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La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo

en Occidente (350-550)
Antonio Piñero
Enero 2018
https://www.tendencias21.net/
Reseña del libor de Peter BROWN, Por el ojo de una aguja. La
riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en
Occidente (350-550). Original inglés con el título Through the Eye of
the Needle, 2012, Princeton University Press, traducido por
Agustina Luengo. Editorial Acantilado, Barcelona 2016.
Resulta que el libro me interesó muchísimo, aunque por la fecha
del ámbito de estudio se sale un tanto de mi campo usual de
trabajo.

¿Cómo se justifica que se imprima hoy un libro tan voluminoso –y


además traducido, lo que añade costes notables a la edición–,
sobre un tema relacionado con el Imperio romano tardío, que carece del glamour de la Roma de
los grandes emperadores de los siglos I y II? Por varias y sensatas razones. En primer lugar, por el
interés siempre vivo por el Imperio más grande y duradero de Occidente, y por los orígenes y
consolidación del cristianismo, que acontece precisamente en el mundo tardorromano. Puede
añadirse la existencia de un aditivo especial: si a este interés se une el debate vivo y continuo
sobre las riquezas de la Iglesia, aumenta notablemente el deseo de la lectura. En un tiempo en el
que se discute con animosidad la cuestión de la inscripción de bienes raíces por parte de la iglesia
católica en España, puede ser muy interesante indagar cuál fue el origen y el papel que tuvo esa
riqueza y su uso en la consolidación del cristianismo. Al fin y al cabo, todos somos conscientes de
que ningún fenómeno sociológico importante surge de la nada, sino que tiene su raíz en tiempos
más o menos remotos.
Una segunda razón: porque el libro procede de la pluma de un autor ya conocido y prestigiado
por anteriores publicaciones sobre estos temas, quizás ante todo por su espléndida biografía de
san Agustín (Agustín de Hipona, Acento ediciones, 2001) y por su obra El mundo de la antigüedad
tardía(Taurus). En tercer lugar, porque el libro está bien enfocado, bien estructurado, bien
explicado en sus amplios desarrollos, con un buen engarce interno de las ideas desplegadas ante
el lector, y por la añadidura en ocasiones de una cierta síntesis de los resultados adquiridos hasta
el momento. En cuarto lugar, porque está muy bien escrito, independientemente de su claridad,
que ya es un mérito. A través de la traducción, buena en líneas generales (posteriormente haré
algún comentario concreto) y que se lee con agrado, se percibe sin dificultad la tersura de la
lengua que discurre debajo. Aun no teniendo el texto inglés ante mis ojos y a tenor de la versión,
pienso que la prosa original de Brown en este libro de madurez debe de ser fascinante, mejor
quizás que la de El mundo de la antigüedad tardía, que conozco bien. Es un gozo dejarse llevar
por las frases nada ampulosas, por las más que ricas descripciones, por una cierta ironía que
emerge de vez en cuando, por la abundancia de metáforas y comparaciones.
Además porque dentro de la historia general, que fluye solemnemente, se narran en ocasiones
otras “mini historias” de personajes, situaciones y hechos, a veces breves anécdotas que el lector
siente necesarias todo lo que eso necesario para entender el conjunto de la acción, el contexto,
el ambiente o la atmósfera de lo acontecido. Y todo ello a pesar –en ocasiones– de un cierto
abuso del ritmo sincopado, que llega a veces a un desbocado stacatto, es decir, al uso de
oraciones breves coordinadas por medio de puntos, no subordinadas como exige el ritmo del
castellano. En general, el autor escribe miscens utile dulci (“Mezclando lo útil con lo dulce”),
como sentenció el viejo Horacio. Es, sin duda, un sistema infalible para agradar al lector juntar
historia con buena literatura, pero no todos los autores tienen ese don –que reparte
desigualmente natura y que algunos saben cuidar con mimo– de la narración ágil y divertida. Esta
lectura distendida y amena hace agradable el paso rápido de las páginas de un libro del que la
gente se quejaría a primera vista: “Es demasiado gordo”. Pues no lo es, ya que no sobra página
alguna.

Aunque depende también de la perspectiva. Si el lector es apresurado y quiere ir rápidamente a


