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Colombia, paramilitarismo
y conflicto social
GUIDO PICCOLI
© Guido Piccoli
© 2º Edición en español: Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos, ILSA
Calle 38 No. 16-45. Teléfonos: (571) 2455955, 2884772, 2884437, 2880416
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11 PRÓLOGO
1
15 YAIR Y PABLO
2
31 LA ÚLTIMA CORRIDA
3
43 EL AGUJERO NEGRO
4
55 LA OBSESIÓN DEL AGUA
5
71 LOS BENEFICIOS DE LA MÁSCARA
6
83 SANGRE Y COCA
7
99 LOS SILENCIADORES OFICIALES
8
113 LA LEY DE LA MOTOSIERRA
9
129 LOS MALOS DE LA PELÍCULA
10
145 EL TERROR DE LA PAZ
14
213 CASARSE, POR FIN
15
225 LOS MISMOS CON LAS MISMAS
233 CRONOLOGÍA
237 BIBLIOGRAFÍA
E l mundo es cada vez más injusto. Crecen las diferencias entre países
ricos y países pobres, y entre pobres y ricos en cada país. No es ideolo-
gía. Lo dicen todos.
Sin embargo, los países ricos que lo dominan pretenden, creen, o
fingen instalar la democracia en todas partes. Pero la democracia no pue-
de convivir con la injusticia. Con la auténtica no, por lo menos. ¿Qué ha-
cer entonces?
Este libro presenta un sistema para resolver esa contradicción.
Eficaz, moderno, refinado y, como todos los sistemas, en modo alguno
casual. Colombia, donde este sistema ha sido experimentado con mayor
tesón y éxito, sirve de cobaya al resto del mundo. Un laboratorio del mundo
globalizado, escandalosamente injusto pero “democrático”.
El sistema ha demostrado que funciona respetando, por lo menos
formalmente, las reglas de la democracia representativa y del Estado so-
cial de derecho. Aunque Colombia es considerada generalmente como una
democracia representativa, con un Estado social de derecho, tiene, sin
embargo, sus peros.
En Colombia se vota, incluso con frecuencia, y son legales los
partidos de cualquier ideología, incluido el comunista. Pero los partidos
tienen asegurada su existencia solamente mientras no atacan los privile-
gios, no desgarran, no denuncian el sistema. A la Unión Patriótica (UP),
que se ha atrevido a hacerlo, le ha sido aplicado este sistema sin piedad.
las protestas, se les comienza a acusar –si no lo han hecho para entonces–
de respaldar a la guerrilla. Luego se va por los líderes, uno tras otro. “Cuan-
do los empresarios ven que un empleado se prepara y tiene condiciones
para discutir con ellos, es hombre muerto”, referían los trabajadores de
las bananeras. De esa manera fueron asesinados, por ejemplo, 23 delega-
dos de los 27 que pertenecían al movimiento de los cocaleros, que bloquea-
ron en 1996 las regiones del sur para protestar contra las fumigaciones.
Desde hace décadas son diezmados los directivos sindicales de los sectores
de riesgo. Así, según la Conferencia Internacional de Organizaciones Sin-
dicales Libres (CIOLS) en 2002, de los 312 sindicalistas asesinados en el
mundo entero, 280 lo fueron tan solo en Colombia.
La lista podría continuar con los activistas de los derechos huma-
nos, los abogados de los opositores políticos, los jueces que se atienen a las
leyes, los moralistas, los honestos, los entrometidos… Podríamos citar luego
a los ladrones de caminos, a los vagabundos, las prostitutas, los enfermos
mentales… a todos los expuestos al sistema.
Evidentemente, la aplicación del sistema requiere un mecanismo
engrasado y una red de ejecutores amplia y extendida por el territorio
nacional. No existe ninguno tan poderoso, estructurado y manifiesto en
país alguno como en Colombia, ni ha obtenido en parte alguna una acep-
tación social tan extensa.
Este libro recorre el fenómeno de la privatización del empleo de la
fuerza y la degradación paralela del Estado. Cuenta las hazañas de los
guerreros privados, desde pájaros como el Cóndor, o el Vampiro, el Negro
Vladimir y King Kong, hasta el italiano Salvatore Mancuso, el narco “para”
don Berna, o los capos de los capos, Fidel y Carlos Castaño. También habla
de sus empresarios, los políticos y estrategas que han diseñado y aproba-
do el sistema sin ensuciarse las manos, como los presidentes Kennedy y
Uribe, los ministros y los oligarcas colombianos. Y de quienes se las ensu-
cian a menudo: generales, coroneles, tenientes y capitanes.
Este libro también habla de droga y de guerrilla. Alguien objetará
que habla poco. Desde hace muchos años se fomenta la creencia de que la
barbarie colombiana depende de la droga, y se vende la idea de que se aca-
baría con ella si fuera eliminada la guerrilla. Por más que Göbbels dijera
que una mentira repetida cien veces se convierte en realidad, estas afirma-
ciones siguen siendo mentira aunque se repitan cien y hasta un millón de
veces. La barbarie, como la guerrilla, nace y depende de la injusticia, obs-
cena y creciente, que no puede ser defendida por una pantomima de de-
mocracia. Si el narcotráfico terminara por arte de magia, y fuera derrotada
Yair y Pablo
1
Y air Klein gritó “¡Fuego!” Cuando el Toyota se acercó a los blancos de
cartón, los alumnos de los asientos de atrás sacaron el cuerpo por las
ventanillas y descargaron sus metralletas mini Uzi.
Pablo Escobar no quiso participar en la exhibición final del pri-
mer curso de matones realizado en Colombia. Los instructores israelíes no
le resultaban simpáticos. Quienes sí se encontraban aquel día de febrero
de 1988 en el improvisado polígono de tiro de la finca El Cincuenta eran
los Pérez y algún otro latifundista de la región del Magdalena Medio, el
alcalde de Puerto Boyacá y algunos oficiales del destacamento local del
ejército, como el coronel Luis Bohórquez. Hacía los honores de la casa
Gonzalo Rodríguez Gacha, apodado El Mexicano, que parecía el más entu-
siasmado con el curso que acababa de diplomar a 30 nuevos sicarios, en-
tre los que se hallaba su hijo Freddy. “Hemos gastado en cada uno de ustedes
más de un millón y medio de pesos, y recuperaremos ese dinero hasta el
último centavo”, manifestó en un discurso improvisado el considerado,
después de Escobar,1 el segundo capo del cartel de Medellín.
2. Sobre las actividades de Escobar y Rodríguez Gacha, véase Piccoli (1994) y Casti-
llo (1991).
3. Sobre las actividades de los mercenarios israelíes y sobre el export de Israel en Co-
lombia, véase Cockburn y Cockburn (1991).
4. Los testimonios sobre la muerte del leñador por motivos económicos, en Tras los
pasos perdidos de la guerra sucia (1995).
juez dos semanas después de su arresto, una práctica facilitada por el Es-
tatuto Antiterrorista para combatir a los narcos y aplicado casi exclusiva-
mente a los opositores políticos y sociales. Posteriormente se descubrió que
en el acta de los interrogatorios figuraba como abogado defensor un ofi-
cial que había participado activamente en las torturas a los detenidos.
Aquella operación fue dirigida por el mayor Luis Felipe Becerra,
el mismo que unos días más tarde pagaría con su tarjeta de crédito la es-
tancia en el Hotel Intercontinental de Medellín del grupo de matones de
Puerto Boyacá que se dirigía a Urabá. La compleja máquina de muerte se
puso en marcha en la noche de plenilunio del 4 de marzo. A la una de la
madrugada los habitantes del miserable campamento de la hacienda Hon-
duras fueron despertados por la llegada de algunas todoterreno y los gri-
tos de un grupo de hombres armados. “¡Abran todas las puertas!”, fue la
primera orden inteligible. Rodearon sin más la barraca de los solteros, que
fueron empujados fuera y obligados a tumbarse sobre el empedrado del
patio central. Tres de ellos lograron milagrosamente salvarse, escondién-
dose bajo el techo. La gente, aterrorizada, distinguió a la entrada del cam-
pamento la sombra de dos camiones llenos de soldados, inmóviles. Nadie
se ilusionó de que acudirían en su ayuda.
El jefe de los milicianos era un gigante negro, con un gorro rojo.
Algunos de ellos gritaban “¡Muerte al EPL!” “¡Vivan las FARC!”
En unos segundos reunieron a 17 braceros, todos ellos afiliados
al sindicato. Los familiares, encerrados en sus casas, no podían hacer otra
cosa que rezar y llorar. Primero oyeron los gritos de algunos jóvenes mien-
tras les arrancaban las uñas. Después, una ráfaga aislada y, finalmente,
una descarga interminable de disparos. Se oyó “¡Cabo, hay uno vivo!” al
hacerse silencio. La última ráfaga acabó con Pedro, un bracero de 25 años.
El primero que murió fue Alirio que, aprovechando un momento de des-
cuido del comando, había tratado de huir, pero fue alcanzado y asesinado
en medio del campo donde solían jugar fútbol los trabajadores el domingo
por la tarde.
Antes de marcharse, escoltados por los dos camiones militares,
los asesinos quemaron el cobertizo bajo el que se hacían las reuniones sin-
dicales, y destruyeron el pequeño camión de la comunidad utilizado para
el transporte escolar. Sin embargo, no habían concluido su incursión. En
la hacienda cercana, La Negra, mataron delante de sus familiares a otros
tres braceros. Cuando empezó a clarear en la hacienda Honduras, las
mujeres lloraban junto a los cuerpos casi decapitados de sus hombres, al-
canzados en pleno rostro por balas explosivas. Otras vagaban sin tino. Se
2
E n Bogotá soplaba un viento frío por los adoquines de la plaza de Santa
María, proveniente de los nevados occidentales que brillaban a lo lejos.
Cuando el último toro de la corrida de aquel domingo, a finales de marzo
de 1949, salió a la plaza, los espectadores comenzaron a aplaudir para
entrar en calor y animar al toro y al torero. En unos minutos se dieron
cuenta de que el animal no tenía intención alguna de morir dignamente y
menos dando un espectáculo. Era demasiado lento, casi manso. Tal vez
resignado. Nada parecía sacarlo de su pereza. Ni los aplausos, que se trans-
formaron pronto en protestas y luego en silbidos e insultos, ni la capa roja
que el esbelto torero agitaba ante sus ojos, y tampoco la media docena de
banderillas que le fueron clavadas sin piedad en el lomo. El público co-
menzó a gritar. Un joven saltó la barrera y se lanzó al ruedo. Fue detenido
por un par de policías, y arreciaron las protestas. Después de unos mo-
mentos fue imitado por otros, produciéndose frenéticas escaramuzas con
los agentes.
Aquélla fue, desde ese momento, la verdadera corrida. Dentro del
ruedo había ya un sinfín de gente. Los policías desistieron, retrocediendo
pistola en mano hacia la salida. Lo mismo hizo el atónito torero, empu-
ñando la espada. Detrás de él salieron los picadores. El toro se quedó solo,
rodeado por un centenar de hombres descamisados y vociferantes. Por un
momento pareció salir de su letargo. Hizo un intento de atacar, pero que-
dó sin más paralizado, como una estatua en medio de la arena. El círculo
se fue estrechando a su alrededor. Aparecieron cuchillos y puñales e inclu-
tión (en sentido literal muy propio de Colombia), de vida o muerte para
los dos partidos.
“Se podría afirmar de forma genérica, sujeta naturalmente a ex-
cepciones, que no hay ninguna empresa grande, ninguna industria prós-
pera y rica en el país que no tenga el amparo de una ley, decreto o contrato”,
admitió en 1936 el presidente liberal Alfonso López Pumarejo. El Estado
era quien decidía la fortuna de los latifundistas y de los industriales, conce-
diendo o negando los créditos agrarios, los contratos para obras públicas,
las exenciones aduaneras, los descuentos fiscales y el apoyo institucional
en los conflictos laborales.
Mientras ambos partidos se diferenciaban cada vez menos, tanto
en los programas como en la práctica, la afiliación política constituía pa-
radójicamente el aspecto determinante de la sociedad colombiana, pues
dividía no solamente a los proletarios de las ciudades y de las zonas rura-
les, sino también a sectores ajenos a los procesos de producción, como por
ejemplo las mujeres, ancianos o niños. Nadie podía proclamarse neutral y
sentirse seguro. En un comunicado conjunto de marzo de 1949 liberales y
conservadores admitieron que “para vergüenza de nuestra cultura políti-
ca, acontece que en algunas regiones del país existen poblaciones donde la
violencia ha adquirido caracteres permanentes y sistemáticos, hasta el
punto de que a los miembros del partido minoritario les ha sido casi im-
posible continuar viviendo allí y han tenido que abandonar sus hogares y
sus bienes”. Dado que la violencia lo seguía a uno por todas partes “más
que una novia fea”, como se dice en Colombia, no bastaba con huir para
salvarse. La creación de zonas políticamente homogéneas, del todo rojas o
azules, exponía a los habitantes a la masacre de bandas contrarias.
