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3-¿Hay alguien que sea de limpio corazón?

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Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia,
porque ellos serán saciados.
(Mt 5:6; Lc 6:21)
CUARTA BIENAVENTURANZA

3
Practicar la justicia es adecuarse siempre a la voluntad del Padre tal
como la muestra Jesucristo.

La expresión acerca de tener hambre y sed de justicia hay que


entenderla, en este sentido, como el anhelo ardiente de vivir según la voluntad
del Creador.

¿Puede el ser humano alcanzar esta clase de justicia?

Todo intento humano de adecuación al proyecto de Dios debe estar


marcado por su gracia y, con toda probabilidad, sólo se alcanzará plenamente
después del paso por la muerte.

No obstante, el Maestro invita a vivir en el amor y el perdón hacia todos


los seres humanos, incluidos los propios enemigos.

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De manera que la justicia a que se refiere aquí Jesús no es solamente la
justicia social de los derechos humanos, que tanto se pregona hoy por doquier,
sino mucho más que eso.

1
Se trata de la nueva justicia producida por el nuevo nacimiento. Una
actitud que procede de Dios y puede arraigar en la persona por medio de la
gracia divina.

El Creador es justo en un sentido muy diferente a como lo puede ser el


hombre.

La Biblia enseña que Dios es justo porque actúa con misericordia y salva
a la criatura humana, no simplemente porque exige sus derechos.

El hombre es justo cuando hace lo que Dios quiere y anhela una


integridad total en su vida.

Tener hambre y sed de justicia es aspirar a que la voluntad de Dios se


realice en nuestra existencia, de tal manera que seamos siempre respetuosos
con los derechos que él posee sobre cada uno de nosotros.

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Es un hecho evidente que la inmensa mayoría de las personas busca su
propia felicidad.

Este es el motivo fundamental que está en el origen de tantos esfuerzos


y comportamientos humanos.

No obstante, la trágica realidad es que no todas las criaturas consiguen


hallarla.

La felicidad se torna para muchos como una quimera inalcanzable que


escapa continuamente y se esconde tras las cortinas del gran teatro de la vida.

Siempre persiguiéndola, pero nunca dándole alcance. ¿Por qué será


esto así?

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2
Quizás sea porque, conscientemente o no, invertimos los términos de
estas palabras de Jesús. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia, porque ellos serán saciados.

En lugar de vivir hambrientos y sedientos de justicia lo que anhelamos


de verdad es la felicidad.

Aquello que deseamos no es la justicia sino la bienaventuranza.


Entendemos el versículo al revés, por eso fracasamos en nuestro intento.

Sin embargo, la Escritura indica que no debemos buscar la felicidad


personal, sino que ésta será siempre una consecuencia inmediata de la
búsqueda sincera de la justicia.

Tal es la tragedia de tantas personas que no conocen a Jesucristo, pero


también de algunos creyentes que no han entendido todavía en qué consiste la
voluntad de Dios para sus vidas.

La Biblia enseña que solamente alcanzan la felicidad quienes buscan


primero la justicia en sus propias vidas.

Quien procura ser justo delante de Dios, descubre que esa sed de
justicia le proporciona también una felicidad plena y permanente.

Pero quien sitúa la felicidad en el lugar de la justicia, resulta que nunca


es verdaderamente feliz.

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Hay personas en las iglesias evangélicas que se pasan la vida buscando
felicidad.

Acuden a todas las reuniones, cultos y convenciones con la esperanza


de descubrir experiencias nuevas que les colmen de gozo o les lleven hasta el
éxtasis espiritual.

Se fijan en los demás que parecen ser felices y les envidian porque ellos
no consiguen igualar su estado.

Viven hambrientos y sedientos de una dicha que nunca alcanzan


plenamente.

Y lo cierto es que no resulta extraño que no la alcancen, ya que los


creyentes no estamos hechos para tener hambre y sed de experiencias
gratificantes o para buscar ansiosamente la ventura y prosperidad espiritual.

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La voluntad de Dios para sus hijos es que busquen en primer lugar la
justicia que viene de lo alto, que procuren vivir justamente, y después recibirán
las demás cosas.

El Señor Jesús refiriéndose a los afanes de la vida y a las necesidades


materiales dijo: Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas
estas cosas os serán añadidas (Mt 6:33). Primero la justicia, después todo lo
demás.

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¿Por qué dice Jesús que quienes tienen hambre y sed de justicia son
bienaventurados? Pues, sencillamente, porque van a recibir aquello que
desean.

