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RESUMEN
El turismo espiritual ofrecido por los indígenas saraguros (Ecuador) es parte de un
proceso de afirmación identitaria esencialista, que retorna al mitificado pasado inca, y
que no puede entenderse sino en un contexto nacional y global que incluye movimientos
indígenas, intelectuales de izquierda o antropólogos de la identidad. El trabajo de campo
in situ, tanto con anfitriones y huéspedes del turismo comunitario, como entre los
ideólogos y practicantes de esta nueva religión neoinca, revela las contradicciones pero
también las posibilidades de unas experiencias rituales que actualizan la enésima
mixtificación del indígena bajo tendencias como la medicina natural, la ecología o la
espiritualidad New Age, en un lenguaje tan local como universal, muestra de cómo se
produce y consume lo sagrado en la era de la globalización.
ABSTRACT
Spiritual tourism, offered by saraguros, indians of Ecuador, is part of a process of
essentialist identity affirmation, that returns to inca mythologized past, and that cannot be
understood but in a national and global context that includes indigenous movements, left
intellectuals or anthropologists that deal with identity. The fieldwork with hosts and
guests in this community-based tourism, but also with the ideologists and who practice
this neo-inca religion, reveals the contradictions but also the possibilities of ritual
experiences that update the mystification of indigenous people under trends as natural
medicine, ecology or New Age spirituality, in a language that is as local as universal,
which shows how the sacred is produced and consumed in the Era of Globalization.
PALABRAS CLAVE
Saraguro, turismo comunitario, turismo espiritual, ritual neoinca, movimiento
indígena, identidad.
KEYWORDS
Saraguro, community-based tourism, spiritual tourism, neo-inca ritual, indigenous
movement, identity.
Introducción
Saraguro”, presidido por primera vez en 194 años por un indígena, está decidido a apostar
por lo que considera una vía de “desarrollo económico e intercultural”, razón por la cual
auspició en 2015 un vídeo promocional de 15 minutos, bajo el eslogan “Saraguro: belleza
ancestral”, que da comienzo así:
1
http://www.turismosaraguro.com/
2
“Más allá de la venta y el consumo turístico. Una etnografía comparada de la experiencia turística
comunitaria en los Andes ecuatorianos”, investigación patrocinada por el Proyecto Prometeo de la
Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación de la República del Ecuador. El
trabajo de campo incluye técnicas clásicas de la etnografía (observación participante, entrevistas, charlas
informales), pero introduce también la lógicas multisituadas que demandan el seguimiento de procesos,
productos y actores turísticos más allá de la escena local, en el contexto de una de las actividades
paradigmáticas de la globalización.
3
3
Es el precio fijado por la Red de Turismo Comunitario para el alojamiento, tres comidas y las
“actividades con la familia”, si bien servicios como un ritual de sanación se pagarán aparte.
4
Para preservar el anonimato, los nombres son ficticios.
4
Basándose en las crónicas de autores como Cieza de León o Fray Martín de Murúa,
algunos saraguros consideran probado que los incas desarrollaron un tipo de
conocimiento basado en ceremonias en las cuales podían tener visiones, sueños, que
ciertos sabios sabrían interpretar. Para la escéptica mente occidental, sin duda era la
ingesta de sustancias alteradoras de la conciencia (como el san pedro, un cactus
alucinógeno) la responsable de estas visiones, que aparecían, además, en un marco de
sugestión colectiva bajo la autoridad sagrada del yachak, pero para este grupo de
saraguros (autodenominados “equipo de investigación”), las visiones constituían una
ventana a la “sabiduría ancestral” de los incas, los cuales revelaron su deseo de que se
instituyera un centro educativo, en el que se pudiera recuperar “una educación integral
con valores incaicos”, como explica Luisa, hermana de Vicente y posterior alma mater
del proyecto de turismo comunitario en Ilincho. Las ceremonias fueron iniciáticas para
todos; el aprendiz de yachak acabaría consagrado como “guía espiritual”, Vicente o su
cuñado Manuel se descubrirían como amawtas, algunos como visionarios capaces de
servir de médiums entre el mundo inca y el actual, otros como hermeneutas de esas
visiones, y todos, en fin, se convirtieron en adeptos del neoincaísmo. Juntos fundaban en
2005 el Centro de Sabiduría y Prácticas Andinas Amawta Hatari (‘Levántate sabio’).
