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Auténtico ritual neoinca.


La gestación del turismo espiritual entre los saraguro, indígenas del Ecuador

Authentic neo-inca ritual.


The birth of spiritual tourism among Ecuador’s indigenous Saraguro people

Alberto del Campo Tejedor


Universidad Pablo de Olavide (Sevilla)

Enviado a Gazeta de Antropología. Junio 2016

RESUMEN
El turismo espiritual ofrecido por los indígenas saraguros (Ecuador) es parte de un
proceso de afirmación identitaria esencialista, que retorna al mitificado pasado inca, y
que no puede entenderse sino en un contexto nacional y global que incluye movimientos
indígenas, intelectuales de izquierda o antropólogos de la identidad. El trabajo de campo
in situ, tanto con anfitriones y huéspedes del turismo comunitario, como entre los
ideólogos y practicantes de esta nueva religión neoinca, revela las contradicciones pero
también las posibilidades de unas experiencias rituales que actualizan la enésima
mixtificación del indígena bajo tendencias como la medicina natural, la ecología o la
espiritualidad New Age, en un lenguaje tan local como universal, muestra de cómo se
produce y consume lo sagrado en la era de la globalización.

ABSTRACT
Spiritual tourism, offered by saraguros, indians of Ecuador, is part of a process of
essentialist identity affirmation, that returns to inca mythologized past, and that cannot be
understood but in a national and global context that includes indigenous movements, left
intellectuals or anthropologists that deal with identity. The fieldwork with hosts and
guests in this community-based tourism, but also with the ideologists and who practice
this neo-inca religion, reveals the contradictions but also the possibilities of ritual
experiences that update the mystification of indigenous people under trends as natural
medicine, ecology or New Age spirituality, in a language that is as local as universal,
which shows how the sacred is produced and consumed in the Era of Globalization.

PALABRAS CLAVE
Saraguro, turismo comunitario, turismo espiritual, ritual neoinca, movimiento
indígena, identidad.

KEYWORDS
Saraguro, community-based tourism, spiritual tourism, neo-inca ritual, indigenous
movement, identity.

Introducción

De los aproximadamente 40.000 saraguros, indígenas del sur de Ecuador


(repartidos en las provincias de Loja y Zamora Chinchipe), muy pocos se dedican al
turismo, pero el “Gobierno Autónomo Descentralizado Municipal Intercultural de
2

Saraguro”, presidido por primera vez en 194 años por un indígena, está decidido a apostar
por lo que considera una vía de “desarrollo económico e intercultural”, razón por la cual
auspició en 2015 un vídeo promocional de 15 minutos, bajo el eslogan “Saraguro: belleza
ancestral”, que da comienzo así:

El principio de todas las cosas es la dualidad. Antes de ella el vacío.


Hombre y mujer, día y noche, fuerte y débil, universos paralelos. La cosmovisión
andina del pueblo indígena saraguro da lugar a una vivencia espiritual que solo
se puede encontrar en pocos lugares del mundo.1

El vídeo prosigue explicando que en Saraguro conviven “dos culturas”; la indígena


“que posee una identidad única”, y la de los mestizos, “que ocupó estas tierras a partir de
la conquista española”. Ciertamente, mientras los blancos y mestizos son mayoría en el
centro parroquial, los indígenas viven en comunidades, núcleos rurales organizados
políticamente en un cabildo. Cinco de estas comunidades, cuya población oscila entre las
500 y las 1000 personas por núcleo, han desarrollado, desde el año 2001, un proyecto de
turismo comunitario, bajo un modelo que, en teoría, busca la autogestión por parte de las
propias comunidades de un desarrollo que equilibre sosteniblemente la protección del
entorno natural y cultural con la explotación turística a pequeña escala.
Después de una breve estancia en Saraguro en 2006, en el marco de una
investigación colectiva sobre los factores de desarrollo del turismo comunitario en
Ecuador (Ruiz-Ballesteros y Solis, 2007; Ruiz-Ballesteros y Vintimilla, 2009), retorné en
septiembre de 2015 para un trabajo de campo que se prolongaría durante algo más de
ocho meses2. Durante este tiempo conviví en los cuatro alojamientos que ofrece la Red
de Turismo Comunitario en Saraguro, en tres comunidades diferentes: Ñamarín, Las
Lagunas e Ilincho, todas de población exclusivamente indígena. Compartiendo la
cotidianeidad por igual con anfitriones y huéspedes, tanto nacionales como extranjeros,
pronto me fue revelado el leitmotiv del producto turístico saraguro: la “espiritualidad
ancestral”.
Un letrero da la bienvenida en inglés, en español y en quechua al turista que se
acerca a una de estas comunidades: “Las Lagunas: un encuentro con el Pasado”. Como
en muchos otros proyectos de turismo, gestionados por indígenas en Ecuador, estos se
presentan como seres destemporalizados, en el sentido de que parecieran pertenecer a otra
época, una época congelada en el tiempo (Díaz de Rada, 2014; Fabian, 1983), que en el
caso de los saraguros remite al mundo inca. Es de ahí de donde provendría aquello que
promete la experiencia turística, tal y como se explicita en el vídeo: “la convivencia
armónica” sería parte intrínseca de la cosmovisión indígena, la reciprocidad y la
solidaridad en la comunidad asegurarían “experiencias inolvidables”, incluso crear
“amistades que perduran con el tiempo”. En última instancia, “Saraguro es un lugar que
te enseñará el equilibrio de la vida, donde la naturaleza y el hombre viven en una simbiosis
única”. Siguiendo la arcaica idea del viaje como vía de introspección, lo que comúnmente
se ha divulgado como “encontrarse a sí mismo” (Norman, 2011), Saraguro ofrece un viaje

1
http://www.turismosaraguro.com/
2
“Más allá de la venta y el consumo turístico. Una etnografía comparada de la experiencia turística
comunitaria en los Andes ecuatorianos”, investigación patrocinada por el Proyecto Prometeo de la
Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación de la República del Ecuador. El
trabajo de campo incluye técnicas clásicas de la etnografía (observación participante, entrevistas, charlas
informales), pero introduce también la lógicas multisituadas que demandan el seguimiento de procesos,
productos y actores turísticos más allá de la escena local, en el contexto de una de las actividades
paradigmáticas de la globalización.
3

místico, de transformación, un auténtico renacimiento integral de la persona: “entenderás


otras perspectivas de tu propia existencia, […] viajar es vivir, es soñar, es renacer”.
Este artículo analiza la génesis y el desarrollo de un proceso neoesencialista de
identidad, que gira en torno a una vuelta al tiempo originario inca, un tiempo
supuestamente caracterizado por la armonía y la espiritualidad, de las que los saraguros
serían un magnífico exponente. Aunque esta es la base de la oferta turística en Saraguro,
dicha concepción no se gestó esencialmente en el turismo, ni para el turista. Más bien, el
turismo es un elemento más de un complejo proceso que hay que entender en el marco
nacional e internacional de afirmación de las identidades indígenas y del surgimiento de
una religión neo-india (Galinier y Molinié, 2013: 126), tendencias contemporáneas que
se entrelazan con modelos antiguos que vinculan el viaje con la experiencia mística, tal y
como ocurre por ejemplo en las peregrinaciones.
El estudio evidencia que, aunque se reivindica y se vende lo local (frente al mundo
urbano occidental y las tendencias supuestamente homogeneizantes de la globalización),
lo saraguro solo adquiere sentido dentro de discursos, imágenes, etiquetas conocidos
globalmente: el “indígena” saraguro es el “inca”, que ha vuelto para insuflarnos su
“energía cósmica” por 35$ al día3. ¿Son estos “rituales de energetización y florecimiento”
solo una performance mercadotécnica o son capaces de suscitar aquello que genera el
ritual; una fuerte emoción que vincula a las personas en torno a una communitas de
creyentes? El artículo se centra en un pequeño grupo de unos veinte saraguros, a los que
les ha sido revelada una espiritualidad incaica, que ha llevado a una de las familias a
construir un complejo de turismo comunitario, donde poder “compartir con los turistas la
sabiduría cósmica de nuestra cultura ancestral”.

