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La privatización del mundo

Robert Kurz

Es de suponer que la naturaleza existía ya antes de la economía moderna. De ahí que la


naturaleza sea en sí gratis, sin precio. Esto distingue los objetos naturales sin
elaboración humana de los resultados de la producción social, que no representan ya la
naturaleza "en sí", sino la naturaleza trasformada por la actividad humana. Estos
"productos", a diferencia de los objetos naturales puros, nunca fueron de libre acceso;
desde siempre estuvieron sujetos, según determinados criterios, a un modo de
distribución socialmente organizado. En la modernidad, es la forma de producción de
mercancías la que regula esa distribución en el modo del mercado, según los criterios de
dinero, precio y demanda (solvente). Pero es un problema antiguo el que la organización
de la sociedad tienda a obstruir también el libre acceso a un número creciente de
recursos prehumanos de la naturaleza. Esa ocupación lleva, de las más diversas formas,
el mismo nombre que los productos de la actividad social, la llamada "propiedad". O
sea, se da un quid pro quo:
otrora libres, los objetos naturales no elaborados por el ser humano son tratados
exactamente como si fuesen los resultados de la forma de organización social, y de ahí
sometidos a las mismas restricciones.

La ocupación más antigua de esa clase es la tierra. La tierra en sí no es naturalmente el


resultado de la actividad productiva humana. Por eso tendría que ser también, en sí, de
libre acceso. Cuanto mucho, la tierra ya transformada, labrada y "cultivada" podría estar
sometida a los mecanismos sociales; y, en tal caso, tendría que ser propiedad de
aquellos individuos que la cultivaran. Pero, como se sabe, no es ese exactamente el
caso. Justamente la tierra aún del todo inculta es usurpada con violencia. Ya en la Biblia
existe la disputa entre labradores y criadores de ganado por territorio (Caín y Abel) y,
entre los pastores nómadas, por "pastos más fértiles". La usurpación del suelo "virgen"
es el pecado original y hereditario de la "dominación del hombre por el hombre"
(Marx). Las aristocracias de todas las altas culturas agrarias represivas surgieron por esa
apropiación violenta de la tierra, literalmente a punta de garrote y lanza. Sin embargo, la
propiedad en las culturas agrarias no se parecía ni de lejos a la propiedad privada en el
sentido actual. Eso significaba, ante todo, que la propiedad no era exclusiva o total. La
tierra podía ser utilizada y cultivada también por otros, que a cambio pagaban ciertos
tributos (la renta feudal en la forma de víveres o servicios) a los propietarios, aquellos
originariamente violentos. Pero había aún posibilidades de uso gratuito. Por ejemplo, en
muchos lugares, los campesinos tenían permiso para trasladar sus cerdos hasta las
tierras incultas del señor feudal, cosechar allí forrajes que crecían de manera silvestre o
recoger otras materias naturales. Diferentes posibilidades de uso libre nunca dejaron de
ser controvertidas, como el derecho a la caza o a la pesca.
Cuando los señores feudales intentaban establecer prohibiciones en ese sentido, éstas
casi nunca eran obedecidas. Así, el cazador y el pescador furtivos llegaron a figurar
entre los héroes de la cultura popular premoderna.

La propiedad privada moderna reforzó monstruosamente la sumisión de la naturaleza


