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esa», uno sabe quién hard justicia a Macbeth: el traidor seré a su vez traicionado. Asi, final- mente y por una vez no tengo que pedir perd6n por él: un traductor traidor de traidores es un traductor de traductores. icopinganee: complejamente: «Ven, toche es- EL BACILO DE HITCHCOCK Un tirano de Siracusa Una vez hubo un tirano en Siracusa. El ti- rano se regalaba con holgura: tenia concubinas y favoritos y también era duefio del tiempo. Un dia pregunt6é qué hora era. Un sabio de la corte hizo trizas el préximo reloj de arena, al tiempo que respondifa: «La hora que querdis, sefior». Los monarcas vecinos le rendfan tributo, los genera- les se inclinaban a su paso, los intelectuales de su tiempo le visitaban a menudo. Platén estuvo en su corte varias veces. Este tirano adulado se lla- maba Dionisios y tuvo un dfa un adulador exce- sivo. Mas desmedido que el filésofo, que el gene- ral y que el sabio, le dijo: «Sefior, qué ventura la vuestra». Dionisios invité al adulén a su mesa con estas palabras: «Ven a comer conmigo y par- ticipards de la felicidad del tirano». Cuando el turiferario lleg6 al banquete se encontré sentado a la cabecera, asi: a su izquierda estaban los favo- ritos, los validos, los cortesanos; a la derecha, los generales, los soldados con galardones, los capi- 83 tanes de la guardia imperial; al frente, los manja- res y los vinos y los contravenenos; a un lado, de- tras, el gran chambelan; al otro lado, detrds, al- gunos catadores. El huésped comprendié que él también era un tirano. Lo sintié con toda intensi- dad, pero s6lo por un momento, porque entonces miré al techo y vio sobre su cabeza una espada pendiente de un hilo, y ya no pudo probar boca- do ni beber sorbo ni decir palabra: el miedo a un peligro inminente y constante se le habia hecho manera de vivir, angustia. Este sicofante en des- gracia se llamaba Damocles. Con el tiempo la anécdota se ha hecho metdfora, opinién autorizada, moraleja, y la espada de Damocles ha devenido un azar pe- ligroso que la voluntad —o ciertas enferme- dades de la voluntad— convoca. Aparece don- dequiera: en la politica (0 en la historia, de donde surgié), en los deportes, en la astronomia. ¢Los militares darén un golpe triunfador en Vene- zuela? ;Tigran Petrosian ser4 un nuevo Capa- blanca? ;Hay vida en Marte? La torre de Pisa es la espada de Damocles de la arquitectura. En la literatura (Pasternak lo sabe bien) esta el pre- mio Nobel. Por el mundo del cine corre tam- bién ese fantasma del miedo demorado, pero aqui es un fil6n a explotar, un /eitmotiv, un re- curso salvador. Se llama, a veces, suspense. Ese miedo ha sido examinado, analizado, compuesto, elaborado y servido en dosis masivas 84 por un cierto Alfred Hitchcock, inglés. Desde su aparente invenci6n se le ha dado el nombre de su descubridor al agente que lo transmite, el baci- lo de Hitchcock. Antes existia, pero no era tan facilmente reconocible: algunos dicen que se trataba de un virus filtrable. En un viejo film de Fritz Lang, M o E/ maldito, era reconocible a sim- ple vista. Otras veces fue visible con auxilio de un microscopio critico. A menudo, como en los films de Chaplin, pasaba disfrazado de otra cosa: el desastre inminente, el equilibrio inestable, la felicidad precaria. Ahora cualquiera puede detec- tarlo: no hay mds que mirar a cualquier film, a un avance prolijo, hasta un sté// puede servir. Hitch- cock, el viejo Hitch, lo ha descrito minuciosa- mente, lo ha aislado en cada film suyo, lo ha es- tablecido para siempre. Casi es un problema geométrico. Los pro- blemas geométricos, es sabido, no hay mas que dibujarlos para encontrar su solucién. Un hom- bre perseguido escapa de un tren detenido sobre un puente. Lo siguen de cerca —la policfa, una banda de espfas, malhechores sin nombre— y él se esconde temeroso tras una columna. Es un mal escondite, y la camara, también temerosa, se mueve con susto hacia los perseguidores que avanzan por el puente, afanosos, no dejando es- condrijo por escudrifiar. Ya llegan. La cdmara, de un sobresalto, regresa a la columna y por sus ojos todo el piablico, temeroso por partida 85 doble: por la camara y por el fugitivo, ve c6mo este ojo ubicuo, nuestros ojos, los ojos de los sa- buesos, Dios mio, van a atrapar al pobre hom- bre. Pero a los ojos de miedo y de asombro, a la mano en el corazé6n galopante, a las nalgas en el borde de la luneta, sucede un suspiro de alivio. éQué ha pasado? Nuestro héroe ha desapareci- do, se ha salvado. Pero solamente por ahora. La escena se funde como un hielo escalofriante sobre otra escena en que el hombre escala un pi- cacho. Se detiene. Recobra el aliento, que debe ser nuestro aliento perdido. Mira hacia atrds. Echa a correr. ¢Qué ha visto? Por el valle, por los cerros, ahi detrds vienen los perseguidores como un perro fiel al que ha atacado la rabia. ¢Lo atraparén ahora? No lo sabremos hasta que el film acabe y quizds entonces descubramos que no lo sabremos nunca. (Aquf, incidental- mente, he topado con la iglesia de Hitchcock: su metafisica es ésta.) Se trata de un tridngulo: el perseguido, los perseguidores, el espectador; la cémara, casi siempre, es la hipotenusa. En su film mas risue- fio o en su film més serio Hitchcock ha abando- nado la geometria primaria para proponerse un problema que alcanza a la gran Algebra irracio- nal: Dios es la distancia mds corta entre el cero y el infinito: y también: Dios es el punto tangencial en- tre el cero y el infinito, Que este problema fisi- co/metaffsico haya sido planteado mucho antes 86 ul patafisico Alfred Jarry carece de impor- tancia, O al revés, es de la mayor importancia. A veces, el tridngulo tiene dentro otro tridngulo que se ha hecho de la sustancia de la trama y viene dado por un ardid técnico llevado al plano metafisico. En Las 39 escalones, cuando la sir- vienta descubre a la mujer asesinada, lanza un grito, que se funde con el pitazo de un tren, a la par que la escena del asesinato disuelve en un tren que marcha a gran velocidad. Hitchcock utiliza este tridngulo sonoro-visual-emotivo en Desapare- ce una dama también y también en Pacto siniestro, no s6lo para asegurarnos de su efectividad dramé- tica, de su valor retérico que resiste treinta afios y mas de una utilizacién, sino para dejarnos ver que su geometria es casi un deliberado planteamiento moral. (El doble tema de la velocidad y el peligro parece tentar, obseder mds bien, a Hitchcock, donde los trenes contienen todo el horror y la vio- lencia y el error del mundo: véase Intriga interna- cional, yaen 1959.) Hitchcock es Hitchcock es Hitchcock Un momento de lucidez filoséfica hace ex- clamar a Johan Huizinga: E/ juego es mds viejo que - la cultura. Es decir, el juego es mas viejo que la historia, tan viejo como el hombre. Es wna funciin Lena de sentido, dice Huizinga, y también dice al- 87 go mds importante: Todo juego significa algo. El libro en que Huizinga intenta explicar la cultura por medio del juego se llama Homo Ludens y es un’ libro que ayuda a entender el sentido del arte y de la literatura y de la filosoffa: es decir, de la cul- tura y de la vida del hombre. He aquf unas mues- tras de las elucidaciones de Huizinga: Sobre arte: «Para poder apreciar a Ru- bens:.. 