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EL SISTEMA DEL PÁJARO

Colombia, paramilitarismo
y conflicto social
GUIDO PICCOLI

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Publicaciones ILSA
ISBN colección: 958-9262-28-7
ISBN este número: 958-
Título original: Colombia, il paese dell´eccesso
1ª Edición: Italia, 2003.
1ª Edición en español: El sistema del pájaro. Colombia, laboratorio de barbarie
Ediciones Txalaparta s.l., febrero de 2004
Traducción: José María Pérez Bustero
2ª Edición en español
Diseño y producción: Publicaciones ILSA
Fotografías de cubierta: Archivo El Tiempo,
Impresión: Ediciones Antropos
Bogotá, Colombia, abril de 2005

© Guido Piccoli
© 2º Edición en español: Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos, ILSA
Calle 38 No. 16-45. Teléfonos: (571) 2455955, 2884772, 2884437, 2880416
Página web: www.ilsa.org.co
Correo electrónico: ilsa@epm.net.co

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“...le han disparado. ¿Habéis sentido también vosotros
que estabais durmiendo?”
Mahmoud Darwish

A Mari Cruz Telleria y Felipe Eguiluz


y a Simonetta Boranga y Sisto Turra
que han perdido en Colombia
a Iñigo y a Giacomo

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Colección Textos de aquí y ahora. 1ª Edición: ILSA. Bogotá, Colombia, 2005.

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AGRADECIMIENTOS

G racias a todos los colombianos que no merecen lo que hace demasia-


do tiempoles sucede. Colombianos que, en palabras de Asier Huegun,
el joven vasco secuestrado y liberado por la guerrilla del ELN el 24 de no-
viembre de 2003, “son gente muy hospitalaria y agradable que, dentro de
lo que sufre, vive con una alegría que aquí nos falta un poquito”. Un agra-
decimiento particular a una periodista de gran corazón, a un valiente y
grácil sacerdote y a un intelectual de risa contagiosa, que viven en Bogotá,
y a otro sacerdote, “mi hermano”, que vive en Medellín. Es forzoso velar
la identidad de todos ellos. Gracias a Giovanni Giacopuzzi por sus conse-
jos y su entusiasmo. Y finalmente gracias a Antonio Caballero, periodista
y escritor colombiano residente en España, insuperable divulgador de “ver-
dades incómodas” sobre Colombia y sobre el mundo.

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Contenido

11 PRÓLOGO

1
15 YAIR Y PABLO

2
31 LA ÚLTIMA CORRIDA

3
43 EL AGUJERO NEGRO

4
55 LA OBSESIÓN DEL AGUA

5
71 LOS BENEFICIOS DE LA MÁSCARA

6
83 SANGRE Y COCA

7
99 LOS SILENCIADORES OFICIALES

8
113 LA LEY DE LA MOTOSIERRA

9
129 LOS MALOS DE LA PELÍCULA

10
145 EL TERROR DE LA PAZ

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11
165 LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

185 EL MONSTRUO BUENO


12
13
205 UN FUTURO SIN SALIDA

14
213 CASARSE, POR FIN

15
225 LOS MISMOS CON LAS MISMAS

233 CRONOLOGÍA

237 BIBLIOGRAFÍA

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Prólogo

E l mundo es cada vez más injusto. Crecen las diferencias entre países
ricos y países pobres, y entre pobres y ricos en cada país. No es ideolo-
gía. Lo dicen todos.
Sin embargo, los países ricos que lo dominan pretenden, creen, o
fingen instalar la democracia en todas partes. Pero la democracia no pue-
de convivir con la injusticia. Con la auténtica no, por lo menos. ¿Qué ha-
cer entonces?
Este libro presenta un sistema para resolver esa contradicción.
Eficaz, moderno, refinado y, como todos los sistemas, en modo alguno
casual. Colombia, donde este sistema ha sido experimentado con mayor
tesón y éxito, sirve de cobaya al resto del mundo. Un laboratorio del mundo
globalizado, escandalosamente injusto pero “democrático”.
El sistema ha demostrado que funciona respetando, por lo menos
formalmente, las reglas de la democracia representativa y del Estado so-
cial de derecho. Aunque Colombia es considerada generalmente como una
democracia representativa, con un Estado social de derecho, tiene, sin
embargo, sus peros.
En Colombia se vota, incluso con frecuencia, y son legales los
partidos de cualquier ideología, incluido el comunista. Pero los partidos
tienen asegurada su existencia solamente mientras no atacan los privile-
gios, no desgarran, no denuncian el sistema. A la Unión Patriótica (UP),
que se ha atrevido a hacerlo, le ha sido aplicado este sistema sin piedad.

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Ha sido exterminada. Eso sí, discretamente, a cuentagotas, al ritmo de un


muerto cada 19 horas durante 7 años, hasta la extinción completa. He-
chos los cálculos se llega, muerto arriba o abajo, a 3.200 asesinados entre
diputados, concejales municipales, dirigentes y simples militantes en un
exterminio que sigue completándose: en los primeros dos años del gobier-
no Uribe 71 sobrevivientes han sido asesinados y otros 30 han sido “des-
aparecidos”. Alguien ha tenido el valor en Colombia de atribuir su
desaparición a la caída del muro de Berlín. En Europa, por el contrario, el
dirigente de un partido de izquierda ha imputado “errores políticos” a la
UP. ¡Como para no cometerlos, con un muerto cada 19 horas!
Las libertades están garantizadas en Colombia. La de una infor-
mación libre e independiente, por ejemplo. Aparentemente, todos los pe-
riodistas pueden expresar lo que deseen. Alguno como Antonio Caballero,
famoso y citado en más de una ocasión en este libro, hasta puede permi-
tirse denunciar sarcásticamente el terrorismo de Estado. El semanario en
que escribe es leído solamente por ricos. Su precio equivale a una jornada
de salario mínimo. Quien haga la crónica en una de las tres o cuatro gran-
des ciudades del país puede escribir de todo, con tal de no profundizar de-
masiado en sus indagaciones sobre asuntos sucios, ni herir ciertas
sensibilidades. Si lo hace, le llamarán por teléfono durante la noche. Una
voz, que puede ser incluso educada, le recordará el camino que recorren
sus hijos para ir al colegio. Si uno vive lejos, tiene que estar más atento.
No hace falta mucho para desaparecer, o para acabar en una zanja con
una bala en la cabeza. Así se explica que Colombia detente desde hace años
el récord mundial de periodistas asesinados.
En todo caso, hay quienes se encuentran en peor situación. Los
sindicalistas, por ejemplo. Todo es normal, aparentemente. Existe el dere-
cho a organizarse y a hacer huelgas, hay convenios colectivos, un minis-
tro de Trabajo. Pero si uno insiste en sus protestas y reivindicaciones, es
eliminado. Simplemente. El sistema se aplica indistintamente a los enfer-
meros del hospital público San Juan de Dios de Bogotá, sin sueldo desde
hace tres años, a los obreros petroleros de Barranca, a los braceros de las
plantaciones de los latifundistas que trabajan para Del Monte, a los
cocaleros que venden la coca a los emisarios de los narcos, a los maestros
que luchan contra el desmantelamiento de la escuela pública, y a los habi-
tantes de cualquier barrio que exigen agua, tendido eléctrico, alcantarilla-
do o carreteras. En todos los casos se aplica una especie de manual.
Inicialmente se los ignora en lo posible, luego se intenta asustarlos con la
policía o el ejército. Si resisten, se acepta negociar y se les hacen promesas
y compromisos que se pudrirán en los papeles. En el caso de que reanuden

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PRÓLOGO

las protestas, se les comienza a acusar –si no lo han hecho para entonces–
de respaldar a la guerrilla. Luego se va por los líderes, uno tras otro. “Cuan-
do los empresarios ven que un empleado se prepara y tiene condiciones
para discutir con ellos, es hombre muerto”, referían los trabajadores de
las bananeras. De esa manera fueron asesinados, por ejemplo, 23 delega-
dos de los 27 que pertenecían al movimiento de los cocaleros, que bloquea-
ron en 1996 las regiones del sur para protestar contra las fumigaciones.
Desde hace décadas son diezmados los directivos sindicales de los sectores
de riesgo. Así, según la Conferencia Internacional de Organizaciones Sin-
dicales Libres (CIOLS) en 2002, de los 312 sindicalistas asesinados en el
mundo entero, 280 lo fueron tan solo en Colombia.
La lista podría continuar con los activistas de los derechos huma-
nos, los abogados de los opositores políticos, los jueces que se atienen a las
leyes, los moralistas, los honestos, los entrometidos… Podríamos citar luego
a los ladrones de caminos, a los vagabundos, las prostitutas, los enfermos
mentales… a todos los expuestos al sistema.
Evidentemente, la aplicación del sistema requiere un mecanismo
engrasado y una red de ejecutores amplia y extendida por el territorio
nacional. No existe ninguno tan poderoso, estructurado y manifiesto en
país alguno como en Colombia, ni ha obtenido en parte alguna una acep-
tación social tan extensa.
Este libro recorre el fenómeno de la privatización del empleo de la
fuerza y la degradación paralela del Estado. Cuenta las hazañas de los
guerreros privados, desde pájaros como el Cóndor, o el Vampiro, el Negro
Vladimir y King Kong, hasta el italiano Salvatore Mancuso, el narco “para”
don Berna, o los capos de los capos, Fidel y Carlos Castaño. También habla
de sus empresarios, los políticos y estrategas que han diseñado y aproba-
do el sistema sin ensuciarse las manos, como los presidentes Kennedy y
Uribe, los ministros y los oligarcas colombianos. Y de quienes se las ensu-
cian a menudo: generales, coroneles, tenientes y capitanes.
Este libro también habla de droga y de guerrilla. Alguien objetará
que habla poco. Desde hace muchos años se fomenta la creencia de que la
barbarie colombiana depende de la droga, y se vende la idea de que se aca-
baría con ella si fuera eliminada la guerrilla. Por más que Göbbels dijera
que una mentira repetida cien veces se convierte en realidad, estas afirma-
ciones siguen siendo mentira aunque se repitan cien y hasta un millón de
veces. La barbarie, como la guerrilla, nace y depende de la injusticia, obs-
cena y creciente, que no puede ser defendida por una pantomima de de-
mocracia. Si el narcotráfico terminara por arte de magia, y fuera derrotada

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la guerrilla por un milagro, todo continuaría como antes. La guerra utili-


zaría otros recursos para seguir adelante, y la miseria y el despotismo
producirían otras guerrillas.
El sistema no hace milagros, por muy eficaz y moderno que sea.
Solamente llena cementerios y fosas comunes.

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Yair y Pablo

1
Y air Klein gritó “¡Fuego!” Cuando el Toyota se acercó a los blancos de
cartón, los alumnos de los asientos de atrás sacaron el cuerpo por las
ventanillas y descargaron sus metralletas mini Uzi.
Pablo Escobar no quiso participar en la exhibición final del pri-
mer curso de matones realizado en Colombia. Los instructores israelíes no
le resultaban simpáticos. Quienes sí se encontraban aquel día de febrero
de 1988 en el improvisado polígono de tiro de la finca El Cincuenta eran
los Pérez y algún otro latifundista de la región del Magdalena Medio, el
alcalde de Puerto Boyacá y algunos oficiales del destacamento local del
ejército, como el coronel Luis Bohórquez. Hacía los honores de la casa
Gonzalo Rodríguez Gacha, apodado El Mexicano, que parecía el más entu-
siasmado con el curso que acababa de diplomar a 30 nuevos sicarios, en-
tre los que se hallaba su hijo Freddy. “Hemos gastado en cada uno de ustedes
más de un millón y medio de pesos, y recuperaremos ese dinero hasta el
último centavo”, manifestó en un discurso improvisado el considerado,
después de Escobar,1 el segundo capo del cartel de Medellín.

1. La reconstrucción de las escuelas de sicariato y de la realidad vivida en Urabá está


basada en los testimonios realizados por varios paramilitares arrepentidos ante el
Tribunal Especial, como Diego Viáfara y Jesús Alberto Molina Herrera, y en los in-
formes del DAS sobre la actividad de Acdegam en Puerto Boyacá, publicados en
1989 por la revista Semana, y los periódicos El Tiempo, El Espectador y La Prensa.
Muchos detalles se han tomado de Medina (1990) y de Duzán (1992).

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El Mexicano estaba orgulloso de su primogénito de 17 años, apo-


dado Pocillo por sus considerables orejas, al que había regalado reciente-
mente una motocicleta dorada. El jefe se lo podía permitir. Precisamente
aquel año le había dedicado una portada la revista Fortuna, y Forbes lo había
situado en la lista de los hombres más ricos del mundo, aunque lejos de
Pablo Escobar quien, en el puesto 14, contaba con unas ganancias anuales
de 3.000 millones de dólares. Don Pablo tenía su imperio a nombre de
decenas de testaferros, reservando desde luego un lugar preferente a sus
familiares más cercanos (su hija Juana Manuela era propietaria, a sus
cuatro años, de 66 garajes, 34 parqueaderos privados, 8 oficinas, 12 re-
vistas y 13 apartamentos).
Entre Escobar y Rodríguez Gacha no existía competencia. Se res-
petaban y temían mutuamente, y se habían repartido de forma ecuánime
las diferentes tareas y campos de actuación.2
Una vez concluida la aventura política que lo había llevado en
1982 al Congreso como diputado liberal, Escobar había preferido ocupar-
se del negocio del narcotráfico, del desarrollo de las redes de su distribu-
ción en el extranjero, y de las rutas aéreas y navales utilizadas para el
transporte de la droga. Dirigía, asimismo, la guerra contra cualquiera que
obstaculizara los negocios del cartel, comenzando por los narcos de Cali, y
lideraba la cruzada contra la ley de extradición de los colombianos. “Prefe-
rimos una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos”, era desde
hacía tiempo el lema de los narcos.
El Mexicano, por su parte, se hallaba comprometido en la lucha
contra la guerrilla, con la que había empezado a enfrentarse hacía cuatro
años en las selvas surorientales de Colombia. Según él, “las FARC primero
empezaron a robar el dinero que mandábamos para comprar la pasta de
coca, luego a asaltarnos y a intentar secuestrarnos”. Rodríguez Gacha se
había expuesto a los chantajes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia (FARC) al invertir gran parte de sus ganancias en las tierras más
fértiles del país. Su anticomunismo lo había acercado, por otra parte, a los
generales, que hacía tiempo aplicaban la “doctrina de seguridad nacional”,
aprendida en las academias militares norteamericanas de Panamá y Fort Bragg.
“Mientras el Estado les concede algunas medallas, yo los lleno de
dinero”, dijo en una entrevista a la revista española Interviú. Rodríguez
Gacha solía distribuir públicamente su propina, una vez al mes, a los mi-

2. Sobre las actividades de Escobar y Rodríguez Gacha, véase Piccoli (1994) y Casti-
llo (1991).

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YAIR Y PABLO

litares del cuartel de Pacho, una población rodeada de plantaciones de cí-


tricos, a dos horas en carro de Bogotá, donde era considerado una especie
de dios. Solamente ahorraba el humillante desfile frente al bar de la plaza
principal a los oficiales. Ellos podían encontrarlo en las haciendas de
Chihuahua y Santa Rosa, donde recibían fajos de dólares y regalos sustan-
ciosos, como los Rólex de oro. Aquellas atenciones tenían su vuelta. El ejér-
cito le permitía circular libremente por el país, a pesar de haber acumulado
diversas órdenes de captura: las colombianas eran por tráfico de estupefa-
cientes y lavado de dinero sucio, y las norteamericanas por homicidio y
conspiración. En más de una ocasión, los militares se habían ofrecido in-
cluso a liquidar a algunos de sus competidores.
Escobar y Rodríguez Gacha habían llegado al Magdalena Medio
cuando los latifundistas y los dirigentes locales de la Texas Petroleum
Company, o Texaco (uno de los primeros grupos norteamericanos autori-
zados a explotar los yacimientos del país), estaban organizándose con la
ayuda de los comandantes militares de la zona, para responder a la extor-
sión, cada vez más frecuente, del IV Frente de las FARC. Los mafiosos juz-
garon conveniente invertir sus capitales precisamente en regiones como
Antioquia, la Costa Atlántica y los Llanos Orientales, donde los precios de
la tierra se habían derrumbado ante la actividad de los rebeldes. Escobar y
Rodríguez Gacha decidieron exhibir sin reserva sus riquezas en el Magda-
lena Medio. En 1979 don Pablo compró en La Dorada, a medio camino
entre Bogotá y Medellín, la hacienda Nápoles, con sus 2.000 hectáreas en
la margen derecha del río Magdalena. Un hombre empleaba casi una hora
para llegar andando desde la entrada hasta la casa principal, La Mayora,
y cinco días a caballo para recorrer su perímetro.
En pocos años la había equipado con una pista clandestina de
aterrizaje, llamada Mama Rosa, custodiada por decenas de hombres ar-
mados, varias villas, piscinas, caballerizas, campos de fútbol, de tenis y de
golf, y una plaza de toros. Se destacaba un zoológico con 2.000 animales
traídos de todos los continentes, entre los que se veían jirafas, hipopóta-
mos, elefantes, tigres, antílopes, canguros, alces y rinocerontes. Asimis-
mo, habían sido reconstruidos a tamaño natural los esqueletos de un
dinosaurio, un brontosauro y un mamut, animales extinguidos, por des-
gracia, como explicaban las hojas publicitarias del zoológico. En un repor-
taje de Forbes se decía que “Escobar ha tenido más problemas legales en
Colombia con la importación de animales exóticos que con la exportación
de cocaína”. Más problemas tuvo, en realidad, la juez Carmencita Londoño
cuando investigó aquel extravagante tráfico. En mayo de 1986 recibió una
carta amenazadora que le decía, entre otras cosas:

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Es una desgracia que usted, sin mostrar respeto por la ley y la


propiedad, quiera poner a Pablo Escobar en la cárcel por haber
traído progreso a Colombia y contribuido a la naturaleza y a la
fauna silvestre de nuestro país… Le garantizamos que usted no
logrará un ascenso en su carrera profesional, sino más bien un
descenso a las profundidades de la muerte, que es todo lo que usted
se merece.

Una semana después, la Londoño cayó en el centro de Bogotá bajo


los disparos de dos matones en motocicleta. El homicidio no redujo la
afluencia al zoológico, el más surtido y el único gratuito del país. “Es del
pueblo y el pueblo no puede pagar por visitar lo que es suyo”, afirmaba
don Pablo. Más tarde se descubrió que el jefe no pensaba sólo en la educa-
ción científica popular, sino que utilizaba los excrementos de las fieras para
impregnar con su olor las bolsas destinadas al transporte de la cocaína,
con el objetivo de despistar a los perros antidroga. El exhibicionismo de
Escobar no conocía límites. Para no dar lugar a dudas sobre el origen de su
fortuna, don Pablo mandó colocar a la entrada de Nápoles el pequeño Piper
en el que había transportado personalmente la primera carga de cocaína a
Florida. Durante una década, la avioneta pudo verse desde la carretera que
une a Bogotá con Medellín. También hizo colocar sobre un pedestal de
mármol, en la explanada situada frente al zoológico, un automóvil de los
años treinta acribillado a balazos, que había pertenecido, según afirmaba
con orgullo el jefe, nada menos que a la pareja de bandidos norteamerica-
nos Bonny Parker y Clyde Barrow.
Rodríguez Gacha no era mucho más discreto. Había comprado a
un esmeraldero, (al que más tarde haría fusilar, junto con veinte personas
más, por un pelotón militar a su servicio), en la margen izquierda del río
Magdalena, la hacienda El Sortilegio. En ella hizo construir el más moder-
no criadero de gallos de pelea –una de sus grandes pasiones–, que levantó
ampollas entre los campesinos de la región por las instalaciones de aire
acondicionado con las que había equipado las jaulas. Pero la finca se hizo
famosa porque su picadero hospedaba el maravilloso alazán Tupac Amaru,
al que apodaban Caballo alado, destinado solamente a la reproducción
–cada monta podía costar hasta 10.000 dólares–, dado que no se le permi-
tía participar en ninguna carrera por demostrarse invencible. Cuando
Rodríguez Gacha caracoleaba sobre su soberbio caballo por Puerto Boyacá,
la Policía llegaba a detener el tráfico.
El Mexicano pagó gran parte de los 800.000 dólares estipulados
por los cursos a cargo de Yair Klein y los instructores de la sociedad

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YAIR Y PABLO

Spearhead. Dotó a sus alumnos de uniformes del ejército de Tel Aviv, y


fusiles ametralladoras Galil y Uzi, provistas de miras telescópicas,3 les
impuso una disciplina de hierro. Al concluir la exhibición de febrero, los
treinta sicarios diplomados cantaron el himno de la Asociación Campesi-
na de Agricultores y Ganaderos del Magdalena Medio (Acdegam): “Un día
fuimos comunistas/ obligados a luchar/ por doctrinas que llegaron/ y están
contra la paz. Nuestro lema es defender/ nuestros hijos, nuestros bienes/
nuestras tierras/ y lo vamos a lograr ”. Después hicieron disparos al aire
gritando: “¡muerte a los comunistas, muerte a las FARC!”
Hacía años que numerosos latifundistas del centro agrícola de
Colombia se estaban apoderando por la fuerza de los terrenos de miles de
pequeños y medianos propietarios, asfixiados por las tasas, o vacuna ga-
nadera de las FARC. Algunos fueron obligados a vender su propiedad a
precios irrisorios. “Si no firmas hoy, tratamos mañana con la viuda”, era
la frase ritual. La estrategia antiguerrilla de “quitar el agua al pez” había
llevado a la eliminación de más de 5.000 personas entre 1982 y 1985, y
era a veces un pretexto para acabar con sindicalistas, braceros o acreedo-
res de los latifundistas.
Un paramilitar arrepentido confesó que había matado a un leña-
dor por encargo de Carlos Delgado, que era un propietario de tierras y
miembro de Acdegam.

Yo y el sargento Medina lo capturamos, lo llevamos hasta la ori-


lla del río y yo personalmente lo indagué y no vi razones para
hacer daños a ese señor y le manifesté al sargento que ese señor
no era ningún guerrillero, que era un tipo trabajador pero él me
manifestó que don Carlos había dado la orden y había que creer-
le, entonces se le arrimó y Medina le metió un tiro en la cabeza y
dos en la espalda… lo tiramos al río… Yo averigüé por mis pro-
pios medios que Carlos Delgado le debía a Marín cinco años de tra-
bajo… entonces para no pagarle había hablado con el sargento.4

Antonio Caballero, el periodista colombiano más famoso, escri-


bió en El Espectador que “el río Magdalena es la columna vertebral de Co-
lombia y por él (ahora que los pesticidas han matado a los peces) sólo bajan
cadáveres de hombres asesinados”.

3. Sobre las actividades de los mercenarios israelíes y sobre el export de Israel en Co-
lombia, véase Cockburn y Cockburn (1991).
4. Los testimonios sobre la muerte del leñador por motivos económicos, en Tras los
pasos perdidos de la guerra sucia (1995).

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

En el mismo periódico denunció Gabriel García Márquez que

los autores materiales del genocidio son bandas armadas de pis-


toleros a sueldo, que matan a pleno día, una vez a cara descu-
bierta y otras con la cara pintada, y a quienes todo el mundo
conoce pero no se atreve a denunciar. Su método, por desgracia,
es inmemorial en la historia de Colombia, y nos resulta familiar
por su barbarie. Los cadáveres que flotan en las aguas o que ya-
cen sin dueño en las veredas, han sido despellejados a cuchillo, y
aparecen con los órganos cortados y a veces metidos en la boca,
sin lengua y sin orejas.
Las masacres sucedían con total impunidad y con el visto bueno
del poder y de la prensa del régimen, comenzando por El Tiempo, el diario
más vendido, que definía a Puerto Boyacá como “la capital antisubversiva
de Colombia”, y así aparecía escrito en letras mayúsculas sobre un enor-
me cartel colocado a la entrada de la población.
La limpieza política era financiada a pleno día en el Magdalena Me-
dio por la Texaco, que pagaba a los batallones que actuaban en la zona, gra-
cias a la legalización de los acuerdos privados entre las multinacionales y el
ejército colombiano. Para extenderse a otras regiones necesitaba, sin embar-
go, capitales enormes, como los de Escobar y Rodríguez Gacha. Los herma-
nos Pérez, que pertenecían a los latifundistas más aguerridos de la zona, dijeron
a sus hombres: “muchachos, vamos a trabajar un poco para la mafia”.
El curso de sicariato, organizado en 1988 por la sociedad de Yair
Klein, reforzó la alianza de los narcos con el movimiento paramilitar que
estaba surgiendo.
El ex coronel israelí consideraba tranquila aquella misión en Co-
lombia. Había sido contratado por una sociedad del Ministerio de Defensa
colombiano, gracias a la mediación de un paisano suyo, Eitan Koren quien,
tras haber sido el responsable de la seguridad del premier Menachem Begin,
representaba en América Latina a la empresa militar Israel Security Defense
System (ISDS). En aquella época Colombia era el mejor cliente comercial
de la industria bélica israelí, con encargos de 500 millones de dólares. A su
llegada al aeropuerto de Bogotá, Klein había sido recibido por un mayor
de los servicios secretos. Antes de salir hacia el Magdalena Medio se había
contactado con otros oficiales del ejército colombiano, con un senador,
algunos directivos del Banco Ganadero y hasta con un viceministro que,
con lágrimas en los ojos, había definido a los instructores israelíes como
“la última esperanza de Colombia antes de que se convierta en otra Cuba
o Nicaragua”.

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YAIR Y PABLO

Los mercenarios que acompañaban a Klein a Puerto Boyacá eran


personajes totalmente respetables de los servicios secretos del Estado he-
breo. Entre ellos se encontraban Abrahán Txadaka, ex comandante de las
unidades de antiterrorismo de las fuerzas armadas de Tel Aviv; el teniente
coronel Amatzia Shuaili, instructor de las tropas especiales guatemaltecas;
Michael Harari, jefe de seguridad de la organización secreta Lakam, com-
prometida en el desarrollo de los programas israelitas, y el agente Arik
Afek, que resultó implicado en la triangulación de armas y droga a favor
de los contras nicaragüenses.
Ya en Puerto Boyacá, los israelíes fueron recibidos por el coman-
dante del batallón Bárbula. La hacienda en la que se desarrollaban los cur-
sos de formación era punto de afluencia de oficiales y suboficiales, a quienes
les gustaba competir al tiro al blanco con los israelíes y sus alumnos.
Klein se sentía tan seguro de sí mismo que permitió al ex teniente
Óscar Echandía, coordinador de los cursos a cuenta de Acdegam, filmar
un video de promoción para la Spearhead en Colombia. La cámara no gra-
bó a los patrocinadores de la escuela de sicariato, lógicamente, sino sola-
mente a Klein y Shuali, y a sus alumnos, entre los que sobresalía un gigante
negro de casi dos metros.
Pablo Escobar aportó su cuota para financiar al ejército paramilitar
en formación, aunque prefería ir a los partidos de fútbol que a las exhibi-
ciones de los mercenarios. En noviembre de 1987 jugó en un torneo orga-
nizado dentro de su hacienda Nápoles contra los ases del Nacional de
Medellín. Al acabar el partido, el acrobático portero René Higuita entregó
una medalla a don Pablo, que como muchos sabían, era el dueño del equi-
po que dos años antes había disputado la Copa Intercontinental al Milán
de Van Basten. Rodríguez Gacha intentó a menudo convencerlo de la uti-
lidad del proyecto anticomunista de Puerto Boyacá. “Si le ayudamos a
vencer a sus enemigos, el Estado nos dejará dedicarnos tranquilamente a
nuestros negocios”. Don Pablo, que había conocido de cerca el mundo de
la política, seguía con sus dudas. Más tarde afirmó que nunca había com-
partido las ideas de El Mexicano, sino que había intentado convencerlo de
no seguir con el exterminio de la gente de izquierda.
Escobar estaba empeñado sobre todo en la guerra contra la ex-
tradición, llevada adelante al son de homicidios y secuestros, y en la que
resultaba aliado de la izquierda, en lucha “contra el imperialismo yanqui”.
El secuestro de Pastrana, futuro presidente de la República, en enero de
1988, sumó un punto a favor del jefe. Lo cierto es que, si unas semanas
antes el ministro de Justicia había emitido cinco órdenes de captura que

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

incluían además la autorización para la inmediata extradicón a Estados


Unidos –y Escobar figuraba como primero de la lista–, unos días después
del secuestro de Pastrana, el Consejo de Estado las suspendió.
Don Pablo se hallaba comprometido asimismo en la guerra, to-
davía más sangrienta, contra los enemigos de Cali, que también disponían
de bandas de sicarios y de instructores extranjeros. Utilizando la media-
ción de los servicios colombianos, los Rodríguez Orejuela contrataron a
un grupo de ex agentes del Special Air Service (SAS), comandado por los
coroneles Peter McAleese y Dave Tomkins. En junio de 1989 utilizaron un
helicóptero de la policía colombiana para un ataque sorpresa desafortu-
nado, proyectado con ayuda de la CIA, que intentó sorprender y matar al
jefe de Medellín.5 Un grupo de policías al servicio del Cartel de Cali se había
atrevido a colocar unos meses antes, el 13 de febrero, un coche bomba
delante del edificio Mónaco, en el barrio “bien” de Poblado de Medellín,
donde residía su familia. La explosión, además de pulverizar a dos vigi-
lantes, produjo una lesión crónica en el oído de su hijita. Fue una afrenta
intolerable para el jefe, que había amenazado de muerte en más de una
ocasión a quien osara “tocar un pelo” a sus familiares. En septiembre de
1984, por ejemplo, había descubierto y exterminado a una banda entera
de pobres diablos que habían secuestrado a su padre Abel. En agosto de
1989 reivindicó la muerte de un coronel de policía, por haber retenido e
impedido durante unas horas que su mujer, María Victoria, diera el bibe-
rón a la pequeña Juana Manuela.
Así pues, el desarrollo del proyecto paramilitar quedó exclusi-
vamente a cargo de Rodríguez Gacha y sus aliados anticomunistas, civiles
y militares.
Juntos decidieron enviar al grupo de sicarios entrenados por Klein
a Urabá, la región limítrofe con Panamá, utilizada para el tráfico ilegal de
droga y de armas, riquísima en materiales preciosos, y adecuada por su
exuberante naturaleza para cultivos intensivos. En aquella zona se había
instalado a comienzos de los años sesenta la United Fruit con el propósito
de dedicarse al cultivo del banano, convertido en el tercer producto de ex-
portación de Colombia, después del café y del petróleo.
Las plantaciones de Urabá, que comercializaban la fruta con las
marcas Del Monte, Dole y Chiquita, ocupaban en 1988 a casi 30.000 bra-
ceros, obligados a trabajar hasta 70 horas semanales, sin seguros ni asis-
tencia sanitaria, y viviendo con sus familias en tugurios sin luz, agua

5. Sobre la actividad de mercenarios ingleses en Colombia, véase Guillén (1993).

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YAIR Y PABLO

corriente, ni desagües. Las condiciones inhumanas –que provocaban la


muerte por tuberculosis de uno de cada cuatro trabajadores– favorecieron
la expansión de los sindicatos, a pesar de la violenta oposición de los lati-
fundistas, más propensos a resolver los conflictos laborales a disparos que
a través de negociaciones.
El acaparamiento de tierras efectuado por las compañías bana-
neras, y por muchos políticos, generales y narcotraficantes, había provo-
cado la expulsión de decenas de miles de campesinos, pero asimismo había
favorecido la expansión de las FARC y del Ejército Popular de Liberación
(EPL). El círculo vicioso no podía sino aumentar la violencia. La guerrilla
imponía el pago de fuertes comisiones a los latifundistas de la zona,
amenazándolos con el secuestro y, eventualmente, con la muerte. Éstos, a
su vez, crearon milicias privadas o pagaron para su protección a los ofi-
ciales de los batallones del ejército que operaban por la zona.
Los sindicalistas fueron asesinados uno tras otro. “Cuando los
empresarios ven que un empleado se prepara y tiene condiciones para dis-
cutir con ellos, es hombre muerto”, manifestaron algunos braceros a la
enviada de El Espectador. En los últimos seis meses de 1987 fueron muer-
tos 39 dirigentes sindicalistas en la región. Cada huelga era precedida o
seguida por decenas de funerales.
El ejército y la policía, que se demostraban incapaces de detener a
un solo matón, tomaban partido claramente en favor de los latifundistas.
“Aquí en Urabá existen movimientos sindicales con brazo armado”, afir-
mó el comandante de la brigada que operaba en la región. También caían
bajo los disparos de los sicarios los militantes de la Unión Patriótica (UP),
el movimiento de izquierda que había conseguido en las últimas eleccio-
nes las principales alcaldías, como Turbo y Apartadó. Lo mismo sucedía a
los exponentes del Nuevo Liberalismo, el ala progresista del Partido Liberal.
En la misma fecha que finalizó en Puerto Boyacá el primer curso
de sicariato, algunos pelotones del batallón Voltígeros entraron en un ba-
rracón de trabajadores bananeros y detuvieron a cuatro braceros, entre
quienes se hallaba una joven embarazada de 16 años. Ésta acusó, después
de diez días de tortura, a un grupo de conocidos suyos de militar en la
guerrilla.6 En las noches siguientes fue llevada en un todoterreno con cris-
tales opacos para que señalara a los presuntos guerrilleros en los pobla-
dos de Honduras y La Negra. Los cuatro braceros fueron entregados al

6. Sobre la masacre de “Honduras” y “La Negra”, véase Liga Internacional para la


Defensa de los Derechos y la Liberación de los Pueblos (1990).

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juez dos semanas después de su arresto, una práctica facilitada por el Es-
tatuto Antiterrorista para combatir a los narcos y aplicado casi exclusiva-
mente a los opositores políticos y sociales. Posteriormente se descubrió que
en el acta de los interrogatorios figuraba como abogado defensor un ofi-
cial que había participado activamente en las torturas a los detenidos.
Aquella operación fue dirigida por el mayor Luis Felipe Becerra,
el mismo que unos días más tarde pagaría con su tarjeta de crédito la es-
tancia en el Hotel Intercontinental de Medellín del grupo de matones de
Puerto Boyacá que se dirigía a Urabá. La compleja máquina de muerte se
puso en marcha en la noche de plenilunio del 4 de marzo. A la una de la
madrugada los habitantes del miserable campamento de la hacienda Hon-
duras fueron despertados por la llegada de algunas todoterreno y los gri-
tos de un grupo de hombres armados. “¡Abran todas las puertas!”, fue la
primera orden inteligible. Rodearon sin más la barraca de los solteros, que
fueron empujados fuera y obligados a tumbarse sobre el empedrado del
patio central. Tres de ellos lograron milagrosamente salvarse, escondién-
dose bajo el techo. La gente, aterrorizada, distinguió a la entrada del cam-
pamento la sombra de dos camiones llenos de soldados, inmóviles. Nadie
se ilusionó de que acudirían en su ayuda.
El jefe de los milicianos era un gigante negro, con un gorro rojo.
Algunos de ellos gritaban “¡Muerte al EPL!” “¡Vivan las FARC!”
En unos segundos reunieron a 17 braceros, todos ellos afiliados
al sindicato. Los familiares, encerrados en sus casas, no podían hacer otra
cosa que rezar y llorar. Primero oyeron los gritos de algunos jóvenes mien-
tras les arrancaban las uñas. Después, una ráfaga aislada y, finalmente,
una descarga interminable de disparos. Se oyó “¡Cabo, hay uno vivo!” al
hacerse silencio. La última ráfaga acabó con Pedro, un bracero de 25 años.
El primero que murió fue Alirio que, aprovechando un momento de des-
cuido del comando, había tratado de huir, pero fue alcanzado y asesinado
en medio del campo donde solían jugar fútbol los trabajadores el domingo
por la tarde.
Antes de marcharse, escoltados por los dos camiones militares,
los asesinos quemaron el cobertizo bajo el que se hacían las reuniones sin-
dicales, y destruyeron el pequeño camión de la comunidad utilizado para
el transporte escolar. Sin embargo, no habían concluido su incursión. En
la hacienda cercana, La Negra, mataron delante de sus familiares a otros
tres braceros. Cuando empezó a clarear en la hacienda Honduras, las
mujeres lloraban junto a los cuerpos casi decapitados de sus hombres, al-
canzados en pleno rostro por balas explosivas. Otras vagaban sin tino. Se

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YAIR Y PABLO

veían buitres sobrevolando cuando llegaron varios camiones llenos de


militares del batallón Voltígeros. Los sobrevivientes reconocieron entre ellos
al gigante negro que había dirigido unas horas antes el comando homici-
da. Los soldados se preocuparon solamente de recoger los casquillos es-
parcidos por el terreno, en medio de los charcos de sangre coagulada y de
fragmentos de masas cerebrales. Un oficial hizo algunas preguntas pero
no le respondió nadie. Los sobrevivientes empezaron a protestar sólo cuando
los militares cargaron en un camión los cadáveres y se marcharon sin es-
perar la llegada de las autoridades judiciales. Inmediatamente después la
comunidad entera se puso en marcha hacia Apartadó, donde pudo refu-
giarse en la parroquia de la Divina Eucaristía.
Aquella misma tarde del 4 de marzo de 1989, un grupo de hom-
bres encapuchados obligó a descender de un autobús que se dirigía a
Medellín a ocho hombres del movimiento de izquierda A Luchar que esta-
ban dejando la región. Sus cuerpos torturados fueron hallados dos días
más tarde en un bosque cercano. En esa misma fecha comenzaron una
huelga indefinida 22.000 trabajadores bananeros, exigiendo la destitución
del general Sanmiguel Buenaventura, y el nombramiento de una comi-
sión presidencial que investigara las matanzas. El gobierno central se des-
hizo en condenas y promesas de justicia. Para aclarar aquellos “genocidios
perpetrados por grupos antisociales”, designó a 30 de los mejores agentes
del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), el único servicio
secreto que dependía directamente del presidente de la república. Fue de-
cretado el estado de sitio en Urabá, y nombraron gobernador militar de la
región a un mayor que, unos años antes, había sido señalado por una
comisión investigadora de la Procuraduría como uno de los fundadores de
los primeros grupos paramilitares. En las calles de Turbo y Apartadó se
decía en voz baja que “el remedio es peor que la enfermedad”.
La matanza, sin embargo, no había terminado. El 3 de abril fueron
asesinados 28 campesinos del poblado La Mejor Esquina, en el vecino
corregimiento de Buenavista, sorprendidos durante una fiesta. Ocho días más
tarde les tocó a 26 campesinos de Punta Coquitos. También en dichas ocasio-
nes estuvo el gigante de color llevando la lista de los condenados a muerte.
La investigación de aquellas masacres corrió a cargo de la joven
juez Martha Lucía González. Los testimonios de los sobrevivientes, las
contradicciones de los militares halladas durante los interrogatorios, y las
confesiones de los primeros arrepentidos, la convencieron de la responsa-
bilidad de varios oficiales, entre quienes figuraban algunos comandantes
de batallón y de brigada.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Según avanzaban sus indagaciones aumentaba el nerviosismo del


ejército. En el mes de agosto siguiente, el procurador general de la nación,
Horacio Serpa, comunicó en una carta al presidente Virgilio Barco que las
masacres “no son errores, actos de venganza o actos irracionales de indivi-
duos que han unido sus fuerzas para sacrificar colombianos aquí y allá. To-
dos estos actos tienen el carácter de crímenes políticos o adhieren a ciertas
ideologías, para intimidar a comunidades enteras, para mantener un cierto
status quo económico”. La respuesta del gobierno no se hizo esperar. El minis-
tro de Defensa polemizó con los sectores “anhelantes de que haya militares
comprometidos en esas masacres”. El presidente Barco trató de tranquilizar
al ejército, prometiendo que aumentaría la plantilla y la financiación de las
Fuerzas Armadas. El ministro César Gaviria, que unos meses antes había
denunciado la presencia en el país de 128 grupos paramilitares, declaró en
televisión que eventuales acciones ilegales de militares en activo no podían
haber sido realizadas sino a nivel personal, y aseguró que la violencia del
país debía ser imputada al acuerdo entre narcotraficantes y terroristas.
Escondido tranquilamente en uno de sus innumerables refugios
secretos, y protegido por un cordón de seguridad de cientos de hombres
armados, dispuestos a jugarse la vida por él, don Pablo no se perdía un
solo noticiero. Cuando escuchó el discurso de César Gaviria, que en un par
de años se convertiría en presidente de la República, intuyó que la estrate-
gia anticomunista de su socio, don Gonzalo, acabaría llevando a un calle-
jón sin salida al cartel de Medellín. Lo iban a convertir en chivo expiatorio.
Y todavía se convenció más cuando leyó el texto de los primeros informes
“estrictamente confidenciales” del DAS sobre las matanzas de Urabá, fil-
trados a la prensa colombiana.
Mientras la juez González llamaba a testificar a oficiales de grado
cada vez más alto, el DAS desviaba la atención hacia otros sujetos de la
alianza paramilitar: a varios latifundistas de Acdegam y a los narcos de
Medellín. A finales de abril, el servicio secreto dirigido por el general Mi-
guel Maza Márquez, pariente lejano de Gabriel García Márquez, entregó a
la prensa un informe que atribuía las masacres a un grupo de justicieros
llamados Los Magníficos o Amor por Colombia, que trabajaban para los
propietarios de las bananeras, “presionados por la subversión”. El DAS
exoneraba de toda responsabilidad como mandante o cómplice de los es-
tragos al personal militar.
Mientras tanto, en Puerto Boyacá todo discurría tranquilamen-
te. En mayo de 1988 Yair Klein empezó el segundo curso de sicariato, que
solamente fue interrumpido porque muchos alumnos se presentaban ebrios
a los ejercicios. El tercer curso, por su parte, hubo de ser transferido a una

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YAIR Y PABLO

hacienda de Rodríguez Gacha en la región del Putumayo, a raíz de un ras-


treo de la Policía antinarcóticos por la zona.
En aquella ocasión Klein comenzó a darse cuenta de la complejidad
del rompecabezas colombiano. “Era muy curioso que el ejército, por un lado,
apoyara a Acdegam y que, por otro, la policía quisiera hacer un operativo
contra el campamento”, contará algunos años más tarde el ex coronel israelí.
Después de unos años en que las denuncias del genocidio en el
Magdalena Medio fueron liquidadas como “fruto de la propaganda comu-
nista”, la justicia comenzó a actuar. Pero indagar en esta región resultaba
peligroso incluso para los funcionarios del Ministerio de Justicia. La juez
González se dirigió inútilmente un par de veces a Puerto Boyacá para in-
terrogar a los militares denunciados. El ejército y la policía local la boico-
teaban a porfía, obligándola a esperas desquiciantes, cambiando
improvisadamente los programas y llegando a declarar que no podían
garantizar su seguridad. No escatimaron medios para hacerla desistir de
su intento. Desconocidos la llamaban por teléfono a altas horas de la no-
che interesándose por la salud de sus familiares. Otros le colocaban bajo
las sábanas montones de escarabajos o ratas muertas en los albergues donde
se alojaba durante sus misiones.
La juez González no se dejó intimidar. El 25 de junio firmó varias
órdenes de captura contra narcos como Rodríguez Gacha, Pablo Escobar y
Hernán Giraldo, el jefe de la Sierra Nevada, así como contra los dirigentes
de Acdegam, el alcalde de Puerto Boyacá y, por vez primera, contra mili-
tares en activo: un teniente y un cabo. Según la juez González, ambos
“aceptaron, facilitaron, auxiliaron y permitieron el genocidio del 4 de
marzo”. El 31 de agosto añadió a su lista al mayor Luis Felipe Becerra. Fue
su última actuación judicial. Un atentado frustrado en el centro de Bogo-
tá la convenció de aceptar un cargo diplomático en la embajada de un país
cuyo nombre se mantuvo en secreto.
Para entonces ya habían sido eliminados cinco campesinos de
Urabá que se habían atrevido a testificar sobre las matanzas. Unos meses
más tarde, dos sicarios en moto mataron en pleno centro de Bogotá a su
padre Álvaro, ex gobernador del departamento de Boyacá, en la clásica
“venganza transversal”.
La misma suerte corrió la juez que la sustituyó. Tras haber reci-
bido varias amenazas de muerte, María Helena Díaz fue asesinada junto
con dos policías de su escolta el 28 de julio de 1989 por un grupo de hom-
bres encapuchados. Aquellos homicidios fueron atribuidos a la “mafia de
la droga”. Pocos días antes de ser asesinada, la juez Díaz había ratificado
las órdenes de captura emitidas por su colega. Fue una decisión tan va-

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liente como inútil, dado que ninguna autoridad se tomó la molestia de


ejecutarlas. Mientras Escobar, los demás narcos y los paramilitares esta-
ban protegidos por sus milicias privadas, los militares implicados tenían
el amparo de la jefatura de las Fuerzas Armadas.
Alejado del cuerpo a finales de 1988, el mayor Becerra fue poste-
riormente reintegrado y ascendido a teniente coronel. Un año más tarde
se le envió a un curso militar de seis meses en Fort Bragg y de allí pasó a la
dirección de la Oficina de Relaciones Públicas del ejército, cargo que le lle-
vó a frecuentar los encuentros de la prensa extranjera en Bogotá. En di-
ciembre de 2003 el Estado colombiano resarció con 1600 millones de pesos
a los familiares de 13 campesinos, víctimas de la masacre realizada diez
años antes en Riofrío, en el departamento del Valle, condenando a 12 me-
ses de arresto a Becerra, quien para entonces había fallecido, tras haber
sido ascendido a coronel.
El alcalde de Puerto Boyacá continuó tranquilamente en su pues-
to y organizó un concurrido Foro por la defensa del honor y la dignidad
del Magdalena Medio, en el que participaron representantes del gobierno,
diputados, altos oficiales en activo y en retiro, y el presidente de la pode-
rosa Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan). Volviéndose éste a
los directivos de Acdegam les dijo: “No están solos. Somos sus hermanos,
somos sus amigos y sus admiradores”.7 En el mes de febrero siguiente, el
gobierno suspendió al alcalde, que fue detenido por tenencia ilícita de ar-
mas, y liberado tres horas más tarde por un comando armado.
Después del exilio forzoso de González y el sacrificio de Díaz, el
Tribunal Especial de Orden Público decidió ahorrar otras muertes inútiles
y revocó todas las órdenes de captura, exceptuando la emitida contra un
miembro del grupo paramilitar Los Magníficos. Vale decir que, transcu-
rrido año y medio, y con 90 muertos –entre braceros, sindicalistas, jueces,
hombres de escolta, testigos– solamente él había terminado en prisión por
las masacres de Urabá. La máquina de la muerte sufrió, sin embargo, un
percance imprevisto. En junio de 1989 el Noticiero Nacional transmitió el
video de promoción de la Speardhead, filmado en la granja El Cincuenta.
El ex capo militar de Acdegam, Óscar Echandía, había entregado una co-
pia a un redactor, deseando hacer más creíble su disociación del castillo
narco-paramilitar, que a su juicio estaba ya agrietándose.
Para los colombianos fue traumático ver a los aprendices de ma-
tones disparar y lanzar granadas como locos.

7. El Tiempo, 25 de agosto de 1988.

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YAIR Y PABLO

Cuando el video fue distribuido en todo el mundo por la cadena


norteamericana CBS, el Estado colombiano fue presa del pánico. El minis-
tro de Defensa, general Óscar Botero, y el director del DAS, Maza Márquez,
comenzaron un baile de mentiras y admisiones a medias. Se pasó del ini-
cial “no tenemos ninguna información al respecto,” a la confirmación de
que Klein había sido recibido a su llegada a Bogotá por algunos oficiales
del ejército quienes, en todo caso, “no actuaron en nombre del gobierno ni del
Ministerio de Defensa”, según afirmó Botero ante el Senado. El video arrojó
un poco de luz sobre las masacres de Urabá. Algunos sobrevivientes recono-
cieron en el desertor de las FARC, Luis Alfonso de Jesús Baquero, apodado el
Negro Vladimiro, al gigante que iba al mando del destacamento asesino.
Ante las dimensiones del escándalo, el Estado colombiano se vio
en la necesidad de sacrificar a alguien. La elección recayó en el teniente
coronel Luis Bohórquez, que pagó de esa forma la acogida reservada unos
meses antes a Yair Klein. Fue destituido y definido como “enemigo de la
paz” por el ministro de Defensa. Al oficial no le gustó ser vendido como la
excepción que confirma la regla, y se defendió de todas las maneras. En
una conferencia de prensa a raíz de su destitución, afirmó: “Luzco este
camuflaje y no voy a permitir que lo mancillen… Soy un fanático del no
a la subversión”. Más tarde, en una carta publicada sin comentario algu-
no por los periódicos colombianos, recordó que “los grupos de autodefensa
responden a una política del gobierno”, y que varios generales conocían la
situación existente en el Magdalena Medio. “Jamás me hicieron una leve
llamada de atención”.8 En la misma carta, Bohórquez manifestó que Yair
Klein había llegado a Puerto Boyacá para “cumplir una misión legal”. El
oficial también hizo circular una fotografía en la que aparecía en Puerto
Boyacá, en agosto de 1988, con el embajador norteamericano Charles Gillespie,
quien visitaba asiduamente la “capital antisubversiva” de Colombia.
En cuanto se apaciguó la opinión pública, Bohórquez fue reinte-
grado y asignado a la Dirección de los Servicios de Seguridad del ejército.
En el año 1991 amenazó con nuevas revelaciones sobre los vínculos entre
el grupo de Klein y la cúpula de las Fuerzas Armadas. Probablemente ten-
só demasiado la cuerda. El 24 de julio fue asesinado por dos sicarios en
moto en el centro de Bogotá. Los periódicos no echaron esa vez la culpa a
Escobar. Don Pablo tenía otras preocupaciones. Desde hacía casi un mes
estaba preso en la cárcel de “cinco estrellas” de La Catedral, en la que trans-
currió otro loco capítulo de su vida criminal tan llena de aventuras.

8. El Espectador, 13 de octubre de 1989.

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La última corrida

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E n Bogotá soplaba un viento frío por los adoquines de la plaza de Santa
María, proveniente de los nevados occidentales que brillaban a lo lejos.
Cuando el último toro de la corrida de aquel domingo, a finales de marzo
de 1949, salió a la plaza, los espectadores comenzaron a aplaudir para
entrar en calor y animar al toro y al torero. En unos minutos se dieron
cuenta de que el animal no tenía intención alguna de morir dignamente y
menos dando un espectáculo. Era demasiado lento, casi manso. Tal vez
resignado. Nada parecía sacarlo de su pereza. Ni los aplausos, que se trans-
formaron pronto en protestas y luego en silbidos e insultos, ni la capa roja
que el esbelto torero agitaba ante sus ojos, y tampoco la media docena de
banderillas que le fueron clavadas sin piedad en el lomo. El público co-
menzó a gritar. Un joven saltó la barrera y se lanzó al ruedo. Fue detenido
por un par de policías, y arreciaron las protestas. Después de unos mo-
mentos fue imitado por otros, produciéndose frenéticas escaramuzas con
los agentes.
Aquélla fue, desde ese momento, la verdadera corrida. Dentro del
ruedo había ya un sinfín de gente. Los policías desistieron, retrocediendo
pistola en mano hacia la salida. Lo mismo hizo el atónito torero, empu-
ñando la espada. Detrás de él salieron los picadores. El toro se quedó solo,
rodeado por un centenar de hombres descamisados y vociferantes. Por un
momento pareció salir de su letargo. Hizo un intento de atacar, pero que-
dó sin más paralizado, como una estatua en medio de la arena. El círculo
se fue estrechando a su alrededor. Aparecieron cuchillos y puñales e inclu-

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32 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

so un machete y un hacha. Y algún revólver. Sonó un disparo. Fue la señal


del asalto. De pronto se le echaron todos encima. El toro apenas conseguía
mover el testuz, mugiendo desesperadamente. Un hombretón lo agarró
por los cuernos, los demás empezaron a darle patadas y puñetazos. Aca-
baron despedazándolo. Primero le cortaron el rabo, luego los ambiciona-
dísimos testículos y las orejas. El toro daba bramidos que parecían humanos
pero nadie se apiadaba de él. Muchos le hincaban los cuchillos por el lomo
o le agarraban con las manos para arrancarle pedazos de carne. Las heri-
das salpicaban de sangre a quienes se apostaban sobre el animal.
Reducido a una masa de carne viva, el toro acabó cayendo sobre
un costado, aplastando a un muchacho, aunque nadie pareció darse cuen-
ta de ello. Todos continuaron golpeándole, excitados por el olor de la san-
gre. Cuando le sacaron las vísceras, alguno vomitó. Quien no tenía cuchillo
trataba de arrancar trozos de carne con las manos. Había hambre en aquella
violencia. Un hombre tiznado de rojo se alejó del revuelo con una masa
oscura palpitante, que debía ser el corazón. La orgía concluyó solamente
cuando los policías dispararon al aire. Tardaron unos minutos en apartar
al gentío de aquella masa de carne y arena, bajo la cual continuaba gri-
tando y agitándose el muchacho atrapado. En el cielo aparecieron, pun-
tuales, los primeros buitres.1
En los primeros meses de 1949 muchos hombres, mujeres y ni-
ños acabaron como el toro: descuartizados, degollados o decapitados, con
una ferocidad que es difícil de encontrar en una guerra civil. La violencia
no había abandonado Colombia desde la guerra de la independencia de los
españoles. En diciembre de 1829, Simón Bolívar murió consumido por la
tisis pero también por la desilusión de no haber logrado gobernar ni si-
quiera el país sobre el que había pretendido edificar el sueño de una sola
nación americana. Sin olvidar los egoísmos de los caciques locales, ni las
maquinaciones de sus generales, el Libertador había sido vencido sobre todo
por la geografía. Su Colombia se había manifestado como una especie de
archipiélago refractario a cualquier autoridad central, dividida por tres
imponentes cordilleras y por ríos caudalosos como el Magdalena y el Cauca,
y con enormes diferencias en su interior, como eran la costa atlántica y la
pacífica, los desiertos del Caribe, los altiplanos, las interminables selvas
amazónicas y las inmensas llanuras orientales.2

1. Sobre la corrida véase Alape (1983) y Galeano (1989).


2. La reconstrucción histórica del capítulo, en Oquist (1986), Pearce (1990) y Sán-
chez y Meertens (1988).

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YAIR Y PABLO

Los conquistadores no habían encontrado en aquella tierra un


imperio semejante al de los mayas o los incas, sino miles de pueblos dife-
rentes entre sí que tardaron siglos en rendirse al rey de Castilla. Los mis-
mos españoles primero, después Bolívar, y posteriormente los diferentes
gobiernos republicanos de Bogotá, se vieron envueltos más que ningún
otro país de Latinoamérica en endémicas guerras civiles y continuos con-
flictos de guerrilla. Un académico inglés dijo que en Colombia “es posible
crear una guerrilla hasta en el jardín de casa”. Hay, desde luego, espacio
para todos, pero también la posibilidad de matarse hasta el infinito.
Entre 1848 y 1849 los conservadores y liberales se constituyeron
en partido, e inmediatamente se declararon enemigos y comenzaron a
matarse entre sí. Desde entonces, también en el siglo XIX, además de dos
guerras con Ecuador, se libraron en Colombia ocho guerras civiles de ám-
bito nacional y 14 regionales, además de estallar innumerables revueltas.
Una carnicería ininterrumpida, realizada, paradójicamente, en nombre o
a cuenta de dos partidos semejantes por su nacimiento y convertidos con
el tiempo uno en copia del otro.
Es cierto que hace siglo y medio, sus jefes agitaban consignas di-
ferentes. “Dios, patria y familia”, los conservadores; “Liberté, égalité, et
fraternité”, los liberales. El fundador del Partido Conservador, Mariano
Ospina, declaró las doctrinas de la Revolución Francesa “funestas y con-
trarias a las costumbres de la nación”. En su oscurantismo, los conserva-
dores consideraban a la Iglesia como un bastión contra la barbarie, mientras
que los liberales la juzgaban un obstáculo para la modernización del país.
Aunque divididos por el cielo, ambos partidos se unían en cues-
tiones terrenas y, sobre todo, en un “miedo al pueblo” común. Los libera-
les parecían secundar las reivindicaciones populares, pero las traicionaban
puntualmente cuando atacaban los intereses de la oligarquía en el poder.
Por ejemplo, apoyaron las sociedades democráticas, pero las reprimieron,
unidos con los conservadores, cuando aquellos embriones de sindicatos
obreros comenzaron a luchar bajo el lema “Pan, trabajo o muerte”. Am-
bos partidos practicaban la táctica política de la exclusión del adversario,
que podían realizar de manera despiadada el uno contra el otro, pero que
los unía cuando algún grupo político o social ponía en peligro sus privile-
gios (Tirado, 1971; Pecaut, 1979).
En el siglo XIX tanto liberales como conservadores solían confi-
nar a los perturbadores del orden y de la moral –revoltosos endurecidos,
ladrones, prostitutas, vagabundos e hijos ilegítimos– en los llamados “ba-
sureros sociales” de las selvas del Carare o sobre las montañas del Quindío.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Allí fue donde se desarrollaron núcleos de sociedades espiritistas, grupos


masónicos y bandas de malhechores. La misma táctica provocaría en la
segunda mitad del siglo XX el nacimiento de “repúblicas independientes”,
en las que se formaron las actuales guerrillas comunistas.
Cuando no tenían un enemigo común que combatir, liberales y
conservadores trataban sobre todo de excluirse mutuamente de los orga-
nismos del Estado, que ambos consideraban un botín a conquistar y un
arma para anular al partido adversario, utilizando la magistratura, la
policía y el ejército cada vez que alcanzaban el poder. Si lo juzgaban opor-
tuno, movilizaban al pueblo. En las ciudades, y sobre todo, en las zonas
rurales, los colombianos se dividieron, sin darse cuenta siquiera, en rojos
(liberales) y azules (conservadores), acostumbrándose a matar y a morir
en guerras cuya razón desconocían absolutamente. La de 1876, procla-
mada por los conservadores para frenar el proyecto liberal de introducir
la escuela laica en lugar de la religiosa, fue librada por una masa de pobres
que no había podido frecuentar ni una ni otra.
Los conservadores creían luchar en nombre de Dios, y los libera-
les por confusos ideales de justicia y progreso. Pero lo hacían sobre todo
porque habitaban en la zona donde el cacique era un latifundista que los
trataba y explotaba de la misma manera, fuera rojo o azul. Las mismas
atrocidades de las guerras contribuyeron a consolidar lazos indisolubles
con un partido y a radicalizar odios frente al otro, atrocidades que eran
llevadas a cabo sin hacer diferencia alguna entre un adversario armado o
desarmado.
Las razones de la pertenencia partidista por parte de los ricos: lati-
fundistas, comerciantes, industriales o notables (que se dividieron ecuáni-
memente en liberales y conservadores) eran menos sangrientas, visto que
podían ser otros quienes muriesen por ellos, pero no más nobles. En 1899,
por ejemplo, los liberales empezaron la guerra de los Mil Días, porque los
conservadores los habían excluido de todo cargo público. Después de tres
años en los que, como escribió un político de la época “un viento de muer-
te había pasado sobre el país entero”, dejando sobre el terreno más de
100.000 víctimas, Colombia se precipitó en el caos. Estados Unidos se
aprovechó de ello en 1903 para instigar una revuelta secesionista en Pa-
namá y reconocer inmediatamente la república que se proclamó a conti-
nuación, asegurándose la construcción y la propiedad del canal
transoceánico. Los 25 millones de dólares de indemnización por lo que fue
definido como “el robo de Panamá”, junto con los cobros derivados de las
concesiones territoriales a las multinacionales del petróleo y de la fruta,
sirvieron para organizar el Estado, cuyo control se convirtió en una cues-

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YAIR Y PABLO

tión (en sentido literal muy propio de Colombia), de vida o muerte para
los dos partidos.
“Se podría afirmar de forma genérica, sujeta naturalmente a ex-
cepciones, que no hay ninguna empresa grande, ninguna industria prós-
pera y rica en el país que no tenga el amparo de una ley, decreto o contrato”,
admitió en 1936 el presidente liberal Alfonso López Pumarejo. El Estado
era quien decidía la fortuna de los latifundistas y de los industriales, conce-
diendo o negando los créditos agrarios, los contratos para obras públicas,
las exenciones aduaneras, los descuentos fiscales y el apoyo institucional
en los conflictos laborales.
Mientras ambos partidos se diferenciaban cada vez menos, tanto
en los programas como en la práctica, la afiliación política constituía pa-
radójicamente el aspecto determinante de la sociedad colombiana, pues
dividía no solamente a los proletarios de las ciudades y de las zonas rura-
les, sino también a sectores ajenos a los procesos de producción, como por
ejemplo las mujeres, ancianos o niños. Nadie podía proclamarse neutral y
sentirse seguro. En un comunicado conjunto de marzo de 1949 liberales y
conservadores admitieron que “para vergüenza de nuestra cultura políti-
ca, acontece que en algunas regiones del país existen poblaciones donde la
violencia ha adquirido caracteres permanentes y sistemáticos, hasta el
punto de que a los miembros del partido minoritario les ha sido casi im-
posible continuar viviendo allí y han tenido que abandonar sus hogares y
sus bienes”. Dado que la violencia lo seguía a uno por todas partes “más
que una novia fea”, como se dice en Colombia, no bastaba con huir para
salvarse. La creación de zonas políticamente homogéneas, del todo rojas o
azules, exponía a los habitantes a la masacre de bandas contrarias.
Durante el periodo ininterrumpido de gobierno conservador, en-
tre 1885 y 1930, surgieron las primeras fábricas, sobre todo textiles, de
cigarrillos y cerveza, y se comenzó la construcción de carreteras, líneas
ferroviarias y puertos. El ejemplo de la revolución bolchevique animó a la
formación de sindicatos y partidos socialistas, que preocupó a los liberales
incluso más que a los conservadores. “No veo razón alguna en fundar un
tercer partido cuando todas las aspiraciones de los trabajadores encajan
en el liberalismo”, afirmó un político liberal durante la campaña electoral
de 1922. Los trabajadores colombianos se tomaron en serio las ideas so-
cialistas. En algunas regiones se llegó a bautizar a los hijos con la fórmula
“en el santo nombre de la humanidad oprimida”. Entre los más activos se
contaban los trabajadores del puerto, los transportadores del río Magda-
lena y los petroleros de la ciudad de Barrancabermeja, que promovieron
fuertes huelgas en 1924 y 1927. Pero la lucha más dura la llevaron a cabo

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

los braceros de las plantaciones de banano, propiedad de la norteamerica-


na United Fruit.
Después de diez años esperando una respuesta de la dirección de
Boston, en los últimos meses de 1928 los trabajadores bananeros de la zona
de Santa María se cruzaron de brazos. Sus reivindicaciones eran siempre
las mismas: descanso semanal, condiciones sanitarias humanas, seguros
contra los accidentes laborales, algún aumento de sueldo y, sobre todo, el
pago del salario en dinero y no en bonos que había que gastar en los co-
mercios de la empresa, donde se podían adquirir solamente, y a precios
carísimos, las mercancías made in USA, importadas para aprovechar el viaje
de regreso de los barcos que habían llevado el banano a New Orleans. El 5
de diciembre miles de personas, entre las que estaban no sólo los braceros
y sus familias sino también los comerciantes de la zona, empobrecidos por
la United Fruit, ocuparon la estación ferroviaria de Ciénaga a la espera de
la llegada de un negociador del gobierno. Pero lo que el gobierno mandó
fue el ejército. Un coronel leyó el decreto de desalojo ante la multitud exas-
perada, llamando incluso forajidos a los huelguistas. Tras mandar a la gente
que se dispersara, el coronel no esperó siquiera el cumplimiento del ulti-
mátum y ordenó a sus soldados que disparasen contra el cuerpo. Cientos
de cadáveres quedaron tendidos sobre la plaza de la estación. Si no hubie-
ra sido porque Gabriel García Márquez lo contó en su Cien años de soledad,
la masacre de Ciénaga habría pasado como uno más de tantos excepciona-
les e incomprensibles episodios de violencia.
Aquella matanza indujo a la compañía norteamericana a cam-
biar la modalidad de explotación. La United Fruit pasó a llamarse Frutera
de Sevilla y, para no verse implicada en cuestiones laborales y de orden
público, comenzó a funcionar como financiera, prestando capitales a los
productores locales y reservándose el derecho de fijar los precios y las va-
riedades agrícolas que se debían comprar. En pocas palabras, se lavó las
manos e hizo que se las ensuciaran los latifundistas locales, como sucede-
ría unas décadas más tarde en las haciendas Honduras y La Negra. La car-
nicería de la Ciénaga dejó claro, además, que las Fuerzas Armadas
colombianas estaban dispuestas a actuar como un pelotón de ejecución de
su pueblo, con tal de proteger los intereses del capital extranjero. Para los
generales no se trataba solamente de una elección política o ideológica. Las
empresas norteamericanas, sobre todo las petroleras, estaban acostum-
bradas a confiarles la protección de sus dirigentes y de sus instalaciones.
Entre los pocos que protestaron contra aquellos estragos se des-
tacó el joven abogado Jorge Eliécer Gaitán, líder de la Unión Nacional de la
Izquierda Revolucionaria (UNIR), que movilizó a los campesinos en mu-

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YAIR Y PABLO

chas regiones bajo la consigna: “La tierra para quien la trabaja”. Gaitán
imprecaba contra las falsas divisiones en el seno del pueblo.

En Colombia hay dos países: el país político que se preocupa por


las elecciones, las sinecuras burocráticas, los privilegios y las in-
fluencias… El país político y la oligarquía son la misma cosa. Y el
país nacional, el pueblo que piensa en su trabajo, su salud, su
cultura… Nosotros pertenecemos al país nacional, al pueblo de
todos los partidos que luchan contra el país político, contra las
oligarquías de todos los partidos.

