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1.- INTRODUCCIÓN.
La amplitud y vagueda d del título que encabeza esta colaboración exige, en primer lugar y ante
todo, delimitar sumariamente su significado para acomodar el contenido de estas páginas al tema
monográfico del presente número del Boletín, sin incurrir en más solapamientos que los inevitables con
el resto de las colaboraciones que lo integran. En segundo lugar, acotado el alcance de aquéllas, se
requiere una somera referencia al método seguido en su desarrollo y redacción.
1.1.- El mal llamado “principio de calificación” no es, en mi opinión, ningún principio sino una de
las funciones que inevitablemente debe desempeñar la Administración fiscal en el ejercicio de las
potestades que le confiere el Ordenamiento para la gestión de los tributos. A fin de cuentas estas líneas
tratan – y ese es su objetivo genérico – de la función calificadora de la Administración en el actual
procedimiento de aplicación de los tributos; y, en particular, de las posibilidades y de los límites de la
calificación administrativa como mecanismo de control y de reacción frente a la elusión fiscal y al fraude
de ley en materia tributaria.
En las líneas que siguen se aspira a exponer, con la claridad (doblemente exigible en un foro de
Abogados) que se me alcance, las líneas esenciales que, a modo de premisas unas veces y de
afirmaciones conclusivas otras, permitan explicar cuál es, en mi opinión, el estado actual de los
principales problemas debatidos y, en lo posible, algunas claves que tal vez contribuyan a despejar su
solución.
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Tampoco aquí hay nada nuevo bajo el sol. Tan difícil resulta, por ello, no escribir de lo ya (hace
décadas) escrito como, sobre todo, alcanzar a “crear sobre lo (ya entonces) creado” (SÁINZ DE
BUJANDA).
2.2.- Resulta, pues, que en todo este proceso de sucesiva concreción y especificación del deber
de contribuir, abstracta y genéricamente formulado en el texto constitucional, hay dos fases que
resultan ineludibles. Consiste la primera en la emanación de las normas en las que el legislador, en
ejercicio de su libertad de configuración, decide las manifestaciones de capacidad económica que
someterá a tributación así como la intensidad de su gravamen; procediendo a la selección (tipificación)
de los objetos, sujetos, cuantía y condiciones de la imposición. Pero, tras la previsión normativa, el
segundo y también decisivo momento de concreción e integración del mandato legal se produce cuando
las normas entran en contacto con los hechos que desencadenan su actuación; fase esta de aplicación
en la que el Derecho pone a prueba su vigencia (real) en la medida en que se alcance o no el
cumplimiento y, con él, la realización de las abstractas previsiones legales. Parece, por otra parte,
innecesario advertir que la realización de la justicia en la imposición no depende sólo de la correcta
formulación de las leyes tributarias sustantivas o, más genéricamente, de la existencia de normas que
respondan a criterios de justicia material, sino también de que tales normas resulten efectivamente
aplicadas. “La justicia tributaria es un principio global, es decir, no se agota en la producción de normas
y llega hasta los aspectos terminales y administrativos” (R. CALVO); debiendo lucir y penetrar asimismo
en la fase de aplicación.
2.3.- En lo que ahora interesa, hemos de centrar nuestra atención en la actividad calificadora
que, en el actual procedimiento aplicativo de los tributos, deben efectuar, en primer término, los
particulares, obligados tributarios (melius, interesados) y, acto seguido (en funciones de comprobación
y control), los órganos de la Administración, en el cumplimiento, aquéllos, de sus deberes (y derechos)
tributarios y en el ejercicio, éstos, de sus funciones y potestades de gestión y control del tributo y de
reacción frente al incumplimiento y la evasión fiscal.
Y para hacer avanzar la exposición hasta el punto en el que, en pocas líneas, pretendemos
situarla, conviene arrancar de las siguientes premisas y dejar establecidas las afirmaciones que siguen.
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En el conjunto de operaciones lógicas que conducen a la aplicación de cualquier norma jurídica
interviene una actividad cognoscitiva dirigida a descubrir el sentido y alcance de la norma (“Interpretar –
escribe L. MARTÍN RETORTILLO - es determinar el alcance jurídico de una norma”) con el fin de trasladar
el Derecho (formalmente) vigente a la realidad (BETTI).
Siendo la ley –como observa CARNELUTTI- “una hipótesis a verificar o, en otros términos, un
concepto que se debe confrontar con un hecho”, la norma sólo comienza a “existir” cuando se la hace
entrar en contacto con hechos realmente existentes y no tipificadamente supuestos (A. OLLERO). De ahí
que la comprensión del verdadero sentido jurídico de un texto legal sólo se alcanza al ponerlo en
relación con el contexto (normativo, pero también fáctico) que lo hace significativo. Resulta, pues, que si
la norma sólo dice el Derecho al ponerse en contacto con los hechos, existe una actividad ineludible en el
proceso de aplicación normativa que consiste en identificar y calificar los hechos realmente acaecidos
(comprobados) para compararlos con la hipótesis abstracta prevista en la norma. Por ello, la aplicación
consiste en la individualización, investigación y formulación de la norma para un caso dado: la
declaración en concreto del Derecho (GIERKE). La aplicación del Derecho exige, pues, “un perfecto
conocimiento de los hechos a juzgar en todas sus circunstancias (“ quaestio facti”) y un no menor
conocimiento de la norma aplicable (“quaestio iuris”) para someter aquéllos a ésta declarando en
concreto la norma que les debe regir (subsunción)” (CLEMENTE DE DIEGO).
Se cuestiona, por ello, que la norma sea el único objeto de la interpretación y se resalta “la
importancia de los hechos en la aplicación del Derecho y su influencia en a
l propia selección de las
normas que sobre ellos van a desplegar efectos … Cada hecho puede ser subsumido en distintas
hipótesis normativas, (de forma que) la selección de la norma depende también de la interpretación de
los hechos, (habida cuenta de que) unos mismos hechos pueden ser diversamente calificados por
distintas normas jurídicas” (R. NAVAS). Es cierto que la questio facti concierne a los hechos
jurídicamente calificados, y no a los hechos brutos (en función de su existencia meramente factual), al
ser el Derecho el que define lo que constituye el hecho con relevancia jurídica, pero ello “no implica ni
permite confusiones entre hecho y Derecho, y mucho menos autoriza a privar de autonomía al hecho
para diluirlo y anularlo en la genérica dimensión jurídica de la controversia” (M. TARUFFO).
Siendo numerosas las normas en las que se da un gran automatismo entre la calificación fáctica
y la jurídica, habrá automatismo en la calificación (jurídica) si previamente se ha determinado la
situación de hecho y resulta que en muchos casos la previa determinación de los hechos “prejuzga” la
calificación jurídica, pues, como escribe ALONSO OLEA, “la aplicación del Derecho no es sino la
subsunción del supuesto de la realidad en el supuesto de hecho previsto por la norma, y, en este
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sentido, en cuanto se haya dicho que el supuesto real coincide con el supuesto normativo, en buena
medida se ha dicho también, se ha prejuzgado, cuál es la calificación jurídica del hecho”. De ahí que este
proceso calificatorio que comienza con la fijación e identificación de los hechos, sea “crucial en la
aplicación del Derecho, pues es precisamente a través del mismo como procede la elección de la
normativa rectora de los problemas” (ROSEMBUJ).
2.4.- No es esta ocasión para demorarse a considerar si la calificación constituye una actividad
distinta o indistinguible de la interpretación y si, en el primer caso, aquélla representa una actividad
previa o subsiguiente a la interpretación de la norma. Opiniones doctrinales hay para todos los gustos.
En la nuestra, calificación e interpretación son dos operaciones intelectuales sólo diferenciables en un
plano ideal o abstracto por cuanto que, en la realidad, se hallan íntima y dialécticamente relacionadas
(PALAO): tanto la interpretación como la calificación forman parte del proceso de comprensión del
alcance y del sentido jurídico de la norma en su proyección y aplicación al caso concreto. La
caracterización en términos jurídicos, esto es, “desde el Derecho” (RAMALLO), de una situación fáctica,
de un supuesto real, para reconducirlo a alguna de las categorías tipificadas en la hipótesis normativa,
“no puede ocultar una cierta naturaleza mixta, comportando a la vez la apreciación del hecho y una
apreciación jurídica, puesto que se trata de <<calif icar>> un hecho, determinar si entra o no en la
categoría jurídica” (ROSEMBUJ).
