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LEGALIDAD TRIBUTARIA Y FUNCIÓN CALIFICADORA DE LA ADMINISTRACIÓN FISCAL

CASADO OLLERO, GABRIEL

SUMARIO: 1. - INTRODUCCIÓN. 2.- LA APLICACIÓN DE LA NORMA


TRIBUTARIA: ACTIVIDAD INTERPRETATIVA Y CALIFICADORA. 3.- LA FUNCIÓN
CALIFICADORA DE LA ADMINISTRAC IÓN EN EL PROCEDIMIENTO DE GESTIÓN
TRIBUTARIA. 4.- LA (RE)CALIFICACIÓN ADMINISTRATIVA COMO MECANISMO DE
REACCIÓN FRENTE A LA ELUSIÓN TRIBUTARIA Y AL FRAUDE DE LEY: POSIBILIDADES
Y LÍMITES. 5.- A MODO DE CONCLUSIÓN.

1.- INTRODUCCIÓN.

La amplitud y vagueda d del título que encabeza esta colaboración exige, en primer lugar y ante
todo, delimitar sumariamente su significado para acomodar el contenido de estas páginas al tema
monográfico del presente número del Boletín, sin incurrir en más solapamientos que los inevitables con
el resto de las colaboraciones que lo integran. En segundo lugar, acotado el alcance de aquéllas, se
requiere una somera referencia al método seguido en su desarrollo y redacción.

1.1.- El mal llamado “principio de calificación” no es, en mi opinión, ningún principio sino una de
las funciones que inevitablemente debe desempeñar la Administración fiscal en el ejercicio de las
potestades que le confiere el Ordenamiento para la gestión de los tributos. A fin de cuentas estas líneas
tratan – y ese es su objetivo genérico – de la función calificadora de la Administración en el actual
procedimiento de aplicación de los tributos; y, en particular, de las posibilidades y de los límites de la
calificación administrativa como mecanismo de control y de reacción frente a la elusión fiscal y al fraude
de ley en materia tributaria.

1.2.- El método de exposición habrá de ajustarse al contenido enunciado y, en lo posible, ser


fiel a las exigencias que vayan surgiendo de su elaboración. A nadie que se haya in teresado, siquiera
incidentalmente, en alguna de las cuestiones relacionadas con este vasto campo temático habrá que
advertirle de la abrumadora e incesante producción doctrinal existente sobre cualquiera de ellas. Lo que
quizá ya no se acierte a diagnosticar con certeza es si esta ingente proliferación bibliográfica y las
construcciones, a veces desbordantes, que en ella se registran constituyen el resultado o la causa
(eficiente) de la densidad y complejidad técnica de las cuestiones que aquí se debaten, así como del
extraordinario nivel de confusión que continúa persistiendo sobre el significado (nada inocente, por
cierto) y el alcance de los problemas relativos a la interpretación de las normas tributarias y a la
calificación del entramado de hechos, actos y negocios jurídicos que condicionan su aplicación.

En las líneas que siguen se aspira a exponer, con la claridad (doblemente exigible en un foro de
Abogados) que se me alcance, las líneas esenciales que, a modo de premisas unas veces y de
afirmaciones conclusivas otras, permitan explicar cuál es, en mi opinión, el estado actual de los
principales problemas debatidos y, en lo posible, algunas claves que tal vez contribuyan a despejar su
solución.

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Tampoco aquí hay nada nuevo bajo el sol. Tan difícil resulta, por ello, no escribir de lo ya (hace
décadas) escrito como, sobre todo, alcanzar a “crear sobre lo (ya entonces) creado” (SÁINZ DE
BUJANDA).

2.- LA APLICACIÓN DE LA NORMA TRIBUTARIA: ACTIVIDAD INTERPRETATIVA Y


CALIFICADORA.

2.1.- Las exigencias derivadas de la legalidad tributaria (valor, principio y derecho


constitucional) invaden el fenómeno impositivo en todas sus perspectivas y en cualquiera de sus
manifestaciones. Por ello, tales exigencias ni se agotan (como a menudo se cree) en las propias de la
reserva de Ley ni tienen por destinatario exclusivo al legislador ni, por lo mismo, se detienen en la fase
de creación de la norma o de configuración (legal y, en lo permitido, reglamentaria) de las distintas
categorías tributarias, sino que también se proyectan, decisivamente, en la fase de su aplicación; esto
es, en el momento en que la Administración (ejercitando las potestades que le reconoce el
Ordenamiento para la realización de sus funciones de gestión y revisión) asegura la plena efectividad de
las previsiones normativas y la realización de las concretas pretensiones tributarias, en las que se
traduce el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos.

2.2.- Resulta, pues, que en todo este proceso de sucesiva concreción y especificación del deber
de contribuir, abstracta y genéricamente formulado en el texto constitucional, hay dos fases que
resultan ineludibles. Consiste la primera en la emanación de las normas en las que el legislador, en
ejercicio de su libertad de configuración, decide las manifestaciones de capacidad económica que
someterá a tributación así como la intensidad de su gravamen; procediendo a la selección (tipificación)
de los objetos, sujetos, cuantía y condiciones de la imposición. Pero, tras la previsión normativa, el
segundo y también decisivo momento de concreción e integración del mandato legal se produce cuando
las normas entran en contacto con los hechos que desencadenan su actuación; fase esta de aplicación
en la que el Derecho pone a prueba su vigencia (real) en la medida en que se alcance o no el
cumplimiento y, con él, la realización de las abstractas previsiones legales. Parece, por otra parte,
innecesario advertir que la realización de la justicia en la imposición no depende sólo de la correcta
formulación de las leyes tributarias sustantivas o, más genéricamente, de la existencia de normas que
respondan a criterios de justicia material, sino también de que tales normas resulten efectivamente
aplicadas. “La justicia tributaria es un principio global, es decir, no se agota en la producción de normas
y llega hasta los aspectos terminales y administrativos” (R. CALVO); debiendo lucir y penetrar asimismo
en la fase de aplicación.

En esta segunda fase (concretizadora e integradora) de transposición del Derecho a la realidad


interviene la actividad interpretativa (de normas) y calificadora (de “hechos”) de los sujetos encargados
de su aplicación, sean éstos los particulares, la Administración fiscal o, en fin, los órganos de la
Jurisdicción.

2.3.- En lo que ahora interesa, hemos de centrar nuestra atención en la actividad calificadora
que, en el actual procedimiento aplicativo de los tributos, deben efectuar, en primer término, los
particulares, obligados tributarios (melius, interesados) y, acto seguido (en funciones de comprobación
y control), los órganos de la Administración, en el cumplimiento, aquéllos, de sus deberes (y derechos)
tributarios y en el ejercicio, éstos, de sus funciones y potestades de gestión y control del tributo y de
reacción frente al incumplimiento y la evasión fiscal.

Y para hacer avanzar la exposición hasta el punto en el que, en pocas líneas, pretendemos
situarla, conviene arrancar de las siguientes premisas y dejar establecidas las afirmaciones que siguen.

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En el conjunto de operaciones lógicas que conducen a la aplicación de cualquier norma jurídica
interviene una actividad cognoscitiva dirigida a descubrir el sentido y alcance de la norma (“Interpretar –
escribe L. MARTÍN RETORTILLO - es determinar el alcance jurídico de una norma”) con el fin de trasladar
el Derecho (formalmente) vigente a la realidad (BETTI).

Siendo la ley –como observa CARNELUTTI- “una hipótesis a verificar o, en otros términos, un
concepto que se debe confrontar con un hecho”, la norma sólo comienza a “existir” cuando se la hace
entrar en contacto con hechos realmente existentes y no tipificadamente supuestos (A. OLLERO). De ahí
que la comprensión del verdadero sentido jurídico de un texto legal sólo se alcanza al ponerlo en
relación con el contexto (normativo, pero también fáctico) que lo hace significativo. Resulta, pues, que si
la norma sólo dice el Derecho al ponerse en contacto con los hechos, existe una actividad ineludible en el
proceso de aplicación normativa que consiste en identificar y calificar los hechos realmente acaecidos
(comprobados) para compararlos con la hipótesis abstracta prevista en la norma. Por ello, la aplicación
consiste en la individualización, investigación y formulación de la norma para un caso dado: la
declaración en concreto del Derecho (GIERKE). La aplicación del Derecho exige, pues, “un perfecto
conocimiento de los hechos a juzgar en todas sus circunstancias (“ quaestio facti”) y un no menor
conocimiento de la norma aplicable (“quaestio iuris”) para someter aquéllos a ésta declarando en
concreto la norma que les debe regir (subsunción)” (CLEMENTE DE DIEGO).

Este es, en definitiva, el planteamiento que subyace en la afirmación -que suscribimos- de la


sustancial identidad entre la interpretación y aplicación de la Ley a los casos concretos, habida cuenta de
que –como sostuvo D. JARACH – “no hay interpretación de la ley tributaria fuera de la aplicación
concreta de la propia ley. Interpretación y aplicación no son términos desvinculados y, menos,
antitéticos, ni el segundo es consecuencia del primero, porque la interpretación es siempre la descripción
fiel de la realidad de los hechos, a la luz de los conceptos normativos de la ley, para su aplicación en el
caso concreto …La letra de la ley puede ser muy llana y límpida, sin embargo, habrá necesidad de
interpretación, porque lo que puede no estar claro (o ser complejo y difícil de reflejarse como imagen en
el espejo) son los hechos de la vida real, que no se ajustan a los modelos previstos en la ley. Las
características de los hechos reales pueden perturbar la imagen o su encuadramiento en la hipótesis de
la ley …, por cuanto los hechos siempre tienen alguna característica que torna necesario que el
intérprete se coloque en la imagen legal, para lograr establecerla a través de la interpretación no sólo
del texto de la ley misma, sino de los hechos y encuadrarlos en el alcance de la ley”.

Se cuestiona, por ello, que la norma sea el único objeto de la interpretación y se resalta “la
importancia de los hechos en la aplicación del Derecho y su influencia en a
l propia selección de las
normas que sobre ellos van a desplegar efectos … Cada hecho puede ser subsumido en distintas
hipótesis normativas, (de forma que) la selección de la norma depende también de la interpretación de
los hechos, (habida cuenta de que) unos mismos hechos pueden ser diversamente calificados por
distintas normas jurídicas” (R. NAVAS). Es cierto que la questio facti concierne a los hechos
jurídicamente calificados, y no a los hechos brutos (en función de su existencia meramente factual), al
ser el Derecho el que define lo que constituye el hecho con relevancia jurídica, pero ello “no implica ni
permite confusiones entre hecho y Derecho, y mucho menos autoriza a privar de autonomía al hecho
para diluirlo y anularlo en la genérica dimensión jurídica de la controversia” (M. TARUFFO).

Siendo numerosas las normas en las que se da un gran automatismo entre la calificación fáctica
y la jurídica, habrá automatismo en la calificación (jurídica) si previamente se ha determinado la
situación de hecho y resulta que en muchos casos la previa determinación de los hechos “prejuzga” la
calificación jurídica, pues, como escribe ALONSO OLEA, “la aplicación del Derecho no es sino la
subsunción del supuesto de la realidad en el supuesto de hecho previsto por la norma, y, en este

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sentido, en cuanto se haya dicho que el supuesto real coincide con el supuesto normativo, en buena
medida se ha dicho también, se ha prejuzgado, cuál es la calificación jurídica del hecho”. De ahí que este
proceso calificatorio que comienza con la fijación e identificación de los hechos, sea “crucial en la
aplicación del Derecho, pues es precisamente a través del mismo como procede la elección de la
normativa rectora de los problemas” (ROSEMBUJ).

2.4.- No es esta ocasión para demorarse a considerar si la calificación constituye una actividad
distinta o indistinguible de la interpretación y si, en el primer caso, aquélla representa una actividad
previa o subsiguiente a la interpretación de la norma. Opiniones doctrinales hay para todos los gustos.
En la nuestra, calificación e interpretación son dos operaciones intelectuales sólo diferenciables en un
plano ideal o abstracto por cuanto que, en la realidad, se hallan íntima y dialécticamente relacionadas
(PALAO): tanto la interpretación como la calificación forman parte del proceso de comprensión del
alcance y del sentido jurídico de la norma en su proyección y aplicación al caso concreto. La
caracterización en términos jurídicos, esto es, “desde el Derecho” (RAMALLO), de una situación fáctica,
de un supuesto real, para reconducirlo a alguna de las categorías tipificadas en la hipótesis normativa,
“no puede ocultar una cierta naturaleza mixta, comportando a la vez la apreciación del hecho y una
apreciación jurídica, puesto que se trata de <<calif icar>> un hecho, determinar si entra o no en la
categoría jurídica” (ROSEMBUJ).

