadie
debería intentar acceder. Por seguridad
personal.
El compromiso entre el cantabile
propiamente tal y la mera recitación es
precisamente ese estilo “recitativo” que
constituye el fundamento de la nueva
forma musical. Cualquier olvido de éste es
algo que los requerimientos de la acción
debían “justificar” y “legitimar”, un
planteamiento que incluso Debussy
sostuvo en Pelléas et Mélisande. Sin embargo,
para el diálogo entre los personajes
dramáticos, para sus monólogos, para la
narración de lo que ha sucedido
anteriormente, sólo el canto recitativo
era lo indicado.
Desde sus inicios, la ópera fue
considerada una combinación de talentos,
y el éxito de la obra estaba garantizado
por la competencia en que se enredaban
los príncipes. Fue a través de esta
contienda artístico-diplomática que la
moda de la ópera se propagó por toda
Italia en los primeros cuarenta años del
siglo XVII.
Pero la ópera siempre tuvo sus límites:
no se trataba de cualquier cosa y debía
hacerse respetar. Muchos lucharon y
luchan por ello. Desde el más temprano
Barroco, se consideró que los espectáculos
debían ser un acontecimiento excepcional
y único. Sólo así se justificaba su existencia
y un teatro corría el riesgo de ser
incendiado si no satisfacía las aspiraciones
de los fanáticos.
¿Todo ha terminado?
Género muerto para algunos debido a que
es escasa la renovación del repertorio en
los teatros (óperas siguen componiéndose,
pero son pocas las que se estrenan), las
salas igual se repletan de aficionados
dispuestos a escuchar su nonagésima
Bohème. El canto lírico serio todavía se
mantiene en círculos de iniciados, aun
cuando las explosiones populares de
algunos artistas llevan arias y dúos a calles
y estadios.
Vuelven, por lo tanto, las recurrentes
preguntas: ¿hasta cuándo?, ¿estará ya
agotado el género? Todas de respuesta
terminal a la hora de examinar las
temporadas, cuyo repertorio raramente
sobrepasa los años treinta del siglo XX. Sin
embargo, luego de un análisis más riguroso,
la respuesta no es tan clara. Especialmente
porque en nuestro mundo –teorías
posmodernas añadidas– persiste la
necesidad de acoplar, en una sola
manifestación, música, palabras y acción.
Quizás mientras exista la necesidad de
resolver la problemática expresiva que la
mezcla de dichos elementos plantea, la
ópera subsistirá en el orden creacional.
Los autores más actuales y los críticos de
última hora no toman conciencia de algo
que es fundamental: la ópera vive de las
convenciones. Sí, porque trabaja con los
extremos del imaginario y en el ámbito de
la transfiguración. De otra forma no se
entiende que una corpulenta señora que se
acerca a los 50 años anuncie que su
personaje tiene 15 (Madama Butterfly). Los
escépticos olvidan que cada artista (no
todos los intérpretes lo son) es único y que
el concepto de espectáculo tiene mucho
que ver con el carácter y las personalidades
de quienes lo construyen. Es distinto el
Otello de Ramón Vinay al de Carlo Cossutta;
no da lo mismo una puesta en escena de
Zeffirelli que una de Beni Montresor, Bob
Wilson o Hugo de Ana. Eso siempre
implicará renovación. Es difícil de entender
para quienes recién ingresan en este mar
turbulento que es la ópera, pero Casta Diva
(Norma) cantado por Callas es diferente del
que puede interpretar Montserrat Caballé.
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¿Ópera o teatro cantado?
También es posible desconfiar del carácter
propiamente operático de las obras de los
últimos años del siglo XX. No en un
sentido estético, sino porque se observa
una brecha entre tales partituras y lo que
espera de ellas el público lírico habitual.
Incluso en las creaciones de Aribert
Reimann (Lear, Troyanas, El castillo), tan
empeñadas en preservar la melodía, se
insiste en la búsqueda de una sensibilidad
que, si bien no desatiende al drama, es
obstinada en señalar lo musical como clave
ineludible. Eso implica un desafío para
los auditores.
Salvo en lo que respecta a avances
tecnológicos (utilización de luces, rayos
láser, técnicas de cine y video) y de
pensamiento al servicio de una puesta en
escena (en su momento, la visión de Patrice
Chereau para la Tetralogía wagneriana),
es claro que no ha surgido una conciencia
operística moderna. Son pocos los que
corren detrás de la última grabación de
Dallapiccola, Berio, Berg, Schoenberg o
Henze. Lo anterior es un hecho que no sólo
afecta a la ópera, sino también a toda la
creación musical.
Por lo demás, una puesta actual no tiene
por qué estar basada en un título moderno.
El cineasta Anthony Minghella diseñó,
para Londres primero y después para la
apertura del Metropolitan de Nueva York
(2006), una Butterfly pucciniana que es
un ejemplo de modernidad. Un trabajo de
gran refinamiento cuyo centro era
transformar la música acotada a una
historia en un momento inabarcable en
términos de contenido: Cio Cio San,
entonces, no moría ella solamente, sino
que con ella morían de una vez todas las
mujeres abandonadas. Contaba con
Cristina Gallardo-Domâs para esta tarea.
A esto se añade que se ha consolidado una
industria en torno a la ópera y sus estrellas.
Un mercado que no prescinde de
arbitrariedades y que incluso opta por
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configurar repartos no adecuados para
ciertas producciones, con el propósito de
complacer a los fanáticos de tal o cual.
Ese mismo mercado a veces levanta figuras
de características vocales e interpretativas
comunes, en desmedro de otras, quizás
de menor impacto masivo, pero más
concentradas en lo musical.
El compositor Cristóbal Halffter dice que
la música es el arte que mejor ayuda a
aprehender la realidad. Los responsables
deben saber que, si se sigue aumentando la
distancia entre el público y la música de su
tiempo, ese público pronto puede estar tan
obsoleto como el género que adora.
No se puede permitir que sea la ópera la
última virgen en recibir el martirio.
Locos en escena
El pathos encuentra su clímax en la
ópera romántica, nacida de una estética
que parte por desarmar las estructuras y
huir de la objetividad del entorno. Signo
de las ansias de evasión de un espíritu
asfixiado, las escenas de locura son
ejemplo definitivo de que la fuerza del
género operático radica en su escape
de lo cotidiano.
La esencia de la ópera es que pone en
escena lo que, paradójicamente, no se
puede representar. Por eso, Offenbach
tiene permiso para convertir el canto en
muerte (Antonia en Los cuentos de Hoffmann),
y Donizetti se permite que una débil
asesina, durante casi quince minutos,
imagine fantasmas mientras conversa
con una flauta (Lucia di Lammermoor).
Romanticismo es intuición puesta en
arte. Anuncia el fin de las formas
establecidas y el triunfo del cambio
infinito.
En ese ambiente que rompe con las
opiniones reaccionarias, la ópera –la voz–
viene a ser un buen metal conductor. Puro
cobre. Una instancia aceptada socialmente,
abierta y participativa: el sitio perfecto –el
único posible– para que una prostituta
venza moralmente a la burguesía (La
traviata).
La ópera permitirá vivir lo no aceptado,
la vida oculta del pensamiento y del deseo.
La otra escena, la del subconsciente,
tendrá en ella espacio dramático y se
vestirá con trajes pesados en un marco
escenográfico impresionante. Y la voz
cantada será vehículo de fuga,
manifestación de construcciones
individuales subjetivas y fuera de la
norma. Mundos no expuestos. “La razón
puede equivocarse; el sentimiento,
nunca”, decía Schumann.
Escape, desajuste crónico, música
ad libitum, libretos descabellados, canto
angélico para representar la demencia:
definitivamente, el belcanto resultó
ser buen caldo de cultivo para las
mentes perdidas.
La ópera romántica dio la espalda a los
severos marcos clásicos y privilegió los
fuegos artificiales, la pirotecnia vocal, el
virtuosismo. Las voces fueron exigidas
al límite y la sociedad respondió aportando
ovaciones y cantantes de registro amplio,
bien dispuestos a los sacrificios diseñados
por Thomas, Rossini, Donizetti, Bellini y el
temprano Verdi. Sylvia Sass inflamando
audiencias con su voz al límite para Lady
Macbeth, Violetta y Salomé. “A veces es
mejor que te consuma el fuego, aunque sea
en pocos años”, afirmó.
La lógica del sonido se extravió y las
piruetas sobreagudas se transformaron
también en signo de una conciencia
virtuosística: la voz –como la razón– subía
y bajaba, hacía escalas, cadencias,
cabalettas y trinos. Así, la música de los
personajes del belcanto representó a la
mente desequilibrada. Y la belleza ya no se
encontró en la aplicación de una forma,
sino en las variaciones efectuadas sobre
ellas: son un camino a la transgresión
liberadora.
Nocturna Lucia
Algunos desalmados dicen que la música
romántica italiana es pura sensiblería. Pero
la palabra sensibilidad es más exacta y
respetuosa, y dice relación con el ánimo
susceptible del mundo romántico, que
obliga a sus creaturas a reaccionar
radicalmente ante los escollos impuestos
por el entorno.
De ahí nacen los enojos despóticos de las
reinas Tudor y la mencionada locura de
Lucia di Lammermoor (1835), que corretea
fantasmas después de asesinar al marido.
Ya en el primer acto, la protagonista da
indicios de su fragilidad mental. Pasea por
los cementerios, se le aparecen fantasmas
junto a una fuente y vive en el mundo de
los sueños. El compositor lo describe con
una paleta nocturna, lunar, lo que
corrobora la creación de un personaje en
el límite, frágil, poseída por miedos y con
claros problemas familiares.
Tras el asesinato del novio impuesto,
Lucia se mostrará aliviada, como si la
escena del crimen no hubiera ocurrido
nunca. Se imaginará en el altar junto a su
Edgardo, cantará “al fin soy tuya, al fin eres
mío” y creerá ver cómo resplandecen las
velas de la iglesia y los rostros de los santos.
Cuando dice “cubran con llanto amargo
mi velo terrestre” (“spargi d’amaro pianto”),
parece que la calma se recobrara otra vez,
pero aquí emerge el espíritu romántico,
y las frases empiezan a sufrir
modificaciones: se deforma la línea, los
giros armónicos resultan impredecibles, y
las coloraturas comentan a su manera
las luces que se prenden y apagan en la
mente de la protagonista.
Y como la tragedia del loco se relaciona
también con el aislamiento y la soledad, el
mismo año del estreno de Lucia, Vincenzo
Bellini deriva la locura hacia el sueño
amnésico de la puritana Elvira, que opta
por adormecer para sí misma el entorno
que ya no puede soportar.
En I puritani (1835), Bellini toma un poco
feliz libreto de Carlo Pepoli y se bate a
duelo con el mundo opresivo de la guerra
civil inglesa en tiempos de Cromwell. La
trama narra el amor de Elvira por Lord
Arturo Talbot, quien debe abandonar a la
dispuesta novia (“soy una virgen graciosa”,
asegura la protagonista), para rescatar a
Enriqueta, viuda de Carlos I, recién
decapitado.
Elvira pierde la razón. No resiste la
implacable realidad política a la que está
sometida su existencia, y descansa de ella
en el canto demente. Así, eximida de
participar en el desarrollo del drama
mismo y fuera de la realidad, se pasea por
la escena, liderando el cuento sin
intervenir más que a través de su canto
virtuoso, expresión de un estado de
conciencia libre, sin trabas. La joven no se
consuela hasta que Arturo retorna, con lo
cual recobra el juicio, para volver a
perderlo al ser éste condenado a muerte y,
nuevamente, volver a recuperarlo al llegar
a tiempo el perdón de Cromwell.
El canto de Elvira es la expresión de su
inconsciente. Se refugia en la locura (su
anestesia) para no participar. Prefiere
vagar cantando.
Giuseppe Verdi toma esta acumulada
experiencia auditiva y teatral, y traza desde
ella una de sus mejores escenas. Macbeth
(1847), basada en la obra de Shakespeare
y con libreto de Francesco María Piave,
es una partitura apasionante aunque con
altibajos. Pero nadie duda de que el
sonambulismo de Lady Macbeth es página
imprescindible en una antología del
teatro lírico.
A los 33 años, el músico pudo intuir que
el centro de su obra era esa escena, y para
eso no le servía ni un largo recitativo ni un
aria convencional. De manera que escogió
un amplio arioso, con elementos de
recitativo, y enmarcó el duro trabajo vocal
con un largo preludio y un posludio, para
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que a nadie le cupiera ninguna duda de
que estaba ante un fragmento importante.
La soprano Marianna Barbieri-Nini, quien
encarnó a Lady Macbeth en su estreno,
recuerda así su estado y el de Verdi después
de ese momento, considerado cima de las
escenas de locura del siglo XIX. Lady
Macbeth, atormentada, ha perdido la razón
y se pasea sonámbula, tratando de lavar
de sus manos la sangre derramada, algo
que no consiguen ni todos los perfumes
de Oriente:
“Aún no se había apagado la tormenta
de aplausos y yo estaba de pie en mi
camarín, temblorosa, agotada. De pronto
se abrió la puerta y Verdi apareció ante mí.
Gesticulaba y movía los brazos como si
quisiera pronunciar un discurso, pero no
podía. Yo lloraba, reía, y tampoco podía
decir nada. Pero vi que él tenía los ojos
enrojecidos. Me apretó con fuerza la
mano y salió”.
Una catedral sumergida
La música tiene la maravillosa capacidad
de expresar lo inefable, de remitirnos a
tiempos pretéritos, de hacer asociaciones
nunca pensadas, de generar en el que
recuerda u oye un estado aparentemente
distinto del real. Es el único arte que
penetra el organismo y que, por lo tanto,
lo transforma.
También permite la nostalgia, facilita
la abstracción del mundo y ayuda a
encontrarse en soledad. Y en esa soledad,
establecer relaciones no permitidas,
acariciar recuerdos y ansias, satisfacer los
impulsos de la libido y, aun, de la
perversión.
¿Qué mecanismos se activan, por
ejemplo, cuando se escucha o recuerda el
sonambulismo de Lady Macbeth o la
plegaria arcana de Norma? ¿Y cuando
Madonna canta “Like a Virgin”? ¿O cuando
Don Giovanni se aferra a la mano de piedra
que le tiende la castigadora figura del
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Comendador? ¿O cuando Debussy se
sumerge en El mar o intuye su Catedral
sumergida?
Sin duda, en estas capacidades
evocadoras de la música y en la posibilidad
de instalarse y vivir lo inefable, se
manifiesta en el ser humano esa
otra escena, el inconsciente. Y esto se
eleva hasta el absoluto al atisbar el sentido
espiritualista y mágico de la música,
venerada siempre y con razón como
compañera del amor, de la creación
y de toda suerte de ritos: muerte,
adormecimiento (un niño en su cuna, los
amantes) y fe.
Junto a eso, experimentos recientes
resultan impactantes en la descripción de
las influencias en la psique humana de los
mensajes subliminales. La música se
hace eco de eso también, ya que maneja y
expone un código distinto del que
habitualmente se utiliza. Y acaba por
comunicar mucho más intensamente y de
modo más determinante.
Si pensamos en que la música, debido
a su condición ubicua, se infiltra en todo
sitio, y que cada uno es capaz de hacerla
sonar sin necesidad de escucharla,
y que en cientos de ocasiones ni siquiera
dominamos el impulso que trae a nuestra
memoria una palabra o una melodía,
parece fundamental preguntarse qué
importancia tiene en nuestros procesos
inconscientes y cómo puede instar
a la acción.
Evocaciones freudianas
“Freud tenía una posición ambivalente
hacia la música”, dice la compositora
chilena Leni Alexander.
Sigmund Freud, piedra angular del
pensamiento psicoanalítico, siempre dijo
que las obras de arte ejercían sobre él una
poderosa acción, aunque, humildemente,
advertía que le atraía más el contenido
de ellas que sus cualidades formales
y técnicas.
Sin embargo, la música le había cerrado
el paso y no podía acceder a ella fácilmente.
Llegó a escribir: “Para muchas expresiones
y efectos del arte, me falta en realidad la
comprensión debida... Una comprensión
racionalista o analítica se rebela en mí, en
contra de la posibilidad de emocionarme
sin saber por qué”.
Freud no entendía la lógica de la música
(y lo irritaba terriblemente) y sólo por
eso cerraba sus oídos a escucharla. Las
excepciones fueron, sin embargo, las
partituras acompañadas de libreto, pero
en esas ocasiones su interés se centraba
en el texto.
No en vano, en muchos de sus escritos
figuran vínculos y relaciones con los
personajes de Don Giovanni y Las bodas de
Fígaro. También de Carmen (la idea del
viaje hacia la muerte) y La flauta mágica
(alcanzar el entendimiento consciente).
Pero Freud reconocía que la música podía
alumbrar mucho sobre la denominada otra
escena, sobre esa insospechada catedral
sumergida.
Así, escribió: “Las melodías que acuden
a nuestra imaginación sin razón
aparente se revelan en el análisis como
determinadas por una cierta serie de ideas
de la cual forman parte y que tienen
motivos justificados para ocupar nuestro
pensamiento, aunque nada sepamos de
su actividad relevante. Resulta fácil
demostrar que la evocación, en apariencia
involuntaria, de tales melodías, se halla
en conexión con el texto o con su
procedencia”.
Y, de hecho, la música le sirvió como
puente con algunos pacientes.
Sonidos inquietantes
La música para la escena compuesta
en el siglo XX no pudo desvincularse del
pensamiento de su tiempo y de su
evolución.
Leni Alexander especula que “si Freud
hubiera conocido Woyzeck y la música de
Alban Berg, habría sentido muy
intensamente, a través de ésta, el drama de
los personajes patológicos y sus almas
vulnerables, como algo muy cercano y
familiar. Estos personajes nos aproximan,
además, a la esfera de los aparecidos y de
los sueños non vixit, sueños donde se nos
aparecen personas cuya muerte no hemos
asumido todavía”.
Si el pensamiento de Nietzsche se
anidaba ya en la obra de Richard Wagner,
sin duda los descubrimientos
psicoanalíticos y el hecho de llevar el
mundo de lo inquietante a las
conversaciones de salón se tenían que
reflejar en la música de este siglo.
Recién entonces se iba a poder incorporar
ciertos indicadores de sensualidad
en su régimen armónico y no iban a
resultar maléficos los vínculos con el
universo erótico y el mental. Subirían
a escena sin tapujos, sin concesiones, las
irregularidades afectivas, la
transubstanciación de las pasiones
y los sexos, los miedos, los anhelos y la
propensión humana al crimen.
Richard Strauss compuso la perversión
de su Salomé y, más tarde, el derrame
familiar incontenible de Elektra, la pasión
otoñal y la inexorabilidad del paso del
tiempo de El caballero de la rosa, y las
reflexiones absurdas de Ariadna en Naxos.
Debussy se atrevió al sensualismo
prohibido de El martirio de San Sebastián
y supo exponer a través de un mundo
sonoro inasible la pasión oculta de Pelléas et
Mélisande. Ravel indagó en las
conformaciones mentales y afectivas de un
niño en El niño y los sortilegios. Berg
arremetió con su desatada Lulú; Bartok
abrió las puertas del inconsciente y mostró
el esplendor del reino masculino en El
castillo de Barba Azul; Schreker pintó la
degradación en Der ferne klang (El sonido
lejano) y Schoenberg expuso la neurosis
femenina y la muerte del amante en
Erwartung, con una mujer sola,
abandonada en sí misma como personaje
y como artista.
Y desde el psicoanálisis se comenzaron
a revisar las interpretaciones de obras
anteriores, y a considerar que no todo
estaba a simple vista –a simple oído– y que,
si el alma humana ofrecía posibilidades
insondables, muchas de ellas estaban
grabadas a fuego en el arte.
También entonces fue conocido que el
arte y los antiguos mitos habían intuido,
antes que cualquier disciplina, el ignoto
interior del hombre.
¿Y todo esto para qué le sirve al público?
La respuesta se encuentra en la catarsis
que permite la llamada ilusión estética,
que no deja nunca de ser una ilusión y que,
a pesar de eso, no lo es.
El arte motiva sensaciones de irrealidad
que verdaderamente no existen: es, al fin,
el hombre en sí el que se expresa en el
arrebato de la ilusión estética.
Lo que sucede es que esta ilusión estética
garantiza la libertad respecto de la culpa
y estimula el surgimiento de sentimientos
que de otro modo vacilaríamos en
permitirnos.
El arte –la música en especial, por su
capacidad para lo inefable y para producir
relaciones in-pensadas– proporciona
oportunidades socialmente aprobadas para
la expansión del ser de esa otra escena que
no muchos están dispuestos a conocer.
La bestia seducida
“El Arte debe gobernar al Amor”, dijo
Ovidio. Qué frase más difícil de llevar a la
práctica si la contrastamos con una
opinión de Stravinsky, que afirmaba que
“la música, por naturaleza, no puede
expresar nada concreto”.
La música por sí sola, cuando es
independiente de un texto,
definitivamente no puede expresar nada
concreto. Sin embargo, en la práctica
personal, cada uno sabe que los hechos
desmienten la anterior afirmación.
revista udp 08 13
Lo que sucede es que esa misma música
puede tener significados distintos,
pero cada uno de esos significados es
absolutamente concreto y único para la
persona que lo asigna.
En ese sentido, hay que aceptar que
operó en la persona la seducción y ésta
actúa dirigida, sin desvíos ni coartadas. La
música siguió su camino, fluyó libremente
y el interpelado se apasionó por ella:
fue seducido.
Toda música, cualquiera sea su origen o
naturaleza, produce un impacto sobre los
sentidos y sobre la sensibilidad. Así lo
afirma Pablo Cabañas en El mito de Orfeo en
la literatura española: “Y la armonía es el
sustantivo abstracto que seduce. Seduce a
la ninfa Eurídice, la fidelísima esposa del
semidios. Seduce a los dioses infernales,
a las furias, a Tántalo, a Sísifo, a Cerbero y
a Caron. Seduce a la naturaleza inanimada,
al paisaje natural que pierde, atraído por
su música, su eterno y clásico estatismo”.
Otra habría sido la suerte del Minotauro
si Teseo antes de animarse no hubiese
bailado al son de un enfervorizado himno
ateniense. Y acaso por qué no antes de
ultimar a la bestia, el héroe le deslizara
alguna melodía...
En todo esto está la ópera, agitándose en
orgasmo compulsivo. Los amantes en
pleno frenesí o los héroes en su última
exhalación, cantando justo antes de morir.
Tristán muerto, suspendido sobre el canto
de Isolda, y ella ansiando unirse con él en
el infinito. “Supremo deleite”. El coito
no realizado.
14 revista udp 08
Televisión: las mil 1. Educación libidinal
Identifico el momento en que entré en “uso
y una noches de razón” con la llegada de la televisión
a mi casa. Mis recuerdos anteriores
a ese momento son numerosos pero
fragmentarios. Me veo en distintos estados
emocionales, con distintas vestimentas,
en distintos sectores de la casa, pero no
por roberto merino logro establecer una continuidad entre
los episodios. Incluso en los más remotos
recuerdos simplemente me alcanzo a
Mis padres fueron mis divisar, por ejemplo, parado en un patio
profesores de televisión. Me de baldosas verdes, pero ni siquiera sé qué
estaba haciendo ahí.
gustaba mirar los programas
Aquella era una buena forma de vivir,
que ellos veían, no por algo así como unas vacaciones a las orillas
los programas mismos, de la irrealidad. Ejercía el yo sin tener
sino porque podía cazar mucha conciencia de esa categoría. Me
suponía vagamente inscrito en la legión de
furtivamente los comentarios
los niños buenos. A veces llovía y me ponían
que hacían. A través de ese adentro de la casa, junto a una estufa.
mecanismo aprendí que existía, De repente estaba en la playa junto a mi
por ejemplo, “la política”. madre, de repente despertaba en Santiago
siendo llevado en brazos por mi papá por
unas calles de noche regresando de alguna
parte. O estaba en mi cama, antes de
dormir, revisando un libro con la historia
ilustrada de unos gatos que guardaba bajo
la almohada.
Acompañaba a mi mamá al centro, a dejar
libretos a la radio Minería, y nunca trataba
de entender qué era la radio Minería. Ahora
sé que lo que ella llevaba eran libretos,
pero entonces no sabía ni preguntaba a
qué iba mi mamá a esa zona de la realidad
llamada radio Minería. Todo esto era antes
de la edad de los por qué. Simplemente me
fijaba en cosas específicas, como el bronce:
el bronce de los portones del edificio, el
de las barandas, el de las manillas, el de la
plaquita perforada con los números de los
pisos sobre el ascensor. Definitivamente
no había continuidad: luego ya no era el
Roberto Merino. Escritor. Profesor de la bronce sino el olor a cuero de unas oficinas
Universidad Diego Portales. Autor, entre otros acolchadas, con luz de lámpara en pleno
libros, de Melancolía artificial, Horas perdidas en las
calles de Santiago, En busca del loro atrofiado día, y alguien abría una puerta de dos
y Luces de reconocimiento. hojas y uno giraba la cabeza y se veía un
revista udp 08 15
escenario con instrumentos y cables y
ajetreo.
El primer televisor lo vi en un
departamento del centro en la derivación
de una de estas excursiones. Nuevamente
no sabía qué fue a hacer mi mamá a ese
lugar. El televisor estaba apagado y no me
produjo ninguna emoción en particular,
como no fuera la de enterarme de que lo
habían traído de Estados Unidos.
La televisión educó la atención de otra
manera. Se trataba de algo que empezaba
con la carta de ajuste, lo que equivalía
a una espera larga, y terminaba con la
imagen de Cristo con los brazos abiertos, la
misma que yo había visto sobre el umbral
de la Universidad Católica, en la Alameda,
lo que equivalía a un adiós. De a poco el
día empezó a medirse en programas, y
los programas a subdividirse en réclames.
Algunos de estos réclames no eran más
que unos carteles fijos –con locución y
música– y casi se podía percibir la mano
que cambiaba un cartel por otro cada
minuto y medio. Fue una adaptación
progresiva a una nueva forma del tiempo,
porque al principio la perplejidad todavía
me acompañaba: creía que el señor que
publicitaba los caramelos Yo-yo, redondos, a
diferencia de los Cri-cri, era Walter Lanz, el
creador de El pájaro loco. Y me desesperaba
la tontera ajena cada vez que pasaban ese
aviso en que alguien hacía un gol en un
arco vacío mientras una voz en off decía: ¿y
el arquero dónde está?: ¡comiendo galletas
Mc Kay!
La televisión para mí fue una forma de
entender que el mundo era una cuestión
muy amplia, y que no podía captarlo en su
caótica simultaneidad. Acaso la primera
noción que tuve de la distancia fue el aviso
de Iberia: una secuencia de personas serias,
hieráticas, que levantaban la vista hacia
el cielo ante el inferido paso de un avión.
Sensación de vértigo: un abismo invertido.
Lo que se encarama tan alto es porque se va
muy lejos.
16 revista udp 08
Mis padres fueron mis profesores
de televisión. Me gustaba mirar los
programas que ellos veían, no por los
programas mismos, sino porque podía
cazar furtivamente los comentarios que
hacían. A través de ese mecanismo aprendí
que existía “la política”, y que algunos
políticos de los debates eran payasos,
fantasiosos, descriteriados, lateros, o bien
serios, juiciosos, confiables, caballeros. En
una película cuyo nombre he olvidado,
quizás actuaban Gregory Peck y Sue Lyon
o Carol Linley, me di cuenta de que las
niñas preciosas podían ser muy malas: la
trastocación del esquema habitual de la
bruja mugrienta, encorvada, dueña de una
nariz de gancho y de un lunar peludo.
Igualmente, las diferencias sociales
se hicieron evidentes primero que nada
en la televisión. Un niño de muy corta
edad es esencialmente democrático: sólo
ve personas y no se le ocurriría hacer
diferencias de calidad entre una y otra (sabe
que existen seres terribles y degradados:
los ladrones, pero éstos son habitantes de
la noche, nunca vistos, casi imaginarios).
Un niño que empieza a formar su
conciencia del mundo es un clasista
feroz. En la televisión confluían todos los
representantes del bestiario nacional. La
gente se reía de los futbolistas porque
no sabían hablar. Los humoristas hacían
chistes de “rotitos”, incurriendo en un largo
repertorio de solecismos. En un momento
me interesó determinar si el tipo que
aparecía entrevistado era o no “decente”.
Pongo la palabra entre comillas porque
le daba entonces un uso muy técnico. Ya
cerca de las elecciones presidenciales del
70, empecé a ver con perplejidad que en el
lado de la UP había gente decente, cuestión
que a mi abuela le irritaba profundamente.
El modelo de decencia en aquel mundo
en el que crecí correspondía a Jorge
Alessandri Rodríguez. Cuando entré más
tarde al Instituto Nacional se me reforzó la
imagen del ex presidente como un modelo
de referencia. Debía imitar el ejemplo
de Alessandri, el mejor alumno que pasó
alguna vez por el colegio. A pesar de que
tenía nueve años viajaba solo en micro, en
liebre, en bus o en trolley. Una vez iba en
un trolley por la Avenida Ossa y un señor
muy viejo me habló. Supo el colegio en
donde yo estaba y se largó a hablar de Jorge
Alessandri, de quien había sido compañero,
haciendo un elogio similar a los muchos
que yo había escuchado. Pero ya el hecho
mismo de esa conversación se dio en el
plano de la decencia. Más tarde supe que
esa palabra fue sustituida por otros por el
vocablo “burguesía”, espetado casi como un
escupitajo.
Creo, a la luz de estas evocaciones, que las
familias normales eran más activamente
conservadoras hace cuarenta y tantos
años. Hasta los Beatles eran recusados
por sus extravagancias, antes incluso de
que derivaran en el hippismo, las drogas
y las disciplinas orientales. Bastaba que
apareciera en la pantalla un cantante
de moda que jugaba con el elástico que
sostenía su guitarra para que uno de mis
tíos exclamara: “¡Ah, cambia a ese imbécil!”.
Era gente que no estaba para payaseos,
como no fueran los de Los Perlas o de Los
Caporales.
Mi aversión actual por el folklore nació
en esos días remotos, ya que no podía
conciliar la propaganda y el autobombo
de los folkloristas con la realidad propia.
Se daba a entender, principalmente en
los programas especiales de las fiestas
patrias, que esa faramalla compuesta
por esquinazos, juegos tradicionales y
canciones chovinistas de corte operático
era algo fundamental en nuestras vidas de
chilenos. Pero no era capaz de refrendar la
proposición en la vida misma. Una mañana
nublada de septiembre, con chiflones en
la casa, mostraron una competencia de
palo ensebado. Subían los pícaros con gran
esfuerzo por los postes, y la pecantilla de
la pillería se les caía de los bolsillos. tocó quedar embobados con las minifaldas
Tempranamente desprecié el concepto
de “trampa”, sobre todo por lo menguado
de los propósitos: ganarse media docena
de empanadas y un litro de chicha. Y esos
jurados actuando con una seriedad fuera
de lugar, con una severidad que sólo
podía verse en las películas de juicios. Era
algo ridículo. La rayuela era igualmente
incomprensible, lenta, y sus participantes
carecían de carisma, con su gordura de
garbanzos con longaniza, sus sombreros
jibarizados y sus bigotillos de otra época.
Sé que la vanidad es una condición
natural, pero la televisión la acicateó
para nuestra generación. Estábamos más
grandes, es cierto, y ya en nosotros la
libido se desperezaba antes de despertar
definitivamente, pero ahí estaban nuestros
modelos: aquellos adolescentes de Música
libre que parecían tan musicales y tan libres.
Curiosamente, se trataba de una juventud
que no trataba de hacer una fuerza política
de sí misma. Me imagino que entre los
bailarines había jóvenes de izquierda,
otros neutrales y otros momios. Es decir,
no carecían de opción. Pero a nadie se le
hubiera ocurrido pensar que el hecho de
ser joven constituía una fuerza colectiva.
Hoy día son políticos todos: los travestis, los
ciclistas, los amantes de los animales, los
automovilistas. Hasta los apedreadores de
vitrinas y de autos en las carreteras podrían
unirse para exigir reconocimiento de sus
derechos.
El caso es que la vanidad –empezar a
vestirse como nuestros héroes light de la
coreografía diaria– y la libido se dieron en
un solo movimiento. Ser cool (la palabra
no se usaba por entonces, más bien habría
que decir “estar in”) era el conducto
lógico para acceder a la proximidad de
esas maravillosas mujeres casi niñas de
pelo largo siempre y de irrenunciables
minifaldas. Nadie que esté próximo hoy
a los cincuenta años puede refutar su
fantasía fetichista con las minifaldas. Nos
revista udp 08 17
tableadas de Mary Hopkin, y no menos con
aquellas fabricadas con sacos de harina
de Caritas. Twiggy fue como la versión
protozoica de aquella realidad erótica. No
nos interesaba Twiggy sino sus versiones
chilenas, muy alejadas de su aspecto de
esqueleto. Diría que una sesión dominical
del programa Tugar, tugar, antecedente del
sucedáneo Bailadomingo, redundaba en un
prolongado sufrimiento sexual. Ah, qué
ocres atardeceres imaginando escenas
en que uno esperaba a la más bella de las
concursantes a la salida del Manuel Plaza,
y se alejaba con ella abrazándola con
descuido, sintiendo esa deseable mezcla de
olores: el perfume que mi madre hubiera
despreciado por barato, el sudor, el humo
del cigarro impregnado en la chaqueta de
mezclilla (jeans), la dulzura desvanecida
del chicle Adams o Bazooka en los besos
impúdicos.
2. Ni afuera ni adentro
Recuerdo un anochecer de un sábado
de primavera, probablemente en 1967:
con mi papá y mi mamá nos paramos un
rato en la calle Lira, cerca de Marcoleta,
a esperar la salida de los cantantes de
Sábados gigantes. Había una aglomeración
vibrante ahí afuera, pero respetuosa de los
límites puestos por la gente del canal. Fue
mucha la espera y pocos los resultados. Sólo
pudimos ver a una sonriente Luz Eliana y
también a Don Francisco. Nada de eso me
produjo emoción –lo que me indica que mi
configuración personal de la realidad no
estaba del todo concluida por entonces–.
No había para mí, a causa de mi escuálida
edad, ese abismo que uno establece después
entre las zonas que divide la pantalla: el
mundo real, propio, cotidiano, y ese otro,
el de los artistas, animadores y en general
figuras estables o fugaces de la televisión.
Miré a Luz Eliana y a Don Francisco y sólo
me llamó la atención el vestido de gala de
la primera y el chaleco “de fantasía” del
segundo.
18 revista udp 08
Claro, hay un momento inicial de nuestra
larga vida de telespectadores en el que no
alcanzamos a distinguir nítidamente el acá
en relación al allá, o el adentro en relación
al afuera. Otro recuerdo: estaba en el piso
del living (en mi casa se decía “hall”) viendo
un programa infantil, a cargo de una niña
de pelo largo y rubio conocida como tía
Daniela. Todas las tardes la tía Daniela,
antes de la despedida, tenía la delicadeza
de mirar a través de un espejo y decía los
nombres de los niños que se le aparecían:
Francisco, Pedro, Carlos, nombres de
esa época. En esa ocasión dijo la tierra regada y el vaho de los pasteles
“estoy viendo a Roberto” y yo partí
corriendo hacia el fondo de la casa, con
el corazón palpitante, a contarle a mi
mamá que la tía Daniela me había visto.
Eso no era para mí representación, ilusión,
escenificación. Era la realidad no más: no
me cabía duda de que la hermosa niña
didáctica había obtenido en su espejo la
escena del living de mi casa, comigo en el
punto central. La mía era una identidad
rudimentaria pero suficiente en su espesor.
No conocía a otros niños que se llamaran
Roberto, sólo a algunos viejos. Una vez,
precisamente en la televisión, en un
programa histórico, hablaron de una señora
chilena del pasado de nombre Roberta, lo
que originó las burlas de mis parientes y mi
consiguiente vergüenza e impotencia.
3. El solaz de los cansados
Parafraseando aquel título de Mario Praz,
“Música escuchada desde una estancia
vecina”, se podría considerar el concepto
“televisión escuchada desde la pieza de al
lado”, en la medida en que esa situación
es uno de los factores del tono de nuestra
vida actual. El ruido del televisor prendido
en la pieza de al lado, cuya catódica luz
inestable podemos percibir indirectamente
proyectada en el cielo raso o filtrada por
las rendijas, muchas veces es motivo de
exasperación –sensación de intimidad
invadida–, pero en otras lo recibimos como
la última compañía del cansancio antes del
sueño. Saber que por ahí cerca hay gente
despierta: transformamos esa circunstancia
doméstica en una especie de cálido apoyo
para apurar el desvanecimiento de nuestra
vigilia.
Claro, en algún verano en que vivía
en una boscosa casa interior, aledaña a
una fábrica de pasteles árabes, y en que
no disponía de televisor, recuerdo esa
maravillosa rutina nocturna: empezar a
dormirme con las ventanas abiertas al
jardín, sintiendo la fresca humedad de
horneados, pero por sobre todo tengo
presente el noticiero del cierre sintonizado
dos casas más allá, la audición lejana de los
hechos del día.
El cine ha recogido, más que la literatura,
este ruido de fondo, y aun el momento en
que las imágenes televisivas aparecen como
imágenes de fondo, como un continuo
indeterminado y absurdo que tiene una
relación paralela con el dramatismo del
argumento.
En la película Buffalo 66, de Vincent Gallo,
el televisor permanentemente encendido
en la casa de los padres del protagonista es
como la implosión del vacío extendido de
los paisajes externos. Ya no la desolación
de los campos pelados y escarchados,
de los pavimentos húmedos de los
pequeños pueblos de paso, sino el leitmotiv
bullanguero para un puñado de vidas
fracasadas o tardíamente suspendidas.
Muchas veces, en las escenas de cine
dramáticas o existenciales, las imágenes
televisivas del segundo plano funcionan
como el automatismo indiferente de la
vida misma: un personaje acorralado
sentado en un sillón con la cabeza entre
las manos, y en el televisor, por detrás,
un osos de peluche que asoma su carota
por las ventanas de una casa de muñecas.
Acaso la imagen más irreconciliable de
esta especie se da en 24 hour party people,
de Michael Winterbottom, cuando el
revista udp 08 19
cuerpo de Ian Curtis –vocalista de Joy comprensión: veremos la precariedad del
Division– se balancea colgado de un viga telón de boca, las repisas con las botellas
frente a un televisor con dibujos animados. del alcohólico auspicio, los peinados, las
Curiosamente, en esa historia la redención corbatas; entenderemos profundamente la
emotiva se da precisamente de un modo progenie de los chistes fáciles.
televisivo. El productor de Joy Division
–periodista de un noticiero– se encuentra
entrevistando a un heraldo vestido a la
antigua usanza en el momento en que le
informan de la muerte de Curtis. Logra
que el turístico heraldo vocee la funesta
novedad a través de la televisión como
podría haberse hecho en el siglo XVII.
Pausadamente, con una potente voz gastada,
el viejo grita dos o tres veces, agitando una
campanilla:
–Ha muerto Ian Curtis, cantante de Joy
Division, autor de la canción “Love will tear
us apart again”, oh yes!
Pero no quisiera ir ni medianamente
lejos. Para hablar de la televisión se me
ocurre que habría que implementar una
especie de fenomenología. Lo más distante
de la experiencia diaria que tenemos de la
televisión –finalmente no está hecha para
otra cosa que para la experiencia diaria–
son los análisis y las advertencias de los
expertos.
A mi entender vale hoy principalmente
como compañía, y para necesitar
compañía es condición inicial estar con
la guardia baja. Es decir, en un estado
de casi convalecencia, con la conciencia
aletargada ante el estrujamiento de la vida
diaria. Son esos momentos, en los que no
soportaríamos que nos comuniquen un
problema más, cuando caemos rendidos
frente a la pantalla. La compañía que ésta
ofrece es discreta, o al menos podemos
transformar la andanada de signos en
una discreta comunicación. Un debate
de candidatos presidenciales, en tales
circunstancias, no nos interesará por
la información objetiva transada en la
polémica, sino por la proliferación de gestos,
tics, retóricas. A un programa cómico
y vulgar aplicaremos cierta profunda
20 revista udp 08
I
Historia, poder Hasta ahora, el antes, durante y después
y periodismo del golpe militar, así como lo ocurrido
durante la dictadura y los primeros años
de investigación de la transición, han sido los asuntos
en Chile más abordados por el periodismo de
investigación en Chile. Dos han sido las
aproximaciones utilizadas: el reporteo
por andrea insunza urgente y contingente de las violaciones a
los derechos humanos, particularmente
en los 80, y la reconstrucción más
El periodismo de investigación reposada e histórica sobre lo acaecido en
sigue siendo un oficio más esos años. 1
En el primer caso, inicialmente los
bien solitario, destinado
esfuerzos por sistematizar antecedentes
preferentemente a la elite. acerca de lo ocurrido después del 11 de
Su patrimonio es que puede septiembre de 1973 en materia de
definir su propia pauta, violaciones a los derechos humanos
fueron concentrados por la Iglesia
cuestión que en los últimos
Católica y los abogados que colaboraron
30 años ha permitido sumar en el Comité Pro Paz y en la Vicaría de la
nuevos actores al escrutinio Solidaridad. El turno de los periodistas
público, algo esencial para la llegaría a fines de esa década, luego de
que en 1976 apareciera Apsi, un año
salud de la democracia.
después lo hiciera Hoy, en 1979 Análisis y
en 1983 Cauce, las cuatro principales
revistas de oposición en la época. Los
2
reporteros de esas revistas harían un
valioso seguimiento de la represión de
esos años y, a poco andar, lo
sistematizarían en libros.
Bastan algunos títulos aparecidos en esos
años para graficar su importancia. Detenidos
desaparecidos: una herida abierta (1979), de
Claudio Orrego y Patricia Verdugo; Bomba
en una calle de Palermo (1985), de Mónica
González y Edwing Harrington, y Asesinato
en Washington (1980), de los estadounidenses
John Dinges y Saul Landau, corresponden
3
a tres relatos sobre gravísimos asuntos
que fueron desestimados y negados por las
autoridades de la época. Por un lado, la
práctica institucionalizada de la
desaparición forzada de personas y, por
otro, las dos operaciones más elaboradas de
Andrea Insunza. Periodista. Coautora de los libros
Bachelet: la historia no oficial y Legionarios de Cristo la DINA en el extranjero: el asesinato del ex
en Chile: Dios, dinero y poder. comandante en jefe del Ejército, Carlos
revista udp 08 21
Prats, en Buenos Aires, en 1974, y el del ex
canciller Orlando Letelier, en Washington,
en 1976.
La existencia de centros de detención
clandestinos, la bala que dejó sin vida al
sacerdote André Jarlan en 1984, el
degollamiento de tres profesionales
comunistas el 85, el caso de los jóvenes
quemados vivos el 86 o el de la Operación
Albania el 87, fueron investigados por estos
medios y periodistas opositores, a pesar de la
censura y las represalias –la detención,
destierro, exilio y asesinato de algunos de
ellos–, cumpliendo el precepto básico del
periodismo de investigación: ser un
contrapeso del poder, que desconfía de las
versiones oficiales y las echa abajo cuando
no resisten la evidencia.
En los hechos, esos reporteros indagaron
lo que los tribunales no. Hay investigaciones
mejor logradas que otras; hay información
que, en el futuro, sería corregida. Pero es
innegable que, en lo sustancial, estos libros
documentaron la represión institucional
bajo la dictadura que, salvadas excepciones,
la justicia empezaría a investigar recién en
los 90.
Ese enervante paréntesis, en todo caso,
no impediría que estas publicaciones
cumplieran otro de los propósitos del
periodismo de investigación: sentar las
bases, en los casos en que los hechos así
lo ameritan, para la apertura de
procesos judiciales.
En 1998, en rigor, el juez Juan Guzmán
citó a la periodista Patricia Verdugo a su
despacho. Al recibirla, le mostró un
ejemplar de su libro Los zarpazos del Puma,
subrayado y con notas en los márgenes.
Una década antes, en 1989, Verdugo había
relatado en 289 páginas gran parte del
trayecto realizado por la Caravana de la
Muerte, la comitiva militar encabezada
por el general Sergio Arellano Stark, que
en octubre de 1973, por orden de Augusto
Pinochet, se constituyó en distintas
ciudades del país, seleccionó a más de 72
22 revista udp 08
1. El análisis de este artículo se basa en la
investigación periodística que en Chile ha sido
publicada en libros. Recurro a esta selección pues
a través de los títulos de estas publicaciones es
posible describir la relación entre el periodismo de
investigación, la historia y el poder en el país.
A diferencia de la industria de los medios, que debe
ser rentable y, por ende, considerar distintas
variables a la hora de definir su oferta informativa,
los libros de investigación periodística surgen
normalmente de la voluntad de sus autores,
quienes definen arbitrariamente sus objetos de
investigación.
2. El 11 de septiembre de 1973 la Junta Militar
clausuró los medios de comunicación y sólo
autorizó la circulación de El Mercurio y La Tercera.
Con posterioridad circularían sólo diarios y revistas
proclives al régimen, que funcionaban bajo un
régimen de censura previa. Recién en 1976 se
autorizó la circulación de una revista de oposición,
Apsi, que sorteó las restricciones abordando
inicialmente temas internacionales.
3. Aunque se trata de periodistas estadounidenses
que realizaron su investigación en su país, bajo
condiciones radicalmente distintas que las que se
vivían en Chile, incluyo este libro pues fue editado
en castellano en 1980, en México, y algunos de esos
ejemplares circularon en Chile. Diez años después,
el libro se publicó aquí. Dinges, además, seguiría
investigando la Operación Cóndor y vinculado al
país a través del Centro de Investigación e
Información Periodística (Ciperchile).
prisioneros políticos, los ejecutó y en
algunos casos los hizo desaparecer. 4
Ése era el caso que desvelaba al
magistrado y el libro se había convertido
en su guía en medio de una indagatoria
que terminaría siendo histórica: por obra
del mismo juez, en 2001 Pinochet sería
procesado por primera vez en Chile,
acusado de secuestro y homicidio
calificado. Verdugo recordaría que, al
5
terminar el encuentro, Guzmán le dijo:
“Gracias, la felicito, hizo una muy buena
investigación”. El magistrado, de hecho,
incorporaría el libro como medio de prueba
en el expediente, pues ahí estaba descrito
el modus operandis de la Caravana y esbozado
parte del rol de Pinochet en los hechos.
El ejemplo sirve para graficar cómo el
periodismo de investigación colaboró,
entonces, para que las violaciones a los
derechos humanos pasaran de ser presuntas
a convertirse en verdaderas. No se trata sólo
de la experiencia de los 80. Esta suerte de
tradición del periodismo de investigación
chileno es palpable aún hoy en casos como
los de Rodrigo Anfruns, Víctor Jara o del ex
Presidente Eduardo Frei Montalva, y
también en la impactante pesquisa de Paul
Schaeffer, a cargo de Canal 13, todos
asuntos investigados en los últimos años.
A este periodismo de investigación, que
cumplió su rol como denunciante, se sumó
otro enfoque de trabajo, a medio camino
entre el periodismo y la historia, el que
sería desarrollado desde fines de los 80
hasta hoy. Tal como en el caso anterior, esas
investigaciones saldarían parte de la deuda
de los diarios de la época (y de la televisión),
que cumplieron el rol exactamente opuesto:
amplificar las versiones oficiales
transmitidas desde el poder. 6
Es posible, entonces, leer acerca de la
historia reciente de Chile gracias a la
investigación periodística. Los
prolegómenos del golpe militar y el rol
jugado por Estados Unidos están en La
conjura (2002), de Mónica González, y
Allende: cómo la Casa Blanca provocó su muerte,
de Verdugo. Los días previos y lo ocurrido el
11 de septiembre de 1973, dentro y fuera de
La Moneda, en El día que murió Allende (1988),
de Ignacio González Camus, y Golpe. 11 de
septiembre de 1973 (2003), de Ascanio Cavallo
y Margarita Serrano, además del número
de la revista Análisis que en su portada de
fines de diciembre de 1985 tituló
“Documento histórico: la grabación del
Golpe”, reproduciendo el diálogo sostenido
esa mañana del martes 11 de septiembre de
1973 entre Pinochet y el almirante Patricio
Carvajal, quien a su vez se comunicaba
con el comandante en jefe de la Fuerza
Aérea, Gustavo Leigh. Ese primer reportaje
fue realizado por los periodistas Fernando
Paulsen y María Olivia Monckeberg,
mientras que en 1998 Patricia Verdugo
publicaría un CD con la grabación y un
relato de la jornada, en el libro Interferencia
secreta. 11 de septiembre de 1973.
Sabemos, gracias a estas investigaciones
–necesariamente previas al trabajo de los
historiadores–, que la afirmación de Pinochet
respecto de que él lideró la planificación del
derrocamiento de Allende es falsa y que, en
realidad, el general se sumó sólo al final a la
conjura. Sabemos, también, que la versión
esparcida preferentemente por el régimen
cubano sobre que el líder de la UP murió
asesinado en un enfrentamiento con militares
en La Moneda –la que Gabriel García Márquez
asumió como verdad en su artículo “Crónica de
una tragedia organizada”– es falsa, pues el ex
Presidente se suicidó en su despacho. A fines
de los 80, González Camus hizo un notable
trabajo al desestimar la versión
del enfrentamiento y, veinte años después,
Eduardo Labarca terminó de humanizar al
personaje al mostrarnos en Salvador Allende.
Biografía sentimental (2007) a un líder de la UP
nervioso, consciente de que vivía sus últimos
días, arrancándose los bigotes en los
momentos de mayor agobio y tomando
valium para dormir.
El 1 de diciembre de 1987, con Pinochet
aún en el poder, apareció en el diario La
Época el primer fascículo de La historia oculta
del régimen militar, de los periodistas Ascanio
Cavallo, Manuel Salazar y Óscar Sepúlveda.
Durante prácticamente todo el 88, el año
del plebiscito, aparecieron semanalmente
los capítulos de esta investigación que
relata, con acuciosidad, lo ocurrido en las
entrañas de un régimen que se mantuvo al
margen del escrutinio público durante 17
años. En ese relato se describe cómo la
dictadura no sólo enfrentaría a la oposición,
sino que además viviría distintas etapas de
luchas intestinas de poder para finalmente
diseñar y poner en marcha una nueva
institucionalidad política y económica.
El foco está, entonces, en cómo Pinochet
administró su poder, atravesó momentos
críticos como el aislamiento internacional,
la cuasi guerra con Argentina el 78, la crisis
económica del 83, las protestas de los años
sucesivos y el atentado del 86 y, a pesar
de todo eso, consiguió llevar a la oposición
a pactar un itinerario para poner fin
a la dictadura a través de un plebiscito que,
contra sus pronósticos, perdió.
La importancia de estos libros es capital.
No encontraremos en las páginas de
diarios y revistas de la época información
del calibre de la expuesta en estas
obras. Más aun, estas investigaciones se
convertirían –especialmente La historia
oculta del régimen militar– en referencia
obligada para sociólogos, cientistas políticos
e historiadores, tanto en Chile como
en el extranjero.
Así, antes de escuchar acerca de la dupla
“Woodstein” –Bob Woodward y Carl
Bernstein, los reporteros de The Washington
Post que en 1974 estuvieron a cargo de la
cobertura del Watergate, el caso que
obligaría a Richard Nixon a renunciar a la
Presidencia de Estados Unidos–, los futuros
periodistas que crecimos en los 80 lo
hicimos entre los relatos de Verdugos,
González y Cavallos.
Visto así, el periodismo de investigación
en Chile alcanzó un desarrollo notable.
Pero toda historia tiene su revés.
La primera vez que vi un ejemplar de Los
zarpazos del Puma fue a los 14 años, en el
verano de 1990. El libro estaba sobre la
arena, en la playa, mientras el viento
golpeaba la tapa de arriba hacia abajo. No
supe, en verdad, hasta después, que se
trataba de ese libro en particular, pues la
portada estaba envuelta en papel de diario.
Que hubiese libros o revistas cubiertos por
papel de regalo o de envolver, y hasta por
una improvisada página de diario, no era
sorprendente. Había, entonces, revistas y
libros incómodos. Había, en definitiva,
verdades incómodas. Algo que parecía de
toda lógica en una dictadura.
Pero esa incomodidad se perpetuó
durante los primeros años de la transición,
cuando publicar algunas evidencias de
dicho proceso político podía causar graves
turbulencias institucionales. El 24 de agosto
de 1990, a poco más de cinco meses de
asumir la Presidencia, Patricio Aylwin
pronunció un discurso en la Asociación
Nacional de la Prensa (ANP), donde solicitó
a propietarios y directores de medios que
“extremen su cuidado, a fin de que, al
cumplir su tarea de informar, sean
vehículos de unidad y no de disensión, de
verdad, y no de error”. ¿A qué podía
dedicarse un periodista, entonces, en años
en que la verdad –y no el error–provocaba
disensión? Baste recordar que el titular de
La Nación del 28 de mayo de 1993, que
rezaba “Reabren caso cheques del hijo de
Pinochet”, provocó el boinazo, uno de
los dos movimientos militares más críticos
de la época.7
Ésa es la razón por la cual Crónica de la
transición (1995), de Rafael Otano, y La
historia oculta de la transición (1998),
nuevamente de Cavallo, contienen una serie
de revelaciones sobre temas abordados
superficialmente o ignorados por los
revista udp 08 23
4. El juez Juan Guzmán establecería después que las
víctimas fueron más. En el caso de Pinochet, el juez
lo responsabilizó por 57 casos de ejecutados políticos
y 18 de detenidos desaparecidos.
5. El 29 de enero del 2001 Guzmán sometió a
proceso a Pinochet como coautor de secuestro y
homicidio calificado. El 8 de marzo del 2001 la
Primera Sala de la Corte de Apelaciones rebajó los
cargos de autor a encubridor. El 1 de julio de 2002,
la Corte Suprema sobreseyó el caso por razones de
salud. Sin embargo, en 2006, el mismo tribunal
desaforó a Pinochet en el marco del mismo caso,
esta vez por dos secuestros y homicidios calificados.
El 27 de noviembre de 2006, el juez Víctor Montiglio
procesó al general, quien falleció el 10 de diciembre
de 2006 sin haber sido condenado en éste u otros
casos investigados por los tribunales chilenos.
6. El informe de la Comisión Nacional sobre
Prisión Política y Tortura, entregado en junio de
2005, efectúa un análisis acerca del rol jugado
por los medios de comunicación en dictadura.
Resume: “El clima de impunidad que favoreció las
graves violaciones de los derechos humanos bajo
escrutinio de esta Comisión, encontró asidero en la
concentración de poderes [...]; en el total control de
los medios de comunicación e, inclusive, en el activo
apoyo por parte de diversos medios escritos y de
televisión a la acción del gobierno militar” (pág. 186).
El caso de El Mercurio, por otro lado, ha sido abordado
en el documental El diario de Agustín (2008), de
Ignacio Agüero y Fernando Villagrán, y en el libro El
diario de Agustín: cinco estudios de casos de violaciones a
los derechos humanos (1973-1990), de Claudio Salinas,
Hans Stange, Raúl Rodríguez, Paulette Dougnac,
María José Vilches y Elizabeth Harries (Lom
Ediciones, 2009).
24 revista udp 08
7. Es posible encontrar un detallado análisis acerca
de las restricciones a las que se adecuaron los
medios durante los gobiernos de Aylwin y Frei en
Los límites de la tolerancia. Libertad de expresión y debate
público en Chile (Lom Ediciones, 1998), de Human
Rights Watch.
8. Este período se caracterizó, además, por el cierre
de medios escritos opositores a la dictadura, muchos
de los cuales habían alentado el periodismo de
investigación en los 80. Cauce cerró en 1989, el diario
Fortín Mapocho en 1990, Análisis en 1993, Apsi en
1994, La Época en 1998 y Hoy en 1998.
9. El libro de Matus surgió de una idea de Mónica
González. Sus ayudantes de investigación, los
periodistas Juan Andrés Guzmán y Marcela
Ramos, habían colaborado ya con Rafael Otano,
Patricia Verdugo y Manuel Salazar. A esas alturas,
tanto Matus como Guzmán y Ramos habían escrito
sus primeros libros; Matus –en coautoría con
Francisco Artaza– publicó Crimen con castigo (1996),
sobre el caso Letelier, mientras que Guzmán y
Ramos editaron La extraña muerte de un soldado en
tiempos de paz (1998) y La guerra y la Paz
Ciudadana (2000).
medios de la época.8 No es que los hitos
de los dos primeros gobiernos de la
Concertación hayan estado ausentes de los
titulares. Es que estos libros son el revés
del consenso, que operaba como el paso
previo al acuerdo: aquí se muestra cómo se
hizo política desde el 90 en adelante y la
variedad de actores que participaron en
ella. Aquí, tal como en La historia oculta del
régimen militar, la aproximación a los
personajes incluye las miserias de cada uno
de ellos. Con una soltura narrativa a ratos
irónica, en ellos se cuenta lo que ocurría
en las bambalinas de las conferencias
de prensa.
Corolario: que la historia reciente haya
sido la materia prima de la investigación
periodística durante los 90 no fue sólo
producto del genuino interés de estos
autores y de otros citados anteriormente,
sino también el resultado de que, en no
pocas ocasiones, escudriñar el presente
acarreaba riesgos mayores que detenerse
en el pasado.
Quedarían, por ende, otros sucesos que
fueron reconstruidos en el futuro,
consolidando esta variante del género que
vuelve sobre antiguos sucesos. En 2001 La
Tercera publicó La historia inédita de los años
verde olivo, de Javier Ortega, el primer
documento periodístico sobre la historia
del FPMR y la influencia de Cuba en su
accionar. El atentado contra Pinochet
–reconstruido inicialmente en Operación
siglo XX (1990), de Patricia Verdugo y la
abogada Carmen Hertz– fue la excusa para
que en 2007 Cristóbal Peña publicara Los
fusileros, con la historia de los doce frentistas
que participaron en la fallida operación y lo
ocurrido después.
II
1999 fue el año en que la prudencia
periodística se vino abajo. El 13 de abril fue
lanzado El libro negro de la justicia chilena, de
Alejandra Matus. Esa investigación, iniciada
en 1992, terminó siendo una radiografía
sumamente crítica del rol de los tribunales,
particularmente de la Corte Suprema,
durante la dictadura y la transición. No sólo
por la ya conocida indolencia con que la
justicia abordó las violaciones a los
derechos humanos, sino porque retrataba
las lógicas de un mundo corrompido,
en el que algunos magistrados abusaban de
su poder conscientes de que gozaban de
total impunidad.
El libro fue, primero, el reflejo más
bullado de que una nueva generación de
periodistas entraba al ruedo de la
investigación. Una generación que, en
alguna medida, era depositaria de la
anterior, pero que no cargaba con todas sus
amarras. Al nombre de Matus se sumarían
los de Juan Andrés Guzmán y Marcela
Ramos, y más adelante los de Soledad Pino,
Pablo Vergara, Ana María Sanhueza, y los ya
mencionados Cristóbal Peña y Javier
Ortega.9
Pero más determinante que el
surgimiento de este relevo generacional fue
que El libro negro... se transformó en la clara
expresión de que cambiaría el trato hacia la
autoridad, retomando el principio de que
el periodismo debe mantenerse a distancia
del poder, para examinarlo críticamente,
de modo de favorecer así la democracia.
Ese mensaje llegó a puerto. Al día
siguiente de su lanzamiento, los ejemplares
de El libro negro... fueron requisados a raíz de
un requerimiento por ley de seguridad del
Estado, presentado por el presidente de la
Corte Suprema, Servando Jordán, uno de los
personajes retratados en la obra. Así, el libro
fue censurado mientras su autora pidió
asilo en Estados Unidos, luego de que
Jordán echara mano a un cuerpo legal que
equiparaba el ejercicio de la libertad de
expresión con un delito contra el orden
público. Dos años después, en mayo
de 2001, ese artículo fue derogado con la
promulgación de la nueva ley de prensa.
Matus regresó a Chile a mediados de
ese año, pero recién en octubre la Corte de
Apelaciones autorizó la circulación
de su libro.
La publicación de El libro negro... coincidió
con dos hechos que generarían un cambio
en la industria de la prensa. El primero
fue la detención de Pinochet en Londres, en
octubre de 1998. El arresto simbolizó la
caída de los intocables. El segundo fue la
competencia entre los dos principales
diarios, El Mercurio y La Tercera. El “golpe
noticioso” adquirió importancia. Las
fuentes en off también. A poco andar,
periodistas “encubiertos” o cámaras ocultas
se volverían comunes en la televisión. Y el
debate ético se encendería.
El saldo: en 2000 la jueza Gloria Olivares
sería removida de la Corte de Apelaciones;
un año después, y por primera vez en su
historia, la Corte Suprema expulsaría a uno
de sus miembros, el magistrado Luis Correa
Bulo; en 2002 la revista Qué Pasa destaparía
el “caso coimas” por el que los diputados
DC Cristián Jiménez y Luis Pareto y el PPD
Víctor Manuel Rebolledo serían desaforados
y, cinco años después, condenados. En enero
de 2003 la Corte Suprema nombraría a la
jueza Gloria Ana Chevesich para investigar
el “caso MOP-Gate”, que puso de cabeza al
gobierno de Ricardo Lagos.
La Moneda interpretó erróneamente
que la profusa cobertura sobre el último
caso –a veces, efectivamente majadera– era
resultado de una operación de los dos
principales diarios, ligados a la derecha.
No entendieron entonces que estas
investigaciones estaban mucho más
relacionadas con el ajuste del periodismo
chileno, que comenzó a pedir cuenta, sin
complejos, sobre las actuaciones de las
autoridades, abordando asuntos de interés
público. Por eso se explica que en 2003 un
grupo de periodistas renunciara a La Nación
Domingo cuando fue censurado un artículo
sobre corrupción en el Indap.10
La idea, entonces, de un periodismo
fiscalizador, comenzó a imponerse en la
industria. Si en dictadura la tensión entre la
revista udp 08 25
investigación periodística y el poder estaba
dada por la postura ideológica de unos
medios opositores que bregaban por el fin la
dictadura versus una autoridad que buscaba
limitarlos, a fines de los 90 se produjo
un reordenamiento en que periodistas y
autoridades quedaron, como siempre debió
haber sido, en veredas opuestas.
La misma lectura hizo la TV, el único
medio de la industria que en Chile posee
hace años equipos exclusivos de periodistas
dedicados a la investigación. Aunque los
gustos de las audiencias han contribuido a
desperfilar a estos programas, basta revisar
la última temporada de Informe especial
(TVN) y Contacto (Canal 13) para comprender
que en la pauta de estos programas el rol
del periodismo como “cuarto poder” ya está
afincado: el reportaje de TVN sobre la
Cámara de Diputados precipitó una serie de
cambios en el procedimiento para fijar y
administrar las asignaciones de los
parlamentarios, mientras que el director
de Investigaciones, Arturo Herrera, tuvo
que renunciar a su cargo después de que
Canal 13 revelara la existencia de una
red de prostitución infantil frecuentada por
funcionarios de la policía civil de la
Quinta Región.
Se podrá discutir si esos reportajes son
ejemplos de buen o mal periodismo, si
están bien o mal logrados, si pudieron ser
más incisivos o no, en fin, pero hay que
reconocerles que se enfrentan al poder y
mantienen un diálogo más constructivo con
las audiencias. El reportaje de Contacto
contrasta con programas como Policías en
acción (Chilevisión) o 133. Atrapados por la
realidad (Megavisión), donde una cámara
sigue a funcionarios de Investigaciones y
Carabineros en sus redadas, sin establecer
el más mínimo filtro respecto de si esos
10. El artículo, escrito por Alejandra Matus, se
procedimientos se ajustan o no a derecho, y titulaba “La caja negra del Indap” y se refería al
sin respetar la presunción de inocencia de pago de sobresueldos de seis ejecutivos de esa
repartición del Estado. El diario publicó finalmente
los detenidos. Peor aun, se repiten tomas,
la nota, pero eso no frenó la renuncia del equipo de
se alteran sitios del suceso, en fin, se reviste periodistas, quienes fundaron el semanario Plan B
de “entretención” a programas que, hasta (2003-2005).
26 revista udp 08
involuntariamente, quedan reducidos
a ser nada más que relaciones públicas,
pero que son premiados por el rating.
Es cierto. El periodismo de investigación es
caro: financia a periodistas durante semanas,
meses o años para producir un solo producto
que, por lo demás, reditúa poco
económicamente. Y la industria necesita –y
debe– ser rentable económicamente. Pedirle
otra cosa es no comprender el escenario
actual. Esto explica que los principales
medios escritos todavía no cuenten con
equipos exclusivos de investigación.
En 20 años, las experiencias se reducen
a un trío: La Nación, a mediados de los 90,
que financió la investigación de Alejandra
Matus y Francisco Artaza sobre el caso
Letelier; la revista Hoy, que antes de cerrar
en 1998 publicó como serie periodística
La historia oculta de la transición, y La Tercera
con La historia inédita de los años verde
olivo. En esos casos, periodistas de planta
se dedicaron a reportear productos de
más largo aliento. Pero se trata de
excepciones. En los 80, de hecho, hubo más
esfuerzos en este sentido, entre otras
cosas porque algunas casas editoriales
como Cesoc, Emisión o Del Ornitorrinco
poseían estrechos lazos con los medios y
reporteros opositores que se dedicaban
a la investigación.
Hoy, en el periodismo escrito, el único
medio que se dedica exclusivamente a
este género es el Centro de Investigación e
Información Periodística (Ciperchile),
dirigido por los periodistas Mónica
González y John Dinges, y financiado por
Copesa. El año pasado ya fue premiado por
haber destapado un caso de corrupción
en el Registro Civil, forzando la renuncia
de su director, Guillermo Arenas.
Con todo, el cuadro general muestra que
en la medida en que la democracia chilena
se consolidó –cuestión que quedó más que
despejada cuando, más allá de la inquietud
de la elite, la detención de Pinochet no
alteró el curso del país–, la industria de los
medios ha estado más atenta a ejercer su rol
como contrapeso del poder. Eso sí, del poder
formal. Ahí está el principal déficit del
periodismo de investigación en Chile,
incapaz hasta ahora de dar cuenta de todo
el arco de actores que participan del
proceso de toma de decisiones en el país.
III
En 2003, la periodista María Olivia
Monckeberg publicó El imperio del Opus Dei en
Chile, sobre la influyente prelatura católica
ligada a un sector del empresariado más
aristocrático y conservador. Dos años más
tarde apareció La sagrada familia. La historia
secreta de las diez familias más poderosas de
Chile, de Hernán Millas, que incluía un perfil
de clanes como los Matte o los Piñera.
En la primera mitad de 2000 –mientras
la industria vivía el período más álgido
de enfrentamiento con las autoridades–
los libros de investigación periodística
evidenciarían un giro táctico, al escrutar
a otros grupos de poder, menos
institucionalizados y de naturaleza fáctica,
en la sociedad chilena. Con los medios
ejerciendo su rol como “cuarto poder”,
había llegado la hora de iluminar a otros
actores que han marcado la historia
reciente del país.
Al incorporar a estos nuevos objetos de
investigación, estos libros dieron cuenta
de un cuadro mayor, en el que el poder
se había desplazado o diversificado. descrito por Cortés Terzi está en La guerra y
Algo que, fuera del periodismo, fue
sistematizado al inicio de esta década por
Antonio Cortés Terzi en su libro El circuito
extrainstitucional del poder, en el que el
sociólogo describió un opaco sistema de
toma de decisiones políticas donde
intervienen las instituciones tradicionales del
Estado, pero también actores privados
conscientes de su influencia. Actores, en
definitiva, extrainstitucionales.
Así, mientras la industria se concentró
en fiscalizar a los tres poderes del Estado, el
periodismo de investigación que se ocupó
del poder informal ha sido preferentemente
desarrollado por reporteros fuera del alero
de los medios. Una suerte de periodismo
de autor cuyo formato por excelencia sigue
siendo el libro.
En este nuevo cuadro de poder, un
lugar privilegiado lo ha alcanzado el
empresariado, sector al que Cortés Terzi
define como el gran ganador del período, y
cuya relación con la política de fines del
siglo XX y comienzos del XXI ha sido
abordada por el ex ministro Genaro
Arriagada en su libro Los empresarios y la
política (2004). Ambos textos constituyen
lecturas obligatorias para cualquier
periodista de investigación que pretenda
dar cuenta acerca de cómo –a través de
centros de estudios, fundaciones, lobbystas,
universidades y los propios medios de
comunicación– estos grupos buscan influir
en asuntos de interés público, aunque
manteniendo un bajo perfil o,
derechamente, rehuyendo el escrutinio
público.
La propia Monckeberg intenta un
acercamiento a algunos de estos tópicos en
El saqueo de los grupos económicos al Estado
chileno (2001) o La privatización de las
universidades en Chile. Una historia de dinero,
poder e influencias (2003), donde esboza parte
de los cambios en la clase empresarial
posdictadura. Un enfoque más
compenetrado con el elaborado circuito
la Paz Ciudadana (2001), de Juan Andrés
Guzmán y Marcela Ramos, libro en el que se
examina cómo la Fundación Paz Ciudadana,
liderada por Agustín Edwards, se constituyó
en los 90 en un espacio donde confluirían
viejos antagonistas políticos y desde el cual
se instalaría en la agenda pública la
preocupación por la seguridad ciudadana,
cuando las cifras mostraban que eran otros
los problemas sociales más urgentes de
ese momento.
Es en este punto donde la pauta del
periodismo de autor y la de los medios ha
revista udp 08 27
vuelto a disociarse. A diferencia de fines de Por lo mismo, el periodismo de
los 90, cuando la industria se acopló al investigación sigue siendo un oficio más
nuevo trato entre periodistas y autoridades, bien solitario, destinado preferentemente
simbolizado por El libro negro..., no hemos a la elite. Su patrimonio es que puede
generado aún una cultura en la que los definir su propia pauta, cuestión que en los
medios demanden también una rendición últimos 30 años ha permitido sumar
de cuentas a los sujetos privados cuando nuevos actores al escrutinio público, algo
éstos buscan legítimamente moldear esencial para la salud de la democracia.
a la sociedad en función de sus propios De la masificación de este nuevo giro
intereses o cuando participan en ámbitos depende, entonces, que el periodismo de
que impactan al conjunto de la sociedad. investigación se consolide como un
Es un fracaso, en ese sentido, que no contrapeso del poder y continúe
hayan sido los medios los que destaparan documentado la historia de Chile, cuestión
el caso de colusión de precios entre las esencial en una democracia. Y es que
farmacias. O que no sea común leer en la medida en que el periodismo hace
artículos acerca de si las empresas cumplen bien su trabajo, se fortalece la percepción
o no con las políticas medioambientales, de que alguien está preocupado de
laborales o tributarias que las rigen. develar aquello que otros quieren ocultar,
También, que aún sean muy tímidos los de que el poder formal o informal será
esfuerzos por dar cuenta de la influencia de confrontado, y de que lo opaco se volverá
estos actores extrainstitucionales en la más transparente.
definición de las políticas públicas y el
modelo de desarrollo chileno. Un capítulo
de la historia reciente que el periodismo
no ha abordado con el mismo ímpetu de
los 80 y 90.
Es un hecho que en este terreno los
medios lidian necesariamente con las
restricciones propias del avisaje y, por
ende, con la necesidad de conquistar a las
audiencias masivas. Al revés, el periodismo
de investigación de autor –el que depende
de la voluntad de los reporteros y no de
los intereses de la industria– puede darse
el lujo de no considerar las preferencias
masivas de las audiencias y goza, en
general, de una mayor independencia
económica. Por otro lado, si se considera
que todo buen periodista es aquel que está
dispuesto a que la evidencia eche abajo sus
propios prejuicios, resulta más fácil
cuando hay uno, dos o, con mucho, tres
autores comprometidos en una
investigación. Y aunque esto no siempre se
logra, es claro que los prejuicios de la
industria han resultado ser más
incombustibles.
28 revista udp 08
I
Apuntes sobre novela Cabe partir de la siguiente premisa: la
y baja cultura distinción entre alta y baja cultura surge
contemporáneamente al nacimiento
de la novela entendida como género
moderno. Considerar la novela un género
moderno implica asumir que su desarrollo
como tal conoce un impulso decisivo a
por ignacio echevarría consecuencia de dos de los factores que
asimismo determinan el desarrollo de lo
que se conoce como Edad Moderna: la
Como género aspirante a la invención de la imprenta, a mediados del
dignidad literaria, la novela siglo XV, y la emergencia y consolidación de
una nueva clase urbana –la burguesía–
se reivindica y se reafirma
depositaria de un nuevo capital de ocio
en abierta contestación y de riqueza.
de sus orígenes como género Cualesquiera que sean los precedentes
constitutivo, y no sólo y orígenes del género novelístico (que,
por lo que toca a Occidente, suelen
representativo, de la baja
remitirse a la Grecia clásica), lo cierto es que
cultura. La historia de la novela su fortuna va estrechamente ligada a esos
moderna sería, en buena dos factores, que a su vez se imbrican
medida, la historia de la estrechamente entre sí. Pues la imprenta,
no cabe duda, actuó como un agente de
superación de esos orígenes,
democratización cultural, que satisfizo
a los que sin embargo no deja oportunamente los intereses de la burguesía
de remitirse el grueso de la emergente, progresivamente alfabetizada,
producción novelística, en el deseosa no sólo de entretenimiento, sino
de ilustración también.
siglo xxi lo mismo que en el
Sólo a partir de la imprenta puede
siglo xvi. empezar a hablarse propiamente de alta y
de baja cultura. Antes de eso, lo que existe
es cultura de elite, por un lado (ya sea
monástica o aristocrática), y, por el otro,
cultura popular. Esta última no puede
asimilarse directamente a lo que más
adelante se entenderá por baja cultura, o al
menos no sin problemas. Y ello debido
a que entre la cultura popular y la elitista
no se establece, ni mucho menos, la
relación antagónica que sí se da, en cambio,
entre alta y baja cultura. En su clásico
ensayo sobre La cultura popular en la Europa
Ignacio Echevarría. Licenciado en filología y moderna (1978), Peter Burke se sirve de los
crítico literario. Editor de Galaxia Gutenberg. Autor
trabajos del antropólogo social Robert
de los libros Trayecto (un recorrido crítico por la reciente
Quería a toda costa olvidarse de sí misma y vivir la vida de los demás narrativa española) y Desvíos (un recorrido crítico por la Redfield para trazar un modelo cultural
reciente narrativa latinoamericana). en el que se distinguen dos tradiciones: la
revista udp 08 29
“gran tradición” de unos pocos instruidos
y la “pequeña tradición” del resto. En el
Occidente europeo, la “gran tradición” se
habría cultivado en las escuelas o en las
iglesias; la “pequeña” se desarrollaría
y se conservaría principalmente en las
comunidades aldeanas. Las dos tradiciones,
según Redfield, serían interdependientes, se
hallarían en una constante interacción.
Burke subraya esto último y va más lejos
aun, al sugerir que la cultura popular
habría sido, al menos hasta bien entrado
el siglo XVIII, una cultura compartida,
en la que las clases dirigentes participaban
y de la que no sólo se nutrían. Los
carnavales, las fiestas, las corridas; los
bailes y las canciones; los sermones, las
funciones cómicas... Hay todo un repertorio
de manifestaciones culturales de
carácter popular en las que fue común la
participación y no sólo la presencia de las
clases altas, para las cuales esa “pequeña
tradición” a la que Redfield se refiere venía
a constituir –dice Burke– una suerte de
“segunda cultura”. El registro “popular” de
tantos escritores del Siglo de Oro español –
Quevedo, Góngora, Lope, entre muchos
otros- es un ejemplo bien patente de ello.
No así el registro “popular” de los poetas
románticos o, ya en el siglo XX, de los
neotradicionalistas. En el recorrido que
conduce hasta ellos –es decir, entre
mediados del siglo XVII y comienzos del
siglo XIX– habría tenido lugar la práctica
extinción de la cultura popular y, casi
sin solución de continuidad, su
“descubrimiento” por parte de Herder
y de sus seguidores.
Conforme se fueron abriendo paso los
profundos cambios sociales que comporta la
Edad Moderna, la dialéctica entre cultura
popular y cultura elitista habría ido siendo
desplazada por la dialéctica entre alta y baja
cultura. El proceso se corresponde con la
ampliación de los cauces de acceso a la
cultura letrada y, simultáneamente, con la
extinción de la cultura popular, que se
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transformaría en baja cultura en la medida
en que desaparece o se degrada el sustrato
en el que brota.
Entre alta y baja cultura no se
reproduce el tipo de alteridad que Burke
aprecia entre la cultura popular y la cultura
elitista. Alta y baja cultura constituyen
polos extremos de un mismo campo: sus
diferencias son graduales; sus posiciones,
relativas. Ninguna de las dos puede
postularse para la otra como una
“segunda cultura”, dado que una y otra se
superponen sin solución de continuidad.
Las dos comparten un territorio
sustancialmente nuevo, en el que muy
pronto van a surgir nuevas formas de las
que tanto la alta como la baja cultura se
aprovechan. Una de esas formas –la
primera, quizás– será la novela.
II
A mediados del siglo XV, es decir,
contemporáneamente a la expansión de la
imprenta, en España primero y, a partir
de allí, en buena parte de Europa,
conocen un éxito sensacional los libros
de caballerías, una de las primeras
modalidades novelescas. Derivadas de la
Materia de Bretaña, de las leyendas del rey
Artús y los Caballeros de la Tabla Redonda,
se trata de ficciones sin conexión alguna
con la realidad histórica, que discurren
sobre personajes y motivos procedentes de
una vieja tradición que remonta a los siglos
XII y XIII. Una tradición que, además de
servir de entretenimiento para caballeros
e hijosdalgo (como lo era Alonso Quijano),
proveyó un abundante caudal de romances
y de canciones populares. Estos libros
suelen ser conocidos a través, sobre todo, de
la sátira que Cervantes hace de ellos en el
Quijote, y que tanto contribuyó a su
descrédito. Recuérdese, si no, cómo, en los
famosos capítulos en que tiene lugar el
escrutinio de la biblioteca de Alonso
Quijano por parte del cura y del barbero, el
primero declara que estos libros de
caballerías “son en el estilo duros; en las
hazañas, increíbles; en los amores, lascivos;
en las cortesías, mal mirados; largos en las
batallas, necios en las razones, disparatados
en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo
discreto artificio y por esto dignos de ser
desterrados de la república cristiana, como
a gente inútil” (Quijote, I, 47). He aquí,
formulada en términos cuyos ecos
encuentran prolongación hasta hoy, una
condena en toda regla de la baja cultura
realizada por quien bien puede ser tomado
por un representante de una concepción de
la cultura más elevada.
Del que se tiene por el mejor y más
perdurable de todos los libros de
caballerías, el Amadís de Gaula, se conocen
cerca de veinte ediciones a lo largo del siglo
XVI, y más de sesenta si se atiende al
conjunto de sus continuaciones. Pese al
golpe mortal que le infligió el Quijote, este
tipo de novelas siguió difundiéndose de un
modo notable hasta bien entrado el siglo
XVII. De hecho, constituye el fenómeno
editorial más importante de todo el Siglo de
Oro, lo que equivale a decir que supone el
primer fenómeno editorial de todos los
tiempos.
Dos aspectos de estos libros de caballerías
–productos primerizos de baja cultura–
importa subrayar aquí. Por un lado, el
relativo a su condición esencialmente
libresca, que los aleja radicalmente de la
cultura popular, la cual es por naturaleza
iletrada. La complicación, el
abigarramiento, la sinrazón de los libros de
caballerías más tardíos obedece tanto a una
dinámica interna del subgénero –ese “más
difícil todavía” con el que se pretende
conquistar una y otra vez la atención del
lector– como al hecho material de que se
trata de eso mismo: de libros, sí, pero de
libros impresos; es decir, de un nuevo
soporte accesible a un precio razonable y
que brinda la posibilidad de almacenar, de
recorrer, de repasar los sucesivos episodios
de que se compone el relato.
Por otro lado, conviene reparar en el
degradado idealismo de estos libros de
caballerías, que ofrecen un burdo trasunto
de los modelos heroicos, de los valores tanto
éticos como estéticos de las clases sociales
altas, de los que presentan una versión
vulgarizada y a menudo grotesca.
Estos dos aspectos permiten aislar, en una
de sus más tempranas manifestaciones, lo
que serán otros tantos rasgos característicos
de la baja cultura. En primer lugar, su
historicidad: a diferencia de la cultura
popular, que es intemporal, la baja cultura
depende, para que emerja, de un cierto
grado de desarrollo socioeconómico,
educativo e incluso tecnológico. No puede
hablarse de baja cultura allí donde no hay
conciencia de la propia cultura, es decir,
donde la cultura no es autoconsciente. Ni
puede hablarse tampoco de baja cultura allí
donde no se dan las condiciones para que
los hechos y los objetos de cultura,
reconocidos como tales, sean accesibles a
un elevado número de población, que
comprende a las clases medias y bajas de la
sociedad en cuestión.
Por lo mismo, la baja cultura acusa, desde
sus inicios, su carácter derivado, imitativo,
de una cultura superior previamente
establecida, consolidada y prestigiosa.
Es este carácter imitativo de la baja cultura
–eso que más adelante se entenderá
por kitsch, categoría muy ligada a la de
baja cultura– lo que determinará la
dialéctica de sus relaciones con la que,
por contraposición a ella, pasaría a
denominarse alta cultura.
III
Se ha sugerido, muy de paso, que los
libros de caballería son productos
primerizos de la baja cultura, entonces
naciente. Cabe estirar ahora esta idea y
postular, más temerariamente, que la
novela misma constituye, en sus orígenes
modernos, un género de la baja cultura. La
afirmación nada tendría de escandaloso
revista udp 08 31
para un lector culto del primer tercio del
siglo XIX. Más o menos hasta
esa altura, la novela fue considerada
mayoritariamente como un género de
escaso rango, indigno de la atención de los
lectores exigentes.
Asegura Marguerite Iknayan que en la
Francia del siglo XVIII se juzgaba que “la
novela era especialmente adecuada para las
personas de facultades mentales poco
desarrolladas, y estaba relegada sobre
todo a las mujeres, tanto por lo que hace
a su escritura como por lo tocante a su
lectura” (The Idea of the Novel in France: The
Critical Reaction, 1815-1848, 1961). Algo muy
parecido puede decirse en relación a
Inglaterra y, más generalmente, al resto de
Europa, donde, en efecto, son las mujeres
las principales consumidoras de novelas, y
muchas de ellas las que se dedican a
escribirlas, aunque las publiquen luego bajo
seudónimo. El rol decisivo de la mujer –ya
sea como autora, ya como destinataria e
incluso como protagonista– en el desarrollo
del género novelístico es un indicio más que
elocuente de la escasa consideración de que
éste era objeto por parte de una sociedad
y de una cultura radicalmente machistas,
en las que la mujer, a la que se atribuían
muchas menos capacidades que al
hombre, distaba mucho de compartir sus
mismos derechos.
Educada con esmero en el seno de una
familia acaudalada, Edith Warthon
recordaba en su madurez cómo, siendo
niña, le prohibían leer novelas, algo que por
otro lado ella no lamentaba, persuadida
de que este modo se había ahorrado leer
mucha basura. Warthon nació en Nueva
York en 1862.
Ese mismo año, la Academia francesa
admitió por primera vez en su seno a un
novelista, Octave Feuillet. Por entonces, la
novela empieza a consolidar su recién
ganado prestigio como género. Hasta bien
entrado el siglo XIX, sin embargo, la ficción
novelesca se mantuvo a la defensiva,
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esforzándose por demostrar su valor
intelectual y social.
En un estudio sobre la ficción literaria en
las revistas inglesas del XVIII y XIX, Robert
Mayo dejó constancia de su ínfimo nivel,
poniendo de manifiesto la pobreza de los
sentimientos a los que sirven de expresión
y su alejamiento de la vida real de los
lectores. Mayo constata en su estudio la
enorme distancia que se abría entre el gusto
popular y el cultivado, consecuencia
–subraya– del casi súbito acceso a la lectura
de un gran público desprovisto de todo
gusto literario, de toda formación cultural.
El análisis de Mayo se centra en una
publicación tan bien reputada como The
Spectator, que dirigía Joseph Addison, y que
tan importante papel desempeñó en la
catalización y construcción, en el marco de
la sociedad inglesa de su tiempo, de una
cada vez poderosa esfera pública, liberal y
burguesa, que no tardaría en enfrentarse al
Estado absolutista y a los viejos poderes
jerarquizados. En su novela La abadía de
Northanger, aparecida póstumamente en
1818, Jane Austen desdeña por zafias e
inverosímiles las ficciones novelescas que en
sus páginas publica The Spectator, donde ella
se negó siempre a colaborar. El dato es
indicativo del tipo de consideración del
que se juzgaba merecedora a la novela, un
género que en la época de Austen era
apenas consentido a consecuencia de su
inmensa popularidad, y por su creciente
utilidad como vehículo de expansión de
determinadas ideas, gustos, actitudes,
si bien siempre bajo sospecha de
inmoralidad y de indigencia.
Sin dejar nunca de ser un género de
baja cultura, la novela conquistaría
dignidad y prestigio muy lentamente. Lo
haría a medida que en la cultura europea,
todavía anclada en el humanismo clasicista,
fue abriéndose paso a un nuevo concepto de
individuo –el que se postula e ilustra a
través de la novela– celoso de su privacidad
y provisto de una sentimentalidad
enteramente nueva. El escaso prestigio de la
novela estuvo durante mucho tiempo
asociado al escaso prestigio de la vida
privada en relación a la vida pública, que
era la que inspiraba los géneros nobles y
elevados. La exhibición de la intimidad, la
concesión a la mujer de un protagonismo
activo (más allá de su protagonismo pasivo,
en tanto objeto, pero nunca sujeto, de la
pasión erótica), la democratización y
vulgarización de los ideales amorosos, la
incorporación al campo de la ficción de las
categorías que hasta aquel momento se
habían considerado opuestas a ella, es decir,
las categorías de la vida corriente,
supusieron durante siglos otros tantos
argumentos en contra de la aceptación y
frecuentación de la novela por parte
de los representantes o consumidores de la
alta cultura.
En su célebre ensayo sobre Aspectos de la
novela, de 1927, E. M. Forster se permite
decir algo como esto: “Cuando se piensa
vagamente en novelas, piensa uno en un
asunto amoroso”, frase indicativa de lo muy
vigente que estaba todavía, hace menos de
un siglo, una noción más bien alicorta y
condescendiente del género.
Conviene no perder de vista, en este
contexto, el hecho de que dos de las novelas
que jalonan de forma más determinante el
desarrollo del género en la Edad Moderna,
el Quijote (1605, 1615) y Madame Bovary
(1857), contienen una crítica ferozmente
destructiva de las novelas que gozaban en
su tiempo respectivo de un amplio favor
popular: los libros de caballerías, por lo que
toca al Quijote, y las novelas románticas y
sentimentales, por lo que toca a Madame
Bovary. De lo que cabe concluir que, como
género aspirante a la dignidad literaria, la
novela se reivindica y se reafirma en abierta
contestación de sus orígenes como género
constitutivo, y no sólo representativo,
de la baja cultura. La historia de la novela
moderna sería, en buena medida, la historia
de la superación de esos orígenes, a los que
sin embargo no deja de remitirse el grueso
de la producción novelística, en el siglo XXI
lo mismo que en el siglo XVI.
IV parecía naturalmente destinada. Muy
El prolongado relegamiento de la novela
al campo de la baja cultura tiene mucho
que ver con que, desde sus orígenes, haya
sido considerada como un género de
entretenimiento. “Si bien ha sido empleada
como vehículo para la sátira, la instrucción,
la exhortación política o religiosa, y la
información técnica”, se lee en la edición de
1911 de la Enciclopedia Británica, en la
entrada correspondiente a novela, “el
propósito neto y directo de la novela es
divertir por medio de una serie de escenas
pintadas conforme a la naturaleza y con un
hilo de narración emocional”.
La noción misma de entretenimiento,
que aparece tan profundamente ligada
a la de la novela, es una noción
relativamente extraña a la cultura letrada,
al menos hasta bien entrada la Edad
Moderna. Recuérdese lo dicho por el cura
del Quijote a propósito de los libros de
caballerías: que son “dignos de ser
desterrados de la república cristiana, como
a gente inútil”. No hace falta remitir
a los ecos platónicos de esta condena para
detectar en ella resonancias de lo que cabe
entender por “utilitarismo” de la cultura
clásica, tanto más si pasada por el tamiz del
cristianismo. La máxima horaciana de
“instruir deleitando” (donde el pedagógico
instruir tiene alcances tanto prácticos como
educativos, morales, civiles, políticos)
imbuye el sentido que de sí misma tiene la
cultura letrada de Occidente hasta el
Romanticismo. La idea de un libro
consagrado exclusivamente a entretener, a
pasar el tiempo, sólo puede haber surgido
en una sociedad crecientemente
alfabetizada, en la que el libro mismo había
venido convirtiéndose en un bien común,
de consumo individual, destinado a colmar
un nuevo sentido del ocio.
revista udp 08 33
Durante siglos, la conquista de su
dignidad como género supuso, para la
novela moderna, trascender esta función de
simple entretenimiento o evasión a la que
distintas fueron las vías para conseguirlo.
En el pasaje citado, la Enciclopedia Británica
apunta algunas. Desde muy pronto, en
efecto, la novela se mostró como territorio
idóneo para la sátira (Quevedo, Swift).
También desde muy pronto, la ficción
novelesca, como antes el diálogo de estilo
platónico, sirvió de ilustración y cauce del
pensamiento filosófico (Diderot, Rousseau,
Voltaire). En semejante dirección, conviene
subrayar un aspecto que no suele ser
suficientemente atendido: el papel
fundamental que, en el desarrollo de la
novela moderna, desempeñó
contemporáneamente el desarrollo de la
prosa en general y, más en particular, el de
la prosa “científica”.
Los siglos XVII y XVIII son en toda
Europa los del triunfo de la prosa, que en
este período fue ganando terreno
definitivamente a la poesía –y también al
drama– como principal cauce de expresión
escrita. A este respecto, se ha llegado a
hablar, en referencia al siglo XVIII, del “siglo
de la prosa”. El empuje que ésta cobra
viene dado, entre otras cosas, por la nueva
mentalidad científica. En la introducción
a su libro Vida y poesía (1907), esbozando
muy sumariamente la “trayectoria de la
literatura europea”, observa Wilhelm
Dilthey cómo, a finales del siglo XVII,
comienza a operar una fuerza de la fantasía
distinta a la que hasta aquel momento
había tenido al hombre y su relación con el
mundo como centro de inspiración. Se trata
de la “fantasía científica”, que se explaya
a través de la prosa. A partir de entonces
–escribe Dilthey– predomina “una
captación de la vida que ha pasado por la
escuela de la ciencia”, es decir, que
subordina la fuerza y la libertad de la
imaginación al método, el método
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científico, que en literatura hallaría su
correlato en el concepto de “gusto”.
Cualesquiera sean las objeciones que
pretendan hacerse a tan atrevido
diagnóstico, lo cierto es que la prosa
“científica” (entendida aquí en un sentido
muy amplio) impregna progresivamente el
campo de la novela. Así ocurre hasta el
extremo de que la novela misma, o, mejor
dicho, todo un vector –sin duda el más
relevante y exigente– de la novela moderna,
admite ser entendido como una modalidad
de prosa científica, que se sirve de la ficción
como instrumento de introspección, de
averiguación psicológica, de búsqueda
espiritual, de ensayismo filosófico, de crítica
ideológica, de exploración lingüística,
de reconstrucción histórica, de análisis
sociológico... El positivismo, el naturalismo,
el historicismo, el sociologismo, el
psicologismo, el criticismo que se adueñan
de la novela europea a partir de la segunda
mitad del siglo XIX ofrecen sobradas
pruebas de ello. Suponen, en cualquier
caso, otras tantas vías por las que, en su
empeño por emanciparse intelectualmente
–y no sólo estéticamente–, una importante
facción de la novela dejó atrás el papel que
se le atribuía de simple entretenimiento.
V múltiples, se diría a veces que
Que la novela sea tomada por un género
dedicado sobre todo a la evasión y al
entretenimiento tiene mucho que ver con la
concepción que se tiene de ella como
género narrativo por excelencia. Ahora
bien: la tendencia a hacer entroncar la
novela con las formas épicas del pasado
ignora demasiado a menudo el carácter
esencialmente libresco de este género. Es en
atención a esta condición libresca de la
novela cómo Walter Benjamin llegó a
postular, en su justamente célebre ensayo
sobre Nikolai Leskov (El narrador, 1936), que,
lejos de ser prolongación del viejo arte de
narrar, la novela supone su mengua y su
desplazamiento.
“El más temprano indicio del proceso
cuya culminación es el ocaso de la
narración”, escribe Benjamin, “es el
surgimiento de la novela a comienzos de la
época moderna. Lo que distingue a la novela
de la narración (y de lo épico en su sentido
más estricto) es su dependencia esencial del
libro. La amplia difusión de la novela sólo se
hace posible gracias a la invención de la
imprenta. Lo oralmente transmisible, el
patrimonio de la épica, es de índole
diferente a lo que hace una novela. Al no
provenir ni integrarse en la tradición oral,
la novela se enfrenta a todas las otras
formas de creación en prosa como pueden
ser la fábula, la leyenda, e incluso el cuento.
Pero sobre todo se enfrenta al narrar. El
narrador toma lo que narra de la
experiencia; la suya propia o la transmitida.
Y la torna, a su vez, en experiencia de
aquellos que escuchan su historia. El
novelista, por su parte, se ha segregado. La
cámara de nacimiento de la novela es el
individuo en su soledad”.
Pese a la naturaleza evidentemente
proteica del género novelístico, pese a la
dificultad cada vez mayor de obtener para él
una definición suficientemente
satisfactoria, siquiera sea a partir de un
mínimo común denominador para las
incompatibles variedades de lo que se
postula indistintamente como novela, el
caso es que la idea más común que se tiene
de ella es la que queda reflejada en la ya
citada entrada de la Enciclopedia Británica:
“Una serie de escenas pintadas conforme a
la naturaleza y con un hilo de narración
emocional”.
No cabe duda de que la fortuna de la
novela en cuanto género debió mucho a su
capacidad de satisfacer sencilla y
ampliamente, sin la mediación de otra cosa
que no fuera un libro, esa necesidad de
consumir relatos que admite ser tomada
como una constante antropológica, dada su
recurrencia en todo tipo de culturas. La
mutación que, según Benjamin, entraña la
novela en relación al viejo arte de narrar, es
una mutación de índole sustancialmente
afín –en cuanto debida a causas
semejantes– a la ya observada entre la
cultura popular y la llamada baja cultura.
Insensibles al significado y a las
consecuencias de esta mutación, no es raro
que sean los valedores de las más
conspicuas y deleznables modalidades de
novela quienes con más vehemencia
defienden, en relación al género, lo que
Rafael Sánchez Ferlosio denominaba en
cierta ocasión “el derecho narrativo”. Se
refería Ferlosio bajo esta fórmula “a todo un
cuerpo de convenciones –tácitas, pero
especificables– que a lo largo del tiempo se
han venido fijando sobre la narración,
hasta alcanzar casi el rigor de obligatorias
cláusulas contractuales en el contrato de
compraventa entre el autor y los lectores”.
Dichas cláusulas, “incoadas de modo
perceptible a partir de los libros de
caballería y, en general, desarrolladas sobre
todo en la novela popular”, habrían sido,
al decir de Ferlosio, “la mayor catástrofe
que podía sufrir la narración”, por cuanto
inscriben su legalidad en los hechos sobre
los que ésta discurre, sometiéndolos a su
“recrecido e infinitamente repetitivo
imperio”. Importa insistir, como hace
Ferlosio, en que la más estricta observancia
de dichas cláusulas “se da precisamente
en la novela más barata, escrita por autores
de tan fácil pluma como escaso escrúpulo
y destinada a los lectores menos cultos.
Podría pensarse que el público que compra
estas novelas las acepta por falta de
exigencias; paradójicamente, sin embargo,
es, en cierto sentido, el más exigente, el
que se siente más vivamente defraudado en
sus derechos de lector ante la infracción
de cualquier cláusula contractual que
forme parte del derecho narrativo”.
Por el contrario, una de las vías de las que
se sirve la novela moderna para conquistar
una posición preminente –y no sólo
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hegemónica– en la jerarquía cultural
consiste, precisamente –desde Lawrence
Sterne a Virginia Woolf–, en problematizar
el estatuto de la narratividad, como más
adelante hará con el de la ficción.
En contestación a una de las reiteradas
discusiones acerca de la supuesta crisis de
la novela, con las que ya hace un siglo, lo
mismo que en la actualidad, se ponía en
duda el futuro del género en base al papel
cada vez más problemático que dentro
de él desempeña la narratividad (todavía
entendida por muchos como conditio
sine qua non para que pueda hablarse
propiamente de novela), Robert Musil
escribía en cierta ocasión: “No queremos
dejar que nos cuenten nada más, miramos
eso ya como un mero pasatiempo”. Y
añadía: “Lo nuevo nos lo cuenta el
periódico; lo que siempre oímos con gusto
lo consideramos kitsch”. Entretanto, “se
busca para lo que queda una nueva figura”.
Pero esa “figura” es precisamente la de la
novela que asume como función ya no la
transmisión de una experiencia perdida,
ni la “ilustración” de un conocimiento
previo, de un universal (como hacían los
representantes de la novela naturalista, de
la novela psicológica, de la novela de tesis),
sino la tarea a menudo ímproba de “dar
sentido a la existencia, dar forma, dar
forma a un sentido”.
Con lucidez radical, asume Musil la
condición “necesariamente paradójica” de
la novela. Ésta se sirve comúnmente de
elementos y de materiales que con razón
son etiquetados como “narrativos” y
que suelen proporcionar esos “efectos de
sugestión” de los que se beneficia todo
novelista para conferir “mayor amplitud a
las vibraciones anímicas” de aquello
que aspira a transmitir. Pero este tipo de
recursos no dejan de esconder, según Musil
(que encarna aquí el riguroso ascetismo
de la modernidad), “algo impío, frívolo”.
Quizás sea Musil, entre todos los
novelistas, quien, en nombre de la moral
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artística, llevara más lejos su exigencia
de extirpar de la novela su bastarda
dependencia de las “fórmulas” narrativas;
quien con más intransigencia haya negado
a la novela el amparo incondicional de lo
que Ferlosio denomina “el derecho
narrativo”. Lo hizo, muy significativamente,
en el borrador de un texto destinado a
servir un prólogo para las dos “narraciones”
o “novelas cortas” reunidas en el volumen
titulado Uniones (1912). Anota allí Musil, con
términos deliberadamente exagerados y
contradictorios, que describen muy bien el
tipo de tratamiento que la alta
cultura dio al género novelístico: “Se podría
intentar la definición de que a estos relatos
les ha dado forma el asco a relatar”.
VI
Se ha mencionado antes la prosa científica,
cuyo desarrollo habría corrido paralelo al
de la novela moderna, infiltrándola de
distintas maneras. Cabría subsumir la
historia de la novela moderna dentro de
una historia general de la prosa,
comprendida como cauce en que se expresa
la cultura de la Edad Moderna. Al lado de la
prosa científica –o quizás a su sombra, si
uno se ciñe estrictamente a los postulados
de Dilthey– cabría hablar entonces de la
prosa periodística. Como aquélla, también
ésta emerge con fuerza en el siglo XVII, y lo
hace, como la novela, a consecuencia de la
expansión de la imprenta. Resulta
innecesario, además de imposible, ponderar
aquí las interacciones tan estrechas que se
dan entre novela y periodismo a largo de los
tres últimos siglos. Baste sugerir, como se
ha hecho antes a propósito de la prosa
“científica”, que la prosa “periodística”
contamina de modo creciente la prosa
novelística, y así es a tal punto que cabe
plantearse, en relación a ello, al menos dos
preguntas.
La primera: a la vista de las cada vez más
intensas confluencias entre periodismo y
novela, ¿podría hablarse de la absorción del
uno por la otra, o viceversa?
Segunda pregunta: ¿admite el periodismo
ser considerado, como la novela, al menos
en sus orígenes, un género de baja cultura?
Y si así fuera: el ascendiente cada vez más
notorio del periodismo sobre la novela, o de
la novela sobre el periodismo, lo mismo
da ahora, ¿no constituiría, contrariamente
a lo que ocurría con las exigencias de la
prosa “científica”, un signo inequívoco del
masivo reingreso de la novela en la esfera
de la baja cultura?
Las respuestas a estas preguntas
desbordan los límites, ya demasiado
dilatados, de este trabajo. Al objeto de sólo
encuadrarlas adecuadamente, conviene
poner en juego, por fin, una categoría que
hasta el momento no ha hecho acto de
presencia en esta reflexión, pero que,
llegados aquí, resulta inevitable emplear. Se
trata de la cultura de masas.
Se ha dicho ya que las tensiones entre alta
y baja cultura desplazan la armoniosa
complementariedad que hasta entonces
habían mantenido la cultura popular y la
elitista. La novela moderna, en sus muchas
modalidades, refleja a lo largo de su
desarrollo aquellas tensiones, que podrían
ser explicadas en correspondencia con las
que se daban, a su vez, entre la burguesía
emergente y los viejos poderes
aristocráticos. Tales tensiones –observa
Peter Burke– se intensifican a partir del
siglo XVIII, en que las clases dirigentes, por
un lado, sabedoras de la amenaza que sobre
ellas se cierne, se encastillan en los valores
aristocratizantes, con los que se identifican,
en tanto que una burguesía cada vez
más emprendedora se revela capaz de
asumir, por su parte, y de proyectar sus
propios valores.
El siglo XIX será escenario de un nuevo
desplazamiento de estas tensiones, que se
producen ahora entre los representantes del
gusto “burgués”, es decir, plebeyo, y los
abanderados de una nueva “religión del
arte”, por así llamarla, que convierte
a escritores y artistas en autonombrados
representantes de una especie de
aristocracia del espíritu.
Pierre Bourdieu ha analizado con
extraordinaria brillantez la forma en que,
en el transcurso del siglo XIX, “el campo
literario y artístico se constituye como tal
en y por oposición a un mundo ‹burgués›
que jamás hasta entonces había afirmado de
un modo tan brutal sus valores y su
pretensión de controlar los instrumentos de
legitimación tanto en el ámbito del arte
como en el de la literatura, y que, a través
de la prensa y sus plumíferos, trata de
imponer una definición degradada y
degradante de la producción cultural” (La
regla del arte, 1992).
Que esta “definición degradada y
degradante” tenga todos los visos de haber
resultado vencedora es una posibilidad que
exige ser considerada como consecuencia de
una nueva mutación de lo que en su origen
podía ser tomado como cultura popular,
convertido –a partir del nacimiento de la
imprenta– en baja cultura, y devenido, ya en
el siglo XX, cultura de masas.
Esta nueva categoría habría ido
erosionando progresivamente la vieja
oposición entre alta y baja cultura, y habría
reordenado sus tensiones en atención a un
criterio cuantitativo –es decir, comercial–,
mucho más fluctuante, a partir del cual
resulta más adecuado hablar, con mayor
neutralidad, de cultura para mayorías
y cultura para minorías.
En este nuevo horizonte, la novela viene
revelando su carácter ya no tanto proteico
como resueltamente omnívoro, capaz de
metabolizar todos los otros géneros de
escritura, con todas sus jerarquías, hasta el
extremo de constituirse ella misma en –si
se admite la expresión– el género de la
realidad, es decir, el prisma y el lenguaje a
través del cual el mundo que lo rodea se
hace inteligible para el individuo que trata
de percibirlo y comprenderlo.
revista udp 08 37
“Hasta donde alcanza mi visión”, aparecen cada vez más borrosas, siendo que
aventuraba H. G. Wells en 1911, “la novela sub specie de novela se escriben memorias,
va a ser el único cauce en el que podremos reportajes, frescos históricos, ensayos
discutir la mayoría de los problemas que políticos y filosóficos, libros de viajes, o de
aquejan a la sociedad a consecuencia de su cocina, o de autoayuda...
desarrollo inmoderado”. La novela del El problema ya no es decidir si una novela
futuro, según Wells, “será un mediador es producto de baja o de alta cultura,
social, un vehículo de comprensión, un sino deslindar el concepto mismo de novela,
instrumento de autoanálisis, un espejo de aplicado indistintamente a objetos que
virtudes y de buenas maneras, inspiradora cumplen funciones completamente
de nuevas costumbres, crítica con las leyes distintas y tan diversas que carece de
e instituciones, con los dogmas y las ideas. sentido tratar de polarizarlas conforme a
Los novelistas trataremos sobre cuestiones una sola dualidad que entretanto ha dejado
políticas, religiosas y sociales”. de resultar orientativa.
Para Wells, la finalidad de la novela es
“abarcar la totalidad de la vida humana”.
“Antes de que nos llegue la muerte”,
pronosticó, “habremos metido toda la vida
en el cerco de la novela”. El mismo Wells se
desdiría años después de esta encendida
profecía, admitiendo que era a todas luces
exagerada. Pero no lo es tanto, si se atiende
al imperio que la novela ejerce en la
actualidad, en alianza con el periodismo.
La cultura de masas obvia toda posible
polarización entre alta y baja cultura en el
campo de la novela en cuanto ella misma
constituye un magma omnipresente y
acaparador que disipa los contrastes entre
una y otra. Basta observar la lista de libros
más vendidos para ver que, en el gusto del
público, se superponen indistintamente
novelas concebidas como best sellers y
novelas de ambición literaria. ¿Dónde fijar
las frontera entre alta y baja cultura en una
secuencia formada por nombres como los
de Dan Brown, Claudio Coelho, Ildefonso
Falcones, John Grisham, Laura Esquivel,
Carlos Ruiz Zafón, Arturo Pérez Reverte,
John Boyne, Isabel Allende, Ken Follet,
Almudena Grandes, Alessandro Baricco,
José Saramago, Fernando Savater, Paul
Auster, Stieg Larsson, Roberto Saviano,
Fernando Mario Vargas Llosa, Martin Amis,
J. M. Coetzee, Javier Marías, Haruki
Murakami o Roberto Bolaño? Las fronteras
entre ficción y no ficción, por otro lado,
38 revista udp 08
Consideraciones
frente al campo
de batalla
por juan manuel vial
Algunos de los críticos literarios
más notables del siglo xx
–Benjamin, Wilson y Connolly–
trataron detalladamente la
labor de aquel individuo al que
se le paga por reseñar libros
periódicamente en diarios o
revistas. Los tres coincidieron
en dar un enfoque irónico
y desacralizado a un oficio que
en su momento ellos mismos
ejercieron, aunque, ironías
aparte, ninguno pasó por
alto la violencia que puede
generarse en torno al ejercicio
semanal del reseñismo literario.
Juan Manuel Vial. Periodista. Crítico literario
del diario La Tercera. Profesor de la Universidad
Diego Portales.
Como sucede con todos los buenos
críticos, sus dotes aparecen
cuando es capaz de amar y admirar.
— c y ril connolly
Hace cuatro años que mantengo muy
bien doblada en el ropero cierta polera
que me envió una amiga por correo desde
Londres, pero hasta ahora –conviene
precisar de inmediato– no he tenido el
desplante necesario (o el coraje, mejor
dicho) como para salir de casa luciéndola.
Aun así, jamás se me ocurriría
deshacerme de ella en razón de su
probada inutilidad, pues la considero una
prenda llamativa: confeccionada en
algodón elasticado, material que le otorga
una estrechez sofocante, la camiseta es
de color rosa eléctrico; las mangas y el
cuello están ribeteados en fucsia, mientras
que sobre el torso se lee una leyenda en
inglés, que, traducida al castellano, dice
así: “De vuelta a lo básico: leyendo,
escribiendo y luchando”. El sentido del
verbo luchar está asociado a la lucha libre
o a la camorra profesional, lo cual viene a
ser parte del chiste. Pero para mí, que no
soy ningún fortachón, el mensaje de la
polera no acarrea ironía alguna, dado que
ilustra con justeza aquello que, semana
a semana, entiendo por volver a lo básico:
leer, escribir y luchar.
En sus famosas trece tesis acerca de las
técnicas que el crítico debe utilizar en
el ejercicio de su labor, Walter Benjamin
no se cuidó de utilizar expresiones bélicas
e imágenes de corte sanguinario. Entre
las primeras hay ideas como que “el
crítico es un estratega en el combate
literario”; o “sólo quien pueda destruir
podrá criticar”; o “en sus manos [en las del
crítico] la obra de arte es el arma blanca
en el combate de los espíritus”. Entre las
segundas, es útil citar la más gráfica de
ellas: “La verdadera polémica aborda
un libro con la misma ternura con que un
caníbal se guisa a un lactante”.
revista udp 08 39
¿Exagera Benjamin el ánimo o las
condiciones del ambiente bajo los cuales
ha de desempeñarse el comentarista
de libros, o simplemente se vale de ciertos
guiños alegóricos para describir con
aparente naturalidad los pormenores de
este oficio? Después de haber ejercido el
reseñismo de prensa por años, ya fuera en
diarios o revistas, cualquiera estaría de
acuerdo conmigo en que el pensador
alemán no exagera: la labor del reseñista,
y los asomos de violencia que ésta genera,
quedan enmarcados con admirable
justeza dentro de sus conceptos bélicos.
Es más: basta un breve paseíto por las
mazmorras del mundo literario para
sentirse seducido por el más arriesgado de
los postulados de Benjamin, aquel que,
“cuando la causa por la cual se combate
merezca realmente la pena”, recomienda
al crítico sacrificar la “objetividad” (así
escribió Benjamin la palabreja esa, entre
comillas intencionadas) en favor del
“espíritu de partido”.
Edmund Wilson, el más respetado entre
los muchos críticos estadounidenses
respetables del siglo pasado, también se
refirió con elocuencia al tema en una Breve
guía para escritores y editores, publicada en
1935. El suyo fue enfoque más humorístico
que el de Benjamin, de eso no hay dudas,
pero igualmente apegado a la realidad.
Wilson observó que existen cinco tipos de
reseñistas, partiendo por la gente que quiere
trabajo: “Licenciados universitarios,
indigentes radicales, jóvenes imberbes y
viudas en fuga, muchachos de provincia
que se han lanzado a la aventura y muchas
otras personas que quieren escribir o se
quieren vincular con la escritura, así como
amigos personales de los editores que se
encuentran en dificultades”. Después,
utilizando un tono muy cercano a la
compasión, Wilson se refiere a quienes
tienen la infame obligación de comentar
libros por escrito casi todos los días de la
semana, y los agrupa bajo el concepto de
40 revista udp 08
columnistas literarios. A ellos, advierte,
jamás debe considerárseles ensayistas o
autoridades críticas, pues a muchos ni
siquiera les interesa la literatura.
En seguida menciona a la gente que quiere
escribir sobre otra cosa: “Con frecuencia la
crítica literaria es utilizada, en especial
por los más jóvenes, como un pretexto
para escribir un ensayo personal sobre el
tema del que trata el libro o incluso para
olvidarse totalmente del libro y escribir
un ensayo sobre algún otro tema”. Luego
viene el turno de los recensores especialistas,
que son, según los ejemplos provistos,
aquel filósofo que sólo reseña libros de
filosofía y aquel poeta que sólo reseña
libros de poesía. En opinión del literato
estadounidense, el riesgo de error en la
apreciación implícito en esta costumbre es
insoportable, puesto que con seguridad
uno u otro pertenecerán “o bien a la
misma escuela o bien a la escuela opuesta,
por lo que en ambos casos la reseña puede
resultar parcial y provocar que el lector
externo se lleve una impresión equivocada
del libro”. Finalmente, Wilson aborda a la
más inusual de todas las figuras, la de los
críticos recensores: “Quienes son capaces
de hacer crítica de primer nivel no
quieren interrumpir sus otras tareas por
un trabajo tan mal remunerado como el
de las reseñas de libros”.
Pese a ser un tipo que por motivos
laborales requiere de soledad, silencio,
quietud e incluso de cierto inmovilismo
–es sabido que no existe mejor lugar
para leer que la cama–, el reseñista que
escribe en diarios o revistas lucha
semanalmente en contra de un número
indeterminado de individuos, partiendo
por los miles de consumidores con mal
gusto: el ránking de los libros más leídos
viene a ser, semana a semana, una
aplastante comprobación de que el gran
público, sordo ante juicios de carácter
estético, y alejado de consideraciones
propias del sentido común, casi siempre
demuestra predilección por obras que
tienen escaso o nulo valor literario.
Aun así, el reseñista de prensa sólo debe
tener en cuenta a los lectores comunes y
corrientes al momento de enjuiciar un
libro, pese a que en ello, en la amplitud
forzosa de la mirada, persiste una
dificultad manifiesta: por una parte,
existen lectores con un gusto literario
formado, capaces de dar en cualquier
momento opiniones claras frente a una
obra determinada o ante cierto tipo de
literatura; en el extremo opuesto, están
aquellos que no entienden lo que leen
cuando leen el diario. La solución a esto,
según planteaba Benjamin, pasa por
utilizar el lenguaje indicado, es decir, el
lenguaje de la publicidad y el de las
consignas que no traicionan a las ideas.
Algo, en otras palabras, un discurso, un
razonamiento, una ilación de argumentos,
que todos puedan llegar a comprender sin
que el autor deba rebajarse en el intento.
Las bondades de esta ecuación
saltan a la vista: a un oficio al que el
academicismo y la pedantería le han
hecho tanto daño –ya sea blindándolo de
conceptos enredosos y pretendidamente
elevados, o encorsetándolo dentro de un
lenguaje ridículamente incomprensible–,
la premura puede resultarle decididamente
benéfica. Me explico: todos quienes nos
dedicamos al reseñismo periodístico
tenemos sobre nuestras cabezas a un editor
que nos hostiga sin clemencia, ejerciendo
a veces notorios abusos de poder, para
que le entreguemos cuanto antes nuestro
trabajo, apremio que, nos duela o no, juega
en contra de la especulación eterna, en
contra del cripticismo impenetrable y en
contra de cualquier ínfula de posteridad
que, equivocadamente, pueda mantener
en secreto algún recensor de prensa.
Ante los escritores que se ve obligado a
desenmascarar, el reseñista siempre lleva
las de perder: mientras él mismo debe
olvidarse, por así decirlo, del libro que ya
criticó para concentrarse en el texto de
la jornada en curso, el autor aporreado
tiene tiempo de sobra –toda una vida,
si se le antoja– para lamer sus heridas,
alimentar el rencor, y aguardar, a veces con
la paciencia de alguna de aquellas sierpes
hipnotistas, el momento indicado para
atacar de vuelta. En la ventaja que el azar
le otorga al revanchista hay, ciertamente,
más de algún grado de justicia, pues
no debemos olvidar que el reseñista de
prensa tiene el poder de destruir de una
plumada –y además casi siempre lo hace
en contra del reloj– el trabajo que al
escritor le significó años de esfuerzo.
Como sea, para mí sigue siendo
sorprendente que, tras años de ejercer la
crítica periodística, jamás he sido encarado
por algún novelista o poeta con la intención
de rebatirme tal o cual juicio negativo que
expresé sobre su obra, aunque sí he visto
cómo operan, anélidas y venenosas, las
camarillas y los complots a la sombra, así
como también he padecido las diminutas
ruindades a las que es capaz de recurrir
un autor con el orgullo lastimado. Wilson,
a quien le encantaba zanjar los problemas
con altas dosis de cinismo insufladas con
cantidades no despreciables de alcohol y
lucidez, les dio a todos ellos, a los autores
heridos, un consejo invaluable: “Podemos
concluir que el escritor no puede esperar
justificadamente ninguna crítica seria de
los recensores y que malgasta su energía y
sus nervios al entusiasmarse o indignarse
por cualquier cosa que se escriba sobre
sus libros”.
Recuerdo con simpatía la picardía de
cierto escritor, quien, molesto conmigo
porque delaté algunos errores de hecho
existentes en su novela, publicó en su blog
una versión de la reseña que no incluía los
mencionados tropiezos, pero que así y
todo seguía estando firmada por mí. En el
empeño de negarse a ver lo evidente, y en
el consiguiente impulso agravatorio de
distorsionarlo a su favor, este autor
demostró una vocación de pequeño
carterista que se me antoja pintoresca,
razón por la que no se me ocurriría
quejarme ante él, ni tampoco ante quienes
publican reseñas apócrifas en una página
web financiada con dineros del Fondart.
También puedo mencionar aquí, aunque
no con similar cariño, el modus operandi de
una jovencita cuya novela me pareció
ilegible: la chica esperó su oportunidad de
revancha y ésta le llegó a través de una
entrevista de prensa. Allí aseguró, muy
suelta de cuerpo, que había mantenido
conmigo un sustancioso intercambio de e-
mails, en los que ella, ni corta ni perezosa,
me ponía varios puntos sobre las íes.
El asunto es que eso, la pretendida
comunicación electrónica, jamás sucedió.
En Enemigos de la promesa, aquel
magnífico ensayo dedicado al oficio de las
letras y a las innumerables trastiendas
que en él se advierten, el gran crítico
inglés Cyril Connolly zanjó la relación
entre periodismo y literatura de la
siguiente manera: “El periodismo es
disperso, íntimo, simple y llamativo; la
literatura, formal y compacta, ni simple ni
inmediatamente llamativa en sus efectos.
El descuido no es fatal en el periodismo,
como no lo son los clichés, pues la mirada
pasa ligeramente sobre ellos. Pero aquello
que está hecho para que se lea una sola
vez raramente puede leerse más de una
vez, y el periodista tiene que aceptar el
hecho de que su trabajo, por su misma
actualidad, está excluido de cualquier
participación en el mañana”. Yendo más
al detalle, Connolly sostuvo que una
buena crítica sólo se recuerda durante
quince días, razón por la cual el reseñista
está obligado a validar su reputación
constantemente. Y distinguió también
otros sinsentidos que afectan la vida
privada, por así llamarla, de aquel que se
dedica a reseñar libros a cambio de un
sueldo: la falta de tiempo para dedicarse
a lecturas no obligatorias o incluso para
revista udp 08 41
escribir sobre sus propios asuntos. Aquel
que debe leer y escribir por dinero, sugirió
Connolly con suma lucidez, rara vez tiene
ganas de hacer lo uno o lo otro en sus
ratos de ocio.
Con bastante más insistencia que
Benjamin y que Wilson, Connolly se quejó
de lo ingrato que le parecía su oficio,
y a lo largo de su vida, a través de diversos
escritos que fueron evolucionando con
el correr de los años, nunca se cansó de
reacondicionar la misma máxima: “La
crítica es un trabajo a jornada completa
con un salario de media jornada, un
trabajo en el que generalmente el crítico
gasta lo mejor que posee en ocuparse
de la mediocridad ajena”. En una de las
versiones más dramáticas de este discurso,
Connolly llegó a decir que detestaba ser el
encargado “de ahogar los gatitos de otros”.
Pero, ¿no hay cierta dosis de cinismo
en las palabras quejumbrosas de Connolly,
las cuales, dicho sea de paso, muchas
veces también fueron insufladas por el
alcohol? La respuesta es sí, pues él, mejor
que nadie, entendió que en la satisfacción
de desenmascarar a los malos, a los
mediocres y a los impostores radica el
verdadero pago del crítico. De hecho,
habiendo tenido varias oportunidades
para abdicar de sus obligaciones, Connolly
nunca abandonó aquello de leer, escribir
y luchar.
42 revista udp 08
Hollywood En la introducción a un excelente estudio
sobre la obra de Howard Hawks, el director
y los circuitos de Río Bravo, el hombre que siempre disputó
con John Ford el rectorado del cine
de la emoción hollywoodense del período clásico, el crítico
anglocanadiense Robin Wood habló de las
ventajas de los desprestigiados géneros
cinematográficos y dirigió un fuerte ataque
por héctor soto a la apestosa autoconciencia que, según él,
ya se estaba instalando en el cine moderno.
No es casualidad que Wood haya escrito su
Durante la edad de oro de los análisis en 1968, el año de la gran ruptura,
géneros cinematográficos, cuando medio mundo sometía a fuertes
entredichos los ejes de la imaginación
el sistema era relativamente
moral que habían dominado al siglo hasta
sencillo: Hollywood ponía la entonces. Al volver a leer ese texto, se hace
música, y la letra corría por evidente que Wood intentó la que hoy
cuenta de cada realizador. podría ser una de las últimas defensas
críticas al cine de géneros.
En principio, el modelo
“Un solo momento de reflexión”, escribió,
imponía muchas servidumbres “debería bastarle a cualquier persona para
y restricciones, pero, en el convencerse de que la existencia de géneros
fondo, aseguraba cuotas nada preestablecidos es enormemente
beneficiosa para el artista y que casi todo el
despreciables de libertad.
arte más grande ha sido construido sobre
los cimientos fuertes y familiares de un
género: las obras de Shakespeare, las
sinfonías de Mozart y la pintura
renacentista ofrecen paralelismos obvios.
Desde luego lo que valoramos en Mozart y
Shakespeare son, por supuesto, cualidades
personales. El género no las crea, pero
ofrece medios para que alcancen su
expresión más libre y más plena”.
No sólo es revelador el alcance de esta
observación. Tanto o más importante que
eso es el momento en que Wood la escribió.
Los años 60 fueron una década muy dura
para Hollywood. Al desmantelamiento de
los viejos estudios –esas usinas que
mantenían departamentos completos de
cineastas, actores, guionistas y técnicos
contratados muchas veces de por vida para
alimentar la producción en cadena de
Héctor Soto. Crítico de cine. Editor asociado de películas– se unían otros datos más o menos
Cultura del diario La Tercera. Autor del libro Una vida alarmantes: el surgimiento en Europa de
crítica: 40 años de cinefilia. realizaciones mucho más informales,
revista udp 08 43
provocativas y libertinas; el derrumbe del
Código Hays, o código de pudor, que había
entregado en las tres décadas anteriores
garantías confiables a los jefes de hogar de
la América profunda en orden a que el cine
podía ser el mejor, el más correcto y el más
económico de los entretenimientos para la
familia; el humillante fracaso de las
grandes superproducciones de viejo cuño
–Cleopatra, con Elizabeth Taylor; Dr. Doolittle,
con Rex Harrison, o Hello Dolly, con Barbra
Streisand, por sólo citar tres– y, en fin, el
triunfo apabullante de películas modestas
como Easy Rider (Busco mi destino), sin
grandes actores, sin grandes alardes, pero
mejor contactadas con lo que estaba
ocurriendo en las calles y en la sensibilidad
de la época.
En realidad se estaba viniendo todo abajo.
Quizás no ha habido en la historia del cine
otro momento en que Hollywood se haya
visto tan cerca del precipicio. Por lo mismo,
la exaltación de Robin Wood del cine de
géneros, viniendo de un crítico que no tenía
nada de conservador, era un acto de
indiscutible coraje intelectual.
El género proporciona al artista dos
ventajas que incluso hoy no debieran ser
subestimadas. Le proporciona, primero,
facilidades para una comunicación más o
menos rápida y fluida con el público.
Cuando la película es de género, la gente
sabe a lo que va: a lo mejor no hay grandes
sorpresas, pero tampoco habrá grandes
decepciones. El género de por sí no
garantiza el éxito, porque en esto ninguna
fórmula es infalible. “Conozco miles de
fórmulas para fracasar”, decía Nicholas Ray,
el director de Rebelde sin causa, “pero
ninguna para tener éxito”.
La segunda ventaja es que lo hace más
libre. ¿Cómo? ¿Más libre teniendo que pasar
por las instancias de rigor, por ejemplo, del
western –con todos sus prototipos: el joven,
la niña, el sheriff, el malo, el consabido
cortejo con las chicas poco santas de la
cantina del pueblo, el infaltable duelo
44 revista udp 08
final– o por las ritualidades clásicas de la
película de guerra, del film noir o de la
comedia de salón? Si por definición en el
género cinematográfico todo está cocinado
de antemano, ¿de qué libertad estamos
hablando? Bueno, ni más ni menos que de
la libertad del artista, del cineasta, de
aplicarse por entero a contar una historia
sin necesidad de tener que inventar un
marco de referencia o un conjunto de
coordenadas narrativas para que su película
progrese y fluya, para que creza y motive.
“Por qué”, se pregunta Wood, “nos
resultan las obras mejores de Stravinsky tan
inferiores a las de Mozart? No es
necesariamente por una deficiencia
personal del artista, sino porque las
circunstancias han obligado a Stravinsky a
dedicar la mayor parte de sus
extraordinarias energías creativas a la
invención, el descubrimiento o la
resurrección de formas y referencias:
frecuentemente a revitalizar un género (la
sinfonía o la ópera clásica) que había
muerto”.
Tal vez nunca la historia del cine llegue a
dimensionar los desafíos de orden expresivo
que los años 70 impusieron a los directores
norteamericanos cuando el edificio de los
géneros cinematográficos se estaba
desplomando. En mucho sentidos fue una
época fascinante, por cierto. Pero también
una época difícil. Es distinto cuando hay
que componer la música y la letra; antes,
cuando la música la ponía el género, el
desafío era algo mas llevadero. En
promedio, las películas de Hollywood de ese
período se volvieron más incoherentes, por
decirlo así; tuvieron zonas más oscuras,
cruzaron por aguas más crispadas (de
hecho, muchas se hundieron) y se dieron a
entender con mayor dificultad.
Fueron los años de La última película (Peter
Bogdanovich), de Taxi Driver (Martin
Scorsese), de Carrie y Vestida para matar
(Brian de Palma), de Mi vida es mi vida (Bob
Rafelson), de Dos extraños amantes (Woody
Allen). Qué duda cabe: son títulos
espléndidos. Pero fueron también los años
de películas que se extraviaron en el camino
–Tres mujeres y Quinteto (Robert Altman),
The Last Movie (Dennis Hopper), ¿Qué?
(Roman Polanski)– y de otras muchas que,
aunque meritorias, nunca lograron llegar a
puerto seguro: mencionemos sólo Stardust
Memories (Woody Allen), Buscando a Mr.
Goodbar (Richard Brooks) y Duna (David
Lynch) para no alargar demasiado la lista.
Fantasía rampante
Aunque la crisis de la industria y
consiguientemente la de los géneros fue en
esos años muy profunda, los desarrollos
siguientes demostraron que no fue
terminal. Pareció serlo, pero lo no fue. No
había transcurrido una década cuando el
monstruo volvió a la carga. O al menos lo
que la crítica y la escuela del rupturismo de
entonces percibían como el monstruo: los
viejos, consabidos y adocenados géneros
cinematográficos.
Quien los recicló no fue ninguna asociación
de productores y tampoco ninguno de los
carcamales más reconocidos de la industria.
Fue un cineasta joven, vagamente regresivo,
tal vez anal, diríamos hoy, anclado no ya a las
pulsiones de la adolescencia sino
derechamente a las fantasías de la infancia.
Cuando La guerra de las galaxias se estrenó, en
1977, George Lucas tenía 33 años, además de
un celebrado debut en la dirección (American
Graffiti) y la más resuelta voluntad de llevar a
la pantalla todo aquello con lo que había
soñado de niño y que nunca el cine de esos
años había podido darle en la cantidad que él
quería: espectáculo en gran escala, fantasía
rampante y sin culpa, escapismo decidido,
resuelto y contumaz. No se lo había podido
dar, entre otras cosas, porque el horno de
entonces no estaba para bollos y porque por
pecados más veniales los críticos de punta y la
escuela de la ruptura llevaban todos los días a
la hoguera carretonadas de películas evasivas
y alienantes.
Podría discutirse si fue ésa o no la cinta
que volvió a mover los minuteros del reloj
en el sentido en que siempre habían girado
en la industria. Pero, a partir de ese
momento, sobre todo el género de la ciencia
ficción se reinventó. Un año antes, en 1976,
Rocky ya le había dado un golpe al mentón
a la modernidad contando por enésima
vez una historia típica del sueño americano,
la del muchacho pobre y venido de abajo
que sale adelante y llega a la cumbre gracias
a su pura tenacidad. Su estreno fue un
cañonazo. Rocky fue una película simplona,
ingenua, pero a su modo creíble y
entrañable, que reciclaba el subgénero de la
película de boxeo y apelaba en su desarrollo
a todos los lugares comunes de la vieja
cinta de acción. Que cuatro años después
haya llegado Ronald Reagan a la Casa
Blanca puede ser pura casualidad, pero es
una coincidencia que cuando menos da que
pensar. Después de tanta experimentación
en la década de los 60, de tanta película
filmada entre gallos y medianoche y con
cuatro pesos, y de tanto cineasta chascón e
indignado con el mundo, todo hacía
pensar que el contragolpe conservador
venía en serio.
Fue lo que ocurrió. Vino tan en serio
que a Hollywood le volvió el alma al
cuerpo. Sin embargo, el western, el cine
norteamericano por excelencia como lo
llamó André Bazin, no retornó. La historia
del cine registró en los años siguientes el
estreno de unas cuantas películas del Oeste,
algunas nada de malas, como Silverado
(Laurence Kasdan), por ejemplo, y otras
simplemente maravillosas, como Los
imperdonables (Clint Eastwood), pero en estos
dominios nada volvería a ser como antes.
En condiciones aun más precarias que el
western quedó la comedia musical, que
pasó definitivamente a pérdida.
Pero los 80, los 90 e incluso esta década
reservarían al thriller, al policial, a la
comedia (en sus tres vertientes, la delirante,
la ordinaria y la sofisticada) y para qué
revista udp 08 45
decir a la película de terror, desarrollos no
solamente gloriosos sino también
extremadamente lucrativos. Los géneros
estaban de vuelta.
La gran ganadora es este proceso de
recomposición fue la ciencia ficción. La
ciencia ficción no sólo metió la cola en el
policial y en el cine de terror a partir de
Allien. La imaginación sci-fi pasó a ser
cultura dominante y es probable que en la
actualidad de cada diez estrenos a lo menos
seis tengan que pagarle al género y sus
fetiches alguna suerte de peaje. Es cosa no
más de darle un vistazo a la cartelera.
El cine se ha llenado de películas
apocalípticas, de naves espaciales y de
muertos vivientes. No cabe un solo androide
más en la pantalla. Tampoco pareciera
haber espacio para otro gremlin, otro
cyborg o un replicante más. Si las sinopsis
previas a las funciones anticipan algo,
entonces el futuro es terrible. Veremos
explosiones y horrores urbanos
amplificados por efectos digitales que ni
siquiera Dante pudo imaginar; veremos
ciudades devastadas; veremos mucha gente
de abrigo largo y con pistolas raras
moviéndose en los dominios de la realidad
virtual; también nos reencontraremos con
los monstruos prehistóricos que espantaron
a nuestros abuelos y que despertaban un
tanto contrariados tras sueños milenarios.
Tres amenazas
Si tiene algún sentido tomar en serio esta
parafernalia a la vez techno y delirante no es
sólo porque estas situaciones, estos efectos
y estos bichos expliquen hoy buena parte de
la producción fílmica estadounidense. El
fenómeno también es muy importante por
otros tres conceptos:
1. Porque este cine tiene convocatoria sólo
entre espectadores cada vez más jóvenes.
Si en los 90 Hollywood trabajó
fundamentalmente para los adolescentes,
hoy su principal mercado son los
preadolescentes. El descenso de la edad
46 revista udp 08
cronológica y mental de los espectadores
sin duda es un dato de contornos
amenazantes para la madurez del medio.
No es fácil distinguir en estos dominios qué
es causa y qué es efecto. Hollywood está
produciendo estas fantasías porque son las
que más convocan a los chicos. Y el público
que llega a las salas son básicamente chicos
porque ante leseras así al resto de la
audiencia no le queda otra que huir. En este
círculo vicioso, que impide establecer si la
responsabilidad es del huevo o de la gallina,
Hollywood se está enajenando grandes
franjas de público y ahora último muchos
críticos estadounidenses se preguntan si
acaso el fracaso de títulos adultos como
Duplicidad (Tony Gillmore) o La sombra del
poder (Kevin Macdonald), que en todo caso
no son nada del otro mundo, más que estar
relacionado con sus debilidades intrínsecas
como realizaciones, no responde también
a que los adultos están perdiendo
irreversiblemente la costumbre de ir al cine.
El tema es discutible. En cualquier caso,
una industria que rebaja tan drásticamente
sus estándares intelectuales como lo ha
estado haciendo Hollywood en los últimos
años no puede pretender seguir calificando
del mismo modo y, si va de salida del
debate cultural contemporáneo, no puede
aspirar mucho más que a la irrelevancia.
2. Hay una segunda derivada en esta
regresión incluso más alarmante. En el
largo plazo, tal como van las cosas, la fusión
entre las sobregiradas superproducciones
de efectos especiales y la gigantesca
industria de los videojuegos parece
inevitable. Si así fuera, las películas
seguirán apostando más a las sensaciones
que a los caracteres, más a los golpes de
efecto que al desarrollo de verdades
complejas sobre distintos aspectos de la vida
y más a las exterioridades que a la
interioridad. ¿Para allá vamos? Hoy el
negocio de los videojuegos –basados en la
interactividad y, la mayoría de las veces, en
el culto destemplado a la violencia– ya es
mucho mayor que el del cine. No se necesita
gran perspicacia para reconocer que
en poco tiempo más será difícil deslindar
dónde comienza uno y dónde termina
el otro.
3. El tercer efecto de estos desarrollos
tampoco es estimulante. La radicalización
de Hollywood en la película básica,
primaria y cargada de efectos especiales
está llevando a disociar la expresión
cinematográfica en dirección a dos registros
cada vez más distanciados. De un lado, los
blockbusters, los megaespectáculos.
Del otro, las películas marginales, baratas,
concebidas al amparo de la realidad,
donde todavía cuentan los viejos temas del
humanismo, donde los personajes no usan
pistola ni se desplazan a través del tiempo
en naves especiales. Esto no es nuevo, se
dirá. Efectivamente, siempre hubo un cine
que tributaba al gran espectáculo y
otro de envergadura más modesta, donde
el espectador podía encontrarse con la
producción de la serie B, con la cinta
independiente o con la película de autor.
Pero entre ambas riberas existían puentes
de comunicación. Había incluso cineastas
que después de trabajar en proyectos muy
grandes se replegaban a proyectos chicos.
Anthony Mann, autor de varios westerns
notables y filmados sin ningún aspaviento,
dirigió una superproducción carísima
como El Cid, y Nicholas Ray, uno de los
realizadores más intensos y personales de
Hollywood, dirigió 55 días en Pekín. Hoy eso
ya no ocurre. O eres de allá o eres de acá.
El tránsito entre una y otra orilla está
cortado. Por eso desaparecieron también los
cineastas de la línea intermedia, la línea
de aquellos que sin ser grandes autores
–piénsese en un Sydney Lumet, en un
Pollack, en gente como Robert Mulligan
o James Brooks– tampoco eran meros
capataces de proyectos fílmicos
elefantiásicos concebidos con el único
propósito de meter como ganado público
a los cines. La desaparición de esta franja
de realizadores y por ende también de
producción, verdadero nexo entre un polo y
otro, es posiblemente la noticia más