En ese “ir y venir de la mirada entre la norma y el supuesto de la realidad” (ENGISCH) que
caracteriza la tarea aplicativa del Derecho, la interpretación es una operación intelectual que parte de la
previsión abstracta de la norma (hipótesis legal) para trasladarla al caso concreto; la calificación
representa el proceso jurídico inverso: el paso de lo concreto (el hecho real, comprobado) a lo abstracto
(hipótesis normativa); el tránsito de la realidad fáctica a la norma jurídica. El punto de encuentro entre
la hipótesis normativa y el hecho real se establece con la subsunción o el “encasillamiento” jurídico del
factum; esto es, la operación a través de la cual el hecho real (identificado y comprobado: “calificado”)
se reconduce y encaja en alguna de las categorías normativas abstractamente tipificadas en el
presupuesto legal, cuya comprensión y alcance en el caso concreto se establece en virtud de la
interpretación.
Por ello, “la interpretación – advierte, con razón, JARACH – tendrá como objetivo tanto la
identificación del hecho real con la hipótesis definida por la ley, como la determinación del alcance de la
descripción del hecho abstracto para verificar su coincidencia con el hecho concreto”.
De ahí que interpretación legal y calificación de los hechos no sean fenómenos diferentes, sino
dos aspectos del mismo fenómeno (TIPKE), al ser difícil separar “el hecho” y “el derecho” en un caso
concreto (GARCÍA TREVIJANO). El intérprete , en un proceso de “aproximación sucesiva”, necesita “ir y
venir de los hechos a las normas” (o, en los términos de CARNELUTTI “del hecho al concepto ”) hasta que
selecciona la que considera aplicable y le sirve para calificar los hechos.
2.5.- La aplicación de las normas tributarias no plantea problemas radicalmente distintos de los
que se presentan en otros sectores del Ordenamiento; de modo que ninguna singularidad ni peculiaridad
debiera ofrecer, desde esta perspectiva general, el procedimiento conducente a la aplicación y
efectividad del Derecho Tributario más allá, naturalmente, de las que le vienen dadas –al igual que
sucede con el Derecho Penal- por su condición de “Derecho relativo a los presupuestos de hecho” (A.
HENSEL). Se advierte, por ello, que “algunas cuestiones que se juzgan peculiares del Ordenamiento
tributario hacen referencia a la calificación, valoración o puntualización del supuesto de hecho (…), (de
ahí) que las dificultades que de modo específico presenta la aplicación de las normas tributarias surgen
en torno al supuesto de hecho” (ALBIÑANA).
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Se comprende, de este modo, que la atención de la doctrina y del legislador tributario se haya
venido polarizando sobre la aplicación de la más caracterizadora de las normas que integran esta parcela
del Ordenamiento jurídico: aquellas que tipifican hechos imponibles.
No pasa inadvertida, desde luego, la significación que tradicionalmente han tenido este tipo de
normas generadoras de obligaciones tributarias y, entre ellas, la determinante de la “obligación
tributaria principal” (ex artículo 35 de la Ley General Tributaria), en un sector del Ordenamiento jurídico
como el Derecho Tributario cuyo cometido fundamental, en cuanto Derecho de la recaudación (M.
CORTÉS), no es otro que el de establecer prestaciones tributarias y exigirlas.
También para los mercantilistas estuvo siempre clara la pura consideración fáctica que para la
ley tributaria tienen (en cuanto presupuestos objetivos) los actos y negocios del tráfico jurídico. R. URÍA
afirmaba, ya en 1944, que “el Derecho fiscal, buscando esencialmente la certeza del impuesto, no actúa
sobre actos o negocios jurídicos, sino sobre realidades de hecho subyacentes que constituyen el
substrato económico de esos actos o negocios. Son las situaciones de hecho, y no la forma jurídica que
las recubre, lo que el Derecho fiscal tiene presente en la aplicación de sus normas … Quiere alejarse, así,
el Derecho fiscal de los peligros del dogmatismo, que a cada paso acechan en el campo del Derecho
privado, para acercarse en lo posible a la realidad de los hechos y de las declaraciones económicas
sometidas a su esfera de dominio”. “Cualquier modificación que el legislador tributario introduzca en las
relaciones jurídicas subyacentes – escribiría, más tarde, J. GARRIGUES – no tiene efectos
extratributarios, es decir, no afecta a tales relaciones más que en la medida en que constituyen
presupuestos de hecho de los tributos. Quiere esto decir que la ley fiscal no penetra en la entraña
jurídica de la relación de que se trate, sino que se limita a configurar esta última como hecho que genera
la obligación tributaria”.
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terreno meramente procedimental o aplicativo, como reflejo de la “obligación” que incumbe a la
Administración de respetar las normas y las formas a tal fin establecidas.
2.6.- Con independencia de las causas que condujeron a este resultado, lo cierto es que la
actividad interpretativa y calificadora necesaria para la actuación y aplicación de la norma tributaria, se
ha venido identificando y reduciendo a los problemas de interpretación de las normas reguladoras del
hecho imponible y a la significación y alcance de las reglas o criterios de calificación de los actos o
negocios jurídicos en los que “consista” (artículo 25.2) el hech o imponible, así como de los “conceptos
económicos” a los que atienda su delimitación (artículo 25.3, ambos en la primitiva redacción de la
L.G.T.). Hasta el punto de que no es exagerado afirmar que “las teorías sobre la interpretación de las
leyes tributarias son, generalmente, más que eso, teorías sobre la calificación de hechos” (PALAO) …
imponibles.
Nadie discute que la LGT fue el resultado de un laborioso proceso (la Comisión redactora de su
Anteproyecto mantuvo alrededor de cien reuniones, entre el 14 de julio de 1961 y el 31 de mayo de
1963) que contribuyó decisivamente a la normalización y “racionalización jurídica de la realidad
tributaria” (GARCÍA AÑOVEROS). El precepto contenido en su artículo 23.1, una vez suprimido tras el
debate parlamentario el inciso final que figuraba en el Proyecto (“… y teniendo en cuenta su finalidad
económica y los principios de justicia que las inspiran”), “contiene una declaración de normalidad jurídica
para el Derecho Tributario. Se rechazan al mismo tiempo tanto las doctrinas basadas en la odiosidad de
las normas fiscales, que exigen una interpretación restrictiva de esta rama del Ordenamiento, como
todas las tesis economicistas que propugnan el abandono de la prioridad del texto de la norma a favor
de independientes valoraciones del fenómeno impositivo y de las funciones que realiza en la aplicación
del Derecho” (D. MARTÍNEZ). Sin embargo, la “normalización interpretativa de las normas tributarias en
relación con el resto del Ordenamiento” (J.J. BAYONA y Mª.T. SOLER), que se alcanzó a partir de lo
dispuesto en el artículo 23.1 de la L.G.T., no llegó a producirse respecto de las normas de calificación, ni
en la redacción inicial ni tampoco ahora, en el último “arreglo” de la LGT, tras las modificaciones
introducidas por la Ley 25/1995.
2.7.- Aun llega más lejos la actual redacción de estos preceptos de la LGT, de los que se
suprime toda referencia a la actividad calificadora en el proceso de interpretación y aplicación de las
normas tributarias. Acaso porque el legislador, persuadido del poder taumatúrgico de las palabras, lo
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mismo cree que sobra con acuñar una palabra para, ex nihilo, crear una realidad inexistente que, como
en este caso, basta con suprimirla para eliminar un problema del que no sabe qué hacer: el de la
calificación jurídica (desde el Derecho) de los supuestos de hecho determinantes de la aplicación del
tributo, conforme a los términos descritos y queridos por la ley.
En efecto, el artículo 28.2 que sucede al antiguo 25.2 LGT, evidencia en su ubicación y
redacción actual, que el legislador, de una parte, continúa reduciendo la actividad calificadora al hecho
imponible aunque el precepto aluda al “presupuesto de hecho definido por la ley”; mientras que, de otra,
nada dice re specto de la calificación de aquellos presupuestos de hecho que el legislador define o
delimita “atendiendo a conceptos económicos”.
En la actual redacción del artículo 28.2 LGT llama la atención –escribe ALBIÑANA - que todo
“presupuesto de hecho definido por la ley” tenga “naturaleza jurídica”; pues una cosa es que quepa el
análisis jurídico del hecho imponible y otra muy distinta que los hechos-no jurídicos tengan naturaleza
jurídica, como si las definiciones legales impregnaran de juridicidad todo lo definido.