En ese “ir y venir de la mirada entre la norma y el supuesto de la realidad” (ENGISCH) que
caracteriza la tarea aplicativa del Derecho, la interpretación es una operación intelectual que parte de la
previsión abstracta de la norma (hipótesis legal) para trasladarla al caso concreto; la calificación
representa el proceso jurídico inverso: el paso de lo concreto (el hecho real, comprobado) a lo abstracto
(hipótesis normativa); el tránsito de la realidad fáctica a la norma jurídica. El punto de encuentro entre
la hipótesis normativa y el hecho real se establece con la subsunción o el “encasillamiento” jurídico del
factum; esto es, la operación a través de la cual el hecho real (identificado y comprobado: “calificado”)
se reconduce y encaja en alguna de las categorías normativas abstractamente tipificadas en el
presupuesto legal, cuya comprensión y alcance en el caso concreto se establece en virtud de la
interpretación.

Por ello, “la interpretación – advierte, con razón, JARACH – tendrá como objetivo tanto la
identificación del hecho real con la hipótesis definida por la ley, como la determinación del alcance de la
descripción del hecho abstracto para verificar su coincidencia con el hecho concreto”.

De ahí que interpretación legal y calificación de los hechos no sean fenómenos diferentes, sino
dos aspectos del mismo fenómeno (TIPKE), al ser difícil separar “el hecho” y “el derecho” en un caso
concreto (GARCÍA TREVIJANO). El intérprete , en un proceso de “aproximación sucesiva”, necesita “ir y
venir de los hechos a las normas” (o, en los términos de CARNELUTTI “del hecho al concepto ”) hasta que
selecciona la que considera aplicable y le sirve para calificar los hechos.

2.5.- La aplicación de las normas tributarias no plantea problemas radicalmente distintos de los
que se presentan en otros sectores del Ordenamiento; de modo que ninguna singularidad ni peculiaridad
debiera ofrecer, desde esta perspectiva general, el procedimiento conducente a la aplicación y
efectividad del Derecho Tributario más allá, naturalmente, de las que le vienen dadas –al igual que
sucede con el Derecho Penal- por su condición de “Derecho relativo a los presupuestos de hecho” (A.
HENSEL). Se advierte, por ello, que “algunas cuestiones que se juzgan peculiares del Ordenamiento
tributario hacen referencia a la calificación, valoración o puntualización del supuesto de hecho (…), (de
ahí) que las dificultades que de modo específico presenta la aplicación de las normas tributarias surgen
en torno al supuesto de hecho” (ALBIÑANA).

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Se comprende, de este modo, que la atención de la doctrina y del legislador tributario se haya
venido polarizando sobre la aplicación de la más caracterizadora de las normas que integran esta parcela
del Ordenamiento jurídico: aquellas que tipifican hechos imponibles.

No pasa inadvertida, desde luego, la significación que tradicionalmente han tenido este tipo de
normas generadoras de obligaciones tributarias y, entre ellas, la determinante de la “obligación
tributaria principal” (ex artículo 35 de la Ley General Tributaria), en un sector del Ordenamiento jurídico
como el Derecho Tributario cuyo cometido fundamental, en cuanto Derecho de la recaudación (M.
CORTÉS), no es otro que el de establecer prestaciones tributarias y exigirlas.

La explicación de este fenómeno hay que buscarla en un conjunto de circunstancias, la mayor


parte de las cuales tienen mucho que ver y pueden sintetizarse en las cuatro siguientes. De una parte, la
centralidad que hasta época muy reciente tanto la doctrina como el legislador vino reservándole al hecho
imponible, como nervio y eje del Derecho tributario sustancial; presupuesto lógico, cronológico y
axiológico del tributo (J.L. PÉREZ DE AYALA), y como el elemento de mayo r capacidad de configuración
legal (artículo 28.1 L.G.T.) y dogmática del instituto tributario. De otra, la significación fáctica que para
el Derecho Tributario tiene ese hecho jurídico de sustancia económica (hecho típico revelador de
capacidad económica) que es el presupuesto de hecho de la obligación tributaria. “El hecho imponible es
un conjunto de circunstancias fácticas para el respectivo impuesto” (ALBIÑANA).

También para los mercantilistas estuvo siempre clara la pura consideración fáctica que para la
ley tributaria tienen (en cuanto presupuestos objetivos) los actos y negocios del tráfico jurídico. R. URÍA
afirmaba, ya en 1944, que “el Derecho fiscal, buscando esencialmente la certeza del impuesto, no actúa
sobre actos o negocios jurídicos, sino sobre realidades de hecho subyacentes que constituyen el
substrato económico de esos actos o negocios. Son las situaciones de hecho, y no la forma jurídica que
las recubre, lo que el Derecho fiscal tiene presente en la aplicación de sus normas … Quiere alejarse, así,
el Derecho fiscal de los peligros del dogmatismo, que a cada paso acechan en el campo del Derecho
privado, para acercarse en lo posible a la realidad de los hechos y de las declaraciones económicas
sometidas a su esfera de dominio”. “Cualquier modificación que el legislador tributario introduzca en las
relaciones jurídicas subyacentes – escribiría, más tarde, J. GARRIGUES – no tiene efectos
extratributarios, es decir, no afecta a tales relaciones más que en la medida en que constituyen
presupuestos de hecho de los tributos. Quiere esto decir que la ley fiscal no penetra en la entraña
jurídica de la relación de que se trate, sino que se limita a configurar esta última como hecho que genera
la obligación tributaria”.

En tercer lugar, porque siendo la capacidad económica el presupuesto legitimante de todo


tributo, el dato o la situación de hecho (acto, relación, hecho o negocio jurídico) previsto en la ley como
generador de la obligación tributaria, no es sino “el revestimiento jurídico de una situación económica
que el legislador ha considerado susceptible de imposición” (A. HENSEL).

Y en cuarto lugar, en fin, la reconducción de los problemas de interpretación y calificación a un


elemento tópico del tributo, como es el hecho imponible (y no al resto de los hechos y elementos
integrantes de la estructura impositiva) obedece -para S. LA ROSA- y demuestra la pervivencia de una
concepción sintética del tributo centrada en la obligación tributaria y en el presupuesto de hecho que la
genera, sustentando el análisis (y el esquema interpretativo) de este sector del Ordenamiento en el
trípode de la “norma de imposición” (que delimita el hecho imponible), de la “obligación tributaria”
(derivada, ex lege, de su realización) y del “tributo” (como objeto y contenido de aquella relación
obligacional) y en el que los “derechos” y las situaciones jurídico-activas del contribuyente se relegan al

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terreno meramente procedimental o aplicativo, como reflejo de la “obligación” que incumbe a la
Administración de respetar las normas y las formas a tal fin establecidas.

2.6.- Con independencia de las causas que condujeron a este resultado, lo cierto es que la
actividad interpretativa y calificadora necesaria para la actuación y aplicación de la norma tributaria, se
ha venido identificando y reduciendo a los problemas de interpretación de las normas reguladoras del
hecho imponible y a la significación y alcance de las reglas o criterios de calificación de los actos o
negocios jurídicos en los que “consista” (artículo 25.2) el hech o imponible, así como de los “conceptos
económicos” a los que atienda su delimitación (artículo 25.3, ambos en la primitiva redacción de la
L.G.T.). Hasta el punto de que no es exagerado afirmar que “las teorías sobre la interpretación de las
leyes tributarias son, generalmente, más que eso, teorías sobre la calificación de hechos” (PALAO) …
imponibles.

Nadie discute que la LGT fue el resultado de un laborioso proceso (la Comisión redactora de su
Anteproyecto mantuvo alrededor de cien reuniones, entre el 14 de julio de 1961 y el 31 de mayo de
1963) que contribuyó decisivamente a la normalización y “racionalización jurídica de la realidad
tributaria” (GARCÍA AÑOVEROS). El precepto contenido en su artículo 23.1, una vez suprimido tras el
debate parlamentario el inciso final que figuraba en el Proyecto (“… y teniendo en cuenta su finalidad
económica y los principios de justicia que las inspiran”), “contiene una declaración de normalidad jurídica
para el Derecho Tributario. Se rechazan al mismo tiempo tanto las doctrinas basadas en la odiosidad de
las normas fiscales, que exigen una interpretación restrictiva de esta rama del Ordenamiento, como
todas las tesis economicistas que propugnan el abandono de la prioridad del texto de la norma a favor
de independientes valoraciones del fenómeno impositivo y de las funciones que realiza en la aplicación
del Derecho” (D. MARTÍNEZ). Sin embargo, la “normalización interpretativa de las normas tributarias en
relación con el resto del Ordenamiento” (J.J. BAYONA y Mª.T. SOLER), que se alcanzó a partir de lo
dispuesto en el artículo 23.1 de la L.G.T., no llegó a producirse respecto de las normas de calificación, ni
en la redacción inicial ni tampoco ahora, en el último “arreglo” de la LGT, tras las modificaciones
introducidas por la Ley 25/1995.

En efecto, la Comisión redactora del Anteproyecto rechazó el esquema inicialmente previsto


para subtitular sus artículos 23, 24 y 25 (Sección Segunda: Aplicación de las normas.- Artículo 23:
Interpretación de las normas.- Artículos 24 y 25: Calificación de los hechos), incluyéndolos a todos ellos
en una misma Sección bajo la rúbrica común de “Interpretación”, y en la que el artículo 25 se dedicó a
establecer (heredándolo de la normativa reguladora del entonces Impuesto de Derechos Reales y
Transmisiones de Bienes) el tan controvertido como mal llamado “principio de calificación” que, como se
dejó dicho, no se trata de ningún principio sino de reglas o criterios para llevar a cabo la función o
actividad calificadora de los hechos con trascendencia tributaria que (en la visión parcial y reduccionista
del artículo 25) no son todos los hechos relevantes para la aplicación y exacción de los tributos, sino,
específicamente, los determinantes del hecho imponible. La Ley General Tributaria “por una injustificada
cicatería en la utilización de rúbricas o epígrafes” (ALBIÑANA), incluyó el artículo 25 en la Sección
relativa a la Interpretación, aunque “nada tiene que ver con la interpretación de las normas” (L. MARTÍN
RETORTILLO), sino con la calificaci ón de los supuestos de hecho. En efecto, el artículo 25 “lo que
contempla y con excesiva amplitud de facultades para la Administración, es la conducta de los sujetos
pasivos para ver si la misma se ajusta o no a los presupuestos jurídicos o económicos que integran el
hecho imponible” (MESONERO ROMANOS).

2.7.- Aun llega más lejos la actual redacción de estos preceptos de la LGT, de los que se
suprime toda referencia a la actividad calificadora en el proceso de interpretación y aplicación de las
normas tributarias. Acaso porque el legislador, persuadido del poder taumatúrgico de las palabras, lo

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mismo cree que sobra con acuñar una palabra para, ex nihilo, crear una realidad inexistente que, como
en este caso, basta con suprimirla para eliminar un problema del que no sabe qué hacer: el de la
calificación jurídica (desde el Derecho) de los supuestos de hecho determinantes de la aplicación del
tributo, conforme a los términos descritos y queridos por la ley.

En efecto, el artículo 28.2 que sucede al antiguo 25.2 LGT, evidencia en su ubicación y
redacción actual, que el legislador, de una parte, continúa reduciendo la actividad calificadora al hecho
imponible aunque el precepto aluda al “presupuesto de hecho definido por la ley”; mientras que, de otra,
nada dice re specto de la calificación de aquellos presupuestos de hecho que el legislador define o
delimita “atendiendo a conceptos económicos”.

En la actual redacción del artículo 28.2 LGT llama la atención –escribe ALBIÑANA - que todo
“presupuesto de hecho definido por la ley” tenga “naturaleza jurídica”; pues una cosa es que quepa el
análisis jurídico del hecho imponible y otra muy distinta que los hechos-no jurídicos tengan naturaleza
jurídica, como si las definiciones legales impregnaran de juridicidad todo lo definido.

Siendo el hecho imponible un hecho jurídico de sustancia económica (VICENTE-ARCHE), un


hecho jurídico tributario (J.L. PÉREZ DE AYALA), o una realidad económica normativizada (E.
GONZÁLEZ), el legislador (dentro de su peculiar criterio de valoración de los hechos de la vida social
reveladores de capacidad económica) puede “bien configurar como supuesto de hecho la propia realidad
económico -social, dándole relevancia jurídica, o bien asumir como tales las formas jurídicas que habitual
y ordinariamente dicha realidad reviste, configurada, ya, por consiguiente, por otra norma jurídica”
(PALAO); o bien, en fin, amparándose en su autonomía calificadora, redefinir o alterar algunos de sus
caracteres “para acomodarlos mejor a las exigencias de la tributación” (Sentencia del Tribunal Supremo
de 8 de mayo de 1980).