0 a Bernini hay que prepararse de ante- mano a acoger sus formas de expresién, para de- cirlo asi, cum grano salis». Sobre la literatura: «En la esfera espiritual a que corresponde el drama griego desaparece la diferencia entre lo serio y lo no serio». Sobre filosofia: «Los griegos han tenido conciencia, un poco tarde, de que habia una re- laci6n entre el juego de enigmas y los origenes de la filosofia». A nosotros nos sirven estas argumentacio- nes para apoyar en una autoridad una tesis sobre Alfred Hitchcock. Hay que tomar en serioa este creador porque sus juegos parecen significar exactamente otra cosa. Si no, ¢c6mo entender su juego de enigmas, sus alusiones metaffsicas, sus metdforas concebidas en términos de entreteni- miento? Hitchcock tiene por costumbre apare- cer, un momento, en un momento de cada una de sus peliculas. Una visi6n «seria» dirfa que ésta es una payasada mds de Hitchcock, uno de sus tantos afanes de notoriedad, su frivolidad, su 88 Pr gusto exhibicionista. Un espectador atento, ver- daderamente serio (y hay que distinguir de una vez y para todas la seriedad verdadera de la cir- cunspecci6n, de la respetabilidad: de lo pompo- so y lo idiota y lo formal) no se responderia ja- més antes de preguntarse: ;Por qué este hombre hace estas cosas? ¢Por qué raz6n Alfred Hitch- cock sale en todas sus peliculas, se hace conspicuo como una mosca en un vaso de leche y desapare- ce sin afectar la accién ni la trama, sin siquiera alterar una simple anécdota? ;Por qué juega Alfred Hitchcock? Quizds Platén, hablando por boca de Sécrates, tenga la respuesta: «E/ verdade- 10 poeta tiene que ser, a la vez, trdgico y comico, y toda la vida del hombre tiene que ser sentida, al mismo tiempo, como tragedia y como comedia». Este tema, el juego, en la obra de Alfred Hitchcock, quedard, como dirfa Baltazar de Al- kazar, para mafiana. Mientras tanto permitan- me citar a Sartre y decirles con su voz: «Seria un error mirar estas irregularidades», este juego, digo yo, «como gratuitos ejercicios de virtuo- sismo». —Hemos podido ver en Paris Naufragos, que nos parece prefigurar, recortar y explicar todos vuestros otros films y en particular E/ tercer tire. ¢Esté usted de acuerdo en definir el conjunto de su obra con esta frase de André Gide: No juzgues? 89 ocasi6n, las circunstancias, cada uno tiene buena razén para hacer de esta manera o de la otra. Muestro en mis films a los malva- dos simpaticos e inteligentes, a los asesinos seductores, porque las gentes son asi en la vida, no cree usted? Las gentes honestas son a menudo mds que ordinarias, tienen las ~ apariencias contra ellas y no solamente las apariencias. Los malos, en cambio, son a menudo tipos muy brillantes. —Pero hay que deshacerse de los malos y los justos, aunque sean esttipidos y moles- tos, deben triunfar. ;No es asi? —Si, exactamente. Tres visiones del mundo (0 una vision del mundo tres veces) Un hombre de memoria extraordinaria apa- rece en medio de su acto de circo, Mr. Memory. Le hacen preguntas desde el puiblico. Las preguntas tienen una ingenua dificultad. ;Cémo se llamaba el caballo de Caligula? ;Quién gané el campeona- to mundial de los pesos pesados en 1937? A qué edad murié Shakespeare? El hombre las responde con una facilidad mecdnica, casi con eructos: no hay una sola muestra de inteligencia en el rostro rezagado, porque esta memoria es una naturaleza. De pronto, del fondo de la sala viene una pregunta 90 —Sf, No podemos juzgar porque, segan la -e laaat eee ee ince, re y no quiere responder. Al fin dice: «Es una or- ganizaci6n criminal dedicada al espionaje...». Un disparo oportuno no le deja terminar. La policfa llega a la casa en que se refugia el fugitivo. Parece que el duefio piensa entregarlo. La mujer del duejio, el fugitivo, el piblico estén preocupados por esta contingencia. La policia entra al cuarto donde hace apenas unos segundos estaba el fugitivo: ahora el cuarto esta vacfo. Un hombre y una mujer buscan a una an- ciana desaparecida en un tren. Llegan al iltimo vagén, lleno de bultos, batiles, mercancias. ¢Es- taré aqui? Este es el tiltimo lugar posible: por otra parte, la dama ha desaparecido con el tren en marcha y el tren no se ha detenido antes. Al- go se mueve en una cesta de mimbre. Tiene que ser la desaparecida. Cuando los afiebrados bus- cadores abren el cesto, aparece un becerro con la manfa del afecto. Los padres de los padres del absurdo Para atrapar al ladrén termina con un gran baile de disfraces que es un festival de pelucas. Huizinga dice del gusto por la peluca en los si- glos XVI y Xvi y parte del xvi: «El fenémeno de la peluca como moda duradera, dificilmente se 91 puede explicar de otra manera que entendiéndo- la como una manifestacién del factor de juego en la cultura». La Gnica explicacién al baile de Hitchcock es que Hitchcock juega a jugar. El problema de Harry (o El tercer tiro: casi prefiero este titulo explicativo que embrolla) es un film insélito, que tiene el sortilegio de lo raro: desde los dibujos de Thurber en los créditos hasta el vano juego légico del nifio que confunde el hoy con el ayer y el mafiana con el hoy, como en un juego metafisico: Hesfodo relacionaba lo que fue con lo que sera y lo que es. Mr. Smith (/eyendo el periédico): ;Vaya, va- ya, vaya! Segiin lo que dice aqui murié Bobby Watson. Mrs. Smith: jSantos cielos! jEl pobre! ;Cudn- do ocurrié? Mr. Smith: ;Por qué pareces tan sorpren- dida? Sabias muy bien que murié. Murié hace como dos afios. Recuerda que fuimos a su entierro hace como dieciocho meses. E] abuelo de Ionesco, Alfred Jarry, sesenta afios antes, a los quince, decia, al final del Padre Ubu: «Si no hay Polonia entonces no habra pola- cos». O sus padres —los padres de Ionesco—, los surrealistas, que decfan por los afios veinte: «Los elefantes son contagiosos», «Hay que pegarle a la madre mientras es joven», «Curas, blasfemen». oe “También est4 el oe del verdadero absurdo, Joseph Goebbels, que decia: «Las