Lo que, en definitiva, significa que habrá que estar a la delimitación y caracterización que el
legislador efectúe de cada hecho imponible (legal) para calificar, con arreglo a ella, los hechos
imponibles reales. Como señala el Tribunal Supremo en Sentencia de 18 de mayo de 1994 (RJ
1994/3519), “parece evidente que el <<hecho imponible>>, por lo general, se configura como un
verdadero <<supuesto de hecho>>, es decir, aquel haz de hechos y también de derechos que a su vez
se constituyen en soporte del Derecho (…) Rara vez el hecho imponible está constituido por simples
hechos o por puros negocios jurídicos, de forma que la distinción que se contiene en el artículo 25
(antiguo) de la LGT entre la naturaleza jurídica o económica del hecho imponible, ha de predicarse del
elemento fáctico o del elemento jurídico que prevalezca en el hecho imponible, y, en ambos casos,
exigirse el impuesto con arreglo a la verdadera naturaleza que tengan uno u otro ”.
Por ello observa ALBIÑANA que “si todos los hechos imponibles (reales) se van a reconducir a
los “hechos”, aunque aquellos estén expresados en términos jurídicos, hubiera sido preferible referirse a
su “ naturaleza”, no a su “naturaleza jurídica”, como se hacía en el Reglamento Provisional del Impuesto
de Derechos Reales y Transmisiones de Bienes de 1881, en cuyo artículo 34 se declaraba que “el
impuesto se exigirá con arreglo a la verdadera naturaleza del acto o contrato liquidable, cualquiera que
sea la denominación que las partes le hayan dado”.
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general, la consideración de la realidad económica, para utilizar puntos de vista económicos si la propia
ley no lo manifiesta de forma suficiente.
“No se trata, por tanto –escribe V.E. COMBARROS- ni de prescindir del presupuesto de hecho
para hacer prevalecer la realidad económica, ni de ampliarlo para incluir dentro del mismo situaciones
que la ley no contempla. Se trata, lisa y llanamente, de determinar cuál es la finalidad perseguida por el
legislador, es decir, presuponiendo normalmente el gravam en de una capacidad económica, hay que
averiguar qué manifestación concreta de dicha capacidad quiere someter a imposición y bajo qué
condiciones (…). No se trata tanto de hacer prevalecer la situación económica sobre la configuración
jurídica del hecho imponible como de precisar a través de la interpretación (y, añadimos nosotros, de la
calificación tributaria) –y siempre desde el punto de vista de la ley correspondiente - cuál es el sentido
que el legislador ha atribuido a los caracteres conformadores del hecho imponible ”.
2.8.- Y, dicho esto, interesa, desde ahora, anotar la tenaz –e incomprensible- resistencia que,
desde su primera formulación, opuso la Ley General Tributaria a la distinción de las dos tareas
inherentes al proceso aplicativo de cualquier norma jurídica: la calificación de los hechos y la
interpretación de la norma. Ni la LGT acierta a “desdoblar supuesto de hecho y norma jurídica”, ni la
doctrina ha querido distinguir –observa ALBIÑANA - “la calificación de los supuestos de hecho
generadores de las obligaciones tributarias, respecto de la interpretación de las normas jurídicas en la
aplicación de los impuestos”.
Junto a ello, hay que dejar ya constancia del doble planteamiento reduccionista con el que el
legislador tributario continúa –implícitamente - concibiendo la actividad de calificación de hechos con
trascendencia tributaria.
“Los tributos –señala F. FICHERA- tienen la particularidad de que no se concretan en una norma
jurídica o en un presupuesto de hecho simple, según el cual a un hipotético hecho le corresponde un
determinado efecto; sino que más bien los tributos están integrados por un elevado número de
presupuestos de hecho a los que el Ordenamiento asigna determinados y específicos efectos, que a su
vez aparecen concatenados secuencialmente entre sí. Resulta, pues, que el an y el quantum del tributo
dependerán de la conexión y de las relaciones que se establezcan entre los diferentes presupuestos
normativos. Así ocurre, por ejemplo, en el IRPF o en el IVA, en los que, sólo tras la secuencia y
concatenación de las distintas determinaciones positivas y negativas, se alcanza la cuota a pagar (…) Si
consideramos los diversos elementos de la estructura del tributo en la secuencia que (partiendo del
hecho imponible y a través de la determinación de la base y de la aplicación del tipo) conducen a la
fijación de la prestación debida, podemos observar que las distintas fases o etapas de la sucesión lógica
y normativa que establecen desde el an al quantum de la prestación, están constituidas por
delimitaciones positivas y negativas del hecho imponible; componentes activos y pasivos que concurren
en la formación de la base; diferenciaciones entre los tipos de gravamen y determinaciones positivas o
negativas de la cuota tributaria. Es decir, concluye FICHERA, los diferentes institutos que conforman los
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elementos estructurales del tributo se coordinan secuencialm ente, a través de adiciones y sustracciones
orientadas al resultado final: la determinación de la prestación debida”.
Resulta, por ello, evidente que en la actual configuración jurídica del tributo como instituto
jurídico complejo, el conjunto de situaciones jurídicas (activas y pasivas) que surgen de su aplicación,
así como las “determinaciones positivas y negativas” y los elementos estructurales (aditivos y
sustractivos) que sirven para cuantificar las diferentes prestaciones tributarias, no derivan ni se
contienen exclusivamente en el hecho imponible, sino en la sucesión de presupuestos normativos desde
los que igualmente habrá que calificar la secuencia de hechos (asimismo aditivos y sustractivos)
relevantes para la aplicación del tributo . De ahí la creciente importancia de los “problemas de hecho en
la aplicación de los impuestos ” y, en concreto, el renovado protagonismo que adquiere la fijación y
calificación administrativa de los hechos en la aplicación de la normativa tributaria. “En cuanto al
supuesto de hecho –advertía hace más de treinta años ALBIÑANA- la actuación de la Administración
tributaria se proyecta en una triple dirección: a) comprobación de su existencia y dimensión; b)
valoración de sus elementos integrantes, y c) calificación a efectos de aplicación de la norma”.
2.9.- Pero no hay que perder de vista, en fin, dos observaciones de especial importancia.
Primera, que la función cognoscitiva y calificadora de la Administración ni se limita a los hechos
determinantes de la existencia y cuantía de las distintas prestaciones tributarias, sino que se extiende,
genéricamente, a todos los hechos fiscalmente relevantes para la gestión de los tributos, esto es, a “los
hechos que interesan al actual sistema tributario” (I. ESPEJO). Y segunda, que el verdadero objeto de la
actividad cognoscitiva y calificadora de la Administración es la realidad de los hechos efectivamente
producidos, y no la representación que de ellos proporciona el contribuyente a través de sus
declaraciones tributarias y de su documentación contable (S. LA ROSA).
3.1.- Entre los diferentes factores que, históricamente, vienen condicionando el contenido y la
función de la actividad administrativa tributaria, tal vez sea uno de los más relevantes la evolución del
sistema tributario sustantivo y de la propia realidad económica sobre la que se proyecta.
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una Administración limitada a la mecánica ejecución de las decisiones legislativas, a una Administración
(“refugio de las contradicciones sociales”) que asume la función de árbitro entre los intereses
individuales y sociales, tanto en el momento de la elaboración de la norma tributaria como en el
momento de su efectiva aplicación.
3.3.- La calificación de los hechos que interesan al actual sistema tributario constituye una
función estrechamente relacionada con la actividad cognoscitiva de la Administración, que primero tiene
que obtener conocimiento (por “declaración” del propio interesado o por “suministro” o “captación”) de
los hechos, datos y elementos fiscalmente relevantes para, acto seguido, calificarlos. Pero lo que sucede,
de una parte, es que, tanto la actividad cognoscitiva como la calificadora de la Administración se han
venido concibiendo (implícitamente) como actividades funcionalmente vinculadas y dependientes del
procedimiento de comprobación; mientras que, de otra, la función comprobadora de la Administración se
ha ceñido explícitamente a “los hechos, actos, situaciones, actividades, explotaciones y demás
circunstancias que integren o condicionen el hecho imponible” (artículo 109 LGT); con la particularidad,
en fin, de que la Administración tributaria continúa estando más preparada o, al menos, (pre)dispuesta a
comprobar los “hechos” declarados que a investigar los omitidos o, simplemente, silenciados por los
contribuyentes.
