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PRESENTACIÓN
PRÓLOGO
NOTA A ESTA EDICIÓN
MEMORIAS DE ULTRATUMBA
PREFACIO
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
LIBRO TERCERO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
LIBRO CUARTO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
LIBRO QUINTO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
LIBRO SEXTO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
LIBRO SÉPTIMO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
LIBRO OCTAVO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
LIBRO NOVENO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
LIBRO DÉCIMO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
LIBRO UNDÉCIMO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
LIBRO DUODÉCIMO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
APÉNDICE
I. TEXTOS COMPLEMENTARIOS
1. EL «PREFACIO GENERAL» DE LAS OBRAS COMPLETAS
2. EL «PREFACIO TESTAMENTARIO»
3. PROYECTO DE PREFACIO
II. FRAGMENTOS SUPRIMIDOS
1. CUENTOS FANTÁSTICOS
2. EL «DIARIO SIN FECHA» DEL «VIAJE A AMÉRICA»
3. LA «DIGRESIÓN FILOSÓFICA» DEL LIBRO XI
Autor
Notas Presentación
Notas Prefacio
Notas Libro primero
Notas Libro segundo
Notas Libro tercero
Notas Libro cuarto
Notas Libro quinto
Notas Libro sexto
Notas Libro séptimo
Notas Libro octavo
Notas Libro noveno
Notas Libro décimo
Notas Libro undécimo
Notas Libro duodécimo
Notas Apéndice
Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de
Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las Memorias de
ultratumba son un documento literario atemporal. Melancólico y
desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a
la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio
napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre
polifacético, hábil y vehemente, cuyas Memorias —«un templo de la muerte
erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal
con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de
culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo
redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad
sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática
inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre
las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en
germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión
mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»
François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba
Título original: Mémoires d’outre-tombe
François-René de Chateaubriand, 1848
Traducción: José Ramón Monreal
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
PRESENTACIÓN
UNA SEGUNDA JUVENTUD PARA LAS «MEMORIAS DE ULTRATUMBA»
Esta traducción íntegra de las Memorias de ultratumba, la primera en
español de acuerdo con las últimas voluntades del autor, sigue de cerca las
aparecidas recientemente en alemán, en ruso y en italiano. [1] ¡De repente, un
siglo y medio después de su publicación postuma en París en 1849, la obra
maestra de la vejez de Chateaubriand amplía sus lectores a los vastos
públicos europeos y al inmenso público hispanohablante de Europa y de
América latina! Escapa aún a esta segunda juventud de las Memorias el
público angloamericano, que no puede leerlas más que en una vieja
traducción o en una antología mediocre, desde hace mucho tiempo olvidadas
en las bibliotecas públicas del otro lado del Atlántico.
¿Cómo explicar esta irradiación tan tardía, repentina e imprevista de
las Memorias? Ha sido precedida por el éxito creciente de la edición erudita
que Jean-Claude Berchet preparó no hace muchos años [2] y por la
multiplicación de los estudios que la han tomado desde entonces como base
segura. Ahora bien, hasta los años ochenta, incluso en Francia, las Memorias
de ultratumba, detestadas por la derecha reaccionaria como una obra
peligrosamente liberal, y por todas las izquierdas como la expresión de un
punto de vista aristocrático, y por tanto reaccionario, sobre el mundo
moderno, eran consideradas de común acuerdo por las posiciones
extremistas como política y filosóficamente desdeñables. Se habían salvado
sólo gracias a los lectores capaces de saborear el lujo mágico de su estilo y a
numerosos escritores franceses, entre los más grandes, Baudelaire, Flaubert,
los hermanos Goncourt, Barres, Proust, Aragón, Malraux, Gracq, que, de
generación en generación, desde 1849 hasta nuestros días, han mantenido
viva la llama del culto que rendían a la obra maestra literaria de la prosa
francesa.
Aparte del acontecimiento científico que supuso la edición de Berchet,
una extraordinaria coyuntura histórica, que puede fecharse con gran
exactitud también en 1989, ha modificado el punto de vista primero de los
franceses, luego de los rusos y de los italianos, y ahora de los españoles,
sobre esta obra maestra largo tiempo considerada intraducibie, a tal punto
su valor pasaba por exclusivamente literario y abocado al exclusivo disfrute
de los más refinados connaisseurs de la lengua y de la prosa francesas. ¿Qué
ocurrió, pues, en 1989 para que pudiera cambiar radicalmente el punto de
vista tradicional sobre las Memorias y hacer que se leyeran no ya sólo como
una maravillosa partitura musical francesa, sino también, y sobre todo, como
una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance
universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana
y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo
nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas
insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la
humanidad misma del hombre?
Un extraordinario desengaño[3] de la inteligencia francesa y europea de
posguerra coincidió, en 1989, con el desengaño con que las Memorias de
ultratumba, publicadas exactamente ciento cuarenta años antes, habían
interpretado la ironía y la melancolía para la generación literaria de Flaubert
y de Baudelaire, despertada de sus ilusiones poéticas por el fracaso de la
Revolución de 1848 y por el advenimiento del Segundo Imperio de Napoleón
III. A la luz de esta coincidencia, Vico habría dicho de este ricorso, la obra
maestra literaria de Chateaubriand se ha revelado infinitamente más
profunda, más fecunda, más verdadera, más actual, en todo su esplendor y
su tristeza poéticas, que las pesadas construcciones ideológicas en las que
se han extraviado y deshonrado, desde la década de los años treinta del
siglo pasado, a ambas orillas del Atlántico, los intelectuales de derechas y de
izquierdas.
Así las cosas, cabe afirmar que las Memorias de ultratumba,
comenzadas en 1811, pero que sólo tomaron la forma y el título de
Memorias de ultratumba entre 1832 y 1842, testamento crepuscular de un
testigo del primer «siglo de las revoluciones» y profecía de sus
consecuencias aún en gestación, no comenzaron a aparecer hasta 1989 para
los franceses y para los europeos, convalecientes de sus atroces guerras
civiles y de los conflictos ideológicos del siglo XX, como lo que eran en el
fondo: el equivalente en el terreno de la edad moderna de lo que había sido
el Quijote de Cervantes en el crepúsculo de la cristiandad feudal, y un
análogo literario de la obra del viejo Goya, despertado de las ilusiones del
Siglo de las Luces y acosado por las tinieblas de nuevas barbaries.
1989: es el año para Francia del segundo centenario de la Revolución
Francesa, y, en el mundo, el de la caída del Muro de Berlín y del hundimiento
de la Unión Soviética. Los dos acontecimientos han creado en la conciencia
europea una especie de arco eléctrico. Al desmentido irrefutable producido
por el imprevisto final de la URSS al DIAMAT leninista y estalinista y a la
impostura de su «sentido de la Historia», ha correspondido en Francia la
derrota de la escuela histórica, jacobina y marxista que venía imponiendo,
desde el siglo XIX, una visión totalmente favorable de la Revolución de 1789,
incluido el Terror de 1792-1794 y la ideología jacobina que lo había postulado
y legitimado. De pronto, se hizo imposible no sólo esconder o atenuar, en
nombre del postulado de un radiante porvenir, el carácter carcelario del
régimen soviético y el río de sangre y de torturas que su tiranía no había
dejado nunca de hacer correr, sino también negar por más tiempo el giro
feroz y sangriento que había tomado en 1792 la Revolución Francesa: la
igualdad y los derechos del hombre impuestos en París y en provincias por la
cuchilla de la guillotina, en la Vendée por un genocida, y más tarde en
España por la masacre del Dos de Mayo y el Terror desencadenado por los
mariscales de Napoleón. La Revolución Francesa, hija del Siglo de las Luces,
había adquirido también y a su vez esta faz espantosa de Saturno devorando
a sus hijos que el Siglo de las Luces había denunciado en la Inquisición, la
Noche de San Bartolomé y la revocación del Edicto de Nantes.
En adelante, la verdad sobre el Terror soviético, al esclarecer,
retrospectivamente, la verdad sobre el Terror jacobino e imperial, hacía
evidente, de entonces acá, que la Revolución Rusa de 1917, la Revolución
permanente en la China de Mao, la Revolución de los jemeres rojos en
Camboya, y un buen número de otras barbaries indecibles del siglo XX,
habían encontrado una especie de garantía idealizada en el precedente del
Terror de 1793. Este infierno político y policial francés fue el tronco originario
de infiernos análogos que se multiplicaron a lo largo del siglo XX, pero a más
vasta escala y con superior eficacia, de acuerdo con la ley implacable del
progreso de los ogros. El Terror de 1792-1794 se desencadenó en nombre de
una ideología tan sumaria como fríamente lógica, abandonando a la
humanidad viva en favor de la abstracción del «hombre regenerado». Todos
los Terrores «rojos» del siglo XX han procedido de ideologías igualitarias tan
sumarias y abstractas como aquélla.
CHATEAUBRIAND Y TOCQUEVILLE
En reacción contra ellas, han aparecido, como ya sucediera a menor
escala en la Francia y en la Europa de las postrimerías del siglo XVIII y de
comienzos del siglo XIX, unos Contraterrores blancos o negros, cuya ferocidad
simétrica a la de sus adversarios se inspiraba en ideologías inversas a las
suyas, pero tan ajenas como las otras a la más elemental humanidad, y no
menos dispuestas que sus opuestas a las masacres en serie, a las torturas y
al genocidio.
En comparación con esta guerra civil europea y con sus avances
gigantescos en la lucha contra los fanatismos ideológicos, la democracia
representativa y basada en el voto a la inglesa y a la americana, nacida de
revoluciones no sangrientas, victoriosa sobre diversos totalitarismos,
fundada en una filosofía pragmática del hombre medio, apareció como el
puerto de salvación para una Europa devastada por sus demonios y sus
quimeras de izquierda y de derecha, funesto y contagioso ejemplo para el
resto del mundo. También desde la posguerra de 1940-1945, en las
enseñanzas del filósofo Raymond Aron, y sobre todo después de 1989, en los
trabajos del historiador François Furet, el pensamiento largo tiempo olvidado
de Alexis de Tocqueville, un sobrino político de Chateaubriand, se ha
impuesto como una referencia central para todos los espíritus preocupados
por precaverse contra «el opio de los intelectuales»: la fascinación por las
ideologías totalitarias.
Los dos volúmenes de La democracia en América (1834 y 1840) han
sido siempre considerados por los propios americanos como el análisis más
lúcido e imparcial de su excepcional régimen político y de la salud de su
propio tejido conjuntivo moral y social. Pero fue preciso que Francia y Europa,
arruinadas y desgarradas por la Segunda Guerra Mundial, sintieran la
atracción poderosa del «modelo americano» para que la meditación de La
democracia en América se convirtiera, para todo espíritu desencantado, en
el prólogo indispensable para la explicación de la larga duración y del éxito
histórico de la única democracia liberal que parece haber hecho realidad de
entrada la utopía del Siglo de las Luces, sin comprometerla, como en Francia,
por un Terror.
Pero el interés de Tocqueville, incluso durante su viaje por los jóvenes
Estados Unidos, no había perdido nunca de vista el porvenir de la «vieja»
Francia y de la «vieja» Europa. Como historiador, escribió el Antiguo
Régimen y la Revolución, donde muestra que todas las líneas de fuerza de la
sociedad civil francesa del siglo XVIII la llevaban hacia la igualdad de
condiciones y hacía una monarquía constitucional a la inglesa: fue la
violencia del Terror la que interrumpió y decantó esta evolución casi natural,
haciendo que retornara la Francia del Comité de Salvación Pública, tras el
Imperio napoleónico, del lado del centralismo burocrático, de la supresión de
las autonomías locales y de las libertades personales, de la pasión por la
igualdad a expensas de la pasión por la libertad, o, dicho de otro modo, del
lado de lo que había de peor en el Antiguo Régimen: el absolutismo. Hombre
de Estado de la Segunda República, Tocqueville relató también en sus
Recuerdos, como testigo desde dentro, cómo, una vez más, la violencia
revolucionaria de junio de 1848 acabó desembocando en la recreación de un
régimen autoritario, el Segundo Imperio, exactamente igual que en 1792-
1794 la violencia jacobina y su igualitarismo abstracto habían dejado el
terreno abonado para el despotismo de Bonaparte como Primer Cónsul y
para la dictadura militar de Napoleón como emperador.
Tocqueville no creía, sin embargo, que la salida del engranaje trágico
creado por la violencia jacobina de 1792-1794 hubiera de buscarla en el
virtuoso «modelo» americano y su eventual transposición a Europa. Había
sembrado de sombras inquietantes su cuadro de los Estados Unidos: el
genocidio de los indios aborígenes, la persistencia de una cruel esclavitud de
los negros, y una moral brutal de los intereses poco propicia a la aparición de
una civilización de las costumbres, aun cuando aquélla se viera contenida
por un civismo de esencia religiosa. Aunque Tocqueville condenaba sin
añoranza, con la generación de 1789, el absolutismo real y los privilegios de
la aristocracia del Antiguo Régimen, aunque se había mostrado partidario sin
reservas de la igualdad, a poco que ésta no se estableciera a costa de la
libertad, estaba lejos de confundir en una misma execración los defectos
políticos del Antiguo Régimen y las cualidades morales adquiridas en el curso
de un largo proceso de civilización por la antigua aristocracia: pensaba
incluso que el patrimonio de amor a la libertad y de civilización de las
costumbres madurado con el tiempo, la religión y las letras, legados de la
aristocracia muerta a la democracia naciente, podía convertirse en uno de
los bastiones más seguros en la defensa del nuevo régimen social contra las
tentaciones abstractas del igualitarismo y de sus feroces ideologías. Por su
parte, la ironía y la melancolía de las Memorias de ultratumba, la angustia
profètica que hace estremecer de punta a cabo su rememoración, nacen del
sentimiento de Chateaubriand de que este precioso patrimonio de
costumbres civiles y de «moral de los deberes» acumulado por la «vieja
Europa» aristocrática se erosiona rápidamente bajo el efecto corrosivo de la
«moral de los intereses» que vuelve bárbara y brutal la era de las
democracias.
No todo, pues, era rechazable en el pasado de la «vieja Europa». Los
lectores americanos de Tocqueville, y sus lectores europeos superficiales han
querido ver a menudo en La democracia en América un panegírico
incondicional del homo americanus y del mecanismo constitucional, moral y
religioso que le ha permitido conciliar su extrema ductilidad y movilidad
individuales con el crecimiento material continuo de su riqueza y de su
potencia colectivas. En realidad, sobre todo en el segundo volumen de La
democracia, publicado en 1840, Tocqueville no duda en abordar los posibles
entorpecimientos de este hermoso mecanismo liberal, e incluso su involución
insensible a largo plazo hacia un despotismo no previsto por los padres
fundadores. Tocqueville no excluye que, imponiéndose un día la moral de los
intereses en los Estados Unidos a la moral religiosa de los deberes, el
igualitarismo democrático subvierta en ellos de forma sorda la libertad en
provecho de una «aristocracia crisógena» que ejerza sobre unos espíritus
estrechos el dominio indiscutido de lo «políticamente correcto» ideológico.
Estas reservas y estas inquietudes de Tocqueville han permanecido
durante largo tiempo como letra muerta, hasta que, del otro lado del
Atlántico, desde el 11 de septiembre surge una disputa inédita: en efecto, se
han alzado recientemente voces en América para estigmatizar a una Europa
democrática temblorosa y adormecida en lo «políticamente correcto»
hedonista de sus estados providencia; inversamente, se han lanzado desde
Europa acusaciones contra una democracia americana presa del miedo y
dominada por una ideología a la vez «neoconservadora» y «neomilenarista»
que apela a la cruzada contra el islamismo. Las dos tesis opuestas, cada una
de las cuales describe una variante diferente de la misma deriva prevista con
desasosegada ironía por el Tocqueville de la segunda parte de su
Democracia, podrían hacer también suyo, tanto la una como la otra, el
oráculo ambiguo proferido por Arthur Rimbaud en el poema «Democracia»
de las Iluminaciones:
«Reclutas de buena voluntad, nuestra filosofía será feroz; ignorantes
para la ciencia, hábiles para la comodidad; que el resto del mundo reviente.
Es la verdadera senda. ¡Adelante, en marcha!»
En cualquier caso, es evidente que hoy, tanto en los Estados Unidos
como en Europa, surgen temores sobre el debilitamiento de la voluntad, de
la libertad y del discernimiento en las democracias liberales, que se acercan
a las advertencias del Tocqueville de La democracia en América y a las
sombrías previsiones de Chateaubriand en las Memorias de ultratumba.
DOS ARISTÓCRATAS TESTIGOS DE LA DEMOCRACIA MODERNA
Alexis de Tocqueville, descendiente por línea paterna de una antigua
familia aristocrática del Cotentin, y por materna de la poderosa familia de los
Lamoignon de Malesherbes, no dudó en presentarse a diputado en las
elecciones del Cotentin con ocasión del sufragio universal establecido por la
Segunda República en 1848. Nacido en 1805, dos generaciones más joven
que su tío político François-René de Chateaubriand, también segundón de un
antiguo linaje de nobleza bretona, había sido criado en el recuerdo familiar
de los mismos mártires del Terror que Chateaubriand había llorado en 1793-
1794, refugiado por aquel entonces en Inglaterra. Pero ni para uno ni para
otro, grandes admiradores y lectores ambos del profeta y teórico de la
democracia, Jean-Jacques Rousseau, el revulsivo contra el Terror de 1792-
1794 estuvo nunca acompañado de la menor objeción contra la «Declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano» de 1789. Ambos aceptaron la
democracia como un hecho irreversible. Por ello, y precisamente porque la
democracia los había despojado de todo privilegio de casta y les había
permitido, al precio de terribles pesares y de pruebas crueles, conservar de
su pedigrí sólo lo mejor, el amor a la libertad personal, el sentido del honor,
la dulzura de las costumbres y una cierta manera elevada de pensar y de
sentir, se consideraron cada uno a su modo en posición de describir la era
democrática con una imparcialidad y una penetración de la que eran
incapaces sus beneficiarios, porque se sentían capacitados para observarla a
la vez con distanciamiento y desde fuera, al ser al fin y al cabo lo que los
jacobinos llamaban unos cidevant,[4] pero también desde el interior, puesto
que admitían lo justo de los principios fundadores de la democracia moderna
y los dos habían visitado —Chateaubriand en 1791-1792 y Tocqueville en
1831-1832— durante varios meses lo que ambos consideraban como el
laboratorio de la futura humanidad democrática, los Estados Unidos de
América.
De su estancia en ultramar, en unas etapas del desarrollo de la joven
nación cronológicamente muy diferentes, escriben obras de naturaleza muy
diversa, pero en muchos aspectos concordantes. Uno, Chateaubriand, había
llevado en 1792 un diario de viaje repleto de éxtasis estéticos ante el
espectáculo de los sublimes espacios vírgenes del wilderness americano, y
bosquejado una epopeya en prosa desmelenada, Los nátchez, que relata la
aventura de un joven francés que se hace adoptar por una india y se
convierte en el testigo impotente del trágico «conflicto de civilizaciones»
entre estos «hombres de la naturaleza» y los europeos mejor armados que
se apoderan de sus tierras, los corrompen y los aniquilan. Estos dos textos
de juventud no serán publicados por su autor, con supresiones y revisiones,
hasta 1826.
El otro, Tocqueville, que había leído estos fragmentos de la juventud de
Chateaubriand, se trajo de su estancia como observador en los Estados
Unidos en 1831-1832 los abundantes materiales de los que extraerá los dos
volúmenes sucesivos de La democracia en América, inmediatamente
saludados como el equivalente de El espíritu de las leyes de Montesquieu
aplicado a la joven nación. Por una parte, pues, un poeta romántico avant-la-
lettre, por otra, un filósofo político pasado por la severa escuela del
historiador François Guizot y del sociólogo liberal Royer-Collard.
Pero el filósofo político Tocqueville, que aspiraba a la vez, como Guizot
y Royer-Collard, a la autoridad impersonal del sabio y del hombre de Estado,
tenía también madera y sensibilidad de escritor romántico, tal como
acreditan su correspondencia y sus escritos íntimos, pero también sus obras
«científicas», escritas en un estilo tenso y elíptico, a lo Tácito. En cuanto a
Chateaubriand poeta, su experiencia parisina de la Revolución, su
experiencia del «conflicto de civilizaciones» en América del Norte, su
experiencia de la Inglaterra parlamentaria a lo largo de los siete años de
exilio que pasó allí durante el Terror, y, después de 1800, su experiencia del
Consulado y del Imperio, todas jalonadas por ambiciosos ensayos de
reflexión política y de historia de la civilización —el Ensayo sobre las
revoluciones (Londres, 1797), El genio del Cristianismo (París, 1802)—, le
prepararon para entrar a bombo y platillo en la arena política, cuando el
régimen de la monarquía constitucional de la Restauración, en 1814,
después de la caída del Imperio napoleónico, estableció por primera vez en
Francia una vida parlamentaria a la inglesa y una relativa libertad de prensa.
Por más escéptico y pesimista que fuese por naturaleza,
Chateaubriand, al igual que su joven sobrino Tocqueville, creyó en la
Restauración. Incluso teorizó sobre ella en unos notables escritos políticos,
las Reflexiones de 1814 y La monarquía según la Carta de 1816. Apostó por
una última oportunidad dada a Francia de lograr lo que había echado a
perder trágicamente en 1789-1791, la transición progresiva y no violenta del
Antiguo Régimen absolutista y aristocrático a una monarquía constitucional a
la inglesa, bajo la cual la educación de la democracia en el amor a la libertad
y a las costumbres civilizadas legadas por la antigua nobleza tendría todo el
tiempo necesario para domeñar la ferocidad de sus pasiones igualitaristas.
De hecho, la Restauración respondió en parte a lo que se esperaba de
ella: creó un clima de relativa paz social y de libertad de expresión
extremadamente fecundo para las letras, las artes y el florecimiento de la
vida del espíritu; un renacimiento «romántico» extraordinario, que reconoció
en Chateaubriand a su inspirador, y extendió sus encantos a los quince años
del régimen. Pero el gran escritor-hombre de Estado no estaba satisfecho; se
atribuía una misión, convencido como estaba de ser el único en haber
entendido realmente el envite histórico del régimen, y el único en poder
asentarlo de forma duradera en la opinión pública. También la desconfianza,
la hostilidad, el desdén obstinados que su ambición de asumir él mismo la
cabeza del Gobierno real encontró en Luis XVIII, Carlos X y sus camarillas
sucesivas fueron a sus ojos el síntoma de su incapacidad para mostrarse a la
altura de la oportunidad histórica irrepetible que se les había ofrecido.
Cuando el régimen, vuelto estúpida y efectivamente reaccionario en
1830, se hundió durante las «Tres Gloriosas» de julio del mismo año,
Chateaubriand se sintió dividido entre el amargo placer de haber sido su
lúcido intérprete, la tristeza de que se le hubiera impedido desempeñar el
papel salvador que le correspondía y la desesperación de ver esfumarse la
última oportunidad de reconciliar en Europa pasado y futuro, igualdad y
libertad, progreso de las costumbres y progreso político. La terrible crisis
moral que supuso para él la caída de la Restauración, la condición de exiliado
interior que eligió asumir entonces para demostrar su rechazo a colaborar
con el régimen burgués del «usurpador» Luis Felipe (triunfo a sus ojos de la
corruptora y servil «moral de los intereses») no le dejaban otra salida que
convertirse exclusivamente en escritor y transformar las Memorias que había
comenzado en 1811, y que continuó con intermitencias a lo largo de su
carrera política durante la Restauración, en un vasto fresco-balan-ce del
«siglo de las revoluciones» por el que había pasado: bouteille à la mer cuyo
mensaje de Casandra no llegaría hasta después de su muerte a las
generaciones futuras. En 1833 y 1840, la composición de las Memorias
coincidió con la publicación de los dos volúmenes sucesivos de La
democracia en América, y, a partir de 1836, Tocqueville fue invitado a asistir
a las lecturas de las Memorias que la musa de Chateaubriand, Juliette
Récamier, organizaba en presencia del autor, para un público muy selecto,
en su pequeño salón de la Abbaye-aux-Bois. Los dos genios de la aristocracia
liberal dialogaban au dessus de la mêlée sobre las difíciles posibilidades de
la libertad y de la civilización en la era de las democracias.
EL GÉNERO ARISTOCRÁTICO DE LAS MEMORIAS Y LAS CONFESIONES DEMOCRÁTICAS
La elección por Chateaubriand del género de las Memorias para hacer
el balance de su experiencia terrenal le vino dictada por sus orígenes
aristocráticos. A más pequeña escala, Tocqueville lo imitará después de 1851
al resumir su experiencia de la Revolución de 1848 en el manuscrito
postumo de sus Recuerdos. El género de las Memorias postumas,
típicamente francés, se había vuelto característico, sobre todo después del
siglo XVI, de la aristocracia cortesana y de la aristocracia militar del Antiguo
Régimen. Los memorialistas franceses, a quienes les traía sin cuidado
alcanzar una reputación de «autores» profesionales y que escribían como
hablaban, con la sprezzatura del «discreto» cara a Baldassare Castiglione,
eran nobles celosos de su libertad y de su honor que, al declinar de sus
vidas, hacían balance de cuentas para sus descendientes, y eventualmente
para el público futuro, con los reyes a los que habían servido o contra los que
se habían alzado. Defendían retrospectivamente por escrito su honor contra
la ingratitud regia o contra los abusos de poder y las calumnias de que,
según ellos, los habían colmado los ministros de la monarquía, y contra los
que habían tomado en ocasiones, ellos y sus vasallos, las armas. Las
Memorias de los aristócratas que habían resistido al terrible cardenal de
Richelieu o que se habían rebelado durante la Fronda contra el cardenal
Mazarino, continuador del absolutismo de Richelieu, las Memorias del duque
de Saint-Simon, fulminantes de indignación contra la humillante servidumbre
impuesta por el absolutismo de Luis XIV a los grandes señores franceses,
atestiguaban esta pasión por la libertad que no se había extinguido nunca en
Francia, incluso bajo el yugo del centralismo administrativo de los primeros
Borbones, y de la que la aristocracia, a menudo con el apoyo de la opinión
popular, se había hecho intérprete. Para Chateaubriand, como para
Tocqueville, la monarquía absoluta y niveladora había preparado durante
largo tiempo en Francia el terreno a la democracia igualitarista y a su
inclinación dictatorial, mientras que la aristocracia de la espada y de la toga,
apegada a su independencia personal y a las libertades locales, había
conseguido salvaguardar para la sociedad civil francesa, y contra el dominio
de la burocracia real, un margen y unos espacios de libertad privada, de
civile conversazione, de gustos y de inclinaciones indiferentes a las normas
oficiales, preservando el reino de toda congelación totalitaria. En parte
alguna, salvo en los cahiers de doléances de 1789, se descubre con más
franqueza que en las Memorias, escritas clandestinamente y reservadas a
una eventual publicación postuma, este profundo sentimiento de libertad de
la sociedad civil francesa del Antiguo Régimen.
Las Memorias privadas del Antiguo Régimen eran ante todo relatos de
la vida pública de sus autores sobre el telón de fondo de la monarquía, que
no destinaban sino un muy escaso espacio a su infancia y a una vida íntima
evocada exclusivamente desde el prisma religioso del desencanto tardío de
un mundo decepcionante, preludio de una conversión religiosa final. En el
siglo XVIII, el contencioso entre la monarquía administrativa y la nobleza
había perdido todo carácter de rebelión militar: se concentraba en los litigios
judiciales entre la corte y sus representantes, por una parte, y, por otra,
entre Parlamentos y estados provinciales. Las Memorias del duque de Saint-
Simon, escritas durante el reinado de Luis XV, son la última obra maestra
polémica del género. Las Memorias contemporáneas del duque de Luynes o
del marqués de Argenson atestiguan, por el contrario, su pérdida de
vitalidad. La Revolución y el Imperio, al despertar a gran escala las guerras
civiles del siglo XVI y del siglo XVIII, van a dar un nuevo y formidable aliento al
género: las Memorias de madame Roland, de madame de Staél, del marqués
de Besenval, del marqués de Norvins narran las diversas actitudes de sus
autores frente al despotismo jacobino o imperial. En muchos aspectos, las
Memorias de Chateaubriand son la obra maestra de esta nueva generación
de memorias, escritas por actores o por víctimas del cataclismo del «siglo de
las revoluciones» y que se sienten movidos a dejar su testimonio de él. A
finales del siglo XVIII, el género había tomado, por otra parte, una conciencia
más aguda de su propia tradición, al margen de la historiografía y de la
literatura profesionales: habían aparecido colecciones que abarcaban un
largo período de tiempo (desde la Vida de san Luis de Joinville, del siglo XIII,
hasta las Memorias del siglo XVIII), la primera de ellas la víspera de 1789 en
Londres, la segunda al comienzo de la Restauración, y la tercera al comienzo
de la Monarquía de Julio.
Pero, entre tanto, había surgido una forma totalmente nueva de
Memorias, con la obra maestra de la vejez de Jean-Jacques Rousseau,
publicada en dos partes sucesivas con idéntico título: las Confesiones (1782
y 1789). Ginebrino, protestante, plebeyo, Rousseau, cuya personalidad
pública se vio forjada por una obra polémica de filósofo político, de teórico
de la pedagogía y de novelista de la vida privada, no tenía testimonio alguno
que aportar sobre la vida política de un reino que solamente apreciaba por la
lengua, y en el que nunca se sintió en su casa. Escribió sus Confesiones para
responder a las calumnias y persecuciones de que había sido víctima por
parte de Voltaire, de Diderot y de los «filósofos» parisienses, presentando la
imagen verídica de sí mismo que había de triunfar a los ojos de la posteridad
sobre la caricatura odiosa que sus adversarios habían difundido entre el
público. Rompiendo así con todas las convenciones del género aristocrático
de las Memorias, Rousseau no dudó en extenderse largamente en el relato
de su infancia, en sus primeras emociones sexuales, en las errancias
picarescas de su adolescencia, atribuyendo a ínfimos y oscuros episodios
privados una importancia capital en el nacimiento y la formación de su
singular personalidad. La primera parte de las Confesiones es de hecho el
primer autorretrato autobiográfico del homo democraticus por excelencia,
Jean-Jacques, fundamentalmente bueno e inocente por naturaleza, pero al
que una sociedad mal hecha y corrupta ha arrancado de su esencial bondad
para enseñarle a mentir, a pensar, a escribir, a combatir con la pluma, a
sufrir persecución, aunque capaz siempre de refugiarse en sí mismo, en la
soledad, a fin de disfrutar en ella de los recuerdos de sus años de inocencia y
de su innata bondad, una bondad que se reencuentra preferentemente lejos
de las ciudades, en el espectáculo de una Naturaleza intacta de toda
industria humana.
El mismo Rousseau que, para subsanar la corrupción y la injusticia de
las sociedades contemporáneas recomienda en El contrato social la vuelta a
las repúblicas antiguas, donde los ciudadanos libres e iguales estaban
totalmente absorbidos por la dedicación al bien común y la adhesión a la
«voluntad general» del cuerpo político, inventa en sus últimos escritos, las
Confesiones y las Ensoñaciones del paseante solitario, una literatura que da
la espalda a la sociedad y a la vida pública, y se consagra exclusivamente
tanto a la exploración de un «yo», cuyas profundidades dejan aflorar al
«hombre natural», como a la relación de sus éxtasis panteístas en la
naturaleza virgen del «hombre social». Esta estridente contradicción
rusoniana entre una utopía política espartana, que implica la anulación del
«yo» al servicio de la «voluntad general», y un individualismo exacerbado
que trata de reencontrar en el «yo» íntimo los momentos de dicha de una
naturaleza humana inocente, ultrajada y olvidada, ha hecho del «ciudadano
de Ginebra» el profeta de la crisis permanente de las democracias modernas,
que oscilan entre dos extremos, el terror totalitario y la anarquía de los
individualismos narcisistas y solipsistas.