La vuelta de los tiempos: el surgimiento neoincaico en Saraguro

En los inicios del tercer milenio, y movidos por la inquietud de experimentar en la


práctica la cosmovisión andina, una veintena de indígenas se puso en manos de un
principiante de yachak, especie de médico-sacerdote que, según creen algunos, es
heredero de sabios incas que habrían eludido la persecución española haciéndose pasar
por simples indios del campo (Japón Cango, 2007: 86). El impulsor de todo ello era un
hombre carismático, en cuya biografía pueden rastrearse los trepidantes cambios que han
experimentado los saraguros desde los años 70; había cursado estudios universitarios en
la ciudad, tenía experiencia en el movimiento indígena y acabó especializándose en el
estudio de la “cosmovisión de los pueblos ancestrales”. Considerado por unos como un
“iluminado”, incluso tildado de “brujo” por sus detractores, Vicente4 había encontrado
curación a una extraña dolencia en manos de varios yachaks del norte del país, lo que le
llevó a buscar un yachak saraguro. En torno a él, se fue gestando un grupo de fieles que
se reunía periódicamente en Ciudadela, un yacimiento arqueológico “descubierto” para
la ciencia en los años 20 por Max Uhle, quien vio en aquellos restos el Tambo Blanco
inca mencionado por Cieza de León (Uhle, 1923: 11). El lugar resultaba idóneo para esta
búsqueda de espiritualidad ancestral, dado que se consideraba un “espacio energético”
(hierofánico, diría Mircea Eliade). Entre los diversos rituales auspiciados por el yachak,
el cual a su vez distinguió como amawtas (sabios) a varios participantes (entre ellos al
propio Vicente), destacaban las “ceremonias y rituales investigativos”, a través de los
cuales los antepasados incas revelaban no solo cómo vivían antes de la llegada de los
españoles, sino también como debían hacerlo los saraguros en el tercer milenio.

3
Es el precio fijado por la Red de Turismo Comunitario para el alojamiento, tres comidas y las
“actividades con la familia”, si bien servicios como un ritual de sanación se pagarán aparte.
4
Para preservar el anonimato, los nombres son ficticios.
4

Basándose en las crónicas de autores como Cieza de León o Fray Martín de Murúa,
algunos saraguros consideran probado que los incas desarrollaron un tipo de
conocimiento basado en ceremonias en las cuales podían tener visiones, sueños, que
ciertos sabios sabrían interpretar. Para la escéptica mente occidental, sin duda era la
ingesta de sustancias alteradoras de la conciencia (como el san pedro, un cactus
alucinógeno) la responsable de estas visiones, que aparecían, además, en un marco de
sugestión colectiva bajo la autoridad sagrada del yachak, pero para este grupo de
saraguros (autodenominados “equipo de investigación”), las visiones constituían una
ventana a la “sabiduría ancestral” de los incas, los cuales revelaron su deseo de que se
instituyera un centro educativo, en el que se pudiera recuperar “una educación integral
con valores incaicos”, como explica Luisa, hermana de Vicente y posterior alma mater
del proyecto de turismo comunitario en Ilincho. Las ceremonias fueron iniciáticas para
todos; el aprendiz de yachak acabaría consagrado como “guía espiritual”, Vicente o su
cuñado Manuel se descubrirían como amawtas, algunos como visionarios capaces de
servir de médiums entre el mundo inca y el actual, otros como hermeneutas de esas
visiones, y todos, en fin, se convirtieron en adeptos del neoincaísmo. Juntos fundaban en
2005 el Centro de Sabiduría y Prácticas Andinas Amawta Hatari (‘Levántate sabio’).
Medio centenar de alumnos, venidos de diferentes comunidades, cursaron de
manera presencial o semipresencial unos cursos que fueron reconocidos por el Estado, de
acuerdo al modelo de Educación Intercultural Bilingüe aceptado en Ecuador tras décadas
de lucha del movimiento indígena. El Centro Amawta Hatari se basaba en la “pedagogía
ancestral”; resultaba vital recuperar la “espiritualidad andina”, según la cual todo el
universo es animado: el ser humano estaría en “conexión cósmica” con el Dios
Pachakamak, con tayta Inti (padre sol) y mama Killa (madre luna), así como con los
espíritus de las montañas, las lagunas, los ríos, el aire y el fuego. El cosmos constituiría
una especie de conjunto de relaciones y el humano se vincularía a ellas a través de la
espiritualidad, de ahí la idea de “relacionalidad sagrada” (Sternman, 1998: 150-159),
asumida por los ideólogos saraguros de la espiritualidad inca (Bacacela, 2013: 50).
El Centro Amawta Hatari no proporcionaba solo educación neoincaista. No todo
era “equilibrio personal, cósmico y espiritual”, ni “tecnología andina y arte” o “astrología
y astronomía”. La luna nueva se consideraba un momento propicio para la enseñanza de
“psicopedagogía familiar” y la “computación básica”; el cuarto creciente para la
“mecanografía” o la “ética del desempeño profesional”; la luna llena para el “diseño
gráfico” y la “gerencia y administración de proyectos”. De un niño de doce años se
esperaba que demostrara “competencia en el manejo de las varitas rituales y la utilización
de la vestimenta propia” (Chalán, 2014: 39), fuera ducho en asumir la energía cósmica de
cada uno de los cuatro elementos, distinguiera las cualidades energéticas de las distintas
piedras y plantas, y estuviera familiarizado con los movimientos astronómicos. Pero
también que se manejara a la perfección con letras de cambio y otros documentos
bancarios. Un día se organizaba un juego en que los niños quedaban limitados en sus
movimientos físicos, para acto seguido discutir sobre “la experiencia de no tener
movimiento autónomo”, lo que desembocaba en una reflexión sobre “la influencia de la
política en la globalización”. El Amawta Hatari era una manifestación revivalista y
contemporánea, a la vez.
El proyecto, empero, duró poco, sobre todo por las resistencias que encontró entre
los propios indígenas, muchos de los cuales, apegados al catolicismo, las escuelas
convencionales y unas prácticas e ideas que no concordaban con lo que los manuales
decían que era la cosmovisión andina, veían con extrañeza el resultado de lo que
consideraban rituales oscurantistas. De hecho, con el tiempo, de las 35 familias que
5

componían la asociación Inka Samana en Ilincho, solo cinco se mostraron a favor de esta
“educación alternativa”.

El despertar indio: de la cultura indígena andina al neoincaísmo

La incaización de los promotores del centro turístico de Ilincho es solo un elemento


de un proceso que puede observarse, especialmente, entre ciertas élites saraguras, y aun
del movimiento indígena ecuatoriano. En su inicios, en los años 40, el problema de la
tierra concitó la alianza de los indígenas con los partidos y sindicatos de izquierda, de tal
manera que la Federación de Indios, creada en 1945, fue acusada reiteradas veces de
bolchevique (Tuaza, 2011). A partir de los años 70, el movimiento indígena recibiría un
notable impulso de la Iglesia, especialmente con monseñor Proaño, obispo de Riobamba.
La CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador), la organización
aún más representativa a escala nacional que surgió en los años 80, se desvincularía
progresivamente de los partidos marxistas y la Iglesia, colaborando con organizaciones
internacionales, muchas de las cuales llevaban trabajando, con visión desarrollista, desde
su creación a mediados de los años 50 en el fortalecimiento de las comunidades, los
liderazgos y la cultura indígena. Las reivindicaciones de la tierra dejaron paso a las
cuestiones sobre identidad, y así la Constitución de 1980 reconoció la educación
intercultural bilingüe.
La década de los 90 fue la de la consagración del movimiento indígena. Seis grandes
levantamientos entre 1990 y 2001 lograron expulsar del poder a dos presidentes, y
consiguieron que algún dirigente indígena de la CONAIE, como el saraguro Luis Macas,
llegara incluso a ministro de la mano del Movimiento de Unidad Plurinacional
Pachakutik-Nuevo País, el brazo político de la CONAIE, fundado en 1996. La
Constitución de 1998 acabaría reconociendo a Ecuador como Estado plurinacional.
Ciertos acontecimientos fueron claves de este despertar indígena, especialmente la
celebración de los 500 años del “descubrimiento de América”, interpretado por los
indígenas con los “500 años de resistencia”, frente a la “invasión” y el “genocidio”.
Algunos autores (Galinier y Molinié, 2013: 35-54) creen que la contestación al “Día de
la raza” bajo parámetros indigenistas, es el punto de arranque de la “Internacional neo-
india”. Por toda América, se desarrollaron celebraciones, como la llevada a cabo en
Teotihuacán, que habría de unir a todos los indígenas en un movimiento de recuperación
de las civilizaciones prehispánicas: aztecas, mayas, incas. Los indígenas no estaban solos:
a ellos se unirían estudiantes de izquierda, turistas, curiosos, esotéricos del New Age,
practicantes de yoga o vegetarianos fascinados por la medicina natural.
Aunque el movimiento indígena perdió fuelle en los primeros años del tercer
milenio, afianzó sus dos líneas principales de acción política: por un lado la lucha frente
a las políticas neoliberales, por otro la reivindicación de la identidad indígena (Conaie,
1999). Una y otra podían fundirse en un pensamiento que miraba atrás para mitificar el
glorioso pasado inca, donde habría reinado la justicia, el reparto igualitario de bienes, la
espiritualidad. No solo en Ecuador el movimiento incaico llegaba a las más altas élites.
En 2001 Alejandro Toledo se hacía entronizar en Machu Pichu cual si hubiera llegado al
poder un nuevo inca. En 2002 líderes de ocho países del continente americano se reunían
en Chapala, Méjico, y acababan afirmando que “los pueblos indígenas nos reconocemos
hermanos, con una espiritualidad fundada en el respeto y el amor a la naturaleza y con
esperanzas semejantes” (Bacacela, 2013: 53). En 2005, el mismo año en que el “equipo
de investigación” fundara el Centro de Sabiduría y Prácticas Andinas Amawta Hatari, se
aprobaba en Quito la Universidad Intercultural de las Nacionalidades y Pueblos Indígenas
Amawtay Wasi. Allí impartirían clases varios de los aventajados ideólogos saraguros del
6