"libre"
a la forma de la organización social, obstruyendo así el acceso a los recursos naturales
con un rigor nunca visto. Esta intensificación de la tendencia usurpadora tiene su razón
en el hecho de que la ocupación se efectúa ahora ya no por el acto personal e inmediato
de violencia, sino por el imperativo económico moderno, que representa una violencia
"cosificada" de segundo orden. La violencia armada inmediata se manifiesta todavía
hoy en la ocupación de los recursos naturales, pero ella ya está cosificada de forma
institucional en la propia figura de la policía y del Ejército. La violencia que sale de los
cañones de las armas modernas ya no habla por sí misma; se convirtió en el simple
alguacil del fin en sí mismo económico.
Este dios secularizado de la modernidad, el capital como "valor que se autovaloriza"
incesantemente (Marx), no aparece, sin embargo, sólo en la figura de una cosificación
irracional; él es incluso más celoso que todos los otros dioses que lo precedieron. En
otras palabras: la economía moderna es totalitaria. Esgrime una pretensión total sobre el
mundo natural y social.
Por eso, todo lo que no está sometido y asimilado a su propia lógica es para ella
fundamentalmente una espina en la garganta. Y como su lógica consiste única y
exclusivamente en la valorización permanente del dinero, tiene que odiar todo lo que no
asume la forma de un precio monetario. No debe haber nada más bajo el cielo que sea
gratuito y exista por naturaleza. La propiedad privada moderna representa sólo la forma
jurídica secundaria de esa lógica totalitaria. Aquélla es, por eso, tan totalitaria como
ésta: el uso debe ser un uso exclusivo. Esto vale particularmente para los recursos
naturales primarios de la tierra. Bajo la dictadura de la propiedad privada moderna, ya
no es tolerado ningún uso gratuito para la satisfacción de las necesidades humanas, más
allá de los oficiales: los recursos tienen que servir a la valorización o quedar en
barbecho. Dada la forma de la propiedad privada, incluso la parte de la tierra que el
capital no puede usar de ningún modo debe estar excluida de cualquier otro uso. Esta
imposición descabellada provocó repetidas veces la protesta social. En la época anterior
a 1848, una experiencia crucial para el joven Marx, subrayada a menudo en su
biografía, fue la discusión en torno a la "ley prusiana contra el robo de leña", que
pretendía prohibir a los pobres recoger gratuitamente la leña de los bosques. El conflicto
sobre el uso libre de los bienes naturales, sobre todo de la tierra, jamás cesó en toda la
historia del capitalismo. Incluso hoy, en muchos países del Tercer Mundo, existen
movimientos sociales de "ocupantes de tierras" que ponen en cuestión la dictadura
totalitaria de la propiedad privada moderna sobre el uso del suelo.

En el desarrollo del moderno sistema productor de mercancías, el problema primario del


acceso a los recursos naturales gratuitos fue relegado por el problema secundario del
acceso a los recursos "públicos", directamente relacionados con el conjunto de la
sociedad: las llamadas "infraestructuras". Con la industrialización capitalista y la
inherente aglomeración de masas gigantescas de seres humanos (urbanización),
surgieron carencias sociales, haciendo necesarias medidas que no podían ser definidas
por la ley del mercado, sino sólo por la administración social directa. Por un lado, se
trata ahora de sectores completamente nuevos, resultantes del proceso de
industrialización, como el servicio público de salud, las instituciones públicas de
enseñanza (escuelas, universidades, etc.), el suministro de energía y los transportes
públicos (ferrocarril, metropolitano, etc.).
Por otro lado, también los recursos naturales antes libremente accesibles sin ninguna
organización social y los procesos vitales que se efectúan por sí mismos tuvieron que
ser socialmente organizados y colocados bajo la administración pública: es el caso del
abastecimiento público de agua potable, de la recogida pública de basura, de los
alcantarillados públicos, etc., llegando incluso a los sanitarios públicos en las grandes
ciudades. Bajo las condiciones del moderno sistema productor de mercancías, la
"administración de cosas"
pública y colectiva no puede asumir sino la forma distorsionada de un aparato
burocrático estatal. Pues la forma moderna "Estado" representa solamente el reverso, la
condición estructural y la garantía de lo "privado" capitalista; el Estado no puede, por
naturaleza, asumir la forma de una "asociación libre".
La administración pública de cosas permanece así nacionalmente limitada,
burocráticamente represiva, autoritaria y ligada a las leyes fetichistas de la producción
de mercancías. Por eso los servicios públicos asumen la misma forma-dinero que la
producción de mercancías para el mercado. Aun así no se trata de precios de mercado,
sino sólo de tarifas; algunas infraestructuras hasta son ofrecidas gratuitamente. El
Estado financia esos servicios y agregados de cosas sólo en una pequeña parte, por
medio de tarifas cobradas a los ciudadanos; en lo esencial, son subvencionados con la
imposición a los rendimientos capitalistas (salarios y ganancias). De este modo, la
administración pública de cosas permanece ligada al proceso de valorización del capital.