CHATEAUBRIAND, ROUSSEAU, PASCAL
El joven Chateaubriand se vio profundamente seducido, como toda su
generación, por la novedad genial y profética del pensamiento y del estilo de
Rousseau. Sus primeros escritos, el Ensayo sobre las revoluciones y Los
nátchez, aunque contemporáneos de un Terror que se remitía a Rousseau y
que había hecho de este junker un desarraigado, un outlaw y un outcast, lo
atestiguan con creces. No será hasta 1799, en vísperas de su regreso a
Francia, cuando tome realmente conciencia de sus orígenes y de su
genealogía de gentilhombre cristiano y francés, heredero de un largo
proceso de civilización interrumpida por el Terror y que conviene reanudar
para poner fin cuanto antes a la guerra civil francesa. Cuando se plantea por
primera vez en Roma, en 1804, escribir unas Memorias, rechaza el modelo
de las Confesiones, se propone contar la historia de sus sentimientos, y no
hacer la apología complaciente de sus flaquezas. Ha superado su fascinación
por el «hombre de la naturaleza» que Rousseau pretendía encarnar y del que
el ciudadano de Ginebra hacía la piedra angular de una sociedad
«regenerada». Había leído y releído a Pascal, a Bossuet, a los moralistas
franceses, a quienes celebró en El genio del Cristianismo, y comparte con
ellos ahora el convencimiento de que todo cuanto puede domeñar el
egoísmo humano —la fe cristiana, las formas de la civilización, el sentido del
honor y del deber, las «reglas mnemotécnicas de las letras y de las artes»—
es preferible a las ideologías que justifican sus reivindicaciones y que hacen
imposible toda sociedad viable.
Sin embargo, cuando se pone realmente a escribir sus Memorias, en
1811, hace de forma espontánea un largo relato casi onírico de sus «años
profundos» de infancia y de adolescencia que debe mucho a la primera parte
de las Confesiones de Rousseau. Su fuerza, su singularidad, su genio serán
siempre los de un «nadador entre dos orillas», que se pretende a la vez el
heredero de unas formas civilizadas maduradas por el tiempo y la memoria,
y el contemporáneo en un plano de igualdad con la subjetividad democrática
igualitaria y tolerante. Su maravilloso relato de infancia y de adolescencia,
contrariamente al de Rousseau, «el hombre de la naturaleza», que se quiere
ajeno a la Historia corruptora, se inscribe decididamente en la historia del
reino: describe a un tiempo una educación de junker bretón del Antiguo
Régimen y una vocación atormentada de poeta francés desarraigado, cuya
sensibilidad de desollado concuerda anticipadamente con el nuevo mundo
democrático. Para que sus Memorias adquieran toda su amplitud a la vez
épica y lírica tendrá, sin embargo, que pasar por la experiencia
decepcionante, pero esclarecedora, de su «carrera política» bajo la
Restauración, donde hará de su propia aspiración íntima a la síntesis entre
tradición y modernidad, entre nobleza de costumbres e individualismo
democrático, el principio de una ambición cívica para Francia y para Europa.
Gracias a esta experiencia política pudo escapar a la autobiografía rusoniana
y elevarse, pero sin sacrificar el análisis de sus propios sentimientos, al
punto de vista del historiador y del moralista sobre el destino de Francia y de
Europa en la era democrática que vio nacer.
Esta óptica cambiante, que no condesciende al minucioso examen
narcisista de la autobiografía, pero que tampoco aspira a la objetividad
ilusoria y omnisciente del historiador, le permite alternar la narración íntima,
como en el episodio patético de la muerte de su amiga Pauline de Beaumont
en Roma (episodio que pertenece, no obstante, a la historia de Francia por
los propios orígenes de Pauline, hija del ministro de Asuntos Exteriores caro a
Luis XVI, y por el martirio sufrido por su padre y toda su familia durante el
Terror), y los cuadros de Historia pintados desde la perspectiva de un testigo
que no está involucrado en la acción: el Terror que avanza en París antes de
las masacres de 1792, la vuelta de los Borbones a las Tullerías, los Cien Días
vistos desde el exilio de Gante, la «Vida de Bonaparte» descrita por un
admirador del hombre de genio y por un adversario irreconciliable del
déspota que ha institucionalizado el Terror; y, por último, las instantáneas de
la Monarquía de Julio, vista por un legitimista cuyos sentimientos
antiburgueses se han aproximado a los de los republicanos liberales. Con la
Historia contada y rememorada por un testigo libre, que vive de sus propios
sentimientos y de su propio pensamiento, se entrecruza un relato de vida
personal, pero recordada con suficiente altura para no dejar de permanecer
tangencial a la marcha grave, trágica o grotesca de la Historia. El
Chateaubriand de las Memorias ha inventado un contrapunto narrativo
inédito que hace coincidir el presente del narrador, sus sentimientos, sus
pensamientos, su situación actuales, con su memoria de una época anterior
de su vida y de su siglo: oportunidad constantemente renovada de
establecer un paralelismo irónico y melancólico entre las diferentes edades
del breve tiempo de una misma existencia individual y las diferentes facetas
contradictorias del largo tiempo de la historia de las naciones.
Este entrelazamiento de dos «revoluciones» irresistibles del tiempo, de
rapidez y de sustancia distintas, pero percibidas y sufridas por la misma caña
que piensa, siente y escribe, permite acceder a las Memorias y a sus lectores
al más allá de una conciencia histórica y política en perpetua alerta, al más
allá de los latidos de un corazón noble que ha sabido amar, odiar, admirar,
detestar y añorar más que esperar, al más allá incluso de un diálogo de
poeta con Homero y Virgilio, con Camões y Cervantes, con Milton y Byron,
con Pascal y Rousseau: hasta la conciencia puramente religiosa del homo
viator y de la vanitas vanitatum de su odisea por el océano terrestre.
En su novela histórica, Los mártires, publicada en 1809 bajo el Imperio,
Chateaubriand había hecho de la resistencia espiritual de los cristianos del
siglo ni a la tiranía y a la persecución materiales de los lugartenientes del
emperador Diocleciano el principio religioso de la libertad de los modernos.
En las Memorias de ultratumba, el hombre libre que escribe como «sentado
en el fondo de su ataúd» quiere mostrar que no hay verdadera libertad sin
dignidad, ni verdadera dignidad sin el sentimiento cristiano de la paradoja de
la grandeza del hombre, imagen de Dios, y de su bajeza, espejo de su nada y
de su fugacidad con respecto a Dios. El autor de las Memorias no renuncia a
esta dignidad, ni tampoco a esta humildad. La fe cristiana, como la
civilización cristiana, es indisociablemente aristocrática y democrática. «Si se
ensalza —decía Pascal del hombre—, lo rebajo; si se rebaja, lo ensalzo.» [5] Es
la mejor clave de lectura, poética, política, histórica y religiosa de las
Memorias de ultratumba.
CHATEAUBRIAND Y ESPAÑA
La Bretaña aún semifeudal de donde proviene Chateaubriand no deja
de tener su analogía en el siglo XVIII, con la Mancha medieval de donde
Cervantes sacó a su Caballero de la Triste Figura. Esta muy imperfecta
analogía, con los parentescos morales y estéticos que comporta entre Don
Quijote y el antihéroe de las Memorias, gran enamorado de Dulcineas, gran
enderezador de entuertos, gran perdonavidas de magos y de gigantes, gran
imaginativo generoso, ¿bastará para hacer saborear al público español
cultivado esta epopeya tragicómica francesa, escrita a mediados del primer
siglo democrático, pero que aún suena sorprendentemente bien a finales de
su segundo siglo? Los lectores de Baltasar Gracián podrán reconocer
también en el antihéroe y en el autor de las Memorias de ultratumba, con la
agudeza o el arte de ingenio en el estilo, la desenvoltura social y la
penetración moral enseñadas por el Oráculo manual, al hombre
desengañado por las pruebas del Criticón. Todas las aristocracias católicas se
parecen.
Pero Pascal nos advirtió: «Verdad aquende los Pirineos, error allende.»
No resulta, pues, inútil llamar la atención del lector español sobre el hecho
de que el autor de las Memorias de ultratumba cruzó él mismo los Pirineos y
escribió una novela «española», El último de los Abencerrajes, publicada en
1826: preludio de la hispanofilia de Théophile Gautier y del descubrimiento
en Francia de la gran escuela de pintura española. Chateaubriand
desempeñó, quince años más tarde, un papel decisivo, como ministro de
Asuntos Exteriores de Luis XVIII, en la intervención francesa en España para
salvar el trono de Fernando VII.
De los dos momentos intensos en las relaciones directas de
Chateaubriand con España, la estancia en Granada de 1807 y la intervención
militar francesa al otro lado de los Pirineos que él hizo aceptar por el
Congreso de la Santa Alianza en Verona, las Memorias de ultratumba sólo
hablan muy breve y alusivamente. ¿Por qué?
La idea preconcebida del memorialista de no detenerse más que en
sus relaciones extraconyugales confesables, Pauline de Beaumont y Juliette
Récamier, le hicieron abreviar la evocación de su estancia en Granada en
abril de 1807, al regreso de su viaje de seis meses por Grecia, Palestina y
Egipto. Como caballero conocedor de las virtudes del «amor a distancia», se
había citado en Granada, antes de abandonar París, con «la más amada», la
bella y veleidosa Natalie de Laborde, duquesa de Noailles.
Superviviente por los pelos del Terror, en el que su padre, banquero de
la corte de Luis XVI, había perdido la vida, Natalie había sido traicionada por
su marido emigrado, y era libre para las pasiones, entre otras la que nació
entre ella y Chateaubriand en 1806. Dotada para el canto, la danza y el
dibujo, que había aprendido en el taller de David, rica y mundana, se había
convertido en uno de los astros del París del Consulado, al tiempo que crecía
la gloria literaria de Chateaubriand.
Mientras el célebre escritor iba a hacer su «itinerario de París a
Jerusalén», la gran dama recorrió España por cuenta de su hermano
Alexandre de Laborde, dibujando monumentos y paisajes del reino de Carlos
IV con miras a ilustrar la lujosa obra que Alexandre publicaría en 1807-1811
con el título de Itinerario descriptivo de España…[6] La cita en Granada tuvo
lugar según lo convenido, aunque no sin peripecias previas. En un pasaje
suprimido de las Memorias, pero copiado en 1834 por Sainte-Beuve y
publicado por él en 1849, el memorialista daba a entender que el largo
periplo y la espera habían vuelto deslumbrante el reencuentro de los dos
amantes:
«Un solo pensamiento llenaba mi alma, yo devoraba esos momentos;
bajo mi impaciente vela, con los ojos clavados en la estrella vespertina, le
pedía que desatara los vientos para que fuera posible singlar más rápido, y
gloria para hacerme amar. Esperaba encontrarla en Esparta, en Sión, en
Menfis, en Cartago y llevarla a la Alhambra. ¡Cómo me latía el corazón al
atracar en las costas de España! ¿Guardarían mi recuerdo por haber pasado
también yo mis pruebas? ¡Cuántas desgracias han seguido a este misterio!
El sol aún las ilumina; la razón que conservo me las recuerda. Si atrapo a
escondidas un instante de felicidad, se ve turbado por el recuerdo de esos
días de seducción, de encantamiento y de delirio.»
De estos pocos días y noches fuera del mundo (que se vieron
posteriormente ensombrecidos por la locura en que cayó, en 1815, Natalie
de Noailles), Chateaubriand regresó en 1807 electrizado a París. Al anunciar
en el Mercure de France, el 4 de julio, la aparición del primer volumen del
Itinerario de Alexandre de Laborde que acababa de publicarse, deslizó en su
reseña estas frases que desafiaban a Napoleón:
«Cuando en el silencio de la abyección no se oye más que la cadena
del esclavo y la voz del delator, cuando todo tiembla ante el tirano, y cuando
resulta tan peligroso ganarse el favor como hacerse merecedor de su
castigo, aparece el historiador, encargado de vengar a los pueblos. En vano
Nerón prospera, pues ya Tácito ha nacido en el imperio…»
El emperador hizo cerrar el periódico, prorrumpió en amenazas, pero
los amigos del círculo íntimo de Chateaubriand consiguieron apaciguar a
éste. Retirado en un semiexilio en la periferia de París, en la Vallée-aux-
Loups, el escritor terminó su novela Los mártires, escribió el relato de su
viaje por Oriente y levantó un monumento literario a su cita de Granada: El
último de los Abencerrajes.
En España Natalie se hacía llamar Dolores, se vestía como una «maja»
de Goya, cantaba y bailaba como una gitana; en Andalucía la cautivaba todo
cuanto era morisco, arquitectura, mayólicas, recuerdos del califato. En la
novela, ambientada en el siglo XVI, mucho tiempo después de la conquista de
Granada, ella es Blanca Vivar, hija del duque de Santa Fe, descendiente del
Cid. Un mutuo flechazo la une a un joven desconocido que, bajo su disfraz
cristiano, revela ser Aben Hamet, el último descendiente de los califas de
Granada, venido de incógnito del Norte de África para ver con sus propios
ojos el reino de sus antepasados. La unión de la cristiana y el musulmán es
imposible. No obstante, se juran fidelidad eterna. El último de los
Abencerrajes regresa al Norte de África, y Blanca se dirigirá durante el resto
de su vida a la costa de Málaga con la esperanza de ver asomar una vela
que le traiga de vuelta a su amado, pero que no aparecerá jamás.
De este paso por España y de esta pasión quedan, en la «Vida de
Napoleón» incluida en las Memorias, dos páginas soberbias sobre el
contraste entre el país que Chateaubriand había entrevisto, intacto y
apacible, y aquél en que se había convertido durante la guerra
desencadenada en 1808 por la usurpación y la invasión napoleónicas:
«Cuando, al dejar las ruinas de Cartago, atravesé la Hesperia antes de
la invasión de los franceses, pude ver las Españas aún protegidas por sus
antiguas costumbres. El Escorial me mostró en un solo paraje y en un único
monumento la severidad de Castilla: cuartel de cenobitas, construido por
Felipe II en forma de parrilla de mártir, en memoria de uno de nuestros
desastres, El Escorial se alzaba sobre un suelo sólido entre unos negros
cerros. Custodiaba tumbas reales llenas o por llenar, una biblioteca a la que
las arañas habían puesto su sello, y unas obras maestras de Rafael que se
enmohecían en una sacristía vacía. Sus mil ciento cuarenta ventanas, rotas
en sus tres cuartas partes, se abrían a los espacios mudos del cielo y de la
tierra: la corte y los jerónimos reunían antaño allí el mundo y el desprecio del
mundo.
»Junto al temible edificio de inquisitorial aspecto expulsado al desierto,
había un parque erizado de aulagas y un pueblo cuyos hogares ahumados
revelaban el antiguo paso del hombre. El Versalles de las estepas no tenía
habitantes más que durante la temporada intermitente en que los reyes
residían allí. He visto al zorzal, alondra del páramo, posado en la techumbre
con aberturas. Nada era más imponente que estas arquitecturas sagradas y
sombrías, de inquebrantable creencia, de aspecto altivo, de taciturna
experiencia; una fuerza invencible mantenía mis ojos fijos en las jambas
sagradas, ermitaños de piedra que sostenían la religión sobre sus cabezas.
»¡Adiós, monasterios, a los que eché una mirada en los valles de Sierra
Nevada y en las playas del mar de Murcia! Allí, al tañido de una campana
que pronto no tañerá más, bajo unas arcadas que se caían, entre unas celdas
sin anacoretas, unos sepulcros sin voz, unos muertos sin manes; en unos
refectorios vacíos, unos patios abandonados en los que Bruno dejó su
silencio, Francisco sus sandalias, Domingo su antorcha, Carlos su corona,
Ignacio su espada, Raneé su cilicio; en el altar de una fe que se apaga, se
acostumbraba a despreciar el tiempo y la vida; y si se soñaba aún con
pasiones, vuestra soledad les prestaba algo que casaba bien con la vanidad
de los sueños.
»A través de estas construcciones fúnebres se veía pasar la sombra de
un hombre vestido de negro, de Felipe II, su ideador». [7]
Chateaubriand considerará que fue España, alzada en masa contra la
violencia del Imperio, la que comenzó, antes que Rusia, a hacer caer al
coloso Napoleón. Pero, en las Memorias, evoca «el gran acontecimiento
político de su vida», «su» guerra de España, sólo con unas pocas líneas, por
haber trasladado entero este capítulo de historia a una obra publicada por
separado, con el título de El Congreso de Verona. La intervención militar
francesa en 1823 fue breve y pronto victoriosa, que era lo que
Chateaubriand deseaba, preocupado como estaba por conferir un prestigio
militar a una Restauración que sólo las derrotas francesas de Napoleón
habían hecho posible, y ello en esa misma España en la que había sido tan
cruelmente humillado el emperador.
Pero Fernando VII, restablecido por el ejército del duque de Angulema,
se entregó, a pesar de todas las representaciones francesas, a una atroz
represión contra sus compatriotas rebeldes. Y Luis XVIII, por todo
agradecimiento, destituyó de forma bastante brutal a su ministro de Asuntos
Exteriores, que había impulsado la intervención militar victoriosa en España.
Orgulloso del éxito de su iniciativa, Chateaubriand lo estaba ciertamente
mucho menos de sus consecuencias.
Así lo vemos, tras la caída de la Restauración, estrechar una profunda y
afectuosa amistad con un joven periodista republicano, Armand Carrel, que
había desertado durante la intervención francesa de 1824 de la bandera
realista, y que había combatido en la brigada internacional que se había
formado para apoyar la resistencia contra Fernando VII y los invasores
franceses. No obstante, los tribunales militares de la Restauración le
perdonaron generosamente la vida. Después de 1830, el ilustre escritor
legitimista y el joven periodista que publicaba el National, diario republicano
de oposición, coincidieron en un respeto mutuo y en una repulsión común
por la Monarquía de Julio.
Las Memorias de ultratumba contienen un capítulo entero de homenaje
a Armand Carrel, muerto repentinamente en duelo. Hermosa victoria de la
amistad y de la estima personales sobre las diferencias de opinión política, y
hermosa negativa a dejar que éstas se endurezcan en fanatismos ideológicos
y en eternas vendettas. Por encima de los partidos, las fronteras, la
condición social, las opiniones, Chateaubriand, como Don Quijote, creyó en la
república de los iguales en nobleza de corazón.
MARC FUMAROLI,
de la Academia Francesa
PRÓLOGO
GÉNESIS DE LAS «MEMORIAS»
Fue preciso esperar casi un siglo para que las Memorias de ultratumba
(3.500 páginas manuscritas, doce tomos en su edición original de 1849-
1850) pudieran ocupar, por fin, un puesto a su medida en la historia literaria
francesa. Esperadas durante demasiado tiempo, mal editadas y mal
valoradas por una crítica en su mayoría hostil al personaje de su autor, en el
momento de su publicación no encontraron más que una incomprensión
masiva. Verdad es que a Chateaubriand, apartado de la vida política desde
comienzos de la Monarquía de Julio, le había costado conservar su
ascendiente sobre el público. Con esta obra testamentaria, el anciano
escritor, que había firmado en otro tiempo René y a quien Isidore Duchasse
no tardará en calificar de «mohicano melancólico», quiso jugarse su última
carta: lanzar una bouteille a la mer en dirección a la posteridad. Pese a las
corrientes contrarias, el libro se abrió camino. Sainte-Beuve no disimuló sus
reservas, pero fue entonces el único en presentir que el llamado Viejo
Marinero tendría posibilidades de llegar a destino precisamente por su
aspecto inactual: «Las Memorias de ultratumba han entregado a las nuevas
generaciones un Chateaubriand vigoroso, lleno de contrastes, que se atreve
a todo, que tiene muchos de sus defectos, pero por eso mismo más sensible
a sus ojos y muy presente.» Largo será, no obstante, el camino hasta Proust,
que descubre a un predecesor en el poeta del «tiempo recobrado»; hasta De
Gaulle, que en 1947 confiesa: «Me da todo igual; estoy enfrascado en las
Memorias de ultratumba (…). Es una obra prodigiosa»; y, por último, hasta
Gracq, encantado de proclamar en 1960: «Le debemos casi todo.»
Sólo un poco menos larga fue la difícil gestación de estas Memorias,
cuya redacción se prolongó por espacio de casi cuarenta y cinco años, no sin
intermitencias y cambios de rumbo. Además, no deja de ser singular que,
desde su primera obra, Chateaubriand se planteara el problema de su
identidad. Repitiendo el gesto inaugural de Rousseau, declara, en efecto, al
comienzo de su Ensayo sobre las revoluciones (1797), con un énfasis
profètico: «¿Quién soy? ¿Y qué vengo a anunciar a los hombres?» Pero es
para llevar en seguida la respuesta a un terreno distinto del de las
Confesiones; «Eres actor, y actor sufriente, un francés desdichado que has
visto desaparecer tu fortuna y a tus amigos en el abismo de la Revolución; y,
por último, eres un emigrado.» Así, el primer acto de Chateaubriand como
escritor consiste en renegar de su identidad social, en precisar su posición
histórica: es ya un exilio objetivo, como si una cierta ausencia del mundo
hubiera de constituir la condición previa a una escritura auténtica sobre sí
mismo. El libro, por otra parte, remite también al patrocinio implícito de
Montaigne: «Se ve en él por todas partes a un pobre desdichado que habla
consigo mismo, y cuyo espíritu divaga de un asunto a otro, yendo de
recuerdo en recuerdo; su intención no es tanto escribir un libro como llevar
con regularidad una especie de diario de sus excursiones mentales, un
registro de sus sentimientos e ideas.» Y concluye: «Me ha parecido que el
aparente desorden que reina en él, al mostrar todas las interioridades de un
hombre (cosa poco frecuente), quizá no carecía de una especie de encanto.»
Así, la preocupación por mostrar su «interior» es inseparable, para el
Chateaubriand de veintiocho años, de la necesidad de verificar el lugar de su
enunciación. Parece ya presentir el problema que tendrá que resolver más
tarde: cómo articular, en primera persona, una perspectiva histórica y una
perspectiva intimista. Con una apariencia de desorden por corolario, que no
es sino la verdad de la desgracia.
Sin embargo, no será hasta un poco más tarde, durante su primera
estancia diplomática en Roma, cuando Chateaubriand sienta la necesidad de
reunir por primera vez sus «pensamientos erráticos» y de proceder a un
balance provisional. Contaba treinta y cinco años y acababa de perder a su
amante, Pauline de Beaumont, a quien se la había llevado la tisis. Duelo que
le afectó en lo más hondo: «Soy como un niño que le tiene miedo a la
soledad», le escribe, desamparado, a madame de Staël. Entonces esboza un
proyecto de Memorias en el que no pensaba remontarse muy lejos en el
pasado. A su regreso a París, en 1800, fue acogido por un pequeño círculo
escogido en el que Fontanes se codeaba con Joubert, y cuya musa inquieta y
atormentada había sido madame de Beaumont. Por primera vez el «salvaje»
pudo expansionar su corazón en un «grupo literario» (para decirlo en
palabras de Sainte-Beuve) que había aplaudido sus primeros éxitos. El
solitario de Roma conservaba de estos tres años que le habían dado amor y
gloria un recuerdo maravilloso y una punzante nostalgia. Fue en este
período, muy próximo aún, de felicidad perdida cuando se planteó, en el mes
de diciembre de 1803, consagrar una especie de «tumba» elegíaca, a la que
la campiña romana añadiría su perspectiva melancólica. En lo que nos revela
acerca de este proyecto en el libro XV de las Memorias de ultratumba,
Chateaubriand escribe: «En este plan que me trazaba, olvidaba a mi familia,
mi infancia, mi juventud, mis viajes y mi exilio: éstos son, sin embargo, los
relatos en que más me he complacido.»
Es éste un olvido que se asemeja mucho a una «autocensura», ligada a
un rechazo deliberado del modelo rusoniano que el futuro moralista, por
razones de conveniencia, expresa entonces. Pero al propio tiempo, a fin de
conjurar la crisis que atraviesa, el retorno a sí mismo sigue siendo el único
recurso. Es lo que Chateaubriand descubre en Tívoli, el 10 de diciembre de
1803: «Es un lugar adecuado para la reflexión y la ensoñación: me remonto a
mi vida pasada…» Esta meditación continúa al día siguiente en la terraza de
su hotel que domina la célebre cascada: «Me creía transportado a las playas
y a los páramos de mi Armórica (…); los recuerdos del hogar paterno
borraban para mí los de la ciudad de César: todo hombre lleva en sí un
mundo formado por todo cuanto ha visto y amado, mundo en el que entra de
continuo, incluso cuando recorre y parece vivir en un mundo extranjero.» Las
reminiscencias se hacen esta vez más precisas. Son ecos ensordecidos de la
más lejana infancia que emergen de las profundidades de la conciencia
gracias a la situación presente. Descubrimos, en esta deriva asociativa de la
memoria, una verdad nueva: el yo íntimo constituye por sí solo todo un
universo, irreductible a ningún otro, compuesto de recuerdos y que tiene su
propia coherencia, a la vez paisaje (cuadro) e historia (relato). Detrás de esta
toma de conciencia, existe una tradición filosófica que permea a la
generación de Chateaubriand. En efecto, de Locke a Condillac, el
sensualismo ha repensado la noción misma de sujeto: éste no sólo tiene una
historia sino que es esta historia. En vez de pretender encarnar una esencia
metafísica, el yo acepta en adelante concebirse como el producto de su
historia, por sedimentación sucesiva en cierta medida: uno se ha convertido
en lo que es. Fue lo que el poeta inglés Wordsworth supo expresar
acertadamente en una fórmula sorprendente: The Child is the father of the
Man. A partir de entonces la primera infancia no podía sino adquirir una
importancia decisiva en toda reflexión antropológica. Rousseau había
señalado el camino, él que, en el Emilio y luego en las Confesiones, supo
consagrarla a la vez como objeto de saber y como objeto de deseo. A partir
de este magistral iniciador, va a representar la escena fundadora de todo
conocimiento de uno mismo.
Así pues, aunque, en 1803, Chateaubriand sigue descartando de su
perspectiva toda referencia a su infancia, parece ya sospechar que ésta
encierra el secreto de su identidad, que supone una especie de nudo
existencial o de paisaje natal en el que va a cristalizar a partir de ahora su
imaginación. Ésta se halla, efectivamente, en el centro de la tentación
autobiográfica que se manifestará de manera cada vez más apremiante en
los años siguientes, sin dejar nunca de encontrar coartadas. Cada período de
crisis relanza así el proceso de ponerse a escribir las Memorias, para dejarlo
en seguida de lado. Apenas esbozadas, Chateaubriand las abandona, en la
primavera de 1804, para comenzar la redacción de Los mártires de
Diocleciano, primera versión de Los mártires, y luego para emprender un
largo viaje por Oriente. Persiste así en la estrategia del discurso indirecto,
que le había dado buen resultado en René. La «novela-epopeya» presenta
«elementos autobiográficos» que encontramos tanto en el personaje del
héroe, Eudoro, como en determinados episodios bretones o belgas.
Igualmente, cuando publica en 1811 su Itinerario de París a Jerusalén,
Chateaubriand cuenta, bajo este título-pantalla, «un año de (su) vida». Es
probable que esta «resistencia» a entrar directamente en lo autobiográfico
tuviera su origen por la relación ambivalente que mantuvo en esa época con
Rousseau: «No soy como Rousseau un entusiasta de los salvajes», escribía
desde 1801 (Atala, prólogo a la primera edición). Las reservas van a
multiplicarse en el cantor de la restauración católica, que se desmarca del
modelo de las Confesiones en el proyecto de 1803 que confía a Joubert:
«Puede estar tranquilo; no serán unas confesiones incómodas para mis
amigos: si en el futuro llego a ser alguien, la imagen que dé en ellas de mis
amigos será tan hermosa como respetable. Tampoco hablaré a la posteridad
en detalle de mis debilidades; sólo diré de mí lo que conviene a mi dignidad
de hombre y, me atrevo a decir, a la elevación de mi corazón. No hay que
presentar al mundo más que lo que es bello; no es mentir a Dios no
descubrir de la propia vida sino lo que pueda mover a nuestros semejantes a
sentimientos nobles y generosos. No porque tenga en el fondo nada que
ocultar; ni he echado a una sirvienta por una cinta robada, ni he dejado
tirado a un amigo mío moribundo en la calle, ni deshonrado a la mujer que
me acogió, ni llevado a mis bastardos a la inclusa, pero aun así he tenido mis
flaquezas, mis descorazonamientos; un gemido sobre mí bastará para hacer
comprender al mundo estas miserias comunes, hechas para ser dejadas tras
un velo.» En el período siguiente, la mala suerte parece perseguir a
Chateaubriand. Tras sus sinsabores romanos y la clamorosa dimisión de
marzo de 1804, se producirán las reacciones violentas de Napoleón a su
artículo del Mercure en julio de 1807, que tienen como consecuencia un
exilio lejos de París; la brutal ejecución de su primo Armand, por espionaje, el
31 de marzo de 1809; y, por último, el escaso éxito de Los mártires, que su
autor atribuye a intrigas del poder. Parece entonces desanimado hasta el
punto de querer renunciar a la literatura, o al menos a la ficción: «Hay que
abandonar la lira con la juventud», escribe en el libro XXIV de Los mártires; al
final de su Itinerario repite este adiós a la musa de sus primeros años.
¿Qué hacer a partir de ahora? Alcanzada la cuarentena, ésta invita a
un balance. La instalación duradera en la Vallée-aux-Loups, desde noviembre
de 1807, favorece el cara a cara consigo mismo y el retorno al pasado. Es
precisamente en 1809 cuando Chateaubriand fechó el texto introductorio
que precede a las Memorias de mi vida, y en el que declara: «Escribo
principalmente para dar cuenta de mí a mí mismo. Nunca he sido feliz.
Nunca he alcanzado la felicidad que he perseguido con la perseverancia
propia del ardor natural de mi alma. Nadie sabe cuál era la felicidad que
buscaba; nadie ha conocido por completo el fondo de mi corazón. La mayor
parte de los sentimientos han quedado enterrados en él o no se han
mostrado en mis obras más que atribuidos a seres imaginarios. Hoy que sigo
añorando mis quimeras sin perseguirlas, que llegado a la cima de la vida
desciendo hacia el sepulcro, quiero antes de morir remontarme a mis años
mozos, explicar mi inexplicable corazón…»
Este texto capital nos revela un cambio radical de perspectiva respecto
a la de 1803. Chateaubriand acepta esta vez el modelo rusoniano, en la
medida en que considera prioritario el conocimiento de su interioridad. Se ve
así llevado a valorar un proceso introspectivo que puede ser afrontado en
adelante por un hombre que, «totalmente extraño» al mundo en el que se ve
obligado a vivir, podrá dejar ir su pluma «sin temor». Esta conversión
decisiva supone una exigencia de sinceridad que viene a sustituir a la
antigua referencia a la belle nature, a esa estética de la belleza compositiva
que, en la doctrina clásica, pretendía ser un arte selectivo, u ocultarse como
tal arte. También implica otra filosofía del sujeto: si la verdad del yo se
propone como un enigma que debe ser resuelto, es porque cada cual posee
un secreto que hay que descifrar. Ahora bien, por la misma época,
Chateaubriand comienza otra obra, destinada a ocuparle también en su
retiro: piensa utilizar la documentación reunida en la preparación de Los
mártires para emprender una nueva Historia de Francia. En este doble
trabajo, historia y autobiografía tienen vocación de ir juntas pero no
revueltas; tienen tendencia incluso a definir su propio ámbito por exclusión
mutua. Y, también, dado que en definitiva el campo histórico es un campo
acotado, Chateaubriand orienta entonces su autobiografía en un sentido
contrario, hacia un espacio privado en el que el yo, ajeno a la escena social,
podrá volver a las raíces de su naturaleza profunda. En adelante, la persona
es irreductible al personaje.
Es en este marco renovado en el que su infancia reencontrará un lugar
eminente. Por lo demás, la casa de campo en que vive por aquel entonces en
medio de los bosques resulta adecuada para el despertar de los recuerdos.
En el mes de diciembre de 1811, le confía a una amiga: «A las diez, todos los
lobos del valle se han acostado, como pobres perros; disparato a solas ante
un hogar que humea; el toque de medianoche suena triste en Châtenay.
Oigo la campana a través de los bosques, y me retiro después de haber
mirado si hay algún ladrón detrás de la puerta.» No obstante, aunque los
fantasmas de Combourg rondan ya a su alrededor, las Memorias de mi vida
no han sido aún comenzadas. El 21 de agosto anterior, el solitario de la
Vallée-aux-Loups le había anunciado a la duquesa de Duras: «Sin duda, este
invierno escribiré algunos libros de ellas.» En realidad, no será hasta el
domingo 11 de octubre de 1812 cuando le envíe a ésta, tras pasar una larga
gripe, este billete triunfal: «Mi cabeza está totalmente curada, tanto es así
que he emborronado el primer libro entero de las memorias de mi vida.» Es
el relato de su primera infancia, de Plancoët, en Saint-Malo, hasta su partida
para Combourg. En 1813, Chateaubriand le añade un segundo libro, en el
que cuenta sus años de colegio, luego su estancia en Brest. Pero los
acontecimientos de 1814 van a lanzarle a la lucha política, que absorbe en lo
sucesivo una buena parte de sus energías. Tendrá, pues, que esperar tres
años y medio antes de poder retomar, en agosto de 1817, la redacción del
libro III. «Apresurémonos a pintar mi juventud, mientras estoy todavía
próximo a ella», escribe por aquel entonces: tiene cuarenta y nueve años.