Los creyentes que sienten ese anhelo profundo y esa hambre de Dios en
sus vidas serán plenamente saciados mediante el pan de vida de Jesucristo.

Poco después de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y


los peces, él dijo: Yo soy el pan de la vida; el que a mí viene, nunca tendrá
hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás (Jn 6:35).

Cuando el ser humano reconoce esta necesidad espiritual profunda y


acude a Jesucristo, no cabe ninguna duda de que Dios satisface de inmediato
su hambre y su sed.

La justicia de Cristo le justifica. El muro de separación entre Dios y el


hombre, constituido por la culpa y el pecado, se resquebraja y disuelve para
siempre.

El perdón que irradia la cruz del Calvario se extiende a todos los


rincones del mundo, alcanzando a los pecadores arrepentidos.

Y el Dios Creador mira a los convertidos a través de la justicia de Cristo,


olvidándose de su pecado y arrojándolo para siempre en lo más profundo del
mar.

Los ve como hombres y mujeres perdonados que ya no están bajo la ley


sino bajo la gracia.

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El cristiano es una persona que experimenta hambre y sed
de justicia pero paradójicamente, al ser saciado de tal deseo,
vuelve de nuevo a tener más hambre y más sed.

Esta es la mayor bendición de la vida cristiana.

Alcanzar un determinado estadio de santidad no es como


lograr un título humano para colgarlo en la pared y recrearse el
resto de la existencia contemplándolo.

Se trata de proseguir siempre adelante, subiendo peldaños


de gloria en gloria hasta llegar al lugar que nos corresponde en
el más allá.

En esto consiste la felicidad de estar hambrientos y


sedientos de justicia. ¿Tenemos nosotros este tipo de hambre y
sed?

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Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos recibirán misericordia.
(Mt 5:7)
QUINTA BIENAVENTURANZA

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En la lengua hebrea hay una misma palabra para referirse a la
misericordia y a las entrañas de una persona.
Ambos conceptos vienen de rehem, que significa el útero materno.
Ser misericordioso, para la mentalidad judía, equivale a que a uno se le
conmuevan las entrañas ante una necesidad o problema del prójimo.
Sin embargo, en español, esta palabra deriva de dos términos latinos
que son: corazón y miserias.
Tener misericordia significa literalmente poseer un corazón atento a las
miserias o preocupado por las desgracias de los demás.

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Se trata de una sensibilidad interior que se traduce en un actuar a favor
de quienes lo necesitan.
Por tanto, los misericordiosos son los que abren su corazón, o sus
entrañas, ante el sufrimiento de sus semejantes y procuran ayudarles a
disminuir sus males.

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El Maestro dice a sus discípulos: Porque tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve
desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a
mí (Mt 25:35-36).
Todos estos comportamientos a que se refiere el Señor Jesús son obras
de misericordia aunque dicha palabra no figure aquí, ya que se trata de las seis
obras típicas de misericordia que procuraban cumplir los judíos piadosos.
Es misericordioso quien da de comer al hambriento o de beber al
sediento, quien acoge y hospeda al forastero, quien regala ropas al que no las
posee, quien visita a los enfermos o a los encarcelados con el deseo de
consolarles y animarles.
No obstante, la capacidad para perdonar las deudas o las ofensas de
nuestros semejantes es la obra de misericordia por excelencia. Jesús dedicó
precisamente una parábola, la de los dos deudores, para tratar este asunto.

¿Qué es ser misericordioso?


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La mejor manera de poner a prueba la verdadera misericordia es frente
a la ofensa injusta. Cuando alguien hiere nuestro amor propio u ofende nuestra
sensibilidad injustamente, podemos saber si actuamos con misericordia
examinando cómo cambian nuestros sentimientos hacia esa persona ofensora.
Si sólo pensamos en la venganza y anhelamos la mínima oportunidad
para desquitarnos, devolviendo mal por mal, es porque no deseamos actuar
con misericordia.
Pero si hay espíritu de compasión hacia el ofensor y sentimientos de
bondad para los enemigos, entonces es posible ser misericordioso.

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Existen diversos ejemplos en la Biblia acerca de lo que es la
misericordia.
En la parábola del buen samaritano vemos claramente la diferencia que
hay entre las personas que actúan con misericordia y las que no.
Otros individuos antes que el viajero de Samaria habían visto a aquél
pobre hombre herido, desposeído de sus pertenencias y que yacía en el suelo
moribundo, tendido en el camino que unía Jerusalén con Jericó.