Gaitán comprendía que el principal enemigo de Colombia era el


partido único con dos caras, que protegía solamente los intereses de las
oligarquías, mientras éstas a su vez saqueaban el país y despreciaban al
pueblo. Liberales y conservadores, sorprendidos por sus ataques, comen-
zaron a reaccionar, soltando a sus matones. A partir de 1934 los jefes cam-
pesinos de UNIR cayeron bajo los disparos de las guardias regionales
financiadas por los latifundistas. Después de matanzas de docenas de mi-
litantes, Gaitán decidió hacer confluir su movimiento con el Partido Libe-
ral, en el que tenía cabida todo, y que desde hacía algunas décadas oscilaba
entre su confluencia con los conservadores en el Congreso de Bogotá, y la
amenaza, apenas insinuada, de una insurrección armada. La doble políti-
ca del Partido Liberal continuó incluso tras su victoria electoral de 1930,
conseguida gracias a las divisiones surgidas entre los conservadores.
El nuevo régimen intentó modernizar el país, especialmente bajo
la presidencia del banquero Alfonso López Pumarejo. Hijo del mayor
exportador de café, el líder liberal creó muchas esperanzas proclamando
la “Revolución en marcha”, y promulgando la Ley 200, que reconocía la
función social de la propiedad de la tierra, y preveía una distribución con-
trolada de los terrenos no cultivados. La nueva dirección, que para algu-
nos liberales era simplemente “el fin de la Edad Media”, provocó la encendida
reacción de la Iglesia, que se transformó en uno de los mayores instigadores
de la violencia. El obispo de Santa Rosa, por ejemplo, manifestó que el pro-
greso causaba “una terrible regresión espiritual de los trabajadores, que
se olvidan de Dios para entregarse al baile, al juego y a la fornicación”.
López intentó situar a los sindicatos bajo el control estatal, como
había sucedido en el México posrevolucionario, contando asimismo con el
apoyo del Partido Comunista recién creado (PCC), que mostraba gran
moderación, oponiéndose a la ocupación de la tierra. “No somos subversi-
vos. Los únicos subversivos son los conservadores falangistas. Nosotros
los comunistas aspiramos a convertirnos en los campesinos de la paz y del

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

orden”, escribía en 1937 el periódico comunista Tierra. La izquierda espe-


raba que López realizara las reformas prometidas y, sobre todo, hiciera
cumplir la famosa Ley 200. Pero se hacía ilusiones.
Cansados de esperar, los campesinos comenzaron a ocupar las
zonas no cultivadas. En algunas regiones de la cordillera fueron constitui-
das las primeras organizaciones de “autodefensa campesina”, como la
Guardia Roja o las Juntas de Colonos, para resistir a los ataques de los
militares y de los primeros grupos de paramilitares organizados por los
latifundistas, y asimismo, para obtener del gobierno central el reconoci-
miento de sus derechos a la tierra. También para enfrentarse a las protes-
tas de los trabajadores se constituyeron diversas organizaciones patronales,
desde la Federación Nacional de Cafeteros hasta la Asociación Nacional de
Industriales (ANDI) y la de ganaderos, Fedegan. El Partido Conservador
contrapuso a la famosa “Revolución en marcha” liberal, una más concreta
“Revolución en el orden”, lanzando continuas llamadas a la movilización
contra los subversivos y los ateos.
Obligado a elegir una de las partes, López Pumarejo se tragó du-
rante el segundo gobierno todos los proyectos reformistas, anulando de
hecho la Ley 200. Su sucesor, Alberto Lleras Camargo, que sucedió a López
tras haber dimitido éste por un escándalo financiero, se alineó contra los
sindicatos y el creciente movimiento obrero y campesino. En la asamblea
de la ANDI manifestó que “a medida que el obrero, urbano o rural, obtie-
ne mejores salarios, asegura el pago de las horas extras, se garantiza con-
tra el riesgo del trabajo y contra la enfermedad y el desempleo, la producción
comienza a disminuir su ritmo”. El nuevo presidente liberal se lanzó a un
pulso con el sindicato de transportadores del río Magdalena, que había
convocado una huelga declarada ilegal. Afirmando que no podía permitir
que en Colombia hubiera “dos gobiernos, uno en el río y otro en el resto
del país”, reprimió con dureza aquella movilización y las diversas huelgas
declaradas en apoyo. En el Partido Liberal explotó entonces la divergencia
entre el ala moderada y burocrática, dirigida por Gabriel Turbay, y la popu-
lista, guiada por Gaitán, convertido para entonces en un infatigable
movilizador de masas.
El Partido Conservador aprovechó aquella división para elevar a
la presidencia a su candidato Mariano Ospina Pérez. Pero las elecciones de
1946, marcadas por la violencia y las acusaciones de fraude, consagraron
el extraordinario impacto de Gaitán, que obtuvo casi los mismos votos que
el candidato oficial del Partido Liberal, Gabriel Turbay. Sus discursos eran
difundidos por las emisoras radiofónicas más importantes de Colombia y
escuchados con veneración hasta en las zonas más lejanas. Gaitán no era

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YAIR Y PABLO

comunista y no proponía salida alguna del capitalismo, pero sus llamadas


“al país nacional contra el país político” asustaron mortalmente al poder.
La democracia participativa y las reformas sociales que proponía causa-
ban más miedo que el espectro lejano del comunismo. La gran prensa co-
menzó a orquestar una campaña de calumnias y difamaciones contra
Gaitán y sus seguidores.
Las elecciones parlamentarias de 1947 fueron ganadas por los li-
berales que, al conquistar la mayoría en el Congreso, aspiraban a neutra-
lizar el poder ejecutivo en manos de los conservadores. La ilusión gaitanista
daba fuerza a las manifestaciones populares, que se extendieron a todos
los sectores productivos. En mayo de 1947 una huelga general fue repri-
mida y 1500 trabajadores acabaron en la cárcel. En un clima político y
social cada vez más tenso, el ejército y la policía actuaban como cuerpos
desligados, muestra de un país abiertamente dividido. Mientras los mili-
tares obedecían las órdenes del presidente conservador, los policías actuaban
según las indicaciones de las autoridades locales.
La radicalización del país permitió a Gaitán conquistar el apoyo
de todo el Partido Liberal, superando a la corriente moderada, que temía
sus proyectos reformadores. Sus mítines atraían a un gentío increíble,
compuesto sobre todo de trabajadores y personas humildes, fascinados por
su fuerza persuasiva y su voz timbrada. Después de la derrota de las or-
ganizaciones sindicales y campesinas, el gaitanismo se había convertido
en la única fuerza capaz de unir a los pobres de las ciudades y de las zonas
rurales. Gaitán era considerado ya como seguro vencedor de las elecciones
de 1950. Los conservadores, ayudados por la Iglesia, crearon en algunas
regiones milicias privadas para perseguir a los liberales y sus familias. El
primer contingente fue reclutado entre los campesinos de Chulavita, vere-
da ultracatólica de Boavita (Boyacá). Desde entonces, los policías chulavitas
dejaron una estela de sangre por todo el país.
Un comunicado de la dirección del Partido Liberal aparecido en El
Tiempo advertía: “Los liberales respetan la ley pero las autoridades no pres-
tan garantías, ni atienden los clamores del pueblo perseguido y atropella-
do. Mejor es morir luchando que seguir viviendo bajo la esclavitud”. Unos
días después, el periódico conservador El Siglo respondió atribuyendo la
violencia a las “hordas gaitanistas”. El gobierno minimizaba en Bogotá las
denuncias, hablando de “deplorables aunque aislados episodios de violen-
cia”. Un ministro declaró que la violencia se acabaría si los periódicos de-
jaran de hablar sobre ella. Sólo en 1947 se contabilizaron 14.000 víctimas
de la guerra civil que estaba propagándose. En enero de 1948 Gaitán hizo
público un “Memorial de agravios” sufridos por los liberales a manos de

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

los chulavitas. La clase política confiaba en la indisciplina del llamado “país


de los bastardos”, capitaneado por Gaitán. El 7 de febrero, el líder liberal
respondió congregando en las calles de Bogotá a casi la mitad de sus habi-
tantes en una impresionante “marcha del silencio”. En la plaza de Bolívar,
abarrotada de gente, a un centenar de metros del Palacio presidencial, Gaitán
dirigió al presidente conservador Ospina unas palabras solemnes: “Todo
lo que pedimos, señor presidente, es garantía para la vida humana, que es
lo mínimo que una nación puede pedir”.
Aquel mismo día fue ahogada en sangre otra manifestación libe-
ral convocada en Manizales, con un saldo de 14 muertos. El Partido Libe-
ral, contra el parecer de la mayoría de sus directivos, actuaba ya como un
partido de clase. Gaitán propuso una reforma agraria radical que provocó
el enojo de la oligarquía. El país cayó en el caos. La preocupación alcanzó
incluso a Washington. La posibilidad de que Gaitán fuera elegido presi-
dente de Colombia era considerada una catástrofe. El embajador nortea-
mericano John Wiley no se anduvo por las ramas: “Mi reciente almuerzo
con él trajo a mi memoria un almuerzo que compartí alguna vez en Berlín
con el doctor Göbbels”. Según Wiley, Gaitán tenía “un prejuicio primitivo
y violento contra Estados Unidos”.3
El líder liberal sabía que arriesgaba su vida. No le faltaban ante-
cedentes históricos. En 1881 el embajador argentino en Bogotá había
manifestado que en Colombia “matar al contrincante no es propiamente
un crimen, sino el desarrollo de una táctica política”.4 Gaitán rehusaba
obstinadamente la protección de una escolta. Repetía a sus amigos: “Quien
se proponga asesinarme sabe que si me mata será asesinado”. Y así fue.
Apenas fue herido Gaitán por tres disparos de una pistola Smith & Wesson
32, Juan Roa Sierra, de 24 años, fue alcanzado, masacrado a puñetazos y
patadas, apaleado, librado de la gente por un policía, encerrado en una
tienda a la espera de refuerzos, agarrado de nuevo por la masa enfurecida,
linchado, golpeado con piedras y ladrillos, aplastado por un carro tirado
por un mulo y, finalmente, abandonado, ya cadáver, ante las verjas del
palacio presidencial, semidesnudo, llevando encima tan sólo un par de
calzoncillos y, extrañamente, dos corbatas al cuello.
Gaitán había salido hacía poco de su oficina cuando fue abaleado
en la esquina entre la carrera Séptima y avenida Jiménez, en pleno centro

3. Informe confidencial estadounidense del 16 de mayo 1947, publicado en Grandes


potencias, el 9 de abril y la violencia, a cargo de Gonzalo Sánchez.
4. El Colombiano, 29 de octubre de 2000.

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YAIR Y PABLO

de Bogotá. Aquella mañana había ganado uno de los procesos más difíci-
les de su carrera de abogado, iniciada después de un largo periodo de estu-
dios en Italia. En el momento del atentado tenía un nutrido grupo de amigos
alrededor de él. A su lado caminaban dos dirigentes liberales que lo tenían
agarrado estrechamente por el brazo. Tal vez con cierta excesiva firmeza.
Era la una y cinco de la tarde del 9 de abril de 1948, la fecha más infausta
de la historia de Colombia. Aquel día empezó una de las más feroces car-
nicerías del siglo XX. La corrida de hacía dos domingos había sido sola-
mente una trágica premonición.

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El agujero negro

3
A demás de ser una buena persona, don Gonzalo era muy trabajador. Se
levantaba al amanecer y seguidamente iba a las montañas de Norcasia
a cortar árboles. Una mañana su hermana no le trajo el almuerzo, como
solía hacer todos los días. Cuando don Gonzalo volvió a casa, la encontró
muerta, atada a un poste. La habían violado. En el patio estaban los cadá-
veres sin cabeza de los dos hermanos, mientras que los cuerpos de los padres
yacían en casa, en el pasillo. El único que aún vivía era el hermano más
pequeño. Antes de morir en sus brazos, pudo decirle que los autores de
aquella matanza habían sido los bandidos. Desde entonces don Gonzalo se
dedicó a cortar cabezas de bandoleros. Era su verdadera obsesión. Cuando
había que matar a alguno, el primero en ofrecerse era él.
Lo mismo hizo aquel día sobre el puente de Río Manso, cuando
los soldados le llevaron 30 prisioneros que había que matar. No eran ban-
didos. Su única culpa era vivir en una pueblo considerado liberal. Estaba
don Gonzalo afilando el machete cuando colocaron primer campesino so-
bre el parapeto. Le cortó la cabeza con el clásico “corte de franela”, un corte
que rozaba el cuello de la camiseta de franela usada por los campesinos.
Así hizo con todos. Primero caían las cabezas al río. Después, los soldados
que sostenían a los condenados, arrojaban al agua los troncos salpicados
de sangre. La matanza realizada por don Gonzalo, el Mochacabezas, fue
vista por don Rafael, un campesino de Norcasia, escondido detrás de unas
matas en la colina cercana. “Yo veía caer las cabezas, los cuerpos, la san-
gre escurriendo y se me agriaba el corazón. Cortar la cabeza es dejar al

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44 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

cuerpo sin alma. Ahí tiene uno su inteligencia, su amor, sus ojos, es que
uno es su cabeza, lo otro es importante, pero uno vive sin una mano, sin
un pie, pero sin cabeza no”, recuerda don Rafael (Salazar, 1990).
No todos los colombianos se convirtieron en cortacabezas, como
don Gonzalo, en los años que siguieron al asesinato de Gaitán, pero mu-
chos de los 300.000 asesinados en aquella época lo fueron de manera no
menos atroz que sus familiares y que los 30 hombres decapitados sobre el
puente de Río Manso. Millones de hombres vieron, como don Rafael, epi-
sodios de violencia que les marcaron para toda la vida.
En aquel fatídico 9 de abril de 1948, la noticia del atentado con-
tra el líder liberal se propagó en unos instantes por la capital y, a través de
la radio, por Colombia entera. No fue necesario convocar una huelga ge-
neral. El país paró espontáneamente y una parte del pueblo comenzó a
reaccionar, guiándose solamente por la ira y el deseo de venganza, sordo a
cualquier invitación a la calma e incluso a las directivas del Partido Liberal
o Comunista. En Bogotá estaban celebrando la Novena Conferencia Pana-
mericana. Entre los participantes se hallaba el secretario de Estado norte-
americano, el general George Marshall. En la ciudad, tomando parte en
un congreso de estudiantes latinoamericanos, estaba asimismo el joven
cubano Fidel Castro. Apenas explotó la revuelta, Marshall fue introducido
en el primer avión a punto de despegar y enviado a Washington. Castro,
por su parte, se sintió entusiasmado al principio por aquella furia
devastadora, pero luego se vio desolado por su fracaso.
Quienes bajaron por las calles de Bogotá y se lanzaron contra los
símbolos del poder político y económico que los había marginado y em-
pobrecido fueron vagabundos, desempleados, y obreros, pero también
comerciantes, profesores y artesanos, componentes de aquel pueblo al que
Gaitán había dado identidad y voz y que, con su muerte, se encontraba de
golpe desesperadamente huérfano. Una muchedumbre cada vez más nu-
merosa, armada de fusiles, pistolas, picos y palos asaltó como una marea
imparable, y prendió fuego a los edificios donde tenía sus sedes el Partido
Conservador, o se hallaban las viviendas de sus dirigentes, los locales del
periódico El Siglo, y las oficinas de las grandes industrias y bancos. Tam-
bién incendiaron alguna iglesia. Cuando estaban dirigiéndose a la de San
Ignacio, en pleno centro, los manifestantes fueron detenidos por los curas
que disparaban como locos desde el campanario. Tanto el ejército como la
policía fueron pillados por sorpresa. En un cuartel del centro, los policías
distribuyeron armas a los manifestantes. En otros cuarteles los recibieron
a tiros de fusil. Los militares tuvieron que emplearse a fondo para llegar
hasta el Palacio presidencial y formar un cordón defensivo. En las prime-

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EL AGUJERO NEGRO

ras dos horas tras el asesinato de Gaitán, el presidente Mariano Ospina y


su mujer doña Berta no habían tenido más defensa que la de 30 guardias.
En cuanto cayó la noche empezaron los saqueos, con la ciudad semi-
destruida e iluminada por las llamas. A pesar de las invitaciones a la dis-
ciplina lanzadas por los dirigentes liberales, comunistas y sindicales, la
revuelta hizo posible que vándalos y borrachos se dedicaran a robos y
saqueos. La protesta se extendió por todo el país, tomando las caracterís-
ticas de un golpe de Estado en las regiones rojas, donde fueron encarcela-
dos, expulsados y, en muchos casos, fusilados los representantes del
gobierno.
Ningún colombiano dudaba que Gaitán había sido asesinado por
el Partido Conservador. También lo creían así los diplomáticos norteame-
ricanos. En un documento top secret del 24 de mayo, el coronel de la em-
bajada de Estados Unidos en Bogotá escribió: “La teoría más consistente es
que Roa ejecutó un plan diseñado por una pequeña conspiración de furi-
bundos conservadores”, añadiendo que “todo el mundo, salvo los
gaitanistas furibundos, parecen sentirse contentos de que Gaitán se haya
ido”.1 Con el pasar de los años se abrió paso, por el contrario, la opinión de
que el homicidio de Gaitán hubiera sido el primer complot organizado por
la Central Intelligence Agency (CIA), creada sólo siete meses antes por el
presidente Harry Truman. De esa manera Estados Unidos hubiera querido
frenar la expansión comunista en su área de influencia. La CIA, en cam-
bio, continuó durante más de medio siglo atribuyendo el asesinato de Gaitán
a “un puro acto de venganza personal”, inventando una rivalidad senti-
mental entre el líder y su presunto asesino, Juan Roa Sierra. La tesis del
complot ha sido sostenida por Gabriel García Márquez, que, aquel viernes
de abril se precipitó al lugar del atentado desde la pensión cercana donde
se alojaba cuando frecuentaba los cursos universitarios en Bogotá, y ob-
servó a “un hombre alto y muy dueño de sí con un traje gris impecable,
como para una boda” que instigaba a la gente contra Roa Sierra y que,
una vez concluido el linchamiento, desapareció subiendo a un automóvil
“demasiado nuevo” (García Márquez, 2002). Ninguna autoridad mostró
intención de clarificar los misterios de la muerte de Gaitán. Mientras el
Federal Bureau of Investigation (FBI) destruyó en 1972 la mayoría de los
documentos sobre el magnicidio que guardaba en sus archivos (como se

1. De los informes remitidos por el funcionario militar de la embajada en Bogotá,


coronel William W. F. Hausman, recogidos por el periodista e historiador Paul Wolf,
que promueve desde hace años la batalla en pro de la apertura de los archivos del
FBI y de la CIA sobre la muerte de Gaitán.

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logró conocer en febrero 2005), la CIA, por su parte, ha continuado ne-


gándose a abrir sus archivos “por razones de seguridad nacional”, con una
actitud inexplicable si se recuerda que sí los habia abierto en el caso del
golpe chileno contra el gobierno de Salvador Allende.
El 9 de abril de 1948 la gente común solamente dio importancia
al hecho de que su héroe había sido asesinado. El país se precipitó en un
verdadero caos. La dirección liberal pidió formalmente la dimisión del pre-
sidente Ospina a las dos horas del atentado. La cúpula del ejército se incli-
nó por la formación de una junta militar con el objetivo de restaurar el
orden. El presidente, contra lo que todos esperaban, rehusó dimitir, insti-
gado por su belicosa mujer, que se fotografió con casco y fusil en bande-
rola. Solamente su hijo salió hacia la embajada norteamericana,
acompañado por un grupo de jesuitas. Al amanecer del 10 de abril, el ejér-
cito, apostado en los puntos estratégicos de la ciudad, abrió fuego contra
los manifestantes. Se veían las bocas de docenas de fusiles que aparecían
por las ventanas de los edificios y disparaban indistintamente contra milita-
res y civiles. El llamado “Bogotazo”, una de las revueltas urbanas más vio-
lentas del siglo XX, causó oficialmente, en sólo tres días, 2.585 muertos.
Las noticias que llegaban sobre los enfrentamientos de otras ciu-
dades, en muchas de las cuales la policía se había unido a los revoltosos,
alarmaron no sólo a los conservadores sino también a los liberales. No
tenían intención alguna de aprovechar el potencial revolucionario que se
había manifestado de manera espontánea, sino que lo temían profunda-
mente. El “miedo al pueblo” indujo a Ospina a aceptar una recomposición
del Gobierno, y convenció a los dirigentes liberales para que impusieran a
los sindicalistas la suspensión de las huelgas que estaban produciéndose.
Diez días después de la muerte de Gaitán, los dirigentes conservadores y
liberales hicieron un llamado conjunto a la moderación, aunque “con la
fervorosa defensa de los ideales y programas de los dos partidos”, ocul-
tando que dicha defensa era cumplida a disparos de fusil y golpes de ma-
chete en las zonas lejanas a la capital.
Muchos partidarios de Gaitán continuaron la revuelta. El más
decidido fue el alcalde del centro petrolero de Barrancabermeja, que formó
una junta revolucionaria. En algunas zonas de la Cordillera Central y en
los Llanos Orientales, comenzaron a actuar pequeños grupos armados.
Algunos liberales que se negaron a entregar las armas formaron durante
los años siguientes los primeros núcleos de la guerrilla campesina comu-
nista. Asustados por la furia popular, los jefes de ambos partidos comen-
zaron a hostigar a sus propios seguidores y a hurgar en diferencias
ideológicas con el objetivo de tapar las contradicciones sociales que la po-

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lítica de Gaitán había hecho surgir. Comenzada la orgía de sangre, todos


encontraron razones para continuarla.
Apenas conseguida una cierta calma, los conservadores desata-
ron la guerra, persiguiendo a los “nueve abrileños”, como llamaron a los
liberales del día de la revuelta. El gobierno proclamó el estado de sitio,
prohibió las huelgas y las reuniones políticas, cerró las sedes sindicales e
hizo despedir y arrestar a miles de trabajadores gaitanistas. Los industria-
les aprovecharon de inmediato el nuevo clima represivo. “La situación
colombiana es la mejor que hemos conocido jamás”, declaró el presidente
de la ANDI al año siguiente, en el que murieron por razones políticas casi
30.000 colombianos. Entre 1948 y 1953 la producción industrial creció el
56%, mientras que los salarios perdieron el 14% de su poder adquisitivo.
Los conservadores empezaron entonces a practicar sistemática-
mente el “terrorismo de Estado”. La policía, depurada ya de todo elemento
liberal, se convirtió en un cuerpo armado al servicio del partido en el po-
der, reclutando, según un documento liberal, “criminales genuinos, temi-
dos y odiados por las gentes pacíficas”. Perdió hasta tal punto toda
legitimidad que una gran parte de la población no requería sus servicios
ni siquiera en los casos ajenos a toda motivación política. En junio de 1949,
el directorio liberal escribió: “hay departamentos donde el simple anuncio
de la llegada de la policía a un municipio determina un éxodo en masa”.
Concluida la represión del “Bogotazo”, el ejército permaneció de
momento imparcial frente a la lucha política. Los liberales opinaban que
su presencia garantizaba “tranquilidad, moderación y orden”. En las re-
giones rojas los campesinos escribían sobre los muros: “no queremos pe-
lear con el ejército”. En todo caso, la Policía continuó reclutando sus
hombres en las zonas dominadas por el clero fanático. Según el general
José Joaquín Matallana,

enviaron a la policía política chulavita a zonas como el Casanare.


Fueron en condiciones muy precarias, apenas con un uniforme,
un fusil, cartucheras y equipo muy rudimentario. Los chulavitas
eran gente muy valiosa y poco disciplinada. Llegaron al Llano, a
lo mejor muchos de ellos con la mejor intención, y al ver que
pasaban los meses y ni el sueldo les llegaba, comenzaron los pro-
blemas con quienes los alojaban, con la alimentación y con las
mujeres los atropellos se fueron generalizando.
A estos destacamentos en uniforme se les unieron equipos de ci-
viles, como los “aplanchadores” en la región de Antioquia, y los “pájaros”,
llamados así porque solían actuar y desaparecer rápidamente, en el depar-

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tamento de Valle, por la zona de Cali. El gobernador de dicho departamen-


to, Nicolás Borrero, propuso a los industriales, ganaderos y agricultores,
financiar a grupos armados privados, ofreciendo “la facilidad de crear un
cuerpo de vigilancia de sus respectivas propiedades, el cual tendría todo el
respaldo de la autoridad y podría actuar en nombre de ella”. Aquellos gru-
pos, que deberían haberse limitado a combatir el robo de ganado y a desa-
rrollar tareas de vigilancia, se dedicaron realmente al exterminio sistemático
de los liberales. Los “pájaros” actuaron inicialmente en las zonas rurales,
en unidades de cuatro o cinco hombres, que se trasladaban en automóvi-
les sin matrícula. Cuando se proponían eliminar a algún opositor, actuaban
de noche. En el caso de querer aterrorizar a una comunidad entera,
actuaban a la luz del día, portando a menudo un estandarte de la Virgen
del Carmen.
Los “pájaros” fueron utilizados para eliminar o convertir por la
fuerza a los liberales más radicales, a los comunistas, protestantes y ma-
sones, dentro de una especie de cruzada contra las fuerzas del mal. Según
el Vampiro, uno de los jefes más sanguinarios de la Cordillera Occidental,
“todos colaboraban sin saber muy bien por qué. Yo llegaba a una cantina
o a una vereda y decía hay que ir a tal parte a hacer tal trabajito y ense-
guida salían cinco o diez paisanos que se ofrecían”. Muchos latifundistas
aprovecharon la ocasión para ajustar cuentas pendientes con los campesi-
nos que habían ocupados sus tierras en las décadas anteriores.
Con el paso del tiempo, los “pájaros” comenzaron a actuar tam-
bién en las ciudades más importantes, convirtiéndose en verdaderos mer-
cenarios del crimen al servicio de las autoridades gubernamentales y de
los dirigentes del Partido Conservador. Los homicidios eran acompañados
a menudo de la mutilación de las víctimas. Los asesinos probaban la rea-
lización de su “trabajito” llevando una oreja o un dedo a quien había dado
la orden. Hubo veces en pueblos del departamento de Tolima, en que “pá-
jaros” y chulavitas descargaron de sus camiones en la plaza principal do-
cenas de cabezas cortadas, o mostraron cestos llenos de ojos arrancados a
los enemigos. Estando vivos, naturalmente.
Con el terror se intentaba inducir a comunidades enteras al aban-
dono de sus tierras, o por lo menos a venderlas a cualquier precio. Entre
1946 y 1953, casi 400.000 familias fueron obligadas a huir a la periferia
de las ciudades o a internarse en los territorios más inhóspitos del país,
como los Llanos Orientales o las selvas amazónicas. Muchos de los 200.000
terrenos que cambiaron de propiedad acabaron en manos de las empresas
agrícolas, sobre todo las dedicadas al algodón y el azúcar. Durante los años
más sangrientos de la guerra civil, se duplicó en el Tolima la tierra desti-

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nada a la producción de algodón, y se cuadriplicó su rendimiento. El mon-


to de la exportación de café pasó de 242 millones de dólares en 1949 a 492
millones en 1953.
En muchas ocasiones los mismos curas participaban personalmen-
te en las sangrientas correrías. En la zona cafetera de Armenia se hizo fa-
moso un sacerdote que pasaba las noches asaltando las haciendas de los
liberales, a quienes robaba sacos de café que, al día siguiente, exponía
puntualmente en el pórtico de la iglesia. No le fueron a la zaga obispos y
monseñores. El primado del país, monseñor Ismael Perdomo, recordó en
una carta pastoral dirigida a los fieles que “el liberalismo está reprobado
por la Iglesia y ningún católico puede favorecerlo, está caracterizado... por
la proclamación de la pretendida independencia o autonomía de la razón
humana ante la autoridad de Dios y de la Iglesia”. El obispo de Pasto, por
su parte, afirmó que estaban enfrentándose en el país

las fuerzas del bien a las cuales pertenecen los partidos del orden
y la justicia, y de otro, todas las fuerzas que han producido ma-
les inmensos como el 9 de abril, con las que se han solidarizado
los jefes de los partidos que hostigan siempre a la Iglesia, llámense
comunistas, izquierdistas, demócratas, liberales o como quieran.

Era la misma mentalidad del obispo de Santa Rosa, para quien el


dilema en Colombia era “o militamos en Cristo, cuyo vicario reside en Roma,
o con Belial, cuyo principal agente reside en Moscú… Nuestro ideal es de-
fender a Cristo y sus derechos sacrosantos, sostener la religión, aunque
tengamos que rendir la vida en su defensa” (Nieto, 1956).
Un “pájaro” que se tomó al pie de la letra estas proclamas fue
León María Lozano, un insignificante vendedor de quesos del departamento
de Valle, asmático de nacimiento, que el 9 de abril de 1948 se convirtió en
un mito para los conservadores por haber defendido con dinamita la capi-
lla del Colegio Salesiano de Cali, al ser atacada por manifestantes liberales.
Desde aquel día los jefes conservadores y el gobernador Borrero le enco-
mendaron la tarea de limpiar de liberales toda la zona. Lozano, a quien
dieron el nombre de El Cóndor, comenzó a exterminarlos al grito de “Viva
Cristo Rey”, a la cabeza de bandas cada vez más numerosas de matones.
Fueron asimismo asesinados los pocos magistrados que intentaron inda-
gar sobre determinados delitos, así como muchos testigos de sus críme-
nes. Diez prestigiosos liberales de Valle, que publicaron en el periódico El
Tiempo una carta abierta sobre los lazos políticos de Lozano, fueron muer-
tos uno tras otro. En todo caso, la carta de quienes fueron apodados sar-
cásticamente el escuadrón suicida hizo que el gobierno ordenara el

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confinamiento de Lozano, que había perdido, además, el control de sus


milicias, y éstas sembraban el terror entre los mismos conservadores. A
los siete años de su bautismo de fuego, aquel 9 de abril de 1948, El Cóndor
fue muerto en una calle de Pereira por el hijo de una de sus primeras víctimas.
Otras veces fue el destino quien se encargó de castigar a los res-
ponsables de tanta sangre. El gobernador Nicolás Borrero murió en un
accidente automovilístico el año 1951, cuando regresaba de una reunión
de “pájaros”. Su coche se estrelló contra un gran árbol y en los días si-
guientes aparecieron en él carteles colocados por manos desconocidas. Uno
decía “Del pájaro no quedaron ni las plumas”. Otro recordaba: “Suele ocu-
rrir que los pájaros se caguen en los árboles, este árbol es el único que se
cagó en los pájaros”. Desde entonces se produjeron junto al árbol enfren-
tamientos a disparos y machetazos. Los liberales lo consideraban un mo-
numento, y lo regaban y le quitaban el polvo a las hojas, llegando a
depositarle flores y encender velas. Los conservadores lo utilizaban como
orinal y querían abatirlo (Betancourt y García, 1990).
Frente a la violencia conservadora organizada desde el poder cen-
tral, la del variopinto frente liberal tuvo características diferentes según
las zonas. En algunas regiones se organizaron “grupos de autodefensa”
con el objetivo de proteger a las “familias del enemigo”. Donde prevalecían
los elementos más radicales, dichos grupos se transformaron en guerri-
llas, dispuestas a responder golpe por golpe a los ataques de las milicias
conservadoras, utilizando a veces su misma ferocidad.
En todo caso, los liberales apostaban más bien por vencer a sus
rivales mediante el voto. Pero cuando intentaron aprobar una ley que ade-
lantara en unos meses las elecciones previstas para 1950, los conservado-
res llevaron la guerra hasta el hemiciclo del Congreso, donde fue asesinado
a disparos un diputado liberal. Después de masacres abominables, como
la de Ceilán, donde fueron quemadas vivas 150 personas, y la de Belalcázar,
con 112 muertos, los liberales se retiraron de la pugna electoral, dejando
libre el camino para la elección del candidato conservador Laureano Gómez,
un admirador fanático de la España franquista.
Aquel año de 1950 fue el más sangriento de la guerra civil, con
más de 50.000 víctimas. Años más tarde, la Comisión Investigadora de las
Causas de la Violencia, creada por el presidente Alberto Lleras Camargo y
compuesta por un monseñor, un general, un político conservador y otro
liberal, señaló entre las principales causas de la proliferación de guerrille-
ros liberales, el trauma causado por haber presenciado “cómo violaban a
sus mujeres, hermanas e hijas, mientras ellos, atados, se encontraban
impotentes”.

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EL AGUJERO NEGRO

Los guerrilleros liberales se distanciaron pronto de los dirigentes


del partido, que no habían empuñado nunca un fusil y que se mostraban
siempre dispuestos a pactos con los conservadores, y hasta con los propie-
tarios de tierras, asustados por la simpatía que estaban despertando los
rebeldes en las zonas rurales. Los guerrilleros dominaban ya zonas ente-
ras del país, comenzando por las inmensas extensiones de los Llanos. Tam-
bién se transformaron en “territorios liberados” muchas zonas de las
cordilleras, donde se había arraigado el PCC y seguía vivo el recuerdo de
Gaitán. Se hicieron legendarios los nombres del campesino Guadalupe
Salcedo, del desertor del ejército Dumar Aljure, del general Vencedor y del
capitán Peligro.

Comíamos muy bien, había buena carne, era ganado de las ha-
ciendas. Se vivía sabroso, yo no recuerdo una sola vez en que hu-
biéramos pasado hambre… Si uno pasaba por una vereda, tenía
que desayunar dos y tres veces. No había riesgo, la gente era ca-
riñosa y protectora. La guerrilla subsiste porque el pueblo la
quiere, porque el pueblo la mira con simpatía y colabora,

recordó un ex guerrillero.
Los conservadores y los liberales diferían en la forma de acabar
con los rebeldes. Los primeros aspiraban a imponer el orden con la fuerza.
Los segundos proponían una desmovilización consensuada. Ambas tácti-
cas eran complementarias. Cuando la mediación liberal fracasaba, el go-
bierno conservador mandaba al ejército, que hacía tiempo había
abandonado su posición de relativa neutralidad. “Del odio liberal-conser-
vador estábamos pasando al verdadero problema de la lucha de clases”,
dijo el general Matallana.
Fue una transformación muy rápida. Los guerrilleros rompieron
en casi todas partes los acuerdos con los grandes propietarios liberales, y
éstos impusieron al partido que apoyara la represión de los llamados ban-
doleros. Cuando empezaron a coordinarse los principales frentes de resis-
tencia, la burguesía colombiana temió que pudiera crearse un nuevo
movimiento, popular y armado, en el país. Y sintió verdadero terror cuando
los rebeldes enarbolaron la hoz y el martillo, se propusieron como primer
objetivo la reforma agraria, y pasaron a la ofensiva en el plano militar. El
primer gran revés del ejército tuvo lugar en El Turpial, en los Llanos, don-
de un destacamento cayó en una emboscada. De los 98 militares que lo
componían, los guerrilleros de Guadalupe Salcedo no dejaron con vida más
que a dos, enviándolos desnudos a notificar la matanza a las autoridades.
Otra acción que desconcertó al país fue el asalto realizado por 200 campe-

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

sinos, mal armados y en parte borrachos, contra la base aérea de


Palanquero, (departamento de Cundinamarca), que demostró, a pesar de
su fracaso, el aislamiento en que se hallaba el ejército hasta en las proxi-
midades de la capital. Esto fue suficiente para llevar a ambos partidos a
un nuevo pacto. El odio arraigado entre sus militantes aconsejó a los líde-
res entrar en una fase de transición. Su instrumento fue el general Gusta-
vo Rojas Pinilla, que el 10 de junio de 1953 dirigió un golpe militar acordado.
Como dijo el general Fernando Landazábal, “los golpes militares en Co-
lombia, lejos de ser una ambición de los militares para tomarse el poder,
han sido una estrategia de la clase política para no perderlo” (1983: 119).
Así es como, hartos de tanta violencia, los colombianos se deja-
ron convencer por las promesas de Rojas Pinilla, que hablaba de “paz, jus-
ticia y libertad”. La mayor parte de los guerrilleros se acogió a la amnistía
que el general presentó en su primer discurso a la nación. El mismo día en
que el general entró en el Palacio de Nariño, se abrió en una localidad de
los Llanos el primer Congreso Guerrillero liberal, que puso en el orden del
día la toma del poder. Cuando estaban a punto de concluir su encuentro,
tras una semana de discusiones, llegaron de Bogotá invitaciones a la
desmovilización, llenas de ambigüedad. Guadalupe Salcedo dijo a los par-
ticipantes: “De la dirección liberal no volvimos a saber nada, no sabemos
si será por influencia del enemigo, pero más o menos ha habido una trai-
ción”. Durante los tres meses que siguieron, más de 10.000 guerrilleros
entregaron las armas, imaginando que iban a poder regresar tranquila-
mente a sus casas. Los únicos grupos que no aceptaron la amnistía fueron
los que actuaban en el sur de Tolima, uno de los cuales estaba al mando de
un pequeño propietario de tierras, al que llamaban Tirofijo por su exce-
lente puntería.
Poco duró la ilusión. La única institución que se reforzó durante
los cuatro años del régimen de Rojas Pinilla fue el ejército, que dirigió su
principal actividad contra las bandas de rebeldes refugiados en las cordi-
lleras. Los dos partidos, que aspiraban a gobernar entre bastidores, co-
menzaron con el tiempo a asustarse ante el proyecto populista de Rojas
Pinilla, que intentaba establecer un eje directo entre las Fuerzas Armadas
y el pueblo. Pronto se les unieron los periódicos más importantes y los
grandes grupos económicos. Temiendo éstos sus propuestas de tipo pero-
nista, se sublevaron cuando Rojas Pinilla amenazó con nacionalizar los ban-
cos. La ANDI convocó entonces la única huelga patronal de su historia.
La violencia comenzó de nuevo a sembrar de muertos el país. En
algunas zonas procedieron de nuevo a matarse liberales y conservadores,
en otras resurgieron los “pájaros” que, en conexión con los agentes de las

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EL AGUJERO NEGRO

diferentes policías secretas, eliminaron a muchos ex guerrilleros. El go-


bierno de Rojas Pinilla mostró toda su debilidad atacando a ciegas lo mis-
mo a estudiantes utilizados por la oposición partidista, que a sindicalistas
que iban al frente de las manifestaciones contra la política de austeridad
decretada tras la caída del precio del café, el producto de exportación más
importante de la época.
En poco tiempo, Rojas Pinilla logró enemistarse con todos. Alber-
to Lleras y Laureano Gómez eligieron una amena localidad turística cata-
lana, Sitges, para firmar un pacto llamado Frente Nacional. Según dicho
acuerdo, los partidos conservador y liberal se alternarían en el poder du-
rante 16 años, repartiéndose la torta estatal, desde los cargos de ministros
hasta los últimos puestos de funcionarios locales. Y cerrando por decreto
la puerta del poder a cualquier otra formación.
Rojas Pinilla les ahorró la molestia el 10 de mayo de 1957 al aban-
donar su cargo. “Ha vuelto la democracia”, escribieron a toda página los
periódicos colombianos. En realidad habían regresado los capos de siem-
pre de los partidos de siempre, caminando triunfantes sobre los cadáveres
de más de 200.000 colombianos.

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La obsesión del agua

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A nastasia era una muchacha muy hermosa y atractiva de Marquetalia.
Sus curvas turbaban el sueño de los 46 guerrilleros más que el avance
de los miles y miles de lanceros, contra quienes combatían desde el 26 de
mayo de 1964, fecha del inicio de la más desproporcionada y frustrante
operación de las Fuerzas Armadas colombianas. En su honor, Manuel
Marulanda Vélez, apodado Tirofijo, bautizó con el nombre de Anastasia a
una mina hecha de dinamita y trozos de hierro, introducidos en una ba-
rrica de aguardiente. Anastasia cumplió plenamente su misión, extermi-
nando a un pelotón de soldados y haciendo recuperar una docena de fusi-
les a los guerrilleros. Aquella noche, Tirofijo y sus hombres celebraron el
atentado con bailes y canciones revolucionarias, acompañándose con gui-
tarras y maracas (Behar, 1985). “Se vivía, se peleaba, se comía, se dormía,
se cantaba, hasta se montaban pequeñas obras de teatro. Éramos felices”,
recordó Jacobo Arenas, que se convertiría en secretario de las FARC antes
de Tirofijo, y moriría de un infarto a la edad de 74 años, en 1990. Arenas,
que había manifestado en más de una ocasión su deseo de “morir en com-
bate, abrazado al cañón caliente de una submetralladora”, murió, pues,
de muerte natural, como se decía en Colombia antes de que lo natural fuera
acabar con una bala en el cuerpo.
El conflicto había empezado en el valle de Marquetalia, en la Cor-
dillera Oriental, donde se habían refugiado cientos de campesinos escapando
de las zonas más castigadas por la violencia. Desconfiados ante la pacifi-
cación propuesta, se organizaron los primeros núcleos de resistencia para

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defender sus propiedades. Apenas se tuvo noticia de ello en Bogotá, algu-


nos diputados conservadores denunciaron el nacimiento de “repúblicas in-
dependientes” dentro del territorio nacional. La cúpula del ejército
colombiano y los instructores norteamericanos eligieron Marquetalia para
experimentar en el país la Latin American Security Operation (Operación
Laso). El ataque comenzó con bombas de napalm y continuó con el avan-
ce de los batallones de la contraguerrilla, de reciente constitución. El gru-
po de rebeldes no se atemorizó. Divididos en núcleos de cinco hombres, y
aprovechando su perfecto conocimiento de la región, Tirofijo y los suyos
hicieron saltar los engranajes de la poderosa máquina de guerra, con em-
boscadas y ataques por sorpresa. Al mismo tiempo que combatían, envia-
ron llamadas de ayuda incluso a las capitales europeas, donde se ganaron
la solidaridad pública de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
El ataque de Marquetalia duró casi un año. La noticia de la parti-
cipación norteamericana en la operación contribuyó a desatar una oleada
de simpatía nacionalista hacia Tirofijo y los suyos. Al núcleo inicial se
unieron los campesinos revolucionarios de otras zonas, y también intelec-
tuales, como el mismo Arenas, enviado desde Bogotá como comisario po-
lítico del Partido Comunista. A pesar de los combates en curso, los rebeldes
hallaron ocasión para celebrar, el 20 de julio de 1964, una asamblea gene-
ral que votó un programa agrario para contraponerlo “al de mentiras de
la burguesía”.
Cuando Tirofijo y los suyos se retiraron, utilizando un sendero
secreto escondido entre el monte, que desembocaba en la otra zona libera-
da de Riochiquito, los generales finalmente pudieron cantar victoria. En
realidad fue precisamente a raíz de aquel episodio de resistencia armada
en un pequeño altiplano de la Cordillera Central, sembrado de café, maíz
y cacao, cuando nació la guerrilla comunista en Colombia. A fuerza de
hablar del “peligro comunista”, el Estado colombiano había conseguido
convertirlo en realidad.
Así nació en Colombia otro tipo de violencia que fue llamada iró-
nicamente “tardía”. La otra, la de los liberales y conservadores, había con-
cluido formalmente en 1958, con la elección del primer presidente del Frente
Nacional, Alberto Lleras. El nuevo gobierno se situó desde el primer mo-
mento bajo el ala, que suponía protectora, de Estados Unidos y, sobre todo,
del Banco Mundial, que favoreció la modernización del país, financiando
la construcción, entre otras cosas, del ferrocarril entre Bogotá y Santa
Marta, y gran parte de la red de carreteras. Convertida en la cuarta bene-
ficiaria mundial de sus préstamos, Colombia conquistó el título de “hija

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LA OBSESIÓN DEL AGUA

predilecta” del organismo internacional, sometiéndose a todas sus impo-


siciones y pagando regularmente las deudas. Para conquistar la confianza
de Estados Unidos, el gobierno del Frente Nacional se distanció incluso de
la Iglesia, suscribiendo un programa de control de natalidad que, en me-
nos de 20 años, redujo drásticamente el crecimiento demográfico, pasan-
do de siete a tres hijos por familia.
Otros requerimientos del Banco Mundial, como el de un cambio
capitalista en la agricultura, que exigía una despoblación relativa de las
zonas rurales (en abierta contradicción con una verdadera reforma agra-
ria) fueron cumplidos por la violencia misma. La idea del economista del
Banco Mundial Lauchlin Currie, consejero de cinco presidentes de la repú-
blica colombiana, de combatir la economía de subsistencia para dotar al
país de grandes haciendas mecanizadas, fue realizado a sangre (Desarrollo
económico, 1968). Según el investigador Héctor Mondragón, desde enton-
ces en Colombia “no sólo hay desplazados porque hay guerra sino espe-
cialmente hay guerra para que haya desplazados”.
Entre 1951 y 1964 se duplicó la población urbana. La mayoría
de los nueve millones de personas que vivían en las ciudades quedó redu-
cida a la indigencia, a la pequeña delincuencia, o se habituaron a una exis-
tencia de expedientes y a los trabajos precarios ligados a la llamada
“economía informal”. A los gobernantes del Frente Nacional no les quitó
el sueño el progresivo aumento de pobres y oprimidos dentro de una po-
blación extenuada ya por la guerra civil. Liberales y conservadores se feli-
citaban ante las alabanzas de los organismos internacionales y de los países
ricos, que podían meter mano en los recursos del país como en ninguna
otra parte del mundo. No solamente fueron perseguidos los sindicatos,
como la Unión Sindical Obrera del sector petrolero (USO), sino también
los políticos mínimamente nacionalistas. A inicios de los años sesenta el go-
bierno norteamericano impuso la dimisión del ministro de Recursos Energé-
ticos, culpable de haber intentado favorecer a la compañía petrolera estatal,
Ecopetrol, y limitar los beneficios de las multinacionales del sector.
La maquinaria estatal fue puesta al servicio, y a veces en las
manos, de las asociaciones de empresarios: la ANDI diseñaba la política
industrial, Fedegan decidía la agrícola, y era la potentísima Federación de
Cafeteros, considerada un “Estado dentro del Estado”, la que imponía las
leyes del comercio exterior. Para la mayoría de los colombianos no existía
el Estado, o era solamente símbolo de corrupción y, sobre todo en las zo-
nas rurales, significaba exclusivamente la “ley”, el ejército y la policía.
Con el Frente Nacional se instauró en el país la llamada “demo-
cracia restringida”, que mezclaba elementos de democracia formal con

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

mecanismos típicos de los regímenes autoritarios, como la aplicación casi


permanente del estado de excepción para combatir las luchas sociales. Tal
situación estaba abocada a la violencia. La misma amnistía ofrecida a ve-
ces por el gobierno a los llamados bandoleros se demostró una trampa. La
primera víctima fue el más famoso guerrillero, Guadalupe Salcedo, muer-
to en una calle de Bogotá en junio de 1957. Por su parte, Álvaro Parra, el
“vice” de Salcedo, dos meses antes de ser asesinado por un “pájaro” del
Valle en una taberna de Villavicencio, dijo al mediador del gobierno que lo
había convencido a dejar las armas: “Antes de un año todos vamos a estar
muertos, nos van a matar uno por uno”. Muchos guerrilleros que sobre-
vivieron a la matanza se hicieron bandidos. A ellos se unieron cientos de
adolescentes, sedientos de venganza. Entre 1958 y 1965, hombres como
Peligro, Sangrenegra, Desquite, Chispas, Efraín González, Tarzán y Capi-
tán Venganza, formaron más de cien bandas con el único programa de
“destruir por destruir”. Algunas se pusieron al servicio de latifundistas
liberales. Otras asumieron un carácter ocasionalmente social, aunque
mostrándose sordas e incluso hostiles ante cualquier proyecto político.
Los bandoleros continuaron en todo caso sintiéndose defrauda-
dos por la gente “de bien”. En los Llanos se dejaron convencer y apoyaron
a Alfonso López Michelsen, fundador del Movimiento Revolucionario Li-
beral (MRL), surgido en abierta oposición al Frente Nacional. Con el lema
“Pasajeros de la revolución por favor seguir a bordo”, López Michelsen se
proclamó heredero de Gaitán, declarándose dispuesto a colaborar con el
Partido Comunista y a colocar como primer punto de su programa la re-
forma agraria. Bastó que tras las elecciones de 1966 el Frente Nacional le
ofreciera un ministerio para olvidar sus promesas y los pactos firmados.
El líder del MRL atacó a los comunistas. “No permitiremos que el descon-
tento y la frustración que el Frente Nacional está incubando se refugien
bajo la hoz y el martillo”. Los bandoleros volvieron a ser un peligro de
orden público. El general encargado en darles caza declaró que “contra
bandoleros y seres rebeldes y desnaturalizados, la única solución está en
el fuego eficaz de las armas”.1 Desde entonces se hizo habitual en los cen-
tros de poder de Bogotá asociar a los comunistas con los bandoleros, y vice-
versa, olvidando las causas sociales y económicas de la violencia. Para
reducir el progresivo apoyo que unos y otros conseguían en las zonas rura-
les hubiera sido necesario y también suficiente realizar la reforma agraria.
El triunfo de la revolución cubana de 1959, y la distribución de la
tierra decidida por los castristas suscitó gran entusiasmo entre los pue-

1. Revista del Ejército, 24 de marzo de 1966.

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LA OBSESIÓN DEL AGUA

blos latinoamericanos. La reunión de jefes de Estado celebrada posterior-


mente en Punta del Este, concluyó con el compromiso de “impulsar, den-
tro de las particularidades de cada país, programas de reforma agraria
integral orientada a la efectiva transformación de las estructuras y siste-
mas injustos de tenencia y explotación de la tierra”. En el Congreso co-
lombiano fueron presentados tres proyectos de reforma agraria, pero todos
ellos se demostraron “variaciones alrededor de la nada”. Algunos políticos
opinaban que no debía ser distribuida la tierra sino la gente. Al final se
realizó una reforma que benefició a los propietarios ricos y a las multina-
cionales norteamericanas que les vendían la maquinaria agrícola. Los ries-
gos de una situación explosiva en el campo eran, en todo caso, evidentes.
El presidente Carlos Lleras Restrepo explicó en 1967, durante una cumbre la-
tinoamericana, las razones de conveniencia política de la reforma agraria:

Nuestros campesinos, en su mayoría, son hombres que no tie-


nen nada que perder y sobre esa masa que no tiene nada que per-
der, sobre esa masa inorgánica, ignorante, es donde la infiltración
revolucionaria puede cosechar sus mayores frutos… Entonces,
aunque sólo sea por egoísmo, quienes son propietarios de tierras
¿no deben detenerse a meditar en los peligros que encierra la pro-
liferación de esta vasta, de esta inmensa masa desamparada que
constituye el campesino pobre colombiano? ¿O es que acaso se
cree que con simples medidas militares puede controlarse una si-
tuación de esa clase?

Su buen sentido no modificó la mentalidad de la oligarquía co-


lombiana que, con tal de mantener sus privilegios, prefirió entregarse a
las medidas militares. Éstas pronto demostraron que no eran tan simples.
Según perdía la guerra su carácter de conflicto bipartidista y se
convertía en una de tantas batallas de la guerra fría, las Fuerzas Armadas
colombianas aumentaban su peso en el país. Antes del 9 de abril de 1948
contaban solamente con 8.000 hombres. Un año más tarde duplicaron sus
efectivos. Mientras los guerrilleros mantuvieron lazos con el Partido Libe-
ral, el ejército aplicó en muchas regiones un cómodo acuerdo basado en el
“vivir y dejar vivir ”. En todo caso, los aparatos del Estado seguían a veces
estrategias y métodos contradictorios. Podía suceder a veces que la policía
no advirtiera al ejército que se estaba produciendo una concentración de
guerrilleros dispuestos a tenderles una emboscada. En otras ocasiones era
el ejército quien tomaba el camino más largo cuando debía socorrer a un
puesto de policía atacado por la guerrilla, y llegaba a tiempo sólo para
enterrar a los muertos.

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La reestructuración del ejército comenzó en 1951, cuando el pre-


sidente conservador Laureano Gómez, para obtener el perdón de Estados
Unidos por sus pasadas simpatías hacia la Falange franquista, envió un
batallón a la guerra de Corea bajo las órdenes del general Alberto Ruiz
Novoa. Colombia fue el único país latinoamericano que participó en aquella
contienda lejana “contra el comunismo”. Fue también uno de los primeros
en firmar en 1952 un acuerdo de mutua defensa con Estados Unidos, y el
primero en poner en marcha cursos de entrenamiento específicos de
contraguerrilla. Un episodio decisivo en la reorganización de las Fuerzas
Armadas colombianas tuvo lugar en 1962, cuando Ruiz Novoa fue nom-
brado ministro de Defensa. Entonces llegaron a las academias colombia-
nas los primeros instructores militares norteamericanos, y fueron enviados
los primeros oficiales colombianos a la Escuela de las Américas de Pana-
má. Había mucho que aprender.
La tensión Este-Oeste impuso un cambio de estrategia “en el pa-
tio trasero de Estados Unidos” cuando triunfó la revolución cubana. En
un discurso de 1962, dirigido a los oficiales de la Academia Militar de West
Point, el nuevo presidente de Estados Unidos, John Kennedy, dijo: “La sub-
versión es otro tipo de guerra, nuevo en su intensidad aunque de antiguo
origen… Cuando debemos contrarrestar ese tipo de guerra, estamos obli-
gados a emplear una nueva estrategia, una fuerza militar diferente”. Eran
las bases de la llamada “guerra de baja intensidad” (Jaramillo, s.f.). Según
el ex ministro de Relaciones Exteriores colombiano, Alfredo Vázquez, la
administración Kennedy se esforzó mucho en transformar los ejércitos
regulares en brigadas contrainsurgentes.
El Pentágono distribuyó en América Latina manuales que asig-
naban a los ejércitos tareas “militares, paramilitares, políticas, económi-
cas y psicológicas” con el objetivo de combatir al “enemigo interno” que se
hallaba infiltrado en amplios sectores de la sociedad. Los manuales esta-
blecían los criterios para la formación de los grupos de civiles que debían
flanquear a los militares. Después de visitar Colombia en 1962, el director
de la Escuela de Guerra de Fort Bragg, general William Yarborough
(McClintock, s.f.), manifestó que dichos grupos deberían desempeñar fun-
ciones de “contrainteligencia y contrapropaganda y, si fuera necesario,
ejecutar actividades paramilitares de sabotaje o terrorismo contra conoci-
dos defensores del comunismo”. En el mismo documento, el citado gene-
ral sugería la realización en Colombia de “un programa intensivo de registro
de civiles, con fotografías y huellas dactilares”, y proponía que el personal
del ejército y de la policía se especializara en “interrogatorios con uso de
sodio, pentotal o de la máquina de la verdad”. Era preciso impedir a los

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LA OBSESIÓN DEL AGUA

subversivos “moverse entre el pueblo como pez en el agua”, tal como indi-
caba en sus escritos Mao Tse-tung. Pronto se pasó de las palabras a los
hechos. Estados Unidos comenzó a proporcionar cada vez más asistencia
bélica y armas a Colombia, hasta hacerla su “partner” privilegiado en el
continente latinoamericano. Además de visitar el país, Kennedy envió cien-
tos de jóvenes de los Cuerpos de Paz para que hicieran propaganda de los
valores occidentales y contrarrestaran la simpatía popular hacia la revo-
lución cubana.
Los principios de la Doctrina de Seguridad Nacional fueron pro-
puestos a los militares colombianos en un momento en que el ejército atra-
vesaba una fase de reflexión. La Escuela Superior de Guerra de Bogotá había
publicado en 1960 un documento titulado “Una franca apreciación de la
situación de orden público en el país y de la intervención del comunismo
en las zonas de violencia”, en el que se admitía que “las acciones militares
con tropas regulares contra los bandoleros le han restado prestigio a las
Fuerzas Armadas y contribuyeron a aumentar las fuerzas de bandoleros”.
El general Ruiz Novoa afirmó en 1961 que era absolutamente necesario
destruir el verdadero estado de “complicidad colectiva” disfrutado por los
elementos “antisociales”. La reorganización del ejército llevó a la forma-
ción de la primera brigada móvil de contraguerrilla, compuesta por gru-
pos ágiles, organizados según el esquema de las unidades guerrilleras. Un
nuevo organismo de policía, el DAS, promovió la infiltración en los gru-
pos bandoleros, y la utilización masiva de informantes, elegidos preferen-
temente entre ex bandidos que se habían beneficiado de la amnistía. El
ejército trató de equiparse para la lucha antisubversiva también a nivel
teórico. En 1963 se imprimió el libro La guerra moderna, que centraba su
análisis en la experiencia contraguerrillera de Vietnam y Argelia y estaba
dirigido a los oficiales.
Ruiz Novoa estimuló el compromiso cívico-social de las Fuerzas
Armadas que, en las regiones de mayor conflicto, pusieron en marcha
cursos de alfabetización, abrieron centros médicos ambulatorios, constru-
yeron puentes y carreteras, siempre con el objetivo de “ganar los corazo-
nes y las mentes del pueblo”. La actividad de las brigadas “cívico-militares”
no duró mucho, además de que siempre estuvo acompañada por la “gue-
rra psicológica”, que era más clásica. En las montañas de Quindío, cerca
de Armenia, fueron lanzados pasquines para ayudar a los campesinos a
diferenciar a los militares de los guerrilleros. “El ejército emplea un trato
correcto con los ciudadanos, en ningún momento emplea palabras soeces
ni mal trato… visten uniformes iguales… y no usan zapatos de caucho
sino botas de cuero”, podía leerse.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Una de las primeras medidas adoptadas consistió en la cataloga-


ción de todos los trabajadores fijos. Con ello resultaban sospechosos todos
los trabajadores temporales o los desempleados. En una región llegaron a
prohibir la ruana, porque era “típico disfraz de los bandoleros”. En otra
ordenaron a los campesinos encerrar en casa a los perros porque, según
afirmaba un alto oficial en el periódico El Espectador, “las experiencias en
la región demuestran que el perro es un elemento amaestrado para anun-
ciar únicamente la presencia de las tropas y no de los bandoleros”. En todo
caso, el meollo de la nueva estrategia militar fue la creación de núcleos de
“campesinos honrados”, que tomaron el nombre de “autodefensa campe-
sina”, como los promovidos en décadas anteriores por los liberales rebel-
des y por los comunistas. En 1961, el gobierno permitió a dichos grupos
“la adquisición de armas convenientemente matriculadas para la defensa
de sus vidas y bienes”. Los militares de la región cafetera de Caldas empe-
zaron a distribuir, durante ese mismo año, fusiles y pistolas a los propie-
tarios de tierras recomendados por las autoridades. Al año siguiente, las
armas fueron distribuidas directamente en las sedes de la federación de
cafeteros. En el Tolima se ordenó llevar armas a los conductores de los me-
dios de transporte públicos.
La puesta en práctica en Colombia de la Doctrina de Seguridad
Nacional cosechó pronto el fracaso. Aunque fueron conquistados “el cora-
zón y la mente” de una pequeña parte de la población “honorable” y digna
de confianza, la mayor parte se sintió impulsada a identificarse con el
enemigo y a adherirse a sus grupos. La batalla de Marquetalia representó
su derrota más sonada. Los comunistas colombianos no tenían por en-
tonces intención belicosa alguna. En 1958 Tirofijo escribió en el periódico
La Tribuna de Ibagué: “Como patriotas no estamos interesados en la lucha
armada y deseamos colaborar cuanto podamos en la tarea de pacificación”.
Su estructura militar en algunos territorios aislados de las cordilleras era
debida solamente a la persecución de los “pájaros”. Quien realmente de-
sencadenó la guerra contra la “república independiente” de Marquetalia
fue Álvaro Gómez, hijo de Laureano Gómez, que había sido uno de los pre-
sidentes más reaccionarios de la historia colombiana. La Operación Laso
sólo consiguió diseminar a los guerrilleros por otras regiones del país.
Los militares hicieron algunos intentos de emanciparse del papel
de defensores violentos de un Estado injusto. En ello se destacó general
Ruiz Novoa que escribió en 1962: “La defensa contra el comunismo no
reside esencialmente en la fuerza de las armas; ella se encuentra en la eli-
minación de las desigualdades sociales siguiendo las normas democráticas
y cristianas” (Valencia, 2002). El antiguo combatiente de Corea opinaba

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LA OBSESIÓN DEL AGUA

que el ejército debería comprender sus orígenes sociales para combatir más
eficazmente a la guerrilla. Cuando Ruiz Novoa propuso en 1965 un plan
de estudios en las academias militares que preveía la enseñanza de disci-
plinas económicas y sociales impartidas por profesores progresistas, fue
obligado a dimitir por el Frente Nacional, con la excusa de un presunto
“primado de la sociedad civil”. La misma suerte sufriría diez años más tarde
el general Álvaro Valencia. También a él le resultó fatal la decisión de or-
ganizar ciclos de conferencias sobre las causas sociales del conflicto en la
Universidad Militar. La elite bipartidista lo acusó en primera instancia de
intentar un golpe, y después lo obligó a dimitir. Los pocos oficiales pro-
gresistas que se reunieron en los años setenta bajo el nombre Estrella Do-
rada, fueron identificados y expulsados del ejército, tal como le sucedió al
famoso general José Joaquín Matallana, forzado a dimitir en 1976 por
haber criticado la excesiva sumisión de Bogotá hacia los intereses de Esta-
dos Unidos. El sistema político no soportaba intrusiones. Sólo estaba dis-
puesto a distribuir a la cúpula de las Fuerzas Armadas una tajada
importante de riqueza y privilegios, permitiéndoles, mediante leyes dicta-
das al caso, ponerse al servicio de las empresas privadas y de las multina-
cionales. La British Petroleum, por ejemplo, se comprometió a pagar un
“impuesto de guerra” de 1,25 dólares por barril de petróleo extraído, re-
signándose a repartir una especie de comisión a los oficiales establecidos
en las zonas de sus pozos y por donde transcurrían sus oleoductos. Por
supuesto, el ejército tenía mano libre en la llamada gestión del orden pú-
blico y en la defensa de los intereses del gran capital.2
Con esa prerrogativa extendió por el territorio nacional la “gue-
rra no convencional” que, utilizando sicarios de forma masiva, tenía como
objetivo la “eliminación selectiva del enemigo (líderes políticos, sindicales
y populares), la masacre colectiva (contra quienes apoyan la subversión y
se niegan a brindar información a la inteligencia militar), y el genocidio
(contra las zonas y regiones en las que exista un reconocimiento formal
de la influencia del movimiento insurgente)” (Medina Gallego, 1990). Los
gobiernos reforzaron su legislación de guerra proclamando continuos es-
tados de asedio o de emergencia, que conllevaban la suspensión de los de-
rechos constitucionales y la transferencia de amplios poderes judiciales a
las Fuerzas Armadas. En 1965 fue promulgado el Decreto 3398 que con-
templaba “la organización y previsión de empleo de todos los habitantes y
recursos del país, en tiempo de paz, para garantizar la independencia na-
cional y la estabilidad de las instituciones”. Tres años más tarde fue vota-

2. The Economist, 19 de julio de 1997.

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da la Ley 48 que autorizaba al gobierno a “crear patrullas civiles” y pro-


veerlas de “armas de fuego para el uso privativo de las Fuerzas Armadas”.
Era el fundamento legal del paramilitarismo en Colombia. “Los campesi-
nos de la zona permanecían en sus fincas de lunes a viernes trabajando y
los sábados y domingos se concentraban en unidades militares donde re-
cibían cursos de inteligencia y contrainteligencia”, recordó Henry Pérez,
jefe paramilitar en el Magdalena Medio.3
La cúpula de las Fuerzas Armadas colombianas puso en circulación
varios manuales, la mayoría top secret, sobre la organización de la pobla-
ción civil. Según el Reglamento de combate para la contraguerrilla, de 1969,

las juntas de autodefensa conforman una organización de tipo


militar que se hace con el personal civil seleccionado de la zona
de combate, que se entrena y equipa para desarrollar acciones
contra grupos de guerrilleros en coordinación con tropas en ac-
ciones de combate.

Las unidades militares debían, de acuerdo con el reglamento,


suministrar el armamento necesario en casos específicos, incluso gratui-
tamente. Otro documento indicaba la necesidad de poner a prueba la leal-
tad de los ciudadanos. “Los que no pasan la prueba se ponen en una lista
negra. Los que no dejan clara su lealtad se ponen en una lista gris. Ambos
deben recibir amenazas anónimas, haciéndoles creer que están compro-
metidos y que deben abandonar la región”. Si en los manuales norteame-
ricanos eran los comunistas los enemigos a combatir, en los colombianos
eran todos los protagonistas de las luchas sociales. Según el general Luis
Carlos Camacho, los sindicatos no eran sino el “brazo político de la sub-
versión”, mientras que para el general Fernando Landazábal (1980), no
había error mayor “que dedicar todo el esfuerzo al combate y represión de
las organizaciones armadas del enemigo, dejando en plena capacidad de
ejercicio libre de su acción a la dirección política del movimiento”.
Sin embargo, frenar la protesta social era un objetivo casi impo-
sible de alcanzar. Los partidos del Frente Nacional continuaron evitando
cualquier reforma, concibiendo la dinámica electoral como meros ejerci-
cios de democracia vacía. Un colosal fraude electoral le arrebató en 1970
la victoria al general Rojas Pinilla quien, a la cabeza del movimiento Alianza
Nacional Popular (Anapo), se enfrentó al candidato Misael Pastrana, del
Frente Nacional. La desilusión popular hizo aumentar el abstensionismo

3. Semana, 16 de abril de 1991.

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en las elecciones siguientes, que pasó del 50% de ese año al 60% de las pre-
sidenciales de 1978, con puntas del 88% en Bogotá. Colombia demostraba
ser una “democracia sin pueblo”, mientras continuaba vendiéndose la
imagen de un país moderno, rico y democrático, con un pueblo a quien se
impedía tener una representación política o hasta protestar, so pena de ser
acusado de subversión. Y la subversión creció, inevitablemente. En varias
regiones del país se crearon organizaciones armadas de orientación
guevarista, entre las que se destacaron, además de las FARC, el filocubano
Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el EPL, de orientación maoista.
Existía la profunda convicción en los sectores progresistas de que después
de Cuba le iba a tocar el turno a Colombia.
Una parte amplia de la población no podía sino sentir simpatía
hacia quienes la gran prensa llamaba habitualmente bandoleros. El
paternalismo bipartidista y la guerra civil comenzada el 9 de abril de 1948
había debilitado notablemente otras formas organizadas del movimiento
popular. También se habían agravado las condiciones de vida, ya misera-
bles, de los colombianos. La desesperación originó protestas de todo tipo,
a menudo espontáneas. Los campesinos utilizaron los espacios abiertos por
la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), constituida por
el presidente del Frente Nacional más iluminado de su época, Lleras Restrepo,
para mantener su protesta de moderada reforma agraria. Pero cuando
ANUC se emancipó de la tutela gubernamental y organizó manifestacio-
nes y ocupaciones de fincas abandonadas, sobre todo a lo largo de la costa
atlántica, los latifundistas soltaron las bandas de pájaros contra sus diri-
gentes. El movimiento campesino se vio debilitado, asimismo, por las lu-
chas internas desde la mitad de los años setenta, entre un ala moderada y
gobiernista, un sector influenciado por el Partido Comunista, y otro toda-
vía más radical controlado por los maoístas.
En esta fase emergieron como vanguardia social los movimientos
cívicos urbanos, estimulados involuntariamente por las juntas de acción
municipal, creadas por el gobierno para involucrar a la población en los
proyectos de mejora de los servicios públicos. También en este caso, las
juntas comenzaron muy pronto a organizar manifestaciones para protes-
tar contra los aumentos de las tarifas o para reclamar servicios básicos,
como agua corriente, alcantarillado y electrificación. Muchos militantes
católicos decidieron trabajar en el nuevo movimiento. El gobierno osciló
entre compromisos formales de colaboración y la represión más brutal,
sistemáticamente anunciada por acusaciones de infiltraciones guerrilleras.
En 1985 eran más de 32.000 las organizaciones cívicas de ciudad
o de barrio, y tenían cinco millones de afiliados, con una consistencia ja-

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más alcanzada por el movimiento sindical, numérica y políticamente dé-


bil en Colombia. La bajísima sindicalización, que rondaba el 5% de la fuer-
za laboral total, era debida, por una parte, a la alta incidencia de la economía
informal, pero también a la implacable represión realizada mediante la
criminalización constante de las protestas y por una cadena casi habitual
de detenciones y asesinatos de dirigentes sindicales.
El movimiento indígena encontró dificultades parecidas para con-
seguir su propio derecho a la tierra y a la cultura. De los 150 grupos étnicos
existentes en el país, que representaban a medio millón de personas, el más
fuerte y organizado era el del pueblo nasa (páez), en el departamento andino
de Cauca. Estimulados por la ANUC local, los indígenas fundaron en 1971
el Consejo Regional Indígena de Cauca (CRIC), que impulsó la ocupación
de decenas de miles de hectáreas de tierra, manteniendo su autonomía frente
a los grupos revolucionarios. “La politización debe llegar como resultado
de un proceso en el cual no se pueden saltar etapas y en el que el trabajo
paciente y serio debe ser la norma fundamental”, opinaban los dirigentes
del CRIC. La experiencia del pueblo Páez animó a los otros grupos indíge-
nas. En 1980 fue creada la Organización Nacional Indígena de Colombia
(ONIC), con el lema: “Unidad, tierra, cultura y autonomía”. Fue una deci-
sión dura. Algunos indígenas fueron perseguidos por los guerrilleros, y
muchos más por los “pájaros” al servicio de los latifundistas. El CRIC creó
a su vez un grupo armado para defender a su pueblo, que tomó el nombre
de un antiguo dirigente, Quintín Lame.
La criminalización de todo movimiento de protesta determinó el
refuerzo de las organizaciones ilegales, armadas y clandestinas. El ELN hizo
su primera aparición pública a comienzos de 1965, cuando 27 hombres
armados de fusiles de caza realizaron la clásica “toma guerrillera” de un
pueblo de Santander, al noreste del país. Muchos de ellos habían sido en-
trenados en Cuba. Creían que sería suficiente prender una cerilla para in-
cendiar la pradera. “Un gran problema de nuestra práctica fue la
absolutización de la lucha armada… Lo que hicimos fue casarnos con ella
y no la soltamos por ningún lado”, recordará más tarde un dirigente del
ELN. El grupo se hizo muy popular cuando ingresó en él Camilo Torres, el
primer sacerdote que rompió con la tradición que promovía una Iglesia
anclada en las posiciones políticas más reaccionarias. Torres se internó en
las montañas de Santander para meterse en las filas guerrilleras, y morir
durante su primer combate, el 15 de febrero de 1966. La figura del cura
guerrillero llevó hasta el ELN a muchos jóvenes, e incluso a otros religio-
sos, tanto sacerdotes como monjas, que compartían su idea de que “el deber

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LA OBSESIÓN DEL AGUA

de todo cristiano es ser revolucionario y el deber de todo revolucionario es


hacer la revolución”.
Después de la muerte de Camilo Torres comenzaron las divisio-
nes dentro del ELN. “La discusión se daba en el hostil ambiente de la selva,
muy agresivo y bajo la constante amenaza de la muerte, representada en
la fiebre amarilla, el hambre, la culebra, las múltiples penalidades, el pa-
ludismo y la actitud del hombre, que se va convirtiendo también en hostil
y agresivo”, recordó un ex guerrillero. Comenzó un periodo trágico de
juicios sumarios, concluidos a menudo ante los pelotones de ejecución. La
consigna de Dantón, “Audacia, siempre audacia”, se convirtió en el lema
de la tendencia militarista que superó a la que daba más importancia al
trabajo de arraigo entre la gente. La derrota del ELN tuvo lugar en 1973,
cuando 30.000 soldados rodearon y diezmaron el grueso de sus hombres
con la Operación Anorí. A diferencia de lo sucedido en Marquetalia en 1964,
el ejército no avanzó de manera compacta, para no exponerse a las em-
boscadas de los rebeldes, sino dividido en pequeñas unidades. Después de va-
rias semanas de combate, fueron muertos o hechos prisioneros más de 200
guerrilleros. En diferentes fases desmantelaron luego las redes urbanas de los
elenos, los cuales en todo caso consiguieron superar la tortura y politizar
los procesos en las salas de los tribunales militares, consiguiendo ganar la
solidaridad de intelectuales colombianos como Gabriel García Márquez.
El EPL, por su parte, intentó promover al occidente del país la
“guerra popular prolongada”, según el modelo maoísta. Sus militantes
influyeron en el profesorado, en las juntas de acción comunal y, sobre todo,
entre los braceros de las bananeras, consiguiendo ascendiente en los sindi-
catos de las regiones de Córdoba y Urabá. En 1967 la organización se con-
centró en las zonas rurales para construir “embriones de poder alternativo”.
El comandante Ernesto Rojas refirió que “la gente se organizaba en cada
vereda y celebraba reuniones cada ocho días en las que hasta los niños con
edades mínimas hablaban sobre sus propios problemas… Cuando no ha-
bía combates estábamos con la gente ayudándola en sus labores y de no-
che enseñábamos a leer y escribir en las escuelas que se conformaron”.
Los guerrilleros de orientación maoísta sufrieron, por lo demás, una
despiadada persecución militar, facilitada por sus propias divisiones inter-
nas, a menudo resueltas a tiros.
También las FARC sufrieron duros reveses militares, aunque nunca
se vieron en riesgo de desaparecer. El buen sentido campesino de sus jefes,
comenzando por Tirofijo, les indujo a hacerse fuertes en las zonas más
aisladas del territorio colombiano donde, ejerciendo funciones típicas de
una autoridad estatal, lograron ganar la confianza de la gente por su ca-

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68 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

pacidad de imponer el orden y el respeto a las leyes más básicas de convi-


vencia. En algunos casos obtuvieron incluso la gratitud de los propieta-
rios de los campos, por su función de guardias rurales. En los primeros 15
años de vida de la organización, los hombres de Tirofijo evitaron provocar
al ejército, dentro de lo posible, siguiendo la línea del Partido Comunista
que no consideraba el enfrentamiento como “la principal forma de lucha”.
Precisamente a causa de esta renuncia, algunos jóvenes dirigen-
tes provocaron una pequeña escisión, de la que surgió el M-19. “Se nece-
sitaba meterle masas al movimiento armado y meterle fuerza al
movimiento de masas”, recordó un comandante del Eme, como se llamó
enseguida al grupo (Villamizar, s.f.). Se llevaron a cabo una serie de hur-
tos para dotarse de armas y financiar el periódico Mayorías. “Las grandes
peleas que se dieron inicialmente fueron sobre si cantábamos el himno
nacional o la Internacional”, contaron sus dirigentes. El nombre M-19 se
eligió para recordar el fraude electoral que el 19 de abril de 1970 había
robado la victoria a la Anapo del general Rojas Pinilla. Aquel fraude los
había persuadido de la imposibilidad de una vía democrática. “Es imposi-
ble pensar en una solución democrática en Colombia si no hay moviliza-
ción de masas y triunfo militar ” afirmaba Álvaro Fayad, uno de los líderes
del nuevo movimiento, que fue asimismo el responsable de la primera
aparición pública del Eme.
En el año 1974 que finalizaba el acuerdo del Frente Nacional en-
tre los partidos liberal y conservador. Pero también era un año marcado
por un fuerte crecimiento del movimiento popular, con huelgas, ocupa-
ción de tierras y manifestaciones ciudadanas, y por un cierto despertar del
movimiento guerrillero. Los jóvenes fundadores del nuevo grupo armado
diseñaron un singular lanzamiento promocional. El responsable de las
páginas publicitarias de El Tiempo no sospechó nada cuando un par de
hombres le pidieron publicar durante seis días consecutivos varios anun-
cios que promovían un nuevo producto. “Arriba el M-19”, apareció en el
primero, que iba asimismo acompañado de un extraño logotipo en forma
de corbata. Después sucedieron otros, como “¿Parásitos, gusanos? Espera
el M-19”; “Decaimiento, pérdida de memoria: espera el M-19”; y “¿Falta
de energía, inactividad? Espera el M-19”, hasta el triunfante “Hoy llega el
M-19”. Y el M-19, finalmente, llegó.
A las cinco de la tarde de un frío miércoles de enero, Álvaro Fayad
rompió la urna de cristal que contenía la espada del Libertador en el Mu-
seo de la Quinta de Bolívar, que había sido su residencia en el corazón de
La Candelaria, el barrio colonial de Bogotá, a pocas cuadras del palacio
presidencial. “Queríamos hacer un movimiento para el país, para la gente

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69
LA OBSESIÓN DEL AGUA

común y corriente, para la gente que quisiera cambiar este país… Ya no


era simplemente retomar toda la historia de Bolívar, era recomenzar su
lucha… por eso escogimos la espada”, recordó Fayad. Fue una acción per-
fecta, realizada por supuestos turistas que esperaron el cierre del museo
para actuar. En una hoja puesta sobre el lecho del caudillo, dejaron escri-
to: “Bolívar, tu espada vuelve a la lucha”. Era una espada de 85 centíme-
tros de largo, con una empuñadura de oro y plata y el escudo real de la
corona francesa, que había acompañado a Bolívar desde sus quince años
hasta la muerte. El Eme prometió restituirla cuando Colombia hubiera con-
quistado “justicia e independencia”.
Desde aquel momento, los guerrilleros del M-19, influidos por la
experiencia de los Tupamaros uruguayos, comenzaron a realizar acciones
a lo Robin Hood, con incursiones de hombres encapuchados en las univer-
sidades, interrupciones de programas televisivos con lectura de comuni-
cados, y asaltos a los camiones de víveres y juguetes, botín que distribuían
después en los barrios más pobres de las ciudades. Posteriormente pasa-
ron a acciones más llamativas, como secuestros de empresarios, extranje-
ros o colombianos, para financiarse y apoyar las luchas sindicales.
Cuando subió a la presidencia Julio César Turbay, el Eme no era
el grupo más fuerte, pero sí el más audaz. “El mismo día de mi posesión
encontré sobre mi escritorio un boletín en que dicho movimiento, antes de
comenzar mi gobierno, se colocaba irrazonablemente en pie de batalla contra
la nueva administración”, recordó Turbay. El nuevo presidente puso como
primer punto de su programa de gobierno la lucha contra los grupos arma-
dos, dotando a los militares de los “medios más eficaces” para combatirlo. En
septiembre de 1978 Turbay firmó el Estatuto de Seguridad, que aumentaba
las penas por los delitos políticos y autorizaba a los militares a retener a cual-
quier persona durante diez días antes de pasarla a disposición judicial. La re-
presión se generalizó. Durante el primer año del gobierno Turbay, según un
documento de Defensa, fueron detenidas más de 60.000 personas, buena
parte de las cuales fue sometida a torturas y procesada por tribunales
militares. “Se implantó en Colombia por primera vez la tortura como
mecanismo institucionalizado de interrogatorio”, afirmó el periodista
Daniel Samper, hermano del futuro presidente liberal Ernesto Samper.4
El ministro de Defensa de Turbay, general Luis Carlos Camacho,
afirmó en diciembre de 1978 que “todo ciudadano debe armarse como

4. El juicio de Daniel Samper sobre el carácter sistemático de la tortura, está en Tras


los pasos perdidos, Ediciones Ncos, 1995.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

pueda” para defenderse de la oleada de inseguridad existente en el país. El


Eme le tomó la palabra poco después.
Una pareja de militantes llamados Rafael Arteaga y Esther Morón,
en modo alguno sospechosos, alquiló una casa en un barrio residencial de
Bogotá y desde ella, por espacio de dos meses, decenas de militantes
excavaron un túnel de 80 metros de largo, que desembocó en la armería
del cuartel Cantón Norte. Mientras Turbay dirigía, en el ritual saludo a la
nación, una invitación “a los violentos a deponer las armas”, en la tarde
del último día de 1978, un grupo de guerrilleros del M-19 comenzó a car-
gar en camiones las 7000 armas almacenadas en el principal arsenal del
país. Todos los cálculos de la que a muchos había parecido una operación
desatinada, se demostraron exactos. Los guerrilleros aprovecharon los tres
días festivos de cierre del arsenal para vaciarlo completamente. Antes de
marcharse por el túnel, una vez desocupado el último estante de la arme-
ría, un joven guerrillero respondió a la invitación del general Luis Carlos
Camacho, escribiendo con mayúsculas en la pared: “… Y lo hicimos”.
Tras haber transportado el arsenal a un barracón de la periferia
de Bogotá y colocarlo bajo una lona azul, los guerrilleros no tuvieron
mucho tiempo para celebrar la operación Ballena Azul, llamada así por la
gigantesca dimensión de aquella masa de armas y municiones. Tenían la
orden de desaparecer de la ciudad en la mayor brevedad posible. Rafael
subió al primer vuelo que salía para Panamá junto con Esther y sus dos
hijos. Cuando al día siguiente el hijo más pequeño vio por televisión el
reportaje sobre el robo de armas más famoso de la historia contemporá-
nea y reconoció su casa, comprendió inmediatamente la razón del extraño
ajetreo de los últimos dos meses. Su única pregunta fue: “¿Esto quiere decir,
papito, que nos quedamos sin casa y sin carro?”