Medio centenar de alumnos, venidos de diferentes comunidades, cursaron de
manera presencial o semipresencial unos cursos que fueron reconocidos por el Estado, de
acuerdo al modelo de Educación Intercultural Bilingüe aceptado en Ecuador tras décadas
de lucha del movimiento indígena. El Centro Amawta Hatari se basaba en la “pedagogía
ancestral”; resultaba vital recuperar la “espiritualidad andina”, según la cual todo el
universo es animado: el ser humano estaría en “conexión cósmica” con el Dios
Pachakamak, con tayta Inti (padre sol) y mama Killa (madre luna), así como con los
espíritus de las montañas, las lagunas, los ríos, el aire y el fuego. El cosmos constituiría
una especie de conjunto de relaciones y el humano se vincularía a ellas a través de la
espiritualidad, de ahí la idea de “relacionalidad sagrada” (Sternman, 1998: 150-159),
asumida por los ideólogos saraguros de la espiritualidad inca (Bacacela, 2013: 50).
El Centro Amawta Hatari no proporcionaba solo educación neoincaista. No todo
era “equilibrio personal, cósmico y espiritual”, ni “tecnología andina y arte” o “astrología
y astronomía”. La luna nueva se consideraba un momento propicio para la enseñanza de
“psicopedagogía familiar” y la “computación básica”; el cuarto creciente para la
“mecanografía” o la “ética del desempeño profesional”; la luna llena para el “diseño
gráfico” y la “gerencia y administración de proyectos”. De un niño de doce años se
esperaba que demostrara “competencia en el manejo de las varitas rituales y la utilización
de la vestimenta propia” (Chalán, 2014: 39), fuera ducho en asumir la energía cósmica de
cada uno de los cuatro elementos, distinguiera las cualidades energéticas de las distintas
piedras y plantas, y estuviera familiarizado con los movimientos astronómicos. Pero
también que se manejara a la perfección con letras de cambio y otros documentos
bancarios. Un día se organizaba un juego en que los niños quedaban limitados en sus
movimientos físicos, para acto seguido discutir sobre “la experiencia de no tener
movimiento autónomo”, lo que desembocaba en una reflexión sobre “la influencia de la
política en la globalización”. El Amawta Hatari era una manifestación revivalista y
contemporánea, a la vez.
El proyecto, empero, duró poco, sobre todo por las resistencias que encontró entre
los propios indígenas, muchos de los cuales, apegados al catolicismo, las escuelas
convencionales y unas prácticas e ideas que no concordaban con lo que los manuales
decían que era la cosmovisión andina, veían con extrañeza el resultado de lo que
consideraban rituales oscurantistas. De hecho, con el tiempo, de las 35 familias que
5
componían la asociación Inka Samana en Ilincho, solo cinco se mostraron a favor de esta
“educación alternativa”.
neoincaísmo, mientras otros, como algunos de los promotores del centro turístico de
Ilincho, se graduarían con tesis sobre cosmovisión indígena.
Las “visiones” de los saraguros que se congregaban en los “rituales de
investigación” en las ruinas de Ciudadela, seguían una cosmovisión indígena que fue
teorizada especialmente desde los años 70, por estudiosos no indígenas. Mientras que los
estudios africanistas incorporaron pronto la visión de la “invención de la tradición”
(Hobsbawn y Ranger, 1983), en Ecuador, como en muchos otros lugares de América del
Sur, siguió primando una visión esencialista (Lentz, 1994: 412). Cuando José Sánchez-
Parga (1984) habla, por ejemplo, de las “estrategias de supervivencia en la comunidad
andina”, traza en el fondo una línea de continuidad de 600 años en la que los indígenas
habrían resistido manteniendo su cultura, “que además de identificarlos y especificarlos
como grupo social, étnicamente diferenciado, los ha mantenido relativamente al margen
de la integración a la sociedad nacional (Sánchez-Parga, 1984: 12). Textos como los de
Sánchez-Parga (1984, 1986) o Galo Ramón (1987, 1988) son ejemplo de una época en
que se optó por la identidad en detrimento de la identificación (Onghena, 2014: 22), por
la resistencia —palabra-fetiche, presente en muchas de las publicaciones auspiciadas por
el Centro Andino de Acción Popular— y la pureza, en detrimento de la mezcla. Los
propios títulos de los ideólogos de este movimiento son harto significativos: Galo Ramón
escribe El regreso de los runas (1993); José Carlos Vilcapoma publica El retorno de los
Incas (2002) y Ángel Polibio Chalán edita, con ayuda de la Fundación Kawsay (dedicada
principalmente al turismo comunitario), La vuelta de los tiempos (2011), donde describe
el proceso del “equipo de investigación” para asimilar la era de Pachakutik
(pacha=tiempo y kutik=retorno), vocablo con que los indígenas empezaron a identificarse
a partir de los levantamientos de la década de los 90.