deprimente que tuvo en los últimos veinte
años ese segmento de público que
constituía la audiencia ilustrada de séptimo
arte, la gente que confiaba en el cine
como en un pasatiempo civilizado, al que
podía acudir para tener momentos gratos,
sorprenderse en términos intelectuales
o fascinarse emocionalmente.
¿Hay vida más allá de los géneros?
Convalecientes, contaminados o
maltrechos, al final tal vez el único de los
géneros cinematográficos que ha logrado
salvar las camas del incendio es la comedia,
no es su vertiente sofisticada (la de Minelli,
Audrey Hepburn y Cary Grant, por decir
algo), ni tampoco en su tradición bufa o
más delirante (Jerry Lewis), sino más bien
en la comedia adolescente y un tanto
gruesa. Porque es de los pocos ámbitos
donde todavía queda algo de humanidad.
Luego de que autores mayores terminaron
defraudando las expectativas que habían
generado en la última década (¿o fue sólo
un traspié el de Wes Anderson con su Viaje a
Darjeeling y el de Paul Thomas Anderson
con Petróleo sangriento?), curiosamente son
títulos como Loco por Mary, Ligeramente
embarazada o Supercool los que han dado las
mayores sorpresas de los últimos años y los
que están sacando la cara por Hollywood
en la actualidad. La comedia todavía tiene
desenfado, imaginación y filo. Y no todo
estará perdido mientras existan
realizadores como Judd Appatow (que este
año estrenará Funny People, su tercera
realización, una tragicomedia con Adam
Sandler, historia de un cómico víctima de
una enfermedad terminal), como Greg
Mottola (se está anunciando el estreno
Arrested Development), o como los hermanos
Farelly (que actualmente trabajan en una
película sobre Los Tres Chiflados).
Si los géneros cinematográficos llegaron
a ser tan importantes en el cine
norteamericano es por dos consideraciones.
En primer lugar, porque entregaron
formatos y códigos para contar historias,
asumiendo que el cine, tal como la novela,
también era un arte narrativo. Gracias a
esas prescripciones, las historias se hicieron
reconocibles e interesantes para muy
amplios sectores de público dentro y fuera
de Estados Unidos. Obviamente, en este
cometido Hollywood no partió de cero.
Pero partió por lo básico de la imaginación
narrativa: planteamiento, desarrollo y
desenlace; personajes que hacen algo o a los
cuales les sucede algo y que en función
de eso experimentan cambios en sus
percepciones o en su conducta; progresión
dramática sostenida, de suerte que el relato
capture, tenga un climax y se abra a
un desenlace ojala de ribetes catártico.
Y, en segundo lugar, porque los géneros
proporcionaron además una dogmática más
o menos estricta para digitar y manejar las
emociones. Hollywood no sólo se propuso
contar historias coherentes o “redondas”.
Quiso también involucrar a sus audiencias,
acumulando una enorme masa crítica en
materia de identificación emocional, de
proyección de experiencias personales a la
pantalla y de manejo del punto de vista.
En esto Hollywood nunca se perdió y
siempre supo que la misma historia podía
ser muy distinta desde la perspectiva del
policía que desde el prisma del delincuente.
Las preguntas que se hace con insistencia
el cine moderno desde Godard en adelante
–y que para escándalo de los impacientes
todavía no tienen respuestas ni definitivas
ni concluyentes– es si el cine debe seguir
siendo básicamente un arte narrativo a la
manera clásica y si la emoción es lo único
que puede darles sentido a las películas.
Porque, claro, si los ejes no están en las
historias ni tampoco en la emoción,
entonces los géneros no tienen mucho
sentido, al menos para las realizaciones de
vocación más rupturista. De hecho, el
revista udp 08 47
cine moderno, desde Tsai Ming-Liang hasta
el portugués Pedro Costa, por nombrar
dos cineastas que han estado corriendo las
fronteras, hay grandes películas que
ciertamente se saltan los tres tiempos del
relato convencional. Y hay también grandes
películas que en definitiva, al tirar la raya
para la suma, dejan saldos que están
más asociados al asombro, a la perplejidad
intelectual, al hechizo hipnótico,
a la relevación de otros mundos o a
planteamientos críticos que a eso que en
el pasado conocíamos como emoción.
Los géneros fueron una invención de
Hollywood que sólo algunas cinematografías,
las menos, se compraron. Durante décadas,
fueron tenidos por los grandes responsables
del adocenamiento y la estandarización de
la producción. Pero no deja de ser
paradójico que ahora, estando heridos y
sobregirados, sean evocados con alguna
nostalgia. Se pueden hacer películas
notables al margen de los géneros. De eso
no hay duda. Pero, como se hace cada vez
más difícil contactar con ellas a grandes
audiencias, el vacío de los géneros se hace
sentir. El dato es preocupante,
sobre todo para un fenómeno cultural que,
como el cine, debía gran parte de su
vitalidad a la conexión que siempre tuvo
con la cultura popular y con públicos
masivos. Al final, fueron los géneros los que
salvaron al cine de las catacumbas de
la alta cultura y los que lo sustrajeron del
horroroso destino de ser pasto de las
academias o capillas cinéfilas y de las
apestosas casas de la cultura de este mundo.
48 revista udp 08
El cine documental: 1. Introducción
Tradicionalmente el cine documental ha
verosimilitud sido definido a partir de su oposición
con el cine de ficción: mientras este último
y temporalidad construye una realidad, el primero se
dedica a representar nuestra realidad. La
diferencia residiría, por lo tanto, en el modo
en que ambas modalidades se relacionan
por claudio celis con la verdad. Ahora bien, esta pregunta por
el documentalismo es un problema que
precede por mucho a la invención del
La realidad de la ficción consiste joven aparato cinematográfico. Desde sus
en asegurar su verosimilitud, orígenes, la filosofía occidental ha tenido
a la verdad como su central preocupación.
mientras que la ficción del
Para esto, diferenciar la realidad de la
documentalismo depende de la ficción no puede sino tener una
ilusión de objetividad. Una vez importancia de primer orden. Tanto Platón
que aparece la temporalidad en como Aristóteles, por ejemplo, trataron
el problema de la poesía y de la ficción en
términos de reflexividad interna
oposición a la filosofía, a la historia y
de una obra documental, la a la ciencia. Esta oposición no es menor,
verdad que se hace presente es la e incluso podríamos plantear que toda la
verdad del tiempo, el tiempo metafísica occidental no ha hecho sino
reproducir de una u otra manera este
como soporte de toda verdad,
mismo problema. De este modo, cuando el
borrando, de este modo, el siglo XX se pregunta sobre la diferencia
límite ficticio entre la verdad del entre cine de ficción y cine documental,
documentalismo y la mentira de no está haciendo otra cosa que repetir
un tema muy antiguo: al seguir
la ficción.
afirmando la distinción del género
documentalista a partir de su objetividad
simplemente reflejamos lo que Nietzsche
llamaría “nuestra milenaria educación
para la verdad”.
Ante esto, seguir preguntándonos por la
naturaleza del género documental exige
una reformulación de la relación de verdad
que supuestamente dicho género establece
con la realidad. Con este fin será necesario
Claudio Celis. Magíster (c) en teoría e historia del
arte por la Universidad de Chile. Autor del libro Cine
reemplazar el concepto de verdad por el de
clásico: autorreflexión e ideología. Del Quijote a Toy Story. verosímil, y desde aquí reflexionar sobre el
carácter “objetivo” de su discurso. Más aun,
El presente artículo fue desarrollado, durante el
año 2008, dentro del programa de investigación este cambio de perspectiva respecto del
“Archivo, imagen-tiempo, ciudad”, dirigido cine documental nos lleva inevitablemente
por Carlos Pérez Villalobos. Dicho programa,
a confirmar el carácter esencialmente
auspiciado por la Universidad Diego Portales, se
ejerce actualmente en su Facultad de Arquitectura, temporal de toda relación de verdad
Arte y Diseño. (entendida ésta como relación de sentido y
revista udp 08 49
de valor) y, por ende, revelar la ilusión
que hace posible creer en la objetividad de
todo discurso, sea éste un discurso
cinematográfico o incluso historiográfico.
2. Género y verosímil
Para replantear el problema del género
documental debemos comenzar obviamente
por aclarar el concepto mismo de género.
Más aun, hemos dicho que nuestra
intención es reemplazar la verdad como
criterio clave de este género particular por
el de verosimilitud como concepto
fundamental sea cual sea el género. Por
esto, lo primero a lo que debemos
enfocarnos consiste en recalcar la relación
interna entre género y verosímil.
En una conferencia de 1967, Christian
Metz reflexiona acerca de lo verosímil en el
cine,1 a partir de lo cual realiza un análisis
del carácter ideológico inherente a todo
género artístico. Metz comienza con la
hipótesis de que en el cine “es el decir quién
decide soberanamente lo dicho”; en otras
palabras, es la construcción significante del
mensaje (el “cómo”) la que decide sobre los
límites y las posibilidades de su contenido
(el “qué”). Para sustentar este postulado,
Metz recurre al concepto de lo verosímil y
de éste al de género. Escribe Metz: “Sabemos
que para Aristóteles lo verosímil se definía
como el conjunto de lo que es posible
a los ojos de los que saben. Las artes
representativas no representan todo lo
posible, todos los posibles, sino sólo los
posibles verosímiles”. Ahora bien, que un
posible sea verosímil o no, depende
principalmente de un conocimiento dado
de antemano; conocimiento, a su vez, no
determinado por la “realidad material”,
sino por un corpus de discursos específicos.
Para Metz, todo género artístico se define a
partir de este corpus de discursos que en
cada caso diferencia los posibles verosímiles
de los meros posibles. Esto quiere decir
que será verosímil sólo aquello que sea
conforme a las leyes de un género
50 revista udp 08
1. Véase Metz, Christian, “El decir y lo dicho
en el cine: ¿hacia la decadencia de un cierto
verosímil?”, en Lo verosímil (compilado por
T. Todorov). Editorial Tiempo Contemporáneo,
Buenos Aires, 1970, pp. 17-30.
2. Véase Nichols, Bill, La representación de la
realidad. Editorial Paidós, Barcelona, 1997.
establecido; leyes que a su vez dependerán
estrictamente de las obras anteriores al
interior de dicho género y que han
construido el corpus de obras que lo definen.
De este modo, el género se nos presenta
como el lugar de posibilidad de todo
verosímil, pero también como un
mecanismo de limitación y de exclusión,
más o menos aleatorio, de ciertos posibles
respecto de otros. ¿Y cuál es la conclusión
de Metz?: “Ya que lo verosímil es, desde
un comienzo, reducción de lo posible
(representa una restricción cultural y
arbitraria de los posibles reales) es de lleno
censura: sólo pasarán entre todos los
posibles de la ficción figurativa los
autorizados por los discursos anteriores”.
Así, en toda producción cinematográfica,
el género funciona como el mecanismo de
censura más eficiente, ya que opera con
sus propias leyes internas y recae sobre el
contenido, los temas y el modo de
representación propios de toda película.
Es por esto que Metz plantea que cada
género cinematográfico no hace sino
reproducir una ideología particular. La
censura propiamente dicha (sea por parte
del Estado o por quienes controlan los
medios de producción) opera incidiendo
directamente sobre los “contenidos” de las
producciones. La influencia ideológica
queda determinada por el control que se
tenga sobre “lo dicho”. Sin embargo, y
volviendo al postulado inicial de Metz,
vemos que en el cine (como en toda
manifestación discursiva) “lo dicho” es una
consecuencia directa del “modo del decir”. documentalismo con otras disciplinas de
En este sentido, cada género
cinematográfico, a través de una
delimitación muy concreta de su respectivo
verosímil, opera como una censura donde
la Ideología ya no es la mera reproducción
de contenidos específicos, sino que
corresponde estrictamente a lo que Metz
llama “la forma del contenido”, es decir, “el
modo en que el film habla de lo que habla”.
Así entendida, la ideología no es un mero
contenido que desvía nuestra mirada de
una realidad objetiva, sino que corresponde
principalmente a un grupo de prácticas
discursivas que construyen una realidad
particular. Por esto, al referir al carácter
ideológico de un género cinematográfico no
podemos limitarnos a revisar su contenido
(como si este contenido fuese expuesto
por sí sólo), sino que debemos considerar
las operaciones significantes que hacen
posible toda construcción de sentido. El
verosímil propio de cada género es el
terreno donde dichas operaciones son
posibilitadas o excluidas.
3. El verosímil documental
Si aplicamos lo anterior a nuestro
problema, debemos preguntarnos: ¿cuál es
el verosímil al que responde una obra
cinematográfica para ser clasificada al
interior del género documental? Hemos
planteado en un comienzo que la definición
más común del cine documental está
determinada, a diferencia del cine de
ficción, por su fidelidad a la realidad. Éste
es el verosímil propio del género
documentalista: el respeto por la verdad
y el consecuente desprecio por la ilusión.
El verosímil que define al género
documental es el apego a la verdad.
En su libro La representación de la realidad,
Bill Nichols plantea que en nuestro interés
por el cine documental sigue habiendo un
anhelo platónico de acceder a la verdad más
allá de toda ficción, engaño o falsa
conciencia.2 Así, este autor vincula el
no-ficción (ciencia, historia, filosofía) cuyo
objetivo es también una búsqueda de la
verdad: “El estatus del cine documental
como prueba del mundo legitima su
utilización como fuente de conocimiento.
Las pruebas visibles que ofrece apuntalan su
valía para la defensa social y la transmisión
de noticias. Los documentales nos muestran
situaciones y sucesos que son una parte
reconocible de una esfera de experiencia
compartida: el mundo histórico tal y como
lo conocemos”.
En esta misma obra, Nichols plantea que
existen cuatro tipos de filmes
documentales: expositivo, de observación,
interactivo y reflexivo. Leídas desde nuestra
perspectiva, podemos decir que estas cuatro
clases representan cuatro verosímiles de
representación documental. Revisemos las
leyes a las que responde cada uno de ellos.
En primer lugar, el documental expositivo,
como su nombre lo supone, corresponde
a la forma más común de representación
documental, donde un mensaje
determinado es transmitido por medio del
aparato fílmico. Generalmente a través del
uso de una voz en off de carácter objetivo
y neutral, este modo de representación deja
la entrega de información en manos de la
palabra. Así, tanto la imagen como
cualquier lenguaje cinematográfico posible
quedan subsumidos a la efectividad
comunicativa del viejo lenguaje. El montaje
se organiza con el fin de mantener una
continuidad retórica que a su vez oculta
todo rastro de la máquina significante que
construye el mensaje, generando la ilusión
de objetividad, neutralidad y claridad en la
entrega de la información (algo así como el
grado cero de la escritura documental). Esta
continuidad retórica se logra principalmente
a través del establecimiento de una
conexión lógica de causalidad.
Narrativamente, esta modalidad comienza
con la instalación de un problema o
necesidad, el cual se va desarrollando a lo
largo del documental, finalizando con
algún tipo de solución, o al menos una
conclusión. En este sentido, la estructura
narrativa del documental expositivo
(categoría dentro de la cual caería todo
reportaje periodístico) hereda la típica
estructura tríadica del relato clásico: orden,
alteración y recuperación del orden inicial.
El segundo y el tercer modo de
representación corresponden a categorías
similares entre sí. El documental de
revista udp 08 51
observación y el interactivo se asemejan en
que ambos rompen la retórica del narrador
en tercera persona para dejar a las imágenes
“hablar por sí solas”. La aparición de
estas dos modalidades coincide con la
invención de dispositivos de filmación más
pequeños y livianos, así como de equipos
de grabación de audio sincrónico. La
diferencia principal entre la observación y
la interactividad consiste en que en el
primero el realizador se limita a registrar su
objeto desde una distancia que no interfiera
con dicho objeto, mientras que en el
segundo el realizador interviene e incita al
objeto de estudio. En el primero, el
realizador posee la figura del observador
distante; en el segundo, la del provocador.
En ambos, el montaje tiene por función
principal la de mantener una unidad
espacial y temporal que realce la idea de
inmediatez del registro audiovisual, y la
no-manipulación del material original. Esto
produce un efecto de realidad, anclando la
película en la realidad histórica del tiempo
y el lugar de los acontecimientos.
La cuarta modalidad es la más compleja
y la que más nos interesa para el objeto de
este ensayo. A grandes rasgos, el
documental reflexivo es aquel donde el
contenido se torna hacia la pregunta por la
escritura documental en sí. El proceso de
representación se convierte así en el objeto
de la reflexión, cuestionando los conceptos
establecidos en las otras tres modalidades.
Al preguntarnos sobre el verosímil propio
del género documental, esta cuarta
modalidad de representación se nos
presenta como la más interesante, ya que
hace emerger la reflexión sobre las
operaciones que construyen el sentido del
discurso documental. Dicho de otro
modo, los documentales reflexivos
objetivan la pregunta sobre la esencia del
documentalismo, sus límites y
posibilidades. De este modo, el documental
reflexivo hace visible el verosímil al que
responde el género documental en cuanto tal.
52 revista udp 08
4. El problema temporal
Hemos planteado en un comienzo que la
definición clásica del cine documental a
partir de su objetividad es principalmente
una proyección de la tradición occidental
del apego por la verdad. Por lo tanto, al
proponerse la tarea de reflexionar sobre el
género documentalista en cuanto tal, nos
quedamos inevitablemente con el problema
de la verdad como ha sido comprendido
históricamente, es decir, verdad entendida
como adecuación entre un enunciado y una
cosa. Más aun, una redefinición del género
documentalista dependerá esencialmente
de una reconsideración de esta concepción
de la verdad. Esto se podrá alcanzar sólo
desde un análisis del verosímil temporal al
que responde dicho género.
Volvamos entonces al verosímil
documentalista que hemos expuesto y a sus
cuatro modos de representación, pero esta
vez desde una perspectiva temporal. puede convertirse en objeto de reflexión,
Consideremos que cada uno de estos cuatro
verosímiles documentalistas produce una
representación particular del tiempo, un
modelo temporal que opera en cada uno de
ellos. Ahora bien, una primera hipótesis que
guiará esta lectura dice así: en las primeras
tres modalidades, el tiempo es representado
indirectamente, es decir, es la consecuencia
de un determinado trabajo de montaje. Al
estar capturado por el objeto de su
representación y por una exigencia de
respetar el verosímil de objetividad, el
documental queda imposibilitado para
realizar cualquier reflexión formal acerca
del tiempo, reflexión que desocultaría el
carácter estrictamente retórico de su
aparente objetividad.
La primera modalidad (el documental
expositivo) se presenta siempre como una
edición presente de un dato pasado, es
decir, expone un enunciado presente (a
través de la voz en off) de un material
previamente registrado. Este “previamente”
puede referir a un desfase de días, meses o
años, pero el modelo temporal que
construye el discurso es siempre el mismo.
En este modelo el pasado es siempre el
producto de un juicio hecho en el presente.
La segunda y la tercera modalidad, en
cambio, generan la ilusión de que somos
testigos del objeto registrado. A nivel
temporal, esto significa que estamos en
presencia del acontecimiento, somos
contemporáneos a su desenvolvimiento: la
ilusión consiste en presentarnos una
relación actual entre el acontecimiento y el
sentido del acontecimiento, relación no
mediada por una edición posterior, sino
inmediata, presente, como si su valor y
sentido emanaran del acontecimiento y no
de su interpretación.
En estas tres primeras modalidades, el
tiempo es un dato más dentro de la
construcción de objetividad propia del
verosímil documental. Por esta razón, el
tiempo de la imagen cinematográfica no
sino que debe permanecer oculto para que
la ilusión de objetividad no sufra ningún
grado de corrupción. La modalidad
reflexiva, en cambio, al hallarse libre de la
captura del objeto representado, puede
dirigir su atención hacia sus propias
operaciones de representación. Una de estas
operaciones es siempre la representación
temporal, cuya reflexión en términos
formales hace emerger a la temporalidad
como condición de posibilidad de toda
“verdad”: para el documental reflexivo, el
tiempo no es parte del objeto representado,
sino que aparece como el dato necesario
para toda relación de sentido con dicho
objeto. Así, el documental reflexivo, tal
como lo define Nichols, permite una
reflexión sobre las operaciones temporales
de la escritura documental. Esto nos
introduce inevitablemente en el problema
de la verdad, haciendo que quede a la vista
el carácter ilusorio del supuesto límite que
separaba a la ficción del documentalismo.
La realidad de la ficción consiste en
asegurar su verosimilitud, mientras que la
ficción del documentalismo depende de la
ilusión de objetividad. Una vez que aparece
la temporalidad en términos de reflexividad
interna de una obra documental, la
verdad que se hace presente es la verdad del
tiempo, el tiempo como soporte de toda
verdad, borrando, de este modo, el límite
ficticio entre la verdad del documentalismo
y la mentira de la ficción.
5. Las potencias de lo falso
Para tratar el problema de cómo la reflexión
temporal permite cuestionar el estatuto de
la verdad al interior del cine documental,
podemos recurrir a lo que Gilles Deleuze
denomina las potencias de lo falso. En su
3
libro La imagen-tiempo, Deleuze insiste sobre
la capacidad de la reflexión temporal al
interior de la escritura cinematográfica
para desarticular el valor-en-sí de la verdad.
Escribe este autor: “Si consideramos la
historia del pensamiento, constatamos que
el tiempo siempre fue la puesta en crisis de
la noción de verdad. Lo que pone en crisis a
la verdad no es el simple contenido
empírico, sino la forma o mejor dicho la
fuerza pura del tiempo”. En este sentido, el
papel del cine para desarticular las verdades
establecidas vendrá no por parte de los
contenidos que una película determinada
pueda exponer, sino a través de las
operaciones temporales a nivel formal y que
son inherentes a su mecanismo técnico
y narrativo. Para esto, postula Deleuze, “las
imágenes deben estar producidas
de tal manera que el pasado no sea
necesariamente verdadero, o que de lo
posible proceda lo imposible”.
Para Deleuze, “toda verdad es verdad del
tiempo”, lo que indica “que la única verdad
es la del tiempo, y que la revelación de la
verdad es la presentación del tiempo
mismo, del tiempo del devenir”. Decir que
el tiempo es la única verdad es simplemente
decir que el tiempo es la condición de
posibilidad de todo valor y sentido. La
verdad, entendida por la metafísica
revista udp 08 53
tradicional, es la adecuación entre el
pensamiento y las cosas. Sin embargo,
“entre el pensamiento y la verdad se
esconde el hecho esencial de que fuera de
una hora y de un lugar ninguna verdad
tiene valor”. Es a partir de esto que Deleuze
intenta articular de manera coherente el
carácter temporal de toda verdad. Lo que la
imagen-tiempo viene a desarticular es la
condición fosilizada de la verdad, ya que
revela el carácter temporal que trama toda
producción de sentido. El pensamiento, el
lenguaje y por ende todo discurso, sólo
existen porque ya desde siempre habitamos
temporalmente el mundo.
Para Nietzsche, la idea de una verdad
es la más ficticia de todas las ideas: la
mentira de creer en la verdad es la mentira
más antigua de la humanidad, es la que ha
permitido habitar el mundo y aceptar el
horror de la existencia. Escribe Nietzsche:
“Que la mentira sea necesaria para vivir
forma parte también de ese carácter terrible
y dudoso de la existencia”.4 Sin embargo,
en la era del nihilismo, donde el platonismo
ha llegado a sus últimas consecuencias,
Nietzsche propone una inversión de la
filosofía platónica y de su relación con la
verdad. El hombre debe asumir su
condición creadora de valores y crear
nuevas verdades. Sólo así podrá el hombre
superar el nihilismo, y no perecer en
nombre de la verdad. Interpretada de esta
manera, el valor de la ficción no quedará de
parte de su capacidad de expresar lo
universal a través de lo particular (como lo
hubiese querido Aristóteles), sino del lado
de las potencias de lo falso.
El documentalismo, en este sentido, se
confirma como un lugar privilegiado para
la reflexión acerca de la relación entre
tiempo y verdad, ya que sus propios límites
respecto del cine de ficción se sostienen 3. Véase Deleuze, Gilles, Estudios sobre cine 2:
sobre una creencia en la objetividad de su la imagen-tiempo (capítulo 6). Editorial Paidós,
Barcelona, 1987.
discurso. Hemos dicho que la verdad, del
latín adequatio, ha sido entendida 4. Véase Nietzsche, Friedrich, La voluntad de poder.
históricamente como adecuación entre el Editorial Edaf, Madrid, 2000.
54
5. Véase Ranciere, Jacques, La fábula
cinematográfica. Editorial Paidós,
Barcelona, 2005.
revista udp 08
enunciado y el objeto de su enunciación.
Así, la verdad a la que apela el cine
documental es la adecuación entre el
enunciado (trama significante que
construye el sentido a través de recursos
fílmicos concretos) y el objeto representado
(la realidad sin más). La reflexión sobre el
tiempo en la escritura documental vendría,
como lo ha hecho históricamente, a socavar
esta verdad preestablecida. La imagen-
tiempo pondría en crisis la objetividad
misma del cine documental, fundamento
necesario para justificar su oposición con el
cine de ficción y su relación con la realidad.
6. Historia y poesía
En el capítulo IX de la Poética de Aristóteles,
se plantea que el historiador se opone al
poeta, no por el estilo de su escritura, sino
por el hecho de que “uno narra lo que ha
sucedido y el otro lo que puede suceder”. El
historiador debe atenerse a la objetividad
de los hechos. El poeta, en cambio, es libre
para producir una fábula en la medida en
que ésta sea verosímil. De esta manera,
Aristóteles define la ficción como aquel
sistema ordenado de acciones que ha sido
construido por el poeta para respetar la ley
de verosimilitud, es decir, que se atenga a la
ley de los posibles. Sin embargo, y en
oposición a esta clasificación aristotélica,
Jacques Ranciere postula que esta distinción
entre historia y ficción es en sí una ilusión,
ya que todo discurso histórico es también
una construcción de sentido que busca
responder a un patrón de verosimilitud: la
objetividad histórica es antes que nada un
problema de retórica.5
Si desplazamos esto hacia la oposición
entre cine de ficción y cine documental
podemos plantear que, así como el realismo
de la ficción depende de la correcta
construcción de lo verosímil, la escritura
documental depende de la ficción de la
objetividad: en ambos casos se trata de una
cuestión tanto de estética como de poética.
El documental no es lo contrario de una
película de ficción porque esta última exija
una puesta en escena y el otro la rechace.
El cine de ficción es diferente al cine
documental sólo porque el primero
pretende crear el efecto de lo real y el
segundo ofrecer una interpretación de la
realidad, lo que en ambos casos es una
operación de lenguaje. Sin embargo, escribe
Ranciere, el filme documental puede “aislar
el trabajo artístico de la ficción disociándolo
de eso a lo que se acostumbra a asimilar: la
producción imaginaria de verosimilitudes
y efectos de realidad. Puede reducirlo a su
esencia: un modo de descomponer una
historia en secuencias o montar planos en
forma de historia, de unir y desunir voces y
cuerpos, sonidos e imágenes, de dilatar o
comprimir el tiempo”. Para Ranciere, ésta es
la principal potencia del cine documental:
al liberarse de la exigencia de crear lo real,
puede comenzar a explorar el proceso
mismo de construcción de lo verosímil.
La ficción de la objetividad es el proceso a
través del cual se van combinando
documentos verdaderos con operaciones
significantes propias del lenguaje
cinematográfico. Leído de este modo, el
documentalismo es un género que puede
hablar no sólo sobre su objeto de estudio,
sino sobre el proceso mismo de producción
de sentido tanto del cine de ficción como
el documental.
Esta reconsideración de Ranciere acerca
del límite entre historia y poesía nos
permite discutir la definición clásica de la
historia en cuanto ciencia objetiva del
pasado. Quienes defienden la objetividad
del historiador creen poder distinguir de
manera estricta la ficción de la verdad.
Sin embargo, ya vimos que detrás de la
oposición que establece Aristóteles entre
historia y poesía se esconde una ilusión, en
la medida en que ambos discursos
dependen de una construcción retórica.
Todo discurso histórico será siempre
también una construcción de sentido,
donde la objetividad constituye el verosímil
propio del género. En otro ensayo referido
al mismo tema, Ranciere escribe: “De
aquello que fue, nunca se concluye nada
que legitime lo que es. O, más bien, esa
conclusión pertenece sólo al dominio de la
retórica. Es allí solamente donde las
imágenes bastan como demostración”. 6
De este modo, el documentalismo ya no
puede ser distinguido del cine de ficción
por su mera relación con la realidad; y más
aun, al verse liberado de la obligación
de construir un relato verosímil, puede
dirigir toda su atención a la escritura
cinematográfica en sí. Así, todo documental
reflexivo no sólo atañe a la disciplina
documental, sino a todo el campo del cine,
ya que sus operaciones significantes se
articulan como una reflexión de la
producción de sentido por parte del cine en
general. Atañe también a la historiografía,
ya que su reflexión acerca del tiempo
replantea el estatuto de la historia y de su
objeto de análisis, el pasado.
Una discusión sobre el género
documental, por lo tanto, nos propone no
sólo una lectura de la escritura
cinematográfica en general, sino también
problematiza la escritura historiográfica
en la medida en que cuestiona los
paradigmas tradicionales de dicha
disciplina. Al cuestionar la confianza de
Occidente en la objetividad del discurso
filosófico, científico o histórico, podemos
hacer emerger un problema epistemológico
que la disciplina histórica sólo ha hecho
presente de manera muy episódica. Lo que
separa a la historia de la poesía es la misma
relación con la realidad que separa al
documentalismo del cine de ficción. La
objetividad del discurso se constituye en el
verosímil necesario para sustentar el límite
entre ambas interpretaciones de lo real.
Sin embargo, según el historiador Hayden
White, creer en la objetividad de la historia
o del documentalismo implica “ignorar el
contenido sin el que un discurso histórico
nunca podría llegar a existir: el lenguaje”.7
revista udp 08 55
De esta manera, la operación significante
que construye el sentido de todo discurso
(histórico o poético; documental o ficticio)
es antes que nada una operación retórica.
Por esto, y para cualquier análisis acerca
del estatuto de la objetividad en la ciencia
histórica, es necesario, como postula
White, recordar algunas verdades que la
institución historiográfica ha preferido
olvidar: “Que la historia es accesible sólo
por medio del lenguaje; que nuestra
experiencia de la historia es indisociable de
nuestro discurso acerca de ella; que este
discurso debe ser escrito antes de que pueda
ser considerado como historia; y que tal
experiencia puede ser tan variada como
los diferentes tipos de discurso con los que
nos encontramos en la historia del
escrito mismo”.
La historia, como discurso y como ficción
narrativa acerca del pasado, no puede
adquirir otra forma que la escritura. La
escritura, por su parte, al separar el
acontecimiento de su sentido, revela la
condición imposible de toda plenitud.
Por esto, tanto la historiografía y el
documentalismo dependen de las
operaciones escriturales que construyen su
discurso. El valor de las cosas a las que
estos discursos remiten no está dado de
antemano, sino que su verdad depende de
la distancia temporal que separa al
acontecimiento de su sentido. Por esto,
debemos volver a repetir la hipótesis
deleuzeana: toda verdad es verdad del
tiempo, es decir, el tiempo como condición
de posibilidad de toda verdad. Esto es lo que
revela el documental reflexivo a través de la
imagen-tiempo: el carácter temporal de
toda construcción de sentido y, por ende,
de toda construcción de verosimilitud y de
toda ilusión de verdad.
6. Véase Ranciere, Jacques, “Lo inolvidable”, en
Pensar el cine (compilado por Gerardo Yoel).
Editorial Manantial, Buenos Aires, 2004.
7. Véase White, Hayden, El texto histórico como
artefacto literario. Editorial Paidós, Barcelona, 2003.
56 revista udp 08
Escritos íntimos:
la voz desafinada
por marcela fuentealba
Periódicamente se hace notar
la novedad de que la literatura
está tomando el camino
lateral del testimonio, de la
autobiografía, de la notación
íntima, pero pareciera que
este desvío nunca termina de
consolidarse. La permanente
tendencia de autores y de
lectores hacia los textos de
naturaleza personal sólo
indica que éstos ofrecen
un modelo de indagación
literaria de la realidad distinto
al de la ficción. La escritura
personal, muchas veces
exigua, estrecha, extenuante,
obedece a la necesidad humana
de completar la vida o de
reafirmarla ante la erosiva
actividad del tiempo.
Marcela Fuentealba. Periodista. Doctora (c) en
humanidades por la Universidad Pompeu Fabra.
Profesora de la Universidad Diego Portales. Autora
Dibujo de Franz Kafka. del libro de poemas Cardos.
La diferencia entre lo ficticio y lo verdadero
en literatura, o entre la novela y la
memoria, nunca ha sido muy clara. Al
respecto la periodista norteamericana
Janet Malcolm, en un libro donde analiza
las posibilidades de la biografía, señala que
sólo en las obras de ficción sabemos la
verdad: el ideal de la información sin
mediaciones se consigue cuando el escritor
cuenta lo que pasa en su imaginación, sea
relativo a lo real o no. Los textos
testimoniales, en cambio, muestran todas
las dudas y quedan abiertos para encontrar
el incierto campo de la experiencia. Esto
bastaría para explicar por qué nos fascinan
los diarios de vida, las cartas, las memorias,
las autobiografías, el registro de
conversaciones o entrevistas:
encontraríamos ahí los pedazos de vida, las
inconsistencias que acostumbramos a
sentir como propias. Pero no se trata sólo
de cercanía y autorreferencia: en este tipo
de textos nos damos cuenta de que las
palabras surgen a partir de una perplejidad
o un exceso, padecido o gozado por alguien.
Sería entonces esa voz incontenible, que no
se enmarca en un orden –aunque lo
intente hasta extenuarse–, la que nos deja
ver mejor a otro en su humanidad
irreductible. ¿Es sólo morbosidad, deseo de
contemplar la abyección ajena, lo que nos
hace seguir por televisión las desventuras
de una familia en la miseria, la vida de los
presos en la cárcel, la locura de un asesino?
No sólo eso: es más bien el asombro y la
curiosidad infinita que provoca la
intimidad del otro, que siempre
permanecerá extraño, pero que por un
momento deja oír su voz desafinada.
“¿Los diarios? Un signo de los tiempos. Se
publican tantos diarios. Es la forma más
cómoda, la más indisciplinada”, escribía
Musil en el suyo a comienzos del siglo XX.
Cien años después, siguen pareciendo la
marca de una época de excesos masivos
que retorna al sujeto falseado por la razón.
Lo imperfecto, lo arbitrario, lo equivocado,
revista udp 08 57
lo personal (la máscara) no es más
verdadero pero sí más real. Por eso la
llamada literatura testimonial otorga,
tanto a su escritor como a su lector, una
libertad peligrosa, desbordada. Muestra el
impulso que está en el origen de las
palabras: el lenguaje no es sólo un medio
de comunicación, algo que pasa entre los
hombres, un simple instrumento, un
sistema a dominar y para dominar: es más
bien algo interior, que se conforma en cada
ser que lo usa. Se trata del viejo sentido
poético del lenguaje, que lo saca de su
monotonía y encuentra un valor diferente
a las palabras siempre repetidas.
Los textos testimoniales, ya sea una carta
escrita a la carrera o una autobiografía
deliberada, siempre se presentan sólo
como un intento de decir, nunca acaban
del todo. Quieren dar forma a algo que no
la tiene: la intimidad puede ser pobre,
estúpida incluso, pero es difícilmente
moldeable. Stendhal ya había escrito sus
grandes novelas, que registran
magistralmente el curso interno de los
personajes, cuando se puso a escribir su
propia vida, a los 52 años: está todo el
tiempo incómodo, preguntándose si es
posible tal cosa, si será comprendido, para
quién escribe. El yo no tiene un lugar, ni
tampoco, como descubre rápido el maestro
francés, existe una manera organizada
para autopercibirse. “A menudo pienso:
¿qué ojo puede verse a sí mismo”, escribe.
“No hace ni tres años que encontré esta
pregunta”.
Así como no es la cercanía lo que nos
fascina del testimonio, la expresión de sí
mismo tampoco consiste en repetirse
frente a un espejo. El espejo, como
descubrió Baudelaire, marca el derecho
burgués de mirarse y admirarse, de
asegurar un sentido de sí. La escritura
autobiográfica consiste más bien en
internarse en una selva oscura o un
territorio gris sin muchos contornos. En
estos lugares es difícil hallar un fondo
58 revista udp 08
donde proyectar las cosas; el que está ahí se
parece más a alguien que encuentra sus
fotos de familia perdidas e intenta hacer
una narración sobre las marcas que han
dejado en las paredes donde colgaron
alguna vez. Cuando ya no queda nadie, los
rastros de los demás en nosotros son
formas inconexas que no se configuran.
Alguien que escribe su vida puede
mostrar una época, construir un
pensamiento, elevar sus ideales, pero, al
hacerlo, la ideología, el sentido de la
historia, las grandes empresas humanas,
las moralidades únicas, se vuelven
insignificantes al lado de la persistente
ética de ese alguien. Así, los libros de
historia cobran vida, nuevas posibilidades
de comprensión, cuando recuperan las
voces de sus personajes olvidados: el diario
del obrero o la carta de la costurera.
Desde el vacío, para nada
“Yo escribo por necesidad interior. Sé que
lo que estoy farfullando carece de
trascendencia: es ruido de hojas en el
viento. Pero necesito hacerlo”. Estas
palabras son de Amanda Labarca, la
profesora y feminista chilena y las escribió
en los años 30, durante sus insomnios;
fueron recogidas por su amigo José Santos
González Vera y publicadas en 1945 bajo el
título Desvelos en el alba. Muestran el reverso
de su persona pública, siempre activa y
prolija: en la intimidad sufre, sufre por
desear y por no desear, y sufre de nuevo
por eso. Escribe desde el vacío, para nada,
no encuentra algo definido qué decir, pero
tiene que hacerlo. Ella se desarma en sus
palabras.
La literatura testimonial femenina
muestra quizás más claramente esa
necesidad imperiosa de buscar en el vacío
que marca a la escritura. Aunque no sea
para nadie, aunque no haya ya una historia
que contar, la pura necesidad de la que
habla Amanda Labarca –y tantas otras
escritoras: por mencionar a sus
contemporáneas chilenas, Teresa Wilms,
Lily Iñiquez, María Flora Yánez– persiste a
pesar de la dificultad de no tener objetivo.
La palabra es el último recurso para
afirmarse en nada.
No se trata de un movimiento natural,
sino de una especie de gesto contenido.
Martín Cerda propone en una de sus
crónicas que “todo escrito confesional
instituye una intimidad en espectáculo, y
ese acto es y será legítimo mientras se lo
tome y se lo asuma como un gesto escénico,
teatral, y no como la revelación espontánea
de una vida secreta”. En otro texto aclara el
punto: la necesidad dolorosa de
autoconocimiento no es un simple acto
exhibicionista. El teatro implica la
presencia, y por eso ha sido la forma de
arte más proclive a revelar las ausencias,
los vacíos, las traiciones del lenguaje.
Al escribir de sí no se busca encontrar al
ser escondido o recóndito, sino palpar la
posibilidad de borrar los supuestos de la
imaginación para ser honestos; para llegar
a ese punto, hay que ejecutar primero
todas las contorsiones y gestos que carga el
lenguaje. Michel Leiris llevó este principio
hasta las últimas consecuencias al escribir
de su persona con máxima lucidez. Sabe
que su escritura será como una obra de
teatro: se resumiría en “cómo pasa el héroe
mal que bien [más mal que bien] del caos
milagroso de la infancia al orden feroz de
la virilidad”. Su libro, que se llama
precisamente Edad de hombre (los 34 años)
es un intento feroz por descomponer ese
orden, por distinguir los elementos previos
a la disolución interior ante las exigencias
del mundo; por reconocer esa nada que
aterra pero que permite el desorden
infantil en el cual las cosas no están afuera,
sino que son parte de nosotros. Leiris niño,
como todos los niños, da un significado
propio a los colores, los juegos, las
personas.
Luego de partir describiendo su cuerpo y
sus actividades básicas (gustos, profesión),
encuentra rápidamente al punto crucial
para comprenderse a sí mismo: “He llegado
a pensar que el amor y la muerte
–engendrar y descomponerse, que vienen a
ser lo mismo– son para mí cosas tan
próximas que cualquier idea de gozo
carnal no me conmueve sino cuando va
acompañada de un terror supersticioso,
como si los gestos del amor, al mismo
tiempo que llevan mi vida a su punto más
intenso, sólo fueran a acarrearme
desdicha”.
Se escribe contra la muerte, desde la
muerte. El descubrimiento de la muerte
está al comienzo de la conciencia: así
ocurre en las memorias de Stendhal, un
ejemplo clásico, o en las del inglés Thomas
de Quincey; en ambos casos, sus páginas
confesionales están marcadas desde la
infancia por la muerte de mujeres cercanas,
la madre y la hermana chica. La impresión
temprana de la muerte produce el
desconcierto de ser –el terror de ser–
también a nivel vecinal: Jorge Délano, Coke,
el dibujante chileno de primera mitad del
siglo XX, explica en su libro autobiográfico
Yo soy tú cómo descubrió el impulso de
expresarse cuando vio una carroza fúnebre
que iba a buscar a un difunto a la casa del
lado, y tuvo la necesidad de dibujarla.
Mirarse sin piedad
“Condensar, casi en bruto, un conjunto de
hechos e imágenes que me negaba a
explotar, dejando que mi imaginación
planeara sobre ellos. En resumen: la
negación de una novela”. Éste es el plan de
Leiris en Edad de hombre, mirarse sin piedad,
como un matador al toro que va a
cornearlo, bajo ese peligro, y siguiendo las
técnicas y ceremonias del combate. La
disciplina de la verdad sobre sí se propone
solamente “iluminar ciertas cosas para uno
mismo al tiempo que las hace
comunicables para los demás”. Por eso
debe escribir desde el erotismo, lidiar con
su sexualidad para saber qué hombre es. El
erotismo, el impulso de ser y de
descomponerse, es lo más real y velado, el
único fondo donde hay riesgo de perderse,
de no ser más comunicable. Y debe haber
una trasgresión para traspasar las
composiciones de la novela.
Sin embargo, para que la escritura de la
sexualidad sea más que una transgresión a
la púdica normativa burguesa –o
inversamente, para que al evidenciar su
pudicia traspase las normas de la
liberación sexual–, debe llegar a la zona de
lo indecible: de la ternura, de lo
sentimental. Ahí se encuentra la mayor
dificultad: nunca se puede hablar de lo que
se ama, como escribe Roland Barthes sobre
Stendhal. En ese momento la escritura
parece detenerse, enrarecerse, llegar a un
punto sin retorno.
En esta zona de deseo, de peligro y de
muerte, aparece por otro lado el horror de
sí, el odio a sí mismo, la autodestrucción.
John Cheever lo ve como un lugar sin
salida: “Siempre y en todas partes aparece
esta insinuación de carnalidad aberrante.
Lo peor es que parece laberíntica. Vuelvo
una y otra vez a la imagen de un prisionero
desnudo en una celda abierta, y la verdad
es que no sé como escapará. Figuras de
muerte, desgano de vivir. Muchas de estas
formas son como imágenes de la muerte,
uno las aborda con el mismo deseo, la
misma sensación aterradora. Me digo que
el cuerpo puede purificarse de cualquier
desenfreno; el único pecado es la
desesperación, pero en mi caso las palabras
no tienen sentido”.
La confesión, el testimonio, la catarsis,
como la llama Leiris, abren el lenguaje
hasta el límite del sentido, del impulso a la
vida que se une al impulso de la muerte. El
diario es el espacio donde se pone a prueba
el ser hasta la fatiga, por eso tantas veces
los textos íntimos pronto se vuelven
agotadores para el que escribe y para el que
lee. Sin posibilidad de crear no hay salida
del cuerpo, que es ya como una
revista udp 08 59
enfermedad; no hay más palabras para
lograr lo real, que se ha vuelto
insoportable. Pero aún debe decirse.
“De acuerdo con mi teoría, ciertas
experiencias extraordinarias no pueden ser
narradas sin que se desnaturalicen”. Ese
límite final, declarado por Mario Levrero
para comenzar su último texto, es el frente
de batalla de la escritura. Kafka lo dice de
otro modo: “Lo escrito sustituye, por propia
decisión y con el vasto poder de lo ya fijado,
lo que sólo vagamente se ha sentido, de tal
manera que el sentimiento verdadero
desaparece, y uno comprueba, demasiado
tarde ya, la invalidez de lo apuntado”. La
escritura entonces no tiene fin, tiene que
seguir recomponiéndose, ya no en busca de
la forma, sino sólo de expresar algo cierto.
Para Levrero la única solución posible para
alcanzar la remota posibilidad de contar lo
extraordinario, La novela luminosa, fue el
despliegue en más de quinientas páginas
de la experiencia presente: un diario de
vida, o el diario de llevar ese diario, de todo
lo que se escapa y lo que permite el escape
en la tarea de escribir lo verdadero. Sueños,
deseos sexuales, impotencia, tristeza,
insomnio; estar resfriado, tomar un café
con una amiga, arreglar el computador,
mirar unas palomas por la ventana. De
pronto, lo que se dice de algún modo
expresa la comunión silenciosa: la palabra
comunión es más que adecuada, pues
Levrero termina su libro, que jamás llegó a
ser una novela, con una experiencia
mística, por supuesto bastante cómica e
improbable, que no concluye ni soluciona
nada.
60 revista udp 08
Modas que viví Probablemente me metieron al Liceo
Alemán porque estaban de moda entonces
los colegios alemanes, ojalá católicos, y eso
que por aquellos días los alemanes venían
de perder la guerra en que intentaron
apropiarse del planeta, ganándose en
cambio una fama de organizadores de
holocaustos. Fama que no empañaba su
por juan guillermo tejeda carisma rubio, gimnástico, científico,
minucioso, estricto, organizado,
jerarquizado. Y que tampoco ha tenido
Las modas, como las olas del nunca nada que ver con el trasfondo
mar, carecen de contornos romántico, boscoso, denso, de aquella
cultura tan apasionada. En fin, era en
claros. Los que están realmente
colegios de ese tipo donde se les enseñaba
a la moda siempre se nos a los niños, vestidos de uniforme, a
escapan, porque cuando una comportarse con la debida disciplina. No sé
moda triunfa y conquista de qué refuerzos disciplinarios necesitaba
a los cinco años un pequeño como yo,
incluso a los más gansos,
apocado y de corta estatura.
deja de tener interés para los Yo era apenas un coleóptero echado al
espíritus más activos. Basta que mundo antes de endurecer el caparazón.
algo esté totalmente de moda Los curas y profes administraban el terror
institucional con enorme satisfacción a
para que pase de moda. Y sin
veces, otras veces medio desganados, y casi
embargo las modas nos atrapan siempre de mal humor, en una escenografía
y sin pensarlo formamos parte de patios rectilíneos donde para entrar a
de ellas, nos recortamos de un clase teníamos que ordenarnos al modo
militar. Los comportamientos y ceremonias
modo u otro contra su fondo
eran como eran porque así debían ser. Diez
movedizo. golpes de puntero del padre Martín para
Solar, ¡zuac! Zumbaba aquel palo de madera
cayendo sobre las manos que el joven
debía mantener horizontales mientras le
iban saltando, mudas, las lágrimas. Un
llaverazo del entrañable cura Smith para
otro infractor, haciendo constar aquí que
el llavero era como un ramillete de hierros
que destrozaba dedos y alteraba cráneos.
Una cachetada olímpica del macho Andrés
–así le llamaban a otro reverendo– que me
vuela la nuca y me deja atontado durante
media hora. El cura Román, a quien nunca
había visto yo tan colorado, doblado en tres
Juan Guillermo Tejeda. Diseñador y artista de
bajo la sotana, descargando una azotaina de
cosas diversas. Profesor de la Universidad de Chile.
Autor, entre otros libros, de La gente no me gusta, El palmadas y combos a mi amigo Guillermo
Mundial del 72, Diccionario crítico de diseño y La fábrica. que no sé qué gesto le ha hecho con las
revista udp 08 61
manos. O el pobre y pálido Villalobos, que
tuvo que estar mucho rato en un rincón de
la sala con los brazos en cruz y se le iban
bajando por el cansancio pero no estaba
autorizado a bajarlos.
Ésa era la parte digamos de apremios
físicos, pues también había la rica burla
resentida de los profes en contra casi
siempre de los más débiles, por cierto,
y el resto era soportar con paciencia
cuando algún cura nos estaba mirando
para desatarse en el desorden si no en la
delincuencia ambiente cuando no. Después
venían las culpas, el temor a la delación,
los terrores y nuevos castigos. Quien
no lograba captar el profundo sentido
filosófico de las prácticas disciplinarias del
Liceo Alemán corría el riesgo de ir a dar
a la Escuela Militar, donde el sistema era
aun más creativo. Ambos establecimientos
mantenían buenas relaciones, había mucho
milico alemán y mucho alemán milico,
todos católicos y de mal genio. Sin embargo
los curas del colegio se vieron de pronto
privados del privilegio de pegarles a niños
indefensos debido a una orden ministerial.
Desde entonces los escuchamos evocar
con nostalgia los buenos tiempos de los
cachuchazos y el coscorrón. Era la moda de
una educación severa, que fue pasando de
moda.
El amor y no la guerra
Y no sé qué ocurrió que se prestigió más
tarde justamente lo contrario, y emergió
la moda de los colegios tolerantes que
permitían a los niños llevar el pelo largo y
a lo mejor fumar en el baño, en tanto que
el largo o corto del uniforme escolar de las
niñitas ascendía desde los jóvenes muslos
morenos a la parte inferior de la cadera, y
las pequeñas malvadas hacían babear a
los viejos, sumiendo a los de su edad en
la turbación o en los dolorosos deleites
de la masturbación. Las universidades se
desplegaban como un festival de tomas,
contratomas, paros, mítines, foros, obras
62 revista udp 08
de teatro, conciertos folklóricos o protestas
en contra del imperialismo yanqui, entre
otras cosas, y en los servicios médicos de
estudiantes se repartían anticonceptivos en
diversos formatos. Es que habían llegado los
felices años sesenta y la moda era hacer el
amor y no la guerra.
Después de décadas de pelo corto y de
gimnasia sueca se puso de moda opinar,
comprometerse, abrazar causas. Había
que entender el mundo, no bastaba con
soportarlo. El general Dwight Eisenhower
había pasado a la historia y la moda era
ahora John Kennedy, más de moda aun
después de haber caído acribillado en
Dallas. La moda Kennedy era, en verdad,
algo así como un branding, un amplio kit
que incluía al propio John (a quien todo el
mundo creía un padre de familia y esposo
ejemplar en circunstancias de que sufría
de un feliz priapismo y en sus afanes de
copulador múltiple había logrado hacerle
el amor incluso a la maravillosa Marilyn),
a Jacqueline antes de ser la señora Onassis,
a los pequeños Carolina y John-John, a los
hermanos Bob y Ted, cada uno a la espera
de su drama particular, así como al resto
del clan, incluyendo a los amigos actores
Peter Lawford, Frank Sinatra y otros de la
pandilla. Era gente glamorosa, nocturna, de
cuerpos hechos para el amor activo, para
el poder total, siempre con algún mechón
cayéndoles sobre los ojos.
Pero también estaba la guerra, una guerra
lejana. Los anticomunistas norteamericanos
se privaban de ir ellos mismos a morir a
Vietnam, pero no se olvidaban de enviar
allí, a la fuerza, a los jóvenes, que muchas
veces no regresaban, o volvían con algún
miembro amputado o en silla de ruedas
y casi siempre fumando marihuana.
La marihuana fue en los sesenta una
moda ligada a la psicodelia, al pop art
británico y a las comunas hippies donde
las muchachas liberaban sus pechos y
los jóvenes se convertían en arbustos
vivientes. ¿Ganarse la vida? Aquello había
pasado de moda. Mayo del 68 representó
un poco la explosión del pelo rebelde,
la irrupción de los jóvenes como algo
distinto de la niñez y de la franja adulta,
la recuperación del cuerpo como cosa
placentera, el fin del terno obligatorio, el
entrecruzamiento glamoroso de sexo y
política, entre sustancias psicotrópicas,
conjuntos musicales, pintadas murales y
nuevos modos de vestir. Había una moda
Easy Rider, una moda Blow Up, una moda
Fellini, una moda Godard, una moda
Bergman y en todas predominaba la
libertad de movimientos, hasta el punto de
que las películas casi no tenían argumentos,
se trataba de situaciones vagamente
encadenadas por un flujo de imágenes. Los
intelectuales observaban golosos la realidad
desde detrás de sus dioptrías, fumaban
mucho, lo ponían todo en duda y se daban
también, cómo no, a las fiestas confusas
y al amor libre. Surgían en Alemania o en
Italia los grupos radicalizados, ligados a la
cultura underground pero especialmente
calientes con las armas y con los
atentados en contra del poder burgués e
imperialista, y también en Latinoamérica
empezó a tomar forma, especialmente
entre la juventud de clase media, aquella
onda expansiva que era entre rockera y
revolucionaria de revolución armada.
Mocasines argentinos
A mí me venían bien estas modas modernas
o contraculturales de ropa informal y
actitud creativa, porque hasta entonces,
en lo que a indumentaria se refiere, yo
había vivido la moda como la vivían mis
primos o mis tíos del ala materna, como
una extensión trágica de las obligaciones
del colegio. Lo relevante no era envolver
el propio cuerpo en un envase que nos
hiciera sentirnos bien, sino no hacer el
ridículo, no llamar la atención, que no
faltaran el mocasín argentino o la chaqueta
azul de botones dorados o el blue jean
norteamericano, y en esa perspectiva
revista udp 08 63
desoladora la moda era otro uniforme más,
un nuevo castigo para el cuerpo. De tal
manera que empecé a esponjar mis ropas,
a dejarme barba, a abandonar la cabellera
a su aire, y todo ello sin demasiada
intensidad, más bien como algo vegetal
que va creciendo día a día. Cuando me
miraba al espejo disfrutaba de aquel nuevo
personaje que brotaba sonriente desde
debajo de mis huesos martirizados por una
infancia mezquina.
Desde Cuba, Fidel y el Che desplegaban
generosamente sus torsos, sus pelos, sus
barbas, sus puros y sus fusiles, y hasta Marx
parecía cobrar un aspecto tropical cuando
lo dibujaban en la estilosa revista Casa de las
Américas. Aún sonaban canciones italianas
o francesas por la radio y en Chile salían
valientemente a dar la batalla los ídolos
de la Nueva Ola, o sea Cecilia, Luis Dimas,
Fresia Soto, Danny Chilean –gran nombre–,
Peter Rock –otro hallazgo–, inmortalizando
temas tan dicharacheros como “El twist de
la baldosa” o “Una gorda vi en Los Vilos”. Lo
que en nada empañaba la preponderancia
musical de los norteamericanos.
Los Beatles habían comenzado su carrera
de terno y corbata en clave un poco dandi
y de a poco se fueron dejando crecer
aquellos pelos que, al momento del Sargent
Pepper’s Lonely Hearts Club Band, eran ya unas
enredaderas que decoraban el segmento
superior de unos atuendos estrafalarios.
Ni siquiera los más conservadores de
los chilenos fueron inmunes a la moda
contracultural, hasta el punto que los
severos integrantes del Quilapayún o del
Inti-Illimani, nutridos de las raíces más
profundas de Latinoamérica y enfundados
en ponchos incluso en verano, se permitían
una apariencia rockera de barba y cabellera
silvestre, estilo que veíamos poco en los
países de la Europa del Este, y es que allí
la guitarra, la melena, la marihuana, la
chala, la barba o la actitud rockera se
consideraban signos de la decadencia
capitalista.
64 revista udp 08
Estos conjuntos musicales eran una
mezcolanza de ingredientes; en ellos
anidaban toques guerrilleros, andinos,
urbanos, hippies, poéticos y políticos, y
quizás por eso su música era híbrida, tan
hija del folklore latinoamericano como de
los coros del Ejército Rojo. Los cantantes
comprometidos estaban siempre un poco
enojados, como retándolo a uno por no
comprometerse aun más a fondo con las
luchas populares, enojados por la conducta
de los fascistas en la guerra civil española,
enojados por los gusanos cubanos, enojados
por los golpes de estado promovidos por la
CIA a lo largo y ancho del planeta, enojados
con los latifundistas, los oligarcas, los
plutócratas, los capitalistas, los parásitos,
los burgueses, los pequeñoburgueses, las
empleadas de los pequeñoburgueses..., y
aunque desde sus gargantas la voz les salía
ronca, hinchadas las venas al cantar, igual
se los veía alegres y saludables. Emergían
a la luz entonces, también, Los Jaivas,
más relajados y flotantes aunque igual de
chascones y de artesas, sin enojos, ya que
la liberación jaivera era más bien a base de
productos naturales. Todos ellos amaban
al amor y en el amor venían lógicamente
incluidas las ceremonias del placer erótico,
fácil de conseguir desde una guitarra, un
poncho, una barba y una voz ronca, y eso
era otra costumbre naciente ya que recién
en esa generación empezó a generalizarse
entre las muchachas la aquiescencia
integral en lo copulativo, recién entonces
podíamos soñar universalmente con
hacer la bestia de dos espaldas, y no
necesariamente con una profesional pagada
o una mujer de condición social inferior,
sino con la muchacha amada, con la
compañera de curso de la universidad o la
amiga.
Anticonceptivos y marihuana
Otro hito local lo constituyó, durante
algún tiempo, la revista Paula, al cruzar la
moda femenina con los paisajes del país
y la revolución de las costumbres. Atrás
quedaba la empaquetada revista Eva que,
en páginas duotono viradas al marrón o
al azul, instruía a las damas nacionales
de buena familia en recetas de cocina,
bordados y ropa elegante. Paula apostaba
por casas, objetos y estilos de vida más
cercanos a las tiendas del Drugstore de
Providencia que a los viejos decoradores
aristócratas olorosos a crucifijo barroco
y a bosta de campo. Las estupendas
modelos con cara de calavera de Paula eran
fotografiadas por Roberto Edwards en Isla
de Pascua o en el desierto, en tanto que
Amanda Puz, Isabel Allende o Delia Vergara
hacían caer sus argumentos periodísticos
sobre la desconcertada sociedad chilena,
entendiendo por tal a quienes vivían de
Plaza Italia para arriba, por cierto. Sin saber
qué hacer, padres y madres observaban a
sus hijos desmesuradamente peludos, o
a sus niñas que de la falda se pasaban
al pantalón pata de elefante y andaban
en busca de píldoras anticonceptivas y
cigarritos de marihuana. Las separaciones
matrimoniales, hasta entonces un poco
clandestinas, se convertían en Paula en
temas sociológicos o psicológicos, saliendo
del territorio de la excomunión o de la
vergüenza familiar. El conjunto de la revista
se desplegaba en una estética inteligente
y vanguardista, y ahí estuvo la mano de
Nelson Leiva que hacía de art director.
La revolución de Paula revestía cierta
importancia adicional por pertenecer sus
promotores a la conservadora y poderosa
familia Edwards (rama creativa), y
mientras este nuevo estilo prosperaba, el
viejo estilo mercurial proveniente de la
misma familia Edwards (rama medieval)
sufría los embates de los estudiantes de la
Universidad Católica, que fueron capaces
de desplegar en el frontis de la universidad
hacia la Alameda un enorme letrero donde
los incrédulos santiaguinos pudieron
leer durante días: “Chileno, El Mercurio
miente”. Quién hubiera dicho que iban
a ser los estudiantes católicos, siempre
tan perfectos y ordenados, los iniciadores
de las tomas. Con ellas partió la reforma
universitaria en todo el país, que vino a ser
como un anticipo en pequeño de lo que
sería en un par de años la experiencia de la
Unidad Popular. Se prestigiaba un mundo
de asambleas, megáfonos, dirigentes
combativos, compañeras enamoradas de
los dirigentes combativos, sacos de dormir
en las aulas, pancartas, pintadas creativas,
y el total desconcierto de las respectivas
autoridades que, privadas de su capacidad
de actuar autoritariamente, oscilaban entre
sumarse a los alzamientos o esconderse
en algún lugar seguro. ¡Maravillosos
tiempos en que vimos cómo se disolvía el
poder cotidiano utilizado hasta entonces
de manera abusiva en contra de los más
jóvenes o de los más pobres o de los más
desprestigiados socialmente! Y de esos
caldos nació también, como reacción, el
estilo de los jóvenes políticos apolíticos,
de los gremialistas, que con el tiempo se
encargarían de conducir, desde la dictadura,
los destinos de la nación.
Una marcha, unos balazos
En 1969 el multitudinario concierto al aire
libre de Woodstock, en Estados Unidos,
durante tres días convocó a un millón de
asistentes, otorgando vida y legitimidad
a un estilo de vida hecho de amor, paz,
música popular, hierba, cuerpo, protesta
y placer. Entretanto aquí en Chile lo que
presionaba con fuerza era el folklore de
lana y charango y el puño en alto. Violeta
Parra y Neruda habían entrado ya en la
leyenda, y Allende, al ser elegido presidente
con una mayoría minoritaria, llevó a Chile a
ponerse de moda en el mundo. Los chilenos,
que no éramos nada, comenzamos a ser
algo, aunque no se sabía mucho si ese algo
era bueno o malo, así son los experimentos.
La fama del allendismo y el antiallendismo
dio la vuelta al mundo. Se puso de moda en
Chile la política sin reglas y sin concesiones.
revista udp 08 65
Mientras unos avanzaban sin transar,
los otros confesaban que no pretendían
derrotar sino derrocar al presidente.
Empezaron a ocurrir los atentados. Y
cada argumento terminaba finalmente
siendo reemplazado por una marcha, una
manifestación, un trolley incendiado, unos
balazos. Lo performativo tomaba el lugar
de lo discursivo, y ya se sabe que cuando las
palabras abandonan el escenario político,
lo que entra a reemplazarlas son los hechos
violentos.
Sergio Ortega, suyo aspecto era también
heroico y barbado, había descendido
algunos peldaños desde los mármoles
dodecafónicos de la música docta hacia
la escena callejera para entregarnos hitos
como “Venceremos” o “El pueblo unido”.
También colaboró con Neruda en una
cantata sobre Joaquín Murieta. Eran años de
mucha cantata o proyecto de cantata.
Atrás quedaban el bom boro boro bom de
Los Cuatro Cuartos y Las Cuatro Brujas, que
también tuvieron su momento de gloria,
y es que la moda es por naturaleza una
sucesión de modas, un cambio permanente,
una metáfora quizás de la siempre mutante
vida humana. A Chile venían de vez en
cuando Julio Iglesias con su terno blanco
y sus modales de galán, el joven mamón
y aprovechado que toda vieja cuica desea
como yerno, o Joan Manuel Serrat, cada
uno de cuyos pelos y lunares y sonrisas
anunciaba autenticidad. Había que ser
auténtico, y cada cual buscaba en sí mismo,
en su ropa, en su barrio, en sus amistades,
en las clases sociales diversas, en el arte,
las claves de la autenticidad personal. Era
necesario responder personalmente del
propio estilo, y aunque aquello era como
una onda, como una moda, teníamos por
cierto la pretensión de configurarnos con
un sistema de indumentaria o de lenguaje
o de colores que debería durar mucho más
que un solo verano.
La moda era también leer a la Marta
Harnecker; ella se había encomendado a
66 revista udp 08
sí misma la fatigosa tarea de resumir el
materialismo dialéctico en formato de
cuadernillos semanales que se publicaban
en Quimantú y se vendían en quioscos. El
material seguía siendo espeso, aunque en
todo caso más fácil de llevar en el bolsillo
que los gruesos volúmenes de Marx. Todos
éramos marxistas o antimarxistas, pero
lo cierto es que a Marx propiamente
nadie lo había leído. Leíamos más bien
a García Márquez, a Cortázar, a Vargas
Llosa o a Carlos Fuentes. ¡Estaban tan
satisfechos de sí mismos nuestros nuevos
ídolos literarios! Era hora de que los
latinoamericanos tuviésemos algún rol
en algo, porque en esos años la periferia
era muy extensa, y siempre habíamos
estado en ella, alejados de los círculos de
poder central del planeta. Pero ahora estos
compadres mexicanos o colombianos o
cubanos o peruanos habían conquistado
un nicho en Barcelona, en París, en Milán,
y se paseaban por el mundo con sus caras
satisfechas, a ratos chupando whisky, a
ratos con el puño en alto, cultivando la
amistad de presidentes y ligándose de
pasada a las más bellas mujeres en los más
hermosos parajes, todo eso simplemente
por escribir y publicar. Era la moda literaria
del boom latinoamericano, y el único que
saboreaba a fondo esta palabra diciendo al
mismo tiempo que no le gustaba era José
Donoso, que había entrado colado en la
cosa boom, o sea que no era para nada de
los más famosos y además en ese entonces
trabajaba para labrarse un destino literario
lejos de Chile. Los latinoamericanos solían
ser escritores desmesurados, la moda era el
torrente, el formato era la novela-río, y así
iban brotando los miles y miles de palabras
que hasta entonces no habían encontrado
editoriales top. Cortázar bromeaba
cancheramente con el surrealismo o con
el situacionismo, y la moda era seguirle el
humor irónico. Había que estar en la cosa,
porque los argentinos siempre han sido
mucho de eso, de la cosa, siendo la cosa
revista udp 08 67
algo indefinible en que es preciso estar
incluido: es un poco la moda, pero en un
sentido más situacionista que morfológico,
más como actitud que como repertorio de
formas.
Borges triunfaba ya en Estados Unidos,
pero no del todo entre nosotros, y es que
Jorge Luis no estaba de moda por haberse
manifestado en contra de las modas en
general y de las modas izquierdistas en
particular; a él la izquierda no le gustaba
nada y las vanguardias le parecían una cosa
muy alejada del arte. Para escribir, además,
Borges necesitaba detener el tiempo, y eso
es algo que no va con las modas.
Los cubanos aportaban a Carpentier,
escritor oficial que tenía como boca de
asco, con sus luces a cuestas, muy dado
a un fraseo barroco, suntuoso y un poco
de anticuario, en tanto que a Lezama
Lima, también barroco pero con un toque
helenístico tropical si no desatadamente
gay, se le leía y se le celebraba
menos porque no era un compañero
comprometido con la revolución, sino
más bien un gordo asmático y decadente
que nunca salió de su casa, aparte de
que en la izquierda no se había puesto
de moda aún aquello de estar a favor de
las minorías sexuales y en general los
camaradas, teñidos con fuerza por el
obrerismo de sus filas, eran más machistas
incluso que la gente de clase alta. En
Chile la moda literaria, si es que había tal
cosa, estaba con Skármeta, que aunque
joven entonces tenía el mismo aspecto de
oso sonriente que cultivó en la madurez,
porque Skármeta recogía la voz de los
jóvenes norteamericanos tipo Kerouac,
tipo Henry Miller, que nunca nadie supo
si escribían muy bien o muy mal, el caso
es que su flujo sonaba natural, y de ese
estilo se fue olvidando más tarde nuestro
autor. También estaba de moda Lafourcade,
grande en la expresión y a veces no tan
grande en el tamaño del alma, aunque
quizás a él se le notaban más los defectos
68 revista udp 08
que a los demás. Lafourcade había instalado
la librería El Caballo Azul, en las Torres de
Tajamar, donde hizo poner sobre la entrada
un caballo pintado azul eléctrico modelado
en greda y vaciado luego en yeso por Pepe
Soto, alumno de la Escuela de Bellas Artes,
un proceso al que asistí siendo alumno de
primer año.
Pensadores casposos
Pero la verdadera guerra literaria se libraba
entre el modisto máximo de la alta costura
poética chilena, que era Pablo Neruda,
encumbrado ya en su calidad de embajador
en Francia y Premio Nobel, y el sastrecillo
valiente que fue Nicanor Parra. Como
Borges, como Lezama Lima, Parra también
había sido castigado por la izquierda, en
este caso por haber ido a tomar té con la
señora Nixon en la Casa Blanca. Incluso
una vez le dejaron de regalo un trozo de
excremento en su oficina de la universidad.
Estaban de moda los comunistas, que
aunque eran muy populares y cultos y
amigos de los pobres, cuando se ponían
a castigar caían con todo, a la manera de
la Santa Inquisición. A los comunistas el
pensamiento libre los ponía nerviosos,
porque ellos pensaban todo cada cinco
años, y después se dedicaban a aplicar el
plan quinquenal mediante el sistema del
centralismo democrático, que en términos
prácticos significaba que no había que
hacer olitas.
Entretanto, en la calle Macul, nuestros
casposos pensadores del Pedagógico leían
línea por línea y palabra por palabra,
siguiendo el método Grassi, a Jorge
Guillermo Federico Hegel, al que no se
le entendía nada, o a Heidegger, que
andaba por ahí. A mediados de los sesenta
había aparecido un curioso libro de
contrafilosofía humorística cuyo título era
Los escandalosos amores de los filósofos, escrito
por Josefo Leónidas (pseudónimo de José
León Monardes). Según el libro,
“los presocráticos eran los partidarios del
revista udp 08 69
régimen político llamado presocracia, que
se diferencia de la democracia en que,
mientras en ésta gobierna el ‘demos’, es
decir el pueblo (‘demos’: pueblo, ‘kratos’:
gobierno), en aquella gobiernan los presos
(‘preso’: presos, ‘kratos’: gobierno) [...]. La
presocracia decayó como ideal político,
y desde la antigüedad no han existido
más filósofos presocráticos”. Hegel era
caracterizado como “el más oscuro de los
filósofos”, y aparecía un dibujo de Themo
Lobos en que su rostro entero era de
color negro con dos ojillos avizores. Pese
a estas burlas los filósofos nacionales se
adentraban tenazmente en las páginas
abismales de La fenomenología del espíritu,
seguidos de los que, como yo durante
un par de años, hacíamos de alumnos,
y aunque los frutos de tal esfuerzo no
aparecían a la vista, se generaba algo así
como un orgasmo intelectual sostenido
al perseverar en la lectura de muchas
páginas sin entender claramente nada, y
a esa irradiación fascinante de los lectores
atendían las hembras y los más jóvenes.
La belleza de no entender se parece en
algo, quizás, a la penuria de existir. Y en
cuanto a Heidegger, su verbo inflamado
y salpicado de fórmulas obtusas (el “ser-
ahí”, el “ser-en-el-mundo”) recurría más
a las sentencias que a los argumentos, y
esas prácticas arrojaban como resultado
conclusiones peregrinas, entre ellas la
existencia de una trenza que unía a los
presocráticos, a los románticos alemanes
y a él mismo en su cabaña de la Selva
Negra. Sólo era posible pensar en griego
o en alemán, y embebido en ese prejuicio
el maestro de Friburgo cavaba su cueva de
luces etimológicas, términos inventados
y gusanos nazis. Heidegger fascinaba
severamente a nuestros pensadores locales,
les hacía de húmedo útero ontológico.
Su escritura, como la de Borges, es de las
que pide silencio. Y se preguntaba uno
como estudiante, siguiendo en esto quizás
al propio Heidegger, si sería realmente
70 revista udp 08
posible hacer filosofía de la auténtica en
Chile, o Bolivia, o Ecuador, para poner unos
cuantos ejemplos de países sin tradición
de pensamiento y a los que le ha tocado
siempre escuchar pero no decir, leer pero
no ser leídos.
En fin, también estaban de moda algunos
otros autores. Juan Rivano se autodefinía
entonces como marxista. Paco Soler se
explayaba sobre Ortega o sobre Heidegger,
aunque lo de Soler era más la charla, el
monólogo, la tertulia, el cigarrillo, la saliva,
el ademán. Y los filósofos de barrio alto,
que también los había en la Universidad
de Chile (aunque iban poco y a horarios
raros probablemente para no toparse
con tumultos) preferían quedarse con la
elegancia poética y polisexual de los griegos.
El profesor Giannini perseveraba en Vico o
en San Anselmo y se concentraba en la vida
cotidiana, que observaba desde sus dos cejas
espectaculares dentro de un rostro amable
pero interesante. También se paseaban en el
Pedagógico algunos ayudantes con libros de
Sartre, de Marcuse, de Gramsci, de Fromm,
desparramando a su paso miguitas de
leyenda. Y a los de la Católica, la verdad, se
les despreciaba cordialmente: no es posible
ser a la vez cura y filósofo, porque quien
cree que posee la verdad no encuentra
aliciente alguno para ir a buscarla.
En todo caso, la filosofía completa se
estaba como derritiendo ante la mágica
idea de la revolución. “Hasta aquí los
filósofos han interpretado el mundo, ahora
se trata de cambiarlo”, había dicho el
barbado y furunculoso Marx en sus Tesis
sobre Feuerbach, y ésa era un poco la onda
entonces. Se había terminado la filosofía
de gabinete, era preciso salir a la calle,
multiplicar el verbo usando megáfonos
y pancartas, y avanzar hacia algo, hacia
la cosa misma, hacia el cambio final. Y
cuando el director Alvaro Covacevic estrenó
la película chilena New Love que era como
Blow Up pero en chileno, o sea con un lolo
y una lola que en las escena culminante
en la playa de Zapallar mostraba con
elegancia las teticas, y todo por cierto
bastante más modesto que en el filme
de Antonioni, más modesta la fotografía,
más modesta la línea argumental, más
modestos los actores, en fin, tampoco
estaba tan mal la película, al terminar
la proyección dando paso al aplauso del
público, se escuchó una voz atronadora
desde la galería del segundo dejando caer
un “hay que hacer la revolución primero”,
y ahí nos encontrábamos de nuevo con
la decimoprimera tesis de Marx sobre
Feuerbach, en formato cheguevaresco
chileno de los sesenta. Había que hacer
la revolución primero, hacerla antes de
filmar, antes de pensar, antes de escribir,
antes de pintar, aunque algunos se las
habían arreglado para pintar y hacer la
revolución al mismo tiempo, eran los
artistas comprometidos que en lugar de
fusiles usaban pinceles, del mismo modo
que aquel joven que emplazaba a los
cineastas a hacer la revolución antes de
hacer películas la estaba haciendo él mismo
en el segundo piso de aquel cine por la vía
de gritar aquello después y no antes de la
función, pero la dialéctica contiene esa
contradicciones, como bien había señalado
Lenin en algún párrafo de sus Obras
completas.
Como una rata
Entretanto Nemesio Antúnez había puesto
de moda el Museo de Bellas Artes, y ahí
llegaban los artistas norteamericanos o
británicos del pop art o del op art. Vimos
a Rauschenberg, a Lichtenstein, a Paolozzi
y a tantos otros que nos llenaban los ojos
de alegría. También había venido a Chile
la muestra De Cezánne a Miró, que puso
al día a la gente en general en cuanto a
arte contemporáneo, muy a lo gringo, y
logramos ver la diferencia que había entre
las reproducciones y los originales. Balmes
quería poner de moda el expresionismo
abstracto aunque él prefería hablar de
arte comprometido y de las luchas del
pueblo. Adolfo Couve, Nelson Leiva y
Sergio Larraín estaban con Matisse, con
Morandi, con Cézanne, con Klee, y Marta
Colvin envuelta en su capita, peinada
como una dama, hacía triunfar las formas
latinoamericanas en Sao Paulo. Pero yo,
que había entrado finalmente a estudiar
Bellas Artes, observaba hasta sangrarme
los ojos las reproducciones de frescos de
los hermanos Lorenzetti, o los dibujos de
Durero, y en esos siglos ya tan pasados
de moda perdía mis horas, lo que no
quita que haya mamado también con
devoradora insistencia las leches de los
ídolos ante los que se inclinaban Couve y
Leiva. También me metía como una rata
al Goethe Institut a sacar libros de los
expresionistas alemanes, o también novelas
de Günter Grass o de Heinrich Böll, que
me recomendaban mi tío Jorge o mi amigo
Selim, y en la biblioteca se me hacía preciso
enfrentar a una señora, alemana otra vez,
que me retaba mucho por los atrasos.
Con todo, el imaginario visual chileno
nunca ha dependido realmente de los
géneros mayores como la novela, la
sinfonía, la película o la exposición de
museo, sino más bien de instalaciones
precarias y culturalmente dudosas como las
noches en la boîte La Sirena o el vendedor
callejero de fruta o el cantautor de micro.
Observábamos, pues, más que lo que había
en el museo, las portadas del diario El
Clarín, impresas de manera rudimentaria
en prensa plana, pero que lograban colocar
hasta medio millón de ejemplares los
domingos. Metíamos la nariz y las manos
ardientes en El Pingüino o en El Viejo Verde, y,
si podíamos, en la gloriosa revista Playboy,
que puso de moda imaginar que en la casa
de al lado (del lado en Estados Unidos) hay
una muchacha saludable con los pechos al
aire y ganas de ser acariciada, ofreciendo su
foto en un tríptico casi de tamaño natural
en papel couché y a todo color. Playboy
era también, como otros medios, una
revista udp 08 71
mezcla de sexo y política, una enredadera
de escenas hedonistas con argumentos
acerca de la democracia, la igualdad
racial, la diversidad sexual, el aborto, la
pornografía, los derechos civiles. Y otra
revista fabulosa que estaba de moda en los
círculos europeos era Twen, que en Chile
casi nadie conocía, y que tras despegar
magníficamente fue llevada a la ruina por
Willy Fleckhouse, el director de arte, que
pedía cada vez más recursos para reportajes
o montajes espectaculares realizados por
fotógrafos top en lugares top con modelos
top a unos precios top. Twen cambiaba
íntegramente de tipografía en cada número,
y era una versión modernizada de lo que
habían representado hasta entonces las
grandes revistas tipo Life, Paris Match, Stern o
la brasileña O Cruzeiro.
Por las tardes nos dejábamos caer con
los amigos en la Fuente Alemana o en el
Bierstube para apreciar la dialéctica del
cerdo y la mostaza y los domingos tocaba
comprar almejas y engullirlas crudas y con
pebre. La gastronomía casera, en todo caso,
seguía atada a los sombríos menús de toda
la vida: fritos de coliflor, corbatitas con
crema Nestlé, arroz con gorda, carbonada,
tortilla de zanahoria... Los muebles de
las casas eran casi todos made in Chile,
con gran afluencia de Palos Quemados,
una industria artesanal que se había
hecho célebre al engrosar y ennegrecer
los volúmenes de la madera. La reforma
agraria, adicionalmente, provocó la ruina
de muchas casas patronales, que salían a
remate, y ahí caíamos como zarigüeyas
resentidas, a llevarnos a casa por poco
precio los símbolos visuales del dominio
patronal de tantos años: baúles franceses,
opalinas, sillas coloniales, pequeños tapices.
Dentro de la confusa moda ambiente había
submodas diversas, y es que la moda, como
las olas del mar, carece de contornos claros.
Los que están realmente a la moda siempre
se nos escapan porque cuando una moda
triunfa y conquista incluso a los más gansos,
72 revista udp 08
deja de tener interés para los espíritus más
activos. Basta que algo esté totalmente de
moda para que pase de moda.
En blanco y negro o, mejor dicho, en
blanco y gris, con una imagen borrosa, la
televisión pugnaba por hacerse un espacio,
mucho más limitado en todo caso del que
tuvo más adelante cuando incorporó como
usuarios a los más pobres y añadió color a
la imagen. Mirábamos un poco distraídos
La caldera del dablo, La familia Adams, Música
libre, las noticias en que aparecían Pepe
Abad o José María Navasal con su pipa
de analista internacional que viajaba
poco pero sabía dotar de complicidad a
su mirada, o incluso al espectáculo bobo,
simplón, feo y babieca de Don Francisco
que se encarnaba en los interminables
Sábados gigantes y Domingos alegres, oh dolor
de la patria mediocre en que vinimos a
nacer: mi amigo Felipe Martínez sostenía,
sin embargo, que no era tan grave ser
chilenos, que Chile era como Ñuñoa del
mundo. Y sin embargo, mientras el paso del
tiempo se ha ido tragando a titanes como
Sartre, Antonioni o Joan Baez, mientras
la boina guerrillera y el pantalón pata
de elefante han caído en el olvido, Don
Francisco, contra todo pronóstico, ha
logrado perseverar sin pasar jamás de moda,
atravesando con su espantoso estilo tanto
los amplios territorios de la América que se
extiende desde Miami hacia el sur, como las
épocas sangrientas y cobardes que nos ha
tocado vivir.
Frente al revuelto panorama mundial y
local que culminó con el fulgor, la pasión
y la muerte de Salvador Allende, sólo
resistieron estilísticamente Jaime Guzmán
y los militares, siempre fieles al pelo corto y
al color gris, y fueron ellos, como veríamos
más tarde, quienes encarnarían la moda
postallendista de la reconstrucción nacional
a ritmo de cadena nacional de radio y
televisión, tropas por doquier y camionetas
especializadas en seguimientos personales,
una moda muy estricta sin melenas, sin
revista udp 08 73
pintadas murales, sin amor libre y sin nada
libre. La libertad había pasado de moda, y
lo más libre que podía verse era la melena
de Bigote Arrocet o el quiebre de caderas
de los Huasos Quincheros interpretando
sus tonadas patronales. Para muchos esa
ausencia de libertad era preciamente la
libertad, y de nuevo debemos rendirnos
ante las oscuridades de la dialéctica.
Aquello que es, cuando es mucho, deja de
serlo porque ha dado vueltas al círculo
y se ha transformado justamente en lo
contrario.
Después de tanta expresividad ambiente
había que vérselas con la parca redacción
de los bandos militares, un género literario
nuevo que renovaría nuestras emociones
y terrores nocturnos. El poeta Bruno
Vidal ha sido quien quizás ha logrado
transmitir con más viveza que nadie
aquellas hieles, ese aporte de la milicia
básica a nuestra vida cotidiana a través
de lo genital y lo cortopunzante. La lana
folklórica retrocedió en el mercado de las
estéticas locales, entrando con fuerza los
anillos de oro, las damas de verde o de
café, el casimir peinado, la chaqueta azul
de botones dorados –un revival–, y sobre
todo la tela de camuflaje y las gabardinas o
paños militares de todo tipo. El bototo de
coronel adquirió un glamour insospechado,
dejando muy atrás a la chala de neumático
o de cuero, que había vivido su época de
gloria en cuanto símbolo de lo playero, lo
hippy y lo campesino.
No es que los Beatles estuvieran
esperando las reacciones de Jaime Guzmán
o del guatón Romo para remodelar sus
respectivas cabelleras o para considerar
un regreso a atuendos más formales.
Lo que ocurre es que a veces las modas,
desarrollándose de manera larvada,
cristalizan súbitamente a partir de
ciertos eventos como fue en nuestro caso
el histórico bombardeo y destrucción
en una sola mañana del Palacio de la
Moneda con el presidente Allende dentro.
74 revista udp 08
El cadáver presidencial fue sacado en un
choapino boliviano, operación que capturó
fotográficamente el periodista y campeón
mundial de tiro Juan Enrique Lira, y esa
imagen marcó visualmente la adscripción
de la artesanía a la izquierda derrotada. Lo
artesanal sería visto a partir de entonces,
y por muchos años, como el símbolo de
los perdedores. Se haría preciso soportar
durante varias temporadas una moda de
hierro, uniforme, pelo corto, ideas breves y
gestos tensos.
Un temblor individual
Mi padre, entretanto, había dejado este
mundo maldito o bendito después de
haber vivido sus últimos días atormentado
por demonios diversos que sólo él llegó
a conocer en plenitud. Escéptico ya de
la literatura, quiso regalarme en algún
momento de ese último año suyo, cuando
yo había cumplido ya los 24, todos los libros
que poseía, de tal manera que, un poco
sorprendido por el regalo, me llevé a la
casa aquellos miles de volúmenes mientras
él me dejaba hacer, absorto el ánimo por
asuntos oscuros. Sin decirme nada, por el
solo hecho de tener su biblioteca en la casa,
mi padre había sido mi maestro literario.
Nunca lo vi vibrar especialmente con los
escritores exitosos y de moda, quizás por
pertenecer él a una tribu más oscura, a
una neblina de tabernas y redacciones de
periódico y amigos escritores frustrados,
o tal vez porque la moda es un asunto
gregario, y la literatura, en cambio, un
sistema de laberintos personales. Él
prefería Voltaire a Sartre, o Molière a
Camus. Las modas literarias chilenas
que estaban a cargo de personajes como
Ricardo Latcham o el chico Molina eran
para mi padre una variante de la vida de
bares. Leían, sí, La montaña mágica, Pilo
Yáñez llegó a escribirle a Thomas Mann, y
éste –se dice– le contestó, en tanto que Tito
Mundt (que según mi padre jamás tuvo la
paciencia de zamparse las cuatrocientas
revista udp 08 75
páginas del volumen de traducción qué pinta más absurda... Las modas se
dudosa que diseñó Mauricio Amster para suceden, y su multiplicidad nos informa
Ediciones Ercilla) se refería a aquello como en cada momento del estado espiritual
El berrito brujo. En fin, eran situaciones de quienes, como nosotros, habitan en el
o anécdotas simpáticas, pretextos para mundo. Y piensa uno si no tendrán razón
hablar entre amigos acerca de Settembrini, Hegel o Jung en su afirmación un poco
de la enfermedad como estado natural monstruosa de que la humanidad es un
del alma, de Hans Castorp y de la bella todo con corazón, con sentimientos, con
Clavdia Chauchat, que finalmente venía a inteligencia, con voluntad, y que las modas
resultar demasiado parecida al joven Tadzio no son sino los estados de ánimo, la parte
de La muerte en Venecia. Para mi padre la visible y sensual de ese organismo múltiple
literatura no constituía necesariamente hecho de todos los que estamos vivos. Las
una novedad que se comparte con los modas serían los modos de vestir o de decir,
demás en un momento estelar, sino que o de desvestirse y contradecirse que en
era más bien un movimiento de temblor cada instante caracterizan a aquello que
individual, incesante, difuso, en espiral, y nuestro gran Vodanovic popularizó en Viña
tanto podía disfrutar él con una agudeza de como “el monstruo”, y que otros llaman el
Bertrand Russell como con el comentario mercado, o la opinión pública, o el pueblo,
de un garzón del Roxy o con un pequeño o la humanidad.
trapecista de madera comprado en la calle
Bandera. Tampoco mi amigo Nelson Leiva
era de modas. Él estaba con la Gabriela
Mistral cuando todos babeaban por Neruda,
o se avenía a escuchar alguna partita
de Bach siempre que se la interpretara
Eduardo Lihn en el gran piano de cola que
Nelson había hecho instalar en su casa
de Antonio Bellet. La moda es finalmente
un asunto de mayorías, una conversación
colectiva centrada de un modo u otro en los
misterios de la apariencia y me ha tocado
ser, como mi padre, como Nelson, como mi
amigo Jaime, alguien más disperso, más
dado a las periferias o a las casualidades.
Y sin embargo las modas nos atrapan y
sin pensarlo formamos parte de ellas, nos
recortamos de un modo u otro contra su
fondo movedizo. Aunque no lo notemos,
no somos más que moléculas de aquellas
olas enormes e inestables que sancionan en
cada caso según qué colores o qué palabras
o qué escenarios o qué gestos corporales
es preceptivo elegir. Eso se comprueba
fácilmente cuando ojeamos fotografías
de otro tiempo, y nos asombramos del
aspecto que teníamos entonces, aquel
peinado, ese cuello de la camisa, los colores,
76 revista udp 08
Narración,
experiencia, escritura
por carlos pérez villalobos
¿Por qué negarle crédito de
experiencia a ese malestar de
quien, pensando en la jornada
que le espera, comienza por
ducharse por la mañana y cruza
el tráfago de una ciudad cuya
estridencia le hace añorar el
silencio, o que humillado por
infamias o satisfecho por algún
cumplimiento menor intenta
sostener el ánimo más o menos
invicto, recordando la última
película que vio?
Carlos Pérez Villalobos. Licenciado en filosofía
y doctor en literatura. Profesor titular de la
Universidad Diego Portales. Profesor de la
Universidad de Chile. Autor de los libros
Dieta de archivo: memoria, crítica y ficción y Borges,
agonismo y epigonía.
¿Y nosotros, los nunca ángeles, los
verbales, los que en este bajo, relativo
suelo escribimos, los que sotopensamos
que ascender a letras de molde es la
máxima realidad de las experiencias?
— j. l. borges (1928)
Hablamos de “narrativa” y aludimos en
general al desarrollo de una intriga o
historia, ya sea que nos refiramos a una
película, un cuento o novela, una serie
de televisión, un cómic o un videoclip.
La “narración” (término que continúa
evocando una escena de comunicación
predominantemente verbal) se independiza
de la presencia singular de la voz, y la
historia narrada queda disponible para ser
actualizada por cualquiera que entre en
relación con el soporte impreso, gráfico,
audiovisual, dentro del cual se desarrolla y
bajo cuyo formato son dispuestos tanto
emisor como receptores. Decimos esto a
propósito de El narrador. Consideraciones sobre
la obra de Nikolai Leskov, ensayo que Walter
Benjamin escribiera hacia 1936, y en el cual
se refiere al contador de cuentos dentro de
una tradición oral y a la experiencia de
escucha que le es indiscernible. Es decir, a
ese tipo de comunicación que, según afirma
el autor, declina y desaparece con la
irrupción de mecanismos reproductivos
provistos de autonomía, a saber, la
imprenta, la prensa, el cine, la televisión. La
afirmación benjaminiana sobre la muerte
del narrador en la actual edad del mundo
que él mismo llamara “la época de la
reproductibilidad técnica” sería una
constatación trivial de no quedar asociada
desde el comienzo del ensayo al fallo célebre
de que esa liquidación es también la de la
experiencia en general. Una notable
traducción del texto, con introducción,
notas e índices, de Pablo Oyarzún R.,
recientemente publicada, da ocasión de
volver sobre tales cuestiones. “La narración
se entiende aquí”, comienza por aclarar
Oyarzún, “como una praxis social a la que va
revista udp 08 77
asociado un talante, y lo que interesa
esencialmente a Benjamin es menos su
calidad estética que sus alcances éticos”.1
1. El narrador
Es un ensayo sobre Nicolai Leskov (1831-
1895). Los relatos que éste escribió,
denunciadores y moralistas (en los que
encarna el consejo del “hombre justo”),
desarrollan por una parte una creciente
crítica, de sesgo liberal, a las instituciones
religiosas y políticas en que transcurre
la suerte de Leskov (la iglesia ortodoxa en la
que se formó y la burocracia zarista de la
que fue parte por algún tiempo), y, por
otra, el conservadurismo nostálgico de la
tradición que el autor veía traicionada por
tales instituciones. Benjamin, análogamente
vacilante entre inclinaciones contrarias,
ensaya una explicación para el tipo de
conmoción que tales narraciones leídas (le)
provocan. No considera el texto desde un
punto de vista retórico (que dilucidaría las
convenciones narrativas que hacen posible
su efecto oral). Prefiere escuchar o adivinar
en lo leído “la voz del narrador anónimo,
que existió antes de toda literatura”. Los
relatos de Leskov serían vestigios refinados
de esa remota experiencia de comunicación
oral en vías de desaparecer, si es que no
extinta del todo, bajo el régimen de una
cultura en la que “el lado épico de la
verdad, la sabiduría, se extingue”.
La fuente de tal sabiduría la bebe el
narrador de “la experiencia que se
transmite de boca en boca”, cuyas
condiciones de producción social (agrarias
y pequeño artesanales) son distintas,
por cierto, de las que hicieran posible a la
novela (la moderna epopeya burguesa,
según ya había postulado Hegel). “Su
dependencia esencial del libro” es lo que
distingue, según Benjamin, a la novela
de la narración: “La cámara de nacimiento
de la novela es el individuo en su soledad,
que ya no puede expresarse de manera
ejemplar sobre sus aspiraciones más
78 revista udp 08
1. Walter Benjamin, El narrador. Introducción,
traducción, notas e índices de Pablo Oyarzún R.
Metales Pesados, Santiago, 2008.
2. Giorgio Agamben, Infancia e historia.
Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2001.
importantes, que carece de consejo y no
puede darlo”. La extinción de esa “forma
artesanal de comunicación” comporta, para
Benjamin, no sólo la desaparición del tipo
de experiencia popular que el cuenta-
cuentos transmitía y la experiencia de su
recepción comunitaria, sino –he ahí el giro
oracular benjaminiano, que tanta fortuna
póstuma ha tenido entre sus comentadores
saturninos– la muerte de la experiencia en
general. Así, por ejemplo, Giorgio Agamben,
en 1978, escribía: “La cuestión de la
experiencia sólo puede ser abordada en la
actualidad si se reconoce que ya no es
accesible para nosotros. En la medida en
que el hombre moderno ha sido privado de
su biografía, también le fue expropiada su
experiencia y, de hecho, su incapacidad
para tener experiencias y comunicarlas es
acaso una de las pocas certezas que pueden
afirmarse”. 2
Advirtamos que Benjamin hace tales
consideraciones sin nunca explicitar
lo que, para el caso, sería decisivo de
tener presente: que él es un lector, en un
contexto literario consumado, de los
relatos publicados de un escritor del siglo
diecinueve, y no un oyente formado dentro
de la tradición oral que describe y echa de
menos. Quiero decir: Benjamin, al igual que
todos nosotros, lectores actuales de
Benjamin, desconoce “la facultad de
intercambiar experiencias”, de la que los
cuentos de Leskov, leídos por éste, serían
precioso y último baluarte. El analista parece
añorar el objeto que él imaginó desde
condiciones de objetivación (lectura de libros
impresos) que, según él mismo declara, ya lo
hacían imposible. Esta formulación, para
cualquiera que haya leído a Benjamin, evoca
de modo preciso su concepto (metafórico) de
aura: esa determinada emanación que
proviene de las cosas, únicas e
irreproducibles, cuando el contexto de
funcionamiento usual de éstas (su mundo)
ha pasado a pérdida. La época de la
reproductibilidad técnica hace desaparecer
“la voz de la naturaleza” que se retira no tras
el silencio (puesto que el mundo se
confidencia a través del silencio: esto es el
aura que se bate en retirada), sino por la
estridencia del mundo convertido en
reproducción espectacular. Sorprende que
no se aclare nunca si el aura es un atributo
menos de la cosa que de la mirada que es
conmovida por su manifestación, y que esa
experiencia, si tiene lugar en alguna parte,
es en el texto que la elabora y enuncia. ¿Por
qué negar rango de experiencia a ese
singular talante, propuesto por Benjamin,
que permite reconocer “una nueva belleza
en lo que se desvanece”?
Aun más sorprendente resulta que los
epígonos tardíos de su análisis eleven su
añoranza a enunciado profético, cuando ya
la realidad postulada no tiene otra
sustancia que el texto que la expone y
trasmite. Notable, sin duda: la obra de
Leskov da ocasión a Benjamin para hacer lo
que siempre hace, a saber: desplegar la
experiencia de algo justo en su proceso de
desvanecimiento –aquí la experiencia
misma. Pero peligroso. Nos pone a riesgo de
no advertir que Leskov (como Benjamin,
como cualquier escritor), hace parte de la
literatura leída por él, y que sus
narraciones, si parecen ecos de historias
contadas oralmente, son también el fruto
de una construcción (de “las artimañas con
que se cautiva la atención del que escucha”);
que esa construcción se hizo con los
materiales escritos (es decir leídos) de esa
memoria tradicional, y no derivan
inmediatamente de ella. Nos pone a riesgo
de reproducir pre-críticamente la nostalgia
metafísica que asocia experiencia a
plenitud y creer que su encarnación es la
voz y que la inscripción reproducible de ésta
comporta de suyo una depravación.
2. Experiencia y escritura
La experiencia –cuyo concepto es, según
Gadamer, “uno de los menos ilustrados y
aclarados”– alude tanto al evento vivido
(pathos individual) como a su elaboración
articulada y comunicable. Se dice que
alguien “tiene experiencia” cuando ha
acumulado un saber a través de una vida
expuesta a múltiples y diversos eventos
y parajes, de los cuales puede dar
testimonio. “La experiencia”, afirma Martin
Jay, “es saber acumulado en el sentido de
juicio sagaz, en lugar de mero conocimiento
de cómo son las cosas, generado por la
mediación dialéctica que desacomoda las
posiciones iniciales”.3 Se trata, pues, del
proceso de alteración que sufre el sujeto
expuesto a la peripecia de su vida, en la
medida en que haga suyo el nuevo
contenido y avance en la verdad que le
concierne, corrigiendo cada vez lo que hasta
ahí tenía por cierto. Se dice que alguien
“tuvo una experiencia” (o que anhela
tenerla) para mentar el más bien
incumplido deseo de vivir algo que altere
memorablemente su actualidad anodina y
previsible. Experiencia queda asociada así
tanto a la vicisitud transformadora, como
al proceso de elaboración que tornará la
vida de quien la sufre en algo digno de ser
narrado y recordado. Es después, en el
presente de la elaboración, que los hechos
devienen experiencia, y lo que pasó
alcanza presencia memorable. Es gracias
a la inscripción que la vida supera la
actualidad y puede ser repetida,
reactualizada, a través de la lectura.
Así pensada, la experiencia no es nunca
actual ni inmediata y, como tal, comporta
un lapso, un intervalo, una pérdida.
Para que el reconocimiento sea posible es
necesario la perduración de una huella
sobre la cual, perdido el instante que la
dejó, poder volver y recobrar ese instante
perdido. Y es justamente ese esfuerzo de
restitución de un presente a partir de las
huellas dejadas por su paso lo que define el
proceso. El punto da luces sobre un
concepto moderno de escritura, a saber:
la escritura como trabajo anamnésico que
avanza en la elaboración significativa
revista udp 08 79
de un material cuyo sentido va emergiendo
a través, y sólo a través, de la deriva
incalculable e impredecible de ese mismo
trabajo. La experiencia no es la fuente de
este trabajo; es su fruto y es,
principalmente, el trabajo mismo
(cualquiera sea su soporte) que avanza y
vuelve, en vistas de poner en forma un
contenido, de modo que eso –sea lo
que sea, insignificante o no– adquiera la
densidad que lo haga digno de ser
recordado.
Cabe suponer que la atrofia de la
experiencia –que Benjamin ilustra con el
mutismo de los que volvían de la gran
guerra, primera consecuencia de la
expansión tecnocapitalista– tiene que ver
con la imposibilidad de recogida, de
articulación simbólica, que dejaría a la vida,
de ahí en adelante, reducida a una
actualidad pasmada, inenarrable, sin
restitución dialéctica. Es por cierto un
modo de enunciar la verdad infame
comprometida en la experiencia de quien
sobrevive al shock de un evento traumático,
a saber, como incapacidad de hablar de lo
vivido, de trasmutar en testimonio el
padecimiento sufrido. Pero, ¿por qué asociar
esa incapacidad de elaboración
(trasmutación del pathos en relato épico) a la
narrativa en general, a la novela, al cine, a
las formas posibles de escritura y consumo
masivo que los nuevos medios audiovisuales
brindan, y que Benjamin fue uno de los
primeros en tematizar lúcidamente, aunque
del modo ambivalente, ya de sobra
conocido, siempre en vilo entre el festejo y
la disforia? ¿Qué tipo de “experiencia”
promueve la lectura (dicho en sentido lato)
tal cual como se desarrolla en sus distintos
géneros modernos, la novela, el cuento, la
ficción cinematográfica, el cómic, el
culebrón televisivo, o en sus formas más
actuales, el spot publicitario? ¿Por qué,
desde el fallo de Benjamin, la captura del
3. Martin Jay, La crisis de la experiencia en la era
lector o del espectador promovida por tales postsubjetiva. Universidad Diego Portales,
construcciones narrativas, en manos de la Santiago, 2003, p. 30.
80 revista udp 08
industria del pasatiempo y la publicidad,
impedirían el recuento de lo que nos
ha pasado?
Postulada la asociación entre tradición
oral y experiencia, de modo que de la
desaparición de aquélla se siga la atrofia de
ésta, ¿cómo no sospechar allí la reiteración
del privilegio adjudicado tradicionalmente
a la voz por sobre la escritura que, para
Derrida, define la historia de la metafísica,
desde Platón a Heidegger (y a Benjamin,
debiéramos decir)? La muerte de la
experiencia a raíz de la pérdida del
narrador, ¿no repite acaso la legendaria
denuncia platónica de la amenaza de
pérdida del recuerdo –la actividad esencial
de la vida del alma– por la irrupción
de la escritura –el archivo exterior?
La experiencia –concebida como
interiorización presente de lo presenciado–,
si asociada al relato oral y a la voz del
narrador (la autopresencia del sentido),
reproduciría la ilusión “logocéntrica” que
define a la metafísica. El pensamiento
occidental se instituye en esa decisión por
la voz en contra de la escritura, sobre la
base de ignorar que una decisión así y su
perdurabilidad sólo es posible gracias
a la escritura, a la inscripción exterior y, por
lo mismo, a la posibilidad de su repetición,
más allá de la actualidad comunicativa
en que tuvo lugar su primicia. O como
aspiración o como elaboración
retrospectiva, la experiencia es únicamente
posible a condición de que el evento, cuyo
sentido en verdad nunca fue actualmente
presente, deje una impresión, una huella,
una inscripción, sobre la cual el sujeto
vuelva, avanzando en su comprensión, a
través del lenguaje con el que cuenta. ¿Y si
a ese proceso, trabajoso, lento, discontinuo,
lo llamáramos, en sentido lato, escritura?
La condición suplementaria de la
duplicación –de la escritura– es lo que
instaura retrospectivamente la condición
primordial de la vida: el pathos fáctico se
olvida en la elaboración verbal que le
suministra realidad patética y su recuerdo
deviene, entonces, la olvidada memoria
de su elaboración verbal.
Cautivados sin duda por la trabajada
prosa de su ensayismo, tendemos a leer
a Benjamin de modo que sus enunciados,
suprimidos del pormenor que muy
acotadamente los puso en marcha, quedan
elevados a diagnóstico de época, sin
mención alguna al caso que hizo de
principio –aquí la obra de un escritor ruso,
contemporáneo de Tolstoi y Dostoievski.
Se dirá que es lo que ocurre siempre que
leemos el texto de un pensador. Que ahí
está su diferencia y su distinción. Es cierto.
El ensayismo benjaminiano, combinando
consideraciones histórico-técnicas atenidas
a caso y afirmaciones cuya potencia
conceptual reside en su hermosa
ambigüedad, pudiera pensarse como el
singular intento de cumplir en el compás
de un mismo párrafo, la disposición
historiográfica y la disposición del poeta, tal
como, famosamente, Aristóteles la definiera
en su Poética. La poesía es, para Aristóteles,
en contra de Platón, más filosófica
(universal) que la historia: ésta despliega
verbalmente lo que pasó, aquélla lo que
puede pasar cada vez y siempre. El
problema, me parece, es que tendemos a
quedar deslumbrados con los enunciados
(en los que la ambigüedad funciona como
detonante aurático), eclipsando la
consideración historiográfica,
frecuentemente menuda y precisa, que hace
toda la gracia del ensayismo de Benjamin.
Parecería interesante preguntar cómo
la narrativa de Leskov se las arregla para
provocar en sus lectores (o en ese lector que
fue Benjamin) el efecto de narración oral;
cómo, esto es, según qué operaciones
retóricas, figuras, artimañas de estilo, se
desarrolla el texto, para que el lector, en un
estado avanzado de literatura, se perciba
como escucha de una historia contada por
una voz de cuerpo presente, y no como ese
lector que es mientras, en la soledad de su
habitación, evoca la experiencia provocada
por la letra impresa. Si el aura es menos un
atributo de la experiencia examinada que
del texto que lo pone de manifiesto, ¿por
qué no examinar en el texto benjaminiano
las fórmulas, los giros, cuya ambigüedad
permiten que el aura (de esos dichos)
resplandezca y hagan tanta buena fortuna
póstuma?4 Preguntas por la construcción
narrativa y no por la presunta experiencia
evocada a su través y perdida con su
declinación. No la pregunta por la verdad
del discurso (su adecuación a una realidad
que conocemos o adivinamos gracias
únicamente a su ser dicha), sino por la
verosimilitud del discurso (su ajuste o
desajuste al sistema de convenciones que
lo hacen posible).
Como no puedo referirme a Leskov,
autor que no he leído, me remito a Borges,
que, como lector, comparte con Benjamin
un estado de lengua literaria y crítica
semejante (de hecho, Poe, Kipling,
Stevenson, que éste postula como modelos
de narradores, son, asimismo, como se
sabe, referencias venerables para Borges,
ávido lector de Valéry, como también
lo fue Benjamin). La narrativa borgeana
no es ajena (nada que se refiera a la
literatura parece ser ajeno a Borges, que
transforma a la literatura en experiencia
fundamental) a la problemática aludida,
a saber: narración oral, escritura,
experiencia. Notoriamente la escritura
borgeana, en sus cuentos y en su poesía,
jamás deja de proponerse el ideal de un
tipo de construcción que aspira a producir
un efecto como el que Benjamin postula
para el narrador y sus historias (por
ejemplo, “la casta concisión que las sustrae
del análisis psicológico”). Sólo que el
narrador en los relatos borgeanos siempre
confiesa su condición de hombre de letras,
la dependencia de su relato a una escena
lecto-escritural, y el relato contiene
las marcas explícitas de la biblioteca que lo
hizo posible.
revista udp 08 81
Formado como lector dentro de la
biblioteca moderno-ilustrada, aunque como
sujeto social nunca zafado de “las
relaciones feudales, patriarcales, idílicas”
(Marx), disueltas para siempre dentro del
contexto capitalista-burgués, Borges –y
Benjamin, desde luego– experimenta con
nostalgia que las pasiones inmediatas son
más verdaderas (esto es, más reales), pese a
saber, y precisamente porque sabe, que toda
inmediatez es una ilusión ya imposible. La
naturaleza, la vida, la condición necesaria
o providencial de éstas no son ya referencias
originales y originantes, sino producto
histórico que se construye en el tiempo
y que con el tiempo cambian. Sus cuentos
son la elaboración altamente refinada
(compleja, alusiva) de un duelo que no
acaba de hacerse respecto a un pasado
épico del que, sin embargo, nunca se tuvo
experiencia viva. En los años de ceguera,
Borges dicta sus cuentos que, imaginamos,
elaboraba (escribía) en su memoria, y el
resultado (que leemos) no queda ajeno a esa
ejecutoria oral, aun cuando su soporte
sea no la tradición oral, sino, sobra decirlo,
la biblioteca y las excelencias del habitus
adquirido a través de una vida dedicada
a leer y a escribir.
3. Verdad y verosímil
Aristóteles declara que el poema dramático
(que el filósofo define desde la mimêsis)
compone y construye lo que imita. Y es por
ello que la poesía es “más filosófica... que la
historia” (Poética, 1451 b 5-6). La fama del
fallo aristotélico queda confirmada en el
capítulo III de la Segunda Parte del
Quijote (1615), texto (anacrónicamente)
borgeano, que, increíblemente, introduce
retrospectivamente el libro leído (la Primera 4. Verbi gratia, así vertidas por Oyarzún: “El
aburrimiento es el pájaro de sueño que empolla
Parte, publicada en 1605 y ya divulgada
el huevo de la experiencia. El susurro del follaje
y traducida) en el contenido diegético del lo ahuyenta”; o esta otra: “Una escala que alcanza
libro que leemos (la Segunda Parte), hasta las entrañas de la tierra y se pierde entre las
nubes es la imagen de una experiencia colectiva...”;
contaminando de realidad la ficción y, de
o esta otra: “El narrador –tal es el hombre que
rebote, inoculando ficción a nuestra podría dejar que la suave llama de su narración
realidad de lectores. En el capítulo aludido, consuma por completo el pabilo de su vida”.
82 revista udp 08
5. No es inútil evocar el Quijote, obra propuesta, por
Benjamin, como “el primer gran libro del género”
(novela) y, por tanto, primera manifestación de la
liquidación de la épica (recordemos que
el quijotismo de Alonso Quijano resulta de la
lectura de una biblioteca ya para entonces inactual
y obsoleta); no es inútil, además, considerando
la frecuente atribución de estilo cervantino
y sanchopancesco a las narraciones de Leskov.
6. “Es, pues, evidente que el poeta debe ser artífice
(poietes) de tramas, más bien que de versos, ya
que es poeta por la imitación, e imita las acciones
(praxeis). Y si en algún caso trata cosas sucedidas, no
es menos poeta; pues nada impide que algunos
sucesos sean tales que se ajusten a lo verosímil y
a lo posible, que es el sentido en que él es su
productor (poietes)” (1451 b 27-29).
7. Todorov, T., Lo verosímil, Tiempo Contemporáneo,
Buenos Aires, 1974.
8. “Por último, actualmente se hace predominante
otro empleo: se hablará de la verosimilitud de una
obra en la medida en que ésta trate de hacernos
creer que se conforma a lo real y no a sus propias
leyes; dicho de otro modo, lo verosímil es la máscara
con que se disfrazan las leyes del texto, y que
nosotros debemos tomar por una relación con la
realidad” (ídem., p.13).
9. J. L. Borges, Obras completas I, Emecé, Buenos Aires,
2002, p. 584.
el bachiller Sansón Carrasco informa a
Alonso Quijano que la narración divulgada
de sus aventuras de caballero andante
es la traducción de un texto arábigo escrito
por un tal Cide Hamete Benengeli. En ese
capítulo dice don Quijote:
A fe que no fue tan piadoso Eneas como
Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises
como lo describe Homero.
Así es –replicó Sansón–, pero uno es
escribir como poeta, y otro como
historiador: el poeta puede contar o
cantar las cosas, no como fueron, sino
como debían ser; y el historiador las ha
de escribir, no como debían ser, sino
como fueron, sin añadir ni quitar a la
verdad cosa alguna.5
A diferencia de la historia, que cuenta lo
que sucedió, el discurso de ficción escenifica
lo que habría podido suceder. Y así la
historia, sumisa a los hechos, se queda en lo
particular, mientras que la poesía se eleva a
lo universal; y por universal se entiende,
declara Aristóteles, lo que el hombre medio
diría o haría “verosímil o necesariamente”.6
La verdad del discurso de ficción no reside
en su adecuación a los hechos referidos
sino en el efecto de verdad provocado por su
construcción retórica: es verosímil lo que
parece verdadero a los receptores, a la
luz de lo que éstos tienen por verdadero.
No es, pues, en el nivel de lo dicho donde se
propone el análisis del discurso poético-
narrativo, sino en el nivel del decir y del
dicho. De tal modo, la construcción de un
texto es relativa no a la historia o referencia
narrada o enunciada, sino a su pertenencia
a un cierto modelo de escritura, al verosímil
de un género. “Así la comedia tiene su
propio verosímil, distinto del de la tragedia;
hay tantos verosímiles como géneros y
las dos nociones tienden a confundirse” . 7
En esa sumisión del texto a una trama
de obligaciones formales y en el disimulo de
ella, se juegan, según analiza Todorov,
las dos acepciones más importantes del
concepto de “verosímil”, a saber: “Lo
verosímil como ley discursiva, absoluta e
inevitable; y lo verosímil como máscara,
como sistema de procedimientos retóricos,
que tiende a presentar estas leyes como
otras tantas sumisiones al referente”. La
conclusión es sorprendente: “Lo propio de
todo pensamiento nuevo es liberarse tanto
como sea posible de lo verosímil; se podría
incluso invertir esta ecuación y decir:
se consideran nuevos y verdaderos los
discursos cuyas leyes de verosimilitud no
han sido aún percibidas”.8
La verdad –lo que una comunidad de
lectura tiene por cierto– tiene menos que
ver con la correspondencia (adaequatio) del
hecho y su enunciación que con la
imposición de ésta en la memoria. Lo único
que queda de una experiencia es la
inscripción en que consiguió su verdad
comunicable y perdurable. En el orden de lo
verosímil, la incongruencia entre los
hechos ocurridos y la elaboración simbólica
poco importa toda vez que es ésta lo
único que los hace repetibles en el tiempo
–e irrepetibles porque repetibles, esto es:
legibles y recordables. El presente vivido
alcanza densidad simbólica en la misma
medida en que pierde en inmediatez
fáctica y gana en espectralidad narrativa.
La identidad y la historia exigen, para
constituirse, de una mediación, y la
consistencia simbólica (la verdad) de lo que
pasa y nos pasa es proporcional a la
irrealidad de su espejismo.
Uno de los rasgos que Benjamin examina
en el arte de narrar consiste (dicho en un
tono más bien heideggeriano) en traer
a la cercanía “la noticia que venía de lejos
–sea la espacial de países lejanos, o la
temporal de la tradición”. Tal cualidad
desaparece de la vida con la imposición de
esa “nueva forma de la comunicación” que
es la información de prensa. La obligación
de ésta consiste en que el dato informado
sea próximo y verificable y cuya explicación
“suene plausible”. Esto es: “verosímil”.
Es cierto. Sin embargo, hay que agregar que
la narración –que cuenta con lo maravilloso
y lo extraordinario– también se ajusta a
una convención –a un verosímil– que no se
sabría por qué es menos convencional
que el de la información. ¿No deberíamos
entender que la susodicha experiencia,
que estamos considerando gracias al ensayo
de Benjamin, es la del lector Benjamin
leyendo las páginas de Leskov? ¿Que la
verdad comprometida en el ensayo es, si
damos crédito a la frase citada de Todorov,
la de su verosimilitud, aún no puesta
al descubierto?
Un conocido relato de Borges, “La busca
de Averroes”, presenta al protagonista, un
día de su vida, enfrentado a una dificultad
para él insuperable: comprender las
palabras “comedia” y “tragedia”. Dado que
en el ámbito de su cultura –el mundo
del islam– nunca ha podido experimentar
lo que es una representación escénica,
Averroes no logra dar con el sentido de esas
palabras, aun cuando el texto aristotélico
que traduce –la Poética– está dedicado
a definir su género y su especie.
En la escena central del relato borgeano,
Averroes asiste a una reunión en la que el
invitado de honor es un coterráneo que
regresa de lejanos países. Impelido a contar
“experiencias” que justifiquen su condición
de viajero, el invitado se ve obligado a
responder a las expectativas de sus
receptores, a cumplir con los que se espera
escuchar de quien ha recorrido parajes
remotos y pintorescos. Abulcásim, que, en
verdad, no tiene nada que contar, debe, sin
embargo, ajustarse al verosímil compartido.
Cumple con la demanda de narrar su
paso por lugares extraños, repitiendo
lugares comunes. Es decir, narrando
algunas vicisitudes que parezcan exóticas
y maravillosas, que, desde luego, no ha
vivido, pero que corresponden a la
convención de esa forma de comunicación,
cuya desaparición Benjamin denuncia. Se
lee: “Instaron a Abulcásim a referir alguna
maravilla. Entonces como ahora, el mundo
era atroz; los audaces podían recorrerlo,
pero también los miserables, los que se
allanaban a todo. La memoria de Abulcásim
era un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué
podía referir? Además, le exigían maravillas
y la maravilla es acaso incomunicable:
la luna de Bengala no es igual a la luna del
Yemen, pero se deja describir con las
mismas voces”.9
Borges quería narrar “el proceso de una
derrota”, encarnado en la experiencia de un
traductor que fracasa en su tarea, y al
hacerlo y mientras lo hace, sorprende que lo
que narra es su propia experiencia. Reconoce
que la experiencia imaginada es la misma
que vive mientras la imagina. Sin embargo,
para poder narrar esa experiencia de fracaso
tuvo que haberla vivido. Igualmente: tuvo
que haber narrado esa experiencia para
poder reconocerse en ella... Ha debido
escribir. Por una parte, pues, la experiencia
(la serie incalculable de lecturas y recuerdos)
que permite escribir el texto; por otra, la
experiencia que va tomando forma en el
texto, cuya elaboración va suministrándole
una precisión y un sentido que previamente
no poseía; finalmente, el reconocimiento,
gracias a la lectura de la elaboración
narrativa, de que la historia narrada
compromete la verdad del narrador. El texto
escrito, y el proceso de escribirlo, hacen
posible el reconocimiento de la propia
verdad y ésta acontece como desengaño y
pérdida. La fatalidad imaginada por Borges –
la pasión por comprender unos signos cuyo
significado se sustraen, tanto más cuando se
cree dar con ellos– es la misma de Borges
imaginando y narrando esa fatalidad.
A este último punto quiero reducir, en
sentido estricto, el concepto de experiencia:
el reconocimiento retrospectivo, gracias
al proceso de escribir (es decir de leer), del
sentido de lo que ha pasado. Además
quiero derivar un corolario: entiendo que,
modernamente, la escritura (cualquiera sea
el medio en que se la ejerza) nombra el
trabajo en que la experiencia tiene lugar. La
revista udp 08 83
escritura es el proceso por el cual lo obtuso
deviene inteligible, proceso de trabajo en
vilo entre una huella dejada por un evento
inmemorial y un significado advenidero
que no llega. ¿Y si llamáramos “experiencia”
a ese presente proléptico y retrospectivo que
no es nada más que anhelo y recuerdo de lo
perdido pero nunca tenido ni apropiable?
¿Y si a este instante de claridad que
permanece en la advertencia del ruido que
lo inaugura –este paso de lo obtuso a lo
obvio que no borra todavía lo obtuso
inicial– lo definiéramos, como Borges define
la experiencia estética: la “inminencia de
una revelación que no se produce”?
En “La otra muerte”, por poner otro caso,
el narrador explicita su condición de tal y
su ejercicio actual de construir un relato
fantástico. El motivo de éste es, a su vez,
otro relato: el retorno de una experiencia,
vivida cuarenta años antes, en la hora de la
agonía final, por un gaucho que muere en
su cama de enfermo. El narrador refiere (en
primera persona y en tiempo presente) las
enigmáticas vicisitudes de la memoria de
un hecho por parte de sus testigos. Tal que
los hechos referidos, a saber: la corrección
del pasado, la revocación de una infamia
cuya vergüenza mancha toda la vida,
consiste en el trabajo de elaboración de un
texto, cuya forma final es el resultado de
incesantes borraduras, disimulos,
eufemizaciones. El pasado –que no es más
que las inscripciones que los hechos han
dejado en la memoria, en los documentos,
en los monumentos– es, desde luego,
revocable. Más aun si se trata de detalles, de
pormenores insignificantes para la historia.
Del pasado sólo tenemos recuerdos y éstos
tienden a ser sustituidos por las palabras
que los narran. Tras escuchar el testimonio
del coronel Tabares, el narrador afirma: “Lo
hizo con períodos tan cabales y de un modo
tan vívido que comprendí que muchas veces
había referido esas mismas cosas, y temí
que detrás de sus palabras casi no quedaran
recuerdos”.10 Si, como por lo regular acaba
84 revista udp 08
ocurriendo, se recuerdan menos las
vivencias que las palabras con que les
damos forma comunicativa a tales
vivencias, entonces la posibilidad de revocar
el pasado pasa por reconstruirlo
narrativamente, interviniendo el texto de la
memoria. El sentido de los hechos ocurridos
adviene después, en su relato, en su
elaboración verbal, en su inscripción
narrativa. La realidad del pasado recordado
es, finalmente, de naturaleza verbal y el
sentido de ésta habrá sido lo que en el
futuro, el lector futuro, reescriba. El
narrador aquí es el que escribe, explicitando
la índole fantástica de su ejercicio, sobre
algo de lo que no ha sido testigo y cuya
inspiración proviene de una trama leída: la
literatura de Conrad. Él hace literatura y
sólo es testigo de su actividad de escribir, es
decir, de leer. Como testigo en diferido de la
vida puede, sin embargo, reconocer los
incidentes secretos (los escándalos de la
razón) que traman la verdad de la vida, la
cual permanece inaccesible a los hombres
de acción, inadvertidamente cautivos en la
lengua que trama su historia y su destino.
Borges, desde una conciencia de pérdida
irrevocable, pone a sus personajes
frecuentemente tramados por la nostalgia
épica y a las edades del mundo en que la
épica fue posible, en situación de desilusión
y muerte a la hora de cumplir con el destino
anhelado. Éste sólo tiene realidad ideal en
el deseo, en la experiencia del deseo que lo
auratiza: el ideal sólo tiene consistencia en
la manifestación irrepetible de una lejanía.
El “sur” –el lugar de la tradición no
urbanizada– lo único que depara al sujeto
ilustrado, urbano, que ha pasado la vida
añorando su restitución, sin haberlo
conocido jamás, excepto en la literatura
leída, es decepción y pérdida. El aura –“que
hace sentir a la vez una nueva belleza en lo
que se desvanece”– es aquello que la
reproductibilidad técnica revela como cosa
del pasado, perdida, que es la única realidad
10— Ídem., p. 572 del aura, como lo es del paraíso, esto es: su
única realidad reside, para el deseo que
sufre su resaca, en su condición de perdido.
Así, el presente de la experiencia
–presente de un desdoblamiento
retrospectivo y proléptico– queda asociado
al presente de la lecto-escritura, al trabajo
de edición y a la recepción del presente
editado. A diferencia de Benjamin, para
Borges la experiencia de leer –y no la voz
del narrador– es el sostén de toda
experiencia: esto es, como ya se dijo, el
presente reflexivo por el cual una vicisitud
adopta densidad simbólica. Hacemos
experiencia de algo cuando, desdoblados en
testigos, reconocemos la verdad
comprometida en su padecimiento. Es a
posteriori que se nos revela el sentido de lo
que pasó y nos pasó. Y el presente de esa
revelación está gestionado por la mediación
de la memoria tramada lingüísticamente.
Dicho por Borges: “La memoria define las
experiencias; acaso todo ocurre después,
cuando lo comprendemos, no en el
rudimentario presente...”. La ironía que
hace la sustancia de su texto deja adivinar
la incredulidad borgeana respecto a
cualquier punto de vista que ponga la
autoconciencia –y no una memoria tramada
literariamente– como fundamento de la
producción de sentido.
4. La apuesta del náufrago
“Cada mañana nos instruye sobre las
novedades del orbe. Y sin embargo somos
pobres en historias dignas de nota. Esto se
debe a que ya no nos alcanza ningún suceso
que no se imponga con explicaciones.
En otras palabras: ya casi nada de lo que
acontece redunda en beneficio de la
narración, y casi todo de la información”.
Así asevera Benjamin. Cuarenta años
más tarde, Agamben reafirma: “El
hombre moderno vuelve a la noche a su
casa extenuado por un fárrago de
acontecimientos –divertidos o tediosos,
insólitos o comunes, atroces o placenteros–
sin que ninguno de ellos se haya convertido
en experiencia”.11 ¿Será cierto? Pero, ¿por
qué negarle crédito de experiencia a ese
malestar de quien, pensando en la jornada
que le espera, comienza por ducharse
por las mañanas, cruza el tráfago de una
ciudad, cuya estridencia le hace añorar el
silencio, o que humillado por infamias o
satisfecho por algún cumplimiento menor
intenta sostener el ánimo más o menos
invicto, recordando la última película que
vio, mientras sortea la peripecia que podría
haber sido fatal, hasta alcanzar la noche
y mirar Los Simpsons, resignándose con
distancia cínica a las leseras del noticiero
y, con suerte, acabar, antes de que se le
caiga sobre la cara, el libro que la buena
fortuna puso entre sus manos? ¿No son
acaso las historias e historietas acumuladas
a través de nuestra vida de lectores, cinéfilos
y televidentes, la fuente mayor y más
placentera de que se nutre el intercambio
con los amigos? ¿Cómo podríamos siquiera
imaginar el curso de la historia individual
sin recurso a las imágenes y los textos que le
fueron dando figura a las decisiones y a los
sueños? Es obvio que la figura del justiciero
solitario (en la última película de Eastwood,
por ejemplo), que preserva la ley donde
impera la injusticia, no es posible
confundirlo con el modelo de hombre justo
que Benjamin lee en Leskov, pero ya es
un milagro que el cine nos suministre una
experiencia pura con los materiales
impuros del mundo contemporáneo. “El
cine es una suerte para nosotros”, afirma
Badiou, “porque muestra la potencia de la
purificación, la potencia de la síntesis, la
posibilidad de que algo ocurra incluso
cuando existe lo peor”. 12
Es curioso que Benjamin, que no explicita
nunca el hecho de que todo lo que dice
de la experiencia de narrar lo dice desde
su experiencia de lector de narraciones
publicadas, comience afirmando la
abolición de toda experiencia y negándole
carácter de experiencia a la única que
conoce y ejerce, a saber, la experiencia,
revista udp 08 85
solitaria, concentrada, inteligente, de leer
y escribir. No queda claro si Benjamin
advierte lo dudoso de su análisis cuando,
para ofrecer un ejemplo de las virtudes del
arte de narrar, cite una estupenda página
de Johann Peter Hebel, que a todas vistas
parece ser el fruto de un ejercicio de
escritura, a saber, de un largo proceso de
refinamiento sobre materiales literarios
dependiente de una memoria libresca e
imposible de imaginar dentro de una
escena de comunicación oral.13
No se trata, por supuesto, de
universalizar una vicisitud, incapaces de
imaginar que la vida bajo condiciones
materiales diferentes se vivió y fue
imaginada de otro modo.
Sólo que es difícil de creer que la vida, en
un contexto remoto, del que sólo tenemos
noticia por los libros y las películas, en el
cual los hijos repetían el destino de padres
y abuelos, dedicándose a las labores
inalterables prescritas por la tradición, la
necesidad, la autoridad y el tedio, en medio
de una naturaleza apenas urbanizada,
ajena a rutilantes autopistas (físicas y
virtuales), y en el que el cauce elemental de
la existencia amenazada, se sobrellevara
escuchando moralejas triviales, sea una
experiencia más deseable y, aun más, el
epítome de toda experiencia. Del tufillo
entusiasta que expele el ensayo de
Benjamin por esas formas de producción
artesanal de experiencia –propia, podemos
suponer, de sociedades en que imperaba el
analfabetismo–, se podría declarar lo que
su amigo Adorno decía con insuperable
sarcasmo, en 1962, de la retórica de un
11. G. Agamben, op. cit., p. 8
conocido escrito de Heidegger: “Que lo que
se ofrece y se presenta con la pretensión 12. Alain Badiou, en Pensar el cine I. Gerardo Yoel
(comp.), Manantial, Buenos Aires, 2004, p. 72.
enfática de constituir el verdadero ser, es
demasiado escuálido e indigente, algo así 13. El citado párrafo de Hebel desarrolla el recurso
como el olor que emana de la gente pobre. de la enumeración que, según Borges, la poesía y la
literatura ha explotado para insinuar el sentimiento
Se tiene la sensación de que si lo absoluto
de eternidad: “Es verosímil que en la insinuación
no es más que el aire que hay en torno al de lo eterno –de la inmediata et fruitio rerum
bendito asiento de la chimenea, no quisiera infinitarum– esté la causa del agrado especial que las
uno tener nada que ver con él”.14 enumeraciones procuran” (O. C., t. I, p. 365).
86 revista udp 08
Si la “comunicabilidad oral” parece ser
el soporte principal de la experiencia,
es porque se la piensa en los términos
aurático-metafísicos de interiorización
y recogimiento. El aura –esa singular
emanación de lo que se está desvaneciendo
irremediablemente, captada por el
melancólico antes de que ello pase al
olvido– define el tipo de relación cultual
que permite la ilusión de un presente pleno,
sobre la base de olvidar que éste es el
efecto especial de una construcción, de una
tekhné, de una escritura. La época de la
reproductibilidad técnica y sus nuevas
figuras narrativas supone, para Benjamin,
la sustitución de esa disposición al
recogimiento por la disipación, que queda
del lado de la exterioridad y la pérdida. En
el aura, para el deseante que la presencia,
resplandece un mundo, un secreto singular,
es el vestigio de una plenitud irrecobrable.
Eso a condición de que aceptemos que la
inmediatez de voz y sentido, de presencia
plena, de recogimiento presente, despojado
de traza, haya alguna vez tenido lugar
y no sea otra cosa que un fenómeno de
connotación del texto leído.
El presente actual, como nunca antes
despojado de razón de ser, nos arroja a la
verdad severa y sin consuelo de la vida
humana mortal, cuya experiencia decisiva
consiste precisamente en esa condición de
sobrellevarse en medio del mundo y de la
historia, sin razón trascendente
que justifique sus jornadas. Vivir a la
expectativa del sentido, de un sentido,
esperando el significante advenidero que lo
revele, no significa pasividad o pietismo,
significa construir ese significante a
fuerza de leer o escuchar –en este caso: la
acumulación de despojos que arrojan las
olas de la historia–, como el náufrago que
sabe que su sobrevivencia pasa por hacer
algo con ellos. Relación a lo perdido, a la
fragmentación del todo, para desde allí,
zagueros y prematuros, a distancia de todo,
del todo, construir lo que se pueda... La
apuesta del náufrago es conservarse para la
historia, trabajando con lo que tiene,
sabiendo que la historia habrá sido
siempre lo que vino después. Auratizar la
experiencia perdida, verbalizando los
suspiros de su agonía o velando los restos
de su cadáver, es una modalidad de
justificar la jornada del pensamiento, que,
desde Benjamin, hace tradición y fortuna.
¿Dónde hallar, en qué tipo de escritura,
ese talante de náufrago, tenuemente
melancólico, que se deja leer sin
grandilocuencia, del todo despojado de
pedantería (al modo en que Montaigne
expuso ese término)? Un buen ejemplo
a mano de ese arte de narrar yo lo veo
realizado en la escritura de Roberto Merino,
sobre todo en aquellas crónicas (que vieron
la luz semanalmente entre mayo del 2001
y octubre del 2003) y que acabaron reunidas
en forma de libro, en el 2005, bajo el
título En busca del loro atrofiado. Tanto por
la pureza de su escritura como por la
experiencia que allí se descubre, es uno de
los libros más notables publicados por
esas fechas entre nosotros. En medio
de un mundo compartido, hecho de retazos
de películas vistas, desdichas y dichas
menores, abandonos y encuentros,
recuerdos de un mundo infantil y
adolescente radiofónico y televisivo, gráfico
y libresco, sobrellevando apenas los
ruidos domésticos del día y sus zozobras, el
cronista –“el narrador de la historia”,
según define Benjamin– continúa
ejerciendo la soberanía y el humor de
juicios justos y prudentes, no deja de estar
determinado por la enigmática medida de
una rudimentaria justicia universal.
Los textos de Merino transforman en
experiencia los hechos nimios de que el día
está hecho, gracias precisamente al trabajo
de escribirla; a saber, ese trabajo en el
lenguaje que avanza desde tener que
escribir algo (entre otras cosas porque hay
que ganarse la vida), para terminar
simplemente escribiendo. La vocación de
justicia, que Benjamin le adjudica al
narrador, se cumple aquí, pudorosamente,
en la búsqueda (flaubertiana) de la palabra
justa. La crónica de Merino da a leer el
despliegue de un humor, de un talante
singular, de un modo de encontrarse
tramado en un mundo en permanente
estado de naufragio, se diría. El trabajo de
escribir funciona como la recogida de una
atención disipada, por la cual un habitante
que callejea en la ciudad, al compás del
metrónomo de la muerte, se recobra con la
sensibilidad despierta del aburrido que
debe hacer algo con los desechos y sobras,
con las desdichas y felicidades pueriles,
recordando o anticipando que es sólo de eso
de lo que está hecho su presente de
náufrago y su posibilidad de sobrevivirlo.
Despojado de toda solemnidad y
desbaratando cualquier solemnidad que se
cuele por los intersticios del deseo de
reconocimiento que también trama la
acción de escribir, Merino sabe que el
humor es un buen sostén para recobrarse,
cada vez, de la peripecia diaria, con la
conciencia (antifenomenológica) de que el
lenguaje –hecho de tradiciones literarias,
materiales del habla viva y burdas
mitologías mediáticas– no es el vehículo de
expresión de un sentido prelingüístico –de
una vivencia presente a sí misma–, sino
que es el fundamento opaco de toda
experiencia. Sabe que, como diría Borges, “a
nosotros, como a todos los hombres, nos
tocaron malos tiempos en que vivir”. Para
concluir, me permitiré citar, in extenso, una
página que incumbe a lo que aquí se ha
dicho.
Perorata de los cansados
Es curioso que uno viva con la sensación de
que el mundo de hoy es deficitario respecto al
del pasado, que algo esencial de la
convivencia humana se ha perdido con el
paso del tiempo. La corrupción, las guerras, la
lucha sin tregua por el sustento, la
intolerancia y la violencia racial parecieran
avalar el reclamo. A menudo sucumbimos a
revista udp 08 87
ese diagnóstico: preferimos pensar que en el él, un personaje desconocido, un fracasado al
pasado el curso del mundo andaba mejor que la vida se le ha hecho difícil de soportar,
encaminado que en nuestros días y denuncia que las cosas ya no son como eran
fantaseamos con una época imprecisa en que antes, que se ha perdido el concepto del
el peso era fuerte, las frutillas más honor y de la honradez, que en el mundo
perfumadas, la ropa de mejor calidad y el prima la envidia, que ya no se puede confiar
respeto la moneda común de las relaciones en nadie y que hasta nuestros hermanos
entre los hombres. Nos afecta la ilusión de pueden convertirse en nuestros enemigos. El
que estos cambios se dan en la historia, texto se llama Diálogo del cansado de la vida con
cuando más bien parecen radicados en su alma y fue escrito en 2400 antes
nuestra percepción en la medida en que de Cristo.15
vamos envejeciendo.
John Ruskin se desesperaba en Venecia
viendo cómo el paisaje prometido de los
acueductos urbanos era escarnecido con la
instalación de postes telegráficos, mientras
Huysmans, el decadente, alegaba en París por
–precisamente– la decadencia de la comida
de los restaurantes. Más de alguien podría
suscribir hoy día la constatación de que ni
Venecia ni París son la sombra de lo que
fueron entonces. Siglos antes, el propio
Quijote, a la vista de una pila de castañas,
improvisó ante Sancho y una rústica
concurrencia su famoso discurso sobre la
dichosa y remota Edad de Oro.
Da la impresión de que la mayoría de las
personas necesitan establecer una edad de
oro en sus vidas o en las de sus familias,
quizás como una forma de no sentirse
borrados por la feroz uniformidad del tráfago
diario, ese caudal populoso y bullanguero
donde ya “no hay aplazados ni escalafón”.
Hace poco, Michel Houellebecq ha observado
muy fríamente que todos necesitamos, en
algún minúsculo sentido, considerarnos
superiores al resto. De ahí provienen las
numerosas historias que uno ha escuchado
sobre abuelos severos, retraídos, solemnes y
empingorotados, contadas por personas que
no reúnen esas características. Nunca se ha
escuchado a nadie declarar que su abuelo fue
un viejo pelado, chico e insignificante, un
batracio gris que hacía chistes fomes e
imprudentes y que se comportaba por lo
general como un cobarde. Es curioso, insisto.
En los años sesenta se caricaturizó a los viejos
que no entendían los vientos vertiginosos y
libertarios que supuestamente estaban
oxigenando al mundo. Ante el escenario
actual, muchos de los que entonces se reían
están en una situación parecida a la de esos
14. Theodor W. Adorno, Terminología filosófica I,
ancianos de bastón, adoloridos por la gota y
Taurus, Madrid, 1983, p. 121.
agriados por la “neofobia”.
Los egiptólogos conocen bien cierto texto 15. Roberto Merino, En busca del loro atrofiado,
anónimo, escrito “sobre papel hierático”. En J. C. Sáez, Santiago, 2005, pp. 163-164.
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Música pop: Algún día la música pop morirá.