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71

Los beneficios de la máscara

5
R ecuerdo aquella mañana. Amanecía 1979. Mi primera reac-
ción fue de incredulidad. Estábamos acostumbrados al tipo
de acciones de las FARC que han sido muy cuidadosas en no tocar
fibras sensibles, de pronto sucede una emboscada en algún veri-
cueto de la selva… no nos llegan tan al alma. Cuando se llevaron
las armas, nuestra reacción fue grande, dolorosa, pero también
nos produjo el conocimiento de que para vivir en un estado de
guerra hay que hacer conciencia de que se está en guerra,
dijo un general de tres estrellas (Behar, 1985). En los cinco días que siguie-
ron al clamoroso hurto del Cantón Norte fueron realizadas un millar de
pesquisas que condujeron a la detención de 646 personas, entre militantes
y meros simpatizantes del M-19. La primera vergüenza fue lavada con
sangre. “Creo que hubo un afán de cerrar la herida causada”, afirmó un
alto oficial. Por su parte, Turbay había sido categórico con los generales:
“Ustedes en un mes me recuperan esas armas, hagan lo que tengan que
hacer, pero las armas hay que recuperarlas”. El ejército obedeció, hacien-
do cuanto fue necesario.
Mientras la tortura se volvía sistemática, no faltaba quien hacía
bromas sobre ello. Hernando Santos, propietario y director de El Tiempo,
escribió en una editorial: “Me encantan las tapaditas, pero no tanto como
las torturas” (Behar, 1985). Entre tantos otros, fue arrestado el responsa-
ble de la operación del Cantón Norte, el actor y director de televisión, Car-
los Duplat, llamado don Isidro por los compañeros del Eme.

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72 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Llegamos a un lugar frío y húmedo que parecía una caverna. Allí


me desnudaron, y me vendaron los ojos, me subieron encima de
una mesa, me ataron las manos atrás y luego quitaron la mesa
quedándome suspendido en el aire. Ahí comenzó la paliza. Re-
cuerdo que inicialmente me separaron las piernas y alguien me
golpeaba los testículos, creo que como con un cepillo de los que
utilizan para lavar caballos. Un rato me tenían colgado y me
golpeaban, otro rato me bajaban, oí los gritos de otras personas;
me decían que tenían familiares míos ahí,

recordó más tarde Duplat. Las técnicas de tortura se hicieron más


refinadas cada vez. A los 18 días, tras quitarle las calzas de los dientes,
comenzaron a barrenarle en las caries abiertas. Duplat se rindió. “Les dije
lo que ellos querían que les dijera”.1 Cuando descubrieron el escondrijo del
arsenal, los pocos compañeros todavía libres solamente habían consegui-
do distribuir una parte de las armas a los comandos. La revista Alternati-
va dedujo sarcásticamente que no había en todo el país 7.000 personas
“dispuestas a empuñar todos aquellos fusiles”. Amnistía Internacional
comenzó a denunciar la represión existente en el país: en su informe de
1980 recogieron 6.000 casos de tortura. El presidente Julio César Turbay
manifestó que los prisioneros se “autotorturaban” para denigrarlo. En las
paredes de Bogotá apareció escrito: “Ayuda a la policía. Tortúrate tú mis-
mo”. Entre el Eme y el ejército estalló una guerra abierta. Dos dirigentes
detenidos en la cárcel La Picota de Bogotá recibieron una carta con el mem-
brete del Ministerio de Defensa que decía:

Ustedes desde la cárcel planean el desarrollo de distintos hechos


violentos, atentando contra la vida y los bienes de las personas.
En días pasados, después de cometer un robo, intentaron asesi-
nar a un coronel del ejército. Si el atentado hubiera tenido éxito,
los principales cabecillas del M-19 recluidos en La Picota hubie-
ran tenido que afrontar idénticas consecuencias. Mediten sobre
esta advertencia antes de disponer en lo sucesivo acciones simila-
res contra el personal militar.

Los jefes del Eme eran conscientes de haber dado un paso más largo
que la pierna. “Hasta ahí éramos la pureza en chanclas. Entonces viene el
enfrentamiento inevitable con el ejército” dijo en una entrevista Jaime
Bateman, número uno de la organización. A la propaganda del gobierno
que lo daba por aplastado, el movimiento respondió con la consigna “El

1. El Tiempo, 21 de noviembre de 2001.

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LOS BENEFICIOS DE LA MÁSCARA

M-19 ni se calla, ni se aísla, ni se rinde”, que apareció de pronto en las


paredes de las ciudades, en las universidades y en las fábricas, pero sobre
todo en los bares y discotecas. Los rebeldes parecían multiplicarse. Cuan-
do no atacaban cuarteles o puestos policiales, realizaban incursiones au-
daces, como la del museo de la Quinta de San Pedro Alejandrino de Santa
Marta, donde robaron el bastón de mando del Libertador.
En todo caso, era la suerte de los detenidos lo que más preocupa-
ba a los dirigentes del Eme. Mientras Turbay continuaba con sus ironías
(“el único prisionero político en Colombia soy yo”, dijo en una visita di-
plomática a Italia), más de 400 guerrilleros eran sometidos a un cruel ré-
gimen en las cárceles. El 27 de febrero de 1980, un comando asaltó y tomó,
tras un tiroteo de varias horas, la embajada dominicana en Bogotá, se-
cuestrando a una docena de embajadores, entre quienes se hallaba el de
Estados Unidos. Se trataba de otra acción que lindaba con la locura. “Es
posible que puedan morir todos ustedes y por ello la Dirección permite,
por primera vez, que hoy cada uno piense de nuevo si quiere participar”,
se había dicho a los 16 rebeldes antes de entrar en acción. El M-19 exigió
inicialmente la liberación de todos los compañeros encarcelados. Al cabo
de 61 días de negociaciones extenuantes, el comando se contentó con un
millón de dólares y poder tomar un avión para Cuba, tras haber alcanza-
do el aeropuerto de Bogotá entre dos hileras de gente que les festejaba.
Reforzado por los éxitos en las ciudades, el Eme decidió operar en
las regiones meridionales donde, mientras tanto, habían despertado las
FARC, que entre 1979 y 1983 habían aumentado sus frentes de 9 a 27. En
su séptima conferencia, realizada en mayo de 1982, el grupo de Tirofijo
decidió adoptar una estrategia más ofensiva, intensificando las embosca-
das y los asaltos en las ciudades. El nuevo clima favoreció asimismo la
resurrección del ELN. Aunque su estructura militar había quedado diez-
mada, el recuerdo de Camilo Torres seguía vivo en la memoria de muchos
dirigentes populares y sindicales. En la primera reunión del grupo fue ele-
gido secretario otro religioso, el ex sacerdote español Manuel Pérez.
Mientras ejército y guerrilla combatían, la progresiva consolida-
ción de un nuevo sujeto, la mafia de la droga, contribuyó a complicar más
el ya violento escenario colombiano. La marihuana y la coca no habían
sido hasta los años sesenta más que plantas sagradas y curativas de los
indígenas y campesinos de muchas regiones del país. Posteriormente se
produjo la invasión de la costa atlántica por parte de jóvenes estudiantes
de los Cuerpos de Paz, destinados a divulgar los valores de la sociedad
norteamericana pero que, según el embajador colombiano en Estados
Unidos, Víctor Mosquera “enseñaron a los aborígenes los procedimientos

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

químicos de la droga”. Entonces se multiplicaron por las riberas del Urabá


las plantaciones de marihuana, que era embarcada entre los racimos de
banano, con la complicidad de aduaneros y policías. Más tarde fueron tras-
ladadas las plantaciones al paraíso natural de la Sierra Nevada de Santa
Marta que, con sus 5.770 metros, era la más alta cadena montañosa tro-
pical del mundo asomada al mar. Las múltiples ensenadas constituían
perfectos embarcaderos naturales, mientras el cercano desierto de La Gua-
jira era ideal para equipar pistas clandestinas de pequeños aviones. Du-
rante años, la marihuana producida en la Sierra, la “Santa Marta Gold”,
pobló el mundo hippie con el eslogan “fume colombiano, fume mejor”. A
lo largo de la costa atlántica aparecieron contrabandistas locales y jóvenes
norteamericanos que viajaban con maletas Samsonite, repletas de dóla-
res, que hicieron historia hasta el punto de que todavía hoy, en algunas
regiones de Colombia se dice “pago Samsonite” para indicar dinero con-
tante. Bastaba un puñado de dólares para comprar el silencio de las auto-
ridades. En los primeros años ochenta, los aeropuertos internacionales de
las principales ciudades, desde Barranquilla hasta Santa Marta, padecie-
ron extraños apagones justamente cuando partían grandes cargas dirigi-
das a Estados Unidos. El tráfico de la marihuana y del contrabando era
controlado por unas pocas familias de la costa.
La fiesta concluyó cuando un sobrino de Julio César Turbay fue
acusado de comerciar con droga. No era la primera mancha del nuevo
presidente colombiano. Algunos periódicos habían revelado para esas fe-
chas sus lazos con los mafiosos de esmeraldas. El gobierno de Estados
Unidos aprovechó la situación para imponer a Turbay la firma de un tra-
tado de extradición que permitía encerrar en cárceles norteamericanas a
los narcos colombianos, y el compromiso de arrancar las plantaciones de
marihuana de la Sierra Nevada. Más de 10.000 soldados invadieron la
región, matando o deteniendo a centenares de indígenas y campesinos,
mientras la aviación quemaba, a la par que las plantaciones, miles de hec-
táreas de reserva natural. A partir de mediados de los años sesenta, los
campos de marihuana se desplazaron sobre todo a Estados Unidos y Ja-
maica. A lo largo de la costa colombiana quedaron solamente campos y
ríos envenenados, junto con la criminalidad, la corrupción y el desempleo
generados por el negocio de la droga.
Muchos colombianos caían ahora en la cuenta del beneficio que
producían aquellas actividades, por ilegales que fueran. En 1981, la revis-
ta Newsweek escribía: “En América Latina se está construyendo un mundo
sobre las bases de la costumbre a la marihuana, debido a la negligencia y
tolerancia de los gobiernos locales”. Los primeros en percibirlo fueron al-

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LOS BENEFICIOS DE LA MÁSCARA

gunos habitantes de Medellín, llamados “paisas”, educados en el principio


de “por la plata lo que sea”. El hecho de que la cocaína acabara en las na-
rices de los jóvenes norteamericanos no enternecía, desde luego, a los cientos
de miles de pobres campesinos, muchos de ellos fugitivos de la violencia.
Así es como empezaron a sobrevivir de la droga, trabajando en los campos
y en los laboratorios. Se notaba simpatía y hasta admiración por los
mafiosos que empezaban a surgir.

Las fortunas, grandes o pequeñas, siempre tienen un comienzo. La


mayoría de los grandes millonarios de Colombia y del mundo han
comenzado de la nada. Pero es precisamente esto lo que los convier-
te en leyendas, en mitos, en un ejemplo para la gente. El hacer dine-
ro en una sociedad capitalista no es un crimen sino una virtud,

dijo Pablo Escobar en una de sus primeras entrevistas (Child y Arango,


1985).
Hijo de un mayordomo y de una maestra rural, Escobar se metió
a robar y desguazar automóviles apenas acabado el bachillerato. En 1975
la policía colombiana de frontera lo vigilaba ya por narcotraficante. Un
año más tarde pasó tres meses en prisión por haber introducido 33 kilos
de cocaína en Ecuador. Para salir limpio de pruebas, provocó una impre-
sionante estela de sangre y terror, haciendo desaparecer documentos y
testigos, eliminando agentes y amenazando a jueces. Don Pablo comenzó
a invertir sus ganancias en finca raíz, en terrenos situados en las zonas
más fértiles del país y en algunos pequeños aviones, conocidos como de
turismo en el resto del mundo pero que en Colombia se les llama “de coca”.
Durante un viaje a Estados Unidos se dio cuenta que el paso de la cultura
hippie a la yuppie significaría el boom de la cocaína. Era necesario unir las
fuerzas para formar un cartel que estuviera en condiciones de responder a
una demanda cada vez mayor de droga. Y había que asegurar la materia
prima tratando con los narcos de otros países andinos, construir
megalaboratorios para refinar, y organizar una red de distribución capaz
de llegar a las grandes ciudades norteamericanas y europeas.
Los narcodólares empezaron a entrar en Colombia, con la media-
ción de los dirigentes sin prejuicios del Banco de la República. Toda la clase
política y económica se benefició de una masa monetaria que ya en 1983
representaba la mitad de las transferencias del exterior. Cuando invirtió
en la región agrícola del Magdalena Medio, Escobar conoció a Gonzalo
Rodríguez Gacha, destinado a convertirse en el otro capo del cartel de
Medellín. Don Gonzalo era un hombre ambicioso y violento que, después
de haber trabajado como recolector de café, camarero y guardaespaldas de

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76 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

un mafioso de la zona, se había marchado durante seis meses a la jungla


amazónica del Guaviare, cerca de la pequeña ciudad de Mapiripán, para
aprender los secretos del cultivo y la refinación de la coca. Rodríguez Ga-
cha se movía con la autoridad de un rey, reclutando a los mejores cocine-
ros peruanos en las refinerías y pagando a los camioneros más
experimentados en el transporte de pacas de cocaína. Se conducía como
un industrial perspicaz. Además de un buen sueldo, aseguraba a sus hom-
bres la asistencia sanitaria y el descanso semanal con diversión garantiza-
da, ya que los camiones regresaban a la zona llenos de cajas de alcohol y
de prostitutas. Lógicamente, puso asimismo en nómina a un grupo cada
vez más numeroso de pistoleros y trató de ganarse la protección del ejér-
cito y de la guerrilla. Para pasar sus cargamentos de coca bastaba con dis-
parar a los militares emplazados en San José del Guaviare “un obús de
millones de pesos” como se decía en la jerga. Con el III frente de las FARC,
por su parte, don Gonzalo tuvo que firmar un pacto de no beligerancia,
basado en el denominado “impuesto al gramaje”, y que consistía en pagar
a la guerrilla 80 pesos por cada gramo de cocaína refinada.
Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha estaban destinados a
unir sus vidas. Ambos eran aficionados al fútbol y se habían convertido
en dueños, como muchos sabían, de los dos equipos más fuertes del país,
el potentísimo Nacional de Medellín y el Millonarios de Bogotá, donde había
jugado años antes el mismo Alfredo di Stefano. Atraído por el escenario
político, Escobar había hecho carrera dentro del Partido Liberal liderado
por el senador Alberto Santofimio, apodado significativamente Santomafio,
logrando ser elegido representante en 1982. El jefe buscaba sobre todo ga-
rantizarse la inmunidad parlamentaria. Rodríguez Gacha, nacido en la
ciudad de Pacho, Cundinamarca, prefería, por su parte, financiar las cam-
pañas del Partido Conservador. Solía participar en los comicios al lado de
los grandes capos conservadores, como el ex presidente de la república
Misael Pastrana y el enemigo fanático de las “repúblicas independientes
guerrilleras”, Álvaro Gómez. La pertenencia a dos partidos diferentes no
significaba problema alguno. Tanto don Pablo como don Gonzalo sabían
que eran perfectamente intercambiables e igualmente corrompibles. Para
conquistar el apoyo popular y convertirse en el “Robin Hood paisa”, Esco-
bar financió la construcción de iglesias, casas para necesitados y campos
de fútbol para los muchachos de los barrios más pobres. En su periódico
Medellín cívico, Escobar afirmaba que compartía con los guerrilleros “el
deseo de una Colombia con mayor igualdad social”. Rodríguez Gacha, por
el contrario, había empezado ya su guerra personal con los rebeldes.

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LOS BENEFICIOS DE LA MÁSCARA

Cuando en noviembre de 1981 un comando del M-19 secuestró


en el campus de la Universidad de Antioquia a Martha Ochoa, la hermana
de tres capos del cartel de Medellín, tanto Escobar como Rodríguez Gacha
acudieron en ayuda de sus socios. Los guerrilleros exigieron un rescate de
15 millones de dólares. Hasta entonces los narcos, a quienes molestaban
las investigaciones sobre el origen de sus fortunas, habían accedido y pa-
gado siempre. En aquella ocasión, sin embargo, los Ochoa se rebelaron con-
vocando en su hacienda cercana a Medellín a los jefes de todos los clanes
del país, que decidieron financiar un ejército común de matones.
Carlos Lehder, un extravagante mafioso filonazi, famoso por ha-
ber transformado una isla de las Bahamas en escala de los aviones de la
droga dirigidos a Florida, fue el encargado del lanzamiento propagandís-
tico de la nueva organización de la muerte, llamada MAS, abreviación de
“Muerte a secuestradores”. Lehder, que en 1987 fue vendido por el cartel
de Medellín a la Drug Enforcement Agency (DEA) para acabar más tarde
como testigo de la acusación contra el dictador panameño Manuel Noriega,
hizo las cosas a lo grande. Utilizó un bimotor blanco para lanzar en el
estadio de Cali, durante el partido más importante de la liga colombiana,
entre el América, equipo local, y el Nacional de Medellín, miles de pasquines
que anunciaban el nacimiento del MAS.
“La publicidad de siempre”, pensaron los aficionados. Sin embar-
go, los pasquines con los bordes negros y una cruz a la derecha informa-
ban que 223 personas “de bien” –que en realidad eran mafiosos,
contrabandistas, comerciantes de esmeraldas y latifundistas–, habían de-
terminado promover una nueva guerra en el país. El mensaje era elocuen-
te. “Los secuestradores serán ejecutados en público; serán colgados en
lugares públicos o ejecutados por pelotones de fusilamiento”. Los promo-
tores del jefe solicitaban la colaboración de los ciudadanos. “Por favor no
rompa este comunicado. Péguelo en una parte visible; en su oficina, nego-
cio, fábrica o sitios de especial reunión, o páselo a un amigo. Colabore”.
Era el 3 de diciembre de 1981, una fecha que significó un giro en la histo-
ria de Colombia.
Muchos promotores de MAS pretendían solamente protegerse
contra los rebeldes. Pero la intención de otros era atacar a los guerrilleros
para granjearse la tolerancia del Estado frente a sus negocios. En los días
que siguieron a aquel fatídico 3 de diciembre, sobre todo en Medellín y
Cali, comenzaron a aparecer cadáveres llenos de plomo en las calles, y de
agua a lo largo de las orillas de los ríos, e incluso colgando de las farolas,
en pleno centro de la ciudad. Eran supuestos guerrilleros. Todos tenían al

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cuello un cartel que decía “Soy un secuestrador ”. El ritual que sucedía


después de cada asesinato –noticias rutinarias en la prensa, investigacio-
nes carentes de empeño por parte de la policía y condenas formales de al-
gunos exponentes políticos pronunciadas ante aquella mortandad– dejaba
traslucir cierta simpatía de las autoridades y poderes fácticos ante aque-
llos métodos de lucha sin prejuicios contra la delincuencia política.
Los guerrilleros utilizaron también un avión para denunciar el
nuevo pacto paramilitar. El 27 de enero de 1982, ocho hombres y una mujer
del comando Luis Javier Cifuentes, nombre de un dirigente sindical asesi-
nado unos días antes, asaltaron un avión de línea con 128 pasajeros a bordo.
Tras una negociación llevada a cabo sobre la pista del aeropuerto de Cali,
el grupo de asaltantes liberó a todos los pasajeros para tomar luego un
pequeño avión que los llevó hasta Cuba. Concluido el secuestro, el M-19
acusó al ejército de dirigir a los matones del MAS con un método “utiliza-
do por los militares en muchos otros países de América Latina que les per-
mite actuar con libertad, sin que la imagen de las Fuerzas Armadas se
deteriore”.
A pesar de los reveses sufridos tras el hurto del arsenal del Can-
tón Norte, el Eme conservaba todavía un papel protagonista, que le gran-
jeaba las simpatías de un pueblo extenuado por la miseria y la represión.
La guerra entre los masetos y el Eme se prolongó en emboscadas, homici-
dios y delaciones mutuas. Cuando los matones de los mafiosos no podían
actuar solos, indicaban a los militares los escondrijos de los guerrilleros o
de sus parientes y amigos. Los guerrilleros, por su parte, se vengaban
haciendo descubrir cargas de droga. Para frenar la carnicería contra sus
militantes, el M-19 liberó a Martha Ochoa el 16 de febrero de 1982. Desde
entonces los guerrilleros comprendieron que tenían de frente un nuevo po-
der, aguerrido y sanguinario. Y trataron, en lo posible, de no provocarlo más.
La experiencia del MAS inspiró a su vez a las jefaturas del ejérci-
to, que se veían cada vez más incapaces de contener la rebelión. Las Fuer-
zas Armadas habían continuado editando manuales sobre la “guerra de
baja intensidad”. En el remitido por el Comando General del Ejército en
1979 a los comandantes de compañía, se recomendaba “llevar a cabo ope-
raciones de tipo irregular para localizar, capturar o destruir movimientos
subversivos armados”, utilizando grupos de autodefensa. Hacía años que
los militares practicaban por su cuenta el terror. En noviembre de 1975 la
revista mensual Alternativa, de carácter progresista, había publicado una
entrevista significativa en la que el director del DAS afirmaba que “en
Colombia no hay comandos militares de derecha. Los elementos capaces
de ejecutar estos actos no se encuentran sino dentro de los propios servi-

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LOS BENEFICIOS DE LA MÁSCARA

cios secretos del Estado. Los integrantes del Binci, por ejemplo, son duchos
en esta clase de actividades. Todo esto con la evidente asesoría de la CIA en
sus tareas de represión clandestina de los movimientos de izquierda”. El
Binci era la sigla del Batallón de Inteligencia y Contra Inteligencia del ejér-
cito colombiano, mejor conocido como XX brigada. Al año siguiente fue la
misma revista del ejército la que publicó una apología de las operaciones
clandestinas en un artículo titulado “El terrorismo como arma psicológi-
ca”, en el que se afirmaba que “hay que combatir al terrorista con sus
mismas tácticas”. Aunque no se aconsejaba explícitamente en los manua-
les la eliminación física de los opositores mediante el homicidio extrajudicial
y la desaparición forzada, ésta era practicada ampliamente.
Una vez que Turbay tomó posesión del Palacio Nariño, aparecie-
ron casi diariamente cadáveres mutilados en los basureros de Bogotá. Al
mismo tiempo recibían amenazas de muerte los abogados de los detenidos
políticos y los críticos del Estatuto de Seguridad. Aparecían en las paredes
escritos a favor de la guerra sucia, firmados por el grupo Alianza
Anticomunista Americana, que recordaba a la organización terrorista
Argentina del mismo nombre. El PCC acusó a los paramilitares del atenta-
do que destruyó su sede en 1978. Sin embargo, se equivocaba. La llamada
Triple A no era sino la máscara del Binci, dirigido ahora por el teniente
coronel Harold Bedoya (Tras los pasos, 1995). Cuando los investigadores
descubrieron que eran militares de rango medio y alto, incluyendo mayo-
res y tenientes coroneles, quienes habían ordenado diversos homicidios, se
pusieron en marcha los mecanismos de impunidad de la justicia militar y
la solidaridad del cuerpo, que llenó de promociones y medallas a los im-
putados.
Los militares no eran nuevos en la guerra sucia, pero el nivel del
enfrentamiento en que se hallaba el país exigía un salto cualitativo. Varios
departamentos decidieron colaborar con los matones mafiosos o utiliza-
ron la sigla MAS para consumo propio. O inventaron otras. Todo el país se
llenó de pronto de cadáveres de hombres de izquierda y de nuevas siglas
situadas a la extrema derecha, desde Caquetá al Magdalena Medio. A la
Triple A y al MAS se añadieron el Movimiento Democrático contra la Sub-
versión, el Movimiento Patriótico de Autodefensa Nacional, la Mano Ne-
gra, el Escuadrón del Machete y varios Muerte a los Comunistas, Muerte
a los revolucionarios del Noreste, y Muerte a los Revolucionarios y a los
Comunistas. Dado que no se castigaba ningún delito, la carnicería se di-
fundió por todo Colombia como un deporte popular. Jóvenes fanáticos de
las familias “de bien” se unieron a los policías y militares para ejercitarse
en el tiro al blanco nocturno contra vagabundos, prostitutas y travestidos,

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

reivindicando la “limpieza social” con siglas como Amor por Medellín, Cali
Limpia o Bogotá Linda.
Mientras crecía el terror institucional, se hundía en la ruina la
política de Turbay. No solamente la de guerra sino también la de paz. Su
propuesta de amnistía fue acogida solamente por cinco guerrilleros, y tres
bombas de mortero que el Eme hizo caer al amanecer del 20 de julio de
1981 en el recinto del palacio presidencial, hiriendo a dos militares de la
guardia personal de Turbay. Tras el atentado se endureció todavía más la
represión. Fue entonces cuando Gabriel García Márquez abandonó el país
por razones políticas.
Todos los candidatos a las elecciones presidenciales de 1982 pro-
metieron la paz. El más convincente resultó el conservador Belisario
Betancur. Las FARC aceptaron una tregua sin condiciones. El M-19 expre-
só su disponibilidad al diálogo “en el que se pacte un acuerdo patriótico
por la apertura democrática y la justicia social”. Betancur adoptó medidas
que parecían casi temerarias. Creó una Comisión de Paz que incluía, in-
cluso, a representantes del Partido Comunista y concedió una amnistía que
sacó de la cárcel a cientos de guerrilleros, entre ellos, al líder del M-19. El
general Fernando Landazábal, nombrado hacía poco ministro de Defensa,
protestó públicamente: “Cuando se ha estado a punto de obtener la victo-
ria militar definitiva sobre los alzados en armas, la acción de la autoridad
política interviene transformando sus derrotas en victorias de gran resonan-
cia”.2 Lo mismo opinaban exponentes de las grandes familias del país, que en
más de una ocasión afirmaron que no entendían por qué se rebajaba a
pactos con una guerrilla que se hallaba muy lejos de la toma del poder.
En octubre de 1982, Betancur invitó formalmente a la Procura-
duría General, un organismo gubernamental de control de los funciona-
rios estatales, a llevar a cabo una investigación sobre el fenómeno
paramilitar en Colombia, y sobre el MAS en particular. Un grupo de jue-
ces trabajó durante tres meses en las regiones de mayor violencia. En el
mes de febrero siguiente, el procurador general Carlos Jiménez Gómez hizo
público un documento que acusaba a 163 personas de pertenencia al MAS,
entre quienes se contaban 59 oficiales y militares en activo. Jiménez los
definió como “oficiales que se desbordan frente a las tentaciones de multi-
plicar su capacidad de acción y de aprovechar agentes privados, a quienes
empiezan a tomar como guías e informantes, colaboradores y auxiliares
en general y terminan utilizando como brazo oculto para que en plan de

2. El Tiempo, 31 de octubre de 1982.

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LOS BENEFICIOS DE LA MÁSCARA

sicarios hagan oficiosamente lo que oficialmente no pueden hacer”.3 Aun-


que utilizando un lenguaje contorsionado, el sentido era clarísimo.
La respuesta del Estado fue furibunda pero compacta. El general
Landazábal amenazó con un golpe de Estado. Según él, los militares “ante
las perspectivas de desdoro de su dignidad, podrían disponer de su ánimo
para una contienda de proporciones incalculables e imprevisibles”.4 La
cúpula de las Fuerzas Armadas invitó a todos los militares, desde los gene-
rales hasta el último de los soldados, a devolver un día de paga para los
gastos de defensa de los acusados. Una medida inútil, dado que el caso de
los 59 investigados quedó en manos de la justicia militar y se le echó in-
mediatamente tierra encima. En los años siguientes, muchos oficiales que
figuraban en aquella lista hicieron una carrera vertiginosa. El teniente
coronel Álvaro Velandia pasó a dirigir el Binci, mientras que el coronel
Ramón Emilio Gil fue enviado a Estados Unidos como adjunto militar de
la embajada colombiana de Washington, para ser promovido posterior-
mente nada menos que a comandante de las Fuerzas Armadas.
Los políticos no fueron menos severos con la Procuraduría Gene-
ral. Los dirigentes de los partidos liberal y conservador emitieron un co-
municado unitario solidarizándose con las Fuerzas Armadas. Igualmente
hicieron las asociaciones de empresarios, industriales y agricultores. En
un mensaje a la nación, Betancur aseguró que “las Fuerzas Armadas no
utilizan fuerzas paramilitares, ni las necesitan. Su disciplina castrense está
lejos de apelar a medios que no se ajusten a la Constitución, de la que son
los mejores guardianes”. Ninguna voz se levantó para defender al procu-
rador general y sus hombres, que se resignaron a actuar desde aquel mo-
mento como funcionarios timoratos de la llamada “procuraduría de
opinión”. En febrero de 1983, el Estado colombiano demostró su legitima-
ción del paramilitarismo adhiriéndose de hecho a la llamada de las 223
personas “de bien” lanzada sobre el estadio de Cali.

3. El Espectador, 20 febrero de 1983


4. El Tiempo, 20 de abril de 1983.

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Sangre y coca

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U n gigante gordinflón, negro, de mirada triste y bondadosa: tal era el
aspecto del hombre que en 1990 confesó haber matado a más de 200
personas. Alonso de Jesús Baquero decidió hablar después de ser condena-
do a 30 años de cárcel por la matanza de doce personas, entre jueces y
agentes judiciales, que indagaban delitos cometidos por los paramilitares.
El hombre se había sentido abandonado por sus protectores, sobre todo
por los generales Carlos Gil, Faruk Yanine Díaz y Salcedo Lora. Éstos le
habían hecho saber antes de la sentencia que saldría pronto en libertad si
no citaba sus nombres.
Los jueces emplearon seis meses para resumir en 61 páginas la
narración de Baquero, más conocido como el Negro Vladimir, alumno de
los cursos dirigidos por Yair Klein en el Magdalena Medio. “Los militares
nos organizaron para que nosotros hiciéramos lo que ellos no podían ha-
cer, que era matar gente y cometer masacres” dijo Alonso.1 A propósito de
la muerte de 19 comerciantes, sospechosos de vender productos a la gue-
rrilla, Alonso refirió: “Hermano, hicimos una carnicería la hijueputa. Los
llevamos de la escuela 01, que era una escuela de entrenamiento de patru-
lleros de la organización paramilitar donde yo estuve tres meses de ins-
tructor, hasta El Palo de Mango y ahí los matamos, los picamos y los
echamos al río. Allá hablar de picar la gente es despedazar la persona por

1. Revista Cambio 16, 7 de octubre de 1996.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

las coyunturas, le quitan las manos, la cabeza, los pies, les sacan los intes-
tinos y echan el cuerpo aparte. Esto con el objeto de que no aparezca flo-
tando”. La confesión del capo paramilitar hizo posible esclarecer varias
matanzas de los años ochenta, entre ellas las de las aldeas Honduras y La
Negra en la zona bananera de Urabá. Y, naturalmente, la famosa de La
Rochela del 18 de enero de 1989.

El mayor Echandía llamó a Henry Pérez diciéndole que él llama-


ba porque Tiberio Villarreal, que en ese tiempo era senador, le
había dicho que esa comisión judicial había que hacerla desapa-
recer… Henry tomó la palabra y expuso los pros y los contras
que se presentarían al matar a esa comisión. La comisión entró a
investigar la desaparición de los 19 comerciantes y ahí derecho
estaban investigando algunos nexos que había entre Rodríguez
Gacha y algunos militares de la zona… Al día siguiente los mu-
chachos me llaman y me dicen que ya tienen la comisión y yo les
digo que los traslade para el caserío de La Rochela que yo necesi-
taba hablar con ellos. Hablé con el juez y la jueza y me presenté
como el comandante Vladimir, haciéndome pasar por grupo de
guerrilla y les dije que yo les iba a ayudar a esclarecer un sinnú-
mero de hechos que sucedían ahí… Los íbamos amarrando y los
metíamos a los carros de ellos mismos. Cuando los amarrába-
mos ellos nos preguntaron que por qué los amarrábamos y no-
sotros les contestamos que los íbamos a trasladar de ese lugar y
de pronto nos encontrábamos con el ejército y así ellos podían
decir que los llevábamos secuestrados. Yo mandé a los funciona-
rios con Robinsón y a él le dije que matara uno por uno a los
funcionarios; no les niegue proveedor y que después de eso le
metiera la granada a los carros… Yo le entregué a Robinsón un
tarro de aerosol para que pintara los carros con letreros alusivos
a las FARC. Estando en Puerto Berrío me llamó el general Gil Co-
lorado y me dijo que por qué habíamos hecho la matanza de los
jueces. Yo le comenté las razones y dijo: “no pues si el doctor Ti-
berio estaba pidiendo eso, yo voy a tratar de apaciguar los áni-
mos ahora”. El general Faruk Yanine Díaz le comentó a Henry
Pérez que de todas las vueltas que habíamos hecho la única vuel-
ta buena era la de los jueces… Después de la muerte de los fun-
cionarios, Rodríguez Gacha le dio en agradecimiento 1500 millones
de pesos a Henry Pérez y Pablo Escobar también dio 1500 millones.
El Negro Vladimir no fue el único paramilitar arrepentido de aque-
lla época. El primero y más famoso fue Diego Viáfara quien, en febrero de
1989, refirió durante cinco días seguidos su experiencia en el ejército

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SANGRE Y COCA

paramilitar al director de El Espectador, Guillermo Cano, y al director del


DAS, general Maza Márquez. Viáfara había sido apresado en 1984, cuan-
do militaba en el M-19, por los militares del batallón Bárbula, y entregado
a los paras, sometido a cuatro fusilamientos simulados, y finalmente acep-
tado como médico en Acdegam. “Si no sirve lo matamos”, le dijo Henry
Pérez. Viáfara aclaró muchos misterios de la guerra sucia. Fue el primero
que habló de los cursos de instrucción dirigidos por el israelí Yair Klein.
También declararon varios militares en servicio o pasados a las filas de los
paras, como el mayor Óscar Echandía, que reveló los lazos entre el ejército
y los narcos en la región del Magdalena Medio, y el teniente Luis Antonio
Meneses, que explicó al detalle cómo el ejército había formado grupos
paramilitares en diversas regiones de Colombia (Human, 1996).
A los jueces no les faltaban ciertamente pruebas y testimonios
sobre la guerra sucia, pero pocos se atrevieron a buscarlas. Carecían ade-
más de valor para instruir verdaderos procesos en vez de las farsas orga-
nizadas por los tribunales militares, cuya ausencia de pudor llegó a niveles
extremos. Un oficial que había ordenado en 1987 el asesinato de una
muchacha de 17 años en el departamento de Norte de Santander, hizo de
juez instructor en un proceso que lo involucraba como acusado. Obvia-
mente, no halló prueba alguna.2 Todos los altos oficiales implicados en las
investigaciones fueron premiados posteriormente con ascensos, puntual-
mente avalados por el poder legislativo. El general Yanine Díaz, inculpado
por Baquero y otros arrepentidos, fue absuelto en 1997 por un tribunal
militar, a quien el Consejo Superior de Justicia había asignado asimismo
el caso de 19 comerciantes masacrados. Los jueces definieron la matanza
como “un acto de servicio”. El entonces comandante de las Fuerzas Arma-
das, Harold Bedoya, dijo refiriéndose a Díaz: “Ójala hubiera en Colombia
más generales como él”.3 Al gozar del apoyo del Estado, los oficiales se
sintieron con derecho a continuar realizando “actos de servicio” del mis-
mo tipo.
Los magistrados, en general, continuaron usando guantes de seda
con los responsables del exterminio de la oposición colombiana. Los pocos
que decidieron proceder con rigor y honestidad fueron boicoteados, blo-
queados mediante amenazas y, si era necesario, por las balas de los sicarios,
acusados luego de trabajar exclusivamente al servicio de los narcos.

2. Segundo informe sobre derechos humanos en Colombia, de la Comisión Intera-


mericana de la OEA - Washington.
3. Cambio 16, 2 de diciembre de 1996.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Los buenos propósitos del presidente Betancur caducaron poco


después de su toma de posesión. Los potentados económicos no estaban
dispuestos a secundar ninguna reforma social, y los militares, enojados
por las propuestas de paz del presidente, amenazaron en más de una oca-
sión con rebelarse.
Esfumadas las esperanzas de diálogo, la guerrilla retomó con fu-
ror la lucha. “Los que han estado a la defensiva son los guerrilleros, espe-
rando a que el ejército mate a la gente impunemente. Esta actitud la vamos
a suspender. Antes de que el ejército nos busque, nosotros tendremos que
buscar al ejército”, dijo el líder guerrillero Jaime Bateman en abril de 1993,
pocos días antes de morir en un accidente aéreo, como acaeció en aquellos
años a varios exponentes progresistas latinoamericanos, tanto que llegó a
escribir García Márquez: “No es fácil creer que tantos desastres sucesivos
sean casuales, porque no es tan selectivo el índice de la muerte que hasta
las mismas fatalidades tienen sus leyes inexorables” (Torrijos, 1981).
El 28 de marzo de 1984, en la localidad de La Uribe, baluarte de
su comandancia, las FARC firmaron sorprendentemente una tregua con el
gobierno, prometiendo poner fin a los secuestros y proyectando consti-
tuirse en un partido político legal en el plazo de un año. Tirofijo expresó el
deseo de ser concejal de Marquetalia, de donde había sido expulsado veinte
años antes por la Operación Laso. El M-19, por el contrario, multiplicó
sus acciones militares en diferentes regiones del sur, ocupando durante
algunos días centros urbanos como Florencia y Corinto. “El que no pelea
en Colombia no consigue nada”, afirmó su dirigente Álvaro Fayad.
En la tarde del 30 de abril de 1984, el ministro de Justicia, Rodrigo
Lara Bonilla, fue muerto en una calle de la zona norte de Bogotá por un
joven sicario, casi un niño, en moto, que rompió a llorar delante de las
cámaras tras ser detenido. Lara Bonilla fue la primera víctima importante
de los narcos. Desde aquel día la cuestión de la droga entró en la guerra
civil colombiana. Mes y medio antes de su muerte, un grupo de policías
había descubierto en los montes cercanos al río Yarí, en la intendencia de
Caquetá, un enorme complejo de refinación de cocaína, llamado
Tranquilandia. Cuando los agentes comprobaron la dimensión del labora-
torio, inventaron la presencia de guerrilleros en la zona para justificar su
solicitud de refuerzos al ejército, que hasta entonces no se había metido en
los asuntos del narcotráfico. Unos días más tarde se puso en marcha una
serie impresionante de denuncias sobre la alianza entre la mafia y los re-
beldes de izquierda. El embajador norteamericano, Lewis Tambs, anunció
en el transcurso de una conferencia de prensa en Bogotá el nacimiento de
un nuevo peligro para Occidente: la narcoguerrilla.

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SANGRE Y COCA

La revista Semana fue el único medio que mandó un enviado a la


zona, y publicó un artículo con el título: “Narcoguerrilla. ¿Otro embu-
chado? Después del Yarí, muchas acusaciones y ninguna prueba sobre la
narcoguerrilla”. 4 Sin embargo, no era momento para dudas. La
instrumentalización del problema de la droga, que iba a caracterizar des-
de entonces la política norteamericana, no se puso ya en discusión. Inclu-
so fue exportada a otros países. Pasados unos meses desde el descubrimiento
de Tranquilandia, fue acusado de narcotráfico el gobierno sandinista de
Nicaragua. En las agencias internacionales circuló una fotografía desen-
focada que mostraba a dos hombres con sacos en las manos. Se los iden-
tificó respectivamente como Pablo Escobar y el secretario personal del
ministro de Interior sandinista, Tomás Borge, en el momento de introdu-
cir la droga en un avión en el aeropuerto César Sandino de Managua. Mucha
fantasía se necesitaba para afirmar algo así, y además creerlo, pero no hubo
periódico que mostrara dudas al respecto.
Tras el homicidio de Lara Bonilla, el gobierno Betancur declaró el
estado de emergencia y adoptó las medidas de excepción exigidas hacía tiem-
po por las Fuerzas Armadas. El presidente aseguró que iban a utilizarlas
para combatir a los denominados “escuadrones de la muerte”, es decir, las
bandas de matones ligadas estrechamente al narcotráfico. En realidad,
fueron usadas exclusivamente para atacar a la oposición armada y a la
protesta popular en alza.
Durante la presidencia de Betancur, el romplecabezas colombia-
no se había hecho más complicado que nunca. Una guerra se sobreponía
y confundía con la otra. El ejército luchaba únicamente contra la guerrilla
y su presumible zona de apoyo. La policía realizaba alguna tímida opera-
ción contra la mafia de la droga, de la que seguía embolsándose dinero en
la mayor parte de los casos. En noviembre de 1983 fue utilizada por un
narcotraficante una compañía entera de soldados para transportar en un
avión militar las sofisticadas piezas de un laboratorio de refinación de cocaí-
na desde la selva amazónica colombiana a la brasileña, mucho más segura
ésta que aquélla. Aunque se demostró que el ministro de Defensa, general
Miguel Vega, había dado autorización solamente se les suspendió el servicio
por un año a los tres oficiales que habían dirigido el insólito transporte.5
La mafia no se limitó a corromper, sino que estrechó una alianza
de funcionamiento con los militares y organismos de seguridad del ejérci-

4. Semana, 20 de marzo de 1984.


5. El Espectador, 1º de agosto de 1985.

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88 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

to y de la policía. Además de sus pugnas internas para repartirse el botín


del narcotráfico, los carteles actuaban contra los escasos representantes
del Estado que les molestaban, y contra juristas y periodistas que se mos-
traban partidarios de extraditar narcos a Estados Unidos. Los jueces de la
Corte Suprema de Justicia, llamados a decidir sobre la constitucionalidad
del tratado de extradición, recibieron una carta amenazadora de los lla-
mados “extraditables”, que decía:

Le escribimos para solicitarle su apoyo a nuestra causa. No acep-


tamos renuncias, ni años sabáticos, ni enfermedades ficticias…
Cualquier posición en contra nuestra será considerada como una
aceptación de nuestra declaración de guerra. Desde la cárcel or-
denaremos su ejecución y a sangre y plomo eliminaremos a los
más queridos miembros de su familia (Duzán, 1992).

En las zonas de cultivo de droga, los jefes del narcotráfico halla-


ron la forma de convivir con la guerrilla. Por el contrario, les hacían la
guerra más despiadada en los sitios donde habían invertido en factorías y
empresas sus fabulosas ganancias. Después de las FARC, también el Eme y
el EPL aceptaron en agosto de 1984 un alto el fuego, bajo el lema: “Silen-
cio a los fusiles, paso al diálogo nacional”. El entusiasmo no alcanzó a los
militares, irritados especialmente por los reportajes televisivos sobre los
festejos que siguieron a la proclamación de la tregua, en los que se mos-
traban guerrilleros armados mezclados con la gente de los pueblos situa-
dos por las cordilleras. El ejército violaba a menudo de forma abierta las
órdenes de Betancur y atacaba en las montañas las instalaciones rebeldes
y los llamados “campamentos de paz” establecidos en los barrios más po-
bres de las ciudades. El 30 de septiembre de 1985, varios guerrilleros fue-
ron tomados presos y asesinados luego a quemarropa por un grupo de
policías ante la gente, sorprendidos cuando repartían cajas de leche a los
habitantes del barrio Las Malvinas de Cali, que era el botín de un asalto al
camión de un supermercado.
Cuando el M-19 llenó las plazas principales de las ciudades con
manifestaciones populares masivas, aprovechando una especie de legali-
zación, comenzaron a asustarse incluso las asociaciones de empresarios
del país, que expresaron su desacuerdo con el proceso de paz. Los ganade-
ros de diferentes regiones anunciaron públicamente su intención de de-
fenderse por su cuenta de la guerrilla. Los dos partidos tradicionales se
alejaron todavía más del presidente Betancur, sobre todo tras un sondeo
realizado en las cinco principales ciudades del país que otorgaba al M-19
el 36% de la intención de voto. Fue bloqueado todo proyecto de reforma.

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SANGRE Y COCA

La agraria, por ejemplo, fue enterrada en 1985 con el nombramiento en el


Ministerio de Agricultura del presidente de la Federación Colombiana de
Ganaderos (Fedegan), la organización empresarial más reaccionaria del país.
El M-19 jugó entonces una carta desesperada. A las once y media
del 6 de noviembre de 1985, 34 guerrilleros guiados por los comandantes
Luis Otero y Andrés Almarales asaltaron el Palacio de Justicia, en el marco
de la céntrica plaza de Bolívar de Bogotá. En su interior se hallaban más de
mil personas, entre ellas quince de los magistrados más importantes de la
Corte Suprema de Justicia. Los guerrilleros pretendían hacer un proceso
público al gobierno Betancur. Inmediatamente, el Palacio fue rodeado por
dos mil soldados de la XIII Brigada. Un tanque blindado abatió el portón
principal y comenzó a disparar granadas en el edificio. El presidente de la
Corte Suprema, Alfonso Reyes, hizo una llamada conmovedora a Betancur,
que fue transmitida por la radio. Pero el presidente había declinado ya toda
decisión, dejándola en manos de la cúpula militar. A la mañana del día
siguiente, los guerrilleros se limitaron a pedir la publicación en los perió-
dicos nacionales del texto de los acuerdos de paz firmados un año antes e
incumplidos por el Gobierno. Los generales, que habían establecido su
cuartel general en el cercano Museo del 20 de Julio (Casa del Florero), exi-
gían la rendición incondicional. Incluso se negaron a esperar la llegada de
un comando de cabezas de cuero israelíes. Continuaron atacando con gra-
nadas y cohetes, hasta provocar el incendio del edificio. Cuando los gue-
rrilleros liberaron a un juez con el propósito de proponer una negociación,
los militares se limitaron a interrogarlo para recabar información sobre el
número, armamento y emplazamiento de los rebeldes. Antes del asalto
final, los guerrilleros, atrincherados en el cuarto piso del palacio con los
rehenes, decidieron liberar a los heridos y a las mujeres. Entres éstas, y
siguiendo las órdenes de Almarales, se camufló la guerrillera Irma Franco.
A primeras horas de la tarde, transcurridas 28 horas desde el co-
mienzo de la ocupación, el ejército lanzó el asalto final, venciendo la últi-
ma resistencia que todavía hallaron dentro del edificio en llamas. La
ocupación costó la vida a 43 rehenes, 12 de ellos jueces; 33 guerrilleros,
muchos de ellos muertos fríamente al acabar el enfrentamiento; y 11 sol-
dados y policías. En las horas siguientes se hizo desaparecer a 13 sobrevi-
vientes de la masacre, algunos de los cuales fueron vistos salir entre dos
filas de militares. Entre ellos Irma Franco, el administrador y varios ca-
mareros de la cafetería del tribunal (Salgado y Rojas, 1986). Cinco días
más tarde, el mayor Samudio Molina, futuro ministro de Defensa, declaró
durante una conferencia militar en Santiago de Chile: “El asalto al Palacio
de Justicia fue un ejemplo para el mundo de cómo se debe actuar ”. Los

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

familiares de los civiles desaparecidos intentaron más tarde que se hiciera


justicia, aunque en vano.
Algunos años más tarde, la Procuraduría General de la Nación
acusó formalmente al comandante de la XIII brigada, de “haber omitido
todas aquellas acciones tendientes a salvaguardar la vida e integridad de
los rehenes”, y al jefe del servicio secreto del ejército por la desaparición y
muerte de la guerrillera Irma Franco. Bastaron estas disposiciones para
desencadenar la misma furibunda reacción habida en 1983 con ocasión
del primer documento sobre el MAS. También en esta ocasión se movilizaron
las cúpulas militares y los partidos tradicionales. La amarga conclusión del
procurador Jiménez Gómez fue que

no rigen en Colombia una sino, dos constituciones: la que ven-


den en librerías y farmacias, edición en rústica para uso de la
generalidad de los colombianos, y otra vendida sutilmente a pa-
sos inaudibles y sigilosamente entronizada en el corazón de la
sociedad y del Estado, no se sabe cuándo, ni cómo, ni por quién,
de uso privativo de las Fuerzas Armadas (Procuraduría, 1986).

Transcurrida una semana desde el asalto al Palacio, 23.000 per-


sonas de la ciudad de Armero perecieron por la erupción del volcán neva-
do del Ruiz. Una catástrofe que hubiera podido evitarse si cualquier
autoridad se hubiera preocupado de avisar sobre la caída de la masa de
barro, que tardó muchas horas en llegar al valle desde la cima del volcán.
Hubo quien sospechó que aquella ineptitud no fuera casual sino dirigida a
desviar la opinión pública de la tragedia del Palacio de Justicia. También
circularon otras sospechas. El subsecretario de Estado para los problemas
latinoamericanos de la administración Reagan, Eliot Abrams, sostuvo que
el asalto demostraba la existencia de la narcoguerrilla en el continente. “Los
objetivos del M-19 eran los magistrados y los archivos que tuvieran que
ver con la extradición”.
La acusación ofendió a los narcos, que estaban contribuyendo al
exterminio de la oposición política y social para legitimarse. Y no era poco
el trabajo a realizar en esa dirección ya que, precisamente en aquel perio-
do, había comenzado a actuar públicamente la Unión Patriótica (UP), sur-
gida a raíz de los acuerdos de La Uribe entre el gobierno Betancur y las
FARC. A la UP se habían adherido no solamente los militantes comunistas
sino también muchos exponentes liberales y conservadores, que juzgaban
provechosa para la democracia colombiana una alternativa legal a los
partidos tradicionales. El movimiento consiguió pronto un éxito inespera-
do: en las elecciones de 1986 conquistó el 4,5% de los votos, obteniendo 14

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SANGRE Y COCA

escaños entre senadores y representantes, 343 concejales y miembros de


instituciones provinciales, y contribuyendo asimismo a la victoria de dife-
rentes formaciones cívicas. El PCC propuso una estrategia sin prejuicios
basada en la “combinación de formas de lucha”, refiriéndose a la lucha
armada mantenida por las FARC y la político-legal de la UP. Partiendo de
ello, los anticomunistas, tanto dentro como fuera del Estado, hallaron
mucho más cómodo eliminar a los militantes de la izquierda que a los
guerrilleros de las FARC.
La UP se convirtió de esa manera en el blanco de la guerra sucia,
a pesar del compromiso del gobierno de ofrecer al movimiento “con base
en la Constitución y la ley, las garantías indispensables para desarrollar
en manera idéntica a los otros grupos políticos su acción de proselitismo”.6
En los primeros cinco años de vida del nuevo movimiento fue asesinado,
en promedio, un dirigente o militante por día. El primer senador muerto
fue Pedro Nel Jiménez, asesinado por un par de matones dirigidos por un
teniente del ejército en Villavicencio. La víctima más conocida de aquel
exterminio fue el candidato presidencial Jaime Pardo Leal, magistrado y
profesor universitario, que pagó con su vida las denuncias de las activida-
des paramilitares del ejército. Fue muerto el 11 de octubre de 1987, cuan-
do viajaba con su mujer y dos hijos por la carretera que une la localidad de
La Mesa con Bogotá, por un grupo de matones de Rodríguez Gacha que
actuaron de acuerdo con los servicios secretos de la brigada que operaba
en la zona. Las víctimas de la guerra sucia no obtuvieron sino las habitua-
les condolencias en los palacios del poder, mientras El Tiempo describía como
“mentiras comunistas” las denuncias del genocidio que estaban perpetrando.
Cuando el tecnócrata liberal Virgilio Barco se instaló en el palacio
Nariño, después de haber vencido fácilmente en las elecciones de 1986, el
exterminio de la UP se encontraba en sus inicios. Barco tenía ante sí dos
modelos de gestión del orden público que habían fracasado: el abiertamente
represivo de Turbay, y el tímidamente pacificador de Betancur. Tenía que
vérselas, además, con un escenario más complicado que el de sus predece-
sores tanto auge del paramilitarismo y de la mafia de la droga, y la explo-
siva situación social. La mitad de la población vivía realmente en la miseria.
En Colombia se estaba verificando una concentración acelerada
de la propiedad de la tierra, debida sobre todo a las inversiones de los narcos.
Una gran parte de la población, al ser expulsada del campo –donde el 7%
de los propietarios era dueña del 83% de las tierras cultivables–, estaba

6. El Espectador, 13 octubre de 2002.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

hacinándose en las ciudades. En éstas, la propiedad se hallaba todavía más


concentrada, con el 1% de propietarios que poseía el 70% del suelo urbano.
El gobierno Barco se limitó a invertir en gasto social el 17% del producto
bruto, mientras se mostraba más puntual que nadie en el pago de los pla-
zos de la deuda externa. Los proyectos reformistas de Barco, desde el Plan
Nacional de Rehabilitación hasta el Plan contra la Pobreza Absoluta, se
demostraron pronto arcas vacías. Los políticos se hallaban menos preocu-
pados que nadie por el bienestar de la población. En 1987 un proyecto
inocuo de reforma agraria se perdió, encallado en un aula desierta: de los
114 senadores que se encontraban presentes sólo aparecieron 22 en el
momento de la votación. Más suerte tuvo la reforma administrativa que
hizo posible la votación popular de los alcaldes, hasta ahora nombrados
desde el gobierno central. Pero el entusiasmo popular ante la “democracia
descentralizada” se frustró pronto ante los recortes financieros realizados
desde el gobierno de Bogotá y, sobre todo, por la violenta reacción de los
jefes políticos locales, que no estaban dispuestos a perder fuerza ante su
clientela. Alcaldes y concejales comenzaron a morir como moscas. Duran-
te aquel año fueron asesinados 327. Antes de las elecciones de 1988 fue
muerto uno de cada tres candidatos de UP. El terror atacó también a los
electores. El 11 de noviembre de 1988, un grupo de matones guiado por
Alonso Baquero apareció en las calles de Segovia, una pequeña ciudad del
departamento de Antioquia que había votado masivamente por la UP, y se
puso a disparar a mansalva, dejando 43 muertos y casi un centenar de
heridos sobre el terreno. Una hora antes de la incursión habían sido lla-
mados a sus cuarteles tanto militares como policías. Las indagaciones
posteriores probaron que la masacre había sido anunciada en el país a tra-
vés de un pasquín firmado por el grupo Muerte a los Revolucionarios del
Noreste (MNR), e impreso gracias al comandante del batallón Bomboná,
que operaba en la zona. La prensa nacional lo atribuyó, por el contrario,
a los narcos (Tras los pasos, 1995). Colombia continuaba preocupando a la
comunidad internacional. Una delegación de la ONU visitó el país para
indagar sobre el número cada vez más elevado de desaparecidos. No se
necesitaban profundas investigaciones para enterarse de quién era el res-
ponsable: cada vez que se presentaba un proyecto encaminado a introdu-
cir en el Código Penal el delito de desaparición forzada, era rechazado porque
el Ministerio de Defensa lo estimaba “no conveniente”, y la cúpula de las
Fuerzas Armadas lo juzgaba “una limitación de la posibilidad de iniciativa
militar”. El informe de Amnistía Internacional de 1988 denunció que “exis-
ten pruebas convincentes de que las Fuerzas Armadas de Colombia han
adoptado una política del terror con el propósito de intimidar y eliminar a
sus oponentes sin recurrir a la ley”.
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SANGRE Y COCA

Si un militar era declarado culpable de homicidio, el castigo se


reducía normalmente a una multa. En octubre de 1988 el diario El Tiempo
titulaba “Sí se castiga” un artículo que daba la noticia de la suspensión
por un mes impuesta a algunos policías, culpables de haber torturado y
matado a un hombre. Unos días más tarde escribió Antonio Caballero en
El Espectador:

Lo más grave de todo es que la prensa –por oficialista que sea,


por militarista que sea– aplauda esa parodia de justicia como si
se tratara de una cosa seria. No puede ser que a un periodista en
pleno uso de sus facultades morales y mentales le parezca ade-
cuada y ejemplar la pena de un día de suspensión de sueldo por
cada patada en los testículos y otro día por un culatazo en las
encías, y otro más por cada colgamiento, y todavía otro por cada
ahogamiento en excrementos, y así hasta veintinueve, y en total
treinta si el torturado acaba de morirse a fuerza de patadas y
ahogamientos. No puede ser. Debe tratarse una vez más de un
error tipográfico. Da un poco de risa. Da un poco de miedo. Da
un poco de asco.7

Las huelgas en las fábricas, las marchas campesinas y las protes-


tas cívicas fueron prohibidas sistemáticamente e interceptadas con blin-
dados y ametralladoras. La incapacidad del Estado para hacer frente a la
crisis social y a la criminalización de toda protesta no podían conseguir
sino que aumentaran los grupos guerrilleros. La represión abierta y gene-
ralizada, acompañada cada vez más por la selectiva, empujaba a la clan-
destinidad a muchos líderes populares. Entre los años 1985 y 1987 la
guerrilla empezó a penetrar en la periferia de las grandes ciudades, donde
había llegado con las masas de campesinos dispersados.
En septiembre de 1987, los grupos guerrilleros fundaron la Coor-
dinadora Guerrillera Simón Bolívar. La formación con mayores dificulta-
des, sobre todo después de la carnicería del Palacio de Justicia, era el M-19,
obstinado todavía en realizar acciones espectaculares, como la interferen-
cia televisiva durante el discurso del Papa Wojtila, en su visita pastoral a
Colombia, y el bombardeo con morteros de la embajada norteamericana y
de Coca-Cola de Bogotá. Los otros movimientos armados se estaban re-
forzando sensiblemente. El ELN había multiplicado por cinco sus fuerzas
bajo la dirección de Manuel Pérez, que en 1985 lanzó su campaña “Des-
pierta, Colombia. Se roban el petróleo”, con atentados contra los oleoduc-

7. El Espectador, 20 de noviembre de 1988.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

tos y efectuando secuestros de dirigentes y técnicos de las multinacionales


presentes en el país. Las FARC, por su parte, habían roto la tregua en julio
de 1987, pasando a la ofensiva en sus cincuenta frentes. Crecía asimismo
EPL, aunque con la dificultad de moverse en las zonas de mayor
radicalización, Córdoba y Urabá, teniendo enfrente a los grupos
paramilitares que estaban empezando, protegidos por los batallones de
contraguerrilla del ejército.
El ministro César Gaviria, futuro presidente de la República, ad-
mitió en septiembre de 1987 la existencia a lo largo del país de más de 128
grupos de “justicia privada”, que definió como “respuesta errónea a la
presión de la guerrilla”. El análisis hecho desde la izquierda era muy di-
ferente. “No hay duda alguna de que existe una organización paramilitar
de carácter nacional. Aunque sean los mafiosos de la droga quienes finan-
cian la oleada criminal, no puede ocultarse el alto grado de complicidad de
sectores enteros de las Fuerzas Armadas, y no solamente de algún oficial
aislado”, fue el juicio que expresó José Antequera, el joven secretario de la
UP, unos días antes de ser asesinado por ráfagas de ametralladora en el
aeropuerto de Bogotá, convirtiéndose en la víctima número 721 de su or-
ganización.
La guerra sucia diezmaba asimismo a los demás movimientos
legales de la izquierda, como el grupo A Luchar, formado por simpatizan-
tes del ELN, y las directivas sindicales de diversos sectores, como braceros,
maestros, magistrados, empleados públicos y trabajadores petroleros.
Después de una impresionante serie de matanzas en las zonas rurales, el
presidente Barco afirmó solemnemente en el Congreso: “La mayoría de sus
víctimas no son guerrilleros. Son hombres, mujeres e incluso niños que
no han tomado las armas contra las instituciones. Son colombianos pací-
ficos”.8 Estaban de acuerdo con él los mismos políticos, convencidos de que
los diferentes grupos de justicieros privados estaban exagerando, y que se
hallaban ya al servicio de los narcos. Pero de ahí a combatirlos había un
gran trecho.
Dado que los militares no parecían tener intención alguna de atacar
a sus valiosos cómplices, Barco recurrió al DAS. Sus agentes descubrieron
en poco tiempo campos de instrucción de los paras y fosas comunes con
docenas de cadáveres, y apresaron e hicieron confesar a muchos
paramilitares. Sus testimonios demostraron que los episodios de la guerra
sucia no eran la práctica de algunas “ovejas negras” ni “ruedas locas”, sino

8. El Tiempo, 20 de abril de 1989.

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SANGRE Y COCA

que pertenecían a la actividad normal de los grupos operativos del ejérci-


to. Frente a esa realidad, sin embargo, prevaleció la “razón de Estado”. La
atención de los servicios secretos se centró en la pieza menos defendible
del complejo paramilitar, es decir, los narcos. Éstos replicaron a su mane-
ra. El 30 de mayo de 1989, el director del DAS, general Maza Márquez,
escapó milagrosamente de un coche bomba que explotó en la carrera Sép-
tima, en el centro de Bogotá, al paso del automóvil blindado que lo llevaba
al trabajo. Seis transeúntes murieron y cincuenta resultaron heridos.
La mafia se había convertido en un pilar de la economía colom-
biana, una vez introducida profundamente en el corazón del Estado, y
contaba en su nómina con generales, políticos, gobernantes y magistra-
dos. En 1989 el narcotráfico suponía el 5% del Producto Interno Bruto, y
mantenía directa o indirectamente a una quinta parte de los colombianos.
Solamente el sector más politizado y ambicioso de los narcos se enfrenta-
ba al Estado, es decir, el cartel de Medellín de Pablo Escobar y Rodríguez
Gacha. El cartel de Cali, de los hermanos Rodríguez Orejuela, era mucho
más prudente y discreto: prefería corromper antes que matar.
En abril de 1989, Barco promovió la constitución de un “bloque
de búsqueda” contra los “escuadrones de la muerte”, bandas de sicarios o
“grupos de autodefensa”. Solamente después de una polémica con las or-
ganizaciones proderechos humanos, accedió el presidente a denominarlos
paramilitares, añadiendo que no deseaba enredarse en cuestiones
semánticas. La Corte Suprema de Justicia, por su parte, revocó la Ley 48,
fundamento legal del paramilitarismo, que facultaba a las Fuerzas Arma-
das para distribuir armas a los civiles. Los paras reaccionaron indignados.
En una carta abierta publicada por varios periódicos, un presunto coman-
dante de varios grupos de la costa atlántica declaró que “el gobierno no
puede estar en contra de los grupos de autodefensa porque él fue su crea-
dor… El gobierno tiene que explicar por qué nos creo, por qué nos ha apo-
yado, por qué continúa apoyándonos”.9 Sus temores eran infundados, en
todo caso. La nueva guerra se dirigía solamente contra los jefes de Medellín,
que se habían vuelto demasiado poderosos e incómodos para la elite polí-
tica y, sobre todo, habían sido declarados de pronto por Estados Unidos
como enemigo principal.
Una vez reducido el peligro comunista tras la caída de los regí-
menes del Este europeo, Estados Unidos había descubierto un nuevo Belial
en los narcos. Según un sondeo realizado en 1988 por la CBS y el New York

9. La Prensa, 14 de octubre de 1989.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Times, el 63% de los norteamericanos consideraba más peligrosa la droga


que el comunismo. El alcalde de Nueva York, Edward Kock, llegó a propo-
ner que se bombardeara Medellín, mientras que para el “zar ” antidroga,
William Bennet, no sería inmoral decapitar a los narcos. El secretario de
Defensa, Richard Cheney, declaró que “el Pentágono considera la repre-
sión del narcotráfico una prioridad y un objetivo de seguridad nacional”.
El presidente George Bush, que se encontraba ultimando los últimos deta-
lles de la invasión de Panamá, exigió a Barco que combatiera en serio la
mafia de la droga. Sin embargo, cuando se pasó de las palabras a los he-
chos se enarboló una vez más el fantasma del comunismo como punto de
máximo temor, y las ayudas militares, que habían aumentado en 900%
respecto a las de hacía cuatro años, fueron utilizadas casi en su totalidad
para comprar aviones y helicópteros de combate.
El ejército se vio asimismo envuelto en la llamada “guerra a la
droga”. Durante algunos meses la guerrilla pareció sentarse en sus mon-
tañas asistiendo al espectáculo de ver enfrentarse a sus enemigos. Todos
los grupos se adhirieron al alto el fuego. Quien lo llevó al extremo fue el
M-19, reducido a un millar de combatientes, con una dirección inconsis-
tente. El Eme parecía dispuesto a “una paz a cualquier precio”. Finalmente
tuvo que contentarse con la promesa de una constitución que sustituyera
a la que estaba en vigor hacia más de un siglo. Una parte de la izquierda
acusó a sus jefes de haberse vendido por “casas, coches, becas y algún puesto
en la burocracia”.
Cuando los narcos comprendieron que el Estado iba en serio, pi-
dieron un trato semejante al concedido al Eme. Propusieron pagar la deu-
da externa del país que ascendía a 14.000 millones de dólares. Los
ofrecimientos de Escobar y sus socios fueron desatendidos a causa del veto
impuesto por Washington. Los narcos se sintieron traicionados y reaccio-
naron como fieras heridas. En 1989 se convirtieron en los principales pro-
tagonistas de la violencia en Colombia. Atacaron principalmente a los jueces,
sus enemigos directos dentro del Estado. De los 4.500 magistrados que
actuaban en el país, 1.600 fueron amenazados de muerte. Hicieron explo-
tar bombas, por ejemplo en un avión de línea con 107 personas a bordo, y
otras que provocaron 80 muertos ante la sede de DAS en Bogotá. También
se les atribuyeron algunos homicidios de gran resonancia, aunque se
mantienen grandes dudas, todavía hoy, sobre algunos de ellos.
El 18 de agosto de 1989 fue tiroteado el líder liberal Luis Carlos
Galán cuando durante una concentración en la periferia de Bogotá. El can-
didato presidencial que más se había distinguido en la lucha contra la co-
rrupción, estaba dirigiéndose a miles de personas, protegido por una fuerte

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SANGRE Y COCA

escolta, que lo dejó de pronto extrañamente solo en el momento del aten-


tado (Castillo,1996). En los años siguientes, Santiago Medina (1997), te-
sorero del Partido Liberal, reveló que Galán había sido rematado con un
tiro en el estómago disparado por uno de los guardias, en el automóvil
que lo transportaba al hospital. El homicidio más famoso realizado en
Colombia tuvo, en realidad, todos los ingredientes de un complot. Dos
semanas antes, por ejemplo, fue cambiada su escolta sin causa aparente,
confiándola a un desconocido sargento de los servicios secretos, que des-
apareció el día del atentado. En vez de buscar a los culpables y aclarar los
numerosos puntos oscuros del asunto, la policía y el DAS orquestaron con
pruebas falsas y testigos comprados una “pista árabe” increíble que con-
ducía a Escobar, y que tardó 42 meses en diluirse, al verse obligados los
jueces a poner en libertad a una docena de inocentes.
En todo caso nadie puso en duda la responsabilidad del cartel de
Medellín. Se abrió la caza contra Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez
Gacha. En tres meses fueron detenidas 11.000 personas, ocupadas mili-
tarmente Medellín, el Magdalena Medio y la región de Urabá. Impro-
visadamente se pasó de la tolerancia desvergonzada frente a los narcos a
la aplicación de los métodos de la guerra sucia, utilizados hasta ese mo-
mento únicamente contra la izquierda. Tras el atentado contra la sede del
DAS comenzaron a aparecer en un vertedero de Bogotá, llamado El Bota-
dero de Doña Juana, cadáveres de hombres y mujeres con terribles signos
de tortura y que llevaban al cuello carteles en que aparecía escrito “Por
hijueputa” o “Por asesino”, firmado por las Urracas, un grupo desconoci-
do hasta entonces. Los periódicos aseguraban con toda ligereza que aque-
llos cuerpos correspondían a los responsables de los atentados realizados
durante aquellos días. Era el visto bueno a la justicia privada.
La mafia replicó con nuevos atentados. Escobar se refugió en su
reino de Medellín, protegido por un cordón de sicarios dispuestos a inmo-
larse por él. Rodríguez Gacha escapó a la costa atlántica en compañía de
su hijo Freddy y de un pequeño grupo de fieles. Sin embargo, había entre
ellos un espía, Jorge Enrique Velásquez, llamado el Navegante, que traba-
jaba hacía años para los de Cali. Fue él quien ofreció sobre una bandeja de
plata la cabeza del jefe. El 15 de diciembre de 1969 El Mexicano se mató
cebando una granada apoyada en la cabeza después de haber sido herido
por disparos de metralleta desde un helicóptero de la policía, en la zona
entre Tolú y Coveñas. Fragmentos de cerebro del inventor del narcomilita-
rismo quedaron adheridos al tronco de un pino.