Lo que, en definitiva, significa que habrá que estar a la delimitación y caracterización que el
legislador efectúe de cada hecho imponible (legal) para calificar, con arreglo a ella, los hechos
imponibles reales. Como señala el Tribunal Supremo en Sentencia de 18 de mayo de 1994 (RJ
1994/3519), “parece evidente que el <<hecho imponible>>, por lo general, se configura como un
verdadero <<supuesto de hecho>>, es decir, aquel haz de hechos y también de derechos que a su vez
se constituyen en soporte del Derecho (…) Rara vez el hecho imponible está constituido por simples
hechos o por puros negocios jurídicos, de forma que la distinción que se contiene en el artículo 25
(antiguo) de la LGT entre la naturaleza jurídica o económica del hecho imponible, ha de predicarse del
elemento fáctico o del elemento jurídico que prevalezca en el hecho imponible, y, en ambos casos,
exigirse el impuesto con arreglo a la verdadera naturaleza que tengan uno u otro ”.

Por ello observa ALBIÑANA que “si todos los hechos imponibles (reales) se van a reconducir a
los “hechos”, aunque aquellos estén expresados en términos jurídicos, hubiera sido preferible referirse a
su “ naturaleza”, no a su “naturaleza jurídica”, como se hacía en el Reglamento Provisional del Impuesto
de Derechos Reales y Transmisiones de Bienes de 1881, en cuyo artículo 34 se declaraba que “el
impuesto se exigirá con arreglo a la verdadera naturaleza del acto o contrato liquidable, cualquiera que
sea la denominación que las partes le hayan dado”.

En definitiva, tanto en calificación tributaria de los hechos como en la interpretación de la


norma (tributaria) habrá de considerarse que esta última –como señalan TIPKE y KRUSE- tiene siempre
una significación económica, puesto que siempre (incluso cuando se valga de conceptos de Derecho
privado) se apoya en fenómenos económicos que presuponen o indican la existencia de capacidad
contributiva; lo cual no comporta que baste con invocar la significación económica de la ley o, en

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general, la consideración de la realidad económica, para utilizar puntos de vista económicos si la propia
ley no lo manifiesta de forma suficiente.

“No se trata, por tanto –escribe V.E. COMBARROS- ni de prescindir del presupuesto de hecho
para hacer prevalecer la realidad económica, ni de ampliarlo para incluir dentro del mismo situaciones
que la ley no contempla. Se trata, lisa y llanamente, de determinar cuál es la finalidad perseguida por el
legislador, es decir, presuponiendo normalmente el gravam en de una capacidad económica, hay que
averiguar qué manifestación concreta de dicha capacidad quiere someter a imposición y bajo qué
condiciones (…). No se trata tanto de hacer prevalecer la situación económica sobre la configuración
jurídica del hecho imponible como de precisar a través de la interpretación (y, añadimos nosotros, de la
calificación tributaria) –y siempre desde el punto de vista de la ley correspondiente - cuál es el sentido
que el legislador ha atribuido a los caracteres conformadores del hecho imponible ”.

2.8.- Y, dicho esto, interesa, desde ahora, anotar la tenaz –e incomprensible- resistencia que,
desde su primera formulación, opuso la Ley General Tributaria a la distinción de las dos tareas
inherentes al proceso aplicativo de cualquier norma jurídica: la calificación de los hechos y la
interpretación de la norma. Ni la LGT acierta a “desdoblar supuesto de hecho y norma jurídica”, ni la
doctrina ha querido distinguir –observa ALBIÑANA - “la calificación de los supuestos de hecho
generadores de las obligaciones tributarias, respecto de la interpretación de las normas jurídicas en la
aplicación de los impuestos”.

Junto a ello, hay que dejar ya constancia del doble planteamiento reduccionista con el que el
legislador tributario continúa –implícitamente - concibiendo la actividad de calificación de hechos con
trascendencia tributaria.

De una parte, al considerar que los problemas de calificación comienzan y acaban en la


identificación y fijación de los hechos imponibles (reales); y, de otra, al ignorar que la actividad
administrativa de calificación y apreciación de los “hechos” no sólo resulta decisiva para determinar el
nacimiento de la obligación tributaria, sino, de igual manera, para fijar los diversos elementos
integrantes de la estructura del tributo y, en particular, las “determinaciones positivas y negativas” (F.
FICHERA) o los “componentes aditivos y sustractivos” (J.L. PÉREZ DE AYALA) que definen desde el an al
quantum de las distintas prestaciones tributarias.

“Los tributos –señala F. FICHERA- tienen la particularidad de que no se concretan en una norma
jurídica o en un presupuesto de hecho simple, según el cual a un hipotético hecho le corresponde un
determinado efecto; sino que más bien los tributos están integrados por un elevado número de
presupuestos de hecho a los que el Ordenamiento asigna determinados y específicos efectos, que a su
vez aparecen concatenados secuencialmente entre sí. Resulta, pues, que el an y el quantum del tributo
dependerán de la conexión y de las relaciones que se establezcan entre los diferentes presupuestos
normativos. Así ocurre, por ejemplo, en el IRPF o en el IVA, en los que, sólo tras la secuencia y
concatenación de las distintas determinaciones positivas y negativas, se alcanza la cuota a pagar (…) Si
consideramos los diversos elementos de la estructura del tributo en la secuencia que (partiendo del
hecho imponible y a través de la determinación de la base y de la aplicación del tipo) conducen a la
fijación de la prestación debida, podemos observar que las distintas fases o etapas de la sucesión lógica
y normativa que establecen desde el an al quantum de la prestación, están constituidas por
delimitaciones positivas y negativas del hecho imponible; componentes activos y pasivos que concurren
en la formación de la base; diferenciaciones entre los tipos de gravamen y determinaciones positivas o
negativas de la cuota tributaria. Es decir, concluye FICHERA, los diferentes institutos que conforman los

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elementos estructurales del tributo se coordinan secuencialm ente, a través de adiciones y sustracciones
orientadas al resultado final: la determinación de la prestación debida”.

Resulta, por ello, evidente que en la actual configuración jurídica del tributo como instituto
jurídico complejo, el conjunto de situaciones jurídicas (activas y pasivas) que surgen de su aplicación,
así como las “determinaciones positivas y negativas” y los elementos estructurales (aditivos y
sustractivos) que sirven para cuantificar las diferentes prestaciones tributarias, no derivan ni se
contienen exclusivamente en el hecho imponible, sino en la sucesión de presupuestos normativos desde
los que igualmente habrá que calificar la secuencia de hechos (asimismo aditivos y sustractivos)
relevantes para la aplicación del tributo . De ahí la creciente importancia de los “problemas de hecho en
la aplicación de los impuestos ” y, en concreto, el renovado protagonismo que adquiere la fijación y
calificación administrativa de los hechos en la aplicación de la normativa tributaria. “En cuanto al
supuesto de hecho –advertía hace más de treinta años ALBIÑANA- la actuación de la Administración
tributaria se proyecta en una triple dirección: a) comprobación de su existencia y dimensión; b)
valoración de sus elementos integrantes, y c) calificación a efectos de aplicación de la norma”.

Y así lo explica ahora, elocuentemente, el Tribunal Supremo al declarar en su Sentencia de 22


de octubre de 1998 que “en la determinación (cuantificación) de las obligaciones tributarias hay que
distinguir las siguientes fases cognoscitivas: Primera: Conocimiento de los hechos. Segunda: Calificación
de los mismos de acuerdo con las normas jurídicas aplicables al caso, para decidir si se da el elemento
objetivo del hecho imponible (sujeción y aplicación espacial y temporal), y el elemento subjetivo del
mismo. Tercera: Calificación, apreciación y valoración de los hechos y elementos de hecho que
conforman la base imponible. Cuarta: Conocimiento de los hechos que implican la aplicación de
reducciones, para hallar la base liquidable, del tipo de gravamen, de las deducciones, desgravaciones,
etc., hasta liquidar la obligación tributaria. Quinta: Conocimiento de los hechos y circunstancias de
hecho para la tipificación de la infracciones tributarias y la imposición de las correspondientes sanciones”
(F.J. 3º).

2.9.- Pero no hay que perder de vista, en fin, dos observaciones de especial importancia.
Primera, que la función cognoscitiva y calificadora de la Administración ni se limita a los hechos
determinantes de la existencia y cuantía de las distintas prestaciones tributarias, sino que se extiende,
genéricamente, a todos los hechos fiscalmente relevantes para la gestión de los tributos, esto es, a “los
hechos que interesan al actual sistema tributario” (I. ESPEJO). Y segunda, que el verdadero objeto de la
actividad cognoscitiva y calificadora de la Administración es la realidad de los hechos efectivamente
producidos, y no la representación que de ellos proporciona el contribuyente a través de sus
declaraciones tributarias y de su documentación contable (S. LA ROSA).

3.- LA FUNCIÓN CALIFICADORA DE LA ADMINISTRACIÓN EN EL PROCEDIMIENTO DE GESTIÓN


TRIBUTARIA.

3.1.- Entre los diferentes factores que, históricamente, vienen condicionando el contenido y la
función de la actividad administrativa tributaria, tal vez sea uno de los más relevantes la evolución del
sistema tributario sustantivo y de la propia realidad económica sobre la que se proyecta.

Particularmente significativas resultan las transformaciones (en estructura, formación, funciones


y responsabilidades) experimentadas por una Administración fiscal que, de simple ejecutora de la ley,
pasa a convertirse en árbitro de la fiscalidad (J.C. MARTÍNEZ); esto es, de una Administración que “de
contar puertas y ventanas, para liquidar el impuesto del mismo nombre”, pasa a exigir un conocimiento
global de la situación fiscal del contribuyente para gestionar la imposición sintética sobre la renta; de

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una Administración limitada a la mecánica ejecución de las decisiones legislativas, a una Administración
(“refugio de las contradicciones sociales”) que asume la función de árbitro entre los intereses
individuales y sociales, tanto en el momento de la elaboración de la norma tributaria como en el
momento de su efectiva aplicación.

3.2.- La comprensión de la función y de la actividad de la Administración tributaria en el


Ordenamiento actual requiere seguir partiendo de una constatación previa: la Administración tiene
encomendada la aplicación (efectiva y eficaz, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho) de un
sistema tributario que demanda el cabal conocimiento de unos hechos que, en su mayor parte, ignora.

La importancia de la actividad cognoscitiva de la Administración en materia tributaria, y de la


correcta determinación de su régimen jurídico obedece, al menos, a cuatro tipos de factores. En primer
lugar, la existencia de un radical conflicto de intereses entre el ciudadano y la Administración fiscal, en el
que el primero está interesado en ocultar a la segunda lo más posible de todo aquello que esta última
tiene, en cambio, necesidad de conocer. En segundo lugar, el hecho de que los conocimientos
fiscalmente relevantes tienen, en buena medida, por objeto fenómenos económicos no identificables
fácilmente ab externo y, por lo mismo, fácilmente ocultables (S. LA ROSA). En tercer lugar, la libertad
con la que los contribuyentes (también ciudadanos), al amparo de su autonomía contractual o
“soberanía” en la configuración de relaciones jurídicas (FLUME), pueden (sin desbordar la legalidad)
planificar su actividad económica y su comportamiento patrimonial de la forma que les resulte
fiscalmente más ventajosa y/o menos perceptible para la actividad cognoscitiva y controladora de la
Administración fiscal. Y, por último, aunque no en último lugar, por la extraordinaria dificultad de
arbitrar mecanismos jurídicos eficaces para equilibrar la tensión existente entre las exigencias de la
legalidad tributaria y de la seguridad jurídica, de una parte, y de la igualdad (en términos de capacidad
económica) y generalidad contributiva, de otra.

3.3.- La calificación de los hechos que interesan al actual sistema tributario constituye una
función estrechamente relacionada con la actividad cognoscitiva de la Administración, que primero tiene
que obtener conocimiento (por “declaración” del propio interesado o por “suministro” o “captación”) de
los hechos, datos y elementos fiscalmente relevantes para, acto seguido, calificarlos. Pero lo que sucede,
de una parte, es que, tanto la actividad cognoscitiva como la calificadora de la Administración se han
venido concibiendo (implícitamente) como actividades funcionalmente vinculadas y dependientes del
procedimiento de comprobación; mientras que, de otra, la función comprobadora de la Administración se
ha ceñido explícitamente a “los hechos, actos, situaciones, actividades, explotaciones y demás
circunstancias que integren o condicionen el hecho imponible” (artículo 109 LGT); con la particularidad,
en fin, de que la Administración tributaria continúa estando más preparada o, al menos, (pre)dispuesta a
comprobar los “hechos” declarados que a investigar los omitidos o, simplemente, silenciados por los
contribuyentes.

En efecto, y como es sabido, la masificación de las relaciones tributarias y las evidentes


transformaciones habidas en los modos y en el procedimiento de gestión, han determinado otras, no
menos evidentes, en las potestades de la Administración tributaria que, de potestades liquidatorias,
sensu stricto, se han ido paulatinamente transmutando en potestades de control, fiscalización y sanción.