mentiras hay que decirlas bien grandes, para que sean crefdas». O los falangistas, que gritaban: «j Viva la muer- tel». O José Stalin, que dijo: «Hay que cuidar a los hombres como si fueran drboles frutales». El estudioso Desde los seis aitos senti el impulso de dibujar las formas de las cosas. Hacia los cincuenta expuse una coleccién de dibujos; pero nada de lo ejecutado antes de los sesenta me satisface. Sélo a los sesenta y tres ahos pude intuir, siquiera aproximadamente, la verdadera forma dela naturaleza de las aves, peces y plantas. Por consiguiente, a los ochenta attos habré hecho grandes progresos; a los noventa habré penetra- do la esencia de todas las cosas; a los cien, habré segu- ramente ascendido a un estadio mds alto, indescripti- ble y, si llego a ciento diez anos, todo, cada punto y linea vivird. Invito a quienes vivirdn tanto como yo a verificar si cumplo estas promesas. Escrito a la edad de setenta y cinco anos, por mi, antes Hokusai y ahora Mamado Huakivo-Royi, el viejo enloquecido por el dibujo. Alfred Hitchcock hizo buenos films a los 34 afios (Los 39 escalones); a los 45 hizo grandes films (Cuéntame tu vida, La sombra de una duda, Notorius); a los 55 hizo obras maestras (E/ tercer 2 tira); casi a los sesenta ha hecho una obra maestra entre las obras maestras (Vértigo). Ahora tiene 63 afios y sigue haciendo cine cada vez mejor y pare- ce gozar de buena salud. Hokusai, un inmortal, murié a los 89 afios. Esperemos que Hitchkusai tenga mas suerte y a los 90 afios, todavia vivo, haga esa obra maestra desconocida en que cada cuadro, cada escena, cada secuencia viva solitaria. Un profeta dentro y fuera de su tierra Hes reconocido como duefio de una pre- ciosa maquinaria técnica. El artista que nacié en Inglaterra ha llegado a su punto de realiza- cién. Lo que haga de aqui en adelante no podra ser llamado un efecto de la casualidad, un golpe de suerte, el sonido de una flauta. Alfred Hitch- cock se puede llamar Alfred Hitchcock. Hay que insistir en esta maestria técnica para probar un punto estético, una tesis critica, una visién filoséfica. Es tiempo de decir que Hitchcock es un mistagogo y que cada uno de sus films es un intento (logrado o fallido) de ini- ciarnos en el misterio. Casi no hace falta decir que la palabra misterio tiene aqui el sentido tras- cendente que le da la teologia. Todavia seria me- jor que hiciera referencia a los cuerpos de doctri- na paganos y mencionara, como de pasada, a los misterios de Eleusis, al complejo culto de De- 94 -y Perséfona. Como se sabe, aquellos mis- terios terminaban en un rito que culminaba en un recinto cerrado y oscuro, en el que se mostra- ba a los iniciados las visiones del mundo bajo, el descenso al Hades, y retazos de la vida futura por medio de golpes de luz. ;No les recuerda esto de- masiado a esta sala cerrada y oscura? ;Los golpes de luz no serén 24 en un segundo? ¢Querrfan us- tedes ser los iniciados? Dice Sartre en una critica a E/ sonido y la Juria, la novela de William Faulkner: «Una técni- ca de ficcién siempre devuelve a la metafisica del autor. La tarea del critico es definir la Gltima antes de evaluar la primera». ;Cudl es la metafisica de Hitchcock? Hitchcock, todos lo saben, es catéli- co. Asi, cuando un misal salva la vida, milagrosa- mente, a Robert Donat, en Los 39 escalones, no es el grueso volumen literario de la Biblia, sino el pre- ciso texto de la liturgia quien lo salva. Yo soy, como muchos de ustedes, un catélico por herencia: Ie- vo un nombre del santoral, estoy bautizado, he hecho la primera comunién. Sin embargo, técni- camente, no soy un catélico: no me confieso, no voy a misa, no he vuelto a comulgar, uso contra- ceptivos, no creo en los dogmas. Esto no me im- pide saber que los sacramentos son siete y no confundo nunca el bautismo con la comunién. Entonces puedo decir que cuando un catélico mi- litante —Hitchcock lo es— cuenta un cuento de un hombre salvado por el libro de misa, no se dice 95 que es la vida de ese hombre la salvada, sino su alma. De aqui en adelante este hombre combatird al mal, se casard en bodas laicas (Robert Donat es esposado por la policfa junto a Madeleine Carroll) y no cometerd adulterio y salvaré el alma de un hombre bueno (Mr. Memory, a quien su pobre in- telecto asocia con el mal) por un acto de contri- cién que es a la vez una confesién del pecado. No necesitaré mucho para reconocer los temas de Hitchcock como trascendentales y a la vez inten- tar una filosoffa hitchcockiana: un estudio de las manifestaciones del espfritu a través de su len- guaje cinematografico. Es un critico —ahora ci- neasta— francés quien dio primero el aviso en Cahiers du Cinéma, Dijo Alexander Astruc: «Cuando un hombre después de 35 afios y a través de 50 films cuenta casi siempre la misma historia, la de un alma en lucha con el mal [...] ese hombre es un tedlogo». Afiade Astruc: «La leccién de Hitch- cock pertenece al dominio ético [...]. La clase de cuesti6n planteada es siempre, en definitiva, un dilema moral». Para decir finalmente: «fel cri- men} no representa para los personajes hitchcoc- kianos mds que una prueba deliberadamente es- cogida, porque es la mas dura y porque representa la més vertiginosa situacién en que puede ser co- locado un ser». Noes Hitchcock el primer escritor catélico que escoge la ficcién para plantear conflictos mo- rales: Graham Greene es uno de ellos, G. K. Ches- 96 terton es otro. Hitchcock, como Greene, como Chesterton, cree en Dios, pero también cree en el entretenimiento. Un escritor catélico francés, por ejemplo —Georges Bernanos, por ejemplo—, convierte una novela en una empresa literaria tan dificil como un manual de teologfa y E/ diario de un cura rural casi apela a la raz6n de la fe para con- mover. Un cineasta francés, por ejemplo —Ro- bert Bresson, por ejemplo—, transforma la esca- pada de un resistente francés de una prisién nazi en una peripecia teolégica y el film puede llevar como subtitulo cristiano E/ viento sopla donde quie- re —es sabido que, en esta cita evangélica, viento quiere decir el Espiritu Santo. Hitchcock, a la inversa, hace entretenimiento y a través de éste logra pasar su mensaje: el vuelo de la paloma mensajera, su gracia, su rapidez, el azar de los halcones, el cielo azul en que cuelgan nubes blan- cas, el paisaje que transcurre debajo esta descrito con un gusto y una pericia y una efectividad que le hacen parecer el fin: en realidad, la verdad esta atada a una de las patas de la paloma en un anillo. Dos criticos franceses, Eric Rohmer y Claude Chabrol (éste, slo recuerdan?, es también el autor de Los primos) dicen que