Sin embargo, aunque quizás sintieran lástima en su corazón (esto no lo


sabemos), ninguno de ellos hizo nada a favor del agredido.
El único que se detuvo y actuó con misericordia fue precisamente el
buen samaritano.
Ser misericordioso es cruzar el umbral entre la compasión y la acción.
Se trata de esforzarse por hacer algo para aliviar el sufrimiento del
prójimo.
La misericordia que no obra no es misericordia porque no trasciende el
plano de los sentimientos íntimos y no llega nunca a materializarse en ayuda
concreta.
Desde luego, el ejemplo por excelencia lo proporciona el propio carácter
de Dios.
La Escritura afirma que el Creador viendo nuestra triste situación de
pecado nos amó tanto que sintió misericordia de nosotros y envió a su Hijo
Jesucristo a morir por la humanidad. Sentir misericordia es actuar sin esperar
nada a cambio.

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Desde la óptica de la fe vemos a los no creyentes como víctimas del
pecado y del poder del mal.
No se trata ya de individuos que nos desagradan y con los que no
estamos de acuerdo en muchas cosas, sino que ahora los vemos como
personas de las que debemos compadecernos porque viven, muchas veces
inconscientemente, gobernados por ideologías y corrientes propias de los
ídolos de este mundo.

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En el fondo, están siendo usados y controlados por Satanás.
Son criaturas que se encuentran en la misma situación en que
estábamos nosotros antes de conocer a Jesucristo.
De ahí que nuestra actitud hacia ellos deba ser esa clase de misericordia
capaz de distinguir entre el pecado (condenable porque desagrada a Dios) y el
pecador (por el cual murió Cristo).
La misma compasión por sus propios verdugos que tuvo Jesús cuando
estaba derramando su sangre en el Calvario, debiera también caracterizar
nuestra existencia terrena.
Él oraba así: Padre perdónalos porque no saben lo que hacen. El
Maligno sí sabía lo que hacían, pero ellos no eran conscientes de estar
asesinando al Hijo de Dios. Eran víctimas de su propio pecado que les cegaba
el discernimiento espiritual.
Nosotros también debemos alcanzar esta madurez espiritual capaz de
sentir misericordia incluso hacia aquellos que se burlan, difaman el nombre de
Jesucristo o procuran convencer a los demás de que Dios no existe.
Los cristianos estamos llamados a sentir amor por los esclavos del
pecado, pero también a denunciar enérgicamente el trágico error en que viven.

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Por el contrario, si no somos misericordiosos con nuestros semejantes
es porque todavía no hemos comprendido lo que significa la gracia y la
misericordia de Dios en nuestra vida.
Podemos pertenecer a una iglesia pero estamos alejados de Cristo ya
que seguimos aún en nuestros errores y pecados.
No se trata de estar bien registrado en el libro de miembros de una
congregación.
Tampoco de estar interesados por las cosas del Señor o por los estudios
de teología.
Se trata de una sola cuestión: ¿somos misericordioso? ¿Nos
compadecemos de nuestros semejantes incluso cuando nos ofenden?
¿Sentimos compasión de los perdidos?
Si es así, ¡bienaventurados porque también recibiremos misericordia!

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Bienaventurados los de limpio corazón,
porque ellos verán a Dios.
(Mt 5:8)
SEXTA BIENAVENTURANZA

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El esquema del sermón de Jesús
Llegamos así a la sexta bienaventuranza, la de los limpios de corazón.
Creo que es un buen momento para reflexionar en torno a la estructura del
mensaje que Cristo desea inculcar en sus oyentes por medio de estas ocho
exclamaciones.
Entre las diversas interpretaciones propuestas hay una que, a mi modo
de ver, parece la más acertada.
Se trata de lo que podríamos llamar la estructura en escalera asimétrica.
La primera parte de dicha escalera plegable correspondería a los tres
peldaños que reflejan la conciencia de la necesidad que debe experimentar
todo discípulo de Cristo.
La pobreza en espíritu que queda patente al compararnos con Dios, el
llanto a causa de nuestra condición pecaminosa y la mansedumbre como
consecuencia de haber entendido nuestro egocentrismo.
Se ascendería así al cuarto nivel, el de aquellos que son
bienaventurados por tener hambre y sed de justicia.
Después de haber reconocido la necesidad que tenemos de Dios y de
experimentar el deseo de que su voluntad sea realizada también en la tierra, en
este cuarto peldaño se alcanzaría la satisfacción de la necesidad:
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados.
Estamos en el nivel superior, quienes realmente son conscientes de su
profunda necesidad de Dios, finalmente alcanzarán aquello que anhelan y
serán saciados.
A partir de dicha situación, se empieza a descender la escalera pero por
el otro lado.
Pasamos a experimentar el resultado de dicha satisfacción.

