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GIRARD CON NOSOTROS.

Alberto Cardín

No ayuda, pero consuela ver que el choricismo y la


arbitrariedad teóricas, que creíamos patrimonio exclusivo de
nuestros intelectuales, hacen también su agosto del otro lado de
los Pirineos. La cosa viene de largo, y tal vez encuentre sus más
lejanas raíes en la difusión misma de la cultura «Lycéenne», por
más que una serie de figuras honestas y animosas siguieran
manteniendo la ilusión del rigor discursivo hasta
aproximadamente hace una década. Mayo-68 y sus desengaños
parecieron abrir las compuertas del pirateo, la superficialidad y el
apresuramiento teórico en busca de prestigio fácil y repentino.
En medio de la barahunda de los «Nuevos Filósofos»
pudieron espumarse aún algunas figuras sustanciosas, pero fueron
bastantes más los que, al retirarse la marea, quedaron al
descubierto, mostrando sus mínimos: Glucksman, Sollers,
Debray, Castoriadis... Ni siquiera un último y agónico reciclaje
lacaniano (tan reticente y pirático como los mejores de aquí) logró
salvar a los más de ellos.
Ninguno, sin embargo, en medio de semejante panorama,
alcanza los niveles de desfachatez teórica y pretenciosidad
intelectual de quien, como René Girard, parece haber logrado
conectar los más brillantes fuegos fatuos de un cierto
«paperismo» americano, con lo más superficialmente audaz del
ensayismo literario francés. Su llegada a estas playas de la teoría
no ha sido clamorosa, pero la rapidez con la que empiezan a
sumarse traducciones, y las fáciles alabanzas que inmediatamente
la han prodigado nuestros más aparentes filósofos (Trias y
Savater se proclamaron ya viejos seguidores suyos), muestran que
nos hallamos ante un caso evidente de afinidad electiva, aunque el
encuentro magistral haya tenido que esperar hasta que una
editorial prestigiosa como Anagrama se decidiera a publicar el
«magnum opus» girardiano, La violencia y lo sagrado, mientras
hace apenas dos años, la publicación por «Sígueme» de El
misterio de nuestro mundo pasaba perfectamente inadvertida a los
más sabios reseñistas.
Ahora, y mientras Anagrama prepara la edición castellana
de la obra más reciente del teórico franco-americano, El chivo
expiatorio, Gedisa ha aprovechado para sacar una colación de
ensayos viejos y nuevos, en los que, a pesar de las «huellas
terminicistas» de otras épocas que el mismo autor, en el prólogo,
señala, quedan perfectamente tratadas tanto la problemática como
el jesuita P. Valadier, subrayada en un artículo muy crítico de la
Civilità Cattolica, al calificarlo de agnóstico y pretencioso.
Y, si el mismo pensamiento religioso se ve de tal manera
obligado a un ataque, ¿qué puede quedar para el pensamiento que
aún confíe en poder establecer conceptos generales a partir de
datos observables?
Estos últimos, al parecer, importan poco como base de los
conceptos por los que Girard cree poder explicar los fundamentos
de la sociedad, hasta el punto de haberlo calificado Eugenio Trias,
trémulamente, de «Hobbes de nuestra época». Un Hobbes que, en
lugar del Leviatán, parece haber erigido como palanca explicativa
de toda posible convivencia humana la idea de «deseo mimético»
que encuentra a la vez su solución y su relanzamiento en el
momento de la «crisis sacrificial», apoyándose en la ambigua
figura de la «víctima propiciatoria».
Alguien, versado en la historia del pensamiento sociológico
podría decir que esto no es más que una mezcla de Tarde con
Robertson Smith; es decir, del sonambulismo social en que el
fundador de la psicología de masas apoyaba su idea de sociedad,
mas la teoría conmulgatoria del sacrificio que Smith extrajo de
sus estudios sobre la religión semita (aprovechados por Freud en
Totem y Tabú). Pero tal vez sea ésto reducir a sus antecedentes
empíricos algo que Girard pretende poner por encima en toda
discusión, al convertir el destino mismo de sus ideas en prueba
empírica de su propia verdad: la teoría del «chivo expiatorio».
Tal vez porque, ingenuamente, aun piense yo que pueda
trascenderse esa «mímesis» indecible en la que Girard funda toda
sociabilidad y todo pensamiento, me atrevería a hacerle dos series
de reservas, que quizás no sean sino picajosas observaciones de
etnólogo molesto:
1. Enfrentar a Girard con el mismo reproche bibliográfico
que dirige a Freud: si hubiera leído la mitad de los etnográficos
que Jones y Roheim proporcionaron a su maestro para la
confección de Totem y Tabú, se hubiera dado cuenta de que son
muchas las culturas que no presentan ceremonias sacrificiales, ni
eligen siquiera a sus víctimas propiciatorias como forma de
conjurar la violencia social, sino que disponen de otros
mecanismos de cohesión vinculados con tipos de catarsis
individual. Girard se ha dejado fetichizar (caso de no buscar
conscientemente tal cosa) por la bibliografía etnográfica africana,
donde la brujería y el papel piacular-propiciatorio de la monarquía
divina son fundamentales. Hay, en cambio, culturas en las que el
dios supremo es un deus otiosus (lo que hizo creer a algunos que
eran ateos, y al padre Schmidt, que eran «monoteistas» avant-la-
lettre), en ellos el piaculum no requiere sacrificios colectivos
(sólo de la intervención apotropáica del chaman).
2. Que la violencia en la sociedad humana es un hecho, no
primario, sino derivado, por más que a Lorenz y a Torris se les
haya metido en la cabeza transferido al ámbito humano desde
determinadas observaciones sobre otras especies animales. Si, en
vez de mencionar sólo de oídas la etología y no hacer la mas
mínima referencia a los fundamentos biológicos de la especie
homo, Girard se hubiera preocupado por indagar un poco más en
el campo de la biología evolucionista, se habría dado cuenta de
que el «deseo mimético» es fruto de la congénita falta de
especialización de nuestra especie, del carácter radicalmente
epigenético de sus conformaciones neurológicas y de sus
comportamientos sociales. Lo que, por otro lado, le hubiera
proporcionado una mejor percepción del problema del mal (que
no trata como causa básica) por la vía de la falta originaria
lacaniana, si no por la del pecado original católico.

El día. 5/5/84.

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