la explicación de las situaciones, a un desarrollo breve de los antecedentes para concentrarse
con rápido ritmo en las causas de lo que ocurrió, puede parecerle que el autor es a menudo un
tanto moroso describiendo el contexto anterior, las raíces; opinará quizás que el número de
ejemplos es exagerado, o que se detiene como si fuera un Marcel Proust de la historia en detalles
nimios, como cuando describe un mosaico, la decoración de una villa del siglo IV, las cualidades
de su vajilla o de sus baños. Este lector podría sentir que la descripción demasiado pormenorizada
de los árboles le está haciendo perder el rumbo del sendero, o que está desdibujando el difícil
camino en medio de un espeso bosque (véase por ejemplo, las páginas dedicadas a Agustín y su
conversión al “dios” plotiniano, pp. 350-354). Mas, por el contrario, si el lector no se siente
internamente agobiado por la prisa existencial de nuestros días y puede gustar de una lectura
pacífica y tranquila, verá que no solo le divertirá la distensión de los minirelatos que parecen
detener una rápida secuencia, sino también que aprenderá con gusto un montón de cosas nuevas
e interesantes que lograrán, sin duda, una comprensión de las páginas siguientes más profunda
y completa.
Confieso que me gusta, y me admira, la forma de narrar de Brown: la nitidez, el orden, los
adelantos previos de lo va a seguir o los retrocesos para explicar un fenómeno en apariencia
nuevo, son delicadezas de gran cortesía para el lector. A menudo se produce una suerte de
“suspense” en la narración cuando el autor le advierte, por ejemplo, “Pues hubo buenas razones
para ello; veámoslas”; o “¿Cómo se logró que se produjera este cambio?”; o bien “Veamos cómo
esta aparente innovación no lo era tanto”. Pero el suspense se alivia cuando el lector percibe que
quien le guía es sensato. Es un síntoma de buen juicio el modo cómo el autor va presentando –
sobre un personaje, hecho o situación– las tesis generales imperantes en la investigación y cómo
una serie de razonamientos echan abajo los que en realidad eran nada más que estereotipos. Es
un difícil equilibrio: a menudo, una vez rechazada la hipótesis anticuada, se percibe la sensatez
tranquilizante del autor en que luego ofrece razones por las que ese estereotipo se había
formado y en qué podría tener algo de razón. Un lector normal, no especialista, y me incluyo
entre ellos, cae también en la cuenta de que las síntesis de Brown, los juicios generales que
describen un proceso de cambio o las críticas a un personaje o situación, son el producto de un
notabilísimo conocimiento, de muchos años, de las fuentes de la época. No es posible emitir con
seguridad evaluaciones globales sin esa profunda sapiencia previamente adquirida.
Me ha interesado mucho el uso que –para las nuevas perspectivas ofrecidas en este libro, a
menudo deslumbrantes– hace el autor de los instrumentos que algunos consideran aún
“ancilares” de la historiografía, al pensar que esta se realiza sobre todo a base de textos: la
arqueología, la epigrafía y las consideraciones sobre el arte del momento. Las nuevas propuestas
interpretativas de hechos y personajes ofrecidas por Brown están siempre basadas –aparte
naturalmente de renovados análisis de los textos clásicos– en recientes hallazgos arqueológicos,
epigráficos, artísticos e incluso numismáticos, o en nuevas valoraciones de los datos por parte de
las ciencias sociales. El peso de la arqueología y de la epigrafía es imponente en las conclusiones
que va alcanzando Peter Brown en las diversas secciones de este libro.
Es posible que el lector se pregunte al principio de la lectura, o en el curso de la amplia
Introducción (pp. 15-34), si será una buena herramienta el tomar la riqueza, su creación y su uso,
como guía para describir un mundo tan complejo como es el Imperio tardorromano. Tenía mis
dudas a priori en las primeras páginas, pero estas se debían a una cierta deformación propiciada
en algunos momentos al considerar el cristianismo ante todo como un fenómeno ideológico. Es
cierto que, al principio mismo de su formación, cuando esta religión no era más que un mero
apéndice del frondosísimo árbol del judaísmo del siglo I, las ramas de tal árbol se diferenciaban
casi solo por la diversa ideología, por ejemplo, de fariseos, esenios, saduceos, judeocristianos.
Pero luego caí en la cuenta de que elegir la consideración de la riqueza como instrumento
heurístico en la investigación de la época bajoimperial (a partir del siglo IV) y en concreto en la
formación del cristianismo, era totalmente acertado.
Ciertamente la acumulación de riqueza por parte de la Iglesia, los análisis que se hicieron en su
seno sobre sus orígenes, sobre la posible renuncia siguiendo el mandato de Jesús (“Vende cuanto
tienes y dalo a los pobres…”: Mc 10,21), sobre el rechazo de esta renuncia y sobre el uso que
puede darse a unos bienes acumulados poco a poco, fue y es importantísimo para ver la
conformación del cristianismo y la constitución de la Iglesia que de él emana. Hay que explicar
por qué ya a inicios del siglo VI, y plenamente en el VII, era esta institución el primer terrateniente
del mundo latino, y cómo este hecho condujo hacia el universo feudal de la Edad Media, donde
la Iglesia tuvo un papel predominante gracias a su poderío terrenal. No es precio ser historiador
marxista para caer en la cuenta de que la ideología se explica por el desarrollo de la economía y
la sociedad.
El contenido del libro
Paso ahora al contenido del libro con especial atención a la riqueza de la Iglesia y a la
construcción del cristianismo en Occidente, intentando destilar y comprimir la línea
argumentativa del autor. El proceso que describe Brown desde la época constantiniana, en
torno al 312 –fecha del famoso pero –opino– probablemente falso “Edicto de Milán”, ya que
solo lo citan Eusebio de Cesarea y Lactancio– hasta los inicios del siglo VII es en extremo
interesante. Tengo aquí un “pero” frente a la idea de la “conversión de Constantino”, sintagma
que el autor emplea seis o siete veces en su obra. En mi opinión, y en la de muchos, no hubo tal
conversión. Constantino no se bautizó ni siquiera en el lecho de muerte, ni hay signos externos
de que lo hiciera. La presunta conversión, vinculada con la aparición del lábaro que llevaba
inscrito el crismón, es una pura leyenda. Entre la escasa bibliografía que el autor cita en
castellano hay aquí una ausencia de una obra muy bien documentada: el excelente libro de la
historiadora Pepa (sic) Castillo, de la Universidad de La Rioja, cuyo título es elocuente, Año 312:
Constantino emperador, no cristiano (Laberinto, Madrid 2010). Constantino amparó al
cristianismo porque esa religión y sus dirigentes apelaban a una divinidad fuerte, porque
estaban unidos sólidamente y el bloque por ellos formado, del veinte por cierto de la sociedad
romana de la época, era el más potente. Constantino buscó entonces y buscará más tarde el
amparo del dios cristiano para sí y para el Imperio “para que actuara con la misma eficacia con
la que parecía haber protegido a su iglesia y a su pueblo, los cristianos, en época de
persecución. Y a cambio de esta protección, Constantino recompensaría al clero con privilegios
adecuados” (p. 99).
El análisis de la época constantiniana y su repercusión en la historia de la Iglesia va precedido
de un capítulo general sobre la sociedad en torno al 300. El lector cae en la cuenta de que en la
estructura de la sociedad de clase alta en el occidente latino de esa época se reflejaba muy bien
cómo la riqueza y el estatus social estaban absolutamente fundidos, algo naturalmente muy
antiguo, diríamos que desde siempre, pero que va a indicar en el siglo IV cómo surge una
sociedad nueva con nuevas formas de estatus y nuevos modos de manifestar la riqueza, lo cual
era el resultado de una reordenación profunda de la sociedad del Imperio en ese siglo. Según
Brown, para entender bien el Bajo Imperio, e incluso la historia romana hasta el momento, hay
que dejar a un lado la mentalidad moderna según la cual “el poder depende en gran medida del
dinero” para pasar a otra concepción, a saber, que “el dinero depende en gran medida del
poder” (p. 42). Durante el siglo IV solo se oyen las voces de las ciudades grandes y medianas, y
apenas nada del murmullo del cristianismo rústico, que se percibe tan solo en África de Agustín
de Hipona (p. 45).
El siglo IV no fue pobre en absoluto, como se ha estimado erróneamente por muchos, pero sí
fue una época casi “eclipsada por los impresionantes logros del Imperio en centurias
anteriores” (p. 47). Como antes, los ricos no eran más que el diez por ciento de la población y
los demás eran pobres o “mediocres” (este es el término técnico latino para la clase media) en
cuanto a la riqueza. Esto afectó naturalmente a las donaciones a la Iglesia. Es falsa la noticia de
la enorme donación constantiniana de bienes raíces a la Iglesia en su lecho de muerte. No hay
tal, pues el presunto documento es un falso tardío y Brown no la menciona. El resumen de
nuestro autor es acertado en cuanto a las relaciones emperador-iglesia en ese momento:
Constantino otorgó a esta última bastantes privilegios, pero apenas riqueza. Lo que fue
allegando la Iglesia no procedía de donaciones imperiales ni de donantes ricos, sino de los
donecillos de los “mediocres”, que eran la base de las comunidades (pp. 95. 106). Brown refuta
una vez más la expandida idea de que los cristianos eran en su mayoría rotundamente pobres,
pues pertenecían en general a la clase media. No podía haber donaciones de ricos en el siglo IV
porque estos eran prácticamente todos paganos y tenían su mente puesta en otros usos de sus
espléndidos haberes: practicar la beneficencia en pro de los ciudadanos de su propia ciudad
(una muestra del “amor a la patria”), y engrandecer su propia fama (su “esplendor”, pp. 86-94)
de buena persona y de rico dadivoso por medio de la construcción de edificios públicos, y ante
todo divirtiendo a la plebe con memorables “Juegos”, que la distraían y animaban durante
algunos de los muchos días festivos al año.
Es interesante observar aquí con cierto deleite como P. Brown corrige estereotipos de los
historiadores de esta época. Pone como ejemplo las erróneas tesis de Mijaíl Rostovtzeff sobre
el siglo IV (un autor, por cierto, que era de obligado estudio en la Universidad de Salamanca
durante mi carrera del Lenguas Clásicas). Defiende así Brown,