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Los silenciadores oficiales

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“ Será presidente quien llegue vivo a las elecciones” parecía una frase in-
geniosa surgida ante el impacto emocional del asesinato del candidato
liberal Luis Carlos Galán. Pero se convirtió en realidad. El 21 de marzo de
1990 fue muerto en la sala de espera del aeropuerto de Bogotá Bernardo
Jaramillo, el candidato de Unión Patriótica. Junto a él se encontraban 13
escoltas y su mujer, con quien proyectaba pasar el fin de semana en la
costa del Caribe. Antes de ser alcanzado por los disparos de los escoltas, el
matón, un muchacho menudo de 15 años, se puso a gritar y a bailar, como
si estuviera celebrando un gol.
A raíz de la muerte de Galán, Jaramillo había manifestado: “Es-
cobar va a ser el chivo expiatorio de todas las porquerías que se han hecho
durante estos años”. Fue un buen oráculo. También su muerte fue atribui-
da a don Pablo, que se mostró ofendido y escribió una carta con su huella
dactilar afirmando que “el gobierno encuentra un culpable para justificar
ante el pueblo los asesinatos cometidos por sus sicarios oficiales”. Sólo tres
días antes, Jaramillo había sido acusado por el ministro Carlos Lemos
Simmonds de dirigir un movimiento de “testaferros políticos de la guerri-
lla”. El presidente de la UP le replicó: “Me acaba de colgar la lápida”. En el
año 2000, Lemos Simmonds reconocerá públicamente las prácticas crimi-
nales del poder contra la oposición política.

“En Colombia se ha hecho de todo para silenciar a los adversarios


políticos… con la censura, la intimidación, el bloqueo económi-

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100 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

co, la conspiración del silencio, la acusación temeraria, la calum-


nia, el exilio, el descrédito, el secuestro y, cada día con más horri-
ble frecuencia, el atentado personal”.1

Cuando mataron a Jaramillo, Colombia, y Bogotá en particular,


se hallaban en estado de sitio, con militares y policías por todas partes.
Uno de los lugares más controlados era el aeropuerto. Resultaba imposi-
ble entrar sin ser registrado minuciosamente. Sin embargo aquel día fue
introducida sin problemas la metralleta que hizo de Jaramillo la víctima
1557 de la UP. Ése fue uno de los misterios del atentado, del que nada
quisieron saber los jueces que interrogaron al joven sicario, una vez recu-
perado de los disparos recibidos. Para cerrar definitivamente la cuestión,
uno de ellos le concedió al año y medio del atentado un permiso para visi-
tar a su familia en Medellín, y allí fue muerto a puñaladas, mientras pa-
seaba con su padre.
Lo mismo se repitió un mes más tarde, el 26 de abril, cuando Carlos
Pizarro, el candidato del ya desmovilizado M-19, fue muerto en un avión
de línea que realizaba el vuelo entre Bogotá y Barranquilla. En el tiroteo,
que tuvo lugar a los pocos minutos del despegue, pereció el joven sicario,
muerto inexplicablemente, por un agente del DAS, después de haberse ren-
dido. A pesar de encontrarse ya a 6.000 metros de altura, el Boeing consi-
guió aterrizar minutos más tarde en Bogotá, pero no había nada que hacer
por Pizarro. También en ese caso los representantes del Estado, en vez de
explicar, por ejemplo, cómo había podido ser introducida un arma en el
avión donde viajaba uno de los hombres más amenazados del país, echa-
ron la culpa a Escobar, quien de nuevo negó, asqueado, añadiendo que había
“tenido siempre las mejores relaciones con los compañeros del M-19”.
Por otra parte, no había razón alguna para que Escobar deseara
la muerte de Jaramillo, ni de Pizarro, los únicos exponentes políticos que,
por motivos diferentes a los suyos, eran contrarios a la ley de extradición,
una medida contra la que se habían posicionado, según un sondeo reali-
zado por los periódicos US Today y El Tiempo, el 80% de los colombianos.
Por el contrario tenían razones, y muchas, tanto la derecha civil como la
militar. Al no caer en los defectos típicos de la izquierda, el sectarismo y la
marginalidad, ambos líderes significaban una verdadera amenaza para el
sistema político tradicional. Además eran jóvenes, simpáticos y llenos de
carisma. Quien más opciones tenía era Pizarro, hijo de un ex comandante
de las Fuerzas Armadas, luchador magistral y, según cierto rotativo, el

1. El Tiempo, 18 de agosto de 2000.

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101
LOS SILENCIADORES OFICIALES

colombiano vivo más apuesto, una mezcla de Che Guevara y Omar Sharif.
A su llegada a Bogotá para firmar el acuerdo desmovilizador del Eme, había
sido acogido como un triunfador. Fue recibido por el mismo ex presidente
Julio César Turbay, quien doce años antes había inaugurado la época de
“terrorismo de Estado” de Colombia. Jaramillo y Pizarro habrían unido
seguramente sus fuerzas en la segunda vuelta electoral, con muchas posi-
bilidades de vencer a los candidatos del partido liberal y conservador. Pero
debían haber llegado vivos a la votación.
Mientras el Estado limitaba sus acusaciones a Escobar, muchos
periódicos indicaban también como posible ordenante de los asesinatos a
Fidel Castaño, conocido como Rambo, y aliado paramilitar del jefe. “Se-
gún las autoridades, el cartel de Medellín tiene dos brazos armados: el
urbano, que es el sicariato de la capital antioqueña, y el rural, que son los
paramilitares… el cartel es sólo uno y, hasta donde se sabe, Escobar lo
manda de verdad y Castaño es un lugarteniente”, escribía la revista Sema-
na, mientras un oficial norteamericano afirmaba en el Washington Post que
Fidel es “quien impone la ley para el cártel. Él aporta el músculo”. Según
demostró en junio de 2002 la Fiscalía (organismo judicial destinado a in-
dagar las violaciones del Código Penal), fueron efectivamente los Castaño,
Fidel y su hermano Carlos, quienes ordenaron la muerte de Pizarro. Pero
no por cuenta de Escobar, de quien se habían distanciado hacía tiempo los
paramilitares.
Cuando el gobierno Barco declaró la guerra al cartel de Medellín,
los paras fueron pillados por sorpresa. Congelaron sus acciones durante
un tiempo. En diciembre de 1989, al morir Rodríguez Gacha, el mayor
anticomunista de todos, decidieron abandonar a los narcos de Medellín.
Primero lo hicieron los del Magdalena Medio, que se habían puesto en
evidencia durante años con manifestaciones públicas y con la creación del
grupo de extrema derecha Movimiento de Renovación Nacional (Morena).
“Escobar empezó a secuestrar amigos nuestros, ganaderos de la región”
explicó en una entrevista a Semana el capo paramilitar Henry Pérez. En
realidad, los paras habían empezado a trabajar no sólo para el ejército sino
también para aquellos sectores estatales contra quienes habían combatido
hasta entonces. Entre éstos se hallaban el DAS y el “bloque de búsqueda”,
éste último creado por el presidente Barco al comienzo de 1989, oficial-
mente para combatir el fenómeno paramilitar y, de hecho, dedicados úni-
camente a dar caza a Escobar.
Era su forma de ganarse la impunidad. Pero aquella decisión de
colaborar con el Estado no les salvó la vida. En 1991 fueron eliminados

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

casi todos los líderes paramilitares de Magdalena Medio, incluidos los Pérez.
El baño de sangre fue atribuido, y esta vez con razón, a Escobar. Algunos
de ellos tenían varias cuentas pendientes con él. Pero también murieron
militares o ex militares que eran depositarios de innumerables secretos de
la guerra sucia de las Fuerzas Armadas. En Bogotá mataron al coronel Luis
Bohórquez, implicado en la conexión israelí de Klein. No le fue mejor al ex
teniente Luis Antonio Meneses quien, tras su detención en 1989, afirmó
que los decretos del presidente Barco habían introducido un solo cambio
en las relaciones entre los paras y los militares: “Hasta comienzos de 1989,
los contactos se hacían con el Estado Mayor del ejército y actualmente se
utilizan intermediarios…” (Tras los pasos, 1995). Recuperada la libertad,
intentó repudiar su pasado, promoviendo la desmovilización de centena-
res de miembros de las autodefensas. En enero de 1992, una semana antes
de que su cadáver apareciera cortado en trozos y quemado, Meneses había
pedido ayuda a exponentes del desmovilizado M-19 para poder exiliarse a
Cuba con su familia (Corporación, 2002).
En Córdoba y Urabá, los protagonistas de la guerra sucia seguían
en plena amistad y concordia, pues todavía eran fuertes sus enemigos
comunes: la guerrilla comunista, la izquierda política y, en particular, el
movimiento sindical de las plantaciones de banano. En aquella zona des-
tacaba ya como líder del movimiento paramilitar un latifundista paisa Fidel
Castaño, enriquecido gracias al tráfico de esmeraldas y de droga. El origen
de su feroz anticomunismo se remontaba a 1981, cuando los guerrilleros
del IV frente de las FARC secuestraron a su padre. Entonces los hermanos
Castaño comenzaron a formar grupos de autodefensa, regularizados por
la Ley 48. Sus hombres, llamados inicialmente tangueros, nombre deriva-
do de una de las mayores haciendas de los Castaño, actuaban en coordina-
ción con los batallones de la contraguerrilla. Mientras los militares luchaban
contra la guerrilla, los tangueros eliminaban a sus presuntos colaborado-
res. Era suficiente una sospecha, un comentario, para que hallaran la
muerte sindicalistas, maestros, estudiantes y, sobre todo, jornaleros y cam-
pesinos.
Un militar testificó que en su hacienda Las Tangas solamente
entraban los comandantes, saliendo luego de ella “con cajas de licores, ci-
garrillos, enlatados y refrescos para servirles a los soldados un banquete
en las puertas de la hacienda”. El mismo Escobar reveló que la policía de la
zona solía utilizar una frecuencia especial de radio para advertir a los hom-
bres de Castaño sobre eventuales pesquisas en sus fincas. Aunque se había
convertido en uno de los hombres más buscados del país, Fidel Castaño

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103
LOS SILENCIADORES OFICIALES

acudía normalmente a las fiestas sociales de Montería, capital del depar-


tamento de Córdoba, y entraba y salía tranquilamente de Colombia para
dirigirse sobre todo a sus lujosas residencias de Tel Aviv y París.2
Su maniobra más inteligente fue apoyar la campaña electoral de
los ex guerrilleros del EPL, que decidieron en marzo de 1991 seguir el ejem-
plo de M-19, entregando las armas y fundando el movimiento Esperanza,
Paz y Libertad. Su líder, Bernardo Gutiérrez, fue elegido senador y recom-
pensado a continuación con un cargo de funcionario en la FAO, mientras
buena parte de los rebeldes entraron en las filas de los paramilitares o de
los organismos de seguridad, y comenzaron a librar una lucha encarniza-
da con los guerrilleros del EPL que no se habían rendido, y sobre todo con-
tra los frentes de las FARC que operaban en la zona. Castaño se ganó,
además, fama de benefactor cuando promovió la Fundación para la Paz de
Córdoba (Funpazcor) nacida, según sus estatutos, con el propósito de fa-
cilitar “la igualdad social por medio de donaciones en tierra y asistencia
técnica gratuita”. Mientras Castaño aumentaba su poder, Pablo Escobar
trataba de escapar de la caza cada día más violenta que el Estado había
desencadenado contra él, refugiándose en los barrios miserables de Medellín,
donde había crecido y donde miles de jóvenes delincuentes estaban dispues-
tos a sacrificar su vida por él. Sintiéndose seguido de cerca, Escobar decla-
ró su guerra personal, prometiendo una recompensa de 4.000 dólares por
cada policía ajusticiado, y de 8.000 dólares por los miembros del Bloque
de Búsqueda. En Medellín fueron muertos 250 en 1990. La policía respon-
dió de manera igualmente sanguinaria. En su libro Mi guerra en Medellín,
el coronel Augusto Bahamón, vicecomandante de la IV brigada del ejérci-
to, escribió:
La reacción por la muerte de los dos policías fueron las matanzas
colectivas. En Medellín se volvió común el caso de vehículos sin
placas que llegaban a los barrios reconocidos como guarida de
sicarios, y de ellos bajaban hombres armados, vestidos de civil,
disparando armas automáticas y lanzando granadas contra las
personas que se encontraban en establecimientos públicos, en las
esquinas o en las canchas deportivas. En unos pocos minutos, diez
o veinte cadáveres rodaban por el suelo… Las matanzas se con-
virtieron en un hecho tan común que la opinión pública se volvió
insensible y los sucesos dejaron de ser noticia” (Bacon, 1992: 107).

2. La historia de los Castaño está basada, en parte, en el libro de Mauricio Aranguren


(2001).

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Uno de los episodios más significativos sucedió el 27 de julio,


cuando una patrulla de soldados sorprendió a un grupo de encapuchados
a punto de fusilar a quince niños en un campo de fútbol. Después de cru-
zarse varios disparos, se descubrió que eran agentes de la Dijin, uno de los
servicios secretos de la policía colombiana. Aunque llegó a dominio públi-
co, el caso fue encubierto inmediatamente. Sólo algún ciudadano tuvo la
valentía de protestar. En la sección de cartas de El Tiempo del 7 de septiem-
bre de 1992, un lector escribía:
¡Cobardes! Sí señor, somos unos cobardes. Aquí en Medellín se
sabe (y nadie lo denuncia) que algunos miembros de la policía
son responsables de masacres ocurridas en esquinas y tabernas
de nuestra ciudad… Entonces ¿con qué bases pide la policía que
toda una comunidad le sea solidaria ante la muerte alevosa de
sus hombres?

En aquella época se contabilizaron en Medellín hasta 6.000 ho-


micidios al año, con una tasa de mortalidad (354 asesinatos por cada
100.000 habitantes) que un experto en estadística criminal indicó que
superaba la de soldados norteamericanos durante la Segunda Guerra
mundial.3 “Hay una organización que sale de noche a esos barrios pobres
y fumiga, inmisericordemente, a todos los muchachos”, afirmó Escobar
en una de sus denuncias públicas a Amnistía Internacional. Aunque resul-
taba paradójico a todos que don Pablo se hubiera convertido en paladín de
los derechos humanos, sus llamadas hacían mella en la población, víctima
de las absurdas matanzas de los agentes estatales. En una carta remitida a
varios diputados de Medellín, escribió: “En una sociedad, los delincuentes
y los criminales pueden ser delincuentes y criminales, pero los policías no
pueden serlo porque ellos representan el bien, la honestidad y la moral”.
Sus proclamas se acercaban cada vez más a las emitidas por los guerrille-
ros. Hablaban de miseria, desempleo, carencia de servicios sociales y, lógi-
camente, del imperialismo, dado que su mayor pesadilla continuaba siendo
una celda en Estados Unidos. Sin embargo, sus métodos continuaban siendo
crueles. Para vengar las matanzas de los “muchachos de los barrios po-
bres”, sus jovencísimos sicarios realizaron terribles masacres frente a las
discotecas de la zona bien de Medellín.
Solo contra todos, Escobar se metió en un callejón sin salida.
Mientras unas miradas se dirigían a la caza que le daban sus enemigos,
cada vez más numerosos, la vida colombiana giraba entorno a la nueva

3. El Colombiano, 23 de mayo de 2001.

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LOS SILENCIADORES OFICIALES

carta constitucional. Las elecciones de la Asamblea Constituyente del 9 de


diciembre de 1990 marcaron un éxito clamoroso del M-19, que conquistó
18 de los 80 escaños posibles, confirmando la tendencia de los colombia-
nos a premiar, al margen de sus méritos, cualquier novedad que se les
propusiera. Los principales protagonistas de la situación nacional trata-
ron de condicionar las decisiones de dicha Asamblea. Escobar impuso con
amenazas y corrupción, “la no extradición de los ciudadanos colombia-
nos”. Las Fuerzas Armadas hicieron más. En el mismo día –9 de diciembre
de 1990– en que el país elegía la Asamblea Constituyente, los militares
bombardearon en las selvas de la Cordillera Oriental, cerca del pueblo de
La Uribe, Casa Verde, sede reconocida de la comandancia de las FARC. El
asalto, acompañado de gran publicidad y titulares a toda página, recordó
la Operación Laso de 1964 por su fracaso sustancial, dado que los guerri-
lleros fueron capaces de resistir y retirarse ordenadamente, sin sufrir pér-
didas significativas. En todo caso, los generales habían querido expresar a
su modo el desacuerdo con la política de paz proclamada por el presidente
César Gaviria.
Durante los meses siguientes, los militares consiguieron que la
nueva Constitución, muy avanzada en ciertos temas, reconociera todos
sus privilegios, garantizados incluso por algunos baldones jurídicos como
la célebre “obediencia debida”, según la cual un agente estatal podía justi-
ficar cualquier conducta delictiva declarando haber actuado por órdenes
superiores. El futuro ministro de Defensa, Fernando Botero, hijo del fa-
moso pintor, afirmó que dicho principio era un “pilar de la disciplina mi-
litar” (America’s, 1992:247). No solamente se alinearon con las Fuerzas
Armadas la mayor parte de los congresistas de los dos partidos tradicio-
nales, sino también los exponentes del M-19, ansiosos de asegurarse, ade-
más de la supervivencia personal, la bonanza política obtenida tras 20 años
de guerrilla.
La nueva carta constitucional, aprobada en julio de 1991, que
semejaba un paquete medio vacío pero muy bien confeccionado, exigía,
en todo caso, un Estado igualmente moderno y, sobre todo, presentable
hacia el exterior. Los primeros movimientos del presidente Gaviria fueron
esperanzadores. Después de 40 años de monopolio militar ininterrumpi-
do, fue nombrado un civil, Rafael Pardo, como ministro de Defensa. Una
vez más, sin embargo, las esperanzas de un giro democrático del Estado
no obtuvieron respuesta. En mayo de 1991 levantó ampollas la dura acu-
sación pronunciada ante la Asamblea Constituyente por el secretario de
Amnistía Internacional, Jan Martin, sobre la represión de la oposición y el
apoyo de las Fuerzas Armadas a los grupos paramilitares. Todas las fuer-

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

zas políticas se mostraron escandalizadas ante sus afirmaciones, definién-


dolas como “unilaterales, exageradas, inaceptables y absurdas”. Solamen-
te disintió la única representante de la Unión Patriótica que había
sobrevivido, Aida Abella, y que se vio obligada a refugiarse en Suiza, des-
pués de sufrir un atentado con bazuca en Bogotá. La Iglesia también com-
partía las preocupaciones de Amnistía Internacional. El futuro cardenal,
Darío Castrillón, denunció que algunos generales colombianos solían aplicar
“la pena de muerte por medio de ejecuciones extrajudiciales”.4 La distancia
más abismal entre la retórica y la realidad se evidenció precisamente en la
cuestión de los derechos humanos. Gaviria instituyó, por ejemplo, una
especie de Fiscalía con la intención de controlar el respeto a los derechos
humanos por parte de las Fuerzas Armadas. Todo pareció liso y llano mien-
tras el responsable nombrado al efecto se limitó a recitar un informe in-
ofensivo. Pero cuando se tomó en serio su misión, estalló el conflicto de
siempre entre las filas del Estado, resuelto una vez más a favor de la “línea
dura”. En 1995, el procurador delegado de derechos humanos, Hernando
Valencia, fue obligado a refugiarse en España, después de las amenazas
recibidas por haber ordenado las destituciones del general Álvaro Velandia,
culpable de haber hecho matar y desaparecer a una joven guerrillera del
M-19. Valencia fue definido como “un prófugo de la justicia” por el co-
mandante de las Fuerzas Armadas, general Harold Bedoya, ante el silencio
embarazoso del gobierno y del presidente de la República.
Una vez entra en vigor la nueva constitución, los dos principales
enemigos del Estado, Escobar y la guerrilla, eligieron caminos opuestos.
Conjurado el peligro de acabar en una cárcel norteamericana, el jefe deci-
dió entregarse, aprovechando la mediación de un famoso y pintoresco
sacerdote. Las FARC y el ELN, por el contrario, lanzaron una ofensiva por
todo el país, negándose a recorrer la vía de pacificación abierta por el Eme.
Se entreveía la inutilidad de los reinsertados para el pueblo. De hecho, éste
le castigó en la primera contienda electoral otorgándole un pobre 3% de
los votos, que distaba mucho del 22,5% logrado en las elecciones para la
Asamblea Constituyente.
La administración Gaviria, llamada “gobierno kinder ” por la ju-
ventud de sus ministros, proclamó en octubre de 1992 la “guerra inte-
gral” a la guerrilla, reactivando el paramilitarismo. El ministro Héctor
Riveros afirmó que no debían “tenerle miedo a la palabra ‘autodefensa’”.
El presidente de los ganaderos sostuvo que “no se alcanzará jamás la paz

4. El Espectador, 1º de septiembre de 1993.

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LOS SILENCIADORES OFICIALES

mientras se oponga a la fuerza bruta la simple fuerza del derecho”. En la


clausura del congreso de Fedegan, en noviembre de 1992, el ministro de
Defensa, Rafael Pardo, anunció que “las fuerzas militares y la Policía Na-
cional recibirán instrucciones claras a nivel regional y local para que en-
tren en contacto con los gremios y grupos de ganaderos con el fin de
establecer planes y acciones conjuntas dirigidas a combatir la subversión
y la delincuencia”.5 No parecía la misma persona que, tres años antes, había
declarado que “los grupos paramilitares representan la mayor amenaza
para la estabilidad institucional del país”. El escritor Plinio Apuleyo
Mendoza, posteriormente embajador colombiano en Lisboa, escribió en el
periódico El Tiempo que las “autodefensas” son “un arma vital en la lucha
antisubversiva… ojos y oídos de las Fuerzas Armadas cumplieron una labor
muy eficaz en el Magdalena Medio, en Córdoba y Urabá”. Es decir, en las re-
giones donde se había efectuado el exterminio más cruel de la oposición.6
Hacía un año, en realidad, que las Fuerzas Armadas habían reci-
bido la Normativa 200-05/91, un manual de reorganización de los servi-
cios de seguridad inspirado en el modelo paramilitar experimentado en la
región del Magdalena Medio, que preveía la organización a lo largo del
territorio nacional de 30 unidades destinadas al ejército, 7 a la aviación y
4 a la Marina. En el manual se indicaba que cada unidad debía estar diri-
gida por “un oficial en activo con gran conocimiento del área”, ayudado
por un civil, con “fachada, historia ficticia”, y compuesta como máximo
por “50 agentes secretos” civiles, autorizados a contratar informantes ad
hoc. La normativa recomendaba de forma especial el secreto de la estruc-
tura jerárquica de la unidad, y prohibía el uso de cualquier orden o con-
trato escrito. Investigando la actividad de la Unidad Especial de
Barrancabermeja, los activistas norteamericanos de Human Rights Watch
llegarán a la conclusión de que ésta “asumió como su objetivo la elimina-
ción no sólo de cualquier sospechoso de apoyar la guerrilla, sino también
de miembros de la oposición política, periodistas, sindicalistas y trabaja-
dores de los derechos humanos, especialmente si estaban investigando o
criticando sus tácticas de terror”. Las gravísimas acusaciones estaban ba-
sadas en los testimonios de los pocos familiares de las víctimas que habían
tenido el valor de hablar, pero sobre todo en las declaraciones de algunos
agentes arrepentidos, que acabarían pagando un alto precio por ello. El
sargento de Marina, Saulo Segura, se convirtió en “objetivo militar” por
haberse negado a ejecutar las órdenes de eliminar a cuatro hombres que

5. El Tiempo, 6 de noviembre de 1992.


6. “Lecturas dominicales”, El Tiempo, 7 de noviembre de 1992.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

trabajaban en una cooperativa de pescadores, dadas por el comandante de


los servicios secretos de la Marina de Barrancabermeja, teniente coronel
Rodrigo Quiñones. “Yo le respondí que en mis investigaciones había logra-
do establecer que los que mandaban a tumbar no eran guerrilleros, ni
colaboradores de los mismos, ni narcotraficantes, ni traficantes de armas,
al contrario eran personas muy queridas en la región”, reveló a los jueces.
Unos días más tarde Segura fue herido por algunos sicarios, uno de los
cuales admitió que la orden “de desvincularlo de la empresa” había parti-
do del teniente coronel Quiñones. Segura se refugió en Panamá una vez
que sanó, donde fue abordado por la policía colombiana, con la propuesta
de retractarse de su declaración, garantizándole una condena irrisoria por
sus actividades ilegales desarrolladas en la Unidad Especial. En vísperas de
Navidad de 1994, después de haber transcurrido 16 meses en la cárcel,
Segura fue asesinado a disparos de pistola en el pabellón de máxima segu-
ridad de la cárcel Modelo de Bogotá. Su homicidio, como el de cientos de
víctimas de las llamadas “unidades especiales”, quedó impune (Human,
1996). El teniente coronel Quiñones, a pesar de hallarse implicado en 57
homicidios de sindicalistas, activistas de los derechos humanos y dirigen-
tes sociales, fue absuelto por un tribunal militar y ascendido posterior-
mente a coronel y más tarde a general. En julio de 2001, Quiñones,
convertido en comandante de la I Brigada de la Marina, fue acusado junto
con otros siete oficiales de la contraguerrilla, de haber favorecido la ma-
tanza de 27 personas a manos de los paras en Chengue, en el departamen-
to de Sucre. Quiñones fue obligado a dimitir de su cargo de consejero militar
en la Embajada colombiana en Israel a raíz de la acusación de un tribunal
estadounidense de complicidad con varios capos del cartel de Cali.
A comienzos de los noventa, el paramilitarismo se reforzó por deci-
sión expresa del Estado colombiano, o al menos del sector dominante que gi-
raba en torno al poder militar. También Estados Unidos hizo lo suyo. De hecho,
fue una comisión de expertos de la CIA, requerida por el Estado Mayor de las
Fuerzas Armadas colombianas, la que planificó en 1990 le reestructuración
de los organismos de seguridad y sugirió la alternativa paramilitar. Por otra
parte, la CIA privatizó asimismo en aquella época la guerra contra Esco-
bar, retomada con fuerza después de su sonada entrega en junio de 1991.
Escobar había continuado mofándose del gobierno desde la pri-
sión. En primer lugar eligió el lugar de su retención: un edificio llamado
La Catedral, construido en Envigado, el municipio donde tenía su residen-
cia, en la periferia de Medellín, sobre terrenos de su propiedad, tanto que
el Estado pagaba a un testaferro suyo 250 dólares de alquiler al mes. Tam-
bién eligió sus 14 compañeros de celda entre los lugartenientes de mayor

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LOS SILENCIADORES OFICIALES

confianza, y asimismo a los guardias de la cárcel, que le permitían recibir


todo tipo de visitas. En los dos primeros meses de prisión, el jefe se encon-
tró con más de 300 personas, entre quienes había conocidos futbolistas,
famosas actrices de televisión y hasta cerca de 40 sospechosos, buscados
por homicidio y narcotráfico. Circulaban a diario noticias sobre festines, y
fotografías de las celdas con las comodidades de un hotel de cinco estre-
llas.7 Pero, al mismo tiempo, crecieron las amenazas contra don Pablo desde
el variopinto tropel de sus enemigos. Incluso los aviones de la DEA empe-
zaron a volar sobre La Catedral, cada vez a menor altura. Cuando Escobar
descubrió que los mafiosos de Cali habían comprado varias bombas aé-
reas MK-82 al ejército de El Salvador, sintió pánico y decidió fugarse.
Las pruebas de que el jefe había mandado secuestrar y matar a
los hermanos Galeano y otros socios de Medellín, acusándolos de traicio-
narlo, impulsaron al gobierno a cambiarlo de prisión. El 21 de julio de 1992,
la presidencia de la República informó en un comunicado enigmático, que
el ejército estaba a punto de asumir “el control y la vigilancia interna y
externa de la cárcel”. Era admitir abiertamente que hasta entonces el Esta-
do no había tenido el control del lugar de detención. Pero en Bogotá no
habían calculado el poder de Escobar. Para escapar junto con sus hombres
bastó con que don Pablo distribuyera a una docena de militares una bolsa
llena de pesos y unas raciones de pasta. Gaviria, ridiculizado a nivel inter-
nacional, desencadenó la caza del evadido. El gobierno de Washington, que
ya no estaba entretenido en la guerra de Irak, impuso la línea dura. No
solamente se quería detener o matar al jefe, sino también impedir una
eventual segunda rendición, que hubiera podido minar todavía más la
credibilidad del Estado colombiano.
Viendo que las operaciones normales de policía se demostraban
impotentes frente a la eficacia del aparato de seguridad de Escobar, se de-
cidió jugar la carta terrorista, creando un grupo paralelo clandestino, los
Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), que colaboró con el nuevo Bloque
de Búsqueda, creado por Gaviria al día siguiente de la fuga de La Catedral.
En pocos meses fueron muertas 300 personas entre abogados y familia-
res, amigos y socios del jefe y de sus hombres. Muchas de las víctimas
fueron halladas horriblemente torturadas y con un cartel colgado al cue-
llo en el que estaba escrito “Muerto por haber ayudado al infanticida Pa-
blo Escobar ”. También fueron atacadas muchas de sus propiedades
inmobiliarias y sus haberes más simbólicos, como la colección de automó-
viles de los años treinta, y su caballo preferido, que fue robado y castrado.

7. El Tiempo, 2 de agosto de 1991.

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110 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

En los meses siguientes de 1993 explotaron en Bogotá y Medellín


coches bomba que produjeron 120 víctimas. Éstas fueron atribuidas a
Escobar, aunque favorecían evidentemente a quienes se oponían a las ne-
gociaciones entre el jefe y el Estado. “Aunque pueda sonar increíble, en
Colombia está corriendo sangre y están explotando bombas por un hom-
bre cuya única meta es volver a la cárcel”, escribía Semana.8 Era realmente
increíble que Pablo Escobar, definido por un empresario y ex ministro co-
lombiano “un hombre de calibre intelectual desconcertante: entiende todo
al vuelo y cada pregunta suya va al meollo del asunto” (Gómez, 1991), se
hubiera vuelto repentinamente tan loco que creyera poder conquistar con
el terror una celda más confortable, el derecho a más llamadas por teléfo-
no semanales o el permiso para jugar al fútbol con los otros presos. Ninguno
aventuró la hipótesis de que aquellas bombas fueran colocadas por sus ene-
migos. Solamente Antonio Caballero se atrevió a recordar que “los únicos a
quienes sirve de algo el terrorismo anónimo es a los dueños de la seguridad”.9
Tanto los Pepes como los paramilitares actuaban sin trabas en las
zonas más militarizadas del país, a menudo cerca de los mismos cuarteles
y comisarías. Cada uno de sus atentados era condenado formalmente por
las autoridades y apoyado veladamente por la prensa. “La gente de Esco-
bar ya no sólo causa daños sino que los recibe”, escribió, por ejemplo, Se-
mana. Cuando los Pepes comenzaron a matar un promedio de cinco
personas al día, los periódicos señalaron como responsable a Fidel Casta-
ño. Algunos afirmaron que la terrible banda de justicieros estaba com-
puesta por disidentes del cartel de Medellín, por los mafiosos de Cali y por
algunos miembros de la policía. Ninguno imaginaba, sin embargo, que
los servicios secretos norteamericanos pudieran encontrarse también en-
tre quienes ayudaban a los Pepes. En diciembre de 2000, el periódico
Philadelphia Inquirer publicó los resultados de una investigación de dos
años, que demostró que dicha “extraña alianza” había comenzado en 1989,
cuando el presidente George Bush autorizó un plan de actividades secre-
tas, llamado Heavy Shadow, para capturar a los capos del cartel de Medellín.
Tras la fuga de Escobar, los servicios norteamericanos intensificaron sus
relaciones con los oficiales del Bloque de Búsqueda, a pesar de que el direc-
tor de la DEA en Bogotá, Bill Wagner, supiera que éstos actuaban de forma
coordinada con los Pepes.10 En febrero de 1993, el agente de la DEA, Javier

8. Semana, 26 de enero de 1993.


9. Semana, 9 de marzo de 1993.
10. Las revelaciones del Philadelphia Inquirer aparecieron en El Espectador y El Tiempo
del 27 y 28 abril de 2001.

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111
LOS SILENCIADORES OFICIALES

Peña, reveló que diversas redadas del Bloque de Búsqueda habían sido di-
rigidas personalmente por el mismo Fidel Castaño.
Después de 16 meses de cacería, a primeras horas de la tarde del
2 de diciembre de 1993, Pablo Escobar fue identificado y muerto junto con
su guardia personal, el Limón, en una casa del barrio La América de
Medellín. El equipo de un avión espía norteamericano había identificado
poco antes la conversación telefónica entre don Pablo y sus familiares, que
le felicitaban al cumplir 44 años. “Huele a gladiolo,” era la frase codificada
que Escobar utilizaba para designar a sus futuras víctimas. Y entre gladiolos
fue sepultado, junto a su fiel Limón, en el cementerio Jardines Monte Sa-
cro, en la periferia de Medellín, en medio de una muchedumbre desbor-
dante que desafió la vigilancia para saludar por última vez a su ídolo. A
pesar de los diversos mandatos de captura por homicidio y estragos que
pesaban sobre ellos, los hermanos Castaño fueron bien recompensados por
su contribución a la caza de Escobar. Fidel continuó disfrutando tranqui-
lamente de libertad. El hermano menor, Carlos, consiguió a finales de 1993,
según Time, la visa de entrada en Estados Unidos, donde pudo visitar
Disneyland, como había soñado siempre.11

11. El Colombiano, 22 de noviembre de 2000.

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La ley de la motosierra

8
“ Estoy dispuesta a acostarme con alguno de los capos con tal de lograr
información que a ustedes les sirva”, susurró la fascinante mujer que
le habían presentado como posible recurso para capturar a los capos del
cartel de Cali. El coronel Carlos Alfonso Velásquez no sospechaba que era
precisamente a él a quien María de la Vega deseaba llevarse a la cama. Tras
la muerte de Pablo Escobar, la Casa Blanca había impuesto al gobierno de
Bogotá la lucha contra los nuevos señores del narcotráfico mundial, quie-
nes a su vez confiaban haber ganado el reconocimiento del Estado
suramericano por el papel desempeñado en la caza a don Pablo.
Al mando del enésimo Bloque de Búsqueda colombiano había sido
designado precisamente Velásquez. Después de unos meses persiguiendo a
los hermanos Rodríguez Orejuela y sus socios, el coronel capituló ante la
ardiente rubia. Solamente se dio cuenta de la trampa en que había caído
cuando, unos días después de la primera noche de amor en un motel de la
periferia de Cali, descubrió el contenido de un videocasete, dejado miste-
riosamente sobre el escritorio. Viéndose desnudo en los brazos de la hermosa
María, sintió que se le venía el mundo encima. Aunque consciente del escán-
dalo que iba a estallar, Velásquez decidió no aceptar el chantaje mafioso y
confesó todo a sus superiores. El ministro de Defensa y el comandante del
ejército le renovaron su confianza, y obtuvo además el perdón de su mujer,
que fue definida por la prensa rosa como “la Hillary Clinton colombiana”.1

1. “La historia del coronel Velásquez”, Semana, 16 de agosto de 1994; El Espectador,

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114 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

A pesar de que había cedido a las primeras de cambio a las lison-


jas de la sensual caleña, Velásquez había demostrado ser, en cualquier caso,
un hombre honesto. E intentó serlo también cuando fue asignado a la XVII
brigada establecida en la violenta región de Urabá, como ayudante del
general Rito Alejo del Río. Velásquez, que había recibido hasta entonces
una docena de reconocimientos y medallas por su actividad contrague-
rrillera, se dio cuenta de que en la zona bananera militares y paramilitares
actuaban como un solo cuerpo. En vez de tomar parte en el baño de san-
gre en curso, el coronel denunció a los superiores que el general Del Río
coordinaba las operaciones de sus soldados con los paras. Esta vez, sin
embargo, los encontró mucho menos comprensivos. El Estado Mayor del
ejército le descubrió “problemas mentales” y forzó su dimisión por “oficial
peligroso, desleal con la institución”, acusándolo de haber cultivado una
“gran amistad con personas e instituciones que se han declarado abierta-
mente enemigas del ejército”, o sea, sindicalistas, activistas de los dere-
chos humanos y sobrevivientes de la Unión Patriótica. También fue acusado
el coronel de mantener relaciones con la alcaldesa de Apartadó, Gloria
Cuartas, señalada por Del Río como colaboradora de los rebeldes. La Cuar-
tas había caído en desgracia ante el ejército desde que había revelado que
los paras habían decapitado a un muchachito de 12 años delante de sus
compañeros de escuela, y no los guerrilleros de las FARC, como había de-
nunciado la prensa nacional e internacional.
A pesar de que posteriormente, en abril de 2001, el general Del
Río fue arrestado bajo la acusación de haber pagado a testigos falsos para
calumniar a las organizaciones de los derechos humanos y de haber for-
mado grupos de paramilitares, en los aparatos del Estado prevaleció una
vez más la “línea dura” en su enfrentamiento con el coronel Velásquez.
Era el primer oficial de alta graduación que osaba denunciar la convivencia
con los paramilitares, y se le obligó a presentar su dimisión del ejército.
Cuando en 1994 fue elegido presidente Ernesto Samper, conside-
rado un liberal progresista, muchos imaginaron ilusionados que Colom-
bia había enfilado la senda de la democracia. En su discurso de investidura,
Samper declaró solemnemente que “ningún Estado puede exigir respeto a
sus ciudadanos si sus propios agentes obran de manera arbitraria atrope-
llando los derechos de los individuos”. A pesar del comienzo prometedor,
no faltaron los escépticos. En una carta pública dirigida a Samper, Jaime
Córdoba Triviño, defensor del pueblo, figura institucional creada por la
nueva constitución, escribió: “Hay un dramático y notable contraste en-

11 de agosto de 1994, y Cambio 16, 13 de enero de 1997.

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115
LA LEY DE LA MOTOSIERRA

tre la consagración nominal de los derechos fundamentales e inalienables


de todo ser humano –generosamente enunciados y reconocidos (por la
Constitución)– y la crítica situación padecida por ellos en la práctica”.2
Dos días después de la toma de posesión de Samper, tres sicarios
mataron a Manuel Cepeda, el único senador de la UP, en un barrio del sur
de Bogotá después de haber detenido el automóvil en el que viajaba con su
escolta. Desde hacía varios meses Cepeda estaba denunciando un plan de
exterminio institucional de la izquierda legal, llamado “Golpe de gracia”.
Inmediatamente después de su homicidio, y antes de ser acusado, el ejérci-
to negó su participación hasta el punto de hacer pensar que “hasta los
militares sospechan de sí mismos”. El homicidio número 2444 de la Unión
Patriótica fue atribuido por los periódicos a los paramilitares, si bien unos
años más tarde fueron condenados como ejecutores de aquel crimen dos
sargentos en activo. Después del asesinato de Cepeda, Semana escribió

Esta resurrección del paramilitarismo era previsible en cierto


modo... Los latifundistas, los ganaderos, los campesinos, los po-
licías y miembros del ejército viendo que el gobierno responde a
la guerrilla con generosas ofertas, y advirtiendo poca claridad en
la política pierde, como es normal, la confianza en las institucio-
nes y deciden tomarse la justicia por sí mismos.3
Conmocionado por la muerte de Cepeda, Samper prometió tomar-
se en serio la guerra contra los paras. “Perseguiremos a los paramilitares
hasta el infierno”. Su ministro del Interior, Horacio Serpa, se comprome-
tió a poner en funcionamiento la Comisión Antisicarial olvidada sobre el
papel desde 1989. “Militares versus Paramilitares: ¿la próxima batalla?”,
titulaban los periódicos. Mientras los generales prometían combatir de la
misma forma a “todos los violentos”, los soldados comprometidos en los
batallones de contraguerrilla admitían, con mucha mayor sinceridad, que
contra los paras “no les podíamos hacer nada porque nos ayudan a frenar
a las FARC”. El mayor de un grupo establecido en la región del Putumayo
declaró a un enviado del Miami Herald: “Si yo tengo un arma, ¿no piensas
que voy a usarla contra la guerrilla que me está disparando antes que
contra un tipo que está asimismo disparando contra la guerrilla?”. Fidel
Castaño, en una carta abierta dirigida al gobierno y publicada por El Tiempo
en noviembre de 1994, escribió: “No será sencillo mandar a las Fuerzas
Armadas a que hagan la guerra contra las autodefensas antes que a nues-

2. Su defensor, septiembre de 1994.


3. Semana, 16 de agosto de 1994.

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116 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

tro poderoso enemigo común”. Las promesas de Ernesto Samper queda-


ron en papel mojado a pesar de haber sufrido personalmente los efectos de
la guerra sucia. Cinco años antes, en el mes de marzo, había Estado du-
rante una semana entre la vida y la muerte por cruzarse en la trayectoria
de los disparos que eliminaron, en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, al
joven dirigente comunista José Antequera. Samper tenía todavía en el
cuerpo cuatro de las once balas que le habían alcanzado en aquella oca-
sión. Quienes habían apostado sobre su mano firme frente a los parami-
litares, tuvieron que cambiar de idea.
Ernesto Samper fue, en todo caso, un presidente criticado en el
Palacio Nariño hasta que se descubrió que su campaña electoral había sido
financiada con seis millones de dólares del cartel de Cali. “Si ha entrado
dinero de procedencia ilícita, ha sido a mis espaldas”, se defendió Samper.
Para no ser destituido y evitar la cárcel, como había sucedido a su minis-
tro de Defensa Fernando Botero, Samper intentó congraciarse con el go-
bierno de Washington convirtiéndose en paladín de la más insensata “guerra
a la droga”. Con la promesa de arrancar en dos años los cultivos de coca,
Samper decidió atacar las regiones cocaleras del sur, donde el Estado se
hallaba representado casi exclusivamente por establecimientos militares,
aislados o sin poder alejarse de sus guarniciones, y donde el verdadero poder
estaba representado por las FARC, que administraban justicia, reclutaban
jóvenes para su ejército y, sobre todo, regulaban todo tipo de comercio,
comenzando por el de la droga. Cuando los aviones comenzaron a arrojar
toneladas de veneno sobre los campos, se desencadenó una verdadera re-
vuelta. En año de 1996, 300.000 campesinos ocuparon las mayores ciu-
dades del sur del país, exigiendo al gobierno que cesara las fumigaciones
aéreas o que pusiera en marcha una política seria de cultivos alternativos.
Además, el glifosato se regaba indiscriminadamente, destruyendo también
otros cultivos, contaminando los ríos y constituyendo una seria amenaza
para la salud de los niños y del ganado. Las autoridades civiles y la Iglesia
apoyaron la protesta. “Es una guerra estúpida. Es como tratar de matar
una serpiente comenzando a golpearla por la cola y no por la cabeza”, dijo
el obispo de Florencia, en el departamento de Caquetá.
El Estado colombiano respondió a los campesinos con el esquema
de siempre. Primero los ignoró. Después los acusó de ser manipulados por
la narcoguerrilla. Y finalmente los reprimió. Hubo 18 muertos, cientos de
heridos y varios desaparecidos entre los manifestantes. Después de nego-
ciaciones extenuantes, se llegó a la firma de un acuerdo que prometía en-
fáticamente “un desarrollo que liberara a los campesinos de la tenebrosa
economía de la cocaína”. Pero se trataba de simple literatura. Las escasas

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LA LEY DE LA MOTOSIERRA

partidas presupuestarias acabaron en los bolsillos de los políticos locales,


liberales y conservadores. Disueltas las manifestaciones, se volvió a las
fumigaciones y, sobre todo, se llevó a cabo la venganza más vil. Al año
escaso de finalizar las protestas fueron asesinados o desaparecidos 23 de
los 27 delegados campesinos.4 Su líder principal fue muerto el 7 de marzo
de 1997 en la oficina central de la Unión Sindical Agraria, en pleno centro
de Bogotá. El gobierno central continuó aplicando de ese modo la estrate-
gia utilizada desde 1781 por la administración española contra el movi-
miento campesino e indígena anticolonial de los Comuneros. También
entonces tenía lugar la persecución de los jefes de la revuelta una vez que
se firmaban acuerdos, convertidos luego en papel mojado. El principal di-
rigente, José Antonio Galán, fue detenido, ahorcado y descuartizado de-
lante de la muchedumbre que le seguía.
Samper no logró, en todo caso, librarse del fantasma de la droga,
que pareció jugar a ridiculizarlo el 20 de septiembre de 1996, cuando se
descubrieron cuatro kilos de cocaína en el avión presidencial que estaba a
punto de despegar hacia Nueva York, donde estaba prevista una Asamblea
General de las Naciones Unidas. Al apearse en Estados Unidos, Samper tuvo
un golpe de ingenio: “He llegado con algún kilo de menos”. La evidente
debilidad del gobierno legal reforzaba al gobierno ilegal, cuya punta de
lanza era el paramilitarismo. Había muchos factores que contribuían a
ello. El desmantelamiento del cartel de Medellín, con sus componentes re-
partidos por cárceles y cementerios, y el del cartel de Cali, conseguido de
forma menos ruidosa, habían dejado sin trabajo a miles de jóvenes sicarios,
dispuestos a enrolarse en el nuevo ejército de los paras. En los miserables
barracones de Medellín algunos grupos formaron los Comandos Armados
del Pueblo (CAP) y las Milicias Populares, ligados a la guerrilla, mientras
que la mayor parte de las bandas pasaron a trabajar para los hermanos
Castaño. La más famosa, la de La Terraza, que tomó el nombre de una
conocida heladería de la comuna nororiental, ante la que habían realizado
una matanza los policías, se hizo responsable de algunos de los homici-
dios más sonados de la última década.
La desaparición de los carteles originó una notable reestructura-
ción del narcotráfico. Los mafiosos colombianos comprendieron que era
arriesgado crear megaestructuras, con un imponente aparato militar, pues
acababan llamando la atención de las autoridades. Los hermanos Castaño
se presentaron como interlocutores capaces de satisfacer cualquier exigencia
de seguridad, evitando confusiones de papeles e interferencias dañinas,

4. El Tiempo, 8 de marzo de 1987.

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118 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

como había sucedido con el narcoparamilitarismo de los años ochenta.


Solamente debería haber un ejército, el de ellos. El modelo a aplicar seguía
siendo el de Puerto Boyacá, donde a la vuelta de unos años, el MAS había
realizado una especie de pax romana, alejando a los grupos de guerrille-
ros, eliminando todo tipo de organización popular, arrancando la tierra a
los pequeños campesinos y concentrándola en manos de los empresarios
agrícolas ligados a la exportación. La llamada “modernización” del Mag-
dalena Medio, ayudada por la ampliación de la electrificación y el mejora-
miento de la red de carreteras, produjo miles de desempleados. A muchos
de ellos se les propuso enrolarse en el ejército o en las milicias paramilitares.
Los paras se demostraron verdaderos “capitalistas de la inseguridad”. Ade-
más de acaparar terrenos como “botín de guerra”, compraron otros a pocos
miles de pesos por hectárea, para venderlos más tarde, un vez concluida la
“pacificación”, a un precio mucho más alto.5
Los Castaño acometieron, también, actuaciones más arriesgadas.
Después de haber participado en la caza de Escobar junto a los narcos de
Cali, se distanciaron de ellos. Cuando José Santacruz, tercer hombre del
cartel tras los hermanos Rodríguez Orejuela, se escapó de la supercárcel
La Picota de Bogotá, Castaño ideó la forma de poner remedio a la enésima
humillación del Estado. Apenas fue descubierto su cadáver frente a un lujoso
hotel de Medellín, el jefe de la Policía, Rosso José Serrano, atribuyó la muerte
a sus propios hombres, demostrando manejar “un operativo limpio, rápi-
do y certero”. Tuvo que desdecirse precipitadamente ya que fueron descu-
biertas las huellas de salvajes torturas en el cuerpo del jefe, y el cuerpo
descuartizado de su chofer (Castillo, 1996). Castaño prestaba servicios
fúnebres sobre todo al ejército, aportando los hombres para las tramas
estatales más oscuras e imprevisibles. El 5 de noviembre de 1995 fue muerto
en Bogotá el líder conservador Álvaro Gómez. El delito fue inicialmente
adjudicado a la guerrilla, pues Gómez había sido su despiadado enemigo
desde los tiempos de la Operación Laso. Las investigaciones sucesivas
develaron que los asesinos de Gómez habían sido militares de permiso,
coordinados por Castaño.6 La misma formación asesina eliminaría tres años
más tarde al general y ex ministro de Defensa, Fernando Landazábal, otro
símbolo de la derecha militar.
Los paras, en todo caso, continuaron desarrollando prioritaria-
mente su misión de eliminar a los civiles que Castaño llamaba “guerrille-

5. La definición de “capitalistas de la inseguridad” es tratada por Fernando Cubides


(1999).
6. El Tiempo, 9 de junio de 2000.

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LA LEY DE LA MOTOSIERRA

ros desarmados”. A mitad de los años noventa, su campo de acción se li-


mitaba todavía a los territorios de Córdoba y de Urabá, donde habían te-
nido lugar más de la mitad de las matanzas del país. Los colombianos
parecían haberse acostumbrado a ello. Cada tanto despertaban ampollas
algunos testimonios de los noticieros sobre el matadero humano en que
estaba convertida la región bananera. “Hace tres días no teníamos ningún
entierro en este lugar y estábamos muy contentos de la tranquilidad”, dijo
un sacerdote de la diócesis de Apartadó, después de una de las matanzas
más terribles de campesinos.7 La alcaldesa de la ciudad, Gloria Cuartas,
contó que a menudo los matones no daban el golpe de gracia a sus vícti-
mas para que murieran desangrándose lentamente. “Usted va por la calle,
ve un herido y convoca a la población para que done sangre y la gente no
lo hace. Le dicen: no done sangre que lo matan, no recoja al herido que lo
matan”.8 En las zonas rurales podía suceder que los sicarios impidieran a
los familiares de las víctimas enterrar los cadáveres, dejándolos de pasto a
los buitres. Muchos líderes políticos o sindicales fueron perseguidos y eli-
minados por sicarios incluso en las ciudades donde se habían refugiado.
Cuando no conseguían matarlos, se resarcían con la mujer o sus hijos.
La típica acción guerrillera era la emboscada a la patrulla militar.
A veces los rebeldes de las FARC organizaban retenes móviles que localiza-
ban a los soldados que se hallaban de permiso, y los fusilaban allí mismo.
Era raro, por el contrario, que se demostrase su implicación en masacres.
Desde luego, era difícil entender a veces quiénes podían ser los responsa-
bles del baño de sangre. En agosto de 1995 los militares de la contraguerrilla
se vistieron de paras antes de eliminar a 18 campesinos en una taberna de
Chigorodó.9 La población aterrorizada puso en marcha un toque de queda
que empezaba con la puesta del sol. Los alcaldes llegaron a prohibir en
toda la región cualquier tipo de música después de las 10 de la noche. Exas-
perados, acabaron solicitando permiso para poder abrir un diálogo regio-
nal con los grupos armados. El gobierno Samper se opuso enfáticamente
“para no llevar la anarquía a la zona”. En las elecciones de 1997, la UP
decidió no presentarse en Urabá, donde hacía años se había convertido en
el partido mayoritario. Le faltaban garantías de seguridad y sobre todo
candidatos dispuestos a dejarse matar. La Operación Retorno, lanzada por
Gaviria seis años antes, podía darse por concluida.

7. El Universal, 20 de agosto de 1995.


8. El Espectador, 14 de agosto de 1995.
9. El Espectador, 17 de agosto de 1995.

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120 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Desde que el presidente Samper había declarado la costa pacífica


colombiana como “tierra de progreso”, los paras comenzaron a realizar
incursiones cada vez más frecuentes en el vecino Chocó, ignorado hasta
entonces por el gobierno y hasta por los grupos armados. En un docu-
mento de la diócesis de Quibdó, de marzo de 1997, se leía: “La guerra que
padece hoy el Chocó no es casual, diríamos en su lugar que es causal.
Cuando se ven todos los intereses nacionales e internacionales que se cier-
nen y proyectan sobre el Chocó, se entiende cómo por esos mismos intere-
ses se viene asesinando y desplazando a los pobladores; se entiende y
comprende cómo cuando empiezan a concentrarse las miradas económi-
cas sobre el Chocó se va incrementando el cordón paramilitar”. Eran sobre
todo empresas multinacionales las que deseaban explotar una tierra única
en el mundo por su biodiversidad, riquísima en materiales preciosos y,
además, adecuada para realizar megaproyectos de infraestructura, como
por ejemplo el canal interoceánico sobre el río Atrato, destinado a susti-
tuir al ya obsoleto de Panamá. Los paras allanaban el camino a todo “plan
de desarrollo”, haciendo pagar a sus habitantes, la mayoría indígenas y
negros, la riqueza de su tierra.10
El objetivo de Castaño era transformar la región en un enorme
prado, dado que, según decía, “detrás de cada árbol hay un guerrillero”.
En su congreso de finales de 1994, realizado en una hacienda de Córdoba,
los hombres de Castaño abandonaron el nombre de tangueros, que resul-
taba ya incómodo, para llamarse Autodefensas Campesinas de Córdoba y
Urabá (ACCU), presentándose todavía como “campesinos forzados a ar-
marse para defenderse de los abusos de la guerrilla”. Organizados en gru-
pos de combate, espionaje y apoyo político, decidieron pasar a la ofensiva
en zonas cada vez más amplias del territorio nacional. En todas partes
actuaban en coordinación con los batallones del ejército. Éstos operaban
unas veces como retaguardia, preparados para entrar en acción en caso de
producirse ataques guerrilleros, y otras les precedían, amenazando a la
gente con la llegada de los “mochacabezas”.
En una entrevista a El Colombiano, Castaño afirmó que hay “civi-
les colaboradores por obligación, a quienes cuando se puede se les exige no
colaborar más, colaboradores voluntarios a los cuales se les da quince días
para abandonar la región y de no acatar la orden se los considera objetivo
militar, y por fin guerrilleros camuflados considerados objetivo militar ”.11

10. Alternativa, julio de 1997.


11. Cinep, Cien días, enero, 1997.

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LA LEY DE LA MOTOSIERRA

Las ACCU comenzaron a mandar cartas amenazantes a las sedes políticas


y sindicales. Se trató de intimidar al sindicato de maestros en Urabá escri-
biéndoles:

Tenemos los datos de sus familias, lugares de residencia, parien-


tes cercanos, rutas, sitios y lugares donde se encierran a montar
cachos a los cabrones. Somos el bloque de búsqueda y exterminio
de la cuadrilla de subversivos agitadores embaucadores y sabue-
sos que se anida en el sindicato de profesores. Pensaron que todo
el tiempo iban a estar sin control, pero vaya ese error. No inten-
ten esconderse o dar a conocer esto a la prensa o al comité de
maestros amenazados, ya que de nada les servirá. Donde se me-
tan serán sacados como ratas. Ya conocen nuestros métodos y no
nos importa explotar o incendiar una casa para sacarlos de ella.
Desde ahora no pueden hacer paros, marchas, asambleas, sacar
comunicados, platicar y hablar por la radio.

El avance paramilitar se llevaba a efecto según un esquema ya


consagrado. Durante la primera fase intervenía masivamente el ejército y,
si era necesario, la aviación, que bombardeaba los pueblos con el objetivo
de alejar eventuales grupos de guerrilleros y preparar el terreno para la
segunda fase, “de limpieza”, realizada por los paras, con incursiones im-
previstas en las comunidades. “Las masacres de sospechosos, por ejemplo,
son una notificación eficaz a la población para que corte sus lazos de apo-
yo a la guerrilla… y la región queda recuperada y después puede devol-
vérsela al Estado”, explicaban los jefes paras. Las acciones más cruentas y
aparentemente inexplicables, como decapitaciones, descuartizamientos con
motosierras, castraciones, violencias carnales y muertes de mujeres em-
barazadas, no eran objetivos en sí mismos, sino medios eficaces para con-
seguir, según los casos, el terror, la obediencia absoluta o el despoblamiento
de las tierras destinadas a planes de desarrollo.
Era, por tanto, la economía más que la política la que guiaba las
actuaciones de los paras. Según una investigación del Alto Comisionado
de Derechos Humanos de la ONU, la guerrilla se encontraba presente so-
lamente en el 30% de los municipios sujetos a las incursiones paramilitares.
“Esto origina sospechas sobre sus verdaderos objetivos”.12 En la costa at-
lántica, el terror servía para la creación de una sociedad colonial, bajo unos
pocos caciques, servidos y reverenciados por todos, defendidos por sus ejér-
citos privados y por los funcionarios estatales a su servicio. La redistribución

12. El Colombiano, 27 de julio de 1998.

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122 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

de las tierras, la mayoría de ellas arrancadas a las víctimas eliminadas o


puestas en fuga, la financiación de pequeñas empresas y la promoción de
actos culturales o deportivos servían para crear el necesario consenso so-
cial. “Ahora sí que vivimos en paz”, se leía sobre las paredes de las zonas
costeras del Golfo de Urabá, la primera región conquistada por los paras.
En Arboletes, por ejemplo, se llevó a cabo una concentración excepcional
de la propiedad: 69.000 de sus 72.000 hectáreas pasaron a manos de sólo
cinco personas, ligadas al narcotráfico o al capital extranjero. Por el con-
trario, en las ciudades fue decisivo de cara al éxito del nuevo orden de los
paras, la contribución aportada por los dirigentes del EPL, que fueron elegi-
dos alcaldes de la mayor parte de las poblaciones como Turbo y Apartadó,
o hasta crearon sindicatos patronales, sobre todo en las bananeras.
Las fases de la expansión de los paramilitares fueron enunciadas
eficazmente en octubre de 2002 por la Corporación Regional para los De-
rechos Humanos (Credhos, 2002), que trabaja en el Magdalena Medio.
La estrategia paramilitar es un medio funcional a los fines políti-
cos y económicos del Estado y de sectores importantes de la clase
dominante. No es casual que las regiones de Urabá y el Magdale-
na Medio hayan sido seleccionadas por el Estado como zonas de
planeación y desarrollo estratégico desde hace 30 años [...]
1. Fase de aniquilamiento y destrucción del tejido social demo-
crático de la población civil. Esta fase muestra al terrorismo
como esencia del régimen autoritario y de la política de
gobernabilidad en el ejercicio del poder; su aplicación es una
constante durante la implantación, desarrollo y consolidación
del modelo. En este periodo se ejecutan los actos bárbaros y
atroces contra la vida, la dignidad humana y la organización
social; tiene como finalidad dispersar y aniquilar la base social
y liderazgo alternativo, y neutralizar y desarticular el tejido
social democrático. En este periodo se incrementan las viola-
ciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos y de
los mínimos humanitarios. En esta fase el paramilitarismo sien-
ta las bases para ejercer el control y neutralización de la pobla-
ción y de las organizaciones civiles.
2. Fase de control social. A partir de esta etapa los grupos paramili-
tares actúan como una organziación complementaria o
sustitutiva de las fuerzas de seguridad del Estado. Además, con-
trolan organizaciones de seguridad privada, desarrollan
patrullajes y cuentan con lugares fijos de operación. Restrin-
gen las libertades, dan el visto bueno de candidaturas, e impo-
nen a la comunidad por quién votar; obligan a la población civil

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123
LA LEY DE LA MOTOSIERRA

a movilizarse para generar hechos políticos que reafirmen su


consolidación para posibilitar el paso a la tercera fase de la re-
organización social. Consolidan economías ilegales y estable-
cen tarifas impositivas.
3. Fase de reorganización social. En este estado del proceso hacen
aparición múltiples organizaciones políticas, económicas, de se-
guridad, sociales, culturales, sustitutas de las organizaciones
desarticuladas en la primera fase, hijas afirmantes y voceras
de la nueva realidad imperante; aparecen como las nuevas
orientadoras, comunicándole a la población civil cómo deben
ser las cosas. Este tipo de organizaciones está lejos de empren-
der luchas reivindicativas en lo social y económico.
4. Fase de legalización y legitimación. El paramilitarismo sufre
una transformación significativa, y transita aceleradamente ha-
cia la paraestatización de los poderes públicos del Estado y al
condicionamiento de funcionarios públicos, hasta el punto de
debilitar al Estado social y constitucional de derecho, que di-
cen defender, estableciendo una gobernabilidad y control tota-
litarios y de facto, situación que es facilitada por una impunidad
casi absoluta. Establecen la connivencia territorial y la tolerancia
con la Fuerza Pública, y comparten con ella el ejercicio de la auto-
ridad. La organización de eventos culturales es el medio utilizado
para llegar a la gente y así articular su base social y legitimar el
proyecto totalitario; se hacen esfuerzos para mostrar una ima-
gen positiva y próspera de la región, llegando algunos servidores
públicos locales, incluso, a afirmar que “ya se consiguió la paz”,
con el propósito de atraer la inversión del capital.
El paramilitarismo en Barrancabermeja.
El proyecto paramilitar en la región del Magdalena Medio ha su-
frido modificaciones en su implementación; estas han obedecido
a la multiplicidad de intereses políticos y económicos del Estado,
actores civiles y militares y a la configuración y maduración de
un proyecto político agenciado desde su estructura militar. Esto
ha llevado a que en Barrancabermeja las fases o parte de las fases
de su implementación se den manera simultánea.

El gobierno parecía ignorar la expansión del fenómeno paramilitar.