los personajes de Hitch- cock «participan a la vez de la culpa y de la ino- cencia... El inocente serd tanto mds culpable cuan- to més inocente es y viceversa». Al final de La sospecha, dando un giro a la novela de donde tomé el argumento, el culpable es inocente y lo que pa- 97 muchacha, triguefia, linda, con la que me hubie- ra casado. Ahi no terminé todo, porque detras venia una rubia, atin mds linda, con la que tam- bién me habria casado si lo hubiera permitido la primera muchacha o si la poligamia existiera entre nosotros. Detras de la rubia venfa otra mu- chacha, negra, con la que me habria casado, segu- ramente, de no haber venido detr4s una mucha- cha mulata, con la que definitivamente me iba a casar. Cuando pas6 la muchacha mulata, vi venir a una muchacha alta, delgada, de pelo castafio y me decidf a casarme con ésta en vez, y ya lo ibaa hacer cuando desaparecié sibitamente, misterio- samente. Miré de nuevo y vi que, mientras yo de- cidfa finalmente sobre mi matrimonio, habia lle- gado un jeep de sanidad que fumigaba las calles y habfa envuelto a la muchacha, a mi novia, en una nube insecticida. Al disiparse el humo, la mucha- cha habia desaparecido. Entonces perdi la gana casadera y me vi en un film. Quiero decir que me vi en la vida como en una pelicula: la vida era una pelicula. Me perse- guian. Agentes al servicio de una potencia extran- jera querfan la valiosa f6rmula del caldo de allinm cepa que me hizo aprender de memoria mi tatara- buela, antes de morir acribillada a balazos (otro tanto habria hecho la edad) por una pistola anéni- ma que disparaba desde la ventana. Mi tatarabuela, pobre mente anticientifica, insistfa en llamar a la férmula secreta del caldo de allinm cepa «mi receta rece un truco comercial puede ser también un ardid teolégico. ;Quién es el verdadero culpable? Ars Amatoria Las confesiones deben ser un elemento de la condicién humana. Sélo asi se explica que tres instituciones tan diversas como la iglesia, el psi- coandlisis y la policfa se vuelvan locas por las con- fesiones. Debo confesar que las confesiones son una parte importante de mi condicién humana: me gusta confesar cosas. Ahora mismo siento un gran gusto por confesarles que me gusta la tradi- cién tanto como el mantecado: me gusta que las cosas empiecen como acaban —o que acaben co- mo empezaron. Asf creo que es una tradicién de estas conferencias terminar como han empezado: con una breve, un si es no es seria ilustracién del titulo general. Debo hablarles, pues, del bacilo de Hitchcock. (Iba a hablarles mas bien del sindro- me de Hitchcock, pero reparé a tiempo que eso no era acabar como habia comenzado.) Iba un dia yo por la calle, caminando, mi- rando a las azoteas (ustedes se sorprenderfan al descubrir cuénto de mundo nuevo hay en las azo- teas, en la parte alta de las casas, en las cornisas de los edificios: uno siempre mira a la altura huma- na que es la de los ojos, que es la de la calle), mi- rando a la gente también, cuando vi venir una 98 99 Cordon Bleu se acercaban por la calle, frente a mi. Traté de huir. A mi espalda también avanzaban aquellos espias de grandes gorros blancos. Estaba perdido: ni el Gran Houdini habria logrado esca- par. De pronto, de entre la nada y el guid6n, salié un jeep de sanidad que rociaba las calles en su campaiia anti-aegyptii. Me vi envuelto en una nube de dede- té. Monté al jeep, en realidad tripulado por mis amigos, los cocineros de la fonda El Milagro (comi- da las 24 horas). Al alejarme en el jeep, via los peli- grosos miembros de la Cuisine Francaise que me buscaban, afanosos, entre el humo disipado. No hay que decir que estas «vanas figuracio- nes» me hicieron olvidar las casas miradas a loalto, las muchachas de todos colores miradas a los ojos y otras partes contiguas, el amor, y me salvaron del matrimonio inminente. ;Qué habia ocurrido? Al- gin mosquito suicida, el recuerdo traidor, una pe- licula reciente me habja inoculado el bacilo de Hitchcock. Me niego a creer que esta experiencia sea tinica. Ustedes también habran tenido una vi- si6n semejante alguna vez. Cuando les asalte una de estas imaginaciones filmicas, aventureras, que no haya sorpresa: acaban de padecer el sindrome de Hitchcock. Quiera Dios que para estas entreteni- das infecciones no haya ni aguja hipodérmica ni helado medicinal ni caramelo preventivo: que no exista nunca la vacuna antiHitch, la profilaxis an- ticock, el antfdoto de Hitchcock. 100 dela sipe'tle eclvcllnan die peligwece Geena ad: Del cine y del amor Creo haber hablado aqui, antes, de una teorfa feral de la ambigiiedad como la tinica cali- dad posible en la obra de arte. No hace falta decir que el cine suscita como nada esta reflexidn: hay en el cine una doblez inmanente. Ustedes habrén visto esas cartas 6pticas para explicar los fendme- nos de la visidn psicolégica. Hay una figura negra que rodea otra figura blanca. A primera vista ve- mos un cuadrado negro y en el centro un jarrén barroco, flamboyant, recortado. El jarrén cede el paso a dos perfiles —femeninos, creo yo— ne- gros, que se besan contra el fondo blanco de la pa- gina. Sin ningdn esfuerzo el jarrén sustituye al beso y viceversa, hasta que el observador, hastia- do, echa a un lado esta ilustraci6n voluble. Bien, asi es el cine: hay un paso constante y facil de lo concreto a lo abstracto. Aqui estan las imagenes: no son més que luces y sombras (a veces coloreadas) sobre una tela blanca. Pero estas luces y som- bras se mueven y hablan: tienen vida. El vitaf6n, la célula fotoeléctrica, dos invenciones, explican la voz; la persistencia de la visidn en el ojo humano, una anomalfa fisiol6gica, explica el movimien- to. Esas sombras fugaces parecen fantasmas. Ese hombre gigantesco goza y sufre y puede morir: esté vivo. Pero no es otro que Gregory Peck, el 101 actor, Esa mano que empufia un revélver va a matar a ese pobre hombre. No, no es mds que un hacer creer: ese hombre es Humphrey Bogart y se levantard cuando el falso forense del film lo haya declarado muerto; la mano que mata es de otro actor, un extra. Pero Humphrey Bogart hace afios que esta muerto y en el film aparece més vivo que los espectadores que lo miran inméviles, hipnoti- zados, arrebatados por sus vicisitudes, que pade- cen con él. Es como en las fotograffas. Pero ahora las fotograffas —la vida en el espacio— cuentan una historia, inventan un cuento, crean un mundo fingido que se desarrolla ante nuestros ojos —la vida en el tiempo. Es como en las novelas. Pero hay una atmésfera de suefio, de pesadilla, a veces, de duermevela. Es el encantamiento hipnético de las imagenes, de la sala a