Confiada a los particulares la aplicación de la ley y la cuantificación y cumplimiento espontáneo


de las obligaciones tributarias y, en general, de los diferentes deberes de prestación, a la Administración
(aliviada, además, de otras tareas tradicionales ante el extraordinario desarrollo de la gestión
informática) se le reservan potestades y prerrogativas para el ejercicio de funciones que no son sólo de
liquidación tributaria (al no precisarse ya la intervención administrativa previa al ingreso y cumplimiento

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de las obligaciones tributarias), sino también de control y de policía fiscal, y que sólo se materializan
formalmente para suplir la actuación del obligado tributario, para integrarla cuando parezca insuficiente
o para regularizarla o sancionarla , en fin, cuando resulte irregular. La liquidación administrativa pasa así
de la fisiología del procedimiento de gestión, a su patología (esto es, al funcionamiento anormal del
sistema), en la medida en que en todos estos supuestos la liquidación se presenta como reacción frente
a las omisiones e irregularidades cometidas por el obligado tributario en el cumplimiento de sus deberes
de prestación y, como consecuencia de ello, incorpora, junto a la cuota tributaria en sentido estricto,
otros conceptos (intereses y recargos) derivados de tales incumplimientos.

Y puesto que la información fiscalmente relevante (“datos, informes o antecedentes con


trascendencia tributaria”, ex artículo 111 LGT) se ha venido utilizando principalmente para verificar el
cumplimiento de las obligaciones y deberes tributarios, la actividad cognoscitiva y calificadora de la
Administración se ha considerado normalmente como actividad o fase instructora del procedimiento de
comprobación, hasta el punto de considerarla –como ya se ha dicho- dependiente y vinculada
funcionalmente a ella y, por lo mismo, circunscrita básicamente a la identificación y fijación en el
expediente de “los hechos … que integren o condicionen el hecho imponible” (artículo 109.1 LGT) del
tributo que, por lo demás, “se exigirá con arreglo a la naturaleza jurídica del presupuesto de hecho
definido por la ley, cualquiera que sea la forma o denominación que los interesados le hayan dado, y
prescidiendo de los defectos que pudieran afectar a su validez” (artículo 28.2º LGT).

El resultado de todo este proceso conduce a un doble orden de indeseables -y, en nuestra
opinión, erróneas- consecuencias. La primera, limitar la función y las posibilidades cognoscitivas de la
Administración tributaria a cuanto fuese necesario “para la liquidación del tributo y su comprobación”. La
segunda, limitar la función comprobadora a “los hechos … que integren o condicionen el hecho
imponible” (artículo 109.1 LGT) y a los “actos, elementos y valoraciones consignados en las
declaraciones tributarias …” (artículo 109.2 LGT).

3.4.- Argumenta S. LA ROSA la autonomía funcional de la actividad cognoscitiva de la


Administración respecto de la actividad de comprobación e investigación tributaria, afirmando que sólo
existe una vinculación mediata y no necesaria entre aquélla y ésta. Y ello porque ni toda la información
de la que se vale la Administración para comprobar la situación fiscal del contribuyente deriva del
ejercicio de su potestad de obtención y requerimiento de información (actividad cognoscitiva), ni todos
los datos y elementos fiscalmente relevantes, obtenidos mediante el ejercicio de tal actividad
cognoscitiva, conducen a la comprobación y liquidación de obligaciones tributarias ni necesariamente
están dirigidas a ella, sino que pueden orientarse al control del cumplimiento de otras prestaciones y
deberes tributarios, o de situaciones tributarias de terceros; o a la captación general de datos con fines
de prevención de prácticas de elusión fiscal, de planificación de actuaciones, o de simple desarrollo
normativo. Y con base en tales consideraciones, sostiene LA ROSA que –en el Ordenamiento italiano- la
potestad y la actividad cognoscitiva de la Administración no necesariamente se justifica en función de la
comprobación tributaria, sino que cuenta con su propio respaldo y fundamentación constitucional, al
existir un interés público formalmente autónomo y, per se, suficiente, para justificar las restricciones que
el ejercicio de dicha potestad cognoscitiva puede suponer para la libertad y privacidad de los obligados
tributarios.

No es este lugar para entrar en el debate y desarrollo de las consideraciones que anteceden,
pero acaso no debieran echarse en saco roto a la hora de afrontar los desafíos y los reajustes que la
globalización económica obligará a efectuar no sólo en las estructuras impositivas, sino, en lo que ahora
interesa, en los esquemas organizativos y funcionales de una Administración tributaria hasta ahora

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acostumbrada a “tratar” con contribuyentes residentes y a obtener información de obligados tributarios
identificados y localizados en su propio ámbito territorial.

A la “dificultad de gestionar, controlar y recaudar una exacción que pagan contribuyentes sin un
contacto permanente con el territorio español”, a la que alude la Exposición de Motivos de la Ley
41/1998, y para la que habrá que arbitrar un sistema flexible (y permanente) de requerimiento e
intercambio de información entre diferentes Administraciones fiscales nacionales; hay que añadir la
dificultad de controlar adecuadamente las transacciones económicas que, con base en las nuevas
tecnologías de la comunicación, se efectúan entre diferentes jurisdicciones fiscales, agravado todo ello
por el hecho de que el acceso (masificado) de contribuyentes a tales operaciones y transacciones
internacionales, provoca un fenómeno de desintermediación y deslocalización que, a buen seguro,
terminará afectando a los tradicionales mecanismos de captación (y suministro) de datos y de obtención
de información tributaria por la Administración.

3.5.- Sin adentrarnos aquí en tales derivaciones, baste afirmar que la actividad cognoscitiva y
calificadora de la Administración ni se circunscribe o agota en la función de comprobación tributaria (con
la que normalmente se identifica), ni resulta funcionalmente dependiente de ella, sino que se trata más
bien de una actividad previa y necesaria para la aplicación y actuación de la norma tributaria, en cuanto
orientada a la identificación y calificación de los hechos que “despierte(n) y concrete(n) la eficacia
yacente y abstracta de la ley” (NUÑEZ LAGOS); en definitiva, a la fijación de los hechos con
trascendencia tributaria relevantes para la gestión del actual sistema fiscal. Por ello dicha actividad
resulta inherente al ejercicio de cualquiera de “las funciones de la Administración en materia tributaria
(…) en sus dos órdenes: de gestión, para la liquidación y recaudación, y de resolución de reclamaciones
(…)” (artículo 90 LGT). Y también al ejercicio de otras funciones de “informe y asesoramiento” (artículos
2. h); 9. d) y 14 del Reglamento General de la Inspección de los Tributos) y, en particular, al desarrollo
de la actividad informativa, asistencial y “facilitadora” (del ejercicio de los derechos y cumplimiento de
las obligaciones del contribuyente) que se refuerza con la entrada en vigor de la Ley de Derechos y
Garantías (artículos 3. a); 5; y 20 Ley 1/1998).

A estos efectos, resulta elocuente que el único precepto donde la LGT alude -con
naturalidad- no a la calificación “jurídica” ni a la “económica”, sino a la “calificación tributaria” sea el
artículo 107 (y ahora también el artículo 8 de la Ley 1/1998), al regular el derecho de los interesados a
“formular a la Administración consultas debidamente documentadas respecto al régimen, la cla sificación
o la calificación tributaria que en cada caso les corresponda”; expresando “los antecedentes y
circunstancias del caso, las dudas que suscite la normativa tributaria aplicable (y) los demás datos y
elementos que puedan contribuir a la formación del juicio por parte de la Administración tributaria”.

De ahí que la contestación a la consulta formulada deba contener la “calificación tributaria” que
la Administración estime procedente a la vista del supuesto de hecho en ella descrito y de la
interpretación (administrativa) de la norma jurídica que, en función de aquél se considere aplicable.
Calificación tributaria (“hechos” y “norma”) de la que la propia Administración podrá apartarse,
normalmente en el procedimiento de comprobación, bien “recalificando ” el supuesto de hecho
comprobado, o bien “reinterpretando ” la norma jurídica, acogiéndose a una interpretación diferente de la
ofrecida en la contestación; y todo ello con las consecuencias de exención de responsabilidad previstas
en los artículos 107.2 LGT y 5.2 de la Ley 1/1998, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes.

3.6.- No obstante, y en lo que ahora conviene, hemos de ceñirnos a la actividad de calificación


desplegada por la Administración en el procedimiento de comprobación e investigación tributaria, del
que podrá derivarse la regularización y, en su caso, la recalificación administrativa de los “hechos” o de

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la situación tributaria reflejada por el contribuyente en su declaración-liquidación. Aunque, como
dejamos dicho, la actividad calificadora de la Administración no se agota en la comprobación tributaria,
parece evidente que la actuación comprobadora dirigida a “constatar la real y única existencia de los
hechos imponibles declarados (…) (y, en general, de los hechos con trascendencia tributaria), encierra
en su esencia una inevitable tarea de calificación jurídica de hechos” (FERNÁNDEZ LÓPEZ).

Interesa, por último, anotar que aunque el objeto de la comprobación acostumbra a


identificarse con los hechos declarados, esto es, con “todos los actos, elementos y valoraciones
consignados en las declaraciones tributarias …” (artículo 109.2 LGT), el verdadero objeto de la actividad
cognoscitiva de la Administración es la realidad de los hechos acaecidos, y no la representación que de
ellos ofrece el contribuyente a través de su declaración y de sus anotaciones contables (S. LA ROSA). La
Administración, en efecto, habrá de constatar, fijar y calificar cuantos datos y elementos de hecho
establece la ley como presupuestos para la aplicación de la normativa sustantiva de los tributos,
debiendo obtener –mediante un juicio histórico -reconstructivo - el grado de certeza posible sobre los
hechos y circunstancias determinantes de la aplicación del tributo.

En definitiva, puede concluirse, con ARIAS VEL ASCO, que la actividad de comprobación
tributaria comprende el conjunto de “operaciones lógicas, aritméticas y de calificación jurídica que
conducen a la subsunción de los elementos fácticos aportados a través de la declaración y de la actividad
administrativa, bajo los supuestos legales a los que la norma tributaria atribuye determinados efectos
jurídicos”. El objeto de la actividad calificadora y comprobadora de la Administración es, pues, la realidad
de los hechos acaecidos para compararlos con la hipótesis abstracta prevista en la norma; y en ello
consiste, cabalmente, la aplicación del tributo para la que “se hace necesario conocer previamente la
legislación (el hecho abstracto y general contemplado por la ley) y la realidad (el hecho concreto y
específico)” (A. MANTERO).

4.- LA (RE)CALIFICACIÓN ADMINISTRATIVA COMO MECANISMO DE REACCIÓN FRENTE A LA


ELUSIÓN TRIBUTARIA Y AL FRAUDE DE LEY: POSIBILIDADES Y LÍMITES.

4.1.- Desde luego que son las exigencias de la legalidad en la imposición y de la capacidad
económica que la legitima, las que establecen las posibilidades y los límites de la función calificadora de
la Administración en la aplicación de la norma y en la comprobación y control de su cumplimiento por los
obligados tributarios. “La autonomía estructu ral del Derecho Tributario y la imperiosa necesidad de una
descripción específica de los hechos imponibles, son corolario de la presencia trascendente, coercitiva,
legitimante del principio de capacidad económica. Toda la realidad social ha de ser enfocada y abstraída
desde el prisma de la capacidad económica o contributiva, si de la exacción de los tributos se trata …”
(ALBIÑANA); al ser la capacidad económica “el fundamento del hecho imponible, el definitivo porqué a la
existencia misma de la obligación tributaria, es decir, el fundamento mismo de la existencia justa del
tributo” (M. CORTÉS).

La proyección de estos principios en el momento del establecimiento del tributo obliga al


legislador a tipificar como imponibles hechos indicativos y reveladores de capacidad económica, “pero no
a que todo hecho revelador de capacidad sea gravado, ni a que toda la capacidad contributiva que un
hecho revela sea gravada al cien por cien (…) pues nada se opone a que el legislador, al contemplar la
realidad, no la grave to da sino una parte de ella, sin que a través del significado económico de las
normas se pueda sustituir la voluntad del legislador por la del intérprete, objetando al legislador que la
realidad económica contemplada debió haberse gravado en más o en menos” (E. GONZÁLEZ). Y, en
efecto, es únicamente el legislador el constitucionalmente habilitado para establecer (y vinculado a
hacerlo) el contenido y, con él, los límites de la imposición.

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“La legalidad –escribe A. NIETO - es un principio normativo y, por ende, forma parte del Derecho
objetivo. Pero, por otro lado, y como sucede de ordinario, de este Derecho objetivo se deriva uno de
índole subjetiva, que consiste en el derecho a exigir que sea respetada tal legalidad”. Esta perspectiva
de la legalidad como derecho no ha sido suficientemente desarrollada, ni doctrinal ni
jurisprudencialmente, en nuestro ámbito tributario, a diferencia de lo que ha venido sucediendo en otros
como, desde luego, el propio del Derecho penal y sancionador. Y la verdad es que esta manifestación de
la legalidad tributaria como derecho del ciudadano para nada resulta novedosa. Hace ya cuarenta años
que la apuntaba –al igual que tantas otras ideas que hoy pasan por originales o inéditas- SÁINZ DE
BUJANDA, al advertir que cuando el Estado señala imperativamente la extensión de las prestaciones
pecuniarias de sus súbditos, estos adquieren paralelamente el derecho a que no se les exija más que
aquello a lo que legalmente vienen obligados.

