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Desmontando a Zizek

Mientras otros seguían condenando el totalitarismo, él


daba a los nuevos públicos las transgresoras
posverdades que querían oír
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José Luis Pardo
30 JUN 2017 - 18:14 CEST

FOTO: El filósofo y crítico cultural esloveno Zizek, en Madrid. / VÍDEO: Fragmento de


la charla de Zizek en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. SANTI DONAIRE

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 Slavoj Zizek, el filósofo viral

Una cosa se le ha de reconocer a Zizek: ha comprendido perfectamente el


funcionamiento del “capitalismo cultural” de nuestra época. Sabe que la autoridad
que ayer hacía respetable al intelectual en el espacio público, que se basaba en el
reconocimiento científico, filosófico o artístico de su obra por parte de sus pares, ha
desaparecido porque justamente esas instituciones legitimadoras están en trance de
demolición. Podría haber escrito novelas o haber hecho películas para llegar a las
masas, pero sabe que también el cine y la literatura han perdido sus condiciones de
influencia social. Podría haberse unido a un partido político, pero se dio cuenta de que
se trataba de otra institución obsoleta.
Una cosa se le ha de reconocer a Zizek: ha comprendido perfectamente el
funcionamiento del “capitalismo cultural” de nuestra época

Y vio con claridad que, entre las ruinas de esa demolición, se erguía un dispositivo
—ese que conocemos como “redes sociales”— que podía prosperar en las nuevas
condiciones de miseria cultural porque reproducía espléndidamente la dinámica del
mercado del siglo XXI: un movimiento frenético y peristáltico que funciona mediante
colapsos y contracciones, que destruye cualquier continuidad y que carece de
finalidades, pero que puede producir grandes corrientes colectivas, aunque sean
efímeras, inestables y contradictorias, a golpe de escándalo cibernético.

Se percató de que tenía más éxito si decía que el problema de Hitler es que no fue lo
suficientemente violentos o si se declaraba partidario de Trump

En estas nuevas condiciones, un intelectual que se rebele contra esta situación y se


empeñe en seguir escribiendo libros o un político que intente defender la democracia
social de derecho tienen tan poco glamur y suenan tan anticuados como un periodista
que se obstine en seguir difundiendo información en lugar de plegarse al
sensacionalismo. Claro que de todo esto también nos hemos dado cuenta los demás.
Pero, en lugar de sublevarse contra ello, él ha sido más atrevido y se ha adaptado al
entorno. Se percató de que sus “intervenciones” tenían mucho más éxito, y se
convertían en virales, si decía cosas como que el problema de Hitler y de los jemeres
rojos es que no fueron lo suficientemente violentos, si se declaraba partidario de votar a
Trump o si sostenía que el asesinato de masas es un soberbio ejercicio
hermenéutico. Y eso es lo que hizo: construyó una “filosofía” que es como una cinta
sin fin de tuits embutidos en la metafísica de Hegel y sabiamente aderezados con
consignas comunistas, chistes, escenas de películas y herméticos apotegmas lacanianos.

A él toda esta demagogia autoritaria le sale gratis, puesto que solo persigue causar una
turbulencia contagiosa que se agota en su propia agitación

Mientras otros seguían condenando el totalitarismo, apoyaban a Clinton o censuraban el


Gulag (y, claro está, quedaban fatal, como retrógrados trasnochados), él daba a los
nuevos públicos las transgresoras posverdades que querían oír. Por eso les gusta
tanto a los revolucionarios nostálgicos y a ese tipo de comisarios de arte contemporáneo
que no saben ya qué hacer para conseguir un escándalo que les mantenga en el
candelero. Con la ventaja de que, a diferencia de lo que les pasaba a Stalin o a Pol Pot, a
él toda esta demagogia autoritaria le sale gratis, puesto que no persigue más objetivo
que causar una turbulencia contagiosa que se agota en su propia agitación.

Visto con los viejos estándares, siempre habrá quien diga, como Chomsky, que “no hay
nada de teoría en todo este rollo”, que no supera lo que puede explicarse en cinco
minutos a un niño de doce años, que no hace más que repetir unas consignas
esencialmente vacías, como sugería John Gray, o que su éxito no es más sorprendente
que los de Trump y todos sus ahijados populistas. Sí, sólo son fantasmas, pero vamos a
necesitar mucha ilustración para convencer de eso a todos los que se han decidido por la
irresponsabilidad de creer en ellos. Y eso mismo —reanimar las estructuras
institucionales de la ilustración— es lo que tratan de impedir a toda costa, porque viven
únicamente de su denostación.

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