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En mi pincel tenía el día, en mis ojos, la luz silenciosa que se paseaba por la
mañana. Cuando tomé el último sorbo de café, en el fondo de la taza apareció un
árbol. En los sueños de la alta noche venía, esta vez también, pero esta vez se
quedó. Caminamos juntos, la imagen del árbol y yo, por el largo camino de las
cuadras que extienden el barrio hasta donde los paisajes materializan fantasías.
Saludé a los vecinos, a las vecinas, a los niños, a las niñas, a los perritos, la arena de
las calles era una alfombra de un camino inca incendiado, a los costados, en las
veredas, de pequeñas flores y caballos. Las ventanas apenas abiertas, la luz
golpeando los vidrios.
Los carruajes, los carros, la familia arriba, se cruzaban, como soldados romanos en
el suave viento azul.
El día tenía gusto a café, gusto a árbol cargado de estrellas. Mi maletín de óleos
frescos, un médico que mira sueños.
Crucé el alambrado, las viejas casas de las orillas empezaban a vivir el día de las
personas. Volverían a su paz a la sombra de la siesta.