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de las obligaciones tributarias), sino también de control y de policía fiscal, y que sólo se materializan
formalmente para suplir la actuación del obligado tributario, para integrarla cuando parezca insuficiente
o para regularizarla o sancionarla , en fin, cuando resulte irregular. La liquidación administrativa pasa así
de la fisiología del procedimiento de gestión, a su patología (esto es, al funcionamiento anormal del
sistema), en la medida en que en todos estos supuestos la liquidación se presenta como reacción frente
a las omisiones e irregularidades cometidas por el obligado tributario en el cumplimiento de sus deberes
de prestación y, como consecuencia de ello, incorpora, junto a la cuota tributaria en sentido estricto,
otros conceptos (intereses y recargos) derivados de tales incumplimientos.
El resultado de todo este proceso conduce a un doble orden de indeseables -y, en nuestra
opinión, erróneas- consecuencias. La primera, limitar la función y las posibilidades cognoscitivas de la
Administración tributaria a cuanto fuese necesario “para la liquidación del tributo y su comprobación”. La
segunda, limitar la función comprobadora a “los hechos … que integren o condicionen el hecho
imponible” (artículo 109.1 LGT) y a los “actos, elementos y valoraciones consignados en las
declaraciones tributarias …” (artículo 109.2 LGT).
No es este lugar para entrar en el debate y desarrollo de las consideraciones que anteceden,
pero acaso no debieran echarse en saco roto a la hora de afrontar los desafíos y los reajustes que la
globalización económica obligará a efectuar no sólo en las estructuras impositivas, sino, en lo que ahora
interesa, en los esquemas organizativos y funcionales de una Administración tributaria hasta ahora
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acostumbrada a “tratar” con contribuyentes residentes y a obtener información de obligados tributarios
identificados y localizados en su propio ámbito territorial.
A la “dificultad de gestionar, controlar y recaudar una exacción que pagan contribuyentes sin un
contacto permanente con el territorio español”, a la que alude la Exposición de Motivos de la Ley
41/1998, y para la que habrá que arbitrar un sistema flexible (y permanente) de requerimiento e
intercambio de información entre diferentes Administraciones fiscales nacionales; hay que añadir la
dificultad de controlar adecuadamente las transacciones económicas que, con base en las nuevas
tecnologías de la comunicación, se efectúan entre diferentes jurisdicciones fiscales, agravado todo ello
por el hecho de que el acceso (masificado) de contribuyentes a tales operaciones y transacciones
internacionales, provoca un fenómeno de desintermediación y deslocalización que, a buen seguro,
terminará afectando a los tradicionales mecanismos de captación (y suministro) de datos y de obtención
de información tributaria por la Administración.
3.5.- Sin adentrarnos aquí en tales derivaciones, baste afirmar que la actividad cognoscitiva y
calificadora de la Administración ni se circunscribe o agota en la función de comprobación tributaria (con
la que normalmente se identifica), ni resulta funcionalmente dependiente de ella, sino que se trata más
bien de una actividad previa y necesaria para la aplicación y actuación de la norma tributaria, en cuanto
orientada a la identificación y calificación de los hechos que “despierte(n) y concrete(n) la eficacia
yacente y abstracta de la ley” (NUÑEZ LAGOS); en definitiva, a la fijación de los hechos con
trascendencia tributaria relevantes para la gestión del actual sistema fiscal. Por ello dicha actividad
resulta inherente al ejercicio de cualquiera de “las funciones de la Administración en materia tributaria
(…) en sus dos órdenes: de gestión, para la liquidación y recaudación, y de resolución de reclamaciones
(…)” (artículo 90 LGT). Y también al ejercicio de otras funciones de “informe y asesoramiento” (artículos
2. h); 9. d) y 14 del Reglamento General de la Inspección de los Tributos) y, en particular, al desarrollo
de la actividad informativa, asistencial y “facilitadora” (del ejercicio de los derechos y cumplimiento de
las obligaciones del contribuyente) que se refuerza con la entrada en vigor de la Ley de Derechos y
Garantías (artículos 3. a); 5; y 20 Ley 1/1998).
A estos efectos, resulta elocuente que el único precepto donde la LGT alude -con
naturalidad- no a la calificación “jurídica” ni a la “económica”, sino a la “calificación tributaria” sea el
artículo 107 (y ahora también el artículo 8 de la Ley 1/1998), al regular el derecho de los interesados a
“formular a la Administración consultas debidamente documentadas respecto al régimen, la cla sificación
o la calificación tributaria que en cada caso les corresponda”; expresando “los antecedentes y
circunstancias del caso, las dudas que suscite la normativa tributaria aplicable (y) los demás datos y
elementos que puedan contribuir a la formación del juicio por parte de la Administración tributaria”.
De ahí que la contestación a la consulta formulada deba contener la “calificación tributaria” que
la Administración estime procedente a la vista del supuesto de hecho en ella descrito y de la
interpretación (administrativa) de la norma jurídica que, en función de aquél se considere aplicable.
Calificación tributaria (“hechos” y “norma”) de la que la propia Administración podrá apartarse,
normalmente en el procedimiento de comprobación, bien “recalificando ” el supuesto de hecho
comprobado, o bien “reinterpretando ” la norma jurídica, acogiéndose a una interpretación diferente de la
ofrecida en la contestación; y todo ello con las consecuencias de exención de responsabilidad previstas
en los artículos 107.2 LGT y 5.2 de la Ley 1/1998, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes.
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la situación tributaria reflejada por el contribuyente en su declaración-liquidación. Aunque, como
dejamos dicho, la actividad calificadora de la Administración no se agota en la comprobación tributaria,
parece evidente que la actuación comprobadora dirigida a “constatar la real y única existencia de los
hechos imponibles declarados (…) (y, en general, de los hechos con trascendencia tributaria), encierra
en su esencia una inevitable tarea de calificación jurídica de hechos” (FERNÁNDEZ LÓPEZ).
En definitiva, puede concluirse, con ARIAS VEL ASCO, que la actividad de comprobación
tributaria comprende el conjunto de “operaciones lógicas, aritméticas y de calificación jurídica que
conducen a la subsunción de los elementos fácticos aportados a través de la declaración y de la actividad
administrativa, bajo los supuestos legales a los que la norma tributaria atribuye determinados efectos
jurídicos”. El objeto de la actividad calificadora y comprobadora de la Administración es, pues, la realidad
de los hechos acaecidos para compararlos con la hipótesis abstracta prevista en la norma; y en ello
consiste, cabalmente, la aplicación del tributo para la que “se hace necesario conocer previamente la
legislación (el hecho abstracto y general contemplado por la ley) y la realidad (el hecho concreto y
específico)” (A. MANTERO).
4.1.- Desde luego que son las exigencias de la legalidad en la imposición y de la capacidad
económica que la legitima, las que establecen las posibilidades y los límites de la función calificadora de
la Administración en la aplicación de la norma y en la comprobación y control de su cumplimiento por los
obligados tributarios. “La autonomía estructu ral del Derecho Tributario y la imperiosa necesidad de una
descripción específica de los hechos imponibles, son corolario de la presencia trascendente, coercitiva,
legitimante del principio de capacidad económica. Toda la realidad social ha de ser enfocada y abstraída
desde el prisma de la capacidad económica o contributiva, si de la exacción de los tributos se trata …”
(ALBIÑANA); al ser la capacidad económica “el fundamento del hecho imponible, el definitivo porqué a la
existencia misma de la obligación tributaria, es decir, el fundamento mismo de la existencia justa del
tributo” (M. CORTÉS).
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“La legalidad –escribe A. NIETO - es un principio normativo y, por ende, forma parte del Derecho
objetivo. Pero, por otro lado, y como sucede de ordinario, de este Derecho objetivo se deriva uno de
índole subjetiva, que consiste en el derecho a exigir que sea respetada tal legalidad”. Esta perspectiva
de la legalidad como derecho no ha sido suficientemente desarrollada, ni doctrinal ni
jurisprudencialmente, en nuestro ámbito tributario, a diferencia de lo que ha venido sucediendo en otros
como, desde luego, el propio del Derecho penal y sancionador. Y la verdad es que esta manifestación de
la legalidad tributaria como derecho del ciudadano para nada resulta novedosa. Hace ya cuarenta años
que la apuntaba –al igual que tantas otras ideas que hoy pasan por originales o inéditas- SÁINZ DE
BUJANDA, al advertir que cuando el Estado señala imperativamente la extensión de las prestaciones
pecuniarias de sus súbditos, estos adquieren paralelamente el derecho a que no se les exija más que
aquello a lo que legalmente vienen obligados.