1. Que no hubo tantos latifundios como se ha pretendido.


2. Que los colonos o agricultores no estaban necesariamente ligados a la tierra, aunque se
hiciera cierta presión porque no trabajaran en otros pagos.
3. Que los terratenientes –lo cual es igualmente un hecho durante el siglo V– no eran
absentistas, sino que estaban en un continuo viaje pendular entre la gran ciudad y sus
bienes rústicos. Y
4. Que en el siglo IV hubo pocos súper ricos (pp. 68-75). Y añade otro detalle interesante:
los terratenientes de las provincias empiezan a llegar en número consistente hasta el
Senado en este siglo. El cambio en la composición del Senado (en la práctica hasta esos
años controlado por familias ricas y patricias de Roma) tendría consecuencias a la larga,
sobre todo en el siglo VI. Y, desde luego, lo que no cambió en absoluto fue el antiguo
esquema social “patrón-cliente”, ya que era un buen sistema para mantener unida a una
élite que se fracturaba entre los ricos que procedían solo de Italia y los que accedían a la
riqueza de Roma desde las provincias.

Del 312 al 370 el perfil social de la Iglesia latina occidental fue la mencionada “mediocritas”, o
prevalencia de la clase media, que P. Brown estudia detenidamente en la pp. 95-139. Es esta
una época de transición, de “penumbra” o escasez de fuentes (p. 96). Las hay, y muy notables
para los años que van del 370 al 430, que formarán el núcleo del libro presente, pues es el
tiempo en el que comienzan a producirse cambios verdaderos, que conducirán a la Edad Media,
sobre los cuales tenemos una plétora de testimonios. Nuestro autor insiste en que entre el 312
y el 370 el cristianismo vive aún silenciosamente en un mundo reciamente pagano. Los
cristianos podían aspirar a que muchos otros conciudadanos se fueran haciendo de su misma
fe, pero no podían ni imaginar que con el tiempo el universo social se hiciera cristiano (p. 101).
En esos momentos la riqueza de la Iglesia creció solo a base de donaciones de los “mediocres”,
no de los nobles o los grandes ricos, si bien es verdad que los emperadores comenzaron a partir
del 340 a donar a la Iglesia en forma de la construcción de basílicas o iglesias, hecho que se
ralentizó “después de la desastrosa derrota del emperador Juliano (“el apóstata”) en Persia” en
el 363; hubo entonces menos dinero disponible y las donaciones se redujeron, así como las
exenciones impositivas” (p. 135). Comienza en este momento entre los laicos a perfilarse la
idea de que la riqueza se recibe de Dios y que a Dios debe volver… por medio de la Iglesia (pp.
115-117).
Un resto de la mentalidad pagana –que buscaba ante todo la honra terrenal del donante– se
percibe en el hecho de que se registraban en las iglesias los nombres de los dadores para su
honra mundana (p. 118). La donación comienza a pensarse como oración (oratio) y la limosna,
como acción buena (operatio). De esta concepción procede parcialmente el lema medieval de
que la vida cristiana se resume en oratio et operatio (p. 120), cambiando ciertamente el sentido
a ora et labora. Hacer donaciones sustanciosas a los pobres innominados no era aún visto en el
siglo IV como virtud cívica, sino puramente religiosa, secundaria en la vida social, que provenía
del ámbito judío, trasfondo inequívoco también de la vida cristiana (p. 123).
A partir del 350 comienza a remontar levemente el flujo de ricos que se hacen cristianos. ¿Por
qué razón? P. Brown ofrece dos. En primer lugar: la Iglesia era un lugar donde se podía
conseguir el perdón de los pecados. En segundo, en la Iglesia era posible la huida de la nerviosa
intensidad de la vida exterior: “La combinación de rigor moral y de una sensación de libertad
respecto a los límites vinculados con el mundo normal, regido implacablemente por
consideraciones de honor y reciprocidad (el patronato), aseguraba que las iglesias pudieran ser
vistas como lugares de alivio” (p. 129). Ciertos ricos valoraban el que en la Iglesia se diera “una
cierta moderación del sentido de la jerarquía y una ralentización del ritmo de la competencia”
(p. 204). De una manera silenciosa se había dado ya el primer gran cambio en la estratificación
social: los pobres y los “mediocres” pasan del régimen del patronato tradicional a acogerse al
poder y al calor de la Iglesia, un nuevo patronato (pp. 136-138).

Otro cambio se dio a finales del siglo IV e inicios del V cuando los ricos descubrieron finalmente
que se estaba esperando de ellos que actuaran como donantes no solo de sus conciudadanos y
de su ciudad, sino también de la Iglesia. Para comprender este paso, no fácil de valorar desde la
mentalidad moderna, Brown sumerge al lector en un capítulo sobre el “amor cívico” de la
época: “La riqueza y sus usos en el mundo antiguo” (pp. 140-176). El sentido de la riqueza entre
los romanos estaba gobernado por un cierto “sentir común” entre las gentes (p. 141: atención
aquí a la traducción, pues este sintagma se vierte por “el sentido común”, lo cual es algo muy
diferente) que pivotaba sobre unas ideas sencillas: no era preciso indagar sobre el origen de la
riqueza, sino hacer hincapié en unas necesarias relaciones asimétricas impuestas por la
naturaleza misma de las cosas: “Se suponía que, en una ciudad, los ricos debían ser generosos y
de buen corazón y los pobres de esa misma urbe, suplicantes y agradecidos” (p. 146).