Durante el periodo ininterrumpido de gobierno conservador, en-
tre 1885 y 1930, surgieron las primeras fábricas, sobre todo textiles, de
cigarrillos y cerveza, y se comenzó la construcción de carreteras, líneas
ferroviarias y puertos. El ejemplo de la revolución bolchevique animó a la
formación de sindicatos y partidos socialistas, que preocupó a los liberales
incluso más que a los conservadores. “No veo razón alguna en fundar un
tercer partido cuando todas las aspiraciones de los trabajadores encajan
en el liberalismo”, afirmó un político liberal durante la campaña electoral
de 1922. Los trabajadores colombianos se tomaron en serio las ideas so-
cialistas. En algunas regiones se llegó a bautizar a los hijos con la fórmula
“en el santo nombre de la humanidad oprimida”. Entre los más activos se
contaban los trabajadores del puerto, los transportadores del río Magda-
lena y los petroleros de la ciudad de Barrancabermeja, que promovieron
fuertes huelgas en 1924 y 1927. Pero la lucha más dura la llevaron a cabo
chas regiones bajo la consigna: “La tierra para quien la trabaja”. Gaitán
imprecaba contra las falsas divisiones en el seno del pueblo.
de Bogotá. Aquella mañana había ganado uno de los procesos más difíci-
les de su carrera de abogado, iniciada después de un largo periodo de estu-
dios en Italia. En el momento del atentado tenía un nutrido grupo de amigos
alrededor de él. A su lado caminaban dos dirigentes liberales que lo tenían
agarrado estrechamente por el brazo. Tal vez con cierta excesiva firmeza.
Era la una y cinco de la tarde del 9 de abril de 1948, la fecha más infausta
de la historia de Colombia. Aquel día empezó una de las más feroces car-
nicerías del siglo XX. La corrida de hacía dos domingos había sido sola-
mente una trágica premonición.
3
A demás de ser una buena persona, don Gonzalo era muy trabajador. Se
levantaba al amanecer y seguidamente iba a las montañas de Norcasia
a cortar árboles. Una mañana su hermana no le trajo el almuerzo, como
solía hacer todos los días. Cuando don Gonzalo volvió a casa, la encontró
muerta, atada a un poste. La habían violado. En el patio estaban los cadá-
veres sin cabeza de los dos hermanos, mientras que los cuerpos de los padres
yacían en casa, en el pasillo. El único que aún vivía era el hermano más
pequeño. Antes de morir en sus brazos, pudo decirle que los autores de
aquella matanza habían sido los bandidos. Desde entonces don Gonzalo se
dedicó a cortar cabezas de bandoleros. Era su verdadera obsesión. Cuando
había que matar a alguno, el primero en ofrecerse era él.
Lo mismo hizo aquel día sobre el puente de Río Manso, cuando
los soldados le llevaron 30 prisioneros que había que matar. No eran ban-
didos. Su única culpa era vivir en una pueblo considerado liberal. Estaba
don Gonzalo afilando el machete cuando colocaron primer campesino so-
bre el parapeto. Le cortó la cabeza con el clásico “corte de franela”, un corte
que rozaba el cuello de la camiseta de franela usada por los campesinos.
Así hizo con todos. Primero caían las cabezas al río. Después, los soldados
que sostenían a los condenados, arrojaban al agua los troncos salpicados
de sangre. La matanza realizada por don Gonzalo, el Mochacabezas, fue
vista por don Rafael, un campesino de Norcasia, escondido detrás de unas
matas en la colina cercana. “Yo veía caer las cabezas, los cuerpos, la san-
gre escurriendo y se me agriaba el corazón. Cortar la cabeza es dejar al
cuerpo sin alma. Ahí tiene uno su inteligencia, su amor, sus ojos, es que
uno es su cabeza, lo otro es importante, pero uno vive sin una mano, sin
un pie, pero sin cabeza no”, recuerda don Rafael (Salazar, 1990).
No todos los colombianos se convirtieron en cortacabezas, como
don Gonzalo, en los años que siguieron al asesinato de Gaitán, pero mu-
chos de los 300.000 asesinados en aquella época lo fueron de manera no
menos atroz que sus familiares y que los 30 hombres decapitados sobre el
puente de Río Manso. Millones de hombres vieron, como don Rafael, epi-
sodios de violencia que les marcaron para toda la vida.
En aquel fatídico 9 de abril de 1948, la noticia del atentado con-
tra el líder liberal se propagó en unos instantes por la capital y, a través de
la radio, por Colombia entera. No fue necesario convocar una huelga ge-
neral. El país paró espontáneamente y una parte del pueblo comenzó a
reaccionar, guiándose solamente por la ira y el deseo de venganza, sordo a
cualquier invitación a la calma e incluso a las directivas del Partido Liberal
o Comunista. En Bogotá estaban celebrando la Novena Conferencia Pana-
mericana. Entre los participantes se hallaba el secretario de Estado norte-
americano, el general George Marshall. En la ciudad, tomando parte en
un congreso de estudiantes latinoamericanos, estaba asimismo el joven
cubano Fidel Castro. Apenas explotó la revuelta, Marshall fue introducido
en el primer avión a punto de despegar y enviado a Washington. Castro,
por su parte, se sintió entusiasmado al principio por aquella furia
devastadora, pero luego se vio desolado por su fracaso.
Quienes bajaron por las calles de Bogotá y se lanzaron contra los
símbolos del poder político y económico que los había marginado y em-
pobrecido fueron vagabundos, desempleados, y obreros, pero también
comerciantes, profesores y artesanos, componentes de aquel pueblo al que
Gaitán había dado identidad y voz y que, con su muerte, se encontraba de
golpe desesperadamente huérfano. Una muchedumbre cada vez más nu-
merosa, armada de fusiles, pistolas, picos y palos asaltó como una marea
imparable, y prendió fuego a los edificios donde tenía sus sedes el Partido
Conservador, o se hallaban las viviendas de sus dirigentes, los locales del
periódico El Siglo, y las oficinas de las grandes industrias y bancos. Tam-
bién incendiaron alguna iglesia. Cuando estaban dirigiéndose a la de San
Ignacio, en pleno centro, los manifestantes fueron detenidos por los curas
que disparaban como locos desde el campanario. Tanto el ejército como la
policía fueron pillados por sorpresa. En un cuartel del centro, los policías
distribuyeron armas a los manifestantes. En otros cuarteles los recibieron
a tiros de fusil. Los militares tuvieron que emplearse a fondo para llegar
hasta el Palacio presidencial y formar un cordón defensivo. En las prime-
las fuerzas del bien a las cuales pertenecen los partidos del orden
y la justicia, y de otro, todas las fuerzas que han producido ma-
les inmensos como el 9 de abril, con las que se han solidarizado
los jefes de los partidos que hostigan siempre a la Iglesia, llámense
comunistas, izquierdistas, demócratas, liberales o como quieran.
Comíamos muy bien, había buena carne, era ganado de las ha-
ciendas. Se vivía sabroso, yo no recuerdo una sola vez en que hu-
biéramos pasado hambre… Si uno pasaba por una vereda, tenía
que desayunar dos y tres veces. No había riesgo, la gente era ca-
riñosa y protectora. La guerrilla subsiste porque el pueblo la
quiere, porque el pueblo la mira con simpatía y colabora,
recordó un ex guerrillero.
Los conservadores y los liberales diferían en la forma de acabar
con los rebeldes. Los primeros aspiraban a imponer el orden con la fuerza.
Los segundos proponían una desmovilización consensuada. Ambas tácti-
cas eran complementarias. Cuando la mediación liberal fracasaba, el go-
bierno conservador mandaba al ejército, que hacía tiempo había
abandonado su posición de relativa neutralidad. “Del odio liberal-conser-
vador estábamos pasando al verdadero problema de la lucha de clases”,
dijo el general Matallana.
Fue una transformación muy rápida. Los guerrilleros rompieron
en casi todas partes los acuerdos con los grandes propietarios liberales, y
éstos impusieron al partido que apoyara la represión de los llamados ban-
doleros. Cuando empezaron a coordinarse los principales frentes de resis-
tencia, la burguesía colombiana temió que pudiera crearse un nuevo
movimiento, popular y armado, en el país. Y sintió verdadero terror cuando
los rebeldes enarbolaron la hoz y el martillo, se propusieron como primer
objetivo la reforma agraria, y pasaron a la ofensiva en el plano militar. El
primer gran revés del ejército tuvo lugar en El Turpial, en los Llanos, don-
de un destacamento cayó en una emboscada. De los 98 militares que lo
componían, los guerrilleros de Guadalupe Salcedo no dejaron con vida más
que a dos, enviándolos desnudos a notificar la matanza a las autoridades.
Otra acción que desconcertó al país fue el asalto realizado por 200 campe-
4
A nastasia era una muchacha muy hermosa y atractiva de Marquetalia.
Sus curvas turbaban el sueño de los 46 guerrilleros más que el avance
de los miles y miles de lanceros, contra quienes combatían desde el 26 de
mayo de 1964, fecha del inicio de la más desproporcionada y frustrante
operación de las Fuerzas Armadas colombianas. En su honor, Manuel
Marulanda Vélez, apodado Tirofijo, bautizó con el nombre de Anastasia a
una mina hecha de dinamita y trozos de hierro, introducidos en una ba-
rrica de aguardiente. Anastasia cumplió plenamente su misión, extermi-
nando a un pelotón de soldados y haciendo recuperar una docena de fusi-
les a los guerrilleros. Aquella noche, Tirofijo y sus hombres celebraron el
atentado con bailes y canciones revolucionarias, acompañándose con gui-
tarras y maracas (Behar, 1985). “Se vivía, se peleaba, se comía, se dormía,
se cantaba, hasta se montaban pequeñas obras de teatro. Éramos felices”,
recordó Jacobo Arenas, que se convertiría en secretario de las FARC antes
de Tirofijo, y moriría de un infarto a la edad de 74 años, en 1990. Arenas,
que había manifestado en más de una ocasión su deseo de “morir en com-
bate, abrazado al cañón caliente de una submetralladora”, murió, pues,
de muerte natural, como se decía en Colombia antes de que lo natural fuera
acabar con una bala en el cuerpo.
El conflicto había empezado en el valle de Marquetalia, en la Cor-
dillera Oriental, donde se habían refugiado cientos de campesinos escapando
de las zonas más castigadas por la violencia. Desconfiados ante la pacifi-
cación propuesta, se organizaron los primeros núcleos de resistencia para
subversivos “moverse entre el pueblo como pez en el agua”, tal como indi-
caba en sus escritos Mao Tse-tung. Pronto se pasó de las palabras a los
hechos. Estados Unidos comenzó a proporcionar cada vez más asistencia
bélica y armas a Colombia, hasta hacerla su “partner” privilegiado en el
continente latinoamericano. Además de visitar el país, Kennedy envió cien-
tos de jóvenes de los Cuerpos de Paz para que hicieran propaganda de los
valores occidentales y contrarrestaran la simpatía popular hacia la revo-
lución cubana.
Los principios de la Doctrina de Seguridad Nacional fueron pro-
puestos a los militares colombianos en un momento en que el ejército atra-
vesaba una fase de reflexión. La Escuela Superior de Guerra de Bogotá había
publicado en 1960 un documento titulado “Una franca apreciación de la
situación de orden público en el país y de la intervención del comunismo
en las zonas de violencia”, en el que se admitía que “las acciones militares
con tropas regulares contra los bandoleros le han restado prestigio a las
Fuerzas Armadas y contribuyeron a aumentar las fuerzas de bandoleros”.
El general Ruiz Novoa afirmó en 1961 que era absolutamente necesario
destruir el verdadero estado de “complicidad colectiva” disfrutado por los
elementos “antisociales”. La reorganización del ejército llevó a la forma-
ción de la primera brigada móvil de contraguerrilla, compuesta por gru-
pos ágiles, organizados según el esquema de las unidades guerrilleras. Un
nuevo organismo de policía, el DAS, promovió la infiltración en los gru-
pos bandoleros, y la utilización masiva de informantes, elegidos preferen-
temente entre ex bandidos que se habían beneficiado de la amnistía. El
ejército trató de equiparse para la lucha antisubversiva también a nivel
teórico. En 1963 se imprimió el libro La guerra moderna, que centraba su
análisis en la experiencia contraguerrillera de Vietnam y Argelia y estaba
dirigido a los oficiales.