oscuras, de la pantalla fulgurantemente blanca. Pero es que yo conozco a esa mujer bella y rubia y exhibicionista: se llama Marilyn Monroe. Dicen que en la vida real es mu- cho més linda que en el cine y mds simpatica y mucho, mucho mis facil. Ese es el mito: Marilyn Monroe, la de la vida real, no existe, la que existe es esa sombra que se le parece tanto en el cine. Y aquf nos encontramos con el mito, y el juego de tesis y antitesis termina: el espontaneo pasaje de lo abstracto a lo concreto nos fascina mds cuando pensamos en él que cuando padecemos su fascina- cién voluntaria. Ahora las sombras y las luces del cine cuentan una historia de amor y de muerte, y 102 de pronto esa historia se nos revela ella misma con la fuerza de los mitos: ella crea, recrea un mito en términos actuales. Pero también participa del mito: su sustancia —la trama, la narracién, los personajes— es el mismo mito. Casi pienso que Kim Novak no es una mujer viva, sino la sombra de una mujer: una muerta. O atin mejor: una mujer que nunca existié. Recuerdo no sin estupor lo que le dijo un dia un nijfio al surrealista Max Jacob: «El cine se hace con los muertos. Se les coge, se les hace caminar y eso es el cine». El ho- rror y la fascinacién y el sentimiento ambiguo que se desprenden de esta tesis y antitesis de la atraccién me devuelve, una vez més, a ese relato primitivo de lo eterno que se llama, generalmen- te, mito. Lamentaba Denis de Rougemont, en E/ amor y Occidente, que el sentimiento amoroso de- clinara en nuestros dias hasta convertirse en lo opuesto de lo que fue en la Edad Media: un sen- timiento religioso. «De ahi se puede deducir —decia De Rougemont— que la pasién vulga- rizada de nuestros dfas por las novelas y las pelf- culas no es otra cosa que el reflujo y la invasién anarquica en nuestras vidas de una herejfa espi- ritual de la que hemos perdido las claves.» Me gustaria que Denis de Rougemont hubiera visto Vétigo, en definitiva, esa cosa execrable segiin él: una pelfcula, y que hubiera descubierto en ella lo que él cree que es el amor y que pensaba desa- 103 parecido para siempre: un suceddneo, en térmi- nos humanos, de la pasién mistica. Es imposible haber visto Vértigo y evitar estos lirismos: «Es la maravilla de Vértigo, y si uno lo quiere sin realis- mo, que Hitch nos presente la locura de amor bajo el dulce color del milagro y la impostura» (Barthelemy Amengual). «Vértigo es el film-pa- si6n, el primer gran film surrealista» (G. Cafn). Pero parece que solamente los vehementes entra- ran en el reino de los cielos: Amengual y Cafn, al mismo tiempo, adelantaron dos comparaciones: Vétigo es la vuelta del gran mito amoroso. Cain sefialaba al mito clasico, al amor de Orfeo por Eurfdice, a su locura fatal. Amengual se queda en la Edad Media y emparenta a Vé&tigo con el mito de Tristan. Yo he llegado tarde a estas exclama- ciones lfricas y también me he perdido una tesis romantica, Ahora puedo intentar alcanzar a mis dos liebres colegas con el paso seguro y légico de la tortuga. VERDE DE VERDE HITCH El color verde evoca para usted el pasado, porque Madeleine tiene un auto verde, Judy lleva un vestido verde la primera vez que Scottie la reencuentra? En efecto, el verde es mi color favorito. Amo los colores de la tierra, los verdes, los casta- 104 fios, los ocres. Amo menos los azules 0 los rojos. Aqui satisface mi gusto por el verde al asociar este color con el tema del pasado que tiene un gran lugar en el film. Insistf mucho en tener un anuncio luminico verde afuera del hotel de Judy: me servi sobre todo de esta luz verde cuando Judy sale del bafio bajo la apariencia de Madeleine. (De una entrevista de Charles Bitsch con Alfred Hitchcock.) Vértigo es el filtro del miedo y del amor, y donde todos los mitos son un solo mito. Tanto Orfeo como Tristén tienen antecedentes en otras culturas, en otros mitos. La leyenda biblica de Lot prohibia a éste mirar atras, salvado de la des- truccién de Sodoma. Uno de los angeles venga- dores dijo a Lot: «Escapa por tu vida; no mires tras de ti, ni pares en toda esta llanura; escapa al monte, no sea que perezcas». Pero la mujer de Lot tenia otras ideas, tan propias como las ideas de su antecesora Eva: «Entonces la mujer de Lot mir6 atras, a espaldas de él, y se volvié estatua de sal» (Génesis, XIX, 17 y 26). En el mito de Te- seo, el viejo Egeo espera el regreso de su hijo Teseo, que ha ido a matar al Minotauro. A su vuelta deberd traer una vela blanca si ha salido con vida de la aventura, una vela negra si ha 105 muerto como los demds retadores del monstruo del laberinto. Por un error, la vela que trae Te- seo en su barco triunfante, es una vela negra. Al verla, Egeo, creyendo muerto a su hijo, se suici- da arrojdndose, por supuesto, en el mar Egeo. Es bueno recordar estos incidentes mitolégicos porque ahora voy a relatar, brevemente, los mi- tos de Orfeo y de Tristan. Orfeo fue un tedlogo, un poeta y un misi- co célebre. Conocia los misterios de Isis y Osiris*, y es el padre de la teologia pagana. No sélo era un poeta, sino un sabio que, como Dante, conocia la astronomia mejor que nadie en su tiempo. Para entretenerse, como Ingres, hacia misica con la lira, que inventé del carapacho de una tortuga. Su voz conmovia por igual a hombres y a bestias. Amaba con pasi6n a Euridice y, en una mitologia que es una cr6nica de infidelidades, le fue fiel mas alld de la muerte: Euridice, huyendo de un pretendiente emprendedor, fue mordida por una serpiente y Orfeo bajé a los infiernos a rescatarla. A orillas de la laguna Estigia canté su desgracia y conmovi6 al infernal Pluté6n. Euridice se hallaba entre las sombras cuando Plutén la llamé para * Precisamente el culto a Orfeo originéd los misterios drficos. Como dato curioso, puedo anotar que este culto influy6 en toda la antigiiedad griega hasta Platén. En la doctrina, un principio abs- tracto, el Tiempo, era el origen de todas las cosas. Para abundar en una cierta Teorta del huevo de Hitchcock, en las creencias Grficas el Tiempo formaba un huevo, del que salieron todos los dioses. 