Pero no se trataba de los “pobres” como se entiende hoy, es decir, los menesterosos, hoy sino
los pobres entre los conciudadanos, normalmente libres, no esclavos. En el mundo antiguo se
distinguía muy bien entre el populus o plebs (con todos los derechos) y los pobres, sin derecho
alguno (pp. 170-177. Por ejemplo, “El populacho no exigía a gritos que el pobre recibiera
también los subsidios”, (sino solo ellos, los ciudadanos). Los obispos cristianos desaprobaron
esta actitud –que se denomina “evergetismo cívico”– porque no incluía en las donaciones a los
pobres de todas clases (159-161), sino a unos pocos. Por otro lado, la donación tenía para el
donante un aspecto de gloria y honor mundanos, de celebración popular de su personalidad,
más perceptible aún cuando se financiaban “Juegos” y el donante era aclamado y jaleado por
ello (pp. 165-180). Brown da cuerpo visible a estas concepciones cuando describe
minuciosamente la riqueza de las clases elevadas de la Roma del siglo IV, ejemplificada en la
figura del rico senador Quinto Aurelio Símaco, que vivió entre el 340-402 (pp. 215-266).
Los sermones de los grandes predicadores cristianos, como Agustín, clamaron contra este
concepto pagano de la riqueza. En concreto bramaban contra el aborrecible “dispendio” de los
Juegos, porque ese dinero se detraía de la Iglesia, la cual podría canalizarlo a paliar el hambre
de los necesitados. Comenzaba así a dibujarse una competencia entre la Iglesia y la Ciudad
terrenal (p. 181); Pero incluso a los ricos cristianos costaba distinguir entre la verdadera limosna
y el derroche de los Juegos (p. 183); entonces los predicadores recordaban que la donación a
los pobres era el altruismo perfecto, ya que no se esperaba recompensa alguna en la tierra.
Esta insistencia correspondía a un cambio en la valoración social: si antes se distinguía entre
ricos buenos y malos, entonces se empezaba a forjar la simple distinción entre ricos y pobres,
unos con derechos; otros, sin ellos. Los primeros podían ser crueles e inhumanos, pero los
segundos eran simplemente “hermanos”. Antes el pobre clamaba por su mera subsistencia;
ahora el pobre exigía justicia, como en la teología del antiguo Israel, el derecho al reparto de los
bienes de Dios producidos por la tierra. Antes se donaba para conseguir una honra terrenal;
ahora se daba a los pobres para conseguir un honor celestial: la plebs antigua era ahora
sustituida por el pueblo cristiano que tenía igualmente sus derechos, no a la annona por
ejemplo, (el reparto de comida a la plebs romana a precios muy bajos, pero solo a los que eran
ciudadanos romanos; no a los pobres indiscriminadamente), pero sí a la justicia (pp. 183-195).
Así pues, a finales del siglo IV existe ya, gracias a los sermones sobre la riqueza, una distinción
clara entre la Ciudad (terrenal y pagana) y la Iglesia (celestial y cristiana) que era la única que
defendía a todos los pobres. Hay en ello elementos sociales innovadores: una mutación de
objetivos: por un lado, restablecer el derecho por medio de la limosna y la donación; por otro,
evadirse del mundo y abrirse un camino al paraíso. Los ricos podían “comprar el cielo con los
dones terrenales” (p. 199). El Dios misericordioso de los cristianos cancelaba las deudas de los
pecados con los dones a los pobres; el cepillo que recogía las limosnas era la cuadriga que
transportaba el dinero al cielo (p. 203). Un mero vaso de agua significaba tener un tesoro
celestial (Mt 10,42). Así, entre el 370 y el 400 había surgido un sentido nuevo para la vetusta
donación meramente cívica y terrenal (p. 205). Este nuevo sentido es ciertamente precursor de
la Edad Media (p. 210).