Avisada en seguida, madame de Duras informa a su amiga madame
Swetchine, el 8 de septiembre, en estos términos: «Continúa las memorias
de su vida. Ha contado los siete u ocho años de su juventud (…) hasta su
entrada en el servicio: sus primeras tentativas literarias, sus ensoñaciones
en los bosques de Combourg.» Tras una nueva interrupción de cuatro años,
Chateaubriand, convertido en embajador en Berlín (1812), luego en Londres
(1822), aprovecha para continuar su narración y hacerla avanzar hasta el
final de su vida de emigrado. Conocemos esta primera versión de las
Memorias sólo por una copia de los tres primeros libros hecha en 1826 para
madame Récamier: se presenta como un relato continuo, dividido en libros;
no incluye aún capítulos ni titulillos. Cuenta, desde el nacimiento hasta los
treinta años, la «vida oculta» del gran hombre. En el mes de junio de 1826,
éste revela por primera vez su existencia al público en el prólogo general a
sus Obras completas en curso de publicación.
Vemos así hacerse realidad el programa de 1809, aunque de un modo
que no deja de ser paradójico. Chateaubriand vuelve, en efecto, la mirada
hacia los «años oscuros» de su vida justo en el momento en que las
circunstancias hacen de él un hombre público, un actor de primer plano en la
escena francesa o internacional. Esta vuelta del «personaje» pisando fuerte
corre paralela a una promoción de su «carrera literaria». Efectivamente, de
1826 a 1831, la preparación paulatina del corpus de sus Obras completas
permitirá a Chateaubriand verlas bajo una luz nueva. Este monumento
editorial reagrupa no sólo ya obras conocidas del público, sino también obras
inéditas. Da lugar a un «encuadramiento» general de prólogos o de notas
interpretativas que las actualiza y las sitúa en lo que podríamos llamar «un
destino en el siglo». Al reunir por primera vez sus obras de ficción, sus
relatos de viaje, sus panfletos políticos y sus obras históricas, Chateaubriand
propone considerarlas «como las pruebas y los documentos justificativos de
[sus] Memorias»; pues son, dice, «una historia fiel de los treinta prodigiosos
años» que vivió Francia desde la Revolución. Etapa capital que abre la vía a
una refundición de las Memorias de mi vida.
En 1828, el noble par regresa a Roma, esta vez como embajador cerca
de la Santa Sede. No tarda en recuperar el gusto por la ciudad de los
recuerdos y de las ruinas, donde le agradaría poder continuar sus Memorias.
Pero en agosto de 1829, Carlos X decide formar un nuevo Gobierno bajo la
dirección del príncipe de Polignac. Chateaubriand se niega a avalar este
«giro a la derecha», que será fatídico para la dinastía, y prefiere permanecer
fiel a su imagen de defensor de las libertades públicas: presenta su dimisión
el 30 de agosto. Once meses después se produce la Revolución de Julio, su
negativa a prestar juramento a Luis Felipe. No pudiendo conservar su escaño
en la Cámara de los Pares, su último recurso, se encuentra literalmente de
patitas en la calle. Le queda por terminar, para mantener sus compromisos,
esa Historia de Francia en la que piensa desde hace casi veinte años sin
haberla podido llevar a buen término. Pero es lo bastante lúcido como para
comprender que su tiempo ha pasado. Con Barante, Augustin Thierry, Guizot,
la joven escuela histórica de la década de 1820 ha venido a ocupar el
terreno disponible. Es, pues, sin convicción como «despacha», para cumplir
su contrato, los cuatro tomos de los Estudios históricos que ven la luz en
marzo de 1831. En una amarga «introducción», Chateaubriand escribe
entonces: «De ahora en adelante aislado en la tierra [el subrayado es mío],
sin esperar nada de mis trabajos, me encuentro en la posición más favorable
para la independencia del escritor, porque vivo ya con las generaciones
cuyas sombras he evocado.» Estas líneas no son sólo una repetición literal
del comienzo de las Ensoñaciones de Rousseau («Heme aquí, pues, solo en
la tierra»), sino que dejan también entrever una reactivación del proyecto de
las Memorias cuyo envite real conviene comprender bien.
Hasta entonces, Chateaubriand había reinado solo en la escena
literaria. Pero la publicación de sus Obras completas, lejos de consagrar su
gloria, fue una especie de fiasco. Para muchos fue la ocasión de arrugar la
nariz, de subrayar su lado Imperio, totalmente superado en el momento de
las grandes querellas románticas. El resultado fue una especie de
revalorización «a la baja». El perspicaz intérprete de la nueva generación,
Sainte-Beuve, llegó al punto de preguntarse, en 1831, qué iba a salvarse de
este naufragio: quizá Rene… Era una cruel puesta en tela de juicio para un
escritor que había aspirado a lo más alto de la jerarquía de los géneros. Tras
haber querido dar a Francia, con Los mártires, una gran epopeya moderna,
su ambición fue convertirse en su primer historiador: había fracasado en esta
doble empresa. Enfrentado a esta difícil situación, Chateaubriand decidió
aceptar el desafío. Pasando ya de los sesenta años, juzgó que sus Memorias
podían ofrecerle una última oportunidad de ganar su proceso apelando ante
el tribunal de la posteridad. Pero a este nuevo reto había de corresponder un
cambio de perspectiva. No debía ya limitarse a contar, a la manera de la
confidencia íntima, la simple historia de su vida, tal como se había propuesto
hacer veinte años antes. Había que ampliar, por el contrario, el marco para
reinvertir en su autobiografía esa «historia» y esa «epopeya» que había
perseguido inútilmente en otra parte y que en gran medida se le habían
escapado. Es entonces cuando las Memorias de mi vida se convierten en las
Memorias de ultratumba (marzo de 1831).
Chateaubriand comienza explicando largamente sus intenciones en un
«Prefacio testamentario» que esboza a partir del 1 de agosto de 1832. En
este texto programático, revisado en diciembre de 1833 y publicado en la
Revue des Deux Mondes del 15 de marzo de 1834, el memorialista no se
contenta con recordar el papel que ha jugado en los asuntos públicos bajo la
Restauración; insiste en el carácter ejemplar que ha revestido su posición
entre el Viejo y el Nuevo Mundo: «Me he encontrado a caballo de dos siglos
como en la confluencia de dos ríos, me he sumergido en sus aguas
turbulentas, alejándome a mi pesar de la vieja orilla donde naciera, nadando
esperanzado hacia la orilla desconocida donde van a abordar las nuevas
generaciones.» Ha sido testigo de casi todos los acontecimientos
contemporáneos. Ha tenido el privilegio de conocer «a una multitud de
personajes célebres», pero ni a Goethe, ni a Byron, ni incluso mucho a
Napoleón. Hombre de las realidades, ciertamente, como viajero,
parlamentario, publicista, diplomático, ministro. Pero, a través de los
avatares de la vida en el mundo, ha sabido preservar intactas sus facultades
innatas de soñador: «Y mi vida solitaria, soñadora, poética, avanzaba a
través de este mundo de realidades, de catástrofes, de tumulto, de ruido
(…). Dentro y al margen de mi siglo [el subrayado es mío], ejercía quizá
sobre él, sin pretenderlo ni buscarlo, una triple influencia religiosa, política y
literaria.» En tales condiciones, el sujeto autobiográfico tiene vocación de
expresar algo muy distinto de su «interior». Está llamado a ampliar su
perspectiva para erigirse en el portavoz de toda su generación; a inventar
una nueva escritura que sea capaz de representar la totalidad del campo
histórico en su infinita variedad; a convertirse en una especie de médium.
Intuición fecunda que es formulada así en el «Prefacio testamentario»: «Si
estuviera destinado a pervivir, representaría en mi persona, plasmada en
mis memorias, los principios, las ideas, los acontecimientos, las catástrofes,
la epopeya de mi tiempo.»
El memorialista se propone entonces reorganizar su plan; prefiere, a la
narración continua, dividida en libros (a partir del modelo de las
Confesiones), una serie de tres partes que reproducirían las tres principales
etapas de su existencia: «Desde mi primera juventud hasta 1800, fui soldado
y viajero: desde 1800 hasta 1814 (…), mi vida fue literaria; desde la
Restauración hasta hoy, mi vida ha sido política.» Pero resulta que estas
«tres carreras sucesivas» corresponden al drama histórico en «tres actos»
que ha vivido su generación: Antiguo Régimen y Revolución; Imperio;
Restauración. Al día siguiente de 1830, la división tripartita cuenta, pues, con
una ventaja: introducir una cierta homología entre la vida personal
(juventud, madurez, vejez) y la muy reciente historia de Francia. Un medio
más sutil de romper la linealidad del relato consiste en poner al narrador en
escena como un verdadero personaje, que tiene él mismo una historia; en
incluir en las Memorias la «novela» de su redacción. De ello resulta una triple
cronología: la de los acontecimientos, la de lo que se cuenta y la de la
narración. El memorialista llega así a casar con el río del tiempo, él mismo
móvil, cambiante de continuo. Lo que autoriza a múltiples ecos o
«refracciones» (en el sentido óptico del término) que conferirán a su trabajo
una «unidad indefinible» sobre la que él mismo llama nuestra atención: «Las
Memorias, divididas en libros y en partes, están escritas en fechas y lugares
distintos: estas secciones llevan, naturalmente, una especie de prólogos que
recuerdan los hechos acaecidos desde las últimas fechas, y pintan los
lugares en los que retomo el hilo de mi narración. Los acontecimientos varios
y las formas cambiantes de mi vida penetran así unos en otros; ocurre que,
en los momentos de prosperidad, he tenido que hablar del tiempo de mis
miserias, y que, en mis días de tribulación, rememoro mis días de felicidad».
Interrumpido en varias ocasiones, aunque nunca perdido de vista, este
trabajo no estará concluido antes de 1841. Las consecuencias de la
Revolución de Julio habían sido duras para el ministro destituido. Desprovisto
en delante de todo recurso fijo, Chateaubriand no podía contar con una
desahogada jubilación. Tenía que empezar de nuevo a ganarse la vida. Pese
a ello, cuando abandona de nuevo Francia por Suiza, en agosto de 1832, está
totalmente decidido a retomar sus Memorias. Se lleva consigo un baúl lleno
de «documentos justificativos», sus archivos personales. Instalado en
Ginebra desde el 11 de septiembre hasta el 12 de noviembre de 1832, a
orillas de ese lago encantado aún por el recuerdo de Rousseau, de Voltaire,
de madame de Staël y de Byron, va a proceder a una revisión completa de
las Memorias de mi vida para adaptarlas a su nuevo marco. Fue entonces
cuando se añadieron unos prólogos a determinados libros, cuando se
estableció la división de los libros en capítulos: en una palabra, las antiguas
Memorias de mi vida se convirtieron en la primera parte de las Memorias de
ultratumba. Se preparaba Chateaubriand para dar comienzo a la segunda
parte de su relato, cuando las desventuras de la duquesa de Berry le
reclamaron inopinadamente en París. Siguieron unos meses agitados que
terminaron, en 1833, con un doble viaje a Praga que le llevó de nuevo
también a Venecia. Revitalizado por el carácter rocambolesco de la situación,
el anciano escritor se lanzó por los caminos con buen ánimo para esta misión
clandestina al servicio de su novelesca princesa. Aprovechó la ocasión para
tomar nota de las «impresiones» tan sorprendentes como poéticas. Así, las
circunstancias favorecían una intrusión imprevista de lo cotidiano
«contemporáneo» en la redacción de las Memorias. En adelante habrá que
hacerle un lugar: se programa ya una cuarta parte que, al hilo de los años,
adquirirá una importancia creciente.
El regreso a París, al día siguiente de cumplir sesenta y cinco años, fue
para Chateaubriand un tanto melancólico. Había posibilidades de que fuera
su última embajada. Ya sólo había de pensar en acabar sus Memorias. Pero
antes de continuarlas, sintió la necesidad de someter al juicio de sus íntimos
las páginas escritas desde hacía quince meses. Su primer deseo fue una
publicación postuma a muy largo plazo: cincuenta años después de su
muerte. Tal es el significado principal del nuevo título. Pero ¿qué editor
aceptaría nunca unas condiciones semejantes? Se pensó, por tanto, en
seguida en un plazo más breve que correspondería a la desaparición del
memorialista. Pero, para poder seguir escribiendo, Chateaubriand necesitaba
una seguridad material; para terminar su obra, tenía que comenzar por
venderla, por así decir, como quien «hace un vitalicio». También había que
despertar en el público un interés lo bastante general como para que pudiera
cerrarse este trato. ¿Cómo dar a conocer, sin divulgarlas, unas Memorias en
torno a las cuales reinaba aún un cierto misterio? Fue madame Récamier
quien dio con la solución. Desde el 23 de febrero hasta mediados de marzo
de 1834, organizó en su casa, ante un auditorio escogido, unas sesiones
confidenciales de lectura del texto disponible (la primera parte en su
totalidad, seguida de los libros sobre Praga y Venecia). Aparte de los
habituales de su salón, había invitado a jóvenes críticos consagrados, que
tenían ya una tribuna en la Revue des Deux Mondes o en la Revue de Varis,
como Sainte-Beuve o Edgard Quinet. Fue un acontecimiento mundano, pero
también literario, que encontró amplio eco en la prensa, donde se publicaron
simultáneamente, a lo largo de la primavera, unas «bellas páginas» de las
Memorias y reseñas de las mismas. Artículos y extractos fueron reunidos
algunos meses después en un volumen fuera de comercio titulado: Lecturas
de las Memorias de monsieur de Chateaubriand (Lefevre, 1834).
A pesar de esta «orquestación mediática», no se hizo ninguna
propuesta seria y, a fin de hacer frente a lo más urgente, Chateaubriand se
vio obligado a volver a su trabajo mercenario que había de ocuparle cerca de
dieciocho meses: una traducción original de El Paraíso Perdido de Milton, a la
que añadirá, a modo de prólogo, un Ensayo sobre la literatura inglesa
significativamente subtitulado: «Consideraciones sobre el genio de los
tiempos, de los hombres y de las revoluciones». En este libro, hecho un poco
deprisa y corriendo, inserta pasajes de las Memorias de ultratumba, que ven
así la luz por primera vez. Fue en el curso de la primavera de 1836 cuando
las negociaciones emprendidas en relación con las Memorias llegaron por fin
a buen puerto. Se creó una sociedad en comandita para adquirir por
anticipado los derechos de publicación. Se propuso al memorialista unas
condiciones favorables (el pago de 136.000 francos a la firma del contrato,
amén de una renta anual de 12.000 francos) que éste aceptó. Tenía ahora la
posibilidad de ponerse de nuevo a trabajar en su obra predilecta que no se
apresuró, por lo demás, a terminar. Le queda aún por elaborar el cuerpo
central (segunda y tercera partes), completar la última parte. Será cosa
hecha para el mes de diciembre de 1839. Las Memorias se consideran,
entonces, terminadas. No obstante, les falta aún una conclusión general, que
lleva la fecha del 25 de septiembre de 1841.
A Chateaubriand le quedan siete años de vida con achaques
crecientes, pero una lucidez a toda prueba. De 1843 a 1844, la Vida de
Raneéis brinda una última oportunidad para meditar sobre la vanidad del
mundo; pero tenía aún fe en la literatura. Ahora bien, en agosto de 1844, la
Sociedad propietaria de sus Memorias cedió, a sus espaldas, por 80.000
francos, al director de La Presse, Émile de Girardin, los derechos de
publicación por entregas en su periódico, antes de su aparición en
volúmenes. Cuando había tenido, en agosto de 1836, que «hipotecar su
tumba», el memorialista podía consolarse con la idea de que su monumento
postumo conservaría su arquitectura imponente, sería «legible» en la
simultaneidad y diversidad de todas sus partes. Ahora tenía que consentir a
un sacrificio mucho más grave; aceptar ver que se vendía por piezas el
«pobre huérfano» que iba a dejar tras él. Su persona, representada en sus
Memorias, se convertiría en un «cuerpo troceado», dispersado en la plaza
pública, privado de sepultura simbólica, sombra para siempre errante.
Chateaubriand y su entorno juzgaron esta perspectiva intolerable; pero hubo
que resignarse. Por lo demás, ¡quizás el anciano escritor sentía una especie
de fascinación inconfesable por una forma de desaparición tan publicitaria!
El hecho es que la obsesión por esta «innoble señalización por entregas»
exigió, de 1845 a 1846, una revisión general de las Memorias de ultratumba.
Chateaubriand comenzó por releerlas en su conjunto, incluyendo al comienzo
y al final de cada libro su signatura, precedida de una fecha. Así, para la
cuarta parte (la única cuyo manuscrito ha llegado hasta nosotros): «Revisado
el 22 de febrero de 1845.» Estos libros, de extensión variable, son divididos
entonces en capítulos (con titulillos) y reagrupados en cuatro partes de once
o doce libros. Como prueba lo que hoy subiste de este «manuscrito de
1845», el memorialista introdujo numerosos retoques a su texto inicial.
Aparte de las correcciones de estilo, modificó a veces el número o la
distribución de las secuencias, suprimió determinados pasajes, completó
otros. Una vez llevado a cabo este trabajo, decidió someter esta nueva
versión (para la que hizo establecer una numeración continua: 4.074
grandes páginas en cuarto) a una nueva lectura confidencial, que se
desarrolló en octubre y noviembre de 1845 en el salón de madame Récamier.
A excepción de los periodistas, era casi el mismo auditorio que en 1834, pero
vuelto más timorato al suponer que el texto de las Memorias había sido
publicado previamente en primera plana en La Presse, por así decir
entregado a un populacho imprevisible.
También en este círculo un tanto cerrado se expresaron numerosas
reservas. Éstas fueron de tres tipos. Las primeras hacían referencia a la
lengua de las Memorias, que Sainte-Beuve no tardará en calificar de estilo
decadente. Chateaubriand apenas si tendrá en cuenta estas críticas. Las
segundas provenían de personas como Madame Récamier o el duque de
Noailles, poco satisfechas, por razones distintas, de los libros que les habían
sido dedicados. Chateaubriand acogió favorablemente su demanda y decidió
suprimir el libro «séptimo» de la tercera parte, así como el libro «décimo» de
la cuarta. Pero las críticas más graves de última hora eran de carácter
político. Lo que expresaba el memorialista sobre el medio legitimista o sobre
el personal de la Monarquía de Julio era a veces de una extrema virulencia.
La mayoría de aquellos que eran el blanco de sus críticas todavía vivían.
Suplicaron, pues, a Chateaubriand que tuviera a bien atenuar determinados
términos, no dar rienda suelta a su agresividad natural, mostrarse por
encima de ellos para permanecer fiel a su imagen de gran escritor
monárquico y católico. Críticas que, en su mayoría, no dejaban de estar
justificadas. Es evidente que el polemista había tenido tendencia a dejar
correr su pluma. Cuando anda de por medio la política, en un primer esbozo,
incluso en un segundo, cede a la tentación de ajustar cuentas o de lograr
una fácil victoria postuma. Ahora bien, esta escritura ab irato prolifera a
gusto a riesgo de volverse verbosa. Chateaubriand tenía un instinto literario
demasiado seguro para no ser sensible a este tipo de reproches que exceden
el simple problema de las conveniencias sociales. En realidad, es un escritor
que necesita releerse, cosa que no deja de hacer, para conseguir siempre
una formulación más clara y un ritmo más acentuado; dispuesto a aceptar
cualquier tipo de sacrificio siempre que desemboque en una acuñación más
eficaz. Gracias a estas últimas correcciones, se alcanza esa imperatoria
brevitas que es el signo distintivo del Chateaubriand historiador. Así, de
lectura en relectura, es como el memorialista había de llegar a hacer
concordar su obra con el título: eliminar las redundancias es también querer
olvidar las polémicas subalternas del presente para dirigir su mensaje
solamente a la posteridad.
Es a esta última revisión a la que corresponden, en la versión
definitiva, las menciones: «Revisado en junio (o julio, o diciembre) de 1846.»
De las 4.074 páginas del manuscrito de 1845 se ha pasado a las 3.514
páginas en la copia notarial de 1847. Este último estado del texto va
precedido de una «Introducción» fechada el 14 de abril de 1846. En esta
versión abreviada, desapareció la división en cuatro partes. Sólo subsiste de
ella un continuum de 42 libros, numerados del I al XLII (el último que incluye
la conclusión). Este modo de estructurar la materia, sin corresponder en el
detalle al proyecto inicial, no la hace menos fiel en sus grandes líneas.
Chateaubriand había conservado, pues, hasta el final el control de su
trabajo y creyó tomar todas las precauciones para que su manuscrito fuera
editado de acuerdo con sus directrices. Ahora bien, en contra de lo esperado,
no fue éste el caso. Por supuesto, la publicación por entregas en La Presse,
practicando un corte arbitrario dividido por medio de simples
encabezamientos, no podía sino eliminar la división de las Memorias en
libros y capítulos, indispensable para la comprensión misma del texto. Pero
esta disposición habría tenido que ser restablecida a la hora de editarse en
volúmenes. Ahora bien, los doce tomos que, de 1849 a 1850, publicaron los
hermanos Penaud, con la bendición de los ejecutores testamentarios, no
hacían sino reproducir, sin cambio alguno, el carácter informe de la
publicación por entregas. Esta malhadada «edición original» ofrecía al
público un conjunto de 536 secuencias, más o menos extensas, sin
numeración ni articulación visibles, repartidas en cada uno de los volúmenes
de una extensión igual, sin consideración alguna por el contenido. Lo cual
venía a traicionar deliberadamente las ambiciones arquitectónicas del
memorialista y, por razones que se supone eran de rentabilidad inmediata, a
hacer su obra ilegible durante mucho tiempo.
En efecto, habría que esperar hasta mediados del siglo XX para que las
minuciosas investigaciones de Maurice Levaillant (1883-1961) permitieran
restituir a las Memorias de ultratumba su arquitectura primitiva, restaurar su
texto original y encontrar la mayor parte de los pasajes suprimidos en el
curso de la década de 1840. Su doble edición del centenario (Bibliothèque de
la Pléiade, 1946; Flammarion, 1948) fue una etapa mayor de su
redescubrimiento. Cincuenta años después, nuevos elementos han venido a
enriquecer y completar el historial genético y biográfico. Con la nueva
edición íntegra y crítica que yo establecí, de 1989 a 1998, en la colección de
Classiques Garnier, es ya posible ahora leer un texto finalmente conforme al
último manuscrito, acompañado de todas las introducciones conocidas hasta
el día de hoy.
JEAN-CLAUDE BERCHET
NOTA A ESTA EDICIÓN
Para la traducción me he atenido al texto fijado por Jean-Claude
Berchet en su edición crítica de classiques Garnier, que sigue un criterio de
rigurosa fidelidad a las últimas voluntades de Chateaubriand, y que incluye
un amplio apéndice documental que enriquece la visión de conjunto. No
hemos considerado, sin embargo, oportuno incluir, para los fines de nuestra
edición, las Memorias de mi vida, primera redacción parcial de los recuerdos
de infancia y juventud, posteriormente aprovechada y reelaborada por
Chateaubriand, ni tampoco los textos del «Suplemento a las Memorias», de
la edición de la Pléiade, de un relativo interés para el lector de hoy. Damos
tan sólo una muestra de los más significativos incluidos en los apéndices de
la edición Garnier.
Se ha mantenido, en esta edición en dos volúmenes, la división en
cuatro partes tan esencial para el autor hasta 1846.
He tratado de conservar en la traducción las muchas particularidades
del texto original, en especial sus frecuentes y caprichosas cursivas, pero he
restituido, en cambio, de acuerdo con los criterios actuales, y siempre que
ello ha sido posible, la grafía de los nombres de los topónimos italianos y
rusos afrancesados por el autor; para los nombres de las localidades que en
la época de Chateaubriand pertenecían al área lingüística alemana se han
corregido los eventuales errores gráficos del autor o indicado su nombre
actual a pie de página; para los nombres que hoy pertenecen al área
lingüística checa, pero de los que el autor reproduce la grafía alemana de
uso en la época, se ha mantenido por lo general dicha grafía, indicando en
nota el topónimo actual.
Las citas poéticas en diversas lenguas se han dejado en su lengua
original, poniendo en nota la traducción, siempre que ésta no figurase ya en
el texto.
Por lo que se refiere a las notas, se verá que las hay de dos tipos: las
notas del autor se indican por medio de letras sucesivas (a, b, c…) a pie de
página, y las notas del traductor al final de cada uno de los volúmenes. Para
la elaboración de estas últimas estoy parcialmente en deuda sobre todo con
la edición de Jean-Claude Berchet, pero también he consultado con provecho
las de Maurice Levaillant (Pléiade), Jean-Paul Clément (Gallimard) e Ivanna
Rossi (Einaudi-Gallimard), esta última edición principalmente para la parte
italiana de las Memorias.
He tratado de recrear en español, dentro de lo posible, el carácter de la
escritura de Chateaubriand, el estilo inconfundible de este relato polifónico
que son las Memorias; los cambios de tonalidad de sus distintas partes y los
múltiples registros que se suceden en este inmenso escenario de historia y
de personajes: el lenguaje lírico del memorialista, el documental del
historiador, el cancilleresco del diplomático y el oratorio del político. He
procurado, en cuanto a los frecuentes anacolutos y otras insuficiencias
gramaticales del autor, intervenir sólo en aquellos casos en que éstos
habrían conducido de forma irremediable a una opacidad de sentido, pero
cuidando de no atenuar, en ningún caso, los amaneramientos ni descifrar las
abundantes frases de sentido intangible tan típicas del estilo del autor.
Un empeño especial por mi parte ha sido el de respetar el regusto
anticuado, inactual y retórico de la gran prosa de las Memorias, la palabra
hecha música, sabia mezcla de francés antiguo y moderno, que es una
invención estilística personal del autor. Dice a este respecto el propio
Chateaubriand: «Por un extraño ensamblaje, hay en mí dos hombres, el
hombre de otro tiempo y el hombre de ahora; sucede que la lengua francesa
antigua y la lengua moderna me eran naturales; si una de las dos me
faltaba, me faltaba una parte del signo de mis ideas; he creado, pues,
algunas palabras, he rejuvenecido otras; pero no he afectado nada; y he
tenido mucho cuidado de emplear sólo la expresión que me venía
espontáneamente.»
Esta nueva traducción de Las memorias de ultratumba, siglo y medio
después de su publicación, aspira a reparar un largo e injusto olvido editorial
y a restituir a la grandeza literaria del autor el lugar que le corresponde por
derecho propio en la historia de la literatura, el de un grande entre los
grandes.
J. R. M.
MEMORIAS DE ULTRATUMBA
LIBROS I-XII
(1768-1800)
PREFACIO
París, 14 de abril de 1846
MI TORRE DE HOMENAJE
Estos relatos ocupaban todo el tiempo que mi madre y mi hermana
tardaban en acostarse: se metían en la cama muertas de miedo; yo me
retiraba a lo alto de mi torrecilla; la cocinera regresaba al torreón, y los
criados bajaban al subterráneo.
La ventana de mi torre de homenaje daba al patio interior; de día, tenía
como vista las almenas de la cortina opuesta, donde vegetaban unas
escolopendras y crecía un ciruelo silvestre. Algunos vencejos que, durante el
estío, se introducían entre chillidos en los agujeros de los muros, eran mis
únicos compañeros. Por la noche, no divisaba más que una pequeña porción
de cielo y algunas estrellas. Cuando brillaba la luna y se ponía en occidente,
me advertían de ello sus rayos, que llegaban a mi cama a través de los
cristales en losanges de la ventana. Unas lechuzas, volando de una a otra
torre, pasando una y otra vez entre la luna y yo, dibujaban en las cortinas de
mi aposento la sombra móvil de sus alas. Relegado al lugar más desierto,
que daba a unas galerías, no me perdía un solo murmullo de las tinieblas.
Unas veces parecía que el viento corriera con paso ligero; otras dejaba
escapar unos quejidos; de repente, mi puerta era embestida con violencia,
los subterráneos lanzaban rugidos, luego estos ruidos se extinguían para
volver a comenzar de nuevo. A las cuatro de la mañana, la voz del señor del
castillo, llamando al ayuda de cámara en la entrada de las bóvedas
seculares, se dejaba oír como la voz del último fantasma de la noche. Esta
voz era para mí como la dulce armonía a cuyo sonido el padre de Montaigne
despertaba a su hijo.
El empecinamiento del conde de Chateaubriand en hacer acostarse a
un niño solo en lo alto de una torre podía tener algún inconveniente; pero me
fue de provecho. Este modo severo de tratarme me hizo forjarme el coraje
de un hombre, sin quitarme esa sensibilidad de imaginación de la que hoy
querría privarse a la juventud. En vez de tratar de convencerme de que los
aparecidos no existen, me obligaron a hacerles frente. Cuando mi padre me
decía con una sonrisa irónica: «¿Acaso mi caballerete tiene miedo?», él
habría logrado que me acostara con un muerto. Cuando mi excelente madre
me decía: «Hijo mío, en este mundo todo ocurre por voluntad de Dios: no
tienes nada que temer de los malos espíritus mientras seas buen cristiano»,
me sentía más tranquilizado que por todos los argumentos de la filosofía. Mi
éxito fue tan completo que los vientos de la noche, en mi torre deshabitada,
sólo servían de juguete a mis caprichos y de alas a mis sueños. Mi
imaginación inflamada, proyectándose sobre todas las cosas, no encontraba
en parte alguna alimento bastante y habría devorado cielo y tierra. Es este
estado moral el que toca describir ahora. Sumergido de nuevo en mi
juventud, trataré de verme en el pasado, de mostrarme tal como era, tal
como quizá lamento no ser ya, a pesar de los tormentos que tuve que
soportar.
CAPÍTULO 3
EL PASO DEL NIÑO AL HOMBRE
Apenas vuelto de Brest a Combourg, se produjo una revolución en mi
vida; una vez desaparecido el niño, se manifestó el hombre con sus alegrías
pasajeras y sus tristezas duraderas.
En primer lugar, todo en mí se convirtió en pasión, en espera de las
pasiones mismas. Cuando, tras una comida silenciosa en la que no me había
atrevido a hablar ni a comer, conseguía escaparme, mi exaltación era
increíble; no podía bajar la escalinata de un tirón: me hubiera caído. Me veía
obligado a sentarme en un escalón para dejar que mi agitación se calmara;
pero, tan pronto como había alcanzado el Patio Verde y los bosques, me
ponía a correr, a saltar, a brincar, a hacer el loco, a dar rienda suelta a mi
alegría hasta que caía extenuado, palpitando, ebrio de retozos y de libertad.
Mi padre me llevaba con él a cazar. Me entró el gusto por la caza y me
aficioné a ella con entusiasmo; aún veo el campo en el que maté mi primera
liebre. A menudo, en otoño, solía quedarme cuatro o cinco horas con el agua
hasta la cintura, para esperar en la orilla de un estanque a unos patos
salvajes; aún hoy no puedo mantener la sangre fría cuando un perro de
muestra se para. No obstante, en mi primer entusiasmo por la caza, había un
fondo de independencia; cruzar las zanjas, atravesar los campos, las
marismas, los páramos, encontrarme con una escopeta en un lugar desierto,
sintiéndome poderoso y en soledad, era mi manera de ser natural. En mis
correrías, acababa yendo tan lejos que, incapaz de caminar más, los guardas
se veían obligados a traerme de regreso sobre unas ramas entrelazadas.
Sin embargo, el placer de la caza ya no me bastaba; estaba yo agitado
por un deseo de felicidad que no podía dominar ni comprender; mi espíritu y
mi corazón acababan de formarse como dos templos vacíos, sin altares ni
sacrificios; no se sabía aún qué Dios sería adorado en ellos. Yo crecía al lado
de mi hermana Lucile; nuestra amistad era nuestra vida entera.
CAPÍTULO 4
LUCILE
Lucile era alta y de notable belleza, aunque seria. Su pálido rostro
estaba enmarcado por unos largos cabellos negros; a menudo clavaba en el
cielo o paseaba en torno a ella unas miradas llenas de tristeza o de fuego.
Sus andares, su voz, su sonrisa, sus rasgos tenían algo de soñador y de
doliente.
Lucile y yo no nos éramos mutuamente útiles. Cuando hablábamos del
mundo era del que llevábamos dentro de nosotros y que se parecía muy
poco al mundo verdadero. Ella veía en mí a su protector, yo veía en ella a mi
amiga. Ella tenía arrebatos de negras ideas que a mí me costaba disipar: a
los diecisiete años, deploraba la pérdida de sus años mozos; quería
enterrarse en un convento. Todo era preocupación, tristeza, ofensa para ella:
una expresión que buscara, una quimera que se hubiera forjado, la
atormentaban meses enteros. La he visto a menudo, con un brazo echado
sobre su cabeza, soñar inmóvil e inanimada; reconcentrada en su corazón,
su vida no se manifestaba al exterior; ni siquiera su pecho palpitaba. Por su
actitud, su melancolía y su venustez se asemejaba a un Genio fúnebre. Yo
trataba entonces de consolarla y al instante siguiente me hundía en una
desesperación inexplicable.