“El deber tributario de los ciudadanos no es otra cosa que el deber de sujeción a las leyes y al
Ordenamiento, es decir, al Derecho” (GARCÍA AÑOVEROS); de ahí que una de las garantías del
ciudadano frente al deber de contribuir consista, precisamente, en su derecho a hacerlo “con arreglo a la
ley”. El artículo 31.3 CE, al prescribir que sólo con arreglo a la ley podrán establecerse prestaciones
personales o patrimoniales de carácter público, está asimismo reconociendo, como reverso del deber de
contribuir, el derecho constitucional del ciudadano a un tributo legal; esto es, el derecho a no ser
gravado con detracciones patrimoniales que no se fundamenten en la ley o, lo que es igual, que
desborden el marco de la ley.

Esta perspectiva de la legalidad tributaria como derecho constitucional se ha visto, tardía


aunque acertadamente, refrendada por el Tribunal Constitucional en su STC 182/1997, de 28 de
octubre: “Desde una perspectiva material el artículo 31 CE consagra no sólo los principios ordenadores
del sistema tributario que son, al propio tiempo, límite y garan tía individual frente al ejercicio del poder,
sino también derechos y deberes de los ciudadanos frente a los impuestos establecidos por el poder
tributario del Estado. Existe el deber de pagar el impuesto de acuerdo con la capacidad económica en el
modo, condiciones y cuantía establecidos por la Ley; pero existe, correlativamente, un derecho a que
esa contribución de solidaridad sea configurada en cada caso por el legislador según aquella capacidad
…” (F.J. 6º).

El Tribunal Constitucional parece dispuesto, finalmente, a reconocer que la protección


constitucional del “interés fiscal” del Estado (caracterizado como un interés público objeto de un
particular “favor” constitucional) cuenta con un doble límite . Uno intrínseco y “todavía” de incierto
contenido: la capacidad económica del contribuyente. Otro externo, pero de más preciso alcance: la
necesaria predeterminación legal de las prestaciones tributarias. De ahí que el legislador al establecer el
“modo, condiciones y cuantía” del impuesto, esté estableciendo, a la vez, el límite (extrínseco) a la
protección constitucional del “interés fiscal” del Estado .

En cualquier caso lo que, a nuestros efectos, parece obvio es que “el deber de pagar el
impuesto … en el modo, condiciones y cuantía establecidos por la Ley …”, comporta, el derecho de no
hacerlo más allá del contenido, esto es, de los límites trazados en la propia ley.

Aunque no acostumbre a repararse en ello, ante “la idea –incluso el preconcepto - de que la
imposición única y necesariamente se conecta con situaciones de deber, sujeción y obligación, y no
también de derechos, facultades y poderes” (LA ROSA), no puede perderse de vista que “la cualidad de
contribuyente constituye para el ciudadano fuente de importantes derechos subjetivos” (PAOLOZZI). En
efecto, la condición de sujeto pasivo determina “una doble y opuesta consecuencia: de un lado se
padece, de hecho, una limitación de la propia disponibilidad patrimonial; de otro, en cambio, se

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incrementa –precisamente en virtud de la sujeción tributaria- el patrimonio de los propios derechos” (L.
ANTONINI).

Siendo los impuestos “exacciones compulsivas y no contribuciones voluntarias, nadie tiene la


obligación de pagar más impuestos que los que la ley demanda” (“Commissioner v. Newman”); de modo
que como declara otro célebre precedente de la Corte Suprema de los Estados Unidos “no puede ponerse
en duda el derecho de los contribuyentes a reducir el pago de sus impuestos o a eludirlo enteramente,
por medio de lo que la ley permita” (“Gregory v. Helvering”).

El estado natural del ciudadano no es, desde luego, el de contribuyente, pagador de impuestos.
Esta es sólo la situación en la que se halla cada vez que realiza –y en la medida en que lo hace- un
hecho imponible. Fuera del ámbito de la sujeción tributaria, delimitado por la ley, el ciudadano recupera
su “derecho subjetivo a la libertad fiscal”, esto es, el derecho “a la libertad y, por lo mismo, a la
integridad del propio patrimonio” (G.A. MICHELI).

No se discute, por ello, que el contribuyente, también ciudadano, actúa en la legalidad siempre
que hace aquello que la ley no prohibe, y ninguna ley tributaria obliga a realizar hechos imponibles ni
prohibe alcanzar resultados económicos, en sí mismos posibles, por una vía distinta de la prevista por el
legislador fiscal (A. HENSEL). De ahí que en ese terreno “desfiscalizado” (por indiferencia o insuficiencia
de la ley; por imprevisión o impotencia del legislador; o, en fin, por decisión consciente, explícita o
implícita, del mismo) el contribuyente tiene derecho a disponer, con plenitud, de su patrimonio y del
libre ejercicio de su actividad económica y de su autonomía contractual sin que la Administración pueda
(en términos que, respecto de las exenciones fiscales, utilizaba el Tribunal Supremo en Sentencia de 19
de enero de 1951) cercenarlo “más allá de lo que el texto legal consienta, so pena de invadir campos de
la actividad económica que la ley ha estimado debían dejarse indemnes …”.

Por ello, esta esferas “desfiscalizadas” de actuación únicamente podrán ser cubiertas o
colmadas por la Ley cuando se adviertan o, simplemente, dejen de ser toleradas o (explícitamente)
consentidas por el legislador. “En los supuestos de economías de opción, es el legislador –afirma A.
MANTERO- el que tiene que reaccionar produciendo la reforma normativa correspondiente”. Y así se
advierte también en la justificación de la Enmienda nº 116 del Grupo Parlamentario Catalán (CIU) al
artículo 24 LGT, en el Proyecto de Modificación Parcial de la LGT: “la economía de opción en el ámbito
tributario no debe dar lugar a corrección alguna por parte de la Administración ni de los Tribunales,
aunque comporte un menor coste tributario, dado que se trata de la aplicación alternativa u opciones
ofrecidas por la ley al contribuyente o que este percibe de acuerdo con los tipos o modelos de actuación
configurados por el Ordenamiento jurídico y la práctica mercantil”.

De ahí que se afirme que “la frontera entre fraude de ley y economía de opción sólo pueden
trazarla normas con rango de ley, pues solamente al legislador compete decir, de acuerdo con la
Constitución, lo que quiere que sea gravado y lo que quiere que no lo sea” (FLORES ARNEDO).

4.2.- Pero sucede que, en la realidad (también en la tributaria), las cosas no acostumbran a ser
tan fáciles. Y ello, al menos, por dos factores. El primero lo señala J.L. PÉREZ DE AYALA al advertir que
“el perfeccionamiento progresivo de la legislación tributaria ha eliminado casi todas las auténticas
economías de opción, de forma que hoy una economía de opción que, verdaderamente, merezca tal
nombre implica, normalmente, una economía de tributación, pero no resultados económicos
equivalentes. Aquel menor gravamen supone renunciar a determinadas ventajas; tiene un coste de
oportunidad; esto es, el coste de renunciar a la opo rtunidad más gravada, aunque también más
ventajosa (…) No es imaginable fácilmente, ya, que el legislador permita auténticas economías de opción

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en las que se puedan lograr resultados equivalentes, esto es, sin ningún coste económico en otro
terreno (menor seguridad jurídica, menor rentabilidad, etc.) distinto del puramente fiscal, con un menor
coste tributario”.

Y en segundo lugar, porque si bien es cierto –como observa ALBIÑANA- que “la técnica
legislativa condiciona siempre la técnica aplicativa y más en el orden tributario que en cualquier otro”;
también lo es que este condicionamiento no sólo actúa sobre la Administración fiscal en su labor
interpretativa (de la norma) y calificadora (de la realidad), sino también, y casi siempre con carácter
previo, so bre los contribuyentes que crean, construyen (preconstituyen) la “realidad”, los “hechos” en
función de la normativa fiscal aplicable y de la técnica legislativa empleada. Por ello, hoy más que
nunca, la posibilidad y los márgenes de la elusión fiscal dependen de cómo vengan formuladas las
“reglas” tributarias.

Tiene razón R. LUPI cuando señala que en el Derecho tributario no se prevé la autonomía
negocial, y por ello “la elusión fiscal no depende de la libertad negocial y de la autonomía privada, sino
de l a misma existencia de reglas que, en cualquier campo del Derecho, corren el riesgo de ser aggirate.
La autonomía de la que deriva la elusión fiscal es la autonomía de poder escoger la solución jurídica y
tributaria que haga posible ordenar la propia actividad económica en el modo fiscalmente menos
oneroso”.

Esto es lo que, en otros términos, reconoce la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de La
Rioja de 31 de diciembre de 1999, al admitir que “la Administración no puede pretender evitar que el
contribuyente, conocedor del estado de las actuaciones del legislador, diseñe en el tiempo operaciones
previendo un tratamiento más benéfico de sus intereses , siempre que se sirva de la normativa vigente
aplicada e interpretada en función de la verdadera natura leza jurídica del hecho imponible, con respeto a
los principios constitucionales …”.

El contribuyente, “conocedor del estado de las actuaciones del legislador”, “diseña”,


jurídicamente, su actividad patrimonial buscando, legítimamente, “las fórmulas que, dentro de la ley
tributaria, permitan acogerse a la opción que más convenga a sus intereses” (Res. TEAC de 28 de
febrero de 1996, Considerando 13º); habida cuenta, además del poderoso “contraste existente entre la
pobreza del concepto y la riqueza del hecho” (CARNELUTTI), o, en otros términos, de las “limitaciones
del Ordenamiento jurídico tributario, (que) parten de la premisa de que los comportamientos humanos
son infinitos y las normas son finitas, (por lo que siempre existirán) comportamientos no disciplinados
por la norma tributaria” (ROSEMBUJ). Reconoce, por ello, el Tribunal Constitucional que el respeto al
principio de capacidad económica “plasmado en el artículo 31.1 CE no exige que el legislador deba tomar
en consideración cada una de las posibles conductas que los sujetos pasivos puedan llevar a cabo en
orden a la obtención de sus rendimientos, en el ámbito de su autonomía patrimonial” (SSTC 46/2000,
F.J. 7º y 214/1994, F.J. 6º),

Sucede que, incluso ante explícitas previsiones normativas , será difícil evitar la existencia de
una serie de mecanismos en el impuesto que –como rezaba la Exposición de Motivos de la Ley 48/1985,
de reforma parcial del IRPF- permitan “a ciertos contribuyentes utilizarlos para fines distintos de aquellos
para los que nacieron”; pues “por muy tupida que sea la red de las previsiones legislativas, la
imaginación de los particulares encuentra siempre nuevos sistemas para eludir el impuesto” (PALAO).

4.3.- Habrá que examinar, no obstante, los mecanismos (y la técnica legislativa) arbitrados
específicamente por el legislador para reaccionar contra las actuaciones elusivas del impuesto que, en

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los márgenes de la ley y en uso de su “libertad de configuración” negocial (soberanía para la
configuración de relaciones jurídicas), continuamente pueden poner en juego los contribuyentes.

El Tribunal Constitucional viene reiterando que “la lucha contra el fraude fiscal es un fin y un
mandato que la Constitución impone a todos los poderes públicos, singularmente al legislador y a los
órganos de la Administración Tributaria”, (SSTC 76/1990, F.J. 3º; 214/1994, F.J. 5º; y 46/2000, F.J.
6º).

Sucede, sin embargo, que también en la doctrina del Tribunal Constitucional comienzan a
difuminarse, hasta su identificación, situaciones diferentes y acreedoras, por lo mismo, de muy diferente
respuesta por parte del legislador: la defraudación o el fraude fiscal, de una parte (SSTC 110/1984 y
76/1990); y, de otra, “actuaciones elusivas del impuesto” (STC 214/1994) o, más específicamente,
“economías de opción” indeseadas (STC 46/2000).

En efecto, en las dos primeras Sentencias citadas el Tribunal Constitucional considera que “para
el efectivo cumplimiento del deber que impone el artículo 31.1 CE es imprescindible la actividad
inspectora y comprobatoria de la Administración tributaria, ya que de otro modo <<se produciría una
distribución injusta en la carga fiscal>>, pues, <<lo que unos no paguen debiendo pagar, lo tendrán que
pagar otros con más espíritu cívico o con menos posibilidades de defraudar>> (STC 110/1984, F.J. 3º).
La ordenación y despliegue de una eficaz actividad de investigación y comprobación del cumplimiento de
las obligaciones tributarias no es, pues, una opción que quede a la libre disponibilidad del legislador y de
la Administración, sino que, por el contrario, es una exigencia inherente a “un sistema tributario justo”
(…): en una palabra, la lucha contra el fraude fiscal es un fin y un mandato (…). De donde se sigue
asimismo que el legislador ha de habilitar las potestades o los instrumentos jurídicos que sean
necesarios y adecuados para que (…) la Administración esté en condiciones de hacer efectivo el cobro de
las deudas tributarias , sancionando en su caso los incumplimientos de las obligaciones que correspondan
a los contribuyentes o las infra cciones cometidas por quienes están sujetos a las normas tributarias.

