No ayuda, pero consuela ver que el choricismo y la
arbitrariedad teóricas, que creíamos patrimonio exclusivo de nuestros intelectuales, hacen también su agosto del otro lado de los Pirineos. La cosa viene de largo, y tal vez encuentre sus más lejanas raíes en la difusión misma de la cultura «Lycéenne», por más que una serie de figuras honestas y animosas siguieran manteniendo la ilusión del rigor discursivo hasta aproximadamente hace una década. Mayo-68 y sus desengaños parecieron abrir las compuertas del pirateo, la superficialidad y el apresuramiento teórico en busca de prestigio fácil y repentino. En medio de la barahunda de los «Nuevos Filósofos» pudieron espumarse aún algunas figuras sustanciosas, pero fueron bastantes más los que, al retirarse la marea, quedaron al descubierto, mostrando sus mínimos: Glucksman, Sollers, Debray, Castoriadis... Ni siquiera un último y agónico reciclaje lacaniano (tan reticente y pirático como los mejores de aquí) logró salvar a los más de ellos. Ninguno, sin embargo, en medio de semejante panorama, alcanza los niveles de desfachatez teórica y pretenciosidad intelectual de quien, como René Girard, parece haber logrado conectar los más brillantes fuegos fatuos de un cierto «paperismo» americano, con lo más superficialmente audaz del ensayismo literario francés. Su llegada a estas playas de la teoría no ha sido clamorosa, pero la rapidez con la que empiezan a sumarse traducciones, y las fáciles alabanzas que inmediatamente la han prodigado nuestros más aparentes filósofos (Trias y Savater se proclamaron ya viejos seguidores suyos), muestran que nos hallamos ante un caso evidente de afinidad electiva, aunque el encuentro magistral haya tenido que esperar hasta que una editorial prestigiosa como Anagrama se decidiera a publicar el «magnum opus» girardiano, La violencia y lo sagrado, mientras hace apenas dos años, la publicación por «Sígueme» de El misterio de nuestro mundo pasaba perfectamente inadvertida a los más sabios reseñistas. Ahora, y mientras Anagrama prepara la edición castellana de la obra más reciente del teórico franco-americano, El chivo expiatorio, Gedisa ha aprovechado para sacar una colación de ensayos viejos y nuevos, en los que, a pesar de las «huellas terminicistas» de otras épocas que el mismo autor, en el prólogo, señala, quedan perfectamente tratadas tanto la problemática como el jesuita P. Valadier, subrayada en un artículo muy crítico de la Civilità Cattolica, al calificarlo de agnóstico y pretencioso. Y, si el mismo pensamiento religioso se ve de tal manera obligado a un ataque, ¿qué puede quedar para el pensamiento que aún confíe en poder establecer conceptos generales a partir de datos observables? Estos últimos, al parecer, importan poco como base de los conceptos por los que Girard cree poder explicar los fundamentos de la sociedad, hasta el punto de haberlo calificado Eugenio Trias, trémulamente, de «Hobbes de nuestra época». Un Hobbes que, en lugar del Leviatán, parece haber erigido como palanca explicativa de toda posible convivencia humana la idea de «deseo mimético» que encuentra a la vez su solución y su relanzamiento en el momento de la «crisis sacrificial», apoyándose en la ambigua figura de la «víctima propiciatoria». Alguien, versado en la historia del pensamiento sociológico podría decir que esto no es más que una mezcla de Tarde con Robertson Smith; es decir, del sonambulismo social en que el fundador de la psicología de masas apoyaba su idea de sociedad, mas la teoría conmulgatoria del sacrificio que Smith extrajo de sus estudios sobre la religión semita (aprovechados por Freud en Totem y Tabú). Pero tal vez sea ésto reducir a sus antecedentes empíricos algo que Girard pretende poner por encima en toda discusión, al convertir el destino mismo de sus ideas en prueba empírica de su propia verdad: la teoría del «chivo expiatorio». Tal vez porque, ingenuamente, aun piense yo que pueda trascenderse esa «mímesis» indecible en la que Girard funda toda sociabilidad y todo pensamiento, me atrevería a hacerle dos series de reservas, que quizás no sean sino picajosas observaciones de etnólogo molesto: 1. Enfrentar a Girard con el mismo reproche bibliográfico que dirige a Freud: si hubiera leído la mitad de los etnográficos que Jones y Roheim proporcionaron a su maestro para la confección de Totem y Tabú, se hubiera dado cuenta de que son muchas las culturas que no presentan ceremonias sacrificiales, ni eligen siquiera a sus víctimas propiciatorias como forma de conjurar la violencia social, sino que disponen de otros mecanismos de cohesión vinculados con tipos de catarsis individual. Girard se ha dejado fetichizar (caso de no buscar conscientemente tal cosa) por la bibliografía etnográfica africana, donde la brujería y el papel piacular-propiciatorio de la monarquía divina son fundamentales. Hay, en cambio, culturas en las que el dios supremo es un deus otiosus (lo que hizo creer a algunos que eran ateos, y al padre Schmidt, que eran «monoteistas» avant-la- lettre), en ellos el piaculum no requiere sacrificios colectivos (sólo de la intervención apotropáica del chaman). 2. Que la violencia en la sociedad humana es un hecho, no primario, sino derivado, por más que a Lorenz y a Torris se les haya metido en la cabeza transferido al ámbito humano desde determinadas observaciones sobre otras especies animales. Si, en vez de mencionar sólo de oídas la etología y no hacer la mas mínima referencia a los fundamentos biológicos de la especie homo, Girard se hubiera preocupado por indagar un poco más en el campo de la biología evolucionista, se habría dado cuenta de que el «deseo mimético» es fruto de la congénita falta de especialización de nuestra especie, del carácter radicalmente epigenético de sus conformaciones neurológicas y de sus comportamientos sociales. Lo que, por otro lado, le hubiera proporcionado una mejor percepción del problema del mal (que no trata como causa básica) por la vía de la falta originaria lacaniana, si no por la del pecado original católico.