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Los seguidores de Cristo que han conseguido subir hasta el último
peldaño pueden empezar ahora a descender experimentando la misericordia,
la limpieza de corazón y esa paz capaz de contagiarse a otros.
La última consecuencia de dicho descenso, el postrer peldaño
correspondiente a la octava bienaventuranza que convierte la escalera en
asimétrica, es el resultado de padecer persecución por causa de la justicia,
pero injustamente.
Hay algo interesante en este esquema. Resulta que las tres primeras
exclamaciones correspondientes a los tres primeros escalones de subida están
relacionadas con las tres de bajada.
Los pobres en espíritu son también quienes actúan con misericordia.
Únicamente aquél que se da cuenta de que nada es y nada tiene delante de
Dios, y que por tanto depende absolutamente de él, es el que está en
condiciones de actuar con misericordia hacia sus semejantes.
De modo que la primera bienaventuranza está ligada a la quinta.
De igual manera, el segundo peldaño se corresponde con el sexto. Los
que lloran lo hacen porque han descubierto su condición pecadora. Lloran no
solamente porque son conscientes de que cometen pecado sino, sobre todo,
porque saben de esa tendencia innata al mal que posee el alma humana.
Su llanto se debe al reconocimiento de la perversión del carácter del
hombre.
Esta capacidad se relaciona estrechamente con los llamados limpios de
corazón, ya que la única manera de llegar a tener el corazón limpio es caer en
la cuenta de que se posee un corazón impuro y se sufre hasta el extremo de
hacer lo único que puede conducir a la purificación y limpieza del mismo:
arrepentirse y confesar a Cristo permitiendo así que su sangre nos limpie de
todo pecado.
La tercera relación queda establecida también entre los mansos (tercera
bienaventuranza) y los que hacen la paz (séptima bienaventuranza).
El que no es manso está incapacitado para hacer la paz a su alrededor.
¿Quién puede ser embajador de la paz sino aquél que tiene paz en su alma y
se comporta siempre con mansedumbre?
Por último y de manera paradójica el Maestro concluye su mensaje con
el resultado final que espera a todo cristiano que ha transitado por esta singular
escalera: el octavo escalón de la persecución por causa de la justicia.
Estas serían, por tanto, las tres partes del esquema de las
bienaventuranzas de Jesús, según las recoge Mateo: conciencia de la
necesidad, satisfacción de la misma y resultados de dicha satisfacción.

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¿Qué significa ser limpio de corazón?
Es muy posible que el Señor Jesús al pronunciar estas palabras tuviera
en mente ciertas exclamaciones del salmista.
Por ejemplo, el salmo 24:3-4 dice: ¿Quién subirá al monte del Señor?
¿Quién permanecerá en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón,
que no ha elevado su alma a la vanidad ni ha jurado con engaño.
Para el autor de este salmo el "limpio de corazón" era la persona que
vivía delante de Dios con total integridad y rectitud.
Por tanto, el sentido de la limpieza de corazón en el Antiguo Testamento
está relacionado con la sinceridad, la justicia y la honestidad.
Se trata de personas que viven de acuerdo a lo que piensan, a lo que
dicen y a aquello que hacen.
Hoy diríamos que son individuos auténticos, no solamente porque son
sinceros, sino sobre todo porque buscan siempre tener unas relaciones rectas
y verdaderas, tanto con Dios como con sus semejantes.
Personas que interiormente están exentas de malicia o perversidad, que
buscan el bien y son leales con el Señor y con el prójimo.

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¿Qué entendían sus contemporáneos cuando empleaba tal simbolismo?
Hoy, en nuestra cultura occidental, el corazón se ha convertido en la
sede de los sentimientos.
El día de san Valentín los enamorados regalan enormes corazones rojos
a sus amadas con la intención de expresarles así su amor.
Sin embargo, en la mentalidad judía el corazón era el centro de la
personalidad de donde procedía todo lo demás.
No sólo la sede de los sentimientos o las emociones, sino también la
mente que razona y la voluntad que toma las decisiones.
El corazón se entendía como el ser humano total.
Por tanto, al decir: "bienaventurados los de limpio corazón", el Maestro
se refiere a quienes son puros, no sólo externamente sino en el centro mismo
de su ser, en la fuente de donde manan todas las actividades humanas.
Son puros de mente, de sentimientos y de voluntad.