En cambio, la STC 214/1994 refiriéndose al fundamento y alcance del régimen de


transparencia fiscal, lo considera –con razón- “una técnica establecida por el legislador para reaccionar
contra los efectos resultantes de la interposición de Sociedades instrumentales” (F.J. 4º C). Y añade que,
puesto que la solución adoptada por la Ley 44/1978 del IRPF “posibilitaba que el régimen de
transparencia fiscal fuera utilizado en la práctica para imputar pérdidas a los socios y, de esta manera,
reducir la progresividad en el Impuesto sobre la Renta correspondiente a los mismos (…), para salir al
paso de estas prácticas elusivas, la Ley 48/1985 modificó el artículo 12.2 de la Ley 44/1978, (limitando)
la imputación a las solas bases imponibles positivas, (lo que) se justifica por la necesidad de evitar
actuaciones elusivas del Impuesto sobre la Renta. Pues la imputación incondicionada y sin límites de las
pérdidas declaradas por las Sociedades transparentes permitiría la utilización e incluso la constitución de
Sociedades de esta naturaleza con la finalidad de concentrar en ellas las pérdidas y, en consecuencia,
disminuir la base imponible del socio; de manera que se eludirían los efectos que pretenden alcanzarse
con el régimen de transparencia …” (F.J. 4º B).

En definitiva, el Tribunal Constitucional examina en este pronunciamiento la constitucionalidad


de dos actuaciones sucesivas del legislador fiscal para reaccionar frente a otros tantos supuestos de
“economía de opción” que advierte y considera indeseados. El primero, fruto de la “diferente
configuración de los tipos de gravamen en los Impuestos sobre Sociedades y sobre la Renta”: la
interposición de Sociedades instrumentales o interpuestas, constituidas con la finalidad de retener parte
o la totalidad de los beneficios evitando que las rentas afluyan a los socios. El segundo, como réplica a la
respuesta antielusiva prevista por el legislador: la utilización de la transparencia fiscal (esto es de la

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reacción legal para evitar la interposición de Sociedades) con la finalidad de concentrar las pérdidas en la
Sociedad transparente y a continuación trasladarlas a la base imponible del socio persona física para
disminuir su tributación (progresiva) en el Impuesto sobre la Renta.

Y, en efecto, el Tribunal reconoce y admite que “en el ejercicio de su libertad de configuración


normativa, el legislador puede (…) tener presente la necesidad de evitar que se produzcan posibles
actuaciones elusivas de los sujetos, en detrimento de la solidaridad de todos en el sostenimiento de los
gastos públicos, y habilitar a este fin los instrumentos jurídicos necesarios y adecuados …”. Pero, acto
seguido, el Tribunal confunde, identificándolas, estas “actuaciones elusivas”, en nuestra opinión,
auténticas “economías de opción”, con la infracción tributaria y el fraude fiscal, al concluir reiterando que
“la lucha contra el fraude fiscal es un fin y un mandato que la Constitución impone a todos los poderes
públicos (STC 76/1990, F.J. 3º)” (STC 214/1994, F.J. 5º).

Por último, la STC 46/2000, de 17 de febrero incluye en este mismo concepto (“la lucha contra
el fraude fiscal …”) a otro supuesto de reacción normativa con la que “en el ejercicio de su libertad de
configuración, el legislador (somete) a tributación de forma distinta a diferentes clases de rendimientos
gravados en el Impuesto, en atención a su naturaleza, (…) con más razón (…) ante la necesidad de
evitar que se produzcan posibles actuaciones elusivas de los sujetos, en detrimento de la solidaridad de
todos en el sostenimiento de los gastos públicos, habilitando a este fin los instrumentos jurídicos
necesarios y adecuados, pues la lucha contra el fraude fiscal es un objeto y un mandato que la CE
impone a todos los poderes públicos …” (F.J. 6º).

Y ello pese a que de las propias palabras del Tribunal en el mismo Fundamento Jurídico se
desprende que, lejos de una reacción del legislador en la lucha contra el fraude fiscal, se está ante una
medida normativa cuya “finalidad perseguida (que no el medio) resultaba constitucionalmente lícita, por
cuanto procuraba someter a tributación la totalidad de las rentas de los sujetos pasivos con
independencia de su naturaleza (…) como expresión máxima de la búsqueda de la capacidad económica
efectiva …”. Y, desde luego, que una cosa es esto último, y otra, distinta, la “lucha contra el fraude
fiscal”; máxime cuando el propio Tribunal admite que “la ley configura, en ocasiones, un marco dentro
del cual el sujeto pasivo puede ordenar sus relaciones económicas (para) con una gestión perspicaz de
su patrimonio, (posibilitar) el gravamen al tipo medio aplicable …”; y reconoce que el legislador lo que
pretende es “limitar el margen de actuación de los sujetos pasivos cuyas conductas fuesen
derechamente a la búsqueda de “economías de opción ” elusivas del deber constitucional de contribuir al
sostenimiento de los gastos públicos”; esto es, “evitar la minoración del gravamen mediante el recurso a
“economías de opción” indeseadas, entendiendo por tales la posibilidad de elegir entre varias
alternativas legalmente válidas dirigidas a la consecución de un mismo fin, pero generadoras las unas de
alguna ventaja adicional respecto de las otras …” (F.J. 6º).

4.4.- Prescindiendo ahora de la confusión que trasluce la doctrina del Tribunal Constitucional
entre la defraudación propia del “fraude fiscal”, y la elusión que genera el “fraude de ley” o la simple
“economía de opción”, lo que interesa retener es la “normalidad” que el Tribunal reconoce a las
actuaciones “antielusivas” con las que el legislador, ex post y mediante normas específicas, reacciona
contra aquellas “operaciones” de planificación o ahorro fiscal que considera no tolerables. Si bien
advierte que tales medidas antielusivas, legítimas en su finalidad, no pueden adoptarse a cualquier
precio, por ejemplo, vulnerando las exigencias de la capacidad económica y de la igualdad del artículo
31.1 CE.

Así, la STC 46/2000 declara la inconstitucionalidad de la modificación operada en el artículo


27.6.2 de la Ley 44/1978, del IRPF, por el artículo 84.1 de la Ley 37/1988, de Presupuestos Generales

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del Estado para 1989, pues, siendo constitucionalmente lícita la finalidad perseguida (que no el medio),
el tratamiento fiscal derivado de la norma “evidencia una clara desigualdad en la ley, proscrita
constitucionalmente, en razón de lo dispuesto en el artículo 31 CE, pues el resultado no es otro (…) que
el de que quienes tienen menor capacidad económica soportan una mayor carga tributaria que los que
tienen capacidad supe rior” (F.J. 7º).

Debe, en cualquier caso, anotarse que la técnica de las normas específicas “antielusión”,
frecuente en los últimos años, por sí sola no se muestra capaz de combatir el fraude fiscal sino que,
contrariamente, da lugar a un proceso de retroalimentación en el que a cada acción represiva del
legislador se reacciona con otra para “eludir la norma antielusiva” (P. PISTONE), hasta complicar de
manera inverosímil la normativa tributaria, aumentando -de igual forma- la conflictividad en su
aplicación y mermando otro tanto la certeza y seguridad jurídica (“el saber a que atenerse ”) del
contribuyente ante el entero sistema fiscal. La orientación de la legislación tributaria conforme al
“modelo fenoménico” de reconducir los procesos de la economía real a golpe de específicas previsiones
normativas, desemboca paradójicamente en un fenómeno de “paralysis by analysis” (G. TREMONTI)
propio de aquellos sistemas jurídicos que ganan en extensión todo lo que pierden en operatividad.

4.5.- Ninguna objeción habrá que poner asimismo a la posibilidad de que tanto el fraude fiscal
como la elusión propia del fraude de ley se combata “con todos los medios jurídicos al alcance de la
Administración, tanto los aplicativos, vía interpretación, como los normativos, vía presunciones y
ficciones” (E. GONZÁLEZ). Y, en efecto, sucede que “las facultades que la normativa legal y
reglamentaria atribuye a los órganos gestores en el ejercicio de la función de calificación –escribía
VICENTE-ARCHE, refiriéndose a los impuestos sobre el tráfico patrimonial- constituyen un valioso medio
de lucha contra el fraude a la ley tributaria (…). Al calificar el hecho generador, los órganos de gestión
del impuesto no sólo pueden considerar realizado un presupuesto distinto del que figura mencionado por
escrito, sino también deducir nuevos hechos generadores partiendo de uno primero y a través de la
interpretación del mismo”.

Puede afirmarse, pues, con carácter general que la actividad interpretativa y calificadora de la
Administración en función antielusiva constituye una reacción de naturaleza endógena a la norma
tributaria que el contribuyente intenta eludir (P. PISTONE); esto es, una reacción frente a la elusión
fiscal que, además, se produce en el primer momento en que se verifica la confrontación entre los actos
efectuados por el contribuyente y la norma tributaria.

Y, naturalmente, que esta actividad calificadora de la Administración en función antielusiva se


incardina en el procedimiento de comprobación e investigación tributaria, cuyo objeto es constatar la
realidad de los hechos acaecidos (sobre la base de los declarados por el contribuyente y de los que, por
otras vías, tenga ya conocimiento la Administración), y del que podrá derivarse la “regularización” que
se estime procedente de la situación tributaria del sujeto pasivo; regularización que podrá consistir en la
“recalificación” de los “hechos” representados o reflejados por el propio contribuyente en su declaración-
liquidación, y/o en la “rectificación” administrativa de la interpretación y aplicación de las normas
efectuada por aquél en el cumplimiento de sus obligaciones tributarias.

Dos ideas conviene subrayar de cuanto precede. La primera, que la regularización” de la


situación tributaria del contribuyente podrá consistir tanto en la “recalificación” de los “hechos”
declarados (representados) por el contribuyente, como en la rectificación de la interpretación y
aplicación de la norma efectuada por aquél; dualidad de contenido (“hechos” y “norma”) ésta que no
acostumbra a destacarse por la doctrina, ante la resistencia de la propia Ley general y codificadora a
distinguir la calificación de los hechos determinantes de la exacción de los tributos, de la interpretación

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de las normas que ordenan su establecimiento y aplicación. Y la segunda que, en esta fase aplicativa, el
mejor remedio o antídoto frente a la elusión tributaria o, en otros términos, la mejor técnica anti-
elusión consiste en la “correcta liquidación” del tributo practicada por la Administración.

4.6.- Como declara el TEAC en la Resolución de 20 de junio de 1983, “el hecho imponible es
ante todo un concepto esencialmente normativo que trata de fijar y definir un supuesto de hecho que la
realidad social ofrece como generador de la obligación tributaria, por lo que la comprobació n del hecho
imponible no consiste, en contra de lo que parece suponerse, en la simple constatación de la realidad de
haberse producido el hecho material, sino que debe proseguir a fin de comprobar si el supuesto de
hecho coincide y en qué forma o medida co n la hipótesis descrita por la norma definidora del hecho
imponible, lo que lógicamente comporta una labor interpretativa de la norma y una calificación del
supuesto de hecho para su acoplamiento a la hipótesis normativa que, en su caso, originará el
nacim iento de la obligación tributaria”.

Al hilo de la diferenciación que en la citada Resolución se efectúa entre la labor interpretativa de


la norma y la calificadora del supuesto de hecho, conviene reparar en que de los dos mandatos que
establece el actual artículo 28.2 LGT, el primero se proyecta sobre ambas (“el tributo se exigirá con
arreglo a la naturaleza jurídica del presupuesto de hecho definido por la Ley …”); mientras que el
segundo, también implícito pero dirigido solo a la actividad calificadora, ordena prescindir sólo de la
forma o denominación que los interesados le hayan dado al presupuesto de hecho y de los defectos que
pudieran afectar a su validez, pero no de la ley ni del Derecho. La (re)calificación tributaria que afectúe
la Administración al regularizar la situación del contribuyente en el procedimiento de comprobación e
investigación, habrá de efectuarse, pues, “desde la ley”, esto es con arreglo a la ley y en los límites de la
ley; ya que de lo que se trata, simplemente, es de “calificar los supuestos de hecho determinantes de la
exacción de cada impuesto, con arreglo a los términos en que fueron descritos por la ley” (ALBIÑANA).

El resultado de la actividad (re)calificadora de la Administración habrá de situarse, con


naturalidad, en el ámbito trazado por el legislador al determinar el presupuesto del tributo, y, con él
(normalmente) la capacidad económica gravada, y cualquiera que sea la forma en que uno y otra ( el
presupuesto de hecho y la capacidad ) aparezcan definidos por la ley.