Ruiz Novoa estimuló el compromiso cívico-social de las Fuerzas
Armadas que, en las regiones de mayor conflicto, pusieron en marcha
cursos de alfabetización, abrieron centros médicos ambulatorios, constru-
yeron puentes y carreteras, siempre con el objetivo de “ganar los corazo-
nes y las mentes del pueblo”. La actividad de las brigadas “cívico-militares”
no duró mucho, además de que siempre estuvo acompañada por la “gue-
rra psicológica”, que era más clásica. En las montañas de Quindío, cerca
de Armenia, fueron lanzados pasquines para ayudar a los campesinos a
diferenciar a los militares de los guerrilleros. “El ejército emplea un trato
correcto con los ciudadanos, en ningún momento emplea palabras soeces
ni mal trato… visten uniformes iguales… y no usan zapatos de caucho
sino botas de cuero”, podía leerse.
que el ejército debería comprender sus orígenes sociales para combatir más
eficazmente a la guerrilla. Cuando Ruiz Novoa propuso en 1965 un plan
de estudios en las academias militares que preveía la enseñanza de disci-
plinas económicas y sociales impartidas por profesores progresistas, fue
obligado a dimitir por el Frente Nacional, con la excusa de un presunto
“primado de la sociedad civil”. La misma suerte sufriría diez años más tarde
el general Álvaro Valencia. También a él le resultó fatal la decisión de or-
ganizar ciclos de conferencias sobre las causas sociales del conflicto en la
Universidad Militar. La elite bipartidista lo acusó en primera instancia de
intentar un golpe, y después lo obligó a dimitir. Los pocos oficiales pro-
gresistas que se reunieron en los años setenta bajo el nombre Estrella Do-
rada, fueron identificados y expulsados del ejército, tal como le sucedió al
famoso general José Joaquín Matallana, forzado a dimitir en 1976 por
haber criticado la excesiva sumisión de Bogotá hacia los intereses de Esta-
dos Unidos. El sistema político no soportaba intrusiones. Sólo estaba dis-
puesto a distribuir a la cúpula de las Fuerzas Armadas una tajada
importante de riqueza y privilegios, permitiéndoles, mediante leyes dicta-
das al caso, ponerse al servicio de las empresas privadas y de las multina-
cionales. La British Petroleum, por ejemplo, se comprometió a pagar un
“impuesto de guerra” de 1,25 dólares por barril de petróleo extraído, re-
signándose a repartir una especie de comisión a los oficiales establecidos
en las zonas de sus pozos y por donde transcurrían sus oleoductos. Por
supuesto, el ejército tenía mano libre en la llamada gestión del orden pú-
blico y en la defensa de los intereses del gran capital.2
Con esa prerrogativa extendió por el territorio nacional la “gue-
rra no convencional” que, utilizando sicarios de forma masiva, tenía como
objetivo la “eliminación selectiva del enemigo (líderes políticos, sindicales
y populares), la masacre colectiva (contra quienes apoyan la subversión y
se niegan a brindar información a la inteligencia militar), y el genocidio
(contra las zonas y regiones en las que exista un reconocimiento formal
de la influencia del movimiento insurgente)” (Medina Gallego, 1990). Los
gobiernos reforzaron su legislación de guerra proclamando continuos es-
tados de asedio o de emergencia, que conllevaban la suspensión de los de-
rechos constitucionales y la transferencia de amplios poderes judiciales a
las Fuerzas Armadas. En 1965 fue promulgado el Decreto 3398 que con-
templaba “la organización y previsión de empleo de todos los habitantes y
recursos del país, en tiempo de paz, para garantizar la independencia na-
cional y la estabilidad de las instituciones”. Tres años más tarde fue vota-
en las elecciones siguientes, que pasó del 50% de ese año al 60% de las pre-
sidenciales de 1978, con puntas del 88% en Bogotá. Colombia demostraba
ser una “democracia sin pueblo”, mientras continuaba vendiéndose la
imagen de un país moderno, rico y democrático, con un pueblo a quien se
impedía tener una representación política o hasta protestar, so pena de ser
acusado de subversión. Y la subversión creció, inevitablemente. En varias
regiones del país se crearon organizaciones armadas de orientación
guevarista, entre las que se destacaron, además de las FARC, el filocubano
Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el EPL, de orientación maoista.
Existía la profunda convicción en los sectores progresistas de que después
de Cuba le iba a tocar el turno a Colombia.
Una parte amplia de la población no podía sino sentir simpatía
hacia quienes la gran prensa llamaba habitualmente bandoleros. El
paternalismo bipartidista y la guerra civil comenzada el 9 de abril de 1948
había debilitado notablemente otras formas organizadas del movimiento
popular. También se habían agravado las condiciones de vida, ya misera-
bles, de los colombianos. La desesperación originó protestas de todo tipo,
a menudo espontáneas. Los campesinos utilizaron los espacios abiertos por
la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), constituida por
el presidente del Frente Nacional más iluminado de su época, Lleras Restrepo,
para mantener su protesta de moderada reforma agraria. Pero cuando
ANUC se emancipó de la tutela gubernamental y organizó manifestacio-
nes y ocupaciones de fincas abandonadas, sobre todo a lo largo de la costa
atlántica, los latifundistas soltaron las bandas de pájaros contra sus diri-
gentes. El movimiento campesino se vio debilitado, asimismo, por las lu-
chas internas desde la mitad de los años setenta, entre un ala moderada y
gobiernista, un sector influenciado por el Partido Comunista, y otro toda-
vía más radical controlado por los maoístas.
En esta fase emergieron como vanguardia social los movimientos
cívicos urbanos, estimulados involuntariamente por las juntas de acción
municipal, creadas por el gobierno para involucrar a la población en los
proyectos de mejora de los servicios públicos. También en este caso, las
juntas comenzaron muy pronto a organizar manifestaciones para protes-
tar contra los aumentos de las tarifas o para reclamar servicios básicos,
como agua corriente, alcantarillado y electrificación. Muchos militantes
católicos decidieron trabajar en el nuevo movimiento. El gobierno osciló
entre compromisos formales de colaboración y la represión más brutal,
sistemáticamente anunciada por acusaciones de infiltraciones guerrilleras.
En 1985 eran más de 32.000 las organizaciones cívicas de ciudad
o de barrio, y tenían cinco millones de afiliados, con una consistencia ja-
5
R ecuerdo aquella mañana. Amanecía 1979. Mi primera reac-
ción fue de incredulidad. Estábamos acostumbrados al tipo
de acciones de las FARC que han sido muy cuidadosas en no tocar
fibras sensibles, de pronto sucede una emboscada en algún veri-
cueto de la selva… no nos llegan tan al alma. Cuando se llevaron
las armas, nuestra reacción fue grande, dolorosa, pero también
nos produjo el conocimiento de que para vivir en un estado de
guerra hay que hacer conciencia de que se está en guerra,
dijo un general de tres estrellas (Behar, 1985). En los cinco días que siguie-
ron al clamoroso hurto del Cantón Norte fueron realizadas un millar de
pesquisas que condujeron a la detención de 646 personas, entre militantes
y meros simpatizantes del M-19. La primera vergüenza fue lavada con
sangre. “Creo que hubo un afán de cerrar la herida causada”, afirmó un
alto oficial. Por su parte, Turbay había sido categórico con los generales:
“Ustedes en un mes me recuperan esas armas, hagan lo que tengan que
hacer, pero las armas hay que recuperarlas”. El ejército obedeció, hacien-
do cuanto fue necesario.
Mientras la tortura se volvía sistemática, no faltaba quien hacía
bromas sobre ello. Hernando Santos, propietario y director de El Tiempo,
escribió en una editorial: “Me encantan las tapaditas, pero no tanto como
las torturas” (Behar, 1985). Entre tantos otros, fue arrestado el responsa-
ble de la operación del Cantón Norte, el actor y director de televisión, Car-
los Duplat, llamado don Isidro por los compañeros del Eme.
Los jefes del Eme eran conscientes de haber dado un paso más largo
que la pierna. “Hasta ahí éramos la pureza en chanclas. Entonces viene el
enfrentamiento inevitable con el ejército” dijo en una entrevista Jaime
Bateman, número uno de la organización. A la propaganda del gobierno
que lo daba por aplastado, el movimiento respondió con la consigna “El
cios secretos del Estado. Los integrantes del Binci, por ejemplo, son duchos
en esta clase de actividades. Todo esto con la evidente asesoría de la CIA en
sus tareas de represión clandestina de los movimientos de izquierda”. El
Binci era la sigla del Batallón de Inteligencia y Contra Inteligencia del ejér-
cito colombiano, mejor conocido como XX brigada. Al año siguiente fue la
misma revista del ejército la que publicó una apología de las operaciones
clandestinas en un artículo titulado “El terrorismo como arma psicológi-
ca”, en el que se afirmaba que “hay que combatir al terrorista con sus
mismas tácticas”. Aunque no se aconsejaba explícitamente en los manua-
les la eliminación física de los opositores mediante el homicidio extrajudicial
y la desaparición forzada, ésta era practicada ampliamente.
Una vez que Turbay tomó posesión del Palacio Nariño, aparecie-
ron casi diariamente cadáveres mutilados en los basureros de Bogotá. Al
mismo tiempo recibían amenazas de muerte los abogados de los detenidos
políticos y los críticos del Estatuto de Seguridad. Aparecían en las paredes
escritos a favor de la guerra sucia, firmados por el grupo Alianza
Anticomunista Americana, que recordaba a la organización terrorista
Argentina del mismo nombre. El PCC acusó a los paramilitares del atenta-
do que destruyó su sede en 1978. Sin embargo, se equivocaba. La llamada
Triple A no era sino la máscara del Binci, dirigido ahora por el teniente
coronel Harold Bedoya (Tras los pasos, 1995). Cuando los investigadores
descubrieron que eran militares de rango medio y alto, incluyendo mayo-
res y tenientes coroneles, quienes habían ordenado diversos homicidios, se
pusieron en marcha los mecanismos de impunidad de la justicia militar y
la solidaridad del cuerpo, que llenó de promociones y medallas a los im-
putados.
Los militares no eran nuevos en la guerra sucia, pero el nivel del
enfrentamiento en que se hallaba el país exigía un salto cualitativo. Varios
departamentos decidieron colaborar con los matones mafiosos o utiliza-
ron la sigla MAS para consumo propio. O inventaron otras. Todo el país se
llenó de pronto de cadáveres de hombres de izquierda y de nuevas siglas
situadas a la extrema derecha, desde Caquetá al Magdalena Medio. A la
Triple A y al MAS se añadieron el Movimiento Democrático contra la Sub-
versión, el Movimiento Patriótico de Autodefensa Nacional, la Mano Ne-
gra, el Escuadrón del Machete y varios Muerte a los Comunistas, Muerte
a los revolucionarios del Noreste, y Muerte a los Revolucionarios y a los
Comunistas. Dado que no se castigaba ningún delito, la carnicería se di-
fundió por todo Colombia como un deporte popular. Jóvenes fanáticos de
las familias “de bien” se unieron a los policías y militares para ejercitarse
en el tiro al blanco nocturno contra vagabundos, prostitutas y travestidos,
reivindicando la “limpieza social” con siglas como Amor por Medellín, Cali
Limpia o Bogotá Linda.
Mientras crecía el terror institucional, se hundía en la ruina la
política de Turbay. No solamente la de guerra sino también la de paz. Su
propuesta de amnistía fue acogida solamente por cinco guerrilleros, y tres
bombas de mortero que el Eme hizo caer al amanecer del 20 de julio de
1981 en el recinto del palacio presidencial, hiriendo a dos militares de la
guardia personal de Turbay. Tras el atentado se endureció todavía más la
represión. Fue entonces cuando Gabriel García Márquez abandonó el país
por razones políticas.
Todos los candidatos a las elecciones presidenciales de 1982 pro-
metieron la paz. El más convincente resultó el conservador Belisario
Betancur. Las FARC aceptaron una tregua sin condiciones. El M-19 expre-
só su disponibilidad al diálogo “en el que se pacte un acuerdo patriótico
por la apertura democrática y la justicia social”. Betancur adoptó medidas
que parecían casi temerarias. Creó una Comisión de Paz que incluía, in-
cluso, a representantes del Partido Comunista y concedió una amnistía que
sacó de la cárcel a cientos de guerrilleros, entre ellos, al líder del M-19. El
general Fernando Landazábal, nombrado hacía poco ministro de Defensa,
protestó públicamente: “Cuando se ha estado a punto de obtener la victo-
ria militar definitiva sobre los alzados en armas, la acción de la autoridad
política interviene transformando sus derrotas en victorias de gran resonan-
cia”.2 Lo mismo opinaban exponentes de las grandes familias del país, que en
más de una ocasión afirmaron que no entendían por qué se rebajaba a
pactos con una guerrilla que se hallaba muy lejos de la toma del poder.
En octubre de 1982, Betancur invitó formalmente a la Procura-
duría General, un organismo gubernamental de control de los funciona-
rios estatales, a llevar a cabo una investigación sobre el fenómeno
paramilitar en Colombia, y sobre el MAS en particular. Un grupo de jue-
ces trabajó durante tres meses en las regiones de mayor violencia. En el
mes de febrero siguiente, el procurador general Carlos Jiménez Gómez hizo
público un documento que acusaba a 163 personas de pertenencia al MAS,
entre quienes se contaban 59 oficiales y militares en activo. Jiménez los
definió como “oficiales que se desbordan frente a las tentaciones de multi-
plicar su capacidad de acción y de aprovechar agentes privados, a quienes
empiezan a tomar como guías e informantes, colaboradores y auxiliares
en general y terminan utilizando como brazo oculto para que en plan de
6
U n gigante gordinflón, negro, de mirada triste y bondadosa: tal era el
aspecto del hombre que en 1990 confesó haber matado a más de 200
personas. Alonso de Jesús Baquero decidió hablar después de ser condena-
do a 30 años de cárcel por la matanza de doce personas, entre jueces y
agentes judiciales, que indagaban delitos cometidos por los paramilitares.