neoincaísmo, mientras otros, como algunos de los promotores del centro turístico de
Ilincho, se graduarían con tesis sobre cosmovisión indígena.
Las “visiones” de los saraguros que se congregaban en los “rituales de
investigación” en las ruinas de Ciudadela, seguían una cosmovisión indígena que fue
teorizada especialmente desde los años 70, por estudiosos no indígenas. Mientras que los
estudios africanistas incorporaron pronto la visión de la “invención de la tradición”
(Hobsbawn y Ranger, 1983), en Ecuador, como en muchos otros lugares de América del
Sur, siguió primando una visión esencialista (Lentz, 1994: 412). Cuando José Sánchez-
Parga (1984) habla, por ejemplo, de las “estrategias de supervivencia en la comunidad
andina”, traza en el fondo una línea de continuidad de 600 años en la que los indígenas
habrían resistido manteniendo su cultura, “que además de identificarlos y especificarlos
como grupo social, étnicamente diferenciado, los ha mantenido relativamente al margen
de la integración a la sociedad nacional (Sánchez-Parga, 1984: 12). Textos como los de
Sánchez-Parga (1984, 1986) o Galo Ramón (1987, 1988) son ejemplo de una época en
que se optó por la identidad en detrimento de la identificación (Onghena, 2014: 22), por
la resistencia —palabra-fetiche, presente en muchas de las publicaciones auspiciadas por
el Centro Andino de Acción Popular— y la pureza, en detrimento de la mezcla. Los
propios títulos de los ideólogos de este movimiento son harto significativos: Galo Ramón
escribe El regreso de los runas (1993); José Carlos Vilcapoma publica El retorno de los
Incas (2002) y Ángel Polibio Chalán edita, con ayuda de la Fundación Kawsay (dedicada
principalmente al turismo comunitario), La vuelta de los tiempos (2011), donde describe
el proceso del “equipo de investigación” para asimilar la era de Pachakutik
(pacha=tiempo y kutik=retorno), vocablo con que los indígenas empezaron a identificarse
a partir de los levantamientos de la década de los 90.
Los líderes del neoincaísmo saraguro crecieron en este contexto ideológico-
político, con intelectuales troskistas, antropólogos de la identidad y líderes del
movimiento indígena que veían en un pasado mitificado la salvación, una vez que la
revolución socialista no parecía posible. El neoincaísmo es, así, una nueva vuelta de
tuerca de la mixtificación del indígena. Conviene recordar que el término indígena
proviene del latín inde-gens, que sugiere una distancia espacial y temporal entre el sujeto
calificado de indígena y quien enuncia el término de la otredad: son la gente de allí, gente
de otro lugar y otra época. Desde los primerísimos contactos entre españoles e indios,
estos fueron interpretados en ocasiones como seres pertenecientes a un tiempo originario,
como puede comprobarse en textos como el de Amerigo Vespucci, de 1502 (1986: 76),
incluso en un tiempo congelado, un eterno presente (Díaz de Rada, 2014): el indio
constituía, de este modo, lo que nosotros (los españoles, los europeos, los occidentales,
los blancos) fuimos pero habíamos dejado de ser.
Siglos después, la visión sobre los indígenas no se ha desembarazado del todo de
esta destemporalización. Bajo este prisma, la exaltación del indio inca no sería una
recuperación de lo propio (en su contradictoria diversidad, fruto de la particular historia
de acuerdos y desacuerdos de todo grupo humano), sino del otro exótico. Esa es la
paradoja que alumbra Fabian (1983) con su alocronía: el buen indígena actual debería
ser de otro tiempo. En el indio de los cronistas, el nativo de los antropólogos y el indígena
de las élites neoincas saraguros subyace la idea antiquísima de una Edad de Oro. De la
misma manera que los cronistas no crearon al indio al margen de la biblia y las
concepciones cristianas, ni los antropólogos cultivaron su mirada relativista con
independencia de la culpa por un pasado colonial, los actuales neoincas se reconocieron
como “indígenas” precisamente cuando salieron de sus comunidades, estudiaron en la
universidad y se familiarizaron con el discurso de la identidad. Fue asumiendo la verdad
esencialista de los textos escritos por no indígenas, donde se reconocieron, para exclamar
7

“ese del que se habla, soy yo”, o más precisamente, “ese del que se habla, era yo (éramos
nosotros los indígenas), y tenemos que volver a ser.

Los saraguros, ¿pueblo inca?

Es conocido que, como parte de su política de dominación, los incas deportaron a


colectivos humanos, obligándoles a asentarse en otro lugar. En uno de estos grupos de
mitmaqkuna, traídos desde Bolivia, asumen los saraguros su origen, basándose en la
transmisión oral, así como en ciertas interpretaciones de estudiosos empeñados en
descubrir similitudes entre los saraguros y los indígenas bolivianos del Lago de Titicaca.
En el contexto revivalista neoincaico, cabe comprender la adopción por parte de los
saraguros del Inti Raymi (fiesta del sol) en la segundad mitad de los 80, a semejanza de
como fue asumido por otros grupos indígenas, desde la primera representación llevada a
cabo en Perú en 1944, tomando como referencia los Comentarios Reales (1609) de
Garcilaso de la Vega, que especificaba que los incas celebraban la fiesta del sol durante
el solsticio de invierno. Al analizar estas fiestas incaicas (el Inti Raymi y los otros tres
raymis, recreados años después), los medios se hacen eco de la “recuperación” de unas
fiestas “reprimidas y olvidadas”, pero que los saraguros actuales, conscientes de “sus
raíces”, habrían recuperado como una forma de “resistencia identitaria”. Estudiantes
universitarios, algunos de los cuales se convierten en líderes y profesores, adquieren
status y se erigen en voceros de la ideología neoincaica. Los escritos de la neoindianidad
incaica saraguro comienzan invariablemente con una síntesis apologética de la cultura
inca, en la que se habla de la organización religiosa ceremonial de Cuzco. Después viene
la crítica de la occidentalización forzosa, a partir de la invasión española con su “errada
superioridad” (Bacacela, 2010: 17), y el papel de conversión y dominación que ejerció la
Iglesia. La sabiduría y espiritualidad ancestrales, de origen inca, habrían sobrevivido
sobre todo en las prácticas rituales. En este momento del relato suele aparecer un lamento
de cómo los jóvenes desprecian ese tesoro cultural, alienados por las influencias externas,
la emigración, el consumismo, de tal manera que irían perdiendo su identidad, su
auténtica espiritualidad y los principios de la organización social tradicional. Un saraguro
que toque en una banda de heavy metal fusionando la quena y la zampoña con los sones
del rock duro (como hacen los miembros de Supay Runa), un saraguro que mezcle los
ingredientes tradicionales con la cocina aprendida durante sus dos años con Ferrán Adrià,
incluso un saraguro que viva emotivamente la Navidad disfrazándose de alguno de los
personajes grotescos y cómicos como el huiqui o el aja, pero no participe de los
neorituales de los raymis, es un saraguro aculturado, “sin identidad”, “igual que un
mestizo”.
Ahí entraría la labor del intelectual y del líder neoincaico: rescatar, recuperar,
salvar del olvido y enseñar, concienciar. La conclusión es siempre la misma: tal o cual
costumbre es en primer lugar una muestra de supervivencia del Tawantinsuyu, y en
segundo lugar una respuesta de resistencia del pueblo oprimido. Para ello no se duda en
lanzar las más variopintas suposiciones: la vestimenta saraguro remitiría al ave kukikinki,
animal de plumaje blanco y negro que aparecería en el Kapak Raymi; el largo cabello o
la ropa sería una prueba más de que los saraguros eran “incas de privilegio” (ibid. 34). Si
hasta hace poco las mujeres y los hombres se sentaban en la iglesia separados, esto no
constituiría una imposición generalizada en muchos contextos cristianos, incluyendo
España, sino que era muestra de la división dual saraguro, a semejanza de lo que los
antropólogos habrían observado en comunidades indígenas de Ayllu Macha de Bolivia.
Los promotores del turismo copian este discurso y no tienen empacho en inventar
la historia. Así, por ejemplo, el vídeo promocional “Saraguro: Belleza ancestral” edulcora
8