Los líderes del neoincaísmo saraguro crecieron en este contexto ideológico-
político, con intelectuales troskistas, antropólogos de la identidad y líderes del
movimiento indígena que veían en un pasado mitificado la salvación, una vez que la
revolución socialista no parecía posible. El neoincaísmo es, así, una nueva vuelta de
tuerca de la mixtificación del indígena. Conviene recordar que el término indígena
proviene del latín inde-gens, que sugiere una distancia espacial y temporal entre el sujeto
calificado de indígena y quien enuncia el término de la otredad: son la gente de allí, gente
de otro lugar y otra época. Desde los primerísimos contactos entre españoles e indios,
estos fueron interpretados en ocasiones como seres pertenecientes a un tiempo originario,
como puede comprobarse en textos como el de Amerigo Vespucci, de 1502 (1986: 76),
incluso en un tiempo congelado, un eterno presente (Díaz de Rada, 2014): el indio
constituía, de este modo, lo que nosotros (los españoles, los europeos, los occidentales,
los blancos) fuimos pero habíamos dejado de ser.
Siglos después, la visión sobre los indígenas no se ha desembarazado del todo de
esta destemporalización. Bajo este prisma, la exaltación del indio inca no sería una
recuperación de lo propio (en su contradictoria diversidad, fruto de la particular historia
de acuerdos y desacuerdos de todo grupo humano), sino del otro exótico. Esa es la
paradoja que alumbra Fabian (1983) con su alocronía: el buen indígena actual debería
ser de otro tiempo. En el indio de los cronistas, el nativo de los antropólogos y el indígena
de las élites neoincas saraguros subyace la idea antiquísima de una Edad de Oro. De la
misma manera que los cronistas no crearon al indio al margen de la biblia y las
concepciones cristianas, ni los antropólogos cultivaron su mirada relativista con
independencia de la culpa por un pasado colonial, los actuales neoincas se reconocieron
como “indígenas” precisamente cuando salieron de sus comunidades, estudiaron en la
universidad y se familiarizaron con el discurso de la identidad. Fue asumiendo la verdad
esencialista de los textos escritos por no indígenas, donde se reconocieron, para exclamar
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“ese del que se habla, soy yo”, o más precisamente, “ese del que se habla, era yo (éramos
nosotros los indígenas), y tenemos que volver a ser.
La espiritualidad andina
puede observar las fotos de los insignes personajes que constituirían la genealogía inca
del Tawantinsuyu como Lloque Yupanki, Inka Ruka o Wayna Kapak. Junto a ellos, y al
mismo nivel, están los retratos de legendarios líderes del movimiento indígena
ecuatoriano, como Fernando Daquilema (1845-1872) y Dolores Cacuango (1881-1971),
con otros dirigentes saraguros, entre los que se incluye el actual alcalde (natural de
Ilincho) y el propio Vicente. El pie de página explicita que, mientras Vicente se dedica a
“la reconstrucción del pensamiento de los pueblos ancestrales”, su liderazgo se basa en la
“intención de lograr la unidad de los saraguros”. Evidentemente hay una clara intención
en reconstruir la historia y vincular, en una imaginaria línea, los actuales líderes saraguros
y del movimiento indígena ecuatoriano con los personajes del incario, cuyos logros son
ensalzados míticamente. Pero los promotores de este complejo turístico creen en esa
continuidad de resistencia, sabiduría y espiritualidad. Cuando uno de los más fervientes
defensores de la vuelta a la cosmovisión andina, oficiante él mismo de rituales
neoincaicos y anfitrión en su casa de turistas comunitarios, tiene la desgracia de que
muera su primogénito, y le entierra en un ritual en que se recrean las antiguas ceremonias
incas, es evidente que no se trata de una performance para la galería. Cuestión distinta es
si cabe encontrar fácilmente contradicciones entre los criterios de beneficio económico
que guía, esencialmente, su quehacer turístico y las solemnes llamadas a la reciprocidad,
la solidaridad y la interculturalidad. Pero una cosa es predicar y otra dar trigo, en este
como en cualquier otro contexto “espiritual”.