“El deber tributario de los ciudadanos no es otra cosa que el deber de sujeción a las leyes y al
Ordenamiento, es decir, al Derecho” (GARCÍA AÑOVEROS); de ahí que una de las garantías del
ciudadano frente al deber de contribuir consista, precisamente, en su derecho a hacerlo “con arreglo a la
ley”. El artículo 31.3 CE, al prescribir que sólo con arreglo a la ley podrán establecerse prestaciones
personales o patrimoniales de carácter público, está asimismo reconociendo, como reverso del deber de
contribuir, el derecho constitucional del ciudadano a un tributo legal; esto es, el derecho a no ser
gravado con detracciones patrimoniales que no se fundamenten en la ley o, lo que es igual, que
desborden el marco de la ley.
En cualquier caso lo que, a nuestros efectos, parece obvio es que “el deber de pagar el
impuesto … en el modo, condiciones y cuantía establecidos por la Ley …”, comporta, el derecho de no
hacerlo más allá del contenido, esto es, de los límites trazados en la propia ley.
Aunque no acostumbre a repararse en ello, ante “la idea –incluso el preconcepto - de que la
imposición única y necesariamente se conecta con situaciones de deber, sujeción y obligación, y no
también de derechos, facultades y poderes” (LA ROSA), no puede perderse de vista que “la cualidad de
contribuyente constituye para el ciudadano fuente de importantes derechos subjetivos” (PAOLOZZI). En
efecto, la condición de sujeto pasivo determina “una doble y opuesta consecuencia: de un lado se
padece, de hecho, una limitación de la propia disponibilidad patrimonial; de otro, en cambio, se
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incrementa –precisamente en virtud de la sujeción tributaria- el patrimonio de los propios derechos” (L.
ANTONINI).
El estado natural del ciudadano no es, desde luego, el de contribuyente, pagador de impuestos.
Esta es sólo la situación en la que se halla cada vez que realiza –y en la medida en que lo hace- un
hecho imponible. Fuera del ámbito de la sujeción tributaria, delimitado por la ley, el ciudadano recupera
su “derecho subjetivo a la libertad fiscal”, esto es, el derecho “a la libertad y, por lo mismo, a la
integridad del propio patrimonio” (G.A. MICHELI).
No se discute, por ello, que el contribuyente, también ciudadano, actúa en la legalidad siempre
que hace aquello que la ley no prohibe, y ninguna ley tributaria obliga a realizar hechos imponibles ni
prohibe alcanzar resultados económicos, en sí mismos posibles, por una vía distinta de la prevista por el
legislador fiscal (A. HENSEL). De ahí que en ese terreno “desfiscalizado” (por indiferencia o insuficiencia
de la ley; por imprevisión o impotencia del legislador; o, en fin, por decisión consciente, explícita o
implícita, del mismo) el contribuyente tiene derecho a disponer, con plenitud, de su patrimonio y del
libre ejercicio de su actividad económica y de su autonomía contractual sin que la Administración pueda
(en términos que, respecto de las exenciones fiscales, utilizaba el Tribunal Supremo en Sentencia de 19
de enero de 1951) cercenarlo “más allá de lo que el texto legal consienta, so pena de invadir campos de
la actividad económica que la ley ha estimado debían dejarse indemnes …”.
Por ello, esta esferas “desfiscalizadas” de actuación únicamente podrán ser cubiertas o
colmadas por la Ley cuando se adviertan o, simplemente, dejen de ser toleradas o (explícitamente)
consentidas por el legislador. “En los supuestos de economías de opción, es el legislador –afirma A.
MANTERO- el que tiene que reaccionar produciendo la reforma normativa correspondiente”. Y así se
advierte también en la justificación de la Enmienda nº 116 del Grupo Parlamentario Catalán (CIU) al
artículo 24 LGT, en el Proyecto de Modificación Parcial de la LGT: “la economía de opción en el ámbito
tributario no debe dar lugar a corrección alguna por parte de la Administración ni de los Tribunales,
aunque comporte un menor coste tributario, dado que se trata de la aplicación alternativa u opciones
ofrecidas por la ley al contribuyente o que este percibe de acuerdo con los tipos o modelos de actuación
configurados por el Ordenamiento jurídico y la práctica mercantil”.
De ahí que se afirme que “la frontera entre fraude de ley y economía de opción sólo pueden
trazarla normas con rango de ley, pues solamente al legislador compete decir, de acuerdo con la
Constitución, lo que quiere que sea gravado y lo que quiere que no lo sea” (FLORES ARNEDO).
4.2.- Pero sucede que, en la realidad (también en la tributaria), las cosas no acostumbran a ser
tan fáciles. Y ello, al menos, por dos factores. El primero lo señala J.L. PÉREZ DE AYALA al advertir que
“el perfeccionamiento progresivo de la legislación tributaria ha eliminado casi todas las auténticas
economías de opción, de forma que hoy una economía de opción que, verdaderamente, merezca tal
nombre implica, normalmente, una economía de tributación, pero no resultados económicos
equivalentes. Aquel menor gravamen supone renunciar a determinadas ventajas; tiene un coste de
oportunidad; esto es, el coste de renunciar a la opo rtunidad más gravada, aunque también más
ventajosa (…) No es imaginable fácilmente, ya, que el legislador permita auténticas economías de opción
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en las que se puedan lograr resultados equivalentes, esto es, sin ningún coste económico en otro
terreno (menor seguridad jurídica, menor rentabilidad, etc.) distinto del puramente fiscal, con un menor
coste tributario”.
Y en segundo lugar, porque si bien es cierto –como observa ALBIÑANA- que “la técnica
legislativa condiciona siempre la técnica aplicativa y más en el orden tributario que en cualquier otro”;
también lo es que este condicionamiento no sólo actúa sobre la Administración fiscal en su labor
interpretativa (de la norma) y calificadora (de la realidad), sino también, y casi siempre con carácter
previo, so bre los contribuyentes que crean, construyen (preconstituyen) la “realidad”, los “hechos” en
función de la normativa fiscal aplicable y de la técnica legislativa empleada. Por ello, hoy más que
nunca, la posibilidad y los márgenes de la elusión fiscal dependen de cómo vengan formuladas las
“reglas” tributarias.
Tiene razón R. LUPI cuando señala que en el Derecho tributario no se prevé la autonomía
negocial, y por ello “la elusión fiscal no depende de la libertad negocial y de la autonomía privada, sino
de l a misma existencia de reglas que, en cualquier campo del Derecho, corren el riesgo de ser aggirate.
La autonomía de la que deriva la elusión fiscal es la autonomía de poder escoger la solución jurídica y
tributaria que haga posible ordenar la propia actividad económica en el modo fiscalmente menos
oneroso”.
Esto es lo que, en otros términos, reconoce la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de La
Rioja de 31 de diciembre de 1999, al admitir que “la Administración no puede pretender evitar que el
contribuyente, conocedor del estado de las actuaciones del legislador, diseñe en el tiempo operaciones
previendo un tratamiento más benéfico de sus intereses , siempre que se sirva de la normativa vigente
aplicada e interpretada en función de la verdadera natura leza jurídica del hecho imponible, con respeto a
los principios constitucionales …”.
Sucede que, incluso ante explícitas previsiones normativas , será difícil evitar la existencia de
una serie de mecanismos en el impuesto que –como rezaba la Exposición de Motivos de la Ley 48/1985,
de reforma parcial del IRPF- permitan “a ciertos contribuyentes utilizarlos para fines distintos de aquellos
para los que nacieron”; pues “por muy tupida que sea la red de las previsiones legislativas, la
imaginación de los particulares encuentra siempre nuevos sistemas para eludir el impuesto” (PALAO).
4.3.- Habrá que examinar, no obstante, los mecanismos (y la técnica legislativa) arbitrados
específicamente por el legislador para reaccionar contra las actuaciones elusivas del impuesto que, en
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los márgenes de la ley y en uso de su “libertad de configuración” negocial (soberanía para la
configuración de relaciones jurídicas), continuamente pueden poner en juego los contribuyentes.
El Tribunal Constitucional viene reiterando que “la lucha contra el fraude fiscal es un fin y un
mandato que la Constitución impone a todos los poderes públicos, singularmente al legislador y a los
órganos de la Administración Tributaria”, (SSTC 76/1990, F.J. 3º; 214/1994, F.J. 5º; y 46/2000, F.J.