106 ie que se reuniera de nuevo con Orfeo; le perdonaba su alma con una condicién: Orfeo no debia mirar nunca atrds hasta salir de los confines del infier- no. Orfeo marcharia delante, Euridice detris. Pero Orfeo, impaciente, miré atrds a ver si Eurfdice, tan callada, le segufa y, «cediendo a la impaciencia de contemplarla», la perdié para siempre. Eurf- dice le tiende las manos a Orfeo por tiltima vez, antes de caer al abismo. Orfeo «quiere abrazarla, pero ya no estrecha sino un poco de vapor y puede s6lo escuchar un largo suspiro y un adiés eter- no». Fue intitil que Orfeo volviera a los infiernos: Euridice se habja ido para no volver. Llorando su pena eterna, Orfeo llegé a la Tracia, donde las ba- cantes, furiosas porque no podian vencer con su amor el recuerdo ni aplacar el dolor con caricias, destrozaron su cuerpo en pedazos. Hace falta re- cordar a Lot, a su mujer? «Sefiores, ;os placerfa oir un lindo cuento de amor y de muerte?» Asf, con estas lineas gra- ciosas y terribles, comienza una de las versiones modernas del mito de Tristan, del francés Jo- seph Bédier. Poco ha cambiado el mito de Tris- tén («el asf llamado por nacer entre penas», Tristram) y de Iseo desde sus orfgenes celtas hasta nuestros dias, a pesar de las versiones fran- cesas, a pesar de Richard Wagner. Esta es una parafrasis de la versi6n medieval de Sir Thomas Malory en su Morte d’Arthur: Tristan es un caza- dor habil y un buen miisico (toca el arpa: Orfeo 107 tocaba la lira, su hermana musical). Herido en una batalla, el rey de Irlanda lo pone en manos de su hija, la rubia y bella Isolda, experta curan- dera. Se aman. Tristén tiene que abandonar la corte cuando se sabe que ha matado a un herma- no de Isolda en la batalla. A su regreso a Cor- nualles, le habla al rey Marcos de Isolda y aquél decide casarse con ésta. Tristan es el emisario de las bodas reales. En el viaje de regreso a Cor- nualles, Tristan e Isolda, por error fatal, beben un filtro de amor y quedan unidos por este amor para siempre. No obstante, Isolda se casa con Marcos, y Tristan, de quien Marcos siempre ha estado celoso (aun antes de que ambos conocie- ran a Isolda), es desterrado a Bretafia. Alld cono- ce a otra Isolda, «la de las blancas manos», con quien se casa «por su belleza y por su nombre». EI final de Malory difiere de todos los finales de la leyenda, y Beroul y Thomas y Von Strassbourg cuentan que Tristan, herido de muerte, manda amar a la otra Isolda, a la rubia Isolda. E] barco que la trae deberd izar una vela blanca si Isolda viene a bordo, una vela negra en caso contrario. Isolda, la de las blancas manos, vigila. Celosa, al ver la blanca vela del barco, sube y anuncia a Tristan que la sefial es una vela negra. Tristan se desespera y muere. La rubia Isolda desembarca, encuentra a Tristén muerto, abraza su cadaver y muere a su lado. ;Quién ha olvidado las dos velas de Teseo? 108 1 ‘No es mia, por supuesto, esta yuxtaposi- cién de mitos, que acttian como vasos comu- nicantes: solamente reclamo la declaracién de que todos los mitos remiten a un solo mito, como todos los hombres regresan siempre a un solo hombre. Jean Cocteau, que sabe mucho de mitos porque siempre ha creido en ellos, une el mito de Tristan y de Isolda y el mito de Teseo en uno solo. Curiosamente, le da un titulo significativo a su film mitolégico: E/ eterno retorno. Casi cita a Borges («{...] la eter- nidad, un juego o una fatigada esperanza») antes de conocerlo. Cocteau toma estas lecciones de los griegos y los mitos parecen regresar a su origen. Dice Mircea Eliade en E/ mito del eter- no retorno: «De la misma manera que los grie- gos, en su mito del eterno retorno, buscan satis- facer su sed metafisica de lo dntico y de lo estatico [...] asimismo los primitivos, al confe- rir al tiempo una direcci6n cfclica, anulan su irreversibilidad». Es contra esta direcci6n ci- clica que Orfeo mira atrds en busca de Euri- dice: es asi que Scottie, el detective de Vértigo, reconstruye a Madeleine y vence al pasado: el tiempo no existe, todo no es més que un eterno retorno. Pero al mirar atrds, al tratar de com- probar si es Madeleine-Judy quien le sigue o Madeleine-Eurfdice, Scottie la pierde para siempre, porque no ha sabido creer que el tiempo no es irreversible. 109 tocaba la lira, su hermana musical). Herido en una batalla, el rey de Irlanda lo pone en manos de su hija, la rubia y bella Isolda, experta curan- dera. Se aman. Tristdén tiene que abandonar la corte cuando se sabe que ha matado a un herma- no de Isolda en la batalla. A su regreso a Cor- nualles, le habla al rey Marcos de Isolda y aquél decide casarse con ésta. Tristan es el emisario de las bodas reales. En el viaje de regreso a Cor- nualles, Tristan e Isolda, por error fatal, beben un filtro de amor y quedan unidos por este amor para siempre. No obstante, Isolda se casa con Marcos, y Tristan, de quien Marcos siempre ha estado celoso (aun antes de que ambos conocie- ran a Isolda), es desterrado a Bretafia. Alla cono- ce a otra Isolda, «la de las blancas manos», con quien se casa «por su belleza y por su nombre». EI final de Malory difiere de todos los finales de la leyenda, y Beroul y Thomas y Von Strassbourg cuentan que Tristan, herido de muerte, manda lamar a la otra Isolda, a la rubia Isolda. El barco que la trae deberd izar una vela blanca si Isolda viene a bordo, una vela negra en caso contrario. Isolda, la de las blancas manos, vigila. Celosa, al ver la blanca vela del barco, sube y anuncia a Tristan que la sefial es una vela negra. Tristan se desespera y muere. La rubia Isolda desembarca, encuentra a Tristén muerto, abraza su cadaver y muere a su lado. ;Quién ha olvidado las dos velas de Teseo? 108 No es mia, por supuesto, esta yuxtaposi- cién de mitos, que actGan como vasos comu- nicantes: solamente reclamo la declaracién de que todos los mitos remiten a un solo mito, como todos los hombres regresan siempre a un solo hombre. Jean Cocteau, que sabe mucho de mitos porque siempre ha creido en ellos, une el mito de Tristan y de Isolda y el mito de Teseo en uno solo. Curiosamente, le da un titulo significativo a su film mitolégico: E/ eterno retorno. Casi cita a Borges («{...} la eter- nidad, un juego o una fatigada esperanza») antes de conocerlo. Cocteau toma estas lecciones de los griegos y los mitos parecen regresar a su origen. Dice Mircea Eliade en E/ mito del eter- no retorno: «De la misma manera que los grie- gos, en su mito del eterno retorno, buscan satis- facer su sed metafisica de lo éntico y de lo estdtico [...] asimismo los primitivos, al confe- rir al tiempo una direccién ciclica, anulan su irreversibilidad». Es contra esta direcci6n ci- clica que Orfeo mira atrés en busca de Eurf- dice: es asf que Scottie, el detective de V&rtigo, reconstruye a Madeleine y vence al pasado: el tiempo no existe, todo no es mds que un eterno retorno. Pero al mirar atrds, al tratar de com- probar si es Madeleine-Judy quien le sigue o Madeleine-Eurfdice, Scottie la pierde para siempre, porque no ha sabido creer que el tiempo no es irreversible. 