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Los fariseos habían deformado el mensaje de la revelación. Insistían
continuamente en reducir la justicia en la vida del creyente a una simple
cuestión de conducta externa. Es decir, de ética.
De ahí que Jesús les corrigiera afirmando que la limpieza de corazón no
es sólo una cuestión formal de apariencia exterior, de cumplimiento de reglas,
normas o lavatorios rituales, sino algo que nace en el centro de la persona, en
su mismo corazón.
Un individuo podía ser legalmente justo, desde el punto de vista de la ley
farisaica, pero interiormente encontrarse como un sepulcro repleto de
corrupción.
Para Dios lo que cuenta no son las apariencias sino la sinceridad interior.
El error de los filósofos de la Ilustración (Rousseau) de pensar que el
hombre era bueno por naturaleza arraigó en Occidente provocando la
convicción de que todos los problemas del ser humano se deben al ambiente
en que éste se desarrolla y que, por tanto, para cambiar al hombre lo único que
hay que hacer es modificar su ambiente.
Esta es una trágica falacia que olvida que el ser humano cayó al
principio, precisamente en un ambiente inmejorable como era el paraíso.
Colocar a las personas en un ambiente perfecto no va a solucionar el
problema del mal que brota de su mismo corazón.
El Señor Jesús señaló claramente que el corazón es siempre la raíz de
casi todos los problemas humanos.
La mayoría de nuestros pecados nacen del corazón porque, como
señala el profeta Jeremías, es engañoso… más que todas las cosas, y
perverso.
La Biblia dice, en contra de las teorías de la Ilustración, que los
problemas del hombre se originan en el mismo centro de su ser.
Por tanto, no basta con crear una sociedad más justa y democrática, no
es suficiente con proporcionar una buena educación a todos los ciudadanos o
cultivar especialmente su intelecto.
Desde luego que todo esto son acciones positivas, pero para mejorar
definitivamente al ser humano hay que hurgar en su corazón.
Hay que limpiarlo completamente. Y esta limpieza radical sólo la puede
realizar el sacrificio de Jesucristo.

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Llegar a ser limpios de corazón es en realidad ser como Jesucristo
mismo, el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca, siempre fue
íntegro, perfecto, puro y sin mancha;
significa guardar por encima de todo el primer y mayor de todos
los mandamientos: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con
toda tu alma, y con toda tu mente;
implica que el deseo supremo de nuestra vida es vivir para la
gloria del Creador en todos los sentidos.

Ver a Dios cara a cara


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El Señor dice que solamente los que son así, de limpio corazón, verán a
Dios.
También en la carta a los Hebreos se nos habla de la santidad, sin la
cual nadie verá al Señor (Heb 12:14).
La finalidad última de la fe cristiana es conducir al ser humano a la visión
de Dios. Sin embargo, para alcanzar dicha meta es imprescindible llegar a
tener un corazón limpio como el de Jesucristo.
Algunos teólogos de la antigüedad dedicaron mucho tiempo a considerar
cómo se podía ver a Dios, si él posee una apariencia visible para el ser
humano y se le podría observar cara a cara o, por el contrario, se trata
solamente de un ser espiritual que sólo se deja ver mediante los ojos de la fe.
Es evidente que la respuesta a dicha cuestión escapa a las posibilidades
humanas. Nunca podremos conocer la verdad hasta que estemos
definitivamente en su presencia.

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En el Nuevo Testamento el propio Señor Jesús afirma claramente: el
que me ha visto a mí, ha visto al Padre.
El Maestro de Galilea es, por tanto, la imagen de Dios más exacta que
podemos tener.
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De aquí se sigue que sólo verá al Creador quien en su vida terrena
únicamente se haya fijado en Jesucristo, que es el Hijo de Dios; aquellos que
hayan entregado plenamente su corazón a Jesús para que él reine
exclusivamente en ellos.
El apóstol Juan escribió: Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no
se ha manifestado lo que seremos. Pero sabemos que cuando él sea
manifestado seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es (1 Jn
3:2).
Esta es la promesa más sorprendente que jamás se ha hecho al ser
humano. La de llegar a ver a Dios "tal como él es", es decir, cara a cara.
Si de verdad entendiéramos tales palabras, ellas cambiarían por
completo nuestra vida.
Los cristianos estamos destinados a la presencia y visualización eterna
del Rey de reyes y Señor de señores.
Algún día viviremos una audiencia personal con Dios que nunca tendrá
fin. ¿Nos estamos preparando ya para dicho acontecimiento? ¿Qué vamos a
decir ante quien lo sabe todo de nosotros?
Debemos desprendernos de todo aquello que se interpone entre él y
nosotros. Tenemos que hacer morir las obras de la carne.
¿Acaso esto no vale la pena, si lo que nos espera es la visión del
Creador del universo? Si tenemos esta esperanza, toda nuestra existencia será
una preparación para ese instante eterno.
Viviremos tal como sugiere Juan: Y todo aquel que tiene esta esperanza
en él, se purifica a sí mismo, como él también es puro (1 Jn 3:3). La misma
esperanza genera purificación.