6º).
Sucede, sin embargo, que también en la doctrina del Tribunal Constitucional comienzan a
difuminarse, hasta su identificación, situaciones diferentes y acreedoras, por lo mismo, de muy diferente
respuesta por parte del legislador: la defraudación o el fraude fiscal, de una parte (SSTC 110/1984 y
76/1990); y, de otra, “actuaciones elusivas del impuesto” (STC 214/1994) o, más específicamente,
“economías de opción” indeseadas (STC 46/2000).
En efecto, en las dos primeras Sentencias citadas el Tribunal Constitucional considera que “para
el efectivo cumplimiento del deber que impone el artículo 31.1 CE es imprescindible la actividad
inspectora y comprobatoria de la Administración tributaria, ya que de otro modo <<se produciría una
distribución injusta en la carga fiscal>>, pues, <<lo que unos no paguen debiendo pagar, lo tendrán que
pagar otros con más espíritu cívico o con menos posibilidades de defraudar>> (STC 110/1984, F.J. 3º).
La ordenación y despliegue de una eficaz actividad de investigación y comprobación del cumplimiento de
las obligaciones tributarias no es, pues, una opción que quede a la libre disponibilidad del legislador y de
la Administración, sino que, por el contrario, es una exigencia inherente a “un sistema tributario justo”
(…): en una palabra, la lucha contra el fraude fiscal es un fin y un mandato (…). De donde se sigue
asimismo que el legislador ha de habilitar las potestades o los instrumentos jurídicos que sean
necesarios y adecuados para que (…) la Administración esté en condiciones de hacer efectivo el cobro de
las deudas tributarias , sancionando en su caso los incumplimientos de las obligaciones que correspondan
a los contribuyentes o las infra cciones cometidas por quienes están sujetos a las normas tributarias.
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reacción legal para evitar la interposición de Sociedades) con la finalidad de concentrar las pérdidas en la
Sociedad transparente y a continuación trasladarlas a la base imponible del socio persona física para
disminuir su tributación (progresiva) en el Impuesto sobre la Renta.
Por último, la STC 46/2000, de 17 de febrero incluye en este mismo concepto (“la lucha contra
el fraude fiscal …”) a otro supuesto de reacción normativa con la que “en el ejercicio de su libertad de
configuración, el legislador (somete) a tributación de forma distinta a diferentes clases de rendimientos
gravados en el Impuesto, en atención a su naturaleza, (…) con más razón (…) ante la necesidad de
evitar que se produzcan posibles actuaciones elusivas de los sujetos, en detrimento de la solidaridad de
todos en el sostenimiento de los gastos públicos, habilitando a este fin los instrumentos jurídicos
necesarios y adecuados, pues la lucha contra el fraude fiscal es un objeto y un mandato que la CE
impone a todos los poderes públicos …” (F.J. 6º).
Y ello pese a que de las propias palabras del Tribunal en el mismo Fundamento Jurídico se
desprende que, lejos de una reacción del legislador en la lucha contra el fraude fiscal, se está ante una
medida normativa cuya “finalidad perseguida (que no el medio) resultaba constitucionalmente lícita, por
cuanto procuraba someter a tributación la totalidad de las rentas de los sujetos pasivos con
independencia de su naturaleza (…) como expresión máxima de la búsqueda de la capacidad económica
efectiva …”. Y, desde luego, que una cosa es esto último, y otra, distinta, la “lucha contra el fraude
fiscal”; máxime cuando el propio Tribunal admite que “la ley configura, en ocasiones, un marco dentro
del cual el sujeto pasivo puede ordenar sus relaciones económicas (para) con una gestión perspicaz de
su patrimonio, (posibilitar) el gravamen al tipo medio aplicable …”; y reconoce que el legislador lo que
pretende es “limitar el margen de actuación de los sujetos pasivos cuyas conductas fuesen
derechamente a la búsqueda de “economías de opción ” elusivas del deber constitucional de contribuir al
sostenimiento de los gastos públicos”; esto es, “evitar la minoración del gravamen mediante el recurso a
“economías de opción” indeseadas, entendiendo por tales la posibilidad de elegir entre varias
alternativas legalmente válidas dirigidas a la consecución de un mismo fin, pero generadoras las unas de
alguna ventaja adicional respecto de las otras …” (F.J. 6º).
4.4.- Prescindiendo ahora de la confusión que trasluce la doctrina del Tribunal Constitucional
entre la defraudación propia del “fraude fiscal”, y la elusión que genera el “fraude de ley” o la simple
“economía de opción”, lo que interesa retener es la “normalidad” que el Tribunal reconoce a las
actuaciones “antielusivas” con las que el legislador, ex post y mediante normas específicas, reacciona
contra aquellas “operaciones” de planificación o ahorro fiscal que considera no tolerables. Si bien
advierte que tales medidas antielusivas, legítimas en su finalidad, no pueden adoptarse a cualquier
precio, por ejemplo, vulnerando las exigencias de la capacidad económica y de la igualdad del artículo
31.1 CE.
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del Estado para 1989, pues, siendo constitucionalmente lícita la finalidad perseguida (que no el medio),
el tratamiento fiscal derivado de la norma “evidencia una clara desigualdad en la ley, proscrita
constitucionalmente, en razón de lo dispuesto en el artículo 31 CE, pues el resultado no es otro (…) que
el de que quienes tienen menor capacidad económica soportan una mayor carga tributaria que los que
tienen capacidad supe rior” (F.J. 7º).
Debe, en cualquier caso, anotarse que la técnica de las normas específicas “antielusión”,
frecuente en los últimos años, por sí sola no se muestra capaz de combatir el fraude fiscal sino que,
contrariamente, da lugar a un proceso de retroalimentación en el que a cada acción represiva del
legislador se reacciona con otra para “eludir la norma antielusiva” (P. PISTONE), hasta complicar de
manera inverosímil la normativa tributaria, aumentando -de igual forma- la conflictividad en su
aplicación y mermando otro tanto la certeza y seguridad jurídica (“el saber a que atenerse ”) del
contribuyente ante el entero sistema fiscal. La orientación de la legislación tributaria conforme al
“modelo fenoménico” de reconducir los procesos de la economía real a golpe de específicas previsiones
normativas, desemboca paradójicamente en un fenómeno de “paralysis by analysis” (G. TREMONTI)
propio de aquellos sistemas jurídicos que ganan en extensión todo lo que pierden en operatividad.
4.5.- Ninguna objeción habrá que poner asimismo a la posibilidad de que tanto el fraude fiscal
como la elusión propia del fraude de ley se combata “con todos los medios jurídicos al alcance de la
Administración, tanto los aplicativos, vía interpretación, como los normativos, vía presunciones y
ficciones” (E. GONZÁLEZ). Y, en efecto, sucede que “las facultades que la normativa legal y
reglamentaria atribuye a los órganos gestores en el ejercicio de la función de calificación –escribía
VICENTE-ARCHE, refiriéndose a los impuestos sobre el tráfico patrimonial- constituyen un valioso medio
de lucha contra el fraude a la ley tributaria (…). Al calificar el hecho generador, los órganos de gestión
del impuesto no sólo pueden considerar realizado un presupuesto distinto del que figura mencionado por
escrito, sino también deducir nuevos hechos generadores partiendo de uno primero y a través de la
interpretación del mismo”.
Puede afirmarse, pues, con carácter general que la actividad interpretativa y calificadora de la
Administración en función antielusiva constituye una reacción de naturaleza endógena a la norma
tributaria que el contribuyente intenta eludir (P. PISTONE); esto es, una reacción frente a la elusión
fiscal que, además, se produce en el primer momento en que se verifica la confrontación entre los actos
efectuados por el contribuyente y la norma tributaria.
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de las normas que ordenan su establecimiento y aplicación. Y la segunda que, en esta fase aplicativa, el
mejor remedio o antídoto frente a la elusión tributaria o, en otros términos, la mejor técnica anti-
elusión consiste en la “correcta liquidación” del tributo practicada por la Administración.