4.7.- “En el combate contra el fraude de la ley en la fase de aplicación de las normas –escribe
E. GONZÁLEZ-, lo que debe hacerse no es indagar sobre el significado económico de la operación, sino
buscar la naturaleza jurídica del negocio realizado …”. Lo que no cabe, desde luego, es “mediante la
técnica frecuente del retorcimiento interpretativo” (GARCÍA AÑOVEROS), forzar el ámbito natural de la
actividad interpretativa y calificadora de la Administración para reaccionar contra el fraude de ley,
sustituyendo (al amparo de la interpretación funcional, de la consideración de la realidad “económica” o
de la simple calificación “económica”) la voluntad del legislador y el mandato de la ley, por el régimen
tributario que la Administración –en libre apreciación y calificación de la “realidad” (que es única) y con
base en una interpretación supuestamente optimizadora, en términos recaudatorios, de la norma-
estime deseable.

Como ya en 1952 advertía J. LARRAZ, “el Derecho tributario debe aplicarse críticamente, con
una sola excepción: en los casos de suficiencia literal del precepto no se podrán hacer, a instancia y en
beneficio del Fisco y en contra del contribuyente de buena fe que no incurrió in fraudem legis
aplicaciones correctivas del dictado literal de la norma”.

Como afirma la Sentencia de la Audiencia Nacional de 24 de febrero de 1997, “la interpretación


de las normas (y, podríamos añadir, la calificación de los hechos sobre los que aquéllas se proyectan) ha

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de hacerse conforme a los principios inmanentes en las instituciones; éstas han de ser entendidas como
parte de un Ordenamiento sistemático cuyos principios la delimitan en su sentido y alcance”.

Debiendo efectuarse, pues, la calificación de los hechos desde la Ley y con arreglo, esto es, en
los límites de la ley, parece evidente la necesidad de “reducir el ámbito de la calificación a sus propios
límites, que no pueden desconocer, salvo que la ley tributaria establezca lo contrario, la calificación
procedente con arreglo a las normas sustantivas” (PALAO); ajustándose, en cambio, a las
(pre)calificaciones (normalmente, ficciones legales) efectuadas por el propio legislador, bien para cerrar
las vías que vaya abriendo la ingeniería financiera o bien para, en lo posible, “disciplinarlas”,
sometiéndolas a control. Se trata de normas específicas “antielusión” con las que el legislador reacciona
frente a posibles actuaciones en fraude de ley o de economías de opción indeseadas.

Dado que la calificación de los hechos ha de efectuarse siempre “a través del prisma de la
norma jurídica que se considera aplicable” (R. NAVAS), en los casos en que la propia norma contenga
una definición de la realidad, o de algunos de sus aspectos, a esta tipificación normativa de la realidad
habrá de ajustarse inexorablemente el intérprete. Definición (fiscal) de la realidad que no tiene por qué
coincidir con la que de ella ofrezcan otros sectores del Ordenamiento, puesto que también “el Derecho
(Tributario) forja sus verdades propias, reconociéndolas con independencia absoluta de la verdad real
completa” (E. LANGLE). Lo que, sin duda, sucede cuando el legislador se vale de ficciones tributarias,
esto es, de “disposiciones legales que constituyen jurídicamente el tributo y el deber de tributar a través
de definiciones, hipótesis y remisiones normativas que simulan ya la naturaleza, ya la dimensión
concreta y real de los hechos o situaciones a gravar, con el fin de someterlas a tributación que, de otro
modo, no hubiera sido posible, legal o técnicamente” (J.L. PÉREZ DE AYALA).

De ahí que “las operaciones tipificadas por la ley tributaria –obviamente no sólo en su letra sino
en su espíritu- deben liquidarse siempre aplicando a las mismas el régimen querido por la norma
tributaria que específicamente las contemple, sin que nunca, cualquiera que sean los resultados
económicos producidos, sea posible la aplicación por analogía de un régimen tributario distinto” (R.
FALCÓN).

Resulta, pues, evidente que la autonomía tipificadora y calificadora que, dentro de la unidad del
Ordenamiento y sin llegar al “cantonalismo legislativo” (ALBIÑANA), se le reconoce al legislador fiscal
para redefinir, ampliar o reducir, las categorías e instituciones jurídicas formuladas en otros sectores del
Derecho, no puede extenderse a la actividad interpretativa y calificadora de la Administración en la
aplicación de la norma tributaria.

De forma que la Administración no podrá apartarse –sin incurrir en arbitrariedad- de la


calificación dada por el propio legislador a aquellas operaciones que aparezcan suficientemente
tipificadas, en su régimen y consecuencias fiscales, por el mismo Ordenamiento tributario. En definitiva,
se trata de normas en las que el legislador efectúa su propia definición y calificación de la realidad,
teniendo como objetivo principal producir el “achique de los espacios” (PÉREZ ROYO) por los que
discurre el intérprete.

4.8.- Refiriéndose a la interdicción de la arbitrariedad en la aplicación de los tributos, dejó


escrito SÁINZ DE BUJANDA que “honestamente ha de confesarse que el fraude existe, pero es también
ineludible reconocer los anchos márgenes de arbitrariedad permitidos a la actividad gestora de exacción
tributaria”; habiendo afirmado, en otra ocasión, que “a la larga, lo más beneficioso, también para el
Fisco, es que el contribuyente no viva bajo el temor de la arbitrariedad (…). No es posible que el hombre
de nuestro días –escribía SÁINZ DE BUJANDA en 1955- crea en el Estado en que vive, ni contribuya con

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lealtad y diligencia al levantamiento de las cargas públicas, si la Administración no somete
rigurosamente sus actos fiscales a un orden jurídico que infunda seguridad en sus relaciones con las
economías particulares (…). Pocos resortes son tan eficaces como un sistema fiscal, racionalmente
concebido y justamente aplicado, para vigorizar la confianza del súbdito en la comunidad política a que
pertenece, y para que esta pueda, sin daño para la economía ni menoscabo para los derechos de la
persona, alcanzar los fines que se propone …”.

Desde esta última perspectiva, no es menester insistir en lo decisivo que resulta el control de la
actividad desplegada por la Administración en la apreciación, calificación y comprobación de los hechos
con trascendencia tributaria, relevantes para la aplicación del tributo, habiéndose destacado como “el
control sobre la actividad administrativa ha evolucionado desde un control “sobre el derecho” a un
control “sobre los hechos” y su utilización por la Administración; esto es, al enjuiciamiento progresivo de
la apreciación administrativa de los hechos que justifican la decisión; al enjuiciamiento de la veracidad
de dichos hechos, esto es, a la posibilidad de prueba en el proceso sobre los hechos tomados en
consideración en la actividad administrativa” (P. ALGUACIL).

Y resulta que en todo este proceso de apreciación y calificación de hechos, no puede


desconocerse el cierto margen de discrecionalidad del que (en el ámbito de esta actividad reglada) goza
la Administración tributaria. “Por unas u otras motivaciones –advierte ALBIÑANA -, la ley ha transferido
muchas e importantes funciones tributarias desde el ámbito reglado de la Administración Pública, al que
hemos de reputar discrecional (…); en la comprobación del supuesto de hecho siempre existe una cierta
discrecionalidad en cuanto a la extensión e intensidad de las propias actuaciones de comprobación
administrativa”.

En el mismo sentido, afirma J.I. MORENO que “la Administración puede gozar de una gran
libertad para decidir si comprueba o no comprueba, o hasta dónde comprueba, pero una vez adoptada la
decisión de comprobar, su actuación (cognoscitiva y no volitiva) está totalmente condicionada por una
realidad que es indubitable y perfectamente constatable, lo que le impide cualquier margen de
discrecionalidad (…). Decidida la comprobación de la situación tributaria de un suje to pasivo (…) (y los)
diferentes medios o modos mediante los cuales constatar la realidad que se pretenda (…), la realidad a
constatar como tal será única: o se ha tributado correctamente o no (…), (de forma que la actividad de
la Administración estará condicionada) por la existencia de unos hechos determinantes que van a obligar
en todo caso a aquélla a adoptar la única solución justa que cabe en cada caso; realidad única que,
además de operar como un límite a su actuación, servirá para su posterior contro l jurisdiccional y para la
valoración de su legalidad”.

4.9.- En la valoración de la actividad administrativa de apreciación y calificación de los hechos


en el procedimiento de comprobación e investigación tributaria, son tres los elementos objeto de control:
el primero, el presupuesto de hecho que legitima el ejercicio de la potestad; el segundo, la motivación
(fáctica) de la apreciación y el tercero, en fin, el resultado de la actividad calificadora.

En relación con el primero , afirma J.M. DE LA CUETARA que “las potestades son un poder
susceptible de aplicación indefinida, que se actúa cuando el supuesto de hecho típico se convierte en un
hecho real”. Tratándose de potestades tributarias (en este caso, de comprobación e investigación), el
presupuesto de hecho que legitima el ejercicio singular de las mismas, constituye un elemento de
decisiva importancia no sólo para determinar la naturaleza y el régimen jurídico (esto es, contenido,
límites y fines) de las potestades que entran en juego en la aplicación del tributo y en el descubrimiento
y sanción de las infracciones tributarias, sino también para posibilitar su fiscalización y control.

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En relación con la segunda, debe partirse de la “separación conceptual entre la questio iuris y la
quaestio facti, o entre enunciados normativos y enunciados fácticos (…) que lleva consigo la distinción
entre motivación de la premisa jurídica y motivación de la premisa fáctica: mientras justificar un
enunciado normativo consiste en sostener con razones su validez, o su corrección, o su justicia, justificar
un enunciado fáctico consiste en aducir razones que permitan sostener que es verdadero o probable (…),
(por lo que) las razones que constituyen esa justificación son los criterios de probabilidad o aceptabilidad
de la verdad del mismo (…). Motivar la premisa fáctica es justificarla” (M. GASCÓN ABELLÁN).

Parece innecesario señalar que la Administración debe motivar (también) fácticamente el


resultado de sus actuaciones de comprobación (artículo 124.1.a) LGT; artículo 13.2 Le y 1/1998; artículo
54.1 Ley 30/1992; etc.), máxime cuando se aparte de “los datos consignados en sus declaraciones por
los sujetos pasivos” (artículo 121.1 LGT), o de la calificación dada por éstos a los hechos, actos o
negocios jurídicos determinantes de la aplicación de los tributos (artículos 28.2 y 25 LGT), siendo su
función esencial la de posibilitar el enjuiciamiento del acto o, lo que es igual, el ejercicio de los derechos
reaccionales y las pretensiones impugnatorias del contribuyente, respecto al an y al quantum de la
prestación. De ahí que el fundamento constitucional del deber de motivación se haga derivar del derecho
fundamental del artículo 24.1 CE a la tutela judicial efectiva sin indefensión.

“De acuerdo con los principios de igualdad y capacidad económica el acto de liquidación, para
no incurrir en arbitrariedad, debe estar fundado en una demostración de los presupuestos de la
imposición tendencialmente orientada a la obtención de una verdad material. Es necesario, pues,
subrayar –escribe A.Mª. JUAN- la necesidad de que se realice un juicio histórico en el que se determine
la existencia y la magnitud de los presupuestos del tributo…, (y dirigido) a la adquisición por parte de la
Administración de una certeza sobre la base imponible y los demás elementos relevantes para
determinar el importe de la deuda tributaria …”. “Nuestro Ordenamiento jurídico –afirma, en igual
sentido, LÓPEZ MOLINO - llama a la función genérica de comprobación a desempeñar una labor
eminentemente reconstructiva , para así permitir a la Administración alcanzar certeza sobre todos los
aspectos que se refieren a la realidad tributaria de los contribuyentes (esto es, que conozca la
existencia, intensidad y medida en que acaecen los presupuestos del tributo) y, por ende, propiciar que
ésta se halle en disposición de fundamentar la legalidad de sus actos impositivos”.

Se sostiene, en este sentido, que la calificación administrativa efectuada “en el procedimiento


de gestión del Impuesto de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (aunque la
afirmación resulta extrapolable a cualquier categoría tributaria) no exige, ciertamente, la instrucción de
un procedimiento ad hoc como el de la declaración de fraude de ley, (si bien) la calificación no puede
imponerse de plano, sino a través de un procedimiento que, por muy simple que sea, debe respetar el
trámite de audiencia de los interesados. En efecto -afirma J.L. MARTÍN MORENO-, tratándose de un acto
que supone alterar la previa calificación que los interesados realizan en su declaración (…), la
Administración no puede ampararse, sin más, en la presunción iuris tantum de acierto y legalidad de sus
resoluciones e imponer las consecuencias inherentes a la actividad calificadora, sin tener en cuenta las
alegaciones y los documentos que los contribuyentes puedan presentar en defensa de su derecho (…). Y
es que la Administración, imbuida por la idea de eficacia o celeridad, no puede obviar la comprobación
de la verdad material de las cosas, es decir, de los hechos que sirven de fundamento a la aplicación de
la norma jurídica, so pena de crear hipótesis que no concuerdan con la realidad”.