El hombre se había sentido abandonado por sus protectores, sobre todo
por los generales Carlos Gil, Faruk Yanine Díaz y Salcedo Lora. Éstos le
habían hecho saber antes de la sentencia que saldría pronto en libertad si
no citaba sus nombres.
Los jueces emplearon seis meses para resumir en 61 páginas la
narración de Baquero, más conocido como el Negro Vladimir, alumno de
los cursos dirigidos por Yair Klein en el Magdalena Medio. “Los militares
nos organizaron para que nosotros hiciéramos lo que ellos no podían ha-
cer, que era matar gente y cometer masacres” dijo Alonso.1 A propósito de
la muerte de 19 comerciantes, sospechosos de vender productos a la gue-
rrilla, Alonso refirió: “Hermano, hicimos una carnicería la hijueputa. Los
llevamos de la escuela 01, que era una escuela de entrenamiento de patru-
lleros de la organización paramilitar donde yo estuve tres meses de ins-
tructor, hasta El Palo de Mango y ahí los matamos, los picamos y los
echamos al río. Allá hablar de picar la gente es despedazar la persona por
las coyunturas, le quitan las manos, la cabeza, los pies, les sacan los intes-
tinos y echan el cuerpo aparte. Esto con el objeto de que no aparezca flo-
tando”. La confesión del capo paramilitar hizo posible esclarecer varias
matanzas de los años ochenta, entre ellas las de las aldeas Honduras y La
Negra en la zona bananera de Urabá. Y, naturalmente, la famosa de La
Rochela del 18 de enero de 1989.
7
“ Será presidente quien llegue vivo a las elecciones” parecía una frase in-
geniosa surgida ante el impacto emocional del asesinato del candidato
liberal Luis Carlos Galán. Pero se convirtió en realidad. El 21 de marzo de
1990 fue muerto en la sala de espera del aeropuerto de Bogotá Bernardo
Jaramillo, el candidato de Unión Patriótica. Junto a él se encontraban 13
escoltas y su mujer, con quien proyectaba pasar el fin de semana en la
costa del Caribe. Antes de ser alcanzado por los disparos de los escoltas, el
matón, un muchacho menudo de 15 años, se puso a gritar y a bailar, como
si estuviera celebrando un gol.
A raíz de la muerte de Galán, Jaramillo había manifestado: “Es-
cobar va a ser el chivo expiatorio de todas las porquerías que se han hecho
durante estos años”. Fue un buen oráculo. También su muerte fue atribui-
da a don Pablo, que se mostró ofendido y escribió una carta con su huella
dactilar afirmando que “el gobierno encuentra un culpable para justificar
ante el pueblo los asesinatos cometidos por sus sicarios oficiales”. Sólo tres
días antes, Jaramillo había sido acusado por el ministro Carlos Lemos
Simmonds de dirigir un movimiento de “testaferros políticos de la guerri-
lla”. El presidente de la UP le replicó: “Me acaba de colgar la lápida”. En el
año 2000, Lemos Simmonds reconocerá públicamente las prácticas crimi-
nales del poder contra la oposición política.
colombiano vivo más apuesto, una mezcla de Che Guevara y Omar Sharif.
A su llegada a Bogotá para firmar el acuerdo desmovilizador del Eme, había
sido acogido como un triunfador. Fue recibido por el mismo ex presidente
Julio César Turbay, quien doce años antes había inaugurado la época de
“terrorismo de Estado” de Colombia. Jaramillo y Pizarro habrían unido
seguramente sus fuerzas en la segunda vuelta electoral, con muchas posi-
bilidades de vencer a los candidatos del partido liberal y conservador. Pero
debían haber llegado vivos a la votación.
Mientras el Estado limitaba sus acusaciones a Escobar, muchos
periódicos indicaban también como posible ordenante de los asesinatos a
Fidel Castaño, conocido como Rambo, y aliado paramilitar del jefe. “Se-
gún las autoridades, el cartel de Medellín tiene dos brazos armados: el
urbano, que es el sicariato de la capital antioqueña, y el rural, que son los
paramilitares… el cartel es sólo uno y, hasta donde se sabe, Escobar lo
manda de verdad y Castaño es un lugarteniente”, escribía la revista Sema-
na, mientras un oficial norteamericano afirmaba en el Washington Post que
Fidel es “quien impone la ley para el cártel. Él aporta el músculo”. Según
demostró en junio de 2002 la Fiscalía (organismo judicial destinado a in-
dagar las violaciones del Código Penal), fueron efectivamente los Castaño,
Fidel y su hermano Carlos, quienes ordenaron la muerte de Pizarro. Pero
no por cuenta de Escobar, de quien se habían distanciado hacía tiempo los
paramilitares.
Cuando el gobierno Barco declaró la guerra al cartel de Medellín,
los paras fueron pillados por sorpresa. Congelaron sus acciones durante
un tiempo. En diciembre de 1989, al morir Rodríguez Gacha, el mayor
anticomunista de todos, decidieron abandonar a los narcos de Medellín.
Primero lo hicieron los del Magdalena Medio, que se habían puesto en
evidencia durante años con manifestaciones públicas y con la creación del
grupo de extrema derecha Movimiento de Renovación Nacional (Morena).
“Escobar empezó a secuestrar amigos nuestros, ganaderos de la región”
explicó en una entrevista a Semana el capo paramilitar Henry Pérez. En
realidad, los paras habían empezado a trabajar no sólo para el ejército sino
también para aquellos sectores estatales contra quienes habían combatido
hasta entonces. Entre éstos se hallaban el DAS y el “bloque de búsqueda”,
éste último creado por el presidente Barco al comienzo de 1989, oficial-
mente para combatir el fenómeno paramilitar y, de hecho, dedicados úni-
camente a dar caza a Escobar.
Era su forma de ganarse la impunidad. Pero aquella decisión de
colaborar con el Estado no les salvó la vida. En 1991 fueron eliminados
casi todos los líderes paramilitares de Magdalena Medio, incluidos los Pérez.
El baño de sangre fue atribuido, y esta vez con razón, a Escobar. Algunos
de ellos tenían varias cuentas pendientes con él. Pero también murieron
militares o ex militares que eran depositarios de innumerables secretos de
la guerra sucia de las Fuerzas Armadas. En Bogotá mataron al coronel Luis
Bohórquez, implicado en la conexión israelí de Klein. No le fue mejor al ex
teniente Luis Antonio Meneses quien, tras su detención en 1989, afirmó
que los decretos del presidente Barco habían introducido un solo cambio
en las relaciones entre los paras y los militares: “Hasta comienzos de 1989,
los contactos se hacían con el Estado Mayor del ejército y actualmente se
utilizan intermediarios…” (Tras los pasos, 1995). Recuperada la libertad,
intentó repudiar su pasado, promoviendo la desmovilización de centena-
res de miembros de las autodefensas. En enero de 1992, una semana antes
de que su cadáver apareciera cortado en trozos y quemado, Meneses había
pedido ayuda a exponentes del desmovilizado M-19 para poder exiliarse a
Cuba con su familia (Corporación, 2002).
En Córdoba y Urabá, los protagonistas de la guerra sucia seguían
en plena amistad y concordia, pues todavía eran fuertes sus enemigos
comunes: la guerrilla comunista, la izquierda política y, en particular, el
movimiento sindical de las plantaciones de banano. En aquella zona des-
tacaba ya como líder del movimiento paramilitar un latifundista paisa Fidel
Castaño, enriquecido gracias al tráfico de esmeraldas y de droga. El origen
de su feroz anticomunismo se remontaba a 1981, cuando los guerrilleros
del IV frente de las FARC secuestraron a su padre. Entonces los hermanos
Castaño comenzaron a formar grupos de autodefensa, regularizados por
la Ley 48. Sus hombres, llamados inicialmente tangueros, nombre deriva-
do de una de las mayores haciendas de los Castaño, actuaban en coordina-
ción con los batallones de la contraguerrilla. Mientras los militares luchaban
contra la guerrilla, los tangueros eliminaban a sus presuntos colaborado-
res. Era suficiente una sospecha, un comentario, para que hallaran la
muerte sindicalistas, maestros, estudiantes y, sobre todo, jornaleros y cam-
pesinos.
Un militar testificó que en su hacienda Las Tangas solamente
entraban los comandantes, saliendo luego de ella “con cajas de licores, ci-
garrillos, enlatados y refrescos para servirles a los soldados un banquete
en las puertas de la hacienda”. El mismo Escobar reveló que la policía de la
zona solía utilizar una frecuencia especial de radio para advertir a los hom-
bres de Castaño sobre eventuales pesquisas en sus fincas. Aunque se había
convertido en uno de los hombres más buscados del país, Fidel Castaño
Peña, reveló que diversas redadas del Bloque de Búsqueda habían sido di-
rigidas personalmente por el mismo Fidel Castaño.
Después de 16 meses de cacería, a primeras horas de la tarde del
2 de diciembre de 1993, Pablo Escobar fue identificado y muerto junto con
su guardia personal, el Limón, en una casa del barrio La América de
Medellín. El equipo de un avión espía norteamericano había identificado
poco antes la conversación telefónica entre don Pablo y sus familiares, que
le felicitaban al cumplir 44 años. “Huele a gladiolo,” era la frase codificada
que Escobar utilizaba para designar a sus futuras víctimas. Y entre gladiolos
fue sepultado, junto a su fiel Limón, en el cementerio Jardines Monte Sa-
cro, en la periferia de Medellín, en medio de una muchedumbre desbor-
dante que desafió la vigilancia para saludar por última vez a su ídolo. A
pesar de los diversos mandatos de captura por homicidio y estragos que
pesaban sobre ellos, los hermanos Castaño fueron bien recompensados por
su contribución a la caza de Escobar. Fidel continuó disfrutando tranqui-
lamente de libertad. El hermano menor, Carlos, consiguió a finales de 1993,
según Time, la visa de entrada en Estados Unidos, donde pudo visitar
Disneyland, como había soñado siempre.11
8
“ Estoy dispuesta a acostarme con alguno de los capos con tal de lograr
información que a ustedes les sirva”, susurró la fascinante mujer que
le habían presentado como posible recurso para capturar a los capos del
cartel de Cali. El coronel Carlos Alfonso Velásquez no sospechaba que era
precisamente a él a quien María de la Vega deseaba llevarse a la cama. Tras
la muerte de Pablo Escobar, la Casa Blanca había impuesto al gobierno de
Bogotá la lucha contra los nuevos señores del narcotráfico mundial, quie-
nes a su vez confiaban haber ganado el reconocimiento del Estado
suramericano por el papel desempeñado en la caza a don Pablo.
Al mando del enésimo Bloque de Búsqueda colombiano había sido
designado precisamente Velásquez. Después de unos meses persiguiendo a
los hermanos Rodríguez Orejuela y sus socios, el coronel capituló ante la
ardiente rubia. Solamente se dio cuenta de la trampa en que había caído
cuando, unos días después de la primera noche de amor en un motel de la
periferia de Cali, descubrió el contenido de un videocasete, dejado miste-
riosamente sobre el escritorio. Viéndose desnudo en los brazos de la hermosa
María, sintió que se le venía el mundo encima. Aunque consciente del escán-
dalo que iba a estallar, Velásquez decidió no aceptar el chantaje mafioso y
confesó todo a sus superiores. El ministro de Defensa y el comandante del
ejército le renovaron su confianza, y obtuvo además el perdón de su mujer,
que fue definida por la prensa rosa como “la Hillary Clinton colombiana”.1
14. Sobre las Convivir, véase Alternativa, 15 de marzo de 1997, y Cambio 16, 18 de
agosto de 1997.
9
A quella mañana los perros empezaron a ladrar furiosamente, desper-
tando a Leonardo Cortés Novoa. El joven juez abrió los ojos, aunque
no se movió de la cama para no despertar a su mujer Rosario. Empezó a
darle vueltas a la mente. Algunos días antes se habían marchado con sus
familias el alcalde, el tesorero y el secretario municipal. “Habrán ido de
vacaciones”, se decía en el bar. ¿Todos juntos? Nunca había sucedido hasta
entonces que él, Leonardo, se convirtiera en la única autoridad civil de
Mapiripán. Hasta ese día se había ocupado en la pequeña ciudad junto al
río Guaviare, como máximo, de alguna muerte entre borrachos, agresio-
nes por problemas de cuernos y algunos robos de ganado.