La única novedad aportada por Samper fueron sus actos de contrición con
los que intentaba conmover a la opinión pública y demostrar su buena fe
a la comunidad internacional. En enero de 1995, por ejemplo, reconoció la
responsabilidad del Estado en la masacre de casi 200 personas en Trujillo,

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Valle, con varios oficiales involucrados en ella, comenzando por el mayor


Alirio Ureña. Un informante del ejército, Daniel Arcila, había confesado:
A las víctimas les cubrieron la cabeza con costales y las arrojaron
al suelo. Con una manguera, el mayor Ureña les puso un chorro
de agua en la cara, a la altura de la boca y de la nariz mientras
los interrogaba. Luego los amontonaron en la peladora. Alguien
ordenó traer el soplete y la motosierra. Los retenidos fueron
descuartizados con la motosierra, dejándolos desangrar. Las ca-
bezas y los troncos de las víctimas fueron depositados en costales
diferentes, y el 1º de abril 1990, una volqueta Ford azul llevó los
cadáveres hasta el río Cauca.
Tras el reconocimiento público de culpabilidad por parte de Samper,
fueron muertas o hechas desaparecer en Trujillo otras 130 personas, entre
las que se hallaba el mismo Arcila, a quien los abogados de los militares
investigados habían intentado desacreditar, afirmando que padecía tras-
tornos psíquicos (Comisión Interamericana, 1995). “Prometieron el cielo
y la tierra pero seguimos igual”, dijeron los sobrevivientes de Trujillo, a
quienes no se hizo justicia ni se les resarció, como se les tenía prometido.
En otra ocasión, Samper pidió perdón en presencia de los familiares de las
víctimas, del embajador norteamericano Curtis Kamman, de altos funcio-
narios de la ONU y representantes de diversas organizaciones humanita-
rias, en nombre del Estado, por los actos de “una violencia delirante”
realizados por sus agentes. “¿Para qué disculpas si no hay castigo?”, le
replicaron los padres de nueve muchachitos fusilados en un oratorio de
Medellín en noviembre de 1992 por un grupo de policías, posteriormente
absueltos por la justicia militar.13
Otras medidas lanzadas por el presidente resultaron claramente
paradójicas. La apertura, en las guarniciones de las brigadas militares, de
ventanillas públicas adonde podían dirigirse los familiares de las víctimas
de violaciones de los derechos humanos para presentar sus denuncias, no
hicieron sino hacer todavía más penoso su calvario y aumentar el riesgo
de ser eliminados. Cuando comprobó que las organizaciones de los dere-
chos humanos no se contentaban con sus escenificaciones, Samper se en-
fureció, declarando que “prefería ver, como presidente y comandante de
las Fuerzas Armadas, a los militares combatiendo en las montañas, que
respondiendo a acusaciones infundadas en los tribunales”. Al no poder
acabar con el paramilitarismo, Samper decidió legalizarlo. En diciembre
de 1994 promovió las Cooperativas Comunitarias de Vigilancia Rural (Con-

13. El Colombiano, 30 de julio de 1998.

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LA LEY DE LA MOTOSIERRA

vivir). Presentadas como “instrumentos de defensa civil“, financiadas por


personas privadas, armadas y coordinadas por la policía y el ejército, las
Convivir eran la copia de los grupos creados veinte años antes con la Ley
48. A pesar de la oleada de críticas formuladas por las organizaciones no
gubernamentales (ONG), tanto nacionales como internacionales, a las que
se sumó el Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos, fue-
ron constituidas más de 700 en tres años.13 Para formar una cooperativa
era suficiente llenar un impreso con los datos de los representantes legales
y de los socios, y presentar la documentación al batallón más cercano. El
ex coronel Carlos Alfonso Velásquez criticó estos nuevos organismos. “Si
el Estado no tiene capacidad suficiente para mantener controlados a sus
propios militares y policías, mucho menos la va a tener para controlar a
la gente que no es del Estado”. Los militares se mostraban, por el contra-
rio, muy contentos. “Si queremos ganarle la guerra a la guerrilla, hay que
armar a la gente porque nosotros nunca podremos patrullar bien un país
tan grande como Colombia”.
En agosto de 1997, el ministro de Interior admitió que descono-
cía cuántas eran las cooperativas Convivir y qué número de hombres y
armas tenían. El organismo que debería haberlas controlado en todo el
territorio nacional, la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Priva-
da, contaba con una plantilla de 30 personas, y un presupuesto que a ve-
ces nos les permitía siquiera salir de Bogotá. El Estado había creado un
nuevo ente armado que se le había ido de las manos. Las Convivir,14 pron-
to llamadas por muchos Conmorir, se asentaron sobre todo en las zonas
donde era más fuerte el paramilitarismo. Su creación fue solamente una
de las concesiones hechas por Samper a la cúpula militar, que desde hacía
años afirmaba que tenía las manos atadas en la guerra contra la subver-
sión. Toda excusa era buena para justificar ciertas derrotas clamorosas,
sufridas sobre todo a manos de las FARC, que eran ya capaces de enfren-
tarse abiertamente a compañías enteras de soldados profesionales. En eta-
pas sucesivas fue proclamado el Estado de excepción, con el consiguiente
establecimiento de “zonas especiales de orden público”, que suponían la
restricción de los derechos civiles de la población local y la toma de plenos
poderes por parte de los comandantes militares.
En las regiones de mayor conflicto se puso en marcha un meca-
nismo perverso: el ejército favorecía el crecimiento de grupos paramilitares,
que realizaban terribles masacres, el Estado central respondía a las pro-

14. Sobre las Convivir, véase Alternativa, 15 de marzo de 1997, y Cambio 16, 18 de
agosto de 1997.

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126 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

testas y acusaciones enviando al lugar contingentes militares, y éstos, en


vez de combatirlos, facilitaban todavía más sus actividades. En el noreste
del país, sembrado de minas de oro y oleoductos, por ejemplo, aumenta-
ron paralelamente tanto el número de brigadas móviles y de batallones de
contraguerrilla como el de bandas paramilitares. Cuando, por una coinci-
dencia, se descubría a un oficial colaborando con los paras, sus superiores
se apresuraban a mostrarlo como un caso aislado que nada tenía que ver
con la institución, para luego apoyarlo discretamente de mil formas, evi-
tándole la cárcel o cualquier tipo de condena.
La prensa, más o menos conscientemente, tomó parte activa en
la “guerra sucia”. En mayo de 1997, por citar un dato, los periódicos pu-
blicaron los nombres de 138 alcaldes acusados de colaborar con los gue-
rrilleros, desviando a ellos parte de los fondos públicos. Gloria Cuartas dijo
que “le pusieron una lápida encima”. Solamente después de desmentidos y
de protestas, los periódicos atribuyeron la acusación a una fuente militar
sin identificar. En todo caso, durante los meses sucesivos fueron asesina-
dos una docena de alcaldes que figuraban en aquella lista, mientras otros
dimitieron y abandonaron su zona.
La estrategia de los paras era considerada la única eficaz frente a
la rebelión social. Así empezaron a afirmarlo, con menos pudor cada día,
amplios sectores del poder económico. En 1994 Fidel Castaño admitió que
“los grupos de autodefensa son financiados históricamente por quienes
tienen intereses económicos”. En una entrevista concedida siete años des-
pués al periodista y filósofo francés Bernard Henry-Levy, su hermano
Carlos afirmó “¿Atentados ciegos? ¿Nosotros? ¡Jamás! Siempre hay una
razón. Los sindicalistas, por ejemplo. ¡Le impiden trabajar a la gente! Por
eso los matamos”.15
Según el padre Javier Giraldo, entonces director de la Comisión
Justicia y Paz de la Conferencia de Religiosos de Colombia,

el paramilitarismo ha ido pasando, en el curso de menos de dos


décadas, de “Escuadrón de la Muerte”, al cual se podrían transfe-
rir con estrategias de imagen y de encubrimiento todos los crí-
menes de Estado, a ser asumido como una instancia justiciera,
única que se va mostrando eficaz en el campo de una justicia
vindicativa, y que va ganando vertiginosamente terreno en el
campo de la legitimación social: sus líderes gozan de un amplio
poder en los mass media, de tolerancia e impunidad absoluta, y

15. Semana, 10 de octubre 1994, y 10 de junio de 2001

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127
LA LEY DE LA MOTOSIERRA

sus cuarteles generales son fortalezas protegidas por todos los


poderes del Estado. Son ya interlocutores políticos para el Estado
y la clase empresarial (Comisión Intercongregacional, 1997).

En realidad los paras, por lo menos en las regiones del Atlántico,


no eran ya solamente un instrumento de muerte, pues se habían conver-
tido en la expresión de un proyecto político, económico y social autorita-
rio, ligado a los barones locales de los dos partidos tradicionales, y protegido
por los sectores económicos amenazados por la actividad guerrillera.
En 1990 el gobierno había reconocido la existencia de grupos
paramilitares en cinco de los 32 departamentos del país. En noviembre de
1997, los paras actuaban ya en 25 departamentos. “Pueden ser 2000 o
3000 hombres armados pero, con la movilidad que tienen y las puertas
que se les abren, es como si fueran 10.000”, afirmaba el sociólogo Alfredo
Molano.16 En el mismo mes en que se había producido la enésima matan-
za realizada en La Horqueta, con 14 víctimas, el gobierno Samper creó un
nuevo Bloque de Búsqueda de los grupos de “justicia privada”, formado
por representantes de todos los aparatos represivos del Estado y que, des-
pués de haber prometido solemnemente luchar contra los paramilitares,
desapareció en unas semanas. La burla de la lucha contra el paramilitarismo
era conocida también por Washington. El Departamento de Estado norte-
americano subrayó en su informe de 1996 que el gobierno Samper mos-
traba una “política de aquiescencia” frente a los paras. Aunque se trataba
de juicios severos, no llegaron a ejercer presión alguna sobre el poder co-
lombiano.
Seguros de nos ser combatidos por nadie, los paras de Castaño se
unieron en diciembre de 1996 en la Coordinadora Nacional Contra-
guerrillera con sus homólogos del Magdalena Medio y del Meta, bajo el
mando del esmeraldero Víctor Carranza, y tomaron el nombre de
Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Aspirando a convertirse en la
guerrilla de la derecha, decidieron copiar a las FARC y al ELN. La primera
proclama “desde las montañas de Colombia” parecía más un manual de
espionaje y técnicas de contraguerrilla que un documento político-ideoló-
gico. En los documentos posteriores los paras afinaron su discurso. El único
elemento que los diferenciaba de la guerrilla se encontraba en los princi-
pios básicos del movimiento, que hacían referencia “al abandono de los
deberes de tutelar la vida, patrimonio y libertad de los ciudadanos”. Por lo
demás, las AUC afirmaban que su lucha iba contra la corrupción estatal,

16. Cambio 16, primero de diciembre de 1997.

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128 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

a favor de la democratización de la sociedad, y por la justicia social, hasta


tal punto que los periódicos se preguntaban: “Entonces, ¿por qué pelean?”.17
Algún intelectual formuló hipótesis tan sugestivas como ingenuas. “Si son
tan persistentes las convergencias, la guerrilla y las autodefensas podrían
terminar aliadas contra los factores que para ellos impiden el cambio, como
son los terratenientes, la clase política corrupta y todos los representantes
del establecimiento”.
El discurso de las AUC era en realidad simple propaganda que nadie
podía tomar en serio. Los paras se decían favorables a una intervención
estatal fuerte en favor de una economía solidaria, teniendo como punto
central una verdadera reforma agraria, afirmando que los realizados has-
ta entonces no habían sido sino “un simple y limitado programa de incen-
tivo del sector agrícola”.18 Y, sin embargo, continuaban actuando cada día
como guerreros despiadados de la contrarreforma que había entregado a
los narcos 5 millones de hectáreas de las mejores tierras del país. Dos mi-
llones de ellas habían ido al esmeraldero Víctor Carranza, y uno a la fami-
lia Ochoa. Las fincas superiores a 500 hectáreas, que en 1985 comprendían
9,6 millones de hectáreas, abarcaban casi 20 millones en 1996. Según El
Tiempo, 500.000 de las 850.000 hectáreas de la región controlada por los
paras de Córdoba acabaron durante aquellos años en manos de los
mafiosos.19
El objetivo de las AUC era extenderse hacia las regiones controla-
das por la guerrilla: hacia el noreste, históricamente bajo la influencia del
ELN, y hacia el sur, donde prevalecía la economía cocalera y se hallaban
los mayores contingentes de las FARC. Era necesario, sin embargo, dar un
golpe de efecto y quitarse de la espalda un pasado lleno de terror ensucia-
do por la droga y, por ello, poco presentable. En 1996 desapareció Fidel
Castaño, junto con otros hombres, en la selva del Darien, en las fronteras
con Panamá. Al dar la noticia, su hermano Carlos se presentó como el nuevo
Rambo. Nadie vio el cadáver de Fidel. Muchos dudaron de su muerte. Los
mitos, incluso los peores, están destinados a durar mucho tiempo.

17. Semana, 11 de mayo de 1998.


18. Planteamiento sobre la solución política negociada al conflicto armado interno,
documento AUC del 9 mayo de 1998.
19. El Tiempo, 9 de mayo de 1997.

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Los malos de la película

9
A quella mañana los perros empezaron a ladrar furiosamente, desper-
tando a Leonardo Cortés Novoa. El joven juez abrió los ojos, aunque
no se movió de la cama para no despertar a su mujer Rosario. Empezó a
darle vueltas a la mente. Algunos días antes se habían marchado con sus
familias el alcalde, el tesorero y el secretario municipal. “Habrán ido de
vacaciones”, se decía en el bar. ¿Todos juntos? Nunca había sucedido hasta
entonces que él, Leonardo, se convirtiera en la única autoridad civil de
Mapiripán. Hasta ese día se había ocupado en la pequeña ciudad junto al
río Guaviare, como máximo, de alguna muerte entre borrachos, agresio-
nes por problemas de cuernos y algunos robos de ganado.
Los militares se habían marchado hacía tiempo. Los soldados del
batallón Joaquín París, estacionados en San José del Guaviare, a veinte
minutos en helicóptero y un par de horas por el río, volvían cada tanto,
nerviosos y cautos como una tropa de ocupación. Los policías habían aban-
donado el poblado en el mes de septiembre anterior, cuando su edificio había
sido asaltado y destruido por las FARC. Aquella acción, en la que había
muerto un joven agente, había estado conducida por Alexander, un gue-
rrillero procedente de Mapiripán, que ocupaba el cuarto lugar en la jerar-
quía del XLIV Frente, después del comandante John 40 y los capitanes Ben
Hur y Hernando. Se murmuraba desde algunos días que el propio Alexander
había desertado, pasando a las filas de los paramilitares con cuatro gue-
rrilleras más, tras haber extorsionado por 40 millones de pesos a los co-
merciantes de la zona.

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130 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Leonardo recordó que el día anterior se había ido también la fa-


milia de Alexander. ¿Otras vacaciones? En medio de los ladridos, el juez
empezó de pronto a distinguir el ruido inconfundible de órdenes militares,
gritos, insultos. Y comenzó a tener miedo. Un día antes, él mismo había
llamado por teléfono a la policía de Charras para tener noticias sobre los
movimientos de algunas tropas estacionadas a la otra orilla del Guaviare.
“Aquí solamente está el ejército”, le habían tranquilizado. Cuando empe-
zaron las patadas contra la puerta, haciéndole saltar de la cama y desper-
tando bruscamente a la mujer y a los cuatro hijos, Leonardo quiso creer
que se trataba de soldados del batallón Joaquín París. Abrió la puerta y
comprendió que no era así. “¿Es usted el juez?”, le preguntó un hombre,
con una ametralladora AK47 a la espalda, que llevaba el brazalete rojo de
las autodefensas. No bastó la respuesta afirmativa de Leonardo. Sin aña-
dir palabra, el hombre armado penetró en la casa y, con otro soldado ves-
tido con ropa de camuflaje, comenzó a sacar los cajones y a abrir las puertas
del aparador.
Uno de los dos milicianos le dijo aparte: “¿Tienes miedo?” Lo tu-
teaba. Mala señal. “No, ¿por qué iba a tener? Soy el juez”, repitió Leonardo,
tal vez para convencerse de que no podía sucederle nada. El otro, que pa-
recía ser el jefe, exigió que le entregara la llave de la casita que hacía las
veces de juzgado. “¿Tienes otra copia?”, “no”, respondió instintivamente.
Esa mentira podía costarle la vida, pero Leonardo pensó que no podía per-
der la única posibilidad que le quedaba de defender a la gente de Mapiripán.
En el juzgado se hallaba uno de los pocos teléfonos del poblado, desde el
que habría podido pedir auxilio a San José, a Villavicencio e, incluso, a
Bogotá. Le vino a la memoria su abuelo, uno de los primeros socialistas
del Meta, y su padre, subteniente del ejército, que se había encontrado sie-
te veces ante el Consejo de Guerra por haber ayudado a los indígenas de la
región de Vichada a organizarse y a luchar por sus derechos.
“Mientras permanecemos en el pueblo no se te ocurra entrar en
el juzgado”. “Pero yo tengo que administrar la justicia…”. El hombre lo
fulminó con la mirada. “Ahora la justicia la administramos nosotros. Y de
forma más eficaz que tú”. Leonardo no replicó. Ya era suficiente estar vivo.
Por aquel día, al menos. Toda su familia estaba allí. La mujer y la hija mayor
asustadas, los hijos más pequeños, todos varones, que se restregaban los
ojos sin entender qué estaba sucediendo. Después decidió salir de casa para
comprobar personalmente qué había sucedido. Besó a todos. Podría ser la
última vez que los veía. Ya en la calle, se dio cuenta de que los paras ha-
bían invadido Mapiripán y tenían retenidos a sus tres mil habitantes. A la
altura del parque Gaitán, encontró a Antonio Barrera, al que llamaban

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LOS MALOS DE LA PELÍCULA

Catumare, uno de los fundadores del pueblo, comerciante y dueño del bar
y billar, y de la pensión Catumare. Estaba rodeado por un grupo de
milicianos armados con pistolas y machetes. Al mando se encontraba un
negro enorme que, en aquel momento, increpaba con dureza al prisione-
ro. Leonardo y Catumare estaban unidos por una amistad instintiva y por
la antigua militancia en la Unión Patriótica. Se miraron sin decir palabra.
Más adelante encontró a Vladimiro Muñoz, secretario municipal.
También a él le habían pedido la llave del Concejo. Aquel martes, 15 de
julio de 1997, los paramilitares secuestraron a ocho hombres. Catumare
quedó encerrado en una casa. Cuando lo supo Leonardo se dirigió allí jun-
to con uno de sus hijos. A la puerta se encontraban solamente dos milicianos
tomando cerveza. Leonardo levantó el tono de la voz al hablar y, al sentir-
lo, Catumare empezó a gritar: “¡Señor juez, señor juez! ¿Ha venido a
liberarme?” “No, Antonio”, respondió Leonardo. “¿Cree que me harán daño?
¡Señor juez, sálveme!” Leonardo no se atrevió a responderle. Se alejó con
una angustia tremenda. En la taberna de enfrente se hallaba el negro de
casi dos metros de altura, a quien todos llamaban King Kong. “Soy el juez.
¿Con quién puedo hablar acerca del señor Barrera?” Con un marcado acento
de la costa atlántica, el hombre respondió que quien decidiría el destino de
“aquella mierda” era Águila 4.
El juez recorrió todo el pueblo antes de hallar al comandante de
los paras. Era un blanco del departamento de Cundinamarca. “¿Es amigo
suyo?”, le preguntó bruscamente. “No, pero quisiera saber qué piensan
hacerle”. “Usted no puede salvarlo de ninguna manera”. “Pero ¿de qué lo
acusan?”. “Usted, señor juez, no es un huevón sino una persona instrui-
da. Debería saber que ese hombre es un colaborador de la guerrilla”, le
dijo mirándole fijamente a los ojos. Leonardo lo intentó todo. Se hizo el
tonto. Trató incluso de filosofar, hablando de la inutilidad de la pena de
muerte. Logró que dejaran libres a tres personas, aunque no a Catumare.
Juró que en los diez meses de permanencia en Mapiripán no lo había visto
nunca hablar con los guerrilleros. Águila 4 le cortó secamente, y tuvo que
marcharse.
Al barquero Sinaí Blanco le ordenaron no moverse de su casa.
También a él le acusaban de colaboración con los guerrilleros. Sinaí era
uno de los cuatro habitantes de Mapiripán que recaudaba el impuesto de
la gasolina que llegaba al pueblo, utilizada en su mayor parte para el fun-
cionamiento de los laboratorios de cocaína esparcidos por la selva, al otro
lado del río Guaviare. Una cuota de la llamada “tasa revolucionaria” se
quedaba en Mapiripán, por decisión de los guerrilleros, y servía para cons-
truir y reparar las calles, mantenimiento del hospital y paga de los maes-

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132 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

tros de la escuela. Los paras no lo consideraban atenuante. Las hijas de Sinaí


le suplicaron que intercediera, pero el juez no podía en modo alguno volver
donde Águila 4. Sugirió a las muchachas que convencieran a su padre de que
esperase a que oscureciera para intentar la huida, aunque sabiendo que Sinaí
no lo hubiera hecho nunca. Durante toda su vida había huido de la violencia.
Aquel 15 de julio hacía un calor sofocante. Todos imaginaban lo
que podía suceder. Cada vez se acercaba más gente al juez para pedirle
consejo y comunicarle que habían apresado a otros. ¿Los matarían, los
harían desaparecer u organizarían un proceso en la plaza como solía ha-
cer la guerrilla? Al ponerse el sol creció el miedo. No necesitaron ninguna
orden para encerrarse todos en sus casas. Los paramilitares apagaron las
plantas eléctricas antes de que anocheciera. Rosario convenció a sus hijos
de que se acostaran. Leonardo permaneció en la puerta de su casa, sin hacer
caso a su mujer que le pedía que entrase. Solamente lo hizo cuando sintió
que venía gente. Oculto tras los visillos de la ventana vio pasar a seis o
siete hombres armados, mandados por King Kong que empujaban a dos
personas vendadas y con las manos atadas a la espalda. El juez reconoció
la voz de Catumare. “¿Adónde nos llevan?”, preguntaba insistentemente
el viejo. Leonardo temía saberlo. A unos cien metros de la casa, en el ba-
rrio El Alto, se hallaba uno de los tres mataderos del pueblo. Esperó unos
segundos antes de salir por la puerta de atrás, sin hacer caso a su mujer.
Trató de no hacer ruido, aprovechando que los perros no habían cesado de
ladrar a lo largo de aquel día terrible.
El horror no es como uno lo imagina, sino mucho peor. Leonardo
hubiera preferido no ver el espectáculo que su deber como juez le obligaba
a mirar, a la luz de la luna casi llena. El primero en quien se centró King
Kong fue precisamente en Catumare. Aquella bestia lo levantó con una
mano y con la otra le clavó por detrás de la nunca el gancho para colgar
los trozos grandes de carne. Catumare gritaba con voz ronca. Los milicianos
se echaron a reír y empezaron a atormentarlo con los machetes por el pecho,
espalda, vientre. King Kong le golpeaba con ferocidad, abriéndole heridas
que se llenaban de sangre. Catumare gritaba. Imploraba que no lo mata-
ran de aquella manera. Casi no se entendían sus palabras. Leonardo se secó
las lágrimas que le caían sin darse cuenta. Sentía que debía seguir miran-
do aquel horror. Cuando tenía un brazo medio desgajado y el vientre abier-
to, el viejo comenzó a invocar el nombre de Agustín, tal vez un amigo o
un hermano. Nadie podía ayudarle. Leonardo deseaba solamente que ter-
minara aquel tormento cuanto antes. Transcurrieron casi diez minutos
hasta que King Kong decidió abrirle la garganta, haciéndole sacar el últi-
mo y atroz estertor. Leonardo se sentía paralizado.

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LOS MALOS DE LA PELÍCULA

Antes de meterse con el otro prisionero, que se mantenía en si-


lencio, acaso llorando, los milicianos tomaron otra cerveza. Estaban exci-
tados. Leonardo abandonó su escondrijo detrás de un árbol. No era capaz
de asistir a otra ejecución. Temblaba. Llegó a casa y vio a Rosario llorando.
Los hijos estaban despiertos, excepto el pequeño. Casi a la vez, le pregun-
taron todos sobre aquellos gritos. “Son los vecinos que están discutien-
do”. Pero los gritos comenzaron de nuevo. Seguramente habían clavado el
gancho al otro prisionero. El juez miró el reloj. El suplicio duró mucho
más que antes. Casi veinte minutos. Tal vez la víctima era más joven que
Catumare. O tal vez se habían entretenido en interrogarlo.
Aquella noche Leonardo se mantuvo en vela hasta que el grupo
de asesinos pasó de nuevo por delante de su casa. Se despertó con la idea
fija de acabar con aquel horror. Las calles del poblado se hallaban desier-
tas. Pocos habían conseguido dormir aquella noche. Llegó hasta el mata-
dero. Había más moscas que otras veces, o tal vez era solamente una
impresión. Cuando salió el sol la gente se le acercó pidiéndole que hiciera
algo. Alguien criticó al alcalde que había escapado, y al cura, don Marco
Vinicio Pérez, que se había escondido en la iglesia. Habían ido en su busca
para que bendijera los restos de los cadáveres hallados junto al embarca-
dero, sin que ninguno se atreviera a acercarse ante las amenazas de repre-
salia de los asesinos. A mediodía se corrió la voz de que los paras estaban
a punto de irse. Tras haberse reunido, salieron, efectivamente, hacia el norte.
Algunos se ilusionaron imaginando que había concluido la pesadilla.
Leonardo aprovechó para llegar hasta su oficina, y se puso a redactar con
su vieja máquina de escribir un informe, que luego enviaría por fax a su
superior del Tribunal de Villavicencio, Fausto Rubén Díaz. Se daba cuenta
de que arriesgaba la vida. Las teclas nunca habían hecho un ruido tan fuerte.
Cualquiera podría escucharlo desde la calle.
Cuando salió poco antes de la puesta del sol, se enteró de la noticia:
los mercenarios habían regresado con algunos campesinos capturados a
lo largo del día. Las ejecuciones se llevaron a cabo ininterrumpidamente
desde las 10 hasta las 2 de la madrugada. El juez no presenció el espectá-
culo. Los hijos no le preguntaron nada. Rosario no se durmió hasta el
amanecer. Leonardo temía que llamaran a la puerta. A la mañana siguiente
lo despertó un muchacho avisándole que había una llamada para él en el
teléfono del hotel Montserrat. Se vistió y llegó al albergue. Un hombre,
que se identificaba como el mayor Hernán Orozco, primer oficial del bata-
llón Joaquín París, le pedía información sobre una especie de juicio popu-
lar que habían realizado en el pueblo los guerrilleros del XLVI Frente de las
FARC. Leonardo le respondió con monosílabos, sorprendido de que el ma-

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134 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

yor se interesara por un suceso que había tenido lugar hacía dos meses.
Cautelosamente le informó de que Mapiripán había sido invadido por un
grupo de hombres armados. “¿Guerrilleros?” “No”. “Están cometiendo
algún delito?” Leonardo empezó a dudar de si estaría cayendo en una tram-
pa. Tal vez el que se hallaba al otro lado del hilo telefónico era de las AUC.
“No, no… se están comportando de manera decente”.
Una vez colgado el teléfono, Leonardo volvió a llamar al batallón
de San José. Sus temores eran infundados. Acababa de hablar realmente
con el mayor Orozco, que había sustituido desde hacía unos días al coro-
nel Carlos Eduardo Ávila, que se había marchado de vacaciones. Leonardo
le describió lo que estaba sucediendo en Mapiripán, y lo mismo hizo du-
rante los cuatro días siguientes, con llamadas por teléfono cada vez más
desesperadas. Orozco no llegaba a creerle. “¿Cómo es posible que hagan
esas cosas? ¿Están drogados?” De todas maneras no accedió a la solicitud
del juez de mandar rápidamente un destacamento. Orozco dijo que no podía
dejar desguarnecida la base de San José. Precisamente aquellos días sus
soldados habían salido de misión a Calamar, en el Caquetá. Solamente le
prometió que pediría instrucciones al comandante de la XII Brigada, gene-
ral Jaime Humberto Uscátegui. “Mayor, acudo a su honor militar para
que no deje que nos sigan masacrando”, dijo Cortés. Cuando el oficial
empezó a enumerar los kilómetros cuadrados que debían controlar sus
militares y los pocos medios que tenía a su disposición, Leonardo entendió
que su vida y la del resto de habitantes de Mapiripán estaban en manos de
los paras.
El día 17 los muertos podían superar ya la veintena. Fue enton-
ces cuando el alcalde Jaime Calderón regresó al pueblo con un bimotor de
alquiler, y apareció asimismo el cura. Ambos trataron de minimizar lo que
estaba sucediendo. En Mapiripán sólo concebían ilusiones cuando, al con-
cluir la mañana, se juntaban en la plaza los milicianos de las AUC para
salir del pueblo. Cada tanto llegaban los ruidos de una batalla lejana. Se
comentaba que diversos frentes de guerrilleros habían atacado a los paras
por la zona de la Cooperativa. Tal vez andaban por allí quienes habían
invadido Mapiripán. Se decía también que los helicópteros de San José es-
taban ametrallando a los hombres de las FARC. Dado que el Estado se
mostraba indiferente ante la matanza de sus ciudadanos, Leonardo había
confiado que los muchachos llegaran hasta Mapiripán. Pero empezaba a
pensar que tampoco los guerrilleros de las FARC se interesaran por la vida
de la pobre gente. También aquel día llamó al mayor Orozco.
Desgraciadamente, los milicianos regresaron con otras víctimas,
que entregaron a King Kong. “No es gente de aquí. Serán guerrilleros”, le

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LOS MALOS DE LA PELÍCULA

comentó el alcalde queriendo tranquilizarlo. La noche transcurrió terri-


blemente igual a las precedentes, con la sola novedad de un helicóptero
que sobrevoló el pueblo durante unos diez minutos. Leonardo quiso creer
por un momento que fuera el ejército. Pero cuando notó que era de color
blanco, recordó que el jefe de las AUC, Carlos Castaño, solía utilizar un
aparato de aquel tipo por todo el territorio nacional sin que nadie le mo-
lestara, para coordinar las acciones de sus tropas.
Los gritos de las víctimas mantenían despiertos a los habitantes de
Mapiripán. Durante la noche del 17 de julio se escucharon de los dos matade-
ros cercanos al río Guaviare. King Kong encontraba más cómodo descuarti-
zar sus víctimas cerca del río, para así arrojar los miembros y las vísceras de
modo que el tronco se hundiera más fácilmente. A veces el Guaviare devolvía
aquellos restos en otro lugar que se adivinaba al día siguiente por el vuelo
circular de los buitres. Entre los cadáveres devueltos por el río se encontraba
el de Sinaí Blanco, que había sido sacado de su casa la tarde anterior a pesar
de los ruegos de las hijas, tras haber permanecido en ella, desesperado, aguar-
dando la muerte. Su asesinato causó una gran impresión porque Sinaí era
una de las personas más amables y queridas de todo el pueblo. Mapiripán se
hallaba presa del terror. No había actividad alguna. Era un pueblo silencioso.
No salía de las casas el sonido de la música de los joropos y el vallenato que
antes se confundían en el aire, transmitidas a todo volumen por las radios
locales. Solamente en las tabernas donde vivaqueaban pequeños grupos de
los paras se oía alguna canción. Entre una cerveza y otra, los milicianos de las
AUC no se inhibían de hablar de política con los pocos clientes del pueblo, la
mayoría viejos convencidos de que ellos no tenían nada que temer. Los miem-
bros de las AUC aseguraban que estaban protegidos por el gobierno y finan-
ciados por los latifundistas de la zona, cansados de pagar impuestos a la
guerrilla. Eran las mismas ideas que aparecían en los pasquines distribuidos
por el pueblo. “Llegamos para responder a la población convencida de que
el Estado no alcanza a cumplir con sus funciones de velar por la seguri-
dad”. Bajo el letrero de la heladería Las Brisas los paras habían escrito con
pintura roja: “No nos vamos hasta que acabemos con la guerrilla”, y más
abajo: “Fuera guerrilla del Meta… Si te desertas con el fusil se te dan dos
millones de pesos y se te respeta tu vida a ti y a tu familia”. Y por todas
partes “Muerte a las FARC y al ELN”, y “Viva los paras”. Sólo era conocido
uno de los paramilitares, un tal Álvaro, que había frecuentado la escuela
de Mapiripán. La mayor parte eran negros de la costa atlántica o pacífica.
Los jefes tenían todos el inconfundible acento paisa, de la región de Medellín.
Excepto los agresivos hombres de King Kong, los demás parecían tranqui-
los, como si estuvieran realizando un trabajo como cualquier otro.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

La pesadilla duraba ya cinco días. ¿Cuántas personas iban a ma-


tar todavía los paramilitares? ¿Cuánto tiempo iba a transcurrir antes de
que el Estado se moviera para salvar a los ciudadanos de Mapiripán?
Leonardo llamó de nuevo al mayor Orozco. Estaba fuera de sí. El oficial le
dijo que esperara y, después de unos minutos, se puso en contacto por radio
con un superior. Las palabras que oyó Leonardo claramente, a pesar de los
ruidos de las frecuencias, lo dejaron frío. “Dígale a ése que si él no ha he-
cho nada malo, no tiene nada que temer y que no siga jodiendo”. Com-
prendió que había expuesto demasiado.
La noche del sábado fue todavía más trágica que las otras. Un
grupo de paras secuestró a Ronald Valencia, el negro que trabajaba en el
aeropuerto como radio operador, expendedor de billetes y mozo de equi-
paje. Era padre de seis hijos. Lo acusaron de proporcionar aviones a los
comandantes de la guerrilla, le obligaron a ponerse de rodillas y le corta-
ron la cabeza de un machetazo, precisamente en el momento en que llega-
ba el correo de Villavicencio. Después, delante de los pocos viajeros
horrorizados, se pusieron a jugar a fútbol con su cabeza. Ronald no fue el
único al que decapitaron aquella noche. A la orilla del río Guaviare fue
encontrada, sobre un palo todavía ensangrentado, la cabeza de un cierto
Nelson, que había llegado un mes antes, con su mujer, del Valle, en busca
de fortuna. No le bastó jurar que era un reservista del ejército, y pagó la
culpa de no llevar consigo los documentos de identidad.
Aquella noche podría haber sido la última para el juez Leonardo
Cortés. Al amanecer y salir de casa, se encontró con un vecino que se sor-
prendió al hallarlo todavía con vida. “Los he oído con mis propias orejas.
Decían haber descubierto que usted es el espía y que lo iban a matar por
ello”. Leonardo fue presa del pánico. Volvió a casa y encontró llorando a
su mujer. “Ha venido el inspector. Dice que debes escapar ”. Arriesgando el
todo por el todo, Leonardo fue a su oficina, aprovechando que los
paramilitares parecían haber desaparecido del pueblo. Llamó de nuevo al
mayor Orozco. Le dijo que había sido denunciado a los paras por alguno
de su batallón. “Lo único que puedo hacer es enviarle un medio, un ca-
mión o un helicóptero, para salvarlo a usted y a su familia”, respondió el
oficial. “Si tienen un helicóptero pueden enviar también la tropa para aca-
bar con esta masacre”. “Para eso necesito la orden de mi general que toda-
vía no me ha respondido”.
A pesar de hallarse abrumado por el miedo, no quería abandonar
a sus paisanos. En casa encontró al vecino, que había contratado para
entonces una avioneta en San José. El piloto exigía 200.000 pesos, una
suma que Leonardo no poseía. “Los adelanto yo. Algún día me los devol-

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LOS MALOS DE LA PELÍCULA

verá”, le dijo el vecino. Leonardo y Rosario necesitaron pocos minutos para


llenar unas bolsas y vestir a los niños. Se dirigieron hacia el aeropuerto
temiendo tropezarse con los paras. En la pista había un gran gentío. Todos
querían escapar. Aterrizaron tres o cuatro aviones. Entre ellos, la avioneta
alquilada por Leonardo. Sólo veinte minutos de vuelo separaban el infier-
no de Mapiripán de San José.1
Era el 20 de julio, día de la Independencia. El juez estaba demasia-
do tenso como para notar un gran movimiento de altos oficiales en el ae-
ropuerto de San José. Se acababa de consumar la dramática ruptura entre
el presidente Ernesto Samper y el comandante de las Fuerzas Armadas,
Harold Bedoya, que había hecho temer incluso un golpe militar. Por pri-
mera vez en Colombia, los poderes del Estado celebraban separadamente
la fiesta de la Independencia. El poder político se había reunido en la Casa
de Nariño en Bogotá. Buena parte de la cúpula militar se había juntado, a
su vez, en la escuela de las Special Forces del ejército, en el islote de
Barrancón, construida con el dinero de Estados Unidos, a poca distancia
de San José y a algunos kilómetros de Mapiripán.
Las idas y venidas de los generales no distrajeron en todo caso al
mayor Orozco, que envió un automóvil para recibir a Leonardo y los su-
yos, y llevarlos seguidamente al hotel Apaporis. Orozco llegó poco des-
pués en compañía de un par de amigas. Invitó a todos a desayunar. Mostró
al juez los fax enviados al general Uscátegui en los que pedía “montar con
los métodos humanos y materiales de la II Brigada móvil una operación
rápida e incisiva sobre Mapiripán”. Cuando el mayor le ofreció una escol-
ta, Leonardo comprendió que era necesario alejarse todavía más y lo antes
posible de Mapiripán.
Durante los primeros dos días de permanencia en San José,
Leonardo se dio cuenta de que periódicos y noticieros de televisión daban
como primera noticia la matanza de Mapiripán, adonde habían llegado la
Cruz Roja, los periodistas y, finalmente, el 21 de julio, los militares. La
delegada de la Cruz Roja, la suiza Anne Sylvie Lander, que se cruzó con los
paramilitares mientras abandonaban el lugar, declaró que “nunca habría
encontrado un país donde la gente tuviera tanto miedo a hablar, a pesar
de que he trabajado hasta hoy en Croacia, Azerbaiyán y Cisjordania”.2 Por
los mismos noticieros entendió el juez que muchos trataban de minimizar

1. El relato de la masacre de Mapiripán se basa en entrevistas realizadas por el autor


al juez Leonardo Cortés Novoa en agosto de 2000, y a los abogados Luis Guiller-
mo Pérez Casas en julio de 2002, y Eduardo Carreño en agosto de 2004.
2. El artículo citado de Ignacio Gómez es del 27 de febrero de 2000.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

la matanza. El párroco, don Vinicio Pérez, declaró, por ejemplo, que con-
sideraba exagerado el interés de la prensa por un suceso que había causa-
do “sólo algunas víctimas”. El coronel Luis Fernando Saavedra, jefe de la
Policía de San José, defendió que los muertos no pasaban de tres. A su
parecer mucha gente había desaparecido “del susto”. El más cínico, en todo
caso, fue el general Manuel José Bonnet, según el cual “de primerazo eso
de Mapiripán es una rencilla entre narcotraficantes”. Precisamente en aque-
llos días, Bonnet, destinado a sustituir a Bedoya en la cúpula de las Fuer-
zas Armadas, era descrito por la prensa como un hombre sensible al tema
de los derechos humanos.3
Leonardo tenía prisa por ir a Villavicencio para dar su versión de
los hechos al magistrado Fausto Rubén Díaz, su superior. El 22 de julio
tomó un avión de línea para Villavicencio, junto con Rosario y sus hijos.
Ese mismo día desembarcaba en el aeropuerto de San José, junto con un
grupo de jueces, el delegado presidencial para los derechos humanos, Luis
Manuel Lazo, enviado con toda urgencia a Mapiripán por el presidente
Ernesto Samper. Dos días antes se había firmado en Washington un acuer-
do, por el que el gobierno de Bogotá se comprometía a entregar un infor-
me periódico sobre las violaciones de los derechos humanos por parte de
las Fuerzas Armadas. La matanza de Mapiripán ofrecía a Samper la oca-
sión de demostrar su celo en un tema que parecía interesar de pronto a
Estados Unidos. Aquel mismo 22 de julio, el comandante de las Fuerzas
Armadas, general Harold Bedoya, denunció, en un acto que tenía todo el
aire de rebelión, su postura contraria a cualquier tipo de control civil so-
bre el ejército y a toda reforma del Código Penal Militar que pudiera sacar
de la jurisdicción militar los delitos de lesa humanidad.
Apenas desembarcado en San José, el delegado presidencial para
los derechos humanos, Luis Manuel Lazo, comprendió que el ambiente era
muy tenso. Los acuerdos hechos en Bogotá preveían que sería acompaña-
do en helicóptero hasta Mapiripán. En el aeropuerto de San José, por el
contrario, un general lo ridiculizó por su joven edad y después lo abando-
nó en tierra junto con los jueces, hasta el punto de verse obligado a alqui-
lar un avión privado. Ya en el aeropuerto de Mapiripán, el grupo permaneció
solo, desde las 11 hasta las 16 horas, sin atreverse a salir en ningún mo-
mento del edificio municipal. “Tenían mucho miedo”, recuerdan en el pue-
blo. Unos días más tarde, el fiscal general de la Nación, Alfonso Gómez,

3. La declaración de la delegada de la Cruz Roja y el comentario del general Bonnet,


en Cambio 16, 28 de julio de 1997.

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LOS MALOS DE LA PELÍCULA

afirmó que sus hombres no querían sufrir el mismo final de sus colegas
asesinados en 1989 en La Rochela.
Durante los meses siguientes fue reconstruida la desconcertante
dinámica de la matanza. Los paramilitares comandados por Águila 4 ha-
bían llegado de diversas regiones de Colombia. Unos 40 de ellos, origina-
rios de Casanare y del Meta, a las órdenes del esmeraldero Víctor Carranza,
habían pasado por el río Manacacías. Varias docenas habían llegado de las
regiones de Boyacá y de Cundinamarca. Y el resto, unos 60 hombres de
Carlos Castaño, habían descendido de dos aviones, un DC-3 de la Aerolínea
Selva, y un Antonov, que habían despegado de los aeropuertos de Necoclí
y de Apartadó, en Urabá. Los paras habían llegado el 12 de julio al aero-
puerto de San José del Guaviare. Llevaban consigo armas y varios quinta-
les de material propagandístico: manifiestos, pasquines y la revista
Colombia libre de las AUC, cuyo cuadernillo había sido distribuido segui-
damente tanto en Charras como en el mismo Medellín.
Que hubieran aterrizado los dos aviones aquel día, lo confirmaba
el registro de aeronáutica civil, aunque ni los militares del batallón Joa-
quín París ni la Policía con sede en el aeropuerto parecieron darse cuenta
de ello. En San José, en plena zona cocalera, no se podía, por norma, tran-
sitar sin ser registrado y revisado cuidadosamente. Y, sin embargo, aquel
fatídico 12 de julio de 1997, los paras pasaron sin problemas y sin dejar
huella alguna. Ningún oficial asignado al aeropuerto logró explicar nunca
aquel misterio. “En la pista había personal militar y yo paré frente a la
Policía Antinarcóticos, pero nadie dijo nada. Es más, los del Ejército posa-
ron y se tomaron fotos al lado del avión”, dijo a un juez el piloto del DC-
3, antes de ser misteriosamente asesinado. Tampoco tuvieron problema
alguno los paras en su partida a Mapiripán, y pasaron tranquilamente
delante de los puestos militares de control hasta llegar a su meta.
La verdad sobre Mapiripán estaba subiendo a la superficie gra-
cias al valor de Leonardo Cortés. El juez describió la dinámica de la ma-
sacre al procurador general en Bogotá y, en Villavicencio, al presidente del
Tribunal, Fausto Rubén Díaz. Leonardo comprendía que los riesgos corri-
dos durante los días de la matanza, aunque no habían servido para evitar-
la, podían tal vez lograr que no quedara sin castigo. Los militares
comenzaron a defenderse. El general Uscátegui sostuvo que lo habían te-
nido desinformado de todo hasta el 20 de julio. Echó la culpa al superior
de Leonardo. “Si el Tribunal de Justicia recibió un fax del juez, ¿por qué no
informó?” El magistrado respondió cándidamente que ni siquiera había
pensado hacerlo, habida cuenta de las estrechas relaciones entre oficiales
y paramilitares.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Al comienzo, pareció dominar dentro del ejército el principio de


silencio corporativo. Los dos oficiales más implicados en el asunto trata-
ron de no contradecirse mutuamente. El mayor Orozco intentó, bastante
burdamente, justificar al general Uscátegui. “Instrucciones sí se dieron”,
afirmó sin indicar cuáles. Uscátegui, por su parte, declaró con firmeza que
el ejército se veía forzado a marcar prioridades cada día. “No podía quitar
la tropa de Calamar para mandarla a Mapiripán”.
Mientras tanto, Leonardo recibió varias llamadas telefónicas
amenazadoras en Villavicencio. En dos ocasiones una mujer lo alcanzó en
el momento en que entraba en casa de los parientes donde se había aloja-
do: “No se preocupe, que de ésta no se salva”. El juez cambió de casa, trató
de salir lo menos posible y no ir solo a ninguna parte. Durante las sema-
nas en que residió en Villavicencio viajó dos veces a Mapiripán, convertido
ahora en un pueblo fantasma. Solamente se había quedado un tercio de
los vecinos. Los más reacios a dejar el lugar eran los viejos, acostumbra-
dos a todo tipo de barbaries. Leonardo se alojó en el hotel Montserrat. No
se veía ni sombra de los militares que el gobierno había prometido enviar
para proteger el pueblo, aunque tampoco paras, concentrados para en-
tonces por la zona de Puerto Gaitán, en el Meta nororiental, para respon-
der a un ataque en toda regla de las fuerzas de la guerrilla. Después de la
matanza de Mapiripán, el duro de las FARC, Jorge Suárez Briceño, llama-
do Mono Jojoy, había dicho: “No podemos quedarnos cazando moscas
mientras el enemigo gira tranquilamente con las motosierras y los ma-
chetes”. En Mapiripán, Leonardo debía recoger la documentación necesa-
ria para justificar su ausencia del pueblo, ya que no faltaban lenguas que
decían en la administración del Ministerio de Justicia que él podía conti-
nuar tranquilamente ejerciendo sus funciones de juez. La angustia no le
abandonaba en ningún momento mientras se hallaba en Mapiripán. Se
vio asimismo con el alcalde, quien le pidió que “no lo comprometiera” en
sus declaraciones, llegando a ofrecerle dinero y hasta un queso.
Los superiores de Villavicencio le propusieron un cargo en Carurú,
en el Vaupés, una región amazónica dominada por las FARC, que Leonardo
rehusó pues no quería ganarse la reputación de “juez de la guerrilla”.
Después de un par de meses fue asignado a El Cairo, cerca de Cartago, en
el norte del Valle del Cauca, sometida al cartel del norte del Valle, marcado
con otras matanzas terribles, como la de Trujillo. Le resultaba difícil pasar
inadvertido. Sin asentarse siquiera en El Cairo, empezó a recibir amena-
zas. Un día encontró llorando a Mabel, su secretaria. “Dicen todos en el
pueblo que usted será asesinado pronto”. Al día siguiente Leonardo fue
interceptado por varios hombres que acababan de bajar de un Toyota con

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LOS MALOS DE LA PELÍCULA

las ventanillas opacas. Afortunadamente no eran matones sino funciona-


rios judiciales de Cali, que le invitaron a seguirles. “No puede quedarse un
día más”, le dijeron mostrándole una orden de comparecencia. Leonardo
no tenía dinero para pagarse el hotel, ya que daba a su mujer casi toda la
paga. En Cali se vio obligado a hospedarse durante ocho días en las casas
de los agentes judiciales. La situación comenzaba a ser insoportable, entre
otras cosas, porque todos tenían la costumbre de llamarle “comandante”,
incluso en la fiscalía, como se hacía con los jefes guerrilleros.
Para sustraerlo a la persecución se movilizaron varias asociacio-
nes humanitarias, entre ellas Amnistía Internacional. De esa forma pudo
llegar hasta Bogotá, reunirse con la familia y, después de dos días, viajar
hacia Suiza, donde todavía reside como exiliado político. El exilio es la única
alternativa al cementerio. Con el tiempo, después de recibir repetidamente
amenazas de muerte, también su padre y sus seis hermanos se vieron
obligados a abandonar Colombia.
El exilio fue también el destino del periodista Ignacio Gómez, res-
ponsable de la sección de investigación de El Espectador. Gómez se tomó la
tarea de leer las 4500 páginas de los documentos oficiales sobre la matan-
za de Mapiripán, encontradas gracias a la colaboración del senador norte-
americano Patrick Leahy promotor, junto con Edward Kennedy, de la norma
que prohíbe al ejército de Estados Unidos instruir a militares involucrados
en la violación de derechos humanos. Gómez descubrió que el 21 de junio
de 1997, el comandante de la II Brigada móvil del ejército colombiano,
coronel Lino Sánchez, había revelado su intención de introducir a los
paramilitares en la región. Según un informe oficial, Sánchez se dirigió a
la sede de la Policía de San José para solicitar su apoyo a los paras, contan-
do con ellos para “darle una lección a la guerrilla”. Un desertor militar,
detenido en los meses siguientes a la masacre, acusó a Sánchez de haber
coordinado la llegada de los paras y todos sus movimientos. En noviem-
bre de 2001, el coronel Sánchez fue arrestado y destituido por dar una
imagen del ejército “como una institución proclive al entablamiento de
nexos con grupos paramilitares y a la ejecución de actos terroristas”.
Ignacio Gómez demostró que, en la época de la matanza, el des-
tacamento mandado por Sánchez estaba haciendo un curso en la base de
Barrancón, dirigido por decenas de instructores del VII destacamento de
las Special Forces, con sede en Fort Bragg, en Carolina del Norte. Desde
mayo hasta octubre de 1997, los famosos boinas verdes, de habla españo-
la, realizaron varios cursos de “planeamiento de la misión” y toma “de la
decisión militar y entrenamientos de combate fluvial”. ¿Se encontraban
presentes militares norteamericanos en la zona durante los días de la

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

masacre? Según el consejero presidencial Luis María Lazo y los magistra-


dos llegados a Mapiripán el 22 de julio, los oficiales de Estados Unidos
estaban celebrando el final de su curso.
Gómez escribió en El Espectador un artículo titulado “Los peligros
de la ayuda militar”, en un momento en que el gobierno Clinton estaba
valorando si dar y en qué condiciones, dentro del Plan Colombia, 1.600
millones de dólares al gobierno colombiano, de los que el 80% se destinaba
al ejército.4 Alguien decidió hacérselo pagar. Después de recibir varias lla-
madas telefónicas, el periodista fue interceptado el 30 de mayo de 2000 en
una calle de Bogotá, por dos hombres que intentaron meterlo dentro de
un automóvil. Logró desasirse y llamar a la Policía con su móvil. En la
comisaría los oficiales le dijeron que no podían garantizar su seguridad.5
A los dos días escapó a Estados Unidos, puesto que no quería terminar con
un tiro en la cabeza, o en un vertedero, como ha sucedido a decenas de
colegas suyos desde 1998 hasta hoy en día.
Le fue mejor a María Cristina Caballero, enviada por la revista
Cambio 16, que llegó a Mapiripán tras la partida de los paras, para luego
escribir un excelente reportaje titulado “Mapiripán, una puerta al terror”.
Posteriormente fue obligada a retractarse. Hubo de efectuar una entrevis-
ta a Carlos Castaño, que la revista publicó, con grandes titulares y en va-
rias entregas, cuatro meses más tarde. El capo de las AUC afirmó que la
gente amenazada de Mapiripán era “de lo más peligroso y despreciable”, y
negó que sus hombres los hubieran despedazado. “Cuando hay que matar
a alguien se le mete un tiro”.6
El periódico El Tiempo, bien informado siempre de las intenciones
de los paramilitares, anunció en septiembre de 1997 que: “Va a haber
muchos Mapiripanes”. Y efectivamente fue así, al ritmo de 300 a 400
matanzas al año, aunque ninguna tuvo tanto eco como la de Mapiripán.
Tampoco dieron demasiadas preocupaciones al ejército. Las denuncias del
juez Leonardo Cortés Novoa, y los artículos de María Cristina Caballero e
Ignacio Gómez impidieron, al menos, que el suceso cayera en el olvido.
En los meses que siguieron a la masacre, los superiores obligaron
al mayor Orozco a no hablar con los periodistas. El general Uscátegui lo
persuadió de que destruyera, o al menos modificara los informes que le
habían remitido por fax durante la incursión de los paras. Transcurrieron

4. El Espectador, 6 de junio de 2000.


5. Cambio 16, por entregas desde el 5 de diciembre de 1997.
6. El Espectador, 22 de julio de 1999.

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143
LOS MALOS DE LA PELÍCULA

dos años antes de que la Fiscalía interrogara a Orozco, ascendido a coronel


y confinado en la pequeña ciudad de Leticia, en el Amazonas, colindante
con Brasil y Perú. Las manipulaciones de los fax pidiendo ayuda eran de-
masiado burdas para ser negadas. Cuando Orozco decidió contar la ver-
dad sobre la masacre, Uscátegui fue arrestado. Desde entonces Orozco
comenzó a recibir amenazas. En una entrevista a El Espectador contó que
un ministro de Defensa le había invitado a ponerse a salvo. “Me dijo, Co-
ronel acuérdese de que estamos en Colombia, y me preguntó si tenía un
carro blindado”.7 Afortunadamente no se le puso delante ningún sicario,
sino solamente la justicia militar que, después de haber sustraído el caso a
la civil, lo condenó en marzo de 2001 a 38 meses de cárcel por “haberse
limitado sólo a enviar la advertencia a Uscátegui y no insistir en el envío
de tropas”, castigando al general solamente con dos meses más por el de-
lito “de prevaricación por omisión, en la masacre”. Cuarenta meses de cárcel
por los 48 muertos de Mapiripán. Human Rights Watch afirmó que la ab-
surda sentencia contenía un claro mensaje para los oficiales jóvenes: “Ten-
gan cerrada la boca, o lo pagarán”. Aunque parezca increíble, a los
periódicos colombianos les pareció una sentencia ejemplar.
El Tiempo escribió: “El que haya sido la jurisdicción militar, tan
satanizada por las organizaciones de derechos humanos, la que impuso
tan drástica sanción a un general de la República, despeja en algo la sospe-
cha que ha hecho carrera en círculos de prensa extranjera, ONG y el De-
partamento de Estado de Estados Unidos, de que por una mal entendida
solidaridad de cuerpo, los altos mandos encubren a sus colegas, sobre todo
si son de alto rango. A fin de cuentas, en el degradado conflicto colombia-
no, los militares no son los malos de la película, como los pinta la comu-
nidad internacional”.8
En noviembre de 2001, la Corte Constitucional anuló la senten-
cia contra Orozco y Uscátegui, sosteniendo que casos de aquella índole
deberían haber sido juzgados por un tribunal civil. La Organización de los
Estados Americanos tuvo que intervenir para salvar la vida de Orozco. Sus
convicciones se habían vuelto incómodas. Éste dijo a un juez: “En la ac-
tualidad los militares en el Ejército consideran el paramilitarismo como la
Sexta División, nombre simbólico que se le ha dado a esa organización que
los recibe y los termina de preparar para confrontar a la subversión... es
absolutamente cierto que existe una cultura e ideología al interior del Ejér-

7. El Tiempo, 15 de febrero de 2001.


8. El Espectador, 22 de mayo de 2001.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

cito para facilitar el cumplimiento de los objetivos militares de las


autodefensas”. Antes le fue asignada una escolta de confianza y después le
fue permitido exiliarse con su familia en Miami. A Uscátegui le fue peor:
el 23 de febrero de 2003 fue arrestado de nuevo como presunto autor, por
omisión, de los delitos de homicidio agravado, secuestro agravado y false-
dad en documento público. Detenido en una vivienda en la Escuela de Ca-
ballería del Ejército, al norte de Bogotá, en la víspera del juicio, amenazó
con revelar varios secretos sobre “una cuestión que nosotros toda la vida
hemos negado, que es el vínculo de los militares con los paramilitares”.
Según el general, “los panfletos que entregaron las autodefensas en la ma-
sacre de Mapiripán los hicieron en ese computador en el batallón París”.
El 20 de junio de 2003, un tribunal de Bogotá halló culpable de la
masacre de Mapiripán a Carlos Castaño, que se reconoció reo sin pudor
alguno, y lo condenó a cuarenta años de prisión. La misma pena le fue
aplicada al coronel Lino Sánchez mientras condenó a 32 y 22 años a dos
sargentos del batallón Joaquín París, además de condenar a varios sicarios
paramilitares. Dichas condenas fueron confirmadas en febrero de 2005 por
la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, donde salieron a la luz otros
cómplices de la masacre. Uscátegui no “prendió el ventilador ”, como ha-
bía amenazado, diciendo que prefería que sus hijos “tengan un padre pre-
so y no un padre en una tumba”. Pero otros testigos hicieron afirmaciones
contundentes. El empresario de Medellín, Pedro Juan Moreno, dijo que todos
los altos mandos de la policía y del ejército de Antioquia sabían lo que iba
a pasar en Mapiripán.9
Una verdad conocida también por la Corte Interamericana de los
Derechos Humanos, que en octubre de 2003 admitió formalmente la de-
manda por la masacre de Mapiripán, en la que se acusa al Estado colom-
biano de omisión y colaboración con los grupos paramilitares que
cometieron el crimen.
Al cabo de siete años de aquel atroz baño de sangre que vio y tuvo
coraje de denunciar, el juez Leonardo Cortés cobró en cierto modo su pre-
mio, aunque nada ni nadie esté en condiciones de ahorrarle a él y su fami-
lia un penoso exilio al otro lado del mundo.

9. El Tiempo, 20 de junio de 2003; Cambio, 29 de marzo de 2004; Semana, 6 de


febrero de 2005 y El Tiempo, 26 de enero y 7 de febrero de 2005.

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El terror de la paz

10
N o tenía ninguna posibilidad de llegar a viejo. Además de defender a
sindicalistas y prisioneros políticos, se ocupaba de los crímenes más
crueles del país. Entre ellos, la desaparición y muerte a manos de militares
de los 13 sobrevivientes de la toma del Palacio de Justicia de Bogotá en
1985, y hasta del homicidio del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán, que
había inaugurado la guerra civil colombiana en 1948.
El 18 de abril de 1998, dos hombres y una mujer entraron en su
residencia de Bogotá, cercana al estadio El Campín, haciéndose pasar por
periodistas, le obligaron a ponerse de rodillas y le dispararon tres tiros en
la sien con una pistola provista de silenciador.1 Después se marcharon,
saludando cortésmente al portero. Eduardo Umaña tenía 51 años. Cuan-
do un ministro de Samper atribuyó su homicidio, en el noticiero de la tar-
de, a “fuerzas oscuras que intentan desestabilizar el país”, parecía incluso
avergonzarse de sus palabras. Prensa y televisión ofrecieron acusaciones
muy duras procedentes de todas partes. Importaba muy poco que los tres
matones fueran militares o paramilitares. Casi todos consideraban el de
Umaña un clásico homicidio de Estado.
Durante la ceremonia fúnebre que tuvo lugar en el recinto de la
Universidad Nacional ante miles de personas, en una Bogotá paralizada,
los compañeros de la víctima pidieron a Samper que asumiera, como pre-

1. El Tiempo, 18 de abril de 1998 y Cambio 16, 27 de abril de 1998.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

sidente de la República, la responsabilidad del asesinato. Carlos Castaño, a


quien se dirigían todas las miradas, proclamó su inocencia. La cúpula
militar, por su parte, se mantuvo en silencio. Después de unos días algún
general se limitó a decir que “en un Estado de derecho no se puede acusar
a nadie sin pruebas”. Tres meses antes, Umaña había declarado que temía
por su vida en una carta a la magistratura. “Doy a conocer que recibí en
los primeros días del mes de febrero sendas llamadas telefónicas, ambas
en las horas de la mañana, por parte de una voz masculina, quien mani-
festó en una y otra ocasión la preocupación de mi asesinato por parte de
los funcionarios judiciales de investigación criminal, miembros de inteli-
gencia militar y altos funcionarios de seguridad interna de la empresa
Ecopetrol”. Eduardo Umaña defendía desde algunos meses a 18 sindicalis-
tas de la Unión Sindical Obrera (USO), acusados de planear atentados contra
los oleoductos junto con los guerrilleros del ELN. Había conseguido desen-
mascarar un montaje organizado por la XX Brigada y avalado por los
denominados “jueces sin rostro”, al haber demostrado que los testigos de
la acusación, también ellos “sin rostro”, eran realmente conocidos
paramilitares pagados por el ejército. El estudio de las huellas digitales que
aparecían en el acta demostró que a un testigo le habían atribuido identi-
dades diferentes en varios procesos. Unas semanas antes la Procuraduría
General había castigado a tres jueces por aquella clonación, desmontando
por completo su castillo de pruebas.
Habían utilizado todos los sistemas para atacar a la USO, consi-
derada por los servicios secretos “el brazo político militar de las organiza-
ciones narcoterroristas”. Era la idea de siempre respecto a la oposición social.
“Sólo un 15% de los subversivos está alzado en armas; el 85% lleva ade-
lante la guerra política”, afirmaron algunos oficiales de la XX Brigada del
ejército a los representantes en Bogotá del Alto Comisionado para los De-
rechos Humanos de la ONU.2
Eduardo Umaña no era más que la última y más conocida vícti-
ma de la matanza de activistas de derechos humanos, inaugurada la no-
che del 19 de mayo de 1997, con la muerte de Mario Calderón y Elsa
Alvarado, y del padre de ésta, abaleados en su residencia, en el centro de
Bogotá por cinco falsos agentes judiciales. Mario y Elsa formaban una
pareja de pacifistas y ecologistas, con un niño de dos años. Éste se salvó
porque su madre, al sentir a los sicarios, tuvo la lucidez de esconderlo en
un armario. Elsa era la fascinante encargada de prensa del Cinep, un cen-

2. Semana, 27 de abril de 1998.

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EL TERROR DE LA PAZ

tro para los derechos humanos que el comandante del ejército, general
Manuel Bonnet, había definido como un cubil “de amigos de la guerrilla”
(Cinep, 1997). El Cinep denunció que el triple homicidio era “consecuencia
del hostigamiento contra las organizaciones no gubernamentales y socia-
les desatado por los organismos de seguridad del Estado y, bajo su protec-
ción, por los grupos paramilitares”. Después de aquellas muertes, los
dirigentes de dichas organizaciones rechazaron las escoltas de los organis-
mos de seguridad, manifestando que “no resultaría lógico que la protec-
ción de sus trabajadores quede en manos de esos mismos organismos”.
Un mes más tarde, en la pequeña ciudad de Cartagena de Chairá,
las FARC liberaron a 70 soldados capturados durante un cruento ataque
contra la base antinarcóticos de Las Delicias. Colombia entera pudo ver en
directo por televisión a los prisioneros escuchando en posición de firmes el
himno de los rebeldes. Fue una humillación insoportable para los oficiales
y para el comandante de las Fuerzas Armadas, Harold Bedoya, que definió
la ceremonia de Cartagena como un “circo con muchos payasos”, refirién-
dose a Samper y a los mediadores del gobierno, acusados de debilidad frente
a las FARC.3 La entrega pública de los soldados era la demostración de la
patente incapacidad del ejército, no únicamente para derrotar a los gue-
rrilleros, como prometían los generales desde hacía años, sino para liberar
a los 500 hombres retenidos por las FARC.
La respuesta de los militares llegó dos días después de la ceremo-
nia de Cartagena. Su tribunal absolvió escandalosamente al general Faruk
Yanine, acusado de haber ordenado varias masacres y de colaborar con los
grupos paramilitares. Bedoya declaró a Yanine “héroe de la patria”. Cuan-
do entró a formar parte de la cúpula de las Fuerzas Armadas, Bedoya
mostró su solidaridad incluso con los militares acusados de los delitos más
crueles de lesa humanidad. En febrero de 1995 criticó la decisión del pre-
sidente Samper de echar del ejército al mayor Alirio Ureña, uno de los car-
niceros de Trujillo.
¿Por qué mataban a los defensores más importantes de los dere-
chos humanos? Un periódico colombiano afirmó que “la guerra sucia suele
agudizarse después de las derrotas militares?”, sugiriendo que tal vez era
la única guerra que el Estado podía llegar a vencer.4 Durante el último año
de la presidencia de Samper, las “autodefensas” se habían ramificado por
todo el país, irrumpiendo en territorios considerados hasta entonces neu-

3. Cambio 16, 2 de diciembre de 1996.


4. Cambio 16, 27 de abril de 1998.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

trales, como demostraron las muertes de Mario y Elsa Calderón, y de Eduar-


do Umaña en Bogotá.
El 25 de julio de 1997, el general Bedoya dimitió después de ha-
ber expresado por enésima vez su desacuerdo con las tímidas iniciativas
de paz de Samper, y presentó su candidatura a la presidencia, encabezan-
do el movimiento Fuerza Colombia. En aquellos días, precisamente, las AUC
realizaron la matanza de Mapiripán. Aunque reafirmaban su voluntad de
continuar con el exterminio de los “guerrilleros desarmados”, los paras
trataron de mostrar su cara más limpia. Castaño afirmó que representaba
“el ala moderada de las autodefensas”. La grotesca afirmación intentaba
no solamente lavar su imagen de asesino, sino permitir nuevas iniciativas
criminales de las AUC. Además de la presión internacional, habían empe-
zado en varias regiones a actuar contra ellas algunos sectores del Estado,
compuestos sobre todo por jueces y funcionarios de la Fiscalía. Para neu-
tralizarlos, Castaño inventó paras malos.
El 3 de octubre de 1997, una patrulla de milicianos encapuchados
atacó un convoy de la Fiscalía en las montañas del Meta, asesinando a 11
hombres e hiriendo a seis. Los investigadores habían entrado recientemente
en la hacienda de un narcotraficante y confiscado una carga de 350 kilos
de cocaína. Castaño negó haber dirigido la emboscada. “Ni que yo fuera el
superhombre. Ni que tuviera el don de la ubicuidad. Dios quiera que esté
al alcance de poder controlar las autodefensas”. Después de unos días,
comunicó a la prensa que había convocado a los comandantes de la región
controlada por el “rey de las esmeraldas”, Víctor Carranza. “De compro-
barse la responsabilidad de alguno de sus aliados en la mencionada ma-
sacre, exigiremos a su comandante ponerse a disposición de la Fiscalía”.5
Obviamente, allí quedó todo.
En diciembre de 1997, Samper firmó el decreto para constituir el
enésimo Bloque de Búsqueda contra las autodefensas, que no llegó a re-
unirse nunca. En esta ocasión, el ejército y los servicios secretos no se
molestaron siquiera en nombrar un representante. Después de la matan-
za del Meta, el director de la Fiscalía, Pablo González, lamentó que sus
hombres fueran enviados al fracaso. A finales de 1998 la Fiscalía manifes-
tó que el ejército y la policía habían hecho caso omiso de 600 órdenes de
captura contra miembros paramilitares, entre ellas la dirigida contra Car-
los Castaño.6 “No se ha logrado por la misma razón por la cual no se ha

5. El Colombiano, 11 de marzo de 1998.


6. El Espectador, 14 de agosto de 2000.

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capturado a Tirofijo. Tienen postas que les avisan”, explicó, en nombre de


los generales, el ministro de Defensa Gilberto Echeverri, ocultando que el
líder guerrillero vivía en las selvas de las cordilleras, protegido por miles
de rebeldes, mientras que el jefe de las AUC recibía a diario, en sus hacien-
das de Córdoba, a parlamentarios, policías, alcaldes, concejales, altos oficia-
les, obispos y periodistas. Todos sabían dónde encontrarlo menos las fuerzas
del orden.
La violencia aumentó durante la campaña electoral de 1998. De
nuevo estaban solos en la contienda por la presidencia de la República el
Partido Liberal y el Partido Conservador. El M-19 había quedado absorbi-
do hacía tiempo por la dinámica del sistema tradicional mientras que, a la
izquierda, el Partido Comunista no había conseguido ni siquiera las 50.000
firmas necesarias para presentarse a las elecciones. El Tiempo atribuyó su
quiebra a la caída del muro de Berlín y no al exterminio sistemático de sus
dirigentes. “En Colombia no se prohíbe la disidencia ni la protesta; simple-
mente se mata a quien disiente o protesta”, escribió por entonces Antonio
Caballero. También aquella campaña estuvo llena de humillaciones mili-
tares y horrores paramilitares.
Un duro golpe al honor militar llegó por sorpresa de manos del
embajador norteamericano, Myles Frechette, quien declaró sin medias tintas
que, desde su llegada a Bogotá, el gobierno colombiano no había hecho
nada para castigar las violaciones de derechos humanos cometidas por los
militares, añadiendo que la XX Brigada actuaba como un “escuadrón de la
muerte”. Los ministros y generales, que no se habían imaginado nunca
gritando “yankee go home”, se sintieron de pronto encendidos nacionalis-
tas. El ministro de Defensa, Gilberto Echeverri, después de comparar a
Frechette con “una sirvienta que insulta a la señora”, afirmó lleno de fu-
ria: “No se le puede entregar la justicia colombiana a los Estados Unidos”.
El comandante de las Fuerzas Armadas, Manuel Bonnet, definió por su
parte al embajador norteamericano como “desleal, traicionero y felón”.
Muchos editorialistas recordaron de pronto que Estados Unidos no tenía
autoridad moral para lanzar aquel tipo de acusaciones, ya que había pla-
nificado y enseñado durante décadas las violaciones de los derechos hu-
manos en América Latina y en el mundo.7 En todo caso, la XX Brigada fue
disuelta por el gobierno. El procedimiento fue explicado a la comunidad
internacional como una decisión punitiva, mientras que a los militares se
les hablaba de una simple medida de reestructuración, decidida ya hacía

7. Cambio 16, 28 de julio de 1997 y El Colombiano, 14 de julio de 1997.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

tiempo. Los oficiales de la XX Brigada fueron ascendidos en su totalidad y


destinados a dirigir brigadas y divisiones que se movían por el país.
Desde Washington continuaron llegando señales contradictorias.
El Departamento de Estado negó la visa de entrada a varios generales co-
lombianos, como Iván Ramírez y Rito Alejo del Río, acusados de colabora-
ción con los grupos paramilitares. Más tarde ofreció instructores para
organizar cursos sobre derechos humanos en todos los cuarteles colom-
bianos. Era más que suficiente para enojar a las Fuerzas Armadas colom-
bianas e inducirlas a vengarse en el campo de batalla. Eligieron como
objetivo la región del Caquetá. Los generales tenían varias razones para
hacerlo. En ella había tenido lugar el famoso “circo con muchos payasos”,
pero asimismo era una región con muchas plantaciones de coca, y donde
operaba la unidad principal de las FARC, el Bloque Sur, reforzado enorme-
mente después de la salvaje represión de las protestas de los cocaleros de 1996.
Mientras los colombianos se preparaban para elegir entre el libe-
ral Horacio Serpa y el conservador Andrés Pastrana, los generales envia-
ron a lo largo del río Caguán a la I Brigada Móvil de contraguerrilla, cuyos
rangers solían asustar con sus caras pintadas de negro y sus gritos de guerra
a los espectadores en los desfiles militares que organizaban por el centro
de Bogotá. La selva amazónica se demostró, sin embargo, mucho más hostil
que la carrera Séptima. “Es como meter la cabeza en la boca de un tigre
con la esperanza de que no la cierre”, advirtió el obispo de San Vicente del
Caguán. Y la boca, como podía preverse, se cerró.
Los guerrilleros lograron atraer a los hombres del LII Batallón
hasta la confluencia de los ríos El Billar y Caguán, y después los atacaron
por todas partes. Tras doce horas de enfrentamientos quedaron sobre el
terreno 83 soldados profesionales, y 43 fueron hechos prisioneros. El co-
mandante del Bloque Sur de las FARC, Fabián Ramírez, fue quien dio la
noticia de los hechos al pedir la intervención de la Cruz Roja para auxiliar
a los soldados heridos, abandonados como estaban en una selva poblada
por animales feroces, como jaguares, serpientes y caimanes. El general
Galán se opuso categóricamente. “La guerrilla quiere impedir nuestra con-
traofensiva”. Se habían alejado ya los guerrilleros cuando la aviación bom-
bardeó los pueblos de la zona, matando a una veintena de campesinos.
Mientras los periódicos anunciaban a toda página la nueva “ca-
tástrofe militar” y la “humillación de los Rambo”, las FARC organizaron
una conferencia de prensa ante diversos periodistas colombianos y extran-
jeros en la zona de los enfrentamientos, que el comandante de las Fuerzas
Armadas afirmaba incautamente que había sido puesta “bajo el total con-

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EL TERROR DE LA PAZ

trol del Estado”. Mientras condecoraban apresuradamente en Bogotá a los


28 sobrevivientes del batallón, enviaron sin orden ni control a las familias
los cadáveres recuperados. Estalló otro escándalo que dejó todavía más en
ridículo al ejército. “Nos dieron un cadáver que no es nuestro”, se lamen-
taron varios parientes de las víctimas.8
La desastrosa derrota del río El Billar, una más de una larga serie
de catástrofes militares, provocó grandes discusiones entre los expertos
políticos colombianos. El politólogo Alejo Vargas escribió en El Colombia-
no: “En los últimos tiempos se tiene la sensación de que el ejército prefiera
la estrategia extrainstitucional, es decir, apoyar a los grupos paramilitares”.
Consciente del papel que había asumido su milicia, Castaño respondió
convocando a sus hombres en una de sus haciendas de la región de Córdo-
ba. Al concluir la cumbre, fue aprobado un documento que afirmaba, entre
otras cosas: “La incapacidad operativa de las Fuerzas Armadas, en razón
de la presión de los organismos de derechos humanos, coloca a las AUC a
la vanguardia de la lucha”. Los hombres de Castaño, que llegaban ya a
5000, manifestaron su intención de recuperar la zona suroriental de Co-
lombia, “colonizada por la guerrilla”. La masacre de Mapiripán fue la pri-
mera acción de la “Operación Conquista”.
La organización de Castaño incrementó sus efectivos durante
1998, cuando el gobierno colombiano, apremiado por las protestas inter-
nacionales, fijó ciertos límites a la actividad de las Convivir. La simple res-
tricción de armas obligó a la disolución de muchos grupos que se habían
transformado en bandas de matones, y 38 de ellos decidieron públicamente
pasar a las filas de las AUC.9 Muchos otros lo hicieron a escondidas. La
mayor parte de los arsenales adquiridos no fueron devueltos. Durante sus
tres años de actividad, las Convivir habían practicado la defensa de la po-
blación en una sola dirección. A la vez que se oponían a los intentos de
extorsión de la guerrilla o eliminaban a sus presuntos colaboradores, par-
ticipaban activamente en las acciones sangrientas de los paramilitares. Las
AUC acogían también a los escasísimos oficiales expulsados del ejército por
“violación de los derechos humanos”, y a los soldados de las brigadas de
contraguerrilla. El reclutamiento de tropas de Castaño se llevaba a cabo a
plena luz en el momento mismo del despido, tanto fuera como incluso
dentro de los cuarteles. Según el líder de los paras, se contaban entre sus
hombres 135 ex oficiales, más de 1000 ex soldados y 800 ex guerrilleros.