la conflictiva relación entre mestizos e indígenas, apelando al principio de dualidad: “Tal


como la dualidad, estos dos linajes [mestizos e indígenas] conviven y se complementan
amistosamente durante más de 500 años”. Quedan borrados de un plumazo la imposición
colonial y el sometimiento, mientras se pinta al indio como un místico pacífico, capaz de
irradiar energéticamente las buenas influencias, dada su relación armónica con el cosmos.
Es fácil que los turistas se adhieran por convicción ideológica o emotiva a este
discurso de índole romántica. Poco importa que la hipótesis incaica se vea comprometida
por el análisis arqueológico, histórico o antropológico realizado con los estándares
académicos de la ciencia actual. No solo no hay ninguna evidencia del presunto origen
inca de los saraguros, sino que, como afirma el arqueólogo Ogburn (2001, 2008), ni
siquiera hay rastros que permitan hablar de los saraguros como un grupo étnico definido
cuando llegan los españoles. Más bien habría que pensar en un caso de etnogénesis en la
cual los diferentes habitantes de Saraguro habrían configurado una etnicidad a lo largo
del siglo XVI, a partir de una amalgama de diferentes colectivos, que incluiría a cañaris,
paltas, así como a mitmaqkuna de diferentes regiones del incario, sin que ninguna de estas
etiquetas respondiera a la idea esencialista que tenemos hoy de grupos étnicos
cohesionados y definidos, como ha comprobado Hirschkind (1995) en el caso de los
cañaris. Como la de todos los grupos humanos, la historia de los saraguros sería una de
mestizaje, de transculturación, de hibridación (según la terminología que guste a cada
cual), pero no de pureza.
La duda y el relato en clave de hipótesis de estudios como los de Ogburn o
Hirschkind, contrastan con las seguridades esencialistas que asumen los textos
programáticos del neoincaísmo. Después del tirón de orejas de la postmodernidad, el auge
del constructivismo y el relativismo cultural, así como la crisis de las certezas
epistemológicas, acaso ya no sea posible afirmar que muchos de los textos del
neoincaísmo tienen más de fe que de ciencia, pero sí puede sostenerse que rezuman una
clara intención política y doctrinal, que, por otra parte, no se entiende sin tener en cuenta
que las voces indígenas han estado violentamente sometidas durante siglos. En ese
despertar, muchos intelectuales, indígenas y no indígenas, alzan su voz y reinventan la
tradición al gusto de sueños, aspiraciones, pero también frustraciones y dolor que se
palpan en cada frase.

La espiritualidad andina

Uno de los rasgos de la espiritualidad andina es su flexibilidad. No hay un corpus


estable y rígido de creencias y prácticas, sino que más bien se suceden interpretaciones
que pueden adaptarse a las circunstancias. El mismo sociolecto neoincaico es tan genérico
(poder, armonía, naturaleza, energía), que puede significar cualquier cosa. Según las
entrevistas mantenidas, los “principios filosóficos” son la reciprocidad, la solidaridad, la
redistribución, la dualidad y complementariedad, el amor a la tierra, aunque no están
ausentes la sinceridad, la lealtad, la justicia, la paciencia, la tolerancia, la responsabilidad,
la puntualidad, el respeto, el cariño. ¿Quién no estaría de acuerdo con dichos principios?
“Pertenecemos a la tierra y la tierra es nuestra madre” (como la célebre carta del jefe indio
Noah Sealth en 1854: “somos parte de la tierra y asimismo ella es parte de nosotros”), es
un eslogan que seduce a ecologistas, naturistas, devotos de la era del Acuario, partidarios
de la bioconstrucción o la permacultura, todos los cuales se dan cita en encuentros como
el Festival Internacional Madre Tierra, al que acudí con algunos saraguros. Las
caminatas energéticas por la montaña son defendidas por los impulsores del Centro
Amawta Hatari con argumentos que subscribiría cualquier europeo aficionado al
senderismo (Chalán, 2014: 44).
9

La espiritualidad neoindia implica, por otra parte, la simplificación estereotípica de


