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Guy Bechtel

La carne, el diablo
y el confesionario
Anaya Mario Muchnik
Diseño de cubierta: Mario Muchnik

En cubierta: © Frédéric Houssin

Foto de contracubierta:
© Louis Monier

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema


informácico, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste
electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrico
de los titulares del COPYRIGHT:
© 1994 by Librairie Plon
© de la traducción: Marcelo Cohén
© 1 9 9 7 by Grupo Anaya S. A.
Anaya &; Mario Muchnik, Juan Ignacio Luca de Tena, 1 5 , 28027 Madrid.
ISBN: 84-7979-402-X
Depósito legal: B. 1 6 . 0 9 8 - 1 9 9 7

Título original: La chair, le diable et le confesseur

Esta edición de
La carne, el diablo y el confesionario
al cuidado de Elsa Ocero
con la colaboración de José Luis Casares, Margarida Fortuny,
José Luis de Hijes y Jaime Roberto Vergara
compuesta en tipos Garamond de 12 puntos en el ordenador de la editorial
se terminó de imprimir y encuadernar en los talleres de
Romanyá/Valls, S. A., Verdaguer, 1, 08786 Capellades (Barcelona)
el 17 de abril de 1 9 9 7
Impreso en España — Printed in Spain
Guy Bechtel

La carne, el diablo
y el confesionario
El Kama Sufra de la Iglesia

Traducido del francés por


Marcelo Cohén

Anaya & Mario Muchnik


Introducción

Si un marciano, un persa o un hurón - u n o de esos visitantes extranje-


ros que inventaban Voltaire o M o n t e s q u i e u para mostrarnos nuestras
ridiculeces— recorriera hoy nuestras iglesias, ¿qué vería?
A m e n u d o magníficas arquitecturas, vitrales fulgurantes, decorados
todavía suntuosos pese a la leve capa de polvo, grandes filas de sillas si-
lenciosas, muros cubiertos de exvotos, signos de una fe acaso envejecida
pero en otro tiempo m u y viva. C o n la m i s m a frecuencia, vastas p i n t u -
ras murales, el glorificado recuerdo del cristianismo pasado, inmenso,
bienhechor, indiscutible, una enorme devoción por numerosos santos,
una obra caritativa y hospitalaria, el apoyo a las artes y aun a las ciencias
más veces de lo que se sabe, la transmisión de la cultura antigua. De vez
en cuando, en un rincón, una casilla de madera llamada confesionario.
Siempre algo de inmóvil, de petrificado, como si se hubiese entrado en
u n a vieja p i r á m i d e egipcia o en el templo de Angkor y el aire estuviera
impregnado de desolación y ausencia. En todas partes un aire de sole-
dad y abandono, una gran falta de fieles. Salvo los días de ciertas fiestas,
tan vacía la iglesia como el confesionario.
La ú l t i m a constatación le parecería al extranjero un poco redundan-
te. Poco al corriente de nuestra historia consideraría natural que estan-
do vacía la iglesia no hubiera nadie en el confesionario. A b a n d o n a d o el
todo, ¿por qué iba a haber alguien en la parte? Pero sin duda se equivo-
caría. Si nuestra tesis es cierta las iglesias fueron abandonadas porque
un buen día los fieles se hartaron de la confesión. Las iglesias están va-
cías porque se ha perdido algo; y, después de años de frecuentación, es
probable que la pérdida ocurriera en el confesionario. Allí se colmó el
vaso.
Esta obra se propone estudiar históricamente cómo, por m e d i o de la
confesión obligatoria, periódica y detallada de los pecados del fiel, la
Iglesia católica ha intentado durante siglos intervenir en la vida perso-
nal y más íntima de los individuos y, m u y especialmente, de las parejas
10 La carne, el diablo y el confesionario

casadas, ambición inmensa que ni siquiera se atrevieron a realizar el fas-


cismo o el comunismo, ideologías ambas ridiculamente inquisitoriales
y moralizantes. Investigaremos cómo, por qué y a partir de q u é m o -
mento la tentativa se saldó con la derrota, bien que anteriormente h u -
biera cosechado ciertos éxitos. Nos detendremos en la cuestión de si,
ante el creciente repudio, la Iglesia ha abandonado esa ambición insen-
sata (y sin d u d a la respuesta nos sorprenderá). Es cierto q u e hoy en día
es difícil reconocerla. El fiel queda confundido, e incluso el especialista.
Se diría que la Iglesia ha arriado las banderas, acabado con la p o m p a y
la severidad. Al menos la apariencia es totalmente distinta. La Iglesia
utiliza playboys como portavoces y habla abiertamente de amor, en el
sentido afectivo, cuando durante diecinueve siglos sólo pronunció esta
palabra para referirse a la caridad. Ha retirado numerosos confesiona-
rios de los rincones oscuros de las catedrales. ¿Pero cuál es la realidad?
M á s allá de haber arriado sabiamente las banderas, ¿no esconde un pu-
ñal en el bolsillo? ¿Abjura de veras del pasado o está esperando la oca-
sión más propicia para manifestar su eterno odio al sexo?
F i n a l m e n t e intentaremos ver si la deserción de los confesionarios
no fue el primer hito de u n a descristianización, hoy evidente en toda
Europa, pero que se sabe q u e es antigua. Tal vez fue en el siglo XVIII
- h a b r á que determinarlo—, con la aparición de penitentes menos ile-
trados y temerosos del infierno que antes, cuando se empezó a consta-
tar la oposición entre la enseñanza moral cristiana y los católicos. Si es
así, lo primero que los fieles habrían rechazado, aquello que los habría
distanciado de la Iglesia, no sería la puerilidad de ciertos lenguajes, ni
los dogmas menos verosímiles, ni las brutalidades en q u e incurriera en
otro tiempo, ni el rechazo de ciertos datos científicos - q u e a partir de
esa época le darían una i m a g e n algo anacrónica— y ni siquiera alguno
de los crímenes reales o supuestos q u e los "comecuras" le h a n atribuido
en las peores épocas del peor anticlericalismo.
Se habrían pasado por alto los escándalos de los papas del Renaci-
miento, las matanzas de indios, de j u d í o s , de presuntas brujas; se ha-
bría olvidado la m e d a l l a c o n m e m o r a t i v a de san B a r t o l o m é a c u ñ a d a
por Gregorio XIII; se habrían difuminado las carnicerías de la Inquisi-
ción. Hasta se habría perdonado el hecho de que la Iglesia —como se ha
1
dicho— diera menos m á r t i r e s q u e v e r d u g o s . S i m p l e m e n t e los fieles
h a b r í a n rechazado la obligación de narrar m i n u c i o s a m e n t e sus a m o -
ríos y secretos de alcoba.
M á s exactamente e x a m i n a r e m o s el pecado de la carne, es decir la
teoría, la teología del sexo tal como fue categorizada, pensada y vuelta
a pensar con mil evoluciones d u r a n t e dos milenios; siempre en su rela-
ción con la confesión auricular, de origen un poco más reciente. Del
m i s m o m o d o no se estudiará la confesión en su integridad sino en re-
Introducción 11

lación al pecado de la carne. Es en efecto la conjunción de sexo y con-


fesión lo q u e sin d u d a condujo a la explosión.
Por penoso q u e fuera los fieles aceptaban confesarse; y lo habrían
seguido aceptando si el acto no h u b i e r a concernido cada vez más a una
sola parte efe sus vidas - l a más í n t i m a - y a u n a sola parte de sus faltas
- l a m á s difícil de admitir. De no ser así, acaso la teoría del pecado de la
carne a ú n estaría vigente y sería respetada. A despecho de ciertas rare-
zas y contradicciones, se la aceptaría a grandes rasgos si no hubiera exi-
gido a los fieles no sólo q u e la aplicaran, sino también que, con infini-
d a d de detalles, relatasen las infracciones cometidas. Todo esto acabó
por volverse insoportable, sobre todo c u a n d o la teoría se modificó en
un sentido m u y particular y las preguntas empezaron a girar cada vez
más en torno a u n a sola cuestión, d u r a n t e largo tiempo secundaria en
teología moral: la anticoncepción.

Una cuestión m u y actual

Q u e sepamos n u n c a se ha emprendido un trabajo de síntesis semejan-


te, al menos c o m o lo entendemos nosotros. Existen excelentes histo-
rias de la confesión y notables manuales de teología sobre el pecado de
la carne. Pero, al parecer, poco h a y sobre la confluencia de ambos ele-
mentos en la perspectiva aquí señalada: la búsqueda del m o m e n t o en
q u e h a b r í a n formado u n a mezcla explosiva q u e h a socavado m u c h a
confianza —y m u c h a fe—, dispersado a las m u c h e d u m b r e s dominicales
y perjudicado e n o r m e m e n t e a una Iglesia hasta entonces triunfante.
Un trabajo tal, q u e concebimos basado esencialmente en hechos y
referencias controlables y por tanto a salvo de toda polémica, no atañe
sólo al pasado. Entra de lleno en nuestra actualidad. Es u n a empresa
urgente. Nosotros lo creemos necesario y clarificador en un m o m e n t o
en que la Iglesia se ha vuelto en gran parte opaca, en buena m e d i d a in-
comprensible, trátese de sus posiciones respecto a la interrupción vo-
luntaria del embarazo, la homosexualidad, el uso de preservativos para
prevenir el sida o la fecundación artificial o in vitro para matrimonios
estériles.
¿ Q u é ha sucedido? ¿ D ó n d e ha ido la Iglesia a buscar lo q u e dice
ahora? ¿Por q u é desde nace un siglo se n i e g a a evolucionar salvo en
asuntos secundarios, a m e n u d o de simple decoro como la nueva litur-
gia, y se m a n t i e n e inflexible y a veces provocadora ante las insistentes
d e m a n d a s de los fieles sobre puntos en los que choca frontalmente - s i
d a m o s crédito a los sondeos— con todo lo q u e esos fieles esperan, pien-
san, quieren e incluso hacen? ¿Ha perdido la cabeza? A menos q u e ten-
12 La carne, el diablo y el confesionario

ga razones m u y antiguas y profundas para mantener este r u m b o , y no


digamos ya para dejar que quiebre la empresa. Por supuesto la Iglesia
no es un comercio y debe defender posiciones morales, lo q u e necesa-
riamente i m p l i c a cierta intransigencia. Sin e m b a r g o en otro tiempo,
aparte de no oponerse en exceso a las costumbres d o m i n a n t e s , justifi-
caba hábilmente sus posiciones recurriendo incluso a la ciencia de cada
época. H o y parece hacer caso omiso de todas las realidades. ¿Qué se ha
hecho de la larga y sutil inteligencia, de la infinita flexibilidad q u e de-
mostró la Iglesia durante tantos siglos?
C r e e m o s q u e un poco de historia p e r m i t i r á responder m á s fácil-
m e n t e a m u c h a s de estas p r e g u n t a s . En particular p e n s a m o s q u e se
comprenderá mejor qué pasa en la Iglesia si conseguimos establecer cla-
ramente qué se preguntaba y respondía no hace tanto tiempo en los
confesionarios, c u a n d o los fieles a ú n acudían en masa. En nuestra opi-
n i ó n allí se abrió la brecha y se dividieron los caminos; allí podemos
encontrar o reencontrar la explicación de nuestra historia actual.
A u n q u e a veces tenga reacciones asombrosas, a los ojos de la gente
corriente la Iglesia está claramente enferma. En verdad se diría que atra-
viesa un estado más complejo, más indefinible. El cuerpo sigue siendo
gigantesco, pero parece m i n a d o por todas partes. H a y un divorcio entre
el poder que conserva, q u e no es poco, y sus carencias, el vacío de los
lugares de culto, el hecho de que hasta los fieles escuchen sus prescrip-
ciones con una simple curiosidad e d u c a d a . . . y en su mayor parte hagan
lo que quieren. Después de tantos años de hegemonía, poderío y fragili-
d a d de la Iglesia católica de nuestra é p o c a . . .

Fuerza y debilidad de la Iglesia

Empecemos por la debilidad. Se resume en dos puntos: cada vez m e -


nos fieles, cada vez m e n o s sacerdotes. A u n q u e cada año se anuncie que
termina, la crisis de las vocaciones es evidente. En Francia todavía h a y
curas, pero son viejos y el n ú m e r o d i s m i n u y e . En 1 9 8 5 nuestro país te-
nía aún 2 8 . 0 0 0 (fuera de las congregaciones), mientras q u e en Italia
h a b í a 6 2 . 0 0 0 , en Estados U n i d o s 5 8 . 0 0 0 y en Polonia 2 1 . 0 0 0 . En
1 9 9 0 había 2 5 . 2 0 3 curas diocesanos franceses, con un p r o m e d i o de
edad por e n c i m a de los sesenta años. No cabe d u d a de que al llegar el
próximo milenio habrá menos de 8 . 0 0 0 .
A comienzos del siglo había en Francia 15 curas por cada 1 0 . 0 0 0
habitantes; en 1 9 6 7 q u e d a b a n siete y a finales de siglo habrá uno. La
tasa de renovación sería de 12,5 seminaristas por 100 curas en activi-
dad. En Polonia, que tiene el m á x i m o m u n d i a l , la proporción era de
Introducción 13

38 por cada 100 en 1 9 8 5 ; las cifras actuales francesas - 4 , 1 por cada


100— son de las más bajas del m u n d o . C o n t i n u a m e n t e es preciso agru-
par parroquias, tanto en el campo como en la ciudad.
Desde hace diez o veinte años el n ú m e r o de ordenaciones se ha es-
tabilizado a u n q u e es m u y bajo, notoriamente insuficiente. Se ha pasa-
do de 2 . 3 0 0 por año en 1 8 3 0 a alrededor de 1.000 entre las dos g r a n -
des g u e r r a s . En 1 9 6 0 d i s m i n u y e r o n a 5 9 5 y en 1 9 7 0 a 2 8 5 . Desde
1 9 8 0 oscilan entre 100 y 150 por año. Entre 1 9 7 3 y 1985 nada menos
q u e 2 6 8 congregaciones tuvieron q u e cerrar sus noviciados.
C o n los fieles es peor. M e n o s del 1 0 % de los católicos asiste toda-
vía a la m i s a d o m i n i c a l . Algo menos de la m i t a d de las parejas se casa
por la Iglesia - e n un gesto q u e no suele ir m á s allá de la adhesión es-
p i r i t u a l - , cuando en 1 9 6 5 lo hacían tres de cada cuatro. Las cifras no
son mejores ni s i q u i e r a en Italia, casa m a t e r n a del c a t o l i c i s m o . En
1 9 7 0 , en el Congreso de profesores de moral celebrado en Padua, se
dieron a conocer unas cifras q u e causaron pavor: apenas el 1 8 % de los
católicos declarados c o m u l g a b a aún en Pascua, frente a un 6 7 % en
1 9 3 9 ; sólo el 4% se confesaba, frente al 4 6 % q u e antes de la guerra
aún lo hacía. Sin d u d a desde entonces los promedios no han a u m e n -
tado; al contrario.
C u a n d o se los interroga en encuestas el 6 2 % de los franceses se d e -
clara católico. Pero también se sabe q u e el 5 2 % sólo asiste a la iglesia
2
m u y excepcionalmente: para ceremonias, bautizos, bodas o funerales .
En 1991 sólo seguía confesándose el 6% de los creyentes; el 3 4 % no
reza nunca.
No obstante esta Iglesia m a n t i e n e un poder considerable. En pri-
m e r lugar por la gran cantidad de individuos que declaran pertenecer a
ella. La cristiandad m u n d i a l , m u y dividida, registra 1 6 6 millones de
ortodoxos y 3 6 3 millones de protestantes. La Iglesia r o m a n a cuenta
con 7 0 0 millones de católicos: un claro d o m i n i o numérico sobre sus
r i v a l e s . Es cierto q u e los c a t ó l i c o s i n v e n t a r i a d o s sólo p r a c t i c a n de
cuando en cuando. Pero no han abandonado la fe, al menos cierta fe
que habría que definir.
Su actividad se advierte en m u c h o s ámbitos: la prensa, el m u n d o
obrero, las asociaciones. Los católicos siguen estando presentes en n u -
merosos debates y en los platos de la televisión, y algunos dan la cara
sin cesar in situ, a u n q u e dentro de la vida asociativa no confesional.
Puede que la caridad y el amor al prójimo, bellas ideas de Cristo, ya no
sean pregonadas; pero no han muerto.
A u n q u e a m e n u d o a b a n d o n a d a o desoída por la masa de fieles la
Iglesia despierta aún una profunda curiosidad, una expectativa quizá
decepcionada pero persistente. El 16 de noviembre de 1992, antes que
en cualquier otro país, salió a la venta en Francia el Catecismo de la Igle-
14 La carne, el diablo y el confesionario

sia católica, aprobado por el Papa en junio del año anterior y promulga-
3
do oficialmente en R o m a el 8 de d i c i e m b r e . Lo había elaborado un co-
mité de redacción presidido por el cardenal Ratzinger, prefecto de la
Congregación para la doctrina de la fe. Era un grueso v o l u m e n cargado
de arduas referencias a los padres de la Iglesia y los concilios; tenía 5 7 5
páginas y costaba 139 francos (unas 3.000 pesetas). En seis semanas se
vendieron no menos de 4 0 0 . 0 0 0 ejemplares.
¿ C ó m o explicar la contradicción de los cristianos, q u e no van a la
Iglesia pero no dejan de interesarse por su teología? Ya hemos adelan-
tado nuestra tesis. Se inspira en el más grande especialista francés en
cuestiones religiosas: Jean D e l u m e a u , profesor del C o l e g i o de Francia,
q u i e n , justamente a raíz de la publicación del catecismo, se expresó de
este modo:

¿Cómo negar el papel central que han desempeñado en la


descristianización de Francia prácticas c o m o la confesión
obligatoria y pormenorizada de las faltas, que n u n c a debe
confundirse con una confidencia libre y voluntaria? Esta
siempre será una necesidad psicológica para la persona que
espera consuelo y perdón. Pero la confesión obligatoria, i m -
puesta una vez al año a partir del IV Concilio de Letrán (si-
glo Xlll) y recargada en el Concilio de Trento (siglo x v i ) por
la relación rigurosa de todos los pecados mortales, ha sido
un peso tremendo en la historia del m u n d o católico. El he-
cho de que después de la Revolución francesa se restablecie-
ra el culto motivó la renuncia de muchos fieles a comulgar
4
en Pascua .

C i e r t a m e n t e la confesión no es la única causa de q u e Europa se h a y a


descristianizado. La m i s m a crisis de ausencia en las iglesias se da entre
ortodoxos y protestantes, q u e no la practican. Pero por haber sabido
comprender su tiempo y adaptarse algo más rápido a las nuevas cos-
tumbres, éstos han evitado las perturbadoras pruebas que ha afrontado
y a m e n u d o perdido el catolicismo. H a n realizado mejor el tránsito a la
nueva sociedad, sufrido m e n o s tensiones, a b a n d o n o s y rechazos. De
modo pues que volvemos a la pregunta: ¿qué ha frenado a la Iglesia ca-
tólica en la evolución hacia el m u n d o moderno? Nadie lo duda: la bre-
cha se abrió en la teoría del sexo y el amor. De a q u í nuestro deseo de
estudiar esta teoría, en relación con un confesionario que, supuesta-
mente, debía ser escuela para balbucientes y tribunal de rebeldes.
Introducción 15

Dificultades de la investigación

Respecto a la doctrina de la sexualidad que el catolicismo fue poniendo


en su punto a lo largo de los siglos, el historiador no tiene problemas
)ara encontrar documentos. Innumerables obras, manuales y sumas teo-
Íógicas han retomado y digerido cien veces las prescripciones de los pa-
dres de la Iglesia para comentarlas, discutirlas, engrosarlas y acentuarlas.
La dificultad concierne más bien a la abundancia y la diversidad de las
opiniones emitidas, a la imprevista crudeza de ciertos textos, a la diluci-
dación del propósito que p u d o haber guiado a la Iglesia en este asunto.
¿Qué necesidad tenían innumerables curas, canónigos, sacerdotes, profe-
sores de seminario, obispos, arzobispos y papas de escudriñar y hurgar
infinitamente en este campo, cuando tantas cuestiones teológicas de m a -
yor importancia permanecían en barbecho?
¿Qué palabra de Jesús, q u é pasajes de los evangelios llevaron a san
C l e m e n t e ( 1 5 0 - 2 1 1 ) o a monseñor Claret (en 1860) a interrogarse sobre
el esperma; a san Bernabé, ya en el siglo I, a preocuparse por el aspecto
pecaminoso de la fellatio; a monseñor Bouvier ( 1 7 8 3 - 1 8 5 4 ) a describir
las consecuencias morales del coito practicado entre los muslos de u n a
mujer (Dissertation sur le sixiéme commandement, 3, 2 ) ; o a Pierre de La
Palud (muerto en 1 3 4 2 ) a interesarse por la sodomía o buscar sustitutos
para el coito demasiado pecaminoso? ¿Qué condujo a tantos autores a
comentar con tanto detalle las faltas constituidas por el estupro, las cari-
cias, los besos lascivos, los supositorios de pimienta, los médicos que por
su oficio ven demasiadas vulvas, la masturbación que causa sordera o lo-
cura, los baños sin traje, los afeites femeninos, las desnudeces de la gar-
ganta, el acto amoroso practicado more canino*. ¿Quién autorizó las in-
sensatas exposiciones que ciertos eclesiásticos hacen de todas las formas
de acoplamiento, todas las perversiones, conjunto al fin más apto para
suscitar ideas salaces que para refrenarlas, para inducir a las personas (y
sobre todo a los curas, primeros en leerlo) más a la polución que a la cas-
tidad? Sobre estos misteriosos temas, al menos, no nos faltará material.
Tendremos que tratar esta doctrina con tacto, tanto en la forma —in-
tentando ser menos pornográficos que nuestros antecesores clericales o
anticlericales- como en el fondo. Respecto a éste, no somos ni pretende-
mos declararnos enemigos de la Iglesia católica de ayer o de hoy, y sería
erróneo considerar este libro u n a obra de combate. Históricamente co-
nocemos y reconocemos los méritos pasados de la institución —no menos
q u e sus e q u i v o c a c i o n e s - y la contemplamos con la simpatía debida a
t o d o h e r i d o h o n o r a b l e . L a m e n t a m o s sobre todo no c o m p r e n d e r su
mensaje, que en gran medida se ha vuelto inaudible.
Por lo demás, débilmente terrorista, el autor de estas líneas - q u e se
siente parte del linaje c r i s t i a n o - n u n c a ha creído que todo estuviera
16 La carne, el diablo y el confesionario

permitido. Freud o M a l i n o w s k i han demostrado que los grupos h u m a -


nos siempre h a n reprimido la sexualidad, hecho incluso indispensable
para su constitución. Los judíos de la ley antigua, la República r o m a n a
y el alto Imperio (que todavía a d m i r a b a a las castas vestales), el Islam
severo, el África a veces mutiladora, el m i s m o Oriente, motivo de tan-
tas leyendas falsas: desde m u y pronto todos enmarcaron el sexo en sis-
t e m a de v i g i l a n c i a estricta. De m o d o q u e no vamos a soñar; en esta
obra no se e n c o n t r a r á n i n g u n a e x i g e n c i a u t ó p i c a de l i b e r t a d sexual
completa.
En vez de acusar a la Iglesia católica de haber elaborado u n a teoría
del buen uso del sexo, el historiador estudiará de qué extraña m a n e r a
lo ha hecho. No tiene nada de original que ciertos religiosos h a y a n de-
sarrollado u n a doctrina teórica y emprendido investigaciones sobre el
bien y el mal; en esto no se diferencian de otros moralistas. Pero ellos
quisieron aplicarla, integrarla al m u n d o por un m e d i o m u y poco habi-
tual. Este m e d i o , la confesión, merece pues toda nuestra atención.
En cuanto a la doctrina m i s m a subrayaremos todos los aspectos de
las costumbres antiguas q u e h a y a n justificado la i m p l a n t a c i ó n de cier-
tas particularidades, a u n q u e no se pueda o m i t i r su origen i m p u r o : el
trabajo de teorización se llevó a cabo extrapolando, m u y lejos del texto
original, indicaciones m u y dispersas dadas por Jesús sobre el tema, ex-
primiéndolas al m á x i m o y sin hacer referencia a fuentes no cristianas.
Por ú l t i m o no olvidaremos en n i n g ú n m o m e n t o que en lo esencial no-
sotros sólo oímos una voz, la del g e n d a r m e , la de la represión, y q u e
m i e n t r a s no se d e m u e s t r e lo contrario (lo cual i n t e n t a r e m o s h a c e r ) ,
n a d a i n d i c a con certeza que los creyentes respetaran todas las prohibi-
ciones q u e se dictaban.
Por eso será tan interesante estudiar la confesión en sí. C l a r o q u e
por definición es un parlamento personal y secreto. ¿Qué se dice en los
confesionarios? Al principio aquí se hará evidente que nuestros datos
son unilaterales. Sin embargo no estamos totalmente faltos de infor-
m a c i ó n . H a y escritores, cineastas e intelectuales q u e han evocado su
paso por el confesionario y dado testimonio personal. Por lo q u e res-
pecta al siglo XX, a algunos de ellos los hemos interrogado, y más a ú n
h e m o s interrogado a personas sencillas, católicos de base q u e son la
materia en bruto del confesionario y cuya experiencia nos ha resultado
a p a s i o n a n t e . Se trata de testimonios no utilizables d i r e c t a m e n t e , de
u n a sinceridad a veces dudosa, malograda - p e s e a la buena v o l u n t a d -
por la afectación o el pudor; pero testimonios no obstante q u e p u e d e n
servir al menos de complemento o ilustración a lo que se comprobará
por otras vías.
En un plano más oficial, m a n u a l e s publicados en distintas épocas
nos p e r m i t i r á n saber q u é estaban obligados a decir los confesores a los
Introducción 17

confesados, qué palabras debían pronunciar, qué preguntas hacer, qué


respuestas dar; y en algunos casos sabemos efectivamente q u é dijeron.
Así, sin q u e el receptor lo supiera, en 1964 por p r i m e r a vez se grabaron
en París algunas confesiones, lo cual causó no poco escándalo.
U n a encuesta m u c h o más sistemática fue llevada a cabo en la Italia
de la década de 1 9 7 0 por los periodistas Norberto Valentini y C l a r a di
5
M e g l i o . Utilizando cómplices que iban a acusarse de pecados ficticios,
pero sobre todo a pedir consejo sobre cómo debía ser u n a vida sexual
católica, hicieron un n ú m e r o harto considerable de registros: 6 3 6 con-
fesiones completas del norte al sur de Italia. A q u í la fecha es de gran i m -
portancia. En la década de 1 9 7 0 están t e r m i n a n d o las batallas por la
pildora y el aborto que tanto han sacudido al m u n d o católico; es tam-
bién la época de la liberalización de las costumbres, del feminismo agre-
sivo. ¿Qué pensaban entonces los confesores, qué aconsejaban? Todo
cuanto decían estaba tan desfasado respecto a las costumbres corrientes
que acaso explique el divorcio cada vez más completo con la confesión
-y hasta con la religión— que se verificaría en adelante.
A u n si es preciso ser prudentes y considerar que ciertas preguntas he-
chas a los confesores eran provocaciones, la encuesta italiana es para el
investigador u n a fuente invalorable porque muestra con creces c ó m o
era la práctica de la confesión, todavía en la segunda m i t a d del siglo XX,
en materia de pecado sexual. Vemos, escuchamos directamente las reco-
mendaciones de los confesores, qué lección les enseñaron a impartir y
cómo la interpretan, sus certezas y sus dudas, a veces la lasitud que em-
pieza a asomar y también su curiosidad siempre renovada por un tema
que a fin de cuentas su situación les i m p i d e conocer y juzgar: la vida ín-
tima de las parejas, casadas o no.
Por eso j u n t o a los numerosos textos oficiales emitidos por la Iglesia a
lo largo de los siglos, de vez en cuando recurriremos a la encuesta italia-
na. En efecto las objeciones que se le han hecho no nos parecen dignas
de consideración. No hay forma seria de cuestionar su autenticidad. Los
penitentes eran comparsas, no exponían su propia libido. S e g ú n han
confirmado nuestros testimonios, las palabras grabadas a los confesores
no distan m u c h o de las q u e por entonces se podían oír en todos los con-
fesionarios europeos. De m o d o que no se aprecia q u é "secreto de confe-
sión" habría podido divulgar y traicionar la obra.
Por fin, para esclarecer lo esencial —es decir la escisión ocurrida a
cierta altura entre la cabeza y el corazón de los fieles—, para saber cómo
nació el rechazo a confiar el secreto de sus amores o su miseria sexual a
celibatarios, a curas bajo voto de castidad, no hace falta gran sabiduría
ni dotes detectivescas. La más formidable penetración de las visceras y
los corazones j a m á s e m p r e n d i d a siempre desató innumerables protes-
tas abiertas, especialmente desde hace un siglo. Los curas elevaban sus
18 La carne, el diablo y el confesionario

inquietudes al obispo; éste las planteaba en instancias más altas, a veces


incluso en R o m a . M u c h í s i m a s veces —entre otras en 1 8 4 2 , y lo hizo
monseñor Bouvier— se planteó la pregunta: ¿qué hacer si los penitentes
se resisten?
Para el período reciente recurriremos también a la encuesta del se-
m a n a r i o católico Témoignage chrétien, publicada como recopilación en
1 9 7 0 , d o n d e se cuentan y hasta analizan fielmente las preocupaciones
de los fieles, sus interrogantes y sus dudas frente a u n a práctica a la
6
cual ya han rehusado masivamente s o m e t e r s e .
H a s t a a q u í nuestros propósitos y los medios para investigar la con-
f l u e n c i a c a t ó l i c a entre la confesión y u n a d o c t r i n a tan e x c e p c i o n a l
c o m o minuciosa de la sexualidad h u m a n a . Durante al menos diez si-
glos y hasta 1 9 6 0 más o menos, dentro del cristianismo r o m a n o los
dedos de Dios han a p u n t a d o severamente a los hombres, sobre todo
por debajo de la cintura. El índice designaba inflexiblemente bajezas y
desvergüenzas, detallándolas al infinito con no se sabe q u é beneficio.
El m e ñ i q u e escuchaba gravemente las confesiones provocadas, a veces
solicitadas hasta la i m p u d i c i a y acorraladas en el fondo de la concien-
cia. " H á b l e m e de amor", d e m a n d a b a n incansablemente los confesores.
U n a ú l t i m a pregunta: ¿pertenecían esos dedos divinos a u n a m a n o
compasiva, verdaderamente cristiana? U n a vez que se h a y a respondido
a esto c o m p r e n d e r e m o s m e j o r el desarrollo de los a c o n t e c i m i e n t o s
hasta hoy.
Razones de ser de la confesión

N a d a garantiza q u e Jesús habría estado de acuerdo. Y sin embargo el


cristiano ha vivido históricamente con m i e d o , inmerso en un m u n d o
de terrores anunciados, descritos y detallados por los teólogos. No es la
menor de las paradojas de una religión que en otros aspectos cabe lla-
m a r j u s t a m e n t e la de la esperanza. A menos que terror y esperanza es-
tén vinculados. En el peligro, en la falta i n m i n e n t e , en el terrible juicio
prometido, la esperanza es lo único a lo cual q u e d a volverse. En todo
caso el cristianismo ha vivido de ese b i n o m i o y girado en torno a él.
Veremos que la consecuencia es la confesión.
En principio los dos platos de la balanza debían equilibrarse m u -
tuamente: en uno la infinitud de pecados, peligros y sanciones, el in-
fierno; en el otro la confesión, la i n m e n s i d a d del perdón y el amor de
Dios. H a b r á que juzgar si la práctica ha respetado este equilibrio teóri-
co; es decir si con el correr del tiempo la confesión - a d m i s i ó n dolorosa
de los pecados, acto exigente, mortificante, generador de escrúpulos y
dolores— no ha contribuido a intensificar el m i e d o circundante.
El m u n d o del pecado ha o p r i m i d o al cristiano por dentro y por
fuera; con frecuencia ha sido la marca distintiva del cristianismo; ha
alimentado el temor y la imaginación de los fieles y dado origen a bue-
na parte de la iconografía religiosa: el universo del M a l .

Una angustiosa teoría del pecado

Al comienzo n a d a fuera de lo normal. No asombra q u e u n a religión


posea u n a teoría del pecado, a u n q u e en m u c h a s no exista. A u n para
los no creyentes el mal es un dato objetivo del m u n d o . ¿Quién puede
dudar del mal físico q u e todos perciben, del sufrimiento, de la enfer-
m e d a d , de la m u e r t e ? Es la suerte de todo ser vivo, sobre todo del
20 La carne, el diablo y el confesionario

hombre. No menos discutible es la existencia de un m a l moral. Para


persuadirse basta recordar los crímenes de las guerras religiosas o de
A u s c h w i t z , simples ejemplos q u e evocan unos horrores deliberados
entre miles de otros. Y h a y q u e agregar la perversidad, la locura, la
crueldad, tan a m e n u d o constatables en las sociedades h u m a n a s , com-
prendidas aquellas que se jactan de ser modernas y civilizadas. Es i m -
posible negar que, en vez de buscar el bien, muchos hombres procuran
a sus semejantes dolores y violencias. Llevan pues el m a l moral dentro
de sí. A u n si nos negamos a afirmar que son malos no podremos dejar de
aceptar q u e o b r a n p a r a el m a l , q u e lo e n g e n d r a n y lo c a u s a n a los
otros.
7
Por lo demás, como bien ha mostrado Jean D e l u m e a u , la teología
cristiana es inseparable de la época en la cual fue teorizada, si no conce-
bida en lo esencial. En escasa m e d i d a obra de Jesús - e n todo caso m e -
nos de lo que se creería en principio—, debe m u c h o a la Edad M e d i a .
Dado que, en general, fue fijada entre el siglo V y el XV es comprensible
que, al menos momentáneamente, haya traducido los miedos de épocas
remotas. Pero a esto se s u m ó sin d u d a el terror verdadero de un período
de la Edad M e d i a preciso y particularmente doloroso: el siglo XIV, que
fue cuna de innumerables teólogos pero que el pueblo vivió, más que
n i n g ú n otro, como tiempo de pestes, guerras, epidemias y hambrunas,
tanto que cabe decir que señala el nacimiento de la angustia en Occi-
d e n t e . Por otras razones, en ciertas épocas posteriores, c o m o el si-
glo XVII, se dio una sobreculpabilización de los fieles, invitados a confe-
sar el carácter odioso de su h u m a n i d a d .
M i e n t r a s se detallan los elementos de esta teoría del pecado, m i e n -
tras se explora el universo cristiano d o n d e la salvación -parece— está
continuamente amenazada, uno se pregunta si la Iglesia no ha cargado
en exceso uno de los platos de la balanza. En efecto, en la vida corrien-
te, en la i n t e r r o g a c i ó n d i a r i a , la esperanza de la salvación ú l t i m a es
poco contrapeso para un pesimismo persistente y fundamental. Sor-
prendentemente, el cristianismo enseñó no sólo q u e la situación del
nombre en la tierra es crítica —que lo amenazan toda clase de peligros—,
sino t a m b i é n que la salvación en el otro m u n d o está lejos de ser cierta:
a muchos les espera la condena y el infierno.
Culpable desde el primer día hasta el último, inclinado sin cesar a la
falta, sucio el corazón: tal es el cristiano. El ú l t i m o m i n u t o puede sal-
varlo, pero el resto del tiempo lleva en la barca una carga agobiante. En
principio crimen y perdón alternan; pero, evidentemente, el c r i m e n
precede al perdón. Por lo demás el hombre es malo de nacimiento.
El cristianismo es u n a religión del pecado, algo que Jesús a n u n c i a
8
con claridad: ha venido no por los justos, sino por los p e c a d o r e s . Y el
cristiano está signado antes de haber actuado u n a sola vez: el pecado
Razones de ser de la confesión 21

original lo a c o m p a ñ a desde que nace. El h o m b r e llega al m u n d o cul-


pable porque A d á n y Eva cometieron u n a falta en el jardín del Edén.
Ya conocemos el relato del Génesis. Dios le dice al hombre: "De cual-
quier árbol del j a r d í n puedes comer, m a s del árbol de la ciencia del
bien y del m a l no comerás, porque el d í a q u e comieres de él morirás
sin remedio". Pero Eva, aconsejada por la serpiente, vio que el fruto del
árbol "era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lo-
grar sabiduría". C o m i ó . Le dio de comer a A d á n . Entonces se les abrie-
ron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Dios los echó
del jardín del Edén. Desde entonces la mujer tuvo que parir con dolor
y el hombre ganarse el pan con el sudor de su frente. M á s grave aún,
todos los hombres futuros se hicieron herederos de esa infracción y lle-
varon su marca.