4.6.- Como declara el TEAC en la Resolución de 20 de junio de 1983, “el hecho imponible es
ante todo un concepto esencialmente normativo que trata de fijar y definir un supuesto de hecho que la
realidad social ofrece como generador de la obligación tributaria, por lo que la comprobació n del hecho
imponible no consiste, en contra de lo que parece suponerse, en la simple constatación de la realidad de
haberse producido el hecho material, sino que debe proseguir a fin de comprobar si el supuesto de
hecho coincide y en qué forma o medida co n la hipótesis descrita por la norma definidora del hecho
imponible, lo que lógicamente comporta una labor interpretativa de la norma y una calificación del
supuesto de hecho para su acoplamiento a la hipótesis normativa que, en su caso, originará el
nacim iento de la obligación tributaria”.
4.7.- “En el combate contra el fraude de la ley en la fase de aplicación de las normas –escribe
E. GONZÁLEZ-, lo que debe hacerse no es indagar sobre el significado económico de la operación, sino
buscar la naturaleza jurídica del negocio realizado …”. Lo que no cabe, desde luego, es “mediante la
técnica frecuente del retorcimiento interpretativo” (GARCÍA AÑOVEROS), forzar el ámbito natural de la
actividad interpretativa y calificadora de la Administración para reaccionar contra el fraude de ley,
sustituyendo (al amparo de la interpretación funcional, de la consideración de la realidad “económica” o
de la simple calificación “económica”) la voluntad del legislador y el mandato de la ley, por el régimen
tributario que la Administración –en libre apreciación y calificación de la “realidad” (que es única) y con
base en una interpretación supuestamente optimizadora, en términos recaudatorios, de la norma-
estime deseable.
Como ya en 1952 advertía J. LARRAZ, “el Derecho tributario debe aplicarse críticamente, con
una sola excepción: en los casos de suficiencia literal del precepto no se podrán hacer, a instancia y en
beneficio del Fisco y en contra del contribuyente de buena fe que no incurrió in fraudem legis
aplicaciones correctivas del dictado literal de la norma”.
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de hacerse conforme a los principios inmanentes en las instituciones; éstas han de ser entendidas como
parte de un Ordenamiento sistemático cuyos principios la delimitan en su sentido y alcance”.
Debiendo efectuarse, pues, la calificación de los hechos desde la Ley y con arreglo, esto es, en
los límites de la ley, parece evidente la necesidad de “reducir el ámbito de la calificación a sus propios
límites, que no pueden desconocer, salvo que la ley tributaria establezca lo contrario, la calificación
procedente con arreglo a las normas sustantivas” (PALAO); ajustándose, en cambio, a las
(pre)calificaciones (normalmente, ficciones legales) efectuadas por el propio legislador, bien para cerrar
las vías que vaya abriendo la ingeniería financiera o bien para, en lo posible, “disciplinarlas”,
sometiéndolas a control. Se trata de normas específicas “antielusión” con las que el legislador reacciona
frente a posibles actuaciones en fraude de ley o de economías de opción indeseadas.
Dado que la calificación de los hechos ha de efectuarse siempre “a través del prisma de la
norma jurídica que se considera aplicable” (R. NAVAS), en los casos en que la propia norma contenga
una definición de la realidad, o de algunos de sus aspectos, a esta tipificación normativa de la realidad
habrá de ajustarse inexorablemente el intérprete. Definición (fiscal) de la realidad que no tiene por qué
coincidir con la que de ella ofrezcan otros sectores del Ordenamiento, puesto que también “el Derecho
(Tributario) forja sus verdades propias, reconociéndolas con independencia absoluta de la verdad real
completa” (E. LANGLE). Lo que, sin duda, sucede cuando el legislador se vale de ficciones tributarias,
esto es, de “disposiciones legales que constituyen jurídicamente el tributo y el deber de tributar a través
de definiciones, hipótesis y remisiones normativas que simulan ya la naturaleza, ya la dimensión
concreta y real de los hechos o situaciones a gravar, con el fin de someterlas a tributación que, de otro
modo, no hubiera sido posible, legal o técnicamente” (J.L. PÉREZ DE AYALA).
De ahí que “las operaciones tipificadas por la ley tributaria –obviamente no sólo en su letra sino
en su espíritu- deben liquidarse siempre aplicando a las mismas el régimen querido por la norma
tributaria que específicamente las contemple, sin que nunca, cualquiera que sean los resultados
económicos producidos, sea posible la aplicación por analogía de un régimen tributario distinto” (R.
FALCÓN).
Resulta, pues, evidente que la autonomía tipificadora y calificadora que, dentro de la unidad del
Ordenamiento y sin llegar al “cantonalismo legislativo” (ALBIÑANA), se le reconoce al legislador fiscal
para redefinir, ampliar o reducir, las categorías e instituciones jurídicas formuladas en otros sectores del
Derecho, no puede extenderse a la actividad interpretativa y calificadora de la Administración en la
aplicación de la norma tributaria.
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lealtad y diligencia al levantamiento de las cargas públicas, si la Administración no somete
rigurosamente sus actos fiscales a un orden jurídico que infunda seguridad en sus relaciones con las
economías particulares (…). Pocos resortes son tan eficaces como un sistema fiscal, racionalmente
concebido y justamente aplicado, para vigorizar la confianza del súbdito en la comunidad política a que
pertenece, y para que esta pueda, sin daño para la economía ni menoscabo para los derechos de la
persona, alcanzar los fines que se propone …”.
Desde esta última perspectiva, no es menester insistir en lo decisivo que resulta el control de la
actividad desplegada por la Administración en la apreciación, calificación y comprobación de los hechos
con trascendencia tributaria, relevantes para la aplicación del tributo, habiéndose destacado como “el
control sobre la actividad administrativa ha evolucionado desde un control “sobre el derecho” a un
control “sobre los hechos” y su utilización por la Administración; esto es, al enjuiciamiento progresivo de
la apreciación administrativa de los hechos que justifican la decisión; al enjuiciamiento de la veracidad
de dichos hechos, esto es, a la posibilidad de prueba en el proceso sobre los hechos tomados en
consideración en la actividad administrativa” (P. ALGUACIL).
En el mismo sentido, afirma J.I. MORENO que “la Administración puede gozar de una gran
libertad para decidir si comprueba o no comprueba, o hasta dónde comprueba, pero una vez adoptada la
decisión de comprobar, su actuación (cognoscitiva y no volitiva) está totalmente condicionada por una
realidad que es indubitable y perfectamente constatable, lo que le impide cualquier margen de
discrecionalidad (…). Decidida la comprobación de la situación tributaria de un suje to pasivo (…) (y los)
diferentes medios o modos mediante los cuales constatar la realidad que se pretenda (…), la realidad a
constatar como tal será única: o se ha tributado correctamente o no (…), (de forma que la actividad de
la Administración estará condicionada) por la existencia de unos hechos determinantes que van a obligar
en todo caso a aquélla a adoptar la única solución justa que cabe en cada caso; realidad única que,
además de operar como un límite a su actuación, servirá para su posterior contro l jurisdiccional y para la
valoración de su legalidad”.
En relación con el primero , afirma J.M. DE LA CUETARA que “las potestades son un poder
susceptible de aplicación indefinida, que se actúa cuando el supuesto de hecho típico se convierte en un
hecho real”. Tratándose de potestades tributarias (en este caso, de comprobación e investigación), el
presupuesto de hecho que legitima el ejercicio singular de las mismas, constituye un elemento de
decisiva importancia no sólo para determinar la naturaleza y el régimen jurídico (esto es, contenido,
límites y fines) de las potestades que entran en juego en la aplicación del tributo y en el descubrimiento
y sanción de las infracciones tributarias, sino también para posibilitar su fiscalización y control.
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En relación con la segunda, debe partirse de la “separación conceptual entre la questio iuris y la
quaestio facti, o entre enunciados normativos y enunciados fácticos (…) que lleva consigo la distinción
entre motivación de la premisa jurídica y motivación de la premisa fáctica: mientras justificar un
enunciado normativo consiste en sostener con razones su validez, o su corrección, o su justicia, justificar
un enunciado fáctico consiste en aducir razones que permitan sostener que es verdadero o probable (…),
(por lo que) las razones que constituyen esa justificación son los criterios de probabilidad o aceptabilidad
de la verdad del mismo (…). Motivar la premisa fáctica es justificarla” (M. GASCÓN ABELLÁN).