A Lucile le gustaba hacer sola, hacia el atardecer, alguna lectura
piadosa: su oratorio predilecto era un cruce de caminos rurales, señalado por
una cruz de piedra y por un álamo cuyo largo fuste se alzaba en el cielo
como un pincel. Mi devota madre, encantada, decía que su hija le recordaba
a una cristiana de la Iglesia primitiva, que oraba en esas estaciones llamadas
Laures.[3]
Por efecto de la concentración del alma se originaban en mi hermana
manifestaciones espirituales extraordinarias: estando dormida, tenía sueños
proféticos; despierta, parecía leer en el porvenir. En una meseta de la
escalera de la gran torre, sonaba un péndulo que daba la hora en silencio;
Lucile, en sus insomnios, iba a sentarse en un escalón, enfrente de este
péndulo: observaba el cuadrante al resplandor de su lámpara dejada en el
suelo. Cuando las dos agujas se unían a medianoche y generaban en su
conjunción formidable la hora de los desórdenes y de los crímenes, Lucile oía
ruidos que le revelaban muertes lejanas. Encontrándose en París algunos
días antes del 10 de agosto, en compañía de mis otras hermanas en las
cercanías del convento de los Carmelitas, su vista cayó sobre un espejo y
lanzó un grito diciendo: «Acabo de ver entrar a la Muerte.» En los páramos
de Caledonia,[4] Lucile habría sido una mujer celestial de Walter Scott, dotada
de clarividencia; en los páramos armoricanos no era más que una solitaria
aventajada en belleza, genio y desdicha.
CAPÍTULO 5
PRIMERA INSPIRACIÓN DE LA MUSA
La vida que llevábamos en Combourg, mi hermana y yo, aumentaba la
exaltación propia de nuestra edad y de nuestro carácter. La manera principal
de matar el tiempo consistía en pasearnos uno al lado del otro por el gran
Mail, en primavera sobre una alfombra de prímulas, en otoño sobre un lecho
de hojas secas, en invierno sobre una capa de nieve que adornaba el rastro
de los pájaros, de las ardillas y de los armiños. Jóvenes como las prímulas,
tristes como la hoja seca, puros como la nieve recién caída, existía una
armonía entre nuestras diversiones y nosotros.
Fue en uno de estos paseos cuando Lucile, al oírme hablar con
embeleso de la soledad, me dijo: «Deberías describir todo esto.» Esta
palabra me reveló a la musa; un soplo divino pasó sobre mí. Me puse a
farfullar unos versos, como si hubiera sido mi lengua natural; día y noche
cantaba mis placeres, es decir, mis bosques y mis valles; componía una
multitud de pequeños idilios o cuadros de la naturaleza. [a] Escribí largo
tiempo en verso antes de hacerlo en prosa: monsieur de Fontanes pretendía
que yo había recibido el don de ambas modalidades.
¿Nació alguna vez en mí ese talento que me prometía la amistad?
¡Cuántas cosas he esperado en vano! Un esclavo, en el Agamenón de
Esquilo, hace de centinela en lo alto del palacio de Argos; sus ojos tratan de
descubrir la señal convenida del regreso de las naves; canta para amenizar
sus vigilias, pero las horas pasan y los astros se ponen, y la antorcha no
brilla. Cuando, tras mucho tiempo, su luz tardía aparece sobre las olas, el
esclavo está ya encorvado por el peso de los años; no le queda sino recoger
desdichas, y el coro le dice «que un anciano es una sombra errante a plena
luz del día». «Ὄναρ ἥμερόφαντον ἀλαíνει.»[5]
CAPÍTULO 6
MANUSCRITO DE LUCILE
En los primeros encantamientos de la inspiración, invité a Lucile a que
me imitara. Pasábamos días haciéndonos consultas el uno al otro,
comentando lo que habíamos hecho, lo que pensábamos hacer.
Emprendíamos obras en común; guiados por nuestro instinto, tradujimos los
pasajes más bellos y tristes de Job y de Lucrecio sobre la vida: el Taedet
animam meam vitae meae,[6] el Homo natus de muliere,[7] el Tum porro puer,
ut saevis projectus ab undis navita ,[8] etcétera. Los pensamientos de Lucile no
eran sino sentimientos: surgían con dificultad de su alma; pero cuando
conseguía expresarlos, no había nada que se les pudiera comparar. Ha
dejado una treintena de páginas manuscritas, que es imposible leer sin
emocionarse profundamente. La elegancia, la gracia, la ensoñación, la
apasionada sensibilidad de estas páginas ofrecen una mezcla del genio
griego y del genio germánico.
LA AURORA
«¡Qué dulce claridad acaba de iluminar Oriente! ¿Es la joven aurora
que entreabre al mundo sus bellos ojos cargados de la languidez del sueño?
¡Encantadora diosa, apresúrate! Abandona el lecho nupcial, ponte el traje de
púrpura; que un blando ceñidor lo sostenga con sus lazos; que ningún zapato
apriete tus delicados pies; que ningún adorno profane tus hermosas manos
hechas para entreabrir las puertas del día. Pero tú te alzas ya sobre la
umbrosa colina. Tus cabellos de oro caen en húmedos bucles sobre tu cuello
de rosa. Tu boca exhala un aliento puro y perfumado. Tierna deidad, la
naturaleza toda sonríe en tu presencia; con sólo que derrames tus lágrimas,
nacen las flores.»
A LA LUNA
«¡Casta diosa!, diosa tan pura que ni las rosas del pudor se mezclan
con tus tiernas claridades, me atrevo a tomarte como confidente de mis
sentimientos. A imagen tuya, no tengo que sonrojarme de mi propio corazón.
Pero algunas veces el recuerdo del juicio injusto y ciego de los hombres
cubre mi frente de nubes, igual que la tuya. Igual que tú, los yerros y las
miserias de este mundo inspiran mis ensoñaciones. Pero más dichosa que
yo, tú, ciudadana de los cielos, conservas siempre la serenidad; las
tempestades y las tormentas que se levantan en nuestro globo resbalan por
sobre tu apacible disco. Diosa cara a mi tristeza, derrama tu frío reposo en
mi alma.»
LA INOCENCIA
«Hija del cielo, amable inocencia, si yo osara trazar un pobre bosquejo
de algunos de tus rasgos, diría que ocupas el lugar de la virtud en la infancia,
de la cordura en la primavera de la vida, de la belleza en la vejez y de la
felicidad en el infortunio; que, ajena a nuestros yerros, no derramas sino
lágrimas puras, y que en tu sonrisa no hay nada que no sea celestial.
¡Hermosa inocencia! Pero estás rodeada de peligros, la envidia dirige todos
sus dardos hacia ti: ¿temblarás, modesta inocencia?, ¿tratarás de escapar a
los peligros que te amenazan? No, te veo de pie, dormida, con la cabeza
recostada sobre un altar.»
Mi hermano dedicaba a veces algunos breves momentos a los
ermitaños de Combourg; tenía la costumbre de llevar con él a un joven
consejero del Parlamento de Bretaña, monsieur de Malfilátre, primo del
infortunado poeta de este nombre. Creo que Lucile, sin ser consciente de
ello, había sentido una pasión secreta por este amigo de mi hermano, y que
esta pasión sofocada era en el fondo la causa de la melancolía de mi
hermana. Tenía, por otra parte, la manía de Rousseau sin tener su orgullo:
creía que todo el mundo estaba conjurado contra ella. Fue a París en 1789,
acompañada de esa hermana Julie cuya pérdida ha llorado con una ternura
teñida de algo sublime. Todos cuantos la conocieron la admiraron, desde
monsieur de Malesherbes hasta Chamfort. Encerrada en las criptas
revolucionarias de Rennes, estuvo en un tris de ser encarcelada en el castillo
de Combourg, convertido en mazmorra durante el Terror. Liberada de la
cárcel, contrajo matrimonio con monsieur de Caud, que la dejó viuda al cabo
de un año. Al regreso de mi emigración, volví a ver a la amiga de mi infancia:
diré cómo desapareció, cuando Dios quiso afligirme.
CAPÍTULO 7
La Vallée-aux-Loups, noviembre de 1817
LITERATOS — RETRATOS
En el curso de los dos años transcurridos desde mi establecimiento en
París hasta la apertura de los Estados Generales, esta sociedad fue
ampliándose. Yo me sabía de memoria las elegías del caballero de Parny, y
todavía me las sé. Le escribí para pedirle que me permitiera ir a ver a un
poeta cuyas obras hacían mis delicias; me respondió cortésmente: me dirigí
a su casa de la rué de Cléry.
Me encontré con un hombre bastante joven aún, de muy buen tono,
alto, delgado, con el rostro picado de viruelas. Me devolvió la visita; yo le
presenté a mis hermanas. Le gustaba poco la vida social y la política no
tardó en expulsarlo de ella: era entonces del viejo partido. No he conocido a
ningún escritor que fuera más parecido a sus obras: poeta y criollo, no le
faltaban más que el cielo de la India, una fuente, una palmera y una mujer.
Temía el mundanal ruido, procuraba pasar inadvertido por la vida, lo
sacrificaba todo a la pereza, y sólo se veía traicionado en su vida oscura por
los placeres que de vez en cuando hacían vibrar su lira:
Que notre vie heureuse et fortunée
Coule, en secret, sous l’aile des amours,
Comme un ruisseau qui, murmurant à peine,
Et dans son lit resserrant tous ses flots,
Cherche avec soin l’ombre des arbrisseaux,
Et n’ose pas se montrer dans la plaine.[13]
Fue esta incapacidad de sustraerse a su indolencia lo que hizo
convertirse al caballero de Parny, de furioso aristócrata, en un miserable
revolucionario, que atacaba la religión perseguida y a los sacerdotes en el
cadalso, que compraba su paz a cualquier precio, y prestaba a la musa que
cantó a Eléonore el lenguaje de esos lugares en los que Camille Desmoulins
iba a mercadear con sus amores.[14]
El autor de la Historia de la literatura italiana, que se metió en la
Revolución siguiendo a Chamfort, llegó hasta nosotros por ese parentesco
que todos los bretones tienen entre sí. Guinguené era conocido en el
mundillo gracias a la reputación que le había hecho ganar una obra teatral
en verso bastante graciosa, La confesión de Zulma, que le valió un puesto
modesto en las oficinas de monsieur de Necker; de ahí su obra sobre su
entrada en la Dirección General de Finanzas. No sé quién le discutía a
Ginguené su título de gloria, La confesión de Zulma; pero el hecho es que
era suya.
El poeta de Rennes tenía buenos conocimientos musicales y componía
canciones. De humilde como era, vimos crecer su orgullo, a medida que se
arrimaba a la sombra de alguien conocido. Por la época de la convocatoria
de los Estados Generales, Chamfort lo empleó en escribir algunos artículos
para periódicos y discursos para clubes: se volvió soberbio. En la primera
Federación decía: «¡Ésta sí que es una bonita fiesta! Para darle más brillo
habría que quemar a cuatro aristócratas en las cuatro esquinas del altar.» No
fue el primero en expresar tales deseos; mucho tiempo antes que él, el
miembro de la Liga Louis Dorléans había escrito, en su banquete del conde
de Arête, «que habría que atar a los ministros protestantes, a modo de
gavillas, al árbol de la hoguera de San Juan y meter al rey Enrique IV en el
pipote donde se metía a los gatos».
Guinguené tuvo noticia por anticipado de los crímenes revolucionarios.
Madame Ginguené avisó a mis hermanas y a mi mujer de la masacre que iba
a tener lugar en los Carmelitas, y les dio amparo: se quedaron en el callejón
Férou, que estaba próximo al lugar donde había de producirse la degollina.
Tras el Terror, Guinguené se convirtió poco menos que en jefe de
Instrucción Pública; fue entonces cuando cantó El árbol de la libertad en el
Cadran-Bleu, con la tonadilla de Yo lo planté, yo lo vi nacer . Se consideró que
se tomaba las cosas con suficiente filosofía como para confiarle una
embajada cerca de uno de esos reyes a quienes se despojaba de la corona. A
monsieur de Talleyrand le escribía desde Turín que había vencido un
prejuicio: había logrado que su mujer fuera recibida en la corte con batín
corto. Tras pasar de la mediocridad a la importancia, de la importancia a la
necedad, y de la necedad al ridículo, acabó sus días de literato distinguido
como crítico, y, lo que es mejor aún, como escritor independiente en la
Décade: la naturaleza lo devolvió al sitio del que inoportunamente la
sociedad lo había sacado. Su saber es de segunda mano, su prosa pesada,
su poesía correcta y a veces agradable.
Guinguené tenía un amigo, el poeta Lebrun. Guinguené protegía a
Lebrun como un hombre de talento, conocedor del mundo, protege la
sencillez de un hombre de genio; Lebrun, a su vez, expandía sus rayos sobre
las alturas de Guinguené. Nada más cómico que el papel de estos dos
compinches, prestándose, en un agradable compadreo, todos los favores que
pueden hacerse dos hombres superiores en las más diversas cosas.
Lebrun era lisa y llanamente un falso señor del Empíreo; era tan frío su
numen como gélidos resultaban sus arrebatos. Su Parnaso, un altillo en la
rué Montmartre, tenía por todo mobiliario unos libros amontonados
desordenadamente en el suelo, un catre de tijera cuyas cortinas, formadas
con dos toallas sucias, pendían de un riel de hierro herrumbroso, y la mitad
de una jarra de agua apoyada contra un sillón al que se le salía el relleno de
paja. No obedecía esto a que Lebrun no tuviera una posición acomodada,
sino a que era avaro y dado al trato con las mujeres de la vida.
En la cena a la antigua de monsieur de Vaudreuil, representó el
personaje de Píndaro. Entre sus poesías líricas, figuran unas estrofas
enérgicas o elegantes, como en la oda al buque El Vengador y en la oda a
Los alrededores de París. Sus elegías salían de su cabeza, rara vez de su
alma; es de una originalidad rebuscada, no de una originalidad natural; es
incapaz de crear nada que no sea artificioso; se esfuerza en pervertir el
sentido de las palabras y en unirlas por medio de asociaciones monstruosas.
Lebrun sólo poseía verdadero talento para la sátira; su epístola sobre Las
bromas de buen o mal gusto ha gozado de justa fama. Algunos de sus
epigramas merecen figurar al lado de los de J. J. Rousseau; era La Harpe
quien sobre todo se los inspiraba. Hay que hacerle también justicia en otra
cosa; bajo Bonaparte fue independiente, y nos quedan de él, contra el
opresor de nuestras libertades, unos versos sangrientos.
Pero, sin duda, el literato más bilioso que conocí en esa época en París
era Chamfort; aquejado de la enfermedad que dio origen a los jacobinos, era
incapaz de perdonarles a los hombres el azar de su cuna. Traicionaba la
confianza de las casas en que era admitido; tomaba el cinismo de su
lenguaje por la pintura de las costumbres de la corte. No cabe discutir que
poseyera ingenio y talento, pero un ingenio y un talento de esos que no
pasan a la posteridad. Cuando vio que bajo la Revolución no lograba fortuna,
volvió contra sí las manos que había levantado contra la sociedad. El gorro
frigio no pareció ya a su orgullo sino otra especie de corona, y los sans-
culottes una especie de nobleza, cuyos grandes señores eran los Marat y los
Robespierre. Poseído por el deseo de encontrar la desigualdad de rango
hasta en el mismo mundo del dolor y de las lágrimas, condenado a no ser
más que un villano en el feudalismo de los verdugos, quiso quitarse la vida
para escapar a la supremacía del crimen; pero erró el golpe: la muerte se ríe
de quienes recurren a ella y la confunden con la nada.
No conocí al abate Delille hasta 1798 en Londres, y no vi nunca a
Rulhiére, quien vive de madame d’Egmont y que a su vez la hace vivir a ella,
ni a Palissot, ni a Beaumarchais, ni a Marmontel. Lo mismo me ha pasado
con Chénier, a quien nunca he conocido, y que me ha atacado mucho,
aunque nunca le he respondido, y cuyo sillón en el Instituí había de
producirme una de las crisis de mi vida.
Cuando releo a la mayor parte de los escritores del siglo XVIII, me
sorprendo de la resonancia que tuvieron y de mis antiguas devociones. Ya
sea porque la lengua ha evolucionado, o porque ha retrocedido, o porque
hemos avanzado hacia la civilización, o porque nos hemos batido en retirada
hacia la barbarie, lo cierto es que encuentro algo de manido, de pasado, de
gris, de inanimado, de frío en los autores que hicieron las delicias de mi
juventud. Encuentro incluso en los más grandes escritores del siglo de
Voltaire cosas pobres de sentimiento, de pensamiento y de estilo.
¿A quién culpar de mi desengaño? Mucho me temo haber sido el
primer culpable: innovador nato, tal vez haya contagiado a las nuevas
generaciones la enfermedad que me aquejaba. Por más que les grito,
espantado, a mis hijos: «¡No olvidéis el francés!», ellos me responden como
el lemosín a Pantagruel: «Vienen de la ilustre, ínclita y célebre academia a la
que llaman Lutecia.»[15]
Esta manía de helenizar y de latinizar nuestra lengua no es nueva,
como se ve: Rabelais nos curó de ella, pero reapareció con Ronsard; Boileau
la atacó. Ha resucitado en nuestros días gracias a la ciencia; nuestros
revolucionarios, grandes griegos por naturaleza, han obligado a nuestros
comerciantes y campesinos a aprenderse las hectáreas, los hectolitros, los
kilómetros, los milímetros, los decagramos: la política se ha ronsardizado.
Hubiera podido hablar aquí de monsieur de La Harpe, a quien conocí
por aquel entonces y de quien volveré a hablar; habría podido añadir a la
galería de mis retratos el de Fontanes; pero aunque mis relaciones con este
excelente hombre se iniciaron en 1789, no fue sino en Inglaterra cuando me
unió a él una amistad que había de aumentar con la adversidad, sin verse
nunca disminuida por la buena fortuna; más adelante hablaré de él con toda
la efusión de mi corazón. No podré sino pintar unas prendas que no pueden
servir de consuelo ya en este mundo. La muerte de mi amigo se produjo en
el momento en que mis recuerdos me llevaban a escribir sobre el comienzo
de su vida. Nuestra existencia es tan fugaz que si no escribimos por la noche
lo sucedido por la mañana, el trabajo nos abruma y no tenemos tiempo ya
de ponerlo al día. Lo cual no nos impide malgastar nuestros años, arrojar al
viento esas horas que son para el hombre las semillas de la eternidad.
CAPÍTULO 13
París, junio de 1821
EL APARECIDO — EL ENFERMO
Dejé a mi madre, y me fui a ver a mis hermanas mayores a los
alrededores de Fougères. Me quedé un mes en casa de madame de
Chateaubourg. Sus dos casas de campo, Lascardais y Le Plessis, cerca de
Saint-Aubin-du-Cormier, célebre por su torre y su batalla,[7] estaban situadas
en una región de rocas, de landas y de bosques. Mi hermana tenía como
administrador a monsieur de Livorel, en otro tiempo jesuita, a quien había
sucedido una extraña aventura.
Cuando fue nombrado administrador de Lascardais, el conde de
Chateaubourg, padre, acababa de morir: monsieur Livorel, que no lo había
conocido, tomó posesión como guardián de la casa solariega. La primera
noche que pasó solo en ella, vio entrar en su habitación a un anciano pálido,
con batín y gorro de dormir, que llevaba una palmatoria. El aparecido se
acerca al hogar, deja su palmatoria sobre la repisa de la chimenea, vuelve a
encender el fuego y se sienta en su sillón. Monsieur Livorel temblaba de pies
a cabeza. Al cabo de dos horas de silencio, el anciano se levanta, vuelve a
coger su luz, y sale del aposento cerrando la puerta.
Al día siguiente, el administrador contó su aventura a los colonos, que,
a partir de la descripción del lémur, afirmaron que se trataba de su viejo
señor. Pero no paró aquí la cosa: si monsieur Livorel miraba detrás de sí en
un bosque, veía al fantasma; si tenía que subir por una escalera para salvar
una cerca, la sombra se ponía a horcajadas sobre la escalera. Un día que se
atrevió el pobre acosado a decirle: «Monsieur de Chateaubourg, déjeme»; el
aparecido respondió: «No.» Monsieur Livorel, hombre frío y positivo, de
escasa imaginación, contaba a quien quería oírla su historia, siempre de la
misma manera y con la misma convicción.
Un poco más tarde, acompañé a Normandía a un valiente oficial
aquejado de fiebre cerebral. Se nos hospedó en casa de un campesino: una
vieja colgadura, prestada por el señor del lugar, separaba mi cama de la del
enfermo. Detrás de esta colgadura se sangraba al paciente; para aliviar sus
sufrimientos, lo sumergían en baños de agua helada; esta tortura lo hacía
tiritar, con las uñas azuladas, el rostro amoratado y contraído en un rictus,
los dientes apretados, la cabeza calva, una luenga barba que le colgaba de
su barbilla en punta y que hacía las veces de vestido a su pecho desnudo,
flaco y mojado.
Cuando el enfermo se emocionaba, abría un paraguas, creyendo
ponerse así a cubierto de sus lágrimas: de haber sido un medio seguro
contra el llanto, habría que levantar una estatua al autor del descubrimiento.
Mis únicos momentos buenos eran aquellos en que iba a pasear por el
cementerio de la iglesia de la aldea, que se alzaba sobre un cerro. Tenía por
compañeros a los muertos, a algunos pájaros y al sol que se ponía. Soñaba
con la vida de sociedad de París, con mis primeros años, con mi fantasma,
con esos bosques de Combourg de los que estaba tan cerca en el espacio,
pero tan lejos en el tiempo; volvía al lado de mi pobre enfermo: era un ciego
guiando a otro ciego.
¡Ay, un golpe, una caída, una aflicción moral son capaces de arrebatar
su genio a Homero, a Newton, a Bossuet, y estos hombres divinos, en vez de
despertar una profunda compasión, un pesar amargo y eterno, podrían
provocar una sonrisa! Muchas personas que he conocido y amado vieron
trastornarse su razón a mi lado, como si fuera yo portador del germen del
contagio. No me explico la obra maestra de Cervantes y su cruel humorismo
más que por una triste reflexión: considerando al ser en su totalidad,
sopesando lo bueno y lo malo, se estaría tentado de desear cualquier
accidente que condujera al olvido, como una forma de escapar de uno
mismo: un borracho alegre es una criatura feliz. Dejando aparte la religión, la
felicidad consiste en ignorarse y llegar a la muerte sin haber sentido la vida.
Volví con mi compatriota completamente curado.
CAPÍTULO 7
París, octubre de 1821
MIRABEAU
Habiéndose visto involucrado por los desórdenes y azares de su vida
en los más grandes acontecimientos y en la existencia de reos de la justicia,
ladrones y aventureros, Mirabeau, tribuno de la aristocracia, diputado de la
democracia, tenía algo de Graco y de Don Juan, de Catilina y de Guzmán de
Alfarache, de cardenal de Richelieu y de cardenal de Retz, de libertino de la
Regencia y de salvaje de la Revolución; tenía además algo de Mirabeau,
familia florentina exiliada, que conservaba un no sé qué de aquellos palacios
blasonados y de aquellos grandes facciosos celebrados por Dante; familia
naturalizada francesa, en la que el espíritu republicano de la Edad Media de
Italia y el espíritu feudal de nuestra Edad Media se encontraban reunidos en
una sucesión de hombres extraordinarios.
La fealdad de Mirabeau, proyectada sobre el fondo de belleza
particular de su raza, producía una especie de poderosa figura del Juicio Final
de Miguel Angel, compatriota de los Arrighetti. Las señales dejadas por la
viruela en el rostro del orador tenían más bien el aspecto de costras dejadas
por una quemadura. La naturaleza parecía haber moldeado su cabeza para
el mando o para el patíbulo, tallado sus brazos para estrechar fuertemente a
una nación o para raptar a una mujer. Cuando meneaba la melena mirando
al pueblo, lo contenía; cuando levantaba su garra y enseñaba las uñas, la
plebe echaba a correr furiosa. En medio del espantoso desorden de una
sesión, lo he visto en la tribuna, sombrío, feo e inmóvil: recordaba al Caos de
Milton, impasible y amorfo en medio de su confusión.
Mirabeau tenía algo de su padre y de su tío, quienes, como Saint-
Simon, escribían a la diabla páginas inmortales. Se le proporcionaban
discursos para la tribuna: él tomaba de ellos lo que su espíritu podía
amalgamar con su propia sustancia. Si los adoptaba por entero, los decía
mal; se notaba que no eran suyos por algunas palabras intercaladas al azar,
y que lo delataban. Sacaba su energía de sus vicios; tales vicios no nacían de
un temperamento gélido, sino que tenían que ver con unas pasiones
profundas, ardientes, tormentosas. El cinismo de las costumbres, al anular el
sentido moral, trae a la sociedad una especie de bárbaros; estos bárbaros de
la civilización, aptos como los godos para la destrucción, no tienen igual que
ellos la capacidad de fundar: éstos eran los hijos enormes de una naturaleza
virgen; aquéllos, los abortos monstruosos de una naturaleza depravada.
Dos veces coincidí con Mirabeau en banquetes, una de ellas en casa de
la nieta de Voltaire, la marquesa de Villette, la otra en el Palais-Royal, con
unos diputados de la oposición que Chapelier me había presentado:
Chapelier fue al cadalso en la misma carreta que mi hermano y monsieur de
Malesherbes.
Mirabeau habló mucho, y sobre todo de sí mismo. Este hijo de leones,
siendo él mismo un león con cabeza de quimera, este hombre tan positivo en
los hechos, era todo él novelesco, todo poesía, todo entusiasmo para la
imaginación y el lenguaje; se reconocía en él al amante de Sophie, [17]
exaltado en sus sentimientos y capaz de sacrificio. «Cuando conocí —dice—
a esta adorable mujer (…) supe lo que era su alma, esa alma forjada por las
manos de la naturaleza en un momento de magnificencia.»
Mirabeau me sedujo con sus historias de amor y sus deseos de
retirarse que entremezclaba con áridas disertaciones. Pero me interesaba
también por otro motivo: al igual que yo, había sido tratado severamente por
su padre, quien había mantenido, como el mío, la inflexible tradición de la
autoridad paterna absoluta.
El gran convidado se extendió hablando de política extranjera, y no dijo
casi nada de política nacional, que era, sin embargo, aquello de lo que se
ocupaba; pero dejó escapar algunas palabras de un soberano desprecio
hacia esos hombres que se proclaman superiores, en razón de su afectada
indiferencia para con la desgracia y el crimen. Mirabeau había nacido
generoso, sensible a la amistad, dado a perdonar las ofensas. Pese a su
inmoralidad, no le fue posible falsear su conciencia; sólo era corrupto para sí
mismo, su recto y firme espíritu no hacía del homicidio un acto sublime de la
inteligencia; no sentía ninguna admiración por los mataderos y muladares.
Sin embargo, Mirabeau no dejaba de tener su orgullo; se vanagloriaba
en exceso; por más que se hubiera hecho comerciante en paños para ser
elegido por el Tercer Estado (porque el orden de la nobleza había cometido la
honrosa locura de rechazarlo), estaba pagado de sus orígenes: pájaro
zahareño, que tuvo su nido entre cuatro torrecillas , dice de él su padre. No
olvidaba que había aparecido en la corte montado en las carrozas reales y
que había ido de cacería con el rey. Exigía que se le diera el título de conde;
sentía apego por sus colores, y vistió a sus criados de librea cuando todo el
mundo los despojó de ella. Citaba a cada paso, viniera o no a cuento, a su
pariente, el almirante de Coligny. El Moniteur lo había llamado Riquete, lo
cual le hizo replicar en un arrebato al periodista: «¿Sabe que con esto de
Riquete ha tenido desorientada a Europa durante tres días?» [18] Repetía esta
broma impúdica y tan conocida: «En otra familia, mi hermano el vizconde
sería el hombre de talento y el mal sujeto; en la mía, en cambio, es el tonto y
el hombre de bien.» Algunos biógrafos atribuyen esta frase al vizconde,
quien se habría comparado con humildad a los otros miembros de la familia.
Los sentimientos de Mirabeau eran, en el fondo, monárquicos; suyas
son estas hermosas palabras: «He querido curar a los franceses de la
superstición de la monarquía y sustituir su culto.» En una carta, destinada a
ser puesta ante los ojos de Luis XVI, escribía: «No quisiera haber trabajado
tan sólo para una vasta destrucción.» Sin embargo, es lo que le sucedió: el
cielo, para castigarnos del mal uso que hacemos de nuestras facultades, nos
hace arrepentirnos de los éxitos conseguidos.
Mirabeau agitaba la opinión pública con dos acicates: por una parte,
tomaba como punto de apoyo a las masas, de las que se había erigido en
defensor al tiempo que las despreciaba; por otra, aunque traidor a su clase,
gozaba de su simpatía por afinidades de casta e intereses comunes. Esto no
le sucedería al plebeyo, campeón de las clases privilegiadas; habría sido
abandonado por su partido sin ascender a la aristocracia, ingrata e
inalcanzable por naturaleza cuando no se forma parte de sus filas desde la
cuna. La aristocracia no puede, por otra parte, improvisar un noble, ya que la
nobleza es hija del tiempo.
Mirabeau ha creado escuela. Liberándose de toda traba moral, no ha
faltado quien ha soñado que se transformaba en hombre de Estado. Estas
imitaciones no han producido sino perversos de baja ralea: quien se
congratula de ser corrupto y ladrón, no es sino un desenfrenado y un bribón;
quien se cree vicioso, no es sino un vil; quien se jacta de ser un criminal, no
es sino un infame.
Demasiado pronto para él, y demasiado tarde para ella, se vendió
Mirabeau a la corte, y la corte lo compró. Se jugó su renombre por una
pensión y una embajada. Cromwell estuvo en un tris de canjear su porvenir
por un título y la Orden de la Jarretera. A pesar de toda su soberbia,
Mirabeau no se tenía en mucho. Ahora que la abundancia de numerario y de
cargos han elevado el precio de la propia estima, no hay pillastre cuya
compra no cueste cientos de miles de francos y los primeros honores del
Estado. La tumba liberó a Mirabeau de sus promesas, y lo puso al abrigo de
unos peligros que probablemente no habría podido superar: su vida hubiera
mostrado su debilidad en el bien; su muerte lo dejó en posesión de su fuerza
en el mal.
Al salir de nuestra comida, se hablaba de los enemigos de Mirabeau;
yo me encontraba a su lado y no había dicho ni media palabra. Él me miró a
la cara con sus ojos llenos de orgullo, de vicio y de genio, y, poniéndome una
mano sobre el hombro, me dijo: «¡No me perdonarán nunca mi
superioridad!» Todavía siento la impresión de esa mano, como si Satán me
hubiera tocado con su garra de fuego.
Cuando Mirabeau clavó su mirada en un joven mudo, ¿tuvo un
presentimiento de mis posibilidades futuras? ¿Pensó que comparecería un
día en mis recuerdos? Yo estaba destinado a convertirme en el historiador de
altos personajes: han desfilado ante mí, sin que yo me haya colgado de su
manto, para hacerme arrastrar con ellos a la posteridad.
Mirabeau ha sufrido ya la metamorfosis que se produce entre aquellos
cuya memoria ha de perdurar; llevado del Panteón a las cloacas, y vuelto a
traer de las cloacas al Panteón, se ha elevado a la máxima altura del tiempo
que le sirve hoy de pedestal. Ya no se ve al Mirabeau real, sino al Mirabeau
idealizado, al Mirabeau tal como lo presentan los pintores, para convertirlo
en el símbolo o el mito de la época que representa: se vuelve así más falso y
más verdadero. De tantas reputaciones, de tantos actores, de tantos
acontecimientos, de tantas ruinas no quedarán más que tres hombres, cada
uno de ellos unido a cada una de las tres grandes épocas revolucionarias:
Mirabeau para la aristocracia, Robespierre para la democracia, Bonaparte
para el despotismo; la monarquía no tiene nada: Francia ha pagado caro tres
reputaciones que la virtud no puede aprobar.
CAPÍTULO 13
París, diciembre de 1821
RÍO DEL NORTE — CANTO DE LA PASAJERA — MISTER SWIFT — PARTIDA PARA LAS
CATARATAS DEL NIÁGARA CON UN GUÍA HOLANDÉS — MONSIEUR VIOLET
Me embarqué en Nueva York en el paquebote que navegaba rumbo a
Albany, situado aguas arriba del río del Norte. Los pasajeros eran numerosos.