Turismo comunitario
En 1990, el mismo año del primer gran levantamiento indígena, la CONAIE decide
apostar por un turismo que se convierta en una estrategia de afirmación identitaria. Es
entonces cuando, al mismo tiempo que se discutía en Saraguro la conveniencia de una
educación quechua propia, algunos líderes saraguros proponen autogestionar un turismo
que se veía como inevitable; a la par que generaría una fuente de ingresos, podría
incentivar el mantenimiento de aquellos rasgos que constituían a la vez la demanda del
turista y lo considerado singular de los saraguros: la música, la artesanía o la
espiritualidad. El proyecto se concreta en 2001, impulsado por la ONG Kawsay, a su vez
financiada por la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) y Solidaridad
Internacional de España (Fernández, 2008: 306-317). El Ministerio de Turismo empieza
a regular la actividad turística comunitaria. Un año más tarde, en plena efervescencia de
discursos sobre la defensa territorial, la economía solidaria, el empoderamiento de los
indígenas y la recuperación de las costumbres y formas de vida de los “pueblos
ancestrales”, surgía la FEPTCE (Federación Plurinacional de Turismo Comunitario del
Ecuador). Organizados como CTCs (Centros de Turismo Comunitario), las diferentes
propuestas en cada comunidad saraguro quedarían integradas en 2004 en la Red de
Turismo Comunitario Rikuy que incluiría a ocho CTCs de otras tantas comunidades,
cinco de ellas de población exclusivamente indígena. Un año más tarde, en 2005, se
lanzaba al mercado el producto turístico saraguro a través de la recién creada operadora
Saraurku.
Que el proyecto solo prosperara en las cinco comunidades indígenas confirma
nuestros estudios anteriores (Ruiz-Ballesteros y Solis, 2007; Ruiz-Ballesteros y
Vintimilla, 2009), que señalan la importancia de una consolidada estructura comunitaria,
fuertes liderazgos o singulares procesos identitarios, en los que el pasado mitificado y lo
exótico se configuran como leitmotiv del producto turístico (Del Campo, 2009). Hoy se
percibe cierto agotamiento debido a la reducción de ingresos externos de las ONGs, el
descenso de visitas y la generalizada apatía de las comunidades, que ven el turismo como
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un marco jurídico para que algunas familias se beneficien de una iniciativa económica,
que ha contado con suculento apoyo financiero externo, y que solo revierte el 10% de los
beneficios a las comunidades. Solo cuatro comunidades persisten en el proyecto (Gera,
Ñamarín, Ilincho y Las Lagunas) y otras tantas familias ofrecen alojamiento. En realidad
los servicios ofrecidos por la unidad doméstica que gestiona el centro turístico en Ilincho
son, con diferencia, los más exitosos. Luisa, hermana de Vicente, es la presidenta de la
suborganización de Agroturismo de la comunidad; su marido Pedro, que ejerce de
profesor, es también el presidente de la Red de Turismo Comunitario. Sus cuatro hijos,
aun en edades estudiantiles, forman parte de un grupo folclórico de música y danza que
ameniza las veladas de los turistas, y participan en los rituales. La mayor de ellos está
finalizando la carrera de turismo.
