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Dice Kostas Axelos que lo que da más que pensar, en nuestro tiempo que da
que pensar, es que no siempre pensamos. Así mismo dice Edgar Morin que
nuestra mayor necesidad hoy no es conocer lo que ignoramos sino la aptitud
para pensar lo que sabemos. Y es que los modos de pensamiento desembocan
en acciones. Recordar esto no está demás en una época en la que desde el
llamado “choque de civilizaciones” hasta la incomprensión de una diversidad
cultural confundida con los comunitarismos parece que el pensamiento de lo
sólido y de la esencia impregna nuestra visión de las identidades y de los
individuos. Dicho de otro modo: es fácil constatar cómo los modos
reduccionistas y simplificadores de pensamiento imperan e impregnan la
política y una extendida visión de la educación como “formación” y no como
creación de estrategias para la libre construcción de sentido por parte del
sujeto. No se insistiría tanto, aún, en la palabra “asimilación” si fuésemos
capaces de pensar más allá de marcos referenciales en los que prima un
concepto funcionalista de sociedad y de Estado y, por lo tanto, primando un yo
social (ya desbordado por la diversidad cultural) frente a la creación del yo
individual, esto es, frente a la posibilidad de construcción de autonomía del
sujeto con y contra una sociedad que ya no es garantía de orden y sentido
general. Ello explica esa sensación, muy instalada y promocionada por un
discurso que hace del orden su emblema, de que navegamos en las aguas del
caos y de que es necesaria la restauración del orden. Pero ¿qué orden social?,
¿qué orden político?, ¿qué identidad?