El pecado original

Jesús no dijo u n a sola palabra sobre este relato. A m e n u d o insistió en


"los pecados del mundo", pero n u n c a habló del Edén, de A d á n y Eva,
de la serpiente ni del pecado original que, c o m o la marca de u n a infa-
m i a ancestral, todos los hombres arrastrarían desde la cuna. Fue san
9
Pablo (c. 5 - 6 4 ) quien, en la epístola a los r o m a n o s , recordó el ingreso
del p e c a d o e n e l m u n d o por l a falta d e A d á n . P o s t e r i o r m e n t e san
A g u s t í n ( 3 5 4 - 4 3 0 ) dramatizaría la teoría de la caída. Para él todos so-
mos culpables en A d á n porque "todos fuimos ese hombre único". La
concupiscencia liberada por el primer pecado nos inclina irremediable-
m e n t e a cometer otros. El hombre nace malo, como un criminal que
viniera al m u n d o con la ficha ya repleta.
Tal es el peso que soporta el cristiano desde el primer segundo de
vida. U n o no puede dejar de asombrarse ante la interpretación p a u l i n a
y sobre todo agustiniana, retomada luego, h a y q u e decirlo, por la casi
totalidad de los teólogos cristianos. En todo caso el texto del Génesis
no da a la transgresión un sentido sexual. A d á n y Eva desobedecen a
Dios, a las reglas que Él ha fijado. Pero no asimila el pecado de la des-
obediencia al de la carne, como hicieron los teólogos y más aún la masa
de los fieles. No obstante, se a d m i t i ó casi u n á n i m e m e n t e q u e la falta
c o m e t i d a sólo podía ser la fornicación, y q u e por ella castigó Dios a
nuestros lejanos ancestros.
Rigorista y pesimista, la interpretación agustiniana del pecado ori-
ginal sirvió también para aclarar en sentido dramático la parábola del
Banquete de bodas, donde Jesús dice: "Porque muchos son los l l a m a -
1 0
dos, mas pocos los escogidos" . Pasando por alto otros textos de las
22 La carne, el diablo y el confesionario

Escrituras - n o t o r i a m e n t e el Apocalipsis, q u e habla de la i n m e n s a m u l -


titud de los s a l v a d o s - , las más de las veces los teólogos concluyeron
q u e a la mayoría de los hombres les esperaba el infierno. A l g u n a s pro-
testas h u b o , m u y pocas, en n o m b r e del inmenso amor, del i n m e n s o
perdón de Dios a su criatura: la de Lacordaire, por ejemplo. Pero se
impuso a m p l i a m e n t e la interpretación de A g u s t í n . EÍ h o m b r e partía
de la derrota; nueva razón para la inquietud.
Esta lectura del episodio de la caída sirvió para preocupar a generacio-
nes de cristianos y hoy constituye un obstáculo, una laguna para la credi-
bilidad del propio cristianismo. Lo mismo ocurre, claro está, con casi to-
dos los pasajes del Génesis si se los toma al pie de la letra, inconciliables
c o m o son con los datos científicos modernos, en particular los de la
prehistoria. Pero para muchísimos cristianos modernos, especialmente el
relato del jardín del Edén, que nada tiene que ver con el progreso cientí-
fico, es difícilmente justificable desde el punto de vista moral y teológico.
Es imposible olvidar por ejemplo que en el libro de Ezequiel, cuando
Yahvé increpa al pueblo de Israel del modo más duro, prometiendo cóle-
ra y venganza contra los pecadores y culpables de una infinidad de abo-
minaciones, termina no obstante diciendo: "El hijo no llevará la falta del
padre, ni el padre la del hijo: al justo será imputada su justicia y al malo
su maldad".
Este pasaje c o n d e n a radicalmente la doctrina del pecado original,
según la cual seríamos responsables generación tras generación de fal-
tas cometidas hace milenios. La Iglesia no cesa de reflexionar sobre este

[>roblema, tanto m á s cuanto que toda moral m o d e r n a gira en torno a


a responsabilidad personal. Por otra parte es fundamento de nuestro
derecho que nadie puede ser condenado por faltas de las que no es cul-
pable p e r s o n a l m e n t e . Tarde o t e m p r a n o , pues, la Iglesia deberá dar
una interpretación distinta del pecado original.
M i e n t r a s tanto, en todo caso, ese pecado planea sobre el cristiano
como una m a l d i c i ó n , de la cual cabe decir que el bautismo lo libera de
inmediato. No obstante, como veremos, este procedimiento tranquili-
zador es origen de nuevos terrores.
El bautismo salva, borra el pecado original. Pero es preciso recibirlo,
y la cuestión llegó a inquietar tremendamente a los fieles y precipitar las
ceremonias. El examen de los registros de bautismos en los siglos XVII y
XVIII, conservados con frecuencia en las iglesias parroquiales, muestran
que de hecho la gente corría a la iglesia lo más pronto posible.
Durante los siglos XVII y XVIII, en las aldeas del Languedoc - a c u y a
demografía a n t i g u a hemos dedicado un estudio y que son totalmente
representativas del sur de F r a n c i a - , el 9 4 % de los bautismos tenían l u -
gar el día del n a c i m i e n t o o el siguiente. N u n c a h a y un retraso de más
de tres días. Cifras casi idénticas se encuentran en casi todas las zonas
Razones de ser de la confesión 23

rurales del A n t i g u o R é g i m e n . U n a prisa tal sólo se justifica por la idea


de q u e perder t i e m p o p o d í a p o n e r en serio peligro la salvación del
niño.
Y en efecto h a y textos formales que explican este temor. "Las a l m a s
de aquellos que m u e r e n en estado de pecado mortal o con el solo pecado
originalbajan al infierno", e n u n c i a en 1 4 3 9 el C o n c i l i o de Florencia.
Incluso en el siglo XIX, c u a n d o ya hace tiempo que los protestantes han
renunciado a esta culpabilización masiva y a m p l í a n el plazo del bautis-
mo a semanas y aun meses, los católicos siguen apresurándose a acudir
a las pilas. En su famosa Théologie morale destinée aux cures et aux con-
fesseurs, monseñor T h o m a s Gousset, arzobispo de Reims ( 1 7 9 2 - 1 8 5 4 ) ,
dice q u e el bautismo es "absolutamente necesario para la salvación de
los niños" y asegura que los padres "están obligados a hacerlos bautizar
11
lo más pronto p o s i b l e " .
Excesos semejantes no a s o m b r a n en u n a época en q u e la mortali-
dad perinatal era m u y frecuente y en condiciones de verdadero chanta-
j e : bautice usted a su hijo en seguida, q u e podría ir al infierno. De bau-
tizar con rapidez se pasa a bautizar prematura y bárbaramente.
Ciertos teólogos italianos como Florentini (siglo XVll) y C a n g i a m i l a
(siglo XVIIl), pronto seguidos en Francia por el padre Dinouart, parecen
ser los autores de una ciencia nueva: la embriología sagrada. Las prácticas
fueron aprobadas por el papa Benito XIV. Se trataba nada menos que de
bautizar a los fetos y abortos. A u n q u e el asunto sea escabroso hay que dar
aquí algunos detalles afines a nuestra intención: mostrar la inquietud que
la idea del pecado original causaba en las familias europeas.
C a n g i a m i l a llegó a proponer q u e se aplicara el bautismo a las muje-
res muertas en proceso de gestación. Usando un sifón, decía, era posi-
ble hacer llegar el a g u a bendita hasta el feto. En caso de que ni siquiera
así se pudiese alcanzar al n i ñ o , sugería s i m p l e m e n t e hacer la cesárea:
"La apertura de mujeres muertas encintas debe practicarse cualquiera
que sea el tiempo del embarazo". T a m b i é n en el caso de un parto difí-
cil se podía intervenir antes del a l u m b r a m i e n t o . Del m i s m o m o d o , to-
davía en 1 8 4 4 monseñor Gousset dice: "Si h a y temor de q u e el niño
m u e r a en el seno materno, la c o m a d r o n a o el cirujano deben bautizar-
lo, siempre y cuando lo j u z g u e n posible, haciéndole llegar el agua de la
mejor m a n e r a (quo meliori modo)".
No dejaban de preverse los casos de a l u m b r a m i e n t o falso; había que
e x a m i n a r las aguas. Dinouart enseña que "bajo pena de pecado mortal,
ha de bautizarse el germen de un hombre a u n q u e no sea más grande
que un grano de cebada". El Rituel romain indicaba cómo hacerlo. Si
sólo asomaba la cabeza o a l g ú n m i e m b r o del niño se bautizaría la por-
ción de cuerpo visible, sin perjuicio de volver a hacerlo enseguida, esta
vez con la condición siguiente: "Si no estás bautizado, yo te bautizo"
24 La carne, el diablo y el confesionario

(Si non baptisatus es, ego te baptizo). Así, dotado de un viático, el niño
podía ser enterrado en tierra santa, es decir el cementerio de los buenos
cristianos.
El asunto se complicaba c u a n d o el feto, ya por malformación, ya
por las manipulaciones destinadas a facilitar la expulsión, tenía a duras
penas forma h u m a n a y viviente. A q u í también servía el método condi-
cional. En caso de d u d a se podía decir: "Si estás vivo, yo te bautizo"
(Si vivís, ego te baptizo). M o n s e ñ o r Gousset precisa: "En cuanto a las
producciones irregulares, pensamos que se debe bautizar a todo m o n s -
truo q u e salga de mujer, por deforme que sea, por m u c h o q u e parezca
u n a bestia. Pero entonces se bautizará con la condición siguiente: Si tu
es capax o si tu es homo, ego te baptizo, o sea: «Si eres capaz o eres h o m -
bre, yo te bautizo». Pero si el feto muere sin que se le h a y a podido bau-
12
tizar, de n i n g u n a m a n e r a se lo i n h u m a r á en tierra s a n t a " .
Ya se ve hasta d ó n d e llegaba la maldición del pecado original. No
sólo prometía al feto - a l bebé no b a u t i z a d o - el infierno: i m p e d í a q u e
se enterraran d i g n a m e n t e los restos. El influjo de la falta de A d á n llega-
ba hasta el a l u m b r a m i e n t o y decidía la sepultura en tierra cristiana. Se
c o m p r e n d e bien la prisa de los padres.
De m o m e n t o el pecado original aparece sin modificaciones en el
Catecismo de la Iglesia católica ( 1 9 9 2 ) , que lo describe como u n a suerte
de debilidad congénita. " M a r c a d o en su naturaleza por el pecado origi-
nal, el hombre, en el ejercicio de su libertad, es sujeto de error e inclina-
1 3
ción al m a l . " De este m o d o se confirma a los fieles que la Iglesia ro-
m a n a no ha acogido en el menor grado el h u m a n i s m o y su creencia (¿o
su i n g e n u a fe?) en la bondad original del hombre. El texto oficial no
dice que en ocasiones los hombres son malos —lo cual se justificaría a m -
p l i a m e n t e - ; afirma que no hay n i n g ú n hombre bueno. Todos llevan la
carga fatal de la debilidad y el pecado.

Los diez mandamientos y los pecados capitales

C o n d e n a d o de n a c i m i e n t o a ser débil e imperfecto (lo q u e sin d u d a


autoriza las palabras escritas en el siglo XIV por el a n ó n i m o autor de La
imitación de Cristo: "Nada le es debido sino azotes y castigo"), el h o m -
bre cristiano bordeará toda la vida un sistema de pecados e interdiccio-
nes resumidos en los diez m a n d a m i e n t o s y los llamados siete pecados
capitales.
Los mandamientos fueron dados a Moisés por el propio Padre Eter-
no, rodeado de h u m o y llamas, al impetuoso son de trompetas y truenos,
en el monte Sinaí. Un largo pasaje del Éxodo los presenta en forma m u y
Razones de ser de la confesión 25

l4
desarrollada y harto a p r e m i a n t e . Moisés por su parte los comenta de
este modo: "No temáis, pues Dios ha venido para poneros a prueba, para
15
que su temor esté ante vuestros ojos y no p e q u é i s " . El lugar, el clima, el
tono, todo contribuye a privar a los mandamientos de cualquier aire de
consejo amistoso; antes bien, tienen el espíritu de una ley de hierro.
¿Es menester recordarlos? Sí, porque como reconoce el nuevo cate-
cismo, tanto la división como la n u m e r a c i ó n han variado a lo largo de
la historia. El Padre Eterno n u n c a precisó que fueran exactamente diez
y, según cómo se cuente, p u e d e n resultar más o menos. Jesús siempre
los citó en forma abreviada, limitándolos a cinco o seis. En la cristian-
dad, las más populares han sido por m u c h o tiempo las formas versifi-
cadas ("A un solo Dios has de adorar / y perfectamente has de amar",
etcétera), que surgieron en 1 4 9 1 en francés y, por lo demás, no son de-
masiado fieles a los textos bíblicos.
Ateniéndonos al sentido parecería que en su origen, y m u y simplifi-
o o
cados, los m a n d a m i e n t o s fueron éstos: I Tu Dios soy yo; I I No harás
o o
un Dios a tu i m a g e n ; III No abusarás de su nombre; I V Santificarás el
o o
D í a del Señor; V Honrarás a tu padre y a tu madre; V I No matarás;
o o o
V I I No cometerás adulterio; VIII No robarás; I X No darás falso testi-
o
m o n i o ; X No codiciarás (comprendida la mujer de tu p r ó j i m o ) . Estas
leyes, esenciales en la Iglesia cristiana, desempeñarían cierto papel en la
confesión. Llegado el m o m e n t o los teólogos sugerirían q u e la a d m i -
sión de faltas se hiciera en el m i s m o orden, lo que daría a ciertas listas
de pecados u n a forma m u y particular.
Los siete pecados capitales h a n c u m p l i d o en el confesionario u n a
función m u y semejante y su historia es i g u a l m e n t e confusa. En oca-
siones los confesores aconsejan seguirlos uno por uno: orgullo, avari-
cia, g u l a , envidia, lujuria, cólera, pereza. Pero en principio, diversos
ejemplos teológicos d a n prueba de que se p u e d e n e n u m e r a r práctica-
mente en cualquier orden. En realidad durante mucho tiempo no
h u b o seguridad de que fueran siete. Pasaremos de largo la cuestión de
estos pecados, m u y alejada de nuestro tema, diciendo q u e san Pablo
no aclara su n ú m e r o , q u e Evagro el Póntico (siglo i v ) y Cassiano (si-
glo v) cuentan ocho y que san J u a n C l i m a c o (siglo V i l ) los reduce a
siete. C o n f i r m a d a en el siglo XIII por santo Tomás, esta cifra ya no
cambiará, pero en c a m b i o nabrá variaciones de d e n o m i n a c i ó n . A ve-
ces avaricia será reemplazada por usura, lujuria por impureza, pereza
por "acedía" (término éste oscuro q u e más parece designar descuido o
indiferencia).
La tradición catequética enseña q u e j u n t o a los pecados capitales
h a y otros "que c l a m a n al cielo". S e g ú n el nuevo catecismo, que mezcla
un tanto e x t r a ñ a m e n t e pecados históricos y deseo de m o d e r n i d a d ,
"claman al cielo la sangre de Abel; el pecado de los sodomitas; el llanto
26 La carne, el diablo y el confesionario

del pueblo oprimido en Egipto; el lamento del extranjero, la v i u d a y el


16
huérfano; la injusticia con el a s a l a r i a d o " .
M á s interesante que estos enunciados teológicos y acaso harto aleja-
do de la masa de los fieles, de la comprensión del cristiano de base, nos
parece el c l i m a en que se habla h o y y se ha h a b l a d o siempre de esta
cuestión a los cristianos. Por ejemplo, el catecismo reciente enumera es-
tos "pecados que claman al cielo" en un párrafo titulado "Proliferación
del pecado". El título muestra a las claras cómo el cristiano se mueve en
un universo maligno, preso del pecado y acuciado por él; en resumen,
que vive con un constante sentimiento de culpa, lo cual llegado el m o -
m e n t o justificará la confesión. Estamos tan llenos de m a l d a d q u e es i m -
prescindible hablar; no se puede guardar en el pecho tanta infamia.
"El pecado crea inclinación al pecado", añade aún el nuevo catecis-
m o . Engendra vicio por la repetición de los m i s m o s actos. Fomenta
17
tendencias perversas. Es dado a reproducirse y fortalecerse . El sujeto
q u e d a a t r a p a d o en el m u n d o del m a l . Por lo d e m á s san Pablo dijo:
"Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con
18
todos ellos la m i s e r i c o r d i a " . En esta perspectiva (creación, caída, re-
dención) debemos situar los siete pecados capitales, q u e por otra parte
son no tanto pecados como fuente de ellos. Precisamente se los l l a m a
capitales porque generan otros pecados, otros vicios. En s u m a , no son
sino un triste r e s u m e n , . m u y incompleto, del m a l q u e nos acecha.
La Iglesia católica romana (la ortodoxa ha rechazado la distinción)
establece una diferencia entre pecados mortales y veniales. Los morta-
les (crimina lethalia para los teólogos) son evidentemente los más gra-
ves. Ponen en peligro la salvación del penitente, lo privan de la gracia
santificadora y, para ser más claros, "lo hacen digno de la muerte o la
19
condena e t e r n a " . Los veniales (venialia) son menos penalizables. En
efecto, para q u e un pecado sea mortal hacen falta tres condiciones: q u e
el asunto sea grave, q u e el culpable tenga conciencia del acto y q u e lo
cometa con deliberación. El pecado venial no c u m p l e las tres condicio-
nes a la vez. O bien concierne a algo más benigno, o bien el culpable
no comprende qué ha hecho, o bien no lo ha hecho voluntariamente.
Es un pecado incompleto, que puede ser condonado con u n a simple
oración o una limosna.
Tal vez en la existencia de esta categoría de pecados, que no c o m -
prometen la salvación, se vislumbre una tranquilidad, tanto más c u a n -
to q u e la Iglesia —como veremos en la historia de la confesión— sólo
prevé la confesión completa a un cura en caso de pecado mortal. S i n
e m b a r g o todo consiste p r e c i s a m e n t e en saber c u á n d o un p e c a d o es
mortal o venial. Sólo un sacerdote puede decirlo. Por eso en casi todos
los casos es forzoso consultar y confesarlos todos. U n a vez más encon-
tramos al cristiano bajo sospecha continua.
Razones de ser de la confesión 27

La cuestión, según los teólogos, es particularmente ardua. Dirigién-


dose a "curas y confesores", monseñor Gousset recuerda q u e a m e n u d o
se peca mortalmente sin darse la menor cuenta, incluso en asuntos sen-
cillos sin relación con el sexo. Y da este ejemplo: es mortal, en días de
a y u n o , "dar de comer carne a los hijos, los domésticos o los obreros, lo
2 0
cual desafortunadamente ocurre demasiado a m e n u d o " . Se dirá que
esta concepción lleva la marca de su tiempo, el siglo XIX, pero eso la
hace a ú n más inquietante. ¿Serán los pecados datos tan variables, tan
volátiles que c a m b i a n con las épocas? En tal caso la amenaza es mayor;
el pecador tiene m e n o s posibilidades de saber si es culpable o no. Todo
lo empuja al confesionario.
El cuanto a la gula, pecado q u e sólo parece sencillo a los espíritus
desprevenidos, monseñor Gousset debe hacer uso de una página ente-
ra para puntualizar en qué casos conlleva la pérdida de la salvación. En
el confesionario t a m b i é n habrá que escindir, cortar y diferenciar para
responder a preguntas ociosas sólo en apariencia: has pecado, de acuer-
do; ¿pero dónde, cuándo, cómo, cuántas veces? Entramos así en otra
característica de esta angustiante teoría: la exigencia de detalles, el ex-
tremo rigor del e x a m e n de conciencia, la infinita división de los peca-
dos, las precisiones, casos, circunstancias y especificidades de todo tipo
que los aligeran o agravan. Después de haber establecido en cinco los
casos en que h a y culpabilidad de gula, Gousset desarrolla las condicio-
nes en que otras seis posibilidades entrañarán el infierno. El pecado de
gula, nos dice, es mortal:

1. C u a n d o el h o m b r e se abandona habitualmente a los place-


res de la mesa, que en cierto m o d o convierte en fin más
allá de beber o comer.
2. C u a n d o bebe o come hasta perjudicar notablemente su sa-
lud.
3. C a d a vez que viola las leyes del ayuno o la abstinencia.
4. C a d a vez q u e se vuelve incapaz de c u m p l i r u n a función
que está obligado a c u m p l i r so pena de pecado mortal.
5. C u a n d o el exceso en el beber lo lleva a la ebriedad y lo pri-
va del uso de la razón.
6. C u a n d o se excita el vómito para poder seguir bebiendo o
c o m i e n d o (Théologie moral, I, p. 1 0 2 ) .

¿Por qué tantos detalles? Porque a veces lo q u e separa el pecado venial


del m o r t a l pesa m e n o s q u e u n a brizna de hierba. Es decir q u e casi
nada separa la v i d a de la muerte, el paraíso de las llamas diabólicas. No
h a y que olvidar la importancia del reto. Encuestas recientes nos indi-
28 La carne, el diablo y el confesionario

can que, incluso entre personas que se declaran católicas, la creencia en


el j u i c i o final, no digamos ya en el infierno, es cada vez m á s minorita-
ria. Esto no siempre ha sido así, y la idea de una posible condena eter-
na (probable, si hay pocos elegidos) no es el menor de los pesos que
han soportado las conciencias cristianas.

El juicio final y el infierno

La posibilidad de ser juzgado un d í a es dolorosa en sí. Se trata de un


m o m e n t o trágico en que cada cual tendrá que decirlo todo, será calado
de parte a parte. Pero aquí no podemos acusar sólo a los teólogos de la
Edad M e d i a , al m e n o s en p r i n c i p i o . La idea de un d í a del j u i c i o o
terrible día de la cólera (dies irae) ya está presente en el A n t i g u o Testa-
mento, donde se dice que, llegado el m o m e n t o , los buenos serán dis-
tinguidos de los malos.
El Nuevo Testamento ú n i c a m e n t e introdujo precisiones. Resucita-
rán los muertos, buenos y malos. Cristo vendrá en su gloria escoltado
por todos los ángeles. A n t e él se reunirán las naciones y él separará a
las gentes como el pastor separa a las ovejas de los cabritos. "Pondrá las
ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda [ . . . ] E irán éstos a un
21
castigo eterno, y los justos a u n a vida e t e r n a . " Será imposible escapar
al tribunal e imposible disimular nada. Los Salmos afirman: "Todo el
22
m a l q u e hacen los viles q u e d a registrado, y ellos lo i g n o r a n " . Sin
grandes cambios la Iglesia transmitió este mensaje de siglo en siglo.
En los tiempos antiguos se sirvió de imágenes tan fuertes q u e logró in-
quietar profundamente a los pueblos, al menos si juzgamos por el flo-
recimiento de obras q u e describen los últimos días, ios q u i n c e signos
q u e a n u n c i a n el j u i c i o , el terror de la ú l t i m a j o r n a d a . "El temor del
j u i c i o —ha dicho H a n n a h Arendt— siempre ha sido más fuerte q u e la
23
confianza en la r e s u r r e c c i ó n . "
Y es q u e se j u g a b a algo capital: ir o no al infierno, eventualmente
pasar una temporada en el purgatorio, donde el fuego purificador (ig-
nispurgatorius) obraría su limpieza. Lugares q u e las descripciones ima-
ginarias hacían absolutamente odiosos e insoportables para los espíri-
tus de la época.
M u c h o s predicadores se apropiaron del tema, fácil de exponer, ilus-
trativo y, d a d o su ruido y su furia, de gran persuasión para obtener
arrepentimientos. Cientos de pulpitos se hacían eco del sordo rumor
de las legiones diabólicas, la crepitación del brasero infernal, los alari-
dos de los c o n d e n a d o s . S e g ú n el Journal d'un bourgeois de París, en
1 4 2 9 un célebre franciscano predicó ocho días seguidos en el cemente-
Razones de ser de la confesión 29

rio de los Inocentes de París, donde por lo demás el hedor era infecto,
"desde lo alto de un estrado de a p r o x i m a d a m e n t e u n a toesa y m e d i a de
alto, la espalda vuelta al osario, la cara frente a la Danza Macabra".
Esta famosa danza, al comienzo pintura, pronto se convirtió en l i -
bro. Hasta el siglo XVIII h u b o innumerables ediciones (la más bella con
ilustraciones de H a n s H o l b e i n ) , agentes eficacísimos de la divulgación
de imágenes del infierno, el pecado y los sufrimientos de los condena-
dos. Para el pueblo, para quienes no abordaban la m u e r t e a través de
M o n t a i g n e , el infierno a través de Dante o los pecados capitales por las
encendidas imágenes de El Bosco y de Brueghel, se puso a p u n t o toda
u n a serie de libritos ilustrados que describían y representaban las an-
gustias del tránsito, la ú l t i m a ocasión de arrepentimiento y la tortura
infernal de los condenados. Entre los más notables citaremos La danza
macabra de las mujeres, La discusión de un cuerpo con su alma, La queja
del alma condenada, etc.
¿De dónde venían estas imágenes que se divulgaron sobre todo en
torno al Renacimiento? Tal vez menos del cristianismo que de la A n t i -
g ü e d a d , durante la cual las referencias al infierno habían sido frecuen-
tes y c u y a asidua evocación de la m o r a d a de los muertos —húmeda, fría
y siniestra— revivieron los primeros humanistas. Pero la Iglesia añadió
su marca. En el infierno de la Divina Comedia, por ejemplo, no h a y
llamas; las almas erran penosamente, pero Satán no las q u e m a . Parece
ser q u e el infierno de los cristianos, con su fuego y sus abominables
diablos, fue descrito por primera vez en el Elucidarium de Honorio, un
monje irlandés que hacia 1 1 5 0 se inspiró en ciertas leyendas de su isla,
en particular la Visión de Tundal.

Las imágenes del miedo

La representación hizo fortuna. El Ars moriendi, una de esas famosas


i m p r e s i o n e s en m a d e r a anteriores a Gutenberg, popularizó en todo
el O c c i d e n t e cristiano la etapa preparatoria a la condena: el ú l t i m o y
terrible c o m b a t e del m o r i b u n d o . Entre 1 4 7 0 y 1 5 0 0 se hicieron de él
n u m e r o s a s e d i c i o n e s i n c u n a b l e s . V e i n t i c u a t r o p á g i n a s in quarto,
once de ellas xilografías, m u e s t r a n la batalla postrera entre el Bien y
el M a l j u n t o a un h o m b r e q u e va a morir. ¿Escuchará el a l m a el ú l t i -
mo consejo, ascenderá al paraíso o irá a freírse en el infierno? D e m o -
nios burlones e i n q u i e t a n t e s se a g i t a n en torno al lecho y tiran del
a g o n i z a n t e . Infernus factus est, dice u n o ; es decir "Éste es b u e n o para
el infierno". Por otro lado h a y ángeles q u e l a n z a n e x h o r t a c i o n e s y
aliento. "Firmeza", c l a m a n (Sis firmus). Todos concurren para q u e el
30 La carne, el diablo y el confesionario

m o r i b u n d o desespere: unos recordándole sus i n n u m e r a b l e s faltas, los


otros e s g r i m i e n d o las ú l t i m a s tentaciones q u e podrían arrastrarlo al
horno.
Las imágenes del infierno al rojo vivo, especie de asador h u m a n o ,
son más frecuentes todavía en el Calendrier et compost des bergers (Al-
m a n a q u e y abono de pastores), otra obra popular c u y a primera edición
apareció en Francia a fines del siglo XV. Durante casi tres siglos fue un
éxito de ventas. Fue r e e d i t a d a sin cesar con g r a b a d o s nuevos, pero
siempre con el m i s m o tema. No era el a l m a n a q u e lo que apasionaba,
ni los consejos medicinales de cariz astrológico que ofrecía la primera
parte, sino la exposición de la segunda, consagrada al árbol de los vi-
cios (con nada menos que 7 8 3 posibilidades de pecar) y las penas del
infierno.
C o n s u l t a n d o ediciones elegidas a propósito por su distancia en el
tiempo y el espacio —el original de Guyot M a r c h a n d impreso en París
en 1 4 9 1 ; la de Nicolás le Rouge, Troyes, 1 5 1 0 ; la de A n t h o i n e Volant,
Lyon, 1 5 6 1 , y a l g u n a s populares, en papel basto, q u e los buhoneros
del siglo XVlll vendían aún de granja en granja— siempre hemos encon-
trado idénticas "penas del infierno tal como las contó el Lázaro". For-
m a n l a m i s m a serie d e grabados d e inspiración sádica - a m e n u d o m u y
borrosos, tan grandes eran las tiradas— q u e presentan a los condena-
dos cociéndose en enormes m a r m i t a s hirvientes mientras los diablos
los mantienen encadenados o les clavan horquillas en el vientre y a ve-
ces en el sexo. ¿ H a y ejemplo más chocante de la voluntad de m u l t i p l i -
car los miedos?
Se dirá que son ejemplos iconográficos que se remontan a m u c h o
t i e m p o atrás, al t i e m p o en q u e la Iglesia, entre guerras, m a t a n z a s y
h a m b r u n a s , no era la única en difundir temores escatológicos. Bien,
pasemos pues al siglo XX. Si en el ú l t i m o cuarto la imagen del infierno
se ha deslucido y desacreditado m u c h o , d u r a n t e los tres primeros la
Iglesia católica siguió infundiendo m i e d o tanto con la palabra como
con la i m a g e n .
En la célebre Le cheval d'orgueil, Pierre Jakez Helias narró su infancia
bretona en torno a la Primera guerra mundial. M á s de ochenta páginas,
bajo el título "Padre nuestro que estás en los cielos", hablan del miedo
religioso. Nada tranquilizador en esos primeros años: amor escaso, exi-
g u a caridad, poca comunión de las almas. Se ven, se sienten los inacaba-
bles temores. La enfermedad, el nacimiento, la muerte, las ceremonias,
los perdones, el paisaje mismo de Bretaña: todo está embebido de una li-
teratura oral que privilegia los miedos, llena de genios, brujas, demonios
merodeadores, pero cuyo centro difusor es la iglesia del pueblo.
Lo que más oprime el corazón de los habitantes es el dies irae, en el
cual los curas no dejan de insistir, no lejos del m a r rumoroso. Es conti-
Razones de ser de la confesión 31

n u a la advertencia a tener bien presente el día del juicio. El rector de la


parroquia, severo, "los tiene bien en cintura". Nada de bailes o m u y po-
cos, n a d a de desenfrenos. C a d a d o m i n g o , desde el pulpito, se repite la
descripción de los horrores q u e sancionarán la vida descarriada. A h o r a
bien, J a k e z Helias no es de familia beata. Al contrario, en su casa son
republicanos, casi rojos. Y sin e m b a r g o no escapa a la iglesia, adonde
lo envían regularmente, ni a la colección de imágenes pías q u e tapizan
las paredes de todas las casas, ni a la oración vespertina q u e hasta 1914
se practicaba en las grandes granjas, ni a n i n g u n a de las ceremonias
q u e jalonaban por entonces el calendario católico.
Teme la confesión pero agacha la cabeza. Dice sus pecados. Pese a
los tufos de hierba de Nicot, demasiado acre para un n i ñ o , "cuando el
padre Pelleter abre hacia mí el postigo del confesionario, sofocándome
a través de la rejilla con el olor del tabaco, me veo obligado a contarle
24
m i s defectos" .
En 1 9 2 3 - i g u a l m e n t e lejos de la Edad Media— asiste a u n a escena
memorable. Al pueblo llegan dos o tres monjes de hábito de sayal en-
cordado que durante unos días tronarán contra los pecadores locales,
"los q u e desdeñan las vísperas, los jugadores de cartas, los q u e blasfe-
m a n , los tontos reidores de tufo a vino tinto, los disolutos q u e ridiculi-
zan la devoción de sus mujeres y arruinan sin vergüenza el a l m a pura
de sus hijitos".
La dramatización alcanza el apogeo c u a n d o el padre M a u n o i r saca
unos grandes cuadros, cada u n o con u n a pintura edificante. A h í están
los pecados capitales, tan frescos c o m o en el siglo XV. S e g ú n la vieja
creencia q u e identifica las grandes faltas con ciertos a n i m a l e s y q u e
p u e d e rastrearse en b u e n a p a r t e de la iconografía cristiana, el p a d r e
muestra el pavo real del orgullo, el m a c h o cabrío de la lujuria, el cerdo
de la gula, la tortuga de la pereza, el tigre de la cólera, la serpiente de la
envidia y el sapo de la avaricia, las siete bestias rodeando a un diablo
con cuernos, barba y garras y u n a h o r q u i l l a por cetro. "Acto seguido
- n a r r a J a k e z Helias- el padre e m p u ñ a r á u n a larga vara y, habiéndose
r e m a n g a d o como para aplicarse a u n a dura labor, golpeará severamen-
te el p r i m e r cuadro." Podemos i m a g i n a r el efecto de todo esto en el
público: " C u a n d o h a y a explicado el último cuadro y salvado definiti-
v a m e n t e al pecador ejemplar más allá de la muerte, el buen h o m b r e es-
tará sudando a m a r e s . . . La emoción de los niños será tan apabullante
25
q u e permanecerán largo rato en s i l e n c i o . "
Encontramos aquí, casi en nuestra época, algo q u e no está m u y le-
jos —en espíritu si no en talento— del grabado de Brueghel sobre la l u -
j u r i a (de la serie sobre los pecados capitales), donde, recordemos, u n a
mujer se prostituye con una suerte de pez monstruoso. Reconocemos
las visiones y la fe q u e tanta vehemencia daban a los predicadores m e -
32 La carne, el diablo y el confesionario

dievales y a otros posteriores, encargados de difundir por d o q u i e r el


horror al infierno, lugar de suplicios sin redención, de martirizantes
tormentos, de gritos, llanto, rechinar de dientes, pez hirviente, lanzas
aceradas, tenazas mortificado ras. Ni siquiera Messier, M é n a r d o Bos-
suet vacilarían ante las imágenes aterrorizantes. Evocamos a aquel Bes-
se, p e q u e ñ o predicador de los tiempos de Enrique IV que colocaba sie-
te cráneos sobre el pulpito. A m e d i d a q u e avanzaba el sermón se volvía
contra cada pecado capital y uno a uno los lanzaba violentamente al
suelo. C o n su exiguo material los predicadores de Pierre J a k e z Helias
intentaban mantener esta tradición terrorista.
¿Qué se ha hecho hoy de ella? J u a n H u s en su tiempo, o los protes-
tantes poco a poco (pese al rigor a veces perturbador que los ha carac-
terizado), han denunciado la exagerada escenificación del infierno q u e
llevaron a cabo los teólogos católicos. Otros cristianos, más confiados
en la b o n d a d de Dios, han condenado el efecto nocivo que obra en las
conciencias. ¿Se ha tenido esto en cuenta? En parte sí. Pero el nuevo ca-
tecismo, por ejemplo, ¿ha renunciado a las imágenes de un infierno
con forma de horno? N a d a menos seguro. Es verdad q u e dice clara-
m e n t e q u e " l a p e n a p r i n c i p a l del infierno consiste en la s e p a r a c i ó n
eterna de Dios". Pero en el m i s m o pasaje, unas líneas más abajo, reco-
ge la visión m á s clásica y ardiente de la suerte de los condenados. C i t a
2 6
a Jesús m e n c i o n a n d o la gehena, "el fuego que no se apaga" . Luego
recuerda un texto de M a t e o según el cual "el Hijo del hombre enviará
sus ángeles, q u e recogerán de su R e i n o todos los escándalos y a los
27
obradores de i n i q u i d a d y los arrojarán en el horno de f u e g o " . M á s
claramente aún el nuevo catecismo indica que la enseñanza de la Igle-
sia católica afirma la existencia del infierno y su eternidad: "Las a l m a s
de aquellos q u e m u e r a n en estado de pecado mortal descienden i n m e -
d i a t a m e n t e al infierno, d o n d e sufren las penas del infierno, el fuego
2 8
eterno" .
De m o d o que la Iglesia siempre ha utilizado el infierno c o m o acica-
te de la angustia. Tomaremos un ú l t i m o ejemplo de la encuesta realiza-
da en los confesionarios italianos, no hace m u c h o , por Norberto Va-
lentini y C l a r a di M e g l i o . En la iglesia de San Francisco de Brescia, u n a
pseudoconfesada (comparsa de los autores) dice al confesor que m a n -
tiene relaciones íntimas con el novio y expone su inquietud, el temor
de que la Iglesia la rechace. El cura no d u d a sobre el método para de-
volver al corral a la oveja descarriada. "No en vano tienes m i e d o . ¿Sa-
bes que no te encuentras en estado de gracia y que si mueres irás a las
29
llamas del infierno? ¿Lo s a b e s ? "
No estamos en el registro simbólico sino ante u n a clara amenaza, al
m e n o s a n t e u n a representación t o t a l m e n t e realista. Por m u c h o s re-
m o r d i m i e n t o s que sienta, la culpable podría ir directamente a asarse
Razones de ser de la confesión 33

en los d o m i n i o s del diablo. Siempre se ha usado el m i e d o al infierno


para refrenar el deseo sexual de los fieles. Q u e d a por saber qué cree el
penitente, qué piensa y sobre todo si volverá al confesionario para oír
semejante lenguaje. J e a n D e l u m e a u , historiador de las m e n t a l i d a d e s
religiosas, ha expuesto varias veces y de distintas formas sus ideas sobre
el tema. Las r e s u m i m o s : la insistencia del catolicismo (pero t a m b i é n
del protestantismo, durante m u c h o tiempo, pese a negaciones tardías)
en el infierno, la c o n d e n a o el pequeño n ú m e r o de los elegidos ha trau-
matizado e n o r m e m e n t e a los fieles antes de apartar a generaciones en-
teras del cristianismo.