Este centro de turismo funciona desde el año 2013 y su relativo éxito está
inexorablemente unido al turismo espiritual neoincaico. El alojamiento, el restaurante, la
sala de conferencias están decorados con símbolos de la neoindianidad: fotografías de
Atahualpa, banderas arcoriris del Tawantinsuyu, pinturas murales que representan los
cuatro raymis. La ckakana está en los muebles, en las puertas, incluso en la propia
arquitectura, como el “salón de eventos”, un espacio diseñado para 160 personas,
construido en forma de cruz del sur. Muchos de los servicios son neoincaicos. Así, el
turista puede participar en una pachamanca (del quechua ‘pacha’=tierra y ‘manka’=olla),
un invento del neoincaísmo peruano, para cocer alimentos en un hoyo cavado en la tierra,
donde se introducen piedras incandescentes. Más demanda tienen los “baños de cajón”,
un tratamiento de sauna con hierbas medicinales; matico, eucalipto, saúco blanco,
manzanilla. En él se pone de relieve la mezcolanza entre el neoincaísmo y las terapias
naturalistas, dado que la sauna y los “masajes de relajación” servirían por igual para la
“purificación”, para “liberar las malas energías y tomar las nuevas”, como para “bajar el
nivel del colesterol, mantener una piel tersa, regular la digestión, combatir el insomnio y
aliviar los músculos doloridos”. Los baños de cajón no solo son frecuentados por turistas:
indígenas y mestizos de las comunidades y del centro parroquial también acuden, incluso
no es inusual encontrar familias enteras enviadas allí por un psicoterapeuta de Cuenca
fascinado por “el poder de los tratamientos indígenas”. Estas formas de sanación son
comunes a la galaxia neoindia en todo el continente, y las encontramos también en
círculos de medicina naturalista, esoterismo o vegetarianismo en las ciudades, de la
misma manera que el temascal concitará por igual a los neoindios sioux e inuit, los turistas
de Agua Blanca (Ecuador) o los neoincas saraguros.
Ritual de florecimiento
pero incluye casi siempre bastones de mando de los que han ejercido ciertos liderazgos
en las comunidades (imprescindibles para captar “la energía del gran cosmos”), piedras
de cuarzo que armonizarían el espacio, diferentes frascos con plantas medicinales de los
cerros, perfumes y conchas marinas. No faltan las fotografías de los ascendientes del
grupo familiar, ni los retratos de insignes incas como Rumiñawi. Como en muchos otros
lugares de la galaxia neoindia, estos antepasados serían a su vez guardianes del recinto
sagrado, vehículos de la energetización, así como recuerdos de un pasado glorificado. El
turista encontrará también dos ramos florales, idénticos a los que preparan las
“muñidoras” en las fiestas católicas, pero que los neoincas saraguros consideran un
vestigio simbólico del Tawantinsuyu (Bacacela, 2010). Tampoco suele faltar la chakana,
dado que sin ella difícilmente fluirá la energía. La razón de la construcción de este
“espacio sagrado” en un pequeño promontorio a unos 100 metros del hostal, es la misma
por la que los neoindios mejicanos desarrollan sus performances en Teotihuacán o en el
Zócalo: son lugares hierofánicos, “sagrados”, “energéticos”.
El ritual sigue típicamente una secuencia con tres elementos: en primer lugar se
invocan las energías del “Gran Creador”, de la “Pachamama” y los “espíritus de la
naturaleza”. En segundo lugar procede algún tipo de “limpia” para desechar las “energías
negativas”. Con el “florecimiento” de “energías positivas” concluye el acto. Participé
entre 2015 y 2016 en más de un centenar de rituales diversos, que mostraban en conjunto
ciertas características repetitivas, de ahí que la descripción de uno de ellos pueda
ejemplificar el arquetipo. Tomaré, como modelo, un “ritual de energetización y
florecimiento” desarrollado para un grupo de 25 estudiantes norteamericanos en el
“centro espiritual” de Ilincho. Una guía saraguro de la Red de Turismo Comunitario
acompaña a otro americano, privativo del grupo de alumnos, que traduce
simultáneamente. Como casi siempre, es Pedro el que da la bienvenida al grupo, y actúa
de oficiante. Sitúa a los turistas en círculo, alrededor del Pachakutik; deben intercalarse
hombre y mujer “para respetar el principio de dualidad”. Les advierte que no deben
realizar fotos durante el ritual, sino antes y después, “como en una misa”. La escenografía
muestra el simbolismo propio del Kapac Pacha (21 de septiembre al 21 de diciembre),
que Pedro se encarga de explicar:
Es momento para que cada cual tome la fuerza de los antepasados y su poder,
para fortalecer el liderazgo con la energía de los líderes que se fueron, los
antepasados, los amigos. Kapac Raymi es la celebración del poder, de la autoridad,
de los kapac. Todos somos kapac, no solo los líderes. Todos tenemos un poder. El
altar cósmico representa la Pachamama. Es el Pachakutik cósmico, no el político:
la vida es cíclica, recorremos el Pachakutik desde el centro. El sol está en el centro.
