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http://laspalabrasquenovalen.wordpress.com/yo-en-25-preguntas/
Antes de que la ciudad entera despierte y las primeras rutas de buses empiecen a
movilizar miles de ciudadanos por el ajedrez de muchísimos peones y pocos reyes
que es ésta ciudad tan variopinta, ya hay quienes se levantan para iniciar un día
lleno de trabajo. Ellos son vendedores de productos del campo, cerca de
cincuenta personas –entre niños y adultos–, que cada sábado de ocho de la
mañana a nueve y media de la noche, se sitúan para el tradicional Mercado
Campesino, ubicado en el sector de San Cristóbal Norte en una bodega de la calle
163 con Carrera 7-B y en las confluencias de este punto.
Cada puesto de venta es un lugar que reúne toda una familia y cada uno parece
tener un lugar predeterminado en medio de toda la mecánica. En los puestos se
ve tanto adultos como niños que, con un saludo y una sonrisa, invitan a mirar y
llevar los productos que ofrecen. Cuando llega un cliente, ellos se concentran en
dar la mejor atención y en asegurarse de que las personas lleven la mejor
variedad de productos.
Este microuniverso del mercado representa la vida de cada quien que muestra
una risa afable a cada día, así deban enfrentarse a condiciones frente a los que
muchos se rendirían sin intentarlo siquiera. Una de estas personas es María
Isabel. Se ubica a las afueras de la bodega, sobre la Carrera Séptima. Su puesto
se reduce a unas cuantas canastas sobre las que ubica sus productos y una caja
de tablas de madera en la que se sienta. Ella llega cada sábado a las dos de la
tarde. Sin embargo, no es que su trabajo empiece tarde. Ella y su familia se
levantan a diario muy temprano, se dirigen a la Central de Abastos de Bogotá
(Corabastos) y ahí compran todos los productos que venderán en San Cristóbal
Norte. Una camioneta se encarga del transporte de los alimentos desde un punto
al otro. Ella debe abordar el sistema TransMilenio para llegar desde el sur de la
ciudad, donde vive, a esta parte de la ciudad.
María Isabel está atendiendo su puesto sola, frecuentemente viene toda su familia,
pero hoy su esposo atiende otro puesto, igual al de ella, pero ubicado en el sector
del centro de la ciudad. Entre sus productos se destacan mazorcas y plátanos,
aunque hoy sus ventas han estado “regulares”, como ella misma las define. Desde
hace 33 años trabaja vendiendo productos del campo; sin preguntar su edad se
puede deducir que ese trabajo ha sido de toda una vida. María Isabel señala que
agradece mucho que hoy no haya llovido. Para estos últimos meses del año la
temporada de lluvias ya ha empezado, pero hoy ella se siente afortunada y
agradecida con el clima. “Cuando llueve, no tenemos de otra. Como nos hacemos
en la calle nos toca mojarnos”.
Eso me lleva a preguntarle por la bodega. Ella dice “que los de adentro son gente
a parte de los de afuera”. Y, a pesar de que lo diga, se puede notar que en todos
los puestos hay algo que los une y los hace ser uno solo. Cada venta es un cuadro
que se hace muy similar al siguiente y este a todos los que lo rodean. En medio de
todas las canastas que sirven como mesones para exhibir los productos, se ven
todos como una familia.
Aunque parezca que ésta es una actividad semanal, la vida de las personas que
asisten al mercado con sus productos no se limita a la rutina del día sábado. Ellos
van a diferentes partes entre semana, municipios aledaños a la capital como
Zipaquirá o Facatativá, incluso otros sectores de la misma Bogotá.
“¿No va a llevar una papaya, una piña?”, les pregunta Juan Carlos a una pareja de
adultos que mira hacía sus productos.
Sé que Juan Carlos se siente muy bien con su trabajo y con el hecho de poder
colaborarle a su familia. También tiene amigos en otros puestos: “Todo el mundo
se habla con las otras personas, la gente trabaja como en una gran familia”. Ésta
es una visión del mercado que contrasta con la que ha planteado María Isabel:
“Aquí, todo es como una gran competencia, cada quien vende como puede y casi
todos traen los mismos productos”. Cada frase representaba las miradas de un
niño y un adulto que confluyen por las mismas razones en el mismo espacio.
Ya cerca de las nueve de la noche, hay quienes se bajan de los buses volviendo
del trabajo o abordan las rutas que los llevaran a casa. Los vendedores ya llevan
todo un día trabajando; sin embargo, aún esperan. Las horas de la noche son las
mejores de su venta, porque, precisamente, es el momento en que los habitantes
del sector terminan su rutina del sábado con un recorrido ya cotidiano por los
puestos, esperando encontrar las ofertas a las que ellos están acostumbrados:
“Piñas a mil”, “Tres paquetes por dos mil, de lo quiera”.
Ya tarde en la noche y con el cierre de las últimas ventas cada trabajador del
mercado termina su día en el puesto. Los pequeños esperaron pacientemente a
que sus padres concluyeran sus labores, ahora entre todos ellos cargan los
camiones con los productos que han quedado del día. Volverán a sus casas y
mañana tendrán una rutina similar a la de hoy en otro punto de la ciudad o fuera
de ella. Estos puntos de la Calle 163 y la Carrera 7ª ahora están vacíos de
vendedores y anuncios. Las voces familiares de trabajadores como Juan Carlos o
María Isabel, ahora son reemplazadas por un ruido caótico y desordenado. Ruido
de autos, buses y peatones que en medio del frenesí rutinario no serán
conscientes de su paso entre las calles.