Como observa T.R. FERNÁNDEZ, la Administración dispone de una libertad, mayor o menor,
para elegir la solución que considere más adecuada de entre las posibles; libertad que no es ni puede ser
total, pues el órgano competente debe razonar por qué estima que tal solución y no otra distinta es la
mejor para satisfacer los intereses a los que el poder ejercitado se ordena. Lo que no puede admitirse es

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la mera afirmación del “por que sí” por parte de la Administración y el traslado al recurrente de la carga
de demostrar el “porque no”.

La calificación administrativa deberá acompañarse, pues, de una motivación razonada y


suficiente, para evitar que “la Administración llegue a descargar, en la práctica, la carga de la prueba
sobre el sujeto pasivo, mediante la simple imputación formal de la apreciación de formas abusivas, de
manera que sería el particular el que se encontraría frente a la necesidad de demostrar la inexistencia de
las mismas” (F. PÉREZ ROYO y A. AGUALLO).

En tercer lugar y por último, junto a las exigencias de coherencia y racionalidad en la


apreciación de los hechos, el resultado de la actividad calificadora de la Administración habrá de
situarse, con naturalidad –y según ya ha sido dicho- en el marco trazado por el legislador al determinar
el objeto del tributo, traducción normativa o “expresión legal de la capacidad económica a gravar por el
impuesto” (ALBIÑANA), y cualquiera que sea la forma en que aparezca definido por la ley. Pero de la
pereza del legislador para delimitar (normativamente) la materia imponible gravada , no hemos ahora de
ocuparnos.

5.- A MODO DE CONCLUSIÓN.

5.1.- El legislador en la Exposición de Motivos de la Ley 25/1995 justifica la “modificación de los


artículos referentes a la interpretación de las normas tributarias (…) eliminándose aquellos aspectos que
pudieran menoscabar el principio de seguridad jurídica, potenciando a la vez la lucha contra el fraude, al
dotar a la Administración de instrumentos legales acordes con los principios constitucionales …”. Pero
acaba rindiéndose a la evidencia: “Todo ello sin que suponga una limitación a la libertad de actuación de
los individuos para adoptar sus decisiones teniendo en cuenta las consecuencias tributarias …”.

5.2.- No es esta ocasión de pasar revista a “los instrumentos legales acordes con los principios
constitucionales ”, con los que la Ley 25/1995 dota a la Administració n para sin “menoscabar el principio
de seguridad jurídica”, potenciar “a la vez la lucha contra el fraude”. Sin embargo, un somero repaso de
los mismos permitirá verificar “las carencias del sistema antifraude establecido por la Ley General
Tributaria (FLORES ARNEDO).

El perfeccionamiento técnico de la regulación del fraude de ley en la misma redacción del


artículo 24 LGT, no ha conseguido despejar las incógnitas y problemas todavía pendientes, comenzando
por la inexistencia de una norma que regule el “expediente especial” que habrá de instruirse el efecto, y
sin que la ley haya precisado tampoco en qué debe consistir la “especialidad” del expediente. La vía del
artículo 24 LGT continúa siendo, pues, una “vía muerta”.

Por otra parte, la ambigüedad de la redacción del antiguo artículo 25.3, “había llegado a hacer
concebir a la Administración que en él se encontraba la legitimación jurídica de su actuación autónoma
en la consecución de su propio concepto de justicia tributaria” (D. MARTÍNEZ). El Tribunal Supremo llegó
a reconocer, en dicho precepto, la posibilidad de la interpretación económica de la normativa tributaria,
al afirmar que “la realidad social, como canon interpretativo, se traduce en el Derecho Tributario por el
principio de que para aplicar correctamente el precepto legal de acuerdo con el fin que le es propio, es
preciso proceder a la exacta valoración de la función económica de los hechos sociales a los que se
refiere la norma impositiva; principio que tiene su más acabada formulación técnica en la afirmación de
que es exigencia del Derecho impositivo que el impuesto sea aplicado a la relación económica o hecho
de tal naturaleza, teniendo como base, no tanto la forma jurídica dada por los sujetos o adoptada por

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aquél, como la efectiva relación subyacente, es decir, lo que se denomina interpretación funcional de la
norma tributaria y que se recoge en el artículo 25 LGT (…)” (STS de 5 de marzo de 1988, Ar. 1649).

Algunas Resoluciones del TEAC contribuyeron asimismo a desnaturalizar el alcance y


significación del referido precepto, reconociéndole a la Administración la potestad casi omnímoda de
recalificar en función del resultado económico obtenido, lo que le permite considerar realizado el
presupuesto de hecho del tributo siempre que se obtuvieron unos resultados económicos análogos a los
deducibles de los tipificados como imponibles por la ley. La utilización del artículo 25.3 LGT para
reaccionar por vía de simple (re)calificación administrativa de actuaciones en fraude de ley, sin acudir al
procedimiento contradictorio del articulo 24 LGT, supuso, de hecho, un fraude al fraude de ley
perpetrado (esta vez) por la propia Administración.

A través de esta vía, se procedía a la recalificación sin las garantías del procedimiento
contradictorio de declaración del fraude de ley. “La vía de la recalificación menos dificultosa y con
menores garantías expulsaba a la otra, más respetuosa de las garantías del contribuyente (…). En
presencia del artículo 24.2, con las garantías procedimentales expresamente consignadas en el mismo,
el recurso al método de calificación económica aparece simplemente como un subterfugio para eludir,
por parte de la Administración, el respeto a dichas garantías” (F. PÉREZ ROYO).

La supresión del artículo 25 se planteó en una Enmienda presentada por el Grupo Parlamentario
Catalán (CIU), argumentando que su “ambigüedad ha permitido a la Administración gravar aquellos
hechos que revelaran por sí mismos capacidad contributiva y prescindir de su efectiva tipificación por la
ley tributaria, lo cual cuestiona la seguridad del contribuyente”.

A partir de la reforma efectuada por la Ley 25/1995, el nuevo artículo 25 le confiere a la


Administración la facultad de apreciar la existencia de simulación “en los actos y negocios” y gravar el
hecho imponible “efectivamente realizado por las partes con independencia de las formas o
denominaciones jurídicas utilizadas por los interesados”.

Tal vez el “horror vacui” sea el que haya movido al legislador a rellenar el espacio del artículo
25 con este precepto, tomando acaso en consideración el contenido en el parágrafo 41.2 de la
Ordenanza Tributaria Alemana de 1977, según el cual “los negocios simulados y las actuaciones ficticias
son irrelevantes a efectos tributarios. Cuando mediante un negocio simulado se encubra otro negocio
jurídico, será el negocio encubierto el decisivo a efectos de tributación”.

En mi opinión, hubiera bastado con los mecanismos reaccionales que, a tales efectos,
contempla el Código Civil. Como escribe FLORES ARNEDO, “los negocios anómalos jurídico-tributarios
nacen en el seno del Ordenamiento privado, si bien para surtir efectos en el tributario. Cuando la
deformación es detectable antes de cruzar la frontera, será con las técnicas antifraude del Derecho
privado como podremos proceder a su neutralización; este Derecho, aunque no sea atacado por ellos,
pondrá a disposición del Tributario (siempre a instancias de éste) sus propios medios represivos. Así
ocurrirá en los supuestos de simulación”.

5.3.- En un intento de maximizar el “efecto útil” de un precepto que, en otro caso, se vería muy
mermado de utilidad, tal vez sea en el mandato del actual artículo 28.2 LGT donde haya que residenciar
la función calificadora que, en el ámbito de sus potestades de comprobación e investigación, se le
atribuye a la Administración para “exigir” (esto es, gestionar, liquidar y recaudar) el tributo “con arreglo
a la naturaleza jurídica del presupuesto de hecho definido por la Ley …”.

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Es evidente que en el actual procedimiento de gestión de los tributos, es al obligado tributario a
quien, en primer término, incumbe la tarea de declarar y calificar los hechos relevantes para la exacción
del tributo y, al mismo tiempo, de seleccionar e interpretar la normativa tributaria que rige su
establecimiento y aplicación. Pero, como advierte el artículo 121.1 LGT, “la Administración tributaria no
está obligada a ajustar las liquidaciones a los datos consignados en sus declaraciones por los sujetos
pasivos”; ni tampoco, obviamente, a la calificación y representación que de ellos ofrezcan los
interesados.

La presunción de certeza de lo declarado a la que se refiere el artículo 116 LGT, “con carácter
general, despliega sus efectos en dos direcciones: una, en relación con el propio contribuyente, que
queda vinculado por los datos o hechos que pone en conocimiento de la Administración tributaria (…);
(otra, en relación con esta última) en cuanto que queda obligada a iniciar el procedimiento liquidatorio,
practicando actuaciones tendentes a comprobar el hecho imponible y los datos suministrados por el
contribuyente (…). Esto quiere decir –concluye la Sentencia de la Audiencia Nacional de 5 de febrero de
1998- que la vinculación de lo declarado y la certeza de lo reflejado en la declaración se predica del
contribuyente, no impidiendo que la Administración pueda comprobarla, o deba actuar ciegamente,
sujeta a lo que el contribuyente exprese o manifieste” (F.J. 3º). Por ello, “la Administración comprobará
e investigará los hechos, actos, situaciones, actividades, explotaciones y demás circunstancias que
integren o condicionen el hecho imponible” (artículo 109 LGT).

Estas potestades de comprobación y (implícitamente) de calificación que se le atribuyen a la


Administración para exigir el tributo en los términos que ordena el artículo 28.2 LGT, se ejercen en un
procedimiento en el que (como “en todo procedimiento de gestión tributaria”) “se dará audiencia al
interesado antes de redactar la propuesta de resolución para que pueda alegar lo que convenga a su
derecho” (artículo 22.1 Ley 1/1998); y en el que los contribuyentes “podrán, en cualquier momento del
procedimiento (…) anterior al trámite de audiencia o, en su caso, a la redacción de la propuesta de
resolución, aducir alegaciones y aportar documentos y otros elementos de juicio, que serán tenidos en
cuenta por los órganos competentes al redactar la correspondiente propuesta de resolución” (artículo 21
Ley 1/1998). Derecho a formular alegaciones y trámite de audiencia que, desde luego, se reconoce tanto
en el procedimiento de comprobación abreviada de los órganos de gestión (artículo 123.3 LGT), como en
el de comprobación inspectora (artículo 49.2.f) Reglamento General de la Inspección de los Tributos).

Y, como es sabido, el resultado de esta actividad calificadora y comprobadora de la


Administración (desplegada en el seno de un procedimiento contradictorio) puede ir desde el “Acta de
comprobado y conforme” en la que “la Inspección estima correcta la situación tributaria del sujeto pasivo
…” (artículo 52.1 RGIT), y el Acta de regularización de la situación tributaria de la que “resulte una
cantidad a devolver al interesado …” (artículo 53.1 RGIT), hasta las más frecuentes Actas con
descubrimiento de deuda a favor del Tesoro.

De todo ello lo que interesa resaltar es que la regularización de la situación tributaria que la
Administración estime procedente, podrá consistir tanto en la “revisión” administrativa de los valores
consignados por el contribuyente, como en la “recalificación” de los “hechos” representados y calificados
por el propio contribuyente en su declaración -liquidación, como, en fin, en la “rectificación”
administrativa de la interpretación y aplicación de las normas efectuada por aquél en el cumplimiento de
sus obligaciones tributarias.

Bastaría para garantizar los derechos del contribuyente y los de la propia Hacienda Pública, con
que el acto administrativo que procediera a “recalificar” tributariamente los “hechos” (situaciones, actos,
negocios o relaciones jurídicas) representados (calificados) por el contribuyente en su declaración-

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liquidación, fuera un acto independiente del acto de liquidación y, por lo mismo, susceptible de
impugnación autónoma, y, “lo que es más importante (como advierten las Sentencias de la Audiencia
Nacional de 11 de junio de 1996 y de 7 de octubre de 1997, en relación con los actos administrativos
por los que se aprueban las comprobaciones de valor) de abrir un debate contradictorio con objeto de
fijar con exactitud el valor del bien (versus la calificación del hecho) sujeto al Impuesto, que si bien no
debe ser siempre y en todo caso el señalado por el interesado, tampoco puede ser sin más el que la
Administración determine”.

5.4.- “Ante la posición ciertamente nolitiva de la Administración tributaria en cuanto al fraude


de ley …”, y la “vía muerta” en la que continúa varado el artículo 24 LGT, tal vez sea lo más sensato
dejar hablar al artículo 6.4 del Código Civil; pues, como escribe ALBIÑANA, “el fraude de ley cuenta con
doctrina suficiente para garantizar los derechos de la Hacienda Pública y de los contribuyentes en un
plano en que la Administración tributaria no necesita de facultad exorbitante alguna”.

Gabriel Casado Ollero.


Catedrático de Derecho Financiero y Tributario.
Universidad Complutense de Madrid.
Abogado.

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