El hombre, en peligro

No obstante no se puede resumir el cristianismo en la visión de lo que


amenaza al h o m b r e tras la m u e r t e : j u i c i o final, purgatorio, infierno.
Los peligros no son menores en el propio m u n d o , porque en él se viven
las etapas que podrían conducir al tormento eterno. Nuestro destino se
forja en lo inmediato, entre peligros, tentaciones, falsos amigos, hijos
de Belcebú. La vida del hombre en el m u n d o no es más que angustia
constante.
Todo lo acecha: el diablo, los otros, sobre todo la mujer. Desde su
origen el cristianismo ha insistido sin cesar en el hecho de que todo
hombre está rodeado de pervertidos y pervertidores, el primero de los
cuales, por otra parte, se encuentra en él m i s m o , en sus profundidades,
sus deseos secretos, su materialidad. "Tu cuerpo es tu enemigo", decía
por ejemplo u n a frase del Boek van den Pelgherym (Libro del peregri-
no) publicado en H a a r l e m en 1 4 8 6 . No se puede confiar en nadie.
El diablo está allí, siempre cerca. Porque para el cristianismo h a y en
todo, constantemente, u n a suerte de simetría. Así, por ejemplo, a los
siete pecados capitales corresponden las siete virtudes (tres teologales:
fe, esperanza, caridad; cuatro cardinales: justicia, prudencia, fortaleza y
templanza); y los diablos, ángeles rebeldes, son el contrapeso exacto de
los ángeles fieles. Pero el combate entre justos e inicuos, entre elegidos y
rechazados, tal como lo narra el Apocalipsis, no ha terminado. El en-
cuentro final está por venir. Entretanto el m u n d o es la liza. Los premios
de los vencedores son las almas. Nosotros sólo somos u n a apuesta.
Al menos durante cuatro siglos, del XIV al XVIII, el diablo campeó
por nuestra sociedad. Lutero lo vio con sus ojos. U n a fuente inagotable
de precisiones sobre el t e m a es Dionisio el C a r t u j o ( 1 4 0 2 - 1 4 6 0 ) , el
m i s m o que ajustó la primera visión del infierno de Honorio de A u t u n y
le dio forma casi definitiva, añadiéndole el personaje del demonio ten-
34 La carne, el diablo y el confesionario

tador y perseguidor de buenas conciencias. Las grandes epidemias de


caza de brujas no ocurrieron en la Edad M e d i a , como se cree frecuente-
mente, sino en el Renacimiento, y se prolongaron hasta el siglo XVII.
Incontables obras debidas no ya a teólogos sino a jueces, laicos que
a veces invocan la razón y la ciencia, afirman que las brujas existen. Pa-
rece que el ciclo represivo se desató con la bula Summi desiderantes de
Inocencio VIII, de 1 4 8 4 . Antes de finalizar el siglo XV, el Martillo de
las brujas, obra variopinta pero llena de información, daba ya toda cla-
se de indicaciones sobre las costumbres de las secuaces del diablo. Una
vez comenzadas las matanzas hay un florecimiento de literatura diabó-
lica. M á s adelante establecerían u n a larga autoridad la Démonomanie
de Jean Bodin, publicada en 1 5 8 0 , y el Discours des sorciers de Boguet
( 1 5 9 1 ) , obra de tono a ú n más dramático escrita por un gran juez del
condado de Borgoña. En 1595 Nicolás Rémy, juez de Lorena y al pa-
recer responsable de más de cuatro mil ejecuciones, confirma la o m n i -
presencia del diablo y sus acólitos entre los hombres.
La lista de t í t u l o s sobre la brujería es i n t e r m i n a b l e . Para s i t u a r
mejor las grandes obras de época citaremos a q u í la profesión de los
autores; así se verá hasta q u é p u n t o la teología del infierno h a b í a vi-
vido como parásito en las conciencias laicas. Pierre le Loyer, referen-
cia o b l i g a d a de los d e m o n ó l o g o s de su t i e m p o por el Discours et his-
toire des spectres, visions et apparitions des esprits, anges, démons et ames
( 1 5 8 6 ) , era n a d a m e n o s q u e consejero del rey en el tribunal de A n -
gers. Pierre de Lancre justificó su Incrédulité et mécréance du sortilege
( 1 6 2 2 ) por su e x p e r i e n c i a de m a g i s t r a d o en el País Vasco. J a c q u e s
Fontaine no habría p o d i d o publicar Des marques des sorciers ( 1 6 1 1 )
de no haber sido un m é d i c o q u e a m e n u d o d e b í a e x a m i n a r a posesos.
En honor del espíritu h u m a n o citemos t a m b i é n a a l g u n o s c o n t e m -
poráneos q u e no entraron en el sistema de persecución y expresaron
al menos d u d a s sobre las infiltraciones diabólicas: sin d u d a M o n t a i g -
ne en sus Ensayos ( 1 5 8 0 - 1 5 8 8 ) , pero ya antes el religioso U l r i c h M o -
lito (De Lamiis, 1 4 8 5 ) y el m é d i c o a l e m á n J u a n W i e r (De praestigiis
daemonum, 1 5 6 4 ) . Pocos, en definitiva, frente a la m a s a de escribas
q u e i n v a d i e r o n el m e r c a d o del libro con d e s c r i p c i o n e s de las infa-
mias de Satán.
En todo caso el pueblo no tenía la menor duda. Boguet afirmaba:
"Los brujos a n d a n de a miles por la tierra, multiplicándose c o m o las
orugas de nuestro jardín"; y se le creía. Sobre todo se veía una enorme
cantidad de hogueras: entre 1 4 8 0 y 1 6 3 0 ardieron en Europa varias
decenas de miles.
Acaso lo que más aterrorizaba eran los casos de posesión, de perso-
nas cualesquiera, normales, de buenos cristianos q u e un día eran "in-
suflados", infectados por un brujo. La diferencia entre brujos y posesos
Razones de ser de la confesión 35

se deduce de u n a frase de Boguet: "El brujo es aquel q u e se esfuerza


por conseguir algo por medios diabólicos y a sabiendas." A q u í la ex-
presión esencial es "a sabiendas".
¿Qué es un brujo? Para empezar alguien q u e interrogado, encerrado
y torturado, confiesa que es brujo. ¿Qué confiesa? Q u e ha tenido con-
tacto con el diablo, q u e ha hecho un pacto y entablado un intercambio.
Él ha aceptado conceder ciertas cosas, por ejemplo su alma, y recibido
)oderes maléficos. El acto de subordinación al diablo fue plenamente
Í ibre: actuó "a sabiendas".
En cambio el poseso no deja de jurar que es inocente. No cabe d u d a
de que es devoto del Dios cristiano, pero el M a l i g n o lo ha penetrado.
Establecido su poder lo obliga a cometer tal o cual mala acción, a profe-
rir tales o cuales palabras impías. Pero el poseso lo lamenta y se excusa:
él no quería hacerlo. Claro está que el diablo de marras no apareció por
su cuenta. Fue enviado por un auténtico brujo; eso afirma al menos el
poseso, que acto seguido lo denuncia a la Justicia. Si al fin lo hace, al
brujo no le sirve de nada proclamarse inocente: lo encierran, lo interro-
gan y a m e n u d o lo torturan hasta que confiesa. El círculo sigue pues sin
fin. Los posesos no son brujos, pero los brujos hacen posesos que a su
vez d e n u n c i a n a los brujos. La atmósfera de comienzos del siglo XVII
- c o n los casos Gaufridy en Aix y Urbain Grandier en Ludún— se entur-
bió particularmente con el h u m o de las hogueras.
La incorporación del diablo, voluntaria o no, en individuos que se
codeaban con él todos los días multiplicaba copiosamente las causas de
i n q u i e t u d de la sociedad. En todo caso se encontraba rápidamente al
responsable de c u a l q u i e r desgracia. Todo era c u l p a del d i a b l o y sus
conversos o vecinos: los tullidos, los más feos, los mendigos, los herejes
y también los j u d í o s , que pagaban a m e n u d o si a una ciudad llegaba
u n a enfermedad o al campo la helada, el granizo o la sequía.
El otro, el extranjero, el diferente, era un enemigo en potencia; por-
que todo hombre podía hacer el mal aun si no era diablo. Ésta sigue
siendo en el fondo la doctrina del nuevo catecismo, que insiste en pre-
sentar la vida como combate constante entre justos y pecadores, entre
el Bien y el M a l . El hombre, que ha abusado sin cesar de su libertad,
"ha s u c u m b i d o a la tentación y c o m e t i d o el m a l . . . Así pues la v i d a
toda de los hombres, individual y colectiva, se manifiesta como una l u -
3 0
cha dramática entre el Bien y el M a l , la luz y las tinieblas" .
Podemos sucumbir incesantemente sin casi saberlo: tal fue el mensa-
je constante del cristianismo entre los siglos XIII y XVIII. Una verdadera
fobia contra el mal, la enfermedad y la condena atravesó nuestras socie-
dades. La expresión variaba según los individuos. En las conciencias se
impuso la corriente rigorista y con ella la interiorización de los senti-
mientos. Para luchar contra el m a l había que fortalecerse, analizar los
36 La carne, el diablo y el confesionario

actos más insignificantes, no permitirse ni perdonarse nada. En el si-


glo XVII abundaba esta conducta. A veces el efecto era inverso. La amena-
za de la muerte, la imposibilidad de hacer una vida realmente justa empu-
jaba a algunos al delirio total. Perdidos irremediablemente se soltaban la
cabellera. Así, cuando en 1722 cayó la peste sobre Avignon la desespe-
ración fue tal q u e m u c h o s se creyeron autorizados a c u a l q u i e r cosa.
H u b o que expulsar a enfermeras sorprendidas en pleno exceso. No sólo
se habían entregado a licencias sexuales, sino q u e habían j u g a d o a pído-
la sobre los cadáveres del hospital. La proximidad de la muerte desqui-
cia. El miedo desquicia.
Muchas ciudades cerraron las puertas, como muchos cristianos cerra-
ron el corazón. Sabemos a cuándo se remontan las representaciones de
la muerte horrible. A partir de 1 3 5 0 y d u r a n t e varios siglos, cuando
sobre Europa se cernieron todas las calamidades - i n c l u i d o un enfria-
m i e n t o del clima en el siglo X V I I - , una buena parte de los creyentes,
influida por las negativas ideas que transmitía el cristianismo, vivió en
u n a angustia constante. Se pensaba sin cesar en la muerte, a la cual no
escapaba nadie. Lo había dicho san Pablo: "Tal es la condición de los
hombres" (Statutum es ómnibus hominibus semel mori). Un breve m a -
nual para los que acudían a confesarse, La confession coupée, recuerda
que debemos preocuparnos por la muerte y prácticamente sólo por la
m u e r t e . "¿Lo sabes bien, a l m a mía? ¿Piensas en ello de vez en c u a n -
3 1
d o ? " El tono general de la obra indica que ese de vez en cuando debe
interpretarse en realidad como un siempre. La vida no podía ser sino
u n a meditación de la muerte.
Sabemos a qué condujo la desesperación. Proliferaron ceremonias
p e n i t e n c i a l e s d o n d e a veces los hombres se azotaban, se arrastraban
)or el suelo, se infligían heridas graves. Histéricas procesiones de flage-
Í antes hacia 1 3 5 0 . Predicadores que auguraban por doquier la llegada
del A n t i c r i s t o , el fin del m u n d o y, c o m o en 1 5 1 3 dijo el h e r m a n o
Francesco en un p u l p i t o de Florencia: " S a n g r e , sangre en las calles,
32
sangre en el río, arroyos de sangre, lagos de sangre, ríos de s a n g r e " .
C i u d a d e s q u e se proclamaban nuevas Jerusalén, locos de Dios que pre-
tendían ser príncipes y a la vez fundadores de u n a nueva era, primeros
cristianos en vivir ese millenium q u e debía preceder al j u i c i o final.
En espera del fin ineluctable se redoblaba la severidad de las perse-
cuciones contra los enemigos de Dios, como para dar al menos prue-
bas de b u e n a voluntad. C o m o se sabe, fueron malos tiempos para los
judíos. Pero t a m b i é n para un sinnúmero de aislados, de h u m i l d e s , de
gentes de extramuros. La menor a n o m a l í a reforzaba las sospechas. La
terapia del arrepentimiento pasaba por la vigilancia de los demás, de
todos los demás. Hasta los pobres —¡en el cristianismo!- pasaron a ve-
ces a ser e n e m i g o s públicos. En 1 6 7 6 el jansenista Godofredo Her-
Razones de ser de la confesión 37

m a n t pidió prácticamente que se los matara: "Los pobres son espectros


odiosos q u e inquietan el reposo del particular, i n t e r r u m p e n la alegría
de las familias y arruinan la t r a n q u i l i d a d p ú b l i c a . H a y q u e acallar el
clamor de esos miserables". Y el abacero, ¿no envenenaba los a l i m e n -
tos, como el idiota de la aldea los pozos? ¿No se dedicaba la c o m a d r o -
na a practicar abortos? Se apuntaba sobre todo a ésta; y en el reino de
la sospecha q u e el cristianismo instauró en cierta época había u n a ra-
zón especial p a r a q u e la desdichada fuese objeto de v i g i l a n c i a c o m o
probable cómplice del d e m o n i o : era mujer.

La mujer, causa de todos los males

No se puede decir que el cristianismo despreciara a la mujer. Al contra-


rio, la veneraba. Para los católicos, la V i r g e n , madre del Salvador, era
objeto de un culto profundo, sincero y u n á n i m e q u e h o y casi no exis-
te. M a r í a era el ideal, mujer concebida sin pecado original, madre sin
haber copulado, parangón de dulzura y de perdón i n i g u a l a d o .
A las demás mujeres les bastaba simplemente con parecérsele. De-
bían ser ellas también vírgenes, buenas y generosas. El problema es que
no era posible en un sistema religioso que al m i s m o tiempo les exigía
garantías para la procreación, y casi sin límites. Nada podía ser más be-
llo, puro y santo que la verdadera mujer cristiana, pero la mujer ideali-
zada según el m o d e l o m a r i a n o era un ser imposible. En cuanto a las
otras, las mujeres de la vida diaria, las reales, casi todos los teólogos de-
cían claramente q u e no valían gran cosa. Al contrario, mejor era des-
confiar de ellas. Esas mujeres eran una faceta más de la angustia cristia-
na, un peligro permanente y terrible.
Semejante concepción, sostenida por la mayor parte de los teólogos
al menos hasta el siglo XVII, resulta harto extraordinaria en una religión
cuyo fundador j a m á s expresó h a c i a las mujeres h o s t i l i d a d a l g u n a , y
tampoco condescendencia. Al parecer, de hecho, ni siquiera las creía
más inclinadas al pecado que los hombres. Los evangelios muestran a
Jesús acompañado con frecuencia de mujeres por las q u e muestra res-
peto. Las acepta en su círculo, recibe sus homenajes. ¿Que u n a de ellas
acaba de pecar gravemente? Él perdona a la adúltera y evita que la lapi-
den. M á s de u n a vez se ha dicho q u e la amistosa disposición de Jesús
para con el otro sexo había escandalizado a sus seguidores.
C o n san Pablo la condición de la mujer es más tenue. C o n una auda-
cia increíble para la época, sin duda rompiendo con cuanto se pensaba,
habla claramente de igualdad entre los sexos. C a d a uno se debe al otro;
cada uno es señor del cuerpo del otro. Pero en materia social Pablo no
38 La carne, el diablo y el confesionario

puede dejar de obedecer la ley dominante. El hombre m a n d a y la mujer


obedece. El argumento se basa en la historia del m u n d o y la voluntad de
33
Dios: el hombre no ha salido de la mujer, sino ésta del h o m b r e . Por
tanto él es el jefe, como Cristo es el jefe de todos los hombres.
Esta concepción que, pese a la sujeción jerárquica, deja a la mujer
un lugar parcialmente d i g n o —san Pablo la l l a m a t a m b i é n "gloria del
h o m b r e " - dejará paso rápidamente a otra que la describe como criatu-
ra moralmente inferior, odiosa y además incomprensible. M á s adelan-
te examinaremos cuánto debe esta visión a la ciencia de la época, pues
si la mujer espanta es sobre todo por sus reglas sangrantes ya d e n u n c i a -
das por P l i n i o , sus senos lechosos, su vientre capaz de t r a n s m i t i r la
vida: en s u m a , por el carácter misterioso de su cuerpo. Limitándonos a
la teología, por m u c h o tiempo advertiremos la indignación contra su
debilidad, su c u l p a b i l i d a d , su necedad y su sexualidad desvergonzada.
Heredera de la Eva j u d í a y la Pandora griega, la mujer cristiana es
pecadora por naturaleza. Sin d u d a el hombre está hecho a imagen de
Dios, pero ella no, sostendrá Graciano en su Decreto (c. 1 1 3 0 ) ; y uno
se pregunta cómo la veía el autor. C o m o a una bestia, quizá. Al final
del Imperio romano san A g u s t í n ya ha precisado que el hombre es el
a m o y la m u j e r la esclava (sermón 3 2 2 ) . S a n t o T o m á s , en la Suma
( 1 2 6 6 - 1 2 7 3 ) , afirma que, en tanto i n d i v i d u o , la mujer es "un ser ende-
ble y defectuoso".
Para otros más tiene todos los defectos. Bajo el título Tout commer-
ce fréquent et assidu entre les deux sexes, un librito moralizante m u y re-
editado en el siglo X V I I I e n u n c i a algunos de ellos. Las mujeres son " i m -
periosas, i n t e r e s a d a s , celosas, i n c o n s t a n t e s , e n e m i g a s i m p l a c a b l e s ,
amigas infieles, confidentes poco seguras, taimadas, caprichosas, tercas
34
y supersticiosas" . El autor añade que no quieren al marido, a los hi-
jos ni a los padres: se quieren a sí m i s m a s . Benedicto, el teólogo lionés
del siglo X V I , hace una deslumbrante demostración de todos los defec-
tos femeninos analizando las letras que c o m p o n e n la palabra mujer en
latín ( M V L I E R ) : M significa mal; V , v a n i d a d de vanidades; L , lujuria; I, la
ira q u e a l i m e n t a n o la cólera, q u e es su pecado favorito; la E las designa
como Erinnias, furias legendarias y deidades de la venganza; finalmen-
te la R indica que no p u e d e n conducir sino a la r u i n a de las ruinas.
Evidentemente la mujer es bella, pero esto t a m b i é n puede explicar-
se. Se trata sólo de una apariencia. Odón, abad de C l u n y en el siglo X,
sostiene q u e la belleza de la mujer es superficial, q u e no traspasa la
piel: "Si los hombres vieran q u é h a y bajo la piel, la visión de las muje-
res les haría zozobrar el corazón".
¿Para qué una a p a r i e n c i a tan fina y d e l i c a d a sobre tanta vileza y
fealdad internas? Para seducir mejor, para conducir más fácilmente al
hombre al infierno. Pues la mujer es aliada del d e m o n i o . Ya lo gritaba
Razones de ser de la confesión 39

Tertuliano en el siglo II: ",-Mujer, eres la puerta del diablo!" Y todo el


m u n d o sabe todavía q u e "la casa de la mujer licenciosa está en el cami-
no de los muertos".
Al m i s m o tiempo se fue desarrollando lo que Jacques Solé ha l l a m a -
do "mito clerical de la lascivia femenina". En este punto abreviaremos
las referencias, tanto más cuanto q u e volveremos a hablar de ello más
adelante. P r e g u n t é m o n o s más bien a q u é se deben esas acusaciones.
Podríamos pensar q u e se considera a la mujer un caso particular del
oprobio q u e el c r i s t i a n i s m o ha a d j u d i c a d o al sexo allí d o n d e se en-
cuentre, incluido el m a t r i m o n i o . Pero a u n q u e se lo acuse de tener el
corazón lleno de bajeza, n u n c a se identifica al h o m b r e con un simple
falo, un reclamo constante al amor libidinoso. Es deseo y concupiscen-
cia, sí, pero esencialmente víctima. La mujer es lubricidad, sexualidad
desatada y tentadora; e n g a ñ a y corrompe. La diferencia de rigor con
q u e se juzga en este sentido a hombres y mujeres resalta claramente en
la m a n s e d u m b r e q u e a m e n u d o se atribuye a los propios sacerdotes.
Un texto del siglo XVI habla de la i n q u i e t u d q u e despertaba un cura
q u e había pasado largo tiempo sin concubina. La gente temía que fue-
3 5
ra e u n u c o o sodomita. El pueblo no quería saber nada de é l .
La mujer entonces constituye un peligro, una amenaza constante a
la vez material y espiritual. Participa en la omnipresencia de la angus-
tia. H a y una sola solución: huir de ella, alejarse a cualquier precio. En
rigor la mujer sólo será soportable en tanto virgen o religiosa, o bien si
es m u y casta, si vive en silencio y sumisión consagrándose a los hijos y
saliendo apenas de la casa. Sólo esta discreción puede salvarla: en todos
los demás casos, peligro.
A este respecto el ya citado Commerce fréquent es formal y rico en
recomendaciones. H a y q u e huir de la fornicación, dice; no combatir
sino escapar. C o m o el casto José, hay que dejar el m a n t o entre las ma-
nos de la egipcia. M e d i a n t e anécdotas de las que no parece d u d a r pese
a su carácter legendario, el Commerce fréquent muestra hasta qué pun-
to Dios no quiere a las mujeres. En Bassano, Calabria, existe una igle-
sia dedicada a la V i r g e n que les tiene prohibida la entrada. Apenas u n a
de ella la traspasa "se oyen en el aire truenos espantosos". Es preciso
que la mujer se vaya, ese lugar santo no es para ella. No es la única ver-
sión q u e da el libro sobre la i n c o m p a t i b i l i d a d entre la s a n t i d a d y la
mujer. Otra habla de un santo solitario l l a m a d o Tomás a quien un día
enterraron en A n t i o q u í a . Por razones de c o m o d i d a d , a la m a ñ a n a si-
guiente pusieron en la m i s m a fosa —que aún estaba abierta— el cadáver
de u n a mujer. Tres horas después éste salió de la tierra por sí m i s m o .
Enterrado u n a vez más volvió a emerger a la superficie: el hombre de
Dios no quería de n i n g ú n m o d o que enterraran a la mujer en la m i s m a
t u m b a donde él estaba.
40 La carne, el diablo y el confesionario

¿Puede decirse q u e hoy ha desaparecido la maldición que por tan-


tos siglos lanzó la Iglesia católica sobre las mujeres? Sin d u d a , sobre
todo porque desde hace tiempo ellas forman el grueso del batallón de
fieles; y porque se han sabido defender l e g í t i m a m e n t e hasta conseguir
ocupar el lugar que les corresponde, o casi, entre los hijos de Dios. Sin
embargo uno se queda pensativo cuando, al consultar el reciente Cate-
cismo de la Iglesia católica, lee un párrafo titulado "El m a t r i m o n i o bajo
el signo del pecado". Pues allí están p l a s m a d a s las siguientes líneas:
"Todo hombre vive la experiencia del mal, alrededor y en sí m i s m o .
Esta experiencia también se hace sentir en las relaciones entre h o m b r e
y mujer. Desde el origen de los tiempos la unión entre ambos se ha
visto amenazada por la discordia, la voluntad de d o m i n i o , la infideli-
3 6
dad, los celos y conflictos q u e pueden llegar al odio y la ruptura" . La
mujer ya no está m a l d i t a , es cierto; los errores parecen compartirse.
Pero la c o m p a ñ í a de la mujer siempre será causa de problemas, de pe-
ligros diversos. En todo caso m u y a m e n u d o el amor sigue vinculado a
la infelicidad.

El momento de la urgencia

El último elemento suscitador de m i e d o que querríamos destacar en el


cristianismo tradicional es la urgencia. La podemos resumir en la si-
guiente fórmula: cristianos, es más tarde de lo que creéis. La dramati-
zación de la existencia h u m a n a que comporta este mensaje no p u e d e
atribuirse exclusivamente a la Iglesia; ya la encontramos en los evange-
lios, donde tanto insiste Cristo en la necesidad de convertirse ensegui-
da. El Padre está al llegar.
No obstante, la a n g u s t i a del m o m e n t o final se intensificó desde
mediados del siglo XV, sin d u d a motivada por la famosa peste de 1 3 4 8 ,
q u e llevó a la t u m b a a la cuarta parte de los habitantes de Europa. D u -
rante al menos un siglo la situación fue tan dramática que parecía i m -
posible que durase mucho. Todo a n u n c i a b a el fin. H a c i a finales de la
Edad M e d i a el s e n t i m i e n t o g e n e r a l i z a d o era, según la expresión de
Huizinga, que "se aproximaba la aniquilación". Entre 1450 y 1 5 0 0 , en
xilografía o tipografía, apareció un n ú m e r o considerable de ejemplares
del Apocalipsis. Parece c o m o si los lectores h u b i e r a n q u e r i d o infor-
marse sobre lo q u e no tardaría en llegar.
El tiempo en sí d a b a m i e d o . Del siglo XVIII a comienzos del XX,
época dorada del cientificismo optimista, p r e d o m i n ó la fe en el pro-
greso, la confianza en q u e el futuro traería felicidad política y material.
En la Edad M e d i a , cuando los teólogos sentaron las bases de ese cris-
Razones de ser de la confesión 41

t i a n i s m o severo que no siempre se ha dejado atrás, la m e n t e c o m ú n


creía precisamente lo contrario. Se pensaba q u e el t i e m p o conducía en
lo personal a la enfermedad y la muerte y en lo universal a las catástro-
fes y a un terrible j u i c i o de toda la h u m a n i d a d ; y todo esto ocurriría
m u y pronto, mientras los pecados no dejaban de m a n c h a r n o s . Era el
tiempo de la i n m i n e n c i a . Si cabe la i m a g e n había que enderezarse en-
seguida, no dejarse pillar con el trébol en la mano.
A h o r a bien, tanto para uno c o m o para todo el m u n d o la muerte
llegaría de improviso. Esta idea siempre ha sido parte del cristianismo
y no es u n a de las menores causas del terror que transmitió por tanto
tiempo, si es que no lo sigue haciendo: la muerte no previene al culpa-
ble. La noción se expone claramente, por ejemplo, en un texto que se
usó m u c h o tiempo y aún se reeditaba en 1 8 3 0 : "Tal como ladrón que
i r r u m p e d e n o c h e y a t a c a e n l a p r o f u n d i d a d del s u e ñ o , v e n d r á l a
37
muerte a sorprenderos en el sueño y la noche del p e c a d o " .
S o m e t i d o a estas condiciones trágicas el h o m b r e cristiano no ha po-
dido sino vivir en estado de alerta, en i n q u i e t u d permanente. M a l o en
sí desde el nacimiento, rodeado de perfidias y tentaciones, destinado a
un j u i c i o en el cual no podría ocultar nada, estaba en u n a situación de-
licadísima, por no decir desesperada.
Lo que asombra en el cristianismo, sobre todo cuando se compara
con otras religiones, es q u e no deja espacio alguno al hombre justo. El
hombre sin pecado no existe ni siquiera entre los santos. Todos come-
temos al menos algunos pecados veniales, y eso ya es demasiado. San
A g u s t í n muestra cómo la a c u m u l a c i ó n de pequeñas faltas se convierte
en falta grave:

El hombre no puede evitar los pecados, al menos los leves.


Pero estos pecados leves no has de tenerlos por anodinos:
si los tienes por anodinos al pesarlos, tiembla cuando lle-
g u e la hora de contarlos. M u c h o s objetos ligeros hacen
u n a gran masa; m u c h a s gotas llenan el cauce de un río;
muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nues-
38
tra esperanza? La c o n f e s i ó n .

Henos allí. Somos corruptos, vivimos hundidos en la corrupción y por


eso nos hace falta confesarnos sin cesar. La angustiosa teoría del peca-
do, la representación cristiana y especialmente católica de un m u n d o
d o m i n a d o por el M a l y sus cómplices, la perspectiva en fin de una sal-
vación dudosa, de u n a "puerta estrecha", demasiado estrecha para sal-
varse, conducían directamente a la confesión, p r i m e r a etapa del sacra-
m e n t o de la penitencia.
42 La carne, el diablo y el confesionario

Frente a la condición trágica del destino h u m a n o —que sin d u d a no


h a b í a fabricado ella, p e r o a c u y a d r a m a t i z a c i ó n h a b í a c o n t r i b u i d o
g r a n d e m e n t e - , la Iglesia advirtió el peligro con claridad: que parecién-
dole casi imposible salvarse, el hombre se descorazonara. Tal vez la ato-
nía de los fieles fuese un riesgo aún mayor. Podía entrañar consecuen-
cias sanitarias y sociales: exceso de escrúpulos en todas las actividades
h u m a n a s y aun paralización, neurosis obsesiva del error, renuncia, reti-
ro aterido a los conventos, el ablandamiento de la sociedad entera. Es
por eso por lo que todos los cristianos buscaron tranquilizantes. H a c í a
ya m u c h o que, junto a la confesión, la Iglesia católica h a b í a puesto a
punto una serie de prácticas destinadas a calmar al fiel, atenuarle la an-
gustia y persuadirlo de q u e no todo estaba perdido. Así se explican, al
menos en parte, las imágenes piadosas, el culto a los santos protecto-
res, los cirios, los peregrinajes, las oraciones por los muertos: en s u m a ,
una cantidad de prácticas para serenar, invitar a la acción y el coraje,
contrarrestar la inmovilizadora p i e d a d m a n i q u e a en la cual no h a y q u e
hacer ni tocar nada porque todo es material y malo.
Lutero d e n u n c i ó que semejante arsenal era un desvío hacia la m a -
gia, los talismanes, los hechizos. Y a u n q u e buscaba alcanzar el m i s m o
objetivo, consciente de los terribles miedos q u e e n g e n d r a b a la c a í d a
del hombre, creía en una solución teológica: el creyente debía llegar a
la certidumbre de no estar perdido mediante la justificación por la fe.
M á s a d e l a n t e veremos si esta c e r t i d u m b r e , por c o m p l e t o i n t e r i o r y
m u y teórica, bastaría para desbloquear las conciencias protestantes, tan
agobiadas como las católicas.
En el catolicismo la clave de la salvación sería el confesionario, cen-
tro del dispositivo de penitencia y tranquilizamiento. "Ella [la confe-
sión] es el único c a m i n o q u e tenemos para volver a Dios, de q u i e n nos
3 9
ha separado el pecado", afirma Laurent S c u p o l i . Sólo la confesión
p e r m i t e transformar los remordimientos que el cristiano siente por las
faltas de ayer en arrepentimiento, que está vuelto hacia el porvenir. El
arrepentimiento es salvador y d i n á m i c o . Brinda al h o m b r e —ese vil g u -
sano lleno de i n m u n d i c i a y suciedad, como dice Dionisio el C a r t u j o ,
ese ser formado de "esperma inmundo", según palabras de Inocencio I I I -
el control de su destino, u n a dignidad verdadera y toda la d i m e n s i ó n
de la esperanza, al menos en teoría. Perdonado, consciente de sus erro-
res, decidido a no cometer más, el católico vería de nuevo la salvación
a su alcance.
Esto es lo que hoy sigue diciendo el catecismo. Por la penitencia el
pecador se remite al juicio misericordioso de Dios y en cierto modo an-
ticipa el juicio final, "porque es ahora, en esta vida, cuando se nos ofrece
la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conver-
40
sión podemos entrar en el Reino del cual se excluye el pecado g r a v e " .
Razones de ser de la confesión 43

H a b í a que tranquilizar, porque es el papel de todas las religiones, y


h a b í a q u e t r a n q u i l i z a r m u c h o p o r q u e m u c h o se h a b í a asustado. El
confesor se volvió un personaje insustituible entre el hombre y Dios,
entre el h o m b r e y la m u e r t e , entre el h o m b r e y la m u j e r y entre el
hombre y él m i s m o . D e b í a dar al cristiano la posibilidad de h u i r de la
angustia, de ese Dios terrible y punitivo suscitador de un m i e d o a b u n -
dantemente alimentado.
¿Pero podía la absolución pesar tanto c o m o el fardo de pecados y
anularlo? ¿Alcanzó la esperanza la m a g n i t u d de la desesperanza? ¿Se di-
sipó la tensión por la válvula del confesionario? ¿O, al contrario, la te-
rapia sólo acentuó el mal q u e debía combatir?
Formas de la confesión

Porque había dramatizado quizá en exceso la vida de los fieles, la reli-


gión cristiana debía ofrecer un exutorio a las tensiones generadas, un
procedimiento que permitiera atenuar el efecto de los pecados y aliviar
las conciencias. Por eso existen el bautismo y la c o m u n i ó n , dos sacra-
mantos estrechamente relacionados.
El bautismo (palabra que significa ablución, inmersión) borra el pe-
cado que el h o m b r e trae al nacer y, cuando se administra a los adultos,
los q u e comete después del nacimiento. Definir la c o m u n i ó n es más
complejo. Podría decirse que es el alimento del alma porque consiste
en comer, en forma de pan y vino, el cuerpo y la sangre de Cristo en la
Santa Mesa, esto al menos una vez al año y en todo caso en Semana S a n -
4 1
t a . Dicho de otro modo, mediante la comunión el fiel participa en el
sacrificio renovado de la C e n a . "Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre",
dijo Jesús a los discípulos, tendiéndoles el pan y la copa, antes de pe-
4 2
dirles: "Haced esto en conmemoración m í a " . Pero para participar en
el sacramento h a y q u e tener el corazón especialmente puro. Para los
católicos - a u n q u e ortodoxos y protestantes no h a y a n aceptado nunca
la condición— es preciso haber confesado obligatoriamente los pecados
a un sacerdote.
A su vez la confesión se define así: una acusación sacramental que
hace el pecador, llevado por el arrepentimiento de sus pecados, para
43
obtener perdón "por la virtud de las l l a v e s " . En el vocabulario teoló-
gico las llaves significan el poder de atar y desatar las faltas sobre la
tierra; un poder de perdón que Jesús habría transmitido a los apóstoles
y éstos habrían pasado a los papas ("las llaves de san Pedro"), obispos y
confesores. Según san J u a n , las palabras de Jesús fueron éstas: "A q u i e -
nes les perdonéis los pecados, fes quedarán perdonados; a quienes se
44
los retengáis, les quedarán r e t e n i d o s " . H a b i e n d o recibido esta abso-
lución, el penitente católico se hace digno de participar en el misterio
de la c o m u n i ó n eucarística, donde se supone que el pan y el vino (por
46 La carne, el diablo y el confesionario

la transustanciación) se transforman en verdaderos cuerpo y sangre del


Redentor.
¿De dónde proviene el ritual de la confesión? ¿ C u á n d o empezó? En
esta p e q u e ñ a reseña histórica es difícil responder con precisión. No
obstante conocemos ciertas etapas. Para empezar digamos q u e si bien
es un sacramento católico (uno de los siete) m u y particular, al p u n t o
de no tener n i n g ú n equivalente exacto en el amplio abanico de las reli-
giones, el principio de purificación se encuentra frecuentemente ya en
la A n t i g ü e d a d .