También tenemos las banderas del Tawantinsuyu, los cuadros de líderes. Ellos
siguen teniendo poder, especialmente el gran espíritu. Es un ritual de energización
lo que vamos a hacer. Hay que predisponernos a conectarnos con la energía. Según
nuestra cosmovisión todos los elementos tienen vida, las piedras, el agua, la
tierra…, por lo tanto tienen espíritu. Nos conectamos con el espíritu de las piedras,
del sol, no adoramos al sol como han dicho, no consideramos el sol una divinidad,
una imagen, pero sí nos conectamos con su espíritu, para tener una interrelación.
al grupo: “Vamos a conectarnos con el Gran Espíritu… con nuestros amigos, los
familiares, el Gran Creador…”. Extender los brazos hacia el centro, nos permitirá entrar
en contacto con las fuerzas cósmicas del Pachakutik. Suena la música de la flauta andina
(la quena) y el bombo, tocado suave y rítimicamente por uno de sus hijos y otro joven,
que se gana unos dólares cuando requieren de su presencia. Pedro toma un bastón, donado
por un joven de la comunidad como ofrenda al espacio sagrado. Después de purificarlo
con un soplo, insta a los estudiantes a tomarlo en sus manos. Algunos cierran los ojos
místicamente, formulan algún pensamiento, y se lo pasan al siguiente. Mientras, Luisa
aviva el incienso. Suena El Cóndor pasa, uno de los himnos neoincas. Cuando Luisa toma
el bastón, profiere unas palabras, primero en quechua, después en español:
Te doy las gracias por ver la luz…, Gran Espíritu… te pido perdón por
nuestros abusos de poder, por las malas actitudes… y te pido para que podamos
hacer el bien con las familias…, que podamos compartir en solidaridad… Te
agradezco por los frutos de hoy, por el viento, por el olor de las plantas y las
flores, por los remedios, porque cada humano, cada amigo, cada visitante
podamos compartir en este espacio.
Hay que decir las cosas con frontalidad: es un montaje. Teóricamente copian
los principios. Obviamente han leído y han visto cómo se hace en Perú, cómo se
hace en Riobamba. Siguen el proceso, pero no hay el espíritu, que se conecta con
la naturaleza para hacer el bien a alguien. Ellos montaron eso vista la posibilidad
del turismo comunitario. Es obvio que le ayudará [al turista], tampoco voy a negar.
Siempre son habilidades. Va a ayudar, las agüitas por ejemplo. Solo que a veces
cuando exageran, ya pierde credibilidad. No puedo asegurar, porque no sabemos
el corazón de cada quien, pero es medio superficial.
La comparación entre los rituales del “equipo de investigación” y los que realizan
para los turistas, pone de relieve, efectivamente, que en estos últimos no faltan ciertos
efectos escenográficos tendentes a dar mayor credibilidad al evento, con imágenes,
sonidos, palabras y actos que el turista vincula con lo indígena, lo andino, lo inca, en todo
caso con lo tradicional y exótico. Ni El Cóndor pasa, ni la música instrumental de bombo
y flauta, ni las palabras en quechua, son necesarios cuando el grupo se reúne sin turistas.
Como tampoco que el oficiante aparezca descalzo y con la indumentaria reservada para
los momentos solemnes. Sin embargo, los miembros de este grupo verdaderamente creen
que la secuencia ritual que realizan (tanto entre ellos como con los turistas) tiene
efectivamente un efecto sobre los participantes. Las llamadas a los espíritus o al Gran
Creador, las limpias, los soplos son idénticos. El romero y el eucalipto son considerados
macho y hembra, y no tomarán cualquier planta para realizar los rituales con los turistas,
dado que entonces no podrían “limpiar las energías negativas”. Como todo ritual es, en el
fondo, una práctica para “restaurar el equilibrio con la madre tierra y el cosmos”, un
evento organizado para turistas que no siguiera la cosmovisión andina, que jugara
frívolamente con ella, atraería las energías destructivas a todos, especialmente a los
oficiantes, dado que son ellos, según creen los saraguros, los que se “cargan” más con
energía negativa cuando realizan estos rituales.