Un par de capítulos vienen luego dedicados por nuestro autor a la figura de Ambrosio, nacido
en Tréveris (Trier, Alemania, en el 339), pero famoso por haber sido elegido obispo de Milán en
el 374, donde ejerció hasta su muerte en el 397. Ambrosio había sido gobernador antes que
obispo y ha pasado a la historia como un hombre de iglesia autoritario que puso por primera
vez de rodillas a todo en emperador, Teodosio I. Ambrosio supuso el fin de un cristianismo
discreto (pp. 269-271). En lo que respecto al pueblo cristiano Ambrosio, muy dadivoso con los
pobres, recibió a lo largo de su vida el apoyo de ese pueblo (los pobres como populus cristiano:
p. 283) como si de un gobernador rico y secular se tratase.
Ambrosio fue el primero que compuso –a imitación del De officiis, “Sobre los deberes”, de
Cicerón– el primer tratado sistemático sobre los deberes del clero, lo cual supuso un primer
paso para su aburguesamiento. La tesis principal de su tratado es que la ausencia de avaricia y
de riquezas al principio de la historia de la humanidad había sido una edad de oro, corrompida
luego por el vicio. La corrección que suponía el cumplimiento del deber podía hacer que la
humanidad volviese a su primer estado no adulterado aún por la avaricia y la ausencia de
solidaridad. Y, a la vez, su tratado fomentaba la cohesión de la comunidad y del clero en torno
al cumplimento de esos deberes, aunque muchos de ellos fueran simplemente cívicos. Al
reflexionar sobre el cultivo y ejercicio de la humanitas y de la benevolencia natural podía hacer
regresar a las gentes a la edad dorada, feliz y desegoísta (pp. 279-286).
Ambrosio meditaba igualmente sobre la propiedad y la solidaridad. La naturaleza por sí misma
hacía tender al individuo no solo a poseer más y más, sino a compartir, ya que la natura es el
origen de toda riqueza y esta es común, para todos. La comunidad humana, y más aún la
cristiana, debía aspirar a recuperar la primitiva comunidad de bienes, la que fue una sociedad
abierta a todos como la tierra indivisa. La bondad primitiva se recuperaba por medio de la
donación, que no es otra cosa que el cumplimiento del deber cívico y social de la solidaridad. La
limosna no es condescendencia; es devolver lo que originariamente pertenecía a todos;
significa la alegría compartida de una tierra feliz. Aunque discurra por estos derroteros, el lector
moderno debe entender que su tratado no significaba aún un programa de reforma social al
estilo moderno, sino una nostalgia del pasado (pp. 287-294).
Agustín de Hipona
Para Peter Brown es más que un placer cuando la marcha de su discurso le lleva a tratar la
figura de Agustín de Hipona (354-430). El motivo profundo de dedicarle nada menos que tres
capítulos a los cuarenta primeros años de la vida de su héroe radica (354-384) en que Agustín
es un testigo privilegiado –y denso en testimonios escritos que han llegado hasta nosotros– de
una crisis más profunda del Imperio que la que sus inmediatos antecesores podían haber
imaginado. Agustín es además importante para los fines de este libro por lo que significa en
Occidente, en primer lugar, la creación de una comunidad de amigos –primero filosófica y luego
religiosa– que supuso la incorporación plena al mundo latino de la vida monástica iniciada ya en
Egipto hacía casi un siglo, lo que será uno de las rasgos distintivos de la religión en le Edad
Media. Y en segundo, por las reflexiones y actitudes hacia la riqueza y su uso en la sociedad.
Las reflexiones de Agustín no carecían de profundidad porque iban unidas a otras sobre la
naturaleza humana y la función de la gracia divina junto con el libre albedrío. La amistad, la
confianza y la concordia entre los humanos, experimentada por Agustín en su juventud, más los
beneficios de un patronazgo efectivo, fueron fundamentales en su búsqueda de la perfección
del ser humano no como individuo aislado, eremita, sino como ser eminentemente social. Ya en
su etapa de maniqueo había reunido Agustín en torno a sí a otros amigos que profesaban su
misma fe para discutir de lo divino y de lo humano. Una atmósfera grupal de silencio y reflexión
era ideal para el placer del desarrollo intelectual y religioso (pp. 319-343).
Tras su conversión al cristianismo en el 386 (para lo cual no ayudó tanto como se cree Ambrosio
de Milán, pues este no habló en profundidad con nuestro personaje más que una vez en su
vida), percibió Agustín que el ensayo de la comuna filosófica no había funcionado
convenientemente, por lo que cambió a la idea de la comunidad estrictamente religiosa. Los
fundamentos de esta última idea se basaban en varios pilares ideológicos: en un cierto
misticismo religioso tomado de los escritos de Plotino, en el deseo de practicar el celibato como
signo de apartamiento de lo mundano (Agustín abandonó entonces a la mujer con la que había
convivido doce años), en la austeridad de vida y en la búsqueda del otium necesario para
cultivar el espíritu. Naturalmente, los amigos reunidos debían vivir de la riqueza aportada en
común. Este fue el paso decisivo (a imitación de la comunidad judeocristiana primitiva,
ciertamente muy idealizada en Hechos de los apóstoles 4,32) que despejaba un camino
auténtico hacia una pobreza espiritual al menos y hacia una nueva consideración de la riqueza
en sí. En el fondo, la concepción de esta pobreza en Agustín era una noción sapiencial judía: no
el hecho de carecer de riqueza, sino desembarazarse del ansia de poseer más y más bienes (pp.
350-356).
Esta idea compleja que abarcaba la parquedad de pertenencias, la amistad, el otium y la
negación de toda avaricia, es la base de la Regla monástica de Agustín redactada hacia el 397,
“que se dividía en dos partes: un Ordo monasterii (un reglamento monástico que establecía la
rutina cotidiana de trabajo y oración) y el Praeceptum, la regla propiamente tal que había
asumido la forma de una serie de mandatos” (pp. 366-367). Es importante caer en la cuenta de
que no hubo diferencia en el monasterio en el trato social entre sus componentes ricos y
pobres: el experimento monástico fue para Agustín como una teoría social aplicada.

Como a Cicerón en su De officiis –empleado por Agustín al igual que Ambrosio–, lo que
importaba al obispo de Hipona era la lealtad a la sociedad, no la abolición de la propiedad
privada. Como Cicerón igualmente, Agustín alababa la riqueza pública del Estado, es decir, la
Iglesia en términos cristianos, unida a la pobreza personal de los dirigentes, como mostraron los
antiguos romanos, que en esto podrían servir de ejemplo a los obispos cristianos. Pero en un
momento y para algunos, Agustín fue más allá: el hombre llamado a la sociedad monacal podría
renunciar a la propiedad privada de modo que se llegara a un “comunismo espiritual”, que
Agustín fundaba en una cuidadosa lectura de Plotino como filósofo místico. En cuanto
metafísico, a Plotino le traía sin cuidado la tensión entre lo público y lo privado, o entre la
riqueza pública y la privada; lo que le importaba era la caída del alma, espiritual, sublime, en la
materia, fangosa y oscura…, de la cual había que librarse. Para Agustín lo importante era algo
similar visto desde el cristianismo: las caídas del Diablo y de Adán en el pecado por el orgullo y
por la avaricia de ser más. El ser humano era un desgraciado heredero de esa caída; el
desprendimiento absoluto de la riqueza en los monjes era el remedio más sencillo contra
ambos pecados trascendentales (pp. 364-387).
Dejando de lado, de momento, a Agustín, Brown se concentra en otra figura básica para
comprender la concepción y el uso de la riqueza en la Iglesia. Representa un paso importante
en nuestro libro el tratamiento de la renuncia a los bienes del laico Paulino de Nola (en realidad
nacido en Burdeos, pero pasó buena parte de su vida en Hispania: fue ordenado sacerdote en
Barcelona) y el uso que de ella hizo en favor de los pobres de la Iglesia y del culto a los santos.
Paulino era un rico senador, que había vivido plenamente la “mística pagana de la riqueza”
imperante en el siglo IV, y que Brown escenifica en este momento describiendo la lujosa vida de
Ausonio (pp. 391-432). Nunca era bastante la riqueza que se podía poseer: una “villa” rodeada
por 264 hectáreas de bosques, labrantíos y viñedos era para Ausonio “una pequeña herencia”
(p. 398). Sus pensamientos habituales eran: disfrutemos de la buena vida nosotros que somos
felices; los dioses nos la han otorgado por medio de la natura regida por ellos; rodeémonos de
arte y de todo lujo; ante todo ¡disfrutemos!, bien bañados, envueltos en perfumes y rodeados
de cuantiosas viandas (p. 419).