Ritos de purificación

Respecto a los pecadores -y todas las religiones tienen los suyos— sólo
hay tres actitudes posibles: excluirlos, indemnizar por ellos a la divinidad
o perdonarlos. Platón recomendaba expulsarlos de Atenas. Los romanos
privaban "de agua y de fuego" a los grandes culpables —homicidas, por
e j e m p l o - , de m o d o que, haciéndoseles imposible la vida en la ciudad,
tuvieran que exiliarse. También los judíos, en especial los de la exigente
secta de Q u m r a m , apartaban de la c o m u n i d a d a los transgresores por
períodos que iban de diez días a dos años.
En todas las latitudes, en nombre del principio según el cual el cri-
m e n pide venganza y la sangre l l a m a a la sangre, se aplacaba a las divi-
nidades con sacrificios expiatorios. Los babilonios degollaban animales
y los aztecas, a veces, seres h u m a n o s . Entre los primeros judíos, el día
de Yom Kippur el gran rabino inmolaba un toro en el templo de Jeru-
salén.
C o n el t i e m p o se introdujeron p r o c e d i m i e n t o s más suaves, entre
ellos la remisión de las faltas, pero las fechas son inciertas. Numerosas so-
ciedades adoptaron el rito del agua. En Palestina, uno de los primos de
Jesús, J u a n llamado el Bautista, pedía a los fieles que volvieran el corazón
hacia Dios mientras él los sumergía. El agua lavaba los pecados a condi-
ción de que el corazón lamentara las faltas. El propio Jesús se sometió a
este rito que sin duda está en el origen del bautismo cristiano, quizá in-
cluso del segundo y hasta del tercer bautismo que hubo que instaurar
porque los hombres, pronto se hizo evidente, nunca paraban totalmente
de pecar. Así comenzó la historia de la "comunión frecuente".
En su corta vida Jesús perdonó las faltas; al menos dijo a los peca-
dores que les eran perdonadas. De m o m e n t o no entraremos en la polé-
m i c a sobre la interpretación de los evangelios, q u e enfrenta a católicos
y protestantes. No parece q u e Jesús pidiera confesiones particulares,
escuchara a los primeros fieles en audiencia privada o arrastrara por los
Formas de la confesión 47

c a m i n o s un confesionario, m u e b l e que se empezaría a ver m u c h o más


tarde.
Pablo no es mucho más claro en esta cuestión. Da, sí, una breve lista
de pecados que h a y que evitar —impureza, idolatría, codicia—, pero pare-
45
ce ignorar la c o n f e s i ó n . J u a n Crisóstomo ( 3 4 4 - 4 0 7 ) da la impresión
de conocerla (han pasado tres siglos), pero aconseja dirigirse sinceramen-
te a Dios antes que a sus santos, simples hombres sobre la tierra. Por su-
puesto san Agustín ( 3 4 5 - 4 3 0 ) , acaso el más importante padre de la Igle-
sia a n t i g u a , " ú l t i m o filósofo a n t i g u o y p r i m e r filósofo cristiano" en
46
palabras de Jean C l a u d e E s l i n , escribió un libro titulado Las confesio-
nes. Sin embargo no menciona ninguna ceremonia durante la cual —ya
en la primera y disoluta mitad de su vida, ya en la segunda, tocada por la
gracia— haya confesado sus faltas a otro. La confesión debió de estable-
cerse paulatinamente y pasar por diversos modelos. "La forma concreta
en que la Iglesia ejerce el poder de las llaves ha variado mucho", recono-
ce el nuevo catecismo; y por lo común habla de una historia difícil. No
es m u c h o decir de un rito que sufrió mutaciones numerosas y funda-
mentales. Tal como la muestra Juan Crisóstomo, al principio era faculta-
tiva; más tarde se volvió obligatoria. Ceremonia pública, paulatinamente
se hizo privada. Rito de reconciliación no m u y complicado que reintro-
ducía en el rebaño a los fieles descarriados, con el tiempo cobró forma
general de relato secreto seguido de una absolución. Por mucho que ig-
noremos, metamorfosis tan considerables merecen algún comentario.
En los comienzos del cristianismo los niños bautizados eran m u -
chos menos q u e los conversos adultos. Plenos de entusiasmo, tocados
por u n a esperanza inaudita, éstos se sometían de todo corazón. Unas
palabras, un poco de agua, u n a fe inmensa: comenzaba la nueva vida.
El remedio era radical y l i m p i a b a de todo un pasado. A esto se refería
en el siglo II C l e m e n t e de Alejandría cuando dijo que el bautismo nos
47
purifica de todos los pecados: "De pronto ya no somos m a l o s " .
Entonces no era i m a g i n a b l e que el perdón, el derecho a entrar en el
m u n d o nuevo debiera ser renovado. Pero eran tiempos duros, el entu-
siasmo podía decaer y los hombres ya eran los hombres. A menos que
se hicieran eremitas, q u e se retiraran del m u n d o , con frecuencia los
prosélitos recién convertidos s u c u m b í a n otra vez. En el siglo II H e r m a -
sio señaló la gran cantidad de faltas q u e cometían los cristianos y, se-
g ú n p a r e c e , c o n c i b i ó l a i d e a d e ofrecer u n a s e g u n d a o p o r t u n i d a d :
como diría Tertuliano, una "segunda plataforma de salvación".
M e d i a n t e una nueva ceremonia —que aún no se llamaba confesión-
el culpable sería perdonado y reingresaría en la c o m u n i d a d . Esta vez,
con todo, habría que ofrecer prendas serias. Se establecieron dos con-
diciones: el pecador sólo sería amnistiado una vez y el perdón no sería
gratuito: bajo u n a forma u otra habría una penitencia.
48 La carne, el diablo y el confesionario

Siempre severo, a veces excesivo, Tertuliano insistió en los ritos de


esa penitencia. No bastaría con palabras. El penitente debería proster-
narse, humillarse, tenderse en ceniza, cubrirse el cuerpo de harapos,
abandonar el alma a la tristeza. "El penitente g i m e , llora, aulla d í a y
48
noche hacia el cielo, se arrastra a los pies de los s a c e r d o t e s . " La se-
g u n d a entrada en la Iglesia era m e n o s gloriosa, más dolorosa q u e la
primera. San Ambrosio ( 3 4 0 - 3 9 7 ) , obispo de M i l á n , puede decir q u e
la Iglesia propone agua y lágrimas: el agua del bautismo y las lágrimas
de la penitencia.
De hecho estas disposiciones tampoco bastaron. El hombre seguía
pecando. Para una vida entera, dos perdones era demasiado poco. La
práctica no dejó de suscitar dificultades. ¿Qué pensar, por ejemplo, de
los q u e m o m e n t á n e a m e n t e habían tenido que abjurar bajo las persecu-
ciones romanas anteriores a la conversión de Constantino? H a b í a n co-
m e t i d o una falta, cierto, pero no de buen grado. Utilizar la única opor-
t u n i d a d p a r a u n a falta i n v o l u n t a r i a —pues el rito de reinserción se
consideraba siempre ú n i c o - , ¿no significa condenar al cristiano a u n a
vida casi monástica? No podría pecar n u n c a más, so riesgo de ser re-
chazado definitivamente. Por lo demás las condiciones en que se prac-
ticaba el reingreso en la c o m u n i d a d dejaban m u c h o q u e desear. Confe-
sores o pseudoconfesores habían empezado a conceder el derecho a la
reconciliación un poco al azar y sin gran discernimiento. H a b í a q u e
i m p o n e r cierto orden, organizar. A s í s u r g i ó l a p e n i t e n c i a c a n ó n i c a ,
m u y oficial, acordada por los obispos después de u n a investigación y
sólo por faltas m u y graves; regulaba con gran minuciosidad las condi-
ciones del perdón.
Pero la severidad no podía resolver todos los problemas. Puesto q u e
la penitencia no era renovable, los cristianos hacían todo lo posible por
no pedirla. Algunos esperaban hasta el último m o m e n t o , hasta el final
de la vida. Otros, paralizados por el temor al pecado y al infierno, pro-
curaban eludir las tentaciones escapando del m u n d o . "A fines del si-
glo VI se ha extendido un sistema penitencial, sin d u d a bien organiza-
do, para obtener la reconciliación. Pero aparte de ciertos voluntarios,
4 9
algunos viejos y los moribundos, no h a y nadie que se sirva de é l . "

Los penitenciales

H a b í a pues que orientarse hacia formas de perdón que fueran renova-


bles. Por otra parte, y sin mencionar la confesión, ¿no le había dicho
J e s ú s a Pedro q u e se p o d í a p e r d o n a r casi i n d e f i n i d a m e n t e ? "Señor,
¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi herma-
Formas de la confesión 49

no? ¿Hasta siete veces?" Díjole Jesús: "No te digo hasta siete veces, sino
50
hasta setenta veces s i e t e " .
Ahora bien, hacia el siglo VI, primero en Egipto y luego en Irlanda,
se desarrollarán formas de penitencia un poco diferentes, de carácter
privado y menos excepcional. También en estos casos carecemos de da-
tos precisos, pero parece que los monjes de Oriente adoptaron la cos-
tumbre, no para grandes crímenes, sino de forma simple y regular en
la vida corriente, de departir con el superior, confiarle las penas, solici-
tarle consejo y recibir la instrucción de una penitencia que procuraba
considerable alivio. M á s exactamente, la penitencia era meritoria en sí
m i s m a . C o n ello estamos cerca de lo que más tarde la Iglesia llamaría
contrición: un reconocimiento sincero de los pecados, con pesar, do-
lor, sincero a m o r a Dios, que de por sí vale casi el perdón. Entra así en
escena un personaje nuevo: el guía de las almas en pena, el padre espi-
ritual.
Volvemos a encontrarlo en el siglo VII en Irlanda, país de pocos obis-
pos. Puede que la gran penitencia pública, el gran rito de reconciliación
con la Iglesia se verifique paralelamente para los laicos y los grandes cul-
pables: los renegados, los homicidas, los idólatras. Pero al mismo tiempo
se desarrolla la confesión privada, ahora ya con este nombre. Concierne
al conjunto de los pecados, tanto capitales como veniales. Se insiste en el
relato autoinculpatorio, se habla de absolución y ya nunca de reconcilia-
ción. El fiel se confía a un sacerdote cercano y no a un obispo. La medi-
cina es dulce y salvadora. Procura gozo. La práctica pasa de los monaste-
rios al pueblo. De Irlanda al continente. En efecto, en esta época los
irlandeses son los grandes viajeros de la fe. Pensemos en san Colombano,
monje de Benchor, que funda dos abadías en la Galia, predica el evange-
lio en Helvecia y en el año 6 1 5 va a morir en Italia, en el monasterio de
Bobbio, último que ha fundado. En grandes líneas es esta forma de pe-
nitencia secreta y regular la que se perpetúa en la Iglesia hasta el siglo XX
con una triple estructura fundamental: la contrición, la confesión y la sa-
tisfacción. Desde el siglo X, en todo caso, es habitual en toda Europa que
los cristianos, durante la cuaresma, comparezcan para una confesión pri-
vada que los prepare para la comunión pascual.
Al m i s m o tiempo la nueva penitencia —y en esto evolucionará to-
davía m á s - se presenta como respuesta a otra dificultad. En un t i e m -
po en q u e la teología era a ú n una d i s c i p l i n a m u y a p r o x i m a t i v a , en
q u e los pecados estaban mal establecidos y variaban tanto c o m o los
castigos q u e debían merecer, se busca, si no unificar todo el sistema, al
m e n o s fijar haremos locales. Esta forma se designa "penitencia tarifa-
da". Aparece consignada en unas obras llamadas "penitenciales", cuyo
estudio es h o y una fuente de informaciones sobre las costumbres de la
5 1
Edad M e d i a .
50 La carne, el diablo y el confesionario

Existen decenas de penitenciales cada uno de los cuales es, para una
época y una región determinadas, una suerte de código penal que indica
las penas que se han de imponer por cada pecado. La mayoría aparecieron
en las islas británicas, sobre todo al comienzo. Tenemos así los penitencia-
les irlandeses de los siglos V y VI (san Vinnian, san C o l o m b a n o ) , los an-
glosajones de los siglos Vil y VIH (san Beda el Venerable, pseudo Beda, Eg-
b e r t o ) , los francos del siglo IX ( H a l i t g a i r e p s e u d o T e o d o r o , p s e u d o
C u m e a n o ) y por último los germánicos de los siglos X y XI, como Las dis-
ciplinas eclesiásticas de Reginon de Prüm y el Decretum de Burchard, obis-
po de Worms.
Un poco a la m a n e r a de los posteriores d i c c i o n a r i o s de casos de
c o n c i e n c i a - q u e los s u c e d i e r o n e n e l t i e m p o c u m p l i e n d o u n p a p e l
m u y parecido—, los penitenciales trataban de todo tipo de cuestiones
morales y disciplinarias. Eran una especie de prontuario para pastores;
los a y u d a b a n a responder preguntas de lo más diverso y a hacer frente
a todos los penitentes. Está claro su carácter práctico.
En conjunto eran m u y severos y castigaban d u r a m e n t e . C o m o en-
tre un título y otro se advierten diferencias, da la impresión de q u e al
fiel le habría interesado conocerlas para sacar partido. La severidad del
contenido no siempre satisfacía a R o m a , cuya doctrina no era siempre
respetada al pie de la letra. Por lo demás, ¿podía haber u n a sola pena
para cada pecado fueran cuales fuesen las circunstancias? Los peniten-
ciales eran prácticos, sí, pero t a m b i é n un poco rudimentarios.
Daremos algunos ejemplos. El penitencial de san C o l o m b a n o dice:
"Si un letrado comete h o m i c i d i o y m a t a a uno de sus allegados será
castigado con diez años de exilio. Después podrá volver a su patria si
ha c u m p l i d o la p e n i t e n c i a de pan y agua". La p e n a por perjurio era
más o menos la m i s m a q u e por el crimen de sangre: once años de peni-
tencia en el texto del pseudoTeodoro, diez a quince años en la m a y o r í a
de los otros y a y u n o de por vida, con donación de todos los bienes a
los pobres, en el de san C o l o m b a n o .
H a b í a u n a gran preocupación por los niños. El penitencial de Fin-
nian (artículo 4 7 ) perseguía a los padres que por negligencia los h u b i e -
ran dejado morir sin bautismo: "Es un gran crimen, pues se pierde un
alma. Es posible recuperarla por la penitencia: un año de a y u n o a pan
y agua para los padres. Durante este período no d o r m i r á n juntos en el
m i s m o lecho".
El Decretum de Burchard trata la m i s m a cuestión, y se diría q u e es-
tamos ya ante una historia de vampiros: "¿Has hecho como acostum-
bran a hacer las mujeres por instigación del demonio? C u a n d o m u e r e
un niño sin bautizar, t o m a n el pequeño cadáver y lo llevan a un escon-
dite secreto. Lo traspasan con un palo y dicen q u e de no hacerlo el
niño volvería y podría perjudicar gravemente a otro. Si lo has hecho,
Formas de la confesión 51

diez años de ayuno". T a m b i é n se encuentran en los penitenciales nu-


merosas indicaciones sobre el aborto y el infanticidio, englobados a m -
bos bajo la rúbrica "opresión de los niños": madres que los abrazan, los
a p r i e t a n . . . ¿por amor o para matarlos? Este tipo de falta solía castigar-
se d u r a m e n t e , salvo si los padres eran m u y pobres: primer indicio de
conciencia social en la r e g u l a c i ó n del t a m a ñ o de las familias. "¿Has
puesto a tu hijo cerca de un hogar —pregunta Burchard de W o r m s - y
luego otra persona ha volcado sobre el fuego un caldero de agua calien-
te de suerte que el niño ha m u e r t o escaldado? En ese caso, cumplirás
tres años de a y u n o en los días oficiales." En cuanto a la cómplice, la
que volcó el caldero, no recibe castigo alguno.
El grueso de las prescripciones, más del 5 0 % , aludía ya a materias
sexuales: fornicación, adulterio y crímenes contra natura, es decir co-
pulación por vías prohibidas o con pérdida de simiente. Podían tener-
se en cuenta ciertas circunstancias, bien atenuantes, bien agravantes: si
el culpable era laico o sacerdote (la penitencia a u m e n t a b a con las res-
ponsabilidades), si el acto sexual había tenido como resultado un niño
(la pena era más pesada en el segundo caso), etc.
U n adolescente q u e h u b i e r a pecado con u n a v i r g e n , c o m e t i e n d o
bien fornicación, bien estupro, sólo merecía un año de ayuno. Y en todo
caso, "si esto fuera en una ocasión y de manera fortuita" (expresión tan
vaga q u e preanuncia la casuística futura), la pena se moderaría siendo
52
un año de ayuno la m á x i m a tarifa i m p o n i b l e . En el mismo penitencial
la fornicación con una religiosa resultaba evidentemente más cara: "Un
laico que se solace con una servidora de Dios hará penitencia durante
dos años. Si de ello naciera un niño, la penitencia será de tres años".
Inaugurando uno de los grandes temores de la Iglesia, la anticon-
cepción y el aborto ya causaban gran pavor. Da la impresión de que
para Burchard eran prácticas corrientes, y de hecho habla del uso casi
diabólico de ciertas hierbas: "¿Has hecho lo que acostumbran a hacer
ciertas mujeres cuando han fornicado y quieren matar la progenie: re-
currir a sus maleficia [prácticas mágicas] y sus hierbas para m a t a r o ex-
pulsar el e m b r i ó n , o, si no han concebido aún, arreglárselas para no
concebir? Si has hecho esto, si lo has consentido o enseñado, durante
53
diez años habrás de hacer penitencia los días de fiesta" .
Para el hombre hacer el amor con la esposa en cuaresma, y por lo
tanto contravenir u n a prohibición m u y importante, valía una peniten-
54
cia de un año o bien veintiséis s u e l d o s . Prestemos atención a esta
e q u i v a l e n c i a p o r q u e en su m o m e n t o , c u a n d o los ricos a p r e n d a n a
aprovechar los posibles resquicios, motivará la decadencia de los peni-
tenciales.
La masturbación, que tanto ocuparía a los teólogos ulteriores, no en-
trañaba entonces sino una penitencia de siete a cincuenta días. Curiosa-
52 La carne, el diablo y el confesionario

mente, el llamado en la época "crimen de Onán" (derramar el semen


fuera de la vagina), que los manuales de confesión posteriores denomi-
narían más a m e n u d o coitus interruptus, no se cita m u c h o . ¿Estaba aca-
so olvidado, se usaba poco o no se consideraba m u y pecaminoso el m é -
todo —conocido por los judíos desde el Antiguo Testamento— de que el
hombre se retirara antes de eyacular? Lo cierto es que, de los veinte pe-
nitenciales estudiados por J. T. Noonan, sólo lo mencionan dos y nin-
guno es m u y preciso respecto al castigo que entraña: de dos a diez años
de penitencia. En cambio el coito bucal (citado en cinco textos) y el
anal (citado en nueve) se contemplan con más amplitud, lo que induce
a creer que eran frecuentes. Merecen penitencias similares a las del ho-
micidio (de tres a quince años de penitencia), quizá menos en conside-
ración al acto en sí (deshonra de las deshonras) que porque, en el espíri-
tu de la época, equivalían al infanticidio y despertaban esa verdadera
obsesión por el asesinato de niños que recorre la historia de la Iglesia
hasta nuestros días.
En general los penitenciales de los siglos VI a XI, portadores de la
"penitencia tarifada", parecen secuelas lógicas de instrucciones prece-
dentes, por ejemplo las de san Agustín. Insisten en el valor del bautis-
mo, predican la castidad fuera del matrimonio y, dentro de éste, la obe-
d i e n c i a e s t r i c t a a los m e c a n i s m o s n a t u r a l e s de la p r o c r e a c i ó n . No
obstante rara vez hablan de la masturbación y acaso toleran ciertas con-
ductas estériles, siempre y cuando sean extraconyugales. En todo caso
no parecen castigarlas con gran severidad. H a y cierta relación, aunque no
reconocida, entre determinadas penas un tanto leves propuestas por es-
tos textos y las recomendaciones de las sectas m a n i q u e a s medievales,
para las cuales el sexo era odioso, sí, pero fuera del m a t r i m o n i o poco
importaba que no sirviera para fines reproductivos.

Pecados raros y pecados corrientes

C o m o testimonios de su época, ¿qué aportan los penitenciales, obras


nacidas de opiniones teológicas a veces diversas, no coordinadas, plenas
de usos y prohibiciones locales y por tanto de diferencias de "tarifa"?
¿Son representativos de los pecados sexuales corrientes en su época
o construcciones abstractas sin gran relación con la realidad? En gene-
ral se ha impuesto la primera tesis: tendríamos a q u í u n a de las mejores
fuentes —y no abundan— sobre las costumbres sexuales de la Edad M e -
dia. La verdad es q u e la afirmación exige matices y precisiones. Imagi-
nemos el caso de un obispo que se masturba en su iglesia. El caso está
efectivamente contemplado en un penitencial del m o d o siguiente:
Formas de la confesión 53

Si se trata de un clérigo q u e ha vertido la simiente sin to-


carse hará siete días de penitencia. Si se ha tocado con la
m a n o , veinte días. Si es d i á c o n o , treinta días. Si es cura,
cuatro semanas. Si el cura ha vertido su simiente i n d u c i d o
por el pensamiento (per cogitationem = delectación, i m a g i -
nación) hará siete días de penitencia. Si es monje, lo m i s -
m o . El que h a y a vertido v o l u n t a r i a m e n t e su simiente en la
iglesia, si es clérigo, hará catorce días de penitencia; si m o n -
je o diácono, treinta días; si cura, cuarenta días; si obispo,
5 5
cincuenta d í a s .

En muchos otros penitenciales encontraremos situaciones semejantes,


m u y pecaminosas pero altamente inverosímiles. ¿ C ó m o i m a g i n a r q u e
un obispo se preste a tal género de profanación en un lugar tan poco
excitante? En cualquier caso nosotros no hemos visto citado n i n g ú n
e j e m p l o ni s i q u i e r a c u a n d o , a fines del siglo XIX, los e n e m i g o s m á s
acerbos de la Iglesia acusaban a los curas de todo tipo de bajezas. El
caso contemplado por el texto anterior no es entonces representativo
de las costumbres de la época. M á s bien es síntoma de un vértigo que,
parece ser, se apoderaba y seguiría apoderándose tanto de los confeso-
res como sobre todo de los m a n u a l e s de confesión.
C a b e señalar, por otra parte, cómo se enuncia el pecado inverosímil:
no solo, sino en una lista que examina sistemáticamente las poluciones
eventuales. No cabe d u d a de que en el curso de los siglos haya podido
producirse una emisión seminal en una iglesia, acaso involuntariamen-
te, por ejemplo debido a la provocadora cercanía de una persona com-
placiente. Pero el redactor del penitencial carece de información precisa,
seguramente no conoce el ejemplo. Sólo pretende hacer bien su trabajo,
cubrir todas las situaciones del pecado que se juzga: en lugar público o
en la iglesia, voluntariamente o no, con o sin la m a n o , siendo el sujeto
un laico, un diácono, un monje, un cura o, por qué no, un obispo. La
lógica del sistema lo arrastra a examinar a fondo todas las cuestiones, a
responder a todos los casos posibles. Dentro de esta línea, para ser rigu-
roso el tarifador habría debido añadir el caso de polución papal en la
iglesia y atribuirle una pena aún superior (¿setenta días de penitencia?).
Bien se aprecia que estamos ante un simple desenfreno de la m á q u i -
na lógica, una aberración mecánica, uno de los ejercicios escolares que
encontraremos a m e n u d o en este género de casuística. C l a r o q u e la
m á q u i n a en sí no deja de inquietar. ¿En q u é m o m e n t o se pasa de la
honrada investigación teológica y moral sobre los pecados, que procu-
ra ser completa, al desborde sexual, el delirio eclesiástico, la búsqueda
en sí lasciva de situaciones escabrosas? Los autores más recientes de tra-
54 La carne, el diablo y el confesionario

bajos teológicos y m a n u a l e s de confesión ( S á n c h e z o B i l l u a r t , p o r


ejemplo) nos proveerán de numerosos casos rayanos en lo patológico,
sin d u d a reflejos de la libido, de los fantasmas, del sufrimiento o la í n -
dole personal de tal o cual sacerdote, pero siempre dentro de una vía
abierta oficialmente por la Iglesia.
U n o no puede sino asombrarse ante las series de enunciados a veces
casi pornográficos, los inagotables exámenes de eventualidades vergon-
zosas, de pormenores cuyo interés parece dudoso. M á s aún sorprende
que se publicaran obras de análisis complaciente sobre tales situacio-
nes; libros, abundantes en palabras y detalles, q u e sin d u d a no cabía
poner en cualquier m a n o y, en más de un caso, ni siquiera tenían la
c a u c i ó n o s e m i c a u c i ó n de R o m a , es d e c i r las l e y e n d a s imprimatur
("que se i m p r i m a este libro") o non obstat ("sin objeción").
E, inversamente, no seamos ingenuos. H a y que tener plena concien-
cia de que, desde los penitenciales hasta nuestros días, la materia esen-
cial de la confesión tenía que ser la sexualidad. La encuesta relativamen-
te reciente organizada por el semanario Témoignage chrétien revela que
aún en la ú l t i m a parte del siglo XX el 8 0 % de las confesiones gira sobre
5 6
ese t e m a . No h a y por q u é ofuscarse. El propio Tertuliano recomen-
daba no enrojecer ante las circunstancias naturales. No puede acusarse a
la Iglesia de q u e la sexualidad esté en el centro de la naturaleza, del
hombre y de la confesión. El psicoanálisis nos ha enseñado que, en bru-
to o sublimada, la pulsión sexual es la energía vital del ser humano. El
hecho de que en el confesionario siempre se h a y a hablado más de forni-
cación y adulterio que de robo de caramelos o derribo de estatuas no
necesariamente se debe a la voluntad represiva de la Iglesia, cuestión
grave ésta q u e examinaremos más adelante. Sin d u d a las desviaciones
sexuales eran tan frecuentes en la Edad M e d i a como hoy. En cuanto a
saber si las listas de los penitenciales eran exactas, conformes a las reali-
dades y no complacientes (único punto que nos interesa a q u í ) , no esta-
mos n a d a seguros. Del anterior ejemplo de la masturbación de un obis-
po (por otra parte débilmente castigada: cincuenta días de penitencia)
se desprende que es imposible establecer vínculo directo alguno entre la
importancia teológica de u n a falta, la pena e m i t i d a y la frecuencia de
dicha falta entre los fieles. La cuestión es mucho más complicada.

El problema de los pecados reservados

C o m o sea, la pintura del m u n d o contemporáneo q u e ofrecen los peni-


tenciales merece serias reservas. Si quizá los textos son completos en lo
cualitativo, no forzosamente ocurre lo m i s m o en la cantidad. Enun-
Formas de la confesión 55

cian un gran n ú m e r o de faltas posibles, pero —como mostrarán otros


ejemplos en distintas ocasiones— menos por observación de la realidad
que por locura clasificatoria. De m o d o que deducir de ellos la frecuen-
cia de los pecados en la época sería un ejercicio cuestionable.
El mejor c a m i n o para entrar en las costumbres sería no tanto exami-
nar las penas impartidas —a veces puramente formales, ya lo hemos vis-
to—, sino distinguir las absoluciones que podía dar el cura de las que es-
taban reservadas al obispo. Así es probable que los penitenciales (y por
lo demás los posteriores manuales de confesión) sean incapaces de reve-
larnos qué pecados eran más comunes; no necesariamente las faltas que
enumeran eran las más frecuentes. Ya hemos destacado con qué perse-
verancia penaban el infanticidio; ¿pero qué conclusión cierta puede sa-
carse? La práctica era m u y corriente en la A n t i g ü e d a d , y con la Edad
M e d i a no puede haber habido una ruptura m u y brusca. Acaso la pro-
tección de los neonatos —los fetos— se h a y a presentado a los primeros
cristianos como tarea urgente e histórica. La hipótesis no carece de ló-
gica. Pero es casi imposible saber si la pena prescrita en los penitenciales
para un infanticidio -a m e n u d o seis a ñ o s - era pesada porque la falta se
consideraba grave o porque el crimen era frecuente (o raro) o, por últi-
mo, porque se había decidido reprimirlo especialmente.
Por el contrario, los pecados que se l l a m a b a n reservados —aquellos
cuya absolución estaba reservada al o b i s p o - nos indicarían con certeza
qué conductas eran excepcionales, a tal p u n t o raras que los curas no las
conocían bien y podían por ello juzgarlas i n a d e c u a d a m e n t e , por lo que
debían remitirse a la autoridad. En s u m a , tanto en los penitenciales
como en los manuales posteriores los pecados reservados son para no-
sotros más ricos en información; no - e s c i e r t o - sobre qué ocurría, pero
al menos sobre lo que sólo ocurría poco o raramente.
H o y siguen existiendo pecados reservados, de los que únicamente
puede absolver el obispo, pero sólo conciernen a casos internos de la
Iglesia: la profanación de las Santas Especies o las complacencias entre
religiosos; por ejemplo, cuando uno da la absolución a otro que sería
57
su cómplice en u n a falta e s p a n t o s a . Hasta el siglo XIX, sin embargo,
los casos reservados eran numerosos y atañían a todo el m u n d o , sobre
todo los q u e registraban faltas sexuales.
Jean-Louis Flandrin, que ha estudiado muchas listas de pecados re-
servados hechas en la diócesis de C a m b r a i poco después de 1 3 0 0 , cita
esencialmente la homosexualidad masculina, la bestialidad, la sodomía y
el incesto. Son prácticamente los mismos que dan los penitenciales, aun-
que el hecho de ser remitido al obispo debía de parecer entonces una
sanción más dura que la misma pero impuesta en una época posterior.
Pensemos en efecto q u e la clasificación de u n a falta como pecado
reservado conduce a u n a penitencia que no sólo perturba a todos sino
56 La carne, el diablo y el confesionario

también alerta, informa al entorno. Esto es una pérdida de tiempo, tan-


to para el penitente c o m o para el obispo. H a y que presentarse en la
diócesis; se enteran los vecinos, lo cual en las comunidades aldeanas es
harto molesto en una época en que se cree de todo corazón en la culpa
colectiva. :No traerá calamidades para todos la presencia de una oveja
negra en el rebaño?
Para terminar con los penitenciales, observemos que en la mayoría
de los casos remiten los pecados de infanticidio al obispo. Esto - m á s
q u e la importancia de la pena— permite concluir que la frecuencia de
esos pecados h a b r í a t e r m i n a d o por descender. La m a s t u r b a c i ó n y el
coito interrumpido (citado rara vez pero fuertemente penalizado) eran
remisibles por el propio cura o por penitenciarios itinerantes, signo
quizá de que a la hora de juzgarlos d o m i n a b a cierta tolerancia desespe-
rada. En cambio el aborto era pecado reservado y por tanto m u y grave;
pero procede preguntarse si la penitencia excepcional correspondía a la
infrecuencia del hecho —lo cual es dudoso— o buscaba d i s u a d i r a las
mujeres de dedicarse a esa práctica.
En conjunto las penas propuestas por los penitenciales, si bien va-
riables de un lugar a otro, eran m u y duras y sin d u d a no son reflejo de
u n a sociedad d e c a d e n t e y pecadora. Era tal la severidad q u e con el
tiempo hubo q u e moderarla por m e d i o de "compensaciones". A par-
tir del siglo VII en vez de c u m p l i r la penitencia el fiel podía sustituirla
por limosnas o donaciones de dinero. T a m b i é n , según Beda, era posi-
ble reemplazar u n a s e m a n a de a y u n o a pan y agua por la recitación de
trescientos salmos, expediente q u e debía llevar unas dos horas. Egber-
to autoriza la c o m p r a de u n a misa al cura a c a m b i o de doce días de
a y u n o . C o n treinta misas uno redimía un año de penitencia. Vemos
c ó m o se a n u n c i a la resbaladiza pendiente de las i n d u l g e n c i a s . C o m o
sucedería con el servicio m i l i t a r en el siglo XIX, ciertas iglesias locales,
sin autorización de R o m a , terminaron incluso por aceptar el reempla-
zo de personas: la pena del culpable podía c u m p l i r l a otro. Se cita así el
caso, tal vez un poco legendario, de un rico señor que se habría librado
de u n a penitencia de siete años reclutando un r e g i m i e n t o de campesi-
5 8
nos q u e a y u n a r o n tres días cada u n o . Otros, por ú l t i m o , se sirvie-
ron de la confesión c o m o lavamanos: cometían abusos, identificaban
a los curas más laxos de las parroquias cercanas y j u g a b a n con su bue-
na fe.
Era preciso reformar el sistema entero.
Formas de la confesión 57

Nuevas formas de confesión

Entramos ahora en el período m o d e r n o de la confesión, q u e se abre


con el IV C o n c i l i o de Letrán ( 1 2 1 5 ) y llega hasta nuestros días. El ca-
n o n XXI, l l a m a d o Omnis utriusque sexus, d e c i d i ó la frecuencia de la
>ráctica, el carácter obligatorio, el lugar y la necesidad de decir todos
[os pecados, comprendidos los veniales. El imperativo texto dice así:
"Todo fiel, cualquiera que sea su sexo, desde la edad de discreción [sie-
te a ñ o s ] , deberá, al menos u n a vez por año, confesar fielmente la tota-
lidad de sus pecados a su cura y ejecutará la penitencia indicada para
59
fortalecerse" .
C o m o bien se ha señalado, el año 1215 marca una fecha capital en
la historia del pensamiento cristiano. La Iglesia griega se negó a seguir
las resoluciones de Letrán, tanto en la confesión auricular como en el
celibato de los curas. Pero en Occidente el confesor se convirtió en un
personaje esencial. Dejó de ser el mero confidente posible y eventual
q u e h a b í a sido largo tiempo y se erigió en j u e z regular y obligatorio
cuyo terreno de investigación en adelante comprendería la totalidad de
las faltas del fiel. "Todos tus pecados confesarás por lo menos una vez al
60
año", repite siempre el c a t e c i s m o . Tal es el segundo m a n d a m i e n t o de
la Iglesia, inmediato al primero: "Los domingos irás a misa, e igualmen-
te las fiestas".
Se otorgaba así al confesor un poder exorbitante: no sólo era el exa-
m i n a d o r de la conciencia de toda su grey, sino que en adelante podía
elegir la p e n a que juzgase necesaria sin tener q u e remitirse ya a la tarifa
prefabricada del penitenciario. M i c h e l Foucault escribe: "Imaginemos

3 ué exorbitante debió de parecer, a comienzos del siglo XIII, la orden


ada a todos los cristianos de hincarse al menos u n a vez al año para
61
confesar sus faltas sin omitir u n a s o l a " . Poder sin embargo que, se-
gún nuestras investigaciones, no fue cuestionado i n m e d i a t a m e n t e en
el oeste de Europa. Para eso habría que esperar a la Reforma protestan-
te, es decir al siglo XVI.
El paso de los penitenciales a la confesión no dejó de influir en la
evolución de los espíritus. Se dejaron de aceptar las penas abruptas, co-
dificadas. Los teólogos empezaron a sentir la necesidad de adecuar m e -
jor la calidad de la penitencia a la del penitente. C o m o defendería más
tarde Carlos Borromeo ( 1 5 3 8 - 1 5 8 4 ) , parecía justo, por ejemplo, infli-
gir limosnas obligatorias no a los pobres sino a los avaros; y ayunos no
a los necesitados de fuerzas para trabajar sino a los glotones. Por otra
p a r t e , d e s d e e l siglo XII, con A b e l a r d o ( 1 0 7 9 - 1 1 4 2 ) , san A n s e l m o
( 1 0 3 3 - 1 1 0 9 ) y H u g o de Saint-Victor (hacia 1 1 3 0 ) se había ido perfi-
lando la idea de q u e la pena era casi secundaria. Lo que contaba era el
arrepentimiento redentor, la contrición. Pero para que los fieles se hi-
58 La carne, el diablo y el confesionario

cieran cargo de sus males había que inducirlos al examen de concien-


cia, instruirlos, dialogar con ellos, verificar sus conocimientos religio-
sos o morales. El nuevo pensamiento religioso conducía directamente
a una confesión más asidua, menos dramática, más profunda, entre un
penitente y un cura que se conocían: cosas todas q u e i m p o n d r í a Le-
trán en 1 2 1 5 .
Así el concilio se sitúa dentro de la verdadera renovación teológica
que suscitaría u n a m u y a b u n d a n t e literatura, tanto sobre la confesión
m i s m a como sobre la cuestión general de los pecados. No entraremos
aquí en detalles; diremos tan sólo q u e del siglo XII al XV el pensamien-
to teológico dio un salto considerable, expresado en dos clases de obras
en torno a nuestro tema: las sumas y los manuales de confesión.
Las s u m a s , tratados de m o r a l j u r í d i c a a c o m p a ñ a d o s de un sinfín
de referencias a los padres de la Iglesia, se d e b e n a los grandes espíri-
tus s i n t e t i z a d o r e s de la é p o c a y t u v i e r o n r e s o n a n c i a i n t e r n a c i o n a l .
Tres de e l l a s , c u a n d o m e n o s , parecen capitales en la h i s t o r i a de la
Iglesia: Pedro L o m b a r d o , l l a m a d o M a e s t r o de las Sentencias, elaboró
l a s u y a h a c i a 1 1 5 5 . H a c i a 1 2 3 0 R a i m u n d o d e Peñafort redactó las
Decretales. La Suma de santo Tomás de A q u i n o , más famosa aún por
su aristotelismo racionalista y su v o l u n t a d universal, fue escrita entre
1 2 6 6 y 1 2 7 3 . Por cierto, se podrían citar m u c h a s s u m a s m á s , a l g u n a s
de las cuales tuvieron su m o m e n t o de fama: la del franciscano i t a l i a -
no Astesano, l l a m a d a Summa astesana (hacia 1 3 1 7 ) ; la Summa de ca-
sibus conscientiae, l l a m a d a La Pisanella, del d o m i n i c o B a r t o l o m é de
Pisa ( 1 3 3 8 ) ; o la Summa Angélica de casibus conscientiae, de A n g e l o
de C l a v a s i o ( 1 4 8 5 ) , q u e desencadenó u n a p a r t i c u l a r furia en Lutero.
Pronto estos textos, en vez de constituir un cuerpo coherente, sirvie-
ron a los nuevos teólogos para combatirse b l a n d i e n d o citas escogidas
tomadas de los grandes autores. Nacía la casuística —arte de e x a m i n a r
los casos de c o n c i e n c i a a la luz de las autoridades r e c o n o c i d a s - , q u e
iba a modificar f u n d a m e n t a l m e n t e la forma de pensar de u n a socie-
dad a la b ú s q u e d a de bases nuevas. Y ello para bien o desgracia de los
confesores. D e n t r o d e l a I g l e s i a u n o s a b o g a r í a n por l a a u s t e r i d a d
- c o m o los jansenistas— y otros por la tolerancia, es decir la l a x i t u d ,
como ciertos j e s u í t a s . A golpes de cita, cuántas hermosas batallas en
perspectiva...
M i e n t r a s , sobre el terreno, los confesores de los siglos XIII al XV, en-
cargados de una d u r a tarea —todo fiel debía confesarse, a toda comu-
nión debía preceder u n a confesión—, no tenían t i e m p o de consagrarse
a las enormes sumas ni a las disputas q u e engendraban. Puede q u e en
cierto s e n t i d o e c h a r a n d e m e n o s los p e n i t e n c i a l e s , v e n t a j o s a m e n t e
prácticos. Pero ni hablar; la Iglesia no dejaba de tronar contra esos tex-
tos. Ya en el año 8 2 9 un concilio celebrado en París los había condena-
Formas de la confesión 59

do e incluso pretendido recopilar para quemarlos. Del siglo XII en ade-


lante prácticamente no aparecen penitenciales, a excepción de la i m -
portante pero ú l t i m a colección canónica de Burchard de W o r m s .
¿Pero entonces con q u é confesar? ¿Qué referente utilizar para infli-
gir las penas? Para uso de los curas se fabricó un segundo género de
obras, menos detalladas que las s u m a s , más prácticas, sobre todo m e -
nos voluminosas, q u e se llamaron "manuales de confesores". No pasó
m u c h o antes de que se confeccionaran asimismo "manuales de confe-
sados", q u e a y u d a b a n a prepararse a quienes debían comparecer ante el
tribunal de la penitencia.
Los grandes m a n u a l e s de confesores de la Edad M e d i a fueron dos.
A Andrés Escobar, m u e r t o en 1 4 2 7 (no debemos confundirlo con el
flexibilista -o l a x i s t a - Escobar y M e n d o z a , de quien Pascal se burló en
las Provinciales), se debe la famosa obra l l a m a d a Modus confjtendi ( M a -
nera de confesar), q u e antes de 1 5 0 1 tuvo más de ochenta_yeinticuatro
ediciones incunables. Pero el d o m i n i c o A n t o n i n o de Florencia, con su
Confessionale ( 1 4 5 9 ) , batió la marca: más de cien ediciones hasta fin de
siglo. A m b a s obras eran sencillas y claras. Indicaban al cura cómo pro-
ceder, c ó m o interrogar al penitente, y no divagaban sobre teología de
los pecados. De ahí su éxito.
Existieron muchos otros manuales de confesión, quizá más sabios,
pero ninguno tuvo semejante éxito. Hacia el año 1400 el gran Gerson,
canciller de la universidad de París, precisó también con gran m i n u c i a
las condiciones del examen de conciencia. El dominico Passavanti cobró
fama en su país porque en pleno siglo XIV, cuando aún dominaba en Eu-
ropa el latín, dio a conocer una versión de su manual en italiano: Spec-
chio della vera penitenza. Debemos citar también a Gerónimo Savonaro-
la, Jean Nider y M a t e o de Cracovia. Sólo para los indios de América se
destinaron más de veinte manuales diferentes. Se podrían nombrar alre-
dedor de seiscientos autores de sumas y manuales publicados, aproxima-
damente, entre 1560 y 1660. Y es difícil imaginar la amplitud de la reso-
nancia que tuvo la literatura de la confesión, si cabe llamarla así.
¿ Q u i é n sabe si esta a b u n d a n c i a de textos no está en el origen de la
invención de la imprenta? No eran unos pocos libros los q u e se publi-
caban cada año, sino bibliotecas enteras. Ño tardó en hacerse necesario
mecanizar la producción.
D u r a n t e m u c h o t i e m p o , con u n a visión c ó m o d a para el espíritu
pero completamente falsa, se ha pensado que a Johann Gutenberg lo
había i m p u l s a d o el h u m a n i s m o naciente. La imprenta habría consti-
tuido la primera fase del R e n a c i m i e n t o y habría sido inducida por la
v o l u n t a d de difundir a los autores antiguos (Horacio, C i c e r ó n ) o de
espíritu nuevo (Dante, Petrarca) que comenzaban a reanimar las for-
mas de pensamiento. Pero el análisis de las obras que publicaron tanto
60 La carne, el diablo y el confesionario

el maestro de M a g u n c i a c o m o la m a y o r í a de sus sucesores antes de


1500 desdice por completo esta leyenda y, al contrario, muestra que el
descubrimiento propagó sobre todo la palabra religiosa, es decir la pa-
labra oficial. El principal proveedor de textos a la i m p r e n t a y también
su principal cliente durante m u c h o tiempo fue la Iglesia.
¿Será n e c e s a r i o recordar la célebre B i b l i a de G u t e n b e r g , p r i m e r
gran libro publicado en caracteres metálicos hacia 1 4 5 4 - 1 4 5 5 ? Los pri-
meros impresos occidentales de fecha cierta (octubre de 1 4 5 4 ) fueron
dos indulgencias, es decir billetes de confesión que perdonaban los pe-
cados contra u n a donación de dinero. En la época t e m p r a n a del inven-
to aparecieron también un Tratado sobre los artículos de fe y los sacra-
mentos de la Iglesia de Tomás de A q u i n o ( 1 4 5 9 ) , varias i n d u l g e n c i a s
más ( 1 4 6 1 , 1 4 6 2 , 1 4 6 3 , 1 4 6 4 ) , una Suma de santo Tomás en 1 4 6 3 ,
un J e a n Nider en 1 4 6 6 , una obra de Gerson sobre la polución noctur-
na en 1 4 6 7 y un Diálogo sobre el uso frecuente de la comunión de M a t e o
de Cracovia ( 1 4 6 8 ) , todas ellas obras relacionadas con la confesión de
los pecados. En 1468 empezaron las innumerables ediciones del Con-
fessionale de san A n t o n i n o .
¿Y los textos humanistas? En los veinte primeros años de existencia
de la i m p r e n t a fueron m u y poco frecuentes; en los diez primeros, casi
inexistentes. En general tardíos respecto a los religiosos, aparecieron
sobre todo en Italia y no en el país donde fue inventada. ¿Qué influen-
cia habrían podido ejercer pues sobre Gutenberg? De los 120 primeros
libros impresos antes de 1 4 6 8 , 88 (el 7 3 % ) son de carácter esencial-
m e n t e religioso. La p r i m e r a obra a n t i g u a , un C i c e r ó n l a t i n o , figura
n a d a menos que en el puesto septuagésimo quinto; se diría que publi-
carlo no era de urgencia extrema. Jules M i c n e l e t ha resumido bien la
situación en aquellos años:

La imprenta, bien inmenso, sirve en principio para difun-


dir las obras que desde hace trescientos años vienen obsta-
culizando el Renacimiento. M u l t i p l i c a al infinito a los es-
colásticos y los m í s t i c o s . . . P u b l i c a y eterniza a los cien
g l o s a d o r e s del L o m b a r d o . H a s t a c u a r e n t a o c i n c u e n t a
años después del descubrimiento no se concibe la idea de
imprimir a Homero, Tácito, Aristóteles. Platón queda
para el siglo siguiente. Diez Nider por u n a Ilíada; por un
62
V i r g i l i o , veinte F i c h e t .