En todo caso, para los saraguros, la autenticidad, como los efectos energéticos de
los rituales, es cuestión de grado. Ellos creen que solo determinados días y horas son
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propicios para las sanaciones y energetizaciones. Sin embargo, que se presten a realizar
un ritual cuando se anuncia la llegada de un turista, no anula totalmente su eficacia;
depende de las circunstancias. Un saraguro emigrado a Yacuambi, que esté de paso un
lunes, también podrá solicitar una limpia, a sabiendas de que lo mejor sería llevarla a cabo
el martes o el viernes. Si no funciona tal vez se aluda a que no se hizo en el día más
adecuado, pero no que el ritual no fue auténtico. Tampoco la mercantilización del ritual
resta necesariamente autenticidad. Los saraguros están acostumbrados a que sus más
auténticas misas católicas por el alma de sus difuntos o para que el cura les mencione bajo
la protección de tal o cual santo, conlleva un pago, que los indígenas interpretan en clave
de ofrenda a taita Dios o al Niño Jesús. No ignoran los saraguros que muchos yachaks se
aprovechan de propios y extraños, tras convertir sus dones en un negocio. Pero no es la
mediación mercantil la que resta eficacia, sino que el yachak ejerza verdaderamente o no
sus dones de visión y sanación.
Naturalmente, los oficiantes del ritual se ajustan a cada turista. Por ejemplo, en el
ritual descrito, cuando un norteamericano preguntó qué significaban las diferentes frutas
que se habían colocado en torno al Pachakutik central, Pedro respondió que cada una era
“un símbolo de un valor y una fuerza diferente” y que todas en conjunto representaban
“la variedad cultural, la interculturalidad”. El ritual puede acabar con un “¡Que viva
Estados Unidos!”. Pero esto forma parte de la misma naturaleza de los rituales
neoincaicos, en los que prevalece precisamente un guión abierto, y donde no existen
rigideces notables.
No todos los rituales sirven a los mismos propósitos. Para el “equipo de
investigación”, el Kuntur Ushnu es un espacio de meditación, expresión de sentimientos,
incluso de resolución de problemas personales, que demandan procesos rituales catárticos
que rara vez se pueden observar en un encuentro con turistas. Sin embargo, si el turista
se queda unos días (y no solamente el tiempo justo para asistir al ritual) y empatiza con
los anfitriones, puede participar en momentos densamente emotivos, en los que no están
ausentes las lágrimas, y el turista se siente en un contexto privilegiado para poder
confesarse y solicitar ayuda en clave energética. Naturalmente es preciso, entonces, que
el turista crea verdaderamente que las piedras, las conchas, las varas de chonta y
membrillo, las plantas medicinales, los perfumes, son elementos de la naturaleza que
servirán para reequilibrarnos energéticamente.
Un antiguo troskista cuencano reconvertido al neoincaísmo, una chilena esotérica
que buscaba iniciarse en la “medicina ancestral”, unos antropólogos españoles de la
universidad de Loja que estaban realizando un documental sobre el chamanismo, una
ecologista quiteña con su marido norteamericano (profesor jubilado de ecología), un
grupo de alumnos de la Facultad de Turismo de Cuenca, una pareja de rusos en viaje de
novios… cada uno de ellos asumió de distinta manera las prácticas rituales. Algunos
apelaban a que las “energías cósmicas” de esos rituales podrían ayudar a que cesara la
contaminación, hubiera abundancia de bienes, “armonía entre los hombres” y los
gobiernos “encontraran el camino” para “el auténtico Sumak Kawsay” (Buen Vivir). Una
turista, ecóloga de profesión, me comentaba cómo toda su vida era una “búsqueda por la
energetización”. En sus estudios en el páramo ecuatoriano había aprendido el verdadero
valor de lo que los occidentales llamábamos “energía renovable”. Un grupo de jóvenes
quiteñas, activistas en un movimiento que proponía los hábitats comunitarios urbanos, se
fueron defraudadas: consideraban caro el paquete que les habían vendido por 76$ diarios,
sospechaban que el Baño del Inka no era verdaderamente un yacimiento arqueológico,
criticaban que las familias, en cuyas casas se habían hospedado, no habían compartido
“verdaderamente” su cotidianeidad, y, sobre todo, percibían que “aquí no hay mucho de
comunitario… el turismo se ve que es de unos pocos”. Ni el ritual en Ilincho se salvaba:
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había sido “demasiado frío”. Si algunos se sentían defraudados de que el ritual saraguro
fuese básicamente idéntico a lo que ya habían conocido entre los cañari o en una de las
recreaciones en el museo Pumapungo de Cuenca, otros turistas se sintieron conmovidos
hasta el extremo de regalar su carísimo reloj a uno de los jóvenes indígenas, o volver, al
año siguiente, para iniciarse con un yachak durante dos meses.
Conclusiones
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18
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