8. El Tiempo, 21 de marzo de 1998.


9. El Colombiano, 3 de agosto de 1998.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

En mayo de 1998 fue elegido presidente de la República el candi-


dato conservador Andrés Pastrana, un locutor de noticieros, periodista y
ex presentador de televisión que había sido, sin desdoro ni aplauso, alcal-
de de Bogotá. Aunque era a su vez hijo del presidente Misael Pastrana,
representaba una cierta novedad frente a su adversario liberal, Horacio
Serpa, ministro del Interior en el gobierno Samper. Pastrana hizo determi-
nados gestos que le valieron la victoria. En primer lugar, envió a los res-
ponsables de su campaña a las montañas de la Cordillera Oriental para
encontrarse con Tirofijo, quien aceptó fotografiarse con un reloj en la
muñeca, que era una de las baratijas electorales del Partido Conservador.
Después, fue personalmente a la Cordillera Oriental a conversar amable-
mente con el jefe guerrillero, a quien había descrito durante años como
hombre sanguinario a la cabeza de una banda de asesinos sin ideales.
El impacto publicitario, que parecía tener la huella del realismo
mágico de García Márquez, funcionó perfectamente. Transformado en el
votante más autorizado de Pastrana, Tirofijo determinó paradójicamente
el éxito de las elecciones. Pastrana se dejó llevar por la euforia de su victo-
ria. Durante un viaje a Francia prometió pacificar el país en un semestre.
Unos días después del histórico encuentro con Pastrana, el viejo jefe de las
FARC ordenó a los suyos una ofensiva en contra del ejército en 18 regiones
colombianas. El Bloque Sur hizo las cosas a lo grande, destruyendo
Miraflores, la mayor base de la contraguerrilla en el país, considerada hasta
entonces inviolable. Murieron 35 soldados y más de cien se sumaron a los
prisioneros de la guerrilla. Aunque no era un comienzo prometedor,
Pastrana se mostró extrañamente comprensivo. “Esta ofensiva es un adiós
a Samper, no una bienvenida a mí”. El nuevo presidente reveló que el pre-
cio a pagar por abrir el camino de la paz, y por el apoyo electoral de Tirofijo,
era la desmilitarización de un territorio tan grande como Suiza, al sur del
país, en que se desarrollarían las negociaciones.
Los generales no escondieron su enojo. El informe anual de Am-
nistía Internacional, que denunciaba la convivencia entre militares y pa-
ras, hizo perder la cabeza al general Bonnet. En aquellas páginas, según
él, se veía “la mano de la narcosubversión”.10 Bonnet no quiso repetir la
acusación cuando el Departamento de Estado norteamericano afirmó que
la mayor parte de las masacres de Colombia eran obra de las AUC “con la
complicidad de soldados o unidades militares o con el conocimiento y apro-
bación tácita de altos funcionarios militares”. Prefirió hacer gesto de con-

10. El Tiempo, 3 de noviembre de 1998.

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EL TERROR DE LA PAZ

graciarse con quienes habían elaborado el informe estadounidense ya que


habían subrayado al mismo tiempo la “constante y sustancial disminu-
ción” de las violaciones de los derechos humanos por parte de las Fuerzas
Armadas, que había pasado del 54 al 7,5% del total de los crímenes de aquel
género cometidos en el país. No hacía falta mucho para entender que la
práctica de la guerra sucia había sido adjudicada en aquel periodo sobre
todo a los paramilitares. Todos prefirieron poner cara de no haber caído en
ello, incluida la prensa colombiana, forzada muchas veces a realizar una
degradante labor de desinformación. Pastrana intentó en vano tranquili-
zar a los generales. “Ningún colombiano, incluida la guerrilla, quiere que
la paz se haga a espaldas de las Fuerzas Armadas”, dijo mientras firmaba
la orden de evacuación del Caguán por parte de los militares. Los genera-
les comenzaron a mostrar su despecho, a veces de manera casi infantil.
Por ejemplo, retrasaron durante varias semanas y con pretextos inverosí-
miles, la evacuación del batallón Cazadores, de San Vicente.
Comprendiendo el meollo de la estrategia enemiga, los hombres
de Tirofijo cambiaron de pronto su objetivo. Hasta entonces se había asis-
tido en Colombia a dos guerras diferentes y superpuestas: la del ejército
contra la guerrilla, y la de los paras contra la población civil. En una ac-
tuación audaz y simbólica, 500 guerrilleros de las FARC asaltaron duran-
te las fiestas de Navidad de 1998 el altiplano del Nudo de Paramillo, en la
región de Córdoba, que albergaba desde hacía años el campamento central
de Carlos Castaño. Murieron decenas de paras y campesinos de la zona.
Durante un par de días fue dado por muerto incluso el jefe de las AUC.
Nadie había imaginado una incursión de aquella índole en un territorio
que se consideraba completamente controlado por los paramilitares.
La vergüenza fue lavada una vez más con sangre. En los mismos
días en que se iniciaban las conversaciones de paz entre el gobierno y las
FARC, en San Vicente del Caguán, ante un millar de observadores llegados
de todo el mundo, las bandas paramilitares sembraron de terror el país,
masacrando a más de 200 personas, entre ellas, algún niño. Todas fusila-
das, descuartizadas o decapitadas. “No lloren por esos canallas. Eran to-
dos colaboradores de la guerrilla”, aseguró Castaño. Era su forma de estar
presente en la mesa de negociaciones o, mejor dicho, de romperla, puesto
que las FARC decidieron congelar la negociación apenas iniciada, acusan-
do al gobierno de continuar protegiendo a los paras.
La ofensiva sangrienta de Castaño seguía una estrategia muy
precisa. Correspondió explicarla a El Tiempo. Las matanzas llevadas a cabo
en la región de Córdoba eran “educativas“: querían enseñar a los campesi-
nos de la región a que indicaran la presencia de guerrilleros para así impe-

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154 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

dir nuevos ataques por sorpresa. Los ataques realizados en el centro del
país tenían, por su parte, objetivos económicos: alejar a las FARC y al ELN
de los yacimientos de petróleo, oro y plata. Y los ataques del sur, especial-
mente en el Putumayo y Caquetá, habían tenido como objetivo cortar los
suministros de armas y víveres que recibían las FARC desde Perú y Ecua-
dor, atacando asimismo su mayor fuente de financiación, los impuestos
por narcotráfico. El prestigioso periódico de Bogotá evitaba, sin embargo,
explicar cómo podían moverse con tanta libertad por el país los grupos de
paras, como si fuera el ejército el único que no los percibía. Era la cuestión
a la que nunca se daba respuesta.
Cuando las FARC se retiraron de la mesa de conversaciones,
Pastrana les pidió, enojado, que demostraran las acusaciones de colabora-
ción del Estado con los paramilitares. Al documento redactado por los
guerrilleros, que concluía con un listado de políticos, industriales, latifun-
distas y militares ligados a los paras, el gobierno respondió con otro docu-
mento que recordaba todas las medidas tomadas contra las AUC y la lista
de oficiales investigados por la magistratura. Era una lista ampliamente
conocida, pero que bastó para desatar la protesta de las cúpulas militares,
que lamentaron “haber sido echadas como pasto a los delincuentes”. Cas-
taño se presentó de nuevo como su paladín, acusando al gobierno de “man-
dar al patíbulo a los familiares de cientos de colombianos antisubversivos”.
Pastrana debía convencer no solamente a las FARC de sus reales
intenciones de combatir el paramilitarismo, sino también a los países eu-
ropeos garantes del proceso de paz. Apenas elegido, se vio envuelto en la
explosiva situación del puerto petrolero de Barrancabermeja.11 Hacía más
de un año Carlos Castaño había prometido instalar su hamaca en la zona
de las montañas de San Lucas, controlada desde hacía décadas por los re-
beldes del ELN, y donde se hallaba el 80% del oro colombiano. Los guerri-
lleros defendían a los pequeños mineros, que los paras deseaban desalojar
para facilitar la explotación a algunas multinacionales, como la norteame-
ricana Corona Goldfields, controlar así el mercado del oro y blanquear más
cómodamente los capitales obtenidos con la cocaína. Los hombres de Cas-
taño intensificaron las masacres iniciadas en 1995. Miles de prófugos se
refugiaron en Barrancabermeja. La guerra llegó a esta ciudad petrolera,
bastión de la USO, cuyos dirigentes fueron declarados “objetivos milita-

11. Sobre la situación de Barrancabermeja véase Panorama actual de la situación de


derechos humanos en Barrancabermeja y Sur de Bolívar publicado en la internet
por Nizkor, el 13 de abril de 1999, y en periódicos como El Colombiano, 18 y 21
mayo de 1998.

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EL TERROR DE LA PAZ

res” por las AUC. La primera matanza de Barrancabermeja tuvo lugar en


mayo de 1998, con el resultado de 11 muertos y hasta 35 secuestrados.
Cuando los paras anunciaron unos días después, “el proceso, la ejecución
y la cremación” de estos últimos, los barrios populares quedaron bloquea-
dos durante cuatro días. Miles de personas vigilaron simbólicamente 35
ataúdes vacíos, desafiando a los paras, a los soldados de la contraguerrilla
y a los policías, que actuaban como un solo ejército. Cada vez que eran
identificados, casualmente, los responsables de una matanza, se descubría
entre ellos a algún militar activo.
El movimiento de denuncia de la guerra sucia vigente obligó a
Pastrana a viajar hasta Barrancabermeja. El 4 de octubre de 1998, el pre-
sidente se comprometió con los grupos de desplazados a combatir a los
paras, a cortar toda colaboración del ejército con las AUC y a financiar
obras sociales en aquella zona. Cuando el presidente suscribió los acuer-
dos con los delegados de los colectivos, subrayó enfáticamente que había
querido evitar “promesas irresponsables”, asegurando que los pactos iban
a ser respetados “con gran puntualidad”. No faltó quien dudara de su buena
fe. Jaime Zuluaga, politólogo de la Universidad Nacional de Bogotá, ma-
nifestó que “el gobierno puede tomar la decisión, pero si quienes deben
realizarla tienen un vínculo con los paramilitares, las medidas se pueden
quedar en el papel”.12 No se equivocaba. En la región de Bolívar todo con-
tinuó como siempre. El único resultado de las negociaciones con el gobier-
no fue la muerte o el exilio forzoso de casi todos los delegados de las
comunidades en lucha. En noviembre de 1998 fue detenido, torturado y
muerto, junto con su compañero, el líder campesino más querido de la
zona, Édgar Quiroga, incluido en el Sistema de Protección de los defenso-
res de los derechos humanos. Los organismos humanitarios manifestaron
en aquella ocasión dirigiéndose a Pastrana: “Este crimen demuestra que
sus promesas no eran más que pura retórica”. El presidente de la repúbli-
ca no se dignó siquiera responder, pues se encontraba atareado en descon-
gelar las conversaciones con las FARC queriendo implicar en ellas a los
potentados de la economía nacional. No era empresa fácil. Un sondeo Gallup
realizado entre 538 propietarios o dirigentes de las principales haciendas
del país reveló que el 82% de los entrevistados se mostraba absolutamente
contrario a las concesiones hechas a las FARC.
Más allá de las rituales declaraciones de buena voluntad, la oli-
garquía colombiana demostraba, por tanto, que prefería la guerra civil a
una paz que implicara una mejora de la justicia social, y que convivía tran-

12. El Espectador, 6 de octubre de 1998.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

quilamente en un país en el que, de 43 millones de habitantes, 33 millones


de pobres subsistían con menos de dos dólares al día, de los que 9 millones
vivían tan miserablemente que no llegaban al dólar diario. Con tal de
mantener sus privilegios, ya escandalosos, los ricos colombianos soporta-
ban las molestias y la angustia de una existencia entre búnker, escoltas
armadas, autos blindados, y bajo la amenaza constante del secuestro, único
delito que parecía indignarles. Probablemente apreciaban los efectos bené-
ficos del conflicto que, a pesar de absorber, según datos gubernamentales,
el 25% del PIB, o sea, cerca de 23.000 millones de dólares al año, se había
revelado eficaz para la modernización del campo en la forma aconsejada
durante años por los expertos del Banco Mundial, y pretendida por las
multinacionales y la sociedad colombiana ligada a ellas. El drama de los
tres millones de personas expulsadas violentamente de sus tierras, defini-
do por las agencias internaciones como “la peor tragedia humanitaria del
hemisferio occidental”, no conmovía ni a los gobernantes, ni mucho me-
nos a los burgueses de Bogotá. Los desplazados colombianos les parecían
tan lejanos a los residentes ricos de la capital como los de Burundi o Sudán.
Muchos economistas repetían satisfechos que “el país va mal, pero la eco-
nomía va bien”. La guerra era también un negocio para los generales en
activo, acostumbrados a enriquecerse con los regalos de las grandes com-
pañías privadas y las comisiones que recibían por cada contrato de sumi-
nistros militares. Lo era también para los oficiales despedidos que, o pasaban
a las filas de Castaño, o eran contratados por las empresas de seguridad, el
único sector con una expansión asegurada, además de la droga. La guerra
era incluso una forma de vida para los guerrilleros, habituados a la lucha
desde hacía tres generaciones, y que desconfiaban de todo proceso de paci-
ficación, visto que los experimentos hechos hasta el momento habían pro-
ducido más muertos que posibilidades de vivir con dignidad.
El proceso de paz con las FARC caminaba con grandes dificulta-
des, sobre todo por la constante acción de quienes deseaban sabotearlo. La
denominada “república del Caguán” era acusada continuamente por ge-
nerales y políticos de ser un almacén de carros robados y niños secuestra-
dos, además de mantener laboratorios que trabajaban a pleno rendimiento
en la producción de droga. Ninguno se tomaba jamás la molestia de de-
mostrar aquellas acusaciones.13 Los servicios secretos del ejército construían
periódicamente montajes, más o menos burdos, para boicotear las con-
versaciones. En mayo de 2000, por ejemplo, murió una pequeña propie-
taria de tierras de un poblado de la Cordillera Oriental, junto con el policía

13. Semana, 7 de diciembre de 2001.

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EL TERROR DE LA PAZ

que intentaba desactivar un mecanismo explosivo colocado alrededor del


cuello de la mujer por unos desconocidos. El ejército acusó a las FARC del
llamado “collar bomba“, afirmando disponer de grabaciones de llamadas
telefónicas hechas a la víctima por los guerrilleros del frente rebelde que
operaba en la zona. El director de la Policía Nacional, general Rosso José
Serrano, culpabilizó a los guerrilleros de las FARC “que trabajan desde al-
gún tiempo con asesoría extranjera de grupos terroristas como ETA, IRA y
grupos de Argelia”. Ante la presión de la ANDI, la confederación de indus-
triales, Pastrana suspendió las negociaciones con las FARC afirmando que
“los violentos han colocado un collar de dinamita no sólo sobre doña Elvira
sino sobre la esperanza de todos los colombianos”. Después de unos días,
la Fiscalía exculpó a las FARC, aunque evitando otras indagaciones, tal vez
para no hallar pistas que pudieran escocer. De aquella historia cruel, que
produjo escalofríos por el mundo, solamente quedaron dos víctimas y la
impunidad de siempre.14
El recrudecimiento de la guerra producido por la estrategia
paramilitar contagiaba a la misma guerrilla. La política de “tierra quema-
da“, llevada a cabo por Castaño en amplias zonas del país empujaba a más
y más hombres a entrar en los frentes guerrilleros, pero debilitaba los la-
zos hasta entonces existentes entre los rebeldes y la gran masa de campe-
sinos. La población de las zonas rurales se convirtió en la principal víctima
de una guerra sin reglas. El reclutamiento masivo, efectuado sobre todo
por las FARC, conllevaba un empobrecimiento político e ideológico de los
combatientes, que alcanzaba a comandantes de nivel medio y alto. Así lo
demostraron algunos episodios crueles y absurdos, como la muerte a san-
gre fría de tres militantes ecologistas estadounidenses en marzo de 1999,
que luchaban junto a los indígenas Uwa contra la multinacional del pe-
tróleo Oxy, o el fusilamiento en febrero de 2001 de siete jóvenes excursio-
nistas de Bogotá en el parque natural de Puracé, confundidos con espías
paramilitares. La dificultad en el suministro de armas convencionales
empujaba a las FARC a utilizar, cada vez con mayor frecuencia, armas
artesanales, tan mortales como imprecisas, como las bombonas de gas,
que provocaban estragos entre los civiles. Así sucedió el 2 de mayo 2002,
durante una batalla con los paras en el pueblo de Bojayá, en la región de
Chocó, dejando un saldo de 118 víctimas. “Cuando un movimiento tiende
a parecerse a su enemigo en su forma de actuar y de combatir, las razones
de su lucha comienzan a volatilizarse”, escribió Alfredo Molano, replican-
do al Estado Mayor de las FARC que acababa de definir a Human Rights

14. El Tiempo y El Colombiano, 19 al 30 de abril de 2000.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Watch “idiota útil del imperialismo”. El malestar de los intelectuales pro-


gresistas frente a la crueldad progresiva de la guerra era, sin embargo,
muy poca cosa ante lo que sufrían los colombianos que vivían “entre dos
fuegos” en gran parte del país. Era suficiente residir en una zona de in-
fluencia de las AUC o de la guerrilla para ser considerado “objetivo mili-
tar ”, lo mismo que había sucedido 40 años antes, durante la época de
violencia entre liberales y conservadores. Podía, por ello mismo, entender-
se que la población campesina empezara a sentir en muchas zonas más
temor que estima o simpatía hacia los rebeldes. La desconfianza de la gen-
te era asimismo motivada por la gran cantidad de guerrilleros que, al pa-
sar a las filas enemigas, se ganaban la confianza de los jefes paras,
denunciando la red de apoyo y acusando a todo el que hubiera tenido re-
lación con los rebeldes, aunque hubiera sido simplemente por venderles
alimentos. Muchos de los peores carniceros de las AUC, comenzando por
el Negro Vladimir, habían sido guerrilleros.
La decisión de “hablar sobre paz mientras se hace la guerra”, pro-
ducía a veces efectos paradójicos. A menudo los noticieros televisivos al-
ternaban reportajes sobre combates sangrientos que terminaban con pilas
de cadáveres y montones de escombros, con grabaciones de la zona des-
militarizada del Caguán, y disertaciones “temáticas” televisadas, en las que
tomaban parte miles de colombianos. A los tres años de comenzar las ne-
gociaciones se logró solamente confeccionar una lista de 47 temas funda-
mentales de discusión, llamada pomposamente Agenda hacia el Cambio
por la Nueva Colombia. El portavoz internacional de las FARC, Raúl Re-
yes, declaró: “Somos conscientes del pesimismo, pero estamos haciendo
como quien inicia la construcción de un edificio. Ya construimos las bases.
Quizá entonces la parte de arriba sea más fácil levantarla”.15
Una pax centroamericana, limitada al silencio de las armas sin
que nada se hiciera para remover las causas originarias de la guerra civil,
hubiera sido inútil, como se decía irónicamente sobre Guatemala, que había
acabado siendo Guatepeor al acabar la guerra civil. Cada tema de la Agen-
da se transformaba en un escollo insalvable. ¿Cómo pensar, por ejemplo,
en una verdadera reforma agraria en un país donde, gracias sobre todo al
terror paramilitar, se estaba realizando hacía décadas una contrarreforma
despiadada? Entre 1994 y 2001 los grandes latifundistas habían pasado
de ser dueños del 34% a poseer el 48% de las tierras del país, dejándolas sin
cultivar en buena parte. De los 51 millones de hectáreas aptas para el cul-

15. El Tiempo, 11 de junio de 2001.

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EL TERROR DE LA PAZ

tivo, 46 se encontraban abandonadas o destinadas a pastos. En un país


con una naturaleza extraordinariamente fructífera se había producido un
aumento de importación, casi exclusivamente de Estados Unidos, de ali-
mentos básicos, como frijoles, patatas y grano, de hasta el 700% en los
últimos 10 años (Mondragón, 2000a). Mientras la mafia del narcotráfico
había transformado los campos en pastos, con sus inversiones, el capita-
lismo financiero y especulativo que dirigía la política agraria de Bogotá
encontraba ventajosa la instalación de una moderna industria agraria de
exportación. La clase política en el poder era quien bloqueaba más que nadie
la reforma agraria: el 70% de los senadores colombianos son grandes te-
rratenientes (Mondragón, 2000b).
No podía tampoco imaginarse en Colombia, estando vigente un
total liberalismo que funcionaba sin piedad alguna, que se limitara, por
ejemplo, el enorme poder de las multinacionales petroleras, como pedía la
guerrilla. Dicho poder había seguido creciendo durante los cuatro años de
gobierno de Pastrana: las empresas extranjeras habían obtenido alrededor
de 70 concesiones de explotación por parte del Ministerio de Minas, con
una reducción de impuestos del 16 al 5%, y la cuota de participación des-
tinada a Ecopetrol había sido reducida del 50% al 25%.
Eran también ilusorias las medidas de protección de los trabaja-
dores en un país donde más de la mitad de la población intentaba sobrevi-
vir con la llamada economía informal, donde el 32% de los asalariados no
disponía de ningún tipo de asistencia, y donde sólo el 6% de la fuerza labo-
ral estaba sindicalizada. El Estado y los empresarios preferían las actua-
ciones de fuerza, que iban desde la prohibición de huelgas hasta la
eliminación sistemática de los sindicalistas, a las “relaciones industriales”
normales. Según la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), entre 2001 y
2002 fueron asesinados casi 400 sindicalistas, que suponían el 90% de los
asesinados en el resto del mundo durante ese periodo.16 “¿Quiere usted morir
en el curso de los próximos días? La fórmula es simple: afíliese a un sindi-
cato. En menos que canta un gallo las fuerzas oscuras que pululan en este
país y que son simplemente eso, fuerzas oscuras, lo darán de baja en cual-
quier esquina”, escribió en agosto de 2002 el editorialista de El Espectador,
Fernando Garavito, después de una carnicería más.
Era asimismo inconcebible un cambio de tendencia en la guerra
contra la droga, a pesar de que demostraba continuamente su inutilidad a
la hora de frenar el narcotráfico y reducir las zonas de cultivo ilegal. La

16. El Tiempo, 19 de junio de 2002 y 9 junio de 2003.

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160 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

fórmula “militarización del territorio y erradicación violenta de las plan-


taciones” continuaba siendo impuesta al gobierno por Estados Unidos, que
era su principal consumidor, su más acérrimo perseguidor y el mayor
beneficiario económico de su comercialización, todo al mismo tiempo.
Tampoco podía pensarse que el ejército terminara depurando a los oficia-
les acusados de graves violaciones de los derechos humanos, pues eso hu-
biera diezmado la cúpula de las Fuerzas Armadas.
Con estas premisas, las negociaciones del Caguán parecían más
una utopía que una esperanza. Un sector cada vez más amplio de pobla-
ción las consideraba una “mamadera de gallo”, por utilizar una expresión
de García Márquez, es decir, una tomadura de pelo por parte de Tirofijo y
de Pastrana al resto del país. Tanto el Estado como las FARC se beneficia-
ban de aquella paz ficticia. Al ser establecida una zona desmilitarizada, la
comandancia guerrillera había conquistado, no solamente un reconoci-
miento internacional inimaginable unos años antes, sino también zonas
de paso seguras por donde dirigir a los combatientes, que pasaron, según
los analistas, de 20.000 a 27.000 en tres años, de los que casi 10.000 eran
urbanos.17 Durante las negociaciones del Caguán, por otra parte, también
se había reforzado el ejército, gracias y sobre todo al Plan Colombia.
Diseñado dicho plan en 1999 en colaboración con el Pentágono, y
presentado “como un proyecto para la paz, la prosperidad y el reforza-
miento del Estado”, su verdadero objetivo era atacar las zonas fuertes de
las FARC, en el sur, que se financiaban ante todo con los impuestos sobre
el tráfico de droga. Los primeros 1300 millones de dólares entregados por
Estados Unidos sirvieron para preparar nuevos destacamentos móviles y
para comprar 69 helicópteros blindados, Black Hawk y Huey, adaptados
para combatir a grupos guerrilleros, no para atacar a los narcos. Aunque
estaba dirigido formalmente al reforzamiento de la capacidad operativa
de los militares, el Plan Colombia no olvidaba a los paras, cuya creciente
actividad como narcotraficantes se encubría tanto en Bogotá como en
Washington. La realización del plan en la el Putumayo fue precedida por
la llegada masiva de los hombres de Castaño. “Los militares de la brigada
antinarcóticos dependen enteramente de nosotros; saben dónde estamos y
realizan las operaciones de erradicación solamente en las zonas que noso-
tros hemos conquistado y limpiado previamente”, declaró un jefe de las
AUC al enviado del Boston Globe.18 El Alto Comisionado para los Derechos

17. El Colombiano, 14 de febrero de 2002.


18. Boston Globe, 28 de marzo de 2001.

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EL TERROR DE LA PAZ

Humanos de la ONU denunció en más de una ocasión la existencia de ba-


ses, puestos de control y sedes de reunión de los paramilitares, a poca dis-
tancia de los cuarteles de la Brigada de Contraguerrilla establecida en el
Putumayo. Fue todo inútil. Para no molestar a sus aliados, la cúpula mi-
litar prefirió no dar la cara, o negó la evidencia de los hechos, evitando
tomar la más mínima medida al respecto.
A pesar de que seguían lamentándose de que “el cáncer se está
tratando con aspirina”, las Fuerzas Armadas evitaban todo riesgo de su-
frir las derrotas catastróficas del pasado, con los cuarteles en llamas y
pelotones enteros de soldados muertos o hechos prisioneros. Tuvieron más
hombres, dinero y poder. Los soldados profesionales, por ejemplo, pasa-
ron a lo largo de los tres años de negociaciones, de 21.000 a 55.000, con
un armamento casi completamente renovado. El aumento del número de
helicópteros blindados y de aviones para el transporte de tropas, recono-
cimiento y combate, debido al Plan Colombia, llevó a decir a Pastrana en
julio de 2002: “Que tiemblen los terroristas porque recibirán sin descanso
su fuego justiciero”.19
En junio de 2001 el Congreso aprobó una ley “de seguridad y
defensa nacional”, que parecía una copia del Estatuto de Seguridad vigen-
te durante el oscuro periodo de Julio César Turbay. Al asignar competen-
cias de policía judicial a los militares, y con la prolongación del tiempo de
detención en los cuarteles, se retomaba la normativa que había originado
la tortura y las desapariciones forzadas en el país. Colombia fue en 2001,
junto con Nepal y Camerún, el país con mayor número de desaparecidos
del mundo, siendo la mayoría de ellos opositores políticos que se perdían
en los meandros del sistema carcelario nacional, incluso estando oficial-
mente detenidos.20 La nueva ley restablecía asimismo la filosofía del
paramilitarismo, volviendo a dar a las unidades militares la facultad de
utilizar “cuando se considere necesario, los servicios de vigilancia y segu-
ridad privada… a los fines de la Seguridad y la Defensa de la Nación”. En
esa misma época, la guerrilla anunció su intención de incrementar la acti-
vidad extorsiva para financiar su ejército. En 2002 fueron realizados cerca
de 4000 secuestros en Colombia, casi tantos como los que se verificaron
en el resto del mundo durante ese año.
A pesar de todo, las negociaciones en el Caguán hubieran podido
arrastrarse cansinamente hasta la conclusión del mandato presidencial de

19. El Espectador, 13 de julio de 2002.


20. El Tiempo, 25 de marzo de 2002, y sobre las acaecidas en las cárceles, en El Es-
pectador, 9 de julio de 2001.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Andrés Pastrana. Pero los atentados del 11 de septiembre de 2001 modifi-


caron radicalmente el escenario colombiano. La proclamación de la cam-
paña mundial Enduring Freedom por parte de Bush, dificultó las cosas a
Pastrana, que se obstinaba en dialogar con unos guerrilleros a quienes la
Casa Blanca consideraba terroristas. Los servicios secretos colombianos se
movieron para resolver la contradicción, “descubriendo” las relaciones de
las FARC con otros grupos internacionales. El montaje mayor se realizó
con tres irlandeses detenidos en Bogotá ya en agosto anterior, apenas ba-
jaron de un avión de Satena (aerolínea propiedad del Ministerio de Defen-
sa colombiano), cuando regresaban de una visita autorizada al Caguán.
Los tres militantes del Sinn Fein fueron acusados de haber instruido en el
manejo de explosivos a los hombres de las FARC. Ni siquiera la Comisión
de Asuntos Externos de la Cámara estadounidense, reunida para discutir
el Plan Colombia, a la que se llevó el caso, pudo creer que los rebeldes co-
lombianos necesitaran un curso de adiestramiento de aquel tipo después
de cuarenta años de práctica. Para solucionar el montaje, en abril de 2004
los tres fueron absueltos y liberados para ser condenados, ocho meses
despues, a 17 años de cárcel. Obviamente en contumacia. Algunas sema-
nas después del comienzo de la guerra de Afganistán, las FARC fueron tam-
bién acusadas de mantener relaciones con los talibanes de Al Qaeda. En
julio de 2002, los cerebros de los servicios secretos inventaron incluso que
Tirofijo había ofrecido dos millones de dólares a un ex piloto de Escobar,
enfermo de cáncer, para lanzarse con un avión contra el palacio presiden-
cial. La trama, más que sorprender dio risa, hasta el punto de que El Tiem-
po llegó a pedir un poco más de seriedad a la denominada inteligencia
militar.21
La presión del ejército y de los comandos de las AUC fue crecien-
do en los alrededores de la zona desmilitarizada. Cuando los aviones mili-
tares comenzaron a sobrevolar los campamentos donde se alojaban los
comandantes de las FARC, los rebeldes interrumpieron por enésima vez
las negociaciones. En enero de 2002, el representante de las Naciones Uni-
das y los embajadores del grupo de países “amigos” lograron salvar in
extremis el proceso de paz, para enojo de la cúpula de las Fuerzas Arma-
das, que estaba a punto de ordenar la invasión de Caguán. Apenas supera-
da aquella crisis, las FARC lanzaron una ofensiva de inusitada intensidad,
sobre todo con atentados contra puentes, oleoductos y tendidos eléctricos,
que contribuyó a eliminar la reducida credibilidad de las negociaciones.

21. Sobre las dudas de Estados Unidos acerca de la “Ira connection” y sobre la crítica
de los servicios secretos, véase El Tiempo, 25 de abril y 28 de julio de 2002.

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EL TERROR DE LA PAZ

El pretexto para la ruptura fue el desvío de un avión, realizado


por un grupo de guerrilleros para secuestrar a un senador liberal. Pastrana
acusó inmediatamente a las FARC de que no eran unos “Robin Hoods que
luchan por el pueblo oprimido, sino personas sin escrúpulos que no tie-
nen problemas en asesinar a niños para conseguir sus fines”. No habían
pasado tres horas desde su discurso televisado, cuando decenas de aviones
comenzaron a bombardear la región, en contra de los acuerdos firmados
en enero de 1999 que preveían, en el caso de una ruptura de las negocia-
ciones, 48 horas para el desalojo de la región por parte de los rebeldes. Fue
el primer acto de la operación de “Recuperación del suelo patrio”, bautiza-
da lúgubremente como Operación Tánatos. Al desconcierto de los colom-
bianos frente al recrudecimiento de la guerra, se añadió la frustración ante
un proceso de paz concluido sin haber aclarado siquiera qué estaba dis-
puesto a conceder el gobierno, en términos políticos y económicos, para
acabar con la violencia, que se mantenía en activo desde hacía medio siglo.
Gobierno y FARC volvieron a endilgarse los apelativos de los peo-
res tiempos, como “oligarquía militarista” y “narcoterroristas sin escrú-
pulos ni ideales”. Los rebeldes acusaron al gobierno de haber querido
“escamotear al pueblo colombiano la discusión de los temas fundamenta-
les contenidos en la agenda común que trazan el camino a través de la
mesa hacia una nueva Colombia”. Era sólo propaganda. Nadie podía creer
que en los escasos meses que faltaban para las elecciones presidenciales,
gobierno y FARC hubieran realizado lo que no habían conseguido hacer en
los tres años precedentes. Y se regresó a la guerra sucia, sin que ésta hu-
biera sido realmente abandonada nunca. Las víctimas del conflicto arma-
do pasaron de un promedio diario de doce hasta veinte (quince civiles entre
ellas), entre enero de 1999 y enero de 2002, y los desplazados, de 690 a
970.22 El progresista Lucho Garzón, candidato por el Polo Democrático a
las elecciones presidenciales de mayo de 2002, declaró que las negociacio-
nes de paz se retomarían “sobre el arrume de un millón de cadáveres”. Era
más o menos la misma cifra de colombianos que habían huido legalmente
del país en los últimos cinco años. Quien podía escapar, lo hacía. Los de-
más se contentaban con sobrevivir.
En el Parque Nacional de Bogotá, en agosto de 2000, durante un
encuentro internacional de escritores hispanoamericanos, Fernando Vallejo,
autor del libro La virgen de los sicarios, lanzó un llamado provocador: “Jó-

22. Los datos sobre la violencia durante las negociaciones de Caguán son tomados
del informe anual de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplaza-
miento (Codhes).

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164 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

venes colombianos, no hagan a los demás lo que les han hecho a ustedes:
no se reproduzcan, no engendren otros infelices en este infierno a extin-
guir”. Parecía una proclama destinada a caer en el vacío, teniendo en cuenta
que hacer hijos, sobre todo entre los desesperados, es el desafío más natu-
ral a la muerte. Sin embargo, dos años más tarde, el 25 de julio de 2002,
se reunieron en el mismo parque 20.000 mujeres que provenían de todo el
país, reclamando la paz y gritando que no querían “parir hijos para la
guerra”.

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165

Los caballeros
de la llama oxhídrica

11
S iete segundos y medio. Ése fue el tiempo que transcurrió desde la ex-
plosión de las cargas colocadas junto a las puertas hasta el momento
en que las cabezas de cuero dispararon contra los palestinos, que habían
secuestrado a noventa pasajeros y a diez miembros de la tripulación de un
Boeing de Sabena. La Operación Isótopo en la pista del aeropuerto Ben
Gurion de Tel Aviv, se puso en marcha a las 16:22 del 8 de mayo de 1972.
Aquel ataque relámpago, que provocó la muerte de dos hombres e hirió a
dos mujeres del Frente Popular para la Liberación de Palestina, de George
Habbash fue, en su género, un ejemplo mortífero de eficacia militar. En el
comando israelí se encontraban, camuflados con uniformes blancos de
técnicos del aeropuerto, dos futuros ministros: Ehud Barak y Benyamin
Netanyahu. Y alguien que será buscado internacionalmente en el futuro:
Yair Klein.1
Cuando entró en el ejército, Klein era casi un adolescente. Una
vez licenciado, en 1978, con sólo 36 años, dirigió una estación gasolinera,
y más tarde un restaurante en las riberas del Jordán. Al producirse la in-
vasión de Líbano por parte de Israel en 1982, Klein no supo resistir la lla-
mada de las armas y aceptó el mando de un destacamento de infantería.

1. Sobre las actividades de Klein en Colombia véase Jorge Velásquez (1993); María
Jimena Duzán (1992); diversos informes del Das; Semana, 2 de mayo de 1990;
Yediot Aharonot, 11 de junio de 2000; “El Ma’ariv”, reproducido por El Colombia-
no, 11 de junio de 2000.

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166 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Un año más tarde, en su segunda licencia, trató de conciliar la vocación de


soldado con los negocios, creando, como muchos otros oficiales, su propia
compañía de seguridad, a la que denominó significativamente Hod Hahanit
en hebreo, y Spearhead en inglés, o sea, “punta de lanza“. Su primer ne-
gocio fue la venta de armas y equipamiento por dos millones de dólares a
los falangistas libaneses, con quienes había colaborado en el asedio de
Beirut, y que habían sido los ejecutores de las masacres de Sabra y Chatila.
En los años siguientes amplió su comercio a muchos otros clientes inter-
nacionales.
La industria bélica israelí obtenía pingües beneficios merced a la
intermediación de compañías privadas como la de Klein, explotando in-
cluso mercados abandonados por Estados Unidos por motivos diplomáti-
cos, sobre todo durante la presidencia de Carter. Israel no sintió nunca
escrúpulos en armar y colaborar con las dictaduras más sanguinarias y
racistas del mundo. Aquellas sociedades figuraban en el “Anuario de pro-
mociones” del Ministerio de Defensa. La Spearhead, que había recibido
personalmente del ministro Yitzhak Rabin el permiso para “exportar tec-
nología militar”, ocupó una página entera en la edición de 1988, año trans-
currido por Klein y los suyos instruyendo a los sicarios paramilitares de
Puerto Boyacá. Los negocios más oscuros se basaban, por lo demás, en
pactos muy claros. Si algo andaba mal, la culpa recaía en las sociedades
privadas. Y así sucedió con los servicios de Klein en Colombia. El gobierno
de Tel Aviv conocía perfectamente la tarea que desempeñaba el ex coronel
en el Magdalena Medio. “Antes de dejar Israel he comunicado que iba a
instruir a campesinos. Me dijeron solamente que tuviera cuidado de mí
mismo”, afirmó Klein. En abril de 1989 el jefe de seguridad de la Embajada
israelí en Bogotá lo invitó a abandonar precipitadamente el país, al ente-
rarse de que el DAS había descubierto la existencia de los campos de entre-
namiento de los paras.
El gobierno israelí se vio implicado, en todo caso, en un asunto
más enojoso: la venta a los narcoparamilitares colombianos de una parti-
da de 400 fusiles Galil, 100 metralletas UZI y 250.000 municiones, ade-
más de explosivos, armas con rayos infrarrojos e instrumental médico. El
escándalo explotó en diciembre de 1989, cuando parte del arsenal fue des-
cubierto en la finca del alcalde de Montería, después del asesinato de Gon-
zalo Rodríguez Gacha, El Mexicano. No era difícil adivinar cómo había
entrado en Colombia. Tras ser embarcados en el puerto israelí de Haifa en
un navío alquilado por el Ministerio de Defensa israelí, los contenedores
con la etiqueta “piezas de maquinaria” habían viajado hasta Antigua, siendo
transportados desde allí a la costa colombiana por el Seapoint, un barco

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LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

de Jorge Enrique Velásquez, apodado El Navegante. Precisamente en esta


ocasión, Velásquez, que había estado en la nómina del cartel de Cali, se
ganó la confianza de Rodríguez Gacha, para acabar traicionándolo unos
meses más tarde, dando pie a la operación que condujo a su muerte.
“Tengo gente en Israel. Trabajo con el gobierno de este país y eso
nos facilita las cosas. Quiero traer un contenedor de armas”, había dicho
Rodríguez Gacha al Navegante. Sin embargo, fue Klein quien pagó en
Antigua por el visto bueno de la operación al hijo del primer ministro, Vere
Bird junior. En Colombia habían colaborado los jefes paras amigos de El
Mexicano: Luis Meneses y Fidel Castaño. Este último soñaba con armar
un pequeño ejército para atacar el santuario de las FARC, y controlaba, ya
entonces, a los políticos del departamento de Córdoba, entre quienes esta-
ba el alcalde de Montería.
Cuando fue descubierto el arsenal, todos intentaron lavarse las
manos. El gobierno israelí manifestó que lo había enviado al Ministerio de
Seguridad Nacional de Antigua, ya que éste deseaba modernizar el ejército
local. Las autoridades de la isla caribeña negaron que hubieran hecho se-
mejante requerimiento, especificando que no existía ministerio alguno con
aquella denominación y que, además, sus Fuerzas Armadas contaban so-
lamente con 90 soldados. Klein no negó su participación en la transac-
ción, aunque afirmó que las armas deberían haber concluido su viaje en
Panamá, en manos de los opositores del general Manuel Noriega que, mira
por dónde, se había convertido precisamente por entonces en un mons-
truo para Estados Unidos. El gobierno colombiano, que hubiera podido
explicar aquel cúmulo de mentiras, se limitó a proclamarse víctima de un
complot y decidió echar la culpa al difunto Rodríguez Gacha y, entre los
vivos, únicamente a Yair Klein. El mercenario no pareció excesivamente
contrariado: eran los gajes del oficio. Permaneció tranquilamente en su
hacienda cercana a Tel Aviv, soportando las molestias de un proceso “por
haber proyectado dirigir una escuela de subversión” y por “haber expor-
tado material y tecnología de defensa”, sin los permisos necesarios, que
concluyó con la condena de un año de cárcel, posteriormente anulada en
la apelación. Visto que el Ministerio de Defensa no había anulado ni por
un día la licencia a Spearhead, Klein continuó sus negocios a escala inter-
nacional, mientras promocionaba una empresa, con sede en Jericó, que
vendía botellas en forma de cruz que contenían agua del Jordán. Cuando
comprendió que aquella extravagante iniciativa no funcionaba, decidió
regresar a su antigua pasión por la guerra. “No voy a sentarme en una
oficina con aire acondicionado en Israel y estar aburrido el resto de mi vida”.

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168 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Evitó Colombia, que se veía como un laberinto indescifrable y


peligroso incluso para un individuo como él, y eligió África, que desde hacía
años revelaba ser un maná para mercenarios dispuestos a todo. En enero
de 1999 Klein fue detenido en Sierra Leona por venta de armas, que pro-
venían de Ucrania y Libia, a los rebeldes de Revolutionary United Front.
Unos años antes había llegado al país africano como instructor de las tro-
pas gubernamentales, recibiendo del presidente Ahman Tejan Kabbah la
concesión para explotar una mina de diamantes. Al parecer, decidió pasar-
se al enemigo un tiempo después. El gobierno israelí logró conseguir la
libertad de su inquieto ciudadano, que estaba ya cruzando la barrera de
los 60 años pero que no daba la impresión de querer jubilarse. “Tengo valor,
fui entrenado para eso, y soy bueno en ello. Entro a lugares donde otros
no pueden o no quieren entrar, y entiendo de armas y de sistemas de lu-
cha mejor que los demás”, afirmó Klein poco después de haber sido libera-
do, tras un año de cárcel y un intento, fracasado, de evasión.
Solamente parecía asustarlo el fantasma de Colombia. En marzo
de 2002, un tribunal de Manizales lo condenó a diez años y ocho meses de
prisión por el entrenamiento impartido a grupos de terroristas a finales
de los ochenta. “Si me callo no me hacen nada, si abro la boca terminaré
como Amiram Nir y la entrenadora de delfines que encontraron muerta
con un alambre de púas alrededor de su cuello en el centro de Tel Aviv, y
créame, no se suicidó”. Nir había sido intermediario de Shimon Peres en el
asunto Irangate, que llevó a la liberación de los norteamericanos mante-
nidos como rehenes por militantes chiítas en Beirut; en la venta de armas
a Irán y, posteriormente, en la financiación clandestina de los contras
antisandinistas en Nicaragua. “Un día, si es necesario, abriré este episo-
dio, y todo el que pensó que entrené al cartel de Medellín tendrá que tra-
garse sus palabras”, dijo el ex coronel de los Comandos Especiales, en una
larga entrevista al diario israelí Ma’ariv, en la que afirmó que había ido a
Colombia por invitación de Estados Unidos. “Todo lo que Estados Unidos
no puede hacer, porque tiene prohibido intervenir en asuntos de gobier-
nos extranjeros, lo hace, por supuesto que sí, pero por medio de otros”.
Yair Klein reveló el axioma de todos los mercenarios. Pero no ha
sido siempre de la misma manera. Seis siglos antes, sir John Hackwood
fue contratado por Florencia para someter a los territorios vecinos.2 En
italiano le llamaban Giovanni Acuto y había trabajado anteriormente para
Inglaterra, Saboya, Milán, Pisa y el Pontificado. A su muerte, quisieron

2. Respecto a las alusiones históricas véase Giovanni (1974); Ana María Ezcurra (1988);
Mary Kaldor (1999).

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169
LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

honrarlo los aristócratas florentinos y encargaron a Paolo Uccello un re-


trato ecuestre suyo, que puede admirarse en la fachada interna de la cate-
dral de Santa María del Fiore. También a la muerte de otro condotiero,
Bartolomeo Colleoni, llamado el Invencible por sus soldados, sonaron a
duelo las campanas de todas las ciudades de la República Serenísima, y
más tarde le erigieron una estatua ecuestre en Venecia, en el Campo de los
santos Juan y Pablo. Resulta difícil imaginar honras semejantes en honor
de Yair Klein en la parroquia de la plaza mayor de Puerto Boyacá. La ra-
zón es simple. Sir John Hackwood y Bartolomeo Colleoni, aunque por
cuenta de terceros, hacían la guerra. Klein y los suyos solamente realizan
su versión malvada y encubierta.
Los más inclinados a la guerra en otros tiempos eran los suizos.
Sobre ellos escribió Francesco Guicciardini, historiador y político florentino:
“Ha engrandecido el nombre de esta gente, tan horrenda e inculta, su unión
y la gloria de las armas, con las que, por su ferocidad natural y la discipli-
na a las órdenes, no solamente han defendido valerosamente su país, sino
ejercitado también fuera de él la milicia con suma alabanza, que hubiera
sido sin comparación mayor si la hubieran ejercitado para su imperio y
no a sueldo y para propagar el imperio de los otros”. Alguna vez acaeció
que los suizos se enfrentaron entre ellos, bajo banderas diferentes, y se
exterminaron sin piedad, como en la cruenta batalla de los Gigantes, li-
brada en 1515 en Mariñano, entre el ejército del joven rey de Francia, Fran-
cisco I, y el del ducado de Milán.
Entre los siglos XV y XVII, los ejércitos que luchaban en Europa
estaban formados, en buena parte, por mercenarios a cuenta de los seño-
res de la guerra y de los empresarios militares, que les abastecían de ar-
mas, alimentos, uniformes y medios de transporte. Los Estados más fuertes
intentaban depender lo menos posible de las tropas mercenarias, contra-
tándolas solamente de vez en cuando y sometiéndolas casi siempre a jefes
propios de comprobada fidelidad. Las naciones más pequeñas, por el con-
trario, se veían obligadas a contratar el ejército entero, desde el general
hasta el último soldado. Era la guerra por comisión, sanguinaria pero, en
cierto modo, limpia. Cuando la guerra exigió ejércitos mayores y recursos
financieros superiores a las posibilidades de los Estados, los soberanos y
los gobernantes, a menudo endeudados con los grandes empresarios béli-
cos, optaron por el reclutamiento nacional. Aunque de mala gana, prefi-
rieron armar al pueblo antes que correr el riesgo de que se les rebelara a
causa de los tributos cada vez mayores que imponían para pagar a los
odiosos ejércitos extranjeros, con soldados dispuestos a amotinarse cuan-
do no llegaban las pagas.

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170 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Si estaban motivados y eran bien dirigidos, los soldados de leva


combatían mejor, podían sentirse identificados con el propio gobernante y
unirse más fácilmente contra el extranjero. “Quienes luchan por la propia
gloria son buenos y fieles soldados”, escribía Nicolás Maquiavelo en los
Discursos sobre la primera década de Tito Livio, y añadía: “Es necesario para
querer mantener un Estado, para querer mantener una república o un reino,
armarse de súbditos propios”. Era el año 1513. Dos siglos más tarde, los
gobernantes europeos prescindieron de los mercenarios, desarmaron a los
señores locales y destruyeron sus fortalezas. Para financiar ejércitos per-
manentes se vieron obligados a regularizar la administración, a organizar
el fisco y hacer respetar la ley dentro de sus propias fronteras. Nacieron
así los Estados modernos. Fue un proceso difícil y largo. Fueron requisa-
das las armas y controlada su producción, prohibidos los duelos, e intro-
ducidos los permisos de armas.
“El Estado es una comunidad humana que [con éxito] reivindica
el ‘monopolio del uso legítimo de la fuerza física’ dentro de un territorio
dado”, escribió Max Weber. La pacificación del espacio interno del Estado
modificó las características de la política y de la guerra, que se convirtió
en una actividad centralizada que involucraba a la sociedad entera, teniendo
además en cuenta el empleo cada vez más generalizado de armas mortífe-
ras. Los conflictos aumentaban en número, aunque disminuyeran en los
países europeos, donde eran, eso sí, más devastadores. El potencial des-
tructivo de las guerras mundiales empujó a los gobernantes a firmar con-
venciones y acuerdos referidos, por ejemplo, al tratamiento dado a los
prisioneros y heridos, y a la salvaguardia de la población civil. A pesar de
que a menudo se quedaba en papel mojado, este corpus de derecho inter-
nacional se demostró un reductor de la barbarie. Los soldados tenían li-
cencia para ejercer la violencia por cuenta del Estado, pero debían llevar el
uniforme, portar públicamente las armas, obedecer a un comandante res-
ponsable de sus acciones. La guerra era “la continuación de la política por
otros medios”, y debía rendir cuentas a la política.
Los Klein y los Castaño, como los demás guerreros enmascara-
dos de las guerras modernas, no se asemejan a los condotieros surgidos a
finales de la Edad Media, y ni siquiera hubieran encontrado su sitio en las
guerras convencionales del siglo pasado. El cambio llegó exactamente des-
pués de Vietnam. Tras la vergonzosa derrota y el sucesivo periodo de des-
bandada, casi de parálisis, originado por la “política de distensión”, Estados
Unidos, pasó bajo la presidencia de Reagan, a la ofensiva estratégica. La
nueva doctrina se basaba en la hipótesis de que la URSS, evitando una
confrontación abierta y directa, estaba realizando una maniobra envol-

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171
LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

vente, sobre todo en el llamado Tercer Mundo, mediante el terrorismo, con


las llamadas “luchas por la liberación nacional”, y la amenaza contra las
fuentes de energía de Occidente.
El secretario de Estado norteamericano, Gaspar Weinberger, no
tenía dudas: “hoy el mundo está en guerra. No es una guerra global, aun-
que se da alrededor del globo. No es una guerra entre ejércitos completa-
mente movilizados, aunque no es menos destructiva. No es una guerra
bajo las leyes de la guerra…” (Defense, 1986). Era la guerra de baja inten-
sidad. No importaba tanto saber si la URSS originaba o simplemente apro-
vechaba los conflictos aparecidos por el mundo. Lo esencial era tener en
cuenta que el enemigo anidaba en cualquier parte del mundo, en cada una
de las batallas, aunque no fueran militares, y en todos los conflictos so-
ciales. El objetivo de la guerra no era ya, como había explicado Von Clause-
witz, “la derrota y la destrucción de las fuerzas armadas enemigas”, sino
la conquista de la población. Por consiguiente, los instrumentos no po-
dían ser únicamente militares. “El ser humano tiene su punto más crítico
en la mente. Una vez alcanzada su mente, ha sido vencido el animal polí-
tico sin recibir necesariamente balas”, afirmaba el Manual de Operaciones
psicológicas en guerra de guerrillas, producido por la CIA.3 Pero, a la vista
de que el menú del llamado “capitalismo democrático” no ofrecía elemen-
tos seductores a las poblaciones del Tercer Mundo, más allá de la libertad
de empresa y de la democracia formal, las balas continuaban siendo de-
terminantes para sostener los regímenes de sociedades que eran cada vez
más pobres e injustas.
Para sostener las guerras no convencionales fueron creadas las
Special Operation Forces (SOF), los Boinas Verdes, los Rangers, los Nay Seals
y la Fuerza Delta, además de las unidades especializadas en la guerra
antiterrorista, psicólogica y propagandística. Se incrementó el apoyo a los
movimientos contrarrevolucionarios, etiquetados como “combatientes de
la libertad”, sobre todo en Afganistán, Camboya, Angola y Nicaragua. Era
necesario evitar, dentro de lo posible, una intervención directa de Estados
Unidos, para no empantanarse como en Vietnam, y no ofrecer de nuevo
al pueblo norteamericano el triste espectáculo del desembarco de tantos
ataúdes envueltos en la bandera de barras y estrellas. Desde entonces tu-
vieron que morir en las guerras, preferentemente, “los otros”. Las inter-
venciones armadas deberían ser, por tanto, lo más rápidas y seguras
posibles, gracias a la potencia de los nuevos destacamentos móviles y a la

3. Manual de sabotaje y guerra psicológica de la CIA para derrocar al bandolero san-


dinista, Fundamentos, 1985.

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172 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

aplastante superioridad de las fuerzas y medios empleados, como sucedió


efectivamente en las invasiones de Granada y Panamá, y en las guerras
del Golfo y de los Balcanes. También iban a ser más despiadadas. El profe-
sor de Ciencias Políticas Sam Sarkesian, uno de los teóricos de la nueva
doctrina, escribió que en las guerras de baja intensidad se dan “todos los
ingredientes para un conflicto ‘sucio’, no caballeresco y orientado hacia el
terror”.4 Ya en 1954, una comisión constituida por el presidente Eisenhower
para estudiar la eficacia de las operaciones clandestinas, había manifesta-
do: “Si Estados Unidos quiere sobrevivir deben reconsiderarse los concep-
tos tradicionales norteamericanos del fair play. Debemos desarrollar un
servicio eficaz de espionaje y contraespionaje, y aprender a subvertir, sa-
botear y destruir a nuestros enemigos con métodos más astutos, más
sofisticados y más efectivos que los que son utilizados contra nosotros. Es
necesario que el pueblo norteamericano se familiarice, comprenda y apo-
ye esta filosofía tan repulsiva” (Woodward, 1992). En los años siguientes,
Hollywood realizó también su tarea, haciendo propaganda del mito de
superhombre que extermina a los enemigos (que cambian en las pantallas
según sea el adversario de turno indicado desde el gobierno de Washing-
ton), enarbolando los principios sagrados de “Dios, patria y familia”. El
mundo entero fue invadido por Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger
antes que por los Rambo reales. Una encuesta de la Unesco, de 1997, mos-
traba que nueve de cada diez niños se identificaban con ellos.
Estados Unidos proclamó, cada vez con menos discreción, su de-
recho a violar las leyes internacionales. “Las restricciones de la Carta de
las Naciones Unidas a la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones
internacionales, incluyen una excepción específica para el caso del derecho
de autodefensa”, afirmó el secretario de Estado, George Schultz.5 En nom-
bre de la seguridad nacional fueron bendecidas las covert-action, operaciones
secretas que no tenían en cuenta las fronteras, espacios aéreos ni aguas
territoriales. El banco de pruebas de la llamada “doctrina Reagan” fue Ni-
caragua. El 1º de diciembre de 1981, el presidente Reagan firmó una autori-
zación secreta que permitía las operaciones paramilitares en Centroamérica,
para derribar el régimen sandinista. Fue aprobada la constitución de una
fuerza de 500 contrarrevolucionarios con base en Honduras, bajo exper-
tos militares de la dictadura argentina y no bajo instructores norteameri-
canos, para tranquilidad del Congreso. Desde entonces fue la CIA quien

4. “Low-Intensity Conflict: concepts, principies and policy guidelines” Air University


Review, 1985.
5. “Low-intensity Warfare: the Challenge of ambiguity”, Current Policy, 1986.

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LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

asumió, en realidad, la dirección de la política exterior centroamericana.


Fueron atacados aeropuertos, minados puentes y alcanzadas refinerías. Para
la política de conspiración Reagan eran estrechas no solamente las leyes
internacionales, sino incluso las norteamericanas. Cuando el Congreso
prohibió al gobierno que continuara sosteniendo una guerra “jamás de-
clarada” a los sandinistas y cortó la ayuda a los contras, el apoyo a su cau-
sa fue garantizado secretamente por el “gobierno sombra”.
De esa foma emergió la figura del coronel Oliver North, un faná-
tico católico carismático, a quien le gustaba ser llamado Rambo, que
rambizó la política exterior norteamericana, asumiendo el papel de “se-
cretario de Estado de la doctrina Reagan“. Tras el atentado contra la Em-
bajada de Beirut, que causó la muerte a 246 marines, desplegó la National
Security Decision Directive, que autorizaba de hecho la caza y muerte de
los terroristas en cualquier parte del mundo. Planificó el ataque a Libia, y
la invasión de Granada. También coordinó las medidas antiterroristas con
los países europeos.
La mayor obsesión de Oliver North era, en todo caso, Nicaragua.
El incansable coronel organizó cientos de conferencias en Estados Unidos
para recoger fondos con destino a los contras y para movilizar a las aso-
ciaciones privadas más reaccionarias del país, como la Liga Anticomunista
Mundial, Citizen for America, Civilian Military Assistence, y la revista para
mercenarios Soldier of Fortune. North programó la campaña difamatoria
contra el régimen sandinista, reunió armas y aviones y construyó en Cos-
ta Rica, en la finca del embajador norteamericano Lewis Tambs, un aero-
puerto clandestino, que fue utilizado por los aviones cargados de armas y
de cocaína colombiana, que luego era vendida en Estados Unidos para fi-
nanciar la guerra clandestina.
Para sacar adelante su cruzada, North había concebido uno de los
complots más temerarios de nuestros días, la Irán-Contras-Gate. La co-
misión de investigación impuesta por el Congreso se convirtió en el mejor
instrumento de propaganda de la “doctrina Reagan”. Mientras la embara-
zada oposición democrática se limitó a protestar contra el método, y no
contra la esencia de la política de conspiración, el principal imputado, Oliver
North, salió en programas televisados en medio mundo como un verdade-
ro héroe. Olly defendió a capa y espada la filosofía de la covert-action.

Creo que es muy importante para el pueblo americano entender


que éste es un mundo peligroso, que vivimos en riesgo, y no de-
bería pensar que esta nación no puede y no debe conducir opera-
ciones encubiertas… Los luchadores de la libertad nicaragüenses

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174 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

han tenido que sufrir una guerra desesperada por la libertad, con
un apoyo esporádico y confuso de los Estados Unidos de Améri-
ca. Ellos necesitan un flujo de dinero, de armas, vestimenta y su-
ministros médicos. El Congreso de Estados Unidos permitió que
el Ejecutivo los animara a dar batalla, y luego los abandonó. Cuan-
do el brazo ejecutivo hizo todo lo posible ustedes entonces hacen
esta investigación para culpar del problema a esa rama ejecutiva.
Esto no tiene sentido para mí... Yo voy a salir de aquí con mi cabeza
alta y mis hombros erguidos porque estoy orgulloso de lo que rea-
lizamos. Estoy orgulloso de la pelea que llevamos a cabo. Estoy or-
gulloso de servir en la administración de un gran presidente.6

A pesar del escándalo, la “doctrina de Reagan“ salió victoriosa en


Nicaragua, donde los sandinistas capitularon en las votaciones de 1989,
extenuados por la presión militar norteamericana. Y se plasmó cada vez
más como modelo para los conflictos existentes o futuros. Desde aquel
momento, los gobernantes de un número siempre mayor de Estados, po-
derosos o débiles, renunciaron al monopolio de la fuerza, requiriendo los
servicios de gente como Klein y Castaño. La intriga se convirtió progresi-
vamente en materia e instrumento de las relaciones internacionales. Mu-
chos gobiernos han destinado en las últimas décadas recursos ingentes a
la creación, además del ejército, marina y aviación, de una cuarta fuerza
armada irregular, dotada de “una organización y metodología similares a
las militares aunque sin serlo”.
Cuando el Estado se sentía fuerte, reivindicaba abiertamente esa
alternativa. Lo hizo, por ejemplo, Efraín Ríos Montt en Guatemala, pro-
moviendo las autodefensas con el programa “Fusiles y fríjoles”, y en Perú
las cúpulas de las Fuerzas Armadas organizando las Rondas Campesinas:
los campesinos y los indígenas que las formaban, mal armados y adies-
trados, eran utilizados más como “carne de cañón” que como una tropa
enviada a la guerra sucia, de la que continuaban ocupándose los destaca-
mentos militares. Normalmente, el Estado negaba toda paternidad en la
formación de esta cuarta fuerza y, cuando reconocía su existencia, la atri-
buía a las condiciones negativas del conflicto o a la reacción de sectores de
la sociedad ante los abusos de la subversión.
Se hizo habitual mentir sin pudor alguno, negar la evidencia o
endosar a las denominadas “fuerzas oscuras” los episodios más crueles de
la guerra sucia. De la misma manera que la reina Isabel, cuando se encon-

6. North saves the freedom fighters, Informe A/M, agosto de 1987.

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LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

traba con Felipe II, fingía desconocer las andanzas a través de los océanos
del corsario Francis Drake, así sostenía el presidente yugoslavo Slobodan
Milosevic que los “Tigres” de Zeljko Raztanovic, más conocido como Arkan,
las “águilas blancas” y los otros paramilitares que realizaban estupros,
torturas y masacres en Bosnia, eran “bandidos y vagabundos” que ni él ni
sus generales conocían. La mentira de Slobo era la misma que la de los
gobernantes croatas que organizaron a los Lobos y a los Ustascia, y la de
los bosnios que utilizaron a los Mujihidin afganos. Lo mismo hicieron el
presidente mexicano Ernesto Zedillo y la cúpula de las Fuerzas Armadas
de su país, que trataron de impedir el contagio zapatista apoyando en
Chiapas a los grupos de asesinos de Paz y Justicia, y a Los Chinchulines.
Era una práctica habitual en México, activada en octubre de 1968 cuando,
para garantizar el desarrollo sin sobresaltos de los Juegos Olímpicos, un
grupo paramilitar llamado Olimpia, organizado directamente por el mi-
nistro del Interior, mató a golpes de bayoneta y utilizando armas de fuego
cargadas con balas explosivas, a 300 jóvenes manifestantes en la plaza de
Tlatelolco de Ciudad de México.
No existe ya conflicto alguno en el mundo que no tenga, entre
sus protagonistas, grupos paramilitares, fundados o protegidos por las
fuerzas regulares. Si resultó evidente en Irak, donde los mercenarios pri-
vados representan el segundo ejercito más poderoso entre las fuerzas ocu-
pantes, el fenómeno de la privatización está presente, por ejemplo, en India,
Pakistán, Indonesia, Filipinas, Chechenia, Burundi, Georgia, Tayikistán,
Turquía, Algeria, Marruecos, Senegal, y ha existido, aunque con caracte-
rísticas más definidas, como “terrorismo de Estado” en países con una
“democracia consolidada” como Francia, Italia y España. Así sucedió con
l‘Organisation Armée Secrète (OAS) frente a la independencia argelina,
Gladio contra el peligro comunista, y los Grupos Antiterroristas de Libe-
ración (GAL) contra la ETA vasca.
En algunos casos, la privatización del uso de la fuerza se apoyaba
en la organización espontánea de algunos sectores sociales, pero en nin-
gún país, ni siquiera en la Colombia de los años ochenta, en el momento
de oro de los carteles de Cali y Medellín, los narcos y sus aliados latifun-
distas habrían podido crear una fuerza militar sin la colaboración activa
del ejército y la tolerancia del gobierno. Tampoco en El Salvador hubieran
podido actuar y extenderse los escuadrones de la muerte, que se adhirie-
ron al partido Arena, capitaneado por la “mayor llama oxhídrica”, Rober-
to D’Aubuisson, sin la cobertura de las jefaturas militares.
Muchas veces era Estados Unidos quien teledirigía la formación
de los grupos paramilitares. En la época de Reagan, el procedimiento era

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

activado clandestinamente, pero con una clara coherencia. Bill Clinton


modificó la forma pero no la sustancia. Cuando subió Jean-Bertrand
Aristide al poder en Haití, en las primeras elecciones libres del país, fue la
CIA quien organizó a los tonton macoutes del Frente para el Avance y Pro-
greso Haitiano (FRAPH) que colaboraron en 1991 en el golpe militar del
general Raúl Cédras. Cuatro años más tarde, al enviar a los marines a “de-
volver la democracia” a la isla, Clinton se cuidó muy bien de recordar que
el terrorismo de los militares y de los paramilitares del FRAPH había sido
programado en Washington para moderar el programa reformista de
Aristide e impedir el nacimiento, basado en el voto, de otra Cuba en el Caribe.
Con la ayuda de Cédras y los dirigentes de las FRAPH, Estados
Unidos adoptó en Haití la fórmula de “crea, usa y tira”, que echaba de
menos Klein y temía Castaño. La “doctrina Reagan“ continuó, por tanto,
guiando la política externa norteamericana, aunque durante la presiden-
cia de Clinton fue condimentada con abundancia de referencias a los dere-
chos humanos. La mezcla produjo a veces efectos grotescos. En 1995, por
ejemplo, en la misma semana en que el Departamento de Estado norte-
americano presentaba el informe anual sobre las violaciones de los dere-
chos humanos en el mundo, la CIA publicaba su propio Manual de instrucción
para la explotación de los recursos humanos, en el que se suministraban
amplios detalles sobre la forma de llevar a cabo los interrogatorios, recu-
rriendo incluso a la tortura. Algún personaje más iluminado de Washing-
ton hizo insertar en la introducción al volumen una frase que intentaba
ser tranquilizadora: “Aunque no aconsejamos el uso de técnicas coerciti-
vas, creemos oportuno informarles sobre su existencia y la forma más
adecuada de utilizarlas”.7
Como Estados Unidos deseaba cada vez menos ensuciarse las ma-
nos en conflictos locales, las guerras de baja intensidad necesitaban protago-
nistas eficientes, modernos, aparentemente neutrales, concebidos y
aleccionados no en campos de batalla o mesas de tortura, sino en conforta-
bles oficinas de Londres, Nueva York, Tel Aviv, Pretoria y Bruselas. Desde fi-
nales de los años ochenta aparecieron en el escenario internacional decenas de
Military Private Companies (MPC), empresas creadas para suministrar segu-
ridad y estabilidad, la mercancía más apetecida por el Nuevo Desorden Mun-
dial heredado desde el fin de la guerra fría (Abdel-Fatau y Kayode, 2000).
Veinte años antes habían surgido, casi de la nada, algunos gru-
pos de mercenarios que habían truncado, por ejemplo, la revuelta de los

7. “The Times of India”, tomado de Internazionale, 14 de febrero de 1997.

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177
LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

Simba en Katanga, o intentado hacer caer los gobiernos de Benin y Comore.


Parecían sobrevivientes del antiguo colonialismo y, sin embargo, eran los
primeros guerreros del nuevo. El fin del enfrentamiento Este-Oeste había
dejado espacio para la acción, en algunos casos directa, de las sociedades
multinacionales que provocaban o utilizaban la explosión de los conflic-
tos civiles, étnicos o tribales para asegurarse la explotación de los recursos
naturales en amplias zonas del planeta. Las MPC se presentaron así con
sus ejércitos, eligiendo como zona de actuación sobre todo África, donde
la naturaleza es más rica y la humanidad más pobre y abandonada. “De-
trás de ellos pervive la antigua estructura colonial, camuflada de sociedad
multinacional, con teléfono vía satélite”, ha escrito la investigadora
Elizabeth Rabin en la revista Harper’s.8 O mejor dicho, las MPC son el arma
del nuevo colonialismo, cuyo orden garantizan al mismo tiempo que las
multinacionales realizan la explotación del territorio y algunas ONG prac-
tican la caridad.
En África el recurso a lo “privado” ha sido favorecido por la debi-
lidad de lo “público”, propia de los Estados jóvenes nacionales, incapaces
de controlar sus países, pero también por los organismos armados africa-
nos e internacionales, llamados a intervenir en ellos. Los “cascos azules“,
por ejemplo, han sido acusados a menudo de entrar en acción con retraso,
o de actuar como “eunucos en una orgía”. Las MPC recibían ofertas de
trabajo de las multinacionales mineras y petroleras y de las empresas oc-
cidentales en general, que consideraban que los sistemas de protección
propios de las fuerzas armadas locales eran inadecuados para sus instala-
ciones. También requerían sus servicios los gobiernos amenazados por
revueltas populares y movimientos secesionistas, e incluso otros, que las
condenaban verbalmente o que habían sufrido en el pasado sus expeditivas
intervenciones armadas. Para las agencias de mercenarios fue, indudable-
mente, una gran satisfacción recibir demandas de protección por parte de
los funcionarios de la ONU en Sierra Leona, o trabajar para el gobierno de
Nelson Mandela o para el Movimiento Popular de Liberación de Angola
(MPLA), antiguos enemigos suyos. En realidad, las MPC aspiraban a con-
vertirse en los guerreros pragmáticos del peace-keeping, y sustituir los cos-
tosos e ineficaces destacamentos de la ONU. No se podía pretender, claro
está, que sus guerreros, carentes de un control constitucional, fueran efi-
cientes y, al mismo tiempo, respetuosos con los derechos humanos. Su
personal dirigente se hallaba compuesto, como máximo, por oficiales reti-

8. Las afirmaciones de Rabin y Van Creveld han sido tomadas de Covert Action Quar-
terly, otoño de 1997, publicadas por Guerre&Pace, noviembre de 1988.