lo occidental, frente a lo que se yergue la reacción indígena. Así, por ejemplo, se afirma
que el ritual occidental sirve para “consolidar y perennizar el poder del Estado o de la
Iglesia” (Chalán, 2011: 133), frente al ritual andino, que supone una vía de conocimiento,
de sanación y de festividad. Del mismo modo, mientras se critica la moderna ciencia
occidental, se alaba el conocimiento de la Grecia clásica, tomada como civilización
ancestral al mismo nivel que la de los incas o los aztecas. Así, por ejemplo, para
considerar la importancia que tiene una filosofía basada en los cuatro elementos, los
miembros del “equipo de investigación” citarán a Aristóteles. Es evidente, para ellos, que
el aire y el fuego son masculinos, el agua y la tierra femeninos, y solo las modernas
ciencias (la geología, la física o la biología) ignoran semejante verdad universal, que sin
embargo sí sabían “los europeos” de la Grecia o Roma antigua.
El conocimiento aún incierto que tenemos sobre muchos aspectos de la cultura inca,
también permite la exégesis libre. Durante nuestra estancia, los saraguros se refirieron al
ayllu (el linaje inca) a veces como el grupo doméstico, otras como la comunidad, y en
otros casos como la “familia que funciona como una comunidad”. El ayllu saraguro
(como los raymis) es una recreación del neoincaísmo, de la misma manera que los
neoindios mejicanos adoptan el calpulli, un tipo de organización territorial azteca
(Galinier y Molinié, 2013: 49).
La flexibilidad del ideario neoincaico saraguro, así como la fascinación por todo
aquello que suene a exótico, arcaico y antirracional (en la medida que se opone al
racionalismo ilustrado occidental), permite el sincretismo del neoincaísmo con otras
filosofías y espiritualidades, incluyendo las de Occidente, que habría dado también sus
frutos disidentes, alternativos, al credo racionalista oficial. Así, en nuestro trabajo de
campo se nos afirmó muchas veces que el ritual es una vía de “conexión cósmica”, de
“sensibilización”, “meditación”, “energetización”, pero también de “apoyo psicológico”,
una “terapia para la autoestima”, un auténtico “método de psicopedagogía” o un “proceso
bioenergético”. A menudo, el ideario y las prácticas neoincas parecen un collage o,
diríamos hoy, un corta y pega. Se trata de una espiritualidad que podría fundirse incluso
más allá del continente americano, con sufistas turcos, lamas tibetanos o hippies
reconvertidos al movimiento New Age.
¿Quién ha necesitado estimular esa identidad? ¿Quién requiere reivindicar esa
diferencia inevitable? Bastantes de las familias que ofrecen servicios de turismo
comunitario en Saraguro pertenecen a una élite ilustrada: han realizado tesis universitarias
sobre el quechua, la educación intercultural bilingüe o la cosmovisión indígena; han
trabajado en diferentes organizaciones internacionales, centros educativos (desde
primaria hasta la Universidad) o en el propio gobierno municipal. No pocos son, además,
líderes y dirigentes reconocidos, y ocupan un papel relevante no solo en la estructura
comunitaria, sino también en las organizaciones del movimiento indígena.
Sin embargo, no cabe inferir que los neoincas saraguros solo teorizan y reproducen
ideas esencialistas. En muchos casos, son consecuentes, al menos tanto como el que
profesa cualquier otra religión o se adhiere a cualquier movimiento espiritual. Es cierto
que la mayoría no habla quechua (al menos no fluidamente como lengua de comunicación
habitual), ni vive ya fundamentalmente de la agricultura y la ganadería, pero sus creencias
son profesadas sinceramente en lo esencial. La familia a cargo del centro turístico de
Ilincho cree verdaderamente que los yachaks y los amawtas son los depositarios de la
sabiduría inca, que el lugar donde celebran sus rituales con los turistas es especialmente
“energético” y que deben inculcar la sabiduría que les ha sido revelada en sus “ceremonias
de investigación” a todos sus hijos, a los que han dado nombres incas que resultan
elocuentes. Al visitar el “centro espiritual” o el museo del centro turístico, el huésped
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puede observar las fotos de los insignes personajes que constituirían la genealogía inca
del Tawantinsuyu como Lloque Yupanki, Inka Ruka o Wayna Kapak. Junto a ellos, y al
mismo nivel, están los retratos de legendarios líderes del movimiento indígena
ecuatoriano, como Fernando Daquilema (1845-1872) y Dolores Cacuango (1881-1971),
con otros dirigentes saraguros, entre los que se incluye el actual alcalde (natural de
Ilincho) y el propio Vicente. El pie de página explicita que, mientras Vicente se dedica a
“la reconstrucción del pensamiento de los pueblos ancestrales”, su liderazgo se basa en la
“intención de lograr la unidad de los saraguros”. Evidentemente hay una clara intención
en reconstruir la historia y vincular, en una imaginaria línea, los actuales líderes saraguros
y del movimiento indígena ecuatoriano con los personajes del incario, cuyos logros son
ensalzados míticamente. Pero los promotores de este complejo turístico creen en esa
continuidad de resistencia, sabiduría y espiritualidad. Cuando uno de los más fervientes
defensores de la vuelta a la cosmovisión andina, oficiante él mismo de rituales
neoincaicos y anfitrión en su casa de turistas comunitarios, tiene la desgracia de que
muera su primogénito, y le entierra en un ritual en que se recrean las antiguas ceremonias
incas, es evidente que no se trata de una performance para la galería. Cuestión distinta es
si cabe encontrar fácilmente contradicciones entre los criterios de beneficio económico
que guía, esencialmente, su quehacer turístico y las solemnes llamadas a la reciprocidad,
la solidaridad y la interculturalidad. Pero una cosa es predicar y otra dar trigo, en este
como en cualquier otro contexto “espiritual”.

Turismo comunitario

En 1990, el mismo año del primer gran levantamiento indígena, la CONAIE decide
apostar por un turismo que se convierta en una estrategia de afirmación identitaria. Es
entonces cuando, al mismo tiempo que se discutía en Saraguro la conveniencia de una
educación quechua propia, algunos líderes saraguros proponen autogestionar un turismo
que se veía como inevitable; a la par que generaría una fuente de ingresos, podría
incentivar el mantenimiento de aquellos rasgos que constituían a la vez la demanda del
turista y lo considerado singular de los saraguros: la música, la artesanía o la
espiritualidad. El proyecto se concreta en 2001, impulsado por la ONG Kawsay, a su vez
financiada por la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) y Solidaridad
Internacional de España (Fernández, 2008: 306-317). El Ministerio de Turismo empieza
a regular la actividad turística comunitaria. Un año más tarde, en plena efervescencia de
discursos sobre la defensa territorial, la economía solidaria, el empoderamiento de los
indígenas y la recuperación de las costumbres y formas de vida de los “pueblos
ancestrales”, surgía la FEPTCE (Federación Plurinacional de Turismo Comunitario del
Ecuador). Organizados como CTCs (Centros de Turismo Comunitario), las diferentes
propuestas en cada comunidad saraguro quedarían integradas en 2004 en la Red de
Turismo Comunitario Rikuy que incluiría a ocho CTCs de otras tantas comunidades,
cinco de ellas de población exclusivamente indígena. Un año más tarde, en 2005, se
lanzaba al mercado el producto turístico saraguro a través de la recién creada operadora
Saraurku.
Que el proyecto solo prosperara en las cinco comunidades indígenas confirma
nuestros estudios anteriores (Ruiz-Ballesteros y Solis, 2007; Ruiz-Ballesteros y
Vintimilla, 2009), que señalan la importancia de una consolidada estructura comunitaria,
fuertes liderazgos o singulares procesos identitarios, en los que el pasado mitificado y lo
exótico se configuran como leitmotiv del producto turístico (Del Campo, 2009). Hoy se
percibe cierto agotamiento debido a la reducción de ingresos externos de las ONGs, el
descenso de visitas y la generalizada apatía de las comunidades, que ven el turismo como
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un marco jurídico para que algunas familias se beneficien de una iniciativa económica,
que ha contado con suculento apoyo financiero externo, y que solo revierte el 10% de los
beneficios a las comunidades. Solo cuatro comunidades persisten en el proyecto (Gera,
Ñamarín, Ilincho y Las Lagunas) y otras tantas familias ofrecen alojamiento. En realidad
los servicios ofrecidos por la unidad doméstica que gestiona el centro turístico en Ilincho
son, con diferencia, los más exitosos. Luisa, hermana de Vicente, es la presidenta de la
suborganización de Agroturismo de la comunidad; su marido Pedro, que ejerce de
profesor, es también el presidente de la Red de Turismo Comunitario. Sus cuatro hijos,
aun en edades estudiantiles, forman parte de un grupo folclórico de música y danza que
ameniza las veladas de los turistas, y participan en los rituales. La mayor de ellos está
finalizando la carrera de turismo.
Este centro de turismo funciona desde el año 2013 y su relativo éxito está
inexorablemente unido al turismo espiritual neoincaico. El alojamiento, el restaurante, la
sala de conferencias están decorados con símbolos de la neoindianidad: fotografías de
Atahualpa, banderas arcoriris del Tawantinsuyu, pinturas murales que representan los
cuatro raymis. La ckakana está en los muebles, en las puertas, incluso en la propia
arquitectura, como el “salón de eventos”, un espacio diseñado para 160 personas,
construido en forma de cruz del sur. Muchos de los servicios son neoincaicos. Así, el
turista puede participar en una pachamanca (del quechua ‘pacha’=tierra y ‘manka’=olla),
un invento del neoincaísmo peruano, para cocer alimentos en un hoyo cavado en la tierra,
donde se introducen piedras incandescentes. Más demanda tienen los “baños de cajón”,
un tratamiento de sauna con hierbas medicinales; matico, eucalipto, saúco blanco,
manzanilla. En él se pone de relieve la mezcolanza entre el neoincaísmo y las terapias
naturalistas, dado que la sauna y los “masajes de relajación” servirían por igual para la
“purificación”, para “liberar las malas energías y tomar las nuevas”, como para “bajar el
nivel del colesterol, mantener una piel tersa, regular la digestión, combatir el insomnio y
aliviar los músculos doloridos”. Los baños de cajón no solo son frecuentados por turistas:
indígenas y mestizos de las comunidades y del centro parroquial también acuden, incluso
no es inusual encontrar familias enteras enviadas allí por un psicoterapeuta de Cuenca
fascinado por “el poder de los tratamientos indígenas”. Estas formas de sanación son
comunes a la galaxia neoindia en todo el continente, y las encontramos también en
círculos de medicina naturalista, esoterismo o vegetarianismo en las ciudades, de la
misma manera que el temascal concitará por igual a los neoindios sioux e inuit, los turistas
de Agua Blanca (Ecuador) o los neoincas saraguros.