Se ha señalado la cantidad de indulgencias publicadas en los primeros


años de la imprenta, es decir de textos relacionados con la remisión de
los pecados. U n a indulgencia, en efecto, no es otra cosa que una absolu-
Formas de la confesión 61

ción sin confesión. En razón de circunstancias particulares, y a cambio


de u n a pequeña suma, el fiel es dispensado de confesarse pero recibe el
perdón. Llegado el siglo XVI esta práctica sería una de las causas de la
Reforma. En realidad, bajo formas diversas, la i n d u l g e n c i a v e n í a de
m u y lejos. Ya a mediados del siglo XI el Papa había empezado a acordar
remisiones generales para grupos de fieles que hubieran participado en
la construcción de una iglesia o se hubieran mostrado especialmente
generosos en esfuerzo o dinero. Orales o escritas, esas indulgencias sig-
nificaban que el beneficiario se evitaría cierto número de días de purga-
torio. El Papa, en efecto, se consideraba depositario de un capital distri-
buible. Ya que Cristo y los santos no habían cometido pecados existía
un tesoro de méritos y buenas acciones que la Santa Sede consideraba
de su propiedad. Tal tesoro era una suerte de crédito sobre el paraíso
que, m e d i a n t e un sistema de vasos comunicantes, el Papa podía revertir
a su criterio sobre los cristianos que lo merecieran.
El asunto era tan fructuoso que en tiempos difíciles la Santa Sede
abusó de ello. M u c h o antes de la invención de la imprenta se empezaron
a vender paquetes de indulgencias manuscritas para beneficiar al pueblo
a bajo precio. A los ricos se les cobraba más caro. A partir del siglo XII se
desató una auténtica locura. Ciertos lugares obtuvieron de R o m a el de-
recho de impartir indulgencias particulares para atraer a los fieles. Ora-
ciones pronunciadas en ciertas iglesias comenzaron a valer perdones con-
siderables. Se firmaron remisiones de veinte o treinta mil años. Un poco
más tarde, una oración en el Santo Sepulcro de Nuestro Señor, en Vene-
63
cia, entrañaba al parecer ochenta mil años de i n d u l g e n c i a . En el siglo
XV, un libro de horas francés incluía una plegaria que valía " 8 0 0 . 0 0 0
años de perdón verdadero". Próxima la caída de C o n s t a n t i n o p l a , en
1452 se promulgó una indulgencia plenaria para la defensa de Chipre;
Gutenberg apenas ejecutó una parte del encargo y sólo en Alemania se
vendieron treinta mil ejemplares. Se habían rebasado los límites. Confe-
sión e indulgencias no tardarían en desencadenar el furor de Lutero.

Las objeciones protestantes

Sobre la cuestión de las i n d u l g e n c i a s la posición del reformador fue


clara y brutal: ni hablar de ellas. Se trataba de prácticas m o r a l m e n t e
condenables, de concesiones de paraíso a c a m b i o de dinero. A u n desde
el p u n t o de vista teológico la cosa era insostenible. Únicamente Dios
podía perdonar a los hombres; no el Papa ni tal o cual obispo.
Partiendo de esta postura dogmática su punto de vista sobre la confe-
sión habría p o d i d o ser i g u a l m e n t e claro. Pero no lo fue en absoluto.
62 La carne, el diablo y el confesionario

Ciertamente hoy, casi medio milenio después, tendemos a simplificar las


cosas. Se sabe que, al contrario que los católicos tradicionales, los protes-
tantes no practican la confesión auricular. De hecho Lutero —como lue-
go C a l v i n o - tuvo m u c h a s d u d a s . Las razones q u e tenía para atacar el
principio de la confesión eran complejas. Rechazaba la forma del sacra-
mento de la penitencia sin negar no obstante la realidad del perdón sur-
gido de la cruz. ¿Qué significaba esto?
Lutero no quería ni oír hablar de la confesión católica p o r q u e se
contradecía con su idea central: sólo considerar verdadera la palabra de
Cristo tal como la transmitía el Nuevo Testamento. C o m o se ha visto,
Jesús n u n c a había hablado de confesión ni recibido a nadie en particu-
lar para q u e le detallara sus pecados: "Tus pecados te son p e r d o n a -
64
d o s " , había dicho, y no "Yo te perdono tus pecados". S i n d u d a los
protestantes creen que hay q u e arrepentirse: n i n g ú n hombre está falto
de pecados y cada falta será castigada el ú l t i m o día. Pero Jesús sola-
m e n t e anunció el perdón divino; ante el paralítico tomó nota de la m i -
sericordia divina. Ú n i c a m e n t e Dios perdona, porque es infinitamente
bueno y porque su Hijo m u r i ó en la cruz para dar fe de ello.
Si bien aceptaba el sacramento de la penitencia, Lutero era m u y hos-
til al poder redentor de los curas. Por nada del m u n d o se avenía a creer
en la supuesta "transmisión de las llaves" que Jesús habría hecho a sus su-
cesores, hasta el más h u m i l d e cura de parroquia, para atar y desatar los
pecados del m u n d o . U n a de las famosas tesis expuestas en 1517 decía:
"El Papa no quiere ni puede remitir pena alguna, salvo aquellas que haya
impuesto por su voluntad". La absolución le parecía fantasmagórica: un
milagro de feria, una especie de truco para abusar de la buena gente.
Por ú l t i m o veía en la confesión u n a estrategia de la jerarquía roma-
na para subyugar a los fieles, c u a n d o él pensaba que la fe debía liberar
al hombre. En La cautividad en Babilonia denunció vigorosamente la
dictadura eclesiástica y de hecho arremetió contra todos los sacramen-
tos católicos. En una carta del 30 de m a y o de 1518 ai vicario general
Staupitz t a m b i é n condenó el horror de "torturar las conciencias con
innumerables e insoportables prescripciones sobre la m a n e r a de confe-
sarse". Un poco más tarde, C a l v i n o criticaría casi en los mismos térmi-
nos las agotadoras preguntas de los católicos sobre la gravedad de las
faltas y c o m p a r a r í a la confesión a u n a g e h e n a "donde se a t o r m e n t a
cruelmente las conciencias de quienes han sido tocados por Dios".
No sé hasta qué p u n t o se conoce esto: cuando el 10 de diciembre
de 1520, en un gesto célebre en W i t t e n b e r g , Lutero echó al fuego la
bula papal Exsurge Domine, añadió varios libros de teología, en parti-
cular una obra para confesores q u e hemos nombrado aquí: la Summa
de casibus conscientiae de Angelo Clavasio. Está claro que se oponía a la
confesión romana.
Formas de la confesión 63

Por otro lado estaba c o m p l e t a m e n t e persuadido de la existencia del


M a l . El diablo, el infierno y la m u e r t e lo o b n u b i l a b a n quizá incluso
más q u e a nadie. No tenía dudas de que, peligrosamente situado c o m o
estaba en el seno del m u n d o , al h o m b r e le hacía falta q u e lo tranquili-
zaran. Por eso desarrolló las doctrinas de la justificación por la fe y del
sacerdocio universal, dos maneras de confortar a los nuevos fieles, de
apaciguarles la a n g u s t i a . La salvación no se debía a n a d a en especial
sino a la i n e x p l i c a b l e b o n d a d de Dios: a la g r a c i a . En c u a n t o a los
sacerdotes, no tenían poderes particulares; en todo caso no el de trans-
m i t i r las voluntades del Señor. "Biblia en m a n o , todo protestante es
pastor", se ha p o d i d o decir, a u n q u e la aproximación sea quizá un poco
simple (hay t a m b i é n u n a "tradición" e incluso cierta "casuística" pro-
testantes).
En todo caso para Lutero las obras, y en especial las compras de in-
d u l g e n c i a s , no sirven de nada. Sin d u d a las donaciones a y u d a n a los
pobres, la c a r i d a d debe ser r e c o m e n d a d a y no h a n de prohibirse las
obras, pero creer q u e así se gana la salvación es el primer paso para per-
der el s e n t i d o de las proporciones. N u e s t r a falta es tan g r a n d e , tan
completa nuestra bajeza, que sólo puede borrarlas Dios. Es su dádiva
gratuita lo q u e nos salva, su misericordia, la gracia que Él nos otorga.
¿Pero c ó m o estar seguros, cómo tranquilizarnos sin certeza ni bendi-
ción exteriores? El único indicio de la salvación probable, dice Lutero,
es la fe sinceramente sentida.
U n a teoría así, d o n d e cada cual está solo, d o n d e ni misas, ni cere-
monias, ni penitencias, ni absoluciones, ni imágenes piadosas ni esta-
tuas —todos objetos o prácticas condenables, productos de supersticio-
nes m e r c a n t i l e s - son aptas para garantizar el perdón divino y la vida
futura, una teoría tan exigente y severa para la cual sólo existen la pala-
bra de Dios y la evidencia interior de la fe, sólo podía convenir a cier-
tas élites capaces de resistir con una fe inquebrantable todas las a n g u s -
tias de u n a época agitada. En tiempos de m i e d o , Lutero no tenía la
menor posibilidad de convencer a muchos. Perdió la partida. En el si-
glo X V I I Europa, q u e había d u d a d o durante cincuenta años, volvió m a -
yoritariamente al catolicismo, menos rudo, más caluroso.
La victoria del protestantismo, que sólo subsistió entre minorías —y
)or lo demás fue objeto de numerosas persecuciones, incluso después de
(as guerras de religión del siglo X V I - , llegaría más tarde: en el siglo XX,
cuando la mayor parte de las prácticas de la Iglesia romana se acercaran
sensiblemente a las suyas. Sin abandonarlos, R o m a deja de hacer tanto
hincapié en los milagros, las imágenes, las ceremonias, los atuendos sa-
cerdotales que Lutero había denunciado. Se evita el aparato y la Iglesia
hace un esfuerzo por regresar a la simplicidad evangélica. En la medida
en que subsiste, la propia confesión se acerca a lo que proponía Lutero:
64 La carne, el diablo y el confesionario

una entrevista de igual a igual con un pastor, y sólo si el fiel lo desea;


no una ceremonia mágica de blanqueo de pecados. Muchos católicos y
más de un protestante quedarían perplejos si se les recordara que el pro-
pio Lutero mantuvo prácticamente hasta el fin el hábito de confesarse.
Claro está que no se trataba de la misma confesión que la practicada por
la Iglesia católica, sino de conversaciones con amigos íntimos, sabios a
menudo laicos, y sin necesaria relación de pecados. Por lo demás, recha-
zaba cualquier distinción entre veniales y capitales. Lo esencial de esas
entrevistas era para él la creencia en el perdón de Cristo. U n a vez más,
simple certidumbre interior.
Agreguemos que todavía hoy, en el curso de un culto, los protestan-
tes reciben la afirmación de que se les perdonan los pecados, pero esto
sin confesión ni absolución personal. El pastor oficiante se l i m i t a a
anunciar que a todo aquel que se arrepiente sinceramente le son remi-
tidas las faltas. Resuenan a q u í las palabras exactas de Cristo, seguidas
de un sencillo: "Vete y no peques más". Por la vía de la liturgia, tam-
bién en esto la Iglesia católica se ha acercado a la protestante. En todo
r
caso, la encuesta de Témoignage ch étien ( 1 9 7 0 ) revela que numerosos ca-
tólicos actuales desean que, siendo el arrepentimiento asunto interior,
la institución se atenga a u n a absolución de este tipo, c o m u n i t a r i a y
concedida sin entrevista particular ni confesión de pecados.

Peripecias de la confesión

A u n q u e en su m o m e n t o Lutero no logró que se suprimieran las indul-


gencias ni la confesión, tal vez su crítica generó ciertas modificaciones.
Así en adelante las indulgencias se usarían con alguna moderación: m e -
nos días de purgatorio condonados y supresión del carácter manifiesta-
mente contractual. Sin embargo en la época moderna no desaparecieron
del todo. En su Tbéologie morale a l'usage des cures ou des confesseurs
( 1 8 4 4 ) , monseñor Gousset seguía prometiendo cien días de indulgencia
a todos cuantos reciten el ángelus con corazón contrito "al son de la
campana, por la m a ñ a n a o a mediodía, o después de la puesta del sol".
Si el recitado fuese diario a lo largo de un mes la indulgencia sería inclu-
so plenaria, a condición de que el fiel se confesara, comulgara y rezara
"por la concordia entre los príncipes cristianos, la extirpación de las he-
65
rejías y la exaltación de nuestra madre la Santa I g l e s i a " . Un lenguaje,
como se advierte, aún levemente influido por el espíritu reformador.
Por su parte el catecismo de 1 9 9 2 contempla todavía la posibilidad
de que la Iglesia d i s t r i b u y a i n d u l g e n c i a s en v i r t u d del p r i n c i p i o no
modificado en diez siglos: la indulgencia es la remisión ante Dios de
Formas de la confesión 65

ciertas penas temporales q u e "el fiel bien dispuesto obtiene bajo deter-
m i n a d a s condiciones". En papel de dispensadora de redención, la Igle-
sia "distribuye y aplica por su autoridad el tesoro de las satisfacciones
66
de Cristo y los s a n t o s " .
El espíritu de Letrán ha regido i g u a l m e n t e hasta hoy respecto a la
confesión; siguen vigentes las disposiciones del canon XXI. El católico
ha de confesarse una vez al año. La única modificación de importancia
se produjo en el C o n c i l i o de Trento ( 1 5 4 5 - 1 5 6 3 ) , c o n o c i d o c o m o
C o n c i l i o de la Contrarreforma: ya no se exigiría la confesión de todos
los pecados. C o n que expusiera las faltas capitales, el penitente podía
guardar las veniales para sí. C a m b i o de lo más modesto, si se considera
que con m u c h a frecuencia los fieles eran incapaces de establecer la di-
ferencia.
Y además, ¿qué significaba aquello exactamente? ¿Qué era un peca-
do capital y qué un pecado venial? A n t e el ataque protestante el C o n c i -
lio de Trento intentó apretar filas e ideas, buscar definiciones precisas.
Estableció ritos supuestamente inmutables y puso en m a r c h a esfuerzos
por instruir correctamente a la clerecía. Tuvo u n a importancia consi-
derable y causó efectos saludables en m u l t i t u d de esferas. No obstante
la investigación teológica quedó esclerosada por un tiempo y las prácti-
cas se volvieron rígidas.
S i n d u d a por eso n u n c a e v o l u c i o n a r o n los c o n f e s i o n a r i o s , esos
muebles de madera d o n d e tiene lugar la confesión tradicional. El prin-
cipio se debe a un obispo italiano del siglo XVI, l l a m a d o Giberti, q u e
para evitar todo contacto entre el penitente y el cura prescribió expre-
samente el uso de una plancha divisoria con u n a ventanilla enrejada.
La rejilla es el elemento esencial del m u e b l e q u e conocemos, s i m p l e
garita de madera en las parroquias pobres, bombonera rococó o a veces
neogótica en las más ricas. En una exitosa película cómica de C l a u d e
Autant-Lara, L'auberge rouge (El hostal rojo, 1 9 5 1 ) , Fernandel, en el
papel de monje, mostraba hasta qué punto había calado en los fieles la
idea de la separación indispensable. Obligado a recibir a una penitente
en u n a cocina, con sólo una mesa a la cual sentarse, usaba como panta-
lla u n a parrilla. El público, reconociendo la rejilla del confesionario,
aplaudía. La parte había terminado por significar el todo.
Si bien el siglo XVII fue escenario de graves altercados entre partida-
rios de la dureza y defensores de la laxitud en la confesión, no produjo
grandes innovaciones teológicas. En todos los sentidos fue "una peque-
ña era glacial". C o m o los católicos se dedicaban sobre todo a reforzar
la organización sacramental y doctrinaria - p a r a enfrentarse mejor con la
crisis— las prácticas p e r m a n e c i e r o n fijas, en p a r t i c u l a r las formas de
la confesión. Fue, no cabe d u d a , la época en q u e más obsesivamente se
condenó la carne. En todo se quería introducir razón y rigor, no tanto
66 La carne, el diablo y el confesionario

innovando las ideas como apretando cilicios y disciplinas. Venéreos,


corruptos, disolutos, blasfemos, alquimistas, libertinos: cualquiera que
no respondiese a la n o r m a era denigrado, perseguido y a veces encarce-
lado. La vida cristiana terminó reduciéndose a la obsesión del pecado y
a una feroz ascensión de la castidad. La vida cotidiana toda se embebió
de ese espíritu, lo m i s m o q u e las artes y las letras. Los baños que se ha-
bían abierto en el siglo anterior fueron cerrados: a veces daban lugar a
fornicaciones, cuando menos a pensamientos impuros. Los médicos se
hicieron eco: las abluciones frecuentes eran perniciosas para la salud:
"He aquí la mugre erigida en rigor moral", ha dicho el historiador M i -
6 7
chel C a r m o n a .
C o n el siglo XVIII y la inclinación a los derechos del hombre protegi-
dos por el Estado aparece cierta tolerancia (a despecho de eventuales cor-
tadores de cabezas o sexos): en política con Voltaire y algunos otros, con
san Ligorio en el ámbito de la confesión. El XVII había sido restrictivo y
represivo en todos los dominios, gran amante de las virtudes estériles, el
remordimiento y la decencia; ese siglo de la razón-Dios, que tanto mal
hizo al cristianismo identificándolo como religión no del amor sino de la
severidad, fue un largo preámbulo - d e m a s i a d o largo, sin duda— para el
siguiente, signado por la indulgencia de un Dios-razón.
A falta de innovación teológica (pese al considerable esfuerzo vertido,
el Tratado del sacramento del matrimonio, 1 6 0 2 , de Sánchez, fue poco
menos que letra muerta durante cien años) aparecieron ingentes obras
de piedad y, como siempre, manuales de confesión y reflexiones sobre la
falta. Algunos se vendían por toneladas: caso del lionés Benedicto, cuya
Somme des peches (París, 1584 y 1 6 0 1 ) efectúa la transición con el siglo
precedente; o del famoso Pontas, cuyo Dictionnaire des cas de conscience,
publicado originalmente en 1 7 1 5 , no dejó de ser objeto de añadidos por
parte de Amort, Collet, Vermot y otros para ser finalmente reproducido
en 1 8 4 7 , con todas las modificaciones, en la célebre colección de L'Ency-
6 8
clopédie théologique del abate M i g n e . A l l í estaba todo cuanto p o d í a
buscar un confesor. Escobar y Antonino tenían por fin sucesor. La obra
de Pontas tuvo un éxito enorme.
Si no era posible modificar u n a teología en gran parte esclerosada,
la época hurgaba, dividía y subdividía las formas de pecado. Las m a -
nías escolásticas de la categorización, el refinamiento y la complicación
no habían muerto. Tal vez, para que esto se advierta mejor, convenga
dar a q u í ciertos ejemplos del procedimiento, escogidos entre m u c h o s
de los grandes tratados sobre la confesión.
Charles Billuart ( 1 6 8 5 - 1 7 5 7 ) , adaptador m u y riguroso de la Suma
de santo Tomás a los usos de la época, da en su Traite des diferentes lu-
xures u n a asombrosa prueba de capacidad analítica y subdivisoria. El
objeto es el pecado contra natura:
Formas de la confesión 67

H a y cuatro pecados contra natura:


En efecto, para que sea posible la generación, el acto se-
xual exige cuatro condiciones: 1) el acoplamiento de dos
individuos; 2) que ambos sean de la m i s m a naturaleza es-
pecífica; 3) q u e sean de sexos diferentes; 4) que el m o d o de
acoplamiento sea natural. H a y pues cuatro clases de peca-
dos contra natura. La primera si, sin acoplamiento alguno,
se produce polución a causa del placer sexual; lo cual es lla-
m a d o " i n m u n d i c i a " o, por algunos, "flojera". La segunda,
si se produce por acoplamiento con un individuo de otra
especie, por ejemplo u n a bestia o un d e m o n i o , lo q u e se
llama bestialidad. La tercera es el acoplamiento con un in-
dividuo de sexo prohibido, es decir del m i s m o sexo, h o m -
bre con hombre, mujer con mujer, lo que se l l a m a sodo-
mía. La cuarta cuando, siendo los sexos los que deben ser,
no se observa el m o d o natural de acoplamiento, de suerte
que se hace imposible la generación; lo cual puede ocurrir
de dos formas: a) por deficiencia del instrumento natural,
cuando el hombre penetra en el vaso posterior; b) por de-
ficiencia de la posición natural, c u a n d o la mujer se pone
encima del hombre, o cuando el hombre toma a la mujer
69
por detrás, aun sirviéndose del vaso n a t u r a l .

Abusos de sutileza como éste se encuentran con a b u n d a n c i a en todos


los m a n u a l e s del siglo XIX; por ejemplo el Compendium de théologie
morale de Gury, q u e apareció en 1 8 5 0 , fue traducido a todas las len-
guas europeas y gozó de autoridad hasta no hace m u c h o . Pero el infini-
to a l a m b i c a m i e n t o de los razonamientos sobre el pecado, a la m a n e r a
de Billuart y otros, ¿no justifica a posteriori que a Lutero este tipo de
manuales le pareciesen "excogitaciones de charlatanes" y se alzase con-
tra ellos?
H a y otro elemento en la forma de los diccionarios de casos de con-
ciencia de los siglos XVIII y XIX digno de destacar: cierto modernismo.
Los tiempos habían c a m b i a d o profundamente; estaba n a c i e n d o una
cultura nueva: la cultura del dinero. Sin d u d a los pecados básicos eran
los mismos, pero alrededor el m u n d o cobraba otro rostro. El capitalis-
mo estaba generando costumbres totalmente nuevas y el confesor o el
director de conciencia debían saber casi tanto como un notario. No ro-
bar era un m a n d a m i e n t o simple. ¿Pero q u é era ahora el robo? Existían
cada vez más formas. Así empezaron a aparecer sutilezas nuevas, debi-
das ya no a espíritus torturados sino a la modificación de las conduc-
tas, los problemas y las ideologías. H a b í a que saber responder tanto al
68 La carne, el diablo y el confesionario

nuevo suscriptor de un periódico como al eterno m a r i d o que solicitaba


vanamente los favores de su esposa. De allí un sinfín de mescolanzas
extrañas, de las cuales intentaremos dar u n a idea con tres ejemplos di-
versos tomados del Dictionnaire des cas de conscience de Pontas:

Suscripción. Caso I: Alis se ha abonado por seis meses a un


periódico; el autor ha c u m p l i d o las promesas a n u n c i a d a s
en su prospecto; al cabo de tres meses, Alis no quiere más
periódico; ¿es obligado pagar la suscripción por seis meses?
Absolución. Caso II: Liberius, l l a m a d o para confesar a
un enfermo apopléjico, lo encuentra e x h a l a n d o los últi-
mos suspiros y sólo tiene t i e m p o de decir te absolvo sin
añadir a peccatis tuis. ¿Es válida esta absolución?
Deber c o n y u g a l . Caso XXV: ¿Puede Genevieve rehusar
el deber por el solo hecho de sentir u n a m u y grande re-
p u g n a n c i a a cumplirlo?

Se advierte qué variados eran los casos propuestos por un diccionario


de este tipo; el espectro reflejaba fehacientemente un m u n d o en proce-
so de transformación. Pero si las preguntas tocaban aspectos nuevos,
en las respuestas seguían oyéndose ecos del pasado. Eran largas y cir-
cunstanciadas, con referencias a las Escrituras, los padres de la Iglesia y
los mejores teólogos; de haber posibilidad de controversia, eran autén-
ticas discusiones. Por ejemplo el último caso - e l de la mujer que quie-
re saber a qué está o b l i g a d a - suscitaba la respuesta siguiente:

Esta cuestión fue zanjada por el Apóstol, I Cor., VII, con


las palabras siguientes: Uxori vir debitum reddat; similiter
autem et uxor viro: mulier sui corporis potestatem non habet,
sed vir, etc. [Que el marido dé a su mujer lo q u e debe y la
mujer de igual m o d o al marido: no dispone la mujer de su
cuerpo, sino el marido.] De donde san A n t o n i n o y todos
los demás concluyen q u e uno de los cónyuges no puede,
sin pecar m o r t a l m e n t e contra la justicia y la fe solemne-
m e n t e dada, rehusar lo que debe al otro, c u a n d o se le p i d e
seriamente como cosa debida; pues entonces se hace cul-
pable de las incontinencias y el adulterio de su c ó n y u g e .
O t r a cosa s e r í a si el m a r i d o no e x i g i e s e su d e u d a s i n o
c o m o p r e n d a de a m i s t a d , y dejando clara c o n s t a n c i a de
q u e le importa poco, o que fuera un iracundo q u e no per-
m i t e reposo; a d e m á s esto débese entender, según Silvio,
en el caso de q u e non sit ullum incontinentiae periculum
Formas de la confesión 69

[que no h a y a n i n g ú n peligro de i n c o n t i n e n c i a ] : lo q u e es
harto raro in marito salci [en un m a r i d o lascivo].

Ya se ve que la respuesta deja siempre alguna salida abierta, incluso en


un rigorista c o m o Pontas. Es obligatorio ser severo, porque un pecado
es u n a transgresión de la fe. Pero siempre existen casos en que la falta es
menos pesada q u e en otros. Asistimos aquí al triunfo pleno del arte de
la casuística: h a y casos excepcionales y es i m p o r t a n t í s i m o conocerlos.
Ésta es la diferencia con los penitenciales, q u e dictaban u n a sola pena
para cada falta. No obstante los fieles no debían estar demasiado ad-
vertidos de las posibles escapatorias. Por eso la m a y o r í a de las obras de
casuística se redactaban en latín; y cuando a partir del siglo x v m h a y a
algunas en idiomas locales, los pasajes de carácter sexual, tanto por pu-
dor c o m o por prudencia, seguirán escribiéndose en la vieja l e n g u a de
la Iglesia.
En cualquier caso los diccionarios de casos de conciencia o m a n u a -
les de confesores manifiestan hasta nuestros días (conocemos uno pu-
7 0
blicado e n 1 9 4 8 ) que l a sociedad d e f i e l e s h a ido planteando proble-
m a s cada vez más complejos. Acaso la deserción comenzó cuando los
fieles comprendieron que la cultura teológica de sus curas no alcanzaba
para responder a preocupaciones q u e rebasaban con m u c h o la esfera
de la teología.
La confesión ha sufrido dos grandes crisis: la actual (sobre la cual da-
remos ciertos datos en nuestra conclusión y q u e ha llevado al abandono
casi total de los confesionarios) y la del siglo XVII, época del enérgico de-
bate entre rigoristas y flexibilistas. ¿Podrá resolverse la nueva crisis como
la primera, aplicando consignas de moderación como las de san Ligo-
rio, cuyas tesis, por otra parte, no fueron escuchadas en su siglo sino en
el siguiente? No es al historiador a quien corresponde responder.
No obstante cabe observar que, antes del siglo XIX, fas dificultades
con q u e tropezó la confesión nunca causaron la deserción de los fieles, y
que a u n después el abandono fue m u y progresivo. Tanto jesuítas como
jansenistas se confesaban, de formas diferentes tal vez, pero sin poner
en tela de juicio la obligatoriedad del sacramento. Los fieles los seguían
en masa. No olvidemos además q u e el temor al castigo, m u y real por
entonces, propiciaba la frecuencia de la práctica, sobre todo en el c a m -
po, donde la presión del cura local y la c o m u n i d a d aldeana era intensa.
Las visitas pastorales periódicas, q u e desde el siglo XVII alcanzaban a
las p a r r o q u i a s m á s remotas de Francia, no sólo servían p a r a q u e el
obispo sometiera al párroco a un pequeño examen teológico o juzgara
q u é nacía falta reparar en la iglesia y sus aledaños: atraían al redil a las
ovejas descarriadas.
70 La carne, el diablo y el confesionario

Antes de personarse en las aldeas los obispos se hacían enviar u n a


relación de los problemas pendientes con i n d i c a c i ó n del n ú m e r o de
"pascualizantes", es decir de aquellos q u e con la llegada de la Pascua se
confesaban y recibían la c o m u n i ó n . El porcentaje es m u y bajo, respon-
de hacia 1 6 6 0 el obispo de C h á l o n s , Félix Vialart, a las indicaciones
precisas del cura. H a b r á que convocar a quienes faltan a la c o m u n i ó n y
dirigirles dos amonestaciones sucesivas en poco tiempo, y si se resisten
una advertencia pública. Los nombres de los remisos se citarán enton-
ces desde el pulpito. De mantenerse el rechazo el cura dará noticia al
obispado, q u e p o d r á p r o n u n c i a r la e x c o m u n i ó n . Para el a l d e a n o re-
fractario una m e d i d a así implicaba, además de m á x i m o peligro para el
alma, una serie de inconvenientes inmediatos. Ya no podía c o m p r o m e -
terse, casarse, apadrinar ni asistir a ceremonias donde lo hicieran otros.
C u a n d o muriera no lo enterrarían en el cementerio parroquial. Resul-
tado: en 1 7 8 9 , mientras la descristianización avanza ya sobre los espíri-
tus, sobre todo los masculinos, en las zonas rurales los "pascualizantes"
(y por tanto confesados) siguen siendo el 9 5 % . ¿Pero eran sinceras las
confesiones, estaban bien hechas? Y por otra parte, ¿qué es para la Igle-
sia u n a confesión bien hecha? ¿En qué desemboca toda esta gestación
histórica? ¿ C ó m o era la confesión tipo?

La m e c á n i c a de la confesión

Unas palabras pues, para terminar el presente capítulo, sobre la forma


d e l a c o n f e s i ó n p e r f i l a d a d e f i n i t i v a m e n t e p o r san L i g o r i o ( 1 6 9 7 ¬
1 7 8 7 ) . ¿ C ó m o se desarrollaba el encuentro? ¿Qué palabras se inter-
c a m b i a b a n y en q u é condiciones? Entiéndase q u e hablamos de la con-
fesión clásica, la "verdadera", la q u e existe h a c e dos siglos y a c u y a
agonía asistimos desde hace unas décadas.
El precedente resumen histórico ha procurado mostrar q u e el sacra-
m e n t o de la confesión evolucionó constantemente a través de los si-
glos. En el catecismo reciente encontramos sus últimos avatares, a sa-
ber, las formas más o menos comunitarias. Pero, después de enunciar
los nuevos modos, este catecismo afirma que el único m o d o correcto
es el más tradicional, ese q u e desde hace alrededor de un siglo y m e d i o
v i e n e p r a c t i c á n d o s e (o d e b e r í a p r a c t i c a r s e ) sin m o d i f i c a c i o n e s : " L a
confesión i n d i v i d u a l e integral s e g u i d a de absolución sigue siendo la
única m a n e r a ordinaria por la cual los fieles se reconcilian con Dios y
71
la Iglesia" .
Así pues, y pese a q u e todos los católicos occidentales de hoy la ha-
y a n c o n o c i d o más o menos c u a n d o niños, describamos esa ejemplar
Formas de la confesión 71

confesión tradicional. Conserva u n a "imagen" m u y fuerte; u n a repre-


sentación que habita todos los espíritus, incluso los no católicos. In-
tentemos precisarla.
De hecho la confesión s i e m p r e ha sido u n a práctica fuertemente
codificada y llena de prohibiciones diversas q u e no obstante h a n ido
c a m b i a n d o . En el siglo XIX, por ejemplo, monseñor Gousset dice que
el confesor debe estar en el cubículo con sotana y "jamás debe confesar
72
a las personas del otro sexo en un lugar diferente de la i g l e s i a " . He
aquí la p r i m e r a i m a g e n : un sacerdote vestido de negro, un confesiona-
rio, u n a penitente arrodillada. Es de día, a u n q u e h a y cierta p e n u m b r a .
En efecto, san Carlos Borromeo había prohibido escuchar a las muje-
res "poco antes o después de q u e se ponga el sol". Evidentemente el
m u n d o m o d e r n o cambió poco a poco la vestimenta y los horarios. Sin
e m b a r g o nosotros no describiremos las formas c o n t e m p o r á n e a s , co-
7 3
m u n i t a r i a s , q u e desde la década de 1 9 7 0 y gracias al nuevo r i t u a l
pueden oírse en el curso de la misa, sino la confesión clásica, tal como
—en términos g e n e r a l e s - existió hasta el C o n c i l i o Vaticano II ( 1 9 6 2 ) .
Postura: el p e n i t e n t e se p o n í a de rodillas y se p e r s i g n a b a . Pedía:
" B e n d í g a m e padre, porque he pecado". El cura lo bendecía diciendo:
" Q u e el Señor sea en tu corazón y en tus labios para q u e hagas u n a
b u e n a confesión, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu San-
to. A m é n " . Se cubría con el birrete y el penitente recitaba la primera
parte del "Yo, pecador" (antiguo Confíteor) hasta las palabras "por mi
culpa..."
Entonces comenzaba la entrevista. Si el penitente callaba, el cura
proponía interrogarlo. La primera pregunta siempre concernía al tiem-
po transcurrido desde la ú l t i m a penitencia: "Y bien, hijo m í o , ¿cuánto
nacía que no te confesabas?" Las personas que nosotros hemos interro-
gado sobre sus confesiones infantiles antes o después de la guerra de
1 9 3 9 - 1 9 4 5 suelen insistir en que preparaban el relato de a n t e m a n o .
C o m o las preguntas siempre eran casi las mismas (sobre la mentira, la
desobediencia a los padres, las palabrotas, la m a s t u r b a c i ó n ) , m u c h o s
iban decididos a reconocer las pequeñas faltas y negar obstinadamente
las otras. Sobre cada confesión, sistemáticamente, el cura preguntaba:
" ¿ C u á n t a s veces?" A veces seguía a l g ú n reproche, pero más a m e n u d o
no había n i n g ú n comentario.
Entre los adultos, a juzgar por las entrevistas grabadas en Italia ha-
cia 1 9 7 3 , las cuestiones más abordadas eran la ausencia a misa, el olvi-
do de rezar las oraciones o el hecho de haber c o m i d o carne en viernes.
Pero el asunto esencial era el pecado de la carne, y específicamente en
nuestro siglo m u y a m e n u d o el uso de anticonceptivos.
Al terminar, el penitente pedía perdón a Dios y solicitaba la absolu-
ción. La confesión concluía con el enunciado de la penitencia y el acto
72 La carne, el diablo y el confesionario

de contrición, célebre por la formula antigua mea culpa, mea máxima


culpa, o en la época m o d e r n a "por mi culpa, por mi grandísima culpa".
En nuestro tiempo la penitencia consistía sobre todo en rezos; anta-
ño, en limosnas, ayunos u otras mortificaciones. S u b r a y e m o s q u e ya
hace siglos q u e los teólogos recomiendan al sacerdote q u e sea firme en
las palabras y b l a n d o en las penas. En el siglo XVI Valerio R e g n a u l t
q u e r í a q u e " l a contrición fuera a g r a d a b l e al pecador"; antes incluso
Gerson enseñaba q u e el confesado no c u m p l i r í a la penitencia si no es-
taba de acuerdo con ella. El último catecismo sigue e n u n c i a n d o penas
diversas: ofrendas para obras de misericordia, a y u d a al prójimo, priva-
ciones voluntarias, sacrificio y, sobre todo, "la aceptación paciente de
74
la cruz q u e debemos l l e v a r " .
Las observaciones de los tratados antiguos sobre las cualidades de
u n a b u e n a confesión son inagotables. Para Pontas, que los resume to-
dos, debía ser simple, h u m i l d e e íntegra e ir a c o m p a ñ a d a de un dolor
75
sincero y un auténtico deseo de c u m p l i r la penitencia a d j u n t a . En
realidad retoma, abreviándolas, las dieciséis características e n u m e r a d a s
por los escolásticos, enseñadas largo tiempo en los seminarios y conte-
nidas en este cuarteto en latín:

Sit simplex, humilis confessio, pura, fidelis,


Atque frequens, nuda et discreta, libens, verecunda,
Integra, secreta et lacrymabilis, accelerata,
Fortis et acussans, et sit parere parata.