una saturada suma
de diferencias
por juan pablo abalo
El pop es un resumidero de
músicas incatalogables cuyo
único –y difuso– común
denominador es su oposición a
los géneros tradicionales, como
la música clásica o el jazz. Por
eso el término pop es confuso
como pocos. Al decir “pop”
podemos señalar una cosa y
también su exacto contrario.
Juan Pablo Abalo. Licenciado en composición y
magíster en artes por la Universidad de Chile.
Profesor de la Universidad UNIACC y Diego Portales.
Crítico de música del periódico The Clinic.
Las cenizas ya nos están cayendo encima.
—morrissey
“En Vancouver nadie compra arte. No les
interesa la pintura. Catherine Guinness no
se puso pesada hasta el último día, cuando
empezó a torturarme con esa cosa tan
fastidiosa que hacen los ingleses de
preguntar y preguntar: ¿qué es exactamente
el pop art?”.
Con estas palabras, Andy Warhol da
cuenta en sus Diarios de la incomodidad
que sufría a la hora de tener que definir,
frente a algún caprichoso público, el
sentido de sus obras o, en su defecto, al
tener que explicar lo que a partir de ellas
había querido expresar (bajo el supuesto de
que hubiese querido expresar algo).
Los ingleses que critica Warhol, tanto
como los taiwaneses, los chilenos o los
rusos, quieren entender aquello con lo que
ya no tienen un acercamiento espontáneo,
por el cúmulo de prejuicios sobre los cuales
se relaciona el público con el arte y/o por el
autismo de los artistas, por su incapacidad
para vincular su arte con el público. De este
modo, se genera un tira y afloja en el que
nadie quiere ceder demasiado: los que no
entienden –el público– quieren entender,
mientras que a los que se supone que sí
entienden –los artistas– no les interesa ser
entendidos. El arte del siglo XX y XXI
conoce de sobra este divorcio.
Esta tirria frente a lo que considera un
inútil balbuceo teórico es tal vez una
característica esencial y constitutiva del
arte pop. Porque, a la vez que sus referentes,
técnicas y conceptos son de sintonía
popular, el arte pop asume que no tiene
nada que explicar, pues sus temas y
alusiones ya son populares, y con eso se
involucra a la gran masa, y basta. Warhol,
como nadie, vio que la reproductividad
técnica –o, más bien, la producción
industrial– apuntaba, necesitaba y en cierto
modo estaba supeditada a la masividad, al
éxito, a la necesidad de llegar a la mayor
cantidad de gente; por ello, la popularidad
de la obra de arte pop tiene que ver con la
posibilidad de la reproducción a gran escala.
Con esto cambia el estatus de la obra
artística, perdiendo la condición que tenía
antiguamente, su sacralidad, abriéndose la
posibilidad de que cualquier cosa pueda ser
considerada de aquí en más como arte.
Y si es popular, tanto mejor, pero que nadie
pida explicaciones. A tal punto esto es así,
que hoy hasta la moda se ha confundido
con el arte. Al respecto, la ensayista
berlinesa Mercedes Bunz, autora del libro
La utopía de la copia. El pop como irritación,
escribe: “El acercamiento entre moda y arte
se debe a la abolición de la estricta
autonomía que durante décadas marcó al
arte, pero también a un desplazamiento en
el campo mismo de la moda; las fronteras
se han abierto de tal manera que tanto en el
campo del arte como en el de la moda
notamos la disolución de una orientación
hegemónica”.
Para Mercedes Bunz, la porosidad de las
fronteras de lo que se consideraba arte hace
que cada vez haya más elementos artísticos
fuera del campo de las artes: “Es como
si la autonomía del arte se hubiera
hecho añicos y estos añicos hubieran sido
distribuidos, ya que los elementos que
alguna vez conformaron, todos juntos, el
arte, se encuentran hoy dispersos en todos
los campos imaginables, moda, cultura de
las estrellas, grafiti, publicidad...”.
Terreno despoblado
La música pop surge con algo de
posterioridad al movimiento artístico pop
(muestra más que evidente de lo que
aseveraba el compositor norteamericano
John Cage al respecto de que “la música es
un arte tardío”); por ello, la música pop
es un terreno más despoblado de análisis y
reflexiones tendientes a desentrañar
algunas de las directrices con las que como
género se ha movido. No obstante, es
90 revista udp 08
indudable que el auge y desarrollo del pop
musical se debe a estas mismas condiciones
de flexibilidad artística, reproductibilidad
técnica y masividad.
Para hablar de música pop es necesario
hacer antes algunas aclaraciones respecto a
lo que podríamos llamar “el Triángulo de
las Bermudas”, o la nebulosa, que se genera
entre lo que llamamos música folklórica,
música popular y música pop.
La música folklórica, a la que también se
le conoce como música tradicional, es
anterior, históricamente hablando, a la
popular, y por cierto a la pop; se caracteriza
por ser representativa de algún pueblo o
etnia determinada, y por estar alejada de
toda clase de desarrollo industrial y de
masividad. Su transmisión se efectúa de
generación a generación y de forma oral,
todo lo cual la mantiene siempre en un
punto de peligrosa perdurabilidad, aun
cuando una gran y variada cantidad haya
soportado estoicamente el pasar de los
siglos y de los cambios sociales, políticos y
culturales que le han acontecido al mundo.
En cambio, la música popular, a quien
el filósofo español José Luis Pardo
acertadamente llama la “banda sonora
de la ciudad industrial”, es aquella música
que comienza a gestar sus bases a partir de
los cambios posibilitados por la revolución
industrial y el posterior desarrollo
tecnológico; se genera y transmite con gran
éxito a niveles notoriamente masivos, y con
una rapidez y efectividad casi radioactivas.
La televisión y la radio son los medios
protagónicos, o los vehículos posibilitadores
de estos cambios en la música (y en el arte
en general). A partir del siglo XX, a la
música se la oye en la casa, en el trabajo y
en el supermercado, en la calle, en el
automóvil, en audífonos mientras se trota,
en estaciones de buses, en todas partes.
Entonces, crece la demanda y crece, pues, la
oferta: surgen innumerables cruces, formas,
experimentos (aunque también normas);
estilos, en fin, de difusas características.
Como si fuera una madre que acoge a
niños huachos, la música popular –como
categoría– va poco a poco reuniendo
diferentes géneros musicales ya existentes,
desde el jazz y el swing hasta otros que van
rápidamente surgiendo al ritmo de los
cambios sociales que se generan por esos
años (principalmente en Inglaterra y
Estados Unidos), tales como el rock (Queen,
Charly García), el punk (The Ramones, The
Clash), la música electrónica (Kraftwerk,
Daft Punk) y, por supuesto, su hijo
predilecto: el pop (Michael Jackson y luego
Madonna, llamados respectivamente el rey
y la reina del pop).
Por otro lado, el concepto de música
popular acoge en su seno semántico a
músicas anteriores que ya en su tiempo se
desmarcaban de los géneros tradicionales,
como es el caso de Bob Dylan, los Beatles,
Elvis Presley o Chubby Checker.
Un atajo del pensamiento
En la última entrevista que concedió, en el
año 1969, Jim Morrison caracterizó al rock
and roll como una música de gran valor
experimental y dueña de un elemento
subversivo único frente a toda clase de
estructuras sociales y políticas imperantes,
aun cuando rápidamente, aseveraba
Morrison, el rock fue integrado y absorbido
por una situación de acomodamiento que
se tradujo, en primer término, en su
decadencia, la fatiga de su aspecto rebelde,
experimental y novedoso, y, en segundo
término, en el creciente poder de una
industria, la discográfica, que, como
cualquier industria, terminó imponiendo
sus reglas, exigiendo y condicionando
a los grupos musicales con restrictivas y
coercitivas –aunque rentables, claro– reglas
para convertir todo en un negocio de
grandes proporciones. Es decir, para Jim
Morrison el pop es la degeneración, la
mercantilización o, más aun, la perversión
del rock and roll. Por ello, a diferencia de
las del rock original –como el de The Doors,
por supuesto–, las canciones pop suelen
obedecer a un esquema predeterminado,
funcional a megaespectáculos, grandes
ventas, efímeros fans clubs. Es el
nacimiento del hit: el éxito de temporada,
el caballito de batalla del pop.
Es efímero en sí mismo el hit de la música
pop –salvo las excepciones, las canciones
que se hicieron inolvidables–, pero también
sus contenidos son efímeros: la trivialidad
orgullosa, la “mundanidad desatada”
como alguien dijo una vez, original en un
principio (Woody Allen es profunda y
felizmente superficial) pero convertida con
el tiempo en nihilismo pueril de formas
repetidas: Britney Spears, por ejemplo.
Las letras del pop –contrariamente a lo
que se consideraba como letras abstractas,
que es como se catalogó a las del propio
Jim Morrison– debían ser antes que nada
de gran accesibilidad y, por sobre todo,
compactas, una suerte de eslogans “masivos”
jugados principalmente en la agotadora
referencia a experiencias juveniles, las
que, como bien dice Mercedes Bunz, han
estirado su perímetro, alcanzando a
fascinar hoy en día a padres e hijos por
igual: “El pop se ha vuelto adulto”, escribe
Bunz.
El peculiar Morrissey es más enfático aun;
en una entrevista de fines de los 80,
sentenció: “Veo todo el espectro de la
música pop como algo que poco a poco
pasará a la historia. Aun cuando ahí está
Madonna, una figura como ella no volverá a
existir. Es la última figura femenina
importante de la música pop. Creo que es el
fin de la historia. Algún día la música pop
morirá. Eso tiene que ser obvio para todos.
Las cenizas ya nos están cayendo encima”.
Por su parte, el portorriqueño Residente (de
Calle Trece, un dúo que vacila
creativamente en la periferia del pop)
ironiza con estas palabras sobre el ocaso del
género: “Soy la nueva cara del rock / El
nuevo New Kids On The Block / Que me
sigan en el coro los estúpidos”.
revista udp 08 91
Por todo lo anterior, es plausible pensar al experimentación y acierto que lo alejan de
pop como un atajo del pensamiento, como éste y lo acercan a lo que fue el rock en un
la suma de las diferencias, una categoría principio, al rock como lo entendía Jim
que abraza las diversas expresiones Morrison. Tal es el caso de grupos como los
musicales producto de, como queda dicho, ingleses de Portishead o Radiohead.
la producción industrial y la Finalmente, y habiendo insistido ya lo
reproductividad técnica. El pop, entonces, suficiente en la ambigüedad del concepto
como un resumidero de músicas pop, puede aventurarse la hipótesis de que
incatalogables cuyo único –y difuso– común el pop es la expresión artística del triunfo
denominador es su oposición a los géneros de la juventud permanente, aquella que no
tradicionales, como la música clásica o el necesita ni quiere ver la muerte: “Forever
jazz. Por eso el término pop es confuso Young” llegó a cantar Rod Stewart. Ahora
como pocos. Al decir “pop” podemos bien, el pop como un somnífero distractivo,
señalar una cosa y también su exacto ligado a la felicidad instantánea, el placer,
contrario (Duran Duran y Maná, por la moda, la eterna juventud, ha envejecido.
ejemplo, están considerados como música Su vejez es como la de las mujeres y
pop). Es un género que tiene un enorme hombres que ante el ocaso de sus cuerpos
poder centrífugo, a tal grado que hoy por recurren una y otra vez a cirugías estéticas
hoy aquello que no está con claridad para verse jóvenes, bellos e inmortales, pero
definido entra indefectiblemente al vasto que terminan indefectiblemente por
terreno del pop, incluso lo que se define convertirse en seres sin rostro, sin carácter
como música independiente: el hip hop de y sin identidad.
estelar televisivo, el rock zapallarino y el
neofolk, del que –parafraseando a Bolaño
cuando se refirió a la Nueva Narrativa
Chilena– se podría decir que de “neo” tiene
muy poco y que en ocasiones de folk
también tiene muy poco. Es todo pop,
porque casi todo es pop. Bueno o malo,
según qué caso.
Juventud envejecida
¿Se trata entonces del triunfo del pop? Es
posible que sí, que el pop y sus fórmulas
hayan triunfado, es decir, se hayan
instalado como “el” género de los tiempos
modernos. No obstante, la situación actual
no es tan positiva como podría pensarse:
prueba de ello es la nostalgia con que éste
recuerda desde hace un tiempo sus años de
gloria, los años 80.
Y es prueba también de este ocaso del pop
el hecho de que lo más novedoso que se está
haciendo hoy en materia musical puede ser
catalogado como pop pero muy a duras
penas, de manera muy forzada, pues sucede
en los márgenes del pop, y tiene niveles de
92 revista udp 08 revista udp 08 93