109 pee er Se hace tarde. Ustedes quieren ver el film, es decir, la pelicula. Yo estoy agotado, casi per- dido entre las citas innumerables, las infinitas reflexiones que convoca este film raro en su ri- queza emocional y psicolégica y mitica. Me per- mito, pues, pasar revista breve a alguna de las connotaciones literarias de Vértigo. éPor qué este titulo?* Sabemos que su titu- lo primitivo era De entre los muertos. Dice Ches- terton: «No he visto nunca una pelicula en que el movimiento no fuera tan répido que no Ilegara a producir una verdadera sensacién de vértigo». Hitchcock, al adoptar el titulo, gasume la condi- cién vertiginosa del cine? ¢No ha dicho alguien que el amor es una pasién vertiginosa? Creo que fueron los surrealistas quienes dijeron que la vio- lacién era el amor de la velocidad: hay que reir ante este antiaxioma porque siempre hay que reirse con los surrealistas —aunque ellos también sabian ponerse serios. Poniéndonos serios, hay que decir que el tema de Vétigo es —;lo sospe- chaban ustedes?— el vértigo. Pero también lo es la soledad, la desolaci6n que deja el amor perdido. Por un tiempo cref que Rebeca era una pieza aisla- * Recuerdo una cita de Auden lefda en alguna parte: Cuidado. Los que me siguen son levadas A esa Montaita Hialina donde no bay Asidero a la ligica, a ese Puente Temeroso Donde la sabidurta hace axmentar el vértigo, 110 da en la obra de Hitchcock. Ahora que he visto Vé&rtigo y Psycho, sé que compone con éstas una tri- logia de la soledad por el amor perdido. En Rebeca el sefior de Manderley tiene la casa Ilena de re- cuerdos del amor ido y un ama de Ilaves que pa- rece guardar el recuerdo del amor con un celo doméstico, sabiendo que Rebeca estd entre los pucheros. En Vértigo, Scottie reconstruye a Judy- Madeleine de entre las ruinas de Madeleine —es decir, de Judy. Cuando la convierte en Made- leine-Judy y conoce que siempre fue Judy-Ma- deleine, la pierde, en un acto que a mi, ahora, se me antoja voluntario. En Psycho el hijo ama tanto a la madre que no la reconstruye desde el presente hacia el pasado, sino que la conserva en un eterno presente que desaffa todos los futu- ros: vive con la momia de su madre —es su madre fisica la que est4 presente— y la imper- sona cada vez que su amor Unico y devorador esté puesto en peligro por otra mujer —es un facsimil involuntario quien acttia criminalmen- te. Ni las intrigas romdnticas de Rebeca, ni la forma policial de Vétigo, ni las explicaciones cientificas de Psycho anulan la visible cadena que une a estos tres films aparentemente insdli- tos. Es la habilidad creadora de Hitchcock lo que ha sabido unirlos y finalmente integrarlos en su obra, a pesar de Daphne du Maurier, a pesar de Boileau y Narcejac, a pesar de una cr6- nica de la vida real. ;Piensa alguno qué hubiera 111 sido de Rebeca en manos de John M. Stahl, qué hubiera sido de Vértigo en manos de Clouzot, qué hubiera sido de Psycho en manos de André Cayatte? Amengual ha dejado imposible para todos los que venimos después la relacié6n Vér- tigo-Tristén. Admiro su inteligencia al decir que el formato policiaco ha permitido a Hitch- cock colocar su versi6n moderna de la leyenda de Tristan e Isolda en un contexto de misterio inicial. Creo, sin embargo, que algo se le ha es- capado: Tristdén pierde una Isolda y encuentra otra (las dos Madeleines o las dos Judys); cuan- do reclama la verdadera, moribundo, es la Isol- da rubia la que pide. Scottie no se conforma con Judy tetida, maquillada, vestida de Madeleine, y dice su verdadero nombre invocando su ver- dadero ser*. * Anoto una curiosidad mas bien que propongo una revelacién. La libreria a que conduce a Scottie su amiga, la pintora, se llama Argosy. El diccionario inglés no quiere que el nombre se aplique ni al monstruo de los cien ojos ni al fiel perro de Ulises nia la nave de los argonautas. Dice que es el nombre poético dado a ciertas embarcaciones, originado en Ragucia (Ragosy) por el deletreo precario de un poeta isabelino, Sin embargo, en el film, toda la entrevista con el sabio por viejo (como Argos, también de memoria larga) Pop Liebel es por demas misteriosa y coloca al espectador y a Scottie (no asi a su zafia, pragmitica novia o amiga) en la pista de los misterios. Pop Liebel habla del pasado roman- tico (gético, a juzgar por la arquitectura con que Hitchcock recobra ese pasado), violento y perdido de California, y enumera las diversas Carlotas Valdés: «The beautiful Carlota», «the sad Carlota», «the mad Carlota», Parece, en su conversacién suspendida, enere el dia y la noche, un viejo saj6n 0 celta 0 islandés enhebrando sagas para discurrir en la larga vela- da nérdica: el Snorri Sturluson del pobre. 112 _ Las connotaciones de la segunda parte de Vé&tigo con las multiples leyendas del a/ter ego son innumerables. Citarlas todas no conseguirfa mas que hacer confuso lo que quiere ser aclaratorio. Pero he aquf algunas que no he podido dejar pa- sar de largo. La «otra Isolda», la de blancas ma- nos, es, evidentemente, un facsfmil pobre de la rubia Isolda. En la Palinodia, de Estesicoro, se in- venta que Helena, otra legendaria mujer rubia, nunca lleg6 a Troya: en su lugar viajé «un doble, un fantasma». (Una leyenda relata que el poeta fue dejado ciego por «haber insultado a Helena» y que sélo recobré la vista cuando escribié su poema.) En la Helena de Euripides, Juno, molesta contra Paris, el raptor, sustituye a Helena por una sombra que luego consigue pasar por la He- lena real, ahora refugiada en la isla de Faros, en Egipto. La falsa Helena vive diez afios con los troyanos y siete con su marido Menelao, que no sabe que ha rescatado de las ruinas de Troya el fantasma de Helena. He aqui, en boca de la pro- pia Helena, la verdadera, el cuento, segtin relata la leyenda de Euripides: «Pero Juno llevé a mal no haber vencido a las otras diosas y anulé mi matrimonio con Alejandro, y no consintié que me poseyera el hijo del rey Priamo, dandole en mi lugar una viva imagen mia formada de aire». Se lee en E/ banquete, en el argumento de Fedro, esta versiOn de la leyenda de Orfeo: «{...