Los militares se habían marchado hacía tiempo. Los soldados del
batallón Joaquín París, estacionados en San José del Guaviare, a veinte
minutos en helicóptero y un par de horas por el río, volvían cada tanto,
nerviosos y cautos como una tropa de ocupación. Los policías habían aban-
donado el poblado en el mes de septiembre anterior, cuando su edificio había
sido asaltado y destruido por las FARC. Aquella acción, en la que había
muerto un joven agente, había estado conducida por Alexander, un gue-
rrillero procedente de Mapiripán, que ocupaba el cuarto lugar en la jerar-
quía del XLIV Frente, después del comandante John 40 y los capitanes Ben
Hur y Hernando. Se murmuraba desde algunos días que el propio Alexander
había desertado, pasando a las filas de los paramilitares con cuatro gue-
rrilleras más, tras haber extorsionado por 40 millones de pesos a los co-
merciantes de la zona.
Catumare, uno de los fundadores del pueblo, comerciante y dueño del bar
y billar, y de la pensión Catumare. Estaba rodeado por un grupo de
milicianos armados con pistolas y machetes. Al mando se encontraba un
negro enorme que, en aquel momento, increpaba con dureza al prisione-
ro. Leonardo y Catumare estaban unidos por una amistad instintiva y por
la antigua militancia en la Unión Patriótica. Se miraron sin decir palabra.
Más adelante encontró a Vladimiro Muñoz, secretario municipal.
También a él le habían pedido la llave del Concejo. Aquel martes, 15 de
julio de 1997, los paramilitares secuestraron a ocho hombres. Catumare
quedó encerrado en una casa. Cuando lo supo Leonardo se dirigió allí jun-
to con uno de sus hijos. A la puerta se encontraban solamente dos milicianos
tomando cerveza. Leonardo levantó el tono de la voz al hablar y, al sentir-
lo, Catumare empezó a gritar: “¡Señor juez, señor juez! ¿Ha venido a
liberarme?” “No, Antonio”, respondió Leonardo. “¿Cree que me harán daño?
¡Señor juez, sálveme!” Leonardo no se atrevió a responderle. Se alejó con
una angustia tremenda. En la taberna de enfrente se hallaba el negro de
casi dos metros de altura, a quien todos llamaban King Kong. “Soy el juez.
¿Con quién puedo hablar acerca del señor Barrera?” Con un marcado acento
de la costa atlántica, el hombre respondió que quien decidiría el destino de
“aquella mierda” era Águila 4.
El juez recorrió todo el pueblo antes de hallar al comandante de
los paras. Era un blanco del departamento de Cundinamarca. “¿Es amigo
suyo?”, le preguntó bruscamente. “No, pero quisiera saber qué piensan
hacerle”. “Usted no puede salvarlo de ninguna manera”. “Pero ¿de qué lo
acusan?”. “Usted, señor juez, no es un huevón sino una persona instrui-
da. Debería saber que ese hombre es un colaborador de la guerrilla”, le
dijo mirándole fijamente a los ojos. Leonardo lo intentó todo. Se hizo el
tonto. Trató incluso de filosofar, hablando de la inutilidad de la pena de
muerte. Logró que dejaran libres a tres personas, aunque no a Catumare.
Juró que en los diez meses de permanencia en Mapiripán no lo había visto
nunca hablar con los guerrilleros. Águila 4 le cortó secamente, y tuvo que
marcharse.
Al barquero Sinaí Blanco le ordenaron no moverse de su casa.
También a él le acusaban de colaboración con los guerrilleros. Sinaí era
uno de los cuatro habitantes de Mapiripán que recaudaba el impuesto de
la gasolina que llegaba al pueblo, utilizada en su mayor parte para el fun-
cionamiento de los laboratorios de cocaína esparcidos por la selva, al otro
lado del río Guaviare. Una cuota de la llamada “tasa revolucionaria” se
quedaba en Mapiripán, por decisión de los guerrilleros, y servía para cons-
truir y reparar las calles, mantenimiento del hospital y paga de los maes-
yor se interesara por un suceso que había tenido lugar hacía dos meses.
Cautelosamente le informó de que Mapiripán había sido invadido por un
grupo de hombres armados. “¿Guerrilleros?” “No”. “Están cometiendo
algún delito?” Leonardo empezó a dudar de si estaría cayendo en una tram-
pa. Tal vez el que se hallaba al otro lado del hilo telefónico era de las AUC.
“No, no… se están comportando de manera decente”.
Una vez colgado el teléfono, Leonardo volvió a llamar al batallón
de San José. Sus temores eran infundados. Acababa de hablar realmente
con el mayor Orozco, que había sustituido desde hacía unos días al coro-
nel Carlos Eduardo Ávila, que se había marchado de vacaciones. Leonardo
le describió lo que estaba sucediendo en Mapiripán, y lo mismo hizo du-
rante los cuatro días siguientes, con llamadas por teléfono cada vez más
desesperadas. Orozco no llegaba a creerle. “¿Cómo es posible que hagan
esas cosas? ¿Están drogados?” De todas maneras no accedió a la solicitud
del juez de mandar rápidamente un destacamento. Orozco dijo que no podía
dejar desguarnecida la base de San José. Precisamente aquellos días sus
soldados habían salido de misión a Calamar, en el Caquetá. Solamente le
prometió que pediría instrucciones al comandante de la XII Brigada, gene-
ral Jaime Humberto Uscátegui. “Mayor, acudo a su honor militar para
que no deje que nos sigan masacrando”, dijo Cortés. Cuando el oficial
empezó a enumerar los kilómetros cuadrados que debían controlar sus
militares y los pocos medios que tenía a su disposición, Leonardo entendió
que su vida y la del resto de habitantes de Mapiripán estaban en manos de
los paras.
El día 17 los muertos podían superar ya la veintena. Fue enton-
ces cuando el alcalde Jaime Calderón regresó al pueblo con un bimotor de
alquiler, y apareció asimismo el cura. Ambos trataron de minimizar lo que
estaba sucediendo. En Mapiripán sólo concebían ilusiones cuando, al con-
cluir la mañana, se juntaban en la plaza los milicianos de las AUC para
salir del pueblo. Cada tanto llegaban los ruidos de una batalla lejana. Se
comentaba que diversos frentes de guerrilleros habían atacado a los paras
por la zona de la Cooperativa. Tal vez andaban por allí quienes habían
invadido Mapiripán. Se decía también que los helicópteros de San José es-
taban ametrallando a los hombres de las FARC. Dado que el Estado se
mostraba indiferente ante la matanza de sus ciudadanos, Leonardo había
confiado que los muchachos llegaran hasta Mapiripán. Pero empezaba a
pensar que tampoco los guerrilleros de las FARC se interesaran por la vida
de la pobre gente. También aquel día llamó al mayor Orozco.
Desgraciadamente, los milicianos regresaron con otras víctimas,
que entregaron a King Kong. “No es gente de aquí. Serán guerrilleros”, le
la matanza. El párroco, don Vinicio Pérez, declaró, por ejemplo, que con-
sideraba exagerado el interés de la prensa por un suceso que había causa-
do “sólo algunas víctimas”. El coronel Luis Fernando Saavedra, jefe de la
Policía de San José, defendió que los muertos no pasaban de tres. A su
parecer mucha gente había desaparecido “del susto”. El más cínico, en todo
caso, fue el general Manuel José Bonnet, según el cual “de primerazo eso
de Mapiripán es una rencilla entre narcotraficantes”. Precisamente en aque-
llos días, Bonnet, destinado a sustituir a Bedoya en la cúpula de las Fuer-
zas Armadas, era descrito por la prensa como un hombre sensible al tema
de los derechos humanos.3
Leonardo tenía prisa por ir a Villavicencio para dar su versión de
los hechos al magistrado Fausto Rubén Díaz, su superior. El 22 de julio
tomó un avión de línea para Villavicencio, junto con Rosario y sus hijos.
Ese mismo día desembarcaba en el aeropuerto de San José, junto con un
grupo de jueces, el delegado presidencial para los derechos humanos, Luis
Manuel Lazo, enviado con toda urgencia a Mapiripán por el presidente
Ernesto Samper. Dos días antes se había firmado en Washington un acuer-
do, por el que el gobierno de Bogotá se comprometía a entregar un infor-
me periódico sobre las violaciones de los derechos humanos por parte de
las Fuerzas Armadas. La matanza de Mapiripán ofrecía a Samper la oca-
sión de demostrar su celo en un tema que parecía interesar de pronto a
Estados Unidos. Aquel mismo 22 de julio, el comandante de las Fuerzas
Armadas, general Harold Bedoya, denunció, en un acto que tenía todo el
aire de rebelión, su postura contraria a cualquier tipo de control civil so-
bre el ejército y a toda reforma del Código Penal Militar que pudiera sacar
de la jurisdicción militar los delitos de lesa humanidad.
Apenas desembarcado en San José, el delegado presidencial para
los derechos humanos, Luis Manuel Lazo, comprendió que el ambiente era
muy tenso. Los acuerdos hechos en Bogotá preveían que sería acompaña-
do en helicóptero hasta Mapiripán. En el aeropuerto de San José, por el
contrario, un general lo ridiculizó por su joven edad y después lo abando-
nó en tierra junto con los jueces, hasta el punto de verse obligado a alqui-
lar un avión privado. Ya en el aeropuerto de Mapiripán, el grupo permaneció
solo, desde las 11 hasta las 16 horas, sin atreverse a salir en ningún mo-
mento del edificio municipal. “Tenían mucho miedo”, recuerdan en el pue-
blo. Unos días más tarde, el fiscal general de la Nación, Alfonso Gómez,
afirmó que sus hombres no querían sufrir el mismo final de sus colegas
asesinados en 1989 en La Rochela.
Durante los meses siguientes fue reconstruida la desconcertante
dinámica de la matanza. Los paramilitares comandados por Águila 4 ha-
bían llegado de diversas regiones de Colombia. Unos 40 de ellos, origina-
rios de Casanare y del Meta, a las órdenes del esmeraldero Víctor Carranza,
habían pasado por el río Manacacías. Varias docenas habían llegado de las
regiones de Boyacá y de Cundinamarca. Y el resto, unos 60 hombres de
Carlos Castaño, habían descendido de dos aviones, un DC-3 de la Aerolínea
Selva, y un Antonov, que habían despegado de los aeropuertos de Necoclí
y de Apartadó, en Urabá. Los paras habían llegado el 12 de julio al aero-
puerto de San José del Guaviare. Llevaban consigo armas y varios quinta-
les de material propagandístico: manifiestos, pasquines y la revista
Colombia libre de las AUC, cuyo cuadernillo había sido distribuido segui-
damente tanto en Charras como en el mismo Medellín.
Que hubieran aterrizado los dos aviones aquel día, lo confirmaba
el registro de aeronáutica civil, aunque ni los militares del batallón Joa-
quín París ni la Policía con sede en el aeropuerto parecieron darse cuenta
de ello. En San José, en plena zona cocalera, no se podía, por norma, tran-
sitar sin ser registrado y revisado cuidadosamente. Y, sin embargo, aquel
fatídico 12 de julio de 1997, los paras pasaron sin problemas y sin dejar
huella alguna. Ningún oficial asignado al aeropuerto logró explicar nunca
aquel misterio. “En la pista había personal militar y yo paré frente a la
Policía Antinarcóticos, pero nadie dijo nada. Es más, los del Ejército posa-
ron y se tomaron fotos al lado del avión”, dijo a un juez el piloto del DC-
3, antes de ser misteriosamente asesinado. Tampoco tuvieron problema
alguno los paras en su partida a Mapiripán, y pasaron tranquilamente
delante de los puestos militares de control hasta llegar a su meta.
La verdad sobre Mapiripán estaba subiendo a la superficie gra-
cias al valor de Leonardo Cortés. El juez describió la dinámica de la ma-
sacre al procurador general en Bogotá y, en Villavicencio, al presidente del
Tribunal, Fausto Rubén Díaz. Leonardo comprendía que los riesgos corri-
dos durante los días de la matanza, aunque no habían servido para evitar-
la, podían tal vez lograr que no quedara sin castigo. Los militares
comenzaron a defenderse. El general Uscátegui sostuvo que lo habían te-
nido desinformado de todo hasta el 20 de julio. Echó la culpa al superior
de Leonardo. “Si el Tribunal de Justicia recibió un fax del juez, ¿por qué no
informó?” El magistrado respondió cándidamente que ni siquiera había
pensado hacerlo, habida cuenta de las estrechas relaciones entre oficiales
y paramilitares.
El terror de la paz
10
N o tenía ninguna posibilidad de llegar a viejo. Además de defender a
sindicalistas y prisioneros políticos, se ocupaba de los crímenes más
crueles del país. Entre ellos, la desaparición y muerte a manos de militares
de los 13 sobrevivientes de la toma del Palacio de Justicia de Bogotá en
1985, y hasta del homicidio del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán, que
había inaugurado la guerra civil colombiana en 1948.