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Bienaventurados los que hacen la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.
(Mt 5:9)
SÉPTIMA BIENAVENTURANZA

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Los que hacen la paz no son "pacíficos" ni tampoco "pacificadores".
Estas palabras de Jesús no se dirigen a aquellos individuos que se
comportan naturalmente de forma pacífica o poseen un temperamento tranquilo
que nunca busca pleitos, sino más bien a aquellos que se comprometen
activamente con la construcción de la paz.
Tampoco el término pacificador aplicado a la persona que posee poder y
lo impone unilateralmente reprimiendo a los demás si es necesario para
conseguir paz, encaja bien con esta definición del Maestro.
Semejante actitud era, por ejemplo, la de los embajadores de Roma que
imponían la paz en su imperio por la fuerza de las armas y se les llamaba así:
"pacificadores". El Señor Jesús se está refiriendo a otra actitud muy diferente.

27
Los hacedores de paz son quienes se esfuerzan y comprometen por
reparar las relaciones deterioradas entre las personas, creando paz donde
antes había discordia o enfrentamiento.
El discípulo de Cristo debe tomar siempre la iniciativa en el
restablecimiento de las relaciones pacíficas, incluso aunque no sea
responsable del conflicto interpersonal.

28
¿Cómo puede actuar el creyente si, a pesar de hacer la paz, sigue
teniendo enemigos?
Jesús responde que sólo hay dos maneras de actuar: mediante los
gestos positivos y por medio del lenguaje del amor.
Ejemplos de gestos positivos frente a provocaciones negativas serían:
dar o prestar al que pide, llevar la carga obligada el doble de lo que se exige,
no ir a juicio por la túnica sino ofrecer también el manto y mostrar la otra mejilla
después de haber sido golpeado (Mt 5:38-42).

15
El lenguaje del amor hacia las personas que están en contra de nosotros
consiste en orar por ellas y saludarlas.
Es decir, desearles la paz (el shalom), el pleno crecimiento humano y
espiritual (Mt 5:43-48). En una palabra, responder al mal con el bien.
Sin embargo, la paz que deben construir los cristianos no puede ser una
paz a cualquier precio que rompa el compromiso con Cristo o con los valores
del evangelio.
El modelo de constructor de paz por excelencia será siempre el del
propio Señor Jesucristo, quien se enfrentó a los poderosos de su época con
humildad y amor, pero también denunciando claramente sus errores e
hipocresías.

29
El apóstol Pablo usa una expresión muy próxima a la de esta
bienaventuranza cuando escribe, refiriéndose a Jesús: por cuanto agradó al
Padre que en él habitase toda plenitud y por medio de él reconciliar consigo
mismo todas las cosas, tanto sobre la tierra como en los cielos, haciendo la
paz mediante la sangre de su cruz (Co 1:18-20).
Por tanto, la paz en el sentido general de "salvación" sólo puede ser
obra de Dios. La paz entre el Creador y los seres humanos procede del
sacrificio de Cristo en la cruz.
La verdadera paz se crea en la cruz, de ahí que los seguidores del
Maestro, quienes desean hacer la paz en el mundo tengan que llevar también
la cruz con su Señor.
No se trata de una tarea fácil. Hacer la paz implica dialogar con cada
parte, convencer con la fuerza del amor pero también de la persuasión
razonable.

30
No obstante, para llevar la paz hay que tenerla primero. La paz habita en
los corazones de los creyentes por medio de Cristo y suele materializarse en el
ejercicio del amor.
Como escribe Pablo: Pero sobre todas estas cosas vestíos de amor, que
es el vínculo perfecto. Y la paz de Cristo gobierne en vuestros corazones (Co.
3:14-15).

16
La comunidad de aquellos que poseen la paz de Cristo, es decir la
Iglesia, debe invitar a la paz mediante su propio ejemplo a aquellos que no
pertenecen a ella.