}a Orfeo {...] le arrojaron del Hades, sin concederle lo que 113 r pedfa. En lugar de devolverle a su mujer, que an- daba buscando, le presentaron un fantasma, una sombra de ella». Aqui volvemos al mito de Or- feo, para terminar esta breve pesquisa. Es curioso que el mito de Tristan e Isolda pertenezca a la tradicién aria del gusto por los cabellos rubios, porque Hitchcock también padece la supersti- cién de las mujeres rubias. Rubia es Madeleine Carroll y también Ingrid Bergman y Grace Kelly, sus actrices favoritas; rubias son Joan Fontaine y Eva Marie Saint y Vera Miles y Janet Leigh y Tallulah Bankhead y Marlene Dietrich; y rubia es, doblemente rubia, Kim Novak. De Tristdn, del Tristén de Wagner, viene la musica. La parti- tura perfecta (perfecta para el film, esto es) de Bernard Herrmann, el misico que Orson Welles levé a Hollywood en E/ cindadano, el preferido de Hitchcock, tiene unas connotaciones wagne- rianas que no me parecen casuales. El ostinato 1a- gubre de las tres notas iniciales mantiene la os- cilacién de un péndulo y denuncia que el tema del film es también el tiempo. Las repetidas se- cuencias musicales, el conato de melodia infinita remiten al éxtasis amoroso, al «sentimiento oced- nico» del amor, pero también a Richard Wagner, y en los aullidos finales de las trompas, en los tutti desgarrados de los metales he querido ver un recuerdo de Muerte y transfiguracion, del epigono de los epigonos de Richard Wagner, el otro Ri- chard, Richard Strauss. La habanera que es el te- 114 ma de Carlota Valdés (que Cafn llamé en su cré- nica las «habaneras depravadas», en la pesadilla), y tememora el pasado espafiol de California, ade- Janta el doble climax de la misién de San Juan Bautista, que da todo el sentido al film —por otra parte, la habanera es una forma musical ob- sesiva y misteriosa y ex6tica. Da gusto oir hablar a Hitchcock de sus as- tucias técnicas. He aqui lo que dice de la famosa escena del beso (una de las tantas escenas famosas de besos de Hitchcock, como las habia en No- torius y en La ventana indiscreta): «Para filmar el largo beso de Scottie y de Judy, hemos fotografia- do los lugares del cuarto y de la cuadra, después filmamos a los actores que estaban sobre un es- cenario giratorio puesto delante de una pantalla de transparencias, sobre la que proyectamos los elementos del decorado». Esta técnica giratoria completa con su estructura formal una idea que les adelanté antes: Hitchcock opone el orbe ce- rrado del amor al malvado universo exterior, que es siempre triangular*. Para lograrlo, el Gnico ca- mino posible es la espiral, la via segura por que Dante visité los circulos infernales. Asi, Saul Bass interpreta y anuncia toda la visién metaffsica del * Los griegos crefan en una felicidad esférica o al menos circular. Dice Alcmeén de Crotona: «Los hombres perecen porque son inca- paces de juntar el principio con su fin». Lo remite a Herdclito: «En la periferia del circulo, principio y fin son uno». 115 film con los créditos maravillosos y originales y perfectos: un gran ojo rojo, el ojo del Averno, atrae incesante los extremos de una espiral: la es- piral del amor, de la muerte y del descenso al in- fierno. Acepté, finalmente, la visién adelantada de Cain: Vértigo es de nuevo el mito de Orfeo. Scottie es Orfeo, que conoce los misterios modernos que adoptan las formas policiales. Madeleine es Eu- ridice o el amor. Judy es Madeleine encontrada de nuevo: es decir, Euridice rescatada poco a poco del infierno de la soledad y del olvido. Judy-Made- leine es Euridice perdida ya para siempre porque Orfeo Scottie ha violado la regla del juego y ha mirado atrds, buscando la verdad. Sin hacer caso de un viejo conocedor de las mitologfas medite- rraneas, Paul Valéry, que ha dicho: «Los mitos son las almas de nuestras acciones y amores. Sdlo podemos obrar moviéndonos hacia un fantasma. Sélo podemos amar lo que creemos». El primer descenso al infierno lo hace Scottie cuando sabe que Judy ha muerto, cuando sufre las pesadillas, cuando enloquece. Dice Hitchcock, en una entre- vista: «Scottie tiene pesadillas porque quiere mo- rir, porque busca a Madeleine en la muerte. Por eso suefia siempre con la tumba vacia que le espe- ra. Cuando cae, cae en esa tumba». Esa tumba es la locura, su manjfa de la reconstrucci6én, su amor loco para un racionalista. Para mi es un verda- dero descenso a los infiernos, un encuentro con el 116 mito: «Sefiores, ;querrfan ofr ustedes un cuento terrible de amor, de miedo y de muerte?» Las ba- cantes son esa monja que dice, como Juana de Arco: «He ofdo voces», al desencadenar la tltima, la verdadera tragedia. Le preguntan a Hitchcock: ¢Scottie cae, después, al final? Dice Hitchcock: «Si, creo que cae. Aunque puede volverse y hacer el amora la monja». Yo sé bien que es la monja quien hace el amor —una catequesis— a Scottie, como las terribles mujeres de la Tracia. Pero Scottie no la oird, porque llora a Eurfdice y finalmente caera en el abismo del infierno pagano de los mitos y el misterio y el enigma devorador. Vértigo ha sido mal entendida: sera cabal- mente comprendida dentro de veinte o treinta afios. Toca a ustedes esta noche acercarnos algu- nos de esos afios de un golpe de intuicién: hacer que la evaluacién no espere a ser revaluacién y gozar su extrafio placer sensual y admirar su perfecta escritura cinematica, y de paso adelan- tar la necesaria comprensi6n intelectual de este film metafisico, que, sin embargo, como las obras maestras de la literatura, puede ser gustado en su dimensién de entretenimiento por el espec- tador virginal. Dice Eric Rohmer estas palabras que pueden también ser las mias: «Si he puesto en exergo a esta critica una frase de Platén, que podemos leer inscrita por Edgar Poe a la cabeza de su “Morella”, donde el argumento recuerda al de Vértigo, se entiende que yo no quiero igua- 117 tampoco al de las Historias extraordinarias, simplemente proponer una clave capaz, en mi opinién, de abrir mas puertas que las otras. Tanto peor si parece un poco pretenciosa». El epigrafe de Platén dice la tiltima palabra sobre este film esotérico: «E] mismo, para él mismo, con él mis- mo, homogéneo, eterno». 118 HAWKS QUIERE DECIR HALCON Dice el diccionario Webster: «Hawk, nom- bre. (Anglosajén, Aafoc; holandés, havik; aleman, habitch; islandés, haurk; danés, hig; una extensién del verbo tener, have.) Ave de rapifia de la familia de los halcones; un halcén». Dice el diccionario Appleton-Cuyas, tradu- ciendo: «Hawk (hok). I.s. (orn). halc6n, gavilén». Dice el diccionario de la Real Academia Espafiola: «Halcén. (Del lat. falco, -onis). m. Zool. Ave rapaz diurna, de unos cuarenta centimetros de largo desde la cabeza hasta la extremidad de la cola, y muy cerca de nueve decimetros de en- vergadura; cabeza pequefia, pico fuerte, curvo y dentado en la mandibula superior; plumaje de color variado con la edad, pues cuando joven es de color pardo con manchas rojizas en la parte superior, y blanquecino rayado de gris por el vientre; pero a medida que el animal envejece se vuelve plomizo con manchas negras en la espal- da, se obscurecen y sefialan més las rayas de la parte inferior, y, en cambio, aclara el color del 119

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