El 18 de abril de 1998, dos hombres y una mujer entraron en su
residencia de Bogotá, cercana al estadio El Campín, haciéndose pasar por
periodistas, le obligaron a ponerse de rodillas y le dispararon tres tiros en
la sien con una pistola provista de silenciador.1 Después se marcharon,
saludando cortésmente al portero. Eduardo Umaña tenía 51 años. Cuan-
do un ministro de Samper atribuyó su homicidio, en el noticiero de la tar-
de, a “fuerzas oscuras que intentan desestabilizar el país”, parecía incluso
avergonzarse de sus palabras. Prensa y televisión ofrecieron acusaciones
muy duras procedentes de todas partes. Importaba muy poco que los tres
matones fueran militares o paramilitares. Casi todos consideraban el de
Umaña un clásico homicidio de Estado.
Durante la ceremonia fúnebre que tuvo lugar en el recinto de la
Universidad Nacional ante miles de personas, en una Bogotá paralizada,
los compañeros de la víctima pidieron a Samper que asumiera, como pre-
tro para los derechos humanos que el comandante del ejército, general
Manuel Bonnet, había definido como un cubil “de amigos de la guerrilla”
(Cinep, 1997). El Cinep denunció que el triple homicidio era “consecuencia
del hostigamiento contra las organizaciones no gubernamentales y socia-
les desatado por los organismos de seguridad del Estado y, bajo su protec-
ción, por los grupos paramilitares”. Después de aquellas muertes, los
dirigentes de dichas organizaciones rechazaron las escoltas de los organis-
mos de seguridad, manifestando que “no resultaría lógico que la protec-
ción de sus trabajadores quede en manos de esos mismos organismos”.
Un mes más tarde, en la pequeña ciudad de Cartagena de Chairá,
las FARC liberaron a 70 soldados capturados durante un cruento ataque
contra la base antinarcóticos de Las Delicias. Colombia entera pudo ver en
directo por televisión a los prisioneros escuchando en posición de firmes el
himno de los rebeldes. Fue una humillación insoportable para los oficiales
y para el comandante de las Fuerzas Armadas, Harold Bedoya, que definió
la ceremonia de Cartagena como un “circo con muchos payasos”, refirién-
dose a Samper y a los mediadores del gobierno, acusados de debilidad frente
a las FARC.3 La entrega pública de los soldados era la demostración de la
patente incapacidad del ejército, no únicamente para derrotar a los gue-
rrilleros, como prometían los generales desde hacía años, sino para liberar
a los 500 hombres retenidos por las FARC.
La respuesta de los militares llegó dos días después de la ceremo-
nia de Cartagena. Su tribunal absolvió escandalosamente al general Faruk
Yanine, acusado de haber ordenado varias masacres y de colaborar con los
grupos paramilitares. Bedoya declaró a Yanine “héroe de la patria”. Cuan-
do entró a formar parte de la cúpula de las Fuerzas Armadas, Bedoya
mostró su solidaridad incluso con los militares acusados de los delitos más
crueles de lesa humanidad. En febrero de 1995 criticó la decisión del pre-
sidente Samper de echar del ejército al mayor Alirio Ureña, uno de los car-
niceros de Trujillo.
¿Por qué mataban a los defensores más importantes de los dere-
chos humanos? Un periódico colombiano afirmó que “la guerra sucia suele
agudizarse después de las derrotas militares?”, sugiriendo que tal vez era
la única guerra que el Estado podía llegar a vencer.4 Durante el último año
de la presidencia de Samper, las “autodefensas” se habían ramificado por
todo el país, irrumpiendo en territorios considerados hasta entonces neu-
dir nuevos ataques por sorpresa. Los ataques realizados en el centro del
país tenían, por su parte, objetivos económicos: alejar a las FARC y al ELN
de los yacimientos de petróleo, oro y plata. Y los ataques del sur, especial-
mente en el Putumayo y Caquetá, habían tenido como objetivo cortar los
suministros de armas y víveres que recibían las FARC desde Perú y Ecua-
dor, atacando asimismo su mayor fuente de financiación, los impuestos
por narcotráfico. El prestigioso periódico de Bogotá evitaba, sin embargo,
explicar cómo podían moverse con tanta libertad por el país los grupos de
paras, como si fuera el ejército el único que no los percibía. Era la cuestión
a la que nunca se daba respuesta.
Cuando las FARC se retiraron de la mesa de conversaciones,
Pastrana les pidió, enojado, que demostraran las acusaciones de colabora-
ción del Estado con los paramilitares. Al documento redactado por los
guerrilleros, que concluía con un listado de políticos, industriales, latifun-
distas y militares ligados a los paras, el gobierno respondió con otro docu-
mento que recordaba todas las medidas tomadas contra las AUC y la lista
de oficiales investigados por la magistratura. Era una lista ampliamente
conocida, pero que bastó para desatar la protesta de las cúpulas militares,
que lamentaron “haber sido echadas como pasto a los delincuentes”. Cas-
taño se presentó de nuevo como su paladín, acusando al gobierno de “man-
dar al patíbulo a los familiares de cientos de colombianos antisubversivos”.
Pastrana debía convencer no solamente a las FARC de sus reales
intenciones de combatir el paramilitarismo, sino también a los países eu-
ropeos garantes del proceso de paz. Apenas elegido, se vio envuelto en la
explosiva situación del puerto petrolero de Barrancabermeja.11 Hacía más
de un año Carlos Castaño había prometido instalar su hamaca en la zona
de las montañas de San Lucas, controlada desde hacía décadas por los re-
beldes del ELN, y donde se hallaba el 80% del oro colombiano. Los guerri-
lleros defendían a los pequeños mineros, que los paras deseaban desalojar
para facilitar la explotación a algunas multinacionales, como la norteame-
ricana Corona Goldfields, controlar así el mercado del oro y blanquear más
cómodamente los capitales obtenidos con la cocaína. Los hombres de Cas-
taño intensificaron las masacres iniciadas en 1995. Miles de prófugos se
refugiaron en Barrancabermeja. La guerra llegó a esta ciudad petrolera,
bastión de la USO, cuyos dirigentes fueron declarados “objetivos milita-
21. Sobre las dudas de Estados Unidos acerca de la “Ira connection” y sobre la crítica
de los servicios secretos, véase El Tiempo, 25 de abril y 28 de julio de 2002.
22. Los datos sobre la violencia durante las negociaciones de Caguán son tomados
del informe anual de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplaza-
miento (Codhes).
venes colombianos, no hagan a los demás lo que les han hecho a ustedes:
no se reproduzcan, no engendren otros infelices en este infierno a extin-
guir”. Parecía una proclama destinada a caer en el vacío, teniendo en cuenta
que hacer hijos, sobre todo entre los desesperados, es el desafío más natu-
ral a la muerte. Sin embargo, dos años más tarde, el 25 de julio de 2002,
se reunieron en el mismo parque 20.000 mujeres que provenían de todo el
país, reclamando la paz y gritando que no querían “parir hijos para la
guerra”.
Los caballeros
de la llama oxhídrica
11
S iete segundos y medio. Ése fue el tiempo que transcurrió desde la ex-
plosión de las cargas colocadas junto a las puertas hasta el momento
en que las cabezas de cuero dispararon contra los palestinos, que habían
secuestrado a noventa pasajeros y a diez miembros de la tripulación de un
Boeing de Sabena. La Operación Isótopo en la pista del aeropuerto Ben
Gurion de Tel Aviv, se puso en marcha a las 16:22 del 8 de mayo de 1972.
Aquel ataque relámpago, que provocó la muerte de dos hombres e hirió a
dos mujeres del Frente Popular para la Liberación de Palestina, de George
Habbash fue, en su género, un ejemplo mortífero de eficacia militar. En el
comando israelí se encontraban, camuflados con uniformes blancos de
técnicos del aeropuerto, dos futuros ministros: Ehud Barak y Benyamin
Netanyahu. Y alguien que será buscado internacionalmente en el futuro:
Yair Klein.1
Cuando entró en el ejército, Klein era casi un adolescente. Una
vez licenciado, en 1978, con sólo 36 años, dirigió una estación gasolinera,
y más tarde un restaurante en las riberas del Jordán. Al producirse la in-
vasión de Líbano por parte de Israel en 1982, Klein no supo resistir la lla-
mada de las armas y aceptó el mando de un destacamento de infantería.
1. Sobre las actividades de Klein en Colombia véase Jorge Velásquez (1993); María
Jimena Duzán (1992); diversos informes del Das; Semana, 2 de mayo de 1990;
Yediot Aharonot, 11 de junio de 2000; “El Ma’ariv”, reproducido por El Colombia-
no, 11 de junio de 2000.
2. Respecto a las alusiones históricas véase Giovanni (1974); Ana María Ezcurra (1988);
Mary Kaldor (1999).
han tenido que sufrir una guerra desesperada por la libertad, con
un apoyo esporádico y confuso de los Estados Unidos de Améri-
ca. Ellos necesitan un flujo de dinero, de armas, vestimenta y su-
ministros médicos. El Congreso de Estados Unidos permitió que
el Ejecutivo los animara a dar batalla, y luego los abandonó. Cuan-
do el brazo ejecutivo hizo todo lo posible ustedes entonces hacen
esta investigación para culpar del problema a esa rama ejecutiva.
Esto no tiene sentido para mí... Yo voy a salir de aquí con mi cabeza
alta y mis hombros erguidos porque estoy orgulloso de lo que rea-
lizamos. Estoy orgulloso de la pelea que llevamos a cabo. Estoy or-
gulloso de servir en la administración de un gran presidente.6
traba con Felipe II, fingía desconocer las andanzas a través de los océanos
del corsario Francis Drake, así sostenía el presidente yugoslavo Slobodan
Milosevic que los “Tigres” de Zeljko Raztanovic, más conocido como Arkan,
las “águilas blancas” y los otros paramilitares que realizaban estupros,
torturas y masacres en Bosnia, eran “bandidos y vagabundos” que ni él ni
sus generales conocían. La mentira de Slobo era la misma que la de los
gobernantes croatas que organizaron a los Lobos y a los Ustascia, y la de
los bosnios que utilizaron a los Mujihidin afganos. Lo mismo hicieron el
presidente mexicano Ernesto Zedillo y la cúpula de las Fuerzas Armadas
de su país, que trataron de impedir el contagio zapatista apoyando en
Chiapas a los grupos de asesinos de Paz y Justicia, y a Los Chinchulines.
Era una práctica habitual en México, activada en octubre de 1968 cuando,
para garantizar el desarrollo sin sobresaltos de los Juegos Olímpicos, un
grupo paramilitar llamado Olimpia, organizado directamente por el mi-
nistro del Interior, mató a golpes de bayoneta y utilizando armas de fuego
cargadas con balas explosivas, a 300 jóvenes manifestantes en la plaza de
Tlatelolco de Ciudad de México.
No existe ya conflicto alguno en el mundo que no tenga, entre
sus protagonistas, grupos paramilitares, fundados o protegidos por las
fuerzas regulares. Si resultó evidente en Irak, donde los mercenarios pri-
vados representan el segundo ejercito más poderoso entre las fuerzas ocu-
pantes, el fenómeno de la privatización está presente, por ejemplo, en India,
Pakistán, Indonesia, Filipinas, Chechenia, Burundi, Georgia, Tayikistán,
Turquía, Algeria, Marruecos, Senegal, y ha existido, aunque con caracte-
rísticas más definidas, como “terrorismo de Estado” en países con una
“democracia consolidada” como Francia, Italia y España. Así sucedió con
l‘Organisation Armée Secrète (OAS) frente a la independencia argelina,
Gladio contra el peligro comunista, y los Grupos Antiterroristas de Libe-
ración (GAL) contra la ETA vasca.
En algunos casos, la privatización del uso de la fuerza se apoyaba
en la organización espontánea de algunos sectores sociales, pero en nin-
gún país, ni siquiera en la Colombia de los años ochenta, en el momento
de oro de los carteles de Cali y Medellín, los narcos y sus aliados latifun-
distas habrían podido crear una fuerza militar sin la colaboración activa
del ejército y la tolerancia del gobierno. Tampoco en El Salvador hubieran
podido actuar y extenderse los escuadrones de la muerte, que se adhirie-
ron al partido Arena, capitaneado por la “mayor llama oxhídrica”, Rober-
to D’Aubuisson, sin la cobertura de las jefaturas militares.
Muchas veces era Estados Unidos quien teledirigía la formación
de los grupos paramilitares. En la época de Reagan, el procedimiento era
8. Las afirmaciones de Rabin y Van Creveld han sido tomadas de Covert Action Quar-
terly, otoño de 1997, publicadas por Guerre&Pace, noviembre de 1988.
16. Sobre el papel de Reich en América Latina, véanse Página 12, 16 de enero de 2002;
Uno más uno, diciembre de 2000; Semana, 19 de junio de 2002; El País, 25 de
febrero de 2001.