Por un período de más de cien años, los sectores del servicio público y de la
infraestructura social fueron reconocidos en todas partes como el apoyo necesario,
amortiguación y superación de las crisis del proceso del mercado. Sin embargo, en las
dos últimas décadas se impone en el mundo entero una política que, exactamente al
revés, resulta en la privatización de todos los recursos administrados por el Estado y de
los servicios públicos. De ningún modo esta política de privatización es defendida sólo
por partidos y gobiernos explícitamente neoliberales; desde hace mucho tiempo, ella
prepondera en todos los partidos. Esto indica que no se trata aquí sólo de ideología, sino
de un problema de crisis real. Seguramente desempeña un papel en esto el hecho de que
la recaudación pública de impuestos retrocede con rapidez a causa de la globalización
del capital. Los Estados, las provincias y los ayuntamientos superendeudados en todo el
mundo se convierten en factores de crisis económica, en vez de poder ser activos como
factores de superación de la crisis. Una vez dilapidados los dineros de los sistemas
socialmente administrados, las "manos públicas"
acaban pareciéndose fatalmente a las masas de víctimas de la vejez indigente, que en las
regiones críticas del planeta venden en los mercados de segunda mano los muebles y
hasta la ropa para poder sobrevivir. No obstante, la raíz del problema es más honda. En
esencia, se trata de una crisis del propio capital, que, bajo las condiciones de la tercera
revolución industrial, tropieza con los límites absolutos del proceso real de valorización.
Aunque tenga que expandirse eternamente, por su propia lógica, se encuentra cada vez
menos en condiciones para ello, sobre sus propias bases. De ahí resulta un doble acto de
desesperación, una fuga hacia adelante: por un lado, surge una presión aterradora para
ocupar todavía los últimos recursos gratuitos de la naturaleza, de hacer incluso de la
"naturaleza interna" del ser humano, de su alma, de su sexualidad, de su sueño, el
terreno directo de la valorización del capital y, con ello, de la propiedad privada. Por
otro, las infraestructuras públicas administradas por el Estado deben ser administradas,
también a vida o muerte, por sectores del capitalismo privado.

Pero esta privatización total del mundo muestra definitivamente el absurdo de la


modernidad; la sociedad capitalista se convierte en autocanibalística.
La base natural de la sociedad es destruida a velocidad creciente; la política de
disminución de costos y la tercerización a todo precio arruinan la base material de las
infraestructuras, el conjunto organizador y, con ello, el valor de uso necesario. Es
conocido desde hace tiempo el caso desastroso del ferrocarril y, de modo general, el de
los medios de transporte, en otro tiempo públicos: cuanto más privados, tanto más
deteriorados y más peligrosos para la comunidad. El mismo cuadro se comprueba en las
telecomuniciones, en el correo, etc. Quien hoy precisa, al mudarse de casa, instalar un
teléfono nuevo, pasa por el fragor de plazos, confusión de competencias entre las
instancias "tercerizadas" y técnicos seudoautónomos y maldicientes. El correo alemán,
que se transformó en una empresa y "global player" ansioso por su capitalización en las
Bolsas, en breve distribuirá cartas en California o China; a cambio, el servicio más
sencillo de entrega sigue funcionando mal en casa. ¡Qué prodigio que actividades
enteras sean ajustadas a salarios módicos, las regiones de entrega con pocos carteros
dobladas o triplicadas, y las filiales extremadamente desguarnecidas! Las oficinas de
correos o las estaciones de ferrocarril se transforman en kilómetros fulgurantes de
terrenos ajenos a su competencia, mientras el que sufre es el propio servicio. Cuanto
más estilizados los escritorios, tanto más miserable el servicio. A pesar de todas las
promesas, la privatización significa tarde o temprano no sólo el empeoramiento sino
también el aumento drástico de los precios. Porque eres pobre, tienes que morirte antes:
con la privatización creciente de los servicios de salud, esa vieja sabiduría popular
recibe nuevas honras incluso en los países industriales más ricos. La política de
privatización no da tregua siquiera a las necesidades humanas más elementales. En
Alemania, los baños de las estaciones de tren pasaron a ser recientemente controlados
por una empresa transnacional llamada "McClean", que cobra por la utilización de un
mingitorio lo mismo que cuesta una hora de aparcamiento en el centro de la ciudad. Por
lo tanto, ahora ya se dice: ¡porque eres pobre, tienes que mearte en los calzones o
aliviarte de forma ilegal!

La privatización del suministro de agua en la ciudad boliviana de Cochabamba, que, por


decisión del Banco Mundial, fue vendido a una "empresa de agua"
norteamericana, muestra lo que nos espera aún. En unas pocas semanas, los precios
subieron a tal punto que muchas familias tuvieron que pagar hasta un tercio de sus
ingresos por el agua diaria. Juntar agua de lluvia para beber fue declarado ilegal, y a las
protestas se respondió con el envío de tropas. Luego tampoco el sol brillará gratis. ¿Y
cuándo llegará la privatización del aire que respiramos? El resultado es previsible: ya
nada funcionará, y nadie podrá pagar. En ese caso, el capitalismo tendrá que cerrar tanto
la naturaleza como la sociedad humana por "falta de rentabilidad" y abrir otra.

Original alemán: "Die Privatisierung der Welt", en www.krisis.org Publicado en Folha


de S. Paulo, el 14.7.02, con el título de "Modernidade Autodevoradora", en traducción
de Luiz Repa.
Traducción del portugués: Round Desk. Texto tomado de: http://planeta.clix.pt/obeco

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