31
¿Cómo se crea la paz? Pues renunciando a cualquier situación de
violencia, fuerza o rebelión, ya que estas actitudes no sirven para nada en el
reino de Dios.
Los verdaderos discípulos cristianos prefieren llorar a provocar llanto en
los demás.
Están dispuestos a construir Iglesia frente a otros que la rompen o
dividen.
No se imponen por la fuerza y saben soportar el desprecio en silencio.
Es así como mantienen la paz de Cristo, venciendo al mal con el bien.

32
Estas palabras de Jesús tuvieron que provocar una gran sorpresa en el
auditorio judío ya que ellos estaban convencidos de que el Mesías que había
de llegar pondría fin, militarmente hablando, a la situación de opresión política
que padecía el pueblo hebreo por parte del Imperio romano.
Pensaban que el Hijo de Dios les hablaría de rebelión y espada contra
Roma, en vez de amor a los enemigos y de relaciones de paz.
Creían que se convertirían en la noción más poderosa del mundo
gracias a ese rey de reyes y a la fuerza de las armas.
Era evidente que el Maestro no respondía a las expectativas
nacionalistas de un Mesías judío que se habían ido gestando, por deformación
del texto bíblico, a lo largo de la historia del pueblo elegido.

33
Tan arraigada estaba esta idea en Israel que incluso el propio Juan el
Bautista, desde la cárcel en que se hallaba, envió a sus discípulos para que
preguntaran al Maestro: ¿Eres tú aquel que ha de venir, o esperaremos a otro?
(Mt 11:3).

17
Ni siquiera Juan estaba seguro de la identidad mesiánica de Jesús
porque éste no encajaba con lo que se esperaba de un Mesías.
Sí, era cierto que el Señor hacía que los ciegos vieran, los cojos
caminaran, los leprosos fueran limpiados, los sordos oyeran e incluso que
algunos muertos fueran resucitados y que el evangelio se anunciara también a
los pobres, pero ¿cuándo iba a empuñar de una vez las armas contra el
imperialismo romano o a liderar la esperada insurrección?
La respuesta del Maestro a los discípulos de Juan finalizó también
mediante una breve bienaventuranza: Y bienaventurado es el que no toma
ofensa en mí.
Es decir, dichoso aquel que no se ofende por la actitud de Cristo aunque
ésta no responda a las expectativas equivocadas que se tenían sobre él.
Jesús no siempre hace o dice lo que a los hombres les gustaría ver u oír.
El cristiano es dichoso al aceptar la palabra del Señor y ponerla como
modelo de vida, aunque en muchas ocasiones tal aceptación le provoque
sinsabores y sufrimientos.

34
El que hace la paz, según los términos bíblicos, es quien está
preocupado sobre todo porque las personas se pongan en paz con Dios.
Ponerse en paz con Dios es cambiar el corazón viejo por uno nuevo.
Se trata de un punto de vista completamente novedoso y diferente al que
tienen los demás pacificadores de este mundo.
Las bienaventuranzas de Jesús proponen un orden lógico para llegar a
ser un hacedor de paz.
Únicamente la persona de limpio corazón puede hacer la paz, pues si no
posee un corazón limpio sino lleno de celos, envidias, contiendas, etc., es
evidente que nunca podrá crear paz a su alrededor.
De la misma manera, necesitará también ser mansa. Es decir, haberse
liberado del egoísmo personal, ya que si siempre piensa en ella misma, en
obtener el máximo beneficio o en protegerse las espaldas, no podrá ser neutral
para reconciliar a las dos partes.

35
El hacedor de paz no juzga las cosas según el efecto que le producen a
él mismo sino según lo que es mejor para Dios y para la extensión de su reino.

18
Aquí radica precisamente una de las mayores dificultades para lograr la
paz. La tendencia natural de las personas es juzgarlo todo desde un punto de
vista egoísta.
Ante cualquier decisión que debamos tomar en la vida, nuestra mente
siempre se pregunta: ¿Y esto a mí de qué me sirve? ¿En qué me beneficia o
perjudica? ¿Qué voy a ganar después de todo? ¿Me conviene? ¿Se respetan
mis derechos?
Todo el mundo se hace las mismas preguntas egoístas antes de tomar
cualquier determinación.
Y esta es precisamente la raíz del conflicto. Las guerras entre los seres
humanos surgen de tal manera de pensar centrada completamente en el ego
personal.
Pues bien, esto es lo primero que debe cambiar en su vida quien desee
hacer la paz entre los hombres.