Huir en llamas Para dilucidar el lugar que le corresponde a

por natalia babarovic
Es difícil hablar directamente
del arte contemporáneo,
porque éste muestra una
una mezcla y transgresión
tan completa de los géneros
pictóricos, que uno se
pregunta si será necesario
desenmarañarlo.
Natalia Babarovic. Artista y magíster en artes
visuales por la Universidad de Chile. Entre sus
exposiciones destacan Tombs and River, Cautiverio
Imagen hecha a partir de Autorretrato, de Julio Ortíz de Zárate.
feliz y Campos cercados.
Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago.
la pintura entre las artes, el procedimiento
más directo y sucinto que se me ocurre
es referirme a sus orígenes como uno de los
lenguajes que describen el mundo. Habría
que poner muy entre comillas, eso sí, la
expresión “describir el mundo”, porque la
idea de mundo ya implica una conciencia
que lo observa. Debería decir, más bien, los
lenguajes que generan el mundo a partir de
esa conciencia. La idea de representación
presupone un modelo y es aun posterior a
la imitación del modelo “natural” que
propone Aristóteles.
La escena mitológica, el retrato, el
paisaje y la naturaleza muerta aparecen
tempranamente en el arte etrusco y
romano, más o menos en el siglo II a. C.
Éstos sufren transformaciones y
desapariciones temporales, enfrentando en
el camino el dogmatismo de las academias.
Es difícil hablar directamente del arte
contemporáneo, porque éste muestra una
mezcla y transgresión tan completa de los
géneros pictóricos, que uno se pregunta
si será necesario desenmarañarlo. Esto sin
considerar las sucesivas muertes de la
pintura, del arte y de los dioses decretadas
por sabios de diversa índole. Como
consecuencia de esto, la pintura ha pasado
a ser un “nicho” más entre cientos donde
cabe la parodia y la ironía de los artistas,
volcadas generalmente sobre el propio
quehacer o sobre sus espectadores. Y, sin
embargo, es el trabajo de ciertos artistas
del siglo XX el que más recuerda tal vez el
primer sentido de las acciones artísticas.
Imagino que la performance de Joseph Beuys
con el coyote, I Like America and America Likes
Me, lleva a la galería y a los espectadores
nuevamente la confrontación de dos
miradas –la de Beuys y la del coyote– que
habitan mundos distintos, en el sentido en
que un animal puede ser una versión de
nosotros mismos en otra vida.
En la pintura rupestre de las cavernas de
Francia y España se pueden apreciar dibujos
del cuerpo de animales sin contexto,
reconocibles por su exactitud naturalista y
huellas de manos producidas con el
procedimiento de plantilla o estarcido. De
los vestigios de estos hechos históricos
se ha logrado deducir que estas pinturas
formaban parte de rituales de cacería,
aunque están cruzadas por otros trazos y
puntos abstractos que fueron realizados
por estos hombres en estados alterados de
la conciencia. Se puede decir, sin embargo,
que eran parte de un procedimiento de
acción sobre el mundo que comenzaba
incipientemente a constituirse desde la
subjetividad. En ese arte de los orígenes se
ve, mucho más claramente que en el arte
contemporáneo, que el poder de la imagen
procede de su capacidad de construir la
realidad, más que de representarla.
Avanzando unos miles de años hasta el
mundo mediterráneo de la antigüedad
clásica, se encuentra nuevamente el
esfuerzo por construir o reconstruir una
realidad viva. En las necrópolis de
Alejandría se pueden ver aún las grandes
salas decoradas de retratos familiares. Pero
no eran personas vivas las que se retrataban
–o lo que nosotros llamaríamos vivas: el
arte figurativo de los antiguos era ante
todo el de los muertos–. Tener sus retratos
en el comedor era una forma, no de
conmemorarlos, sino de vivir con ellos.
Propiamente hablando, no estaban
muertos, del mismo modo en que los vivos
no lo estamos plenamente.
Ese origen funerario del retrato, tanto en
Egipto como en Roma, es una de las
cuestiones que se me aparecen de manera
pregnante al hablar de la pintura, en el
sentido de que esas primeras efigies tenían
como función no sólo representar el rostro
y a veces el cuerpo de la persona, sino
además la de reemplazarlo. A los retratos
escultóricos idealizados de los faraones, los
retratos alejandrinos y las máscaras
mortuorias de cera que se atesoraban en las
casas romanas, habría que agregar los
94 revista udp 08
retratos pintados en los sarcófagos coptos
de Fayum. Familias completas yacían
preparadas para el último viaje, con el
estilo capilar e indumentario de ciudadanos
romanos de la primera cristiandad. Produce
un efecto inquietante la combinación
de la forma del sarcófago con estos retratos
pintados a la manera romana, modernos
y precisos, con el elegante realismo del
claroscuro, sobre la parte de la caja donde
debería estar la cabeza.
Pero los rituales funerarios de la Roma
imperial interesan particularmente porque
su forma trasciende de algún modo
hasta el día de hoy, así como su simbolismo.
Herodiano describe, en su Historia de Roma,
el doble funeral de Septimio Severo. El
cuerpo del emperador, según la costumbre,
fue cremado dos veces, primero el cuerpo
de carne y hueso –la ossa– en una ceremonia
que culminaba en la creación de un
sepulcrum, y luego la imago (funus
imaginarium), una figura fidedigna de cera
(eikon), o retrato, que mediante la apoteosis
culminaba en la creación de un templum.
Dos rituales fúnebres: uno en que el cuerpo-
ossa desciende bajo tierra, otro en que el
cuerpo-imago sube al cielo. Para la apoteosis
se construía un templete de madera de
varios pisos, cargado el primero de leña.
En el segundo estaba el cuerpo o la imagen
creada del emperador, a su vez rodeado de
hierbas y esencias aromáticas, más arriba
los aparejos y equipajes para el viaje y, por
último, como ápice del templo, una
pequeña casita o columbaria de material
frágil que contenía el águila, portadora del
alma del emperador. Al ser la estructura
consumida por el fuego, el pájaro se
liberaba de su cautiverio y huía en llamas.
Con estos antecedentes es más fácil
entender que los llamados géneros menores
en la pintura, es decir, el retrato, el paisaje
y la naturaleza muerta, son sólo el reparto,
los telones y la utilería de una sola gran
escena. El ejemplo del funeral sirve para
mostrar de qué manera las distintas artes,
como distintos lenguajes, incluyendo la
poesía, formaban parte de un espectáculo
multimedial tan impresionante como los
que se ven en el arte del siglo XXI. La
diferencia está exclusivamente en el
aparente olvido actual del poder generador
de la imagen o realidad producidas. Se
puede aplicar aquí a esta escena o happening
lo que Poussin dice de la pintura: “que la
pintura no es sino una idea de las cosas
incorpóreas y que si muestra los cuerpos es
solamente como representación del orden y
del modo según el cual se componen las
cosas”. Según Erwin Panofsky, ésta es la
única cita neoplatónica encontrada en los
apuntes de Poussin, y la idea fue tomada de
Marsilio Ficino, el teórico del siglo XVI.
Diversos teóricos y academias
contribuyeron a establecer las jerarquías
o géneros de la pintura, que fueron
cambiando y multiplicándose con el
tiempo. A partir de ellos, en muchos casos
los mejores autores lograron volver, de una
u otra manera, por la vía de los géneros
menores, a referirse al género mayor o
escena del mundo.
Durante la Edad Media y el Renacimiento
los nobles que financiaban la construcción
y decoración de las iglesias obtenían a
cambio de su dinero un lugar para ellos y
sus familias en alguna de las escenas
bíblicas reproducidas en los muros de la
iglesia en cuestión. Aparecían así adorando
al niño en el pesebre, junto con los pastores
y los reyes magos y portando valiosos
obsequios. Luego aparecieron los retratos
ecuestres o en traje de gala de los monarcas
y sus nobles. En los Países Bajos se vieron
finalmente los retratos de burgueses
mostrando los instrumentos de su oficio, y
fueron retomados los géneros menores del
paisaje y el retrato, cuyos destinatarios eran
precisamente los miembros de esta clase
social. Es famoso el Retrato Arnolfini, de Jan
van Eyck, donde un espejo convexo muestra
el reverso del mismo retrato y lo que podría
ser la figura del pintor.
Joshua Reynolds inventó para el retrato la
grand manner, un estilo en el que los
retratados eran representados como
personajes mitológicos o bíblicos, estilo
después copiado por John Singer Sargent.
Watteau inventó el género de las fêtes
galantes, en las que aparecían los nobles de
su época en escenas de esparcimiento, en
un entorno de paisajes arcádicos. Claude
Lorrain se especializó en lo que fue llamado
“paisaje ideal”, en el que ruinas romanas
aparecían salpicadas por aquí y por allá,
dando legitimidad y jerarquía al género del
paisaje. Chardin pintó sus naturalezas
muertas con tal detención y en tal estado
catatónico de reflexión metafísica, que sus
pequeños cuadros son como un agujero
negro en el tiempo; materiam superabat opus
–la obra superaba a su materia–, dice Ovidio
en las Metamorfosis.
Pero todas éstas no son más que
digresiones temáticas nostálgicas, con la
excepción de Chardin, que se fijó al género
de los objetos inertes con la melancolía
profunda de su siglo. Porque esa escena del
mundo antiguo, que perdura esquemática y
rígida pero sincera a través de los siglos
medievales, termina disgregada en
especializaciones o se renueva como rito
privado en los procedimientos de artistas
excepcionales.
Un buen ejemplo de esto son Lucien Freud
y Francis Bacon, pintores de la Escuela de
Londres, amigos y cómplices en la
recomposición al óleo de cuerpos y rostros.
Lucien Freud tiene un autorretrato en el
que mira al espectador o su propio rostro en
el espejo con la mirada escrutadora y fría
que se ve en la mayor parte de los
autorretratos en toda la historia de la
pintura y que podría considerarse un
género en sí misma. La actitud que podría
definirse como “mirar por sobre el hombro”
proviene del ángulo en que ha puesto el
espejo y junto con los empastes gruesos y
sobredeterminados recuerda un
autorretrato del pintor chileno Ortiz de
Zárate que se encuentra en el Museo de
Bellas Artes de Santiago. Freud trabaja con
espejo o del natural, lo que impone a su
procedimiento el esfuerzo geométrico de
transformar tres dimensiones en dos y de
enfrentar la presencia real y la mirada del
modelo. Por eso, en muchos casos, espera a
que sus sitters caigan en los brazos de
Morfeo y adopten esa dejadez de los cuerpos
inertes y sin conciencia.
El taller y especialmente los referentes y
modelos fotográficos de Francis Bacon,
como parte de su trabajo pictórico y de los
actos que lo anteceden, pueden dar una
clave que vincula el éxito artístico de su
trabajo con la escena original del arte de la
que hablado anteriormente. Ese caos
material del taller le permite producir los
modelos para la violencia focalizada que
caracteriza su pintura. Muchos de ellos son
fotográficos, pero se trata fotografías que ya
no corresponden a impecables impresiones,
sino recortes rasgados a mano de diarios y
mutilaciones de libros que el artista arruga,
mancha y dobla para dislocar y distorsionar
rostros. La superficie fría de las fotografías
adquiere aura y espesor por el manoseo
y el contacto bruto con el trabajo de Bacon
y su mirada. Me parece comparable
con un preámbulo de malas artes para la
fabricación de un muñeco vudú.
Contribuyen con este mismo efecto sus
referentes literarios de la obra de Esquilo,
que le sirven para inventar las figuras de
furias o la expresión del rostro de
Clitemnestra.
El uso baconiano del modelo fotográfico,
pródigo por la superabundancia en nuestra
época del material impreso, se contrapone
a la cuidada unidad y composición,
copiada de la pintura, que se ve en los
primeros ejercicios fotográficos. Entre estos
experimentos se destacan el trabajo de
Muybridge sobre cuerpos en movimiento –
material usado también por Bacon– y los
retratos que hizo Nadar de Baudelaire,
entre los de otros escritores famosos. Por las
cualidades propias de la técnica o tal
vez de manera intencional, en los primeros
daguerrotipos se contamina todo de
un tono grafito que produce un efecto
escultórico de piedra en los rostros, que
evoca la cualidad de las máscaras
mortuorias.
Estas fotografías perpetúan el
asombro de quienes las hicieron y de sus
observadores, que deben haber estado en su
momento poco menos perplejos que Toro
Sentado, gran jefe de las tribus sioux a
quien le parecía estar contemplando su
propia alma en los retratos. Así, los ritos
funerarios de la antigüedad, a través
de la pintura, traspasan a la fotografía sus
cualidades de representación fidedigna y
prueba de existencia. La máscara
mortuoria se identifica con la fotografía
en el hecho de que ambas son copias
fieles de una imagen original en negativo,
sin intervención de la manualidad.
Y, por este mismo motivo, ambas fueron
tempranamente usadas en la
investigación forense.
Entre las veloces ideas que iluminaron
el siglo XIX y los comienzos del XX, el
psicoanálisis y la fotografía no son las
menores. Las sensibilidades de la época
volvieron a ser presa del asombro y de los
temores infantiles que atribuimos a los
antiguos. Un indicio de esto puede ser el
interés por los fenómenos paranormales
que surgió en esa época y que tal vez
augura el trabajo de Sigmund Freud.
Courbet hizo el notable retrato de una
médium y, según entiendo, no sólo Edgar
Allan Poe, Henry James y Monvoisin –el
retratista de la sociedad chilena–
mostraron en algún momento un interés
por este tipo de fenómenos, sino que se
trató de una moda que excedió los
círculos del arte.
Barthes habla en La cámara lúcida de la
relación de la fotografía con la muerte,
porque el proceso fotográfico no es otra cosa
que la fijación de la luminosidad de las
revista udp 08 95
cosas, la prueba de una pérdida. Sigmund
Freud avala esta relación de la fotografía
con lo fantasmagórico cuando habla de lo
ominoso como aquello que nos es familiar
y extraño a la vez. La misma sensación
se produce cuando, estando perdidos,
caminamos en círculos sin darnos cuenta y
volvemos al mismo lugar: esa repetición
inesperada de lo mismo vuelve ominosa la
confusión. La idea de la repetición, de la
réplica, está muy bien planteada en el libro
De lo demoníaco en el arte, de Enrico Castelli,
cuando se refiere a la prohibición, en la
Edad Media, de la repetición de patrones en
la arquitectura de las iglesias, porque la
repetición y la simetría son demoníacas.
Un colega de Freud, Otto Rank, desarrolló,
en relación a lo ominoso, el concepto del
“doble”, que, como en el William Wilson
de Poe, quiere tomar nuestro lugar. Esto se
puede relacionar con el cuento El horla
de Maupassant. En algún punto de la
narración, el protagonista finalmente
reconoce con horror al personaje que le
da la espalda como su propio reflejo en
el espejo.
Esta digresión tiene sentido si se asocia
como temor atávico con las efigies de los
muertos que fabricaban nuestros ancestros.
Las artes, y entre ellas la pintura, se
deben a la necesidad de dar cuerpo a esos
fantasmas. En alguna conversación con
Adolfo Couve llegamos a elaborar una queja
en nombre de nuestro gremio: que aunque
hacemos profesión del ocio y somos objeto
de la mirada altanera de los que trabajan,
somos los artistas los que debemos mirar
constantemente eso que nadie quiere
o puede ver, y darle un cuerpo y una
sustancia inteligible, si no bella. Entonces,
parafraseando al Cristo de Elqui, les digo:
está bien celebrar la fiesta de la primavera
y los bailes de máscaras a condición de que
se tenga presente la fragilidad de todo esto,
la precariedad de todo esto, la irrealidad
de todo esto.
Prueba
96 de artista, 1978. revista
Performance
udp 08
de Carlos Leppe junto a Marcelo Mellado revista udp 08 97
98 revista udp 08 revista udp 08 99
100 revista udp 08 revista udp 08 101

Carlos Leppe y Marcelo Mellado en

el Taller de Artes Visuales, en
Santiago, en 1978. Los objetos
dispuestos están enmarcados por
un signo más y un signo menos
construidos con tubos fluorescen-
tes. Estos signos sirven como cotas
de la acción. En la escena se ve
un mesón de madera en el que se
manipulan las piedras litográficas
y una escalera que conduce a un
televisor encumbrado en un muro
y tapado con un paño blanco. El
televisor emite la programación
de Televisión Nacional. Asimismo
se ven una ruma de diarios, tinta,
rodillos y un esténcil con la palabra
activo . La performance comienza
cuando se presenta Leppe al lado
de Mellado. Ambos parecen dete-
nidos. Se sacan las camisas y se
muestran al público unos minutos.
Luego Leppe –con la palabra acti-
vo entintada en su pecho– abraza
a Mellado y le graba en el pecho las
letras. Terminada esta primera co-
pia, se realiza la inversión. Esta vez
es Mellado quien graba en Leppe la
segunda copia. Se trata de la matriz
del grabado pasada por el cuerpo.
Un juego de desplazamientos no
exento de afectividad y piel.