Ritual de florecimiento

El ritual es, sin duda, el instrumento privilegiado para representar y vivir la


neoindianidad en todo el continente americano. Algunos son espectaculares, públicos,
como cuando danzan indígenas hollywoodienses en el zócalo de Méjico, un supuesto
chamán sacrifica una llama en una celebración en la universidad de Cuzco (Galinier y
Molinié, 2013: 55), o la comunidad de Las Lagunas celebra el Inti Raymi. Otros son más
íntimos, discretos, privados: en los hoteles de Cuzco los aymaras ofrecen un servicio de
lectura de las hojas de coca, y en Ilincho se organizan rituales de energetización y
florecimiento en el día y hora que el turista convenga. Estos se llevan a cabo en el “centro
espiritual” Kuntur Ushnu, una pequeña estructura de madera, hexagonal, techada con
tejas, dentro de la cual está representada, con tierras de colores, la espiral del Pachakutik,
la vuelta de los tiempos. En la parte frontal, la mirada curiosa del turista se deleita con un
heterodoxo altar, donde se agolpan diversos objetos, como es usual en las “mesitas” de
los yachaks saraguros. La escenografía varía en función de cada uno de los cuatro pachas,
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pero incluye casi siempre bastones de mando de los que han ejercido ciertos liderazgos
en las comunidades (imprescindibles para captar “la energía del gran cosmos”), piedras
de cuarzo que armonizarían el espacio, diferentes frascos con plantas medicinales de los
cerros, perfumes y conchas marinas. No faltan las fotografías de los ascendientes del
grupo familiar, ni los retratos de insignes incas como Rumiñawi. Como en muchos otros
lugares de la galaxia neoindia, estos antepasados serían a su vez guardianes del recinto
sagrado, vehículos de la energetización, así como recuerdos de un pasado glorificado. El
turista encontrará también dos ramos florales, idénticos a los que preparan las
“muñidoras” en las fiestas católicas, pero que los neoincas saraguros consideran un
vestigio simbólico del Tawantinsuyu (Bacacela, 2010). Tampoco suele faltar la chakana,
dado que sin ella difícilmente fluirá la energía. La razón de la construcción de este
“espacio sagrado” en un pequeño promontorio a unos 100 metros del hostal, es la misma
por la que los neoindios mejicanos desarrollan sus performances en Teotihuacán o en el
Zócalo: son lugares hierofánicos, “sagrados”, “energéticos”.
El ritual sigue típicamente una secuencia con tres elementos: en primer lugar se
invocan las energías del “Gran Creador”, de la “Pachamama” y los “espíritus de la
naturaleza”. En segundo lugar procede algún tipo de “limpia” para desechar las “energías
negativas”. Con el “florecimiento” de “energías positivas” concluye el acto. Participé
entre 2015 y 2016 en más de un centenar de rituales diversos, que mostraban en conjunto
ciertas características repetitivas, de ahí que la descripción de uno de ellos pueda
ejemplificar el arquetipo. Tomaré, como modelo, un “ritual de energetización y
florecimiento” desarrollado para un grupo de 25 estudiantes norteamericanos en el
“centro espiritual” de Ilincho. Una guía saraguro de la Red de Turismo Comunitario
acompaña a otro americano, privativo del grupo de alumnos, que traduce
simultáneamente. Como casi siempre, es Pedro el que da la bienvenida al grupo, y actúa
de oficiante. Sitúa a los turistas en círculo, alrededor del Pachakutik; deben intercalarse
hombre y mujer “para respetar el principio de dualidad”. Les advierte que no deben
realizar fotos durante el ritual, sino antes y después, “como en una misa”. La escenografía
muestra el simbolismo propio del Kapac Pacha (21 de septiembre al 21 de diciembre),
que Pedro se encarga de explicar:

Es momento para que cada cual tome la fuerza de los antepasados y su poder,
para fortalecer el liderazgo con la energía de los líderes que se fueron, los
antepasados, los amigos. Kapac Raymi es la celebración del poder, de la autoridad,
de los kapac. Todos somos kapac, no solo los líderes. Todos tenemos un poder. El
altar cósmico representa la Pachamama. Es el Pachakutik cósmico, no el político:
la vida es cíclica, recorremos el Pachakutik desde el centro. El sol está en el centro.
También tenemos las banderas del Tawantinsuyu, los cuadros de líderes. Ellos
siguen teniendo poder, especialmente el gran espíritu. Es un ritual de energización
lo que vamos a hacer. Hay que predisponernos a conectarnos con la energía. Según
nuestra cosmovisión todos los elementos tienen vida, las piedras, el agua, la
tierra…, por lo tanto tienen espíritu. Nos conectamos con el espíritu de las piedras,
del sol, no adoramos al sol como han dicho, no consideramos el sol una divinidad,
una imagen, pero sí nos conectamos con su espíritu, para tener una interrelación.

Cerrando los ojos, Pedro invoca al espíritu de los cuatro elementos, de la


Pachamama, de los antepasados, les agradece su presencia y pide permiso para realizar
el ritual. Toma un trago de un frasco y “sopla” tres veces al centro. Después, se echa
colonia e insta a su mujer, Luisa, a que nos reparta a todos. Frotarse las manos con ella e
inhalar su perfume es el primer acto de limpia. Después de tocar la caracola, Pedro explica
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al grupo: “Vamos a conectarnos con el Gran Espíritu… con nuestros amigos, los
familiares, el Gran Creador…”. Extender los brazos hacia el centro, nos permitirá entrar
en contacto con las fuerzas cósmicas del Pachakutik. Suena la música de la flauta andina
(la quena) y el bombo, tocado suave y rítimicamente por uno de sus hijos y otro joven,
que se gana unos dólares cuando requieren de su presencia. Pedro toma un bastón, donado
por un joven de la comunidad como ofrenda al espacio sagrado. Después de purificarlo
con un soplo, insta a los estudiantes a tomarlo en sus manos. Algunos cierran los ojos
místicamente, formulan algún pensamiento, y se lo pasan al siguiente. Mientras, Luisa
aviva el incienso. Suena El Cóndor pasa, uno de los himnos neoincas. Cuando Luisa toma
el bastón, profiere unas palabras, primero en quechua, después en español:

Te doy las gracias por ver la luz…, Gran Espíritu… te pido perdón por
nuestros abusos de poder, por las malas actitudes… y te pido para que podamos
hacer el bien con las familias…, que podamos compartir en solidaridad… Te
agradezco por los frutos de hoy, por el viento, por el olor de las plantas y las
flores, por los remedios, porque cada humano, cada amigo, cada visitante
podamos compartir en este espacio.

Antes de devolverlo a su lugar, el bastón es ahumado en el “fuego sagrado”, una


especie de incensiario de barro donde se queman plantas medicinales. Los participantes
no pueden ser pasivos, Pedro lo sabe bien, por lo que pide cuatro voluntarios (dos de cada
sexo) para que enciendan otras tantas velas, una de cada color, que son depositadas en
cuatro piedras que hacen de chakana “en agradecimiento del fuego sagrado, del sol, de la
naturaleza, para pedir que esta luz nos ilumine a cada uno”. Insiste en que “si se quieren
expresar, pueden hacerlo”, pero los alumnos están demasiado cohibidos. Hay risas cuando
uno de ellos tiene dificultad para encender la vela y fijarla sobre la piedra, lo que Luisa
interpreta como las dificultades que estaría atravesando el chico en su vida privada. Se
aplaude, cuando finalmente lo logra. Por último, nos tomamos de la mano, las alzamos y
gritamos vivas en quechua: “¡juyayay, juyayay, juyayay Kapak Raymi!”. Después,
“energetizados”, nos abrazamos. Pedro agradece “la visita” y apela a que “esto es
interculturalidad”, dado que “se está enseñando un camino de espiritualidad ancestral”.
Algunos preguntan interesados: ¿por qué están descalzos? Luisa explica que en un lugar
sagrado hay que descalzarse porque “los zapatos traen la mala energía de haber andado
por muchos lugares”. También preguntan por los bastones de mando: “Este me lo regaló
mi madre cuando me gradué. Yo también le he regalado uno a mi hijo cuando ha cumplido
14 años. Nosotros hacemos entonces un ritual, el Warachikuy” (rito de paso incaico que
celebraba el paso de la adolescencia al mundo adulto). Al final, Pedro desea suerte a
todos; “que tengan éxito con la fuerza que han tomado”. Cuando parten los estudiantes,
Pedro se quita la cushma (especie de poncho corto), el cinturón de tachuelas de plata que
usan para los momentos de solemnidad, y se calza. Angelita desaparece; una pareja espera
para el baño de cajón. Los dos jóvenes músicos se van escudriñando sus teléfonos móviles
y hablando de fútbol. El “encuentro intercultural” ha durado 40 minutos. Los turistas han
desembolsado 60 dólares (equivalente a cinco días de salario de un trabajador del campo)
y se van satisfechos: “it´s the best experience so far” (“es la mejor experiencia hasta
ahora”), me dice una estudiante que luce una camiseta de Bob Marley.