36
Cuando el cristiano reconoce su propia miseria delante de Dios,
adquiere una nueva imagen de sí mismo.
Ante la evidencia de esa tendencia natural al pecado y a la realidad de
las injusticias cometidas en la vida, el creyente maduro llega a considerarse
como un miserable pecador que carece de derechos y cualquier tipo de
privilegios ante el Altísimo.
Quien ha pasado por las distintas fases que marcan las
bienaventuranzas, se ha visto como pobre en espíritu, ha llorado por su
culpabilidad y ha experimentado hambre y sed de justicia, llega a una situación
espiritual en la que ya no intenta defender sus derechos y tampoco se formula
la perniciosa pregunta: ¿qué provecho obtengo?
Paulatinamente el discípulo de Cristo aprende a olvidarse de su yo e
incluso puede llegar a odiarlo.
El Señor Jesús se refería a este sentimiento cuando dijo: Si alguno
viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas
y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo (Lc 14:26).
Se trata de aborrecer al hombre o a la mujer natural que hay en
nosotros. Quizás esta sea una de las mejores pruebas para saber si somos o
no cristianos.
¿Me he llegado a odiar a mí mismo? ¿Puedo decir con Pablo, ¡miserable
de mí!? El que no puede hacer esto con sinceridad está incapacitado también
para hacer la paz en el mundo.

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Saber guardar silencio. Descubrir el enorme poder pacificador de no
hablar más de lo estrictamente necesario. Como muy bien aconseja Santiago,
si supiéramos controlar nuestra lengua habría menos pleitos en el mundo. Todo
hombre sea pronto para oír, lento para hablar y lento para la ira (Stg 1:19).
Cuando se nos explica algo que tiene que ver con una persona
conocida, es propio de un buen constructor de paz, no repetir lo que se ha
oído, sobre todo si sabe que con ello puede causar daño al individuo en
cuestión o incluso a quien lo escucha.
¿Qué clase de amigo es aquél que acude inmediatamente a contar el
chisme que acaba de oír, sabiendo que se trata de palabras ofensivas que van
a causar dolor? ¿No es esto hipocresía y falsa amistad?
Las frases desagradables e hirientes no vale la pena siquiera repetirlas.
El cristiano debe aprender a controlar su lengua. Si deseamos crear paz,
frenemos nuestra boca.
Quienes hacen la paz serán llamados hijos de Dios porque en realidad
actúan como su Padre celestial. Dios siempre ha procurado hacer la paz con
los seres humanos porque es un Dios de paz. Por eso quienes hacen la paz
están repitiendo lo que el Creador hizo y en este sentido son sus hijos.

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Bienaventurados los que son perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos.
(Mt 5:10)
OCTAVA BIENAVENTURANZA

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Llegamos así a la octava y última bienaventuranza que es presentada
por Mateo en dos formas (Mt 5:10 y 5:11-12). En ella se declara dichosos a
aquellos que padecen persecuciones por causa de su compromiso personal
con Cristo.

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Lo que se pretende exaltar aquí no es la propia persecución sino la
fidelidad a Jesús.
La dicha de los discípulos que van a ser perseguidos no se debe al
sufrimiento que experimentarán por culpa del asedio judío o romano, sino más
bien a su glorioso compromiso de fe con Jesucristo, por cuya defensa y
vindicación padecerán o incluso sucumbirán.
Ser perseguidos por causa de la justicia significa por causa de Cristo,
por ser justos como lo fue Jesús, tal como se explica en el versículo siguiente:
… os persiguen, y dicen toda clase de mal contra vosotros por mi causa.

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Aquellos que siguen los pasos de Cristo renunciando a las posesiones
materiales, a la felicidad terrenal, al propio derecho, la justicia, la honra y el
poder, necesariamente resultarán raros o chocantes para la sociedad en la que
viven ya que se distinguirán notablemente del resto de la gente.
Por eso, en vez de ser reconocidos y valorados, serán rechazados y
perseguidos.
¿Cómo se soporta este odio del mundo? ¡Con alegría! Por lo menos así
lo hicieron todos los apóstoles siguiendo el consejo del Maestro: Gozaos y
alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos.
El hecho de ser perseguidos por causa de la justicia, es decir de Cristo,
de alguna manera es una confirmación de nuestro propio cristianismo y de que
somos ciudadanos del reino de los cielos.
Como los creyentes primitivos, estaremos satisfechos de haber sido
tenidos por dignos de sufrir por el Señor. Como dice Pablo: Porque se os ha
concedido a vosotros, a causa de Cristo, no solamente el privilegio de creer en
él, sino también el de sufrir por su causa (Fil 1:29).
¡Sufrir por Cristo es nuestro privilegio aquí en la tierra!

FIN
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