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I

Desde el cerro y rodeada de otros cerros, Lima parece la comida reseca, olvidada en el fondo de una olla de
barro. Y a las seis de la tarde, cuando empiezan a brotar sus luces, la neblina da el efecto de ser el vapor de una
ciudad que hierve. Apenas queda a unos cuantos kilómetros. Pero las distancias dependen de cada uno. Se puede
estar muy lejos de lo que está cerca. Y muy cerca de lo que está lejos. Las distancias dependen de cada uno.
Los cerros están habitados.
El hijo pródigo ha vuelto a las cavernas después de medio millón de años, pero no para vivir en los huecos,
como antes, sino en las faldas. Y ha traído con él todas las cosas que recogió en su camino, cañas, yeso, barro y
piedra, para hacerse una madriguera que cubra sus necesidades.
El hombre fue y volvió. Tardó millones de años en volver. Pero volvió. Y lo único que trajo fue cañas, yeso,
barro y piedras, para hacerse una caverna con sus propias manos junto a las cavernas que el tiempo ha hecho con
sus propios siglos. Con el hombre volvieron otros hombres más. Habían dado una larga vuelta que duró muchas
generaciones. Antes de irse habían querido construir una torre gigantesca que llegara al cielo. Pero Dios los
confundió. Y los hizo hablar un idioma distinto, para que no se comprendieran entre ellos. Los confundió sin siquiera
pensar por qué habían querido llegar esos hombres al cielo. Pero Dios es así. Siempre hace lo mismo. Y siempre nos
quejamos de Él. Será tal vez porque en realidad no nos hemos comprendido nunca.

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