Espiritualidad: vivencia y simulacro

En un anterior trabajo sobre la autenticidad en el turismo comunitario (Del Campo,


2009) matizábamos la asumida concepción de MacCannell (1973), según la cual solo
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puede haber un simulacro de autenticidad en los productos turísticos: artesanías, comidas


típicas o escenografías “recuperadas” solo serían réplicas hechas a la medida del turista
occidental, que tendría así la ilusión de acceder a un objeto, una práctica tradicional,
exótica, pura, verdadera. Bajo esa perspectiva, el anfitrión sería un farsante, y el huésped
un idiota. Naturalmente, en muchos casos puede aplicarse la perspectiva maccannelliana.
Sin embargo, este prisma parte de una concepción objetivista (museística) de lo auténtico,
que se contrapone a la corriente constructivista, según la cual la autenticidad no es una
esencia, un rasgo inherente a algo, sino un proceso negociado, construido, entre los
diferentes actores que interpretan, etiquetan e experimentan algún hecho social. Si damos
por útiles los postulados de Hobswbawn y Ranger (1983), o en nuestro contexto de Luis
Díaz Viana (1999), los cuales ponen de relieve los procesos de invención de la tradición
y lo popular, no es menos cierto que estos inventos pueden asumirse y transmitirse al cabo
de un tiempo como auténticos, siempre que un colectivo los interiorice y experimente
como propios, como ontológicamente pertenecientes a su mundo de certezas,
convicciones y constructos que Schutz (2003) llamaría “de primer grado”. No es posible
así determinar a priori si una invención reciente será o no experimentada y comunicada
como auténtica, más que en la particular pragmática de cada performancia cultural (Del
Campo, 2009). En todo caso, no siempre es necesario el análisis del antropólogo para
desvelarlo. Los propios saraguros lo saben. Uno de ellos se refería así a los rituales del
Inti Raymi:

Hay que decir las cosas con frontalidad: es un montaje. Teóricamente copian
los principios. Obviamente han leído y han visto cómo se hace en Perú, cómo se
hace en Riobamba. Siguen el proceso, pero no hay el espíritu, que se conecta con
la naturaleza para hacer el bien a alguien. Ellos montaron eso vista la posibilidad
del turismo comunitario. Es obvio que le ayudará [al turista], tampoco voy a negar.
Siempre son habilidades. Va a ayudar, las agüitas por ejemplo. Solo que a veces
cuando exageran, ya pierde credibilidad. No puedo asegurar, porque no sabemos
el corazón de cada quien, pero es medio superficial.

La comparación entre los rituales del “equipo de investigación” y los que realizan
para los turistas, pone de relieve, efectivamente, que en estos últimos no faltan ciertos
efectos escenográficos tendentes a dar mayor credibilidad al evento, con imágenes,
sonidos, palabras y actos que el turista vincula con lo indígena, lo andino, lo inca, en todo
caso con lo tradicional y exótico. Ni El Cóndor pasa, ni la música instrumental de bombo
y flauta, ni las palabras en quechua, son necesarios cuando el grupo se reúne sin turistas.
Como tampoco que el oficiante aparezca descalzo y con la indumentaria reservada para
los momentos solemnes. Sin embargo, los miembros de este grupo verdaderamente creen
que la secuencia ritual que realizan (tanto entre ellos como con los turistas) tiene
efectivamente un efecto sobre los participantes. Las llamadas a los espíritus o al Gran
Creador, las limpias, los soplos son idénticos. El romero y el eucalipto son considerados
macho y hembra, y no tomarán cualquier planta para realizar los rituales con los turistas,
dado que entonces no podrían “limpiar las energías negativas”. Como todo ritual es, en el
fondo, una práctica para “restaurar el equilibrio con la madre tierra y el cosmos”, un
evento organizado para turistas que no siguiera la cosmovisión andina, que jugara
frívolamente con ella, atraería las energías destructivas a todos, especialmente a los
oficiantes, dado que son ellos, según creen los saraguros, los que se “cargan” más con
energía negativa cuando realizan estos rituales.
En todo caso, para los saraguros, la autenticidad, como los efectos energéticos de
los rituales, es cuestión de grado. Ellos creen que solo determinados días y horas son
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propicios para las sanaciones y energetizaciones. Sin embargo, que se presten a realizar
un ritual cuando se anuncia la llegada de un turista, no anula totalmente su eficacia;
depende de las circunstancias. Un saraguro emigrado a Yacuambi, que esté de paso un
lunes, también podrá solicitar una limpia, a sabiendas de que lo mejor sería llevarla a cabo
el martes o el viernes. Si no funciona tal vez se aluda a que no se hizo en el día más
adecuado, pero no que el ritual no fue auténtico. Tampoco la mercantilización del ritual
resta necesariamente autenticidad. Los saraguros están acostumbrados a que sus más
auténticas misas católicas por el alma de sus difuntos o para que el cura les mencione bajo
la protección de tal o cual santo, conlleva un pago, que los indígenas interpretan en clave
de ofrenda a taita Dios o al Niño Jesús. No ignoran los saraguros que muchos yachaks se
aprovechan de propios y extraños, tras convertir sus dones en un negocio. Pero no es la
mediación mercantil la que resta eficacia, sino que el yachak ejerza verdaderamente o no
sus dones de visión y sanación.
Naturalmente, los oficiantes del ritual se ajustan a cada turista. Por ejemplo, en el
ritual descrito, cuando un norteamericano preguntó qué significaban las diferentes frutas
que se habían colocado en torno al Pachakutik central, Pedro respondió que cada una era
“un símbolo de un valor y una fuerza diferente” y que todas en conjunto representaban
“la variedad cultural, la interculturalidad”. El ritual puede acabar con un “¡Que viva
Estados Unidos!”. Pero esto forma parte de la misma naturaleza de los rituales
neoincaicos, en los que prevalece precisamente un guión abierto, y donde no existen
rigideces notables.
No todos los rituales sirven a los mismos propósitos. Para el “equipo de
investigación”, el Kuntur Ushnu es un espacio de meditación, expresión de sentimientos,
incluso de resolución de problemas personales, que demandan procesos rituales catárticos
que rara vez se pueden observar en un encuentro con turistas. Sin embargo, si el turista
se queda unos días (y no solamente el tiempo justo para asistir al ritual) y empatiza con
los anfitriones, puede participar en momentos densamente emotivos, en los que no están
ausentes las lágrimas, y el turista se siente en un contexto privilegiado para poder
confesarse y solicitar ayuda en clave energética. Naturalmente es preciso, entonces, que
el turista crea verdaderamente que las piedras, las conchas, las varas de chonta y
membrillo, las plantas medicinales, los perfumes, son elementos de la naturaleza que
servirán para reequilibrarnos energéticamente.
Un antiguo troskista cuencano reconvertido al neoincaísmo, una chilena esotérica
que buscaba iniciarse en la “medicina ancestral”, unos antropólogos españoles de la
universidad de Loja que estaban realizando un documental sobre el chamanismo, una
ecologista quiteña con su marido norteamericano (profesor jubilado de ecología), un
grupo de alumnos de la Facultad de Turismo de Cuenca, una pareja de rusos en viaje de
novios… cada uno de ellos asumió de distinta manera las prácticas rituales. Algunos
apelaban a que las “energías cósmicas” de esos rituales podrían ayudar a que cesara la
contaminación, hubiera abundancia de bienes, “armonía entre los hombres” y los
gobiernos “encontraran el camino” para “el auténtico Sumak Kawsay” (Buen Vivir). Una
turista, ecóloga de profesión, me comentaba cómo toda su vida era una “búsqueda por la
energetización”. En sus estudios en el páramo ecuatoriano había aprendido el verdadero
valor de lo que los occidentales llamábamos “energía renovable”. Un grupo de jóvenes
quiteñas, activistas en un movimiento que proponía los hábitats comunitarios urbanos, se
fueron defraudadas: consideraban caro el paquete que les habían vendido por 76$ diarios,
sospechaban que el Baño del Inka no era verdaderamente un yacimiento arqueológico,
criticaban que las familias, en cuyas casas se habían hospedado, no habían compartido
“verdaderamente” su cotidianeidad, y, sobre todo, percibían que “aquí no hay mucho de
comunitario… el turismo se ve que es de unos pocos”. Ni el ritual en Ilincho se salvaba:
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había sido “demasiado frío”. Si algunos se sentían defraudados de que el ritual saraguro
fuese básicamente idéntico a lo que ya habían conocido entre los cañari o en una de las
recreaciones en el museo Pumapungo de Cuenca, otros turistas se sintieron conmovidos
hasta el extremo de regalar su carísimo reloj a uno de los jóvenes indígenas, o volver, al
año siguiente, para iniciarse con un yachak durante dos meses.