La confesión tradicional tenía lugar cada vez q u e se c o m u l g a b a y al


menos u n a vez al año, generalmente en Pascua según las instrucciones
de Letrán. Pero hasta épocas m u y recientes se registran numerosos ca-
sos de c o m u n i ó n semanal, todos los domingos. La regla q u e exigía d i -
rigirse al cura del pueblo y no a otro, establecida t a m b i é n en Letrán, se
dejó de lado m u y pronto. En el siglo XIX los fieles ya podían elegir con-
fesor, a u n q u e se condenaba la búsqueda de curas especialmente bené-
volos y más todavía el uso de dos confesores para reducir las faltas a la
mitad.
Confesión precisa: siempre se ha recomendado no dejar n a d a ocul-
to, abordar todos los temas. La confesión es esencial y el catecismo vi-
gente sigue h a c i e n d o h i n c a p i é en su aspecto salvador: "Aun desde el

{ >unto de vista s i m p l e m e n t e h u m a n o , la confesión nos libera y facilita


a reconciliación con los d e m á s . Por ella el h o m b r e m i r a de frente los
pecados de q u e se ha c u l p a b i l i z a d o . . . La confesión al sacerdote cons-
7 6
t i t u y e p u e s u n a p a r t e e s e n c i a l del s a c r a m e n t o d e p e n i t e n c i a . . . "
H a c e m á s de un siglo m o n s e ñ o r Gousset d e n u n c i a b a a q u i e n e s se
Formas de la confesión 73

conformaban con confesiones faltas de contenido, por ejemplo e n u n -


c i a n d o solamente el género del pecado cometido. De n a d a servía, ex-
plicaba, decir: " H e pecado g r a v e m e n t e contra la castidad"; en p r i n c i -
pio era necesario - s i e m p r e lo ha sido— c o m u n i c a r la clase de falta con
toda precisión.
Confesión detallada: esta c u a l i d a d indispensable de la buena confe-
sión deriva de la anterior. A fin de no dejar n a d a oculto, los m a n u a l e s
sugieren hacer la relación en cierto orden, recorriendo todo el arco de
pecados posibles.
Un texto del siglo XVI p r o p o n e e v o c a r s u c e s i v a m e n t e los c i n c o
sentidos y los diferentes órganos del cuerpo, cada uno con sus res-
pectivas faltas: "Los ojos. Las orejas. El olfato. La boca. La l e n g u a .
Las m a n o s . Los pies"; tales son las rúbricas f u n d a m e n t a l e s . En d e t a l l e
un e s q u e m a de este tipo p r o p o r c i o n a relatos c o m o éste: " M i boca.
He puesto excesivo deleite en vinos y v i a n d a s bien preparadas y obte-
n i d o d e ellos d e m a s i a d o placer [ . . . ] M i l e n g u a . H e dicho m u c h a s pa-
77
labras m a l a s , e t c é t e r a " . Otros p r o p o n í a n seguir el orden de los pe-
cados capitales.
La confession coupée, obra del siglo XVIII, i n d i c a b a otro método: se-
g u i r los diez mandamientos. El autor m i s m o proporciona una lista de
pecados de los cuales es posible acusarse y que basta puntear en el libro.
Ya q u e no podemos citar con a m p l i t u d esta obra particularmente i m a -
ginativa y bien escrita, seleccionaremos algunas de las sugerencias que
hace al confesante (tres pecados por m a n d a m i e n t o , sobre los centena-
res q u e ofrece el texto).
Primer mandamiento (Tendrás un solo D i o s ) : No me he c u i d a d o
de trabajar por la conversión de m i s domésticos. He obtenido y leído
libros de m a g i a . He tenido más confianza en el m é d i c o q u e en Dios.
Segundo mandamiento ( N o p r o n u n c i a r á s el n o m b r e de D i o s en
vano): He empleado cosas santas en usos vergonzosos. He saqueado igle-
sias. He expresado un pecado mortal de manera m u y poco inteligible.
Tercer mandamiento (Guardarás el d o m i n g o ) : He empleado los do-
mingos y las fiestas en j u g a r y beber. He pasados muchos años sin con-
fesarme. He c o m i d o carne en los días prohibidos.
Cuarto mandamiento (Honrarás a tu padre y a tu madre): No he hon-
rado a mis padres, superiores o maestros como es debido. Les he puesto
motes. Le he oeeado en exceso a mi esoosa.
Quinto mandamiento (No matarás): He injuriado a otros, los he ata-
cado y herido. Me he enterado con dolor del encomio de otro. He cau-
sado guerra.
Sexto y noveno mandamientos (No cometerás adulterio, no desearás
la carne sino en el m a t r i m o n i o ) : Me he consentido ilusiones noctur-
nas. He conservado en mi casa desnudeces i m p ú d i c a s . He pecado con
74 La carne, el diablo y el confesionario

u n a persona (aquí h a y que explicar de qué sexo y c o n d i c i ó n ) . He pro-


yectado algo espantoso. Me he abandonado por entero a salacidades.
Me ha irritado no poder inventar y cometer más.
Octavo mandamiento (No darás falso testimonio): He d i c h o m e n t i -
ras perniciosas y perjudiciales. He leído la confesión de otro. Me he
servido de cartas falsas y falsos sellos.
Séptimo y décimo mandamientos (No robarás, no desearás los bienes
del prójimo): He tomado una cosa a escondidas. He alienado bienes de
la Iglesia. He ejercido la piratería. He ejecutado mal un testamento. He
78
hecho trampa en el juego. He defraudado al fisco .
El extracto precedente prueba q u e con un poco de i m a g i n a c i ó n se
llegaba a albergar bajo unos pocos epígrafes p r á c t i c a m e n t e todos los
pecados i m a g i n a b l e s . S i n e m b a r g o el e s q u e m a era m u y teórico y, al
m e n o s según los testigos de nuestro siglo, las m á s de las veces el i n -
terrogatorio carecía de plan lógico. Por lo demás, ya en 1 8 4 4 monse-
ñor Gousset reconocía que no hacía falta recorrer todo el decálogo: "Se
fatigará al fiel y la confesión se le hará odiosa", decía.
Pero ni un solo pecado ni un solo pecador debían escapar a la por-
menorizada indagación. El penitente estaba obligado a c o m u n i c a r con
profusión de detalles no sólo q u é pecados había cometido, incluso los
secundarios, sino dónde, cuándo, cómo y con q u i é n . El catecismo re-
ciente, menos liberal q u e el C o n c i l i o de Trento, recuerda que, sin ser
estrictamente necesaria, "es a l t a m e n t e r e c o m e n d a b l e la confesión de
7 9
los pecados veniales" . El autor de un m a n u a l relativamente m o d e r n o
- p u b l i c a d o después de la S e g u n d a guerra m u n d i a l - insiste, por ejem-
plo, en las precisiones q u e h a y q u e reclamar c u a n d o un fiel confiesa
u n a m i r a d a un poco a la ligera:

El confesor: ¿Fue una m i r a d a francamente obscena? ¿Una


m i r a d a s i m p l e m e n t e inconveniente? ¿Indiscreta? ¿Has m i -
rado d e l i b e r a d a m e n t e , m u c h o t i e m p o , d e pasada? ¿ H a s
visto, s i m p l e m e n t e , sin d e l i b e r a c i ó n . . . ?
M i r a d a francamente obscena: pecado mortal.
M i r a d a sólo inconveniente: no es pecado mortal salvo si
80
fue p r o l o n g a d a .

Estaba previsto q u e ni siquiera los sordos escaparan al interrogatorio.


M o n s e ñ o r Gousset dice q u e si saben leer h a y q u e plantearles Tas pre-
g u n t a s por escrito; y añade: "En cuanto a los q u e no son del todo sor-
dos, para escuchar su confesión ha de conducírselos a la sacristía o a un
l u g a r retirado". El m i s m o arzobispo prevé a s i m i s m o la eventualidad de
q u e el sordo sea el confesor. ¿Valdrá la absolución q u e dé sin h a b e r
Formas de la confesión 75

comprendido bien? Sí, responde, si al menos ha oído ciertos pecados.


No si es sordo c o m o una tapia y en realidad no ha oído nada.
Por ú l t i m o se prevé a u n el caso de alguien que, de oído sano pero
vergonzoso de sus pecados, no se atreva a confesarlos en voz alta y des-
lice al confesor un billete. Pontas no lo acepta: "¿Puede el confesor re-
81
cibir tal confesión? No debe ni p u e d e " .
El aparato teórico, la codificación estricta del acto y la escrupulosa
aplicación del código q u e se les exige tanto a confesores como a confe-
sados muestra bien hasta qué p u n t o fue general, i n m e n s a y acaso utó-
pica la obra q u e se propuso la Iglesia. Se trataba de un verdadero, gran-
dioso sueño inquisitorial: saberlo todo de los parroquianos, y m u c h o
más de sus debilidades que de sus virtudes.
A cambio de la confesión la Iglesia prometía dos cosas: remisión y
secreto. Siempre se garantizó q u e la remisión era completa. Todavía en
la época de los penitenciales, Bartolomeo de Exeter afirmaba: "Por ver-
gonzoso y a b o m i n a b l e que sea, el pecado es remitido por u n a confe-
sión secreta y u n a secreta absolución". Nadie conocería j a m á s los crí-
m e n e s de q u e el p e n i t e n t e se h a b í a a c u s a d o . En p r u e b a de e l l o se
citaba el caso de J u a n N e p o m u c e n o , confesor de la princesa J u a n a , es-
posa del emperador a l e m á n Wenceslao IV y verdadero m á r t i r del se-
creto. En 1394 N e p o m u c e n o se negó a denunciar las infidelidades de
la emperatriz; fue torturado, e m b u t i d o en un saco y arrojado al M o l -
dava. Pese a los apremios del m a r i d o calló hasta la muerte. Q u e d a por
saber si la promesa del secreto tranquilizaba naturalmente a los fieles.
Pues, c o m o veremos, la Iglesia interrogaba sobre asuntos particular-
mente íntimos y personales.

Tras haber estudiado la forma de la confesión pasaremos al estudio de


sus c o n t e n i d o s . En c o n j u n t o , a lo largo de su historia la Iglesia ha
puesto el acento en tres pecados.
El primero de ellos, el a m o r al dinero, le preocupó intensamente en
los siglos XIV y XV, cuando los católicos tenían prohibido prestar con
intereses. O l v i d a n d o sus primeros éxitos en Venecia perdió la oportu-
nidad de entrar en el m u n d o capitalista - e l m u n d o moderno—, dejan-
do el d o m i n i o de las sociedades nacientes a los protestantes y los j u -
díos. Q u e d ó s i t u a d a así en u n a desventaja q u e no llegaría a reducir
nunca, tanto más cuanto q u e el "sucio dinero", el "dinero corruptor"
seguiría resultándole altamente sospechoso.
C o n el m i s m o rigor ha perseguido los que llamaremos pecados de
palabra —la mentira, la maledicencia—, insistiendo con razón en la in-
fluencia destructiva que tienen en las relaciones h u m a n a s . Desafortu-
nadamente, después de la ya secular intervención de miles de directo-
76 La carne, el diablo y el confesionario

res de conciencia, el estado del amor y la solidaridad en nuestras socie-


dades no permite afirmar que la Iglesia h a y a c u m p l i d o su proyecto con
acierto.
Por ú l t i m o , y privilegiadamente —en este caso con é x i t o - , la Iglesia
ha atacado la sexualidad. La ha condenado en todas sus formas fuera
del m a t r i m o n i o , y a veces incluso dentro de él; no olvidemos que el
propio papa Inocencio III, en su De contemptu mundi, llegó a decir:
"Nadie ignora q u e el acoplamiento n u n c a se desarrolla sin prurito de
la carne, fermentación del deseo y hediondez de la lujuria".
A q u í se condensa todo el problema de la teoría cristiana de la carne,
i n s e p a r a b l e de la confesión. U n a teoría c o m p l i c a d a , c o n t r a d i c t o r i a ,
que hasta 1 9 5 1 - y tal vez hasta nuestros d í a s - n u n c a evolucionó sino
m u y débilmente, y cuyos cambios de lenguaje, da la impresión, apenas
h a n s e r v i d o p a r a e n m a s c a r a r restricciones a n t i g u a s e i n d e c l i n a b l e s ;
pues, como el dinero, al cristianismo n u n c a le ha interesado m u c h o
n i n g ú n a m o r q u e no fuese el q u e se siente por Dios. El resultado es
una teoría que na favorecido al m i s m o tiempo la virginidad y la mater-
nidad; un sistema que ha procurado exigir la m a y o r c a n t i d a d de niños
y el m e n o r placer posible. ¿Pero es posible conciliar las dos cosas?
La condena de la carne

H a y q u e tener el valor de decirlo: lo esencial de la teoría cristiana de la


carne no proviene de Jesús. En particular la idea central de un vínculo
entre el sexo y la procreación, según la cual sólo se puede tener relacio-
nes sexuales para hacer niños, no se encuentra en n i n g u n o de los evan-
gelios. Tampoco en el A n t i g u o Testamento y ni siquiera en san Pablo,
padre fundador del pensamiento cristiano. En realidad la teoría de la
carne, tal como se ha transmitido hasta nuestros días, se elaboró paula-
tinamente y a ú n no ha acabado de evolucionar. Fueron sobre todo los
"hacedores de s u m a s " de los siglos XII a XV quienes la perfeccionaron
m e d i a n t e u n a suerte de sincretismo, utilizando y reorganizando ele-
mentos bastante diversos: la Biblia, Cristo, el p e n s a m i e n t o a n t i g u o ,
ideas científicas medievales y textos de los padres de la Iglesia, en parti-
cular de san Agustín ( 3 4 5 - 4 3 0 ) .

Las fuentes del Antiguo Testamento

El A n t i g u o Testamento no contiene n i n g u n a m a l d i c i ó n contra la se-


xualidad. Narra el nacimiento de A d á n y Eva, creados hombre y mujer,
82
y la institución del m a t r i m o n i o : así se hicieron "una sola c a r n e " . La
invitación a crecer y multiplicarse parece haber sido para ellos un de-
ber, tal vez incluso un derecho. Según costumbre de los antiguos pue-
blos están autorizados el concubinato, la p o l i g a m i a y el divorcio. El
Cantar de los cantares es un poema al amor y los placeres.
No obstante también están presentes las viejas prohibiciones j u d í a s .
El Levítico c o n d e n a firmemente el adulterio, es decir el acto sexual
con u n a persona casada. Algunos vicios se consideran nefandos, en es-
pecial la homosexualidad - p o r la cual son destruidas S o d o m a y Go-
m o r r a - , el incesto, la bestialidad y la prostitución en los templos.
78 La carne, el diablo y el confesionario

Sobre todo los cristianos deben al A n t i g u o Testamento la descon-


fianza de la sangre menstrual y la historia de O n á n . La sangre da mie-
do, en- especial la sangre femenina. "El que se acueste con mujer du-
r a n t e e l t i e m p o d e las r e g l a s d e s c u b r i e n d o l a d e s n u d e z d e e l l a h a
puesto al desnudo la fuente de su flujo y ella también ha descubierto la
fuente de su sangre. A m b o s serán extirpados de entre su pueblo", dice
83
el L e v í t i c o . Es un crimen que el h o m b r e comparta el lecho con una
mujer indispuesta; Ezequiel y el Levítico equiparan el acto sexual du-
rante la regla al adulterio. No cabe d u d a de q u e esta prohibición ha
contribuido enormemente a forjar la leyenda de que la mujer es i m p u -
ra, misteriosa y lúbrica, y en parte explica que h a y a sido considerada
largo tiempo c i u d a d a n a de segunda en el pueblo de Dios.
El texto que narra la condena de O n á n es m u c h o más difícil de i n -
terpretar, pero ha ejercido considerable influencia en la teoría cristiana
de la carne, sobre todo a través de la traducción de san J e r ó n i m o para
la Vulgata. S i g u i e n d o la costumbre, a O n á n se le encargó q u e diera
descendencia a su h e r m a n o muerto. Pero "como sabía que aquella des-
cendencia no sería suya, cada vez que se unía a la mujer de su h e r m a n o
dejaba caer la semilla a tierra para no dar posteridad a su hermano. Pa-
84
reció mal a Yahvé lo q u e hacía y le hizo morir a él t a m b i é n " .
El episodio, que al menos muestra que los j u d í o s conocían el coito
i n t e r r u m p i d o —la eyaculación del hombre fuera de la mujer para evitar
la procreación—, ha servido a lo largo de los siglos para justificar la con-
dena de la anticoncepción y de la masturbación (que, en un evidente
c o n t r a s e n t i d o , d u r a n t e los siglos XVIII y XIX a m e n u d o era l l a m a d a
"onanismo"). De hecho hoy los exegetas bíblicos d u d a n de cómo inter-
pretar el "crimen de Onán". ¿Quiso Dios castigar el acto m i s m o de re-
tirada o, en general, la m a l d a d de ese hombre, la falta de sentimiento
familiar, el egoísmo sexual, la negativa a obedecer? Dentro de la libera-
l i d a d de la época en cuestiones sexuales, la severidad del castigo —la
m u e r t e - parece incompatible con la estrecha interpretación m a n t e n i d a
por la Iglesia católica, que ha llevado a la condena no sólo del coitus in-
terruptus sino de toda pérdida de l í q u i d o seminal.
No obstante a u n q u e —interpretada más o menos correctamente— la
historia de Onán repercutió considerablemente en la formación de la idea
cristiana del "pecado contra natura", en materia de conductas sexuales or-
dinarias el Antiguo Testamento sólo parece condenar las relaciones con
parejas ya casadas. Es el terrible non moechaberis (no cometerás adulterio)
del sexto mandamiento.
D e s t a q u e m o s t a m b i é n q u e e n n i n g ú n pasaje del A n t i g u o Testa-
m e n t o se prohibe el intercambio sexual durante el embarazo.
La condena de la carne 79

El mensaje de Jesús

¿Incrementó Jesús las prescripciones del A n t i g u o Testamento? No lo


parece; al m e n o s no en forma de interdicciones sexuales precisas. A
m e n u d o se olvida q u e conocemos m u y poco las palabras de Cristo. En
los evangelios es difícil distinguir su mensaje auténtico de lo que, m u -
cho t i e m p o después de que muriera, llegó a los redactores. Pero inclu-
so aceptando todo lo narrado, el conjunto de las frases atribuidas a J e -
sús forman apenas un discurso de algunas horas.
Sin duda lo esencial del mensaje no se refiere a la sexualidad. Las gran-
des preocupaciones de Jesús eran otras. Dos ideas son particularmente
originales. La primera, el amor al prójimo: "Os doy un m a n d a m i e n t o
nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, os
85
améis vosotros también ios unos a ios otros" ; idea magnífica, lamenta-
blemente jamás aplicada, que sin embargo daría al cristianismo un rostro
particular. La segunda, expresada con frecuencia, es en realidad un senti-
miento de urgencia: "Transformaos - d i c e J e s ú s - , que el Reino está cerca".
No falta mucho para la catástrofe final; por eso hay que arrepentirse, no
especialmente de los pecados sexuales sino de todas las faltas cometidas.
H a y que prepararse para comparecer ante Dios para el último juicio.
Por lo demás, ¿se encuentran en las palabras de Jesús prohibiciones
especiales en materia amorosa? Varias veces repite, siempre de forma
breve, los m a n d a m i e n t o s dados por Dios en el S i n a í y por supuesto

3 ue entre ellos está la prohibición del adulterio. Y sin embargo i m p i -


e que lapiden a la mujer pecadora, desafiando a quien esté sin pecado
a que arroje la primera piedra. Nadie lo hace; los asistentes callan. J e -
8 6
sús perdona a la culpable: "Vete, y en adelante no peques m á s " . He
a q u í un mensaje de amor y perdón, no de severidad.
Ni siquiera repite las suspicacias judías sobre la presunta impureza de
las mujeres. Disfruta de la compañía de ellas, les habla, las frecuenta tan-
to como a los hombres. No habla de la simiente, del crimen de Onán,
de la masturbación, de la homosexualidad, del bestialismo ni de otros
tópicos de los ulteriores especialistas cristianos en el interdicto.
Esto no significa q u e no lo envuelva un aire m u y particular: un aire
de pureza. En principio no está casado. En un texto oscuro habla de
los eunucos voluntarios y parece q u e los aprueba: "Porque hay eunu-
cos q u e nacieron así del seno materno, y h a y eunucos hechos por ios
hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino
87
de los Cielos. Q u i e n pueda entender, que e n t i e n d a " . En estas p a l a -
bras fundará la Iglesia católica —la única por cierto entre las confesio-
nes cristianas en nacerlo— el celibato obligatorio de los sacerdotes.
U n a ruptura radical de Jesús con el A n t i g u o Testamento son las du-
ras palabras q u e aquél pronuncia sobre el divorcio. No concibe q u e se
80 La carne, el diablo y el confesionario

disuelva el m a t r i m o n i o , por el cual hombre y mujer se hacen u n a sola


88
carne: "Lo que Dios unió no lo separa el h o m b r e " .
Tampoco se puede olvidar —es uno de los grandes mitos c r i s t i a n o s -
la concepción virginal de Jesús por M a r í a , narrada por M a t e o y L u -
8 9
c a s , a u n q u e los otros evangelios no la mencionen y las epístolas no
digan sobre ella una sola palabra. Es indudable que con la figura de J e -
sús se inicia la glorificación de la castidad y la v i r g i n i d a d ; claro q u e
siempre, repitámoslo, en un clima de fin de m u n d o , de i n m i n e n c i a del
fin de los tiempos.
En horas tan graves el sexo no tiene gran importancia; en p r i m e r
plano está la pureza. Y Jesús condena todo cuanto puede m a n c h a r el
corazón del hombre: "Intenciones malas, asesinatos, adulterios, forni-
caciones [antes se traducía por impudicias}, robos, falsos testimonios,
90
i n j u r i a s " . El pensamiento se vuelve decisivo, más quizá q u e los actos:
"Todo el que m i r a a u n a mujer deseándola, ya cometió adulterio con
91
ella en su c o r a z ó n " .
Es una actitud totalmente nueva. Se diría q u e a Jesús no le interesa
la sexualidad. Por otra parte afirma que después de la resurrección "ni
ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el
92
c i e l o " . No cabe d u d a de q u e a los elegidos se los representa asexua-
dos. Los santos parecen niños, categoría que lo conmueve particular-
m e n t e por su simplicidad i n m a c u l a d a . En cambio está claro q u e Jesús
nunca legisló sobre el sexo, nunca vinculó el acto sexual a la idea exclu-
siva de procreación, n u n c a predicó la abstinencia. Un aire de pureza,
sí; ciertamente no de ascetismo y retiro. Jesús no desprecia el m u n d o ,
como harán tantos cristianos de la Edad M e d i a . ¿Acaso no lo vemos en
el banquete, copa en mano? J u s t a m e n t e porque su posición en materia
sexual carece de precisión y claridad, san Pablo - a r q u i t e c t o impecable
del cristianismo, fundador de la teoría represiva de la c a r n e - y sus su-
cesores tendrán que alimentarse en otros pastos: las tenues indicacio-
nes del A n t i g u o Testamento, de las cuales sólo conservarán los inter-
dictos, y los pensadores paganos más ascéticos de Atenas y R o m a .

San Pablo y la apología de la continencia

Considerado el verdadero constructor del cristianismo, Pablo de Tar-


so, llamado san Pablo (hacia 1 0 - 6 4 ) , organizó las grandes líneas de la
doctrina. Sus tesis en materia sexual fueron decisivas. Las desarrolló en
torno a tres ideas: la carne es contraria al espíritu; el m a t r i m o n i o es un
remedio para la fornicación; el amor es un deber entre cónyuges. Por
austeras q u e sean notemos q u e n i n g u n a conlleva a ú n el vínculo sexua-
La condena de la carne 81

lidad-procreación q u e en los siglos siguientes se convertirá en la base


del pensamiento cristiano en materia de a m o r carnal. En cambio con
san Pablo el a m o r se convierte, prácticamente en todas las ocasiones,
en u n a conducta pecaminosa o a lo s u m o en un m a l menor del cual es
preferible abstenerse siempre que sea posible.
Las epístolas condenan claramente la carne y elogian la abstinencia
sexual: "Si no estás ligado a mujer - d i c e san P a b l o - no busques una; y
el que la tenga, que haga como si no la tuviese". Dice u n a frase terri-
93
ble: "Bien le está al hombre abstenerse de m u j e r " . ¿Por qué este re-
chazo? Porque la carne desvía del espíritu, y por tanto de Dios.
La epístola a los gálatas contiene la primera lista de pecados vincu-
lados a la carne, publicada con el correspondiente castigo: la privación
del paraíso. En el sentido amplio las obras de la carne cubren un dominio
m u y vasto: i m p u d i c i a , impureza, disolución, idolatría, magia, enemis-
tades, querellas, animosidades, disputas, divisiones, sectarismo, envi-
dia, ebriedad, excesos de mesa y cosas semejantes. "Os prevengo, como
ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de
94
Dios."
En el m u n d o de pecado que describe san Pablo el matrimonio es ape-
nas un recurso para limitar los arrebatos del morbo sexual. El amor se to-
lera a los esposos en la unión matrimonial porque fuera de ella correrían
el riesgo de pecar aún más gravemente, de incurrir en la espantosa forni-
cación. "No obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su
9 5
mujer y cada mujer su m a r i d o . " La i d e a está bien expresada en la
fórmula: "El que no pueda contenerse, que se case; pues más vale casarse
que arder".
¿Qué puede ser entonces el amor físico en el matrimonio? En este
punto san Pablo es fuertemente innovador. Hasta que se determinen
las restricciones establece en el lecho conyugal u n a igualdad entre se-
xos sorprendente para la época. Desde luego hay que guardar modera-
ción; advierte que el lecho esté "exento de mancha", pues Dios juzgará
96
a los impúdicos tanto como a los a d ú l t e r o s . Pero dicho esto y siem-
pre con la idea de impedir que el c ó n y u g e insatisfecho busque fortuna
en otra parte, el amor aparece menos como una fuente de placer q u e
como algo que cada uno debe entregar al otro a la menor señal:

Q u e el m a r i d o dé a su m u j e r lo q u e debe y la mujer de
igual m o d o a su marido. No dispone la mujer de su cuer-
po, sino el marido. Igualmente el m a r i d o no dispone de su
cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro sino de
m u t u o a c u e r d o , por cierto t i e m p o , para daros a la ora-
ción; luego volved a estar juntos, para que Satanás no os
97
tiente por vuestra i n c o n t i n e n c i a .
82 La carne, el diablo y el confesionario

Así canaliza san Pablo la pasión amorosa; en verdad la sujeta con un


collar jurídico. Fuera del m a t r i m o n i o q u e d a prohibida y se confunde
con la fornicación, la i m p u d i c i a y otros crímenes. Dentro del m a t r i -
m o n i o es tolerable siempre y cuando se la viva con el afán de colmar la
concupiscencia del otro. C o n v i e n e recalcar q u e todo c u a n t o no está
prohibido es aquí obligatorio. El amor es una obligación absoluta en-
tre esposos.
J u n t o a estas ideas, c u y a importancia en el confesionario veremos
más adelante -a m e n u d o los curas preguntarán a las mujeres si c u m -
plen su deber para con los maridos, lo que evitará ligerezas de éstos en
el vecindario—, san Pablo repite en lo esencial las interdicciones del A n -
tiguo Testamento. La mujer es igual al h o m b r e en el lecho pero no en
la sociedad. La esposa ha de subordinarse al m a r i d o c o m o el hombre a
Dios. H a y q u e guardarse del incesto y la homosexualidad. Ésta, de la
cual Jesús no habló nunca, es condenada violentamente en un pasaje
de la epístola a los romanos que d e n u n c i a a ciertos paganos: "Pues sus
mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la natura-
leza; i g u a l m e n t e los hombres, abandonando el uso natural de la mujer,
9 8
se abrasaron en deseos los unos por los o t r o s . . . " H a y u n a sola idea
q u e parece provenir directamente de Jesús: está prohibido el divorcio.
9 9
"La mujer está ligada a su marido mientras él v i v a . "
En suma, san Pablo innova ampliamente; pero dentro del esquema
general, trazado por Jesús, que considera superior la v i r g i n i d a d . Precisa
el marco y las posibilidades. Si se está ligado a u n a esposa, servirse del
m a t r i m o n i o para enfriarse y evitar pecados m á s graves q u e la relación
conyugal. La mujer v i u d a puede volver a casarse; no obstante, san Pa-
blo aclara m u y bien: "Será más feliz si permanece como está". Por to-
das partes encontramos la m i s m a idea: el a m o r está bien cuando no se
puede hacer otra cosa y la abstinencia conduciría a desarreglos todavía
peores. En los demás casos vale más evitarlo: "No reine pues el pecado
l 0
en vuestro cuerpo mortal" ° .
Desde fines del siglo I, basada en textos de ambos testamentos, será
edificada toda u n a teoría cristiana de la sexualidad. Ya h a y m u c h a s pie-
zas colocadas, por diverso que sea su origen. En todo caso los lujurio-
sos ya tienen un lugar sobresaliente en la lista de los pecadores. Gran
clasificador, san Pablo los ha citado en el orden delictivo i n m e d i a t a -
m e n t e después de los asesinos: sobre todo las prostitutas, los adúlteros,
los disolutos y los homosexuales. El a m o r sólo es posible dentro del
m a t r i m o n i o . Préstamos tomados a la filosofía a n t i g u a l i m i t a r á n esta l i -
bertad todavía más hasta reducirla a la procreación.
La condena de la carne 83

Fuentes d e l a A n t i g ü e d a d

Puede que en Atenas y R o m a el a m o r estuviese bastante disociado del


m a t r i m o n i o . A decir verdad es poco lo que sabemos; y desde q u e un
poco antes de la S e g u n d a guerra D e n i s de R o u g e m o n t p u b l i c a r a su
provocador El amor en Occidente la cuestión ha sido objeto de acalora-
dos d e b a t e s . C o m o sea, vale l a p e n a citar u n a b r i l l a n t e f ó r m u l a d e
Jean-Louis Flandrin: "Al parecer los atenienses pensaban que la esposa
estaba hecha para procrear, las cortesanas para el placer y, tal vez, los
1 0 1
efebos para el amor" .
Lo cierto es q u e la A n t i g ü e d a d no fue un bloque, ni en el tiempo ni
en el espacio, y toda generalización es más que audaz. C o m o ha m o s -
trado Paul Veyne en un notable artículo de 1982, sólo en d e t e r m i n a -
dos ambientes estaban los muchachitos a disposición de los amantes;
la apreciación de la homosexualidad por los antiguos era m u y diversa.
Tolerada entre los ricos y los poderosos, al pie de la escala social sin
d u d a se la rechazaba. A C i c e r ó n le encantaban los besos de su esclavo.
Virgilio era homosexual y Horacio bisexual. Pero Platón excluyó tajan-
temente la pederastía de la c i u d a d . M á s vergonzosa q u e a m a r a u n a
persona del propio sexo era la pasividad en los hechos, el pecado de
molicie (mollities). A los homosexuales pasivos, afirma Veyne, los echa-
ban del ejército. "Lo importante es ser el que esgrime el sable; el sexo
1 0 2
de la víctima es lo de m e n o s . " Era horroroso entregarse al esclavo,
quien - s i g u e diciendo el h i s t o r i a d o r - "sólo debía servir de cuatro pa-
tas". Las locas fellatio públicas a q u e se entregaba Nerón, por ejemplo,
le valían el desprecio general. En cuanto a la mujer, por m u c h o q u e
Ovidio hiciera su panegírico (Ovidio llamado Nasón, el de la larga na-
riz, apéndice que era objeto de burla por lo que supuestamente revela-
ba), parece que desde m u y pronto estuvo vinculada a la m a t e r n i d a d y
—salvo la vestal— tuvo u n a i m a g e n de engendradora: la matrona g e n e -
rosa. La R o m a imperial elaboró u n a idea, jamás enunciada, que gusta-
ría m u c h o a los primeros cristianos: el m a t r i m o n i o concebido c o m o
fábrica de bebés.
M a s tengamos m u y en cuenta que en R o m a no se veneraba en a b -
soluto al niño. Era imposible que los cristianos encontraran modelos
en u n a s o c i e d a d q u e p r a c t i c a b a a m p l i a m e n t e la a n t i c o n c e p c i ó n , el
aborto e incluso el infanticidio. H u b o que esperar hasta el año 3 1 8
para que elpater familias perdiera el derecho de vida y de muerte sobre
su descendencia.
Pero j u n t o a las costumbres relajadas, a partir del siglo I filósofos
más o menos ligados al estoicismo desarrollaron teorías ascéticas que
podían seducir a los discípulos de Cristo. Así, Epicteto creía en el m a -
trimonio como estabilizador de la pareja y sólo consideraba el coito en
84 La carne, el diablo y el confesionario

ese m a r c o . Otro estoico del siglo I, M u s o n i o Rufo, v i n c u l a b a clara-


mente el acto sexual al m a t r i m o n i o y éste a la concepción de niños. La
m i s m a desconfianza hacia el amor libre encontramos en Plutarco.
Lo que en general se proponían estos filósofos era precaver al h o m -
bre contra la agitación pasional de cualquier tipo, y por tanto contra el
amor, a su parecer el sentimiento más desequilibrante. Un tratado neo-
pitagórico atribuido a Lucano e n u n c i a sin a m b i g ü e d a d e s el concepto
de una sexualidad destinada ú n i c a m e n t e a la generación de niños: "El
hombre está dotado de órganos sexuales no para el placer sino para la
conservación de la raza". No estamos lejos de una frase de Sexto que
san J e r ó n i m o ( 3 4 7 - 4 2 0 ) y otros autores de los siglos III y IV repetirán
hasta la saciedad: "Adúltero es el a m a n t e de su propia mujer". La filo-
103
sofía estoica del d o m i n i o de sí embebió al c r i s t i a n i s m o .
Sin embargo el pensamiento de ciertos cristianos evolucionó de for-
ma particular llevándolos aún más lejos: al gnosticismo y más tarde al
m a n i q u e í s m o . Ahora ya no se trataba de l i m i t a r el amor sino de supri-
mirlo del todo. A los gnósticos cristianos como M a r c i ó n ( 8 5 - 1 6 0 ) , Ta-
ciano ( 1 2 0 - 1 7 3 ) o Valentín (muerto hacia el 161) los conmueve que
Jesús no se h a y a casado ni haya tenido descendencia. Cierto n ú m e r o
de textos más o menos apócrifos los inclinan t a m b i é n a insistir en el
papel de la v i r g i n i d a d y la c o n t i n e n c i a en el mensaje cristiano. H a c i a
el año 150 una pseudo segunda epístola de Pedro condena todo abando-
no. Un supuesto evangelio de santo Tomás - m u y pronto rechazado—
pone en boca de Jesús estas palabras: "Benditos el vientre que n u n c a ha
concebido y los senos que n u n c a han a m a m a n t a d o " . En el siglo II, bajo
la influencia de san J u s t i n o , algunos de los nuevos discípulos se cas-
tran. Otros piensan q u e al menos h a y q u e abstenerse de cualquier rela-
ción sexual. En nombre del d u a l i s m o de la carne y el espíritu rechazan
el coito, el m a t r i m o n i o y la procreación. Aquellos que se han puesto
del lado de Dios no pueden estar con la carne y la materia. Estas ideas
abonarán las teorías de M a n i ( 2 1 6 - 2 7 7 ) , q u e Occidente no llegará a
1 0 4
conocer b i e n pero de las cuales surgirá a su tiempo el rechazo de los
"perfectos" cataros a la procreación.
En el siglo IV la Iglesia se esforzó por organizar su pensamiento y
hacer frente a posiciones que empezaba a juzgar excesivamente heréti-
cas. Fue entonces cuando le resultó útil la filosofía estoica. Tomó ideas
de fuentes m u y diversas: de los griegos, la del hombre q u e d o m i n a sus
pasiones; de los romanos, la de esposa engendradora; de los j u d í o s , la
de la mujer i m p u r a por sus reglas e inepta para el sacerdocio. A ñ a d i d o s
a los principios de Jesús y san Pablo, todos estos elementos se fundie-
ron en la teoría agustiniana del m a t r i m o n i o , q u e d o m i n a r á el pensa-
m i e n t o cristiano prácticamente hasta mediados del siglo XX.
La condena de la carne 85

La s e x u a l i d a d en Isidoro

Sin d u d a por el desprecio —por lo demás vergonzoso— con que trató a


Galileo y D a r w i n , a m e n u d o tenemos una visión harto engañosa de las
relaciones de la Iglesia con la ciencia. La idea recibida dice así: la Igle-
sia no entendió n u n c a la ciencia y n u n c a siguió sus pasos. Es un enfo-
que demasiado reductor. Si bien es cierto que la oposición tuvo lugar y
condujo a divorcios lamentables, veremos que, en diversas ocasiones,
no pocos sabios cristianos intentaron acercamientos entre la teología y
el p e n s a m i e n t o científico de sus respectivas épocas. Desafortunada-
m e n t e para ella, la Iglesia no siempre ha elegido bien sus maestros y en
general ha reaccionado m u y tarde. Después de haber denigrado el m é -
todo O g i n o hacia 1 9 3 0 h o y lo considera excelente, serio, racional y no
m u t i l a t o r i o en la regulación de los nacimientos. El p r o b l e m a es q u e
hoy estamos en la era de la p i l d o r a . . . La Iglesia está atenta al progreso,
se informa, hasta se alinea con él cuando ve la posibilidad de anexárse-
lo; y esto lo ha hecho a lo largo de toda su historia. M u y a m e n u d o , si
bien con retraso, se ha esforzado en tener en cuenta hipótesis de su-
mestos sabios - d e los que le convenían, se entiende— y el saber popu-
Íar que derivaba de ellas. Por supuesto no siempre con provecho.
En la elaboración de la doctrina eclesiástica del sexo tuvo un papel
importante el pensamiento científico de la Edad M e d i a . Se trataba más
bien de un pensamiento precientífico -o pseudocientífico— en gesta-
ción y colmado a ú n de leyendas y pistas falsas. M u c h o s , por ejemplo,
creían q u e la etimología era fuente de conocimiento, porque el h o m -
bre vivía en un m u n d o esencialmente verbal donde poco lugar había
para la e x p e r i m e n t a c i ó n y el contacto con la realidad. Estas ideas se
vinculaban con la teoría de las correspondencias, que, nacida acaso en
Egipto, sería perfeccionada por Paracelso, Della Porta o incluso A m -
broise Paré en el siglo XVI.
S e g ú n la teoría de las correspondencias y los numerosos Tratados
de signaturas que aparecieron hasta Descartes (el verdadero destructor
de esta forma de p e n s a m i e n t o ) , Dios había rubricado las cosas, es de-
cir impuesto en cada objeto u n a marca de reconocimiento. El m u n d o
era entonces un g r a n libro. C o m o bien ha señalado M i c h e l Foucault,
ese m u n d o estaba repleto de figuras q u e h a b í a q u e leer (legenda) y
descifrar. Todo se correspondía: del macrocosmos al microcosmos, de
las estrellas al cuerpo h u m a n o . C o n un poco de atención era posible
reconocer estas correspondencias, ver que Dios h a b í a puesto en rela-
ción los a n i m a l e s , las p l a n t a s , los planetas y los órganos del cuerpo
humano. La forma o el parecido (cuando no la diferencia) eran signos
que p e r m i t í a n reencontrar los vínculos, las concordancias, la trama de
la naturaleza.
86 La carne, el diablo y el confesionario