Fotografías de Carlos Altamirano.

102 revista udp 08 revista udp 08 103

Fragmento de Pintor de domingo, de Carlos Altamirano
Una nueva
embriaguez
por guillermo machuca
En el arte chileno, las
expansiones lingüísticas de
la pintura, de la escultura
y de la gráfica hacia el arte
corporal, el espacio público y
las técnicas de reproducción
mecánicas y electrónicas de la
imagen sirven de testimonio
sobre los estrechos vínculos
saldados entre la contaminación
incestuosa de los géneros y
su expansión al ámbito de lo
corporal o social.
Guillermo Machuca. Curador y crítico de arte.
Profesor de la Universidad Diego Portales y de la
Universidad de Chile. Autor de los libros Remeciendo
al Papa y Alas de plomo.
I
En plena dictadura, la escritora Diamela
Eltit recurrió a la “transgresora” figura del
“incesto” para describir el tono corrosivo e
irreverente que identificaba el discurso
cultural llevado a cabo por el arte y el
pensamiento neovanguardista local en
relación a los lenguajes heredados de la
llamada tradición clásica.
Lo incestuoso refería, en dicho período, a
una urgente y necesaria contaminación de
los géneros particulares de la literatura
y la visualidad, pugnando por violentar sus
prescripciones o nociones canónicas, hasta
disolverlas en un todo difuso, indefinido,
nómade, imposible de ser fijado en
términos categoriales. Esta demanda de
impureza estética no respondía a una mera
opción formal o técnica; no estaba avalada
por una huera satisfacción de ciertos
impulsos modernizadores (como el de
actualizar el lenguaje estético local en
correspondencia al internacional): se
encontraba, como escribió Nelly Richard,
“determinada por el quiebre de todo el
sistema de referencias sociales y culturales
que, hasta 1973, articulaba –para el sujeto
chileno– el manejo de sus claves de realidad
y pensamiento”.
En términos históricos, la crisis a nivel
social y político suele favorecer la
emergencia de una clase de lenguaje
estético cuyo máximo rendimiento se
encontraría representado por las marcas
somáticas y simbólicas de lo incestuoso,
con toda su densa estela de impurezas y
abyecciones. Las huellas de esta crisis de
“sentido” históricamente se manifiestan en
determinadas deposiciones impresas en
los contornos del cuerpo tanto individual
como colectivo. En el caso específico del
arte chileno, las expansiones lingüísticas de
la pintura, de la escultura y de la gráfica
hacia el arte corporal, el espacio público
y las técnicas de reproducción mecánicas
y electrónicas de la imagen sirven de
testimonio acerca de los estrechos vínculos
saldados entre la contaminación incestuosa
de los géneros y su expansión al ámbito de
lo corporal o social.
Este despliegue contaminante del
lenguaje artístico hacia el cuerpo individual
y colectivo tuvo su matriz metafórica y
cutánea en los desplazamientos genéricos
fundados en una reflexión surgida del
lenguaje fotográfico; la incidencia de esta
reflexión se vio reflejada en una renovación
de los lenguajes de la pintura, el grabado
y la gráfica. Su signo más notable fue la
activación de un concepto infeccioso o
epidemiológico del proceso estético. Una
performance local, en 1981, resulta en esto
paradigmática. La protagonizaron el artista
Carlos Leppe y el escritor Marcelo Mellado;
su locación, el taller de grabado del TAV
(dirigido por Francisco Brugnoli). En líneas
generales, la acción, roturada Prueba de
artista, consistió en lo siguiente: frente al
público, y acompañados por diversos
objetos de uso en un taller de grabado,
Leppe y Mellado procedieron
–mediante un abrazo– a imprimirse la
palabra “activo” (invertida) en el pecho
(del otro) de forma simultánea.
Dos años después, Eugenio Dittborn, en
un texto entrañable, titulado “La feliz del
edén”, sostuvo –respecto de la acción de
Leppe y Mellado– que “la noción de matriz
elaborada a lo largo de Prueba de artista
coincide con la noción de matriz en las
pestes, epidemias y enfermedades
infecciosas en general: cada contaminado es
un agente contaminante, cada copia es a su
vez matriz que, descentrada y proliferante,
se encuentra en todos y cada uno de los
puntos de la edición”.
Este mismo efecto infeccioso, viral,
purulento, podría ser extendido –aunque
en otro contexto y problemática– a las
relaciones entre arte y política. Sus
fricciones son conocidas: aluden a las tensas
interdependencias establecidas entre
104 revista udp 08
hegemonía política y visualidad estética. En
síntesis, entre representación ideológica y
dislocación artística. El arte chileno de
neovanguardia no sólo se enfrentó a
una crítica dirigida en contra de las
representaciones históricas ligadas a los
discursos identitarios y a los estereotipos
temáticos y formales heredados de la
tradición académico/oficial del arte, sino
también a los emblemas de identificación
tan caros a la estética de la izquierda
clásica. En ambos casos (en el discurso
académico oficial y en el discurso
progresista comprometido), subyace la
impronta de un relato hegemónico,
monológico, dominante, o sea: respetuoso
de los signos que componen el discurso del
poder (compárese, en el contexto de los
70 y 80, el “tratamiento” otorgado por la
performance de Leppe en La acción de la
estrella de 1979 con la efectuada por el
muralismo comprometido en relación
al emblema de la bandera patria).
Respecto de esta tensa relación entre
hegemonía política y dislocación visual, se
podría enumerar una importante cantidad
de obras que tematizaron, durante el
período de la dictadura, una productiva
tensión entre vanguardia estética y discurso
progresista o militante (consignemos
solamente las obras de Leppe, Dittborn,
Carlos Altamirano, Juan Domingo Dávila,
Gonzalo Díaz, Catalina Parra, Brugnoli,
Virginia Errázuriz, Juan Pablo Langlois
y del CADA, por nombrar sólo algunas); en
la mayoría, la eficacia de la representación
política no debía necesariamente ser
identificada o confundida con sus
degradadas o subordinadas estrategias
visuales de carácter ilustrativas o
simplemente propagandistas o panfletarias.
Lo más espeso del discurso artístico
(desde Cézanne hasta Duchamp y sus
consecuencias en el arte crítico/
experimental hasta hoy) ha consistido en
una necesaria distancia crítica respecto
de las impositivas reglas impuestas
por las representaciones de naturaleza
hegemónicas (ya sean raciales, ideológicas,
sexuales, estéticas o geográficas).
Ahora bien, ¿le importa realmente al
discurso político lo que el arte piense de él?
Más allá de si las supuestas dislocaciones
a nivel “representacional” efectuadas
por el pensamiento estético le afecten
concretamente al pensamiento político, el
desacuerdo esencial entre ambas clases
de universos simbólicos ha constituido uno
de los leitmotiv más decisivos a la hora de
pensar las relaciones entre arte y contexto
social. Esta endémica desavenencia sirvió
de hilo conductor para la exposición
Hegemonía y visualidad, presentada en
1987 en el Instituto de Ciencias Alejando
Lipschutz, con ocasión del Simposio
Gramsci. En contradicción con el espíritu
que animaba dicho evento, las obras
convocadas de José Balmes, Roser Bru,
Brugnoli, Díaz, Juan Downey, Errázuriz,
Nury González, Jorge Tacla y Patricia Vargas
no hicieron más que sintomatizar el
desarrollo insuficiente del pensamiento
político respecto del estético, el cual ya hace
mucho habría asistido a su reforma
lingüística y epistemológica con Cézanne y
posteriormente con las vanguardias
históricas. “Escribo ‘contra’ Gramsci”,
apuntó Justo Pastor Mellado en el catálogo
de la exposición, “que en Chile el político
vive [de] la ilusión de conducir dicho
movimiento; que considera a la plástica
como el ‘momento sardo’ en su avance [...].
En este caso la fabula de Chile. Entonces el
político es quien se ha quedado retrasado”.
Se trata, por otra parte, de un desacuerdo
entre arte y política que, en el contexto
local más atrás consignado, no deja otra
interpretación que una reflexión de soslayo
acerca de un debate asumido –en el ámbito
chileno– con un acusado retraso o
destiempo. Que la ideología política sea, a
nivel local, pre-cezanniana en sus modelos
de referencia social o estética implica
hundir el origen de dicha constatación en
los años inmediatamente posteriores a la
reforma espacial impulsada por Manet y los
postimpresionistas. El arco que cubriría
dicho proceso de reforma se consumaría en
la producción visual de Marcel Duchamp
(referencia insoslayable para entender la
neovanguardia chilena de los 70 y 80); sus
antecedentes, en términos históricos,
referirían a ciertas pinturas cuyo índice
contaminate invocaría las obras precursoras
de Courbet y Manet. Respecto al asunto de
los procesos de contaminación incestuosa
de los géneros estéticos, ¿cómo no dejar de
considerar el nexo entre la Olympia de
Manet y la Gioconda con bigotes de Duchamp
o el entablado entre El origen del mundo de
Courbet y Etan donné de Duchamp? En todos
los casos, el tópico del sexo (el femenino)
constituye el signo exhibitivo por
excelencia; su materialidad oscilaría entre
lo piloso (el vello púbico, el bigote) y lo
depilado (la mano que tapa, el sexo
afeitado). Entre el ojo y el objeto, existen
determinados filtros o bisagras; velos o
anteojeras. ¿Anteojeras? Éste es
precisamente el medio elegido por Pierre
Bourdieu para indicar cómo “la proximidad
de estos objetos es tan grande que
habitualmente pasan inadvertidos”, tal
como ocurre con la percepción de aquellas
personas tanto cultas como salvajes. De
manera discordante a las informaciones
adquiridas por el ilustrado o el sujeto
informado (gran apreciador de la “alta
cultura”) y también de las inexistentes (o
insuficientes) condiciones de aprendizaje
defendidas por el espectador ingenuo
o salvaje, el desarrollo de una percepción
estética (que podríamos llamar crítica
o apasionada) debería oscilar entre lo
aprendido y lo por desaprender, entre lo
sabido y lo por olvidar, a medio camino
entre el conocimiento erudito y la
experiencia ingenua, es decir, en
revista udp 08 105
“conciencia de aquellos ‘anteojos’ de la
cultura, que no ven lo que éstos le permiten
ver, así como no ven que no verían si
estuvieran desprovistos de aquello que
les permite ver”, concluyó Bourdieu.
Contrariar las imposiciones proyectadas
por la mirada hegemónica (“canónica”,
“estereotipada” o “ritualizada”) supone, en
mayor o menor medida, fomentar una
óptica desviada respecto de las nociones o
prescripciones que se interponen entre la
percepción y el objeto (para el público
escandalizado con el gato de la Olympia de
Manet, este animal no representaba otra
cosa que la traición o la prostitución; para
el pintor, en cambio, era una simple
mancha oscura en el espacio). El desnudo de
la Olympia de Manet (junto a la supuesta
imagen perversa y prostibularia del
mensionado gato ubicado en el costado
derecho del cuadro) no sólo guarda una
equivalencia deconstructiva con la Gioconda
con bigote de Duchamp desde el punto de
vista de su significación simbólica, sino
también desde el punto de vista perceptivo:
una “mala pintura” (plana, sin modelado,
en la primera), una vulgar copia mecánica
(carente de aura, infecta de asociaciones
biográfica-sexuales, en la segunda).
II
Esta prioridad respecto de una crítica
estética dirigida tanto sobre las nociones
como de los objetos (tal cual había
sido llevada a cabo por el ready-made
duchampiano) comienza en Chile a ser
significativa a partir de los años 60; tuvo su
máxima intensidad en el arte producido
durante la dictadura militar; sus signos
más corrosivos y contaminantes se vieron
reflejados en el uso del cuerpo tanto
individual como colectivo, en particular
en las obras de Dávila, Leppe, Raúl Zurita
y Eltit (incorporando, de paso, su
representaciones fotográficas y sus
expansiones al espacio público).
106 revista udp 08
Con la recuperación de la democracia, el
efecto perturbador proyectado por esta clase
de carga infecciosa ha sido más decisivo a
nivel público que el operado bajo los álgidos
años de la dictadura militar; por lo menos
en los primeros años de los gobiernos
concertacionistas (después, en particular en
la actual década, este efecto de corrosión
pareciera haberse suspendido, vaciado o
simplemente domesticado bajo los lindes
del facilismo mediático). Es en este contexto
donde la pintura Simón Bolívar de Juan
Domingo Dávila, presentada en condición
de postal (al interior del colectivo La Escuela
de Santiago, junto a Gonzalo Díaz, Eugenio
Dittborn y Arturo Duclos, en 1994),
adquiere con el paso del tiempo su efecto
más escandaloso y virulento. El escándalo,
en este caso, resulta tan escandaloso como
su inflación mediática.
El desparpajo visual exhibido por dicha
imagen (un pastiche visual compuesto por
incongruentes retazos geográficos, sexuales,
estéticos y raciales) sólo podía ser entendido
en su real magnitud luego de las sucesivas
declinaciones y desconstrucciones
lingüísticas y de sentido impulsadas por el
arte crítico de la Escena de Avanzada
(nominación acuñada por Nelly Richard)
desarrollado en las dos décadas
precedentes. Para que funcionara el
escándalo, se necesitaba –cuestión compleja
en dictadura– un cierto consenso respecto
de la dignidad y solemnidad inmanente
a la simbología de carácter épico-ilustrativo
(como la mayoría de los emblemas de
identidad nacional o regional), pero,
sobre todo, que dichas representaciones
ya no fuesen del patrimonio excluyente
emanado del poder fascista en su fase
patrio-dictatorial.
Este respeto por la clase política en
relación a determinados valores asociados
a lo identitario en materias narrativas y
simbólicas tuvo su palpable confirmación
en el histérico y beato modo en que ciertos
representantes de la derecha, el centro
concertacionista y algunas personalidades
del mundo empresarial y diplomático
denostaron el referido Simón Bolívar de
Dávila (habría que preguntarse respecto a la
indiferencia manifestada frente al tema
por la izquierda extraparlamentaria del
momento), descalificándolo –desde el
punto de vista de la moral más que de la
estética– por representar una oda al
“mal gusto”, la irreverencia, las malas
costumbres, la fealdad estética, o,
simplemente, una exaltación de la
depravación sexual. Citemos, al respecto,
unas cuantas expresiones reseñadas por la
prensa de la época: “Afrenta a la memoria
del libertador” (Aniceto Rodríguez,
embajador de Chile en Venezuela); “Esta
pintura ofende al pueblo venezolano, a la
historia de Colombia y a todos los chilenos”
(Gabriel Valdés, presidente del Senado de
Chile); “Lo más grave es constatar que se
está gastando dinero fiscal en tonteras: en
expresiones completamente marginales
de la cultura, y además criticables
moralmente” (Darío Paya, diputado de la
UDI); “Bolívar fue adorado por las mujeres,
en cambio Dávila trata de desviarlo hacia el
hermafroditismo, lo que constituye no sólo
una blasfemia histórica, sino un desecho
artístico que parece concebido desde un
pabellón de hospital siquiátrico dedicado a
albergar a pacientes sexuales” (Jorge María
Eastman, embajador de Colombia en
Chile); “Esta pinturita” (Roberto Bravo,
músico chileno).
Sin embargo, y como se insinuó
anteriormente, esta polémica sólo podía
haber adquirido su inflación mediática
gracias a una renovada reapropiación de los
emblemas identitarios, realizada por la
clase política, luego de su descrédito sígnico
bajo la dictadura. Esto ha supuesto –desde
ahí en adelante– un progresivo deterioro
del arte y el pensamiento crítico y sus
diversas estrategias de desconstrucción
revista udp 08 107
imaginal y simbólica llevadas a cabo sobre descontaminación somática como modo
los emblemas de poder. Respecto del de desintoxicación de los efectos provocados
escándalo de Simón Bolívar, y a propósito del por el frenesí orgiástico que caracterizó
mencionado desangramiento del discurso el despliegue explosivo de la neovanguardia
estético de impronta critica, Nelly Richard durante los 60 y 70, originando, con ello,
escribió, inmediatamente después de un lenguaje estético profiláctico,
producido “el caso Simón Bolívar”, lo descafeinado, transparente, inmune a la
siguiente: “Esta polémica desatada en la experiencia necesaria del trauma. Frente a
cultura subraya –por contraste– el todo esto, luego de la ingesta reparadora de
agotamiento de un debate político-nacional toda clase de calmantes y analgésicos,
que ha mayoritariamente renunciado una nueva contaminación pareciera ser de
al espesor de la crítica ideológica para nuevo imperativa; una nueva embriaguez
dedicarse a meros arreglos tecnicistas entre pareciera ser necesaria (algo de esto ya
razón instrumental y poderes montados [...]. no los había advertido Deleuze al hablar de
Durante los cuatro años de la transición la pintura de Bacon: que el arte se parezca
democrática, la consigna de normalización al funcionamiento del “sistema
del orden y ritualización del consenso nervioso central”).
tendió a neutralizar los conflictos
y a desactivar la cultura como eje de
problematización crítica”.
En los últimos años, esta neutralización
de la cultura como lugar privilegiado
para el ejercicio de la crítica y la resistencia
simbólica pareciera haber asistido a un
proceso de consumación o finiquito de su
capacidad de interpelación, y esto de
acuerdo a la exhibición de un creciente
proceso de adelgazamiento de espesor
detectable en muchas obras producidas
luego de la desaparición de la
neovanguardia de los 70 y 80. El arte
corporal, el uso del espacio público y lo que
otrora se identificaba con el arte político
(como ilustración o desconstrucción), ya
no parecieran estar en condiciones de
satisfacer una mirada turbulenta o desviada
a nivel de los lenguajes individuales
y colectivos. Algunos explican este
vaciamiento por la excesiva importancia
adquirida –en Chile– por la enseñanza de
arte a nivel universitario; otros, en cambio,
por los procesos de globalización del capital
multinacional y su consiguiente efecto
corrosivo sobre el locus (y con ello de la
política contingente); y los menos, por un
normalizado proceso terapéutico de
108 revista udp 08 revista udp 08 109

Publicidad, el género Y sin duda nuestro tiempo [...] prefiere

de la “sociedad
espectacular”
por antonio gil
Así como algunos afirman
que la Biblia es el libro de los
libros, no andaríamos del todo
descaminados si, cargando
algo las tintas, definiéramos
a la publicidad como el género
de los géneros.
Antonio Gil. Escritor. Autor, entre otros libros, de
los conjuntos de poemas Los lugares habidos y Cancha
rayada, y de las novelas Mezquina memoria, Cosa
mentale, Las playas del otro mundo y Cielo de serpientes.
Con el seudónimo Vinicio Cordeiro, publicó el
volumen de crónicas gastronómicas Las patas y el
buche. Columnista de Las Últimas Noticias.
la imagen a la cosa, la copia al original,
la representación a la realidad, la
apariencia al ser [...]. Lo que es “sagrado”
para él no es sino la ilusión, pero lo que
es profano es la verdad. Mejor aun: lo
sagrado aumenta a sus ojos a medida que
disminuye la verdad y crece la ilusión,
hasta el punto de que el colmo de la
ilusión es también para él el colmo de lo
sagrado.
—feuerbach
Para Wittgenstein, el lenguaje puede verse
“como una vieja ciudad: una maraña de
callejas y plazas, de viejas y nuevas casas,
y de casas con anexos de diversos períodos;
y esto rodeado por un conjunto de barrios
nuevos con calles rectas y regulares y con
casas uniformes”. Se trata de una metáfora
extraordinariamente nítida que define muy
acertadamente el carácter vivo y en
constante transformación del lenguaje, el
que, como en la topografía de una ciudad,
va creciendo y cambiando de un modo
inesperado, transgrediendo
vertiginosamente cualquier posibilidad de
clasificación, a la que tan afectos somos los
humanos en nuestro infinito pavor al caos.
Es inevitable, en el caso de la publicidad,
recordar aquí, someramente, los contornos
y callejas primigenias, el trazado inicial de
lo que hoy reconocemos como género
publicitario, para constatar los inmensos
cambios que se han generado en esta
metrópolis del lenguaje destinado a
construir marcas y generar propuestas de
valor y estilos de vida vinculadas a ellas. Es
a partir de las últimas décadas de 1870 que,
con cierto asombro, se comienza a verificar
un dramático crecimiento en la venta de
medicamentos que insertaban anuncios en
periódicos y magazines. La escasez de
médicos convertía a esos anuncios en
verdaderas guías para una población, en su
gran mayoría rural, que empezó a consumir
ingentes cantidades de fármacos, la mayoría
de ellos adictivos debido a su recurrente uso
de opiáceos.
Igual cosa ocurrió con la industria de los
ferrocarriles y la del transporte marítimo,
que vieron crecer sus ventas gracias a los
anuncios donde destacaban sus atributos de
lujo y comodidad. Es importante recordar
que sólo a finales del siglo XIX varias
empresas norteamericanas comenzaron a
ofrecer sus productos en envases que
llevaban impresa una marca, y con ella un
conjunto de significantes, códigos, señales
y signos. Es así como ingresa en los hogares
un leve imaginario ligado al azúcar, la
mantequilla y muy especialmente los
jabones y detergentes. A principios del
siglo XX surgieron marcas tan conocidas
e icónicas como Coca-Cola, que, como es
bien sabido, tiene su origen en la
industria farmacéutica.
Con la invención de la electricidad, la
comunicación publicitaria da un salto
hacia el paisaje urbano: nacen los letreros
luminosos, que instalan a las marcas y sus
promesas en los entornos de las principales
ciudades. Con la década de 1920 irrumpe la
masificación de la radio, la que da paso a
novedosas técnicas basadas en la voz y en la
música como plataforma para la creación
de mensajes más eficientes y persuasivos.
Pero, sin lugar a dudas, es la televisión,
creada en la posguerra, el invento que
con mayor fuerza desafía a la incipiente
industria publicitaria. Ahí estaba, pues, lo
visual y lo sonoro juntos, el envolvente
mundo de la cinematografía, esperando ver
aparecer al spot televisivo. La insuperable
velocidad noticiosa que ofrece a las
marcas la televisión vino a enriquecer y a
complejizar, aun en medio de su candor
inicial, el imaginario de esas marcas que
comenzaron a entrar en los hogares con sus
ingenuos nombres y dibujos distintivos.
Hoy el panorama del género publicitario
ha alcanzado una sofisticación y una
complejidad superlativas. Pero su semilla
está en los hechos que acabamos de
reseñar, con sus jabones y sus mantequillas,
primorosamente empaquetados, con sus
110 revista udp 08
nombres que hablan de cercanía, eficiencia,
calidez, calidad, origen o lo que sea.
Así como algunos afirman que la Biblia es
el libro de los libros, no andaríamos del
todo descaminados si, cargando algo las
tintas, definiéramos a la publicidad como el
género de los géneros. Allí, en ese medio
ambiente que Guy Debordes define como la
“sociedad del espectáculo”, la publicidad
adquiere una dimensión de receptora de
todos los inventos técnicos, recursos y
estilos de decir creados por el hombre,
absorbiendo para sí desde la ópera hasta el
dibujo, pasando por la poesía y el teatro,
hasta llegar al cine y los videojuegos, en
una constante sin fin por lograr grados cada
vez mayores de persuasión y presencia
para las marcas de consumo masivo,
siempre en guerra con una competencia
que no da ni pide cuartel.
Cambian las modas, las modalidades,
las formas de vivir y de relacionarnos, y
asistimos a dichos cambios (y en muchos
casos nos enteramos de ellos), querámoslo o
no, principalmente a través de las acciones
publicitarias. Ella es la gran vocera de los
cambios experimentados por nuestra
sociedad globalizada. Las nuevas religiones
inconscientes, como el culto al cuerpo y la
belleza, encuentran en ella sus templos.
El reciente culto a “la vida es ahora” que
han generado en el espíritu colectivo la
caída de las Torres Gemelas y el tsunami de
Indonesia han encontrado eco en algunas
marcas avizoras que, como Visa, devuelven
ese sentimiento en sus mensajes, alcanzan
metas insospechadas de retorno.
Tanto el temor como la búsqueda de la
felicidad son sentimientos inmutables. La
publicidad los hace antagonizar, como en
los viejos folletines, con sus promesas de
seguridad, alegría y eterno presente.
No cabe duda de que como antena del
sentir humano la publicidad es no sólo el
medio más masivo y difícil de eludir,
sino también el más atento y sensible a lo
que transita en el fondo cenagoso del
revista udp 08 111
sentimiento humano. En el universo de las
representaciones de nuestras propias vidas,
la publicidad es el género de los géneros,
siempre buscándonos, siempre atenta a
qué nos ocurre, incluso antes de que
nosotros mismos lo sepamos a cabalidad.
Hoy, cuando habitamos un escenario
neobarroco, marcado por la creciente
saturación de mensajes, internet viene a
jugar un papel crucial y se instala como un
nuevo y difícil reto para la publicidad.
¿Quién conoce a cabalidad ese
intrincado sistema de conexiones
culturales? Hasta hoy, a nuestro juicio, el
género publicitario no ha logrado aún
trabajar adecuadamente con el alma del
ciberespacio que es el hipervínculo.
Pero tengan por seguro que lo logrará.
Hoy, cuando los escenarios son múltiples y
las alegorías disponibles casi infinitas,
cuando las trasnochadas críticas
intelectuales a este género, ultra absorbente
y súper poroso, han declinado para
constatar en él un reflejo de lo que somos,
la publicidad toma nuevos cauces. Baja
la intensidad de sus intenciones evidentes
y retoma su esencia primigenia: la
familiaridad y la cercanía natural. Nuevos
recursos, como el neuromarketing, le
permiten limar el peor de sus aspectos,
lo “invasivo”, para tornarse otra vez, con sus
marcas y sus imaginerías, parte de nuestro
entorno más profundo y cotidiano.
Vivimos en el sistema en que vivimos no
a causa de la publicidad, como se afirmaba
ayer. Ella no es otra cosa que la evidencia
de lo que somos, deseamos, soñamos y
creemos. Si preferimos la imagen a la cosa,
la copia al original, la representación a la
realidad, la apariencia al ser, este género
nos lo brinda cada día. Y en torno a la vieja
villa de callejuelas estrechas, la publicidad
ha alzado sus torres luminosas como faros,
para guiarnos con sus códigos y signos
por el complejo territorio de la “sociedad
espectacular”.
112 revista udp 08
Keeping in touch
(sobre Norbert
Lechner)
por manuel vicuña
Norbert Lechner descreía
de la reflexión teórica como
fuente de certidumbres diurnas
y juicios tajantes, definiéndola
y practicándola como un
trabajo de exploración y tanteo
preliminar en zonas oscuras,
como una disposición alerta
frente a las señales menos
audibles del entorno social.
Teorizar implicaba, para él,
permanecer a la escucha,
un poco a la manera de los
psicoanalistas.
Manuel Vicuña. Doctor en historia. Decano de
la Facultad de Ciencias Sociales e Historia de la
Universidad Diego Portales. Autor, entre otros
libros, de La belle époque chilena: alta sociedad y
mujeres de elite en el el cambio de siglo, Hombres de
palabra: oradores, tribunos y predicadores y Voces de
ultratumba: historia del espiritismo en Chile.
Norbert Lechner solía identificarse con
Amerigo Ormea, el comunista italiano
que protagoniza La jornada de un interventor
electoral, la primera novela de Italo Calvino.
Ormea es un hombre que toma posición
pero sin beligerancia, un pesimista curtido
por los años que, si bien observa el mundo
con distancia irónica y elude los arrebatos
de la voluntad, no rehúye los compromisos
políticos e intelectuales, ni tampoco se
conforma con el rezongo de la pasividad
desencantada. Amerigo, dice Calvino,
“había aprendido que en política los
cambios se producen por caminos largos y
tortuosos, y que no hay que esperarlos de
un día para otro [...] en la política; como en
todas las demás cosas de la vida, para quien
no es un necio, cuentan los dos principios
aquellos: no hacerse nunca demasiadas
ilusiones y no dejar de creer que cualquier
cosa que hagas puede ser útil”.
Como teórico político y social, Lechner
intentó librarse tempranamente de las
ilusiones y nunca renunció a la utilidad de
disiparlas. Raymond Aron decía haber
aprendido de Max Weber su “pesimismo
activo”, una disposición político-intelectual
escéptica que también, yo diría, puede
discernirse en Lechner. Convencido de la
necesidad de secularizar la política, criticó
el redentorismo mesiánico de la izquierda
y su sed de absoluto. Junto con analizar
los descalabros de ese voluntarismo,
alertó sobre los escollos del conformismo,
poniendo de relieve las formas de
despolitización asociadas al neoliberalismo
y a la naturalización de un orden social
contingente. Con lucidez, desmontó el
dispositivo psicosocial del autoritarismo y
evidenció sus larvados modos de
sobrevivencia en la sociedad transicional
chilena. Adicionalmente, cuestionó las
presunciones del saber tecnocrático que,
mediante los discretos golpes de autoridad
de las elites de expertos, inhibe la
participación ciudadana en la discusión
pública de asuntos de relevancia colectiva.
revista udp 08 113
Lechner descreía de la reflexión teórica
como fuente de certidumbres diurnas
y juicios tajantes, definiéndola y
practicándola como un trabajo de
exploración y tanteo preliminar en zonas
oscuras, como una disposición alerta frente
a las señales menos audibles del entorno
social. Teorizar implicaba, como dijo
más de una vez, permanecer a la escucha,
un poco a la manera de los psicoanalistas,
con la intención de captar e interpretar
los indicios menos evidentes pero, a fin de
cuentas, más reveladores del estado
de ánimo de la sociedad y de la salud
de la democracia.
Para eso no se amparó en grandes teorías.
Tampoco aspiró a producirlas. Lo que sí hizo
fue sortear las fronteras disciplinares,
sincerar el trasfondo valórico de sus
indagaciones, considerar a la literatura
como un laboratorio de la imaginación
donde se sintetizan experiencias sociales de
otro modo indiscernibles, y emplear los
conceptos como simples instrumentos en la
manufactura del sentido, incorporándolos o
no al análisis según fuese su aptitud para
esclarecer el asunto entre manos.
Sin perjuicio de la penetración de sus
análisis, y a diferencia de tanto teórico de
lectura penitencial, Lechner no fastidiaba
con vanas filigranas conceptuales ni se
infatuaba exponiendo asociaciones eruditas
superfluas. Ante todo, concebía la teoría
política y social como una forma de
inteligencia cívica. Atendiendo a ésta,
supo encarar los problemas que implicaba
teorizar las sociedades latinoamericanas,
siempre reacias a los esquemas
conceptuales metropolitanos, al mismo
tiempo que se mantenía al día de esas
discusiones eminentes y ponía a prueba sus
aproximaciones a los fenómenos actuales.
Lechner rehusaba las definiciones
del orden colectivo y de la fuente de los
valores sociales mediante referencias
trascendentales –llámense éstas Dios, la
naturaleza humana, la razón, la metafísica
114 revista udp 08
o incluso el decálogo de la epistemología–
situadas más allá del mudable e incierto
terreno de la historia. No estimaba a la
teoría como una gran legisladora de la
cultura que reclama para sí una autoridad
soberana, sino como una modesta
generadora de narrativas cuyo fin era dotar
a las sociedades con imágenes más
adecuadas de sí mismas, entendiendo que
tal adecuación respondía a criterios
contingentes, y nunca a verdades
atemporales, absolutas o universales.
En una época de “crisis de paradigmas”,
de fuga de sentido, de pérdida de señales de
orientación, de obsolescencia de los “mapas
mentales” heredados, Lechner propició
la elaboración de estrategias novedosas
para cartografiar la esquiva realidad social
del mundo contemporáneo. Consciente de
los aspectos no sólo representacionales
sino también performativos de la teoría, en
sus textos esbozó modos de autopercepción
mejor dispuestos para articular las
diferencias inherentes a una sociedad
moderna, dilatar la concepción del
“nosotros” e intensificar los compromisos
con la producción, mediante una política
más agonística, de un orden colectivo
preparado para arbitrar las diferencias,
sin por eso anularlas ni ponerlas en
entredicho. En otras palabras, abogó por
un pluralismo dialógico que, además
de cultivar y no solamente tolerar la
diferencia, fuese proclive a interrogarse
por la vida en común y las perspectivas de
un futuro efectivamente compartido.
Su gran tema de investigación o el
trasfondo de sus indagaciones fue la
construcción de una sociedad democrática
en condiciones de asimilar y procesar las
fracturas históricas del golpe militar,
a fin de recuperar para sí un marco de
posibilidades más amplio, no supeditado a
las inhibiciones derivadas de las
experiencias traumáticas del pasado.
Lechner profesó como pocos el compromiso
intelectual con los problemas de la polis,
poniendo de manifiesto el valor público de
las ciencias sociales a la hora de discernir,
en lo posible sin ilusiones sobre el futuro
ni nostalgias respecto del pasado, los retos
más experienciales de la democracia.
Aunque nunca cometió la ligereza de
menospreciar la importancia de los
“aspectos formales de la democracia”,
entendió que la solidez de la misma no
se reducía a una adecuada ingeniería
institucional, a la pulcritud de los procesos
electorales, o a un régimen efectivo de
libertades públicas y derechos individuales.
Sabía que no bastaba con eso para
desarrollar una cultura ciudadana con altos
niveles de adhesión afectiva a los valores
y procedimientos de la democracia. La
democracia que ambicionaba Lechner, y a
cuya dilucidación se aplicó como teórico,
rescataba, por esto mismo, las facetas
simbólicas de la política.
Ello suponía pensar la política como
una actividad tan instrumental como
expresiva, entre cuyas funciones Lechner
contaba amalgamar a las sociedades,
reconstituir el sentido de lo público,
generar proyectos colectivos y movilizar las
voluntades y los afectos. En un mundo
secularizado, donde la sociedad se
autoinstituye a sí misma sin recurso a
referencias trascendentales o a la inercia
irreflexiva de la tradición, la política debe
hacerse cargo de los malestares de la
incertidumbre, de la orfandad de referentes
colectivos, de los balbuceos de experiencias
ciudadanas afásicas.
A contrapelo de la “democracia de los
acuerdos” imperante en los noventa,
Lechner propició la imaginación de otras
formas de convivencia, aunque sin
perder de vista las particularidades de la
sociedad y los anhelos de las personas,
anhelos simultáneos de orden y de
transformación, cuya síntesis (una mezcla
bien dosificada de sentido riguroso de la
realidad e imaginación utópica) debía
alcanzarse a través de las mediaciones
institucionales y simbólicas de la política. tributos en sangre y los finales trágicos.
A esta última le competía atender al
reclamo por un horizonte normativo
más apto para integrar una proliferante
heterogeneidad de sujetos que, sin mermar
sus diferencias e incluso sus antagonismos,
quedasen en situación de reconocerse
recíprocamente como partes constitutivas y
constituyentes de un orden social
comprensivo. Lector atento de Hannah
Arendt, Lechner adoptó su definición de la
política como arte de la vita activa que,
encarando la experiencia ineludible de la
pluralidad de los individuos, se ocupa de la
“convivencia y comunidad de los diferentes”.
Lechner admitía que la política responde
a intereses, pero también a pasiones, a
creencias, a símbolos, a emociones, factores
éstos que toda democracia madura debía
tener en cuenta al momento de evaluar sus
condiciones de salud y sus pronósticos de
vida. Por algo su trabajo teórico se interroga
sobre las ansiedades, las incertidumbres, los
desencantos, las angustias de las personas.
“Las ciudades, como los sueños, están
construidas de deseos y de miedos”, dice el
epígrafe de Calvino escogido por Lechner
para su libro Los patios interiores de la
democracia. Sin tratar eso que llamó la
“dimensión subjetiva de la política”,
la misma política se arriesgaba a perder
relevancia, al desvincularse de la
experiencia cotidiana de los ciudadanos y,
en consecuencia, de las fuentes emotivas
de sus compromisos cívicos.
Mediante la auscultación de la sociedad,
Lechner intentaba restituir a la política el
poder simbólico para encarnar la soberanía
popular, esa aspiración moderna a un
orden social producido en virtud de las
deliberaciones y de los acuerdos de sujetos
políticos autónomos. Esa política debía
superar la euforia militante de las grandes
gestas o la vieja épica revolucionaria, para
aprender a desenvolverse en un mundo
postheroico, cuyas realizaciones no
exigiesen ya –ni tampoco exaltasen– los
Pobre de las sociedades que necesitan
héroes, llegó a aseverar Brecht. Lechner hizo
suya esa sabia máxima del desencanto.
“Los temores al futuro nacen en el
pasado”, decía Lechner, consciente de que
esos miedos hacían del presente una
forma de cautiverio inhibidor de los deseos
políticos. Lechner se afanó en conjurar
esos miedos, con una indagación teórica
que, como una suerte de terapia, asistía
a un trabajo de duelo a la vez personal y
colectivo. De hecho su producción teórica
acabó empalmando explícitamente
con su biografía; sobre todo en sus libros
de madurez, los análisis político-sociales
convergen, en una encrucijada de
mutua inteligibilidad, con su propia
historia de vida.
El miedo a las bombas que le tocó
experimentar, siendo apenas un recién
nacido, durante la segunda guerra mundial,
miedo que, luego de años de latencia,
volvería a sentir, como un eco retardado de
esa otra catástrofe, en el Chile del 73; su
vida infantil y adolescente en Portugal y en
España, y su regreso a los trece años a
Alemania, donde sus compañeros lo llaman
el “español”, le averguenza ser alemán
debido a las atrocidades del nazismo, y se
desvela a sí mismo, en la lectura absorta de
El extranjero de Camus, como un
desarraigado, alguien que viene de otra
parte pero no es de ningún lado; su
alunizaje en Chile, justo mediando los
sesenta, como un doctorando de ciencia
política que descubre, en estado de
ebullición, la potencia eruptiva y el interés
mántrico de la actividad política; el
movimiento del 68 y su puesta en escena
de los sentimientos personales y de la
intimidad como algo de alcance público y
significación política; y, finalmente,
los años inhóspitos de la dictadura, cuya
violencia descoyuntó las estructuras de
la vida anterior, obligando a replantearse la
existencia sobre otras bases, a partir de
revista udp 08 115
otras rutinas, con otros recursos,
constituyen algunos de los episodios
determinantes de la trayectoria vital e
intelectual de Lechner.
Episodios determinantes, insisto, y por
una razón sencilla: lo impulsaron y en
ocasiones lo forzaron a ocuparse y a
perseverar en el análisis de cuestiones
–pienso en la demanda de orden y en los
retos de su construcción, en la textura a la
vez pública y privada de la vida cotidiana,
en los imaginarios sociales, en los ángulos
ciegos de la arquitectura democrática– que
solían darse por sentadas o habían quedado
fuera del encuadre más convencional
de las ciencias sociales de la región.
Lechner no titubeaba en señalar el
sentido exploratorio (e incluso aventurado)
de sus investigaciones. Ambicionaba
exponernos a las exigencias de una
reflexión sin falsas garantías sobre qué
implica hoy en día una sociedad
democrática, considerada no en abstracto,
como paradigma universal extrapolable
a cualquier lado, sino como el producto de
historias particulares, de contextos
específicos. En vez de administrar
certidumbres narcotizantes, su interés
pasaba por desarticular ideas recibidas,
mirar tangencialmente cuestiones cuya
visión directa nos ofusca, y comprender los
escenarios donde transcurre la vida social,
atisbando tras las bambalinas, tanteando
en los rincones peor iluminados de las
“patios interiores de la democracia”.
116 revista udp 08
Elogio de la sonrisa La persona que se está quieta no es un
contemporáneo
sin consentimiento —robert doisneau
previo El protagonista de la globalización reclama
un nuevo lema: un individuo, un voto y
una cámara fotográfica. El equipamiento,
hasta hace poco prohibitivo y voluminoso,
por miguel ángel felipe se incluye como accesorio de teléfonos
portátiles, reproductores personales de
audio y video, relojes, juguetes de niño y un
La irrupción en masa de una muestrario amplio de instrumentos de
funcionalidad dudosa. Además, las nuevas
nueva oleada de fotógrafos,
cámaras, para facilitar las cosas, detectan
repentinamente armados y se disparan solas frente al poderoso
con múltiples artilugios estímulo de una sonrisa.
electrónicos, libera al medio Roland Barthes categorizó ya en
La cámara lúcida las tres operaciones básicas
de algunos de sus lastres
de las que es susceptible la fotografía.
históricos e inunda el planeta Argumentaba, en resumen, que se puede
de infinitas instantáneas ser fotógrafo, sujeto fotografiado y
apiladas en un no lugar donde espectador de imágenes fotográficas. Hasta
hace muy poco, la primera y la segunda
los tesoros hay que rastrearlos
categorías enunciadas, la situación de ser
entre cerros de basura fotógrafo (operator u operador, según el
cibernética. francés) y de ser fotografiado (spectrum o
fantasma), dependían nítidamente de un
consentimiento previo. Solamente la
condición de espectador tiene un carácter
inevitable e involuntario: resulta imposible
vivir en sociedad y no ver fotografías.
Lo novedoso es que asistimos a una
dejación rotunda de nuestra decisión de
ser operadores y fantasmas. Vamos a
fotografiar aunque no queramos, lo
haremos aunque sea por equivocación,
pulsaremos el botón incorrecto o, al menos,
seremos cada vez más tentados a hacerlo.
Como contrapartida, estamos ya siendo
permanentemente fotografiados. Para
nuestro socorro o nuestra ruina, millones
de ojos electrónicos nos vigilan atentos por
si cambia la expresión de nuestra cara.
Miguel Ángel Felipe. Fotógrafo. Profesor de la
Escuela de Comunicaciones Alpes y editor del sello El uso de la fotografía como instrumento
La Visita. Toda su obra como fotógrafo ha sido de control social es viejo y se remonta a la
presentada bajo el seudónimo Elde Gelos. Entre sus
exposiciones destacan Registro de existencia. Un tal Comuna de París, en 1871, episodio
Hugo (en coautoría con G. Colón) y Jam session. histórico que probó la eficacia de las
revista udp 08 117
imágenes para la represión y justificó la
formación de los archivos fotográficos
de delincuentes en los departamentos
policiales.
En nuestros días, los viandantes
fotografían los acontecimientos ante la
señal ineludible que hace que las
multitudes se concentren. Una señora
fotografía los precios del supermercado.
Un padre fotografía sin cesar a su hija
moribunda, convencido de que va a sanar.
Un delincuente es detenido porque alguien
lo fotografió en el momento en el que
pasaba por detrás de su víctima. Y la
prostituta le propone al cliente fotografiar
sus órganos genitales. En resumen, parece
imposible sustraerse a esta fiebre por querer
atraparlo todo en un formato bidimensional
y, en consecuencia, casi no quedan puntos
ciegos en los que ocultarse y escapar
de los fisgones.
La hiperventilación de los operadores
fotográficos que agitan sus teléfonos con
microcámara es un signo de esta época.
Hubo un primer anticipo solemne en
el entierro del último papa muerto, en
abril de 2005. Roma entera era una
muchedumbre multicolor de manos que se
levantaban y agitaban en el aire sus
artilugios para capturar una imagen que
viniera a probar lo que cualquiera hubiera
considerado irrefutable: que estaba
siendo testigo de un hecho histórico.
Estas imágenes espontáneas, y por ello
extraordinariamente vivas, con poca
definición y pixeladas –el píxel es la trama
sobre la que se desarrolla la vida
contemporánea–, se divulgan a través de
plataformas digitales a las que se accede
instantáneamente, redes sociales en la web,
blogs y fotologs, y otros no lugares del
ciberespacio. Dicho de manera pretenciosa,
se universalizan y pasan a integrar ese
flujo de lava hirviendo y de manjar para
voyeristas que es Google Imágenes, una
actualizadísima enciclopedia visual en la
que es posible encontrar casi cualquier cosa
118 revista udp 08
y donde también se incorporan fotografías
satelitales del planeta, técnicas y otras de
generación automática.
La voracidad por documentar del vulgo
amplía el catálogo de lo fotografiado y
permite la incursión en espacios vedados.
En la cárcel de Abu Ghraib, en Irak, el
ejército estadounidense torturaba a sus
prisioneros y los sometía a vejámenes
horrendos. Unos soldados norteamericanos
se tomaron unas fotos mientras hacían esta
labor de patriotismo. Orgullosos de sus
hazañas, se las enviaron a sus parientes y
amigos por correo electrónico. Ninguna de
las imágenes de los destacados fotógrafos
profesionales que participaron en la guerra
ni de los nuevos corresponsales locales,
a los que las agencias reclutan, forman y
dotan de equipo fotográfico por
considerarlos menos vulnerables y más
baratos que los extranjeros, está en
condiciones de competir con estos frágiles
documentos. Ninguna es más verosímil,
ninguna produce tanta indignación. Susan
Sontag no sospechó que la imagen del
encapuchado, que se volvió un ícono de la
ilegitimidad del conflicto, iba a quedar
fuera, porque se conoció después de su
publicación, de su ensayo Ante el dolor de los
demás, dedicado precisamente a las
contradicciones éticas que ofrece la
narración visual de los conflictos éticos.
Como el archidifundido retrato del
Che Guevara de Alberto Korda, reproducido
hasta la saciedad, o algunas de las
repetidísimas postales amables de Robert
Doisneau, esa fotografía precaria
tenía la simplicidad y la contundencia
necesaria para transformarse en un
símbolo que trascendiera.
Este acceso a espacios ocultos es facilitado
por los nuevos usos sociales de la fotografía
y por la miniaturización y el abaratamiento
de los dispositivos, que permiten no sólo
obtener fotografías, sino también registrar
secuencias visuales con gran calidad.
La mejora en la resolución de captura
acorta la distancia entre los fotogramas
(extractos de película) y las fotografías.
Nace así una nueva tendencia: la captura
de secuencias de las que extraer
posteriormente las imágenes fijas,
bautizadas popularmente como pantallazos.
Esta opción parecía hasta ahora reservada
al registro de los contenidos de la televisión
y se legitimaba su uso en aquellas
realidades que ocurrían sólo en la pantalla.
Pero estás imágenes proliferan ahora
en los medios tradicionales en sustitución
de las fotografías tradicionales.
Sin embargo, el fenómeno de la
popularización del uso de las cámaras por
parte del gran público no es más que la
segunda etapa de un cambio revolucionario
que comenzó hace más de un siglo con el
norteamericano George Eastman. Al padre
de Kodak le debemos una estética de
brillantes y saturados colores e imágenes
indiscutiblemente nítidas y felices que
funciona aún como modelo de producción
y como criterio de edición de colecciones
privadas. También es el autor de uno de los
más eficaces eslóganes comerciales de
todas las épocas: “Usted aprieta el botón y
nosotros hacemos el resto”.
Efectivamente, durante todo el siglo XIX
la fotografía, que es un nombre genérico
bajo el que se conoce una infinidad de
procesos, antes químicos y ahora
electrónicos, para preservar una imagen
generada bajo un dispositivo óptico, es un
asunto de gran complejidad. Su práctica se
reserva, en la mayor parte de los casos,
a individuos versados en el manejo de
aparatos pesados y con destreza para las
mezclas, en ocasiones explosivas, de
productos químicos. Kodak separa la toma,
reducida a un simple gesto, del proceso
posterior, que sigue en manos de expertos.
El equipamiento fotográfico, su peso y
portabilidad, siempre ha influido
notoriamente en las características del
registro. Condiciona necesariamente los
resultados, la manera de ver, el
acercamiento a la realidad. La irrupción
del primer grupo de nuevos operadores
fotográficos, en el primer tercio del siglo
XX, se produce precisamente por una
simplificación y la estabilización de los
procesos en torno al gelatinobromuro seco,
que es esa misma película en rollo que
ya es difícil de encontrar.
El desembarco de los aficionados, mucho
más dignificados en su acepción francesa,
les amateurs, tiene unos efectos liberadores
en la estética fotográfica. Antes de su
interrupción, los operadores se dividían en
dos categorías básicas: los que hacían
de la fotografía un ganapán mediante la
práctica del retrato, fundamentalmente, y
aquellos otros que llegaban al medio con
pretensiones artísticas. Sobre ambos grupos,
a veces superpuestos, confluía la sombra
pesada de la pintura, de la que la fotografía
heredó el formato, la retórica de géneros,
las estrategias de composición.
Desprejuiciados, los nuevos fotógrafos se
liberan de esa pesada herencia e
instalan la cámara fotográfica como un
electrodoméstico al servicio de la memoria
y la construcción de una identidad familiar.
Inconscientes, ingenuos, ignorantes o,
simplemente, faltos de pretensiones, van a
facilitar un reencuentro de la fotografía
con algunas de sus características esenciales
y diferenciadoras. Cortarán cabezas y
desmembrarán sujetos sin piedad en el
encuadre. El gesto adquiere un nuevo
significado: la instantaneidad, asociado con
una representación de lo fugaz de la vida.
Esta constatación de una decisión no
premeditada –y que se supone, por lo
mismo, más verdadera– viene a reforzar la
fe en el medio. Por oposición a la pintura,
que parece siempre fruto de una
imaginación prodigiosa, la representación
fotográfica recupera sus lazos estrechos
con la realidad.
La práctica masiva de la fotografía se
asocia también a nuevas formas de narrar.
La composición descuidada, la ausencia de
revista udp 08 119
líneas horizontales y verticales perfectas,
la falta de foco o el foco desplazado, la
carencia de nitidez o la incorporación de las
formas movidas empiezan a formar parte
de un catálogo renovado donde se refuerzan
las ideas de verosimilitud, realidad en
estado puro y honestidad en la mirada.
En esta liberación estética, alentada por
las masas anónimas que fotografían
vacaciones y cumpleaños, se encuentra el
antecedente de las fotos de Robert Capa del
desembarco de Normandía, técnicamente
inaceptables pero inigualables por su
capacidad de emocionar. También está la
esencia de la pérdida de sentido de Robert
Frank, quien lleva el gesto hasta el límite al
ocupar la cámara fotográfica en la mano,
sin mirar por el visor. La actitud del autor
de Los americanos, quien desliga además a la
fotografía de la necesidad del
acontecimiento como desencadenante del
acto fotográfico, abre con fuerza los
espacios de la modernidad y allana el
camino a la sensibilidad contemporánea.
Las propuestas visuales de los maestros
del documentalismo social han ido
incorporando progresivamente los aportes
de los practicantes desconocidos. Cabe
pensar que los nuevos ejércitos de
anónimos fotógrafos no vienen sólo a
acelerar de manera desquiciada los ciclos de
producción de material visual, sino que
también están generando nuevas miradas.
Entremedio de mucha basura virtual y en
recónditas profundidades yacen algunos
tesoros que aguardan salir a la luz, volverse
pertinentes y dotarse de algún sentido.
Están a la espera, en definitiva, de que se
resuelva el viejo problema de siempre.
120 revista udp 08
Dos notas
sobre la sátira
por rafael gumucio
Mientras el odio tiene por
objeto bajar a tomatazos al
autor, al tirano, al profeta de
la inmortalidad y recordarnos
que todos somos mortales, la
sátira, que nace de ese odio, nos
reconcilia con un nuevo tipo
de inmortalidad: la de nuestros
instintos, nuestros miedos,
nuestros enemigos y amigos.
Rafael Gumucio. Escritor. Director de la Escuela
de Estudios Humorísticos de la Universidad Diego
Portales. Autor, entre otros libros, de Memorias
prematuras, Comedia nupcial, Monstruos cardinales
Ilustración de José Guadalupe Posada. y La deuda.
De Roma quedan la Eneida de Virgilio o las
Metamorfosis de Ovidio, que fueron escritas
para perdurar, pero también quedan
los Epigramas de Marcial, el Satiricón de
Petronio o las Sátiras de Juvenal, que nunca
pensaron sobrevivir su siglo. De Grecia
permanecen Sófocles y Esquilo, y también
Eurípides, tanto menos leído y disfrutado
que Aristófanes cuando se burla de él. Del
Roman de la Rose, el gran poema medieval,
queda su parodia, el Roman du Renard, y
quedan además los Cuentos de Canterbury y
el Decamerón. De Voltaire subsiste el Cándido,
escrito como un panfleto marginal, y lo
mismo ocurre con Diderot y su Jacques el
fatalista, mientras el resto de sus obras son
pasto de especialistas. Y persisten el Libro
del buen amor, y las burlas de Quevedo, y
el Quijote, y Gulliver, y Tristram Shandy, y
Rabelais. Mirada así, toda esa cadena de
autores y libros burlescos, satíricos, no
conforma una contratradición, como la
imaginaba Bajtín, sino que constituye
nada menos que la tradición, la única que
tenemos.
¿Por qué tantos libros escritos sin
intención alguna de sobrevivir se han
perpetuado a través de los siglos? La
respuesta más simple es que nos divierten.
¿Pero por qué nos divierten más tiempo, o
por más siglos, las obras de Plauto que las
tragedias de Séneca? Quizás simplemente
porque Plauto nos hace reír y Séneca no.
Pero sólo a medias nos hacen reír Swift
con Gulliver y Voltaire con Cándido, o los
panfletos de Paul-Louis Courier, o Sarmiento
o Vicuña Fuentes. Algo más que la risa no
atrae de sus textos; algo nos hace pasar
por alto nombres a los que aluden pero no
conocemos, detalles de las polémicas que
refieren, para saborear la estrategia de su
prosa, el brillo de sus ataques, la eternidad
de su rencores.
Nadie comparte hoy las burlas de Molière
sobre los médicos, nadie comprende sus
alusiones indirectas en las Preciosas ridículas,
pero todos entendemos que no hay comedia
revista udp 08 121
posible sin un enemigo al que liquidar. La
risa pura no existe sin algo de odio. Ese odio
puede ser muy gentil, como el de Laurence
Sterne o el de las comedias de Lubtich (para
pasarnos a otro arte), pero para que haya
ridículo tiene que haber algo ridiculizable.
El odio en el humor es como el alcohol
en los perfumes: no hace otra cosa que
subrayar los aromas y darles permanencia.
Esa cosa fugaz por antonomasia que es ese
odio (porque pocos odios duran mucho
tiempo) es quizás lo que le da eternidad a la
sátira.
1. La inmortalidad del odio
“El bien puro pronto se vuelve insípido,
falto de variedad, de vida. El dolor es un
agridulce que jamás harta”, dice Hazlitt en
su famoso ensayo El placer de odiar. “El amor,
a poco que flaquee, cae en la indiferencia y
tórnase desabrido: sólo el odio es inmortal”.
Se podría, al mismo tiempo, estar
totalmente de acuerdo y en desacuerdo con
esta observación, porque ¿qué puede tener
de eterno un párrafo como éste, escrito en
un blog por Andreu como comentario a un
posteo de The Clinic?:
que wea te dio gil culiao y la
conchasumare...
ven pa ca po reculiao te sako la shucha!
jauajau
amermelao jaujauaja
cagon jauajau
valis callampa
jauajauajua
jauaju
te gusta el piko
aaha
¿Qué tiene de eterno esto que no se va poder
leer en dos semanas más? Pero sería difícil
negar que la mirada no se queda pegada
en las letras, que algo permanece de eso
que no es nada. O que es un puro grito
de las entrañas, que tiene esa vitalidad,
la del pico, o el pene, la de los absurdos
jaujau que tratan de ser una risa y más
bien parecen un ladrido. Puro cuerpo,
122 revista udp 08
puro sudor, puro hocico abierto de perro
que ladra en medio de las letras, donde
se supone que nada ladra; en mitad de
las palabras nos recuerda el sabor salado
y podrido de la vida misma. Eso es lo que
reconocemos primero en el odio: nuestro
cuerpo entero unido en el salto, nuestra
bajeza y el culo, y las tetas y la mierda en
medio de los razonamients y disquiciones
que nos quieren mejores y distintos a lo que
realmente somos. No hay humor, por más
fino que parezca, por más sofisticado que se
nos presente, que no recurra al expediente
de los pedos, de los garabatos, de la sangre,
los vómitos y los sudores. La propia palabra
“humor” es un termino médico, una forma
de ver el cuerpo humano como una serie de
fluidos que lo circundan y sobrepasan.
Andreu gana su batalla. Tiene de alguna
forma razón, porque no tiene razón
alguna ni la busca. Su odio es instantáneo
y superficial. Quema rápido y se consume
también a toda velocidad. Si se alargara un
poco más en el tiempo, si refinaría tal vez
algo más su instinto y quizás llegaría a un
párrafo como éste, de Maher, en otro blog:
hola gumucio, te tratare de escribir
xuchadas elejantes y risonantes, ojala
las entiendas, porque yo no entendi
niuna maldita soez escrita por tu
enaltiva conciencia desgarrada de
tus pensamientos culeados y poco
ortodojos, sobre losotros, mi nombre
no es graciosamente de alcurnia, es
mas bien piojoso y maleducado y sorno,
te quedo claro rechuchaestumadre,
por eso no te doy mi apellido, no suena
como el tuyo reberberante gueon,
ocioso y la perra que te pario, espero
que no le hagai boleta de honorarios
a este pasquin por escribir tata
analogia insconciente y barbariemente
dearreica y poco relativa a temas
equinoxicos.-
me aburri
chao care huea……
Y se aburrió. Ése fue el problema: se aburrió
justo cuando empezaba a encontrar la
hebra, un lenguaje que salta todo, que
se burla de sí mismo, que no le importa
la gramática, que está escrito como
recomienda Nicanor Parra, que no tiene
otra. Un lenguaje que llega incluso a
callarse en otro comentario bloguero, de
Ana Lisa Melpico:
xx
xx
xx
xx
xx
xx
xx
x x xxx
x xx x
x xx x x x
x xx x x xx x
x xx x x xx x
x x x x xx x
xxxxxx
xxxxx
xxx
xx
xx
xxxxxxx para gumucio
El odio de Maher y Ana Luisa Melpico no es
del todo puro como el de Andreu, porque el
odiador se divierte en el juego y entra en él,
porque está más preocupado de la estrategia
que del enemigo. Entra con su pene, sus
garabatos, su instinto, pero lo acomoda
al contrincante; se abraza al lenguaje y
lo deforma y reformula; se inventa una
máscara, se posiciona en el escenario y se
sorprende más ligero y más contento de
lo que esperaba. Porque ésa es una de las
características básicas de la sátira: es un
arte militar, que siempre piensa en qué
armas usar para determinado terreno. Es
un arte frío basado en algo ardiente, el
odio. Es ese contacto entre el ardor del odio
y la frialdad de la estrategia lo que le da
eternidad al odio. Como en cualquier otro
arte militar, tiene que sopesar la frialdad
de la planificación y la violencia brutal
del acto. Hay que enfriar el odio, para que
sobreviva, pero no enfriarlo demasiado,
porque, si no, pierde su virulencia, esos
insultos que vienen del subconsciente, que
liberan fuerzas olvidadas que nos hacen
gozar y temer como sólo nos hacen gozar
y temer los sueños. Es quizás la razón de
la sobrevivencia de la sátira: para poder
escribirla, para no cansarse como se cansó
Maher en medio de sus ditirámbicos
elejantes y risonates, hay que usar todos
los recursos más refinados de la literatura,
imitar los estilos más complejos, fingir todo
tipo de sinceridad, llenar las páginas de
metáforas, crear toda suerte de monstruos
y de dioses. Hacerse un idioma que sea al
mismo tiempo personal y ajeno, íntimo
e histriónico. Como los borrachos en las
películas mudas, hay que fingir después de
horas de entrenamiento y acrobacia una
torpeza convincente.
El odio, esa cosa fugaz y viceral que se
aplica al lenguaje, esa cosa que quiere
ser permanente y cerebral, no tiene otra
que cambiar la ortografía, que modificar
la gramática, que inventar nuevas reglas
y nuevas formas. Mientras el amor o el
dolor buscan justamente ajustarse a las
convenciones, decirse como siempre se dice;
mientras la paz, la reverencia, mantienen
la tradición; mientras sucede eso, el odio
que termina por secarse por escrito es la
gran fuerza transformadora del lenguaje y
la literatura. Los cuervos que atormentan
a Prometeo son los que llevan el fuego. El
odio es siempre de vanguardia, aunque lo
usen conservadores, porque lo entendemos
más allá de las palabras, porque lo seguimos
en un territorio no conquistado aún, y
porque también es individual, inesperado,
propio, vergonzoso. Mientras el amor quiere
ajustar nuestra vida individual al concepto
del amor, al amor en general, a la rosa
mística en medio del jardín, el odio nos
rebaja a nosotros mismos, nos obliga a ser
detallistas, precisos, únicos.
Ser universal sin dejar de no serlo. Decir
lo que sólo una mueca en la cara, un
manotazo violento, puede decir. Dejarlo
revista udp 08 123
dicho, escrito, ajustar el reloj de la bomba
de tiempo para que estalle en un momento
y no en otro: he ahí el desafío del satírico.
¿Cuánto odio y cuánta estrategia son
necesarios para que sobreviva la sátira?
¿Cuánta forma se puede imprimir a la lava
volcánica de la ira para que no se seque
al primer contacto con el aire? La ira de
Quevedo da en el blanco inmediatamente:
Yo te untaré mis obras con tocino
porque no me las muerdas, Gongorilla,
perro de los ingenios de Castilla,
docto en pullas, cual mozo de camino.
La flecha llega tan pronto, con tanto veneno
en su punta, a su objetivo, que no tenemos
tiempo de admirar su trayecto. Su víctima
es por lo demás sólo Góngora y nada más
que Góngora. Ubú, de Jarry, no es nadie
conocido y nadie aguantable, pero es un
poco nosotros, un poco Jarry. Lo es sobre
todo después de la primera obra, Ubú rey,
cuando tiene que alargar y complicar su
historia. Lo mismo Cándido de Voltaire,
que pasa de ser una alegoría a ser un
personaje, y lo mismo el Quijote y más aun
Sancho. La burla, esa forma de odio, se ha
convertido, al complicarse y alargarse, al
enfriarse la lava, al generalizar el objeto de
su venganza, en compasión, una forma de
amor. El camino contrario nos parecería
penoso y triste. Esa metamorfosis, algo
que es amable y luego odioso es lo que
llamamos mala literatura. En el amor, el
odio mancha, o desafina; en el odio, el amor
refina, ajusta, beneficia.
En las primeras justas medievales vencía
el que mataba al adversario; luego, con
el refinamiento de la batalla, matar al
contrincante se consideró una falta de
elegancia suprema. Matar sin matar fue la
consigna. Es la consigna de todo humorista,
y más aun de quien ejerce la sátira.
Conocedor de este principio, con el tiempo
los que la ejercen prefieren inventarse
un enemigo ficticio, lejano, previamente
124 revista udp 08
vencido: las novelas de caballería en
Cervantes, las de Richardson en Laurence
Sterne, para ejercer sus dardos. Es la razón
por la cual literatura y los escritores son
el objeto, desde el mismo Aristófanes,
de la mayor parte de las burlas. Sócrates,
el ridículo abusador de Las nubes, duele
menos que el amante de la esposa, el tirano
sangriento, el asesino de tus hijos. En los
mismos comentario de los blogs se verifica
este curioso refinamiento del odio hasta
convertirse en otra cosa. Los primeros
comentarios intentan destruir al autor del
texto, luego destruirse entre ellos, hasta
terminar por hablar de cualquier otra
cosa, mezclar poemas, ideas, insultos, en
un juego que se complace en sí mismo.
El odio, para que dude, debe comprender
a quién odia, y nadie en su sano juicio
odia demasiado lo que se ha esforzado en
comprender. En el odio estamos nosotros,
enteros, lo peor de nosotros; en el amor
estamos sólo a medias, lo que deseamos y
soñamos ser. La inmortalidad del odio del
que habla Hazlitt nace justamente de que
el odio nos reconoce como mortales. Ama
justamente esa mortalidad, en nosotros la
revive. Es por lo demás lo más inmortal, lo
más común, lo más general que tenemos:
el hecho de que morimos, de que, como
Aristóteles y la Armenia que vendía quesos
al lado de mi casa, morimos.
El odio, para que sea literario, tiene que
ser relativo. En eso también se diferencia
del amor. El odio contiene el amor; el amor
sólo cuando no es amor puede contener el
odio.
2. Un género niño
El odio tiene así por objeto bajar a
tomatazos al autor, al tirano, al profeta de
la inmortalidad. Nos recuerda que todos
somos mortales. Pero la sátira, que nace de
ese odio, nos reconcilia con un nuevo tipo
de inmortalidad, no la de los principios o
ideas, sino la de nuestros instintos, nuestros
miedos, enemigos y amigos. Mientras el
amor, o la devoción, nos quiere ángeles, la
sátira nos devuelve a la niñez que nunca
crece y que por lo tanto nunca muere.
Los viajes de Gulliver, escrito por un adulto
para los adultos, es así hoy una novela para
niños. Si se piensa bien, no es del todo
irónico que así sea. Swift se lo buscó. Sólo
un género tan liviano como la novela de
naufragio podía soportar la pesada carga de
sus alegatos contra la filosofía especulativa,
los whigs y los tories. Para enfrentar a sus
enemigos, Swift no encontró otra cosa
que reducirlos. No en vano los minúsculos
liliputienses son los primeros en acoger
a Lemuel Gulliver. Rabelais, siglos antes,
convirtió a sus personajes en gigantes,
lo que no impide que las aventuras de
sus personajes en variadas versiones se
transformen también en leyendas que se
cuentan a los niños antes de dormir. De
alguna forma eso tampoco podía evitarlo
Rabelais. Los cuentos que les contamos
a los niños son del mismo género que
su gigantesca novela, fábulas morales
destinadas a enseñarnos el recto camino.
Animales que hablan, gigantes y enanos no
están ahí para estimular la imaginación de
los niños, sino para dejar en claro que el
cuento habla del mundo como una alegoría,
que ese lobo y esa caperucita son todos los
lobos y las caperucitas del mundo.
Así, los creadores de Los Simpsons,
actualmente no hacen otra cosa que
remitirse a una vieja tradición. Se permiten
la sátira más cruel y despiadada porque
han tomado el resguardo de que sus
personajes sólo tengan cuatro dedos y dos
dimensiones. Homero Simpson puede ser
un gigante o un enano, pero ante todo
es una metáfora que se vuelve de vez en
cuando sorprendentemente parecida a
una persona. Una persona que cae del
séptimo piso, que recibe balazos y no se
muere. Porque quizás ahí también reside
la inmortalidad del humor: en que nadie
muere. El odio nos recuerda que somos
mortales, pero la sátira nos recuerda que
no queremos morir. Es justamente lo que
la devoción, el amor, la seriedad olvidan.
La tragedia desea la muerte como una
liberación, las oraciones de los monjes
piden que muramos, los amantes se ofrecen
mutuamente veneno y dagas para que su
amor sobreviva a la muerte. Falstaff no
quiere morir, Tristram Shandy no termina
nunca de nacer. Gran parte de la comedia
nace justamente del contraste entre una
cultura que encuentraa la muerte elegante
y nuestra vida que prefiere ahorrársela a
cualquier precio. Eso es lo que relaciona
la sátira con la niñez, esa edad en que
queremos con desesperado afán vivir y
no morir. Esa edad en que estamos vivos
gracias a otros, en que somos parte de la
vida de otros que manejan los hilos de
nuestra vida que tiene a todo precio que
mantenerse. Marioneta en el teatro de los
padres, eternos personajes de sus cuentos y
ficciones, vivos por toda suerte de milagros,
caemos y rebotamos de niños, se nos rompe
un hueso y a la semana volvemos a correr
en la cancha.
El escritor satírico vuelve sus personajes
y su mundo a la infancia, no porque quiera
simplificar su mensaje, sino justamente
porque sólo en la complejidad de la
infancia, en su implacable lógica, puede
darlo a entender entero. Preocupados
permanentemente de la coherencia de
lo que se les cuenta, los niños no se han
resignado a la falta de lógica del mundo.
Conviven con varias razones, como
conviven con varias lenguas siempre, el
idioma de los adultos y su propio argot,
pero no conviven con la sinrazón. Para un
niño, todo tiene que tener su razón, aunque
ésta sea completamente fantasiosa. Swift,
que conocía muy de cerca la locura, podía
comprender mejor que nadie ese universo.
No escribió para él, lo tuvo sin cuidado la
niñez, pero escribió desde él. O, más bien,
desnudó la lógica infantil que subyacía en
su mundo de adulto. Le quitó su máscara
y la enfrentó con esa furia que a los niños
revista udp 08 125
se le prohíbe, pero que no dejan casi nunca
de sentir. La rabia contra la opresión de los
padres, la lógica del porque sí, del porque
así son las cosas, porque siempre fueron así.
Ante Stalin, el padre omnipresente, no
podía Bulgakov no volver al mundo en
que los perros hablan, los gatos gigantes
pasean por los clubes de escritores, y brujas
desnudas flotan por el aire. Un mundo
que es un Moscú vigilado y absurdo en
que todos, menos Poncio Pilatos, han
sido reducidos a la infancia. La misma
infancia donde estafan y se emborrachan
los terratenientes de Las almas muertas
de Gogol, novela enorme que nace de un
solo juego de palabra: almas muertas, es
decir, siervos muertos pero también sus
amos desalmados que los venden como si
estuvieran vivos. Alma, la de Gogol, que
terminó como la de Swift en la locura.
Común destino del satírico, ese moralista a
ultranza que de pronto no sabe hacia dónde
cavar para encontrar una salida.
La sátira es esa salida hacia el fondo, más
abajo, donde aún las palabras significan
muchas cosas más que las que significan,
y donde los acontecimientos también
tienen doble o tripe lectura. El mundo de
la infancia, esa libertad y ese terror, jovial
cuando los padres están, terrible cuando
vuelven y castigan. Ahí, siempre ahí,
mientras intentamos ser otra cosa, pensar
en grande o en pequeño, ponernos sotana
u uniforme. Ahí, siempre de vuelta, al
comienzo de toda literatura, de todo género
literario, primer y último instinto, el niño
que fuimos, y somos y seremos, ahí está la
sátira, que ríe ultimo para reír mejor.
126 revista udp 08 revista udp 08 127