Hacia la tarde del primer día, se nos sirvió una colación de frutas y de leche;
las mujeres estaban sentadas en los bancos de la cubierta del puente, y los
hombres en el suelo, a sus pies. La conversación languideció en poco rato: a
la vista de un bello cuadro de la naturaleza, uno se sume involuntariamente
en el silencio. De pronto, no sé quién exclamó: «Éste es el lugar donde
Asgill[2] fue detenido.» Le rogaron a una cuáquera de Filadelfia que cantara la
triste canción conocida con el nombre de Asgill. Estábamos entre montañas;
la voz de la pasajera moría sobre las olas o aumentaba de sonoridad cuando
estábamos más cerca de la orilla. El destino de un joven soldado,
enamorado, poeta y valiente, honrado por el interés de Washington y por la
generosa intervención de una reina desventurada, añadía encanto al
romanticismo de la escena. El amigo que he perdido, monsieur de Fontanes,
dijo unas palabras valientes en memoria de Asgill, cuando Bonaparte se
disponía a subir al trono en el que se había sentado María Antonieta. Los
oficiales americanos parecían emocionados por el canto de la pensilvana: el
recuerdo de los pasados disturbios de la patria los hacía más sensibles a la
calma del momento presente. Contemplaban con emoción estos lugares
llenos hasta hace poco de tropas, resonantes del ruido de las armas, ahora
sumidos en honda paz; estos lugares dorados por los últimos fuegos del día,
animados por los silbos de los cardenales, los arrullos de las palomas azules,
el canto de los arrendajos, y cuyos habitantes, acodados sobre unas vallas
adornadas de güiras, contemplaban cómo pasaba nuestra barca por debajo
de ellos.
Tras llegar a Albany, fui a ver a un tal mister Swift, para quien me
habían dado una carta. El tal mister Swift traficaba en pieles con las tribus
indias enclavadas en el territorio cedido por Inglaterra a los Estados Unidos;
pues las potencias civilizadas, republicanas y monárquicas, se reparten sin
ningún empacho en América unas tierras que no les pertenecen. Tras
haberme oído, mister Swift me hizo unas objeciones muy razonables. Me dijo
que yo no podía emprender de buenas a primeras, y solo, sin ayuda, apoyo,
ni recomendación para los puestos ingleses, americanos y españoles, por
donde me iba a ver obligado a pasar, un viaje de tal envergadura; que,
cuando tuviera la suerte de atravesar tantas soledades, llegaría a regiones
heladas en las que perecería de frío y de hambre: me aconsejó que
comenzara por aclimatarme, me invitó a aprender la lengua siux, el iroqués y
el esquimal, a vivir en medio de los cazadores de pieles y de los agentes de
la Compañía de la bahía del Hudson. Una vez que hubiera tenido estas
experiencias preliminares, entonces podría, en cuatro o cinco años, con la
ayuda del Gobierno francés, proceder a mi azarosa misión.
Estos consejos, lo acertado de los cuales no podía dejar en el fondo de
reconocer, me contrariaban. De haber sido por mí, habría partido derecho
hacia el polo, como quien va de París a Pontoise. No dejé traslucir a mister
Swift mi disgusto; le rogué que me proporcionara un guía y unos caballos
para dirigirme a Niágara y a Pittsburg: en Pittsburg, descendería el Ohio y
haría observaciones útiles para mis proyectos futuros. No me quitaba de la
cabeza mi primer plan de ruta.
Mister Swift puso a mi servicio a un holandés que hablaba varios
dialectos indios. Compré dos caballos y dejé Albany.
Toda la región que hoy se extiende entre el territorio de esta ciudad y
el del Niágara está habitada y cultivada; la atraviesa el canal de Nueva York;
pero entonces una gran parte de esta región estaba desierta.
Cuando, después de haber pasado el Mohawk, me adentré en unos
bosques que no habían sido nunca talados, me sentí embargado por una
especie de ebriedad de independencia: iba de árbol en árbol, a izquierda, a
derecha, diciéndome: «Aquí ya no hay caminos, ni ciudades, ni monarquía, ni
república, ni presidentes, ni reyes, ni hombres.» Y, para comprobar si me
habían sido restituidos mis derechos originarios, me entregaba a unos actos
tan desatinados que ponían rabioso a mi guía, el cual, en su fuero interno,
me creía loco.
¡Ay, me figuraba que estaba solo en este bosque donde yo alzaba una
cabeza tan orgullosa! De repente, me doy de bruces contra un chamizo.
Dentro de este chamizo se ofrecen a mi vista atónita los primeros salvajes
que veía en mi vida. Debían de ser una veintena, tanto hombres como
mujeres, todos pintarrajeados cual brujos, el cuerpo semidesnudo, las orejas
recortadas, unas plumas de cuervo en la cabeza y unos aros pasados por las
ventanillas de la nariz. Un joven francés, empolvado y con el pelo rizado,
traje de un color verde manzana, chupa de droguete, chorreras y mangas de
muselina, rasgueaba un menudo violín de bolsillo, [3] y hacía bailar Madelon
Criquet a estos iraqueses. Monsieur Violet (tal era su nombre) era maestro
de danza entre los salvajes. Se le pagaban sus clases con pieles de castor y
con piernas de oso. Había sido pinche al servicio del general Rochambeau,
durante la guerra de América. Tras quedarse en Nueva York después de la
marcha de nuestro ejército, decidió dedicarse a enseñar las bellas artes a los
americanos. Y cuando el éxito amplió sus miras, el nuevo Orfeo trajo la
civilización incluso entre las hordas salvajes del Nuevo Mundo. Al hablar
conmigo de los indios, me decía siempre: «Estos señores salvajes y estas
señoras salvajes.» Estaba muy satisfecho de la destreza de sus alumnos; en
efecto, nunca he visto dar tales brincos. Monsieur Violet, manteniendo su
pequeño violín entre su barbilla y su pecho, afinaba el horrible instrumento;
les gritaba a los iroqueses: «¡A vuestros puestos!» Y todo el grupo saltaba
como una panda de demonios.
¿No era bochornoso, para un discípulo de Rousseau, que esta
introducción a la vida salvaje se hiciera mediante un baile que el antiguo
pinche del general Rochambeau daba a unos iroqueses? Tenía muchas ganas
de reír, pero me sentía cruelmente humillado.
CAPÍTULO 3
Londres, de abril a septiembre de 1822
INCIDENCIAS[18]
ANTIGUO CANADÁ — POBLACIÓN INDIA — DEGRADACIÓN DE LAS COSTUMBRES — LA
VERDADERA CIVILIZACIÓN DIVULGADA POR LA RELIGIÓN: FALSA CIVILIZACIÓN INTRODUCIDA POR
EL COMERCIO — CAZADORES DE PIELES — FACTORÍAS — CACERÍAS — MESTIZOS O «BOIS
BRÜLÉS» — GUERRAS DE LAS COMPAÑÍAS — MUERTE DE LAS LENGUAS INDIAS — PERSEO EN
ROMA, IROQUESES EN PARÍS
Los canadienses no son ya tal como los pintaran Cartier, Champlain,
Lahontan, Lescarbot, Laffiteau, Charlevoix y las Cartas edificantes: el siglo
XVI y el comienzo del XVII era aún el tiempo de la gran imaginación y de las
costumbres ingenuas; la maravilla de una reflejaba una naturaleza virgen, y
el candor de las otras reproducía la simplicidad del salvaje. Champlain, al
final de su primer viaje al Canadá, en 1603, cuenta que cerca «de la bahía de
los Calores, en dirección sur, hay una isla, donde habita un monstruo
espantoso al que los salvajes llaman Gugú.» El Canadá tenía su gigante igual
que el cabo de las Tempestades tenía el suyo. Homero es el verdadero padre
de todas estas invenciones; se trata siempre de los Cíclopes, Escila y
Caribdis, ya sean ogros o gugús.
La población salvaje de América septentrional, sin incluir a los
mexicanos ni a los esquimales, no llega actualmente a las cuatrocientas mil
almas, a uno y otro lado de las Montañas Rocosas; algunos viajeros la
reducen incluso a ciento cincuenta mil. La degradación de las costumbres
indias ha corrido paralela a la despoblación de las tribus. Las tradiciones
religiosas se han vuelto confusas; la instrucción extendida por los jesuitas del
Canadá ha mezclado ideas foráneas con las ideas nativas de los indígenas:
se perciben, a través de burdas fábulas, las creencias cristianas
desfiguradas; la mayoría de los salvajes lleva cruces a modo de adorno, y los
comerciantes protestantes les venden lo que les daban los misioneros
católicos. Digamos, en honor a nuestra patria y para mayor gloria de nuestra
religión, que los indios se habían apegado mucho a nosotros: que no dejan
de echarnos de menos, y que un hábito negro (un misionero) es todavía
objeto de veneración en las selvas americanas. El salvaje continúa
amándonos bajo el árbol en el que fuimos sus primeros huéspedes, en el
suelo que pisamos, y en el que dejamos tumbas.
Cuando el indio iba desnudo o vestido con pieles, tenía algo de grande
y noble; en el presente, unos harapos europeos que no cubren su desnudez
atestiguan su miseria: es un mendigo a la puerta de una factoría, no ya un
salvaje en su selva.
Finalmente, se ha formado una especie de pueblo mestizo, nacido del
cruce de colonos con indias. Estos hombres, llamados bois brûlés,[19] debido al
color de su piel, son los agentes de cambio entre los autores de su doble
origen. Al hablar la lengua de sus padres y de sus madres, tienen los vicios
de ambas razas. Estos bastardos de la naturaleza civilizada y de la
naturaleza salvaje, se venden unas veces a los americanos, otras a los
ingleses, para entregarles el monopolio del comercio de pieles; mantienen
las rivalidades de las compañías inglesas de la bahía del Hudson y del
Noroeste, y de las compañías americanas, Fur Colombian American
Company, Missouri’s fur Company y las demás: ellos mismos realizan las
cacerías por cuenta de los agentes y con cazadores a sueldo de las
compañías.
Unicamente conocemos la gran Guerra de la Independencia americana.
La gente ignora que la sangre corrió por los mezquinos intereses de un
puñado de comerciantes. La compañía de la bahía del Hudson vendió, en
1811, a lord Selkirk, un terreno a orillas del río Rojo; el establecimiento fue
construido en 1812. La compañía del Noroeste, o del Canadá, se resintió por
ello. Las dos compañías, aliadas con distintas tribus indias y secundadas por
los bois brûlés, llegaron a las manos. Este conflicto doméstico, horrible en
sus detalles, se producía en los desiertos helados de la bahía del Hudson. La
colonia de lord Selkirk fue destruida en el mes de junio de 1815, justo en la
época de la batalla de Waterloo. En estos dos teatros, tan diferentes por lo
brillante y lo oscuro de uno y de otro, las desgracias del género humano eran
las mismas.
No busquéis ya en América las constituciones políticas elaboradas con
sumo arte cuya historia ha escrito Charlevoix: la monarquía de los hurones,
la república de los iroqueses. Algo de esta destrucción se ha producido y se
produce aún en Europa, incluso ante nuestros propios ojos; un poeta
prusiano, en el banquete de una Orden teutónica, cantó, en vieja lengua
prusiana, hacia el año 1400, los hechos heroicos de los antiguos guerreros de
su país; nadie lo entendió, y le dieron a modo de recompensa cien nueces
vacías. Hoy, el bajo bretón, el vasco, el gaélico mueren de cabaña en
cabaña, a medida que mueren los cabreros y los labriegos.
La lengua de los indígenas se extinguió en la provincia inglesa de
Cornualles hacia el año 1676. Un pescador les decía a unos viajeros: «No
conozco más que cuatro o cinco personas que hablen bretón, y son ancianas
como yo, tienen de sesenta a ochenta años; ningún joven sabe ya una
palabra de él.»
Poblaciones enteras del Orinoco han dejado de existir; no ha quedado
de su dialecto más que una docena de palabras pronunciadas en la copa de
los árboles por unos papagayos vueltos al estado de libertad, como el tordo
de Agripina, que gorjeaba algunas palabras griegas en las balaustradas de
los palacios de Roma. Tal será más pronto o más tarde la suerte de nuestras
jergas modernas, restos de griego y de latín. Algún cuervo escapado de la
jaula del último párroco galogalés dirá, desde lo alto de un campanario en
ruinas, a unos pueblos extranjeros, sucesores nuestros: «Aceptad estos
acentos de una voz que os fue conocida: pondréis fin a todos estos
discursos.»
¡Sed, pues, como Bossuet,[20] para que en último término vuestra obra
maestra sobreviva, en la memoria de un pájaro, a vuestra lengua y a vuestro
recuerdo entre los hombres!
CAPÍTULO 11
Londres, de abril a septiembre de 1822
Hacíamos batidas por la llanura, llegando hasta las aldeas, ante los
primeros atrincheramientos de Thionville. El pueblo del camino real una vez
pasado el Mosela era tomado y retomado de continuo. Me encontré dos
veces en estos asaltos. Los patriotas nos trataban de enemigos de la
libertad, de aristócratas, de satélites de Capeto; nosotros los llamábamos
bandidos, decapitadores, traidores y revolucionarios. A veces nos
parábamos, y se producía un duelo en medio de los combatientes
convertidos en testigos imparciales; ¡singular carácter el francés, que ni las
mismas pasiones son capaces de doblegar!
Un día estaba yo de patrulla en un viñedo, tenía a veinte pasos de mí a
un viejo gentilhombre cazador que golpeaba con la culata de su fusil las
cepas, como si quisiera hacer salir a alguna liebre, luego miraba vivamente
en torno con la esperanza de ver salir a un patriota; cada uno no hacía sino
seguir sus costumbres.
Otro día, fui a visitar el campamento austríaco: entre este campamento
y el de la caballería marina se desplegaba la cortina de un bosque contra el
que la plaza dirigía poco oportunamente su fuego; desde la ciudad nos
disparaban mucho, porque nos creían más numerosos de lo que en realidad
éramos, lo que explica los pomposos boletines del comandante de Thionville.
Cuando atravesaba este bosque, percibí algo que se movía entre la hierba;
me acerqué: era un hombre tumbado cuan largo era, con la nariz pegada al
suelo, del que sólo veía una ancha espalda. Lo creí herido: lo cogí por el
pestorejo y lo alcé media cabeza. Él abre unos ojos aterrados, se endereza
ligeramente apoyándose sobre sus manos; yo estallo a reír: ¡era mi primo
Moreau! No lo había vuelto a ver desde nuestra visita a madame de
Chastenay.
Tendido bocabajo en el hoyo abierto por una bomba, le había sido
imposible volver a levantarse. Me costó Dios y ayuda ponerlo de nuevo en
pie; su barriga se había triplicado. Me hizo saber que servía en víveres y que
iba a ofrecerle unos bueyes al príncipe de Waldeck. Por lo demás, llevaba un
rosario; Hugo Métel habla de un lobo que, hacia el año 1203 ó 1204, decidió
abrazar el estado monástico; pero, al no poder acostumbrarse a la comida de
vigilia, se hizo canónigo.
Al regresar al campamento, pasó por mi lado un oficial del cuerpo de
ingenieros, que llevaba a su caballo por la brida; una bala alcanzó a la bestia
en el lugar más estrecho del cuello y se lo cercenó de cuajo; cabeza y cuello
quedaron colgados de la mano del jinete y lo hicieron caer a tierra por su
peso. Yo había visto caer una bomba en medio de un círculo de oficiales de
marina que estaban comiendo sentados en círculo: la marmita del rancho
desapareció; los oficiales derribados y cubiertos de arena gritaban como el
viejo capitán de navío: «¡Fuego a estribor, fuego a babor, fuego por todas
partes!, ¡fuego en mi peluca!»
Estos lances singulares parecen ser propios de Thionville: en 1558,
Francisco de Guisa puso sitio a esta plaza. El mariscal Strozzi cayó muerto
allí mientras hablaba en la trinchera con el dicho señor de Guisa que tenía
puesta en ese momento la mano en su hombro.[36]
CAPÍTULO 13
Londres, de abril a septiembre de 1822
CHARLOTTE
A cuatro leguas de Beccles, en una pequeña ciudad llamada Bungay,
vivía un pastor inglés, el reverendo mister Ives, gran helenista y gran
matemático. Tenía una mujer joven aún, de rostro encantador, inteligente y
con modales, y una hija única, de quince años de edad. Presentado en esta
casa, fui mejor recibido en ella que en ninguna otra parte. Se bebía a la
manera de los antiguos ingleses, y se hacían dos horas de sobremesa,
después de levantarse las mujeres. Mister Ives, que había conocido América,
gustaba de contar sus viajes, de escuchar el relato de los míos, de hablar de
Newton y de Homero. Su hija, que se había cultivado para complacerlo, era
una excelente intérprete y cantaba como hoy lo hace madame Pasta. Volvía
a aparecer a la hora del té y encantaba la somnolencia comunicativa del
viejo pastor. Apoyado en el extremo del piano, yo escuchaba a miss Ives en
silencio.
Terminada la música, la young lady me hacía preguntas sobre Francia y
sobre literatura; me preguntaba acerca de los planes de estudios; deseaba
en particular conocer a los autores italianos, y me rogó que le aclarara
algunas cosas sobre la Divina Comedia y la jerusalén. Poco a poco, sentí el
tímido encanto de un afecto que nacía del alma: yo, que había engalanado a
las floridanas, no habría osado recoger el guante de miss Ives; me sentía
incómodo cuando trataba de traducir algún pasaje de Tasso. Me sentía más a
mis anchas con un genio más casto y más varonil, como era Dante.
La edad de Charlotte Ives y la mía concordaban. En las relaciones que
se crean mediada ya nuestra vida hay una cierta melancolía; si dos seres no
se conocen en la primera juventud, los recuerdos de la persona amada no se
ven mezclados con aquella parte de los días en que se respiraba sin
conocerla: estos días, que pertenecieron a otro ámbito social, resultan
penosos en la memoria y como suprimidos de nuestra existencia. ¿Y si existe
una desproporción de edad? Los inconvenientes sólo hacen que aumentar: el
de más edad comenzó a vivir antes de que el más joven llegara al mundo; el
más joven está destinado a permanecer a su vez solo; uno ha caminado en
una soledad de este lado de la cuna, el otro atravesará una soledad más allá
de una tumba; el pasado fue un desierto para el primero, el porvenir lo será
para el segundo. Es difícil amar con todas las condiciones de felicidad,
juventud, belleza, oportunidad, armonía de corazón, de gusto, de carácter,
de prendas y de años.
Tras haber sufrido una caída del caballo, me quedé algún tiempo en
casa de mister Ives. Era invierno; los sueños de mi vida comenzaron a huir
ante la realidad. Miss Ives se volvía más reservada; dejó de traerme flores;
no quiso cantar más.
Si me hubieran dicho que me pasaría el resto de mi vida ignorado en el
seno de esta familia solitaria, me habría muerto de contento: no le falta al
amor sino que dure para ser a un tiempo el Edén antes de la caída y el
hosanna sin fin. Haced que la belleza se conserve, que dure la juventud, que
el corazón no se fatigue, y tendréis el mismo cielo. Cuán cierto es que el
amor, al ser la felicidad suprema, persigue la quimera de durar siempre; no
quiere sino pronunciar juramentos irrevocables; a falta de sus propias
alegrías, trata de eternizar sus dolores; ángel caído, habla aún el lenguaje
que hablaba en la morada incorruptible; su esperanza es no cesar nunca; en
su doble naturaleza y en su doble ilusión en este mundo, pretende
perpetuarse por medio de pensamientos inmortales y de generaciones
interminables.
Yo veía llegar con consternación el momento en que estaría obligado a
marcharme. La víspera del día anunciado como el de mi partida, la comida
resultó triste. Para mi gran asombro, mister Ives se retiró a la hora de los
postres llevándose a su hija, y yo me quedé a solas con miss Ives: ésta se
sentía en una incomodidad extrema. Creí que iba a hacerme algún reproche
por la inclinación que había podido descubrir en mí, pero de la que yo no
había hablado jamás. Me miraba, bajaba los ojos, se ruborizaba: no hay
sentimiento que ella misma, seductora en su turbación, no hubiera podido
reivindicar para sí. Finalmente, venciendo con esfuerzo el obstáculo que le
impedía hablar, me dijo en inglés: «Señor, ya ha podido ver mi confusión: no
sé si Charlotte le gusta a usted, pero es imposible engañar a una madre; es
indudable que mi hija siente afecto por usted. Mister Ives y yo lo hemos
hablado; nos conviene usted desde todo punto de vista; creemos que haría
usted feliz a nuestra hija. Ya no tiene patria; acaba de perder a sus parientes;
sus bienes han sido vendidos; ¿por quién podría, pues, volver a Francia? En
espera de nuestra herencia, puede vivir con nosotros.»
De todas las penas por las que había tenido que pasar, ésta fue la más
sensible y grande. Me arrojé a los pies de miss Ives; cubrí sus manos con mis
besos y lágrimas. Ella creía que yo lloraba de felicidad, y se puso a sollozar
de alegría. Alargó el brazo para tirar del cordón de la campanilla; llamó a su
marido y a su hija: «Deténgase —exclamé—; ¡estoy casado!» Ella cayó
desvanecida.
Salí, y sin volver a mi habitación, me fui a pie. Llegué a Beccles, y tomé
la posta para Londres, tras haber escrito a miss Ives una carta de la que
lamento no haber guardado copia.
Me ha quedado de este acontecimiento el más dulce, el más tierno y el
más agradecido de los recuerdos. Antes de haber logrado yo fama, la familia
de mister Ives fue la única que me quiso y me acogió con verdadero afecto.
Pobre, ignorado, proscrito, sin seducción ni belleza, encuentro un porvenir
asegurado, una patria, una esposa encantadora para superar mi desamparo,
una madre casi tan hermosa como para ocupar el lugar de mi anciana
madre, un padre instruido, amante y cultivador de las bellas letras para
reemplazar al padre del que el cielo me había privado; ¿y qué aportaba yo a
cambio de todo ello? No podía haber ninguna ilusión en la elección que se
hacía de mí; justo es creer que era amado. Desde esa época, no he vuelto a
encontrar un cariño lo bastante elevado para inspirarme idéntica confianza.
En cuanto al interés del que según parece he sido objeto posteriormente,
nunca he podido saber a ciencia cierta si causas externas, como el ruido de
la fama, el relumbrón de los partidos, el brillo de la alta posición literaria o
política, no eran la envoltura que atraía la atención sobre mí.
Por lo demás, de haberme unido en matrimonio con Charlotte Ives, otro
hubiera sido mi papel en esta tierra: enterrado en un condado de Gran
Bretaña, me habría convertido en un gentleman cazador: no habría salido
una sola línea de mi pluma; habría incluso olvidado mi lengua, pues escribía
en inglés, y mis ideas comenzaban a formarse en inglés en mi cabeza.
¿Habría perdido mucho mi país con mi desaparición? Si me fuera posible
deslindar lo que me ha consolado, diría que contaría ya con muchos días de
sosiego, en vez de los días de tribulación que me han tocado en suerte. El
Imperio, la Restauración, las divisiones, las disputas de Francia, ¿qué me
habrían importado? No habría tenido cada mañana que paliar faltas y que
corregir errores. ¿Acaso es seguro que poseo un verdadero talento y que por
este talento ya ha valido la pena el sacrificio de mi vida? ¿Sobreviviré a mi
tumba? Si mi obra sobrevive, ¿habrá en la transformación que se opera, en
un mundo cambiado y ocupado en cosas muy distintas, un público dispuesto
a escuchar mis palabras? ¿No seré un hombre de otro tiempo, ininteligible
para las nuevas generaciones? Mis ideas, mis sentimientos, mi estilo incluso
¿no serán para la desdeñosa posteridad cosas enojosas y anticuadas? Mi
sombra podrá decir como la de Virgilio a Dante: Poeta fui e cantai.[18] «¡Fui
poeta y canté!»
CAPÍTULO 10
REGRESO A LONDRES
De vuelta a Londres, no conocí la paz: había huido ante mi destino
como un malhechor ante su crimen. ¡Qué penoso debió de haber sido para
una familia tan digna de mi homenaje, de mi respeto, de mi reconocimiento,
experimentar una especie de rechazo del hombre desconocido a quien
habían acogido, a quien habían ofrecido un nuevo hogar con esa sencillez,
esa falta de sospecha y de precaución que eran propias de las costumbres
patriarcales! Me imaginaba la tristeza de Charlotte, los justos reproches que
podían y que debían de hacerme; pues, al fin y al cabo, me había complacido
en abandonarme a una inclinación de cuya insuperable ilegitimidad era
consciente. ¿Era, pues, una seducción lo que había intentado vagamente, sin
darme cuenta de esta censurable conducta? Pero al detenerme, tal como lo
hice, para seguir siendo un hombre honesto, o superando el obstáculo para
dejarme deslizar por una pendiente que mi conducta reprobaba de
antemano, no podía sino hundir al objeto de esta seducción en el pesar o el
dolor.
De estas amargas reflexiones pasé a otros sentimientos no menos
llenos de amargura: maldecía mi matrimonio que, según lo veía
equivocadamente mi espíritu, entonces muy enfermo, me había impedido
seguir mi camino y me privaba de la felicidad. No pensaba que, por esta
naturaleza sufriente a que estaba sometido y por esas nociones novelescas
de libertad que alimentaba, un matrimonio con miss Ives habría sido para mí
tan penoso como una unión más independiente.
Algo quedaba en mí puro y encantador, aunque profundamente triste:
la imagen de Charlotte; esta imagen terminaba por dominar mi rebelión
contra mi suerte. Tentado estuve cien veces de regresar a Bungay, de ir no a
presentarme a la turbada familia, sino a esconderme al borde del camino
para ver pasar a Charlotte, para seguirla al templo en el que teníamos el
mismo Dios, si no el mismo altar, para ofrecer a esta mujer, por mediación
del cielo, el inexpresable fervor de mis votos, para pronunciar, en
pensamiento al menos, esta oración de la bendición nupcial que habría
podido oír de boca de un pastor en ese templo:
«Oh Dios, une, si tal es tu voluntad, los espíritus de estos esposos, y
derrama en sus corazones una amistad sincera. Mira con mirada bondadosa
a tu sierva. Haz que su yugo sea un yugo de amor y de paz, que alcance una
feliz fecundidad; haz, Señor, que estos esposos vean los dos a los hijos de
sus hijos hasta la tercera y cuarta generación y que alcancen una venturosa
vejez.»
Errando de propósito en propósito, escribía a Charlotte largas cartas
que rompía. Algunas esquelas insignificantes, que había recibido de ella, me
servían de talismán; unida a mis pasos por medio de mi pensamiento,
Charlotte, graciosa, enternecida, me seguía, purificándolos, por los senderos
de la sílfide. Ella absorbía mis facultades; era el centro a través del cual
pasaba mi inteligencia, igual que la sangre pasa por el corazón; hacía que
todo me desagradara, pues la convertía en un objeto perpetuo de
comparación a su favor. Una pasión verdadera y desgraciada es una
levadura emponzoñada que queda en el fondo del alma y que echaría a
perder el pan de los ángeles.
Los lugares que yo había recorrido, las horas y las palabras que había
intercambiado con Charlotte, estaban grabados en mi memoria: veía la
sonrisa de la esposa que me había sido destinada; tocaba respetuosamente
sus cabellos negros; apretaba sus bonitos brazos contra mi pecho, como si
fuera un collar de azucenas que hubiera llevado alrededor del cuello. Apenas
me encontraba en un lugar apartado, Charlotte, con sus blancas manos,
venía a colocarse a mi lado. Yo adivinaba su presencia, como se respira por
la noche el perfume de las flores que no se ven.
Privado de la compañía de Hingant, mis paseos, más solitarios que
nunca, me dejaban plena libertad para llevar conmigo la imagen de
Charlotte. A una distancia de treinta millas de Londres, no hay brezal, camino
e iglesia que yo no haya visitado. Los parajes más abandonados, un patio
lleno de ortigas, una hondonada cubierta de cardos, todo cuanto era
desatendido por los hombres, se convertía para mí en mis lugares favoritos,
y en estos lugares alentaba ya Byron. Con la cabeza apoyada en mi mano,
observaba los sitios desdeñados; cuando su impresión penosa me afectaba
demasiado, acudía el recuerdo de Charlotte para embelesarme; era yo
entonces como ese peregrino que, tras llegar a un lugar solitario desde el
que divisaba las rocas del Sinaí, oyó cantar a un ruiseñor.
En Londres, la gente se sorprendía de mi manera de vivir. Yo no me
fijaba en nadie, no respondía en absoluto, ignoraba lo que me decían: mis
viejos compañeros sospechaban que había perdido el seso.
CAPÍTULO 11
UN REENCUENTRO EXTRAORDINARIO
¿Qué sucedió en Bungay después de mi marcha? ¿Qué fue de esta
familia a la que yo había traído alegría y pesar?
No debe olvidar el lector que soy embajador cerca de Jorge IV, y que
escribo en Londres, en 1822, lo que me sucedió en Londres en 1797.
Algunos asuntos me han obligado, desde hace ocho días, a interrumpir
la narración que retomo en el día de hoy. En este intervalo, mi ayuda de
cámara vino a decirme, una mañana entre mediodía y la una, que se había
detenido un coche ante mi puerta, y que una dama inglesa solicitaba hablar
conmigo. Como me he impuesto como regla, en mi posición pública, no
rechazar a nadie, le dije que dejara subir a esa dama.
Yo estaba en mi despacho; me anunciaron a lady Sutton; vi entrar a
una mujer vestida de luto, acompañada por dos guapos mozos igualmente
de luto: uno podía tener dieciséis años y el otro catorce. Yo me adelanté
hacia la extranjera; ella estaba tan emocionada que apenas si podía andar.
Me dijo con voz alterada: «Mylord, do you remember me?» (¿Se acuerda de
mí, milord?). ¡Sí, reconocí a miss Ives!, los años pasados sólo le habían
dejado su primavera. Le tomé la mano, la hice sentarse y tomé asiento a mi
vez a su lado. Yo no podía hablar; mis ojos estaban llenos de lágrimas; la
miraba en silencio a través de estas lágrimas; sentía que la había amado
profundamente por lo que experimentaba en ese momento. Por fin, pude
decirle a mi vez; «¿Y usted, señora, me reconoce?» Levantó los ojos que
tenía gachos, y, por toda respuesta, me dirigió una mirada sonriente y
melancólica como un largo recuerdo. Su mano seguía estando entre las mías.
Charlotte me dijo: «Llevo luto por mi madre; mi padre murió hace varios
años. Éstos son mis hijos.» A estas últimas palabras, retiró su mano y se
arrellanó en su sillón, al tiempo que se cubría los ojos con su pañuelo.
Pero pronto prosiguió: «Milord, le hablo ahora en la lengua en que me
ejercitaba con usted en Bungay. Siento vergüenza: perdóneme. Mis hijos son
hijos del almirante Sutton, con quien me casé tres años después de su
marcha de Inglaterra. Pero no tengo ahora la cabeza para entrar en detalles.
Permítame que vuelva a verlo.» Yo le pregunté su dirección al tiempo que le
daba el brazo para llevarla de vuelta hasta su coche. Ella temblaba, y apreté
su mano contra mi corazón.
Me dirigí al día siguiente a casa de lady Sutton; la encontré sola.
Entonces comenzó entre nosotros la serie de esos ¿se acuerda usted? que
hacen renacer toda una vida. A cada ¿se acuerda usted?, nos mirábamos;
buscábamos descubrir en nuestros rostros esos rasgos del tiempo que miden
cruelmente la distancia del punto de partida y la extensión del camino
recorrido. Le dije a Charlotte: «¿Cómo se lo hizo saber su madre?…»
Charlotte enrojeció y me interrumpió con vivacidad: «He venido a Londres
para rogarle que se interese por los hijos del almirante Sutton: el mayor
quisiera viajar a Bombay. Mister Canning, nombrado gobernador de las
Indias, es amigo de usted; podría llevarse a mi hijo con él. Le estaría muy
agradecida, y mucho me agradaría deberle a usted la felicidad de mi hijo
mayor.» Hizo hincapié en estas últimas palabras.
«¡Ah, señora —respondí yo—, qué cosas me recuerda usted! ¡Qué
destinos trastocados! Usted, que recibió en la mesa hospitalaria de su padre
a un pobre desterrado; usted, que no desdeñó en absoluto mis sufrimientos;
usted, que quizá pensó en elevarlo hasta un rango glorioso e inesperado, ¡es
usted quien reclama su protección en su propio país! Veré a mister Canning;
su hijo, aunque me cueste llamarlo así, su hijo, si de mí depende, irá a la
India. Pero, dígame, señora, ¿qué efecto le produce mi nueva posición?