En un m u n d o así no era azar que los testículos se parecieran a los


bulbos de ciertas flores o a las cebollas. Del m i s m o m o d o un buen ob-
servador podía encontrar en la naturaleza flores con cabello h u m a n o y
plantas con escamas, crestas, p u l m o n e s o espinas (como el cardo). Se-
mejanzas y diferencias hablaban del amor o el odio q u e había entre las
cosas. H a b í a familias de cosas. Ponerlas en relación, encontrar víncu-
los, daba conocimiento y sobre todo era curativo. Dios había querido
ponernos en el c a m i n o m e d i a n t e miles de signos. Así se entendía que
las habas fueran beneficiosas para los ríñones, las flores rojas para la
sangre, los pétalos de j u g o amarillo (como los de la celidonia) para el
hígado.
El sistema daba un lugar preponderante a la etimología. Las pala-
bras también tenían forma y se parecían unas a otras por la raíz. T a m -
bién en ellas Dios había escondido su mensaje. Arzobispo y último pa-
dre de la Iglesia, Isidoro de Sevilla ( 5 6 0 - 6 3 6 ) se o c u p ó de descifrar
estos misterios en una obra que alcanzó enorme celebridad: las Etymo-
logiae.
A la mirada moderna, las etimologías —o supuestas e t i m o l o g í a s - de
Isidoro, productos de la infancia de una ciencia, se revelan unas veces
verdaderas y otras totalmente imaginarias. En ellas bebería Jean-Pierre
Brisset, ilustre loco literario de 1 9 0 0 q u e j u g a b a a d m i r a b l e m e n t e con
las palabras (y para el cual la teología debía practicarse hacia las cinco
de la tarde, hora del té). En todo caso, desde la ambición de e x a m i n a r
q u é transmitían las palabras, la obra de Isidoro resume con originali-
d a d gran parte de los conocimientos del inicio de la Edad M e d i a .
A l g u n o s ejemplos mostrarán a q u é resultados llegó ese verdadero
poeta aplicando su "método" a las palabras latinas: nombres de cosas,
animales, funciones sociales o naciones; en realidad a todos los n o m -
bres del m u n d o , pues el c a m p o de exploración era ilimitado.
La etimología (en latín veriloquium), o supuesta etimología, era de-
mostrativa. Para Isidoro el nieto (nepote) es l l a m a d o así s i m p l e m e n t e
porque nació después (natus post) de los otros. Los bretones (britones),
a u n q u e no les complazca, t o m a n su nombre de los cretinos (bruti), así
como la madre (mater), de materia, lo q u e no deja de tener consecuen-
cia en su pasividad natural (o la pasividad en la cual querrá acantonar-
la la Iglesia). El ave (avis), como bien se ve cuando revolotea sin senti-
do, es un a n i m a l d e s e n c a m i n a d o (a-via). El rey (en griego, basileus)
sirve de base (basis) a su pueblo. La hormiga (fórmica) debe su nombre
105
al hecho de que a m e n u d o transporta granos (ferat micas), e t c é t e r a .
Este método, q u e no carece totalmente de racionalidad (aun c u a n -
do se deja llevar por la corriente de la i m a g i n a c i ó n ) , era más peligroso
si se aplicaba a la fisiología del cuerpo y al léxico de la reproducción.
D e s g r a c i a d a m e n t e fue en este c a m p o d o n d e más lo aplicó la Iglesia.
La condena de la carne 87

M e d i a n t e u n a etimología más sutil aún q u e las demás, Isidoro encon-


tró, por ejemplo, un vínculo entre la sangre, las reglas (sangre veneno-
sa) y la leche. C o m o luego haría Avicena, sacó la conclusión de q u e ha-
ciendo el a m o r la m a d r e podía envenenar al lactante.
Otros ejemplos d e d e d u c c i o n e s serán m á s aclaratorios q u e c u a l -
quier explicación nuestra. Para Isidoro los senos (mamillae) tienen re-
lación con las m a n z a n a s (sunt quasi malae). La vulva no es sino u n a
puerta (valva) abierta a la semilla. En el h o m b r e los lomos son asiento
de la lujuria, c o m o el o m b l i g o en la mujer; pero ambas partes del cuer-
po son lo m i s m o porque la palabra l o m o (lumbus) viene de / + umbili-
cus. A h o r a bien: en latín, umbo designa la protuberancia central de u n a
hebilla, y esto quiere decir lo q u e claramente dice.
Estas etimologías a m p l i a m e n t e fantasiosas no sólo fueron juegos de
los m u c h o s eruditos que volvieron sobre ellas d u r a n t e siglos. En cier-
tos d o m i n i o s influyeron efectivamente en la Iglesia, precisamente por-

3 ue pasaban por racionales y científicas. Las demostraciones de Isidoro


e Sevilla fueron usadas por teólogos posteriores c o m o referencias (con
la señal ut dixit Isidorus) y a veces como pruebas. C i t a r e m o s a Rábano
M a u r o (siglo i x ) y su De laudibus sanctae Crucis, obra casi surrealista a
fuerza de delirios gráficos; a V i c e n t e de Beauvais y su Speculum natura-
le (hacia 1 2 4 4 ) ; y a Bartolomeo de Glanville y su enciclopedia traduci-
da con el título de Le propriétaire des choses (hacia 1 2 5 0 ) . Todos ellos
tienen u n a e n o r m e d e u d a con Isidoro.
A esta línea de teóricos se debe la idea de q u e en la pareja el hombre
es el a m o . En efecto el varón t o m a su nombre (vir) de la fuerza (vis),
mientras que la mujer (mulier) está ligada a la molicie y en definitiva a
la i m p u d i c i a (mollities). U n a etimología —ésta sí e x a c t a - lleva a Isidoro
a subrayar que la palabra "testículos" viene de "testigo" (testis). Ahora
bien, para q u e exista testimonio se necesitan al menos dos testigos. El
adagio del derecho romano es tajante: testis unus, testis nullus.
La analogía entre testículo y testigo explica en principio - a u n q u e
sólo sea en p a r t e - por qué en el catolicismo la mujer n u n c a ha podido
ser sacerdote. S i n "testigos" no p o d í a dar testimonio de Dios, ni si-
quiera casi testificar en general. (En la Justicia, a partir del siglo X I V , su
papel ante el notario se desvaloriza en todos los países.) Por supuesto la
exclusión de la mujer de las funciones sacerdotales no debe atribuirse a
Isidoro; la cuestión se remonta a Jesús, o al menos a la interpretación
dada al hecho de que todos los apóstoles fueran hombres. Pero Isidoro
justificó la idea: también la etimología explicaba el rechazo a las sacer-
dotisas. C a b e recordar que tanto los anglicanos (la reina de Inglaterra es
incluso jefa de la Iglesia) c o m o los protestantes (hace ya décadas que se
ordenan pastoras) se niegan a seguir esta interpretación. Por lo demás,
hoy la Iglesia católica explica su negativa al sacerdocio de las mujeres
88 La carne, el diablo y el confesionario

con otros argumentos: sobre todo el reparto de papeles que hizo Dios
entre el h o m b r e y la mujer.
Para acabar con la e t i m o l o g í a de testiculus d i g a m o s q u e t a m b i é n
implicaba que sólo el "hombre completo" (con dos testículos, no con
uno solo) podía ejercer funciones sacerdotales. Ya sabemos c ó m o se ha
burlado la sátira popular de la obligación de curas y papas de tener to-
dos los utensilios de la virilidad (et bene pendentes), cuyo uso por otra
parte les está prohibido. Si no el origen, al menos la confirmación de
esa necesidad se encuentra en Isidoro.

Otras fuentes científicas y m é d i c a s

El pensamiento teológico no se conformó con beber en las etimologías


de Isidoro. De hecho Ta contribución de éste fue restringida: en general
se limitó a ciertas consideraciones anatómicas. De mayor importancia
fue el aporte de las grandes autoridades médicas de la A n t i g ü e d a d y la
Edad M e d i a , m u c h o m á s "científicas" pese a sus imperfecciones que el
imaginativo Isidoro. A b u n d a n t e s préstamos se tomaron en particular
de Hipócrates ( 4 6 0 - 3 7 7 a . C ) , supuesto padre de la m e d i c i n a , a quien
se debe un "sistema de los humores" q u e tuvo adeptos durante aT m e -
nos veinte siglos; de Aristóteles ( 3 8 2 - 3 2 2 a . C ) , a quien cabe calificar
ya de racionalista, y q u e en todo caso inspiró a los teólogos más avan-
zados de la Edad Media c o m o Alberto M a g n o o santo Tomás; del m é -
dico griego de Pérgamo l l a m a d o Galeno ( 1 3 1 - 2 0 1 ) , a q u i e n hasta el
Renacimiento se debería lo fundamental del conocimiento anatómico;
y por fin, entre los siglos X y XII, de una cantidad de filósofos y m é d i -
cos llamados "árabes" (de hecho llegados de todo el Cercano Oriente y
el M a g r e b ) . C i t e m o s en seguida a los más conocidos de estos últimos,
inadvertidos proveedores del cristianismo en materia de scientia sexua-
lis: Ibn S i n a , l l a m a d o Avicena ( 9 8 0 - 1 0 3 7 ) , filósofo y sabio iraní; al-
Rhazi, llamado Rhazes ( 8 5 0 - 9 2 3 ) , médico del hospital de Bagdad que
hizo la descripción de numerosas enfermedades; e Ibn R u c h i d , l l a m a -
do Averroes ( 1 1 2 6 - 1 1 9 8 ) , médico de Córdoba.
C ó m o influyeron en la doctrina estos sabios de diferentes épocas,
no cristianos pero supuestos maestros del conocimiento, es algo que en
los límites de esta obra sólo podemos ilustrar mediante ejemplos rela-
cionados con nuestro tema: la confesión del pecado de la carne. Sólo
trataremos algunos puntos concernientes a la i m a g e n médica del h o m -
bre y la mujer q u e se desprende de informaciones medievales supuesta-
m e n t e científicas; u n a i m a g e n que teólogos ignorantes de la realidad
de su tiempo a s i m i l a n de b u e n a gana.
La condena de la carne 89

A m e n u d o la ciencia a n t i g u a y m e d i e v a l c o n s i d e r a b a el e s p e r m a
una materia casi divina: éter, pneuma o soplo c u y a pérdida, por peque-
ña q u e fuese, era un grave pecado. Para algunos pensadores antiguos
era verdadero l í q u i d o cerebral (stagon enkephalou). Para Aristóteles pre-
sentaba todas las características de la sangre. Vertirlo, pues, era morir
un poco; perder m u c h o , morir del todo. En elUglo XIII, Alberto M a g -
no contó la m u e r t e de un hombre q u e había copulado sesenta y seis
veces. La autopsia habría mostrado que el infeliz tenía el cerebro m u y
reducido y había perdido parte del sentido de la vista. Es de notar la
relación con los numerosos médicos y confesores de los siglos XVIII y
XIX que, interrogando al niño sobre la masturbación, creían protegerlo
del cretinismo y la ceguera.
Galeno pensaba t a m b i é n q u e el coito podía ser fatal, creencia ésta
que repitieron m u c h o s pensadores árabes. Varias obras tituladas De
coitu, c o m o la de C o n s t a n t i n o el Africano (Ibn Al Yazza) o la de M a i -
m ó n i d e s , insistían en los peligros del acto sexual recordando la pro-
verbial longevidad de los eunucos. El conjunto de estas afirmaciones
vino a confirmar las tesis de la Iglesia a n t i g u a : la superioridad mascu-
lina, el riesgo del a m o r físico y en particular los peligros de la mastur-
bación.
De m o d o parecido la ciencia a y u d ó a construir las obsesiones del
cristiano medieval respecto a la mujer. A partir de Plinio ( 2 3 - 7 9 ) se
tuvo la certeza de que la sangre menstrual era venenosa: i m p e d í a que
g e r m i n a r a n los cereales, m a t a b a las plantas y los árboles, oxidaba el
hierro y volvía a los perros rabiosos. El niño concebido durante las re-
glas —siempre según el pensamiento a n a l ó g i c o - nacía "oxidado" y por
tanto pelirrojo.
Se suponía que la mujer estaba i n m u n i z a d a contra su propio vene-
no. No obstante un ser h u m a n o capaz de producir semejante sustancia
varios días al mes era fundamentalmente m a l o , pernicioso, diabólico, y
toda conjunción carnal con él entrañaba un desafío. Hacer el a m o r era
para el hombre hundirse en el mal. Estas ideas fueron repetidas por los
médicos árabes, cuyas obras a su vez se tradujeron o adaptaron en Eu-
ropa: tal es el caso del Sirr al-asrar, que traducido como Secretum secre-
torum se convirtió en uno de los m a n u a l e s m á s antifemeninos j a m á s
divulgados y marcó profundamente la sensibilidad popular.
De Hipócrates, por último, los teólogos tempranos tomaron la idea
de que el feto no se a n i m a b a i n m e d i a t a m e n t e . El niño cobraba vida y
h u m a n i d a d sólo al cabo de treinta días; la niña al cabo de cuarenta.
Esto permitía, si no autorizar, al menos tolerar los abortos cercanos a la
concepción; es lo que se desprende de algunos penitenciales. Si la idea
se recuperara en la actualidad ayudaría a morigerar la rigidez de la pos-
tura que mantiene la Iglesia al respecto. ¿Es posible esto? Todavía en el
90 La carne, el diablo y el confesionario

siglo XIX, el Dictionnaire des cas de conscience de Pontas —libro q u e pese


a todo se sigue reimprimiendo— repetía la idea de Hipócrates e incluso
la ampliaba, afirmando que según la opinión más extendida "el niño
está a n i m a d o a p a r t i r de los c u a r e n t a días y la n i ñ a a p a r t i r de los
106
o c h e n t a " . Si bien no se ha fijado el tiempo necesario de la "anima-
ción", sino sólo el plazo dentro del cual se permite intervenir, el aborto
terapéutico hoy legalizado en la mayoría de los países de Europa parece
basarse en el m i s m o razonamiento, que como vemos data del comien-
zo de la medicina: un embrión de algunas semanas no sería aún u n a
persona.

El p r o b l e m a d e l e s p e r m a f e m e n i n o

M á s considerable todavía fue la contribución que los pensadores anti-


guos y medievales hicieron al cristianismo a propósito del esperma fe-
m e n i n o . ¿Existía? ¿Era emitido con placer? ¿Para q u é servía? Sobre es-
tas cuestiones, cuyas consecuencias se adivinan con facilidad (¿puede la
mujer sentir placer?, ¿debe hacer todo por experimentarlo?, ¿peca al
oponerse al placer?), se discutió m u c h o y largamente.
Aristóteles era rotundo. Para él la generación era el resultado casi
q u í m i c o de la unión del esperma masculino y la sangre menstrual feme-
nina. La mujer sólo era pasividad, frigidez, derrame, espera de la semi-
lla. Su único papel era el de receptáculo. Estos principios fueron segui-
dos por san J e r ó n i m o y san A g u s t í n . Para que se c u m p l i e r a la
concepción no hacía falta q u e la mujer experimentase placer; tesis m e -
canicista a la q u e Averroes aportó una demostración poderosa. U n a ve-
cina suya habría q u e d a d o embarazada sin darse cuenta, s i m p l e m e n t e
bañándose en u n a tina d o n d e se había aliviado un hombre. Existiera o
no el esperma femenino, entonces su importancia era n u l a o m u y se-
cundaria. A p u n t e m o s que, grosso modo, todos estos autores tenían ra-
zón en negar la existencia o importancia de un eventual esperma feme-
nino. Pero sus tesis contribuyeron a disminuir aún más la importancia
de la mujer en la generación, a reducirla a una suerte de materia p r i m a
inerte.
M u y diferente era la concepción de Hipócrates y Galeno, defenso-
res del carácter fuertemente activo del esperma femenino. El primero
afirmó claramente: "La mujer también eyacula". Lo m i s m o sostendría
Galeno en el siglo II, convencido de que en el acto amoroso la mujer
e m i t í a un semen y esto le daba placer. Avicena se esforzó por i m p o n e r
la idea, q u e t a m b i é n podía demostrarse con ejemplos: las prostitutas
rara vez q u e d a b a n embarazadas. ¿Por qué? Porque verificaban el acto
La condena de la carne 91

sin gozar y por tanto no e m i t í a n semilla. Conclusión: el semen feme-


nino existía, se e m i t í a con placer y era necesario para la fecundación.
Objeción: ¿cómo explicar entonces el caso de las mujeres violadas, q u e
a veces quedaban embarazadas a su pesar? En el siglo XII, G u i l l e r m o de
C o n c h e s dio u n a explicación q u e es el s u m m u m del m a c h i s m o más
odioso. La razón, dijo, era q u e al c o m i e n z o la violación disgustaba,
pero al final, "en a y u d a n d o la d e b i l i d a d de la carne, no es sin agra-
7
do" i » .
La teoría del esperma femenino no es u n a estupidez. C o n s i d e r a d a
hoy, hasta tiene un leve aire m o d e r n o y está claro que propició el avan-
ce de la reflexión religiosa o no en materia sexual. Por supuesto q u e la
mujer aporta algo a la generación; no es p u r a m e n t e pasiva y, aparte del
elemento material (el óvulo, en términos de h o y ) , contribuye a la feli-
cidad del acto m e d i a n t e el orgasmo. Durante siglos hubo sostenedores
de estas nociones, a veces m a l expresadas o falsas si se las t o m a b a al
pie de la letra. C u l m i n a n d o con Ambroise Paré ( 1 5 0 9 - 1 5 9 0 ) , numero-
sos sabios creyeron en la existencia del esperma femenino; y más fue-
ron los defensores del mítico fluido en el siglo XVII. Pero las posiciones
se habían vuelto menos radicales q u e al principio. El debate nabía evo-
lucionado hacia u n a síntesis de las ideas de Aristóteles e Hipócrates.
La base de la conciliación fue la siguiente: como casi todo el m u n d o
daba en admitir, existía u n a simiente femenina; no era indispensable
como afirmara Galeno ni inútil como sostuviera Aristóteles; en reali-
dad era secundaria, siendo esencial la simiente masculina, pero gracias
a la femenina los bebés eran más bellos. Los hijos del amor, concebidos
con placer de la m a d r e , eran siempre magníficos. Pese a todo, pues, el
esperma femenino tenía su utilidad.
No crea el lector que está ante un mero resumen de m e d i c i n a m e -
dieval. Seguimos moviéndonos en la atmósfera del pecado y debemos
saber que los confesores siguieron atentamente el debate. Decir q u e la
mujer goza, puede gozar o negarse a hacerlo, y al tiempo afirmar que
su placer desempeña un papel en la generación significa empezar a dis-
tinguir, en materia de coito, los actos m o r a l m e n t e aceptables o lícitos
de la licenciosidad y la anticoncepción de hecho, en q u e la mujer retie-
ne el gozo voluntariamente.
Sobre este t e m a d e b e m o s a J . - L . F l a n d r i n u n a p á g i n a m a g i s t r a l :
condensa en cuatro puntos los interrogantes que la existencia del se-
108
men femenino —y su corolario, el placer— planteaba a los c o n f e s o r e s .
A continuación la resumimos:
Primera pregunta: ¿Está la mujer obligada a emitir su simiente d u -
rante el acto, lo q u e apareja la posibilidad de negarse o de hacer más
difícil la concepción? De los q u i n c e escritos teológicos sobre la cues-
tión que estudia Flandrin, ocho concluyen que la negativa es pecado
92 La carne, el diablo y el confesionario

m u y grave y cuatro que es venial. Es decir doce condenas sobre q u i n c e


textos.
Segunda pregunta: U n a vez que el m a r i d o ha eyaculado, ¿debe pro-
seguir el acto hasta la s e m i n a c i ó n de la mujer? S e g ú n Flandrin sólo
cuatro autores sobre v e i n t i c i n c o e x a m i n a d o s responden afirmativa-
mente. Nosotros concluimos: que la simiente femenina signifique or-
gasmo es algo q u e a los teólogos no les interesa.
Tercera pregunta: Si Galeno está en lo cierto al creer que la concep-
ción precisa la emisión simultánea de dos semillas, ¿deben los esposos
esforzarse por eyacular al m i s m o tiempo? De los autores consultados
por Flandrin pocos tratan la cuestión. Sólo seis; pero todos responden
favorablemente. Ya se ha dicho que así los niños serán más guapos.
Cuarta pregunta: Si el h o m b r e ha t e r m i n a d o su c o i t o y se ha
retirado, ¿qué debe hacer la mujer? ¿Ha de emitir su simiente aun des-
pués de la retirada? Tomás Sánchez, un liberal del cual h a b l a r e m o s
pronto, discutió el asunto largamente. Sea como sea, dijo, el m a r i d o
n u n c a tiene q u e retirarse d e m a s i a d o rápido: en el hueco dejado por el
m i e m b r o viril entraría aire y "se corrompería el semen". En c u a n t o a
san Ligorio, en pleno siglo XVIII sancionó: " H a y duda". Dicho en tér-
m i n o s m o d e r n o s : siendo probable q u e s e h u b i e r a c o n s u m a d o y a l a
concepción, ¿interesaba q u e la mujer llegase al orgasmo? La p r e g u n t a
era difícil, sobre todo c u a n d o no se creía en la eficacia del orgasmo fe-
m e n i n o . Pero, por u n a vez, el reducido papel acordado a la mujer en
la g e n e r a c i ó n j u g ó en su favor. En general (catorce sobre diecisiete)
los teólogos le p e r m i t i r í a n acariciarse sola para alcanzar la e m i s i ó n .
B o n a c i n a da la autorización formalmente: " S i , h a b i e n d o e y a c u l a d o , el
h o m b r e se retira antes de que lo h a g a su esposa, ésta podrá excitarse
109
por el t a c t o " .
Es u n a de las pequeñas libertades q u e se conceden a la mujer, con-
secuencia de todo lo demás. La masturbación está prohibida para a m -
bos sexos, pero más terminantemente para el hombre. Esta i n d u l g e n -
cia reaparecerá en los confesionarios italianos del siglo XX. El varón no
debe perder u n a sola gota de su valioso esperma. Pero como el semen
femenino es menos noble, si la causa es buena —hacer niños— la mujer
puede disponer de cierta cantidad. Del m i s m o m o d o , ya en el siglo XIII
Alberto M a g n o sostiene que la masturbación es más natural en la m u -
jer; considera que va aparejada a la pubertad y no trae grandes conse-
1 1 0
c u e n c i a s . En este punto parece m u y tolerante, n a d a represivo.
Sin hablar del placer ni del amor, y menos del orgasmo —nociones
demasiado m o d e r n a s - , se ve pues que, basándose en indicaciones pro-
vistas expresamente por la m e d i c i n a de su tiempo, numerosos teólogos
de los siglos XIV a XVII se ocuparon de las condiciones del coito h u m a -
no. Tal vez alguien piense que tanto las preguntas c o m o las respuestas
La condena de la carne 93

eran descabelladas. No debe olvidarse que estaban trabajando sobre in-


formaciones aportadas por los sabios. Ya hemos visto que a partir de fi-
nes del siglo XIX la ciencia se burlaría de los teólogos; pero cabe pre-
guntarse si ella m i s m a no los había inducido a equivocarse.

Fijación de la doctrina

Es así como p a u l a t i n a m e n t e se fue elaborando una teología del sexo,


de la cual corresponde ahora hacer una breve exposición de conjunto.
Durante siglos la Iglesia tratará de imponer u n a moral que debía bas-
tante poco a Cristo, más a san Pablo y el grueso a los filósofos y sabios
de la Edad M e d i a . A q u í se advierte c u a n difícil es poner la palabra
"Iglesia" como sujeto de ciertas frases. En aquellos tiempos, los tres o
cuatro siglos a lo largo de los cuales la doctrina cobró progresivamente
forma estructurada, el papado a ú n no había organizado su c o m u n i c a -
ción. No disponía ni de la Congregación r o m a n a para la doctrina de la
fe ni del Osservatore romano, que hoy en d í a —aparte de las encíclicas y
otros actos de la S e d e - nos tienen al corriente del pensamiento católi-
co oficial. ¿Qué significan entonces expresiones como "la Iglesia pen-
saba q u e . . . " , " l a Iglesia s o s t e n í a . . . " ? A m e n u d o , m á s q u e ante u n a
doctrina a c a b a d a nos e n c o n t r a m o s ante los escritos dispersos de un
grupo de teólogos, voces en ocasiones discordantes y c u y a repercusión
en R o m a se conoce mal.
En materia sexual, inspirado por san Pablo y sobre todo san A g u s -
tín, se impuso claramente cierto rigorismo que influyó en los confeso-
res y se tradujo en las posiciones papales, las sumas de los teólogos re-
conocidos, los catecismos oficiales o aprobados con el imprimatur. No
cabe citar aquí a todos aquellos que disintieron, los que durante largo
tiempo olvidados, combatidos y a veces condenados prepararon la teo-
logía de la pareja que, no sin reserva y lentamente, la Iglesia empezará
a admitir desde mediados de nuestro siglo. Hasta este m o m e n t o pre-
dominará el rechazo de toda forma de placer. El sexo quedaba bajo la
vigilancia de los confesores y sólo se a d m i t í a a condición de que fuera
infrecuente, secreto y útil a la familia.
Uno de los primeros textos cristianos, la Didaché -recopilación de
fines del siglo I- lo dice ya casi todo: "No cometerás adulterio, no co-
meterás fornicación, no seducirás muchachos". Fuera del m a t r i m o n i o
nada, nunca. Incluso en el siglo XX veremos a confesores italianos tole-
rar a duras penas los besos entre novios, y esto a condición de que no
sean d e m a s i a d o fogosos. Tampoco caricias, en absoluto, porque po-
drían llevar al c r i m e n , a la matanza de ciertas posibilidades de vida.
94 La carne, el diablo y el confesionario

R e s u m i e n d o , en el centro del dispositivo cristiano e n c o n t r a m o s —en


cualquier é p o c a - desconfianza y abominación de los placeres carnales.
Si la sexualidad nos fue dada para tener niños, utilizarla fuera de la pa-
reja sólo puede ser pecaminoso.
A m o r sólo en la pareja, pues, y aun dentro de ella con castidad, ob-
servando ciertos límites, sin impureza. Es san Agustín, obispo de H i -
pona, quien a comienzos del siglo V corona esta severa doctrina. Tres
cosas justifican el m a t r i m o n i o , que l l a m a sus tres bienes: proles, f des,
111
sacramentum . Proles: tener hijos. Fides: la fidelidad que los esposos se
deben entre sí. Sacramentum: el sacramento que vuelve el m a t r i m o n i o
indisoluble. Dentro de este marco se pueden tener relaciones carnales;
pero la palabra amor no se pronuncia n u n c a ni se alude a la cosa.
S i n e m b a r g o san A g u s t í n , uno de los m á s brillantes padres de la
Iglesia, h a b í a sido un ser de c a r n e y h u e s o . Las confesiones son en
b u e n a parte un relato de su j u v e n t u d t u m u l t u o s a . A n t e s de la con-
versión, ese h o m b r e h a b í a c o n o c i d o el placer y la v i d a disoluta. H a -
bía fornicado en c o m p a ñ í a de otros estudiantes r o m a n o s ; h a b í a bus-
cado el placer por el placer. "Yo a m a b a a m a r " (amare amabam), dice.
M á s aún: en la m e d i d a en q u e puede hablarse de sentimiento amoroso
en el siglo I V , c i e r t a m e n t e él lo h a b í a conocido: "En aquel t i e m p o co-
h a b i t a b a con u n a m u j e r con la q u e no se h a b í a desposado [ . . . ] sólo
la tenía a ella y le g u a r d a b a fidelidad" ( I V , 3 ) ; "prisionero, enfermo
de la carne, gozaba de delicias mortales" (vi, 12); "cuando hube
a r r a n c a d o de mi flanco, c o m o un obstáculo a mi m a t r i m o n i o , a la
m u j e r q u e era mi a m a n t e , el corazón q u e a ella se h a b í a a p e g a d o q u e -
dó h e r i d o y desgarrado, y arrastró largo t i e m p o su l l a g a s a n g r a n t e "
(vi, 1 5 ) .
Este hombre sensible es el m i s m o que durante siglos prohibirá a los
esposos tener placer y, en el lecho, pensar en otra cosa que hacer niños.
C e r c a n a a la de san Pablo pero a ú n más severa, su concepción, basada
en las nociones de pecado o r i g i n a l y c o n c u p i s c e n c i a , tiene un cariz
fuertemente jurídico. Si bien lo ideal es la continencia, el m a t r i m o n i o
otorga derechos y deberes. La fidelidad obliga a c u m p l i r ciertos actos.
Los esposos se deben uno al otro para hacer niños. C u a l q u i e r otro pro-
ceder sería ilícito y pecaminoso.
San A g u s t í n escribe: " C u a n d o tiene como fin la generación, el acto
conyugal no es pecado". Pero si ese acto se realiza m e r a m e n t e para sa-
tisfacer la concupiscencia es por lo menos pecado venial. El acto de
amor en la pareja es una relación j u r í d i c a y social, con contrato de de-
recho para contribuir al buen funcionamiento de la m á q u i n a general:
yo me debo a ti, tú a mí y los dos juntos nos debemos al Estado. La
teoría de san Agustín, r á p i d a m e n t e aceptada, se integró perfectamente
en las concepciones del agonizante Imperio romano.
La condena de la carne 95

No se trataba de a m a r a la mujer (o al marido) sino de brindarle lo


debido, estar presente y serle fiel, todo con m u t u a moderación. Tal era
el sentimiento habitual de la época. San J e r ó n i m o , contemporáneo de
san Agustín, también condenaba el amor c o m o "olvido de la razón, casi
una locura, vicio horrible que poco conviene a un espíritu santo". M á s
aún, en uno de los textos más opuestos al amor que se h a n escrito nun-
ca, y después de haber probado que el enamorado cae en la condición
más baja, precisa: "Nada es más infame que a m a r a una esposa como a
una amante".
A fines del siglo XII otro a g u s t i n i a n o , H u g u c c i o , avanza u n a nueva
técnica para cerciorarse de q u e el acto sexual se llevara a cabo sin pla-
cer a l g u n o . Propuso q u e , acoplados los esposos, el m a r i d o se d e t u v i e -
ra antes de e m i t i r la semilla. Esto se l l a m a b a coitus reservatus y de este
modo, ya q u e a u n dentro del m a t r i m o n i o el a y u n t a m i e n t o era peca-
do venial, H u g u c c i o pensaba evitar la falta. ¿Era consciente de estar
s u g i r i e n d o n a d a m e n o s q u e u n a p r e c u r s o r a forma d e a n t i c o n c e p -
ción, en todo caso un acto carnal q u e no tenía la procreación c o m o
f i n ? Sus t e o r í a s , r a r a m e n t e a c e p t a d a s por l a j e r a r q u í a , fueron m u y
combatidas.
A u n q u e sólo representara una parte de la tradición cristiana —y difi-
riera notablemente del de san J u a n Crisóstomo—, el pensamiento a g u s -
tiniano se convirtió en doctrina oficial de R o m a desde el siglo VI hasta
el XIX. No obstante, su rigorismo no dejó de despertar oposiciones y en
dos m o m e n t o s , el siglo XIII y el XV, la doctrina fue objeto de cambios e
inflexiones.
En el siglo XIII se empezó a insistir en la frase de san Pablo según la
cual "para evitar la i m p u d i c i a cada h o m b r e debe tener su mujer y cada
mujer su hombre". Se recordaba que el m a t r i m o n i o era algo más que
una institución sagrada, marco para el c u m p l i m i e n t o de los deberes
conyugales. Para san Pablo el m a t r i m o n i o t a m b i é n era un r e m e d i o ;
permitía vivir mejor, o en todo caso no pecar. Así, en contra de san
Agustín, fue reintroducida la idea de que se podía hacer el amor por
placer, si se trataba de evitar la fornicación. Desde luego el razonamien-
to n u n c a se expresó con esta crudeza. Pero p a u l a t i n a m e n t e se llegó a
convenir q u e la relación sexual con otro fin que concebir hijos, consi-
derada pecado mortal por san Agustín, era apenas pecado venial. En
ocasiones así el sexo era un medicamento, y un medicamento n u n c a es
del todo bueno. Sin embargo se justificaba porque permitía evitarle al
cónyuge u n a falta peor; ayudarlo a aliviarse era un derecho y un deber.
No tenía n a d a de m a l o . Era casi una obra de caridad.
Hacia 1 2 4 6 , en su Comentario sobre las sentencias, Alberto M a g n o
acabó por escribir: "No h a y pecado en la relación c o n y u g a l " . H a c i a
1270 santo Tomás reconocería que "un h o m b r e a m a a u n a mujer prin-
96 La carne, el diablo y el confesionario

cipalmente en razón del encuentro carnal" y que, hasta entre los a n i -


males, "la cópula crea una dulce sociedad".
Se había dado un nuevo paso. Otros teólogos, como M i d d l e t o n (ha-
cia 1 2 7 2 ) , procuraron imponer la idea de que "un placer moderado" no
era ilícito. Pierre de La Palud en la m i s m a época, A n t o n i n o de Florencia
en el siglo XV y Jean M a i r e , M a r t i n Le Maistre y el cardenal Cajetan en
el XVI dijeron casi con claridad que en absoluto era pecado unirse en la
carne dentro del m a t r i m o n i o , aun cuando expresamente no se quisie-
ran hijos. Sólo había dos limitaciones: no se podía practicar la anticon-
cepción, en especial el coitus interruptus; t a m p o c o se podía i m a g i n a r
que se tenía en brazos a otro amante; esto habría sido adulterio.
Sería imposible e n u m e r a r todos los teólogos que entre los siglos XII
y XVI comprendieron hasta qué punto era insostenible la teoría agusti-
niana de un acto sexual sólo legitimado por la procreación, efectuado
casi sin amor ni placer. Dionisio el Cartujo ( 1 4 0 2 - 1 4 7 1 ) , acaso el más
célebre, autorizó a m a r i d o y mujer a amarse con un a m o r "múltiple,
especial, cordial". C o n todo, el Catecismo romano de 1 5 6 6 mostró que
los intentos de liberalización s e g u í a n siendo parciales o m a r g i n a l e s .
A u n q u e se c u i d a r a de no repetir las tesis de san A g u s t í n , el progreso
q u e realizó sobre su severidad fue más bien débil. Sin establecer víncu-
lo a l g u n o entre a m o r c o n y u g a l y a m o r c a r n a l e x c l u í a f o r m a l m e n t e
"toda relación para el placer y la lujuria" y aconsejaba abstenerse de vez
en cuando de la cópula para consagrarse a la plegaria. Sobre todo reco-
m e n d a b a a los curas prudencia en Ta materia. No había que decir n a d a
que pudiese "herir los espíritus piadosos". De este m o d o la teología del
pecado de la carne no podía avanzar m u c h o .

L a revolución del p a d r e S á n c h e z

Correspondería a un hombre extraordinario, el padre Sánchez, consu-


mar la ruptura teológica con una obra colosal titulada De sancto matri-
monii sacramento ( 1 6 0 2 ) . Es cierto que, por m u y grande que fuera su
repercusión, la publicación no acarreó consecuencias directas: R o m a
no siguió a Sánchez y, según Pierre de L'Estoile, el libro fue retirado de
la venta. Pero dio m u c h o que hablar. Durante un tiempo causó escán-
dalo. Y era una promesa de cambio.
Antes que n a d a unas palabras sobre el personaje. Director del novi-
ciado de jesuítas de Granada, Tomás Sánchez ( 1 5 5 0 - 1 6 1 0 ) era a la vez
gran casuista y gran asceta. Ese hombre q u e tocó todas las materias,
que recopiló la s u m a de licencias sexuales más abarcadora q u e se cono-
ce, q u e redactó la literatura eclesiástica mejor provista sobre todas las
La condena de la carne 97

formas posibles de amor h u m a n o (y a n i m a l ) , era un ser de costumbres


irreprochables. "Escribía sus libros al pie del crucifijo", se ha dicho.
Dedicaba diez horas diarias al trabajo antes de tomar el menor a l i m e n -
to, y apenas salía de su celda c o m o no fuera para recibir a quienes ve-
nían a verlo desde m u y lejos para someterle casos de conciencia parti-
cularmente arduos.
Se ha afirmado que para resistirse a las imágenes libidinosas que lo
asaltaban sin cesar sólo bebía a g u a y jamás comía pimienta. Sentado el
día entero en un banco de m á r m o l , lo más frío posible para prevenir
cualquier movimiento espontáneo, reflexionaba serenamente sobre las
grandes cuestiones que lo absorbían. C u a n d o el calor de su cuerpo enti-
biaba la piedra se trasladaba al banco que había al otro lado de la mesa.
Así conservaba el espíritu fresco. Y para evitar el contacto con la tierra,
en el centro de la cual moraban los d e m o n i o s y sólo podía conducir
fluidos viles, escribía con los pies siempre diez centímetros por encima
del suelo.
En materia sexual lo sabía todo porque todo lo había leído o escu-
chado. Se esforzó para q u e su excepcional obra - q u e suele designarse
con el título abreviado de De matrimonio- no omitiera n i n g u n a espe-
cie de pecado sexual, n i n g u n a precisión q u e facilitara la tarea de los
confesores; quería informarles de todas las eventualidades, todas las re-
laciones pecaminosas, hasta las más improbables, que pudieran llegar a
su juicio.
C o n frecuencia se ha reprochado a Sánchez su excesiva prolijidad,
su incidencia en la materia erótica —y hasta pornográfica- y la aplica-
ción de un jesuitismo y u n a casuística francamente laxistas. Es cierto
que en el libro se exponen todos los refinamientos de la lujuria, inclu-
so los m á s demenciales, exactamente nombrados, subdivididos, cate-
gorizados, analizados, etiquetados y ponderados al detalle en su m a g -
nitud pecaminosa. Los protestantes —sobre todo Bayle— y los jansenistas
- c o n Pascal al frente- atacaron la crudeza de su expresión y los d e m a -
siado sutiles arabescos de su espíritu, que les parecía tortuoso.
En el siglo XVIII, M i r a b e a u , autor de la Erotika biblion, se burló de
él a t r i b u y é n d o l e la solución del reto casuístico m á s curioso h a b i d o
n u n c a . Se trataba de esos " h o m b r e s con cola" q u e g r a n d e s viajeros
como M a r c o Polo, Struys o Carreri habían visto en tierras de Formosa.
Se contaba que en la base de la espalda tenían un apéndice caudal de
una veintena de centímetros y móvil como la trompa de un elefante. A
Sánchez se le habría presentado u n a delegación para pedirle que escla-
reciera el siguiente enredo:

Ocurrió que uno de dichos hombres con cola se acostó en-


tre dos mujeres, una de las cuales, teniendo un clítoris con-
98 La carne, el diablo y el confesionario

siderable, se comportó al revés y colocó su clítoris en pede-


rastía, mientras que la cola del insular entraba siete pulgadas
en el vaso legítimo. El insular, que era complaciente, se dejó
hacer y, para ocupar todas sus facultades, se acercó a la otra
112
mujer y gozó de ella como invita la n a t u r a l e z a . . .

