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Por eso cuando a las 5:30 de la mañana recibí la llamada de mi hermano David
diciéndome aterrado que habían asesinado a Jaime Garzón, no pude contener
el llanto y el reproche de no haber actuado más enérgicamente en la
realización del plan de salvamento que yo le había propuesto. Mientras las
lágrimas corrían por mis mejillas y hacíamos junto con Gloria Amparo y mis
hijos Pedro y Silvia Carolina, esfuerzos por desplazarnos hasta el sitio del
atentado, recordé con cariño los momentos en que la vida me había puesto en
contacto con este ser maravilloso, noble y buen amigo que había sido Jaime
Garzón.
Lo había conocido en una de esas tantas reuniones que hacíamos con el grupo
de Replanteamiento del ELN, tratando de encontrar caminos que hicieran de
esta organización guerrillera una verdadera plataforma política, donde se
expresara en la teoría y en la práctica el pensamiento liberador del sacerdote
Camilo Torres Restrepo y de su Frente Unido del Pueblo. Con Jaime, no fue
necesaria mucha discusión pues entendía que el problema fundamental de la
revolución estaba en hacer realidad la última consigna del capellán universitario
insurgente que era la de “la organización de la clase popular”. Mientras no
estemos profundamente organizados con los sectores populares, poco se hará
con el aparato militar. “El problema no es de armas, el problema es de
organización”, decíamos.