¿Cómo me ve hoy? Esta palabra que emplea, milord, me parece muy dura.»
Charlotte replicó: «No lo encuentro cambiado en absoluto, ni tan
siquiera envejecido. Cuando les hablaba de usted a mis padres durante su
ausencia, siempre le daba a usted el título de milord: me parecía que debía
de llevarlo: ¿no era para mí como un marido, mylord and master, mi dueño y
señor?» Esta graciosa mujer tenía algo de la Eva de Milton al pronunciar
estas palabras: no había nacido del seno de otra mujer; su belleza llevaba el
sello de la mano divina que la había modelado.
Me fui corriendo a casa de mister Canning y a la de lord Londonderry;
me pusieron problemas para un pequeño puesto, igual que habría ocurrido
en Francia; pero prometían como se promete en la corte. Di cuenta a lady
Sutton de mis gestiones. La volví a ver tres veces; a la cuarta visita, me
declaró que iba a regresar a Bungay. Esta última entrevista resultó dolorosa.
Charlotte me habló de nuevo del pasado de nuestra vida anónima, de
nuestras lecturas, de nuestros paseos, de la música, de las flores de antaño,
de las esperanzas de otro tiempo. «Cuando lo conocí —me decía—, nadie
pronunciaba su nombre: ahora, ¿quién lo ignora? ¿Sabe que tengo una obra
y varias cartas escritas de su puño y letra? Aquí tiene.» Y me entregó un
paquete. «No se tome a mal el que no quiera guardar nada de usted —y
rompió a llorar—. Farewell!, farewell! —me dijo—, acuérdese de mi hijo. No lo
volveré a ver nunca jamás, porque no vendrá usted a verme a Bungay.» «Iré
—exclamé yo—; iré a llevarle el nombramiento de su hijo.» Meneó la cabeza
con aire de duda, y se retiró.
De vuelta a la embajada, me encerré y abrí el paquete. No contenía
más que billetes míos insignificantes y un plan de estudios con
observaciones sobre los poetas ingleses e italianos. Había esperado
encontrar una carta de Charlotte; no había ninguna; pero vi en los márgenes
del manuscrito algunas notas en inglés, francés y latín, cuya tinta envejecida
y cuya joven escritura testimoniaban que habían sido añadidas en estos
márgenes hacía tiempo.
Ésta es mi historia con miss Ives. Al terminar de contarla, me parece
que pierdo por segunda vez a Charlotte, en esta misma isla en que la perdí
una primera. Pero entre lo que siento ahora por ella y lo que sentía en los
momentos en que recordaba sus ternezas media todo el espacio de la
inocencia: se han interpuesto pasiones entre miss Ives y lady Sutton. No
sentiría ya por una mujer ingenua el candor de los deseos, la grata
ignorancia de un amor que se quedó en los límites del sueño. Entonces
escribí sobre lo vago de las tristezas; hoy he superado toda vaguedad. Pues
bien, si hubiera estrechado entre mis brazos, esposa y madre, a la que me
fue destinada virgen y prometida, habría sido con una especie de rabia, para
infamar, llenar de dolor y ahogar esos veintisiete años entregados a otro,
después de haberme sido ofrecidos a mí.
Debo considerar el sentimiento que acabo de recordar como el primero
de esta especie que tuvo entrada en mi corazón; no se avenía sin embargo
con mi naturaleza tormentosa; ella lo habría corrompido; me habría vuelto
incapaz de saborear largamente unas sagradas delectaciones. Era entonces
cuando, agriado por las desgracias, ya peregrino de ultramar, habiendo
comenzado mi viaje solitario, era entonces cuando las locas ideas pintadas
en el misterio de René, me obsesionaban y hacían de mí el ser más
atormentado que haya existido sobre la faz de la tierra. Comoquiera que sea,
la casta imagen de Charlotte, al hacer penetrar en el fondo de mi alma
algunos rayos de una luz verdadera, disipó primero una nube de fantasmas:
mi diablesa, como un genio maléfico, volvió a sumergirse en el abismo;
esperó el efecto del tiempo para volver a aparecer.
LIBRO UNDÉCIMO
CAPÍTULO 1
Londres, de abril a septiembre de 1822
FONTANES — CLÉRY
De tiempo en tiempo, la Revolución nos hacía llegar emigrados de una
especie e ideas nuevas; se formaban diversas capas de exiliados: la tierra
encierra lechos de arena o de arcilla, depositados por las olas del diluvio.
Uno de estos oleajes me trajo a un hombre cuya pérdida hoy lamento, un
hombre que fue mi guía en las letras y cuya amistad ha sido tanto uno de los
honores como uno de los consuelos de mi vida.
Hemos visto, en el libro IV de estas Memorias, que conocí a monsieur
de Fontanes en 1789: fue en Berlín, el año pasado, cuando me enteré de la
noticia de su muerte. Había nacido en Niort, en el seno de una familia noble
y protestante: su padre tuvo la desgracia de matar en duelo a su cuñado. El
joven Fontanes, criado por un hermano muy distinguido, se marchó a París.
Vio morir a Voltaire, y este gran representante del siglo XVIII le inspiró sus
primeros versos: sus ensayos poéticos llamaron la atención de La Harpe.
Emprendió algunas obras para el teatro, y se lió con una actriz encantadora,
mademoiselle Desgarcins.
Tras alojarse cerca del Odéon, vagando en torno a la Cartuja, celebró
su soledad. Había conocido a un amigo destinado a convertirse también en
amigo mío, monsieur Joubert. Al llegar la Revolución, el poeta se
comprometió con uno de esos partidos inmovilistas que mueren siempre
desgarrados por el partido progresista que tira de él hacia delante, y el
partido retrógrado que tira de él hacia atrás. Los monárquicos hicieron entrar
a monsieur de Fontanes en la redacción del Modérateur. Cuando pintaron
bastos, buscó refugio en Lyon, donde contrajo matrimonio. Su mujer dio a luz
un niño: durante el sitio a la ciudad que los revolucionarios habían llamado
municipio liberado, igual que Luis XI, desterrando a sus ciudadanos, llamó a
Arras ciudad franca, madame de Fontanes se vio obligada a cambiar de sitio
la cuna de su niño de pecho para ponerlo a cubierto de las bombas. Vuelto a
París después del 9 de termidor, monsieur de Fontanes fundó el Memorial,
con monsieur de La Harpe y el abate de Vauxelles. Proscrito el 18 de
fructidor, Inglaterra fue su puerto de salvación.
Monsieur de Fontanes ha sido, junto con Chénier, el último escritor de
la escuela clásica de la rama primogénita: su prosa y sus versos se asemejan
y su mérito es de idéntica naturaleza. Sus pensamientos e imágenes tienen
una melancolía ignorada en el siglo de Luis XIV, que no conocía más que la
austera y santa tristeza de la elocuencia religiosa. Esta melancolía impregna
las obras del cantor de El día de los muertos , como el sello de la época en
que vivió; fija la fecha de su aparición; demuestra que nació después de J. J.
Rousseau, y que le gustaba Fénelon. Si se compendiasen los escritos de
monsieur Fontanes en dos tomitos, uno de prosa y otro de versos, sería el
más elegante monumento funerario que podría erigirse sobre la tumba de la
escuela clásica.[a]
Entre los papeles que ha dejado mi amigo, hay varios cantos del
poema Grecia salvada, libros de odas, poesías varias, etcétera. No habría
publicado nada más por propia iniciativa, pues este crítico tan fino, tan
ilustrado, tan imparcial cuando no lo cegaban las opiniones políticas, sentía
un terror horrible ante la crítica. Fue soberanamente injusto con madame de
Staél. Un artículo envidioso de Garat, sobre El bosque de Navarra, a punto
estuvo de detener en seco el comienzo de su carrera poética. Fontanes, al
darse a conocer, acabó con la escuela afectada de Dorât, pero no pudo
restablecer la escuela clásica que tocaba a su fin con la lengua de Racine.
Entre las odas postumas de monsieur de Fontanes, hay una sobre el
Aniversario de su nacimiento: tiene todo el encanto de El día de los muertos,
con un sentimiento más penetrante y más individual. No me acuerdo más
que de estas dos estrofas:
La vieillesse déjà vient avec ses souffrances:
Que m’offre l’avenir? De courtes espérances.
Que m’offre le passé? Des fautes, des regrets.
Tel est le sort de l’homme; il s’instruit avec l’âge:
Mais que sert d’être sage,
Quand le terme est si près?
Le passé, le présent, l’avenir, tout m’afflige:
La vie à son déclin est pour moi sans prestige;
Dans le miroir du temps elle perd ses appas.
Plaisirs! allez chercher l’amour et la jeneusse;
Laissez-moi ma tristesse,
Et ne l’insultez pas![8]
Si alguna cosa en el mundo había de serle antipática a monsieur de
Fontanes era mi manera de escribir. Comenzaba conmigo, con la escuela
llamada romántica, una revolución en la literatura francesa: a pesar de ello,
mi amigo, en vez de rebelarse contra mi asilvestramiento, se apasionó por
él. Yo veía en su rostro el embeleso cuando le leía fragmentos de Los
nátchez, de Atala, de René; aunque le era imposible hacer casar estas
producciones con las reglas comunes de la crítica, sentía que entraba en un
mundo nuevo; veía una naturaleza nueva; comprendía una lengua que no
hablaba. Me dio consejos excelentes: a él le debo lo que hay de correcto en
mi estilo; me enseñó a respetar el oído; me impidió caer en extravagancias
de invención y en la ejecución tosca de mis seguidores.
Para mí fue un gran motivo de alegría volver a verlo en Londres,
festejado por la emigración; le pedían que leyera cantos de Grecia salvada;
la gente se apretujaba para oírlo. Se buscó un alojamiento al lado del mío; no
nos dejábamos un solo instante. Asistimos juntos a una escena digna de esos
tiempos de desventura: Cléry, que acababa de llegar, nos leyó sus Memorias
manuscritas. ¡Cabe imaginar la emoción de un auditorio de exiliados,
escuchando contar al ayuda de cámara de Luis XVI, testigo ocular, los
sufrimientos y la muerte del prisionero del Temple! El Directorio, espantado
por las Memorias de Cléry, publicó una edición llena de interpolaciones, en la
que se hacía hablar al autor como a un lacayo, y a Luis XVI como a un mozo
de cuerda: entre las infamias revolucionarias, ésta es tal vez una de las más
sucias.
UN CAMPESINO VANDEANO
Monsieur du Theil, encargado de negocios del señor conde de Artois en
Londres, se había apresurado a ponerse en contacto con Fontanes: éste me
rogó que lo llevara a casa del agente de los Príncipes. Lo encontramos
rodeado de todos esos defensores del trono y del altar que callejeaban por
Piccadilly, de una multitud de espías y de caballeros de industria escapados
de París bajo distintos nombres y disfraces, y de una nube de aventureros
belgas, alemanes, irlandeses, vendedores de contrarrevolución. Entre esta
multitud había un hombre de entre treinta y treinta y dos años en el que
nadie se fijaba, y el cual tampoco prestaba atención más que a un grabado
de la muerte del general Wolf. Impresionado por su aspecto, pregunté quién
era; uno de los que tenía al lado me respondió: «No es nadie; un simple
campesino vandeano, que trae una carta de sus jefes.»
Este hombre, que no era nadie, había visto morir a Cathelineau, primer
general de la Vendée y campesino como él; a Bonchamp, imagen rediviva de
Bayardo; a Lescure, armado de un cilicio que no era a prueba de balas; a
D’Elbée, fusilado en un sillón, ya que sus heridas no le permitían abrazar de
pie la muerte; a la Rochejaquelein, cuyo cadáver los patriotas ordenaron
verificar, para tranquilizar así a la Convención en medio de sus victorias. Este
hombre, que no era nadie, había asistido a doscientas conquistas y
reconquistas de ciudades, aldeas y reductos, a setecientas acciones
especiales y a diecisiete batallas campales; había combatido contra
trescientos mil hombres de fuerzas regulares, contra seiscientos o
setecientos mozos de reemplazo y guardias nacionales; había ayudado a
apoderarse de cien cañones y cincuenta mil fusiles; había atravesado las
columnas infernales, compañías de incendiarios mandados por
convencionales; se había encontrado en medio del océano de fuego que, por
tres veces, desencadenó sus olas sobre los bosques de la Vendée; por
último, había visto perecer a trescientos mil Hércules del arado, compañeros
suyos de fatigas, y convertirse en un desierto de cenizas cien leguas
cuadradas de una fértil región.
Las dos Francias se enfrentaron en este suelo nivelado por ellas. Todo
cuanto quedaba de sangre y de recuerdo en la Francia de las cruzadas,
pugnó contra lo que había de nueva sangre y de esperanzas en la Francia de
la Revolución. El vencedor sintió la grandeza del vencido. Thureau, general
de los republicanos, declaraba que «los vandeanos entrarán en la Historia en
el primer rango de los pueblos soldados». Otro general escribía a Merlin de
Thionville: «Unas tropas que se han batido con semejantes franceses pueden
perfectamente jactarse de ser capaces de batir a todos los demás pueblos.»
Las legiones de Probo,[9] en su canción, decían otro tanto de nuestros padres.
Bonaparte llamó a los combates de la Vendée «combates de gigantes».
En medio de toda la algarabía, yo era el único que miraba con
admiración y respeto al representante de estos antiguos Jacques,[10] que, pese
a romper el yugo de sus señores, rechazaban, bajo Carlos V, la invasión
extranjera: me parecía ver a un hijo de esos municipios de tiempos de Carlos
VII, los cuales, con la pequeña nobleza de provincias, reconquistaron pie a
pie, surco a surco, el suelo de Francia. Tenía el aire indiferente del salvaje; su
mirada era torva e inflexible como una barra de hierro; su labio inferior
temblaba contra sus apretados dientes; los cabellos le caían de la cabeza
cual serpientes adormecidas, pero prestas a enderezarse; sus brazos
pendulones imprimían una sacudida nerviosa a unos enormes puños llenos
de cicatrices de sablazos; se le habría creído un chiquichaque. Su fisonomía
expresaba una naturaleza popular rústica, puesta, por la fuerza de la
costumbre, al servicio de intereses y de ideas contrarias a esta naturaleza; la
fidelidad nativa del vasallo, la simple fe del cristiano se mezclaban con la
ruda independencia plebeya acostumbrada a conocer su propio valor y a
tomarse la justicia por su mano. El sentimiento de su libertad parecía no ser
en él sino la conciencia de la fuerza de su mano y de la intrepidez de su
ánimo. No hablaba más de lo que lo hubiera hecho un león; se rascaba y
bostezaba como tal, se echaba sobre un costado cual león enfurruñado y
soñaba aparentemente con sangre y bosques: su inteligencia era del mismo
tipo que la de la muerte.
¡Qué hombres esos franceses de entonces que había en todos los
partidos, y qué raza los de hoy! Pero los republicanos tenían su principio en
su interior, en medio de ellos, mientras que el principio de los realistas
estaba fuera de Francia. Los vandeanos mandaban delegaciones a los
exiliados; los gigantes mandaban a pedir jefes a los pigmeos. El rústico
mensajero que yo contemplaba había cogido a la Revolución por el cuello, al
tiempo que gritaba: «Entrad; pasad detrás de mí, que no os hará ningún
daño; no se moverá de su sitio; la tengo sujeta.» Nadie quiso pasar: entonces
Jacques Bonhomme soltó a la Revolución, y Charette[11] rompió su espada.
PASEO CON FONTANES
Mientras hacía estas reflexiones a propósito de este labrador, igual que
las había hecho de otro tipo al ver a Mirabeau y a Danton, Fontanes obtenía
una audiencia privada de aquel al que él llamaba con gracia el inspector
general de Finanzas; salió muy satisfecho, pues monsieur du Theil había
prometido alentar la publicación de mis obras, y Fontanes sólo pensaba en
mí. Imposible ser mejor persona: tímido en lo que afectaba a lo suyo, era
pura valentía para con los amigos; tuvo oportunidad de demostrármelo con
ocasión de mi dimisión a la muerte del duque de Enghien. En la
conversación, estallaba en cóleras literarias risibles. En política, desatinaba;
los crímenes de la Convención le habían hecho sentir horror por la libertad.
Detestaba los periódicos, el filosofismo, la ideología, y comunicó este odio a
Bonaparte, cuando se acercó al dueño y señor de Europa.
Nos íbamos a pasear por el campo; nos deteníamos bajo algunos de
esos anchos olmos diseminados por los prados. Apoyado en el tronco de
estos olmos, mi amigo me hablaba de su antiguo viaje a Inglaterra antes de
la Revolución, y de los versos que escribía en aquel entonces a dos jóvenes
ladies, que se habían hecho ancianas a la sombra de las torres de
Westminster; torres que volvía a encontrar erguidas como las había dejado,
mientras que al pie de ellas habían quedado enterradas las ilusiones y las
horas de su juventud.
Comíamos a menudo en alguna taberna solitaria de Chelsea, junto al
Támesis, hablando de Milton y de Shakespeare: ellos habían visto lo que
nosotros veíamos; se habían sentado, igual que nosotros, en la orilla de este
río, para nosotros un río extranjero, para ellos un río de su patria.
Regresábamos de noche a Londres, a los rayos desfallecientes de las
estrellas, sumidas una tras otra en la niebla de la ciudad. Ganábamos
nuestra morada, guiados por inciertos resplandores que apenas si nos
trazaban el camino a través de la humareda de carbón rojizo en torno a cada
farola: así pasa la vida del poeta.
Vimos Londres en detalle: antiguo desterrado, yo hacía de cicerone a
los nuevos forzados al exilio que la Revolución traía, jóvenes o viejos: no hay
una edad legal para la desgracia. En medio de una de estas excursiones, nos
sorprendió una lluvia mezclada de truenos y tuvimos que guarecernos en la
galería cubierta de una miserable casa cuya puerta casualmente estaba
abierta. Allí encontramos al duque de Borbón: vi por primera vez, en este
Chantilly, a un príncipe que no era aún el último de los Condé.[12]
¡El duque de Borbón, Fontanes y yo igualmente proscritos, buscando
en tierra extranjera, bajo el techo del pobre, un abrigo contra la misma
tormenta! Fata viam invenient.[13]
Fontanes fue llamado de regreso a Francia. Me dio un abrazo haciendo
votos por nuestro próximo reencuentro. Al llegar a Alemania, me escribió la
siguiente carta:
«28 de julio de 1798
Si ha sentido usted un poco mi marcha de Londres, le juro que no
menos real ha sido mi sentimiento. Es usted la segunda persona en quien, en
el transcurso de mi vida, he encontrado una imaginación y un corazón afines
a los míos. Nunca olvidaré los consuelos que me ha hecho encontrar usted
en el exilio y en una tierra extranjera. Mi pensamiento más querido y más
constante, desde que lo dejé, vuelve hacia Los nátchez. Lo que me ha leído,
y sobre todo en los últimos días, es admirable, y nunca mi memoria lo
olvidará. Pero el encanto de las ideas poéticas que me dejó usted se esfumó
por un momento a mi llegada a Alemania. Las noticias más espantosas de
Francia han seguido a aquellas de que le informé al dejarlo. He estado
sumido cinco o seis días en la más cruel perplejidad. Temía incluso
persecuciones contra mi familia. Mis terrores han disminuido hoy
considerablemente. El propio mal no ha sido sino muy leve; se amenaza más
que se hiere, y no es a los que tienen mi edad a quienes perseguían los
exterminadores. El último correo me ha traído promesas de paz y de buena
voluntad. Puedo continuar mi viaje, y voy a ponerme en camino en los
primeros días del mes próximo. Fijaré mi lugar de residencia cerca del
bosque de Saint-Germain, entre mi familia, Grecia y mis libros, ¡ojalá pudiera
decir también los nátchez! La tormenta inesperada que acaba de
desencadenarse en París ha sido causada, no me cabe ninguna duda, por el
atolondramiento de los agentes y jefes que usted conoce. Lo sé de buena
tinta. Partiendo de esta certeza, escribo Great Pulteney Street [calle donde
vivía monsieur du Theil] con toda la cortesía posible, pero también con todas
las precauciones que exige la prudencia. Quiero evitar toda correspondencia,
al menos a corto plazo, y dejo en la mayor de las incertidumbres el partido
que voy a tomar y el lugar de residencia que quiero elegir. Por lo demás,
hablo todavía de usted en tono amistoso, y deseo de todo corazón que las
esperanzas de serle útil que quepa poner en mí animen las buenas
disposiciones que se me han testimoniado a este respecto, y que se han
debido tanto a la persona de usted como a sus grandes cualidades. Trabaje,
trabaje, mi querido amigo, y hágase ilustre. Puede usted conseguirlo: tiene el
futuro en sus manos. Espero que la palabra dada repetidamente por el
inspector general de finanzas haya sido en parte cumplida. Lo cual me
consuela, porque me parecería insoportable la idea de que se interrumpiera
una gran obra por la falta de los apoyos necesarios. Escríbame; que nuestros
corazones se comuniquen, que nuestras musas sigan siendo siempre
amigas. No le quepa la menor duda de que, cuando pueda pasearme
libremente por mi patria, tendrá usted preparada una colmena y flores al
lado de las mías. Mi afecto para con usted sigue inalterable. Estaré solo en
tanto no esté a su lado. Cuénteme cosas de su trabajo. Y quisiera para
terminar darle una agradable noticia: he escrito la mitad de un nuevo canto
sobre las riberas del Elba, y estoy más contento de él que de todo lo demás.
Adiós, reciba un abrazo afectuoso de su amigo,
FONTANES»
Fontanes me informa de que escribía versos al cambiar de lugar de
exilio. Nunca se puede despojar a un poeta de todo: lleva consigo su lira.
Dejad al cisne sus alas; cada noche, ríos desconocidos repetirán las quejas
melodiosas que hubiera preferido hacer oír en el Eurotas.[14]
Tiene el futuro en sus manos: ¿lo decía Fontanes de verdad? ¿He de
felicitarme por su predicción? ¡Ay, este futuro anunciado ha pasado ya!:
¿habrá otro para mí?
Esta primera y afectuosa carta del primer amigo que tuve en mi vida, y
que desde la fecha de esta carta caminó veintitrés años a mi lado, me
advirtió dolorosamente de mi aislamiento paulatino. Fontanes ya no está;
una profunda tristeza, la muerte trágica de un hijo, lo mandó a la tumba
antes de hora. Casi todas las personas de las que he hablado en estas
Memorias han desaparecido; es un obituario lo que yo tengo. Unos años más
y, condenado a registrar a los muertos, no dejaré a nadie para que incluya
mi nombre en el libro de los ausentes.
Pero si he de quedarme solo, si ningún ser que me quiso permanece a
mi lado para conducirme a mi última morada, yo menos que nadie necesito
quien me guíe: me he informado por el camino, he estudiado los lugares por
los que he de pasar, he querido ver lo que sucede en el último momento. A
menudo, al borde de una fosa a la que ha sido descendido un féretro con
unas cuerdas, he oído el roce de estas cuerdas; luego he oído el ruido de la
primera palada de tierra al caer sobre el ataúd: a cada nueva palada, el ruido
a hueco disminuía; la tierra, tras llenar la sepultura, hacía subir
paulatinamente el silencio eterno a la superficie del ataúd.
¡Fontanes! Me escribió usted: Que nuestras musas sean siempre
amigas; no me lo escribió en vano.
CAPÍTULO 4
Londres, de abril a septiembre de 1822
INCIDENCIAS
NOVELAS ANTIGUAS — NOVELAS NUEVAS — RICHARDSON — WALTER SCOTT
Las novelas, a finales del siglo pasado, fueron incluidas en la
proscripción general. Richardson dormía olvidado; sus compatriotas
encontraban en su estilo rasgos de la sociedad inferior en cuyo seno había
vivido. Fielding resistía, Sterne, maestro en originalidad, había pasado. Se
leía todavía El vicario de Wakefield.
Si Richardson carecía de estilo (no somos nosotros, extranjeros,
quiénes para juzgarlo), no vivirá, porque no se vive más que por el estilo. En
vano nos rebelamos contra esta verdad: la obra mejor escrita, adornada de
retratos que se ajustan a sus modelos, llena de mil otras perfecciones, está
muerta al nacer si carece de estilo. El estilo, y lo hay de mil tipos, no se
aprende; es el don del cielo, es el talento. Pero si Richardson ha sido olvidado
sólo por ciertas locuciones burguesas, insoportables para una sociedad
elegante, podrá renacer; la revolución que se está produciendo, rebajando la
aristocracia y elevando a las clases medias, volverá menos sensibles o hará
borrar las huellas de las costumbres domésticas y de un lenguaje inferior.
De Clarisa y de Tom Jones han salido las dos principales ramas de la
familia de las novelas inglesas modernas, las novelas de escenas familiares y
dramas domésticos, las novelas de aventuras y que pintan la sociedad en
general. Después de Richardson, las costumbres del oeste de la ciudad
entraron en el ámbito de la ficción: las novelas se llenaron de castillos, de
lords y de ladies, de escenas en las estaciones termales, de aventuras en las
carreras de caballos, en el baile, en la ópera, en el Ranelagh, [6] con un
chitchat, un charloteo interminable. La escena no tardó en ser trasladada a
Italia; los amantes cruzaron los Alpes arrostrando espantosos peligros y con
un dolor en el alma capaz de enternecer a un león: ¡ y el león derramó
lágrimas!, se adoptó una jerga de buen tono.
De entre estos miles de novelas, que han inundado Inglaterra desde
hace medio siglo, dos han conservado su puesto: Caleb Williams y El monje.
No conocí a Godwin durante mi retiro en Londres; pero sí tuve contacto con
Lewis en un par de ocasiones. Era éste un joven miembro de los Comunes
muy agradable, que tenía aspecto y modales de francés. Las obras de Anne
Radcliff son cosa aparte. Las de mistress Barbauld, de miss Edgeworth, de
miss Burnet, etcétera, dicen que puede que sobrevivan. «Deberían tener las
leyes —dice Montaigne— un poder coercitivo contra los escritores ineptos e
inútiles, como lo tienen contra los vagos y maleantes. Así se apartaría de las
manos de nuestro pueblo a mí y a cien otros. La grafomanía se ha convertido
en un síntoma de un siglo salido de madre.»[7]
Pero estas distintas escuelas de novelistas sedentarios, de novelistas
que viajan en diligencia o en calesa, de novelistas de lagos y de montañas,
de ruinas y de fantasmas, de novelistas urbanos y de salón, han
desembocado en la nueva escuela de Walter Scott, igual que la poesía se ha
precipitado tras los pasos de lord Byron.
El ilustre pintor de Escocia se inició en la carrera de las letras, en
tiempos de mi exilio en Londres, con la traducción del Berlichingen de
Goethe. Continuó dándose a conocer como poeta, y la inclinación de su
genio lo condujo finalmente a la novela. Me parece que ha creado un género
falso; ha pervertido la novela y la historia; el novelista se puso a hacer
novelas históricas, y el historiador a escribir historias novelescas. Si, en
Walter Scott, me veo obligado a saltarme a veces conversaciones
interminables, es, sin duda, por culpa mía; pero uno de los grandes méritos
de Walter Scott, a mi parecer, es que todo el mundo puede leerlo. Se
requiere un mayor dispendio de talento para despertar el interés sin perder
la mesura que para agradar rebasando toda medida; es menos fácil serenar
el corazón que perturbarlo.
Burke retuvo la política de Inglaterra en el pasado, Walter Scott hizo
retrotraerse a los ingleses hasta la Edad Media; todo cuanto se escribió,
fabricó, construyó, fue gótico: libros, muebles, casas, iglesias, castillos. Pero
los lairds[8] de la Carta Magna son hoy unos fashionables de Bond Street, raza
frívola que está instalada en las antiguas casas de campo, en espera de que
lleguen las nuevas generaciones dispuestas a expulsarlos de ellas.
CAPÍTULO 3
Londres, de abril a septiembre de 1822
INCIDENCIAS
LA POESÍA NUEVA — BEATTIE
Al mismo tiempo que la novela pasaba al estado romántico, la poesía
sufría una transformación semejante. Cowper dejó la escuela francesa para
hacer revivir la escuela nacional; Burns, en Escocia, comenzó la misma
revolución. Tras ellos vinieron los recuperadores de las baladas. Varios de
estos poetas de 1792 a 1800 pertenecían a lo que se denominó hake school
(nombre que ha quedado), porque los novelistas vivían a orillas de los lagos
de Cumberland y de Westmoreland, y a veces los cantaban.
Thomas Moore, Campbell, Rogers, Crabbe, Wordsworth, Southey, Hunt,
Knowles, lord Holland, Canning, Croker viven todavía para honra de las letras
inglesas; pero hay que ser inglés de nacimiento para apreciar en lo que vale
un género de poesía intimista al que son especialmente sensibles los
hombres del país.
Nadie, en una literatura viva, es juez competente más que de las obras
escritas en su propia lengua. En vano cree uno dominar a fondo un idioma
extranjero, pues le falta la leche de la nodriza, así como las primeras
palabras que ella os enseñó en su regazo y con vuestros pañales; hay ciertos
acentos que sólo son propios de la patria. Los ingleses y los alemanes tienen
las más barrocas nociones de nuestros literatos: adoran lo que nosotros
despreciamos y desprecian lo que nosotros adoramos; no entienden ni a
Racine, ni a La Fontaine, ni aun del todo a Molière. Causa risa saber quiénes
son nuestros grandes escritores en Londres, en Viena, en Berlín, en San
Petersburgo, en Munich, en Leipzig, en Gotinga, en Colonia, saber lo que
hace furor entre los lectores y lo que no se lee allí.
Cuando el mérito de un autor consiste especialmente en la dicción, un
extranjero no llegará nunca a comprender del todo este mérito. Cuanto más
íntimo, individual, nacional es el talento, más escapan sus misterios al
espíritu que no es, por así decirlo, compatriota de este talento. Admiramos
bajo palabra a griegos y romanos; nuestra admiración proviene de la
tradición, y los griegos y los romanos no están allí para burlarse de nuestros
juicios de bárbaros. ¿Quién de nosotros puede hacerse una idea de la
armonía de la prosa de Demóstenes y de Cicerón, de la cadencia de los
versos de Alceo y de Horacio, tal como eran captadas por un oído griego o
latino? Se afirma que las bellezas reales son propias de todos los tiempos, de
todos los países: sí, la belleza del sentimiento y del pensamiento; no así la
belleza del estilo. El estilo no es, como el pensamiento, cosmopolita: tiene
una tierra natal, un cielo, un sol que le son propios.
Burns, Masón, Cowper murieron durante mi emigración en Londres,
antes de 1800 y en 1800; terminaban el siglo; yo lo comenzaba. Darwin y
Beattie murieron dos años antes de mi regreso del exilio.
Beattie había anunciado la nueva era de la lira. El Minstrel, o El
progreso del genio, es la pintura de los primeros efectos de la musa en un
joven bardo, el cual ignora aún el aliento que lo atormenta. Unas veces el
poeta futuro va a sentarse en la orilla del mar durante una tempestad; otras
abandona los juegos de la aldea para escuchar aparte, en la lejanía, el
sonido de las gaitas.
Beattie ha recorrido la serie entera de las ensoñaciones y de las ideas
melancólicas, de las que otros cien poetas se han sentido los discoverers.
Beattie se proponía continuar su poema; en efecto, escribió el segundo
canto: Edwin oye una noche una voz grave que se eleva del fondo de un
valle; es la de un solitario que, tras haber conocido las ilusiones del mundo,
se había enterrado en este refugio, para recogerse allí espiritualmente y
cantar las maravillas del Creador. Este ermitaño instruye al joven minstrel y
le revela el secreto de su genio. La idea era buena; la ejecución no respondió
a la bondad de la idea. Beattie estaba destinado a derramar lágrimas; la
muerte de su hijo destrozó su corazón de padre; como Ossián tras la pérdida
de su Óscar, colgó su arpa de las ramas de un roble. Quizás el hijo de Beattie
era ese joven minstrel al que un padre cantó y cuyos pasos no veía ya en la
montaña.
CAPÍTULO 4
Londres, de abril a septiembre de 1822
INCIDENCIAS
LORD BYRON
Se encuentran en los versos de lord Byron sorprendentes imitaciones
de El Minstrel: en la época de mi exilio en Inglaterra, lord Byron vivía en la
escuela de Harrow, en un pueblo a diez millas de Londres. Él era niño, yo
joven y tan desconocido como él; él había sido criado en los páramos de
Escocia, a orillas del mar, como yo en las landas de Bretaña, a orillas del
mar; él amó la Biblia y a Ossián, como los amé yo; él cantó en Newstead
Abbey los recuerdos de la infancia, como yo los cantaba en el castillo de
Combourg.