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178 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

rados, con experiencia en unidades especiales de espionaje y de seguridad


de ejércitos occidentales, sobre todo inglés, norteamericano, israelí y
sudafricano. La tropa, por su parte, procedía mayormente de países orien-
tales, latinoamericanos o africanos.
En los años noventa, los ejércitos privados se convirtieron en co-
losos económicos que se apoderaron de hecho, sobre todo en África, de
muchas zonas del territorio. El historiador y militar Martin van Creveld
ha escrito: “El deber cotidiano de la defensa de la sociedad contra el peligro
de los conflictos de baja intensidad fue transferido a las empresas de servi-
cios de seguridad en auge, y llegó pronto el momento en que los que com-
prendieron la potencialidad de ese negocio, como los antiguos condotieros,
se adueñaron de los Estados”. El presente parece darle la razón. En África,
la principal MPC es la Executive Outcomes (EO), fundada en 1989 y diri-
gida por un ex comandante de las fuerzas especiales sudafricanas, que ha
realizado sus misiones principales en Sierra Leona, para cortar el avance
de los rebeldes del RUF, a solicitud del gobierno de Freetown, y en Angola
para combatir, por cuenta del gobierno, a los rebeldes de Unión para la
Total Independencia de Angola (Unita). En ambos casos, EO cobró en con-
cesiones petroleras y diamantíferas, llevando la gestión a través de su aso-
ciada, Diamond Works.
La Military Resources Profesional Incorporated (MRPI) es una
sociedad estadounidense fundada en 1987, con sede en Alejandría, y con
una planta de 400 personas de tiempo completo. En su publicidad afirma
que es “el conjunto más potente de experiencia militar existente en el
mundo”. Sus personajes más llamativos son el ex general Carl Vuono,
veterano de la guerra del golfo, y el ex comandante del ejército de Estados
Unidos en Europa, Frederick Kroesen. La MRPI instruyó al ejército croata
antes de la sangrienta ofensiva en la región de la Krajina, de mayoría serbia,
que provocó la matanza de cientos de civiles y la deportación de 170.000
personas. Después colaboró en la reestructuración del ejército bosnio. El
95% de sus 1300 millones de dólares de facturación anual proviene de
contratos con el gobierno estadounidense. La Defense System Limited (DSL),
con sede en Londres, a poca distancia de Buckingham Palace, emplea a 4000
personas, y opera en unos 30 países, especialmente en la protección de las
instalaciones de las sociedades mineras y petroleras, y de los edificios de
algunas embajadas. Sus hombres han instruido ejércitos de diversos paí-
ses en guerra, como el cingalés. La DynCorp es acaso la MPC más antigua
en activo. De hecho fue fundada en 1946 para vender el “sobrante” de
aviones de combate de la Segunda Guerra mundial. Gran parte de sus 1500
hombres son veteranos de las guerras de Corea, Vietnam, golfo pérsico, El

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LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

Salvador y Guatemala. En los Balcanes ha controlado la retirada de las


tropas serbias de Kosovo. Debido a sus óptimas relaciones con la CIA, ha
recibido encargos militares en Kuwait, Honduras, El Salvador, Haití y Pa-
namá. En su página web, esta sociedad que acredita una facturación anual
de 400 millones de dólares, afirma que ofrece sus servicios “con una pizca de
humanidad” y que trata “la alta tecnología militar como una forma de arte”.
Colombia es, naturalmente, una ganga para las empresas de los
“nuevos señores de la guerra”. La DSL se halla presente desde 1991, como
Defense Systems Colombia (DSC), sobre todo en la protección de las insta-
laciones y oleoductos de la British Petroleum. La USO y las organizaciones
de los derechos humanos la han acusado en diversas ocasiones de haber
fichado a los sindicalistas y entregado sus correspondientes expedientes al
ejército y a la policía de la zona, quienes a su vez ponían en acción a los
paramilitares de las AUC.
En todo caso, los negocios más consistentes son los que llevan a
cabo las siete MPC comprometidas en el Plan Colombia y, entre ellas, se
llevan la parte del león la MRPI y la Dyncorp.9 Los 1000 millones de dóla-
res de ayuda militar asignados por el gobierno estadounidense al colom-
biano están destinados a regresar casi enteros al remitente. En buena parte,
a las industrias bélicas, como la Bell-Textron y la United Technologies
Sikorsky Aircraf, que han suministrado los helicópteros de combate a las
Fuerzas Armadas colombianas, pero también a las sociedades que impar-
ten instrucción a los llamados batallones antinarcóticos, o que participan
en las misiones de erradicación aérea de los campos de coca. Casi la mitad
de los 370 millones que Estados Unidos dedicó a Colombia durante 2002
para financiar operaciones militares y policiales ha sido utilizada para pagar
a los mercenarios de las 17 compañías privadas norteamericanas que pres-
tan una amplia gama de servicios, desde montar radares y entrenar pilo-
tos hasta monitorear las densas selvas colombianas.10
“Nos están utilizando para llevar a cabo la política exterior nor-
teamericana”, admitió el ex general de la Defense Intelligence Agency (DIA),
Ed Soyster, convertido en portavoz de la MPI. Evidentemente, ahorrándo-
se todos los riesgos del caso. Quienes se juegan la vida, más que los ins-
tructores que trabajan en bases fortificadas en plena selva amazónica, son
los pilotos que sobrevuelan las zonas controladas por la guerrilla. Una vez

9. Sobre las actividades de la Dyncorp en Colombia véase Miami Herald, 26 de fe-


brero de 2001, y El Espectador, 17 de julio de 2001.
10. El Tiempo, 18 de junio de 2003.

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180 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

entrados en Colombia con una visa de turismo, alternan quince días de


vuelo con quince días de reposo en Estados Unidos, con un sueldo neto de
100.000 dólares al año. Desde 1997 han muerto una veintena. En julio de
1999 murieron cinco norteamericanos en un avión espía que se estrelló
sobre las montañas en la frontera con Ecuador, del que no se conocen las
causas del accidente, pero que probablemente fue alcanzado por las posi-
ciones antiaéreas, artesanales pero eficaces, de la guerrilla.
Todos optaron por minimizar el accidente. El gobierno norteameri-
cano deseaba esconder una misión militar que no respetaba los límites de la
lucha antidroga, que era la única admitida por el Congreso de Estados Uni-
dos en Colombia. Las FARC preferían no enrarecer las conversaciones de
paz en el Caguán. Los cinco miembros de la tripulación perecieron en el
accidente, a diferencia de lo sucedido el 13 de febrero de 2003, cuando un
Cessna 208 fue abatido en la selva del Caquetá. De los cuatro agentes de la
CIA, a sueldo de la California Microwave Systems, que sobrevivieron tras
el aterrizaje forzoso, fue muerto inmediatamente un multicondecorado de
Vietnam, mientras que los tres restantes fueron capturados por los rebel-
des de XV frente de las FARC. La infructuosa búsqueda de estos últimos
provocó nuevas pérdidas entre las fuerzas estadounidenses. El 25 de mar-
zo siguiente murieron otros tres oficiales de la CIA, al resultar abatido de
nuevo por los rebeldes un Cessna, también en el Caquetá.
Aunque en este último caso Estados Unidos reaccionó de manera
furibunda y Bush llegó a acusar a los guerrilleros de ser asesinos
despiadados, la opción de la privatización se demostraba especialmente
eficaz. “Si alguien resulta muerto o lo que sea, siempre puedes decir que
no es un miembro de las Fuerzas Armadas”, explicó el ex embajador nor-
teamericano en Colombia, Myles Frechette.11 Las empresas privadas ser-
vían, además, para eludir la ley sin que resultara tan insolente, y de manera
probablemente más eficaz que las intervenciones realizadas por North y
sus socios bajo la presidencia de Reagan. Inicialmente las MPC sirvieron
para desviar a la lucha contra la subversión los fondos destinados exclusi-
vamente a la guerra contra la droga. Desde agosto de 2002, el obstáculo
quedó eliminado por Bush con una ley expresamente aprobada “en apoyo
de una campaña unificada contra el narcotráfico, las FARC, el ELN y los
paramilitares, y para proteger la salud humana en situaciones de emer-
gencia”. Bajo la obsesión de Vietnam, el Congreso de Estados Unidos fijó
en 800 el límite de hombres a emplear en Colombia, entre militares y civi-

11. Las declaraciones de Soyster y Frechette, en St. Petersburg Times, 3 de diciembre de


2000.

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LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

les, para duplicarlo en octubre 2004 debido a las presiones de la adminis-


tración Bush. La política de contratos permitía agilizar el trámite, utili-
zando mercenarios de diversos países latinoamericanos. Todas las MPC
operaban bajo la responsabilidad del Departamento de Estado norteame-
ricano, que garantizaba su impunidad en cualquier asunto que llevaran a
cabo sus hombres. El 13 de diciembre de 1998, algunos pilotos de la Air
Scan International Inc. participaron en el bombardeo del poblado de Santo
Domingo, en el departamento de Arauca, causando la muerte de 18 civi-
les. La acción fue explicada por la presencia sobre el terreno de fuerzas
guerrilleras, empeñadas en oponerse a las operaciones de erradicación.
Ningún miembro de la MPC fue sometido a procedimiento judicial algu-
no. En agosto de 2002 fue solicitada expresamente y de inmediato conce-
dida la impunidad para estas fuerzas, por Marc Grossman, subsecretario
para los asuntos Políticos del Departamento de Estado norteamericano.
“Sirve para proteger a las fuerzas militares de Estados Unidos y a funcio-
narios nuestros que están sirviendo en Colombia de lo que nos preocupa
sean persecuciones políticas”.12
Los problemas mayores procedían de la droga. El 12 de mayo de
2000, la Policía Antinarcóticos del aeropuerto El Dorado de Bogotá descu-
brió dos botellas de líquido viscoso, que contenían heroína, entre los pa-
quetes postales que partían con la Federal Express, expedidos por la Dyncorp
y destinadas a la base aérea de Patrick, en Florida. El asunto fue descubier-
to sólo al cabo de un año, gracias a las averiguaciones del diario canadien-
se The Nation.13 Las autoridades norteamericanas habían logrado encubrir
todo hasta entonces, imponiendo silencio a las colombianas. El presidente
Pastrana fue obligado, bajo la presión de la embajada estadounidense en
Bogotá, a licenciar al general de la policía culpable de haber promovido
una investigación sobre el asunto. En su estudio titulado “El problema de
la droga en Dyncorp”, The Nation reveló que los mercenarios se hallaban
involucrados en problemas de drogas. En agosto de 2002 había muerto
por una sobredosis de cocaína un paramédico de la Dyncorp, en la base de
Tres Esquinas. El año anterior se habían visto implicados otros diez fun-
cionarios de la Dyncorp en tráfico de anfetaminas. En ambos episodios la
documentación desapareció misteriosamente, y los jueces que tenían asig-
nado el caso se vieron obligados a frenar las indagaciones. Se trataba poco
más o menos del mismo mecanismo de impunidad utilizado durante mu-
chos años por Pablo Escobar y otros narcos.

12. El Espectador, 15 de agosto de 2002.


13. The Nation, 16 julio de 2001.

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182 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

La droga entró con gran escándalo asimismo en la Embajada de


Estados Unidos de Bogotá, viéndose implicado nada menos que el coronel
James Hiett, coordinador de las operaciones anti narcos en Colombia, cuya
mujer fue detenida en agosto de 1999 en Brooklyn, acusada de haber in-
troducido en el país, aprovechando las valijas diplomáticas, heroína y co-
caína por un valor de cientos de miles de dólares. Hiett utilizó una parte
de los beneficios del tráfico para adquirir una vivienda. Las diferentes ins-
tituciones hicieron su labor lo mejor posible para tapar el escándalo, que
resquebrajaba la credibilidad de la cruzada antidroga norteamericana. La
Embajada norteamericana en Bogotá y el Pentágono trataron de exonerar
al coronel de toda responsabilidad, los tribunales federales concedieron a
la pareja todos los atenuantes posibles, y los mass media de Estados Uni-
dos escondieron el caso.14
“Los gringos que fumigan siguiendo el Plan Colombia son una
banda de Rambos sin Dios ni ley, que han sido pillados hasta traficando
heroína”, escribió la revista Semana. La palabra Rambo no era elegida por
casualidad. En junio de 2001 un periodista estadounidense de buena me-
moria reveló que la Eagle Aviation Services and Technology (EAST), una
de las sociedades que había recibido, subcontratada por la Dyncorp, el
encargo de lanzar pasquines sobre las regiones del sur de Colombia, era la
misma utilizada por Oliver North en los años ochenta para transportar
armas a los contras. Y que en sus viajes de regreso transportaba droga
colombiana para financiar la guerra clandestina. “Eso fue hace 15 años.
La cuestión es lo que están haciendo, y no lo que hicieron”, se limitaron a
responder, avergonzados y enojados, los altos responsables del Plan Co-
lombia. Oliver North respondió a su vez escribiendo un artículo encendido
sobre el Plan Colombia, con su estilo a lo Rambo, en Washington Times.
“Lo deberían llamar por lo que es: el último esfuerzo de Estados Unidos
con armas y asesores militares para evitar que Colombia caiga en la anar-
quía”.15 Pocas ideas, pero claras, de quien se sentía dispuesto a volver a la
trinchera.
George Bush junior necesitaba gente como Oliver North, sobre todo
después del 11 de septiembre. Han sido exonerados de nuevo todos sus
socios de maldades de la época Reagan. Entre ellos, John Dimitri Negro-
ponte (ex embajador en Tegucigalpa desde abril de 2004, embajador en el
Irak ocupado para ser elegido en febrero de 2005 director de Inteligencia

14. El Tiempo, 8 de julio de 2000 y Semana, 15 de noviembre de 2000.


15. Washington Times, 12 de junio de 2001.

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LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA

Nacional de Estados Unidos), Eliott Abrams, que pasó de subsecretario para


los problemas latinoamericanos a director en el Consejo Nacional de Segu-
ridad, y especialmente Otto Reich, promovido a secretario de Estado para
el hemisferio occidental.16 Reich fue declarado culpable en 1987 de haber
impulsado, siendo jefe de la Oficina de Asuntos Políticos para América
Latina, “actividades de propaganda prohibidas y encubiertas destinadas a
influir en las políticas de la administración hacia América Latina”. Nacido
en La Habana y refugiado en Miami, Reich ha estado siempre obsesionado
por la idea de acabar con el régimen castrista y sus aliados, verdaderos o
presuntos. Convertido en embajador de Venezuela tras el escándalo Iran-
Contras-Gate, Reich movió todos sus hilos para liberar a un anticastrista
que en 1976 había hecho explotar una bomba dentro de un avión con 73
pasajeros, entre quienes se encontraban los miembros del equipo olímpico
cubano de esgrima. Contratado por Bacardi como consejero en la opera-
ción legal que intentó arrebatar la marca Havana Club a la industria esta-
tal de ron, Reich endureció el embargo que pesa contra la isla hasta el punto
de impedir un partido entre un equipo de béisbol norteamericano y otro
cubano, explicando que habría sido como jugar fútbol en Auschwitz. De-
finido por el escritor mexicano Carlos Fuentes como uno “de los más si-
niestros personajes del imperialismo pasado”, el nuevo responsable para
América Latina ha dejado pronto su sello en la zona andina. Después de
dirigir, en abril de 2002, el fracasado golpe contra el presidente venezola-
no Hugo Chávez, coleccionó un fracaso tras otro en el continente. En marzo
de 2003, el departamento de Estado colocó en su lugar a otro duro del
staff de Reagan, el ex agente de la CIA Roger Noriega, implicado en diversos
hechos oscuros de la guerra sucia en Centroamerica, entre ellos, de la muer-
te, en diciembre de 1980, de cuatro monjas estadounidenses en El Salva-
dor por parte de los escuadrones de la muerte.17
Con semejantes patrones, los guerreros modernos seguirán tenien-
do carta blanca.

16. Sobre el papel de Reich en América Latina, véanse Página 12, 16 de enero de 2002;
Uno más uno, diciembre de 2000; Semana, 19 de junio de 2002; El País, 25 de
febrero de 2001.
17. Reuters, enero de 2003 y Associated Press, 24 de marzo de 2003.

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El monstruo bueno

12
E n el año de 1999, Jaime Garzón parecía un intocable, lo mismo que
García Márquez y Antonio Caballero. Gabo había dejado hacía tiempo
la indumentaria de contestatario. Aunque no renegaba de su amistad con
Castro, se relacionaba con gente como Kissinger, Rockefeller y algunos ex
presidentes colombianos, incluido Julio César Turbay, que había llevado a
cabo la represión que empujó al mismo Gabo al exilio en 1979. Cambio 16,
revista de la que se había convertido hacía poco en socio mayoritario, no
se parecía en absoluto a la valiente revista Alternativa, con la que colabo-
raba en aquella época. En todo caso, cuando se movía por Bogotá o dentro
de las murallas de la vieja Cartagena, donde vivía en una especie de fortín
de color rojo pompeyano frente al mar Caribe, García Márquez iba siem-
pre acompañado por la escolta.
Antonio Caballero era el periodista más famoso de Colombia. El
país que conserva el récord mundial de periodistas asesinados, parecía
perdonarle su audacia de escribir lo que los colombianos apenas se atre-
vían a susurrar dentro de las paredes de su casa. Incluso en la época más
sanguinaria de los carteles mafiosos, Caballero continuó repitiendo, por
ejemplo, que no existía en el país una organización más turbia y criminal
que el Estado. A diferencia de Gabo, le gustaba provocar a los poderosos
de todo tipo. Y no sólo escribiendo. En 1995 participó en una de las confe-
rencias organizadas en el Teatro Patria de la Escuela Superior de Guerra. A
un oficial que le pedía su opinión sobre la propuesta de reintroducir en el
país la pena de muerte, respondió Caballero dirigiéndose a la platea, llena

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186 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

de generales y coroneles: “Lo que haría falta es eliminarla, dado que la


están aplicando cada día”. A pesar de recibir a menudo amenazas de muerte,
rehusaba la escolta militar. Hubiera supuesto una contradicción con lo que
escribía. Solamente le tranquilizaba la llamada amnesia colombiana. “Me
ha bastado salir del país un par de meses para olvidarse de mí quien me
había amenazado”. En todo caso, y para tampoco desafiar demasiado al
destino, desde finales de los ochenta Caballero pasaba gran parte de su vida
en Madrid, donde le gustaba escribir sobre las corridas.
Jaime Garzón era seguramente más popular en Colombia que
Antonio Caballero, y más querido que el mismo García Márquez. Cada
domingo hacía reír a millones de espectadores de televisión con sus fan-
tásticas caricaturas –un portero, una camarera, un limpiabotas o la coci-
nera del palacio presidencial– que se burlaban con dureza de los poderosos.1
En la universidad fue uno de los fundadores del Movimiento Rotundo Va-
gabundo, cuyo único propósito era convencer a la gente para “no hacer
absolutamente nada”. No era un tipo atado a una ideología. Aunque era
de izquierda, organizó en 1986 las elecciones del candidato conservador
Andrés Pastrana quien, una vez elegido alcalde, lo nombró, para pagar su
deuda, alcalde de San Juan de Sumapaz, una aldea de la cordillera domi-
nada por las FARC. Cuando el líder guerrillero Tirofijo lo supo, indicó a los
suyos que le trajeran a “aquel tipo tan raro”, para conocerlo. No fue, sin
embargo, la cordial conversación con el jefe de los rebeldes la que quemó
su carrera, sino la pintoresca y dura respuesta (“Aquí sólo están las putas
FARC”) que dio a la pregunta de la secretaria municipal de Bogotá, intere-
sada en saber si en San Juan existían “casas de lenocinio”. La inmediata
destitución obligó a Jaime a renunciar a los sueños de carrera política y a
intentar la de cómico. Después de años de éxitos cada vez más amplios en
la televisión, no se contentó con hacer reír a los colombianos de sus pro-
pias tragedias sino que se puso a ayudarles, concretamente, como sólo podía
hacerlo un personaje de su tipo. Empezó casualmente, convenciendo a los
comandantes guerrilleros de la región de Sumapaz de que liberasen a un
conocido suyo, que había sido secuestrado. Desde entonces no acertó ya a
negar su ayuda a otras familias que sufrían el mismo drama. Garzón ha-
cía todo a la luz del día, de manera desinteresada y con el permiso de la
Oficina Antisecuestro de la Presidencia de la República. Pero su actividad
de mediador no agradaba a los militares, que preferían la organización de

1. Sobre la historia de Garzón, véase Cambio 16, 31 de agosto de 1998; Semana,


23 de agosto de 1999; El Tiempo, 8 de julio y 6 de agosto de 2000; El Colombia-
no, 13 de marzo de 2002; El Espectador, 13 de diciembre de 2003.

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operaciones de rescate arriesgadas y a veces insensatas. Jaime Garzón co-


menzó a recibir llamadas telefónicas de amenaza. En mayo de 1999, du-
rante un coctel al que asistían diferentes personalidades, entre ellas el
embajador de Estados Unidos, reveló que el comandante del ejército, Jorge
Enrique Mora, le estaba acusando de ser “un colaborador de las FARC”.
Sintiéndose en peligro, visitó a finales de julio, en la supercárcel La Modelo
de Bogotá, a un comandante paramilitar para establecer un contacto con
el mayor distribuidor de muerte del país, Carlos Castaño. Todo fue inútil.
Unos días más tarde, el 13 de agosto de 1999, a las seis de la
mañana, un sicario en motocicleta se colocó a su altura en un semáforo,
cerca de la sede de Radionet, una cadena radial en la que colaboraba hacía
tiempo, y le propinó varios disparos con una P38. A pesar de encontrarse
herido, Garzón consiguió apretar el acelerador de su Cherokee beige, has-
ta chocar contra un poste de electricidad, a unos cincuenta metros. Gar-
zón tenía 37 años. “Es como si hubieran matado al miembro más ingenioso
y alegre de cada familia”, dijeron en la radio. La oleada emotiva originada
por su homicidio recordó la que había tenido lugar tras el fatídico 9 de
abril de 1948. La muerte de Garzón no desató ninguna revuelta, sino una
amplia consternación. Cuando diversos políticos, protegidos por policías,
trataron de acercarse al féretro durante el funeral, celebrado ante medio
millón de personas, se levantó un vocerío de la multitud gritándoles a coro
“¡fariseos, fariseos!”
Los periódicos transformaron el habitual “¿quién ha sido?”, por
el más apropiado de “¿quién ha podido hacer una cosa semejante?” Unas
horas después del homicidio, Castaño negó ser el responsable. El ejército,
por el contrario, rompió su silencio cuando Francisco Santos, jefe redactor
de El Tiempo escribió: “En este caso no hay duda. A Jaime Garzón lo mató
la extrema derecha militar ”.2 Las jefaturas del ejército, la aviación y la
marina pidieron en un comunicado conjunto, a dicho periódico, el más
cercano al gobierno del país, que aportara las pruebas de una acusación
“tan infamante”.
El gobierno creó una megacomisión de investigación, compuesta
por ejército, Policía, DAS, Procuraduría General y Fiscalía. En marzo de
2002 se emitió una orden de captura contra dos presuntos matones y Carlos
Castaño, quien sería condenado a 38 años de prisión como autor intelec-
tual del homicidio . En diciembre de 2003 la Procuraduría General acusó a
la Fiscalía y al DAS de haber manipulado las indagaciones. Varios sicarios

2. El Tiempo, 15 de agosto 1999.

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de la banda La Terraza refirieron que habían recibido por aquella muerte


39 millones de pesos del jefe de las AUC, con la intención de hacer “un
favorcito” al general Mora, como había sucedido en el pasado con la muerte,
entre otros, del abogado Eduardo Umaña o del matrimonio de Elsa Alvarado
y Mario Calderón.3 Probablemente los estrategas de la guerra sucia esta-
ban asignando a Castaño el papel desempeñado durante años por Pablo
Escobar. Pero había una diferencia esencial. Mientras don Pablo había sido
el “monstruo bueno para todos los crímenes”, a Castaño se lo mostraba
cada vez más como el “monstruo bueno y basta”.
Los grandes grupos informativos colombianos, que habían ne-
gado o minimizado su existencia durante años, comenzaron de pronto a
ocuparse del fenómeno paramilitar, procurando negar su origen insti-
tucional y presentándolo como una respuesta natural, ilegal pero com-
prensible, a la violencia guerrillera. El canal de televisión de la poderosa
Radio Cadena Nacional (RCN) transmitió una entrevista a Rambo, realiza-
da por la periodista más in del momento, dentro de un clima de amable
charla entre dos amigos de la buena sociedad.4 “Debemos dar la palabra a
todos los contendientes”, se justificó el director de RCN. La simpatía hacia
los paras tampoco se camuflaba mucho. En noviembre de 2000, la cadena
Caracol sostuvo que más del 80% de los colombianos era favorable a la
creación, por parte del Estado, de grupos armados civiles. Unos días más
tarde se descubrió que en la encuesta virtual sobre el tema habían sido
consultadas un total de 23 personas.5
El juego de la legitimación de Castaño estaba bien articulado.
Mientras le concedían entrevistas fáciles, que Rambo utilizaba para mez-
clar reivindicaciones de masacres con actos de contrición por “eventuales
excesos cometidos”, los mass media fingían estar preocupados por la pre-
sunta simpatía de la opinión pública colombiana hacia las AUC. Los polí-
ticos y militares tampoco ahorraban banalidades y lugares comunes.
Pastrana afirmó, por ejemplo, que “no hay mayor equivocación que pen-
sar que se puede llegar al cielo apoyándose en la espalda del diablo”. El
cielo era en dicho supuesto “un país sin guerrilla” y el diablo era Castaño.
El ministro de Defensa, Luis Fernando Ramírez, declaró solemnemente que
“la violencia no se derrota con matanzas”. Para el comandante de las Fuerzas
Armadas, Fernando Tapias, por su parte, “los grupos de justicia privada y

3. Semana, 20 de diciembre de 2000; El Tiempo, 10 marzo de 2004.


4. La entrevista en RCN de Castaño es del 10 de abril de 2001.
5. El sondeo es del 24 de noviembre de 2000.

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las ‘autodefensas’ se expanden porque el Estado es débil”. Pastrana estaba


de acuerdo ya que afirmó: “Hay quienes en el concierto internacional,
pretenden que Colombia luche contra el narcotráfico y controle a los gru-
pos de autodefensa y otras manifestaciones de delincuencia pero, al mis-
mo tiempo, critican cualquier acción destinada a fortalecer el ejército y la
policía”. Tanto Tapias como Pastrana se cuidaban muy bien de recordar
que, en el pasado, toda medida de aquel género no lograba sino aumentar
la presencia paramilitar. Y si alguien se lo recordaba, reaccionaban indig-
nados, como hizo un general de división que acusó a Human Rights Watch
de conspirar con los narcotraficantes para difamar al ejército.
Como una prueba más de su voluntad de combatir a los paras, el
Estado podía hacer ostentación de decretos, discursos y promesas, pero
ningún hecho concreto. Tuvo una excelente ocasión para demostrar lo
contrario en abril de 2001, cuando el ejército apresó a unos 70 paras que,
en los días anteriores, habían masacrado a 50 indígenas de la zona del Alto
Naya, al sur de Cali.6 Los periódicos definieron la operación militar como
“la prueba de que la lucha contra el paramilitarismo se hace por convic-
ción y no por la imposición de la comunidad internacional”. En realidad,
el comportamiento del Estado no fue tan transparente. La masacre del Alto
Naya había sido perfectamente anunciada: en diciembre pasado Castaño
había acusado a los habitantes de la región de proteger a los guerrilleros
del ELN, que habían secuestrado a un nutrido grupo de personas en Cali.
A continuación de aquel secuestro, que suscitó gran conmoción, el ejército
había comenzado una operación de rescate, que detuvo Pastrana porque
la juzgaba muy arriesgada. La intervención del presidente fue criticada
duramente por la jefatura militar. El comandante de la brigada local, ge-
neral Jaime Canal, formado en la School of America de Panamá, dimitió
mostrando su disgusto por “no haber podido matar a ningún bandido”.
Enviando sus comandos a la zona, Castaño quiso de nuevo ven-
gar la afrenta sufrida por las Fuerzas Armadas. Sólo al cabo de varios días
de comenzar la matanza fueron enviados a la zona 400 militares. Pero
más que capturar a los paras, los salvaron de los guerrilleros, ya que les
habían cortado toda vía de fuga y se preparaban para exterminarlos. El
carácter excepcional de aquel episodio obligó a Pastrana y al general Mora
a volar hasta Buenaventura, la ciudad más cercana al Alto Naya, donde
declararon: “Nadie puede llamarse a engaño. Nuestras Fuerzas Armadas

6. El relato sobre la masacre en Alto Naya y las declaraciones posteriores son de El


Tiempo, 18 de abril de 2001; El Colombiano, 4 de mayo de 2001; Semana, 9 de
mayo de 2001.

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combaten por igual a todos los enemigos del Estado, sean de izquierdas o
de derechas”. Mientras ambos charlaban con los periodistas convocados
en la ciudad portuaria del Pacífico, los soldados de los batallones de
contraguerrilla luchaban en los montes del Alto Naya contra los grupos
del ELN y de las FARC, y los voluntarios de la Cruz Roja metían en sacos de
plástico los restos de los cadáveres recuperados. “Si las autoridades en-
cuentran un solo cadáver cercenado en el Naya con motosierra, yo me
entrego ahí mismo”, juró en esa ocasión Carlos Castaño. Un general, en-
viado al lugar de la matanza trató de explicar al enviado de El Espectador
la ferocidad de los hombres de las AUC: “Yo creo que –y perdónenme acá–
el orgasmo de esas personas es cuando asesinan... Sería bueno volver a la
niñez de esas personas y saber si conocieron a sus padres, si saben qué es
tener una madre, qué es tener el calor de un hogar ”.
Lo sucedido se repetía cada día, si bien en proporciones menores,
en diferentes regiones del país. Una y otra vez los militares llegaban cuan-
do había concluido la masacre, incluso cuando las AUC anunciaban anti-
cipadamente sus proyectos, y las poblaciones amenazadas lanzaban
llamadas desesperadas de socorro. En mayo de 1998 había tenido lugar
una matanza en Puerto Alvira, una pequeña ciudad a 66 kilómetros de
Mapiripán. Los habitantes enviaron inútilmente, a lo largo de semanas,
hasta 45 cartas pidiendo auxilio a ministros, generales del ejército y de la
Policía, gobernadores y alcaldes. Hasta la Aeronáutica Civil había sido
advertida por las mismas AUC, vía fax: “Piloto, técnico o controlador aé-
reo que efectúe o autorice aterrizajes será declarado objetivo militar”. Nin-
guna autoridad, sin embargo, se movió para impedir que los paras mataran
a 23 presuntos “colaboradores de la guerrilla”, entre quienes había una
niña de 5 años.7 Las solicitudes de ayuda caían asimismo en el vacío cuan-
do procedían de organismos prestigiosos, como el Alto Comisionado de la
ONU para los Refugiados (ACNUR) que en julio de 1999 indicó que los
paras iban a invadir la zona de La Gabarra, en la frontera con Venezuela.
El comandante de la brigada que operaba en la zona dijo que la amenaza
da las AUC era “una quimera y en la actualidad un imposible de cumplir
pues las tropas del Batallón 46 asumieron el control de la localidad”. En-
tre el 20 y el 22 de agosto, 200 paras mataron sin impedimento alguno a
unos 40 campesinos.8

7. El Espectador y El Colombiano, 7 de mayo de 1998 y Semana, 11 de mayo de


1998.
8. Semana, 15 de mayo de 2000.

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Las autoridades militares inventaban una excusa diferente según


la ocasión para justificar su ausencia. La más habitual era la falta de per-
sonal, como había sucedido en el caso de Mapiripán. El comandante de la
brigada que operaba en la región explicó la falta de intervención en Puerto
Alvira, recordando que los habitantes de la zona habían manifestado unos
meses antes el deseo de que todos los contendientes –paramilitares, gue-
rrilleros y militares– se mantuvieran lejos de la ciudad. En el caso de Alto
Naya, un coronel afirmó que el retraso en prestar ayuda se había debido a
los fuertes temporales. De todas maneras la complicidad del ejército con las
AUC continuaba siendo evidente, al margen de los compromisos oficiales.
El politólogo Eduardo Pizarro explicó en Semana las diversas ten-
dencias existentes dentro del Estado en relación con los paramilitares.

En primer término, los sectores que les han brindado todo su


apoyo e, incluso, que las han incorporado plenamente en el dis-
positivo de contrainsurgencia de las Fuerzas Armadas. Es impo-
sible saber si esta política ha gozado de un respaldo de la cúpula
militar. Sin embargo, sería intentar cubrir el sol con las manos
negar el apoyo del que han gozado estos grupos por parte de
múltiples oficiales, brigadas y batallones en distintas regiones del
país. En segundo término, los sectores que consideran a estos
grupos como un mal necesario, debido a los pobres resultados de
las Fuerzas Militares. Si bien se oponen a que se les brinde un
apoyo, tampoco consideran conveniente desmontar a los únicos
grupos que han logrado paralizar el avance de la guerrilla en al-
gunas áreas del país. En tercer término, los sectores del Estado
que piensan que estos grupos deben ser combatidos por la fuerza
pública sin contemplaciones, debido a su carácter abiertamente
criminal. Finalmente, encontramos a quienes consideran que es-
tos grupos deben ser reconocidos como parte del conflicto; es decir,
como actores políticos… A nuestro modo de ver, la actitud ma-
yoritaria en el seno del Estado es la segunda, o sea la de la convi-
vencia pragmática… que podría ser ‘ni se les apoya ni se les
combate’.9

En 1988, Antonio Caballero había aprovechado la columna se-


manal que llevaba su firma en El Espectador para publicar un listado de
las 65 masacres llevadas a cabo durante el año en curso, de las que 58
habían sido realizadas por paramilitares. Al concluir la lista que incluía

9. Cambio, 26 de enero de 1998.

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lugar, fecha y número de víctimas de cada matanza, Caballero añadía


amargamente: “No se qué lecciones se pueden sacar de todo esto. Tal vez
alguna lección de geografía”. Trece años más tarde, Caballero hubiera te-
nido que disponer de una página entera del diario para colocar la lista entera
de las casi 400 matanzas cometidas en 2001. Desde los años ochenta no
solamente había cambiado la cantidad sino también la calidad de los es-
tragos. Al principio, se atribuían casi todos a las llamadas “fuerzas oscu-
ras”. Desde finales de los noventa fueron reivindicados como episodios
normales de guerra y considerados como tales por el poder y la gran prensa,
lo que era todavía más significativo. Cuando los políticos y los politólogos
reconocían a los paras “una capacidad demostrada de contención de la
guerrilla” no podían sino referirse a su actividad militar principal, sino
única, que consistía en eliminar civiles inermes, dado que las AUC conti-
nuaba dejando al ejército la tarea de combatir a la guerrilla. Como recom-
pensa por el trabajo desarrollado, Castaño empezó a exigir cada vez más
abiertamente el reconocimiento político de su movimiento. Los represen-
tantes del Estado le respondían de manera contradictoria, a veces incluso
grotesca. Cuando se encontraban con Rambo, se justificaban aduciendo
“razones humanitarias” o lo hacían a escondidas, para mantener la farsa
de su presunta clandestinidad. Era una comedia indecorosa para un go-
bierno que aspiraba a ser respetable, aunque nadie parecía avergonzarse
de ello en Bogotá.
En 1998 comenzaron a ser más insistentes las iniciativas de Cas-
taño para conseguir un estatus idéntico al asignado a la guerrilla. En julio
se reunió hasta con 11 representantes de la llamada “sociedad civil”, a
quienes prometió respetar las diferentes organizaciones, llegando a firmar
el denominado “acuerdo del Nudo de Paramillo”, que demostró ser una
burla, vistas las cientos de masacres que continuó ordenando a sus hom-
bres. En noviembre de 2000, Castaño intentó una jugada más arriesgada:
organizó el secuestro de siete diputados en la región de Córdoba. Más que
un acto de violencia fue una mezcla de vacaciones y seminario al aire libre
entre amigos, que compartían parecidas opiniones sobre la realidad del
país.10 La farsa terminó cuando Pastrana aceptó el envío de una delega-
ción encabezada por el ministro del Interior para escuchar las lamentacio-
nes del líder paramilitar acerca de las conversaciones de paz en el Caguán,
y sobre todo en torno a la propuesta de ley que debería permitir el canje de
soldados prisioneros de las FARC por guerrilleros detenidos en las cárceles
colombianas. Rambo se hizo entonces portavoz de los militares, que con-

10. El Tiempo, 18 de noviembre de 2000, y Semana, 6 de noviembre de 2000.

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sideraban una afrenta cualquier hipótesis semejante. Castaño era cons-


ciente de la importancia cada vez mayor de su papel. “El ejército no tiene
las fuerzas suficientes para combatirnos a nosotros y a la guerrilla al mis-
mo tiempo, y es obvio que dé prioridad en su lucha a quienes atacan al
Estado”. Desde el comienzo de la negociación con las FARC temía ser trai-
cionado por sus protectores institucionales. Sospechaba sobre todo de
Pastrana. “Ha utilizado las AUC cada vez que ha querido, como si fuéra-
mos un Rod Weiler del Palacio Nariño, lo saca para asustar y lo vuelve a
encerrar simbólicamente” (Castaño, 2002), afirmó en su hagiografía. Tam-
bién lo pensaban y se lo deseaban sus enemigos. Un comandante guerri-
llero del ELN afirmó en la revista Futuro que “Carlos Castaño va a terminar
como Pablo Escobar o como El Mexicano… muerto o en la cárcel, o de pronto
como Noriega, allá, zampado en una cárcel de los Estados Unidos”.
Los temores de Rambo parecieron concretarse en mayo de 2001,
cuando un grupo de jueces de la Fiscalía, apoyados por 200 militares de
las Fuerzas Especiales del ejército, desembarcaron en Montería, capital del
departamento de Córdoba, para atacar la red de financiación de las AUC.11
La primera en ser registrada fue la sede de la fundación Funpazcor, aloja-
da en un edificio frente al cuartel de la policía. Durante la operación los
jueces encontraron pruebas de que la fundación era utilizada para
vehiculizar las contribuciones de cientos de empresarios y latifundistas de
la región al ejército de los paras. Los jueces descubrieron asimismo que la
cuñada de Rambo había recuperado casi enteramente las 12.000 hectá-
reas distribuidas con gran bombo, al comienzo de los noventa, a los ex
guerrilleros del EPL.12 Las indagaciones en las casas de los mayores pro-
pietarios de la ciudad desataron reacciones furibundas. Jorge Visbal
Martelo, presidente de Fedegan, manifestó que la acción policial era irres-
ponsable y bellaca. “Ojalá que esta actitud de estar persiguiendo a gente
honorable del país la siguieran y desarrollaran, por ejemplo, en el Caguán
y fueran a capturar a los bandidos de las FARC”. Rodrigo García, un pode-
roso ganadero da la zona, que había propuesto levantar una estatua a
Castaño en la plaza principal de Montería, se defendió con uñas y dientes.
“Quieren castigarnos por la gratitud y la simpatía que podamos tener con
él”. El gobernador de Córdoba habló de “insulto a la región entera”, y con-
vocó una marcha de protesta, a la que se adhirieron los comerciantes y
todas las empresas de servicios.

11. El Tiempo, 31 de mayo de 2001; El Colombiano, 7 de junio de 2001.


12. El Tiempo, 1º de junio de 2001.

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Los únicos que permanecieron en silencio, claramente desacredi-


tados por la operación realizada a espaldas suyas, fueron los destacamen-
tos locales del ejército y de la policía, convertidos desde hacía años en el
cordón de seguridad de Castaño. Aquella operación relámpago asombró a
muchos observadores políticos. Sorprendía sobre todo el hecho de que
hubiera sido efectuada en Córdoba, territorio considerado completamente
sumiso a Castaño. Paradójicamente, aquella región en la que funcionaba
la pax paramilitar, con las organizaciones sociales liquidadas y la guerri-
lla obligada a actuar lejos de los centros urbanos, era la más indicada para
una iniciativa de aquel género. El monstruo había ya cumplido su misión
hasta el fondo, y comenzaba a resultar incómodo. Debía ser, por ello,
mermado.
Donde todavía quedaba tarea por desarrollar, se le dejaba campo
libre. El ejemplo más evidente se dio en la serranía de San Lucas, el macizo
montañoso frente a Barrancabermeja en Sur Bolívar, donde debían efec-
tuarse las conversaciones de paz con el ELN, según los acuerdos.13 En los
primeros meses de 2001, el ejército invadió la zona en plan provocador.
Cuando Pastrana ordenó a los militares retirarse, intervinieron con fuerza
los paras, obligando a los habitantes de la región a bloquear la carretera
que une Bogotá con la costa del Caribe Oriental, para protestar contra la
hipótesis de desmilitarización de la zona. “No nos someteremos a presio-
nes”, dijo Pastrana. Pero él no podía desalojar a los manifestantes y com-
batir a las AUC. “El apoyo del ejército a los planes de paz del presidente
Pastrana será medido por si confrontan o no a los paras en esa zona”, es-
cribió un articulista del Washington Post. Suponía la fatídica prueba del 9
para el presidente. Bastaron pocos días para comprender que no podría
superarla.14
En aquella ocasión, Alfredo Molano comparó a los militares co-
lombianos con el mayordomo, interpretado por Dick Bogarde, en la pe-
lícula El Siervo, de Joseph Losey, “que maneja al patrón, le administra sus
bienes y le da órdenes, salvo a la hora del té, cuando llegan las visitas, y se
muestra obediente para que la desvalorización de su víctima no le afec-
te”.15 Al no poder criticar a las Fuerzas Armadas, el ministro del Interior,
Armando Estrada, la tomó patéticamente con Carlos Castaño, quien ha-
bía dicho en un principio que “no iba a interferir en el proceso de paz”.

13. Sobre la batalla en pro y en contra de la desmilitarización de Bolívar, véase El Es-


pectador, 12 de abril de 2001; El Tiempo, 17 de abril de 2001.
14. La declaración del Washington Post es citada en El Tiempo, 22 de abril de 2001.
15. El Espectador, 22 de abril de 2001.

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Después de casi tres años de iniciada la ofensiva, Rambo no había instala-


do su hamaca, como tenía prometido, en la serranía de San Lucas –donde
se mantenía atrincherada la guerrilla– pero podía vanagloriarse de haber
hecho saltar las negociaciones con el ELN y conquistado casi todos los cen-
tros de la región, incluyendo gran parte de los barrios de Barrancabermeja,
donde llevaba a cabo impunemente la eliminación sistemática de los sindi-
calistas de la USO y de los líderes de la comunidad. Mientras las AUC im-
ponían su “manual de convivencia” en la ciudad, regulando los horarios
de las tiendas, la recogida de basuras y hasta los juegos de azar y el uso de
la minifalda, el Estado central se desacreditaba cada día más. El 12 de ju-
nio, por ejemplo, la población del puerto petrolero asistió a la entrega de
cien ataúdes, por parte del Ministerio del Interior, junto con algunas tone-
ladas de alimentos y de ropa. Un regalo ciertamente útil teniendo en cuenta
los 3000 homicidios acaecidos durante los tres últimos años en su ciudad,
que contaba con poco más de 200.000 habitantes. Tenía, desde luego,
mucho de macabro. El obispo de Barrancabermeja comentó: “Quiera Dios
que no nos vayan a donar sufragios”.16
La incursión repentina en la región de Córdoba contra los
financiadores de los paras se demostró una excepción, no la regla. En todo
caso, condujo a un cambio histórico en las AUC. A los pocos días apareció
en la Internet una carta telegráfica de dimisión de Carlos Castaño: “Com-
pañeros de causa, somos en las AUC amigos y respetuosos de las institu-
ciones del Estado. Este principio es inviolable. Respétenlo. Renuncio
irrevocablemente a mi cargo otorgado por ustedes”.17 El poder político y la
prensa reaccionaron desconcertados. “No quiere hacerle la guerra al Esta-
do y prefiere hacerse a un lado para no terminar como Escobar ”, manifes-
taron algunos articulistas, mientras otros empezaban a sentir nostalgia
de Rambo. “Le daba un mínimo de racionalidad a la barbarie”.18 Castaño
había hecho una jugada inteligente y bien articulada. Para librarse de la
imagen de capo sanguinario, y proponer un “paramilitarismo de rostro
humano” dejó su puesto de mando de las AUC a Salvatore Mancuso, un
individuo de 37 años de origen italiano, hijo de un ferroviario de la pro-
vincia de Salerno, llegado a Colombia en los años sesenta, y convertido en
poco tiempo en importante latifundista.19 Después de haber estudiado sie-

16. El Tiempo, 12 de junio de 2000.


17. La ubicación de las AUC en la internet es: www.colombialibre.org
18. Véanse Los comentarios sobre la dimisión de Castaño, El Tiempo, 1º y 4 de junio
de 2001.
19. El Colombiano, 31 de agosto de 2001.

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te semestres de ingeniería civil en la elitista universidad Javeriana de Bo-


gotá, Mancuso había vuelto a casa para ocuparse de las fincas de su pro-
piedad, acrecentadas posteriormente al casarse con una muchacha de origen
francés, que pertenecía a una de las familias más poderosas de la zona.
Los hermanos Castaño conocieron en 1990 a Mancuso, que había organi-
zado una milicia personal privada, ayudado por la XI Brigada establecida
en Montería. En los años siguientes, el ítalo-colombiano hizo cursos de
contraguerrilla, aprendiendo a conducir los helicópteros que componían
la dotación de los paras. Precisamente con un Black Hawk, Mancuso logró
salvar a Carlos Castaño de los guerrilleros de las FARC el 28 de diciembre
de 1998 en la finca El Diamante. Sus cualidades militares lo llevaron al
mando de las AUC en las regiones atlánticas orientales, donde más fuertes
eran los enfrentamientos, sobre todo con el ELN. Pasado a la clandestini-
dad en 1998, Mancuso comenzó a coleccionar órdenes de captura por
homicidio, secuestro y asociación para delinquir, hasta estar vinculado en
una gigantesca operación antidroga internacional, que descubrió en enero
de 2004 una conexión entre la poderosa organización criminal italiana
Ndrangheta Calabresa y las AUC.
Cuando Castaño dijo en el 2001: “No respondo por las acciones
de Mancuso”, los periódicos especularon sobre la existencia de “dos líneas”
en los paras. En realidad, Rambo no hacía sino repetir el guión que el Es-
tado había recitado siempre con los paramilitares. El paso del mando a
Mancuso no fue su único gesto. En noviembre de 2001, reunidos los 14
comandantes de la cúpula de las AUC en la IV conferencia nacional, mani-
festaron su voluntad de “humanizar ” el conflicto, poniendo fin a las
masacres, desapariciones forzosas, torturas y sevicias. “Si algún bloque o
comandante incurre en un hecho como éstos, será única y exclusivamente
su responsabilidad y tendrá que responder por él ante el Estado Mayor de
las autodefensas”, dijo El Alemán, uno de los más conocidos jefes de las
AUC.20 En realidad, el baño de sangre continuó como antes. Unos veinte
días más tarde, por ejemplo, 15 pasajeros de un autobús que recorría la
orilla de la laguna de Tota, en el departamento de Boyacá, fueron obliga-
dos a apearse y luego ametrallados por un grupo de paras, que acusaron
a algunas de las víctimas de simpatizar con la guerrilla.
Los periódicos, en todo caso, elogiaron el denominado “giro hu-
manitario” de las AUC. El Tiempo escribió que “los paramilitares han de-
mostrado, por lo menos verbalmente, estar más en sintonía que las FARC

20. El Colombiano, 17 de noviembre de 2001.

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con los cambios en el mundo, y han dado señales claras de que entienden
las implicaciones de la nueva coyuntura y su inclusión en la lista de terro-
ristas internacionales”.21 El Departamento de Estado norteamericano ha-
bía incluido a las AUC en abril de 2001 en dicha lista. A pesar de que
Washington reconocía que los paras “no atentan directamente contra los
intereses de Estados Unidos y de los ciudadanos estadounidenses”, para
Castaño suponía un baldón ver a su movimiento confundido, no solamente
con las FARC y el ELN, sino además con Al-Qaeda de Bin Laden y con to-
dos los movimientos fundamentalistas islámicos. Rambo era también cons-
ciente de hasta qué punto el gobierno de Estados Unidos era sensible ante
el tema de la droga, utilizándola, además, como pretexto. Y para ganárse-
lo, jugó todas sus cartas. La primera, de la que no podía vanagloriarse
públicamente, era la colaboración que aportaban las AUC en las regiones
del sur al Plan Colombia, mediante la “limpieza política” realizada por sus
bloques de dicha zona. Castaño continuaba, asimismo, haciendo de
intermediador entre la DEA y los narcos, en particular ante los hermanos
Rodríguez Orejuela, capos del desmantelado cartel de Cali, dispuestos a
pactar sus condenas en los tribunales estadounidenses. Según el periódico
New Herald, las AUC habían sido recompensadas con varios suministros
de armas por la tenebrosa colaboración con la DEA, que arrancaba de los
tiempos de caza a Escobar.22
A Castaño se le tenía previsto un premio en efectivo. Parte del
dinero obtenido con la rendición de 114 narcotraficantes a la justicia nor-
teamericana iría a los paramilitares: así fue decidido durante las reunio-
nes celebradas entre noviembre de 1990 y febrero de 2000 en Panamá por
hombres de los organismos antinarcóticos de Estados Unidos y los narcos,
según el abogado Baruch Vega, que entonces actuaba de intermediario.
“Esto fue llevado a cabo como en el caso Irán-Contras, que sirvió para finan-
ciar operaciones secretas con el dinero del narcotráfico. Allí se quería eli-
minar una cosa, y acá darle ayuda al paramilitarismo”, reveló Baruch Vega
al periodista Fabio Castillo.23
Dado que a esas alturas resultaba evidente la implicación de las
AUC en el comercio de droga, Castaño comenzó a recitar en 2002 el guión
de luchador integérrimo. Reconociendo que “la corrupción originada por
el narcotráfico ha llevado a las Autodefensas a una situación crítica”, y

21. El Tiempo, 7 de diciembre de 2001.


22. New Herald, 10 de agosto de 2000, 24 de marzo de 2001 y 15 de marzo de 2002.
23. El Espectador, 1 de diciembre de 2002.

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que las costas colombianas, y en particular el golfo de Urabá (que estaban


bajo el domino casi exclusivo de las AUC) eran utilizadas para embarcar
droga, Rambo amenazó con denunciar a los narcos ante las autoridades y
considerarlos “objetivos militares” de sus hombres. En el afán de limpiar
su propia imagen, fingió disolver las AUC el 12 de julio, anunciando la
vuelta a su feudo, tomando de nuevo el mando, junto a su fidelísimo
Mancuso, de las Autodefensas de Córdoba y Urabá (ACCU) que suponían
el 70% de la organización paramilitar. “No podemos convertirnos en un
refugio de bandidos”, dijo Castaño cuando decretó la expulsión de algunos
grupos, como el de Tolima y el de Casanare. Su show duró poco. En sen-
das cartas enviadas los primeros días de septiembre al secretario general
de la ONU, Kofi Annan, a la embajadora estadounidense, Anne Patterson,
y al cardenal Pedro Rubiano, informó que las AUC se habían reunificado.24
El encuentro mantenido por 18 jefes militares, que había tenido lugar
durante cinco días en las montañas de Urabá, concluyó con el enésimo
compromiso solemne: “Cualquier miembro de las AUC que resultara
involucrado en las actividades del narcotráfico, en sus etapas de procesa-
miento, embarque o exportación, será denunciado públicamente por no-
sotros”. Quedaron excluidos el Bloque Central Bolívar y un grupo que
actuaba en el Meta, responsable de varios secuestros de latifundistas y,
por el contrario, se ratificó la paz con el Bloque de Santa Marta, dirigido
por Hernán Giraldo, a quien Castaño había conocido en los años ochenta
en Puerto Boyacá, junto a Escobar y Rodríguez Gacha, y que era uno de
los ejecutores de las matanzas de Honduras y La Negra de 1988. La de
Giraldo era la única verdadera oposición interna de Rambo. Surgida a causa
del asesinato por parte de los hombres del jefe de Santa Marta de dos agentes
de la DEA, la guerra había producido unos 70 muertos, concluyendo en
febrero de 2002 con un pacto de no agresión.
Castaño intentaba, por una parte, evitar un final como el de Pa-
blo Escobar o Antonio Noriega tendiendo la mano a la DEA y al gobierno
de Estados Unidos, “las apariciones públicas de Castaño desde 1995 han
tenido el propósito de buscar su legitimación política”, según el ex coronel
Carlos Alfonso Velásquez.25 Rambo esperaba imitar al salvadoreño Rober-
to D’Aubuisson, capaz de pasar en poco tiempo de capo de los escuadro-
nes de la muerte a figura institucional de primera plana en el país
centroamericano.

24. El Espectador, 8 septiembre de 2002.


25. El Tiempo, 17 julio de 2002.

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En septiembre de 2001 las AUC anunciaron la constitución del


Movimiento Nacional Democrático (MND). “Hemos hecho pie en la otra
orilla, la de la política. Nacimos para la guerra para acabar con la guerra,
confluimos en la política para dignificar la política y hacer posible la paz”.26
Castaño añadió: “no volveremos a hablar sottovoce con gobierno alguno,
nuestros diálogos tienen que ser públicos, de cara al país y por encima de
la prepotencia subversiva. No aceptaremos tratos discriminados, una gue-
rrilla y una antiguerrilla sólo pueden ser la misma cosa”. Con él concor-
daban sectores cada vez más significativos de la sociedad colombiana.
También había muchos políticos, sobre todo del Partido Liberal, que eran
partidarios del “diálogo a tres”, y a ellos se unió monseñor Alberto Giraldo,
presidente de la Comisión Episcopal Colombiana, quien afirmó que en “una
situación como la que tenemos en este momento, de alguna manera todos
los actores del conflicto deben entrar en diálogo en mesas diferentes”. El
influyente periódico El Tiempo escribió: “No parece coherente que el Esta-
do colombiano negocie con quienes han buscado su derrocamiento y se
abstenga de hacerlo con los que no lo atacan”. Idéntica opinión tenían en
Washington. El secretario de Estado para el Hemisferio Occidental, Otto
Reich, no tenía dudas. “Creemos que todos los grupos terroristas deben
participar en el diálogo”.27
Entre las pocas voces discordantes se encontraba la del consejero
especial de la ONU para el proceso de paz colombiano, James Lemoyne,
quien afirmó en enero de 2002 que las AUC no podían ser consideradas
un “interlocutor político legítimo” por “la táctica que, hasta ahora ha sido
puramente, no de forma total, pero sí en muchos aspectos, de ataques
contra la población”. Eran, sin embargo, consideraciones que dejaban in-
diferentes a los políticos y representantes de la oligarquía, a quienes siem-
pre había importado muy poco la suerte de la población rural sometida a
la violencia más brutal.
El papel y el proyecto político de Castaño se reforzaron tras el
fracaso de las negociaciones del Caguán. Su estrategia antisubversiva y
sus métodos sanguinarios resultaron vencedores de nuevo, frente a la in-
capacidad evidente del Estado para llegar a la paz con la guerrilla sin costo
ni sacrificio alguno para la clase dominante, así como de vencer una gue-
rra utilizando únicamente el ejército regular. Unos días después de recu-

26. El Tiempo, 5 septiembre de 2001.


27. Véanse las afirmaciones de monseñor Giraldo y de Otto Reich en El Tiempo, 3 de
noviembre de 2000 y 29 de mayo de 2002.

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perar la zona desmilitarizada, el general Gustavo Porras, comandante de


la XII Brigada estacionada en la región del Caguán, dimitió ante los esca-
sos resultados obtenidos precisamente por la Operación Tánatos, afirmando
que para vencer la guerra “se necesita armar un millón de civiles”. Ese
mismo día se conoció un documento de 70 páginas, de la Escuela de Gue-
rra de Estados Unidos, según el cual “el problema contrainsurgente de
Colombia radica en que los ciudadanos no están involucrados en la gue-
rra. Bogotá, en vez de resolverlo directamente como lo han hecho todos
los que sufren guerras internas, es decir, movilizando y organizando al
pueblo para que sea su auxiliador en la antiinsurgencia, ha recargado todo
el trabajo sobre el ejército”.28
La afirmación del paramilitarismo derivaba asimismo de una so-
ciedad extenuada por una barbarie en expansión. Castaño se había con-
vertido, gracias al trabajo propagandístico de quienes lo apoyaban de forma
manifiesta u oculta, en el líder de un bloque económico, político, social y
cultural que crecía. Ser para no significaba ya la adhesión a su movimien-
to, sino asimismo un canon de conducta autoritaria que preveía la solu-
ción violenta –no necesariamente con ametralladoras y machetes– de toda
actitud problemática, desde la del ladrón de barrio o del mendigo insisten-
te hasta la del trabajador sindicalizado y el oponente político, y puede que
hasta del rival en el amor. Fuera de los núcleos de las grandes ciudades,
Colombia tenía ya la imagen de un país fragmentado y disputado por las
bandas armadas, comprendida la estatal, con uniformes y hasta con esti-
los de conducta cada vez más semejantes. Se combatía sin respetar frentes
ni normas, haciendo blanco, ante todo, en la población indefensa. Cada
comunidad se veía inducida, por ello, a garantizarse su seguridad utili-
zando el único instrumento eficaz, es decir, las armas. Una vez puesto en
marcha y alimentado, el proceso de privatización y de recrudecimiento de
la guerra funcionaba de manera autónoma. Castaño, que era su principal
producto y artífice, resultaba su natural y gran beneficiario político.
La primera confirmación se dio en las elecciones parlamentarias
de marzo de 2002, que tuvieron lugar pocas semanas después del fin de
las ilusiones que representaba el Caguán, y que premió las listas indepen-
dientes, además de asestar un duro golpe a la maquinaria burocrática de
los dos partidos tradicionales. En algunas de ellas había conocidos sindi-
calistas, activistas de los derechos humanos y algún comunista que había
sobrevivido a las balas. En otros triunfaron figuras más o menos desco-

28. Véanse las afirmaciones del general Porras y de la Escuela de guerra de Estados
Unidos en El Tiempo, 1, 3 y 4 de marzo de 2002.

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nocidas de la capital y de la costa atlántica, que Salvatore Mancuso señaló


como representantes políticos de los paramilitares. “La meta original del
35% ha sido largamente superada y constituye un hito en la historia de
las AUC”.29 Entre ellos se encontraban, naturalmente, algunos diputados
del llamado autosecuestro de noviembre de 2000.
Pero la consagración de la ideología paramilitar se produjo en las
elecciones presidenciales dos meses más tarde, con la victoria del candida-
to liberal independiente, Álvaro Uribe Vélez. Su victoria se había visto fa-
vorecida por la crisis de los dos partidos tradicionales, el fracaso de las
negociaciones de paz (a las que Uribe se había opuesto frontalmente siem-
pre), y asimismo por la ofensiva realizada por la guerrilla en vísperas de
las elecciones. “Podría decirse que si las FARC hace cuatro años con gran
habilidad política, contribuyeron a llevar a la presidencia a Andrés Pastrana
Arango, en esta oportunidad, con reiterada torpeza, han facilitado los ar-
gumentos para la elección de Álvaro Uribe a la presidencia”, escribió Luis
Guillermo Pérez Casas, el abogado forzado al exilio después de heredar
muchas de las causas llevadas por Eduardo Umaña. La perspectiva de la
presidencia de Uribe desataba sentimientos contradictorios. Citando al poeta
nadaísta colombiano Gonzalo Arango (“Usted promete una felicidad que
mata pero no da resurrección”), la ex alcaldesa de Apartadó, Gloria Cuar-
tas, manifestó en una carta pública que sentía miedo ante esa posibilidad.
En el espacio de la Internet de los paras, Carlos Castaño afirmó que Uribe
habría “favorecido a la gran mayoría de los colombianos y, entre ellos, a
la base social de las AUC”. El currículum del candidato no dejaba dudas al
respecto. Los pocos periodistas que se atrevieron a levantar algunos epi-
sodios oscuros de su vida pagaron cara su valentía.30
Laureado en leyes e introducido con sólo 24 años en el staff que
dirigía la Administración de Medellín, Uribe había sido uno de los firman-
tes de las leyes destinadas a desmantelar los ya exiguos derechos de los
trabajadores. Amigo de la familia Ochoa, el mayor clan de mafiosos del
país, Uribe no había escatimado favores a los narcos, a decir de varios
comentaristas. En los pocos meses que ocupó la alcaldía de Medellín, ha-
bía promocionado los “proyectos sociales” de Pablo Escobar. En calidad de
director de la Aeronáutica Civil, había entregado patentes de vuelo a mu-

29. El Tiempo, 12 de marzo de 2002.


30. Tres de ellos, Fernando Garavito, articulista del El Espectador; Daniel Coronel, di-
rector de Noticias Uno, y Gonzalo Guillén, corresponsal del New Herald de Miami
se vieron obligados a exiliarse, tras varias amenazas de muerte. El 2 de diciembre
de 2002 la dirección del El Espectador suspendía la rúbrica de Garavito.

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chos pilotos contratados por los carteles de la mafia, y permitido la cons-


trucción de pistas privadas utilizadas por ellos. Como diputado, se había
manifestado en 1989 en contra de la ley de extradición, verdadero fantas-
ma de los capos mafiosos. La implicación directa de su familia en el
narcotráfico resultó evidente en 1984, cuando la policía, que había descu-
bierto el gigantesco complejo de refinado de cocaína, llamado Tranquilandia,
halló, entre otras cosas, un helicóptero propiedad de su padre Alberto.
Ninguna autoridad colombiana creyó conveniente profundizar en el he-
cho, prefiriendo apoyar, a partir de entonces, la teoría de la “narcogue-
rrilla”.31 Los gringos seguían sus pasos. Según las revelaciones de la revista
Newsweek en agosto de 2004, la Agencia de Inteligencia del Pentágono lo
consideraba en 1991 uno de los cien colombianos más peligrosos afirmando
que Álvaro Uribe “tenía en ese entonces relaciones con el narcotráfico y el
cartel de Medellín». Lo que más preocupó a los colombianos durante la
campaña electoral de 2002 fue, en todo caso, su relación con los métodos
y los protagonistas de la guerra sucia. En 1982, por ejemplo, Uribe había
traspasado su hacienda La Mundial a los 76 dependientes que trabajaban
en el cultivo de la caña de azúcar, para resarcirlos de los sueldos y cuotas
sociales jamás abonados. Los dirigentes pagaron caro aquel acuerdo, fir-
mado tras cinco años de duras luchas. Uno tras otro fueron asesinados o
hechos desaparecer. Según los autores del informe “Nunca más”, otras fin-
cas de su familia, como La Manada y Las Guacharacas, habían sido utili-
zadas como base de grupos paramilitares. Cuando en 1995 llegó a
gobernador de Antioquia, Uribe declaró la región “Zona especial de orden
público”, asignando poderes especiales a las Fuerzas Armadas, y promo-
viendo la formación de unas 70 Convivir, que contribuyeron activamente
en el exterminio de la oposición política y social, hasta el punto de que, al
concluir su mandato, la región había pasado casi totalmente bajo el con-
trol de las AUC. Uribe no negó nunca su solidaridad con los oficiales acu-
sados de violar los derechos humanos. En 1999, durante una ceremonia
organizada en un hotel de Bogotá, pronunció un discurso defendiendo al
general Del Río, suspendido hacía poco de servicio por haber favorecido la
actividad de las AUC en Urabá.
En su descarnado programa electoral, Uribe se apartó de la teoría
clásica del monopolio estatal de la violencia para proponer el reclutamien-
to, junto a las Fuerzas Armadas, de un millón de colombianos “para la
prevención del delito y la promoción de la vida comunitaria”, a quienes
dotaría de radioteléfono y de armas genéricamente definidas como “de-

31. El Tiempo, 23 de abril de 2002, y Newsweek, 2 de agosto de 2004.

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fensivas”. Según Uribe, centenares de miles de conductores de autobús y


de taxi, además de campesinos de las regiones más desperdigadas del país
y las “personas de bien” de las ciudades, deberían convertirse en “ojos y
oídos del Estado” Uribe prometía orden, autoridad y guerra a la corrup-
ción. Su consigna “Mano fuerte, corazón grande”, impactó al 24% de los
colombianos con derecho a voto, que acudieron a las urnas el 26 de mayo
de 2002, desafiando la apatía, el escepticismo y el boicot ritual de la gue-
rrilla. El porcentaje le permitió, en todo caso, ser elegido presidente en la
primera vuelta, dejando lejos al candidato oficial del Partido Liberal, el ex
ministro Horacio Serpa y, todavía más, al socialdemócrata Luis Eduardo
Garzón. Los primeros en felicitar a Uribe fueron sus aliados militares, es-
condidos u ocultos. Salvatore Mancuso declaró en el espacio web de las
AUC: “Se ha elegido a conciencia a un digno presidente para una Patria
que quiere pacificarse y crecer solidariamente”.32 La embajadora de Esta-
dos Unidos en Bogotá, Anne Patterson, para felicitarlo llegó a romper in-
cluso el protocolo, que imponía esperar a la proclamación del resultado
oficial. Los periódicos norteamericanos subrayaron la total sintonía de Uribe
con la Casa Blanca. El Wall Street Journal dio al nuevo presidente el sobre-
nombre de George W. Uribe, el Dallas Morning News escribió que “Colom-
bia ha elegido a su Ariel Sharon”. En el país, parte de la opinión pública
pareció caer de pronto en cuenta de la elección que acababa de hacer. Mien-
tras Ana Teresa Bernal, responsable de Redepaz, la coordinadora más im-
portante para la paz, afirmaba “que la gente en las grandes ciudades ve la
violencia por televisión y apuesta por la guerra”,33 una encuesta realizada
en las cinco mayores ciudades reveló que el 65% de los colombianos pedía
a Uribe que excluyese la solución de fuerza y optara decididamente por la
vuelta a las negociaciones con la guerrilla.34 Pero ya era tarde.
Las FARC demostraron que aceptaban el desafío de Uribe, aco-
giendo la toma de posesión de su cargo, el 7 de agosto de 2002, con una
ráfaga de cohetes y granadas dirigidas contra el palacio presidencial. La
demostración de fuerza se transformó en una imperdonable masacre, con
la muerte y mutilación de decenas de indigentes de la miserable calle del
Cartucho (que distaba al menos 800 metros del palacio) causada, según la
fría terminología técnica, por “el cambio de dirección de una carga explo-
siva”.35

32. Agencia Efe, 26 de mayo de 2002.


33. El Colombiano, 19 de junio de 2002.
34. El Tiempo, 24 de junio de 2002.
35. www.redresistencia.org, 8 agosto de 2002.

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Obedeciendo la invitación de la embajadora Patterson, Uribe lla-


mó a 40.000 reservistas. Después anunció que, durante su mandato, de-
seaba aumentar la plantilla de las Fuerzas Armadas de 240.000 a 400.000.
Suspendió los permisos militares durante varios meses y comenzó a con-
cretar su idea de enrolar a “un millón de colombianos”, reclutando 20.000
jóvenes campesinos para la defensa de 500 poblaciones que no contaban
con una presencia militar significativa. Aunque los nuevos ministros y los
generales juraron que no querían repetir las sangrientas experiencias de
las “rondas campesinas” peruanas y guatemaltecas, ni tampoco dar nue-
va vida a las Convivir, el camino hacia la generalización de la guerra civil
estaba abierto. Y todo hacía pensar que iba a desatarse una guerra todavía
más insensata y bárbara que las sufridas hasta entonces por el país. A pesar
de expresar cierta perplejidad en sus editoriales, los grandes periódicos
nacionales aceptaron el giro autoritario, apoyando mediante artículos y
encuestas la “red de informantes”, que constituía la niña de los ojos de la
estrategia político-militar de Uribe. Los resultados fueron trágicómicos.
Al requerimiento de que explicara cómo podría reconocer a una persona
sospechosa, uno de los primeros campesinos reclutados en la región del
Cesar respondió:

Yo tengo un don para analizar a la gente. Le miro directo a los


ojos. Si me rehúye es que algo esconde… Si un tipo se viste como
pigua [campesino], no sabe combinar la ropa, se pone una cami-
sa roja con verde… y tiene rasguños en los brazos ahí mismito le
analizo la cintura porque puede ser guerrillero…36
Desde el Palacio de Nariño se abrieron las puertas a las AUC. “Hay
que ser realistas, existen, y por lo tanto hay que trabajar para desarmar a
cualquiera que tenga un arma ilegal”, dijo el presidente Uribe, apenas tomó
posesión de su cargo.37 Castaño respondió inmediata y debidamente, de-
clarándose disponible para un proceso de desarme “inmediato o cuando el
gobierno lo requiera”. En su comunicado, el capo de los paras subrayó
asimismo que “es inocultable la contención que hemos representado para
las intenciones totalitarias de la subversión. Sin la participación de la
antisubversión civil, las guerrillas andarían cerca de tomarse el poder ”.38
En el momento de pasar por caja, Rambo recordaba, con poca ele-
gancia, la eficacia del “sistema del pájaro”.