Conclusiones

En 2013, la OMT realizó en Vietnam la primera Conferencia Internacional sobre el


Turismo Espiritual (First UNWTO, 2015), lo que es sintomático del auge de este tipo de
turismo. En el contexto latinoamericano, y más en concreto en Ecuador, comunitarismo,
indigenismo y espiritualidad forman una tríada cada vez más frecuentemente explotada
en el turismo de base local. Una demanda global se satisface con una oferta local, que sin
embargo no surge ni se desarrolla solo localmente. La jerga de los yachaks saraguros,
como la de nuestros neoincas encargados de los rituales turísticos, es estandarizada: no
difiere demasiado de lo que pronuncia el sacerdote mexica desde la pirámide del Sol en
Teotihuacán o el intelectual disfrazado de chamán desde el Sacsayhuamán, la
fortificación inca en el Cuzco. También es estandarizada la secuencia de los rituales,
aunque hay naturalmente diferencias; en Perú se lee el futuro en las hojas de coca,
mientras que los saraguros confían en las conchas. Y evidentemente los saraguros no
sacrifican llamas. Pero hay paralelismos tan evidentes que permiten hablar de una misma
religión neoincaica.
A Galinier y Molinié (2013: 18) le resultaban familiares los soldados del ejército
imperial que anunciaban la llegada del Inca durante la celebración solsticial en
Sacsayhuamán, hasta que descubrieron que eran idénticos a los que aparecían en uno de
los capítulos de Tintín. Las fuentes de la recuperación neoindia son diversas, e incluye
desde imágenes hollywoodienses hasta crónicas de los españoles, libros de antropología
o las numerosas páginas webs y blogs existentes sobre cosmovisión andina, medicina
alternativa y viajes espirituales, todo lo cual queda filtrado en las particulares experiencias
de los yachaks, amawtas y, en general, en todo el que participa en procesos rituales de
iniciación neoincaica. Si en Saraguro se crean centros de sabiduría incas según estos se
revelan a los iniciados, en México han surgido calmecac a imagen y semejanza de los
centros aztecas.
El estudio del caso saraguro demuestra que, en su formulación identitaria
esencialista, los saraguros y su “espiritualidad ancestral” no ha existido hasta hace
relativamente poco, de la misma manera que en Méjico no existía una cultura mixe, ni
había tlapanecos, sino que los indios simplemente se identificaban como habitantes de tal
o cual comunidad. También en Perú la rígida categorización entre quechuas y aymaras es
cosa de los antropólogos e intelectuales. El turismo es uno de los factores que puede
avivar esta etnogénesis, como ha ocurrido, sin duda, entre el pueblo manta de Agua
Blanca (Ruiz-Ballesteros, 2009; Hernández-Ramírez y Ruiz-Ballesteros, 2011). Hemos
intentado aquí analizar las fuentes de este proceso identitario, vinculándolo
históricamente a un movimiento indígena nacional e internacional, descubriendo las
contradicciones y paradojas de este proceso, pero también huyendo de la mera crítica al
margen de las experiencias de anfitriones y huéspedes. Los neoindios saraguros no son
una identidad colectiva en el sentido clásico del término: a pesar de que un saraguro puede
identificarse, en ciertos contextos, bajo el mismo paraguas incaico que otros indígenas de
Perú, no forman un colectivo cohesionado, jerárquico, estructurado. Los neoindios
saraguros no son ni los indígenas que resisten desde hace 500 años el dominio de los
blancos, ni los desposeídos aculturados que han perdido sus tradiciones y se hallan
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perdidos en la globalización; no responden al estereotipo del indio degradado de cualquier


suburbio, ni del dócil siervo que ha perdido su dignidad; aunque emparentados, no forman
parte siempre de los indigenistas. Se consideran runas, como el resto de habitantes no
blancos ni mestizos de los Andes, pero también saraguros, “la raza más pura de América”.
El grupo de fieles, en el que se integra la familia que regenta el centro turístico de
Ilincho, son incaístas, no solo porque están fascinados por la civilización inca, sino porque
consideran necesario su regreso. Algunos saraguros, que no comulgan con ellos, los
tildaron en mi presencia de “secta”, en el sentido de un grupo pequeño de devotos
estrechamente cohesionados, en torno a ciertos liderazgos y creencias que se contraponen
a las mayoritarias y hegemónicas. Y sin embargo, en su aparente singularidad, son una
manifestación de la espiritualidad global. De la misma manera que Sarah Strauss (1997)
supo estudiar cómo el yoga se había convertido en una suerte de lenguaje global,
perpetuado por una comunidad translocal de practicantes, el neoincaísmo, como parte del
neoindianismo, es un movimiento que viene como anillo al dedo al turismo espiritual.
Hemos descrito aquí algunas de estas claves: la flexibilidad con que el neoincaísmo
acoge las más variopintas ideas del arracionalismo romántico contemporáneo que irradia
la globalización, confluyendo así con ideas como la relación armónica entre todos los
seres que sustentan cierto ecologismo o las tendencias veganas, el equilibrio emocional y
la búsqueda de un pasado mítico típico de algunos movimientos esotéricos y revivalistas,
la emancipación de los pueblos oprimidos de las ideologías de izquierda o los efectos
beneficiosos de los métodos de sanación alternativos, propios, por ejemplo, de la
homeopatía. En ese sentido, el neoincaísmo es un lenguaje global, que permite desde el
frívolo consumo espectacular hasta experiencias místicas de quienes militan en alguna de
estas tendencias, que fácilmente pueden comprender e integrar los discursos y prácticas
en torno a la “energetización” o la “purificación ritual”. En su increíble maleabilidad y
vaguedad, el turismo espiritual neoincaico ofrece soluciones alternativas en el mundo de
la salud, la justicia y, por supuesto, en el de la búsqueda de sacralidad, sin dejar de lado
las motivaciones clásicas del viaje como experiencia de autodescubrimiento. Su
adaptabilidad facilita la experiencia de la conversión, o un consumo rápido a través de
fast rituals, de la misma manera que hay fast food. La versatilidad de los discursos y
prácticas neoincaicas, junto con la heterogeneidad de perfiles de turistas observados en el
trabajo de campo en Saraguro, sugiere que el turismo pudiera ser en la actualidad una de
las formas prioritarias en que muchos individuos secularizados se acercan a la
espiritualidad, presentada en bandeja con unos ingredientes de fácil consumo para unos
minutos de ocio, como también para iniciar un viaje de exploración interior. Al fin y al
cabo, los turistas no necesitan identificarse plenamente en términos de adscripción
identitaria, mucho menos como afiliación religiosa: los que viajan a Tailandia o India y
se sumergen en templos budistas o hindúes practicando yoga y meditando durante días,
no son budistas ni hindúes, de la misma manera que los que recorren el camino de
Santiago no siempre están identificados con la fe católica. En ese sentido, el turismo
espiritual saraguro es una buena muestra de cómo se gesta y se consume una práctica
espiritual en la era de la globalización.

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