1
El fondo del país Puesta a elogiar a Chile, Gabriela Mistral
sin fondo recuerda nueve cosas. Podrían ser más, dice,
pero en el trance de elegir elige sólo nueve
(cuatro apuntes “cosas mejores”. Las dos primeras son obvias:
y los choapinos, está presente. Según ese
retrato, los chilenos no sirven para otra cosa
que fabricar choapinos, o retozar en ellos,
o abrigarse con ellos las cañuelas, y bailar
o al menos avivar la cueca. En el ámbito de

sobre la cueca) la cordillera y el mar. La tercera es doble

por leonardo sanhueza
La cueca está llena de muerte
y de vida, como las bacanales
del siglo cuarto o quinto
o sexto antes de Cristo. Es un
ritual nacido entre personas
que vivieron la patria como
un limbo de inseguridad
total, de indefensión y de
inminencia del fin.
Leonardo Sanhueza. Escritor y geólogo. Autor
de los libros de poesía Cortejo a la llovizna y Tres
bóvedas, de la compilación de la Obra completa
de Rosamel del Valle, de la antología El Bacalao:
diatribas antinerudianas y otros textos y del conjunto
de crónicas Agua perra.
y son los “mineros y navegantes”. Todos los
chilenos, según la poetisa, hagan lo que
hagan, tendrían algo de minero o de
navegante. La cuarta es menos críptica que
la anterior: las alamedas. No se refiere,
desde luego, a las anchas alamedas, sino a
las de álamos californianos o chopos
españoles que trazan líneas en los valles
de la patria y sus “civiles campos libres de
barbarie”. La quinta es también vegetal,
pero autóctona, de sur y norte: las
araucarias y los algarrobos. La sexta, más
que vegetal, es agrícola: los frutos,
específicamente las manzanas, las peras, los
duraznos y los damascos. Es curioso, por no
decir insolente y provocador, sobre todo en
atención a la gente de los valles
mistralianos de Elqui, Huasco y Limarí, que
haya omitido en este punto las papayas, las
paltas, las aceitunas y las chirimoyas. La
séptima es extraña, viniendo de ella, una
mujer tan terráquea y continental: los
archipiélagos. La octava son las artesanías,
con especial atención a los choapinos
mapuches, cuyos colores “siempre rodaban
entre un negro topo, un café ciervo y un
gris culebra”. Y la novena, cual noveno
círculo del infierno, que completa este
auténtico acertijo nacional que la poetisa al
parecer nos dejó como tarea para la casa, es
inesperadamente la cueca, donde “la raza
sin muerte, caldo de una sangre subtropical,
cuerpos que están vivos de mar o de altura,
baila su orgullo vital”.
Este mapa mistraliano de las nueve
maravillas chilenas no puede ser más
desolador, en el sentido de que Chile
aparece como un país sin habitantes o como
un paisaje en el que ningún producto de la
civilización o de la cultura, salvo la cueca
los oficios, Gabriela Mistral menciona
justamente dos rubros paradigmáticos que
los chilenos no han desarrollado al punto
de destacarse en ellos. En vez de mineros,
lo que hay en Chile son más bien
pirquineros: cavadores de estrecheces y
constructores de estructuras enclenques.
Los artífices mineros que han trabajado en
nuestro país, incluso los de Codelco, han
sido mayoritariamente extranjeros. Al
parecer, no nos resulta andar construyendo
grandes cosas bajo la tierra. Aunque sus
ingresos provienen de la minería, Chile es
un país agricultor y está asentado en los
valles centrales; en esto, es certera la
elección de los duraznos y las demás frutas
que, aunque en otras tierras se den bien y
tengan historias de miles de años, aquí “se
están como se estarían en el aire, también
nuevo, del paraíso”.
La chilenidad del durazno es postiza, pero
acaso por ello sea más real que la de la
chirimoya. Esa esencia centrina, chacarera,
de Chile es la que vio Pablo de Rokha y
es la que sigue viendo Raúl Ruiz. Neruda,
el más hábil pero el menos chileno de todos
los poetas chilenos, que le agregó crema
al caldillo de congrio, afrancesándolo y
quitándole su sustancia popular, habría
escogido la turística chirimoya o la
voluptuosa sandía, nunca el durazno ni la
manzana ni la pera, como fruta nacional.
Pero todos sabemos que el olor de Chile es
el olor del durazno, y también el del
huesillo, que a diferencia de otros frutos
secos se come preferentemente en verano.
Como diría Gonzalo Millán, Chile es el
sueño del valle.
Por lo mismo, en cuanto a los navegantes,
ni siquiera puede decirse que la pesca sea
una actividad nacional. De viajes, mejor ni
128 revista udp 08
hablar. Chile es un destino, como Australia
o Brasil, y un lugar endogámico, como
Bolivia o, qué sé yo, Hungría, pero nunca un
punto de partida como Italia o Portugal.
Puede que tengamos buenos remadores
olímpicos, pero en general puede decirse
que llegamos tarde a la época de la
navegación y que, además, nuestros
navegantes no quieren levantarse, porque
tienen mucha hambre y quieren comer
curanto con chapalele. su parte masculina. Todas las cuecas
Pero en otro sentido tiene razón la
poetisa: somos mineros y navegantes,
aunque no lo seamos en absoluto, porque
nuestra sicología se equilibra entre esos
dos polos. Si existieran los topos marinos,
eso seríamos. Del mismo modo, no
fabricamos perfectas alfombras persas para
la opulencia, como tampoco delicadas sedas
o linos para la frugalidad. Fabricamos
choapinos y comemos duraznos. Y bailamos
la cueca. O, al menos, la avivamos.
2 que la enseñen a la fuerza en los colegios y
Cualquiera que haya visto el combate de
1940 en el Madison Square Garden entre
Arturo Godoy y Joe Louis, actualmente
disponible en Youtube, podrá reconocer en
el estilo del púgil iquiqueño algo entre
cuequero y maletero, que parte el alma:
esa manera agachada de pelear para evadir
el castigo del coloso invencible,
neutralizándolo con mañas y técnicas
truchas, chasquillas, para luego asestar el
golpe desde abajo, sorpresivamente, según
una actitud que Pablo de Rokha hubiese
llamado “amarditamiento” y que Nicanor
Parra habría suscrito. Digo que parte el
alma porque en cada una de esas agachadas
se trasluce una derrota de tipo trágica,
señalada por el destino: hagas lo hagas,
Godoy, no vencerás, porque la injusticia de
los jueces, al cabo de los quince asaltos, te
dirá quién eres: un chileno, un comedor de
duraznos, un peso pesado bailarín de cueca.
La belleza es el jugo de esa escena
terrible, cuando al fin del combate el héroe
derrotado Godoy alza sus brazos en señal de
victoria, saltando sin cesar, como un niño
a punto de recibir su regalo, mientras
que el Bombardero de Detroit, vencedor de
la maquinaria imperialista del dinero,deja
caer pesadamente sus brazos y su mirada,
admitiendo con tristeza y resignación su
triunfo comprado.
En el baile pugilístico de Arturo Godoy
está la esencia de la cueca, por lo menos en
populares llevan esa marca, la de ser
agachadas y mañosas. La chilota, la nortina,
la brava, la chora y la centrina: todas,
siempre desde abajo, a punto de asestar el
golpe. A medida que se sale del mundo
popular, la cueca se yergue, se plancha y
desnaturaliza.
3 inseguridad total, de indefensión y de
La naturaleza popular de la cueca está
seriamente reñida con el decreto de 1979
que oficializa la danza nacional. El hecho de
la bailen por decreto alcaldes, intendentes y
ministros en las fiestas disloca la danza y
su simbología a una representación pública
de la nacionalidad, lejos de su lugar en el
festejo del pueblo, del mismo modo en que
la libación de la chicha en cacho se disloca
en las gradas de las autoridades o, en las
aulas, el arte de narrar leyendas populares.
La cueca oficial es el papelón habitual de
la clase política justamente por eso, porque
deviene sketch o número de kermesse.
Ricardo Lagos Weber, como Joaquín Lavín
y como tantos otros políticos que han
tenido y seguirán teniendo que someterse a
esa auténtica peladilla de la conciencia
folklórica, hizo el ridículo en su momento,
pero no por no saber bailar cueca (¿quién
sabe, a ciencia cierta, bailar cueca?),
sino por no saber que la mano izquierda,
al esconderse en el baile, empuña un
imaginario y antiguo cuchillo, listo
para asestar el golpe, desde abajo,
sorpresivamente, y sobre todo por no saber
revista udp 08 129
que la cueca se baila bajo el más severo sentimiento y ejemplifica las honduras a las
y visceral influjo alcohólico, porque es que pudo llegar una danza que hoy suele
dionisíaca y diabólica. Si Lagos Weber comunicarse como una pura hojarasca
hubiese estado borracho, como piojo o como agitada por los más hueros aspavientos
tenca, o un poco borracho no más, como nacionalistas.
quien dice borrachoso, o chispeante, o Cien años antes de esa película, el
medio puesto, pero en cualquier caso a periodista fronterizo y revolucionario Pedro
consecuencia de alcoholes de uva, no de Ruiz Aldea hizo una descripción que Kaulen
papa ni de cebada ni de caña de azúcar, parece haber considerado: “La fiesta del
se la doy firmada que el Diablo en persona angelito es una de las bacanales más
le habría enseñado a bailar en el acto, inmorales que pueden darse; fiesta que, con
permitiéndole no sólo salir airoso, sino título de religiosa, es la más profana e
ganancioso de una chilenidad que él inmunda y donde más campo abierto tienen
desconoce por su origen y su clase y su el vicio y la corrupción para mostrarse en
afición al trekking. La cueca está llena de todas sus fases y profanidades”. En un diario
muerte y de vida, como las bacanales del de 1879, se leía que los velorios de angelitos
siglo cuarto o quinto o sexto antes de Cristo. eran “la orgía más espantosa”, en la cual “se
Es un ritual nacido entre personas que observa a los padres del angelito bailando
vivieron la patria como un limbo de al compás de una endiablada cueca”, todo
circundado de pendencias y obscenidades.
inminencia del fin. Da pavor que cien años después, en los
ojos de Kaulen, y quizás en los nuestros,
4 el horror de toda esa inmundicia antaño
El problema de la cueca, decía mi amigo temida y abominable haya terminado
el poeta y experto cuecólogo Miguel develándose como una esencia del drama
Naranjo, “es que se presta para el hueveo”. popular, provocando accesos de nostalgia –y
Es un problema, realmente, y nos incumbe cólera– por lo que aún cuesta trabajo
a todos, porque la cueca tiene adentro considerar perdido para siempre.
otra cueca. Sus frivolidades, las nimiedades
que aman el Estado y la oligarquía, son a
menudo la punta de un iceberg negro, un
fondo del país sin fondo, en donde el
sentido de lo popular está en permanente
controversia con los dictados del poder.
Sobre ese asunto, ahora recuerdo la
película Largo viaje, de Patricio Kaulen, que
contiene dos o tres escenas que debieran
estar presentes en cualquier historia del
Chile popular. Me detendré en una de ellas:
la noche y amanecida del velorio del
angelito, que comienza, como es de rigor,
con histriónicas rezadoras y cantos a lo
divino, y termina, como es de rigor también,
con una orgía macabra delante del cadáver
del niño santificado y ataviado con traje
blanco y con alitas de papel, donde la cueca
larga es verdaderamente más larga que el
130 revista udp 08 revista udp 08 131

fin de partida

Al pie de la letra
132 La ironía, el gato, la liebre y el perro
constantino bértolo

Tiro largo
134 Machos, lachos, padres e hijos
en la obra de Joaquín Edwards Bello
andrea kottow

Fuera de juego
146 Las nieblas del tiempo
ernesto ayala

Inédito
148 Póker
gonzalo contreras

Punto y coma
152 Honoré de Balzac:
un monumento a las galeradas
alfonso calderón

Entre paréntesis
154 Cuentos y cuentas de “Daniel López”
m. e. orellana benado

Reseña
162 Con nombre de mujer
joyce ventura

Reseña
164 Crónicas del espacio interior
marcelo maturana

Reseña
166 La segunda edición de
Márgenes e instituciones
carlos pérez villalobos

Reseña
171 Negros reflejos  
tal pinto 

Al margen
173 El polizonte o la literatura de la negatividad
damián tabarovsky
132 revista udp 08
al pie de l a letra
Constantino Bértolo. Licenciado en filología
hispánica y crítico literario. Director literario del
sello editorial Caballo de Troya, de Random House
Mondadori. Autor de La cena de los notables.
La ironía, el gato, la liebre y el perro
Por Constantino Bértolo
La ironía es forma de decir lo que no se
puede decir. Dice lo que no se dice. Dice otra
cosa de lo que dice. Y este carácter
paradójico hace de la ironía una figura
especialmente atractiva para estos tiempos
en los que el derecho a decir se ha vuelto
sospechoso. Ese decir y no decir permite
estar en dos sitios y en ninguno, cazar dos
pájaros de un tiro, ser luz y sombra en el
mismo espejo, boca y eco, repicar las
campanas y estar en misa al mismo tiempo,
contemplar con satisfacción tu propio
entierro. Para entendernos: su atracción
reside en que es un lujo y como tal reviste de
prestigio a quien lo usa. Lujo intelectual:
finura de espíritu, sabiduría escéptica,
comprensión tolerante, humilde cinismo,
modesta soberbia. La lúcida actitud de quien
ya sabe que todas las batallas son la misma y
que la derrota o la victoria son las dos caras
(irónicas) de un mismo absurdo. Lo dicho:
casi un tropo perfecto para una literatura
que ha hecho de la seducción su estrategia
predilecta.
No es extraño por tanto que el escritor se
sienta atraído por esta dulce Circe que le
permite instalarse en el poder de aquel que
puede decir y dice y en la cómoda
irresponsabilidad del que nada dice. Musa
irresistible para el escritor de nuestro
tiempo: el que no quiere equivocarse. Quiere
participar en el decir pero sin decir nada
exactamente y ve en la ironía la elegante
evasiva que resuelve el problema que
plantea tal cuadratura del círculo.
Su miedo a decir (algo) se asienta en su
presunta lucidez histórica: decir produce
catástrofes. Su necesidad de decir, de estar
entre los que dicen, tiene orígenes más
inmediatos: sabe que el que no dice no
existe, no “cuenta”. Al decir participa del
poder. Al decir lo que no se puede decir (la
ironía) participa del no poder: del oprimido.
Vive y disfruta de esas dos legitimidades. Y
en cada ocasión oportuna acudirá a cada
una de ellas. Según su conveniencia. Sirve a
dos amos y por eso se siente como quien no
padece a ninguno. Libre en lugar de
doblemente esclavo. Libre y al servicio de la
única verdad posible: la irónica y de ella, la
que dice y no dice, sí se quiere deudo.
Servidor de ella se reclama. Sólo a su voz
–que se oye y no se oye al mismo tiempo–
obedece.
Nada hay por tanto de raro en que con
tantas ventajas la ironía se haya constituido
en el recurso más prestigioso de nuestro
tiempo literario. Tiempo en que el hablar
claro parece estar condenado a volverse
palabra autoritaria, dogmática, totalitaria:
anatema. Tiempo en el que escritor rehúsa
ser árbitro, juez o testigo y teme que el decir
le comprometa. La ironía goza social,
cultural y literariamente de máximo
aprecio, y ha devenido condición y
mandamiento intelectual insoslayable: toda
existencia inteligente debe ser irónica,
llegándose por este camino a una afirmación
implícita que la sacraliza: ironía e
inteligencia serían una misma cosa.
¿Pero es la ironía realmente lo que los
escritores irónicos afirman que es: un mero
decir que dice otra cosa que no puede ser
dicha?
No, o, mejor, digamos (para no ser
etiquetados y silenciados bajo el rótulo de
dogmáticos) no exactamente. Caben, al
menos, otras lecturas del concepto más
justas y adecuadas. Lo que define el ser de la
ironía no es tanto su función retórica, su
efecto, sino la situación que la provoca. La
ironía es, en origen, el hablar del débil
delante del fuerte. Y no es un hablar para
ese fuerte que aparentemente es el
destinatario de lo que se enuncia, sino un
hablar para los otros débiles que están
también presentes y han de estarlo
necesariamente pues sólo ellos pueden
entender lo que la ironía permite. En la
situación de ironía el fuerte oye pero no
entiende y ese debilitamiento es lo que la
ironía pretende. No es ni siquiera un recurso
que el débil use para hablar al fuerte sino un
código encriptado utilizado por los débiles
en una situación marcada por la presencia
siempre vigilante del poder. Ése es el terreno
constituyente de la ironía: la situación de
desigualdad. La ironía en ese contexto
jerárquico es el medio que tiene cualquier
hablante de ir en contra de la ley o la norma
sin tener que asumir las represalias que
conllevaría una incitación al combate. Sin
embargo, en la mayoría de los textos
actuales el recurso a la ironía nada tiene que
ver con la desigualdad ni con la voluntad de
debilitar la posición del poder y sus
discursos. Su función hoy responde más a
una estrategia exhibicionista –de ahí el auge
de la autoironía– que a la construcción de
una obligada clandestinidad semántica. La
ironía entre iguales no es ironía sino
complicidad, guiño de identidades, muestra
de pertenencia, ornato gratuito que a nadie
pone en peligro, que nada oculta porque
gusta precisamente de mostrarse como
inteligencia compartida y que, encantada de
haberse conocido, no hace otra cosa que
revista udp 08 133
mirarse en el confortable espejo de un Se viene considerando, y creo que con
escepticismo inmóvil. Con nombre de la razón, al escritor David Foster Wallace como
ironía lo que hoy nos venden es gato por un referente de primer orden a la hora de
liebre. construir una literatura capaz de dar cuenta
A veces en lugar de gato nos dan perro: de las transformaciones sociales y culturales
sarcasmo. Cuando la ironía ladra la llaman que sacuden el imaginario colectivo e
sarcasmo, que es procedimiento retórico individual de la posmodernidad global en
que parte también de una situación de que vivimos. En sus obras, la ironía, la
desigualdad. El sarcasmo es el recurso de un autoironía y el sarcasmo se cruzan y
fuerte contra el débil y está encaminado a entrecruzan con suma habilidad y eficacia
provocar el aplauso y el reconocimiento de narrativa, si bien él mismo es consciente de
los otros fuertes que participan en la las limitaciones que tal actitud estética
escena. Fuertes contra débil. Un punto de acarrea, y señala que si la ironía en un
partida propicio para la producción de primer momento contribuye a denunciar,
burla y crueldad, y las produce. Burla y una vez que ya se conoce lo denunciado deja
crueldad dirigidas hacia alguien que de ser liberadora y pasa a ser esclavizadora:
ostenta una posición más débil son formas “la canción del prisionero que ha aprendido
de dominio. Dominio en crudo en el caso de a amar su cueva”. Para la crítica dominante,
la crueldad. Asistir a un acto lingüístico o sin embargo, la presencia de lo irónico sigue
real de este tipo tiene más entusiastas de lo siendo muestra suficiente de alta solvencia
que el buen humanismo presupone. Para literaria. ¿Será que los críticos temen ser
confirmarlo baste con recurrir al gozo que desalojados del reino de los fuertes?
despertaban los gladiadores en el circo
romano o al gesto desquiciado de los
espectadores que rodean el ring durante un
combate. La crueldad es una forma de
catarsis aristocrática, funciona de arriba a
abajo, conlleva el recurso al prestigio de la
fuerza bruta que acaso se asienta en nuestro
cerebro de reptiles. Como versión retórica
de la crueldad gratuita, el sarcasmo es
también un recurso que crea
reconocimiento y recuento entre los que
detentan poder y por eso es uso que gustan
extremar los que sienten inseguros de tal
pertinencia. El sarcasmo deviene entonces
más que muestra de dominio, gesto servil y
disfraz del miedo, atemorizada impotencia,
jactancia vana.
134 revista udp 08
tiro l argo
Andrea Kottow. Doctora en historia de la
medicina por la Freie Universität de Berlín.
Profesora de la Universidad Católica de Valparaíso.
Autora del libro Der kranke Mann. Medizin und
Geschlecht in der Literatura um 1900 (El hombre enfermo.
Medicina y género en la literatura de 1900).
El presente artículo fue desarrollado, durante el
año 2008, dentro del programa de investigación
“Archivo, imagen-tiempo, ciudad”, dirigido
por Carlos Pérez Villalobos. Dicho programa,
auspiciado por la Universidad Diego Portales, se
ejerce actualmente en su Facultad de Arquitectura,
Arte y Diseño.
Machos, lachos, padres e hijos
en la obra de Joaquín Edwards Bello
Por Andrea Kottow
La tan celebrada actividad como cronista
de Joaquín Edwards Bello contrasta con
una opinión poco unánime sobre la
calidad de su obra narrativa. Las críticas
de su época muestran ya una cierta
incomodidad con la novelística de este
autor: Alone resalta con relación a Criollos
en París su propiedad cronística y Marta
Brunet es clara en su dictamen sobre El
roto cuando dice: “Períodos largos cansan
de inutilidad algunos capítulos”. El
rescate que se ha producido en torno a
Joaquín Edwards Bello, como bien apunta
Roberto Merino, mucho tiene que ver con
la figura misma del escritor: el heredero
ludópata y mujeriego de una fortuna
familiar, inadaptado, irreverente, locuaz y
suicida. El propio Edwards Bello muestra
tener conciencia de ciertas insuficiencias
literarias y estéticas evidenciadas por sus
novelas. Así, en una entrevista de fines
de los años cincuenta, admite la calidad
de “borradores” para sus creaciones
ficcionales, proponiendo volver a ellas
para afinarlas, lo que queda plasmado en
la reescritura y reedición de varias de sus
novelas.
Quizás una de las razones principales de
este desacuerdo en los veredictos acerca
de la obra ficcional de Edwards Bello
resida en que, una vez familiarizado con el
universo literario del autor, el lector suele
tener la sensación de estar leyendo, una y
otra vez, la misma trama: los personajes
protagónicos de sus novelas se asemejan
tanto en los conflictos que los mueven y
marcan como en las coordenadas sociales
en las que se ven envueltos; como si
los tópicos y problemas tratados en las
diferentes obras respondieran siempre a
las mismas inquietudes. Probablemente
sea ésta una de las causas por las cuales
Edwards Bello no es considerado un gran
novelista, entrampado siempre en resolver
problemáticas similares y en personajes
que se parecen en sus características
centrales. Además, son insatisfactorias
las soluciones narrativas que ofrece a
los conflictos constituidos al centro de
sus textos: hacen pensar que la peripecia
podría asimismo seguir eternamente igual.
En Criollos en París, El chileno en Madrid y
La chica del Crillón, Edwards Bello propone
desenlaces felices, en los que los conflictos
quedan supuestamente solucionados
por una especie de reconciliación de los
personajes principales con sus deseos.
Las historias de amor, que nos fueron
expuestas como imposibles durante
el transcurso de toda la obra por su
narrador, al final de la novela se hacen
inverosímilmente viables. Edwards Bello
introduce elementos y giros románticos:
fortunas inesperadas que vienen a soslayar
problemáticas que parecían insuperables
desde un punto de vista existencial,
personajes salvadores y redentores,
acomodos repentinos.
Por otro lado, cuando el género
novelesco va confundiéndose con el
cronístico, los textos de Edwards Bello
adquieren su mayor fuerza, mostrando que
la crónica es el medio en el que el escritor
conquista sus máximos logros.1 Es por ello
que la mayoría de los estudios sobre las
novelas de Edwards Bello (que, dicho sea
de paso, no son muchos) no se adentran en
las construcciones literarias de las obras,
sino en las descripciones que en ellas se
encuentran de Santiago, de Valparaíso, de
ciertos barrios, su gente, la “chilenidad”.
En sus novelas, Edwards Bello pareciera
demostrar que está ineluctablemente
atrapado en ciertas temáticas, lo que lo
obliga a escribir una y otra vez a partir
de los mismos caracteres y con variables
similares. Lo que desde un punto de
vista estrictamente literario resulta poco
convincente ofrece, sin embargo, a partir
de una perspectiva psicoanalítica, una
posibilidad de exploración de los horizontes
desde los cuales se configura la escritura
ficcional de Edwards Bello. A continuación
expondré algunas de las coordenadas
centrales que estructuran el entramado
novelesco de Joaquín Edwards Bello, con
el fin de ir descubriendo ciertos conflictos
que en reiteradas ocasiones mueven a
sus personajes. Para ello me centraré en
tres de sus novelas: El roto (1920), Criollos
en París (1933) y El chileno en Madrid (1928).
Estos textos serán leídos atendiendo a
las estructuras familiares que en ellos se
van evidenciando y, además, revisaré las
relaciones amorosas y eróticas que el orden
de las familias pareciera permitir, impedir
o configurar en los personajes. La elección
ha caído en estas tres novelas, dado que
permiten, en su conjunto, un acercamiento
a la narrativa de Joaquín Edwards Bello
que devela los problemas centrales de sus
novelas. Consciente de la omisión de dos
de las mejores novelas del autor –La chica
del Crillón y Valparaíso– cabe destacar que
estos dos textos presentan características
especiales que hacen difícil un estudio
comparativo como el que se plantea en el
presente trabajo. En La chica del Crillón el
narrador asume una voz femenina, lo que
complica el escenario aquí expuesto. Teresa
Iturrigoriaga relata su historia de adinerada
empobrecida, los (des)acomodos sociales
que esta caída implica y las problemáticas
que tiene con su padre amado, quien, con
incipiente demencia senil, desespera y
avergüenza a su hija. Tanto el travestismo
que esta figura narrativa implica como
2
su constitución a partir de una primera
persona dificultan un análisis exhaustivo
dentro del panorama propuesto. Otro
tanto ocurre con Valparaíso, una novela de
características claramente autobiográficas,
que en muchos de sus pasajes evidencia el
gusto por el género cronístico de su autor.
Son dos los grandes temas a los que
Edwards Bello vuelve, obsesivamente, en sus
textos narrativos: el tema del padre, tanto
desde la perspectiva del hijo como desde la
de la paternidad, y el tema de la mujer, en
la contraposición madre/prostituta. Para
acercarse a estas problemáticas, se ensayará
una lectura de las novelas enunciadas desde
la perspectiva de determinados textos de
Sigmund Freud. Esta vinculación permite
releer ciertos pasajes y escenas novelísticos
con claves que arrojan nuevas miradas sobre
el cosmos narrativo del autor en cuestión,3
superándose el marco de discusión común
de su obra novelística, en el que dominan
asuntos que se relacionan con su criollismo,
su naturalismo, su visión sobre Chile.
1. La figura del padre: la pérdida
del padre en El roto
Difícilmente se deba al azar que las tres
obras maestras de la literatura de todos
los tiempos traten del mismo tema, el del
parricidio: Edipo Rey, de Sófocles; Hamlet,
de Shakespeare, y Los hermanos Karamazov,
de Dostoievski.
—freud, Dostoievski
Un conflicto medular que comparten casi
todas las figuras ficcionales de la obra de
Joaquín Edwards es la difícil relación con
la figura paterna: en muchos casos ésta
implica un conflicto basado en la idea de
formar parte de una familia con tradición,
insertada de una específica manera en
la sociedad chilena. Padre y patria se
entrelazan de manera estrecha (no en vano
tienen idéntica etimología) en las novelas
revista udp 08 135
de Joaquín Edwards. Al final de Tres meses en
Río de Janeiro –texto de híbrida pertenencia
genérica entre diario íntimo, novela y
crónica–, el narrador regresa desde Brasil
a la ciudad de Santiago. En el vapor en el
que viaja el personaje, comienza a hacerse
latente el cuchicheo de los otros pasajeros
a sus espaldas, que intentan dilucidar
a qué rama de la familia Edwards –“los
Médicis de Chile”– pertenece el joven.
La visibilidad que le otorga el apellido al
viajero, ligándolo a una orgánica social
con sus jerarquías y famas, le es un peso
insoportable del cual desea deshacerse:
“¿Cómo demostrarles a estos imbéciles que
yo me río de todo eso y que me importaría
un rábano llamarme Melindres o Pipiólez?”.
Al mismo tiempo, la actitud de sus
compatriotas le parece reflejar “lo chileno”
en sí. El vínculo con los Edwards tiene así
una triple significación para el joven: en
primer lugar, es su apellido paterno (que
posterga al materno, Bello, a un segundo
plano); en segundo lugar, su familia
pertenece a la llamada aristocracia chilena,
situación que lo marca indeleblemente; y,
en último lugar, es su clase social también
un signo de su pertenencia a Chile.
Más allá del dato biográfico, que permite
suponer una relación conflictiva de Joaquín
Edwards Bello con su padre,4 el tema del
padre hace su aparición de diferentes
maneras en gran parte de la obra literaria
del autor. En primer término, llama la
atención el hecho de que en ninguna de
sus novelas los protagonistas forman parte
de una familia nuclear convencional: o
son huérfanos de padre, como en el caso
de Criollos en París; o el padre está ausente,
como en El roto, narración en la que el
progenitor está preso; o falta la figura
materna, como en las novelas Valparaíso y La
chica del Crillón: no sólo no está la figura en
sí, sino que en la mayoría de los casos es un
vacío que no se colma de manera alguna; es
decir, es no sólo un vacío contingente, sino
también simbólico.
136 revista udp 08
tiro l argo
En la novela El roto, el adolescente
Esmeraldo crece en un ambiente donde la
presencia de las mujeres es permanente: un
prostíbulo. Esto, sin embargo, no establece
del todo un “dominio femenino”, pues él
sueña encontrarse con su padre, a quien
no ve desde muy niño. Puede pensarse
que en la “economía psíquica” –como dice
Freud– del muchacho, el padre-simbólico
tiene su lugar, aun cuando el padre-genitor
haya estado ausente. Justamente la idea
de “simbólico” implica un más allá del
referente. Si el símbolo es la “muerte”
de la cosa, el padre que opera es el padre
simbólico, el padre que resulta de su
desplazamiento por el símbolo. 5
En ese sentido, resulta relevante que un
cuchillo sea la asociación que el muchacho
guarda en relación con su progenitor, luego
de haber perdido los recuerdos; es una
parte del padre –se trata de un objeto que le
perteneció– que lo representa (sinécdoque),
bajo la versión de un carácter heroico
atribuido por Esmeraldo a su padre.
Finalmente, llega el día esperado: el
hijo visita a su padre en la cárcel. Pero,
en lugar de ser el “padre ideal, amante y
generoso, con rasgos nobles”, imaginado
por Esmeraldo, resulta ser un hombre
embrutecido por la vida carcelaria, que le
provoca repelencia al hijo. ¿Qué ocurrió? En
realidad hay dos padres: el idealizado (padre
simbólico) que le ha permitido a Esmeraldo
construir un camino hasta ese momento,
y el genitor (padre real), un ser bestial del
cual el hijo huye para cobijarse otra vez
en el lecho materno. Ya Freud anotaba, en
Moisés y la religión monoteísta, que frente al
padre se presenta una actitud ambivalente:
de un lado, ansiado y admirado; pero,
simultáneamente, temido y odiado.
Afectada por este primer y último
encuentro, se produce la muerte del padre,
unos días después, como resultado de una
sangrienta pelea de prisión. Es como si el
argumento, paradójicamente, eliminara
la existencia del padre para Esmeraldo
una vez que se produce el encuentro real;
recién ahí el adolescente se convierte en
huérfano de padre, mientras que en la
niñez sí contó con una figura paterna, aun
sin su presencia física. La novela enseña el
rasgo fundamental de la función padre. Pero
no va a ser la única enseñanza de El roto. El
padre soñado cumple con todos los rasgos
que Freud atribuye a la imagen paterna,
al héroe, a la “grandeza” del hombre: “La
claridad en el pensamiento, la fuerza de
la voluntad, la pujanza en la acción, son
constitutivas de la imagen del padre, pero,
sobre todo, la autonomía e independencia
del gran hombre” (Moisés). Una vez
despojado Esmeraldo de la figura imaginada
del padre, se entrega a otra lógica: “La
calle llena de novedades, de imprevistos;
su calle sin vergüenza, sucia y cínica”.
¿Cómo entender esto? Si hemos de dar
crédito a la idea de que el padre es ansiado
y odiado al mismo tiempo, es evidente
que la muerte del padre implica para el
muchacho la agresión propia a la moción
de odio (que existe de forma inconsciente).
La medida en que Esmeraldo idealizaba
al padre era directamente proporcional
a dicha moción de odio. De manera que
el acontecimiento realiza sus deseos
inconscientes, pero, al mismo tiempo, lo
deja en posición de ser castigado por ello,
de ser culpable. Convertirse en un par entre
sus pares –integrar una banda callejera– es
el expediente usado por el personaje para
obtener una sanción (en Algunos tipos de
carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico,
Freud hablaba de “delinquir por conciencia
de culpa”).
Freud, en Tótem y tabú, como también
en Moisés y la religión monoteísta, postula la
confirmación de una tesis aventurada por
Darwin con relación a la prehistoria del
ser humano. Antaño, el hombre habría
vivido en tribus originarias (Urhorde) en las
que habría existido respectivamente un
padre originario (Urvater), todopoderoso,
subyugador y violento. El resto de los
hombres del clan, humillado por tanto
poder y tanta restricción, se habría alzado
contra este Urvater, matándolo. Después de
una fase en la que los hermanos del clan
luchan unos contra otros por acceder al rol
del padre eliminado, se establece una unión
entre ellos: la culpa que pesa sobre los
hombres que cometieron el parricidio los
vincula y obliga a una obediencia posterior
a la ley del padre: acá es donde Freud sitúa
la emergencia de la moral y del derecho:
Nació la primera forma de organización
social con renuncia de lo pulsional,
reconocimiento de obligaciones mutuas,
erección de ciertas instituciones que se
declararon inviolables (sagradas); vale
decir: los comienzos de la moral y el
derecho. Cada quien renunciaba al ideal
de conquistar para sí la posición del
padre. (Moisés).
Esta genealogía freudiana es, a su vez,
como una novela. Los hermanos de la
horda primitiva realizan su deseo, pero
luego se arrepienten, se sienten culpables.
Construyen entonces una serie de reglas y
prohibiciones en nombre del padre, ¡pero
una vez que éste se halla muerto! Es decir,
el padre funciona como dador de la ley
cuando está muerto. Dicho de otra forma,
el padre simbólico da la ley en el marco
de la cual es posible hacer un camino, no
sin la permanente huella de la agresión
inconsciente.
Así, en la novela de Edwards Bello, una
vez que Esmeraldo ha visto realizada la
muerte del padre, ingresa a un clan de
iguales, en el que rige una ley –puesta en
juego una vez que el padre ha sido matado–,
marcada por la solidaridad entre los pares,
la ausencia de un poder centralizado y la
vigencia de un conjunto de regulaciones.
Al morir el padre, comienza a desplegar su
peso simbólico, imponiendo sus leyes entre
los hijos.
Siguiendo el juego de analogías con las
teorías freudianas, habrá que focalizar la
historia policial que se encuentra en el
centro de la trama de El roto. Esmeraldo
forma parte de un grupo de amigos, al
que pertenecen asimismo el Pata de Jaiba,
hermano de una hermosa muchacha de
nombre Carmen, y el Pucho, enamorado
de ésta. Carmen, sin embargo, anda con el
“futre” Sebastián Martí, lo que hace prever
muy tempranamente en la narración que
para el Pata de Jaiba esta ofensa, que rompe
con la premisa de “los pobres son pa los
pobres”, sólo podrá lavarse con sangre. El
Pata de Jaiba lanza la amenaza del asesinato
de Martí al aire. Esmeraldo, pensativo, cree
incapaz a su amigo de matar a alguien,
y entonces se imagina a sí mismo como
potencial asesino. Parece exagerado, pero
es lógico si se trae a cuento el asunto de la
moción agresiva inconsciente. La muerte
del padre ha sido deseada, aunque la
manifestación consciente sea la de una
extrema idealización; una vez que el padre
ha muerto, el deseo se ha realizado y no
importa, a escala del inconsciente, si la
persona lo cometió o si ocurrió al margen
de sus actos. Por eso, para él mismo,
Esmeraldo es un asesino (el mismo caso de
Mitia en Los hermanos Karamasov).
Al final de la novela se produce el clímax
del conflicto: el Pucho apuñala primero a
su propia enamorada y luego a Martí. La
muerte de Martí llama ampliamente la
atención de las autoridades, la policía y la
prensa, dado que se trata de un crimen que
refleja un problema de clases. La muchacha
6
humilde, seducida por el brillo del hombre
de clase más alta y la vida que éste pudiese
ofrecerle, así como los celos y la venganza
de los hombres de la propia clase: he ahí
el argumento de este drama de desenlace
fatal. Esmeraldo se atribuye, para gran
extrañeza de la policía, el crimen. Se trata
de la materialización de su condición de
culpable del deseo inconsciente, que clama
por una sanción para poder tranquilizarse.
En la novela, esto se representa mediante
la idea de la solidaridad propia de la tribu:
el adolescente se atiene a la moral de sus
hermanos, obedeciendo –con la asunción
de un crimen ajeno– a las regulaciones
internas de la tribu, pues el asesinato del
“futre” no es una venganza personal del
Pucho a causa del amor no correspondido
de Carmen, sino a causa de la humillación
sufrida por una banda hermanada, en la
que prima la horizontalidad y la sacralidad
de ciertas normas. Carmen y Martí han
cuestionado el orden de esta ley, yendo en
contra de una de sus máximas premisas
que atañe la lealtad con los propios; por eso
tienen que ser castigados, según los códigos
morales que rigen a su estirpe.
El desenlace de la novela subrayará el
asesinato del padre y la sujeción a la ley
de la tribu. Esmeraldo cae preso, aunque
las fuerzas del orden están convencidas
de su inocencia. Prontamente es liberado
y el periodista Lux lo acoge, pretendiendo
convertirse para él en una figura paterna:
“El periodista esperaba que Esmeraldo
ganara fuerza para hacer con él algo
provechoso. Quería educarle, pero el
muchacho permanecía reservado, esquivo,
salvaje. No pensaba sino en ver su barrio,
su madre”. El proyecto de Lux fracasa:
Esmeraldo se escapa del hogar ofrecido
por el periodista, volviendo al mundo de la
calle y del prostíbulo. En la última escena
de la novela, el muchacho es perseguido
por la policía: “Llevaba la delantera y
encima se venía un tren de carga. Ya iban
a alcanzarle cuando se volvió de un salto
y clavó un afilado puñal en la garganta
del que tenía más próximo. Se desplomó
de un grito, de boca, vaciándose la aorta
en calientes borbotones”. En la fuga, le
clava un puñal a Lux, quien se desploma
en las cercanías de las líneas del tren que
Esmeraldo alcanza a cruzar, deshaciéndose
de sus perseguidores. Por segunda vez, se
despoja de la figura paterna, quedando
definitivamente supeditado al mundo de
la calle. La muerte de Lux es descrita en el
texto en tanto producto de una confusión
revista udp 08 137
y del arrebato de la fuga. Quiere dar
muerte, pero no a alguien en particular,
sino a su más cercano perseguidor que,
“casualmente”, es Lux. De nuevo, bajo la
atmósfera de “lo confuso”, se expresa el
deseo de muerte al padre, pues el periodista
es una figura que se pretende paterna con
relación al adolescente. La responsabilidad
que Esmeraldo había asumido en la
muerte de Martí, que atenuaría la culpa
inconsciente por la muerte del padre, fue
disuelta por su excarcelación. Otra vez
quedó como al principio. Por eso, como se
citó antes, permanecía reservado, esquivo,
salvaje y añoraba volver a su barrio. En
ambas ocasiones en las que el padre es
asesinado, su muerte aparece vinculada
en forma abstrusa clara a Esmeraldo:
su padre muere en una pelea entre
prisioneros, luego de que Esmeraldo se
haya sentido incontrolablemente atraído
y luego asqueado por él; y Lux pareciera
ser tan sólo el cuerpo más cercano entre
sus perseguidores. Esta aparente falta de
asunción de la responsabilidad en la muerte
del padre se traduce, por otro lado, en la
autoatribución de un crimen ajeno (el
asesinato del “futre”).
En su ensayo sobre Dostoievski y Los
hermanos Karamazov, Freud lee tanto la
epilepsia como la ludopatía del escritor
ruso como la asunción de la culpa por la
muerte del padre. El niño anhela la muerte
de un padre gigante, violento y temido. El
padre muere efectivamente, no pudiendo
deshacerse el hijo de la sensación de que
ha sido la fuerza de su pensamiento la
que lo ha matado. La culpa por la muerte
aparece en forma de síntoma: los ataques
de epilepsia, por un lado, y la necesidad de
jugar hasta perderlo todo, por el otro, y ser
en consecuencia despreciado y castigado.
Padece las revelaciones de un sentimiento
de culpa que marca necesariamente la
relación con el padre muerto. Esmeraldo,
al asumir un crimen ajeno, se sitúa en un
posicionamiento potencial de castigo: “Fui
138 revista udp 08
tiro l argo
yo quien cometió el crimen; por lo tanto,
seré yo el que cargará con la persecución
y el castigo”. Esta asunción de una falta
ajena puede leerse en correlación con
la muerte de su propio padre, quien
muere unos pocos días después de que el
hijo lo haya rechazado. La culpa vuelve
a confirmarse con el asesinato de Lux,
asumido oblicuamente por Esmeraldo, su
hijo postizo.
La escena final no sólo permite
una lectura del nudo emocional del
protagonista, sino, a la par, su develamiento
en tanto carácter heroico. La característica
esencial que Freud atribuye a la figura
paterna es que provoca una fundamental
ambigüedad de sentimientos: el padre es
al mismo tiempo protector y amenazador.
Produce en el hijo simultáneamente una
ansiedad (Sehnsucht) de contar con su cariño,
así como una determinada animosidad
que se vincula con su privilegiada posición.
Esta ambivalencia emocional –amor y
odio– es, dice Freud, el núcleo del complejo
de Edipo que, a su vez, es la clave para
comprender los caminos elegidos por los
sujetos. La esencia de la figura heroica
consistiría precisamente en ser el héroe
aquel que supera al padre, matándolo o
venciéndolo. Es en aquella escena final de
El roto donde Esmeraldo repite el parricidio
(¿o lo consuma?), en la que alcanza ciertos
ribetes de héroe, constituyéndose en quien
se subleva a la imposición del padre, pero
sin una trama imaginaria que lo recubra
(por eso no se lo siente como héroe).
2. Santa versus pecadora: Lucía y Lisette
en Criollos en París
Vinculada a la problemática desplegada
en la novela El roto, queda por aclarar una
tercera figura masculina –además del padre
biológico que muere en la cárcel, y de Lux,
el periodista que guarda sentimientos
paternales hacia el muchacho–: se trata
de Fernando, amante de la madre de
Esmeraldo, Clorinda, quien vive de allegado
en el prostíbulo, poniéndose en escena
como el típico “macho” que toma sin pedir,
empedernido jugador, bebedor y mujeriego.
Siguiendo a Sonia Montecino, la figura de
Fernando se evidenciaría como prototípica
del lacho de herencia colonial.
El pater, en tanto categoría existente,
pero vacía de presencia en la familia, se
desplaza al lacho, que sustituye al que
no está, siendo él mismo ausente de otro
espacio donde una mujer engendró con él
hijos que seguirán su viaje, una mujer que
permanecerá sola, tal vez esperando que
otro (lacho) ocupe el lugar de aquel que
partió.
Fernando ha llevado una vida aventurera
y nómada, sin compromiso alguno,
reinventándose una y otra vez, lo que
queda paradigmáticamente evidenciado
una vez que es apresado por la policía, a
raíz de crímenes menores, y se revela su
“verdadero” nombre: Manuel Jesús Neira.
Clorinda se encuentra irremediablemente
rendida a los pies de tanta hombría,
mientras que Fernando cumple con ciertos
rasgos del arquetípico Don Juan:
Egoísta y caprichoso, ponía el culto
de sí mismo por encima de todo; no
sentía escrúpulos en sacrificar a sus
más próximos para gozar. Estaba harto
de la hembra sensual, de aspirar su
aroma lujurioso, de besar sus lunares
tentadores, de hincar los dientes ávidos
en su doble barbilla. Desde el momento
en que fue suya le pareció una ligereza
su amontonamiento: no tenía objeto.
(El roto).
La disipación del deseo, una vez el objeto
ha sido poseído, es uno de los rasgos más
recurrentes en las numerosas reescrituras
que del Don Juan se han hecho. El correlato
entre la exacerbada y brutal sexualidad de
Fernando y la entrega de Clorinda a ella es
la marginación de su rol de madre. No sólo
descuida a sus hijos en aseo e higiene (“sus
chiquillos, como todos los candidatos de
velorio de la localidad, iban sucios”), sino
que también se ve impulsada a tratarlos
en forma agresiva cuando está cerca de él:
“Cada vez que estaba cerca de su amante
sentía una necesidad imperiosa de reñir
a los chiquillos. ¿Por qué no se entrará
de payaso este moledera? ¡No sirve para
otra cosa! ¡A lavarte la cara, macao! ¡Y,
cuidadito con hacer ruido, porque ‘don’
Fernando está durmiendo!”. En la novela,
la erotización de Clorinda en tanto mujer
y amante la deshabilita como madre,
develándose una vez más, en otro plano, la
estructura edípica que subyace a la novela
de Edwards Bello. Fernando sexualiza
a la figura materna y abre con ella la
brecha entre dos figuras contrapuestas, la
prostituta y la madre, acción explicada por
la teoría freudiana.
En Sobre la más generalizada degradación de
la vida amorosa, Freud vincula el desarrollo
sexual a dos corrientes básicas, una
cariñosa (zärtlich) y otra sensual (sinnlich),
produciéndose con esta bipartición la
confrontación básica de la mujer en tanto
madre, admirada, pero sexualmente
prohibida, y la mujer-prostituta, objeto
sexual, rebajado y moralmente despreciado.
En El roto, el amante despoja a Clorinda
de sus rasgos maternales, evidenciándose
la exclusión de la figura de una madre
sexualizada. Esta contraposición de madre
y prostituta, anunciada como tópico
menor en El roto, llega a desplegarse más
detalladamente en otra novela de Edwards
Bello: Criollos en París.
Huérfano de padre y sobreprotegido por
su madre, Pedro Plaza, chileno de origen
pero parisino por elección, vive desde hace
varios años en la capital francesa. La vida
y el carácter del protagonista de Criollos en
París muestran con cierta obviedad algunas
semejanzas a los de su autor: Pedro Plaza
es un empedernido ludópata –bien sabido
es que Joaquín Edwards Bello perdió gran
parte de la herencia familiar en los juegos
de azar y que vivió algunos años en París– 7,
que goza la vida nocturna más que las
responsabilidades exigidas por una vida
burguesa.
Tiene una relación amorosa poco
comprometida con una joven francesa,
Lisette, con la que comparte largas noches
bañadas en champagne y una activa
vida sexual. Se ha desligado del soporte
social de chilenos residentes en París,
en gran medida vinculados a la política
y la diplomacia, mundo al cual solía
pertenecer. Este panorama, marcado por la
despreocupación y el goce, tambalea con la
llegada de la familia Salcedo y, en especial,
de la joven Lucía. Ella personifica lo que
Pedro pretende rechazar –el provincianismo
de los chilenos, el gusto por las apariencias,
la pacatería–, y lo que cree haber dejado
atrás. Sin embargo, no puede remediar
sentirse atraído hacia ella, y termina
enamorándose. La trama de la novela gira
en torno al debate interno de Pedro Plaza,
quien ve a las dos mujeres como opciones
de vida opuestas: Lisette encarna para él la
ligereza de la vida parisina, con sus noches
de juerga y la falta de compromiso, y Lucía
–el ideal de la madre de Pedro– encarna la
posible esposa y madre de sus hijos.
Así, Criollos en París actualiza el socorrido
tópico de la contraposición de pecadora y
santa: atrayente, sexualizada y perjudicial
la primera; inocente, intocable y salvadora
la segunda. Lucía Salcedo significa para
Pedro subordinarse a las premisas de la
vida burguesa, lo que implica a su vez una
vuelta al mundo de la diplomacia chilena
y una filiación con su patria. Confronta la
realidad en Chile con su vida en Francia: la
mujer enaltecida en tanto esposa y madre
contra la mujer rebajada en tanto objeto
sexual; la vida burguesa del trabajo versus
la vida aventurera del juego. La madre de
Pedro Plaza apoya los sentimientos de su
hijo por la niña Salcedo: “Hijo mío, no es el
cambio de una mujer por otra mujer lo que
veo, sino el cambio de tu vida, el cambio
del medio”. Pedro Plaza es un hombre
adulto, que nunca ha dejado de vivir en el
marco cobijador de su madre, quien –en
consecuencia– se impone como facultada
para participar de la decisión amorosa y
erótica de su hijo.
Volviendo a lo que propone Freud en los
primeros dos apartados de Contribuciones
a la psicología del amor, la vinculación con
el amor y la sexualidad nacería de las
relaciones del individuo con los primeros
objetos investidos de amor y erotismo:
los padres (y, en el caso del varón, con la
madre). La vida amorosa encuentra su
origen en la fijación infantil del cariño
en la madre; durante el atravesamiento
del Edipo, en los primeros años de vida,
hay un desprendimiento forzado de la
figura materna (en tanto prohibida como
objeto sexual), y el varón espera una
compensación, fuera del campo familiar,
en un futuro. Pero no siempre es así: con
frecuencia, la libido se fija en la madre,
lo cual explica el caso de hombres que
–como Pedro Plaza– viven hasta adultos
con sus madres, las cuales participan de
las decisiones de sus hijos frente al amor y
el erotismo8 (como se trata de un vínculo
inconsciente, da igual que tales hombres
manifiesten constantemente su desacuerdo
con la intromisión de la madre, a la que
en todo caso autorizan con sus actos). De
tal manera, el objeto amado se inviste de
particularidades de la madre, y la mujer
deseada sexualmente aparece en tanto
antifigura de la madre (y, si no lo es, se la
rebaja: se la busca en los bajos fondos, en la
intimidad se la denigra, etcétera). Mientras
que Lucía se muestra como intocable,
Lisette es la mujer deseada que puede ser
poseída por Pedro, sin que con ello proceda
a un rebajamiento de la figura materna.
Al comienzo de la novela, cuando se
presenta Pedro Plaza como personaje en el
mundo narrativo, le escuchamos su versión
particular de la segmentación de la mujer
en esas dos caras: “Vivo libre con mi madre
y tengo, por cierto, una amiguita deliciosa,
llamada Lisette. Es mi musa, es el verso
revista udp 08 139
lírico de París, el verso de carne”. Pedro
Plaza se define a sí mismo en tanto hijo que
vive con su madre y que “posee” a Lisette;
la primera característica que atribuye a
Lisette es ser “deliciosa”, es decir, causar
placer, y termina la descripción acentuando
su carnalidad, es decir, su sexualidad. El
diminutivo utilizado con relación a Lisette
(“amiguita”), en esta presentación de sus
coordenadas emocionales, la rebaja a puro
objeto sexual, excluyendo su apreciación en
tanto alguien capaz de sustituir la posición
de la madre. La madre y Lisette pueden,
para Pedro, convivir sin conflictos, dado que
están marcadas por dos signos contrarios:
la madre es la mujer amada y admirada,
Lisette es la mujer deseada y rebajada. Las
dos corrientes –para volver al lenguaje
freudiano–, el cariño y la sensualidad, están
disociadas en Pedro Plaza.
La vida amorosa de estos seres permanece
escindida en las dos orientaciones que
el arte ha personificado como amor
celestial y terreno (o animal). Cuando
aman no anhelan, y cuando anhelan no
pueden amar. Buscan objetos a los que no
necesitan amar, a fin de mantener alejada
su sensualidad de los objetos amados;
y luego, si un rasgo a menudo nimio
del objeto elegido para evitar el incesto
recuerda al objeto que debía evitarse,
sobreviene, de acuerdo con las leyes de la
“sensibilidad de complejo” y del “retorno
de lo reprimido”, esa extraña denegación
que es la impotencia psíquica. (Freud,
Sobre la más generalizada...).
Finalmente, Pedro toma una decisión en
pos de Lucía, siguiendo la recomendación
de su madre y buscando subordinarse a las
normas e intereses sociales. Los Salcedo
(Lucía y su padre), Pedro Plaza y su madre
realizan un viaje a España. Es ahí donde se
derrumbarán todos los sueños de una vida
burguesa del protagonista. Él se decide a
pedirle matrimonio a Lucía. Pero tal vez
por percibirla del lado de la madre y de
los vínculos y los intereses sociales, ella
no se entusiasma con la oferta “tierna” de
140 revista udp 08
tiro l argo
Pedro y, en lugar de aceptar, opta por una
relación erótica: se enamora perdidamente
de un teniente español con el cual se
apronta a huir (o sea, mediante el recurso
que justamente evade las formalidades
sociales) y Pedro termina convirtiéndose en
su confidente, es decir, lejano del erotismo,
alcahuete del interés erótico de ella por otro
hombre.
El amor por el teniente transforma
a Lucía frente a la mirada de Pedro,
despojándola de las características que la
hacían atrayente para él. En una entrevista
en la que Lucía pide dinero a Pedro, para
poder fugarse con el teniente, ella es
rebajada a la categoría de pecadora:
Lucía cogió los billetes que le pasaba, se
los metió en el pecho y quiso retirarse,
pero Pedro, violentándose hacía rato,
no pudo más, la atrajo a sí y la besó
violentamente en la boca, en el cuello,
tomándola en sus manos de tenazas por
los muslos y la cintura, cubriéndola de
saliva y envolviéndola en su aliento.
–¡Esto mereces! No eres más que una
zorrita.
Sólo cuando ella deja de ser “madre”, se
convierte para él en alguien a quien se
puede atenazar, besar con violencia, cubrir
de saliva. Pero entonces, dada la condición
bajo la que él concibe a la mujer, pasa al
lado de la prostituta: “No eres más que
una zorrita”. El maltrato de Pedro y el
diminutivo del vocablo “zorra”, sinónimo
de prostituta, marcan el rebajamiento de
Lucía a un objeto deseable y disponible.
Ahora bien, esta escena tiene unos rasgos
que podrían llamarse “perversos”: la
violencia, el insulto, que parecen estar
al servicio del rebajamiento, que hace
posible para él el acceso al objeto sexual.9
En el momento en que Lucía es vista por él
como deseable (en primera instancia por
el teniente) y deseante (deja todo por ese
hombre), se despoja de la inocencia que
él le asignaba y es considerada ahora una
prostituta, condición necesaria para que
él la desee también y, entonces, emula el
acto sexual con ella, rebajándola al mismo
tiempo con un gesto que Freud describe
como típico mecanismo de defensa.
La ruptura de este amor zanja la
imposibilidad de sus sueños de abogar por
una vida burguesa: no se convertirá en
esposo ni en padre de familia, ni volverá a
un trabajo estable y reconocido. No logrará
conciliar en una sola mujer el deseo sexual
y la apreciación moral.
Plaza vuelve a un París marcado por la
invasión del Kaiser: reina un ambiente de
sospecha continua, vigilancia y decadencia,
que sirve de escenario idóneo para que
su imposibilidad sea –en la historia que
cuenta la novela– una paulatina caída. En
este ambiente ocurre la segunda desilusión
amorosa del protagonista: se vuelve a
encontrar una última vez con Lisette..., pero
ahora ella está casada con un inglés y figura
como la señora Fergusson:
Lisette, era ella la que aparecía sentada
delante de una mesita cubierta de
diarios, vestida de enfermera de la Cruz
Roja, toda de blanco, igual a la hermana
de caridad laica, sus cabellos sujetos en
la cofia no ausente de elegancia. Era ella
misma y... cambiada, sin embargo. [...] Ya
usaba esos modos de madame Fergusson,
ya era una perfecta burguesita, tal como
soñó serlo toda su vida.
Mientras Lucía es clasificada por Pedro
como “zorrita”, Lisette ha sufrido una
transformación contraria: se le compara
con la figura desexualizada de una
hermana de caridad. Ambos modelos de
vida imaginados por Pedro Plaza resultan
ser quiméricos, simples proyecciones
simbólicas del protagonista, trocándose
en los momentos de supuestas decisiones
vitales en sus contrarios. La novela muestra
la dialéctica de la vida amorosa, las dos
caras de la moneda: la mujer santa se rebaja
y la mujer-prostituta se eleva.
La novela no termina con un Pedro
Plaza finiquitado en un París bélicamente
ambientado. Y si bien Edwards Bello
busca, en general, finales conciliadores y
felices, desde la lectura que proponemos,
el desenlace de esta obra, que parece de
poco interés literario, resulta altamente
sugerente.
Cuando Pedro decide regresar de España a
Francia, su madre resuelve no acompañarlo
para quedarse al cuidado del señor Salcedo,
con el cual termina casándose. La madre
abandona a su hijo por otro hombre, con
el cual se involucra sentimentalmente,
contrayendo matrimonio, autorizándose
así el vínculo sexual. Es decir, también la
madre-santa (que parecía no tener intereses
sexuales, sino meros intereses tiernos para
su hijo) se convierte en objeto de deseo
para un hombre. Deja de ser la madre que
había sido y ahora es una mujer. Esto, a su
vez, “libera” la libido de Pedro, quien ahora
puede desear en forma “íntegra” a Lucía: 10
amarla y desearla no se excluyen, como
antes. El final feliz de la novela, entonces,
implica un doble matrimonio: se casa la
madre y se casa el hijo.
Esta interpenetración de padre y madre
e hijos queda, además, sellada en la escena
que cierra la novela. Dado que Pedro Plaza
se ha enredado en un lío legal, “heredando”
una fortuna que un espía le ha dejado,
debe huir de Francia sin ser reconocido.
Lucía le roba a su padre el pasaporte para
que su enamorado pueda hacerse pasar
por el señor Salcedo. Pedro se disfraza para
adoptar la falsa identidad que le permitirá
la libertad y luego se reencuentra con Lucía:
Golpearon otra vez; abrió y tropezó
con los ojos de ella. Llegaba muy seria,
diferente de siempre, demostrando esa
extraordinaria fuerza de adaptación para
cada instante.
–¡El desayuno! ¿Te lo traigo aquí?
Pronto, pronto.
Acercándose más. Hasta casi rozarlo,
añadió:
–Ha llegado la hora decisiva.
–Desayuno no –dijo–. No, hija mía.
Quiero un gran whisky.
Pero, ¿por qué ha de pasar por esta asunción
de la figura del padre de ella para poder
reencontrarla? Parece requerirse un
elemento incestuoso –además, ahora ellos
son como hermanos, pues sus padres son
pareja– para que confluyan amor y deseo en
una sola mujer.
3. Ser o no ser padre: la cuestión de
El chileno en Madrid
Mientras que en El roto la trama de la novela
se estructura a partir de la perspectiva de
un hijo, en la tercera novela que se propone
revisar, El chileno en Madrid, la narración se
constituye desde la visión de un padre en
búsqueda de su hijo o, más bien, en busca
de convertirse en padre. En este texto,
de extensión breve y trama sencilla, se
entremezclan las problemáticas de las otras
dos novelas observadas: el asunto del padre
y el de la contraposición de la mujer como
santa y como pecadora.
La novela comienza con la llegada de
Pedro Wallace, en compañía de su amigo
Julio, a Madrid, ciudad a la cual ambos
personajes están ligados, cada uno a su
manera: Julio es hijo de madrileños y
nacido en Madrid, pero criado en Chile y
traspasado por la idiosincrasia chilena;
mientras que Pedro rechaza su origen y
relación con Chile, sintiéndose muy a gusto
en Madrid y queriendo volver a vincularse
con esta ciudad, la cual abandonó hace 17
años, dejando a una mujer y a un niño de
dos años.
Media vida suya estaba en Madrid, y,
¡qué espina en el corazón!, su hijo. Había
tenido un hijo, en su plena bohemia, un
hijo de la mujer que le remendó cien
pares de calcetines. Un hijo que adoraba
y del cual nada supo desde entonces.
Le dejó una mañana para marcharse a
América: le parecía verlo doblando una
esquina con la madre, envuelto en un
pañolón ordinario. No quiso que fueran
a la estación, para no llorar, y los engañó.
La madre creyó que no volvería más,
como lo hacen los otros. Nunca escribió.
Pedro pasó dos años en Chile sin poder
mandar un céntimo, y cuando pudo
hacerlo, ya nadie sabía de la mujer, ni
en el pueblo de su familia [...] Nadie supo
nada. Así habían pasado los años. Su hijo
tendría diecisiete. ¿Dónde estaría? Ahora
era rico y le buscaría hasta debajo de la
tierra. A eso iba a España: a buscar al hijo
de su bohemia, a la mitad de su vida. A
veces sus ojos reventaban en lágrimas.
En el fragmento citado, algunas marcas
textuales permiten inferir que la mujer con
la que Pedro ha tenido a este hijo añorado
es de una condición social más humilde
que él mismo, quien ha logrado, durante
su ausencia, “hacerse la América” y quien
además, como en repetidas ocasiones insiste
el texto, pertenece a una familia chilena
de renombre. En primer lugar, Pedro la
recuerda como la mujer que le zurcía los
calcetines. La imagen evocada remite a una
escena hogareña, simple y humilde. La tela
en la que imaginariamente la madre lleva
a su hijo, se describe como un “pañolón
ordinario”. La condición humilde de la
mujer que se ha convertido en madre de
su hijo puede ser leída como un requisito
(la baja posición) que él le pone al objeto
de deseo: él ha cambiado de condición
económica, pero sigue imaginándola a
ella como humilde. Volviendo al análisis
freudiano de la contraposición de dos
arquetipos femeninos –madre y prostituta–
que se actualiza en tanto imposibilidad de
cohesionar el amor sensual y la admiración
moral, otra variante de “disminuir” al
objeto deseado es elegir como amante
o esposa una mujer de una clase social
inferior:
Es posible que la inclinación, tan a
menudo observada, de los hombres
de las clases sociales elevadas a elegir
una mujer de inferior extracción como
amante duradera, o aun como esposa, no
sea más que la consecuencia de aquella
necesidad de un objeto sexual degradado,
con el cual psicológicamente se enlaza
la posibilidad de la satisfacción plena.
(Freud, Sobre la más generalizada...).
revista udp 08 141
Es por eso que Pedro “nunca se sintió
naturalmente atraído por la mujer de
mundo. Lo mismo en su tierra que en el
extranjero buscó la ingenuidad, cierta
plebeyez atónita que se le rendía con
religioso fervor”.
Todas las fantasías que Pedro irá
construyendo en torno al reencuentro
con la familia abandonada incluyen el
aspecto de una vida humilde y sencilla. Su
permanencia en España se abre justamente
a esa dimensión de la vida para Pedro,
que como correlato lleva consigo el
abandono de una vida comprometida con
las coordenadas sociales chilenas. Lejos
de la patria y de su peso moral y familiar,
Pedro se siente cómodo y atraído por la
sencillez de una vida de bajo perfil. Esta
actitud –cuya cúspide está formada por
la familia a recuperar– discrepa con la
perspectiva de Julio. Ambos amigos llegan
a una pensión madrileña manejada por
familiares humildes de Julio; pero mientras
que éste se siente muy incómodo en el
medio de una clase social más baja, Pedro
goza el alejamiento de una posición social
privilegiada: “¡Qué contraste hacían ambos!
Mientras a Julio le seducían los palacios,
las sedas, las luces, las señoritas, a él le
gustaban las obreras, los percales, las casas
de vecindad con sus plebeyas discusiones”.
Pedro siente ansias de deshacerse de
su pasado chileno, de su patria y de su
apellido, en tanto símbolo de la pertenencia
a una determinada clase social.
En la imaginación de Pedro, el hijo a
recuperar está vinculado con un específico
marco social dentro del cual el protagonista
es capaz de vislumbrarse como padre de
familia y marido. Símbolo de la humildad
de la familia añorada es el sobrenombre
con el que Pedro recuerda y emprende la
búsqueda de su hijo: Azafrán, nombre que
rememora el color amarillo de los trastos
viejos de los que Dolores, su madre, le
cocía la ropa: “Le pareció ver a Dolores,
sentada en la cocina, cosiendo esa ropita
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tiro l argo
con pedazos de calzoncillos amarillos
que le dejó. ¡El Azafrán! ¡Pobre Azafrán,
vestido como un payaso con sus trapos
viejos!”. Dolores es recordada como mujer
sencilla, llena de amor por Pedro, capaz de
sacrificarlo todo por él, comenzando con su
honor: “Se enamoró como loca hasta perder
el honor, lo que en España se llama el honor
de la mujer”.
Pedro está colmado de sentimientos de
culpa por haber abandonado a su familia a
la que sueña con recuperar, poniéndose en
escena como figura salvadora y esperada.
Se supone que Pedro se va a Chile porque
quiere juntar dinero para poder cuidar de
su familia; ése es su discurso a posteriori...,
pero la forma en que “huye”, sin decirle
nada a nadie, indica más bien una
imposibilidad de asumir el compromiso,
quizás una imposibilidad de asumir la
paternidad. Desde luego, regresa como
efecto de la culpabilidad que tal abandono
le produjo. Pero con el expediente de sacar
de la miseria a su “familia”, él queda como
un ser caritativo, y no como aquel que huyó,
dejando abandonados a su hijo y a su mujer.
La forma que Pedro se figura para devolver
el honor robado a Dolores es la salvación
por medio de su presencia, que dará marido
a la madre soltera, rebajada moralmente,
y configurará un padre para un niño que
no lo ha tenido. Pedro guarda una carta
que su hijo le envió siendo aún un niño,
funcionando este manoseado pedazo de
papel como símbolo de la paternidad que
Pedro imagina con relación a su hijo:
Kerido papá. Cuando vengas a Madrí dice
mi madre que me comprarás un balón.
Los de don Jaime tienen uno de cuero
como yo kero. Me han hecho delantero
corro mas si vieras. Estoi leyendo dos
libros que dejaste son para grandes pero
madre dise que nasí grande. Yo juego
con los de casa don Jaime no cere que
juguemos con Antonito te acuerdas el del
tabernero madre dise que vengas pronto
que traerás dinero y compraremos una
casa con patio para jugar como la de don
Jaime. [...] Madre no tiene cuartos pero
tu los ganas después yo cero ser chofer:
Vengas pronto te abraza tu hijo qe te
quere mucho mucho.
La carta, el fetiche que sirve de base
material al deseo de Pedro en su búsqueda
de madre e hijo, contiene muchas claves
para entender la naturaleza de lo que
mueve al protagonista en este intento de
recuperación. Fuera de que los errores de
ortografía y redacción indican la falta de
educación del hijo (por eso el intento de
incluir errores supuestamente muy graves
como el querer con k que, dicho sea de paso,
en español tiene poco sentido lingüístico),
la carta hace referencia a la precariedad
material en la que vive con la madre, así
como a las ilusiones que se encuentran
proyectadas en la figura paterna, en tanto
salvadora y protectora. Además, el hijo
guarda dos libros de su padre, símbolo de
la cultura letrada. Para que el hijo no se
pierda en malas compañías, como es el hijo
del tabernero, Antonio, debe regresar el
padre y rescatarlo de estos ambientes que
amenazan con sustituir las pocas huellas de
este resabio cultura que dejó el padre antes
de desaparecer.
Freud, en Sobre un tipo particular de elección
de objeto en el hombre, identifica la fantasía
de querer salvar a la mujer deseada como
una de las formas en que se mostraría un
desarrollo sexual neurótico a partir del
fracaso de traspasar la libido a un objeto
sexual diferente a la madre, tal como fuera
descrito más arriba con relación a Pedro
Plaza de Criollos en París. La salvación de
la mujer que, sin este acto de sacrificio,
se hundiría en la perdición, corresponde,
según Freud, a una de las particularidades
de la vida amorosa. Pedro, el chileno en
Madrid, se ve impulsado en su búsqueda
por este sentimiento de culpa que lo
lleva a la proyección de sí mismo como
salvador de una mujer abandonada, pobre y
sexualmente deshonrada, y de un hijo que
ha crecido sin figura paterna. El móvil de
la deseada recuperación es la redención (la
redención atenúa la culpa).
Mientras Pedro pasa sus días intentando
averiguar el paradero de “su familia”, se
involucra paulatinamente con quienes
convive en la pensión. Doña Paca, la
dueña, se convierte en una especie de
madre, protectora, cálida e incondicional,
y su hija Carmen en potencial objeto
de deseo. En contraposición a Dolores,
conquistada y abandonada, Carmencita se
alza como posible futura esposa “limpia”:
“Carmencita, medio plebeya, no presumía
de elegante: toda su elegancia estaba en la
virginidad que se le conocía por instinto, a
la primera mirada. Estaba como Dios manda
y se casaría como Dios manda”. Este pasaje
citado con su correspondiente cursiva, que
destaca el mandamiento de Dios, indica
claramente cuál es el acceso posible a
Carmen, en tanto objeto sexual deseado: la
ley del padre. Freud destaca en Tótem y tabú
la correspondencia entre la figura paterna
y Dios. Es muy significativo que en esta
escena se subraye, por medio de la cursiva,
que las posibilidades de convertir a Carmen
en objeto sexual pasen necesariamente por
las leyes de Dios, en tanto ley del padre, es
decir, el matrimonio. Sólo éste funciona
como llave a la sexualidad de Carmen,
quien, en este sentido, se erige como figura
contraria a Dolores, que fue poseída fuera
de la ley y abandonada con, y en parte por,
el fruto de este quiebre.
Carmen no tan sólo aparece como
personaje que contrasta con la mujer
abandonada de Pedro, sino también con
su propia madre, otra mujer abandonada:
Doña Paca, al igual que Clorinda de El roto,
vive protegiendo a Mandujano, un lacho
que hace y deshace según le place. A la
manera del lacho Fernando de Clorinda,
Mandujano entra y sale de la casa y de
la cama de Doña Paca, según su antojo.
Carmen aspira a una vida mejor que la de
su madre sufriente por esta nueva variante
donjuanesca y rechaza, consecuentemente,
una y otra vez al Curriquiqui, joven
pretendiente de Carmen que se gana la
vida con su ingenio callejero. Para ella, el
“chinelo” –el cambio de líquida y nasal
es signo de otra proyección más– Pedro
aparece como la opción honorable.
Ante los ojos de Pedro, tanto Carmen
como Dolores se revelan como dos
variantes de la mujer más humilde, que le
otorgan seguridad, así como una opción
de vida lejos de su patria. Sólo alejado de
su contexto social y de su familia, Pedro
vislumbra la posibilidad de convertirse él
en la figura capaz de encabezar una familia.
Al no avanzar en sus averiguaciones
respecto a Dolores y el Azafrán, comienza
a fantasear una vida familiar con Carmen,
una vida que reproduce la que proyectaba
tener con Dolores: “Irían al teatro en las
noches y Carmencita le prepararía sus
platos favoritos, o, cosiendo en su silla
baja, le miraría a hurtadillas, mientras
él hojearía sus libros predilectos”. El
hijo que Pedro se imagina teniendo con
Carmen es una sustitución del Azafrán:
“Ella, algo tardígrada, ni desorientada,
ni dispersa, ni enervada, recibiría en su
seno, en su reposo, toda la constante
exuberancia de Pedro; le comulgaría
siempre conservándole en su tabernáculo
para concebir su continuación, el hijo, el
otro hijo”. En el momento en que Pedro
y Carmen empiezan a planificar una vida
en conjunto, llegan las noticias de que
Dolores y el Azafrán están en la ciudad:
“Pedro enmudeció y pensó que en otra
circunstancia hubiera corrido a saber del
hijo, y permaneció clavado en el suelo,
mirando esa ilusión tan fuerte que se
desvanecía”. El hijo anhelado se convierte
ahora en el impedimento del nuevo hijo,
que se ha hecho posible con la aparición
de Carmen. Es justamente el Curriquiqui,
torturado por los celos que le produce el
“chinelo” por su éxito con Carmen, quien
devela el paradero del Azafrán a Pedro: el
padre debe ir a la cárcel a buscar a su hijo.
Pensó que se habría equivocado y que esos
guardias le tomarían el pelo. ¿No sería ése
su hijo? Vagamente se parecía al que dejó
hace tantos años doblando la esquina en
la inolvidable mañana. [...] ¡Qué punzada
tan fuerte en el corazón! [...]. No; no podía
equivocarse: era, sin duda, el que llamó,
el segundo de la fila, el de la cara grave y
fría. Volvió hacia él. En doce o trece años
y llevando quién sabe qué vida, la carita
inocente se había acartonado con un sello
de audacia e indiferencia precoz.
Este reencuentro recuerda en más de un
sentido a la visita de Esmeraldo de El roto,
en la que, por primera vez en años, visita a
su padre en la prisión. La figura proyectada
se evidencia como el contrario positivo
de la realidad. Mientras que en el primer
momento Pedro debe luchar contra la
desilusión, en un segundo momento vuelve
a imaginarse como salvador de Pedro hijo,
alias Azafrán, preocupándose de sacarlo
de la calle, restituyéndose como padre. A
su vez, la re-unión con Dolores, produce
efectos de desencanto similares: “Bien se
veía en su cara avejentada que ya conocía
la sucia tramoya de la vida. Nada quedaba
de la obrera frescachona que conoció Pedro
hacía quince años”. La humildad idealizada
que atraía a Pedro a volver con esta
familia abandonada, se evidencia en tanto
miserable pobreza sin encantos.
El último capítulo de la novela relata
la decepcionada resignación que marca a
Pedro en su vida familiar, una vez que se
ha instalado para vivir su vida en Madrid
en compañía de Dolores y su hijo Azafrán.
¿Era la única salida posible? Él habría
podido proveer a Dolores y a su hijo, pues
de medios no carecía, ¿pero sería suficiente
remedio contra su culpa? Al parecer no:
tal vez su decepcionada resignación era el
castigo que su culpa inconsciente estaba
buscando.
4. A modo de conclusión
Las figuras protagónicas de las tres novelas
de Joaquín Edwards Bello revisadas están
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marcadas por conflictos que giran en
torno a las relaciones entre hijos con
sus padres y madres y, en consecuencia,
con sus potenciales parejas amorosas y
eróticas. Mientras que en El roto la narración
se estructura desde la perspectiva de
Esmeraldo, un hijo que evidencia la pérdida
del padre, en la novela El chileno en Madrid,
la visión de su protagonista Pedro Wallace
es la de una anhelada paternidad, imposible
e insatisfactoria. En ambos textos se asoma
un problema que llegará a su formulación
más clara en la tercera novela analizada,
Criollos en París: la de la contraposición de la
mujer en tanto santa y pecadora –madre y
prostituta–, paradigmáticamente encarnada
por Lucía y Lisette, respectivamente. Se han
analizado las problemáticas centrales de
los personajes de estas tres novelas desde
algunos textos de Freud que esclarecen,
desde el punto de vista psicoanalítico, el
tema del padre, por un lado, y la relación
con la madre, y, consecuentemente, con la
mujer amada y/o deseada, por el otro, para
ir observando cómo los mundos novelescos
pueden ser descifrados desde esta lectura,
mostrando la reiteración de problemas y el
entrelazamiento entre los diferentes textos.
A partir de las perspectivas que proponen
estas novelas, los dos conflictos centrales
que se han planteado evidencian sus
variaciones en la obra de Joaquín Edwards
Bello.
No se ha querido concluir con un
veredicto acerca de la calidad de la obra
novelística de Edwards Bello ni tampoco
constituir un análisis comparativo de
sus novelas. Lo que una lectura desde
el psicoanálisis ha permitido es una
apertura a una perspectiva que saque la
obra ficcional del autor de la discusión
epocal y estética que gira en torno al
naturalismo, al criollismo o a la posición
crítica frente a “lo chileno” del autor,
problemas que han sido acentuados en
la recepción crítica de Joaquín Edwards
Bello.11 Las evidentes obsesiones temáticas
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tiro l argo
del escritor tienen como resultado que
sus figuras literarias no logran alcanzar ni
particularidad ni profundidad psicológica,
dado que repiten determinados esquemas
a partir de los conflictos y rasgos centrales
que los marcan.12 Lo que sí indican éstas
es dónde están las preocupaciones de su
creador, quien vuelve, una y otra vez, a los
mismos conflictos. Desde allí, desde esta
repetición obsesiva de figuras, relaciones y
problemáticas, se ha mostrado cómo una
lectura psicoanalítica permite penetrar el
funcionamiento de estos tópicos.
Sería de interés ampliar el espectro de los
textos narrativos a analizar. Se mencionaba
en la introducción el interés de La chica del
Crillón, una novela en la que el narrador
asume la perspectiva de una mujer en
franca decadencia social, con un padre
que sufre de incipiente demencia senil, y
una mujer, dueña de un prostíbulo que se
convierte en figura materna y bienhechora
de la protagonista, arrojaría interesantes
perspectivas sobre la relación hija-padre,
que no está tratada en otras novelas de
Joaquín Edwards Bello. Asimismo las
novelas Valparaíso –texto de claro corte
autobiográfico– como El inútil –título que
servirá posteriormente al escritor Jorge
Edwards como base para su versión de
la historia del tío extravagante y dandy–
aportarían al problema de la vinculación
padre-patria, tangencialmente tocado en
algunos de los textos analizados. Lo que
sí ha quedado claro a partir de la lectura
realizada es que el mundo novelesco de
Joaquín Edwards Bello es un fantasma cuyas
múltiples posibilidades de exploración aún
no han sido agotadas.
1. Merino retoma una expresión del propio Edwards
Bello en la que éste se entiende, en primeros
términos, como cronista: “Joaquín Edwards Bello se
definió preferentemente como cronista [...]. “Pienso
en crónica”, llegó a declarar al cabo de un tiempo”.
2. Curiosa, dentro de este contexto, es la elogiosa
opinión de César Aira, quien considera a Joaquín
Edwards Bello uno de los mejores novelistas de
Chile, tildando de “insuperable” a El roto y de “obra
maestra” a Criollos en París.
3. No se trata de proponer una visión psicoanalítica
del personaje del autor Edwards Bello, acercamiento
que, entre otros, aventura el estudioso Salvador
Benadava, sino de adentrarse al mundo novelesco
y sus personajes desde algunos de los postulados
psicoanalíticos de Sigmund Freud y ganar una
nueva perspectiva de lectura a través de este
entrecruzamiento.
4. Los límites entre biografía y textos narrativos son,
en el caso Edwards Bello, especialmente débiles
y permeables. Como apunta Salvador Benadava:
“Cualquier conocedor de su obra sabe que las
fronteras entre sus crónicas y relatos de vida, por
una parte, y sus novelas y cuentos, por otra, resultan
a menudo imperceptibles”. El presente texto evitará
una lectura que busque puentes entre la vida
del autor y sus posibles plasmaciones en pasajes
novelescos. Sólo en caso de que resulte esclarecedor,
será resaltado. En relación con el padre de Joaquín
Edwards Bello, baste la siguiente señalación de
Benadava: “Don Joaquín representa la encarnación
misma del Padre lacaniano: el que instituye la Ley y
la Norma”.
5. “La relación más oculta y, como dice Freud,
menos natural, la más puramente simbólica, es la
relación del padre con su hijo” (Lacan).
6. El roto fue tanto celebrada como atacada por el
carácter naturalista que se le atribuyó. El interés
por las clases sociales, la lucha entre ellas, la
interrelación determinista entre medio ambiente
y carácter hacen clara referencia al modelo
naturalista. Véase, por ejemplo, la nota preliminar
de Alfonso Calderón a la novela de Edwards Bello en
la que no sólo destaca el carácter naturalista de El
roto, sino que vincula además el texto novelesco con
los dos grandes modelos del espíritu naturalista de
la Europa finisecular: Darwin y Zola.
7. Benadava dedica uno de sus ensayos a la relación
de Edwards Bello con París, ciudad idealizada y
mitificada por el recuerdo del escritor, tras los años
que pasó en ella como joven de dieciocho años. El
crítico plantea a Pedro Plaza como alter ego del
escritor, quien expresa en su vinculación a la capital
francesa lo que al joven Joaquín le provocó la urbe
al conocerla.
8. Cuenta Estela Astete, primera esposa de Borges:
“La noche en que nos casamos, pasamos a saludar
a doña Leonor [madre de Borges]. Ella sugirió que
pasáramos la noche allí y, tras una breve discusión,
yo me fui sola a nuestro departamento. Borges no
se inmutó y se quedó con su madre”. Doña Leonor
Acevedo comentó la posterior separación de la
pareja con las siguientes palabras: “Jorgy resolvió
separarse y estar aquí conmigo... al parecer, feliz
y libre de esa especie de secuestro moral”. Borges
convivió 70 años con su madre. En Borges y nosotros,
video realizado por el Centro Cultural Caras y
Caretas (2001).
9. Tal vez por eso tales rasgos no estuvieron
presentes en la relación con Lisette, pues ella ya
estaba marcada por la cualidad sensual, mientras
que Lucía tenía que ser llevada allí.
10. Quien ha sufrido un desengaño con el teniente,
el cual –como un Don Juan– se desinteresa una
vez ha conquistado su cuerpo. Ella queda marcada,
entonces, como objeto sexual.
11. También se ha vuelto sobre los aspectos
cronísticos de las novelas, rescatando, por ejemplo,
lo que una novela como El roto nos puede contar
sobre los barrios en los que está ambientada. A
partir de esta descripción de un espacio físico puede
inferirse la construcción de un Chile específico,
tal como muestra Roberto Hozven en su artículo
comparativo de la representación de Santiago en
Joaquín Edwards Bello y en Jorge Edwards.
12. Grínor Rojo considera que los personajes de
Joaquín Edwards Bello adquieren más fuerza a
través de la pluma de su sobrino Jorge Edwards en la
novela El inútil de la familia: “Los propios personajes
de Edwards Bello, como hemos dicho resucitados
y retrabajados por el sobrino sacándoles algo
más de brillo que el ellos tenían en sus versiones
primigenias”.
revista udp 08 145
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fuera de juego