Paulino se apartó radicalmente de todo este mundo, y renunció a toda su riqueza. Brown
explica que tal renuncia es a nuestros ojos peculiar, ya que no fue repentina, ni absoluta, de
una vez: significaba la venta poco a poco de ellas y el uso de las rentas que iban quedando a
disposición de su antiguo dueño para la construcción de iglesias, el culto a los santos como
intercesores y las limosnas a los pobres. Tras la renuncia, Paulino seguía siendo rico, pero su
riqueza era una “antirriqueza”, ya que su vida era ascética en extremo: él y su mujer, Terasia,
habían renunciado a las relaciones conyugales y vivían muy austeramente. Paulino solo
administraba sus bienes, no los “poseía”; honraba con ellos la memoria de los santos, en
especial san Félix, al que dedicó un santuario, proponiéndolo como modelo para los fieles; y en
general entregaba todo a los pobres cumpliendo el mandato expreso de Mt 19,21 (“Vende todo
cuanto tienes…”). La observancia del precepto era pura imitación de Cristo, que de Dios se hizo
esclavo y se humilló hasta la muerte (pp. 433-463). Este uso de la riqueza era, según Paulino, un
verdadero “comercio, pero espiritual”, pues procuraba un intercambio, o transferencia, de la
tierra al cielo de los bienes materiales. Era una demostración de que no había hiato alguno
entre la riqueza y lo celestial; no eran opuestos, sino que formaban un continuum. El rico
epulón no habría ido al infierno (Lc 1623), si hubiera puesto en práctica este comercio; si
hubiera dado limosna al pobre Lázaro, estaría por el contrario en el seno de Abrahán (pp. 464-
494).
Roma y el papa Dámaso
La vida en el siglo IV y su impacto en la Iglesia no quedaría bien
dibujada si el pintor no dirigiera su mirada hacia la capital del
Imperio. Así lo hace Brown, y se detiene tranquilamente en Roma
en los siguientes cuatro capítulos (15-18). En primer lugar, aborda
la cuestión de los romanos ricos y la Iglesia, con su clero, desde la
época de Constantino hasta la del papa Dámaso I (312-384); este
fue el momento de la estancia en la capital de san Jerónimo. Este
hecho tendría su trascendencia, ya que suscitó la cuestión del
trasvase de riqueza –unida al mantenimiento de Jerónimo y otros
personajes–, entre Roma y Jerusalén (pp. 495-585), que generará
protestas en la iglesia local. Concentrarse en Roma, piensa Brown,
es mirar de frente al paganismo del siglo IV; no era solo una ciudad extraordinaria por sus
monumentos, los templos, el foro y adyacentes, sino también por el suburbium, que entonces
tenía un significado radicalmente distinto al nuestro, pues era la residencia habitual de los ricos,
quienes acomodados en sus lujosas villae huían del calor estival y de la malaria, que hacía
verdaderamente su agosto entre las gentes hacinadas y pobres de la capital intramuros. En el
siglo IV el centro de Roma era radicalmente pagano, pues la presencia cristiana en él resultaba
insignificante (se calcula que había iglesias con capacidad solo para unas veinte mil personas).
Entre los ricos del suburbium, sin embargo, la representación era más poderosa gracias a las
dos basílicas fundadas por Constantino, la Vaticana y la Lateranense.
A lo largo del siglo IV, y siguiendo la munificencia de los emperadores sobre todo Constancio II
(emperador 337-361), aumentaron las donaciones privadas y de eclesiásticos a la Iglesia de
Roma, dones que servían para constituir una iglesia “titular”, es decir, gobernada de algún
modo por el donante. La época del papa Dámaso I (papa 366-384) recibe en nuestro libro una
atención particular porque sirve para desarmar (entre otros muchos estereotipos a lo largo del
volumen) una afirmación muchas veces repetida: “Dámaso formó una alianza natural entre el
papado y la aristocracia romana…, lo que casa muy bien con la cristianización de Roma. A
menudo se señala que los papas dominaron la ciudad de Roma con rapidez y sin conflictos,
debido a que llegaron a un acuerdo con la nobleza y las antiguas tradiciones del Senado…; de
esa manera la Roma del Senado se transformó en la ciudad de los papas” (pp. 514-515). ¡Nada
más falso que este aserto, que no será verdad hasta finales del siglo VI e inicios del VII! (pp.
513-522).
Sí es cierto que un autor de la época, el denominado Ambrosiaster, consideraba al clero según
el modelo de la burocracia imperial, así como que Dámaso mismo se preocupó por fortalecerlo
y darle normas claras para el ejercicio de su profesión, lo cual robusteció a la Iglesia y la hizo
más terrenal. Este papa fue el primero en considerar que el clero local debía ser contado entre
los pobres, y que debía por ello ser receptor de limosnas… a través del conducto oficial de la
Iglesia, naturalmente. Seguía Dámaso en ello la tradición que arranca de la consideración de los
presbíteros y otros cargos del Nuevo Testamento, a saber considerar a los dirigentes de la
comunidad de modo especial, distinguiéndolos del conjunto de los fieles, como milites Dei
probos: “soldados honrados de Dios” (p. 528). El clero se convertirá así poco a poco en un
estado dentro del estado, “el Tercer Estado” (p. 535).
En este ambiente llega Jerónimo de Estridón (331-419) a Roma, como erudito procedente de
tierras de la Escitia danubiana pero de lengua madre latina. Se traslada a la capital para trabajar
allí en pro de la ortodoxia cristológica, elaborada en el Concilio de Nicea (325), en contra de las
tendencias arrianas. Jerónimo fue un asceta y un pobre en sí, pero dedicado al otium como si
fuera rico, para lo cual necesitaba mucho dinero, gracias al cual podía estudiar y publicar
continuamente sin trabajar con sus manos. Y eso solo se conseguía con el patronazgo de laicos
cristianos, en especial de mujeres piadosas, como Marcela y Paula y su hija Julia Eustoquio
(debe escribirse así, terminado en –o, no en –a, Eustoquia, como lo hace siempre nuestra
traductora; Eustoquio es un nombre epiceno), para las cuales escribe Jerónimo su célebre carta
22 sobre la vida ascética, la continencia sexual y el desprendimiento absoluto de los bienes
materiales (pp. 529-541).
Las interesantes ideas de Pelagio
Las ideas de Jerónimo sobre la riqueza son fáciles de sintetizar
según Brown, pues abunda en nociones ya conocidas
anteriormente. Jerónimo insistía básicamente en conceptos de
los ascetas sirios, que conocía muy bien, y que se concretaban
ante todo en una identificación total con la absoluta pobreza
de Cristo; ello “implicaba un rotundo vaciamiento del yo
social”, la más impresionante abyección que haya
contemplado la historia humana (p. 542). Naturalmente a esta
abyección se unía la idea de la superioridad de la continencia
sexual sobre otras virtudes, y en general, de la virginidad sobre
el matrimonio. Este no era un estado consagrado dentro de la
Iglesia, pero la virginidad, sí.