«Cuando, joven montañero, exploraba la negra espesura y escalaba tu
empinada cima, oh Morven coronado de nieve, para asombrarme ante el
torrente que rugía por debajo de mí, o ante los vapores de la tempestad que
se acumulaban a mis pies…»[9]
En mis excursiones por los alrededores de Londres, cuando tan
desdichado era, atravesé veinte veces el pueblo de Harrow, sin saber qué
genio vivía allí. Me senté en el cementerio, al pie del olmo bajo el cual, en
1807, lord Byron escribía estos versos, en el momento en que yo volvía de
Palestina:
Spot of my youth! whose hoary branches sigh,
Swept by the breeze that funs thy cloudless sky; etc.
«¡Lugar de mi juventud, donde suspiran las desnudas ramas, mecidas
por la brisa que refrescaba tu cielo sin nubes! Lugar por el que hoy vago
solo, yo que a menudo he hollado, con aquellos que amaba, tu muelle y
verde hierba; cuando el destino hiele este seno devorado por la fiebre;
cuando haya calmado las preocupaciones y las pasiones; (…) aquí donde
palpitó, aquí podrá reposar mi corazón. ¡Ojalá pueda dormirme donde se
despertaron mis esperanzas (…), mezclado con la tierra recorrida por mis
pasos (…), llorado por los que fueron mi compañía en mis verdes años,
olvidado por el resto del mundo!»
Y yo diré: ¡salve, antiguo pequeño olmo, al pie del cual Byron de niño
se entregaba a los caprichos de su edad, mientras yo soñaba a René bajo tu
sombra, bajo esta misma sombra donde más tarde el poeta vino a su vez a
soñar Childe Harold! Byron pedía al cementerio, testigo de los primeros
juegos de su vida, una tumba ignorada: inútil plegaria que la gloria no
atenderá. Sin embargo, Byron no es ya lo que fue; me lo encontré vivo en
Venecia en todas partes: al cabo de algunos años, en esta misma ciudad
donde encontraba su nombre por doquier, lo volví a encontrar borrado y
desconocido por todas partes. Los ecos del Lido ya no lo repiten, y si
preguntáis a los venecianos, no saben ya de quién les habláis. Lord Byron
está totalmente muerto para ellos; no oyen ya los relinchos de su caballo: lo
mismo ocurre en Londres, donde muere su memoria. Esto es lo que es de
nosotros.
Si he pasado por Harrow sin saber que lord Byron vivía allí de niño,
unos ingleses han pasado por Combourg sin sospechar que un pequeño
vagabundo, criado en estos bosques, dejaría alguna huella. El viajero Arthur
Young, de paso por Combourg, escribía:
«Hasta Combourg [desde Pontorson] la región tiene un aspecto salvaje;
la agricultura no está más adelantada allí que entre los hurones, lo cual
parece increíble en una región rodeada de bosques: las gentes del pueblo
son casi tan salvajes como la región, y la ciudad de Combourg, uno de los
lugares más sucios y rústicos que puedan verse: casas de arcilla sin cristales
en las ventanas, y un pavimento tan estropeado que hace detenerse a los
viajeros, aunque no hay ninguna comodidad en ella. Sin embargo tiene un
castillo, que está incluso habitado. ¿Quién es ese monsieur de
Chateaubriand, propietario de esta morada, que tiene unos nervios de acero
para residir en medio de tanta inmundicia y pobreza? Más abajo de este
repulsivo hacinamiento de miseria, hay un bonito lago rodeado de terrenos
con bonitos bosques.»[10]
El tal monsieur de Chateaubriand no era otro que mi padre; el lugar de
retiro que tan repulsivo le parecía al malhumorado agrónomo no dejaba de
ser pese a ello una noble y hermosa morada, aunque sombría y grave. En
cuanto a mí, débil hiedra que comenzaba a trepar al pie de esas toscas
torres, ¿acaso habría podido reparar en mí mister Young, que tan ocupado
estaba en observar nuestras cosechas?
Permítaseme añadir a estas páginas escritas en Inglaterra en 1822,
estas otras escritas en 1834 y en 1840: concluirán el fragmento dedicado a
lord Byron, fragmento que se verá sobre todo completado cuando se haya
leído lo que diga de nuevo del gran poeta a mi paso por Venecia.
Quizá no carezca de interés observar en el futuro el encuentro de los
dos jefes de la nueva escuela francesa e inglesa, que poseen un mismo
fondo de ideas, destinos, si no costumbres más o menos parecidas: el uno
par de Inglaterra, el otro par de Francia, los dos viajeros por Oriente,
bastante a menudo cerca uno del otro, y sin jamás encontrarse, con la sola
diferencia de que la vida del poeta inglés se ha visto mezclada en
acontecimientos menos grandes que la mía.
Lord Byron fue a visitar después de mí las ruinas de Grecia: en el
Childe Harold, se diría que embellece con sus propios colores las
descripciones del Itinerario. Al comienzo de mi peregrinaje, reproduzco el
adiós del sire de Joinville [11] a su castillo; Byron dice un adiós idéntico a su
morada gótica.
En Los mártires, Eudoro parte de Mesenia para dirigirse a Roma:
«Nuestra navegación fue larga —dijo (…)—, vimos todos esos promontorios
coronados por templos o tumbas (…). Mis jóvenes compañeros no habían
oído hablar más que de las metamorfosis de Júpiter, y no comprendieron
nada de los restos que tenían ante los ojos; yo me había sentado ya con el
profeta en las ruinas de las ciudades desoladas, y Babilonia me ilustraba
acerca de Corinto.»
El poeta inglés, al igual que el prosista francés, sigue la estela de la
carta de Sulpicio a Cicerón; motivo de singular gloria es para mí una tan
perfecta coincidencia, ya que me adelanté al cantor inmortal en la costa de
la que guardamos idénticos recuerdos, y donde conmemoramos las mismas
ruinas.
Asimismo tengo el honor de concordar con lord Byron en la descripción
de Roma: Los mártires y mi Carta sobre la campiña romana poseen la
inapreciable ventaja, para mí, de haber intuido la inspiración de un gran
genio.
Los primeros traductores, comentaristas y admiradores de lord Byron
se han guardado mucho de hacer notar que algunas páginas de mis obras
pudieron quedar momentáneamente en la memoria del creador de Childe
Harold; debieron de creer que regateaban algo a su genio. Ahora que el
entusiasmo se ha calmado ligeramente, se me niega menos este honor.
Nuestro inmortal cantor ha dicho en el último volumen de sus Canciones:
«En una de las estrofas que preceden a ésta, hablo de las liras[12] que Francia
debe a monsieur de Chateaubriand. No temo que estos versos se vean
desmentidos por la nueva escuela poética, que, nacida al amparo de las alas
del águila, se ha gloriado a menudo de tal origen. La influencia del autor de
El genio del Cristianismo se ha dejado sentir igualmente en el extranjero, y
quizá sería justo reconocer que el cantor de Childe Harold es de la familia de
René.»
En un excelente artículo sobre lord Byron, monsieur Villemain ha
repetido la observación de monsieur de Béranger: «Es cierto que algunas
páginas incomparables de René —dice— habían agotado este carácter
poético. No sé si Byron las imitaba o les daba nueva vida de modo genial.»
Lo que acabo de decir sobre las afinidades de imaginación y de destino
entre el cronista de René y el cantor de Childe Harold no le quita ningún
laurel a la cabeza del bardo inmortal. ¿Qué vale mi musa pedestre y sin laúd
en comparación con la musa de la Dee, [13] que lleva una lira y alas? Lord
Byron vivirá, ya sea porque, como hijo de su siglo como yo, ha sabido
expresar, igual que yo y que Goethe antes que nosotros, su pasión y su
desgracia, ya porque los periplos y el fanal de mi barca gala han mostrado la
ruta al navío de Albión por unos mares inexplorados.
Por otra parte, dos espíritus de naturaleza análoga pueden
perfectamente tener concepciones semejantes, sin que se les pueda
reprochar el haber transitado servilmente por los mismos caminos. Es lícito
aprovecharse de las ideas y de las imágenes expresadas en una lengua
extranjera para enriquecer la propia: es algo que se ha dado en todos los
siglos y en todos los tiempos. Soy el primero en reconocer que, en mi
primera juventud, Ossián, Werther, las Ensoñaciones del paseante solitario,
los Estudios de la naturaleza pudieron emparentarse con mis ideas; pero yo
no he ocultado nada, no he disimulado en absoluto el placer que me
producían unas obras en las que me deleitaba.
De ser cierto que René fue un elemento constitutivo del fondo del
personaje único puesto en escena bajo nombres distintos en Childe Harold,
Conrad, Lara, Manfred, el Infiel; si, por casualidad, lord Byron me hubiese
hecho vivir su vida, ¿habría tenido la debilidad de no mencionarme jamás?
¿Sería yo, pues, uno de esos padres de los que se reniega cuando se ha
llegado al poder? ¿Puede lord Byron haberme ignorado por completo, él, que
cita a casi todos los autores franceses contemporáneos suyos? ¿No oyó
hablar nunca de mí, cuando los periódicos ingleses, lo mismo que los
franceses, han repetido machaconamente por espacio de veinte años la
controversia sobre mis obras, cuando el New Times estableció un paralelo
entre el autor de El genio del Cristianismo y el autor de Childe Harold?
No hay inteligencia, por muy dotada que sea, que no tenga sus
susceptibilidades, sus desconfianzas: uno quiere guardarse el cetro para sí,
teme compartirlo, se irrita con las comparaciones. Así, otro talento superior
ha evitado mi nombre en una obra sobre la Literatura.[14] Estimándome,
gracias a Dios, en mi justo valor, jamás he pretendido la primacía; como sólo
creo en la verdad religiosa, una de cuyas formas es la libertad, no tengo más
fe en mí que en cualquier otra cosa de este mundo. Pero nunca he sentido la
necesidad de callarme cuando he sentido admiración; por eso proclamo mi
entusiasmo por madame de Staël y por lord Byron. ¿Qué existe de más dulce
que la admiración?, es amor celestial, ternura llevada hasta el culto; uno se
siente lleno de gratitud para con la divinidad que amplía las bases de
nuestras facultades, que abre nuevas vías a nuestra alma, que nos otorga
tan grande, tan pura felicidad, sin mezcla alguna de temor o de envidia.
Por lo demás, la pequeña pega que pongo en estas Memorias al más
grande poeta que Inglaterra ha tenido desde Milton, no prueba sino una
cosa: el alto precio que yo habría pagado al ser recordado por su musa.
La vida de lord Byron es objeto de muchas indagaciones y calumnias:
los jóvenes se han tomado en serio unas palabras mágicas; las mujeres se
han sentido dispuestas a dejarse seducir, con espanto, por este monstruo, a
consolar a este Satán solitario y desdichado. ¿Quién sabe?, tal vez no había
encontrado a la mujer que buscaba, a una mujer lo bastante hermosa, con
un corazón tan grande como el suyo. Byron, según una opinión fantasiosa, es
la antigua serpiente seductora y corruptora, porque ve la corrupción de la
especie humana; es un genio fatal y sufriente, puesto entre los misterios de
la materia y de la inteligencia, que considera el enigma del universo
inexplicable, que ve la vida como una espantosa ironía sin causa ni razón,
como una sonrisa perversa del mal; es el hijo de la desesperación, que
desprecia y reniega, que, llevando en sí una llaga incurable, se venga
causando dolor por medio de la voluptuosidad a todo cuanto se acerca a él.
Es un hombre que no ha pasado por la edad de la inocencia, que no ha
tenido jamás la suerte de verse rechazado y maldecido por Dios; un hombre
que, nacido réprobo del seno de la naturaleza, es el condenado de la nada.
Tal es el Byron de las mentes calenturientas: no es, me parece a mí, el
real.
Existen en lord Byron, como en la mayoría de los seres humanos, dos
hombres distintos: el hombre de la naturaleza y el hombre del sistema. El
poeta, al ver el papel que el público le hacía representar, lo aceptó y se puso
a maldecir ese mundo al que no había tomado primero más que como una
ensoñación: este proceso se percibe en el orden cronológico de sus obras.
En cuanto a su genio, lejos de tener la amplitud que se le atribuye, es
bastante limitado; su pensamiento poético no es sino un gemido, una queja,
una imprecación; en este sentido, es admirable: no hay que preguntar a la
lira lo que piensa, sino lo que canta.
En cuanto a su espíritu, es sarcástico y variado, pero de una naturaleza
agitadora y de una influencia funesta: el escritor leyó bien a Voltaire, y lo
imita.
Lord Byron, dotado de todos los atractivos, tenía poco que reprocharse
al nacer; el mismo accidente que lo hacía desdichado y que vinculaba sus
cualidades superiores a la imperfección humana, no hubiera debido
atormentarlo, ya que no le impedía ser amado. El cantor inmortal pudo
comprobar por sí mismo cuán cierta es la máxima de Zenón: «La voz es la
flor de la belleza.»[15]
Resulta deplorable lo rápido que pasa hoy la fama. Al cabo de algunos
años, ¿qué digo?, de algunos meses, el entusiasmo desaparece; lo sigue la
denigración. Se ve ya palidecer la gloria de lord Byron; su genio es mejor
comprendido por nosotros; permanecerá más largo tiempo en los altares de
Francia que en los de Inglaterra. Dado que Childe Harold destaca
principalmente en pintar los sentimientos particulares del individuo, los
ingleses, que prefieren los sentimientos comunes a todos los demás,
terminarán por ignorar al poeta cuyo grito es tan profundo y tan triste. Que
tengan cuidado: si acaban con la imagen del hombre que los ha hecho
revivir, ¿qué les quedará?
Cuando escribí, durante mi estancia en Londres, en 1822, mis
sentimientos sobre lord Byron, a él no le quedaban más que dos años de
vida en la tierra: murió en 1824, en el momento en que iban a comenzar
para él los desencantos y los disgustos. Yo le precedí en la vida; él me ha
precedido en la muerte; él fue llamado antes de su turno; mi número estaba
antes que el suyo y, sin embargo, el suyo salió el primero. Childe Harold
habría debido seguir viviendo; el mundo podía perderme a mí sin que se
notara mi desaparición. Tuve ocasión, andando el tiempo, de conocer a
madame Guiccioli[16] en Roma, a lady Byron en París. Se me aparecieron así la
flaqueza y la virtud: la primera pecaba acaso de un exceso de realidad, la
segunda de un defecto de sueños.
CAPÍTULO 5
Londres, de abril a septiembre de 1822
I. TEXTOS COMPLEMENTARIOS
2. EL «PREFACIO TESTAMENTARIO»
Es el principal texto programático de las Memorias, posteriormente
reemplazado por una simple «Introducción».
PREFACIO TESTAMENTARIO
Sicut nubes… quasi naves… velut umbra.
JOB
París, 1 de diciembre de 1833
3. PROYECTO DE PREFACIO
Cuando a finales de 1844 Chateaubriand midió las consecuencias, para
sus Memorias, de los derechos comprados por Girardin, director del diario La
Presse, para darlas a conocer por entregas, trató en vano de impedir su
publicación. Este texto incompleto, encontrado en los archivos de Combourg,
testimonia su viva reacción y demuestra que deseó durante algún tiempo
publicar él mismo, en vida, una parte de su obra.
«Se me fuerza la mano: desde hace mucho tiempo estaba decidido a
no publicar en vida nada de mis Memorias. Pero hoy esto no es ya posible:
amenazado por todas partes, proclaman que después de mi muerte se
apresurarán a publicar de mis Memorias todo cuando se encuentre: se
especula sobre el momento en que dejaré esta vida: se anuncia que se
publicará absolutamente todo cuanto se encuentre de mí, y que, sin ningún
respeto por mi real voluntad ni ninguna deferencia para con mi memoria, se
venderán mis ideas al menudeo para que, como una mercancía, devenguen
lo máximo posible a los vendedores por medio de un reparto al por menor.
Por mucho que haya clamado que me opongo a este cambalache, que me
horroriza porque supone la muerte de las bellas letras y porque un hombre,
si ha nacido con algún favor de las musas, se ve muerto por estas
especulaciones mercantiles, que no hay genio lo bastante afortunado que
pueda oponerse a este corretaje de bolsa, no se me hace ningún caso. Hoy
se envolverían en papel las tragedias de Racine y de Corneille, las oraciones
fúnebres de Bossuet para que pudieran ser devoradas rápidamente como si
fueran las crêpes que se venden a los pihuelos en una hoja de col, y que los
muchachos se comen mientras salen huyendo precipitadamente. ¿Qué les
reporta a los vendedores? ¿No consiguen unos buenos dineros al término de
la jornada? Pero el pobre autor que ha sudado sangre para lograr que su
pensamiento sea digno de ser leído, ¿qué obtiene? Ah, entra en el comercio
público. Redunda en beneficio de la masa. Los individuos no cuentan ya para
nada: es la idea la que vende. Las últimas escenas que me ha tocado vivir
desde hace algunos meses me han espantado, pero me han resultado
ilustrativas. Preparé, por unos acuerdos firmados anteriormente, mis obras
postumas; los textos se repartieron entre diferentes personas: en el bien
entendido de que los recuperaría de estas diferentes manos cuando
estuvieran acabados y los sustituiría por un ejemplar que obraba en mi
poder y que habría sido corregido posteriormente por mí: precaución inútil,
puesto que no se respetará mi decisión y se darán a conocer esbozos
informes en vez de un manuscrito definitivo con cambios y conforme a mi
último trabajo. ¿Cómo podría remediar este desaguisado? De ninguna
manera. Por más que declarara aquí que todo cuanto se publique de mí no
es en absoluto mi manuscrito acabado tal como obra en mi poder; ¿existe
hoy, como en otro tiempo, un público lector capaz de discernir entre el
cuadro acabado y el mero bosquejo? Ciertamente, no pretendo en absoluto
haber hecho una obra maestra, pero, en fin, me nutrí en otra escuela y no
quisiera ser juzgado, en cuanto al largo trabajo de toda una vida, por unos
simples esbozos. ¿Qué puedo hacer? ¿Se me hará caso si digo que reniego
de los esbozos que podrían publicarse de mí, y que no asumo la
responsabilidad más que de mis cuadros totalmente acabados? ¿Quién es
hoy juez? ¿Y no se preferirá a unos textos cuya autoría asumo unos simples
borradores que me sirvieron de guía en otro momento? En esta perplejidad,
no me queda más remedio que optar por el partido que tomo: que no es otro
que publicar en vida parte de mis Memorias: así al menos tengo la seguridad
de detener, por medio de esta publicación, toda especulación que pudiera
hacerse, y al menos quedará una pequeña parte auténtica de mi vida. Por lo
demás, no adelanto mucho acerca de mi porvenir: Nací el [en blanco] de
septiembre de 1768, cuatro meses antes [el mismo año] que Bonaparte. Este
hombre que inauguró el siglo me ha dejado tras él encargado de cerrar las
puertas y de asegurarme de que no quede ya nada de esos tiempos
impresionantes en los que me vi situado cerca de él.»
1. CUENTOS FANTÁSTICOS
No faltan los testimonios que atestiguan el placer que sentía
Chateaubriand por oír contar historias de aparecidos. En las primeras
versiones de las Memorias, concretamente en el libro III, les había concedido
una importancia especial; pero en el curso de las últimas revisiones, las
eliminó casi todas por temor, probablemente, a que pareciera que seguía
una moda que, en realidad, él mismo había contribuido a crear.
Unos años atrás, mis hermanas, entonces muy jóvenes, se
encontraban a solas con mi padre en Combourg. Estaban una noche leyendo
juntas la muerte de Clarisa; ya muy emocionadas por los detalles de esta
muerte, oyeron claramente pasos en la escalera que conducía a su alcoba.
Espantadas, apagaron la luz, y se precipitaron a sus camas. Alguien se
acerca; llega a la puerta de su aposento; se detiene como para escuchar; a
continuación se introduce por una escalera secreta que comunicaba con la
habitación de mi padre. Al cabo de un rato vuelve; atraviesa de nuevo la
antecámara, y el ruido de los pasos que se alejan se pierde en el interior del
castillo.
Al día siguiente, mis hermanas no se atrevieron a hacer mención del
asunto, por temor a que el aparecido o el ladrón fuera mi padre, que hubiera
querido sorprenderlas. Él les facilitó las cosas preguntándoles si no habían
oído nada. Les contó que habían ido a llamar a la puerta de la escalera
secreta de su aposento y que la habrían echado abajo de no haber sido por
un cofre que, por casualidad, se encontraba delante de ella. Al despertarse
sobresaltado, cogió sus pistolas, pues siempre estaba armado. Al cesar el
ruido, creyó estar en un error y se volvió a acostar.
En otra ocasión, una noche del mes de noviembre, estaba mi señor
padre solo escribiendo al amor del fuego del hogar, en el extremo de la gran
sala; se abre una puerta detrás de él; vuelve la cabeza y percibe una especie
de trasgo alto y de cara de ébano, que revolvía sus ojos de mirada
extraviada. Monsieur de Chateaubriand coge del hogar los trébedes de los
que se servía para remover los leños de olmo. Armado de estas tenazas
candentes, se levanta, se dirige hacia la negra aparición que sale, penetra
en las tinieblas y se pierde en la noche.
Desde los tiempos de Charles de Blois, el santo, y de Jeanne de
Montfort, la coja, se conservaba en Bretaña una conseja que se transmitía de
abuelas a abuelas. Madame de Chateaubriand la contaba de manera que
ponía los pelos de punta. La aderezaba con Réquiems, Dies irae, De
profanáis increíbles. [He aquí esta historia, pero sin la maravillosa
imaginación de mi madre.]
El año de gracia de 1350, el sábado antes del Laetare Jérusalem,[1] en
Bretaña, cerca del roble de Mivoie, se enfrentaron en una batalla treinta
ingleses contra treinta bretones.
De sueur et de sang la terre rosoya.
A ce bon samedi Beaumanoir se jeuna;
Grant soif eust le Baron, à boire demanda;
Messire Geoffroy de Boves tantost respondu a:
«Bois ton sang, Beaumanoir, la soif te passera.»[2]
El señor de Beaumanoir y Johan de Tinteniac habían guerreado con los
ingleses en los cincuenta y dos feudos de los dominios de Combourg. Por
todas partes se enseñan testimonios de sus hazañas, entre otros una roca
llamada la Roca Ensangrentada, en una margen de la landa de Meillac. Un
día que había dejado a su hermano de armas, Tinteniac se adentró en el
bosque. Llegó con su escudero, siguiendo el malecón de un estanque, ante
los muros derruidos de una antigua abadía. Empuja con su lanza una puerta
revestida de hiedra donde se veían aún algunas plumas de un ave de presa
que había sido clavada en ella. La puerta cede al empuje, y el jefe de la
mesnada avanza a caballo por un patio rodeado de graneros, cuyos
estrechos tragaluces estaban obstruidos por unos cascotes desprendidos.
Johan salta del palafrén y, sujetándolo por la brida, se dirige hacia otra
puerta. Ésta tenía los batientes reforzados con profusión de gruesos clavos
de hierro; de una jamba pendía una cadena que terminaba en una pata de
cierva. Tinteniac tiró de esta cadena [oxidada], que hizo sonar una
campanilla de sordo y hueco sonido. Alguien se acerca a paso arrastrado.
[Johan solicita a través de la puerta comida y hospedaje.] Se oye un tintineo
de llaves; descorren dos cerrojos, la puerta se entreabre con esfuerzo.
Asoma un viejo y canoso ermitaño que parece a punto de caer pulverizado,
el cual se presenta: «Sed bienvenidos, hijos míos, esta víspera de Todos los
Santos. Pero preciso os será ayunar; ningún ser vivo puede comer aquí; en
cuanto a una yacija, no os faltará, si os veis capaces de dormir al sereno. Los
ingleses no dejaron aquí más que los muros. Los padres fueron masacrados;
quedé solamente yo para guardar a los muertos; y mañana es su día.»
La voz, los gestos, la palidez, las miradas del monje tenían un no sé
qué de sobrenatural, como de algo que fue y que ya no es: sus labios no se
movían al hablar, y su gélido aliento olía a tierra. Tinteniac y el paje entraron
en el claustro. El joven escudero ata los caballos a un pilar, y les pone
delante hierba seca que siega con su espada entre las lápidas sepulcrales. El
religioso, mientras salmodiaba un Miserere, condujo al señor Johan al
dormitorio de la hospedería; sala desierta azotada por el viento, en la que el
guardián de los muertos se había acondicionado un cobijo en el rincón de un
hogar inmenso.
El monje enciende un pabilo de resina que inserta en el orificio de una
madera, fijada en la pared de la chimenea. El escudero desentierra un tizón
casi apagado de debajo de las cenizas, le echa encima un manojo de ramas
verdes que empiezan a exudar ruidosamente su savia y cuya gran llama
muere y renace con una densa humareda.
Se había hecho de repente de noche y desencadenado una tempestad;
la lluvia azotaba las ruinas del monasterio; oíanse los lamentos lejanos de los
muertos. El escudero se durmió. Sentado en un escabel cerca del fuego que
ardía débilmente, el caballero rezaba el rosario, llevando con el dedo la
cuenta de las decenas en las incisiones de la empuñadura de su espada. Al
principio, el fraile, al que tenía sentado delante, alternó las avemarías con él,
luego se calló. Johan levantó los ojos; y vio, en vez de al solitario, a un
fantasma que lo miraba. Una calavera oscilaba en la cavidad de la capucha,
y dos brazos esqueléticos salían de las amplias mangas de un sayal monacal.
El esqueleto hizo una seña a Tinteniac de que lo siguiera; el intrépido
campeón se levanta y lo sigue.
Atraviesan, sobre unas vigas desunidas, inseguras y medio quemadas,
unas construcciones carbonizadas por las llamas que habían devorado los
tejados, el suelo y el revestimiento de las paredes. Los restos de esta ruina
estaban adosados a una iglesia cuya negra mole gótica se recortaba contra
una cárdena niebla. El caballero y su guía penetraron en la basílica por la
abertura de un muro agrietado: atravesaron un laberinto de columnas que
emergían una a una de la sombra a la fosforescente claridad emanada del
aura del espectro. Algo gemía debajo de las bóvedas y extraía de vez en
cuando lúgubres tañidos de la campana: las vidrieras de colores, que
pendían de sus rotos emplomados, dejaban entrar, revueltas, las hojas secas
del bosque.
El fantasma se detiene delante de un ataúd, en la entrada de un
relicario que conducía a la cripta sepulcral que se abría debajo del
campanario: le señala a Johan la escalera: Johan posa el pie en el primer
escalón, extiende la mano en la oscuridad, palpa las paredes frías, húmedas
y en pendiente en las que se apoya para bajar por la escalera de caracol; el
fantasma desciende detrás de él, impidiéndole volver atrás.
El resto de la historia se ha perdido. Madame de Chateaubriand era
una mujer capaz de completar el relato y de llenar perfectamente la laguna;
pero era demasiado consciente para alterar la verdad y hacer
interpolaciones en un documento auténtico: las consejas de las nodrizas
bretonas, como los Anales de Tácito, tienen su fatal caetera desunt.[3]
Siete de la tarde
Hemos atravesado la bifurcación del río y seguido el ramal del sureste.
Buscábamos a lo largo del canal una ensenada donde poder atracar. Hemos
penetrado en una caleta que se adentra por debajo de un promontorio
cargado de un ramaje de tulipaneros. Después de haber sacado nuestra
canoa a tierra, unos han amontonado ramas secas para hacer un fuego,
otros han preparado el ajuppa. Yo he cogido mi fusil, y me he internado en el
bosque cercano.
No había dado cien pasos, cuando veo una reunión de pavas ocupadas
en comer bayas de helechos y frutos de alisos. Estas aves difieren bastante
de las de su especie aclimatadas en Europa: son más gruesas; su plumaje es
de color pizarroso, escarchado en el cuello, en el dorso, y en el extremo de
las alas de un rojo cobrizo; según los reflejos de la luz, este plumaje brilla
como el oro bruñido. Estas pavas salvajes se reúnen a menudo en grandes
grupos. Por la tarde se encaraman en las copas de los árboles más crecidos.
Por la mañana dejan oír desde lo alto de estos árboles su repetido reclamo;
un poco después de la salida del sol, cesa su clamoreo, y descienden a las
selvas.
Hemos madrugado mucho para salir con el fresco; han sido
embarcados los bagajes; hemos desplegado nuestra vela. A ambos lados
teníamos tierras altas llenas de bosques: el follaje presentaba todos los
matices imaginables: el escarlata tirando a rojo, el amarillo oscuro con el oro
brillante, el pardo encendido con el leve marrón, el verde, el blanco, el azul,
aguados en mil colores más o menos tenues, más o menos resplandecientes.
Cerca de nosotros había toda la variedad del prisma; lejos de nosotros, en los
recovecos del valle, los colores se mezclaban y se perdían en unos fondos
aterciopelados. Los árboles armonizaban sus formas unas con otras; unos se
desplegaban en abanico, otros se alzaban en forma de cono, otros se
redondeaban a modo de bola, otros estaban cortados en forma piramidal;
pero hay que limitarse a disfrutar de este espectáculo sin tratar de
describirlo.
Diez de la mañana
Avanzamos lentamente. La brisa ha cesado, y el canal comienza a
estrecharse: el cielo se encapota.
Mediodía
Es imposible remontarse más arriba en canoa: ahora hemos de
cambiar de manera de viajar: vamos a sacar nuestra canoa a tierra, coger
nuestras provisiones, nuestras armas, nuestras pieles para la noche, y
penetrar en los bosques.
Tres de la tarde
¿Quién podría describir el sentimiento que se experimenta al entrar en
estos bosques tan antiguos como el mundo, y que son los únicos que dan
una idea de la Creación tal como salió de las manos de Dios? Al morir el día,
a través de un velo de follajes, expande por la profundidad del bosque una
media luz cambiante y movediza, que confiere a los objetos una grandeza
fantástica. Por todas partes hay que salvar árboles caídos, sobre los que se
alzan otras generaciones de árboles. En vano busco una salida en estas
soledades; engañado por una luz más viva, avanzo a través de las hierbas,
las ortigas, los musgos, las lianas, y el espeso humus compuesto de restos
de vegetales; pero no llego más que a un claro formado por algunos pinos
caídos. Pronto el bosque se torna más oscuro, el ojo sólo percibe troncos de
robles y de nogales que se suceden unos a otros, y que parece que se
aprieten al alejarse: la idea del infinito se presenta ante mí.
Seis de la tarde
Había entrevisto de nuevo una claridad y me había dirigido hacia ella.
Pero heme aquí en el punto de luz: ¡triste campamento más melancólico que
los bosques que lo rodean! Este campamento es un antiguo cementerio
indio. ¡Ojalá descansara un momento en esta doble soledad de la muerte y
de la naturaleza!: ¿existe un refugio donde yo preferiría dormir para
siempre?
Siete de la tarde
Al no poder salir de estos bosques, hemos acampado en ellos. La
reverberación de nuestra hoguera llega a lo lejos; iluminado por debajo por
un fulgor de color escarlata, el follaje parece ensangrentado, los troncos de
los árboles más próximos se alzan cual columnas de granito rojo, pero a más
distancia, apenas alcanzados por la luz, parecen, en la profundidad del
bosque, pálidos fantasmas formados en círculo al borde de una profunda
noche.
Medianoche
El fuego comienza a apagarse, el círculo de su luz se estrecha. Presto
oídos: una calma formidable reina en estos bosques; se diría que unos
silencios suceden a otros silencios. En vano busco oír en una tumba universal
algún ruido que revele la vida. ¿De dónde proviene ese suspiro? De uno de
mis compañeros: se queja, aunque sumido en sueños. Vives, pues sufres: he
aquí el hombre.
Una de la noche
He aquí el viento; corre por la cima de los árboles; los sacude al pasar
por encima de mi cabeza. Ahora es como la ola del mar que rompe
tristemente en la orilla.
Los ruidos han despertado a los ruidos. La selva es pura armonía. ¿Son
los sonidos graves del órgano lo que oigo, mientras unos sonidos más ligeros
vagan por las bóvedas de verdor? Se produce un breve silencio; la música
etérea vuelve a empezar; por todas partes dulces lamentos, murmullos que
encierran en sí otros murmullos; cada hoja habla un lenguaje distinto, cada
brizna de hierba da una nota especial.
Resuena una voz extraordinaria: es la de esa rana que imita los
mugidos del toro. De todas partes de la selva, los murciélagos colgados de
las hojas elevan sus cantos monótonos: uno cree estar oyendo un continuo
doblar de campanas, o el tañido fúnebre de una sola. Todo nos lleva a alguna
idea de la muerte, porque esta idea está en el fondo de la vida.