Ernesto Ayala. Escritor. Autor de la colección de
cuentos Trescientos metros y la novela Examen de grado.
Las nieblas del tiempo
Por Ernesto Ayala
Déjenme empezar con un ejemplo. Como
bien se sabe, a los 80 años de edad, con
un enfisema pulmonar en el cuerpo, John
Huston filmó Los muertos, el inigualable
cuento de James Joyce. Como Huston tenía
bastante claro que estaba en las últimas
–murió antes de que la cinta se estrenara–,
su mirada sobre el relato de Joyce es
amorosa y crepuscular, fina y sentida a
la vez. De hecho, logra lo que en teoría
hubiera parecido imposible: traspasar al
celuloide la epifanía final del cuento, en
que la mirada de Gabriel sale del cuarto
del hotel donde se hospeda y se abre sobre
la nieve que cae sobre toda Irlanda, sobre
la tumba de Michael Furey y sobre todos
“los vivos y los muertos”. No es raro que
Huston hubiera escogido este cuento para
despedirse. Está lleno de fantasmas en el
momento que él se aprestaba a ser uno.
Como los instruidos lectores de esta
revista deben recordar, Los muertos comienza
con una comida el Día de los Reyes Magos,
organizada por las tías de Gabriel para sus
amigos. Es 1904 e Irlanda aún no es una
república independiente. La celebración
tiene una multitud de pequeñas tensiones,
pero el ambiente es distendido y abundante
en comida, alcohol y música, ya que una
tía y una sobrina de Gabriel viven de cantar
y hacer clases de música. En determinado
momento, mientras todos están en la mesa,
la conversación deriva sobre distintos
cantantes de ópera del pasado –la Trebelli,
Giuglini, Ravelli, Aramburo­– y algunos
comentan que ya no quedan cantantes
como aquellos. Bartell D’Arcy –un tenor él
mismo– dice que eso no es tan así y que,
por ejemplo, está Caruso. La tía Kate, que es
la solterona que lleva la casa pero no canta
ni toca como su hermana o su sobrina,
termina la conversación cuando menciona
a un tenor inglés, Parkinson, “el viejo
Parkinson”, que, por supuesto, está muerto
y ya nadie recuerda muy bien.
Huston filma esta pequeña escena de
manera casi literal al cuento, mencionando
a los mismos cantantes italianos y
franceses, pero dando a entender, además,
que la tía Kate estuvo enamorada de
Parkinson. El detalle está en que Joyce
publicó Los muertos en 1914, y posiblemente
lo escribió cerca de 1906. Es decir, podemos
especular que mencionó a la Trebelli,
Giuglini, Ravelli, Aramburo –o al mismo
Parkinson– porque sus nombres podían
significar algo para los lectores de entonces.
Pero Huston filmó su película en 1987,
y sabía que para la enorme mayoría del
público esos nombres iban a significar
poco y nada. ¿Por qué mantuvo entonces
la conversación sobre la ópera y su viejas
glorias? ¿Por fidelidad al texto original?
Huston ni su hijo Tony, que escribió el
guión, mostraron una ardiente fidelidad
cuando decidieron incluir una larga escena
donde un profesor, en la misma comida,
recita un tristísimo poema irlandés. La
fidelidad no estaba entre sus prioridades.
Yo intuyo que, mediante la conversación de
ópera, Huston quiso reforzar la presencia de
fantasmas en la película, hacernos sentir,
tal como en el cuento, que los muertos
deambulan en nuestros recuerdos y son
parte de nuestros afectos, tal como le
sucede a la tía Kate. Al mismo tiempo, sin
embargo, la escena nos hace sentir que
los muertos también desaparecen en las
nieblas del tiempo. Para los comensales
en esta mesa de Dublín de 1904, hombres
y mujeres sensibles a la música pero de
ninguna manera eruditos, la Trebelli,
Giuglini, Ravelli y Aramburo­ aún son
gente importante, faros que todavía no se
extinguen. Para los espectadores de 1987 –y
para qué decir los de 2009– ya son nombres
vacíos. Los podemos buscar en internet,
aunque con poco éxito; mejor nos irá en
una Brittanica de 1902.
Es legítimo preguntarse entonces: ¿sabrán
nuestros nietos algo de Charly García? ¿Qué
es lo que quedará en diez o cinco años más
de las acaloradas discusiones que tuvimos
en torno a las columnas de Warnken
durante 2008? Menos que de Charly, sin
duda.
En 1863, apenas dos años antes de que
Tolstoi comenzara a publicar La guerra y
la paz, cuando ya existía un tren que iba
de Caldera a Copiapó y Portales llevaba
casi treinta años muerto, es decir, en
días relativamente cercanos y bastante
civilizados, cerca de dos mil personas
murieron en el incendio del templo de
la Compañía de Jesús de Santiago. Era el
martes 8 de diciembre, siete de la tarde,
corría la celebración del fin del mes de
María, las tres naves del templo estaban
llenas. Una lámpara falló, alguno de los
muchos cortinajes, globos y flores de papel
que adornaban el edificio prendieron, y el
fuego corrió rápidamente. Los feligreses,
mujeres y niños en su enorme mayoría,
arrancaron a las puertas, muchos
tropezaron, y terminó por formarse una
muralla de cuerpos que impidió la salida
de los que aún permanecían adentro.
Con la excepción de siete personas,
los cuerpos quedaron irreconocibles y
fueron sepultados juntos en una fosa
en el Cementerio General. Se estima
que los muertos fueron entre 1.800 y
2.000 personas, en un momento en que
Santiago tenía 100.000 habitantes. Es
decir, en un par de horas murió el 2 por
ciento de la población de la capital, 100 1892) fue una gran cantante de ópera, una
mil santiaguinos de hoy. Al día siguiente, auténtica estrella de su tiempo. Aunque
el diario El Ferrocarril terminó su crónica desconozco su vida, la imagino viviendo
con el siguiente párrafo: “¡Oh, que triste en gloria y lujos, agasajada, bajo constante
espectáculo ofrece la población! Cómo presión por cumplir las expectativas,
disipar el dolor, ni la incertidumbre tensionada entre la fama y la integridad.
mil veces más terrible que la muerte. Hoy es apenas un par de fotografías,
Transcurrirán años de años, pasarán siglos algunas cartas, quizás descripciones
y Santiago conservará la memoria de tan emocionadas de su talento. ¿Qué queda
terrible desgracia”. para el brillo que a veces llenaba los ojos
Sin embargo, todavía no pasan 150 años y mi abuela cuando sonreía? ¿O de las tetas
pocos recuerdan esta tragedia. No es parte pequeñas pero perfectas de una polola que
de las conversaciones de sobremesa, no tuve a los 22 años?
tiene artículos ni columnas en la prensa, Alguien podrá argumentar que si de
nadie menciona a la tía abuela que murió verdad tuviéramos conciencia de cómo
allí. La excepción es el Cuerpo de Bomberos el tiempo lo borra todo, seríamos menos
de Santiago, que todos los años realiza una vanidosos y controladores, más pacíficos y
ceremonia de homenaje a las víctimas del más generosos. Más sabios a fin de cuentas.
incendio, aunque en buena parte es un Yo tiendo a pensar, más bien, que este límite
homenaje interesado, porque a partir de de nuestra percepción es una herramienta
este incendio se fundó la entidad. Es decir, de supervivencia. Si realmente pudiéramos
la celebración institucional y el homenaje a asimilar las consecuencias del tiempo y
las víctimas están enlazados. el espacio quizás terminaríamos como los
Creo que Octavio Paz hacía la observación inmortales del cuento de Borges, escondidos
de que hay dos realidades que escapan a bajo una piedra, inmóviles, aburridos,
la comprensión del hombre: el espacio y hastiados, esperando que esto que se llama
el tiempo. Lo del espacio es casi un lugar vida termine de una vez.
común: en nuestra galaxia hay 100.000
millones de estrellas, y en el universo
hay cientos de miles de galaxias como
la nuestra. El número final de posibles
sistemas solares es inasimilable. Con el
tiempo sucede algo parecido: la Tierra
se formó hace 4.450 millones de años, el
hombre está en ella hace apenas unos o dos,
según la definición de hombre que se haga.
¿Uno o dos millones de años? ¿Se puede
ser tan descaradamente impreciso cuando
civilizaciones enteras nacen y desaparecen
en apenas 800 años? La dimensión del
tiempo, incluso más que la del espacio,
empequeñece hasta la ridiculez nuestras
preocupaciones en torno a la cuenta
corriente, los frenillos que hay que ponerle
al hijo mayor, el embarazo inesperado
de tu hermana de 16 años o esa dolorosa
separación matrimonial. La Trebelli (1838-
148 revista udp 08 revista udp 08 149

inédito

Gonzalo Contreras. Escritor. Autor, entre otros
libros, de La ciudad anterior, El nadador y El gran mal.
Póker
Por Gonzalo Contreras
F. observaba con cierto asombro los geranios
que crecían en la jardinera de su balcón.
Los había plantado la antigua ocupante del
departamento, una anciana judía fallecida
hace unos meses. Tenía la convicción de que
no podría cuidarlos y mantenerlos como lo
hizo ella, seguramente, hasta el último día
de su vida. No tendría su persistencia y su
voluntad. Se preguntaba por qué alguien
al borde de la muerte podría haberse
abocado tan celosamente a algo tan leve
y fugaz, como un amasijo de flores que
la sobrevivirían. Para un hombre como F.
este pensamiento era natural; nada que no
tuviera un alcance de más allá de un mes
en su vida podía inquietarlo. En la puerta
estaba todavía el símbolo de la mezuzah
que identifica las casas judías. No era su
intención sacarla. Tentar al demonio, fuera
de la religión que fuese, no parecía lo más
indicado en ese momento. Su invitado
llegaría en unos minutos más y miraba con
atención el decorado de su departamento,
obra de una amiga fiel y en el que no
encontraba, por más que lo buscase, nada
que desentonara. R. no podría decir que
hubiera algo de mal gusto, lo que en nada
atenuaba su impaciencia. ¿Por qué debía ser
él sujeto de un escrutinio?, se decía durante
la espera. ¿Quién era R. para calificarlo? La
pregunta tenía respuesta sólo si se trataba
de R. A veces le ocurría pensar en su padre,
un empleado menor de la administración
pública, un hombre hosco y taciturno, que
llevaba traje y corbata durante los fines de
semana e incluso luego de jubilar. Pensaba
en su padre, y en él miraba el departamento
recién decorado y no lograba encontrar
ningún vínculo con una vida anterior, un
vestigio de sí en el pasado, una sensación
que le producía un momentáneo vértigo,
pero bastaba mirar hacia el horizonte de
su undécimo piso, las espléndidas luces
de los edificios contiguos, para disipar
ese pasajero malestar. Estaba de pie y no
lograba sentarse, como si no le hubieran
dado aún la seña para tomar asiento en
un lugar que le fuera ajeno. Y qué tanto,
se dijo, se trata sólo de R. Pero, aun así,
volvió a sus inquietudes. Él sabe. Lo saben
ambos. Entonces, de qué preocuparse. El
vino estaba en su lugar, sobre la mesa de
vidrio y suponía que después de un par de
copas R. lo entendería mejor. Después de
todo, eran amigos o al menos lo sugería
así. ¿Fueron alguna vez amigos? Tal vez
fuera un término demasiado extensivo,
pero lo que estaba claro es que desde hace
un tiempo un lazo irrenunciable los unía.
En ese mismo instante no sabía si más allá
de R., o quien fuera, tenía o no amigos.
El mundo era una sucesión de hechos
frecuentes pero indistintos, los instantes
aislados, y no había continuidad ninguna
entre ellos. Odiaba los encuentros, como el
que debía darse. No esperaba nada nuevo
de él, salvo algún guiño respecto de su
alhajado departamento. Esperaba su sorna,
su sonrisa lánguida acerca de algunos
objetos que podrían no parecerle. Aún
seguía de pie, como si insistiera que era la
actitud más propia para la circunstancia.
Sonó el timbre y fue a la puerta.
Ahí estaba R. Alto, delgado, el pelo rubio
ceniza peinado a la gomina, con la misma
sonrisa de siempre, astuta y ligera, como
si siempre se encontrara en el mejor de los
momentos. Cuando le dijo “adelante” y él
entró, R. tiró su paquete de cigarrillos con
desenvoltura sobre una mesita y echó una
mirada a su alrededor.
–Bonito, bonito –dijo R–. Todo en su justo
lugar. Eres un soltero ejemplar. Nunca
hubiera pensado lo bien que te organizabas.
–Tengo una mujer que se encarga.
¿Quieres algo para tomar? Tengo vino para
comenzar, o lo que quieras.
–Un whisky, con hielo –dijo R.
F. se digirió hacia el bargueño, provisto de
whisky y de todo tipo de licores. Sentía un
leve temblor en sus manos. Se preguntaba si
no era algo humillante toda esta puesta en
escena, si acaso su invitado se lo merecía.
–Se te ha echado de menos –dijo R–. Es
cierto. Preguntan por ti. Eres de los buenos.
Aunque no lo creas he tenido noches
estupendas, unas manos que no podrías
creer. Dos jokers levantados. ¿Por qué me
miras así? ¿No me crees?
–Claro que te creo. ¿Por qué no iba a
creerte? A veces la suerte...
–No, no. Tú me lo dijiste, no es cuestión
de suerte. Estoy jugando bien, como
nunca. Es cosa de de concentración.
Ésa es la conclusión a la que he llegado,
concentración –decía R, haciendo
aspavientos con las manos como si tuviera
entre ellas un mazo de cartas.
–Me alegro –dijo F. sentándose frente a su
invitado– ¿Y bien?
–¿Bien? ¿Qué es lo que está bien? Para ti
las cosas no podrían estar peor.
–Lo dije solamente para que comenzaras.
Es tu festín.
–Qué festín ni nada, aunque no lo creas,
estoy de tu parte.
F. miró a lado y lado y calló.
–Lo entiendo, lo entiendo. Pero, amigo
mío, tu problema no es conmigo, sino con
ella. Ya no tengo rencores, nada más lejos
de mí.
–Entonces el problema, con suerte, es
mío, tal vez de ella, pero, como tú dices, no
es tuyo.
–Así es, yo estoy fuera.
–Y ¿qué quieres entonces? ¿Divertirte?
–Bueno, en cierto modo sí.
–Entonces, diviértete.
–La verdad es que vengo haciéndolo
desde hace un tiempo, desde que supe lo
de aquel fantástico Año Nuevo. No estaba
tan borracho como creíste. Yo no ignoraba
nada, incluso me admiró tu intrépido asalto
al poder porque sabía el desenlace. Era
esperable. Al final, mi querido F., no podrías
ocultar quién eres. Ella lo descubriría más
temprano que tarde.
–No soy peor que tú.
–Es cierto, pero está esa otra cuestión.
Por eso, en cierto modo te admiro, y en
otro me das una profunda pena. Porque
sin duda tienes más méritos que yo, la
cuna no te favorece y seguro has duplicado
mis esfuerzos y tal vez mis logros, si es
que tengo alguno. Pero, dime una cosa,
¿de verdad la amaste, o era lo que ella
significaba?
–Si hubiera sido por lo que ella significaba
socialmente el asunto, habría sido público.
Y no fue así. Ella se encargó de que no lo
fuera y yo no pretendía otra cosa. Aunque
no lo creas, conozco mis límites.
–Eso importaría si es que ella no los
conociera.
Pese a todo, R. estaba siendo más
benevolente de lo que hubiera esperado.
El cinismo le venía bien a R. y él mismo
lo sabía; atenuaba su propia derrota y
quitaba espesor al drama que los reunía.
Estaba claro que R no iba a hacer una
exposición de su propia circunstancia,
menos ante su anfitrión, pero le era
suficiente a F. para hacerle ver la ruina en
que se encontraba. Se llevaba a cada tanto
la mano al pelo para alisarlo y había pedido
un segundo whisky. Bueno, R. siempre se
había encontrado al borde de su propia
bancarrota y la alusión a aquella noche
era el mejor ejemplo. Era la víspera del
Año Nuevo y antes de las doce, mucho
antes, R. ya estaba borracho. Los motivos
de su borrachera eran múltiples, tenía más
razones que nadie para estarlo, pero esa
noche se podían resumir en un alguien
muy específico, en Bárbara, su mujer. Debía
tener quince años menos que él y era su
segundo y disparatado matrimonio. Era de
esas mujeres incansablemente jóvenes que
no ignoran ninguno de sus atributos y que
dan por un hecho que es impensable que
el mundo no la adore del mismo modo que
ella adoraba al mundo, con ese entusiasmo
promiscuo que tanto le daba que hacer
a R. Su volubilidad podría semejarse a la
ansiedad, pero no había nada de eso, era
simplemente que ni la cantidad de seres
y rostros que la rodeaban ni la velocidad
con que se sucedían los hechos en torno a
sí le eran suficientes. Por lo mismo, tanta
energía no podía volcarse en un individuo
tan poco alegre como se mostraba su propio
marido. Él la observaba con una controlada
inquietud. El sujeto que inquietaba a R.
era un joven holandés que se encontraba
hospedado en el mismo hotel junto a su
mujer. Se llamaba Hagen, como él mismo
se presentó. El tipo, según dijo en la mesa,
había venido para hacer káyac en los
rápidos del Trancura. Era rubio, alto, de
unos ojos profundamente azules que con
el curso de las horas habían perdido algo
de su vivacidad a causa del alcohol. Porque
esa noche todos estaban algo borrachos,
incluida la frágil mujer del holandés. En un
momento, R. se acercó a F.
–El turismo es una de las pasiones de
Bárbara, es decir, le gustan los europeos, en
lo posible de tipo nórdicos, si son jóvenes
mejores, algo estúpidos, mejor aun. En este
país de alcohólicos los extranjeros caen a
la primera en la trampa, se pasan de copas
como si nunca lo hubieran hecho en la vida,
brindan por lo que sea y se convierten en
unos perfectos cretinos –le dijo R. con voz
sombría. Luego se fue hacia el bar.
R. suponía que tal vez no había nada que
temer de ese payaso que se sumía cada vez
más en una jubilosa inconsciencia y que
aunque no entendiera ni una palabra de
150 revista udp 08
español ni Bárbara usara su inglés, reía a
carcajadas por cualquier dicho o gesto de
su propia mujer. Cuando volvió, la cosa no
estaba mejor. R. observaba el espectáculo
con la mirada torva pero no dejaba que
se le borrara su invaluable semisonrisa.
No era la ocasión para ponerse graves o
hacer escándalos porque el escándalo
ya estaba instalado. En cuanto a la joven
mujer del holandés, su cabeza se reclinaba
poco a poco y todo indicaba que en unos
momentos iba a ser presa de las náuseas.
Bárbara la miraba a cada tanto con cierta
divertida clemencia. De aquella gran mesa
redonda que reunía a extraños y amigos,
el único que se mantenía impasible era F.
De pronto R. cruzó una rápida mirada con
F., justo en el momento en que Bárbara
tomaba de una mano al holandés y se lo
llevaba a la pista hasta un lugar en que
se hicieron invisibles para ambos. “¿Y
que hay?”, se preguntó R., “¿quiere algún
consuelo, una mano amiga? ¿Es idiota o
qué?”. R. volvió la mirada hacia la pista,
donde una orquesta de vientos tocaba
ritmos de hace treinta años, y no los
encontró. La otra pareja amiga, V. y P., que
no habían percibido nada de esto, se fueron
también hacia la pista, por lo que R. y F.
quedaron solos, junto a una pareja alemana
que intentaban llevar las cosas con más
serenidad. El hombre, rubicundo, tomaba
con ternura la mano de su mujer. Había
algo doloroso en ellos, como si alguno
fuera a morir ese año que comenzaba. La
rubia cabeza de la holandesita yacía sobre
la mesa pero nadie le prestaba atención.
Cuando dieron finalmente las doce y
estallaron los fuegos artificiales en la
playa del hotel, y sonaban la sirena de los
bomberos y las bocinas de los automóviles,
la pareja de edad se estrechó entre sí sin
ponerse de pie, mientras que tanto R.
como F. permanecieron en sus sillas e
intercambiaron una sonrisa. “Feliz año”, le
dijo R. F. respondió levantando su copa. R. se
volvió una vez más hacia la pista que estaba
a sus espaldas y entre el centenar de parejas
que cruzaban abrazos no logró encontrar
a su mujer. R. miró a F. en un intento de
explicarse a él mismo, como si dijera “no
es nada, no es lo que tú crees”. A F. no le
importaba mayormente dónde podía estar
la mujer, a la que veía por primera vez, ni
la suerte de su amigo. La verdad, no eran
amigos, se dijo. Compartían semanalmente
un club de póker americano que se reunía
en los altos de un exclusivo pub de Santiago
y coincidían en aquellas fiestas porque
se celebraría ahí un campeonato en el
mismo casino del hotel al día siguiente. Se
jugaban sumas fuertes y sus miembros se
consideraban a sí mismos como verdaderos
profesionales. F. y muchos de ellos habían
jugado en Las Vegas. F. y R. habían viajado
juntos en alguna ocasión, con suertes
desiguales, como les solía ocurrir. F. había
ganado poco más de veinte mil dólares, casi
la suma que R. había perdido. Aun así, R.
creía que F. le traía suerte. De pronto R. se
puso de pie y se perdió entre la multitud.
F. hubiera querido hacer algo por la
pequeña holandesa, pero no sabía siquiera
en qué habitación se encontraba. Se largó
él también. Podría tal vez jugar un poco
de black jack si es que las mesas estaban
abiertas. Salió a la terraza y vio a R. sentado
en un sillón de mimbre, mirando al lago y
fumando un cigarrillo. Pensó si acercarse o
no, pero cualquier aproximación parecería
un consuelo que tal vez R. no lo tomaría
bien. Era un tipo orgulloso y entre otras
cosas, como lo había visto durante el día,
orgulloso de su bella mujer. Era de los
que llevan pañuelo de seda en el bolsillo
superior de la chaqueta, como un amuleto
que sólo gente como él podía usar. No, que
se las arreglara solo. F. deambuló por la
terraza hasta que se encontró en un lugar
donde ya no había gente y no se escuchaba
casi la música. Prendió un cigarrillo y
se acodó en la baranda. El lago era una
calma superficie negra, que emitía a cada
tanto destellos plateados y cuyos límites
se fundían con la noche. De pronto, en la
ribera, a unos cincuenta metros distinguió
una figura o mejor dicho el vestido blanco
de satén de Bárbara. En medio de la
oscuridad era sólo un reflejo luminoso
que se desplazaba espasmódicamente,
como si alguien sacudiera un trapo. Pensó
inmediatamente que era lo previsible de
imaginar, pero los sacudones parecían
demasiado convulsos. Bajó hacia la playa
por una escalerilla de madera y caminó
lentamente por la arena. A los pocos pasos
pudo distinguir con certeza a Bárbara que
forcejeaba con el joven holandés. Él la
tenía por los brazos e intentaba atraerla
hacia sí mientras ella intentaba en vano
desasirse. No por ello F. aceleró el paso.
Continuó hacia ellos con determinación.
El holandés apenas se podía mantener en
pie en la arena pero aun así su fuerza era
suficiente para retener y sacudir a Bárbara
como si ante su negativa ahora le infligiera
un castigo. El hombre no pudo ver a F. que
se aproximaba ni tampoco el puño que dio
de lleno en su rostro. Trastabilló unos pasos,
giró sobre sí mismo y cayó. Cayó de boca en
el agua, en las mansas aguas del lago que
alcanzaban apenas a bañar la mitad de su
cuerpo. Bárbara lo miró, luego a R.
–Imbécil –dijo observando al joven que
yacía bocabajo mientras se arreglaba el
pelo–. Gracias. Vámonos de aquí. Vámonos.
–¿No habría que sacarlo?
–El agua lo despertará. Vámonos de aquí.
Vamos –le dijo arrastrándolo de una manga.
Una vez en la terraza se arregló el
vestido y compuso su andar, como si
nada hubiera ocurrido. Cruzaron en
medio de la muchedumbre que bailaba y
entraron juntos al salón. En la gran mesa
que ocupaban, estaba R. solo, fumando y
tomando un whisky largo. Estaba aun más
bebido y los recibió con una sonrisa amarga.
F. había visto pocas veces una sonrisa tan
apesadumbrada, un rostro tan desencajado.
–¿Cómo estuvo el paseo por el lago? –se
fijo en la arena en los zapatos de ambos
y bebió un largo sorbo–. ¿Y tu amigo el
deportista?
–Qué se yo. Debe andar por ahí. Le
pedí a F. que me sacara a bailar para
deshacerme de ese idiota –respondió ella
malhumorada–. Estás ebrio. ¿No puedes
controlarte como una persona normal? ¿Por
alguna vez?
–Una persona normal. Eso, una persona
normal. Salud.
A la mañana siguiente comenzó el
campeonato. También se reportó la muerte
por inmersión de un turista holandés. El
campeonato duró dos días. F. ganó cerca
de tres millones. R., ante la mirada atenta
de su mujer, perdió algo más de cinco.
Aunque es necesario decir que esa mirada
la compartían con el mismo celo R. y F.
Éste no tuvo ningún contacto con Bárbara
en lo que duró el campeonato, dado que la
esquivó como le fue posible. No solamente
por el hecho trágico que los unía, sino por
las conjeturas que pudiera haberse hecho
R. luego de verlos llegar juntos de la playa
del hotel. Cuando embarcaban en el mismo
avión, Bárbara encontró el momento de
decirle: “Debemos vernos”.
Entonces F. cometió un error, dejar de
asistir a las sesiones de póker. Se le hacía
difícil ver a R. y más aun cuando al cabo
de unos días recibió la visita de Bárbara.
Fue una noche cualquiera, a eso de las
once, cuando oyó su voz en el citófono.
Su temeridad era la misma, pero no así
su incandescencia de aquella noche. Iba
vestida como cualquier mujer que vuelve
del mall. Tenía conciencia de cuándo una
mujer debe ser serena y así se comportó.
–Necesitaba hablarte. Te debo las gracias.
No sé por qué hiciste eso por mí. Espero
que no hayas pensado más en el asunto. Es
terrible, pero... ¿no fue un accidente?
–La verdad no lo he pensado así, pero tal
vez tengas razón.
– No debiste dejar de verlo. Ahora está
convencido de que pasó algo entre nosotros,
en la playa.
revista udp 08 151
Esa noche hicieron el amor y muchas –¿Te sientes bien? –dijo F.
noches más. No era una cuestión rutinaria, –Sí. Bien, muy bien. ¿Me das otro? Dime
como podría esperarse de ella, sino una una cosa. ¿La quisiste?
suerte de ritual acongojado, debido –Sí.
ciertamente al hombre muerto a orillas –¿No te repugna ella?
del lago. La complicidad con la muerte –No. ¿A ti?
es exclusiva y excitante a la vez, y por lo –No. Como quieras, la amo. Tú me
mismo había algo dramático y solemne en entiendes.
cada encuentro. Los prolongados silencios
con que acababan sus citas, cuando ella
se vestía mirando perpleja la ciudad
iluminada, sugerían alguna incertidumbre
acerca de un amor que tal vez ya había
dejado caer su sombra.
En una ocasión él preguntó: “¿Lo sabe?”.
–Sí, lo sabe –respondió ella mientras con
sus dos manos abrochaba el sostén a sus
espaldas.
Luego de eso no supo más de ella. Para
F. era como si ya hubieran enterrado al
cadáver. Habían cumplido el luto que ella
impuso y ya no quedaba más por hacer. En
los días y semanas que siguieron recordó
con nostalgia el minuto en que se precipitó
hacia la playa. Pocas veces le había ocurrido
ser protagonista de un hecho decisivo. Hizo
lo que ni el propio marido hubiera sido
capaz de hacer. Era lo que hubiera hecho
cualquier amigo. Claro que el hombre
sentado frente a él no era un amigo, pero si
fuese sensato debería considerarlo, pensaba
él. Lo observó con detenimiento cuando
se echaba un trago más. Era un pobre tipo
que sufría y el que ella estuviera en Buenos
Aires con un tercero era ahora asunto de
él. ¿Había venido a consolarse o a cobrar
cuentas? Lo único que podía dar sentido a la
situación era que R. se sentía más podrido
que él. Que Bárbara partiera a Buenos
Aires con un armenio millonario era tan
predecible como la salida del sol. La imagen
de su invitado, cada vez más derrumbado
en su sillón, pero igualmente sonriente
como aquella noche de Año Nuevo, le venía
bien. El que ambos hubieran fracasado ante
ella también le venía bien, pero tampoco
era el caso de ir en su ayuda.
152 revista udp 08
punto y coma
Alfonso Calderón. Escritor. Autor de una vastísima
obra que abarca prácticamente todos los géneros
literarios. Entre sus libros destacan el conjunto
de poemas Una bujía a pleno sol, la novela Toca esa
rumba, don Azpiazu, la biografía Ventura y desventura
de Eduardo Molina, los nueve tomos de sus Diarios y
el volumen de crónicas Oficina de mujeres extraviadas.
En 1998 recibió el Premio Nacional de Literatura.
Honoré de Balzac:
un monumento a las galeradas
Por Alfonso Calderón
Stéphane Vachon, en el breve ensayo “La
fabrique de l’oeuvre”1 –un asedio a la mano
de Balzac en las pruebas de imprenta–, dice
que los hábitos de trabajo del autor de Papá
Goriot obedecen a las leyes de invención y a
métodos de composición que se fundan en
la relectura, el papel de la reescritura, a
modo de “reapropiación” por la pluma y
por la mano del plomo de la imprenta.
Quizás todo nacía del desarrollo de una
historia aparentemente concluida, más allá
del plan o del esbozo, atando cabos que
siempre daban en estar sueltos. La
imaginación y el ojo balzaciano –continúa
diciendo Vachon– se excitan y piafan a la
vista de las pruebas, en las cuales los juegos
siguen adicionándose y multiplicándose.
Hay, por ejemplo, dieciséis enmiendas y
correcciones en ese espléndido libro sobre
la especulación inmobiliaria en el Segundo
Imperio, cuando el barón Haussmann
transforma París: Cesar Birotteau.
No resulta difícil imaginar a Balzac con
sus luces de bengala arrojadas al cielo muy
poblado de las cuartillas, llenando el blanco
de cada margen con grafías, gestos,
parpadeos; deshaciéndose de comas, de
puntos, de puntos y comas, para afirmar
gloriosamente el texto. Supongo que los
tipógrafos, siempre tardígrados, montarían
en cólera ante el placer textual del
novelista. Cada página era, como escribió
Théophile Gautier, un “ramillete de fuegos
de artificios dibujados por un niño”. En los
manuscritos y pruebas que viera durante
una visita a la casa del escritor en Passy
(París) se tiene la impresión de un cruce
mondrianesco entre los muros escritos y las
líneas del metro. Hay decenas de tachaduras
y de sobreescritura, pero se quiere dar la
impresión de que ha pasado por ahí una
araña con las patas entintadas.
Tengo la impresión de que cada página, ya
en el manuscrito como en las galeradas, es
un modo de registro territorial, parte de la
etnología ritual del novelista, mientras
instala a sus héroes en la pensión Vauquer,
en un figón, en la Calle del Gato que Pelotea
o en la pensión donde roban las pinturas al
primo Pons. No hay, por cierto, una
infatuación en el uso de la marginalia, una
apología del intersticio, sino una
complementación que parte del impulso
inicial de la novela y llega al fin, o a lo que
se estima como tal, que es siempre una
etapa de tránsito, en la turbamulta de La
comedia humana, con personajes que
aparecen o desaparecen, o padecen
voluntariamente transformaciones, como
ese notable Vautrin, Burla la Muerte o el
cura Herrera, venido de la banda de
Ferragus. Repoblar un texto en la imprenta
es parte del oficio del escritor.
Es del todo razonable aceptar el juicio de
Gaétan Picon, quien, al pasar, asegura que
también la vida de Balzac se hallaba
perpetuamente en project. “No hay intervalos
en mi pensamiento en el cual estoy yo solo”
–refiere Balzac–, y agrega que a menudo sus
páginas se estiraban sin encoger jamás.
Quien haya leído acerca de esa bolsa de
Fortunato que es la Pau de chagrin, o piel de
zapa u onagro, se da cuenta del ama de
llaves que lo acompaña, la Prisa. Sabemos
por sus biógrafos y por su correspondencia
que en una noche escribió La misa del ateo;
en otra La grénadiere, como también L’Illustre
Gaudissart y La perle brisée. Tres noches se
tomó en la redacción de La vieille fille.
Resulta increíble que en veinte días
terminara la primera parte de Illusions
perdues. En verdad, era un monstruo de la
naturaleza. Hace algunos años leí las dos
mil páginas de sus Lettres a Madame Hanska.2
Las escribió en lo que no es fácil denominar
“pausas” que le dejaban sus novelas, entre
1832 y 1850.
André Maurois, en su libro Prométhée ou la
vie de Balzac, anotó: “Six, huit, dix épre uves
3
revenaient ainsi, raturées, amplifiées,
hérissées d’aigrettes”. ¿Se trata de una
novedad el asalto a las pruebas de imprenta
por Balzac, con el ojo fijo en los yerros, de él
o del impresor? Lo cierto es que Roger
Chartier4 cita una interesante observación de
Giovanni Griffio al lector del Decamerón, que
él ha publicado en 1552: “Se anotan aquí al
final los más importantes errores, que
permitirán a cada uno corregir su libro con
la pluma y el cuchillito para raspar, agregar
o cambiar donde sea necesario”.
Balzac fue un forzado de la pluma como
otro podía serlo en la condena de galeotes en
Dragut o en Marbella. “Me es imposible
trabajar cuando tengo que salir, y jamás
trabajo una hora o dos”, dice. Instala la
ciclópea cafetera, especie de castillo de If del
brebaje, se atiza con cincuenta o más tazas
diarias y nos informa del aluvión que cae
sobre la página. La imprenta terminará por
convertirse en un hervidero en cuanto llegan
sus temibles correcciones. “Todo se agita”,
exclama, “las ideas se ponen en marcha
como los batallones del Gran Ejército sobre
el campo de batalla y el combate tiene lugar.
Los recuerdos llegan a paso de carga, con
banderas desplegadas; la caballería ligera de
las comparaciones se abre en un magnífico
galope; la artillería de la lógica acude con su
parque; los rasgos de ingenio llegan como
francotiradores; las figuras se yerguen, el
papel se cubre de tinta”.
Nunca logró “fijar” un texto, así como
Leonardo no dio jamás por terminada la
pintura de la Gioconda. Mirando las
pruebas de sus libros, uno aprecia cómo
modifica sus estrategias, mientras pone, en
el mismo sitio, números, que pueden servir
de registro de cuentas impagas, de negocios
quiméricos, de necesidades de efectivo, de
peticiones de dinero a la madre o alguna de
sus amigas. En medio, un parlamento es
desechado y surge eruptivamente el nuevo.
Notamos hasta los efectos en la urdimbre,
los principios del reasentamiento. Escribe
en medio de sus decenas de chalecos,
bastones, el insomnio, la cafetera y el
memorial de quejas y de agravios.
Recuerdo siempre un hermoso libro de
Stefan Zweig, El mundo de ayer, su
autobiografía póstuma que explica cómo y
por qué va a suicidarse en el exilio brasileño
de Petrópolis, en febrero de 1942. Por ahí
nos cuenta de la novela de Balzac que
poseía en pruebas de imprenta, en Viena,
antes de la llegada de los nazis. Cada página
procuraba –según él– la impresión de un
campo de batalla, “con mil correcciones que
demostraban, de prueba en prueba, con
nitidez indescriptible, su lucha de titán”.
Y en otro volumen de Zweig, La pasión
creadora, las explicaciones están a la mano.
Comenta que, mediante “furiosas líneas
sinuosas, invertía las palabras, tachaba
frases enteras, insertaba incisos entre los
renglones, cubría las diversas pruebas con
seis o siete nuevas páginas de manuscritos,
entremezclando cien interpolaciones
desordenadas en cada hoja, provista en
vano con cifras y señales, insertando a
través de las pruebas singulares nuevas
partes de manuscritos; y lo que finalmente
se ofrecía al ojo atemorizado del impresor
era un caos jeroglífico, aparentemente
deshilvanado de señales y números. ¡No es
de extrañar que estas hojas de prueba
llegaran a ser el terror de los tipógrafos!”.
No perdió de vista Zweig el asunto, y en su
biografía de Balzac se instala a comprobar
la fiebre que se apodera del escritor cuando
mueve los manuscritos desde la casa a la
imprenta o cuando las busca en el santo
revista udp 08 153
lugar del editor. Las líneas, al principio
reposadas y cuidadosas –expresa–, “van
hinchándose como las venas de un colérico,
se tambalean, cobran ritmo más acelerado,
se excitan y se exaltan convulsivamente,
maculadas todavía por las huellas del café
con que el poeta espoleaba y ponía al galope
sus nervios fatigados. Se oye casi el jadear
de la máquina (él mismo) a sobrepresión, el
calambre fanático, maníaco del escritor,
esta avidez del Don Juan du verbe que quiere
poseerlo todo, lograrlo todo por el conjuro
de la palabra. El frenesí del eterno
insatisfecho llega hasta las galeradas y
pliegos de imprenta, rasgando una vez y
otra lo ya compuesto, como el enfermo en
delirio sus vendajes, para flagelar todavía, a
lo largo del cuerpo yerto y rígido del texto,
la sangre roja y latente de sus líneas”.
Un admirable poeta, Pedro Salinas, viendo
las páginas de galeradas de Balzac, se
sorprendió al contemplar que todo lo que se
hallaba al margen no daba abasto,
desbordándose desde la hoja, con obleas,
alfileres (muy parecidos a la cosecha diaria
de las páginas manuscritas de Proust que
recogía, desde el suelo o clavadas en la
colcha de la cama, la fiel y devota Celeste
Albaret), añadiendo papel y corrigiendo
posteriormente los añadidos. Salinas sugirió
que la estatua del escritor, o más bien su
pedestal, debería estar hecho no de sus
obras completas, sino de esa “irregular
montaña de pruebas de imprenta, montón
de afanes y angustias; allí encima se
le ve, más él, dolorido de imperfección,
obsesionado de perfeccionamiento,
aumentándose él mismo en acumular
pruebas sobre pruebas, la altura de los
peldaños por donde su corpachón fatigado
ascendía, jadeante, hacia su glorioso destino”.
1. “Balzac”, Magazine Littéraire, 373,
febrero de 1999, pp. 35-38.
2. Robert Laffont, París, 1990.
3. Flammarion, París, 1974.
4. Pluma de ganso, libro de letras, ojo viajero,
Ciudad de México, 2005.
154 revista udp 08
entre paréntesis
M. E. Orellana Benado. Profesor asociado de
filosofía del derecho en la Universidad de Chile
y profesor invitado de formación integral en la
Universidad Diego Portales. Coautor del libro
Allende Allende.
Cuentos y cuentas de “Daniel López”
Por M. E. Orellana Benado
Porque los vivos saben que morirán. Pero
los muertos nada saben en absoluto. No hay
para ellos más recompensa. Su memoria
está olvidada. Han perecido sus amores, sus
odios, y sus celos. Ya nunca más tendrán
una porción de nada de lo que se hace bajo
el sol. de todos nosotros? En sentido estricto, todos
—eclesiastés 9: 5-6
¿Quién no sabe que la memoria se relaciona
con el pasado? Todos lo sabemos. Cuando
aprendimos a hablar se nos lo enseñó. La
comunidad a la cual nos incorporábamos
mediante dicho proceso (y, desde luego,
muchos otros) usa el ruido, la voz, el
vocablo o la palabra “memoria” para
mentar lo que se recuerda que ha
ocurrido, aquello de lo que hay memoria.
Reflexionando sobre los usos del lenguaje
cotidiano –aquello que, desde Sócrates y
hasta la Escuela de Oxford en la tradición
analítica del siglo XX, constituye la
principal materia prima de la filosofía–
descubrimos que además la memoria se
relaciona con el presente, con ese “aquí y
ahora” que anuncian con sus chillidos los
pájaros en el inicio de la última novela de
Aldous Huxley.1
Al tomar aun más distancia de nuestro
tema –por así decirlo, si soportamos
ponernos todavía más filosóficos–,
descubrimos lo que considero fundamental
del asunto: que la memoria se relaciona
también con el futuro. ¿Por qué importa
cómo hablemos en el presente acerca de lo
que recordamos ha ocurrido; es decir, que
podamos hablar como lo hacen quienes
tienen memoria? Por muchas razones,
desde luego. Entre otras, me parece a mí,
porque nos importa cómo hablará en el
futuro la comunidad a la cual pertenecemos
y las consecuencias que ello tendrá en esa
realidad, el futuro, de la cual todo presente
“está preñado”, cual mónada de Leibniz.2
En particular, ¿cómo se hablará acerca
nosotros quiere decir, para comenzar,
los míos; a saber, aquellos que son “más
iguales” a mí que todos los demás. (Ésta es,
desde luego, la condición que reclamaban
en exclusiva y con orgullo los cerdos
en la irónica novela de George Orwell
sobre el comunismo soviético.3 Luego de
proclamarse en la granja de los animales
que “todos los animales son iguales”,
estos últimos anuncian que, sin embargo,
“algunos animales son más iguales que
otros”). Todos nosotros incluye también, diré
con Todorov, a los otros.4 Esto es, aquellos de
quienes yo y los míos estamos a una cierta
distancia, que es mayor o menor según
cómo vivan sus vidas, según ellas se alejen
o se acerquen a cómo nosotros vivimos;
porque, entre tantas otras cosas, lo hacen
con recuerdos distintos de los que yo y los
míos tenemos (amén de, según aprendemos
de Freud, con olvidos y bromas distintos).5
Aquí y ahora, unos estamos aliados con
otros; o bien indiferentes unos respecto
de los otros, aunque próximos en sentido
espacial; y, también, desde luego, unos
estamos enfrentados y en pugna con otros.
¿Cómo será recordado todo eso? De ahí
que la memoria sea un asunto político por
completo, desde su superficie y hasta su
fondo. Es decir, un motivo de conflicto entre
visiones diversas sobre cómo corresponde
hablar hoy acerca del pasado, y de cómo
las distintas identidades buscan ser vistas
en el futuro. Estos temas son discutidos
por algunos autores recientes bajo el
rótulo “políticas de la memoria” mientras
otros prefieren hablar de “políticas del
reconocimiento”. 6
También caen bajo dicho tema las razones
que esgrimimos para recordar de una y
no de otra manera lo ocurrido, así como
las intenciones que, en retrospectiva, nos
serán atribuidas para haber actuado de
la forma en que se dirá que lo hicimos.
Y, por terminar aquí una lista que podría
continuar, nos importa cómo se hablará en
el futuro o cuál será el futuro de la memoria
por la evaluación que, sobre dicha base, se
hará de nosotros (si llegara a hacerse alguna,
porque, claro está, no todos compartimos la
esperanza que expresa don Quijote respecto
de sí mismo como individuo cuando
exclama: “¡Dichosa edad y siglo dichoso
aquel, adonde saldrán a la luz las famosas
hazañas mías, dignas de entallarse en
bronces, esculpirse en mármoles y pintarse
en tablas para memoria en lo futuro”). 7
Ofrezco a continuación un divertimento
en dos actos cuya ambición es ilustrar
cuán íntimas y políticas son las relaciones entre
la memoria y el futuro. Mi foco estará en la
memoria histórico-política chilena, primero
en clave doméstica y, luego, internacional.
Para decirlo con palabras que pretenden
despertar la curiosidad, el primer acto
especula acerca de por qué, en la capital
chilena, la Plaza Italia no es la Plaza Italia.
El segundo acto consiste en escenas de
distintas historias que, en el cuarto de siglo
que corre entre 1980 y 2005, compitieron
por fijarse en la memoria chilena como la
transición a la democracia, precedido por un
boceto de su contexto en la historia política
mundial del siglo XX.
Primer acto: Plaza Italia
Estamos en el lugar de Santiago de Chile
que el pueblo o, si se lo prefiere, el lenguaje
cotidiano aún llama Plaza Italia pero que en
rigor –¡oh, paradoja!– no es la Plaza Italia.
Se trata del principal espacio abierto de
esa capital, el lugar donde se unen y se
separan la Ciudad Vieja y la Ciudad Nueva.
La primera fue fundada entre los dos brazos
que entonces tenía el río Mapocho, hace
casi quinientos años, en 1541, a los pies del
cerro llamado por los habitantes Huelén
(dolor, en mapudungun, su lengua) y que
don Pedro de Valdivia bautizó de Santa
Lucía.
Durante casi tres siglos y medio Santiago
consistió en unas cuantas manzanas que
tenía la Plaza de Armas en su centro. Desde
mediados del siglo XIX, la Ciudad Nueva
creció en todas direcciones en derredor de
la anterior. Inicio mi intento de ilustrar
cuán íntimas y políticas son las relaciones
que la memoria tiene con el futuro con una
descripción del entorno y algunas noticias
de su historia, para rematar dando cuenta
de la mencionada paradoja.
Mirando al norte desde el puente de
Pío Nono vemos el cerro de San Cristóbal,
en cuya cima se inauguró, el 26 de abril
de 1908, una imagen de la Virgen María
para fijar en la memoria el Dogma de la
Inmaculada Concepción. Recortándose a
media altura y contra el Jardín Zoológico,
destaca el edificio de la más antigua y
tradicional escuela de derecho chilena.
Adorna su fachada curva una docena de
columnas de granito rojo y, en el vértice,
el reloj de su torre, con punteros de
neón verde. Es la joya en la obra de Juan
Martínez, el gran arquitecto monumental
chileno de la primera mitad del siglo XX.
Entre 1928 y 1931, Martínez participó en
Europa de los orígenes del estilo (inspirado
en el positivismo del francés August Comte
y el utilitarismo del inglés J. S. Mill), que
unos llaman “moderno” o “internacional”
y que otros prefieren denominar “fascismo
arquitectónico”. 8
Girando la vista al poniente, detrás de
los pinos, vemos el abandonado ex parque
Gómez Rojas, que fuera bautizado Juan
Pablo II en octubre de 2007 por el alcalde
revista udp 08 155
de Recoleta con motivo de la visita del
señor decano del Colegio Cardenalicio y ex
nuncio apostólico en Chile. Cuatro ángeles
tocan sus trompetas apocalípticas en lo que
fue la capilla del Liceo Alemán de Santiago,
mientras se transforma el área para acoger
la sede capitalina de una universidad
privada “regional”. Siguiendo en la misma
dirección vemos a continuación los
plátanos orientales del Parque Forestal,
versión santiaguina del parisino Bois de
Boulongne, que una nativa de Montreal
avecindada en la capital chilena llamó
alguna vez y con feroz exactitud, “Parche
Forestal”.
Mirando al sur surgen, entre el Parque
Bustamante y el Camino de Cintura (hoy
avenida Vicuña Mackenna), los edificios
Turri que, en los años 30 del siglo XX,
fueran de las primeras edificaciones en
altura que tuvo Santiago. Al oriente, con
la cordillera de los Andes como telón de
fondo, vemos la Plaza Italia, lo que resta de
una gran plaza circular, en cuyo derredor
dan vueltas los coches y los autobuses.
Al oriente está la torre de Telefónica
(sucesora española de la compañía
estadounidense que alguna vez fuera
conocida como Compañía de Teléfonos de
Chile, la rama local de la ITT) y luego los
jardines, los estanques de piedra gris y los
conjuntos de árboles chilenos del parque,
diseñado por el alemán Óscar Prager, en
la primera mitad del siglo XX, y que fuera
inaugurado con el nombre de “Japonés”.
Luego del ataque por parte del Imperio
del Sol Naciente en 1941 a Pearl Harbour,
entonces un puerto estadounidense en
Hawaii, los Estados Unidos de América
entraron en la segunda guerra mundial.
Cuando estuvo claro quiénes vencieron en
ella, dicho parque pasó a llamarse Gran
Bretaña. Cuando llegó el ocaso del imperio
británico, se lo renombró –¿acaso, por
última vez?– Parque Presidente Manuel
Balmaceda Fernández. ¿Qué justificó este
último cambio de nombre?
156 revista udp 08
El espacio privilegiado recién descrito
y que el pueblo llama aún Plaza Italia
existe gracias a Balmaceda, quien ordenó
la canalización del Mapocho a fines del
siglo XIX. Ésta fue la más importante de
entre sus múltiples obras públicas en la
capital. En el siglo anterior, durante el
gobierno de Ambrosio O’Higgins, se habían
construido los tajamares, que impidieron
que las crecidas del río inundaran la ciudad.
Hasta entonces el cauce principal del
Mapocho había sido muy ancho: su ribera
norte comenzaba en el sector entonces
denominado La Chimba (hoy Bellavista)
mientras la ribera sur alcanzaba la actual
calle Merced, la única en la ciudad que
ha mantenido su nombre original.9 Dicha
canalización permitió suprimir el brazo
menor del río que, separándose del cauce
principal donde hoy está la Plaza Italia,
corría por la Alameda de las Delicias
(bautizada por Pinochet Avenida del
Libertador General Bernardo O’Higgins en
1978, con motivo del bicentenario de su
nacimiento). Concluido el prolegómeno,
fijemos ahora la atención en el extremo
poniente del Parque Balmaceda. Se trata,
por así decir, de una ínsula o península
cubierta de pasto en la cual hay un
plátano oriental de buen tamaño y un tilo
maltrecho.
Al norte esta península limita con un
acceso a la autopista Costanera Norte
que, como todos los demás, está coronado
por una semicorneta de fierro y alambre
pintados. Al sur, con aquel brazo de la
avenida Providencia que, cuando cruza la
avenida Vicuña Mackenna, pasa a llamarse
calle de la Merced. Un letrero municipal
metálico informa que esa es la Plaza Italia.
Una península es, en rigor, la Plaza Italia en
Santiago de Chile. ¿Por qué?
La explicación ilustra el asunto que
nos ocupa. Porque ahí se encuentra,
desde fines del siglo XX, lo que resta del
monumento regalado a Chile por su
colonia italiana residente, con ocasión del
primer centenario de la Independencia
de España. Un joven, que representa a
Chile, lleva en su diestra una antorcha,
que simboliza la libertad ganada en 1810,
marcha acompañado de un león. Adornan
las esquinas del pedestal cuatro escudos
patrios (no se les reconoce como tales hoy
porque, luego del último traslado, quedaron
instalados al revés; por este motivo, la
estrella solitaria en su centro parece ser,
más bien, una flor de lis).
El tamaño de la gran plaza circular
cuando se la inauguró era, desde luego,
muy superior al actual, dado que aún
no había sido recortada para beneficio
del transporte mecanizado. El conjunto
escultórico regalado por los italianos
ocupaba su centro, mirando hacia el cerro
de Huelén/Santa Lucía. De ahí que su
10
primer nombre haya sido Plaza Italia. El
mensaje a los chilenos estaba claro. Para la
protección de su libertad la joven república
contaba con un león; a saber, el abogado
Arturo Alessandri Palma, cuyo abuelo
paterno era italiano y a quien su fogosa
oratoria ganara dicho apodo, consagrado
por su éxito en su elección como senador
en 1915, momento a partir del cual se le
conoció como “El León de Tarapacá”.
En 1928, tomó su lugar en el centro de la
plaza una estatua ecuestre de un general
–con perdón de quienes se irritan cuando
se toman prestadas palabras de las grandes
plumas– “de cuyo nombre no quiero
acordarme”, todavía. El apellido del general
da la denominación oficial a la plaza; a
saber, aquella que sólo usan los turistas y
otros despistados. Pero, ¿cuándo y por qué
se desplazó el monumento regalado por los
italianos?
El hecho ocurrió durante el período
denominado por unos “primera
administración” y, por otros, “dictadura” del
general Carlos Ibáñez del Campo, el primer
gobierno militar que tuvo Chile en el siglo
XX. La medida servía tres objetivos políticos.
El primero era humillar al “León”, a quien
Ibáñez forzara un par de años antes a
renunciar de la presidencia. La pugna entre
ellos dominaría la política chilena durante
la primera mitad del siglo XX.
Por otro lado, ubicar ahí la estatua del
general Manuel Jesús Baquedano González
–ya es hora de nombrarlo– exaltaba la
principal figura militar de la Guerra del
Pacífico por sobre la de su homólogo en
la marina, el capitán de corbeta y abogado
Arturo Prat Chacón (este último, a partir del
gobierno de Montt en 1891, eclipsó la que
hasta entonces fuera su principal figura: el
general, almirante y primer presidente de
la República, Manuel Blanco Encalada). Con
esta medida Ibáñez halagaba a los soldados
y reforzaba su posición al interior del
Ejército, su segundo objetivo.
Por último, con ella Ibañez logró también
menoscabar la figura de Manuel Bulnes
Prieto, el forjador de la República. El 20
de enero de 1839, este último venció en
Yungay al autoproclamado Protector de la
Confederación Perú-Boliviana, el mariscal
Andrés de Santa Cruz. Esa batalla decidió en
tierra el conflicto y fue el principal éxito de
las armas chilenas en la era republicana. Si
Bulnes no vence a Santa Cruz, las provincias
que hoy son argentinas, pero que están más
cercanas al altiplano que a Buenos Aires
en tantos sentidos, se habrían sumado a la
Confederación. Otro habría sido el mapa
político del Cono Sur.
De ahí que, hasta bien entrado el siglo
XX, el Himno de Yungay fuera segundo en la
afección popular de todas las clases sociales
chilenas, detrás solo de la propia Canción
Nacional. Aún en la primera década del
siglo XXI, la letra de su coro es recordada
por algunos de nosotros:
Cantemos la gloria
del triunfo marcial
que el pueblo chileno
obtuvo en Yungay.
Tan clara fue la significación de su triunfo,
que aseguró la elección presidencial del
héroe en 1841 por esa minoría de personas
con derecho a hacerlo; esto es, el grupo
de quienes la Inglaterra del siglo XVIII
denominó “hombres de sustancia”. Al
concluir su decenio en el poder, Bulnes
impuso su relevo en la jefatura del
estado por el primer civil que gobernó el
Chile independiente: el abogado Manuel
Montt Torres. Al estallar en La Serena
y en Concepción la revolución de 1851,
poniéndose bajo las órdenes de Montt,
Bulnes le puso fin, derrotando al primo
hermano suyo que la lideraba en el sur.
Resumió su motivación con el comentario
lacónico: “Veinte años de una misma
familia son suficientes para Chile” (su tío,
Joaquín Prieto, había presidido durante el
decenio anterior al suyo).
El momento decisivo de la batalla de
Yungay, como alguna vez todos los chilenos
sabían, es la conquista del cerro Pan de
Azúcar por las tropas chilenas y peruanas
del Ejército Restaurador (de la libertad
del Perú) que comandó Bulnes. Por eso,
cuarenta años más tarde y durante la
Guerra del Pacífico, Baquedano ordenó a sus
tropas la toma del Morro de Arica. Como
objetivo militar, carecía de relevancia. Su
captura sólo requería rodearlo y esperar
que la sed hiciera descender a las tropas
peruanas situadas en la cima. El intento de
Baquedano por opacar la gloria de Bulnes
causó la muerte innecesaria de muchos
jóvenes soldados chilenos y peruanos.
El 19 de septiembre de 1891, un
día después de terminado su período
presidencial, Balmaceda se suicidó en la
legación argentina, donde había estado
escondido por tres semanas. Baquedano
lo sucedió por tres días en la jefatura del
estado. Fue así el primer militar en ocupar
la presidencia desde Bulnes. Durante ese
período, breve pero infausto –es decir,
hasta que el almirante Jorge Montt llegó a
la capital y lo reemplazó en el mando– los
civiles partidarios de Balmaceda y sus
familias fueron objeto de múltiples
abusos, sin que Baquedano hiciera nada
por impedirlo. Sólo el refugio que la viuda
de Balmaceda y sus hijos recibieron de su
primo de ella, Ventura Blanco Viel (figura
principal de la oposición civil, designado
ministro de Guerra por Montt cuando
asumió la presidencia), les permitió
sobrevivir.
Con su exaltación de Baquedano, Ibáñez
borró muchos recuerdos de la memoria
chilena. Su éxito, sin embargo, no fue
completo. Inició, desde luego, el olvido de
Bulnes y la tradición civilista a la cual él dio
origen y que, por sí sola, avalaría su calidad
de forjador de la República. Bulnes era el
antónimo de lo que representaron Ibáñez
en la primera mitad del siglo XX y Pinochet
en la segunda. Pero el pueblo aún llama
Plaza Italia a ese magnífico espacio urbano
aunque, en estricto rigor, no sea ese su
nombre oficial.
Transcurridos casi sesenta años del
suicidio de Balmaceda, los líderes de la
facción liberal chilena, encabezados por
el dos veces presidente de la República,
Arturo Alessandri Palma, buscaron levantar
su figura destacando las grandes obras
públicas emprendidas durante su gobierno.
En 1947 inauguraron su estatua, fundida en
los talleres de la antigua Escuela de Artes y
Oficios, junto a un obelisco al costado sur
del río que él ordenó canalizar. Ironía de
ironías, desde ahí, Balmaceda mira la nuca
de Baquedano en el centro de la gran plaza
circular.
Segundo acto: transición a la democracia
Con su estreno en el Valle Central (quiero
decir, en Chile, generosos lectores no
chilenos de este artículo), Transición a la
democracia consolidó su posición como
la más exitosa zarzuela de la farándula
política en la segunda mitad del siglo XX.
Conviene advertir al comienzo, eso sí, que
sólo a partir de su estreno en España ella
comenzó a ser conocida con tal nombre
si bien, en los treinta años anteriores,
revista udp 08 157
ya había cosechado aplausos en sendas
versiones: La liberación y Transición al
socialismo.
La liberación se estrenó en París, el 25 de
agosto de 1944, y estuvo a cargo de una
compañía productora de farándula política
que aún existe, llamada por sus partidarios
Democracia Liberal Pluripartidista. Se trata
de la firma que sus adversarios, frunciendo
el ceño, denominan “capitalismo”. Su
público fue nada menos que una mitad de
Europa: Bélgica, Holanda, Francia, Grecia y
uno de los dos estados en los cuales quedó
dividida la vencida Alemania durante los 45
años posteriores al fin de la segunda guerra
mundial y que tuvo a Bonn de capital. Es
decir, los habitantes de los territorios que,
según algunos, habían sido “liberados” por
el ejército estadounidense y su amanuense
británico (los otros habrían dicho que los
territorios habían sido “ocupados”; pero
callaron, como hacen los vencidos más
prudentes).
(Para beneficio de lectores jóvenes diré,
entre paréntesis, que mucho antes del
mercado común europeo, aquel útero en el
cual fuera engendrada la actual Comunidad
Europea, los políticos de la posguerra
podían darse el lujo de ser francos. Veamos
dos ejemplos. En Se cierne la tormenta, el
primer volumen de sus memorias de la
segunda guerra mundial, relata Churchill
–con perdón de quienes manejan esta
información, a la sazón, primer ministro
británico– que Stalin, el líder comunista
soviético, abortó la discusión acerca de
si al finalizar el conflicto se restituiría el
dominio sobre los estados pontificios a Pio
XII con la pregunta: “¿El Papa? ¿Cuántas
divisiones tiene?”. Mi segundo ejemplo es
un ministro de relaciones exteriores francés
de la temprana posguerra, quien bromeaba
en público diciendo que tanto le gustaba
Alemania, que, cada mañana al despertar,
¡se alegraba de que existieran dos!).
Los vastos territorios en los cuales se
ofreció Transición al socialismo fueron
158 revista udp 08
aquellos “liberados” por el Ejército
Soviético, también llamado “Rojo”,
organizado por Lev Trotsky (“ocupados”,
habrían dicho los derrotados, si hubieran
considerado sensato abrir la boca). Este
brillante bolchevique de origen judío
murió asesinado, por orden de Stalin, en
Ciudad de México en 1940. Había logrado
sobrevivir un intento anterior, liderado por
el muralista David Alfaro Siquieros (quien,
por este motivo, viajó exiliado a Santiago en
1941, con una visa otorgada por el entonces
cónsul de Chile, más tarde Premio Nobel
de Literatura y comunista “trompé” Pablo
Neruda). 11
El 2 de mayo de 1945 se estrenó en Berlín
Transición al socialismo. Había terminado el
primer momento del conflicto mundial
iniciado en 1939, aquel que fuera llamado
segunda guerra mundial. Su segundo
momento, conocido como “guerra fría”,
solo concluyó con la caída del Muro de
Berlín en 1989, la disolución de la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas y la
desintegración de su sistema de estados
satélites. Así, en rigor, el conflicto iniciado
en 1939 ocupó la mitad del siglo XX.
El montaje estrenado en Berlín en 1945
estuvo a cargo de un elenco desaparecido,
llamado por sus defensores Democracia
Centralista de Partido Único. Sí, desde
luego, se trata de la misma compañía
que sus detractores, achicando los ojos,
denominan o denominaban “comunismo”.
Su representación tuvo por público
la otra mitad de Europa: Bulgaria,
Checoeslovaquia, Estonia, Latvia, Lituania,
Polonia, y la que pronto pasaría a ser la
“República Democrática Alemana”, con
capital en Berlín. Luego de presenciar ahí la
zarzuela que nos ocupa durante un par de
años, Carlos Altamirano Orrego, secretario
general del Partido Socialista de Chile el 11
de septiembre de 1973, decidió emigrar. A
fines de la década de los 70, iniciaría desde
París la “renovación” del Partido Socialista
de Chile.
Este último proceso fue clave para
permitir el posterior acercamiento entre
socialistas y democratacristianos que,
en los 80, engendró la Concertación de
Partidos por la Democracia, la más exitosa
coalición en la historia política chilena.
Tanto poder acumuló que, ironía de ironías,
pudo acoger en el país a Erich Honecker,
último jefe de estado de la Alemania
“Democrática”. En su calidad de tal y luego
del golpe de 1973, éste había dado refugio a
muchos de quienes luego serían los líderes
de la Concertación (incluida, desde luego,
la propia presidenta Bachelet). Por este
motivo llegó exiliado y ya enfermo terminal
de cáncer, a morir en Santiago a principio
de los 90, acompañado de su mujer, hoy
avecindada en la comuna de La Reina.
Vamos ahora a Transición a la democracia,
la versión hispana de la obra que nos
ocupa. En un momento más resumiré
su argumento en cuatro escenas. Antes
de hacerlo corresponde señalar que,
hasta antes de su estreno, España había
contemplado otra zarzuela por cuarenta
años. La dirección de la misma estuvo
centralizada en el jefe del estado,
generalísimo y “Caudillo de España por
la Gracia de Dios”, Francisco Franco
Bahamondes, y su Movimiento Nacional (o,
para recordar su nombre oficial, Falange
Española Tradicionalista y de las Juntas
de Ofensiva Nacional Sindicalista). Nada
más diré aquí respecto de esa otra zarzuela
porque aquí la que interesa es Transición a la
democracia.
Su primera escena es ruidosa. Comienza
el 20 de diciembre de 1973, cuando sale
de la iglesia luego de comulgar, como
era su costumbre hacer cada mañana, el
entonces presidente del gobierno español
y almirante Luis Carrero Blanco, quien
sube a su automóvil. Momentos después,
una explosión eleva el vehículo veinticinco
metros, hasta golpear la cornisa de un
edificio anexo, volcarse y caer en el patio
interior del mismo. El almirante y su chofer
mueren, poco después, en un hospital
madrileño.
ETA, el grupo terrorista vasco, ha
asesinado a quien debía asegurar que el
príncipe don Juan Carlos de Borbón y
Borbón, heredero designado por Franco
como su sucesor en la jefatura del estado
español, siguiera fiel al Movimiento una
vez ungido monarca. Luego del asesinato,
durante once días, ocupa la presidencia
del gobierno Torcuato Fernandéz-
Miranda (quien, durante muchos años, se
desempeñó como preceptor del príncipe)
y, a continuación, por año y medio, Carlos
Arias Navarro.
Cortina.
Segunda escena. Por recomendación de
Fernández-Miranda, el flamante rey de
España designa presidente en 1976 a Adolfo
Suárez, con el encargo de desmantelar las
leyes orgánicas que sustentaban el gobierno
franquista de partido único (es decir, “lo
que el rey me ha pedido”, en la frase de
Fernández-Miranda, quien promovió la
carrera de Suárez en la Falange Nacional,
hasta que llegara a ser su secretario
general). En ese momento comienza a
usarse en España la expresión Transición a la
democracia. El mensaje es claro. Se trata de
12
una transición, pero no al socialismo.
Occidente ha comenzado a ganar la
batalla por (la cual sería recordado como) el
entendimiento correcto de “democracia”, a
saber, aquel sistema que es pluripartidista
y concede a los mercados el papel
principal en los procesos productivos.
Al año siguiente, después de lograr la
autodisolución de las Cortes franquistas
y la aprobación de una constitución
democrática, el hoy duque de Suárez, gana
las primeras elecciones abiertas celebradas
en España en 41 años.
Cortina.
Tercera escena. Durante los seis años que
Suárez se desempeñó como presidente del
gobierno elegido en forma democrática,
de la crisálida llamada “Isidoro” (su chapa
en la clandestinidad antifranquista) surge
Felipe, futuro duque de González, quien
“renueva” el Partido Socialista Obrero
Español (PSOE) con su memorable aunque
ahora olvidado “el marxismo o yo”. El PSOE
pierde una tras otra, sus iniciales, como
una margarita pierde sus pétalos.
Deja de ser, primero, “Español”; cuando
“Isidoro” es apadrinado por Willy Brandt,
el entonces líder de la socialdemocracia en
la República Federal de Alemania. Luego,
“Obrero”; cuando se suman a sus filas los
liberales y los monarquistas “renovados”,
encabezados por Enrique Tierno Galván,
“El Viejo Profesor”. En seguida, deja de ser
13
“Socialista”, al menos en clave marxista.
En 1981 Suárez cede el poder a Leopoldo
Calvo Sotelo, quien, luego de un año y siete
meses, pierde las elecciones en diciembre
de 1982 frente a Felipe González.
Cortina.
Cuarta escena. Felipe gobierna por casi
quince años. España se integra a Europa y
experimenta gran crecimiento económico.
En 1996, en medio de múltiples escándalos
de corrupción, González es derrotado en las
elecciones por el franquista “renovado” José
María Aznar, quien asume la presidencia
del gobierno español. La zarzuela Transición
a la democracia en versión española ha
terminado. Para concluir este divertimento,
veremos en cinco escenas su versión chilena.
Hay desacuerdos respecto de cuándo
comenzaría su larga primera escena.
Según unos, comienza seis años y seis
meses después del golpe de estado de 11
de septiembre de 1973. Según otros, solo lo
hizo una década más tarde; es decir, el 11
de marzo de 1990. En todo caso, el 11 de
marzo de 1980 el jefe del estado de facto, el
general Augusto Pinochet Ugarte, promulgó
la Constitución que da base jurídica al
sistema político bautizado “democracia
protegida” por Jaime Guzmán Errázuriz,
el profesor de derecho constitucional de
la universidad pontificia de Santiago que
fuera su gran arquitecto.
Teniendo presente la experiencia
española, al inaugurarse el primer período
presidencial de ocho años contemplado
en dicha Constitución, los ideólogos de
los militares chilenos comienzan a hablar
también de una Transición a la democracia. El
flamante presidente reflota una expresión
española y habla de su gobierno como una
“dictablanda”. Por fin, el 5 de octubre de
1988, se somete a plebiscito su permanencia
en la jefatura del estado por un segundo
período de ocho años y Pinochet pierde.
Una testigo del estreno de La liberación en
París comentó que las escenas vividas en
Santiago los días 5 y 6 de octubre fueron
“aun más alegres”.
Cortina.
La segunda escena, al igual que en el
montaje hispano, es breve. En la madrugada
del día 6 de octubre, un miembro de la
junta de gobierno, antes de entrar a La
Moneda, admite que perdió el “sí” (“sí”, esto
es, a renovar el mandato de Pinochet por
ocho años más; al concluir ese período, la
Constitución del 80 le permitía presentarse
por aún otro período de igual duración, con
lo cual hubiera completado 25 años en el
poder).
El 30 de julio de 1989 y con el 85 por
ciento de la votación, en un segundo
plebiscito se aprueban las modificaciones
negociadas entre el gobierno y una
oposición civil triunfante, pero medrosa.
En lo básico, la drástica reducción del
poder ejecutivo civil, comenzando por el
acortamiento del período presidencial
a cuatro años, a cambio de suprimir el
artículo que prohibía los partidos que
se decían inspirados en el marxismo. 14
Se inaugura el régimen que podríamos
denominar Democracia Protegida
Perfeccionada. 15
En diciembre Patricio Aylwin derrota a
Hernán Büchi, ex ministro de Hacienda
de Pinochet, en la primera elección
presidencial en 20 años, y el 11 de marzo
de 1990 asume como presidente de la
revista udp 08 159
República. En las elecciones parlamentarias
del mismo día, con un tercio de la votación,
Jaime Guzmán derrota a Ricardo Lagos,
siendo elegido senador por el sector pobre
de Santiago.
Cortina.
Tercera escena. Mientras Aylwin es
recibido en triunfo por testas coronadas y
jefes de gobierno europeos, en diciembre de
1990 se produce el “ejercicio de enlace”: un
acuartelamiento del Ejército acaecido luego
de revelarse que Pinochet, entonces todavía
su comandante en jefe, ha firmado cheques
con fondos del estado a su hijo mayor
por tres millones de dólares (los entonces
llamados “pinocheques”). Los militares
sostienen que el ministro de Defensa ha
pedido la renuncia de Pinochet, lo cual
no podía hacer según la recién reformada
Constitución. Sin sonrojarse, el ministro
lo niega. El entonces vicepresidente de la
República se humilla y acude a parlamentar
con Pinochet en el despacho de este último.
La crisis queda superada.
El 1 de abril de 1991, el senador Guzmán
Errázuriz es asesinado a la salida de clases.
El hecho ocurre en la esquina frente a la
calle Regina Pacis de la avenida que hoy,
en ese sector, lleva su nombre, que antes
se llamó Diagonal Oriente y, aún antes,
ironía de ironías, Diagonal Galileo Galilei.
En 1995, culmina el escándalo de los
“pinocheques” cuando el presidente Frei
Ruiz-Tagle pide al Consejo de Defensa del
Estado que se desista de acciones judiciales
“por razones de estado”.
Cortina.
Cuarta escena. El 17 de octubre de
1998, Pinochet (todavía, entonces, el
“Tatita” para sus partidarios) es arrestado
en Londres, por orden del juez español
Baltasar Garzón. Sólo logra regresar a
Chile el 3 de marzo de 2000, menoscabado
luego de permanecer detenido por más
de 16 meses en su, hasta entonces, amada
Inglaterra. He aquí un detalle digno de ser
señalado y recordado.
160 revista udp 08
Pinochet entregó la jefatura del estado
a Aylwin luego de cumplir 16 años y
medio en el poder. Pero los civiles que lo
derrotaron hablaron siempre de “17 años de
dictadura”. Ahora bien, su liberación de la
detención domiciliaria en Virginia Waters,
en las afueras de Londres, tuvo lugar
durante su decimoséptimo mes de reclusión.
¿Por qué, entonces, la memoria chilena
grabó solo “16 meses de detención”?
¿Acaso hablar de 17 meses pudo recordar a
alguien el antiguo principio que regulaba
la jubilación del sector público chileno: un
mes por año de servicio? ¿Temió alguien, con
perspicacia para preverlo y poder suficiente
para impedirlo, que lo ocurrido fuera
percibido en clave irónica? Cuando, por
fin, Pinochet regresó a Chile, renunció al
Senado con una elaborada carta.
Cortina.
Como es habitual en públicos sin gran
educación, hubo pifias luego de esta escena.
Muchos vieron en la misiva una prueba
de que el antiguo dictador no sufría de
“demencia subcortical leve a moderada”,
como concluyeran tanto la Cámara de
los Lores como la Corte Suprema chilena,
basándose en informes expertos. Otros
interpretaron lo ocurrido en sentido
opuesto. En su anochecer, sólo le restaba
lucidez para firmar los cheques y las cartas
que le ponían por delante aquellos en
quienes aún confiaba, encabezados por su
mujer, la formidable Lucía Hiriart.
Quinta escena. El 11 de septiembre de
2001, en el vigésimo octavo aniversario del
golpe contra Allende, los Estados Unidos de
América sufren el primer ataque armado
contra su territorio continental en su
historia. Un grupo de terroristas islámicos
destruye las Torres Gemelas en Nueva
York, asesinando miles de víctimas. En
el contexto de investigaciones bancarias
ordenadas por el gobierno estadounidense
a raíz de estos sucesos, en 2004, entra en
escena “Daniel López”. A saber, uno de
muchos alias con los cuales se descubre que
Pinochet mantenía decenas de cuentas, por
varios millones de dólares cada una, en el
Banco Riggs.
Poco después, en una declaración ante la
Corte Suprema, “Daniel López” responde
respecto de su relación con los servicios de
inteligencia con su notable: “Si es verdad,
no me acuerdo; y si me acuerdo, no es
verdad”. El 10 de diciembre de 2006, Día
Internacional de los Derechos Humanos,
muere “Daniel López”. Horas más tarde,
según algunos, culminó la versión chilena
de la zarzuela Transición a la democracia.
Esto es, cuando su nieto de Pinochet fue
expulsado del Ejército por elogiarlo durante
una alocución fúnebre en la Escuela
Militar. Según otros, por supuesto, la cortina
solo habrá bajado cuando un pinochetista
“renovado”, un Aznar chileno, sea elegido
presidente de la República.
Cómo se hablará en el futuro de todos
nosotros es un asunto complejo. Incluye
cómo se hablará de lo que fuimos y no
fuimos. De lo que hicimos y de lo que no
hicimos. También de aquellas personas
e ideales a los cuales nos acercamos y
que defendimos. Y, por último, cómo se
hablará de esos otros individuos y valores,
aquellos contra los cuales luchamos, a los
cuales nos opusimos, aunque solo fuera en
la intimidad de nuestra conciencia o con
nuestras bromas (las cuales son, cuidado, en
un sentido el reproche más débil, mientras
que en otro son, con mucho, el más fuerte
de los reproches).16 Las íntimas y políticas
relaciones que la memoria tiene con el
futuro tienen muchas fuentes. Una de ellas,
tal vez la principal, es que nos importa
hoy cómo seremos recordados mañana.
Porque, luego de nuestra muerte, eso será
todo lo que quedará de nosotros. Hasta que,
más tarde, suframos también la segunda
muerte, que es la del olvido, y no quede
nada.
1. Aldous Huxley. La isla (trad. de Floreal Mazía.
Edhasa: Barcelona 2007). Para la distinción entre
las concepciones de la filosofía asociadas con el
Círculo de Viena (cientificista) y con la Escuela de
Oxford (cotidianista) en la tradición analítica, véase
“Identidad, filosofía y tradiciones”, mi prólogo a
la edición castellana de Roger Scruton. Filosofía
moderna. Una introducción sinóptica (trad. de Héctor
Orrego Matte. Cuatro Vientos: Santiago de Chile,
1999).
2. G. W. Leibniz, Monadología 22.
3. George Orwell, La granja de los animales (con
un comentario de Miguel Arteche. Andrés Bello:
Santiago, 1991).
4. Tzvetan Todorov, Nous et les autres (Seuil: París,
1989).
5. Para la unidad explicativa que, según Freud,
ofrecería el concepto del inconsciente acerca del
soñar, el olvidar y el bromear así como el potencial
de este último para el futuro del psicoanálisis,
véase mi ensayo “Análisis del bromear. A cien años
de Der Witz und seine Bezeihung zum Umbewussten,
de Sigmund Freud”. Estudios Públicos 99, 2005, pp.
225-240.
6. Para ejemplos de discusiones bajo el primer
rótulo, véase Tribuna Americana, 1 (junio 2003), el
espléndido número de la descontinuada revista de
reflexión política editada por la Casa de América
de Madrid que estuvo dedicado al tema del exilio
y la memoria; en especial, el ensayo de Reyes Mate
“Recordar para que la injusticia no se perpetúe”,
pp. 25-33. Para el segundo rótulo, véase Charles
Taylor, Multiculturalism and “The Politics of Recognition”
(Princeton: Princeton University Press, 1992).
7. Miguel de Cervantes. El ingenioso hidalgo don Quijote
de la Mancha (Primera parte, capítulo II; he añadido
el énfasis).
8. Más luces sobre esto último en Albert Speer,
Memorias (trad. de Ángel Sabrido. Acantilado:
Barcelona, 2001).
9. Carlos Ossandón Guzmán, Guía de Santiago. Cosas
de interés histórico, artístico o pintoresco que pueden verse
en lugares públicos o de fácil acceso (Santiago: Zig-Zag,
1962).
revista udp 08 161
10. Liisa Flora Voionmaa Tanner, Escultura pública: del
monumento conmemorativo a la escultura urbana (Ocho
Libros: Santiago, 2004, vol. 1, p. 154).
11. En una entrevista con Edouard Bailby para
L’Express, en octubre de 1971, Neruda respondió una
pregunta acerca de su anterior entusiasmo con
Stalin diciendo “Je me suis trompé” (Me equivoqué);
véase, Jorge Edwards, Adiós, poeta (Tusquets:
Barcelona, 1990, p. 271).
12. Una visión sobre este período, en Pilar y Alfonso
Fernández-Miranda, Lo que el rey me ha pedido.
Torcuato Fernández-Miranda y la reforma política (Plaza
y Janés: Barcelona, 1995), y otra en Raúl Morodo.
Atando cabos: Memorias de un conspirador moderado
(Taurus: Madrid, 2000).
13. Para mayor información sobre este personaje,
véase César Alonso de los Ríos, La máscara de Tierno
Galván (Anaya: Madrid, 1997).
14. Para los detalles, véase Felipe Portales, Chile: una
democracia tutelada (Sudamericana: Santiago, 2000).
15. Para las razones que aconsejarían llamarla
también “Democracia Farinelli”, véase mi ensayo
“Salir del laberinto: carta a la juventud chilena
sobre sus derechos”, en Pablo Nicolai y otros, Jóvenes
del 2000. Ejerciendo los derechos en serio (Ministerio de
Educación: Santiago, 2001, pp. 205-214)
16. Una defensa de esta tesis en mi ensayo “Humor
y pluralismo. La victoria más humana”. Tribuna
Americana 3 (abril 2004), pp. 127-139.
162 revista udp 08
reseña
Con nombre de mujer
Por Joyce Ventura
Educación incompleta, En pijama y de un humor de perros, el
autobiografía parcial novelista inglés Evelyn Waugh (1903-1966),
Evelyn Waugh
célebre por su ingenio mordaz y frivolidad,
Libros del Asteroide, Barcelona, 2007,
360 páginas. redactó Educación incompleta, autobiografía
parcial, hasta que un ataque cardíaco lo
sorprendió encerrado en el baño de su hotel
con vista a Hyde Park, tras volver de su misa
diaria. Una muerte apurada por el exceso
de gin cada tarde y de somníferos a última
hora con los que trataba, sin resultado, su
ansiedad por insomnio.
“Sólo cuando se ha perdido toda
curiosidad hacia el futuro se ha alcanzado
la edad de escribir una autobiografía”,
dice en las primeras páginas el novelista.
En parte porque leer los cuadernos con
cubierta de papel azul de su época escolar
se le hacía cuesta arriba: “La mayoría de
los diarios de adolescencia son ingenuos,
trillados, pretenciosos. Los míos lo son en
un grado lamentable”.
Como quien escucha su propia voz en una
grabadora y no sólo la desconoce sino que se
incomoda al comprobar lo mal que suena,
Waugh no quiso hallar en su caligrafía
inmadura la menor seña de identidad: “Si
todo aquello que escribí es una crónica
fiel de quien yo era, debo decir que era
presumido, despiadado y moderadamente
malévolo”.
Pero esta misma antipatía y arrebatos
de cinismo hicieron de él el misántropo
desleal que reflejó, sin dramatismo ni
culpa, a la sociedad londinense que lo
acogía. Decadencia y caída, Cuerpos viles y
Retorno a Brideshead detonan desde el centro
de la aristocracia, entre fiestas sin motivo,
grescas de estudiantes y carreras de autos.
Joyce Ventura. Periodista. Crítica literaria.
La paradoja de su temperamento, que
pasa maniáticamente de la depresión a la
liviandad de la burla, distingue también
su obra, que fluye entre el resentimiento
y el humor. Un rasgo que aparece en los
hechos de su propia vida y en el estilo de
su autobiografía, aunque con una mirada
serena –a veces fría– y un lenguaje pulcro,
alejado de la retórica barroca y exigente de
otros momentos.
El retrato del padre, por ejemplo, lo
traza desde la madurez de quien por fin
acepta las diferencias sin considerarlas
una agresión. Arthur Waugh, dinámico
hombre de letras, crítico, ensayista,
biógrafo, autor de reseñas, artículos, poesía
y editor de Chapman and Hall, ventilaba,
sin complejos, sus gustos vulgares recitando
versos mediocres tradicionales o creados
por él. Su escaso talento y ambición
ofrecen a Waugh un material deleitoso
para un retrato burlesco. Pero no cae en la
tentación. Agradecido por la tranquilidad
y el afecto brindado, se permite un tono
condescendiente y no por eso compasivo:
“Era un hombre de talante mercurial, y
una palabra de humor o de aprecio bastaba
para sacarlo de las más negras depresiones.
Incluso cuando tosía y estornudaba
espasmódicamente, y eran episodios
realmente angustiosos, impostaba la voz y
salpicaba sus accesos de tos con citas en la
que invocaba a la muerte para que le diera
alivio”.
Este rasgo que en el padre es armonioso,
en el hijo resulta ser la base genética que
lo desequilibra. En nada contribuyó la
extrañeza de su nombre ambiguo –capricho
de su madre–, aunque pudo encaminar
ciertas inclinaciones homosexuales
revista udp 08 163
circunscritas a su época escolar y Entre su salida de Oxford –forzada por
universitaria, cuando el nulo contacto con su padre que se negó a pagar los malos
el sexo opuesto exigía, en algunos casos, resultados– hasta el éxito de su primera
adaptar las relaciones. novela, lo siguió una mala racha que narra
Su hermano, cinco años mayor, fue con más seriedad que sarcasmo. El paso
expulsado del colegio por esta clase de fallido por la escuela de arte, integrada
conductas. Waugh se ve impelido a dar una mayoritariamente por mujeres entre las
opinión pero desligada: “La mayoría de los que no supo destacar; un puesto de profesor
profesores buenos –y supongo también de secundario del que –aburrido a muerte
los colegios de señoritas– son de tendencia pero sin otra perspectiva– fue despedido
homosexual; de lo contrario ¿cómo iban a por irrumpir borracho; un frustrado
soportar un trabajo así? Sin embargo, ese intento de suicidio cuando, comprimido
interés suele darse de manera difusa, y casi por deudas, se lanzó mar adentro pero tuvo
nunca se reconoce tal como es”. que devolverse picado por medusas; y la
De la soledad y el retraimiento los peor de las casualidades: Evelyn, su primera
primeros años en Heath Mount (“como mujer (Evelyn-el, Evelyn-ella, les decían
un animal que se dispone a parir, toda la para identificarlos) que le fue infiel con un
vida he buscado rincones oscuros”), pasó amigo suyo, desilusión que lo convenció de
bruscamente a la sociabilidad histérica en convertirse al catolicismo y concluir que la
Lancing, donde resistió las restricciones –de “decadencia y caída” de su primer libro ya
alimento y luz– de la primera guerra por no le resultaban nada cómicas.
medio de burlas, sobrenombres creativos
y arrebatos de cólera celebrados por los
compañeros. En los ambientes disolutos
de Oxford se desató y fue feliz, “si bien de
manera moderada”. Pero sus constantes
vueltas sobre el tema demuestran que
nunca superó su partida.
Apenas estudiaba y disponía
“copiosamente” de cerveza a la hora de
almuerzo, ponche de vino corriente con
especias, por la tarde, y en la noche, en
el club de los hipócritas, oporto, brandy
y whisky hasta quedar inconsciente. En
esas juergas conoció a Harold Acton, Cyril
Connolly y Anthony Powell: “El historial de
mi vida allí es en esencia el catálogo de mis
amistades”, la mayoría de las cuales hizo
con la languidez del alcohol y la “expansiva
cordialidad” que producía. Fue así como
congenió con Chesterton.
Pero los clérigos en bicicleta y los
edificios de granito de Oxford sirvieron
para comprimir este ambiente disoluto y
abrieron la puerta a la actitud reaccionaria
de Waugh hacia las jerarquías sociales, la
iglesia, y la ropa anticuada.
164 revista udp 08 revista udp 08 165