17. Reuters, enero de 2003 y Associated Press, 24 de marzo de 2003.
12
E n el año de 1999, Jaime Garzón parecía un intocable, lo mismo que
García Márquez y Antonio Caballero. Gabo había dejado hacía tiempo
la indumentaria de contestatario. Aunque no renegaba de su amistad con
Castro, se relacionaba con gente como Kissinger, Rockefeller y algunos ex
presidentes colombianos, incluido Julio César Turbay, que había llevado a
cabo la represión que empujó al mismo Gabo al exilio en 1979. Cambio 16,
revista de la que se había convertido hacía poco en socio mayoritario, no
se parecía en absoluto a la valiente revista Alternativa, con la que colabo-
raba en aquella época. En todo caso, cuando se movía por Bogotá o dentro
de las murallas de la vieja Cartagena, donde vivía en una especie de fortín
de color rojo pompeyano frente al mar Caribe, García Márquez iba siem-
pre acompañado por la escolta.
Antonio Caballero era el periodista más famoso de Colombia. El
país que conserva el récord mundial de periodistas asesinados, parecía
perdonarle su audacia de escribir lo que los colombianos apenas se atre-
vían a susurrar dentro de las paredes de su casa. Incluso en la época más
sanguinaria de los carteles mafiosos, Caballero continuó repitiendo, por
ejemplo, que no existía en el país una organización más turbia y criminal
que el Estado. A diferencia de Gabo, le gustaba provocar a los poderosos
de todo tipo. Y no sólo escribiendo. En 1995 participó en una de las confe-
rencias organizadas en el Teatro Patria de la Escuela Superior de Guerra. A
un oficial que le pedía su opinión sobre la propuesta de reintroducir en el
país la pena de muerte, respondió Caballero dirigiéndose a la platea, llena
combaten por igual a todos los enemigos del Estado, sean de izquierdas o
de derechas”. Mientras ambos charlaban con los periodistas convocados
en la ciudad portuaria del Pacífico, los soldados de los batallones de
contraguerrilla luchaban en los montes del Alto Naya contra los grupos
del ELN y de las FARC, y los voluntarios de la Cruz Roja metían en sacos de
plástico los restos de los cadáveres recuperados. “Si las autoridades en-
cuentran un solo cadáver cercenado en el Naya con motosierra, yo me
entrego ahí mismo”, juró en esa ocasión Carlos Castaño. Un general, en-
viado al lugar de la matanza trató de explicar al enviado de El Espectador
la ferocidad de los hombres de las AUC: “Yo creo que –y perdónenme acá–
el orgasmo de esas personas es cuando asesinan... Sería bueno volver a la
niñez de esas personas y saber si conocieron a sus padres, si saben qué es
tener una madre, qué es tener el calor de un hogar ”.
Lo sucedido se repetía cada día, si bien en proporciones menores,
en diferentes regiones del país. Una y otra vez los militares llegaban cuan-
do había concluido la masacre, incluso cuando las AUC anunciaban anti-
cipadamente sus proyectos, y las poblaciones amenazadas lanzaban
llamadas desesperadas de socorro. En mayo de 1998 había tenido lugar
una matanza en Puerto Alvira, una pequeña ciudad a 66 kilómetros de
Mapiripán. Los habitantes enviaron inútilmente, a lo largo de semanas,
hasta 45 cartas pidiendo auxilio a ministros, generales del ejército y de la
Policía, gobernadores y alcaldes. Hasta la Aeronáutica Civil había sido
advertida por las mismas AUC, vía fax: “Piloto, técnico o controlador aé-
reo que efectúe o autorice aterrizajes será declarado objetivo militar”. Nin-
guna autoridad, sin embargo, se movió para impedir que los paras mataran
a 23 presuntos “colaboradores de la guerrilla”, entre quienes había una
niña de 5 años.7 Las solicitudes de ayuda caían asimismo en el vacío cuan-
do procedían de organismos prestigiosos, como el Alto Comisionado de la
ONU para los Refugiados (ACNUR) que en julio de 1999 indicó que los
paras iban a invadir la zona de La Gabarra, en la frontera con Venezuela.
El comandante de la brigada que operaba en la zona dijo que la amenaza
da las AUC era “una quimera y en la actualidad un imposible de cumplir
pues las tropas del Batallón 46 asumieron el control de la localidad”. En-
tre el 20 y el 22 de agosto, 200 paras mataron sin impedimento alguno a
unos 40 campesinos.8
con los cambios en el mundo, y han dado señales claras de que entienden
las implicaciones de la nueva coyuntura y su inclusión en la lista de terro-
ristas internacionales”.21 El Departamento de Estado norteamericano ha-
bía incluido a las AUC en abril de 2001 en dicha lista. A pesar de que
Washington reconocía que los paras “no atentan directamente contra los
intereses de Estados Unidos y de los ciudadanos estadounidenses”, para
Castaño suponía un baldón ver a su movimiento confundido, no solamente
con las FARC y el ELN, sino además con Al-Qaeda de Bin Laden y con to-
dos los movimientos fundamentalistas islámicos. Rambo era también cons-
ciente de hasta qué punto el gobierno de Estados Unidos era sensible ante
el tema de la droga, utilizándola, además, como pretexto. Y para ganárse-
lo, jugó todas sus cartas. La primera, de la que no podía vanagloriarse
públicamente, era la colaboración que aportaban las AUC en las regiones
del sur al Plan Colombia, mediante la “limpieza política” realizada por sus
bloques de dicha zona. Castaño continuaba, asimismo, haciendo de
intermediador entre la DEA y los narcos, en particular ante los hermanos
Rodríguez Orejuela, capos del desmantelado cartel de Cali, dispuestos a
pactar sus condenas en los tribunales estadounidenses. Según el periódico
New Herald, las AUC habían sido recompensadas con varios suministros
de armas por la tenebrosa colaboración con la DEA, que arrancaba de los
tiempos de caza a Escobar.22
A Castaño se le tenía previsto un premio en efectivo. Parte del
dinero obtenido con la rendición de 114 narcotraficantes a la justicia nor-
teamericana iría a los paramilitares: así fue decidido durante las reunio-
nes celebradas entre noviembre de 1990 y febrero de 2000 en Panamá por
hombres de los organismos antinarcóticos de Estados Unidos y los narcos,
según el abogado Baruch Vega, que entonces actuaba de intermediario.
“Esto fue llevado a cabo como en el caso Irán-Contras, que sirvió para finan-
ciar operaciones secretas con el dinero del narcotráfico. Allí se quería eli-
minar una cosa, y acá darle ayuda al paramilitarismo”, reveló Baruch Vega
al periodista Fabio Castillo.23
Dado que a esas alturas resultaba evidente la implicación de las
AUC en el comercio de droga, Castaño comenzó a recitar en 2002 el guión
de luchador integérrimo. Reconociendo que “la corrupción originada por
el narcotráfico ha llevado a las Autodefensas a una situación crítica”, y
28. Véanse las afirmaciones del general Porras y de la Escuela de guerra de Estados
Unidos en El Tiempo, 1, 3 y 4 de marzo de 2002.
13
N ingún presidente latinoamericano fue invitado a la festiva y protestada
ceremonia de juramento de George Bush como 43º presidente de Es-
tados Unidos. En compensación, se encontraba entre los huéspedes de la
súper blindada Casa Blanca de aquel gélido 20 de enero de 2002, el colom-
biano Rodrigo Villamizar, un antiguo amigo del nuevo presidente. Ambos
se habían conocido en una fiesta estudiantil en la universidad de Yale, en
el lejano 1972. Desde entonces se habían ayudado siempre. George había
colocado a Rodrigo en la burocracia de Texas, primero en el Comité de Pro-
gramación Económica y después en la Comisión de Servicios Públicos. El
colombiano, que mientras tanto se había convertido en “el hombre justo
en el puesto justo”, se lo retribuyó unos años más tarde. George consiguió
en 1986 de la Harken Energy, por la venta de la fracasada compañía pe-
trolera Arbusto, propiedad de la familia Bush, un paquete de acciones por
valor de 2.000 millones de dólares, el pago anual de 122.000 dólares anuales
y un puesto en el consejo de administración. Cuando Rodrigo entró en el go-
bierno colombiano como ministro de Minas, adjudicó tres concesiones de ex-
plotación energética a la Harken, sobre todo en el Magdalena Medio, donde
narcos y paras estaban realizando una despiadada “desinfección” política.
Todo continuó igual desde entonces. En el Magdalena Medio si-
guieron actuando tanto los paramilitares, gracias a la colaboración bene-
volente del ejército, como la Harken, gracias a la generosa financiación del
Banco Mundial. Tampoco cambió la amistad entre George y Rodrigo. Ape-
nas instalado en la Casa Blanca, Bush pensó incluso promover a su amigo
dos, al que está ligado por una ayuda militar calculada en casi tres mil
millones de dólares en los tres últimos años que, en buena parte, retornan
al remitente como pago de armas e instructores públicos y privados. Y dado
que, como dice el título de un artículo de Semana “No hay almuerzo gratis”,
Uribe debe satisfacer toda petición de Washington, comenzando por el apoyo
solitario dentro del ámbito suramericano dado por Colombia a Estados Uni-
dos en la invasión iraquí, y permitiendo que la misión diplomática estado-
unidense, la mayor del planeta, controle, entre otras cosas, la actividad de los
batallones militares, las fumigaciones de los cultivos ilícitos, los organismos
de investigación penal, desde la Fiscalía, la policía, el DAS y Medicina Legal,
las cárceles de máxima seguridad, el entrenamiento de los jueces, el nuevo
sistema acusatorio e incluso, el entrenamiento de los perros antinarcóticos.12
A pesar de sus cuantiosos recursos, tanto la Casa Blanca como su
sucursal del Palacio de Nariño no tienen grandes posibilidades de ganar la
primera de las batallas andinas, es decir, derrotar militarmente a la gue-
rrilla o debilitarla hasta el punto de obligarla a una rendición parecida a la
firmada en los años noventa por algunos grupos rebeldes de Colombia, El
Salvador o Guatemala. Las previsiones optimistas de los gobiernos norte-
americanos y colombianos proceden en gran parte de análisis erróneos o
de su misma costumbre de creer las mentiras que ellos mismos cuentan.
Por ejemplo, cuando exageran la dependencia del narcotráfico por parte de
la guerrilla, olvidan los orígenes de las FARC –y del ELN–, muy anteriores
a la “bonanza” de la cocaína, e infravaloran las otras fuentes de aprovisio-
namiento rebelde (sobre todo comisiones, extorsiones y robos). Y cuando
aseguran que pueden borrar el narcotráfico del país, ocultan los repetidos
fracasos de las diferentes cruzadas llevadas a cabo hasta el presente.
Para aislar y combatir la guerrilla, Washington y Bogotá deberían
eliminar o atenuar las causas políticas y sociales que la han generado y que
continúan alimentándola. Así como para combatir al narcotráfico deberían
anular su razón de ser, legalizando la producción y el comercio de la droga.
Pero no hay nada de esto en las intenciones de ambos presidentes.
Por el contrario, las diferentes medidas tomadas y todas las estrategias
–desde el Plan Colombia hasta la Iniciativa Andina–, sirven solamente para
defender un sistema de poder político y económico que nutre ese estado de
miseria, injusticia, odio y frustración que, por diversos caminos, engrosa
las filas de la delincuencia más o menos organizada y, más todavía, las de
la subversión.
14
“ ¡Por fin, vamos a dejar de ser la amante y pasar a ser la esposa!” Con
esa pintoresca expresión criolla Carlos Castaño aclaró mejor que cual-
quier libro o documento cuál era y, sobre todo, cuál había sido la relación
entre las AUC y el Estado colombiano.1
Días antes, el 25 de noviembre de 2003, con una solemne cere-
monia en el Centro de Exposiciones de Medellín, se había disuelto el pri-
mer núcleo de su ejército paramilitar, cumpliendo la primera fase del
acuerdo de desmovilización, firmado en julio en Santa Fe de Ralito.