Diez de la mañana
Hemos reemprendido nuestro viaje: tras descender a un vallejo
inundado, unas ramas de roble-sauce, que se extienden desde la raíz de un
junco hasta otra raíz, nos han servido de puente para atravesar el pantano.
Preparamos nuestra comida al pie de una colina boscosa, por la que en
seguida treparemos para descubrir el río que andamos buscando.
Nos hemos puesto de nuevo en marcha; las gangas nos prometen para
esta noche una buena cena.
El camino se vuelve escarpado, los árboles empiezan a escasear; un
brezal resbaladizo cubre la ladera de la montaña.
Seis de la tarde
Henos en la cima: por debajo de nosotros no se perciben más que la
copas de los árboles. De este mar de verdor surgen algunas peñas aisladas,
cual escollos que se alzaran por encima de la superficie del agua. El
esqueleto de un perro, colgado de una rama de abeto, anuncia el sacrificio
indio ofrecido al genio de este desierto. Un torrente se precipita a nuestros
pies, y va a perderse en un riachuelo.
Cuatro de la mañana
Hace una noche apacible. Hemos decidido regresar a nuestra canoa,
porque no tenemos esperanza de encontrar un camino en estos bosques.
Nueve de la mañana
Hemos almorzado debajo de un viejo sauce cubierto completamente
de convólvulos y cargado de alargadas calabazas. Sin los mosquitos, este
lugar sería muy agradable; hemos tenido que hacer una gran humareda de
madera verde para ahuyentar a nuestros enemigos. Nuestros guías han
anunciado la visita de algunos viajeros que podían estar aún a dos horas de
marcha del lugar en el que nos encontramos. Tan fino oído resulta algo
prodigioso: hay un indio que oye los pasos de otro indio a cuatro o cinco
horas de distancia, pegando el oído a tierra. Hemos visto llegar, en efecto, al
cabo de dos horas a una familia de salvajes; han lanzado un grito de
bienvenida: nosotros hemos respondido alegremente.
Mediodía
Nuestros anfitriones nos han informado de que nos estaban oyendo
desde hacía dos días; que sabían que éramos rostros pálidos, pues hacíamos
más ruido al caminar que los pieles rojas. Yo he preguntado la causa de esta
diferencia; me han respondido que tenía que ver con la manera de romper
las ramas y de abrirse camino. El blanco revela también su raza en lo pesado
de su paso; el ruido que provoca no aumenta de forma progresiva: el
europeo da rodeos por los bosques; el indio anda en línea recta.
La familia india está compuesta de dos mujeres, de un niño y de tres
hombres. Tras volver juntos a la canoa, hemos hecho una fogata al borde del
río. Una benevolencia natural reina entre nosotros: las mujeres han
preparado nuestra cena, compuesta de truchas asalmonadas y de una gorda
pava. Nosotros, los guerreros, fumamos y charlamos juntos. Mañana
nuestros anfitriones nos ayudarán a llevar la canoa a un río que no está más
que a cinco millas del lugar donde nos encontramos.
Viaje a América
(Obras, I, pp. 703-709)
3. LA «DIGRESIÓN FILOSÓFICA» DEL LIBRO XI
Según el testimonio de Sainte-Beuve, se podía leer al final del libro XI,
en el manuscrito de 1849, una «gran disertación sobre el alma». Esta
profesión de fe espiritualista, de vocabulario heteróclito, fue eliminada por el
autor al considerar que entorpecía el discurrir de la narración, reservándose
la posibilidad de reutilizarla en otra parte, lo que hizo sólo parcialmente
(véase libro XXIV, capítulo 11, y la Conclusión general).
PRIMERA PARTE - LIBRO UNDÉCIMO
CAPÍTULO 1
INCIDENCIAS
DIGRESIÓN FILOSÓFICA
DEL ALMA Y DE LA MATERIA
Había estudiado mucho los libros de filosofía y de metafísica: todo
cuanto puede decirse a favor o en contra de la existencia del alma y de la de
Dios me era conocido; todos los escritos y comentarios contra la faceta
histórica, dogmática y litúrgica del Cristianismo habían sido objeto de mis
investigaciones. No ignoraba ninguna de las objeciones de los descreídos,
desde quienes, negando a Cristo, consideraban los Evangelios como un
hermoso mito de la escuela alejandrina del siglo II, hasta los que no veían en
el Cristianismo más que el desarrollo natural de la civilización, la evolución
obligada, el progreso imparable de la sociedad.
Aunque mi imaginación era de natural religiosa, mi espíritu era
escéptico, examinador imparcial de las razones de la fe y de los motivos de
la incredulidad. Me compadecía de los creyentes, pero sentía un profundo
desdén por los incrédulos, y encontraba las razones para creer superiores a
las razones para no hacerlo: mi filosofía no era más tonta ni más suficiente
que esto.
La aceptación universal de los hombres de la existencia de Dios y de la
inmortalidad del alma no había dejado de incomodarme incluso en la época
de la independencia de mis opiniones religiosas.
Que hubiese entre las sectas filosóficas de Oriente, de Egipto, de
Grecia, doctrinas secretas del ateísmo y del materialismo; que los chinos y
los judíos (a pesar de su gran escuela de inspiración o de profecía) fueran
pueblos materialistas, no me llevaba a convicción alguna.
En primer lugar, nada menos cierto que los hechos que arguyen
respecto a las escuelas filosóficas; mil cosas los contradicen. Luego, entre los
pueblos mayoritariamente ateos o materialistas, el individuo es religioso; lo
es sin duda vagamente, pero se percibe en él una creencia instintiva en otra
vida, o en su culto a los muertos, o en las plegarias que dirige a las cosas
materiales: cuando implora la lluvia o el sol para sus campos, supone una
inteligencia; ahora bien, es en esto en lo que existe un acuerdo unánime de
los hombres.
Jamás la naturaleza dio al individuo un instinto que no le fuera
connatural, que no fuera en él una necesidad, una verdad de su propia
esencia. Si los hombres, tomados individualmente, creen, consciente o
inconscientemente, en una vida futura, es que ésta existe, porque no hay
efecto sin causa, porque es absurdo decir que el hombre pasa sus días
temiendo o esperando más allá de la tumba un futuro que no existe;
¡extraño animal que tendría la conciencia de la muerte, que poseería una
facultad omnicomprensiva que abarca todos los siglos y todos los mundos, y
que estaría dotado de esta dimensión temporal y espacial sólo para
encerrarse para siempre en un hoyo de seis pies de largo! Los gobiernos, las
naciones pueden ser ateos y materialistas; los individuos jamás.
Mucho más risible aún me parecía, cuando no era siquiera cristiano,
asegurar con alguna escuela moderna que el progreso de la sociedad
humana consistirá en llegar al materialismo, a la prueba fisiológica y
matemática de que el alma no existe. Bonito resultado de la ciencia, y según
el cual será fácil establecer la conciencia o la moralidad de las acciones.
Dicen que el problema no radica en que el resultado sea hermoso o
feo, bueno o malo: el materialismo es un hecho; ahora bien, todo hecho debe
ser aceptado, ya ofenda o no a nuestras costumbres, a nuestros hábitos, a
nuestros deseos, a nuestros estudios, a nuestras doctrinas, a nuestros
prejuicios, a nuestras prevenciones.
Es precisamente porque el materialismo no es un hecho probado, por
lo que no estamos obligados a aceptarlo; se puede perfectamente no estar
de acuerdo con la mayor del silogismo. Aunque se conocieran todos los
mecanismos del cerebro, en el que la vista del objeto pondrá en acción las
distintas percepciones intelectuales, quedarían aún por explicar el cerebro
mismo o las diferentes funciones de los órganos cerebrales en la teoría del
doctor Gall.[4]
Si seccionáis un nervio en la parte trasera del oído de un pavo; si herís
determinada parte del cráneo de un cuadrúpedo, he aquí que el animal
pierde la capacidad de detenerse y corre sin parar; tenemos aquí, pues, que
el cuadrúpedo se ve desprovisto de una de las facultades de su instinto; por
tanto, la inteligencia afecta a causas físicas. ¡Qué hermosos descubrimientos
de esta naturaleza no se harán aplicando el bisturí a una veintena de miles
de hombres, hurgando en las entrañas de algunos cientos de mujeres, así
como se tortura a conejos, a gatos, a perros y a perras!
Se puede ser un excelente anatomista y a la vez un pésimo lógico. La
argumentación antes mencionada es una mera petición de principio: se
admite como probado lo que está por probar. Si el hombre tiene un alma,
esta alma cuenta necesariamente con un órgano material del que se sirve
mientras está unida a la materia; la alteración de los órganos materiales
afecta necesariamente a las percepciones del alma, pero no la destruye: ¿se
puede decir que, por cortar el curso de un río, no hay ya agua en el
manantial?
Si el hombre no tiene alma, entonces vuestros crueles experimentos
sólo afectan a la materia, no demuestran más que las propiedades de esta
materia; pero es preciso que demostréis que el hombre no tiene alma; ahora
bien, es a esto a lo que os desafío.
Por último, vuestro experimento no os saca del apuro; me decís que tal
accidente que afecta al cerebro suspende tal percepción: pero no me decís
nada de cuál es esta percepción, y cómo ocurre que un poco de blanda
materia en un recoveco de vuestra cabeza produzca una idea.
Para creer en el alma me bastaría con ver un cadáver: es imposible
que el espíritu dotado de inteligencia y de fuego, el espíritu capaz de amar y
de sentir, el espíritu indivisible, incorruptible, sublime, que se elevaba hasta
Dios, sea de la misma naturaleza que esa masa inerte, insensible, estúpida,
fría, que se descompone; podredumbre infame, ciega, sorda y muda a la que
su vil peso devuelve al seno de la tierra. La muerte no destruye la apariencia
del animal del mismo modo que desfigura la efigie del hombre; el
cuadrúpedo conserva su pellejo, el pájaro sus plumas, el pez sus escamas, el
reptil su piel, el insecto sus colores; excepto por el movimiento, no sabríamos
decir si ese león, esa águila, ese pez, esa serpiente, esa mariposa están
vivos o muertos. El animal, que pertenece a la materia, está tan cerca de
este elemento que, al dejar de respirar, no varía más que una forma de su
ser; un péndulo que funciona y un péndulo parado conservan la misma
apariencia. Pero nuestra arcilla se altera al convertirse en cadáver: el
hombre, la más hermosa de las criaturas cuando está viva, es la más
repulsiva de todas una vez muerta. La bestia muerta es casta y está vestida:
el hombre muerto es obsceno y está desnudo. Este cadáver convulso no ha
pasado apaciblemente a la nada, igual que se retorna al origen; no estaba
solo; algo ha contrariado su disolución; se ha producido una separación
violenta, cuyo terror ha conservado la naturaleza desesperada y estupefacta.
El cuerpo muerto os sugiere, no una máquina desmontada, sino una casa
vacía, una vivienda que por la mañana estaba de pie y ocupada y por la
noche en ruinas y abandonada para siempre jamás. La expresión severa o
serena que queda a veces momentáneamente en el rostro del difunto no es
sino el reflejo de una luz lejana, una huella del tránsito del alma. Esta belleza
intelectual de la apariencia, desdibujada en la fealdad repulsiva de la carne,
es una prueba más de la diferencia y del contraste de los dos principios: si el
pensamiento fuera parte inherente al cerebro material, no podría verse
impreso en esa frente que ya no piensa; el efecto cesaría con la causa.
E igualmente, si el hombre es de naturaleza parecida a los moluscos; si
los moluscos son el primer peldaño y el hombre el último en la escala de los
seres animados; o, mejor dicho, si la organización no es más que una\ si el
pólipo, la jibia, el molusco, la babosa y el hombre no son más que un animal
distintamente conformado y más o menos desarrollado, explicad estos
embriones del hombre.
Puesto que si este animal, perfeccionándose, pasa del molusco al
hombre, a través del reptil, el pez, el pájaro, el cuadrúpedo, el mono y el
negro, ¿cómo es que la operación no se lleva a cabo gradualmente ante
nuestros ojos? ¿Cómo es que el molusco sigue siendo siempre molusco?
¿Está establecida de forma fija la naturaleza, y, dada esta hipótesis, puede
ésta fijarse? ¿No deberían encontrarse moluscos evolutivos, semipeces,
peces medio pájaros, pájaros semicuadrúpedos, cuadrúpedos medio simios,
simios seminegros, negros semiblancos? Luego, en la escala descendente, el
hombre retornaría al molusco, volviendo a pasar por los grados inferiores
hasta el molusco. Se responderá que esto, en efecto, se produciría si la
materia no estuviera agotada. Cada ser se ha detenido en ese grado de
forma al que había llegado cuando la naturaleza perdió la facultad de
creación progresiva.
¿Qué prueba podríais aportar de este agotamiento de la materia?
¡Vuestro aserto!, lo que imagináis para construir vuestro cuento es una
broma pesada. Podría limitarme a deciros: «Demostrad y luego afirmad.»
Pero sólo os pido una única explicación: decidme, ¿cómo todos estos seres,
moluscos y hombres, que ya no son evolutivos, que han dejado de ser
adultos en la evolución general por la propia impotencia de la materia, se
reproducen no obstante cada uno en su especie? Poseen la facultad de
propagarse siendo imperfectos, y son eunucos cuando se trata de
regenerarse en el estado más perfecto al que estaban abocados por su
organización y los fines de la naturaleza. ¡Oh, los científicos, que desprecian
a los poetas, son ellos también grandes poetas, y a menudo poetas de lo
más divertidos! «La filosofía —dice Montaigne— no es más que poesía
sofisticada.»
Los hábiles, cambiando de tercio, se han reservado una verdad
newtoniana con la que fulminan a los pobres creyentes en Dios; oídla: «El
hombre es materia, y como tal está sometido a las leyes de la materia: un
hecho matemático no deja ninguna duda al respecto. Aumentad el volumen
o el peso de la tierra, la potencia de la atracción o del centro de gravedad: el
hombre que se sostiene de pie, caerá vientre a tierra y se convertirá en
reptil, sin tener ya fuerzas para recobrar la vertical.»
¿No es este maravilloso equilibrio de la naturaleza el que, por el
contrario, revela la inteligencia divina? Cada cosa posee su proporción
rigurosa, y si esta inteligencia desapareciera, todo volvería a sumirse en la
confusión del caos. El hombre no sería un reptil porque se arrastrase por el
suelo, pero Dios habría fracasado en la Creación. Suponer que el globo
terráqueo fuese otra cosa que lo que es, y que el hombre conservase su
tamaño actual, equivale a la no existencia de Dios, y es siempre esta no
existencia la que debéis demostrar.
Por último, ¿es la organización una (cosa que no está demostrada en
absoluto)? ¿Nos enseña la anatomía comparada que la estructura ósea es la
misma para todos los animales; que los huesos, sosteniéndose sólo entre sí,
forman la variedad de las estructuras existentes? Así, el cráneo habría
crecido en el hombre a costa de la reducción del rostro, y en el cocodrilo la
casi desaparición del cráneo habría proporcionado la máscara de una cara
exorbitante. En tal caso, la naturaleza no tendría más que un mismo
revestimiento con el que envolvería a los seres, aunque diferenciando el
revestimiento de manera que se pudieran distinguir las especies, igual que
Fénelon da distintos trajes a los ciudadanos de Salento. [5] Pues bien, ¿qué
probaría esto contra la existencia de Dios y la Creación obra de Dios? ¿No
pudo crear Dios en un orden simple, igual que en un orden compuesto?
¿Es la materia la que ha actuado por sí misma y según su propia ley?
Entonces, dignaos explicarme cuál es la ley de la materia: ¿de dónde nace
esta ley? ¿Quién la ha creado?
Me responderéis: es la ley de los seres; es lo que hace que se sea
porque se es: es la condición necesaria de existencia del objeto y de su
forma.
Hablemos claro y no nos escondamos detrás de cortinas de humo: os
ruego que me digáis, ¿qué es lo que hace que se sea porque se es? Según
vosotros, habría leyes necesarias que producen en virtud de sí mismas; las
leyes, por ejemplo, que hacen que dos más dos sean cuatro, que el círculo
sea redondo, que el triángulo tenga tres ángulos. Muy bien; os queda por
demostrarme cómo y por qué dos más dos son cuatro. Grandes genios, hay
siempre una incógnita que no podéis despejar; estáis obligados a explicar
quién engendra a la tortuga, la cual engendra al elefante, que engendra al
resto de los seres del mundo.
Que la anatomía haya avanzado a pasos agigantados; que la fisiología
sea una ciencia nueva, fecunda en resultados ingeniosos; que la química,
modificando su terminología, haya penetrado en las sustancias; que cada día
se compongan y descompongan gases; que la electricidad, el galvanismo, el
magnetismo revelen atracciones o repulsiones de fluidos, propiedades y
relaciones desconocidas; que el vapor y las máquinas cambien la sociedad
material; que se reconstruya la historia de las diferentes épocas de la
naturaleza; que nuestro globo y los orbes sean explorados en sus luces, sus
elementos, sus edades, sus leyes, sus cursos; que la geología se convierta
en un vasto y curioso estudio; que el género humano comience a ser mejor
conocido por medio de la interpretación de los monumentos, por la iniciación
en las lenguas llamadas primitivas: cuanto más se avanza en
descubrimientos, menos claras se tienen las cosas. ¿Nos creemos seguros de
una verdad con la ayuda de una inscripción, de una figura, de un
experimento? Aparece otra inscripción, otra figura, otro experimento que
anula esta verdad: no hacemos sino cambiar de noche.
No me preocupa lo más mínimo el progreso de la ciencia: ¿qué
resultaría si llegarais a demostrarme que estaba equivocado esgrimiendo,
como prueba de una inteligencia superior, una pretendida combinación de
elementos que no era sino un error de física? Lo único que conseguiríais es
desviar el objeto de mi admiración. En el nuevo cuadro que me ofrecéis, el
orden se presenta para mí como en el antiguo. Si el telescopio ha hecho
retroceder el espacio; si esa brillante estrella que me parecía simple es doble
y triple, si en vez de un astro percibo tres; en vez de un mundo, tres mundos
con sus esferas dependientes; si Dios, en el centro de este inconmensurable
universo, ve desfilar por delante de sí a estas magníficas procesiones de
soles, hago mías estas grandezas; son pruebas añadidas a mis pruebas.
Acepto cambiar, por estas maravillas del firmamento, las dos luminarias
domésticas del hogar del hombre.
CAPÍTULO 2
INCIDENCIAS
CONTINUACIÓN DE LA DIGRESIÓN FILOSÓFICA
Chateaubriand será hecho vizconde por real ordenanza de Luis XVIII en 1815.
<<
[6]
El secretario de Chateaubriand, Marcellus, dice al respecto de este
vocablo: «El autor, al crear esta palabra para hacer reír, ¿no habla siempre
demasiado a la ligera de su genitor?» (Marcellus, Chateaubriand et son
temps). <<
[7]
Sólo los señores, y quienes poseyeran un cierto número de fanegas
de tierra, podían tener, por derecho consuetudinario, un palomar. <<
[8]
En el sentido de trabajadores manuales en los diferentes oficios. <<
[9]
Virgilio (Eneida, I, 630): «Como he conocido la desgracia, acostumbro
a socorrer al desgraciado.» <<
[10]
Novelón de Madeleine de Sandéry publicado entre 1649 y 1653. <<
[11]
Véase César, Comentarios a la guerra de las Galias, I, III, capítulo 7 y
ss. <<
[12]
Véase el Itinerario de París a Jerusalén, cuarta parte. <<
Comienzo de la Epístola IX de Boileau, A mi espíritu: «Es a vos, alma
[13]
mía, a quien deseo dirigir la palabra: tenéis defectos que no puedo ocultar.»
<<
[14]
Cabeza dura. <<
[15]
Surco. <<
[16]
«Un gavilán quería a una curruca, y, según dicen, era correspondido
por ella.» <<
[17]
«¡Ah, Trémigon!, ¿encuentras oscura esta fábula? Tururú». <<
[18]
Es decir, plantado en el siglo XIV. <<
[19]
Hay que leer «el prior de los dominicos». <<
[20]
Eneida, II, 21: «Enfrente [de Troya] se ve Ténedos.» <<
[21]
«En tierra de Malo.» <<
[22]
La guerra de las Dos Rosas, guerra civil que enfrentó de 1450 a 1485
a las dos ramas de los Plantagenet que pretendían la Corona. <<
[23]
«Asilo que, en esta ciudad, es el más inviolable de todos.» <<
[24]
Expresión céltica equivalente al texto latino: absolutamente
inviolable. <<
[25]
La caballería que era transportada por las naves y desembarcaba en
el lugar de las operaciones militares. <<
[26]
La guerra de Sucesión de España. <<
Veinticuatro alanos, llamados «los perros del muelle» o de policía,
[27]
velad por mis días; y cuando llegue mi última hora, haced que tenga una
santa muerte.» <<
[30]
La cala del puerto formada de piedras de granito en forma de
abanico. <<
Héroe romano que habría defendido solo el puente Sublicio contra
[31]
de 1832, Ginebra). [Propósito que Chateaubriand no cumplió. (N. del T.)] <<
[b]
Fue un gran placer para mí volver a encontrarme, después de la
Restauración, con este hombre galante, distinguido por su fidelidad y sus
virtudes cristianas (Nota de 1831, Ginebra). <<
[c]
De Bonaparte y de los Borbones (Nota de 1831, Ginebra). <<
[1]
Autor del Curso de matemáticas en uso en aquel entonces en los
colegios. <<
[2]
«Iba de buena gana y muy resuelto al bosque y al río, porque nadie
va al bosque de tan buena gana como François.» <<
[3]
Ensayos, I, 9. <<
[4]
Obra teatral de Diderot. <<
La Madre o, como se la llamaba antaño, «doña Gigogne», tipo muy
[5]
alimento a los ángeles, Dios mismo lo hace con la flor de su trigo.» <<
Charles Rollin (1661-1741), jansenista, profesor del Colegio Real y
[12]
Memorias. <<
Mi sobrino lejano, Frédéric de Chateaubriand, hijo de mi primo
[c]
comecuras. <<
[8]
Heroínas galas del siglo 1 a. C. <<
[9]
Como miembro de la comisión encargada de reconocer los despojos
de la pareja real, cuando se hicieron las exhumaciones del cementerio de la
Madeleine. <<
[10]
Del martirio. <<
[11]
Juan, 10, 32. <<
[12]
Se designaba así a veces a los primeros reyes de la estirpe. <<
[13]
Poesías eróticas; «Que nuestra feliz y afortunada vida pase, en
secreto, bajo las alas de los amores, como un río que, con un imperceptible
murmullo, y conteniendo en su cauce todas las aguas, busca con cuidado la
sombra de los arbustos, sin osar dejarse ver en el llano.» <<
Alusión al poema heroicocómico La guerra de los dioses , en el que
[14]
Convención. <<
Canteras en las afueras de París que, mediante una red subterránea,
[24]
murmurar contra sus leyes: así se borra la sonrisa y muere sin dejar rastro el
canto de un pájaro en los bosques.» <<
La primera es una comedia de Sedaine con música de Gétry; la
[28]
abrevia.» <<
Notas Libro sexto
Encarnación del pueblo inglés, que da la idea de un hombre tosco
[1]
se enoja.» <<
Notas Libro séptimo
[a]
Latitud y longitud que hoy sabemos que tenían un margen de 4
grados y un cuarto de error (Nota de Ginebra, 1832). <<
[1]
Pueblo, próximo a Boston, donde se desarrolló el primer combate
entre americanos y tropas gubernamentales (19 de abril de 1775). <<
[2]
Joven oficial del ejército francés, condenado por represalia a ser
ejecutado, para quien María Antonieta pidió clemencia a Washington. <<
[3]
Pequeño violín destinado a los profesores de danza para acompañar
a sus alumnos durante las clases. <<
[4]
El texto correspondiente a este anuncio se encuentra en realidad al
final del capítulo 5. <<
[5]
Véase, en el Viaje a América (sección «religión»), la leyenda del
matrimonio de Messou con una hembra del ratón almizclero, del cual
nacieron todos los hombres que pueblan actualmente el mundo. <<
[6]
Célebre guerrero y poeta árabe de mediados del siglo VI, cuyas
aventuras dieron lugar a numerosas leyendas. <<
[7]
Véase Job, 39, 19-25. <<
[8]
En castellano en el original. <<
[9]
Choza improvisada. <<
[10]
El pájaro llamado cucó de las Carolinas. <<
[11]
Anciano miembro del Consejo de la tribu. <<
[12]
En realidad, Modon. <<
[13]
Cita de Sidonio Apolinar (canto XII). <<
[14]
Heroínas de Los mártires y de El último Abencerraje,
respectivamente. <<
[15]
Horacio (Odas, I, 7, 13). <<
Misioneros jesuitas martirizados en el siglo
[16]
XVII por los indios del
Canadá. <<
[17]
Montaigne, Ensayos, I, 1, 30. <<
[18]
Chateaubriand usa a veces este término en el sentido de digresión,
desarrollo no concerniente al asunto principal. <<
Bois brûlés, o bruefis (traducción inglesa de su nombre indio
[19]
Nuevo Mundo compite en antigüedad con el viejo. (Nota de 1834, París.) <<
[b]
La he incluido en mis viajes (Nota de Ginebra, 1832). <<
[1]
Ya nada, en la versión definitiva, corresponde a este anuncio. <<
[2]
Estas rúbricas del sumario remiten a pasajes del Viaje a América
reservados para este capítulo y posteriormente eliminados de la versión
definitiva. <<
[3]
Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, II, 578-580. <<
[4]
«Estabais engalanada con ese vestido, al partir, ay, de la bella
comarca (cuyo cetro en la mano tuvisteis), cuando, pensativa y el seno
bañado por el bello cristal de la lágrimas que corrían por vuestras mejillas,
paseabais triste por las espaciosas alamedas del gran jardín de ese castillo
real que lleva el nombre de una fuente.» ( Fantasía, del libro I de los Poemas
de Ronsard). <<
[5]
Prostitutas. <<
[6]
Alusión a La nueva Eloísa de Rousseau. <<
[7]
En realidad, Tellico. <<
[8]
«Como una joven abeja ocupada con las rosas, mi musa volvía
cargada con su botín.» De una oda del propio Chateaubriand. <<
Virgilio (Eneida, III, 302-303): «… a orillas de un falso Simoes estaba
[9]
Fontaine. <<
Notas Libro noveno
[a]
Fue incendiado en 1580. <<
[1]
Alusión a «La cigarra y la hormiga» de La Fontaine, Fábulas, I, 1. <<
[2]
Para reprocharles el quererse «quedar en el hogar» como mujeres.
<<
En el sentido que la palabra tenía en 1792: hombre de derechas,
[3]
época. <<
[10]
La famosa «Amazona liejesa», como la califica Michelet, tuvo un
papel activo en la Revolución, siendo la responsable de la muerte del
periodista realista Suleau. <<
[11]
Es decir, la guillotina. <<
Comité insurreccional de la Liga que operó en París entre 1585 y
[12]
1591. <<
Sencillo caldo del que se alimentaban los antiguos espartanos.
[13]
Chateaubriand saca a relucir esta alusión por una frase de Desmoulins citada
en Michaud, XXVI. <<
[14]
Célebre bufón de Luis XII y de Francisco I. <<
[15]
El depósito de muebles perteneciente al Estado. <<
En septiembre de 1792 fueron masacrados los curas refractarios, los
[16]
187). <<
[37]
Traducción libre de Odisea, IV, 606. <<
«Las rientes olas del Mosela que corren silenciosamente al pie de la
[38]
ciudad.» <<
[39]
El actual Père Lachaise. <<
[40]
El crítico: véase libro XIII, capítulo 6, p. 618. <<
[41]
General alemán, muerto en Nordlingen en 1645. <<
De las Memorias de un detenido para servir a la historia del tirano
[42]
su esposo.» <<
[3]
Véase Gargantúa y Pantagruel, IV, 56. <<
[4]
Alusión un tanto cambiada a Shakespeare ( Como gustéis, V, 2):
«ROSALINDA.—¡Oh mi querido Orlando! ¡Qué pena me produce ver que llevas
vendado el corazón!» <<
[5]
Ninon de Landos (y su célebre salón) es evocada aquí porque, como
ella, madame Lindsay se encontraba en una posición social irregular, pese a
ser una mujer solicitada e influyente. <<
La frase, pronunciada en el debate sobre los obispos refractarios en
[6]
la Constituyente, fue: «¡Si se les quita su cruz de oro, tendrán una cruz de
madera, y fue una cruz de madera la que salvó al mundo!» <<
[7]
Juego de palabras con el nombre del vino (de Loira) citado por
Boileau en la «comida ridícula» (Sátiras, III, 71-73). <<
[8]
«Próxima está ya la vejez con sus achaques: ¿Qué me ofrece el
porvenir? Escasas esperanzas. ¿Qué me ofrece el pasado? Culpas y
remordimientos. Tal es la suerte del hombre; aprende con la edad; pero ¿de
qué sirve ser prudente cuando el fin está tan próximo? El pasado, el presente
y el futuro, todo me aflige: la vida en su declinar carece para mí de
seducción. En el espejo del tiempo pierde sus atractivos. ¡Placeres!, ¡id en
busca del amor y de la juventud: dejadme a mí mi tristeza, y no la ofendáis!»
<<
[9]
Véase a propósito de Probo y de los francos, el libro IV de Los
mártires. <<
[10]
Jacques Bonhomme, es decir, el campesino, el pueblo llano. <<
[11]
Jefe vandeano (1763-1796). <<
[12]
El padre del duque de Enghien. <<
[13]
Virgilio, Eneida, III, 395: «Los hados encontrarán su camino.» <<
Alusión a Virgilio, Bucólicas, VI, 82-85: «Él [Sileno] cantó todo aquello
[14]
1792. <<
[11]
«Al abandonar por segunda vez mi patria el 13 de julio de 1806, no
temí volver la cabeza como el senescal de Champaña, sire de Joinville, casi
extranjero en mi país, no dejaba a mi espalda ni palacio ni cabaña»
(Itinerario, primera parte). <<
[12]
Se trata de la canción Al señor de Chateaubriand, que Béranger
escribió en 1851. <<
[13]
Costa escocesa no lejos de aquella en la que Byron pasó su infancia.
<<
Chateaubriand era aún prácticamente un desconocido cuando
[14]
Eduardo III, que logró la gran victoria de Poitiers (1356) sobre Juan II el
Bueno. <<
[23]
Purgatorio, VIII, 5-6: «Cuando hiere la esquila el aire, con su son
lejano, cual si llorara el día que se muere.» <<
[24]
Cimbelino, III, 4, 139. <<
Expresión con que se alude a la corrupción política causada en los
[25]
perdonarlas. <<
[b]
Moisés, 1822, había sido escrito, pero no publicado (Nota de París,
1834). <<
[c]
Memorias del doctor Antomarchi, o los últimos momentos de
Napoleón (volumen II, p. 118). La misma observación que en la nota del libro
VI, relativa a Napoleón. Véase esta nota (Nota de París, 1822). <<
[1]
Cuarto domingo de Cuaresma: por la fórmula litúrgica del Introito.
<<
[2]
«De sudor y de sangre la tierra enrojeció. Aquel sábado Beaumanoir
ayunó; mucha sed tenía el barón, y de beber pidió; micer Geoffroy de Boves
al instante le respondió: “Bebe tu sangre, Beaumanoir, y se te pasará la
sed.”» <<
[3]
«Falta el resto»: fórmula usada por los copistas medievales al
término de la trascripción de obras transmitidas de forma incompleta, como
los Anales de Tácito. <<
[4]
Médico alemán, creador de la frenología. <<
[5]
Véase Las aventuras de Telémaco. <<
[6]
Samuel Clarke (1675-1729), teólogo inglés. <<
[7]
«Tú, que hasta el Altísimo quieres llevar tu delirio, ¿te sientas cerca
de Él en el imperio celeste? ¿Viste en los primeros momentos al Creador de
este vasto universo abrir los cimientos de los vientos y medir la riqueza de
las estaciones, y pasear su sabiduría hasta por debajo de las olas? ¿Pusiste el
umbral de las puertas del abismo? Le dijiste al mar: “¡Humilla aquí tu
orgullo!” ¡Miserable Dathan! ¡Gusano soberbio, quieres comprender a Dios
cuando te arrastras bajo la hierba! Admira y sométete: ¿puede la nada
rebelada juzgar a la eternidad en sus designios?» <<
[8]
Véase J. J. Rousseau, Emilio, «Profesión de fe del Vicario Saboyano»
(Alianza Editorial, traducción de Mauro Armiño). <<
[9]
El texto siguiente, que rompe el desarrollo, parece haber sido
insertado aquí por error. <<