reseña

Terra cognita
Mauricio Montiel
Fondo de Cultura Económica, México, D. F.,
2007, 267 páginas.
Marcelo Maturana. Crítico literario y columnista
de los diarios Las Últimas Noticias y La Nación.
Crónicas del espacio interio
Por Marcelo Maturana
¿Qué es una frontera? El límite, a veces
borroso o heterogéneo, entre un territorio
y otro, entre una realidad física y una
mental (si son discernibles), entre dos artes
narrativos como la novela y el cine. Implica
un desplazamiento del cuerpo o las ideas,
y justamente de viajes trata este libro, Terra
cognita, del mexicano Mauricio Montiel
(1966). Vacilando con buen pulso y variable
gracia entre la escritura autobiográfica y
la reflexión elaborada a partir de diversos
“registros culturales”, en este superpoblado
volumen Montiel invita a huir siempre
hacia delante, conceptualmente hablando.
“Debo admitirlo”, confiesa, “los
espacios abiertos son una de mis mayores
debilidades. Mares y playas, montañas
y planicies, campiñas y desiertos, me
producen una fascinación que se remonta
a ciertas lecturas y películas frecuentadas
durante la niñez”. La geografía más
extrema puede estar en el interior de
nuestra imaginación alimentada por libros
y películas. En esta colección de crónicas
personales, literarias y cinematográficas,
publicadas antes acá y allá, son citados
casi doscientos filmes de los más disímiles
cineastas, asociados a otras tantas lecturas,
en un azaroso recorrido por lo que el autor
considera sus mapas mentales. O sea,
sus territorios más conocidos: una “terra
cognita”, en contraposición a la expresión
“terra incognita” con que los antiguos
cartógrafos denominaban las regiones aún
inexploradas (por viajeros “occidentales”)
del planeta.
El libro se compone de cuatro apartados
–“Latitudes íntimas”, “La memoria
selectiva”, “Por las nubes”, “Viajes
alrededor de mí”–, divididos a su vez en
fragmentos que operan como una cámara
de resonancias recíprocas. En “Latitudes
íntimas” las novelas y los filmes suelen
evocar los lugares geográficos que les
han dado origen o que enmarcan sus
argumentos. Una referencia continua es ese
espacio virtualmente ilimitado que fascina
a Montiel y que, de manera a menudo
aterradora, atrae a hombres y mujeres
para disolverlos en una dimensión quizás
metafísica, imposible de conocer para los
que se quedan. Así ocurre en dos películas
del australiano Peter Weir (La ola y Picnic en
Hanging Rock) convocadas aquí para referirse
a ciertas realidades paralelas, subyacentes e
invisibles, aunque abrumadoras. La frontera
imperceptible (como no sea por los cuerpos
y las voces ausentes de tres jóvenes mujeres)
establecida por la formación rocosa llamada
Hanging Rock equivale al umbral de una
dimensión desconocida, entrada o salida
hacia dominios de la divinidad inefable, o
bien metáfora de nuestro propio vacío.
Pero una frontera es también el límite
sensible entre lo conocido y la naturaleza
inconmensurable, animada por leyes que
nos exceden. Tras recordar un relato de
Ray Bradbury en que doce astronautas se
alejan unos de otros, flotando en el espacio
exterior y sin poder regresar a la nave
destruida, Montiel parece proponer que la
muerte –este tipo de muerte– significa una
forzosa y efímera expansión de lo conocido
y, a la vez, el final de todo conocimiento.
Es lo que ocurre, señala luego, en la
película Open Water (“mar abierto”, en
este caso), de Chris Kentis y Laura Lau,
que reproduce la tragedia vivida (valga
la atroz ironía) en 1998 por los turistas
norteamericanos Tom y Eileen Lonergan,
abandonados por el barco Outer Edge
mientras buceaban en St. Crispin Reef
(barreras de coral), a treinta y ocho millas
náuticas de Port Douglas, una vez más
en Australia. La mañana del domingo 25
de enero, los Lonergan “avisaron que se
apartarían del grupo para explorar por su
cuenta –los detalles de sus inmersiones
no quedaron registrados en la bitácora del
capitán– y fueron vistos por última vez a
doce metros de profundidad alrededor de
las tres de la tarde, hora en que el barco
volvió al puerto”. Al día siguiente alguien
encuentra pertenencias de la pareja: dos
cinturones con lastre; nueve días más tarde
hallan el regulador de aire de Tom, ciento
cinco kilómetros al norte de Port Douglas;
luego, muy lejos de allí, el traje verdigrís
de Eileen, con rasgaduras atribuidas al
coral o a la dentadura de un tiburón. El
océano persistió un buen tiempo en su
dispersa y expansiva devolución de objetos,
incluida una pizarra de buceo en que aún
podía leerse: “Auxilio por favor [vengan a]
rescatarnos antes de que muramos”.
En el ámbito de la ficción pura, Montiel
explora el sentido de la muerte (frontera
definitiva) en otros bordes: las identidades
duplicadas siniestramente. “ ‘Todo hombre
tiene su doble en alguna parte. No veo por
qué el mío no iba a ser un muerto’. Esto es
lo que responde Azul, el perseguidor creado
por Paul Auster en Fantasmas, la cromática
segunda novela de La trilogía de Nueva York,
cuando Negro, el perseguido, le comenta
que es notable su semejanza con el poeta
Walt Whitman”. El párrafo es de la sección
“Postales desde el escritorio”, incluida en
“Viajes alrededor de mí”. Y es que viajar es
renacer pero también morir (un poco, según
el dicho).
Un libro leído constituye, por ese mero
acto, una experiencia real. La frontera,
entonces, es una idea aplicable, asimismo, a
los territorios sólidos, acuáticos o siderales
dibujados en nuestro cerebro a punta de con deformar el marco imaginario que
masticar narraciones y gastar horas frente todo lector planta en la página que lee. Es
a la pantalla grande. Por ahí va la poética ésta una lucha entre el Escila de la golosa
de Montiel, viajero inmóvil habitado por voracidad anecdótica y el Caribdis del tedio
remolinos y cataratas, abismos y ciudades por acumulación y pérdida de densidad.
erigidas en las antípodas. Aunque de vez Como Odiseo, el viajero famoso, hemos
en cuando recorre a pie real los territorios de trazar, para disfrutar este libro, una
soñados por otros. Por ejemplo, la isla línea navegable intermedia, aprendiendo
griega de Naxos, donde sube hasta el a olvidar para poder mirar lo nuevo, de un
restaurante y el mirador descritos por capítulo-isla a otro.
Antonio Tabucchi en su “Carta al viento”,
la más conmovedora de las misivas que
componen un extraño libro de amores
perdidos: Se está haciendo cada vez más
tarde es descaradamente fronterizo entre
la novela epistolar, la prosa poética y el
conjunto de relatos unidos por la pérdida,
el paso del tiempo y la recreación del
sentimiento en las palabras. Cruzada una
frontera, se pierde todo aquello que se
deja atrás, pero la memoria lo recupera
y lo moldea, alterando los paisajes que el
viajero, mental o corpóreo, acarrea sin
pausa.
Montiel se define, sin proponérselo,
como un observador del mundo tal como
ha sido reformulado por otros, pues salta
del párrafo de una novela al de otra –de
Sebald a Bowles, para nombrar a dos adictos
a la “frontera” de “lo otro”–, enlazándolos
con una película de Jim Jarmusch como
Hombre muerto, o con Antes de la lluvia, del
macedonio Milcho Manchevski. Es una
fugaz y recurrente asociación libre que
sorprende tanto por su erudición como
por una prosa quizá menos vívida que lo
esperable.
Para Alfonso Reyes el ensayo era el
centauro de los géneros, una quimera
compuesta de aportes de diverso origen.
Así, aunque Terra cognita sea técnicamente
un ensayo, su tejido –su texto– tiene una
dinámica claramente narrativa. Tan ubicua
es la voz del cronista, a tantos lugares
reales e imaginarios acude con su teclado
incansable, que la dispersión mortal sufrida
por los buceadores aludidos amenaza
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reseña

Márgenes e instituciones. Arte en Chile
desde 1973
Nelly Richard
Metales Pesados, Santiago, 2007,
200 páginas.
Carlos Pérez Villalobos. Licenciado en filosofía
y doctor en literatura. Profesor titular de la
Universidad Diego Portales. Profesor de la
Universidad de Chile. Autor de los libros Dieta de
archivo: memoria, crítica y ficción y Borges, agonismo y
epigonía.
La segunda edición de Márgenes e instituciones
Por Carlos Pérez Villalobos
A propósito de celebrar, en 1936, cincuenta
años de tradición simbolista, Paul
Valéry, último legatario de esa herencia
y, a la sazón, consagrado maestro de
la “inteligencia europea”, iniciaba su
conferencia proponiendo la paradoja
(temporal) implicada en la constitución
retrospectiva del acontecimiento celebrado:
Construimos ahora el simbolismo; lo
hacemos nacer hoy con la dichosa edad
de cincuenta años; le ahorramos los
tanteos de la infancia, las confusiones y
dudas de la adolescencia, las dificultades
y las preocupaciones de la madurez. Nace
tras haber hecho fortuna. Quizá, ¡ay!, tras
haber muerto. Sí, celebrar en 1936 este
quincuagésimo aniversario, es crear en
1936 un acontecimiento que será ya para
siempre el simbolismo de 1886; y este
hecho no tiene la menor relación con la
existencia en 1886 de nada que se llamara
simbolismo. Ni en los textos, ni en la
memoria de los supervivientes hay el
menor rastro de este nombre localizado
en la fecha en cuestión. Es maravilloso
pensar que celebramos como existente
hace cincuenta años un hecho ausente
del universo hace cincuenta años.
Así propuesto por Valéry, el evento
evocado adquiere realidad en el presente
de su evocación y dentro del dispositivo
que permite su evocación. Evocar, a una
distancia de cincuenta años, el simbolismo
es, según el autor, construirlo. A saber:
dotar de existencia orgánica un conjunto
de obras que en la actualidad de su
gestación y recepción inicial se pensaron,
se desarrollaron, adquirieron realidad,
plurales en su singularidad, inocentes cada
una de ellas del rótulo que décadas más
tarde, para la memoria cultural futura,
las englobaría y las haría formar parte de
un mismo proyecto. El párrafo de Valéry
pone al descubierto la dialéctica de la
historia, señalando que la concreción
unitaria de un acontecimiento, su ser uno,
es consecuencia de otro acontecimiento,
el de su bautizo, que lo inaugura después
(aún después de muerto) bajo un nombre,
perfectamente ignorado al comienzo, aun
cuando sea desde él que, en adelante, se
lo recuerde, se lo evoque, se lo historice.
Se puede también leer, entre líneas, que
la identidad que adviene así, con retardo,
el acontecimiento la gana al precio de que
se olviden las intensidades, los desgarros
que tramaron la vida en su momento
de contingencia inicial, en su desarrollo
prematuro, en sus glorias y decesos. “Los
tanteos de la infancia, las confusiones y
dudas de la adolescencia, las dificultades
y las preocupaciones de la madurez”, todo
eso va a pérdida y sólo podrá recuperarse
o adivinarse después, aunque ya en su
condición de pérdida irrecuperable, en
el archivo –privado o público– de los
testimonios de los protagonistas y en los
vestigios que perduran de esa actualidad.
Todo esto es cierto, desde luego. Sin
embargo, las cosas se complican apenas
pensamos en aquellos momentos que
interrumpen la Historia y que parecieran
estar hechos por la voluntad lúcidamente
precoz de sus agentes. En esos casos
–“épocas de crisis revolucionaria” (diría
Marx) y que son a los que tendemos a
denominar y a recordar bajo el énfasis
de la palabra acontecimiento– los
protagonistas viven la actualidad de su
acción con la lucidez –acaso ciega lucidez,
acaso histérica lucidez– de quien sabe
que está inaugurando algo nuevo. En
tales casos, que son por supuesto los que
definen cualquier evento que pretenda
el nombre de Vanguardia –política o
artística, artística y política–, la dialéctica
del retardo aludida por la frase de Valéry,
según la cual la identidad de un proceso
éste la recibe tras haber declinado, parece
sufrir una excepción o bien exigir una
consideración que excede los límites de
tiempo –debo recordármelo– de esta escena
de presentación, a saber: la presentación de
la segunda edición del libro, ése de 1986, de
Nelly Richard, Márgenes e instituciones. Arte en
Chile desde 1973.
Parafraseando –en reversa– la citada frase
de Valéry, debiéramos decir:
Hoy, a más de veinte años del evento, la
reedición de Márgenes e instituciones nos da
ocasión de evocar y celebrar lo que hace
veinte años atrás este libro editó, hizo
existir históricamente, postulándolo bajo
un nombre. La Avanzada, cuya definición
y análisis este libro elabora, no fue la
construcción en perspectiva, a posteriori,
de un conjunto de trabajos que en la
actualidad de su gestación ignoraran ese
nombre y esa trama. No. Hacia 1986 –en el
contexto histórico-social de la dictadura–,
múltiples y heterogéneos trabajos de arte y
de escritura de arte venían desarrollando,
desde hacía unos diez años, su deriva
propia y singular bajo la impronta de ese
significante que fue la Avanzada. Y ese
significante (cuya proposición asertiva hace
olvidar su imposición gradual) brindaba
y fomentaba –aun en aquellos que se
mantenían a distancia polémica de él– la
ilusión de un referente común o de una
escena compartida de trabajo, condición
indispensable para sostener la vida y
mantener una obra en gestación, sobre
todo considerando lo que no podemos
olvidar: se trataba de aquellas vidas y de
aquellas obras que se querían huérfanas, no
deudoras de cualquier soporte institucional,
puesto que, a la sazón, toda institución
–social y cultural– estaba devastada o
intervenida, bajo régimen de excepción.
Agreguemos que, para los implicados, el
significante Avanzada erigía su novedad
en su independencia respecto también al
discurso de la izquierda –su ideología del
arte y su retórica–, cuyo momento de gloria
–su conciencia de vanguardia realizada–
había devenido tragedia y derrota con el
Golpe. La Escena de Avanzada –ese conjunto
de artistas concernido bajo su respecto–,
al menos en lo que se refería a la idea de
arte y de producción de arte, tampoco era
heredera, pues, de la generación trágica de
los vencidos que seguían haciendo lo suyo,
aquí o en el exilio. Pues bien, así dadas las
cosas, ¿cómo no reconocer con entusiasmo
o a regañadientes la marca, la propuesta, la
movida, de una nueva referencia? ¿Cómo
no querer ser parte del elenco de la única
escena posible en medio del descampado?
¿Cómo sustraerse al deseo de ser
protagonista de esa trama viva –alimentada
de su autoconciencia inaugural–, propuesta
por un tipo de discursividad que ofrecía
teatro propicio para concebir y desarrollar
las respectivas obsesiones? Quiero decir:
la condición de intriga dramática que el
concepto teatral de escena mienta, o la
condición de escena de trabajo que en su
acepción psicoanalítica podemos escuchar,
exige una voluntad que la instituya. Y bien,
no hay discusión al respecto, Nelly Richard
fue, es, la autora, la voluntad gestora de
esa constitución de escena, su significante
y su trama. Ni más ni tampoco menos.
La Avanzada funcionó como significante
unario (así diría Lacan) que brindó sostén
e intriga, que ofreció ilusión de conjunto y
pertenencia a todos aquellos productores
de obras singulares que, en el momento,
padecían el malestar de una actualidad
contaminada de autoritarismo y, a la vez,
no eran herederos de un espectro cuya
derrota había que vengar y hacer retornar.
Bien saben ustedes que toda Vanguardia
funciona como la negación (y el olvido) del
proceso que la hace posible. Se alimenta de
la ilusión de ser la conciencia presente del
presente (al precio de olvidar la tradición
interrumpida, al precio de borrar su deuda
con el pasado, de cuya muerte dependen
precisamente sus desplantes de novedad).
“La verdad es desmemoriada”, afirma
Badiou, “es, incluso, el olvido del olvido,
la interrupción radical, captada en la
secuencia de sus efectos. [...] Tal es, a
mi juicio, la experiencia real de las
revoluciones (políticas), de las pasiones
(amorosas), de las invenciones (científicas)
y de las creaciones (artísticas). Es en esta
abolición del tiempo que se engendra la
eternidad de las verdades”.
En 1986, el texto Márgenes e instituciones
–este texto que, recordemos, se publica
inicialmente en inglés– ofrece la
fundamentación teórica consumada –urbi
et orbi– de esa apuesta performativa con
efecto perdurable que fue la Avanzada.
De ahí el sesgo impositivo de su retórica,
la cual funciona como vehículo expresivo
de una voluntad: la asertividad, diría yo,
es su tenor principal: no comenta –actúa.
El “tono exageradamente exclamativo o
declamativo de varias de sus posturas y
argumentos” (como, transcurridos los años,
la autora reconoce en la presentación para
la edición actual) debe ser evaluado a la luz
de esa pulsión performativa e inaugural,
cuyo efecto de verdad presupone, según el
fallo de Badiou, la voluntad de olvido.
Una constitución de escena –una voluntad
de escena– que se vive en la ilusión de su
originalidad, que cree –y hace creer– que no
es deudora de lenguajes familiares, parece
inevitablemente condenada a marcar y
remarcar sus ínfulas de infamiliaridad. No
es casual que la escritura inicial de Nelly
Richard, que transfiere a estos parajes un
concepto sobreinflacionado de escritura
como trabajo político en la dimensión
simbólica, se goce en un manierismo
retórico tan inconfundible, que deja su
168 revista udp 08
marca en no pocos de los que la leen
entonces, y cuya metafórica del margen,
del corte y del recorte, de la censura, del
cuerpo victimizado, etcétera, pretende,
sin despojarse de su vocación analítica,
provocar, a la vez, un plus de significación
a través de la construcción de un cuerpo
escritural saturado y enfático. La escritura
de Nelly Richard quiere realizar esa idea de
texto –que debemos, entre otros, a Lacan, a
Barthes, a Kristeva–, que pretende disolver
la diferencia entre discurso teórico y trabajo
figural. Yo no fui y no soy –Nelly lo sabe– el
lector más adecuado para tales ejecutorias.
Y, sin embargo, comprendo, admiro,
desde las consideraciones precedentes,
su necesidad y su aporte –la apertura,
por ejemplo, de un horizonte de lectura
y producción en el campo de la teoría del
arte ignorado localmente hasta esas fechas.
Digámoslo así: la construcción de un nuevo
sujeto en el campo que nos concierne.
La voluntad de ejercer un modo de lectura
en contra de las inercias mercuriales del
impresionismo crítico o de la historiografía
del arte como hagiografía, o de la retórica
del buen gusto, todos esos anacronismos
que reproducía la rudimentaria y escolar
lengua del comentario de arte vigente
en ese momento (y de la que aún hoy
tenemos señales), hace que la escritura
de Nelly extreme el énfasis teórico-crítico-
político y anule la separación entre las
condiciones de producción que traman la
vida –bajo institución político-militar– y las
condiciones de producción que ponen en
forma las obras y acciones de arte que esa
escritura analiza y objetiva. De modo que
a menudo el texto, entregado a su pulsión
político- semiótica, y más bien ajeno a
todo escrúpulo hermenéutico, sustituye
la lectura del corpus de obra elegido y
objetivado con una retórica sobresaturada
de atributos que corresponden mejor al
cuerpo social victimizado por la dictadura.
Ciertamente ésa es la apuesta crítica del
libro y, posiblemente, en eso resida su
fuerza mayor. Lo que afirmo, dentro de los
límites de esta escena de presentación, es
que esa apuesta –que, recalco, encuentra su
fuerza principal en lo que tiene de acción,
de activismo, de performance– muestra su
mayor debilidad en la falta de miramientos
a la hora de distinguir el acontecimiento
social del acontecimiento artístico y
tematizar su compleja relación, su trama,
su connivencia.
Dicho eso, paso a esta segunda edición
del libro que en su momento presentamos
dentro del recinto del Museo de Bellas
Artes, la fachada del cual aparecía en la
portada inicial, como vuelve a aparecer,
y doblemente, en la reedición: aparece
de nuevo como portada y aparece, como
cita de la primera vez, en las páginas
iniciales. Por cierto la cita funciona como
testimonio de la publicación inicial –su
edición en inglés–, pero funciona también
como prueba de contraste que refuerza el
evidente rebajamiento de intensidad que
se le ha hecho sufrir a la fotografía para
su portada actual. Se trata del registro de
una acción del CADA, de 1980, en que la
entrada del Museo aparece cubierta por
una sábana blanca. ¿Qué se significa en ese
premeditado desvaimiento del Museo o del
registro de la acción del CADA, registro que
era nítido en la portada de 1986, como se
comprueba en la reproducción interior?
¿Se trata sólo de revelar el paso del tiempo
y la pérdida de intensidad sufrida por
aquella actualidad de la que no queda más
que su registro fotográfico? Posiblemente,
a condición de entender bien que los
veinte años transcurridos entre la primera
versión y la actual representa una historia
cargada de vicisitudes que transforma al
museo, a este museo, es decir la institución
del arte, en otro Museo; transforma
también al texto del libro, puesto que
sus mismos lectores iniciales son otros y
hace que los nuevos lectores no puedan
ser, tampoco ellos, lectores iniciales. De
este libro, cuya introducción concluye
definiendo la Avanzada como “poética del
acontecimiento”, podemos decir lo que
Borges escribe de la lectura de los libros
importantes: “La primera vez ya es segunda,
puesto que los abordamos sabiéndolos”.
La posteridad de una obra es, agregamos,
la institución cultural de lectura que la da
por leída y por la cual la infamiliaridad
adventicia devino horizonte familiar de
comprensión.
Pues bien, tras veinte años, la reedición
del libro se presenta dentro del edificio
que en esa portada exhibía su censura,
su clausura, su condición de cadáver (la
sábana como sudario). El mismo edificio,
otro museo sin embargo; uno que es
consecuencia, entre otras cosas, de la
transformación sufrida por la lengua del
arte puesta en marcha por el trabajo crítico
que este libro definió hace una veintena
de años. Otra institución cultural, como
lo comprueba que algunos creadores cuyo
trabajo incipiente quedara tramado por
este libro según la retórica del margen –del
margen a la institución museal, como lo
señala la fotografía elegida para su portada–,
hayan devenido entretanto autores
consagrados merecedores de las más altas
distinciones dentro de la nueva institución
y sus repartos legitimadores.
Quiero añadir otra connotación más a
esa premeditada pérdida de intensidad que
se le ha hecho sufrir al registro fotográfico.
Imagino que es la marca, la señal pudorosa
que Nelly quiere dejar del problema,
experimentado lúcidamente por ella, a
la hora de volver a publicar, veinte años
transcurridos, este libro. Por una parte,
hacer saber que ese Museo, el Museo de
1980, el Museo intervenido militarmente,
el Museo cuya condición de cadáver hace
posible la intervención del CADA, no existe
hoy, pertenece al pasado, no es otra cosa
que una imagen de archivo, y, por tanto,
la institución respecto de la cual el texto
construye su margen, sufre los rigores del
olvido de los que el texto mismo no queda
indemne; por otra parte, creo yo, en esa
pérdida de intensidad, se deja adivinar la
indicación leve, apenas un guiño, de que lo
perdido, lo caído en olvido, es precisamente
eso: una intensidad, la intensidad con
que ese presente fue vivido por quienes
protagonizaron su aventura. Eso es
precisamente lo que un material de archivo
nunca podrá conservar y que, sin embargo,
para quien lo abre y recibe su emanación,
siempre connota: el aura de lo perdido
en su condición de irrecuperablemente
perdido.
La reedición de Márgenes e instituciones
podría funcionar como la resucitación
de un muerto venerable y el riesgo
consiguiente, a saber: que la investidura
mítica ganada por el documento quedara
rebajada (rebajada como el gris de su nueva
portada) al proponerse a una lectura actual,
dentro del estado de arte y de lengua
teórica vigente. Podría ocurrir sin duda.
Sin embargo, la reedición de Márgenes e
instituciones es en verdad una nueva edición,
otra edición, otro acto editorial de Nelly
Richard, en el que otra vez la autora toma la
delantera, agregando al final de este nuevo
libro el conjunto de lecturas que el texto
inicial recibió contemporáneamente, en el
contexto de un seminario que se hizo con
ocasión de la publicación de 1986: Escena
de Avanzada y Sociedad, Documento Flacso
N°46. Así, esta nueva edición devuelve
premeditadamente el texto a la historia, es
decir, a la trama polémica de su gestación.
La actualidad de esta reedición viene
propuesta, entre otras cosas, por ese gesto
–a mi modo de ver decisivo– de incluir en el
libro la actualidad de su recepción primera,
de abrir, de sacar del olvido, el archivo de
su vida inicial. Otra vez, pues, el recurso al
archivo sirve para indicar actualmente la
irrecuperable actualidad.
En la segunda edición del libro, entonces,
además de la historia de veinte años de
recepción (ya implicados en la disposición
del lector actual), podemos leer también
las lecturas, el contexto de lectura inicial,
que la autora del libro, en el presente de su
estreno, hizo posible convocando a quienes
deseaba como interlocutores y quiso como
principales destinatarios de su trabajo:
los sociólogos, teóricos de la literatura,
filósofos, poetas y artistas que –quisiéranlo
o no– eran concernidos por la trama viva
que el texto construía y analizaba. A la
distancia obvia de veinte años entre su
estreno y nosotros, se agrega la distancia
–de lectura– que el libro ahora incluye. Así,
la reedición nos da ocasión de plantearnos
cuestiones complejas de distancias, es
decir, de aura, a saber: la distancia que ese
texto inicialmente construye, dentro de su
contexto de enunciación, con las prácticas
y lenguajes que analiza; la distancia entre
ese contexto de producción y el contexto de
recepción actual, el cual, en lo que se refiere
al campo del arte local, está inaugurado,
de modo importante, por la escritura
de ese libro y por las prácticas que esa
escritura analiza y propone. La reedición
contiene, pues, las lecturas críticas
–discretas, reticentes, más bien disfóricas
que entusiastas– que el libro recibió antes,
diríamos, de su estereotipación mítica.
De tal modo, la decisión de reeditrar
este libro con el agregado fundamental
de ese apéndice, tiene el mérito de, al
revés de reforzar sus ínfulas y confirmar
lo consabido, proponerse a la lectura
despojado de la imposición canónica,
gracias a dejarse leer desde la distancia
crítica inicial. Diría que la objeción
principal que las lecturas le plantean al
libro que ahora las contiene tiene que
ver con la sobredramatización verbal del
padecimiento con que su texto reviste los
trabajos y las prácticas que son reunidos
bajo su enunciado. Vivir bajo amenaza y
bajo represión no es desde luego lo mismo
que producir un tipo de obra que ponga de
manifiesto, a través de signos eficaces, ese
contexto histórico amenazante, aun cuando
los agentes de esa producción sean parte del
revista udp 08 169
mismo contexto y lo padezcan. La de Nelly
Richard es, por una parte, semiología –esto
es, hace visible la información primera pero
usualmente inexplícita que recibimos de la
construcción material de un signo, de un
objeto hablado socialmente, y, entonces,
lo artístico es ya una ideología a analizar y
no un atributo presupuesto de antemano.
Es, por otra parte, sociología, en la cual la
producción de arte funciona como síntoma,
documento, como caso, en el que se da a
leer de modo extremo el contexto social
del que la práctica artística forma parte.
Acaso, así considerada, la singularidad de
las obras se ve defraudada en su pretensión
hermenéutica de despedir un mundo
singular –un tiempo de trabajo intraducible
socialmente. Ése es el riesgo, creo yo, al que
premeditadamente se expone el ejercicio
crítico que desarrolla un tipo de lectura
interesada no en “obras de arte”, sino en
la dimensión política de trabajos cuyas
prácticas y producción de signos provoquen
un desacomodo en el ordenamiento
simbólico vigente.
Lo que ocurre –y esto es lo último que
apunto pero posiblemente sea lo más
importante– es que Nelly Richard, entre
nosotros, es en verdad la única, hasta hoy,
que comprendió bien y se tomó en serio
las tesis políticas de Benjamin, a saber:
que la obra de arte –es decir, el discurso
estético-burgueso-museal implicado
en su determinación, en la época de
la reproductiblidad técnica– deviene
inactual y anacrónica, y su pervivencia sólo
confirma la fuerza inercial de la institución
social (sus jerarquías y privilegios) que,
ideológicamente, se representa, se legitima
y se universaliza en ella. El test político
que Benjamin propone a la producción de
conceptos –a saber, servir o no a los fines
del fascismo– es al que el tipo de análisis y
documentación de Nelly Richard se acoge
con un rigor despojado de toda melancolía.
La autora erigió su autoridad, como se
recalcó antes, en su asertividad inaugural;
170 revista udp 08
no la hereda del discurso legitimado del
Arte, esa cosa tan antigua, en el decir de
Barthes. Cabe imaginar que ése es el criterio
radical que guió su selección, reunión y
análisis de trabajos de la Avanzada. Éstos
no sólo ocurren fuera del museo por
razones circunstanciales, sino que han
sido concebidos en contra del museo, el
cual representa, a la sazón, la perduración
simbólica del pasado en el presente,
presente que fácticamente se erige sobre
la liquidación del pasado, aun cuando,
ideológicamente, continúe venerándolo.
La producción de la Avanzada (como fue el
caso, sobra decirlo, de toda Vanguardia) se
levanta sobre la liquidación del aura y, esto
es, sobre la liquidación de la institución
burguesa del arte. Así consideradas las
cosas, es comprensible la búsqueda de
lenguajes teóricos y figurales que marquen
su diferencia con los formatos, soportes,
retóricas e ideales de la institución artística
tradicional; y es comprensible que en esa
escritura resultante se vea defraudado el
anhelo –anhelo por lo demás atendible– de
quienes aún insistieran en hallar densidad
aurática y refugio en el templo (o galpón)
del Arte. También se explica que, cerrada la
Avanzada con este documento que la analiza
e historiza, su autora se desinteresara, en
adelante, por la producción “artística” que,
menguando la intemperie crítica del estado
de excepción, retornaba gradualmente hacia
la interioridad protegida de una nueva
institucionalidad, universitaria y museal,
definida por el mercado y la globalización.
Ésa es la razón por la cual este libro, sean
cuales sean las objeciones que su lectura o
su relectura hayan suscitado y, ojalá vuelvan
a suscitar, se impone indiscutiblemente
como acontecimiento dentro de la historia
local de la crítica. Esto significa, según lo
antedicho: construyó para la posteridad,
hizo existir bajo un mismo nombre, dio
identidad, propuso al porvenir, y fomentó
un conjunto heterogéneo de trabajos de
arte, que quedaron, de ahí en adelante,
tramados según una determinada lectura
y formando parte de una misma escena.
Así, cabe postular a la Escena de Avanzada
como fórmula de una acción curatorial y
el texto de Márgenes e instituciones como el
desarrollo in extenso de su enunciado. Nelly
Richard es la autora de la Avanzada y el
libro cuya reedición presentamos contiene
el texto que fundamentó y dio edición final
al corpus de prácticas y obras que quedó
definido y acaso sesgado bajo ese nombre.
La Avanzada se impuso como referencia
inomitible para la historia local de las artes
visuales. Es decir: hizo historia. Tal que la
enseñanza y la escritura de arte en Chile
–en términos historiográficos o críticos– no
pudo en lo sucesivo sino desarrollarse –en el
entusiasmo o en la discordia– considerando
a la Avanzada como punto de inflexión
fundamental. Y es, creo yo, precisamente eso:
la emergencia de una trama de disposiciones
–nuevo modo de hacer, de escribir, nueva
lectura– a partir de la intromisión repentina
de una obra a cuya lengua será traducida
la comprensión del pasado y del porvenir,
lo que se nos impone bajo este nombre:
acontecimiento.
Por lo demás, la eficacia de este libro
(o, al menos, de lo objetivado en él) ya se
comprueba en su capacidad para sobrevivir
a más de veinte años en que no cesaron los
intentos de asesinato y podemos conjeturar
que sobrevivirá a todos los que vengan,
hasta nuevo aviso, es decir, hasta que otro
acontecimiento tan importante como el
comentado ponga fin a la larga actualidad
abierta por la voluntad performativa
de Nelly Richard, y desde el cual, como
Valéry afirmaba respecto del simbolismo,
podamos declarar, a la distancia, que
construimos la Avanzada según un nombre
y un lenguaje que la Avanzada no imaginó
ni tuvo presente. Sobra decir que esto es
estructuralmente imposible de imaginar,
salvo como juego retórico que me sirve para
cerrar el círculo abierto al inicio y concluir
esta exposición.
reseña
Sueños
Theodor Adorno
Akal, Madrid, 2008, 121 páginas.
Tal Pinto. Sociólogo por la Universidad Católica.
Crítico literario del periódico The Clinic. Editor de
Editorial La Copa Rota y Ediciones Bordura.
Negros reflejos
Por Tal Pinto
Platón creía que el futuro era previsto en
sueños gracias a una intercesión divina.
Edipo sueña tanto con la muerte de su
padre como con el incesto que habría de
cometer con su madre: oráculos de su
propia caída, en sus sueños está cifrado su
destino, su tragedia. Pero si, como pensaba
Freud, los sueños son la manifestación de
un compromiso inestable entre prohibición
y deseo, un registro metódico de ellos sólo
puede leerse como un diario íntimo, una
ventana abierta por la que se ven desfilar las
pasiones secretas, los anhelos reprimidos y
las verdades incómodas.
Desde 1934 hasta 1969 –el año de su
muerte–, Theodor Adorno anotó en un
cuaderno sus sueños al despertar. Refería
sus sueños sin hacer de ellos una forma
literaria o una investigación teórica de su
personalidad. Son relatos breves en los que
rara vez se reproducen las circunstancias
que los han gatillado; también, la mayor
parte del tiempo concluyen con la frase
“me desperté”, completada por el estado
anímico en que lo ha dejado el sueño. En los
textos hay un estilo más cercano al cuento
corto y a la poesía que al lenguaje de la
ciencia o el ensayo.
En estos sueños abundan las ejecuciones,
las crucifixiones, los empalamientos. En
algunos predomina un alter ego de Adorno
descargando la frustración de su exilio
y sus penurias económicas –a mitad de
siglo fue al menos desalojado una vez
por su arrendatario–. En las antípodas
de su pensamiento, tendiente siempre
a la crítica del poder ejercido como
forma de ocultamiento de la realidad, el
comportamiento de Adorno es irreflexivo
revista udp 08 171
y salvaje, acomodándose a los caprichos de
la masa. En otras ocasiones, los merecidos
depositarios de las torturas y ejecuciones
(Laval, los nazis) son para Adorno fuente
de conflicto, y es incapaz de someterlos al
destino irreprochable al que su crueldad los
ha condenado.
Sueño de finales de marzo de 1944: “Se
decidió que a cada uno de los delincuentes
(nazis) se les machacase el cráneo con un
pico o una piqueta [...]. Se me informó que
esta incierta y cruel forma de ejecución
había producido un miedo indescriptible
entre las víctimas. Aquella atrocidad me
provocaba a mí mismo tanto asco que me
desperté con una sensación de malestar
físico”. Al parecer, las tendencias al sadismo
en Adorno eran inferiores al masoquismo.
La crucifixión es un símbolo cultural
del sacrificio de Jesús, por un lado, y de
la traición de Judas por unas monedas
de plata, por el otro. En los sueños de
Adorno las crucifixiones tienen un tinte
más humorístico pero no son por eso
menos inquietantes. Sueña en mayo de
1942 que asiste a su propia crucifixión, la
que describe como un proceso sereno: su
mayor preocupación es saber si por la noche
podría atender a una cena “sumamente
elegante” a la que había sido invitado. En
este sueño la cruz no es más que un estorbo
a su vida social. Una segunda crucifixión
tiene lugar en sus sueños de junio de
1957. El tercer sueño combina crucifixión
y empalamiento: san Carlos Borromeo
“intentó meterse al Crucificado por el
ano”. Curiosa vida psíquica. ¿Cuán común
es soñar con que a uno lo cuelgan de una
cruz?
172 revista udp 08
Los sueños no son sueños hasta que el sexo
se hace presente. Burdeles, prostitutas,
sexo anal, sexo grupal y hasta finanzas
comparecen en los sueños del filósofo
alemán. A una amiga le pregunta si estima
hacerlo par le cul. Ella, risueña, le advierte
que no tiene problemas, pero que debería
estar al tanto de que hay cosas mucho más
“bonitas”, “húngaras”, dice, en lo tocante a
la exploración genital o, lo que es lo mismo,
las artes eróticas, como el babamüll. “Pronto
resultó que aquella supuesta perversión
no era en realidad más que una operación
financiera sumamente complicada,
para mí del todo incomprensible pero
evidentemente ilegal”.
El sueño sugiere que el sexo anal
es análogo a una inmoral operación
financiera. Naipaul escribió que la obsesión
de los argentinos con el sexo anal revelaba
tendencias sodomitas. No es fácil llegar
a un punto medio, que en este caso bien
podría ser el perineo. Lo cierto es que la
tentación del ano reaparece años más tarde
en los sueños de Adorno, bajo la forma
de un efebo destinado especialmente a
complacer cada uno de sus caprichos.
Elementos de tortura, besos en los testículos
y un monóculo hacen de ese sueño algo
típicamente sádico.
Con frecuencia sueña con burdeles.
Pero en ellos nunca logra consumar el
acto sexual. Hay fiestas, alcohol, mujeres,
amigos y hasta una prostituta experta en
Heidegger, pero de sexo, nada. Hacia el final
de su vida, Adorno sueña con una amante
que le exige comprar una máquina lavadora
de penes, a fin de eliminar el molesto olor
que en esa zona se acumula. Penes, anos,
tetas y prostitutas se pasean por estos
sueños, los que no excluyen en ningún caso
la posibilidad del amor.
Otros sueños descubren una filiación
nada obvia con Gombrowicz, especialmente
con el Ferdydurke. El mundo de la
universidad, al cual Adorno perteneció sin
interrupciones toda su vida, es retratado
al margen
como el de pandillas rivales que intrigan El polizonte o la literatura
en el patio del colegio. En marzo de 1966
sueña que uno de sus colegas le pone una
de la negatividad
zancadilla. “Me quejé con vehemencia por
Por Damián Tabarovsky
tan intolerable conducta. No lo entendía,
se me indicó. Se trataba de una antigua
tradición, según la cual yo debía dirigirme
al decano y quejarme formalmente”. La
burocracia universitaria se presta para las Hay una vieja película de los hermanos
jugarretas de profesores aburridos de sus Marx en la que viajan de polizontes en un
cátedras. Ecos de polilla. En la vida adulta se barco. Es un trasatlántico de lujo, inmenso,
revive con nostalgia la infancia. maravilloso. De repente, el capitán se
Adorno derivaba de algunas de sus da cuenta de que hay tres pasajeros de
experiencias oníricas que “los individuos más y ordena encontrarlos. Comienza
viven su propia muerte como una catástrofe una persecución llena de accidentes y
cósmica”. No faltan los sueños apocalípticos peripecias, hasta que Groucho, por azar,
en un mundo que ha frisado la catástrofe, termina escondido en la habitación
en alguien que ha experimentado donde se cambian los camareros. Decide
de primera mano la crueldad casi entonces vestirse de camarero hasta que,
reglamentaria de los totalitarismos. obviamente, el capitán se vuelve a dar
Exiliado, deprimido y frustrado, Adorno cuenta de la situación. Por los altoparlantes
sueña constantemente con la miseria del llama a todos los camareros a presentarse
mundo que le ha tocado vivir. “El sueño es en el puente, con la esperanza de develar
negro como la muerte”, reza el epígrafe de el misterio y atrapar al polizonte. Hay un
este libro. Y puede que tal vez su mundo corte, y la toma siguiente muestra a los
haya sido negro, la muerte algo común y los camareros formados de frente a la cámara.
sueños un reflejo del fracaso. Es un lento paneo de izquierda a derecha
Como sea, los casi cien sueños relatados en el que se los va viendo uno a uno: altos,
en este breve volumen permiten asomarse esbeltos, elegantes, distinguidos. Hasta
a la intimidad de un pensador crítico y que la cámara llega al último: es Groucho,
en no pocas ocasiones rabioso, para quien hecho un desastre, fumando un puro,
con la segunda guerra mundial el proyecto mal peinado, inclinado con una bandeja
ilustrado mutó en razón técnica, en en la mano que apenas puede sostener,
maquinismo, respecto del cual no se podía completamente fuera de lugar.
escapar, sino sólo refugiarse en el arte y la Hay escondido en esa escena un
religión. pensamiento poderoso para la literatura,
o al menos para el tipo de literatura que
me interesa leer. La literatura como una
forma de inadecuación frente al mundo,
como un desajuste frente al estado de las
cosas. La literatura atravesada por una
tensión extrema: por un lado, el deseo de
ser aceptada, de parecer un camarero como
los demás; pero, a la vez, la imposibilidad
Damián Tabarovsky. Escritor, traductor y editor. efectiva de ser aceptada, de integrarse el
Columnista del diario Perfil de Buenos Aires. Autor,
entre otros libros, de Las hernias, Literatura de sentido común, el impedimento para ser
izquierda y La expectativa. eficiente, adecuado y pertinente. La escena
revista udp 08 173
de Groucho, esa sensación de inadecuación
y soledad, puede pensarse también como
una forma de neurosis, de malestar. La
literatura toca directamente ese nudo, mete
el dedo en esa llaga, un poco como en la
frase de Barthes: “Loco no puedo, cuerdo no
querría, sólo soy siendo neurótico”.
Desear que la literatura tenga una
relación íntima con el malestar, con la
negatividad, con la inadecuación, supone
sospechar a fondo de, al menos, dos de los
lugares hegemónicos por donde parece
moverse la literatura de nuestro tiempo.
El primero es la herencia de los escritores
bien pensantes, del escritor comprometido,
en sus diferentes reformulaciones. Esta
familia ha sufrido un largo pero sostenido
proceso de degradación, acorde con la
degradación del pensamiento de buena
parte de las izquierdas contemporáneas, al
menos en sus versiones gubernamentales
(a pocas cosas temo más que al progresismo
gobernando). En verdad, somos testigos de
esta ocurrencia: mientras que el escritor
comprometido tradicional (el de los 50
y 60) lo estaba en nombre del futuro,
del porvenir, de la revolución, nuestros
escritores comprometidos de hoy lo están
con la memoria, con la preservación, con
la conservación. Entre conservación y
conservadurismo hay sólo un paso, y allí
deambulan los escritores defendiendo
altísimas nobles causas y, en nombre de
ellas, entregándonos un sinfín de textos
convencionales, carentes de riesgo, repletos
de lugares comunes. De todos los aspectos
que incluía la noción de compromiso
han retenido sólo uno, su carácter moral,
o mejor dicho, moralizador; especie de
174 revista udp 08
Hay una vieja película de los hermanos
Marx en la que viajan de polizontes en un
barco. Es un trasatlántico de lujo, inmenso,
maravilloso. De repente, el capitán se
da cuenta de que hay tres pasajeros de
más y ordena encontrarlos. Comienza
una persecución llena de accidentes y
peripecias, hasta que Groucho, por azar,
termina escondido en la habitación
donde se cambian los camareros. Decide
entonces vestirse de camarero hasta que,
obviamente, el capitán se vuelve a dar
cuenta de la situación. Por los altoparlantes
llama a todos los camareros a presentarse
en el puente, con la esperanza de develar
el misterio y atrapar al polizonte. Hay un
corte, y la toma siguiente muestra a los
camareros formados de frente a la cámara.
Es un lento paneo de izquierda a derecha
en el que se los va viendo uno a uno: altos,
esbeltos, elegantes, distinguidos. Hasta
que la cámara llega al último: es Groucho,
hecho un desastre, fumando un puro,
mal peinado, inclinado con una bandeja
en la mano que apenas puede sostener,
completamente fuera de lugar.
Hay escondido en esa escena un
pensamiento poderoso para la literatura,
o al menos para el tipo de literatura que
me interesa leer. La literatura como una
forma de inadecuación frente al mundo,
como un desajuste frente al estado de las
cosas. La literatura atravesada por una
tensión extrema: por un lado, el deseo de
ser aceptada, de parecer un camarero como
los demás; pero, a la vez, la imposibilidad
efectiva de ser aceptada, de integrarse el
sentido común, el impedimento para ser
eficiente, adecuado y pertinente. La escena
de Groucho, esa sensación de inadecuación
y soledad, puede pensarse también como
una forma de neurosis, de malestar. La
literatura toca directamente ese nudo, mete
el dedo en esa llaga, un poco como en la
frase de Barthes: “Loco no puedo, cuerdo no
querría, sólo soy siendo neurótico”.
Desear que la literatura tenga una
relación íntima con el malestar, con la
negatividad, con la inadecuación, supone
sospechar a fondo de, al menos, dos de los
lugares hegemónicos por donde parece
moverse la literatura de nuestro tiempo.
El primero es la herencia de los escritores
bien pensantes, del escritor comprometido,
en sus diferentes reformulaciones. Esta
familia ha sufrido un largo pero sostenido
proceso de degradación, acorde con la
degradación del pensamiento de buena
parte de las izquierdas contemporáneas, al
menos en sus versiones gubernamentales
(a pocas cosas temo más que al progresismo
gobernando). En verdad, somos testigos de
esta ocurrencia: mientras que el escritor
comprometido tradicional (el de los 50
y 60) lo estaba en nombre del futuro,
del porvenir, de la revolución, nuestros
escritores comprometidos de hoy lo están
con la memoria, con la preservación, con
la conservación. Entre conservación y
conservadurismo hay sólo un paso, y allí
deambulan los escritores defendiendo
altísimas nobles causas y, en nombre de
ellas, entregándonos un sinfín de textos
convencionales, carentes de riesgo, repletos
de lugares comunes. De todos los aspectos
que incluía la noción de compromiso
han retenido sólo uno, su carácter moral,
o mejor dicho, moralizador; especie de
homilía laica sobre la memoria entendida
no como un campo de batalla, sino más
bien como una abstracción a preservar, un
parque jurásico de las buenas intenciones
bien pensantes.
El segundo lugar hegemónico, sobre
el que no vale la pena ni siquiera
entrar en detalles, es el del escritor
convertido en publicista del presente.
El escritor que hace la tarea escolar, que
cuenta historias bien construidas, con
personajes interesantes, tramas atractivas
y desenlaces sorprendentes. Es decir:
novelas absolutamente convencionales.
Es la literatura que vive con felicidad la
crisis terminal de las vanguardias, de todo
intento de experimentación y crítica. Un
tipo de literatura que funciona bajo el ideal
de eficiencia: supone que el lenguaje de la
novela puede ser eficiente (como lo es el
lenguaje de la empresa, la economía y la
comunicación de masas) y que las cosas son
como son, sin más.
¿Es posible todavía imaginar una
literatura en disidencia con el presente y
con el auge de la memoria pasteurizada?
¿Una literatura que se instale en la
incomodidad, en el malestar, en la
paradoja? Los límites de este pensamiento
son claros: es un movimiento negativo.
No propone, no construye, no edifica.
Simplemente (como si fuera simple) señala
su distancia irremediable frente al curso
de los acontecimientos. Expresa su soledad
radical y desde ese lugar se vuelve, ya no
testigo moral, sino negatividad crítica.
Se vuelve cosa: una piedrita que traba la
cadena de montaje.
La literatura de la inadecuación se
presenta de múltiples maneras. No es una
escuela, un estilo, una tradición. Incluye
escrituras diversas y hasta antagónicas
entre sí, pero que comparten el malestar
ante esas posiciones hegemónicas. No se
por qué, pero recuerdo ahora a un escritor
muerto hace apenas dos años, quizás el
más agudo y excéntrico escritor que haya
dado la literatura argentina de las últimas
décadas: Héctor Libertella. Hasta donde sé
(y sé casi todo sobre él), pocos libros suyos
circularon fuera de Argentina, y hasta me
atrevería a decir que no circularon fuera
de ciertos barrios de Buenos Aires. Su
prosa y su talento estaban hechos a fuerza
de paradojas, juegos de sentidos e ironía
demoledora, capaz de escribir frases como
ésta: “Si Argentina es un país periférico en
el mundo, su escritor más periférico será
entonces centralmente argentino. A mí me
ha costado mucho sostener esta paradoja...
¡Cuanto más marginal, más central!”.
La suya es una literatura excéntrica,
provocadora, erudita, irónica. El título de

4 Editorial
carlos peña gonzález
6 La ópera:
el canto de la mente perdida
juan antonio muñoz
14 Televisión: las mil y una noches
roberto merino
20 Historia, poder y periodismo
de investigación en Chile
andrea insunza
28 Apuntes sobre novela y baja cultura
ignacio echevarría
38 Consideraciones frente al campo
de batalla
juan manuel vial
42 Hollywood y los circuitos
de la emoción
héctor soto
48 El cine documental:
verosimilitud y temporalidad
claudio celis
56 Escritos íntimos: la voz desafinada
marcela fuentealba
60 Modas que viví
juan guillermo tejeda
76 Narración, experiencia, escritura
carlos pérez villalobos
88 Música pop: una saturada suma
de diferencias
juan pablo abalo
92 Huir en llamas
natalia babarovic
96 Prueba de artista, 1978
(performance de Carlos Leppe
junto a Marcelo Mellado)
102 Una nueva embriaguez
guillermo machuca
108 Publicidad, el género
de la “sociedad espectacular”
antonio gil
112 Keeping in touch (sobre
Norbert Lechner)
manuel vicuña
116 Elogio de la sonrisa
sin consentimiento previo
miguel ángel felipe
120 Dos notas sobre la sátira
rafael gumucio
126 El fondo del país sin fondo
(cuatro apuntes sobre la cueca)
leonardo sanhueza
fin de partida
132 La ironía, el gato, la liebre y el perro
constantino bértolo
134 Machos, lachos, padres e hijos
en la obra de Joaquín Edwards Bello
andrea kottow
146 Las nieblas del tiempo
ernesto ayala
148 Póker
gonzalo contreras
152 Honoré de Balzac: un monumento
a las galeradas
alfonso calderón
154 Cuentos y cuentas de “Daniel López”
m. e. orellana benado
162 Con nombre de mujer
joyce ventura
164 Crónicas del espacio interior
marcelo maturana
166 La segunda edición de Márgenes
e instituciones
carlos pérez villalobos
171 Negros reflejos  
tal pinto 
173 El polizonte o la literatura
de la negatividad
damián tabarovsky