En el caso de Jerónimo –y en parte también en el de Rufino, el famoso traductor de obras de la


patrística griega al latín, su contrincante intelectual– el vaciamiento del yo del asceta
radicalmente pobre no suponía óbice alguno para la recepción del espléndido patronazgo que
financiaba sus proyectos intelectuales…, muy caros en verdad, ya que los libros costaban una
verdadera fortuna. Y cuando Jerónimo se trasladó a los santos lugares, en Palestina, para
aprender hebreo y poder estudiar y traducir mejor la Biblia, el flujo de sus donantes romanas
siguió el mismo camino. Fue por esa época cuando floreció aún más este trasvase (considero que
había empezado a ser visible con Helena, la madre de Constantino y su famoso viaje a Tierra
Santa en el 327), de modo que las iglesias romanas comenzaron a quejarse de falta de
financiación y urgieron las donaciones a la iglesia local (pp. 575-583).

La tercera parte de la obra de Peter Brown lleva como título “Una época de crisis” y abarca desde
el saco de Roma por Alarico, sus precedentes y consecuencias (405-420 aproximadamente), hasta
la crisis de finales del siglo V. Este tiempo está dominado por la cuestión pelagiana, la famosa
disputa entre el laico británico Pelagio y Agustín, que condujo –aparte de sus consecuencias
teológicas, como la sustanciación de la idea del pecado original y la definición de la confluencia
entre gracia divina y libre albedrío–a una concepción de la riqueza en la Iglesia con notabilísimas
consecuencias para el futuro.
Brown pone de relieve que la crisis teológica pelagiana coincidió con debates cristianos sobre la
riqueza y la renuncia desarrollados en una atmósfera teñida de una sensación de peligro público
para el Imperio. Aunque las ideas en sí no eran totalmente nuevas, el enorme prestigio del
pensamiento agustiniano hizo que sus conceptos, tanto sobre la gracia y el pecado original como
sobre los bienes terrenales, perduraran siglos y siglos en la Iglesia, quizás hasta hoy.
La sección dedicada a esta época comienza con el relato de la famosa renuncia a sus enormes
riquezas de una joven pareja aristocrática: Piniano y Melania la Joven. La crisis provocada por
este incidente afectó incluso al tratamiento de la esclavitud (¡la pareja emancipó a ochocientos
esclavos en un solo día!) con sus enormes consecuencias económicas. Esta acción estaba rodeada
además por una disputa adyacente: la queja de los paganos sobre el expolio de las riquezas de
sus templos. Sostenían que los dioses se sentían agraviados, y que su ira despechada traería sobre
el Imperio pésimas consecuencias. Aparte de la inacción al respecto por parte de las autoridades,
los paganos manifestaban su incomodo porque estas autoridades habían forzado las normas
sociales vigentes para que Piniano y Melania dispusieran de sus riquezas en favor de las iglesias
cristianas y de los pobres…, y no solo en Roma o en Occidente en general, ¡sino en la lejana
Jerusalén! La disputa se saldó con un resultado muy positivo para los cristianos: se robusteció en
último término la noción de “riqueza sagrada” si se destinaba a los indigentes y a la Iglesia (pp.
589-607).

La cuestión pelagiana, que afectaba indirectamente al tema de la riqueza, tenía su origen en una
concepción muy positiva sobre la naturaleza humana. Según Pelagio, esta había sido creada por
Dios como extremadamente buena. Por ley natural estaba, pues, inclinada al bien. No había
ningún elemento en el ser humano ni fuerza alguna en el universo capaz de impedir que un
cristiano llevara a cabo el bien que su conciencia le dictaba. La santidad procedía únicamente de
la voluntad humana… Consecuentemente las riquezas espirituales no pueden existir en el ser
humano, si no vienen de él mismo” (p. 616); la santidad procede únicamente de la voluntad
humana; además, la nobleza de cuna y la educación que suele acompañar a la riqueza contribuían
de hecho a la nobleza espiritual, lo cual se acomodaba muy bien a las ideas que sobre sí misma
tenía la antigua nobleza romana. Aplicado todo esto a la riqueza y, comprobado el impedimento
que su apego producía para la salvación, el ascético Pelagio sostenía que la renuncia radical
siguiendo el mandato evangélico era perfectamente posible a quien hubiera cultivado su alma
noble (pp. 614-621).
Algunos discípulos de Pelagio, como el anónimo autor del tratado “Sobre las riquezas” (De
divitiis), llevaron las ideas del maestro acerca de la renuncia voluntaria y autónoma a los bienes
hacia una posición extrema que no hubiera deseado Pelagio mismo. El autor de este tratado
rechaza tajantemente que la riqueza pueda ser tolerable en ningún tipo de cristianismo. Como la
voluntad, aunque libre, es por sí misma avariciosa y ansía la acumulación de bienes, la riqueza
está fuera del ámbito de lo deseado por la providencia divina. Y si está fuera…, la riqueza es mala
en sí misma. Es imposible ser rico y salvarse, pues aunque se atempere con la limosna,
mantenerse en la riqueza imposibilita del todo llegar al cielo. La tendencia anímica a tener y tener
desaforadamente puede solo contrarrestarse con la ejecución del severo deseo de la voluntad
de poseer únicamente lo mínimo necesario para vivir. De lo contrario, la avaricia llevará al
aumento de riquezas, de ahí al poder, y desde él, a la opresión al resto de los humanos (pp. 625-
646).