Tras haber escuchado atentamente el himno nacional, y respe-
tando un minuto de silencio por “las víctimas de la violencia”, 870
milicianos del Bloque Cacique Nutibara (BCN) entregaron 112 fusiles AK-
47, unas decenas de pistolas y de fusiles oxidados y una ametralladora
antiaérea rusa de anticuario. Castaño y Mancuso intervinieron solamente
con un breve mensaje en video-conferencia, tal como había hecho don
Berna, el comandante del BCN y de otros bloques que habían ejercido des-
de hacía años el control de Medellín y de las costas pacíficas, desde las que
partía buena parte de la cocaína colombiana: ninguno de ellos había con-
seguido todavía el salvoconducto para moverse libremente por toda Co-
lombia. Mientras don Berna, a quien El Tiempo había llamado “el
exterminador ” por haber ordenado decenas de masacres con las motosie-
rras, como la del Alto Naya, declaraba: “No pagaré un solo día de cárcel”
durante una tranquila entrevista en una de sus haciendas de Córdoba, sus
870 hombres comenzaban el curso de tres semanas, basado en lecciones
de “civilización” y “respeto al prójimo” en una finca del municipio de La
Ceja, cercano a Medellín. Los llamados “reinsertados” podían contar con
la promesa de un subsidio gubernamental de 6300 dólares al año que, según
diversos testimonios, había sido esgrimida por los jefes de BCN para reclu-
tar, en el último momento, a muchachos desocupados de los barrios más pobres
de la ciudad: “Lo único que tienen que hacer es ponerse un uniforme y pre-
sentarse con nosotros”. El psiquiatra Luis Carlos Restrepo, nombrado por Uribe
nuevo Comisionado de Paz (y apodado doctor Ternura por la gran disponibi-
lidad mostrada hacia la causa de los paras) se hizo el de la vista gorda hasta
admitir, únicamente un año después, que “nos devolvieron delincuentes ca-
llejeros 48 horas antes y nos los metieron en el paquete de desmovilizados”.2
Según las denuncias de Amnistía Internacional, muchos paras estaban dis-
puestos a cambiar la ropa de camuflaje por el uniforme de vigilantes pri-
vados previstos por el municipio de Medellín en las denominadas “zonas
seguras”, es decir, en aquellos barrios llenos de miseria, como la Comuna
13, arrancados con algunas operaciones de guerra a las milicias relacio-
nadas por el ejército y la policía con la guerrilla, para dejar precisamente
en manos de los paras la responsabilidad del “trabajo sucio” selectivo.
“En la comuna 13 es muy común ver tomando cerveza a los po-
licías y a los paras y que tomen cerveza en sí no es un problema: el proble-
ma es que desaparecen personas”. Esta consideración de una lectora de
Medellín que se firmaba Jenny había asomado entre los comentarios, vía
internet, sobre un artículo con el irónico título “¿Meras coincidencias?”,
publicado sorprendentemente por Semana. Después de poner de relieve la
drástica reducción de los ataques guerrilleros registrados, según las auto-
ridades, durante el primer año de la presidencia Uribe, el semanario había
escrito que “el lado preocupante de estos éxitos es que estas operaciones
del ejército y de la policía coinciden con una fuerte expansión paramilitar
en esas zonas”. Semana sostenía que, si bien “los casos de negligencia, con-
nivencia, o incluso corrupción, de algunos miembros de la Fuerza Pública
en relación con grupos paramilitares no son nuevos ni comenzaron con
este gobierno, sin embargo sí es preocupante que se hayan tornado más
abiertos y generalizados, y precisamente en lugares donde hay una fuerte
presencia oficial”. Entre los diferentes ejemplos citados, el de Medellín era
con mucho el más significativo. No eran observaciones nuevas: unos me-
Los soldados nos quitaron el fusil y nos hicieron tender boca abajo
uno por uno... No teníamos miedo. Pensábamos que nos iban a
capturar y llevar a la cárcel, pero cuando faltaban por bajar 5 ó 6
compañeros, comenzaron a dispararnos y a lanzarnos granadas
desde un barranco al lado de la carretera. La mayoría de los
muchachos quedaron ahí tendidos. A mí me pegaron un tiro en
el muslo derecho y otro en la espalda. En medio de la confusión
me arrastré hacia un barranco y me arrojé. Rodé hasta el fondo
en una oscuridad total. No sé cuánto tiempo pasó, media hora,
una hora... Escuché a unas personas que pasaban y les pedí auxi-
lio. Eran mineros, les dije que me llevaran a la casa de mi mamá.
Logré salvarme.
Era una consideración más que razonable. Lo que se había puesto en mar-
cha era, en verdad, un proceso de paz sui géneris, que parecía más un arre-
glo entre socios que habían combatido a un enemigo común, con reparto
de objetivos y ayudándose de manera más o menos oculta.
La farsa puesta en escena no parecía escandalizar a Washington,
ya que la embajadora estadounidense en Bogotá, Anne Patterson, reveló
que su gobierno, que se había opuesto de mil maneras a las negociaciones
del Caguán con las FARC, estaba dispuesto a financiar la reinserción de
hasta tres mil hombres de las AUC “a través de entidades privadas y orga-
nizaciones no gubernamentales”. Mientras mantenía formalmente la de-
manda de extradición por narcotráfico contra Castaño y Mancuso, Estados
Unidos no tenía empacho alguno en mandar agentes de la CIA a consul-
tarles sobre las rutas del narcotráfico y sobre la estructura de la guerrilla,
prometiéndoles en cambio propuestas de impunidad no bien especificadas.13
Aunque mirado con recelo por algunos sectores paramilitares,
como el Bloque Metro y la ACC que acaso temían ser traicionados y mal
vendidos, la negociación siguió su marcha hasta llegar a la firma del acuerdo
de Santafé de Ralito, que preveía la desmovilización de las AUC, a más
tardar, el 31 de diciembre de 2005, sin dejar claro no ya cuál sería la repa-
ración de sus víctimas, sino siquiera la pena que deberían sufrir Castaño,
Mancuso, don Berna y los demás capos. Y mucho menos, sus hombres,
cuyo número inflaba con desenvoltura la prensa nacional de mes en mes
y hasta de un artículo a otro, llegando a cifrar en veinte mil sus milicianos.
Aquel ficticio hinchamiento de los números respondía a las apetencias de
la cúpula de las AUC, que necesitaba mostrar una fuerza superior a la que
realmente tenía, y que en parte derivaba del reclutamiento estimulado por
la enorme generosidad del acuerdo gubernamental, transformado en la
“la ocasión de la vida” para condonar cualquier tipo de bandidaje, desde
los grandes narcos hasta los pequeños delincuentes, y consolidando even-
tuales riquezas acumuladas, entre ellas los cientos de miles de hectáreas
arrancadas a los desplazados por la violencia.
En el Congreso de Bogotá había comenzado, incluso, a circular
un proyecto de “ley de alternatividad penal”, elaborado con ayuda de ofi-
ciales estadounidenses, que preveía como máximo un confinamiento de
cinco años, sereno y exento de molestias, en sus inmensas fincas de Cór-
doba y del Magdalena Medio a un personaje como Castaño, que tenía pen-
diente una condena, entre otras, de 22 años por el asesinato de Bernardo
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L e dicen que lo están buscando, le piden que se esconda. En la mañana
del 21 de febrero de 2005, Luis Eduardo decide no huir de la violencia
que lo ha acompañado desde que nació hace treinta y cinco años. No quie-
re dejar a su nueva compañera Bellanira ni a Deiner, su hijo de once años
que cojea desde agosto pasado a causa de la explosión de una granada aban-
donada por el ejército. Es uno de los líderes más reconocidos de San José
de Apartadó. Quizá se siente protegido por la solidaridad recibida en Esta-
dos Unidos y en varios países. Tal vez no se imagina que quieran matarlo.
Se equivoca. Luis Eduardo, Bellanira y Deiner son interceptados cerca del
río Mulatos, llevados a la playa, descuartizados a machete y decapitados.
Cerca, otro grupo entra disparando a la casa de Alfonso Bolívar, miembro
de la Comunidad de Paz de su pueblo. El hombre logra escapar. Escapa
también un campesino de nombre Alejandro que pasaba en ese momento
por el camino cercano: una bala le da en la espalda, es alcanzado y asesi-
nado. Alfonso habría podido salvarse, pero cuando oye los gritos de su
mujer, Sandra Milena, que pide piedad para sus hijos, se devuelve a morir
con su familia. Los machetes se ensañan en su cuerpo y en el de Sandra.
Tampoco hay piedad para Natalia de cuatro años ni para Santiago de sólo
18 meses. Los testigos de las dos masacres: el hermano medio de Luis Eduar-
do y un vecino de Alfonso cuentan una verdad espantosa: esta vez los
victimarios no son de las Autodefensas Unidas, los principales protago-
nistas de veinte años de desangre colombiano, sino los militares del Bata-
llón 33° de contraguerrilla del ejército. Desde hace cuatro días toda la re-
rias”, el ministro de Defensa, Jorge Alberto Uribe, asegura que “la Fuerza
Pública está tranquila porque no fue ella la que cometió este crimen”. Para
parar las protestas indignadas que llueven de todo el mundo, el gobierno
de Bogotá comienza la habitual contraofensiva orquestada por el vicepre-
sidente Francisco Santos, entrenado para representar en el equipo de Uribe
el papel del más patético defensor de oficio. Aparece un supuesto reinsertado
de las FARC, que cuenta la increíble historia de que Luis Eduardo lo habría
llamado por teléfono pidiéndole ayuda porque quería desmovilizarse de-
jando la comunidad de San José (utilizada “como sitio de descanso y vera-
neo”, según el director Seccional de Fiscalías de Antioquia). Supuestamente
esa conversación habría sido escuchada por la guerrilla y esa sería la causa de
su muerte. La absurda tesis es retomada por los medios de comunicación.
El 2 de marzo llega a la zona una comisión judicial que se estrella
contra un muro de silencio: nadie quiere hablar con los jueces. Ni siquiera
Gloria Cuartas quiere declarar: “la experiencia demuestra que durante ocho
años de denuncias siempre se buscó el testimonio de la víctima pero nunca
el de los victimarios. Y en todas las denuncias que hicimos siempre fueron
amenazados o asesinados quienes llegaron a presentar sus declaraciones”,
recuerda. Desde la posesión de Uribe, hablar de justicia en Colombia es un
eufemismo. Sometida a amenazas y limpia de casi todos los elementos
honestos, la magistratura continúa secundando la hermandad entre la
cúpula del ejército y el núcleo central de las AUC. En Urabá es peor. Ade-
más de intimidar a los testigos o de acumular inútilmente sus denuncias,
a menudo los jueces dejan filtrar su identificación para que los asesinos
estatales y paraestatales los callen para siempre. Desde 1997, de los dos
mil habitantes de San José, han sido asesinados 165; una veintena por parte
de las Farc y el ELN, y el resto por parte de militares y paramilitares. En el
centro del pueblo se levanta un monumento de piedra con los nombres de
las víctimas. Detrás de la fila de casas crece el cementerio.
Mientras desde Bogotá Uribe grita que “ningún centímetro del
territorio” debe estar vedado a las Fuerzas Militares, su vicepresidente,
Francisco Santos, afirma que “las comunidades de paz no son, ni pueden
ser Estados independientes”.
Si su declaración recuerda las proclamas de Álvaro Gómez Hur-
tado hace medio siglo contra la “república independiente” de Marquetalia,
la responsabilidad militar de la masacre de Mulatos –también por la bar-
barie que no ha respetado ni a los niños– representa un mensaje escalo-
friante para el país: con la desmovilización de los paramilitares, el “trabajo
sucio” que les fue encomendado durante años vuelve a ser tomado por el
ejército regular. No basta que el general Reynaldo Castellanos asegure que
“no somos unos criminales” para negar una realidad evidente en Mulatos,
como en muchos casos recientes; por ejemplo en Arauca, o en el Cauca, en
Totoró donde un bus que transportaba niños fue tiroteado por los milita-
res, o en Tacueyó, donde un capitán del Ejército, después de una embosca-
da guerrillera disparó en la plaza llena de gente, gritando a los presentes
“guerrilleros”.1
Después de la masacre de Mulatos, el Defensor del Pueblo, Wólmar
Pérez, pide a las autodefensas que le digan al país si los responsables de
estos crímenes pertenecen a esa colectividad. La pregunta es un pleonas-
mo ridículo que sabe no merecer otra respuesta que una carcajada desde
las cercanas montañas de Ralito. Entre septiembre de 2002 (cuando co-
menzaron las conversaciones oficiales con el gobierno Uribe y proclama-
ron el cese de hostilidades) y septiembre de 2004, según la Coordinación
Colombia-Europa-EU (que asocia a 130 ONG) los miembros de las AUC
han asesinado a 1899 personas2 con total impunidad, garantizada como
siempre por militares y jueces, y, en una ocasión, hasta reivindicada por el
mismo Alto Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, que en una conver-
sación con los jefes de las AUC en Santa Fe de Ralito, hecha pública en sep-
tiembre de 2004 por la revista Semana, afirmó que el gobierno ha “manejado
con el mayor cuidado para evitar un escándalo público” varios asesinatos
de los paramilitares en los alrededores. La revelación de un comportamiento
que en un país normal hubiera sido judicializado como complicidad en
homicidio, fue desestimada tranquilamente como un “pequeño pleito” por
el mismo Restrepo.
La masacre de Mulatos significa mucho más. Recuerda, por ejem-
plo, el nexo entre la violencia y el “progreso económico”. Como sugiere
Alfredo Molano, detrás del terror y del anunciado plan de desalojo de las
comunidades de paz de Urabá y del Chocó, comenzando por San José, está
la sustitución de los bosques naturales por plantaciones de palma africa-
na, que producirán un desastre ambiental, cultural y social incalculable
en la región, y asegurarán enormes ganancias a las multinacionales pal-
meras tuteladas por los gobiernos de Bogotá y defendidas a sangre y fue-
go por militares y paramilitares.3
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Bibliografía