36. El Tiempo, 19 de agosto de 2002.


37. Semana, 11 agosto de 2002.
38. El Espectador, 14 de agosto de 2002.

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205

Un futuro sin salida

13
N ingún presidente latinoamericano fue invitado a la festiva y protestada
ceremonia de juramento de George Bush como 43º presidente de Es-
tados Unidos. En compensación, se encontraba entre los huéspedes de la
súper blindada Casa Blanca de aquel gélido 20 de enero de 2002, el colom-
biano Rodrigo Villamizar, un antiguo amigo del nuevo presidente. Ambos
se habían conocido en una fiesta estudiantil en la universidad de Yale, en
el lejano 1972. Desde entonces se habían ayudado siempre. George había
colocado a Rodrigo en la burocracia de Texas, primero en el Comité de Pro-
gramación Económica y después en la Comisión de Servicios Públicos. El
colombiano, que mientras tanto se había convertido en “el hombre justo
en el puesto justo”, se lo retribuyó unos años más tarde. George consiguió
en 1986 de la Harken Energy, por la venta de la fracasada compañía pe-
trolera Arbusto, propiedad de la familia Bush, un paquete de acciones por
valor de 2.000 millones de dólares, el pago anual de 122.000 dólares anuales
y un puesto en el consejo de administración. Cuando Rodrigo entró en el go-
bierno colombiano como ministro de Minas, adjudicó tres concesiones de ex-
plotación energética a la Harken, sobre todo en el Magdalena Medio, donde
narcos y paras estaban realizando una despiadada “desinfección” política.
Todo continuó igual desde entonces. En el Magdalena Medio si-
guieron actuando tanto los paramilitares, gracias a la colaboración bene-
volente del ejército, como la Harken, gracias a la generosa financiación del
Banco Mundial. Tampoco cambió la amistad entre George y Rodrigo. Ape-
nas instalado en la Casa Blanca, Bush pensó incluso promover a su amigo

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a Secretario de Estado para el Hemisferio Occidental, aunque el cargo que-


dó asignado luego a Otto Reich.1 Hubiera sido una prueba de afecto y es-
tima hacia el hombre que le servía de consejero en la difícil “cuestión
colombiana”, y que luchaba desde hacía tiempo contra un cáncer. Hubiera
sido, por otra parte, un desafío, ya que desde 1999 Villamizar era buscan-
do formalmente por la justicia colombiana, a raíz de un escandaloso asunto
de corrupción, del que resultó posteriormente condenado a cuatro años de
prisión.
En los últimos días de julio de 2002, los representantes de las
mayores multinacionales que operaban en Colombia se reunieron con el
presidente Álvaro Uribe Vélez para solicitarle nuevos privilegios y, sobre
todo, más seguridad para los dirigentes de sus instalaciones. Formaban
parte de la delegación la Xerox, 3M, NCR, Kodak, Frontier y Gillette, pero
ninguna empresa del sector energético. Había un motivo: Chevron, Oxy,
Texaco, BP y Reliant y Harken se hallaban suficientemente protegidas por
Washington y no necesitaban participar en encuentros como aquéllos.
Aconsejado por Villamizar, George Bush rectificó la ruta del Plan Colom-
bia, desviando el timón de la droga hacia el petróleo, y de los narcos a los
guerrilleros, culpables de la desestabilización del país, pero sobre todo de
atacar a los intereses económicos norteamericanos allí existentes. En el
nuevo paquete de ayudas aprobado por el gobierno de Estados Unidos para
el 2003, se destacaban 98 millones de dólares destinados a la instrucción
de un nuevo batallón para defensa de los oleoductos que transportaban el
crudo desde los yacimientos hasta los puertos del Caribe (objetivos casi
diarios de los atentados de las FARC y del ELN ), que en febrero 2005 reci-
bió diez helicópteros estadounidenses para mejorar la vigilancia de los oleo-
ductos.2 Paradójicamente, la primera empresa beneficiada fue la Oxy, que
contaba entre sus mayores accionistas a Gore, el adversario electoral de
Bush, aunque el programa de protección incluía, evidentemente, los oleo-
ductos de la Global Energy Development, socia de Harken, los gaseoductos
de Enron, y las instalaciones de Haliburton, la antigua compañía de Dick
Cheney. Para contentar a Bush, Álvaro Uribe militarizó poco después de
su toma de posesión una gran parte de Arauca, la región colombiana con
los mayores yacimientos de hidrocarburos, donde se instalaron un cente-
nar de instructores del ejército norteamericano y de las MPC. “Después del
11 de septiembre, el asunto de seguridad petrolera se ha vuelto prioritario
para Estados Unidos”, admitió la embajadora norteamericana en Bogotá,

1. Counterpunch, 12 de julio de 2002.


2. Newsweek, 25 de marzo de 2002 y El Tiempo, 20 de febrero de 2005.

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UN FUTURO SIN SALIDA

Anne Patterson, desvelando anticipadamente el “síndrome de Irak” de su


gobierno.3
Por más que la lucha contra el narcotráfico continuaba siendo
enarbolada como primer objetivo en la guerra colombiana, era obvio que
el tema de la droga enmascaraba otros intereses y que servía principal-
mente para difamar y atacar a los grupos rebeldes. Desde que las FARC
habían empezado a convivir con los cultivos de coca, marihuana y ama-
pola, cobrando tasas como hacían con cualquier otra fuente de riqueza
existente en las zonas bajo su control, los gobiernos de Washington, y sobre
todo de Bogotá, habían cambiado varias veces, y sin rubor alguno, de
opinión sobre la relación entre la guerrilla y los narcos. En vísperas de las
negociaciones con los hombres de Tirofijo en Caguán, el presidente Pastrana
declaró, por ejemplo, que “Colombia padece dos guerras nítidamente
diferenciables: la guerra del narcotráfico contra el país y contra el mundo,
y la confrontación de la guerrilla por un modelo económico, social y po-
lítico que considera injusto, corrupto y auspiciador de privilegios”.4 Utili-
zó un acto importante en el Palacio de Nariño para dar, como subrayaron
los periódicos colombianos, una especie de “adiós a la narcoguerrilla”. En
realidad se trataba solamente de un “hasta la vista”. En los primeros me-
ses de 2002, Pastrana volvió de pronto a describir a las FARC como bandi-
dos y narcoterroristas. No había cambiado nada en ese tiempo por las
cordilleras y selvas amazónicas, aunque sí en Manhattan, donde dos avio-
nes, presumiblemente teledirigidos por Bin Laden, se habían abatido con-
tra sendas torres. Sobre el tema terciaron asimismo, y en diversas ocasiones
algunos representantes norteamericanos. El director de la DEA, por ejem-
plo, declaró después de los terribles atentados que “no hay evidencia de
que ninguna unidad de las FARC o del ELN haya establecido redes de trans-
porte internacional, distribución de grandes cantidades de droga o siste-
mas de lavado de dinero proveniente de la droga en Estados Unidos o
Europa”. Pero unos días más tarde, la Casa Blanca y el Pentágono volvie-
ron a acusar a las FARC de ser el cartel más importante de la cocaína.
El contenido propagandístico de semejantes afirmaciones era evi-
dente, así como sus efectos prácticos. La guerra financiada con el Plan
Colombia y concentrada en las regiones meridionales del país, controladas
por las FARC, solamente atacaba al 1% del narcotráfico nacional. Eso sig-
nificaban los 50 millones de dólares de ganancia que el ex zar de la droga,

3. El Tiempo, 16 de febrero de 2002.


4. El Espectador, 23 de octubre de 1998.

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208 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Barry Mc Caffrey atribuía a la guerrilla de Tirofijo, frente a los 50 mil


millones del total de ingresos en Colombia por la venta de estupefacien-
tes.5 Estados Unidos y el gobierno colombiano se mostraban inermes ante
el comercio realizado por centenares de organizaciones esparcidas por el
país y que, por sus reducidas dimensiones, lograban escapar al control de
la policía o tenían mayores posibilidades de corromperla. Y, sobre todo,
ambos gobiernos toleraban la unión cada vez más estrecha entre los nue-
vos jefes mafiosos y los jefes paramilitares, dueños de buena parte de las
costas pacífica y atlántica y, especialmente, de los principales puertos del
país, desde Tumaco y Buenaventura hasta Turbo y Santa Marta, por don-
de salían las cargas de droga. Después de la destrucción de los carteles de
Medellín y Cali, habían emergido sólo los clanes del Norte del Valle y de
Envigado, una fracción de Medellín, dirigidos por hombres como Diego
Montoya o Julio Fabio Urdinola y, el más importante de todos, Diego Fer-
nando Murillo, con su doble identidad de narcos y paramilitares. Después
de que su jefe, Fernando Galeano, fue muerto por Escobar, Murillo comandó
junto con Castaño el grupo de los Pepes, ganándose, como muchos otros,
una especie de salvoconducto por parte de la policía colombiana y de la
DEA.6 Conocido con el apodo de don Berna, alcanzó muy pronto el vértice
de las AUC, desde el que gestionaba toda actividad ligada al tráfico de dro-
ga, cuyo control ejercía a través de los bloques paramilitares que domina-
ban las regiones que asoman al Océano Pacífico.
Con estas premisas no podían sino extenderse el tráfico y los cul-
tivos ilegales, a pesar del bombardeo salvaje de herbicidas, prohibidos en
Estados Unidos pero lanzados copiosa y demencialmente en Colombia, con
efectos desastrosos sobre la naturaleza y sobre la salud de los habitantes.
“Hace dos años había en Colombia 125.000 hectáreas sembradas de coca
y amapola, y se han destruido 100.000 con fumigación química, pero hoy
hay 165.000: la destrucción total es de 265.000 pues la destrucción de la
siembra y de la fumigación no se contrarrestan sino que se suman”, escri-
bía amargamente Antonio Caballero.7
El fracaso del tan aclamado Plan Colombia estaba previsto inclu-
so por la CIA. Un informe del 2000 de la agencia norteamericana pronos-
ticaba un “efecto globo”, por el que las fumigaciones se habían llevado a
cabo solamente sobre los cultivos de toda el área andina, sin involucrarse

5. Datos de la Dirección Antinarcóticos de la policía colombiana, en:


www.policia.gov.co, y de diversas revistas, como The Economist, agosto de 2001.
6. El Tiempo, 16 de agosto de 2002.
7. Semana, 17 de febrero de 2002.

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209
UN FUTURO SIN SALIDA

para nada con el narcotráfico.8 Pero esto tampoco importaba mucho a


Estados Unidos ya que lo estaba transformando con el tiempo en la Inicia-
tiva Andina, es decir, en un ambicioso programa de sumisión del área donde
más riesgo corrían los intereses norteamericanos en el continente. En los
años setenta Estados Unidos había logrado responder al desafío surgido
en países del cono Sur, como Argentina, Uruguay y Chile, promoviendo
diferentes golpes de Estado. En la década siguiente, había intervenido en
Centroamérica, financiando ejércitos mercenarios en Nicaragua e
incentivando el terrorismo institucional de El Salvador y Guatemala. Pero
desde los años noventa, se veía de nuevo presionado por la poderosa gue-
rrilla colombiana, el régimen del ex coronel paracaidista Hugo Chávez en
Venezuela, y por el movimiento indígena y campesino de Ecuador, que había
demostrado en muchas ocasiones su enorme capacidad de movilización
popular. Tres enemigos diferentes en países con el elemento común de poseer
grandes yacimientos de petróleo, materia prima más indispensable aún
tras el agravamiento de la tensión en Oriente Medio y en el golfo pérsico.
Tres enemigos, además, que mostraban una solidaridad objetiva entre sí,
con la negativa de Hugo Chávez a ceder su propio espacio aéreo a los avio-
nes de reconocimiento de Estados Unidos, o la continua movilización en
Ecuador contra la militarización de la frontera con Colombia. El así lla-
mado “triángulo radical” preocupaba todavía más por el riesgo de que
contagiara a otros países vecinos, como Perú, Brasil, Bolivia, Argentina y
Paraguay, sacudidos ya por movimientos sociales cada vez más organiza-
dos contra las políticas neoliberales y contra el proyecto de integración del
continente americano para beneficio total de Estados Unidos. La Casa Blanca
había decidido comenzar por Colombia para someter el área andina, apro-
vechando que había elegido a Uribe Vélez, un presidente fiel y afín ideoló-
gicamente a Bush.
La Iniciativa Andina tenía asimismo el propósito de reafirmar
dentro del “patio trasero” la creencia de que el gringo era invencible y la
inevitabilidad de las políticas neoliberales, a pesar de sus enormes fraca-
sos. “Una vez que se desafía a la mística y el cuestionamiento se extiende
sobre el continente, se da un nuevo ímpetu a las fuerzas de la oposición,
desafiando las reglas de juego y las normativas neoliberales que facilitan
el saqueos de sus economías”, ha explicado el escritor James Petras.9 La
iniciativa norteamericana en el “triángulo radical” utilizaba armas dife-
rentes. Mientras en Venezuela insistía en la presión de las elites privilegia-

8. El Tiempo, 20 de enero de 2004.


9. James Petras, Cuba Siglo XXI, en http://www.cubaxxi.f2s.com

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210 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

das para alimentar el descontento contra el gobierno bolivariano, en Ecuador


se valía de los chantajes financieros para obtener una subordinación comple-
ta del ex coronel Lucio Gutiérrez (olvidado de todas las promesas sociales y
nacionalistas que lo habían llevado a la presidencia), y en Colombia daba
su primacía al aspecto bélico, mediante un apoyo incondicional a Uribe.
El gobierno norteamericano no escondía su entusiasmo por su
política social y de orden público. Leyes como la que ampliaba por decreto
la jornada laboral normal en cinco horas, situándola entre las 5 de la
mañana y las 9 de la noche, o la que preveía penas de ocho a doce años de
cárcel para los periodistas culpables de difundir “informaciones que pue-
dan obstaculizar el eficaz desarrollo de las operaciones militares”, eran una
puesta en práctica ejemplar del ideal neoliberal autoritario de la adminis-
tración Bush.10 Las decisiones del gobierno colombiano resultaban de to-
das maneras arriesgadas. Aplicando la fórmula “corazón grande”
únicamente con los poderosos, las multinaciones extranjeras, los empre-
sarios y los latifundistas, y la “mano firme” con los trabajadores y los más
pobres,11 se enemistó con la mayoría de la población, extenuada por una
política económica que se centraba en los gastos militares. Una clamorosa
confirmación se obtuvo en el último fin de semana de octubre de 2003.
Mientras el sábado un referéndum presentado como moralizador y trans-
formado por Uribe en un plebiscito sobre su persona no lograba alcanzar
el quórum necesario del 25%, en las elecciones administrativas del domin-
go eran derrotados la mayor parte de sus candidatos por los del Polo De-
mocrático. Además de conquistar con Lucho Garzón la alcaldía de Bogotá,
considerado el puesto de poder más importante tras el presidencial, posi-
ciones contrarias a la seguridad democrática consiguieron para sus hom-
bres la alcaldía de Medellín, Cartagena y hasta de algunos centros sometidos
a la presencia paramilitar, como el puerto petrolero sobre el río Magdale-
na de Barrancabermeja. La consternación se difundió por la oligarquía y
la gran prensa que, desde que Uribe había alcanzado la presidencia, había
continuado atribuyéndole a coro una popularidad del 70%, sin otro fun-
damento que sus propios deseos. Al descubrir su propia debilidad, Uribe
pareció devanar improvisadamente: cambió a varios ministros clave de su
gobierno y confió el mando de las Fuerzas Armadas al general Carlos
Ospina, acusado por las organizaciones humanitarias más importantes de
haber colaborado con los escuadrones paramilitares dirigidos por Salvatore
Mancuso. Y se ató de manera irremediable cada vez más a Estados Uni-

10. El Tiempo, 26 de agosto de 2002 y El Espectador, 1° de septiembre de 2003.


11. El Tiempo, 3 de agosto de 2002.

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211
UN FUTURO SIN SALIDA

dos, al que está ligado por una ayuda militar calculada en casi tres mil
millones de dólares en los tres últimos años que, en buena parte, retornan
al remitente como pago de armas e instructores públicos y privados. Y dado
que, como dice el título de un artículo de Semana “No hay almuerzo gratis”,
Uribe debe satisfacer toda petición de Washington, comenzando por el apoyo
solitario dentro del ámbito suramericano dado por Colombia a Estados Uni-
dos en la invasión iraquí, y permitiendo que la misión diplomática estado-
unidense, la mayor del planeta, controle, entre otras cosas, la actividad de los
batallones militares, las fumigaciones de los cultivos ilícitos, los organismos
de investigación penal, desde la Fiscalía, la policía, el DAS y Medicina Legal,
las cárceles de máxima seguridad, el entrenamiento de los jueces, el nuevo
sistema acusatorio e incluso, el entrenamiento de los perros antinarcóticos.12
A pesar de sus cuantiosos recursos, tanto la Casa Blanca como su
sucursal del Palacio de Nariño no tienen grandes posibilidades de ganar la
primera de las batallas andinas, es decir, derrotar militarmente a la gue-
rrilla o debilitarla hasta el punto de obligarla a una rendición parecida a la
firmada en los años noventa por algunos grupos rebeldes de Colombia, El
Salvador o Guatemala. Las previsiones optimistas de los gobiernos norte-
americanos y colombianos proceden en gran parte de análisis erróneos o
de su misma costumbre de creer las mentiras que ellos mismos cuentan.
Por ejemplo, cuando exageran la dependencia del narcotráfico por parte de
la guerrilla, olvidan los orígenes de las FARC –y del ELN–, muy anteriores
a la “bonanza” de la cocaína, e infravaloran las otras fuentes de aprovisio-
namiento rebelde (sobre todo comisiones, extorsiones y robos). Y cuando
aseguran que pueden borrar el narcotráfico del país, ocultan los repetidos
fracasos de las diferentes cruzadas llevadas a cabo hasta el presente.
Para aislar y combatir la guerrilla, Washington y Bogotá deberían
eliminar o atenuar las causas políticas y sociales que la han generado y que
continúan alimentándola. Así como para combatir al narcotráfico deberían
anular su razón de ser, legalizando la producción y el comercio de la droga.
Pero no hay nada de esto en las intenciones de ambos presidentes.
Por el contrario, las diferentes medidas tomadas y todas las estrategias
–desde el Plan Colombia hasta la Iniciativa Andina–, sirven solamente para
defender un sistema de poder político y económico que nutre ese estado de
miseria, injusticia, odio y frustración que, por diversos caminos, engrosa
las filas de la delincuencia más o menos organizada y, más todavía, las de
la subversión.

12. El Tiempo, 28 de enero de 2004.

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Casarse, por fin

14
“ ¡Por fin, vamos a dejar de ser la amante y pasar a ser la esposa!” Con
esa pintoresca expresión criolla Carlos Castaño aclaró mejor que cual-
quier libro o documento cuál era y, sobre todo, cuál había sido la relación
entre las AUC y el Estado colombiano.1
Días antes, el 25 de noviembre de 2003, con una solemne cere-
monia en el Centro de Exposiciones de Medellín, se había disuelto el pri-
mer núcleo de su ejército paramilitar, cumpliendo la primera fase del
acuerdo de desmovilización, firmado en julio en Santa Fe de Ralito.
Tras haber escuchado atentamente el himno nacional, y respe-
tando un minuto de silencio por “las víctimas de la violencia”, 870
milicianos del Bloque Cacique Nutibara (BCN) entregaron 112 fusiles AK-
47, unas decenas de pistolas y de fusiles oxidados y una ametralladora
antiaérea rusa de anticuario. Castaño y Mancuso intervinieron solamente
con un breve mensaje en video-conferencia, tal como había hecho don
Berna, el comandante del BCN y de otros bloques que habían ejercido des-
de hacía años el control de Medellín y de las costas pacíficas, desde las que
partía buena parte de la cocaína colombiana: ninguno de ellos había con-
seguido todavía el salvoconducto para moverse libremente por toda Co-
lombia. Mientras don Berna, a quien El Tiempo había llamado “el
exterminador ” por haber ordenado decenas de masacres con las motosie-

1. El Tiempo, 4 de diciembre de 2003.

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214 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

rras, como la del Alto Naya, declaraba: “No pagaré un solo día de cárcel”
durante una tranquila entrevista en una de sus haciendas de Córdoba, sus
870 hombres comenzaban el curso de tres semanas, basado en lecciones
de “civilización” y “respeto al prójimo” en una finca del municipio de La
Ceja, cercano a Medellín. Los llamados “reinsertados” podían contar con
la promesa de un subsidio gubernamental de 6300 dólares al año que, según
diversos testimonios, había sido esgrimida por los jefes de BCN para reclu-
tar, en el último momento, a muchachos desocupados de los barrios más pobres
de la ciudad: “Lo único que tienen que hacer es ponerse un uniforme y pre-
sentarse con nosotros”. El psiquiatra Luis Carlos Restrepo, nombrado por Uribe
nuevo Comisionado de Paz (y apodado doctor Ternura por la gran disponibi-
lidad mostrada hacia la causa de los paras) se hizo el de la vista gorda hasta
admitir, únicamente un año después, que “nos devolvieron delincuentes ca-
llejeros 48 horas antes y nos los metieron en el paquete de desmovilizados”.2
Según las denuncias de Amnistía Internacional, muchos paras estaban dis-
puestos a cambiar la ropa de camuflaje por el uniforme de vigilantes pri-
vados previstos por el municipio de Medellín en las denominadas “zonas
seguras”, es decir, en aquellos barrios llenos de miseria, como la Comuna
13, arrancados con algunas operaciones de guerra a las milicias relacio-
nadas por el ejército y la policía con la guerrilla, para dejar precisamente
en manos de los paras la responsabilidad del “trabajo sucio” selectivo.
“En la comuna 13 es muy común ver tomando cerveza a los po-
licías y a los paras y que tomen cerveza en sí no es un problema: el proble-
ma es que desaparecen personas”. Esta consideración de una lectora de
Medellín que se firmaba Jenny había asomado entre los comentarios, vía
internet, sobre un artículo con el irónico título “¿Meras coincidencias?”,
publicado sorprendentemente por Semana. Después de poner de relieve la
drástica reducción de los ataques guerrilleros registrados, según las auto-
ridades, durante el primer año de la presidencia Uribe, el semanario había
escrito que “el lado preocupante de estos éxitos es que estas operaciones
del ejército y de la policía coinciden con una fuerte expansión paramilitar
en esas zonas”. Semana sostenía que, si bien “los casos de negligencia, con-
nivencia, o incluso corrupción, de algunos miembros de la Fuerza Pública
en relación con grupos paramilitares no son nuevos ni comenzaron con
este gobierno, sin embargo sí es preocupante que se hayan tornado más
abiertos y generalizados, y precisamente en lugares donde hay una fuerte
presencia oficial”. Entre los diferentes ejemplos citados, el de Medellín era
con mucho el más significativo. No eran observaciones nuevas: unos me-

2. Semana, 26 de septiembre de 2004.

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215
CASARSE, POR FIN

ses antes, un analista, mantenido prudentemente en el anonimato, había


afirmado en El Tiempo, que no se luchaba contra las Autodefensas “sim-
plemente porque funcionan dentro del modelo de pacificación que se quie-
re implantar en la ciudad”.3
Las acusaciones de colaboración con las AUC no inquietaban a
las cúpulas políticas y militares ni siquiera cuando provenían de autoriza-
dos observadores internacionales de las Naciones Unidas o de la Organi-
zación de Estados Americanos. En más de una ocasión, el general Mario
Montoya Uribe, comandante de la IV Brigada, y el director de la policía
metropolitana, el general José Leonardo Gallego, se habían limitado a re-
plicar que “nadie hizo una sola denuncia”, como si ignorasen qué habría
sucedido a quien se hubiera atrevido a hacerlas.
Resultaba evidente que Uribe tenía ya clara para entonces su in-
tención de no hacer caso al New York Times que le había pedido al día si-
guiente de su elección que no concediera “el marco gubernamental a los
escuadrones de la muerte que campaban en la Colombia rural”, e incluso
en la urbana, como era precisamente el caso de Medellín.4
A pesar de sus pésimas referencias, sólo dos días después de su
movida toma de posesión en el Palacio de Nariño, Uribe había despertado
la esperanza de tener el propósito de combatir a los paramilitares, utili-
zando también con ellos la mano fuerte que prometía contra los guerrille-
ros. El 9 de agosto de 2002, un reparto del Batallón Especial número 8
mató a 24 paras del Bloque Metro en las cercanías de Segovia: un lugar de
gran simbolismo por la memoria de la masacre sucedida 14 años antes,
cuando fueron muertos 43 entre hombres, mujeres y niños para hacerles
pagar su voto masivo por la Unión Patriótica. La batalla campal, bautiza-
da solemnemente como Operación Tormenta por la cúpula militar, fue
exhibida por varios ministros como un trofeo. “Hubo un combate en el
que murieron estas personas ilegales, armadas y uniformadas de las
autodefensas”, proclamó Francisco Santos, el vice de Uribe, con una acti-
tud muy diferente de la demostrada en agosto 1999 cuando, como colum-
nista de El Tiempo, se había atrevido a atribuir al ejército la muerte de Jaime
Garzón. Nadie pareció dudar entonces de la versión oficial de un enfrenta-
miento que había producido tantos muertos entre los paras y ni siquiera
un rasguño entre los soldados, y que resultaba sospechoso, dada la tipología
de los adversarios históricamente aliados.

3. Semana, 19 de julio de 2003 y El Tiempo, 18 de octubre de 2002.


4. New York Times, 28 de mayo de 2002.

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216 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

A finales de septiembre emergió la verdad de improviso. Según el


dramático relato de un paramilitar sobreviviente y presentado por el Was-
hington Post, en la tarde del 9 agosto, 36 milicianos del Bloque Metro, es-
condidos bajo la lona de un camión, habían salido de Segovia para acudir
a una cita propuesta por el teniente Oscar Velandia del Batallón Especial
número 8, que operaba en la zona, con el objetivo de atacar conjuntamen-
te un campamento guerrillero. Cuando llegaron al punto acordado, los
paras descubrieron que habían caído en una trampa.

Los soldados nos quitaron el fusil y nos hicieron tender boca abajo
uno por uno... No teníamos miedo. Pensábamos que nos iban a
capturar y llevar a la cárcel, pero cuando faltaban por bajar 5 ó 6
compañeros, comenzaron a dispararnos y a lanzarnos granadas
desde un barranco al lado de la carretera. La mayoría de los
muchachos quedaron ahí tendidos. A mí me pegaron un tiro en
el muslo derecho y otro en la espalda. En medio de la confusión
me arrastré hacia un barranco y me arrojé. Rodé hasta el fondo
en una oscuridad total. No sé cuánto tiempo pasó, media hora,
una hora... Escuché a unas personas que pasaban y les pedí auxi-
lio. Eran mineros, les dije que me llevaran a la casa de mi mamá.
Logré salvarme.

recordó el paramilitar.5 El clamoroso testimonio provocó no poca


desazón en las redacciones de los periódicos colombianos, que habían dado
un crédito acelerado a la versión oficial. Los directores de los diarios co-
lombianos tuvieron reacciones diferentes. Algunos impusieron silencio sobre
aquel asunto tan sórdido y embrollado. Y es que, además de denunciar la
matanza, el anónimo sobreviviente del Bloque Metro había confesado que
él y sus compañeros cometían homicidios de presuntos guerrilleros, a pe-
tición de los militares, que únicamente les recomendaban “no abandonar
los cadáveres cerca de sus bases”. Sólo al cabo de una semana, el diario El
Tiempo recogió la noticia del suceso, que definió como “el hecho más evi-
dente hasta entonces sobre los lazos entre oficiales, suboficiales y
paramilitares en las zonas de guerra”. De todas maneras, el prestigioso
diario de Bogotá no quiso ir más allá de una exposición del relato de la
masacre, limitándose a traducir el comentario que aparecía en el periódico
norteamericano: “En Washington, donde existía preocupación por la vo-
luntad de Uribe en la lucha contra el paramilitarismo, la Operación Tor-
menta parecía disipar estas preocupaciones”. La tesis implícita, que pesaba

5. El Tiempo, 6 octubre de 2002.

El sistema del pájaro: Colombia, paramilitarismo y conflicto Guido Piccoli


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217
CASARSE, POR FIN

como un mazo, demostraba que los 24 cadáveres de Segovia habían sido


utilizados para tapar la boca a la oposición democrática estadounidense
que desconfiaba de Uribe, en vísperas de la aprobación de un sustancioso
paquete de ayudas militares a Colombia. Sucesivamente, por miedo o por
costumbre de autocensura, nadie se atrevió a esclarecer el episodio, alu-
diendo como disculpa al “absoluto hermetismo militar” sobre el caso.
La escasa reacción en la cúpula de las AUC ante lo que aparecía
como una verdadera masacre podía abrir paso a otra verdad. Las víctimas
de Segovia pertenecían, de hecho, al grupo disidente Bloque Metro. Tras
aquella matanza siguieron otras, que fueron utilizadas por el ejército como
propaganda para mostrar su imparcialidad frente a cualquier “grupo ile-
gal”, pero que atacaban a las facciones paras que se hallaban enfrentadas
a Castaño. En mayo de 2003, por ejemplo, las Autodefensas Campesinas
del Casanare (ACC) denunciaban que habían sido atacadas por un contin-
gente mixto de soldados de la VII Brigada y por paras de las AUC. “Cuál
sería nuestra consternación y sorpresa, al enterarnos por los medios de
comunicación que entre las bajas causadas al grupo ilegal armado se su-
man las de un capitán y varios soldados del ejército,” afirmó en aquella
ocasión Martín Llanos, jefe político de las ACC. Unos días más tarde fue-
ron de nuevo los del Bloque Metro quienes sufrieron una ofensiva con un
saldo de numerosos muertos y desaparecidos por parte de los militares de
la IV Brigada y de los milicianos de Castaño, primero en el barrio de La
Sierra de Medellín y después en las proximidades de la aldea de Montebello,
en el departamento de Antioquia. El 11 de diciembre de 2003, las ACC per-
dieron otros 22 hombres, en una batalla con militares en Puerto Gaitán,
sobre la que el nuevo comandante del ejército, general Martín Orlando
Carreño, dijo que “habla por sí sola a todos estos críticos”, que denuncia-
ban que las Fuerzas Militares no luchaban contra el paramilitarismo.6
Entre las diferentes acusaciones que le dirigían los disidentes, la
que irritaba de forma especial a Carlos Castaño era la que le lanzaba el
Bloque Metro, de capitanear una organización ampliamente dedicada al
narcotráfico. Rambo sabía perfectamente que la última palabra sobre su
futuro la tendría al cabo el gobierno de Washington, y éste había mostra-
do en más de una ocasión que consideraba infinitamente más grave intro-
ducir una carga de cocaína en Estados Unidos que masacrar a campesinos
indefensos en Colombia.

6. El Tiempo, 23 de mayo, 5 y 6 de junio 2003; El Espectador, 12 de diciembre de


2003.

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218 EL SISTEMA DEL PÁJARO
Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Pocos días después de la matanza de Segovia, Castaño manifestó


de pronto que estaba dispuesto a entregarse a la justicia estadounidense
en el caso de que solicitara su extradición al gobierno colombiano. Aun-
que, efectivamente, alguno aprovechó la ocasión para encomiar su valor
cívico, el gesto de Castaño no era sino un chiste o un episodio de una ope-
ración mediática más compleja y articulada, dentro de un escenario inter-
nacional y con una ficha artística de lo más nutrida. El desenlace tuvo lugar
un par de semanas más tarde, durante la primera visita de Álvaro Uribe a
Washington, cuando el fiscal general de Estados Unidos, John Ashcroft,
hizo pública la solicitud de extradición que Castaño había preanunciado,
extendiéndola asimismo a Mancuso y a otro capo paramilitar. Los tres
fueron acusados de haber introducido en Estados Unidos 17 toneladas de
cocaína en 1998. A pesar de que los periódicos colombianos se lamentaran
de que “el caso Castaño se robó el show y dejó por momentos a Uribe en
un segundo plano”, la jugada de Ashcroft tenía sus propias y fuertes ra-
zones. “El gobierno quería dejar claro a los estadounidenses, y especial-
mente a los demócratas, que Estados Unidos no hacía distinción en su lucha
contra el terrorismo. Existía la sensación de que se estaba persiguiendo
con vigor a las FARC, pero no se le prestaba atención debida al para-
militarismo. El caso Castaño equilibraba las cargas, y ningún momento
mejor para anunciar su demanda que con Uribe en la ciudad”, manifestó
un diplomático norteamericano.7 No habían pasado cuatro horas desde el
anuncio de Ashcroft, cuando Castaño afirmó que deseaba entregarse, en
una patética carta abierta a la embajadora estadounidense en Bogotá, Anne
Patterson: “Ruego a Dios me ayude a demostrar mi más grande verdad de
una vida limpia de vínculos con un narcotráfico que he combatido”.8 En
una declaración posterior emitida por la cadena RCN, Rambo aseguró que
deseaba “servirle al gobierno de los Estados Unidos en la lucha contra el
narcotráfico, contra la guerrilla”. Tras haber acogido a Uribe en la Casa
Blanca como “un amigo de la libertad”, Bush apareció implacable hacia
Castaño: “Tomó la decisión de ser terrorista y nosotros tomamos la deci-
sión de que pague por ello”. Rambo no se asustó mucho: era sabedor de
los grandes méritos adquiridos durante la caza a Escobar y sobre todo en
tantos años de feroz cruzada anticomunista. Encontró un importante res-
paldo en Fernando Londoño, ministro de Interior y de Justicia del gobier-
no Uribe, quien sostuvo la ilegitimidad de su eventual extradición por
crímenes de “lesa humanidad”, puesto que Castaño había “solamente co-

7. El Tiempo, 26 de septiembre de 2002.


8. Semana, 30 de septiembre de 2002.

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metido delitos contra los Estados Unidos en cuanto vinculado a bandas de


narcotraficantes no en cuanto terrorista”.9 Con tal de ayudarle, Londoño
desmentía, como un picapleitos sin escrúpulos, una equiparación que fun-
cionaba desde un par de décadas como el fundamento de la estrategia po-
lítica estadounidense en toda América Latina.
Fueron suficientes, sin embargo, muy pocos días para que el caso
tomara la figura de un novelón. Mientras policías y militares eran los únicos
en no dar con ellos, Castaño y Mancuso lanzaron un gran ofensiva diplo-
mática. El primero se reunió con el cardenal Pedro Rubiano Sáenz, presi-
dente de la Conferencia Episcopal Colombiana, y con otros cinco obispos,
además del negociador Luis Carlos Restrepo. El segundo utilizó nada me-
nos que la sala de El Nogal, un club exclusivo del norte de Bogotá, para
discutir sobre el futuro del paramilitarismo con varios parlamentarios “a
plena luz del día, como si se tratara de un almuerzo cualquiera de traba-
jo”. Tras la explosión de un coche bomba, que tuvo lugar el 7 de febrero de
2003, se descubrió que el sitio de Internet de las AUC estaba registrado en
la misma dirección del Club El Nogal. El bestial atentado provocó 36 muer-
tos y 16 heridos, junto con la acostumbrada secuela de misterios en su
investigación. Pocos meses después decidió la primera fiscal encargada,
Amelia Pérez, refugiarse en Canadá relevada por negarse a las presiones
para que acusara sin pruebas a las FARC del atentado. En julio de 2003 se
retiró por razones no aclaradas el segundo fiscal encargado, Humberto
Camacho, que fue asesinado ocho meses después, mientras el tercero, Edgar
Reina, renunció en mayo de 2004, denunciando amenazas contra su vida.10
Los partidarios de la legalización de los paras se movilizaron al
unísono. Con el pretexto de que “el país no puede hacer oídos sordos fren-
te a la voluntad de paz de uno de los actores del conflicto armado”, el
Congreso reformó con insólita rapidez la ley que permitía al ejecutivo pro-
mover negociaciones y firmar acuerdos con las organizaciones armadas,
eliminando el requisito previo de su carácter político, que las AUC no ha-
bían obtenido nunca por defender el sistema con la práctica habitual de
matar gente inerme. El poder judicial no se quedó atrás, afirmando que
“lo político pesa más que lo jurídico”. El fiscal general, Luis Camilo Osorio,
manifestó que las órdenes de captura contra Castaño y Mancuso no hu-
bieran impedido un diálogo con ellos. Desde su nombramiento en junio de

9. El Tiempo, 26 de septiembre de 2002.


10. Semana, 24 de noviembre de 2002; El Tiempo 11 de marzo y 28 de septiembre de
2003; Semana, 5 de abril de 2003; El Tiempo, 28 de mayo de 2004;
www.redresistencia.org,

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

2001, Osorio había llevado a cabo, mediante la preclusión de casos que


“escocían” y purgas de jueces incómodos, la normalización del único or-
ganismo estatal que se había atrevido a enfrentarse a la estrategia
paramilitaren algunas ocasiones, siempre hablando del pasado.
Pero el beneplácito decisivo en el “cambio” de las AUC llegó de
Bush quien, en una charla con Uribe, puso como como única condición a
su legalización “que salgan del negocio de la coca y entreguen rutas, dine-
ro y laboratorios”. Para Estados Unidos no representaba problema alguno
la vigente inclusión de los paras entre las Organizaciones Terroristas Ex-
tranjeras. “Esa lista no es estática”, declaró una alta fuente del Departa-
mento de Estado, anticipando la eliminación efectiva de las AUC de la lista
“negra” en el 2003.11
Esta vez la montaña parió mucho más que un ratón. El 29 de
noviembre de 2002 las AUC anunciaron “la decisión histórica de declarar
un cese unilateral de hostilidades, con alcance nacional”. Para llegar a una
desmovilización definitiva los paras requerían, entre otras cosas, “al Estado
que asuma con voluntad política la defensa y protección de poblaciones, te-
rritorios, infraestructura productiva y de la inversión nacional y extranjera”,
además del “sostenimiento de sus combatientes”, la suspensión de “las accio-
nes judiciales en curso contra quienes formen parte del equipo negociador en
representación de esa organización” y la búsqueda “de mecanismos que per-
mitan la excarcelación masiva de los paramilitares que hoy están en prisión”.
La mayor parte de la prensa saludó la decisión de Rambo como
un paso determinante hacia la pacificación del país. Además de alegrarse
por la disolución del mayor responsable de la barbarie nacional, no faltó
quien quiso ver incluso un factor favorable a la negociación con la guerri-
lla. “Con este acuerdo se despejaría el principal obstáculo que tuvo el pro-
ceso de paz de Andrés Pastrana que fue la exigencia de las FARC de que se
eliminara militarmente a los paramilitares como un prerrequisito para
avanzar en forma seria en la negociación” escribía, por ejemplo, Semana
omitiendo con ligereza que los paras no habían sido combatidos, ni mu-
cho menos eliminados, militarmente. Un editorial de la dirección de El Tiem-
po preveía, por el contrario, que “adelantar esa negociación sin
comprometer al Estado, sin tender un manto de perdón y olvido sobre crí-
menes atroces y sin reforzar la idea que tienen algunos sectores interna-
cionales de que el Presidente simpatiza con los paras, no será nada fácil”.12

11. El Espectador, 1º de diciembre de 2002; El Tiempo, 2 de octubre de 2003.


12. El Tiempo, 12 de febrero 2003.

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CASARSE, POR FIN

Era una consideración más que razonable. Lo que se había puesto en mar-
cha era, en verdad, un proceso de paz sui géneris, que parecía más un arre-
glo entre socios que habían combatido a un enemigo común, con reparto
de objetivos y ayudándose de manera más o menos oculta.
La farsa puesta en escena no parecía escandalizar a Washington,
ya que la embajadora estadounidense en Bogotá, Anne Patterson, reveló
que su gobierno, que se había opuesto de mil maneras a las negociaciones
del Caguán con las FARC, estaba dispuesto a financiar la reinserción de
hasta tres mil hombres de las AUC “a través de entidades privadas y orga-
nizaciones no gubernamentales”. Mientras mantenía formalmente la de-
manda de extradición por narcotráfico contra Castaño y Mancuso, Estados
Unidos no tenía empacho alguno en mandar agentes de la CIA a consul-
tarles sobre las rutas del narcotráfico y sobre la estructura de la guerrilla,
prometiéndoles en cambio propuestas de impunidad no bien especificadas.13
Aunque mirado con recelo por algunos sectores paramilitares,
como el Bloque Metro y la ACC que acaso temían ser traicionados y mal
vendidos, la negociación siguió su marcha hasta llegar a la firma del acuerdo
de Santafé de Ralito, que preveía la desmovilización de las AUC, a más
tardar, el 31 de diciembre de 2005, sin dejar claro no ya cuál sería la repa-
ración de sus víctimas, sino siquiera la pena que deberían sufrir Castaño,
Mancuso, don Berna y los demás capos. Y mucho menos, sus hombres,
cuyo número inflaba con desenvoltura la prensa nacional de mes en mes
y hasta de un artículo a otro, llegando a cifrar en veinte mil sus milicianos.
Aquel ficticio hinchamiento de los números respondía a las apetencias de
la cúpula de las AUC, que necesitaba mostrar una fuerza superior a la que
realmente tenía, y que en parte derivaba del reclutamiento estimulado por
la enorme generosidad del acuerdo gubernamental, transformado en la
“la ocasión de la vida” para condonar cualquier tipo de bandidaje, desde
los grandes narcos hasta los pequeños delincuentes, y consolidando even-
tuales riquezas acumuladas, entre ellas los cientos de miles de hectáreas
arrancadas a los desplazados por la violencia.
En el Congreso de Bogotá había comenzado, incluso, a circular
un proyecto de “ley de alternatividad penal”, elaborado con ayuda de ofi-
ciales estadounidenses, que preveía como máximo un confinamiento de
cinco años, sereno y exento de molestias, en sus inmensas fincas de Cór-
doba y del Magdalena Medio a un personaje como Castaño, que tenía pen-
diente una condena, entre otras, de 22 años por el asesinato de Bernardo

13. El Tiempo, 19 junio de 2003; El Espectador, 8 de junio de 2003.

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Jaramillo, de 40 años por la masacre de Mapiripán, además de 35 proce-


sos pendientes, con 27 órdenes de captura, y que se había atribuido públi-
camente decenas de masacres y el asesinato de muchos líderes políticos y
sindicales. Mientras los observadores, escandalizados o por lo menos crí-
ticos ante lo que se mostraba como una amnistía carente de todo pudor
eran acallados con siempre mayores dificultades por parte del patético vi-
cepresidente Francisco Santos, que firmaba documentos sobre el respeto a
los derechos humanos, tragándose la befa de los ministros que los recha-
zaban puntualmente como “actos inconsultos”, Uribe continuaba su ca-
mino sin detenerse.14 Era clara su intención de integrar a los paras en la
lucha contra la guerrilla bajo los nuevos uniformes de informantes o sol-
dados campesinos, o al menos dentro de aquel millón de colombianos que
había previsto en tareas de colaboración con el ejército. Cuando “para
reincorporarlos a la vida civil” Uribe dejó escapar que muchos habrían
podido trabajar como guardabosques, alguien comentó, macabro, que la
idea debió surgirle al conocer su pericia en el manejo de la motosierra.
Reforzado con la protección de Bush, Uribe parecía preocuparse
tan sólo por la forma de sustituir a los paras en las zonas que ahora con-
trolaban y, sobre todo, de suplir su eficaz práctica basada en la barbarie.
No era una empresa fácil. A principio de diciembre de 2003, el Congreso
aprobó de manera definitiva un “estatuto antiterrorista” que, derogando
algunos artículos de la Constitución de 1991, permitía al ejército adelan-
tar capturas, allanamientos e interceptación de comunicaciones sin previa
orden judicial, recoger pruebas y hacer levantamiento de cadáveres en zonas
de difícil acceso. Según el Alto Comisionado de la ONU para los derechos
humanos, Amnistía Internacional y las organizaciones humanitarias na-
cionales, la llamadas “nuevas herramientas de lucha contra el terrorismo”
abrían “el camino a la arbitrariedad”, aumentando el número de los ho-
micidios extrajudiciales, de los torturados y de los desaparecidos y, en tér-
minos generales, la impunidad y las violaciones de los derechos humanos.
La amenaza expresada por Uribe en diciembre de 2003 de “aca-
bar con el terrorismo, a las buenas o a las malas”, atemorizó a los sectores
progresistas de la sociedad colombiana, ciertamente más que el ejército gue-
rrillero de Tirofijo, capaz de reemplazar sus muertos con cuantos se refu-
giaban en la montaña para escapar de la represión y de la miseria.
En un encuentro con los representantes de las mayores ONG co-
lombianas en junio de 2003 Álvaro Uribe se había negado en diferenciar

14. New York Times, 20 de septiembre de 2003 y El Tiempo, 5 de noviembre de 2003.

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entre combatientes y población civil, afirmando que no existían en el país


combatientes sino sólo terroristas.15 Se trataba de la misma lógica con la
que Carlos Castaño justificaba desde hacía años sus “excesos” contra los
colombianos indefensos que él había considerado, dentro de su incensurable
juicio, colaboradores de la guerrilla.
El matrimonio que se estaba celebrando en Colombia se basaba
en intereses comunes y sintonía de puntos de vista, pero también en una
gran atracción. Inconfesable y, por ello mismo, todavía más bella y fuerte.

15. Comunicado de prensa de la Comisión Colombiana de Juristas, 13 de junio 2003;


El Tiempo, 6 de diciembre de 2003.

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Los mismos con las mismas

15
L e dicen que lo están buscando, le piden que se esconda. En la mañana
del 21 de febrero de 2005, Luis Eduardo decide no huir de la violencia
que lo ha acompañado desde que nació hace treinta y cinco años. No quie-
re dejar a su nueva compañera Bellanira ni a Deiner, su hijo de once años
que cojea desde agosto pasado a causa de la explosión de una granada aban-
donada por el ejército. Es uno de los líderes más reconocidos de San José
de Apartadó. Quizá se siente protegido por la solidaridad recibida en Esta-
dos Unidos y en varios países. Tal vez no se imagina que quieran matarlo.
Se equivoca. Luis Eduardo, Bellanira y Deiner son interceptados cerca del
río Mulatos, llevados a la playa, descuartizados a machete y decapitados.
Cerca, otro grupo entra disparando a la casa de Alfonso Bolívar, miembro
de la Comunidad de Paz de su pueblo. El hombre logra escapar. Escapa
también un campesino de nombre Alejandro que pasaba en ese momento
por el camino cercano: una bala le da en la espalda, es alcanzado y asesi-
nado. Alfonso habría podido salvarse, pero cuando oye los gritos de su
mujer, Sandra Milena, que pide piedad para sus hijos, se devuelve a morir
con su familia. Los machetes se ensañan en su cuerpo y en el de Sandra.
Tampoco hay piedad para Natalia de cuatro años ni para Santiago de sólo
18 meses. Los testigos de las dos masacres: el hermano medio de Luis Eduar-
do y un vecino de Alfonso cuentan una verdad espantosa: esta vez los
victimarios no son de las Autodefensas Unidas, los principales protago-
nistas de veinte años de desangre colombiano, sino los militares del Bata-
llón 33° de contraguerrilla del ejército. Desde hace cuatro días toda la re-

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gión es sobrevolada por helicópteros y aviones bombarderos, y ocupada


por efectivos de la Brigada XVII con sede en la base de Carepa. Es la res-
puesta a la emboscada de hace una semana en el Valle de la Llorona por
parte del V frente de las Farc, que costó la vida a dieciséis soldados. Como
otras veces, son civiles indefensos las víctimas a sacrificar en represalia.
“En los tiempos más duros de la guerra sucia ocurría con frecuencia que,
tras un ataque de las Farc al Ejército, a los pocos días se perpetrara una
masacre”, recuerda un analista en la revista Cambio 16.
Desde cuando, en 1997, los desplazados de San José de Apartadó
se proclamaron Comunidad de Paz, negándose a colaborar con cualquier
actor armado, incluido el ejército, muchos generales los consideran apoyo
de los rebeldes. El mismo presidente Álvaro Uribe, en el curso de una cum-
bre en mayo pasado en la vecina Apartadó, sostuvo que San José era real-
mente un corredor usado por las Farc. Indolente frente a las sentencias de
la Comisión Interamericana de Derechos Humano y de la misma Corte
Constitucional colombiana que en varias ocasiones, han conminado al
Estado colombiano a “otorgar un tratamiento de especial cuidado y pro-
tección” a la Comunidad de San José, Uribe ordenó a la policía arrestar, si
fuere necesario, a sus dirigentes y a deportar a los voluntarios que los prote-
gen, primero que todo a los miembros de las Brigadas Internacionales de Paz.
Cuando en San José se sabe de la masacre, aparecen el clamor a
parar la carnicería y los llamados a las organizaciones humanitarias de
Colombia y el mundo. Para recuperar los cuerpos de las víctimas se orga-
niza una expedición de cien personas, acompañada de sacerdotes,
cooperantes internacionales y la ex alcaldesa de Apartadó, Gloria Cuartas.
La comitiva se dirige a Mulatos, a la finca de Alfonso, repleta de vecinos
que esperan la llegada de los funcionarios judiciales. Es el 25 de febrero. Al
día siguiente los chulos que vuelan en círculos concéntricos los guían para
descubrir los cadáveres destrozados de Luis Eduardo y los suyos. En la zona
aún se mueven grupos de soldados. A diferencia de otras veces, su com-
portamiento es descarado. Hay el que, ironizando sobre el hedor que sa-
tura el ambiente, sostiene que “eso huele a puro guerrillero muerto”. Otro
acusa al grupo de estar allí por órdenes de las Farc. Se toman fotos y se
amenaza a los campesinos. La actitud de los militares equivale a una rei-
vindicación.
Obviamente son de otro tono las respuestas que las autoridades
dan públicamente a Gloria Cuartas, a los abogados de la Corporación Ju-
rídica Libertad y al padre jesuita Javier Giraldo que denuncian la respon-
sabilidad de la XVII Brigada en la masacre: mientras que el comandante
del ejército, Reynaldo Castellanos, define estas acusaciones como “temera-

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LO MISMO DE LO MISMO

rias”, el ministro de Defensa, Jorge Alberto Uribe, asegura que “la Fuerza
Pública está tranquila porque no fue ella la que cometió este crimen”. Para
parar las protestas indignadas que llueven de todo el mundo, el gobierno
de Bogotá comienza la habitual contraofensiva orquestada por el vicepre-
sidente Francisco Santos, entrenado para representar en el equipo de Uribe
el papel del más patético defensor de oficio. Aparece un supuesto reinsertado
de las FARC, que cuenta la increíble historia de que Luis Eduardo lo habría
llamado por teléfono pidiéndole ayuda porque quería desmovilizarse de-
jando la comunidad de San José (utilizada “como sitio de descanso y vera-
neo”, según el director Seccional de Fiscalías de Antioquia). Supuestamente
esa conversación habría sido escuchada por la guerrilla y esa sería la causa de
su muerte. La absurda tesis es retomada por los medios de comunicación.
El 2 de marzo llega a la zona una comisión judicial que se estrella
contra un muro de silencio: nadie quiere hablar con los jueces. Ni siquiera
Gloria Cuartas quiere declarar: “la experiencia demuestra que durante ocho
años de denuncias siempre se buscó el testimonio de la víctima pero nunca
el de los victimarios. Y en todas las denuncias que hicimos siempre fueron
amenazados o asesinados quienes llegaron a presentar sus declaraciones”,
recuerda. Desde la posesión de Uribe, hablar de justicia en Colombia es un
eufemismo. Sometida a amenazas y limpia de casi todos los elementos
honestos, la magistratura continúa secundando la hermandad entre la
cúpula del ejército y el núcleo central de las AUC. En Urabá es peor. Ade-
más de intimidar a los testigos o de acumular inútilmente sus denuncias,
a menudo los jueces dejan filtrar su identificación para que los asesinos
estatales y paraestatales los callen para siempre. Desde 1997, de los dos
mil habitantes de San José, han sido asesinados 165; una veintena por parte
de las Farc y el ELN, y el resto por parte de militares y paramilitares. En el
centro del pueblo se levanta un monumento de piedra con los nombres de
las víctimas. Detrás de la fila de casas crece el cementerio.
Mientras desde Bogotá Uribe grita que “ningún centímetro del
territorio” debe estar vedado a las Fuerzas Militares, su vicepresidente,
Francisco Santos, afirma que “las comunidades de paz no son, ni pueden
ser Estados independientes”.
Si su declaración recuerda las proclamas de Álvaro Gómez Hur-
tado hace medio siglo contra la “república independiente” de Marquetalia,
la responsabilidad militar de la masacre de Mulatos –también por la bar-
barie que no ha respetado ni a los niños– representa un mensaje escalo-
friante para el país: con la desmovilización de los paramilitares, el “trabajo
sucio” que les fue encomendado durante años vuelve a ser tomado por el
ejército regular. No basta que el general Reynaldo Castellanos asegure que

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

“no somos unos criminales” para negar una realidad evidente en Mulatos,
como en muchos casos recientes; por ejemplo en Arauca, o en el Cauca, en
Totoró donde un bus que transportaba niños fue tiroteado por los milita-
res, o en Tacueyó, donde un capitán del Ejército, después de una embosca-
da guerrillera disparó en la plaza llena de gente, gritando a los presentes
“guerrilleros”.1
Después de la masacre de Mulatos, el Defensor del Pueblo, Wólmar
Pérez, pide a las autodefensas que le digan al país si los responsables de
estos crímenes pertenecen a esa colectividad. La pregunta es un pleonas-
mo ridículo que sabe no merecer otra respuesta que una carcajada desde
las cercanas montañas de Ralito. Entre septiembre de 2002 (cuando co-
menzaron las conversaciones oficiales con el gobierno Uribe y proclama-
ron el cese de hostilidades) y septiembre de 2004, según la Coordinación
Colombia-Europa-EU (que asocia a 130 ONG) los miembros de las AUC
han asesinado a 1899 personas2 con total impunidad, garantizada como
siempre por militares y jueces, y, en una ocasión, hasta reivindicada por el
mismo Alto Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, que en una conver-
sación con los jefes de las AUC en Santa Fe de Ralito, hecha pública en sep-
tiembre de 2004 por la revista Semana, afirmó que el gobierno ha “manejado
con el mayor cuidado para evitar un escándalo público” varios asesinatos
de los paramilitares en los alrededores. La revelación de un comportamiento
que en un país normal hubiera sido judicializado como complicidad en
homicidio, fue desestimada tranquilamente como un “pequeño pleito” por
el mismo Restrepo.
La masacre de Mulatos significa mucho más. Recuerda, por ejem-
plo, el nexo entre la violencia y el “progreso económico”. Como sugiere
Alfredo Molano, detrás del terror y del anunciado plan de desalojo de las
comunidades de paz de Urabá y del Chocó, comenzando por San José, está
la sustitución de los bosques naturales por plantaciones de palma africa-
na, que producirán un desastre ambiental, cultural y social incalculable
en la región, y asegurarán enormes ganancias a las multinacionales pal-
meras tuteladas por los gobiernos de Bogotá y defendidas a sangre y fue-
go por militares y paramilitares.3

1. Sobre la masacre de Mulatos véase El Tiempo, El Espectador, Cambio, comunica-


dos de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, de la Corporación Jurídica
Libertad, de la agencia Prensa Rural y de Brigadas Internacionales de Paz, Colom-
bia.
2. El Espectador, 26 de febrero de 2005.
3. El Espectador, 13 de marzo de 2005.

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LO MISMO DE LO MISMO

La anunciada aniquilación de las comunidades de paz es además


una etapa simbólica e importante del proyecto de Álvaro Uribe de reclutar
al pueblo para la guerra contra la subversión: nadie puede ser neutral y
todos son útiles, comenzando por los paramilitares reciclados. En febrero
de 2005, cuando Uribe propone una alianza entre el sector privado y la
fuerza pública en contra de la guerrilla, reaparece el fantasma de las Con-
vivir. El jefe paramilitar Jorge 40 afirma la necesidad de un “empalme”
entre los comandantes de las AUC y los oficiales del Ejército Nacional con
el propósito de “evitar baches que posibiliten el regreso de las guerrillas a
las poblaciones y áreas que han vivido los últimos años libres de su pre-
sencia”. La propuesta tiene el apoyo de la Federación de Ganaderos en va-
rios departamentos: “La idea es que cada finca acoja a uno o varios
miembros desmovilizados de las autodefensas para conformar una red de
comunicaciones y de cooperantes, y así ayudar a las Fuerzas Militares en
su lucha contra la subversión”. Como señala Alirio Uribe, del Colectivo de
Abogados “José Alvear Restrepo”, está dibujada la “reingeniería del
paramilitarismo”. Los periódicos aplauden subrayando que “los grupos
paramilitares, de una u otra forma, ayudaron a controlar el embate de la
insurgencia”.4 El hecho de que “una u otra forma” contemple sobre todo
la eliminación salvaje de civiles mediante masacres, homicidios y desapa-
riciones, no representa un problema: evidentemente “el fin justifica los
medios”, todos.
Para que el Estado colombiano pueda incorporar a los paras en
su estructura es necesaria una ley que borre su pasado criminal. Los máxi-
mos jefes, que recuerdan este pasado, han resuelto el problema: desde Carlos
Castaño, desaparecido en circunstancias oscuras en abril de 2004, hasta
Salvatore Mancuso que, desmovilizándose en diciembre del mismo año
después de su aparición como triunfador en el Congreso en julio, se ganó
el reconocimiento de El Tiempo que definió como “un gesto valeroso” su
pedido de perdón al país. Queda el problema del contenido de la ley que ha
pasado de llamarse “de alternatividad penal”, al más impactante “de paz y
justicia”. Un problema complicado: parece difícil que Uribe pueda respe-
tar las generosas promesas hechas en su tiempo a las AUC, concretándo-
las en un marco jurídico que no ofenda el sentido común, además de las
leyes colombianas e internacionales. Una dificultad generada por la parti-
cularidad de una negociación sui géneris. Como lo explica muy bien Javier
Giraldo, entre el Estado y las AUC no hay una negociación política debido
a la ausencia de diferencias importantes entre los dos. Ambos tienen el

4. El Espectador, 7 de marzo de 2005.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

mismo enemigo, un mismo modelo social que defender, la misma doctri-


na llamada de “seguridad nacional”, unas mismas prácticas represivas, una
solidaridad de cuerpo, unos mismos parámetros de estigmatización de los
movimientos sociales y de las ideologías políticas alternativas, así como la
coordinación, combinación y distribución de acciones legales e ilegales con
el fin de que sirvan a la causa de aniquilar dichos movimientos. “La paz se
negocia solamente entre enemigos y jamás entre amigos”, repite Giraldo
recordando cómo la supuesta persecución estatal a los paras ha sido orien-
tada contra los grupos disidentes cuando no se han “dado de baja” ele-
mentos de bajo rango o humildes campesinos o pobladores cuyos cadáveres
se hacen aparecer como de paramilitares.5
En este diálogo “entre socios de la guerra sucia”, como lo ha defi-
nido Antonio Caballero, que no garantiza ni la desmovilización ni el des-
monte del paramilitarismo, y tampoco verdad, justicia y reparación para
las víctimas, el gobierno colombiano, más que como interlocutor, actúa
como el abogado defensor, el relacionista público, el asesor cuando no el
cómplice de las AUC. El cinismo de Uribe es tan grande que quiere pintar
de “político”, para perdonarlo, hasta el delito de narcotráfico, considerado
por Estados Unidos, por lo menos en Colombia, el más grave de los críme-
nes de lesa humanidad. Todo para asegurar un futuro “democrático” a los
paramilitares que ya han anunciado que se lanzarán a la política como
Alianza por la Unidad de Colombia, nombre pensado para mantener la
sigla AUC.
No importan las alarmas lanzadas por el mismo diario El Tiempo,
que en una edición dominical habla de una realidad abrumadora: “Colom-
bia se ha paramilitarizado”. El periódico, que en los años ochenta fue fun-
damental en el nacimiento del fenómeno, afirma que “hoy el país está
constatando que, luego de una ofensiva que involucró los peores críme-
nes, una porción sustancial del territorio, de la vida diaria de millones de
personas, de la política, la economía y de los presupuestos locales, y una
cantidad desconocida de poder e influencia al nivel de instituciones cen-
trales como el Congreso está en manos paramilitares”. Según la ONG
Codhes, únicamente entre 1997 y 2003 los paras se han quedado con 5
millones de hectáreas de tierras usurpadas a los que engrosan el ejército
de tres millones de desplazados. Analizando el modelo de avance de las
autodefensas desde mediados de los años noventa, ejecutado de modo idén-
tico en casi todas las zonas a donde se propusieron llegar, El Tiempo afirma

5. El artículo de Giraldo está en el sitio www.javiergiraldo.org

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LO MISMO DE LO MISMO

que, en la última fase, la de dominación real de un territorio, “los índices


de criminalidad bajan, la oposición prácticamente no existe y se consolida
un proyecto político y social”.6
“La paz del desierto” parece gustarle a los países del “mundo civi-
lizado”, del que forma parte Europa, que desde hace años la financia con
su melosa hipocresía. Y le gusta a la oligarquía colombiana: durante el
2004 las grandes empresas incrementaron sus ganancias un 44%.7 En
Colombia se repite que “el país va mal, pero la economía va bien”. Lo mis-
mo de siempre. ¿Hasta cuándo?

* * *

Muchos juzgarán estas páginas amargas, lúgubres y sin esperan-


za. Puede ser que los colombianos sobre todo tengan esta sensación. Ellos,
que han aprendido a convivir desde siempre con una realidad de violencia,
y que siguen descubriendo quién sabe dónde una alegría que enamora a
los extranjeros que pasan por su país, tienen razón. Aunque por defini-
ción no debería, este ensayo no propone remedios.
La razón es banal: no los veo. Son miserables y trágicos los efec-
tos de las recetas agresivas como la de Uribe, sustancialmente similar a
aquellas aplicadas por los que, por décadas, se han sucedido en la direc-
ción del Estado colombiano. Mientras se oyen soluciones no practicables,
los guerreros colombianos se han contagiado de barbarie demostrando,
en diferente medida unos y otros, un profundo desprecio por la vida hu-
mana. Los oligarcas, con su corte de vasallos, lo mismo que el imperio
estadounidense y sus aliados europeos son cínicos e hipócritas. Nadie quiere
parar la rapiña a la cual se han acostumbrado en el paraíso colombiano.
Todos, de una manera u otra, se unen para acrecentar la injusticia y aca-
bar con los últimos vestigios de la democracia. Si es verdad que la paz se
hace entre enemigos, es igualmente cierto que un proceso de pacificación
no puede relegar al papel de espectadores a las víctimas, a las fuerzas or-
ganizadas sobrevivientes, a las expresiones auténticas del pueblo que, desde
siempre, piden diálogo y buscan solución a los problemas reales del país.
Una perspectiva puede ser la alianza entre las aspiraciones de esta
sociedad y el cosmopolitismo de las entidades transnacionales que, basa-

6. El Tiempo, 25 de septiembre y 21 de diciembre de 2004.


7. El Tiempo, 1° de marzo de 2005.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

das en los principios de legitimidad, imparcialidad y consenso, operan ya


en Colombia. ¿Una perspectiva de paz? No todavía. Esta alianza, por aho-
ra, es sólo una propuesta para organizar elementos de civilización en con-
tra de la barbarie. Una luz que puede ayudar a vislumbrar, no todavía, la
luz al final del túnel. Que, personalmente, no veo.

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Cronología

1948. El 9 de abril es asesinado Jorge Eliécer Gaitán, el líder más popu-


lar de la historia colombiana, quien, tras haber derrotado a la co-
rriente moderada de Gabriel Turbay, era considerado como segu-
ro nuevo presidente de la república. La violencia entre liberales y
conservadores se extiende por todo el país, causando más de dos-
cientos mil muertos en los cinco años siguientes.
1951. Colombia es el único país que envía un contingente militar a Corea,
consolidando con ello las relaciones con Estados Unidos.
1953. En el intento de detener la violencia que desde hace tiempo va asu-
miendo características de lucha de clases, liberales y conservado-
res allanan el camino al golpe de estado del general Gustavo Ro-
jas Pinilla. Con la promesa de pacificar el país, Rojas propone una
amnistía a los grupos guerrilleros, exceptuando los comunistas.
Gran parte de los jefes rebeldes que aceptan deponer las armas
serán posteriormente eliminados.
1957. Los partidos tradicionales fuerzan la dimisión de Rojas, uniéndo-
se en lo que llaman Frente Nacional, un acuerdo de reparto de
poder para los 16 años siguientes.
1962. La doctrina estadounidense de la guerra de baja intensidad, ten-
diente sobre todo a frenar el contagio de la revolución cubana en
América Latina, se convierte en el dogma de las fuerzas armadas
colombianas.

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

1964. El ejército lanza en mayo, bajo supervisión norteamericana, una


ofensiva tan masiva como estéril contra un reducidísimo grupo
de rebeldes, conducidos por un joven propietario de tierras, Ma-
nuel Marulanda, apodado Tirofijo, que serán el origen de las FARC.
1968. En el intento de involucrar a la población en la lucha contra la
subversión, el gobierno pone en marcha la ley 48, que prevé la
creación de patrullas civiles y que representa el pilar del
paramilitarismo.
1969. Diversos grupos guerrilleros comienzan a actuar en nuevas re-
giones del país, sacudido por fuertes protestas sociales.
1970. Un fraude colosal en las elecciones presidenciales del 19 de abril
priva de la victoria al ex-general Rojas Pinilla, que se ha situado
en posiciones populistas, adjudicándola a Misael Pastrana,
candidado del Frente Nacional.
1974. Pese al vencimiento del pacto del Frente Nacional, liberales y con-
servadores continúan colaborando en la gestión conjunta del po-
der.
1978. Es elegido presidente Julio César Turbay quien, con el objetivo de
truncar la subversión, firma una serie de leyes represivas, reco-
gidas en el Estatuto de Seguridad, que son puestas en marcha in-
mediatamente después del clamoroso robo del arsenal del ejército
en el Cantón Norte.
1981. Se forma el primer grupo de justicia privada, MAS, por el que los
narcos asumen un papel en la vida política colombiana. Pablo Es-
cobar comienza su escalada al parlamento dentro de una corriente
del Partido Liberal.
1982. Victoria del conservador Belisario Betancur, quien en su intento
pacificador, pide a la Procuraduría General que indague sobre el
MAS, para luego rechazar sus conclusiones bajo la presión de los
potentados económicos y de los militares.
1984. Es muerto el ministro de justicia Lara Bonilla. El embajador esta-
dounidense en Bogotá, Lewis Tambs, lanza la teoría de la narco-
guerrilla. Los diferentes grupos rebeldes aceptan la tregua pro-
puesta por Betancur. Las FARC dan vida al partido Unión Patrió-
tica (UP).
1985. Con el propósito de denunciar el incumplimiento de los acuerdos
de paz, un comando del M-19 asalta el 6 de noviembre el Palacio
de Justicia, liberado violentamente un día después por el ejército.
Comienza la masacre de la UP.

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CRONOLOGÍA

1986. Es elegido presidente el tecnócrata liberal Virgilio Barco. Todos los


propósitos reformistas quedan sobre el papel, mientras se extien-
de la guerra sucia.
1987. Las organizaciones rebeldes amplían su radio de acción y se re-
únen en la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar. El gobierno
admite la existencia de más de cien grupos de paramilitares.
1989. Empujadas por Estados Unidos, las autoridades colombianas em-
piezan la guerra contra la mafia de la droga, que se convierte en
protagonista de muchos atentados. En agosto es asesinado el can-
didato presidencial del Partido Liberal, Carlos Galán, y en diciem-
bre el jefe de Medellín, Gonzalo Rodríguez Gacha.
1990. Tras la muerte de los dos candidatos de la izquierda, –de la UP y
del M-19 recientemente desmovilizado–, es elegido presidente
César Gaviria. El mismo día en que es elegida la Asamblea Cons-
tituyente, el ejército ataca sin éxito el campamento de las FARC.
1991. Se reaviva la guerra entre la Coordinadora y el ejército que, ase-
sorado por la CIA, estrecha sus relaciones con los grupos de jus-
ticia privada y los paramilitares que han abandonado el jefe de
Medellín. Escobar se entrega el 19 de junio.
1992. La clamorosa fuga de Escobar de la cárcel consolida la relación
entre todos sus enemigos, desde los servicios secretos estadouni-
denses hasta los paras, y desde los mafiosos de Cali hasta las au-
toridades colombianas.
1993. A pesar de agravarse el conflicto con la guerrilla, la atención de la
opinión pública se concentra en la caza de Escobar, que concluye
con su muerte el 2 de diciembre en Medellín.
1994. Antes incluso de ser elegido presidente, el liberal Ernesto Samper
es acusado de haber recibido del cartel de Cali el dinero para su
campaña. No obstante sus promesas de renovación, Samper pro-
sigue la política de los gobiernos precedentes. Su debilidad lo in-
duce a obedecer a todos los poderes fuertes, desde el económico y
militar hasta Estados Unidos.
1995. Los paramilitares intensifican sus masacres contra las comuni-
dades acusadas de colaborar con los guerrilleros.
1996. Los cocaleros bloquean durante meses las regiones del sur para
protestar contra las fumigaciones aéreas de los cultivos ilegales.
Los paras crean las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
1997. Como resultado de varias derrotas sufridas a manos de las FARC,
de las denuncias de relación con los paramilitares, y metido en

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Colombia, paramilitarismo y conflicto social

polémica con el presidente Samper, dimite el comandante de las


Fuerzas Armadas, Harold Bedoya.
1998. Reforzado por la benevolencia de las FARC, resulta elegido presi-
dente el conservador Andres Pastrana, hijo del ex presidente Misael
Pastrana que, de acuerdo con los rebeldes, establece una vasta zona
desmilitarizada en la región del Caguán, en la que proceden a la
negociación de paz.
1999. Los paramilitares responden con masacres a la negociación del
Caguán, que prosigue con mucha dificultad. El gobierno anuncia
la puesta en marcha del Plan Colombia, financiado en gran parte
por Estados Unidos, y dirigido formalmente a combatir el fenó-
meno del narcotráfico y a reforzar el Estado colombiano.
2000. Mientras se estanca, entre acusaciones recíprocas, la negociación
en el Caguán entre el gobierno y las FARC, los paramilitares avan-
zan por las zonas controladas por el ELN, y aumentan las inicia-
tivas para su legalización en conversaciones secretas con las au-
toridades colombianas y norteamericanas.
2001. Los paramilitares consiguen bloquear, con el apoyo de los milita-
res, la negociación con el ELN, mientras que la del Caguán sigue
entre incidentes, acuerdos parciales e intercambio de prisioneros.
Después del 11 de septiembre crece la tensión en torno a la región
desmilitarizada.
2002. Pastrana suspende en febrero la negociación y el Caguán es inva-
dido por el ejército. El enfrentamiento favorece la victoria del par-
tidario de la línea dura, Álvaro Uribe Vélez. Se hacen públicas las
conversaciones entre el nuevo gobierno y los paramilitares.
2003. El conflicto tiende a agravarse todavía más con la implicación cada
vez más directa de Estados Unidos. La mayoría de los paramilitares
entra en un proceso de legalización.
2004. Reforzado por el apoyo estadounidense, el gobierno Uribe sigue
con sus decisiones autoritarias y su política neoliberal. Desapare-
ce Carlos Castaño, sustituido por Salvatore Mancuso.
2005. Mientras las Farc parecen pasar del repliegue táctico a una ofen-
siva militar para demostrar el fracaso de la estrategia de “seguri-
dad democrática” de Uribe, la legalización de los paras se ve como
una cubierta demasiado pequeña para satisfacer a Mancuso y los
suyos sin escandalizar excesivamente a la diplomacia internacional.

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