“De acuerdo con los principios de igualdad y capacidad económica el acto de liquidación, para
no incurrir en arbitrariedad, debe estar fundado en una demostración de los presupuestos de la
imposición tendencialmente orientada a la obtención de una verdad material. Es necesario, pues,
subrayar –escribe A.Mª. JUAN- la necesidad de que se realice un juicio histórico en el que se determine
la existencia y la magnitud de los presupuestos del tributo…, (y dirigido) a la adquisición por parte de la
Administración de una certeza sobre la base imponible y los demás elementos relevantes para
determinar el importe de la deuda tributaria …”. “Nuestro Ordenamiento jurídico –afirma, en igual
sentido, LÓPEZ MOLINO - llama a la función genérica de comprobación a desempeñar una labor
eminentemente reconstructiva , para así permitir a la Administración alcanzar certeza sobre todos los
aspectos que se refieren a la realidad tributaria de los contribuyentes (esto es, que conozca la
existencia, intensidad y medida en que acaecen los presupuestos del tributo) y, por ende, propiciar que
ésta se halle en disposición de fundamentar la legalidad de sus actos impositivos”.
Como observa T.R. FERNÁNDEZ, la Administración dispone de una libertad, mayor o menor,
para elegir la solución que considere más adecuada de entre las posibles; libertad que no es ni puede ser
total, pues el órgano competente debe razonar por qué estima que tal solución y no otra distinta es la
mejor para satisfacer los intereses a los que el poder ejercitado se ordena. Lo que no puede admitirse es
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la mera afirmación del “por que sí” por parte de la Administración y el traslado al recurrente de la carga
de demostrar el “porque no”.
5.2.- No es esta ocasión de pasar revista a “los instrumentos legales acordes con los principios
constitucionales ”, con los que la Ley 25/1995 dota a la Administració n para sin “menoscabar el principio
de seguridad jurídica”, potenciar “a la vez la lucha contra el fraude”. Sin embargo, un somero repaso de
los mismos permitirá verificar “las carencias del sistema antifraude establecido por la Ley General
Tributaria (FLORES ARNEDO).
Por otra parte, la ambigüedad de la redacción del antiguo artículo 25.3, “había llegado a hacer
concebir a la Administración que en él se encontraba la legitimación jurídica de su actuación autónoma
en la consecución de su propio concepto de justicia tributaria” (D. MARTÍNEZ). El Tribunal Supremo llegó
a reconocer, en dicho precepto, la posibilidad de la interpretación económica de la normativa tributaria,
al afirmar que “la realidad social, como canon interpretativo, se traduce en el Derecho Tributario por el
principio de que para aplicar correctamente el precepto legal de acuerdo con el fin que le es propio, es
preciso proceder a la exacta valoración de la función económica de los hechos sociales a los que se
refiere la norma impositiva; principio que tiene su más acabada formulación técnica en la afirmación de
que es exigencia del Derecho impositivo que el impuesto sea aplicado a la relación económica o hecho
de tal naturaleza, teniendo como base, no tanto la forma jurídica dada por los sujetos o adoptada por
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aquél, como la efectiva relación subyacente, es decir, lo que se denomina interpretación funcional de la
norma tributaria y que se recoge en el artículo 25 LGT (…)” (STS de 5 de marzo de 1988, Ar. 1649).
A través de esta vía, se procedía a la recalificación sin las garantías del procedimiento
contradictorio de declaración del fraude de ley. “La vía de la recalificación menos dificultosa y con
menores garantías expulsaba a la otra, más respetuosa de las garantías del contribuyente (…). En
presencia del artículo 24.2, con las garantías procedimentales expresamente consignadas en el mismo,
el recurso al método de calificación económica aparece simplemente como un subterfugio para eludir,
por parte de la Administración, el respeto a dichas garantías” (F. PÉREZ ROYO).
La supresión del artículo 25 se planteó en una Enmienda presentada por el Grupo Parlamentario
Catalán (CIU), argumentando que su “ambigüedad ha permitido a la Administración gravar aquellos
hechos que revelaran por sí mismos capacidad contributiva y prescindir de su efectiva tipificación por la
ley tributaria, lo cual cuestiona la seguridad del contribuyente”.
Tal vez el “horror vacui” sea el que haya movido al legislador a rellenar el espacio del artículo
25 con este precepto, tomando acaso en consideración el contenido en el parágrafo 41.2 de la
Ordenanza Tributaria Alemana de 1977, según el cual “los negocios simulados y las actuaciones ficticias
son irrelevantes a efectos tributarios. Cuando mediante un negocio simulado se encubra otro negocio
jurídico, será el negocio encubierto el decisivo a efectos de tributación”.
En mi opinión, hubiera bastado con los mecanismos reaccionales que, a tales efectos,
contempla el Código Civil. Como escribe FLORES ARNEDO, “los negocios anómalos jurídico-tributarios
nacen en el seno del Ordenamiento privado, si bien para surtir efectos en el tributario. Cuando la
deformación es detectable antes de cruzar la frontera, será con las técnicas antifraude del Derecho
privado como podremos proceder a su neutralización; este Derecho, aunque no sea atacado por ellos,
pondrá a disposición del Tributario (siempre a instancias de éste) sus propios medios represivos. Así
ocurrirá en los supuestos de simulación”.
5.3.- En un intento de maximizar el “efecto útil” de un precepto que, en otro caso, se vería muy
mermado de utilidad, tal vez sea en el mandato del actual artículo 28.2 LGT donde haya que residenciar
la función calificadora que, en el ámbito de sus potestades de comprobación e investigación, se le
atribuye a la Administración para “exigir” (esto es, gestionar, liquidar y recaudar) el tributo “con arreglo
a la naturaleza jurídica del presupuesto de hecho definido por la Ley …”.
25
Es evidente que en el actual procedimiento de gestión de los tributos, es al obligado tributario a
quien, en primer término, incumbe la tarea de declarar y calificar los hechos relevantes para la exacción
del tributo y, al mismo tiempo, de seleccionar e interpretar la normativa tributaria que rige su
establecimiento y aplicación. Pero, como advierte el artículo 121.1 LGT, “la Administración tributaria no
está obligada a ajustar las liquidaciones a los datos consignados en sus declaraciones por los sujetos
pasivos”; ni tampoco, obviamente, a la calificación y representación que de ellos ofrezcan los
interesados.
La presunción de certeza de lo declarado a la que se refiere el artículo 116 LGT, “con carácter
general, despliega sus efectos en dos direcciones: una, en relación con el propio contribuyente, que
queda vinculado por los datos o hechos que pone en conocimiento de la Administración tributaria (…);
(otra, en relación con esta última) en cuanto que queda obligada a iniciar el procedimiento liquidatorio,
practicando actuaciones tendentes a comprobar el hecho imponible y los datos suministrados por el
contribuyente (…). Esto quiere decir –concluye la Sentencia de la Audiencia Nacional de 5 de febrero de
1998- que la vinculación de lo declarado y la certeza de lo reflejado en la declaración se predica del
contribuyente, no impidiendo que la Administración pueda comprobarla, o deba actuar ciegamente,
sujeta a lo que el contribuyente exprese o manifieste” (F.J. 3º). Por ello, “la Administración comprobará
e investigará los hechos, actos, situaciones, actividades, explotaciones y demás circunstancias que
integren o condicionen el hecho imponible” (artículo 109 LGT).
De todo ello lo que interesa resaltar es que la regularización de la situación tributaria que la
Administración estime procedente, podrá consistir tanto en la “revisión” administrativa de los valores
consignados por el contribuyente, como en la “recalificación” de los “hechos” representados y calificados
por el propio contribuyente en su declaración -liquidación, como, en fin, en la “rectificación”
administrativa de la interpretación y aplicación de las normas efectuada por aquél en el cumplimiento de
sus obligaciones tributarias.
Bastaría para garantizar los derechos del contribuyente y los de la propia Hacienda Pública, con
que el acto administrativo que procediera a “recalificar” tributariamente los “hechos” (situaciones, actos,
negocios o relaciones jurídicas) representados (calificados) por el contribuyente en su declaración-
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liquidación, fuera un acto independiente del acto de liquidación y, por lo mismo, susceptible de
impugnación autónoma, y, “lo que es más importante (como advierten las Sentencias de la Audiencia
Nacional de 11 de junio de 1996 y de 7 de octubre de 1997, en relación con los actos administrativos
por los que se aprueban las comprobaciones de valor) de abrir un debate contradictorio con objeto de
fijar con exactitud el valor del bien (versus la calificación del hecho) sujeto al Impuesto, que si bien no
debe ser siempre y en todo caso el señalado por el interesado, tampoco puede ser sin más el que la
Administración determine”.
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