Frente a este pensamiento se alzó la voz de Agustín, que presidía la iglesia de Hipona en una
África tan grande y próspera como Italia..., pero teniendo en cuenta a la vez que África tenía un
enorme problema de bolsas de pobreza, especialmente en Numidia y en el campo en general.
Esta situación era terreno abonado para que surgiera, frente a un pensamiento más o menos
tolerante de la riqueza, una iglesia de los pobres y una contestación a las exacciones impositivas
del Imperio. Nació así lo que se ha denominado secta donatista (Donato, su fundador, llegó a
rechazar diversas donaciones del emperador Constante, en el 346, para mostrar que no estaba
de acuerdo con los tributos imperiales: p. 668). No había diferencias ideológicas notables entre
los grupos ortodoxos y los regidos por los donatistas, pero sí en cuanto a la concepción de los
bienes materiales de la Iglesia: las disputas entre los dos bandos fue ante todo una “guerra por
la riqueza de las iglesias y su uso” (p. 665). Curiosamente, la pugna se plasmó por una y otra parte
en una carrera por crear iglesias, aunque fueran diminutas, en cualquier ciudad o incluso aldea
para que su obispo y su escaso clero lucharan activamente en pro de su teología propia. En esta
atmósfera, un obispo donatista podía convertirse sin más en dirigente de un movimiento
campesino (p. 676).
Veremos cómo tronó Agustín de Hipona, en África, contra las ideas de Pelagio, el monje británico,
o en esta época mejor decir procedente de la Isla de los britones.
El pensamiento de San Agustín
Contra Pelagio y los donatistas tronaron los sermones
de Agustín (quien pronunció unos seis mil durante su
vida como obispo) sobre la riqueza, aunque Brown
mismo confiesa que el cuidado de los pobres en sí no
era un pensamiento dominante en su biografiado (p.
684), entre otras razones porque los pobres (pauperes)
en las ciudades no eran todos indigentes, sino que
constituían un grupo activo, de ningún modo homogéneo. El pobre no era el que no tenía
dinero, sino el que carecía de seguridad. No tener en cuenta esta realidad distorsiona la visión
histórica sobre la cuestión de la pobreza y la riqueza en la Iglesia, según Brown (p. 691).
Respecto a la riqueza, Agustín tenía siempre en cuenta el deseo hacia ella inherente en el alma
humana, de modo que su pensamiento estuvo siempre regido “por lo que era posible”, idea que
creo muy aristotélica. El orgullo, y no la riqueza, es el verdadero pecado, pues el primero atenta
contra la concordia de los diversos estamentos (pp. 698-699). No hay en Agustín, como sí en el
autor pelagiano del De divitiis, un horror por la riqueza en sí misma, sino una primacía de la
atención a los estados del alma, lo que le conducía a evitar enfrentamientos entre ricos y pobres.
Los pecados de los ricos podían perdonarse si se hacían también “ricos en buenas obras… y
dadivosos” (p. 703).
Siguiendo una tradición ya secular en la Iglesia, Agustín no se guardó de criticar el derroche
financiero en los juegos cívicos como fuente de honor y gloria mundana. Ese dinero debía
gastarse en dones a la Iglesia y a su clero, pues donar al clero era donar a los pobres. Pero –señala
Brown– tanto Agustín como otros predicadores, Juan Crisóstomo en la iglesia oriental, por
ejemplo– perdieron en parte la batalla, pues los dos tipos de donaciones, cívicas y eclesiásticas,
siguieron conviviendo al menos un siglo y medio más: hasta incluso el siglo VI (p. 711).
Y respecto al axioma medular de Pelagio, “Pon tu confianza en ti mismo”, del que el autor del De
divitiis (“Sobre las riquezas”) había obtenido su dogma de la perversión intrínseca de la riqueza,
Agustín puso de relieve que el hombre era de por sí pecador, pues de un modo misterioso e
inexplicable había heredado del primer transgresor, Adán, una tendencia al pecado. No era
posible, pues, confiar solo en uno mismo. Pero tampoco había que desesperar –sostenía Agustín–
, pues Dios había dispuesto un remedio para la culpa, la ayuda constante de la gracia divina a la
débil voluntad humana. “La idea de que un ser humano puede valerse de su libre albedrío para
vivir sin pecado no tiene en cuenta lo que dice el Padrenuestro: «Señor, perdónanos nuestras
deudas…»” (Mt 6,12; p. 719).
Los ricos podían salvarse, pero debían impetrar todos los días el perdón de sus faltas. Y la mej or
impetración era la limosna. La donación es la consecuencia concreta de la penitencia diaria por
los pecados diarios (p. 721). Pero con una salvedad: según Agustín, la limosna no vale para redimir
a los fallecidos que estén ya en el infierno, sino que es una expiación cotidiana para los que la
practican mientras aún están en vida. El axioma agustiniano sobre la riqueza podría formularse
así: “No renuncia sino donación”. A la democracia sombría del pecado se contrapone la
democracia gozosa de la expiación tanto para ricos como para los “mediocres” (p. 726).

Naturalmente esta donación diaria hacía circular el dinero a través de las iglesias, y suponía en
conjunto un monto cuantioso, ya que los donantes no eran solo los súper ricos –que a medida de
avanzaba el siglo IV se hacían más escasos (Brown indica de nuevo que es un estereotipo falso el
que la donaciones provinieran siempre de los pudientes, p. 731)–, sino los de las clases medias.
Este punto de vista tan moderado sobre la riqueza prosperó rápidamente, sobre todo porque
Agustín y los suyos lograron de diversos concilios y finalmente del emperador que Pelagio y sus
ideas fueran expresamente condenados.
En esto, según Brown, “al recurrir al emperador, Agustín y sus colegas no jugaron limpio… pues
buscaron un dictamen estrictamente secular respecto a un asunto religioso” (pp. 739-740). Era
claro que el clero se iba asentando como un tercer estado dentro del Estado. Pero las leyes civiles,
incluso imperiales, carecían de fuerza coercitiva si eran impopulares. Había que convencer al
pueblo de su necesidad; por ello, tras la condena a Pelagio, Agustín se esforzó en demostrar que,
como la gracia, también las riquezas eran un don de Dios. Los bienes materiales, como todo lo
demás en el universo, proceden de la providencia oculta de Dios, luego son buenos.
“La única cuestión era cómo podía usarse la riqueza, al igual que cualquier otro don divino, para
el bien colectivo de la Iglesia, que representaba a todo el pueblo. Semejante concepción de los
bienes materiales dependía de un fuerte sentido de la majestad de la Iglesia católica, la cual era
el anticipo de la Ciudad de Dios en la tierra (no la donatista). La riqueza obtenía sentido y
solemnidad, si se la ponía al servicio de una institución mundial con un grandioso futuro” (p. 750).
El triunfo de la doctrina sobre el apropiado uso de una riqueza –buena en sí– como donación y
expiación quedó de este modo asegurado.
Pero a pesar de que esto es verdad, la Iglesia no “llegó a sustituir al debilitado Imperio Romano
como si esto se hubiera logrado en una transición carente de problemas y de oposición. El Estado
siguió siendo una institución profana, cuyo sentido de su propia majestad no debía nada al
cristianismo. A lo largo del siguiente siglo, el V, el Estado romano cedió muy poco a los obispos.
Finalmente, el Imperio moriría con las botas puestas ante los ojos indiferentes de muchos
cristianos que consideraban que no había logrado trasladar sus propias aspiraciones a una
sociedad cristiana” (pp. 758-759).

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