El padre Sánchez habría hecho gala de todo su saber calificando a la


perfección los pecados cometidos en las fantásticas conjunciones: "En
la primera —dijo- sodomía doble, a u n q u e incompleta en sus fines, por-
que ni la cola ni el clítoris podían vertir libación y no obraban n a d a
contra las vías de Dios y el voto de la naturaleza. En la segunda, forni-
cación simple".
Pero dejemos de lado las anécdotas (que, verdaderas o falsas, m u e s -
tran la idea q u e se tenía de la ciencia sexual del padre) para abordar lo
que nos importa: la renovación que este sutil jesuita llevó a cabo en la
visión de las relaciones sexuales matrimoniales. A q u í es imposible resu-
m i r la e n o r m e obra en folio, redactada en latín pero n u n c a traducida a
i d i o m a vernáculo alguno en razón tanto del tema como de la crudeza
expresiva del b u e n p a d r e . Nos l i m i t a r e m o s pues a s u b r a y a r los dos
cambios q u e introdujo: una hábil autorización de la búsqueda del pla-
cer y el a u d a z permiso de las caricias más alocadas.
H a s t a S á n c h e z los teólogos habían tratado el a m o r c o n y u g a l y el
>lacer separadamente, lo que disparaba una serie de paradojas. Por un
(ado afirmaban: el acto carnal sólo puede tener por fin la procreación.
Por el otro decían: la búsqueda del placer es ilícita.
Toda la astucia de Sánchez se condensó en una sola frase, si no en
u n a palabra. Dijo q u e lo condenable no era la búsqueda del placer sino
la sola búsqueda del placer. Así pues, los esposos podían conocerse en
la cópula tantas veces como desearan, siempre y cuando no practicaran
la anticoncepción y procedieran por las vías normales del h o m b r e y la
mujer, e m p l e a n d o los recipientes idóneos y los órganos convenientes
(in vasis debitis et cum suis instrumentis).
Sánchez n u n c a justificó el coito en sí m i s m o ni dijo que no fuera
pecado; habría contradicho a demasiadas autoridades antiguas. O p t ó
por no hablar de eso, concentrando el razonamiento no en combatir
sino en rodear el obstáculo agustiniano. Y sencillamente dijo q u e no
había n i n g ú n pecado en q u e Tos cónyuges quisieran "unirse como es-
posos"; q u e dentro de la relación m a t r i m o n i a l no había necesidad de
buscar deliberadamente la procreación o evitar expresamente la forni-
cación. M a r i d o y mujer podían unirse por la simple razón de que esta-
ban casados; los únicos males eran actuar contra n a t u r a y buscar "el
solo placer".
La condena de la carne 99

C o n la m i s m a osadía Sánchez justificó q u e entre esposos h u b i e r a


besos atrevidos, hasta entonces tenidos por inútiles y peligrosos. Tenía
perfecta conciencia de que, prolongados, esos besos podían llevar a la
eyaculación, pero no lo atemorizaba. "Cuántos maestros he conocido
-escribió— para quienes tal comportamiento era pecado mortal porque
1 1 3
acarreaba riesgo de p o l u c i ó n . " El consideraba q u e , si se p r o d u c í a
entre esposos entretenidos en el amor m u t u o , el derrame de semilla era
involuntario y por tanto no culpable. De m o d o q u e autorizaba "los
abrazos, besos y caricias entre esposos para testimoniar y fortalecer el
1 1 4
amor m u t u o " .
Suele hacerse hincapié en las últimas palabras: amor mutuo. Si bien
Sánchez no inventó el amor conyugal, al menos le confirió derecho de
existencia a los ojos de los confesores, con todas las confianzas que la
ternura suponía entre esposos. Era un progreso considerable, a u n si esa
teología moral no era aplicable de inmediato. Abría el c a m i n o a Alfon-
so de Ligorio, que en el siglo XVIII, sin tampoco volver a hablar de san
Agustín sino basándose en la teología liberal iniciada por el jesuita Bü-
senbaum ( 1 6 0 0 - 1 6 8 8 ) , propiciará que los confesores formularan a los
casados la m e n o r c a n t i d a d de preguntas posibles y pedirá c l e m e n c i a
para sus pecados eventuales.
Por supuesto que en vida Ligorio no fue más escuchado q u e S á n -
chez, pero triunfó después de muerto. Beatificado en 1 8 1 6 , canoniza-
do en 1 8 3 9 , doctor de la Iglesia en 1 8 7 1 , Ligorio hizo triunfar sobre
los jansenistas el i n d u l g e n t e espíritu de Sánchez. Desde entonces los
matrimonios, al menos, tuvieron derecho a amarse y manifestarlo. Tes-
timonio de ello - a u n q u e todavía m u y prudente y tímido— es u n a frase
del último catecismo q u e se refiere a la procreación y al mismo tiempo
al amor de los esposos: "La alianza matrimonial está encaminada tanto al
bien de los c ó n y u g e s c o m o a la g e n e r a c i ó n y la e d u c a c i ó n de los
115
h i j o s " . H a n hecho falta siglos de disputas para que pudieran escri-
birse estas palabras tan obvias a los ojos modernos.

Rechazo de la anticoncepción y el aborto

Si tácitamente Sánchez reintrodujo el placer en el acto conyugal, n u n -


ca llegó a autorizar con claridad actos sexuales que excluyeran la pro-
creación. La lucha de la Iglesia contra la anticoncepción y el aborto ha
sido constante, al parecer, y apenas ha tenido un puñado de desertores.
De sobra es conocido el poblacionismo católico. En el siglo XV, Bene-
dicto aconsejaba a ú n no preocuparse por el número de hijos que pudie-
116
ran llegar. C o m o a los pájaros, Dios los p r o v e e r í a . Poco a poco, sin
100 La carne, el diablo y el confesionario

embargo, y sin explícitas autorizaciones oficiales ciertos teólogos em-


pezaron a reconocer el derecho de la pareja a tener en cuenta las difi-
cultades materiales. Ya Huguccio h a b í a tendido a esto con el coitus re-
servatus, abrazo sin emisión seminal: en caso de necesidad absoluta, y
sobre todo para dar a la mujer lo debido sin aumentar la familia, el h o m -
bre podía hacerle el amor sin engendrar h i j o s . . . pero sin hacer el amor.
M á s tarde Pierre de La Palud propuso lo m i s m o , justificándolo entre
otras razones por la pobreza.
En el siglo XVI, D o m i n g o de Soto y Pedro de Ledesma desarrollaron
otra idea. Aceptando q u e para las familias numerosas cada n a c i m i e n t o
podía ser un problema proponían rechazar el deber conyugal, hasta en-
tonces considerado imperativo. Sustraerse a ese deber era pecado mor-
tal en todos los casos, dijo De Soto, salvo en la miseria. Por su parte
Ledesma, retomando a Sánchez, preveía u n a lista de condiciones que
justificaban la negativa: que el acto fuera peligroso para un embrión,

3 ue el n ú m e r o de hijos fuese ya elevado, que la familia fuera demasia-


o modesta para criar más. En resumen, parte de la Iglesia empezaba a
tomar en cuenta el entorno social y, antes de lo que generalmente se
cree, surgía la idea de regular los nacimientos. Sin embargo los medios
propuestos —todos "naturales"— no eran m u y diferentes de los q u e la
institución p r o p u g n a hoy: básicamente la continencia.
J u n t o a estos espíritus audaces, que se atrevían a atacar el deber con-
y u g a l y desafiar así los escritos de san Pablo, desde la corriente central
del cristianismo no dejaba de condenarse constantemente la anticon-
cepción y el aborto. M u y temprano ya la Didaché increpaba a "los ase-
sinos de la descendencia y corruptores del plasma divino". A comien-
zos del siglo II la Carta a Barnabé enseñaba: "No matarás al feto por
aborto; no cometerás infanticidio".
En las obras de los médicos árabes a b u n d a n recetas de cariz anti-
conceptivo o abortivo como el estornudo, los nueve saltos atrás o los
supositorios de aceite de cedro, mandragora fresca, pimienta, menta o ex-
cremento de elefante. Avicena consagra al tema un capítulo entero del
libro III de su Canon de la medicina. Pero, eficaces o no, la Iglesia siem-
pre miró estas recetas con horror; n u n c a quiso siquiera oír hablar de
ellas. Si h a y un p u n t o sobre el cual no ha cambiado n u n c a es el aborto.
Entre el siglo X y el XII, cuatro g r a n d e s c á n o n e s d e n u n c i a r o n hasta
c o m o c r i m i n a l e s a los q u e e m p l e a b a n "venenos de e s t e r i l i d a d " (cá-
nones Si aliquis y Aliquando), a los que se u n í a n a mujer "a condición
de q u e evite los h i j o s ' (Si conditiones) y a los q u e cometían con su es-
posa actos contra natura, por ejemplo usando "uno de los m i e m b r o s
de la mujer no hechos para ello" y, por tanto, vertiendo la semilla fuera
del recipiente n a t u r a l (canon Adulterii malum de G r a c i a n o y Pedro
Lombardo).
La condena de la carne 101

Estas condenas no se revisaron nunca. Santo Tomás las confirmó y


dijo q u e la a n t i c o n c e p c i ó n no era sólo d e s t r u c t o r a del m a t r i m o n i o
sino f u n d a m e n t a l m e n t e m a l a . Gerson ( 1 3 6 3 - 1 4 2 9 ) será categórico:
"¿Puede u n a persona tener relación sexual haciendo imposible el fruto
117
del m a t r i m o n i o ? Yo digo que es un pecado que merece el p a t í b u l o " .
En 1 5 8 8 , la bula Effraenatam - c i e r t o que abolida tres años d e s p u é s -
condenaba a m u e r t e y e x c o m u n i ó n a abortadoras y abortados.
Es la m i s m a lección q u e se sigue e n c o n t r a n d o en el catecismo ac-
tual: " L a v i d a h u m a n a debe ser respetada y p r o t e g i d a de m a n e r a a b -
s o l u t a desde el m o m e n t o de la c o n c e p c i ó n " . Y: " C o o p e r a r formal-
m e n t e con un aborto constituye u n a falta grave. La Iglesia sanciona
este delito contra la v i d a h u m a n a con la p e n a c a n ó n i c a de e x c o m u -
1 1 8
nión" .
U n a evolución de R o m a sobre el aborto parece pues improbable. La
aparición de métodos anticonceptivos químicos, q u e no m a t a n el e m -
brión sino que sólo inhiben el ciclo ovárico, tampoco ha modificado
hasta ahora el punto de vista de la Iglesia católica en materia de anti-
concepción. M á s adelante veremos la reacción de los fieles al respecto,
a veces enérgica y acaso anunciadora de u n a evolución a la larga. Por
ahora y desde el principio el historiador comprueba que aborto y anti-
concepción, no obstante de naturaleza diferente, son condenados con
la m i s m a voz y el m i s m o rigor.

El a m o r en m o m e n t o s y l u g a r e s decorosos

El amor, ha dicho además la Iglesia desde hace m u c h o , no puede ha-


cerse en cualquier lugar ni en todo m o m e n t o . Respecto a los lugares,
no ha hecho otra cosa que repetir m á x i m a s de sentido c o m ú n : convie-
ne no perturbar el orden, no atentar contra el pudor, no provocar es-
cándalos. El amor no es cosa pública. El hombre no es un perro. En el
siglo XVIII, la intensificación del sentimiento púdico contribuye a re-
forzar las prohibiciones al tiempo q u e facilita su aplicación. De todas
maneras, a los ojos de los teólogos hacer el amor fuera del domicilio
privado n u n c a ha sido más que falta venial.
O t r a cosa son las i m p u d i c i a s cometidas en un lugar sagrado, u n a
iglesia o un cementerio. La efusión seminal en sitios santos parece haber
sido u n a verdadera fuente de angustia o u n a fobia para las autoridades
cristianas. H a b í a q u e evitarla a cualquier precio y ya hemos visto las
pesadas penas q u e i m p o n í a n los penitenciales ya antes del siglo X a los
contraventores, sobre todo si eran religiosos. M á s tarde el d o m i n i c o
Billuart ( 1 6 8 5 - 1 7 6 7 ) hablará de auténtico sacrilegio carnal:
102 La carne, el diablo y el confesionario

La cópula o cualquier efusión voluntaria de semen h u m a -


no en un lugar santo constituyen sacrilegio carnal. Digo:
de semen h u m a n o , no de semen a n i m a l , ni de humores
intermediarios entre el semen y la orina. Y no es necesario,
para que h a y a sacrilegio, que este semen se derrame en el
suelo de la iglesia. Basta con que sea vertido en el recipien-
119
te n a t u r a l .

No obstante la casuística, arte de contemplarlo todo, atemperaba estas


condenas en ciertas ocasiones. Así se llegó a prever un caso excepcio-
nal, como una especie de a t e n u a n t e q u e más tarde volveremos a e n -
contrar a m e n u d o : el caso en que un cónyuge reclama su débito, sin
c u y a satisfacción caería en la tentación de pecados m á s graves, como
satisfacerse él m i s m o o buscar otra pareja. En esta contingencia el coi-
to podía ser aceptable. A u n q u e con reticencias, pues estaba con los ri-
goristas de su época, Billuart terminaría por conceder: "El acto conyu-
gal ejercido en l u g a r santo a causa del peligro de i n c o n t i n e n c i a por
parte de uno u otro c ó n y u g e no es sacrilego sino lícito. Por ejemplo,
cuando dos esposos se ven detenidos largo tiempo en una iglesia y uno
u otro no se puede contener".
U n a ú l t i m a escapatoria fue ofrecida a los transgresores por monse-
ñor Bouvier, obispo de M a n s en el siglo XIX. A u n q u e él también con-
dena la cópula c o n s u m a d a en la parte de la iglesia "consagrada al cul-
to", d e j a a l a m o r l a p o s i b i l i d a d d e e x p r e s a r s e e n o t r a s p a r t e s d e l
edificio:

Lugar consagrado al culto: bajo esta d e n o m i n a c i ó n queda


c o m p r e n d i d o todo el interior de las iglesias, c o m o capi-
llas, confesionarios, tribunas, etc., pero no las partes exte-
riores, c o m o los muros, el techo, los escalones que prece-
den a las puertas, los c a m p a n a r i o s no pertenecientes a la
120
iglesia ni el c e m e n t e r i o .

De modo q u e los m u y apremiados siempre tenían la alternativa de re-


fugiarse en el campanario o la sacristía... C o m o en otros sitios, en és-
tos cabían ciertos acuerdos con la n o r m a religiosa. M u c h o más n u m e -
rosas y severas, sin e m b a r g o , h a n sido las reglas q u e la Iglesia dictó
sobre m o m e n t o s prohibidos: días de a y u n o , fiestas, solemnidades, pe-
ríodos de esterilidad, reglas, épocas de embarazo o de lactancia.
La condena de la carne 103

Días prohibidos

Ya en el siglo VI Cesáreo de Arles tronaba contra quienes no podían


abstenerse en ciertos m o m e n t o s : "¡Reverendos hermanos! Si los a n i m a -
les sin e n t e n d i m i e n t o sólo se unen en tiempos fijos y legítimos, ¡cuán-
to m á s no deben observar esta n o r m a los hombres, que están hechos a
semejanza de Dios!" Por eso para recibir la c o m u n i ó n aconsejaba prac-
ticar castidad con varios días de antelación. Esta prohibición se repite
prácticamente en todos los penitenciales q u e conocemos.
A u n q u e no prohibido formalmente tampoco se recomienda el
amor en los domingos ordinarios. Carlos Borromeo invitaba a las per-
sonas casadas a abstenerse de todo contacto carnal en el día del Señor.
En ciertas épocas anteriores se habían llegado a descartar otros días de
la semana.
T a m b i é n se discutió m u c h o si era lícito copular durante los perío-
dos de esterilidad. En efecto m u c h o antes de O g i n o ya se había adver-
tido q u e las mujeres no eran constantemente fecundas. En términos
teológicos la cuestión se planteaba así: si el único fin del acto sexual es
la procreación - c o m o quiere san A g u s t í n - , ¿está permitido consumar-
lo en m o m e n t o s en que no puede producir frutos? ¿Tenían los esposos
derecho a acoplarse cuando era imposible engendrar? Un coito inútil
tenía q u e ser un coito pecaminoso.
Parece q u e los maniqueos de los siglos IV y V, hostiles a toda repro-
ducción, esperaban justamente esos días para unirse a sus esposas sin
riesgo. San Agustín estigmatizó a estos herejes que no se atrevían a asu-
m i r responsabilidades, recordándoles claramente el fondo de su doctri-
na: " C o m o proclaman las leyes nupciales, las bodas unen a marido y
121
mujer para procrear h i j o s " . De este m o d o también condenaba por
anticipado a O g i n o . Pero la prohibición sobre los períodos estériles no
p u d o mantenerse m u c h o tiempo: no resistía el menor examen. Había,
por ejemplo, personas que se casaban siendo estériles de por vida, por
defecto natural. ¿Se les iba a vedar todo comercio carnal? Al contrario:
la teoría eclesiástica del deber conyugal los obligaba a unirse. Pronto se
apreció que la doctrina era contradictoria y h u b o que moderarla. Pero
las cosas se complicaron al descubrirse que había más períodos estériles
de lo q u e se creía. H a b í a que agregar el embarazo y la lactancia.
C o n el embarazo se empezó por la severidad. En el siglo II, san C l e -
mente alegó que "no hay que sembrar el suelo q u e ya ha aceptado la
1 2 2
semilla" y, en un discurso a M a r c o A u r e l i o , Atenágoras garantizó
que los cristianos sólo se unían para tener hijos y guardaban abstinen-
cia cuando la mujer estaba encinta. Por cierto que, como confirmando
que la Iglesia n u n c a ha hablado con una sola voz, Lactancio ( 2 5 0 - 3 2 5 )
m a n t u v o la opinión contraria. No obstante casi todos los teólogos de
104 La carne, el diablo y el confesionario

la Edad M e d i a reprobaron el amor d u r a n t e la gestación. S i g u i e n d o a


san Ambrosio y san J e r ó n i m o , que aconsejaban a los h u m a n o s imitar
al menos la contención de las bestias, Graciano (hacia 1 1 4 0 ) y Pedro
Lombardo ( 1 2 3 0 ) estimaron que todo acoplamiento durante ese perío-
do constituía pecado mortal.
De todos m o d o s se i m p o n í a una evolución, sobre todo teniendo en
cuenta que las interesadas no siempre sabían cuál era el primer día de
embarazo. M u y pronto empezaron las distinciones y con ellas los des-
acuerdos. Ya los penitenciales irlandeses (severos desde el primer día)
divergían de los ingleses (más conciliadores). En el siglo IX, el peniten-
cial del pseudo Teodoro sólo condenaba las relaciones consumadas d u -
123
rante los tres últimos meses de e m b a r a z o . A partir del siglo XIII, u n a
vez aceptado el acto amoroso con otro fin que la procreación -y sobre
todo para atender a la concupiscencia del c ó n y u g e - , se hizo imposible
m a n t e n e r tales vetos. Salvo q u e h u b i e r a peligro para el e m b r i ó n los
teólogos autorizaron el a m o r d u r a n t e la preñez; sobre todo A l b e r t o
M a g n o . H a b í a n comprendido que no era razonable privar al marido de
relaciones d u r a n t e nueve meses: era echarlo en brazos de adúlteras o
prostitutas. S i n embargo se m a n t u v o la obligación de la mujer de de-
clarar al confesor que estaba grávida, por más que el estado no conlle-
vara interdictos. En 1 7 6 2 C a n g i a m i l a lo confirmó rotundamente: "Es
consejo de los teólogos que el confesor rehuse absolver a aquellas q u e
no se avengan a confesar su preñez. Así lo recomiendan Sylvius, Pon-
1 2 4
tas, etc." ¿A q u é se debía esta indiscreción? ¿Se proponía la Iglesia
algo más profundo que canalizar la sexualidad? ¿Quería tal vez saberlo
todo de los fieles, controlarlos día a día? La obligación de declarar la
gravidez es un fuerte indicio de que la ambición era gigantesca.
También m u y pronto, en nombre de datos supuestamente científi-
cos tomados de Plinio y Galeno, la Iglesia quiso prohibir las relaciones
sexuales en los períodos de lactancia. Se creía, en efecto, q u e después
del a l u m b r a m i e n t o hacía falta un tiempo de purgación; reanudar de-
m a s i a d o rápido las relaciones carnales podía envenenar al n i ñ o . Pero
t a m p o c o esta prohibición duró m u c h o , salvo para algunos atrasados
como A n t o n i o de Butrio, Alejandro de Nevo o Bossio, teólogos todos
bastante secundarios; los mejores espíritus se pronunciaron por la au-
torización, siempre con la reserva de no poner al niño en peligro y de-
j a n d o a la m a d r e el c u i d a d o de decidir; de esta o p i n i ó n fueron san
Buenaventura en el siglo XIII, por supuesto Sánchez en el XVII y Alfon-
so de Ligorio en el XVIII.
Aparece a q u í otra contradicción de la Iglesia. Al menos durante un
período de su historia prohibió la u n i ó n carnal en tiempo de lactancia
s u b r a y a n d o el peligro que conllevaba para el bebé. Las madres, q u e so-
bre todo desde el siglo XVIII empezaron a preocuparse i n t e n s a m e n t e
La condena de la carne 105

por la progenie, no fueron insensibles a la idea. Así pues decidieron pe-


dir a los maridos que, mientras crecía el; e m b r i ó n , si no podían abste-
nerse vertieran el esperma en otro lugar q u e la frágil matriz. Así, tal vez
sin percatarse, la institución m i s m a condujo a los hombres al coito in-
terrumpido, técnica i m a g i n a d a en la A n t i g ü e d a d y que, poco e m p l e a -
da en la Edad M e d i a , en el siglo XVIII tuvo un verdadero a u g e . La con-
secuencia fue que R o m a acabó levantando el veto y en 1 8 4 0 monseñor
Gousset, in partibus, declaró sin a m b a g e s q u e n i n g u n a ley p r o h i b í a
125
"servirse del m a t r i m o n i o en períodos de l a c t a n c i a " .

A m o r y sangre m e n s t r u a l

El debate principal se centró en otro tema: la conjunción carnal duran-


te la menstruación femenina. La cópula parecía especialmente odiosa
en ese momento porque reunía todos los inconvenientes. Era un con-
tacto con sangre putrefacta, en el fondo diabólica; significaba intervenir
en el centro mismo de la concepción, ya que —no lo olvidemos— para
los aristotélicos el m e n s t r u o era la "materia" del n i ñ o por nacer; de
modo que el coito ponía en peligro la vida de un eventual embrión.
Repitiendo a Plinio (ese maestro a n t i g u o del error y la falsedad),
san J e r ó n i m o revistió su demostración no de consideraciones morales,
sino de u n a apariencia de m e d i c i n a científica. En caso de coito duran-
te la regla, "un vicio de simiente" podía hacer que naciera un leproso o
un gigante. Un siglo m á s tarde Cesáreo de Arles h a c í a un retrato igual-
mente horrible de los productos de esos encuentros escandalosos: "Si
alguno conociera a su mujer cuando ella tiene sus derrames, o no q u i -
siera contenerse el d o m i n g o o en alguna otra solemnidad, el así conce-
bido nacerá leproso, epiléptico o acaso endemoniado".
Un a r g u m e n t o todavía m á s tortuoso se basará en las Etimologías de
Isidoro. Este h a b í a m o s t r a d o q u e la m e n s t r u a c i ó n estaba v i n c u l a d a
con la l u n a (menéen g r i e g o ) . Desde entonces la práctica maldita iba a
entrañar idolatría: adoración de la diosa L u n a y en definitiva herejía.
Razonamientos de este tipo - f u n d a m e n t a d o s , es cierto, en la prohi-
bición formal del A n t i g u o Testamento— se seguirán oyendo aún en el
siglo XVIII. S a n Ligorio, basándose especialmente en la a u t o r i d a d de
santo Tomás, condena el coito con mujer i m p u r a calificándolo de pe-
cado mortal. Y a u n q u e después se lo rebaje a venial, el caso es q u e u n a
vez más la Iglesia intenta d i s m i n u i r el número de días al año en que es
posible la relación conyugal.
Es esta determinación lo pasmoso, más que los discursos pseudocien-
tíficos de los autores medievales. Prohibiendo copular los domingos, las
106 La carne, el diablo y el confesionario

festividades, durante las reglas, el embarazo y la lactancia, ¿no acabó la


Iglesia por retrasar el crecimiento demográfico contradiciendo así la or-
den divina de crecer y multiplicarse? ¿Cómo no advertir las contradic-
ciones de su poblacionismo, por lo demás variable según las épocas?
126
J . - L . Flandrin ha consagrado a la cuestión un trabajo d e c i s i v o .
S u m a n d o los períodos prohibidos o desaconsejados que acabamos de
m e n c i o n a r a los pertenecientes al calendario cristiano (días de a y u n o y
sobre todo é p o c a d e c u a r e s m a ) l o g r a m o s t r a r l a p o s i b i l i d a d d e u n
v í n c u l o entre las interdicciones y el marasmo demográfico de la alta
Edad M e d i a . En cambio si después del siglo XI a u m e n t ó la población
fue sin d u d a porque lentamente las prohibiciones se fueron reducien-
do. Hasta la explosión demográfica del siglo XVIII podría estar relacio-
n a d a con la libertad y u n a mayor a b u n d a n c i a de contactos sexuales.
R e m i t i é n d o n o s a la Edad M e d i a las conclusiones de Flandrin tie-
nen fundamentos sólidos. Entonces quedaban a los esposos m u y pocos
días para unirse: h a b í a q u e eliminar los domingos, miércoles, viernes y
sábados de cada s e m a n a (prohibidos hasta el siglo X l ) , las tres cuares-
m a s anuales, la s e m a n a de Navidad, San Esteban, el San J u a n de i n -
vierno, la fiestas de los Inocentes y de la Circuncisión, los días de Epi-
fanía, la Purificación de la V i r g e n , la Ascensión, el Pentecostés, S a n
J u a n Bautista y las fiestas de los apóstoles Pedro y Pablo, de la A s u n -
ción, de San M i g u e l , de Todos los Santos, de San M a r t í n y de San A n -
drés. Flandrin concluye: " U n a vez deducidos todos estos días de conti-
nencia quedaban de 91 a 93 al año para que los esposos se unieran, a
condición de que la esposa no estuviese i m p u r a o encinta". C o n s i d e -
rando las indisposiciones de la mujer no debían de quedar más de en-
tre 15 y 50 días disponibles. T o m a n d o diferentes pautas Flandrin llega
a un promedio de 4 4 , 2 5 días al año (se sitúa en el siglo x ) , es decir ape-
nas 3 , 7 días por mes.
Aberrantes como son estos vetos, uno tiende a concluir que los fie-
les no los respetaban del todo. Si se j u z g a por los débiles resultados de-
mográficos, sin embargo, no debían de ser poco influyentes. Así pues
la Iglesia no siempre ha propiciado la a b u n d a n c i a de n a c i m i e n t o s tan-
to como se cree. O bien la ha propiciado teóricamente, pero no en la
práctica. Estar por los hijos pero no por el acto sexual es u n a contra-
dicción cuando menos seria.
C u a n d o sabemos q u e la Iglesia logró que A u g u s t o derogara las leyes
poblacionistas, q u e san Gregorio de Niza prometía la salvación a las
vírgenes, q u e san A m b r o s i o alababa a las estériles, q u e san J e r ó n i m o
a n u n c i a b a "El m u n d o ya está lleno y no nos contiene", q u e incluso
más tarde J e a n Gerson clamó por l i m i t a r "la m u l t i t u d de niños", con-
cluimos que las teorías de la continencia periódica de la Edad M e d i a ,
apoyadas por u n a prédica atemorizadora y casi terrorista, no sólo h a n
La condena de la carne 107

confiscado la pulsión sexual de la especie h u m a n a de Occidente sino


q u e probablemente h a n hecho peligrar su existencia.

U n a cuestión d e p o s t u r a s

En toda la doctrina cristiana se encuentra la m i s m a voluntad de encau-


zar el sexo, regular el comercio carnal en todos sus detalles, en definiti-
va disuadir el placer. Encontraremos de nuevo estas constantes en la
cuestión de las posturas, u n a vez más encubierta por indicaciones pre-
tendidamente científicas o medicinales.
¿Hay una postura buena para hacer el amor? Sí, responde la Iglesia; y
sólo una. El razonamiento ha sido siempre el mismo: la oposición a toda
conducta sospechosa de entorpecer la concepción. No nos detendremos
aquí en el coito anal (coitus viri en vase indebito mulieris, llamado a veces
coitus a tergo o in ano), condenado por los teólogos bajo la denomina-
ción de sodomía incompleta, crimen de crímenes, a m e n u d o reservado
en los penitenciales al juicio del obispo y siempre castigado severamente:
se trata - c o m o la h o m o s e x u a l i d a d - de un pecado contra natura que la
Iglesia combatió siempre sin concesiones y n a d a tiene q u e ver con el
problema de las posturas en el coito normal, in vase debito.
Para que el coito se efectuara bien la posición correcta era para los
teólogos la del hombre a caballo sobre la mujer. Así lo expresaba Silvestre
en la Suma de las sumas (hacia 1 5 1 5 ) : "La m a n e r a natural en cuanto a
la posición, es q u e la mujer yazga de espaldas y el hombre se acueste
sobre su vientre c u i d a n d o de eyacular en el recipiente destinado a este
uso". Sánchez, por su parte, escribirá: "La m a n e r a natural de acoplarse
es q u e el h o m b r e se p o n g a e n c i m a y la m u j e r debajo, v u e l t a n a c i a
1 2 7
é l " . Zacchias pensaba que esta ú l t i m a definición no era bastante ex-

E)lícita, ya q u e la m a n e r a verdaderamente "natural" bien podía ser la de


os perros. Por eso, al caso en que la mujer yacía de espaldas (supina)
añadió otro en q u e y a c í a sobre el vientre (prona). Pero todos los teólo-
gos estaban de acuerdo en que la mujer debía estar bajo el hombre, fí-
sicamente d o m i n a d a por él. Para justificar la postura llegaron a esgri-
mir motivos asombrosos.
El más corriente era que en esa situación la mujer recibe mejor el
semen, por simple razón de gravedad; era una aplicación de lo dicho
por los médicos árabes. Rhazes ( 8 5 0 - 9 2 3 ) había afirmado que esa si-
tuación era la m á s fecunda y aconsejado incluso que la mujer alzara las
piernas lo más alto posible. Lo m i s m o había sostenido Avicena (980¬
1 0 3 7 ) : su Canon de la medicina c r i t i c a b a todas las d e m á s posturas,
contrarias tanto a la procreación como a la salud del hombre. Particu-
108 La carne, el diablo y el confesionario

larmente peligrosa le parecía la de la mujer m o n t a d a sobre el hombre,


en la cual éste, p a r a expulsar el semen, debía hacer un esfuerzo que po-
día lesionarle el pene; al m i s m o tiempo " l a retención de la semilla (por
la mujer) se reduce extremadamente". En efecto, durante toda la Edad
M e d i a se pensó que la matriz retenía el semen gracias a sus rugosida-
des; salvo en el caso de las prostitutas, la pared interna de cuyo aparato
sexual se volvía lisa por el uso frecuente.
En nombre de los mismos principios Alberto M a g n o condenó aco-
plarse de pie (quando stat mulier) o por detrás (more canino, a retro),
que en general parecía bestial. También criticó la posición lateral (in
latere), con el hombre y la mujer tendidos de lado y frente a frente; en
este caso, dice De animalibus (libro X ) , el semen tendrá problemas para
alcanzar la matriz. Igualmente desfavorable a la procreación le parecía
la postura d o m i n a n t e de la mujer, pues la m a t r i z q u e d a b a invertida
(matrix est revoluta).
Poco menos q u e con los mismos argumentos justificó M i g u e l Savo-
narola —médico del siglo XV— la postura clásica, l l a m a d a h o y del misio-
nero, precisando además la naturaleza del peligro q u e se corría en otros
casos: "El hombre se pondrá e n c i m a de la mujer, y no a la inversa, para
128
que no caiga semen femenino sobre el pene y no sobrevenga f a t i g a " .
Lo que a q u í está presente es el consabido temor a la sangre menstrual,
con su supuesto papel en la generación, y más aún al "semen femeni-
no", dos sustancias (o la m i s m a ) cuyo contacto h a b í a q u e evitar a cual-
quier precio.
Pero aparte de razones médicas o pseudomédicas no es dudoso q u e
los teólogos quisieran también condenar el placer. Desde su punto de
vista, toda postura extraña a la norma se practicaba por fantasía, por espí-
ritu de indisciplina o para aumentar el goce. De modo que no cabía dis-
cusión: imposible aceptar nada que se apartara de lo corriente. Pierre de
La Palud transmitirá el consejo de aquellos para los cuales, al alejarse de
los senderos trazados, el hombre incurría en falta mortal: "Algunos dicen
que el hombre que conoce a su mujer de forma desacostumbrada peca
129
mortalmente, pues lo hace para procurarse mayor v o l u p t u o s i d a d " .
También, a veces, el rechazo a la posición d o m i n a n t e de la mujer se
e x p l i c a por el t e m o r p o p u l a r a q u e el s e m e n de e l l a c a i g a sobre el
hombre y lo deje "encinto". Ya no se trata de un consejo médico, sino
de un terror o un fantasma afirmados por un cuento tradicional: un
día, un monje pierde la virtud con una mujer experimentada que, ante
su ignorancia, t o m a las riendas de la operación y se m o n t a sobre él. Al
d í a siguiente el monje interroga a un amigo: " H e oído decir q u e c u a n -
do un h o m b r e y u n a m u j e r h a n estado j u n t o s n a c e un n i ñ o . Pero
d i m e : ¿cuál de los dos lleva el niño?" Y el confidente le responde: "El
13
q u e se pone debajo". El monje enloquece y se extravía ° .
La condena de la carne 109

Por supuesto q u e nadie ha creído j a m á s q u e esto fuera posible, ni


siquiera en la Edad M e d i a . Es más bien u n a especie de chiste q u e debía
de contarse en las tabernas. Pero traduce la creencia de la época según
la cual la generación se producía por confluencia del semen masculino
con el femenino. Siempre h a b í a que temer la p r o x i m i d a d de la mujer
d o m i n a n t e , sobre todo si el h o m b r e podía verse desafortunadamente
cubierto de sus humores o de semen descendente.
Por último en la postura se j u g a b a la d i g n i d a d viril. Fue el concepto
m i s m o q u e tenían cíe la mujer lo que llevó a m u c h o s teólogos a consi-
derar ú n i c a m e n t e lícita la postura en q u e d o m i n a b a el hombre: un ser
inferior debía resignarse a su situación. Según S i m o n e de Beauvoir, en
el siglo XX las mujeres empezaron a vivir "la postura sexual q u e situaba
1 3 1
a la mujer debajo del hombre" c o m o "una h u m i l l a c i ó n m á s " .
S i n d a r a las p a l a b r a s c o n n o t a c i ó n desdeñosa, m u c h o t i e m p o se
pensó q u e el h o m b r e era agente (agens) y la mujer pasiva (patiens). Por
eso el h o m b r e tenía que estar en la posición activa, la más fuerte, la del
labriego ante el arado. "Los esposos no son iguales —dice Viguerio— ni
en el m a t r i m o n i o ni en el acto sexual: el hombre tiene el papel más no-
ble." U n a situación en q u e la mujer d o m i n a al hombre (mulier super
virum) se antoja adversa a la naturaleza.
C o n el tiempo, sin embargo, t a m b i é n en este asunto se encontraron
acuerdos, "pese a las monstruosidades q u e se oyen en la confesión",
por recoger u n a queja de Alberto M a g n o . Por su parte él no cedió de-
masiado, salvo en caso de extrema obesidad; entonces recomendaba las
siguientes posiciones, en orden pecaminoso creciente: de lado, senta-
dos y por último retrorsum, a la manera de los jumentos. A partir del
siglo XIV, cada vez más teólogos concederían ciertas excepciones m é d i -
cas. Pierre de La Palud aceptó el coito por detrás en tiempo de embara-
zo, a fin de no lesionar al embrión. Y en 1 6 0 2 el sutil Sánchez, defen-
sor por supuesto de la postura clásica, concluyó q u e de todos modos
no había n i n g u n a (fuera, claro, de la sodomía entre maridos o entre
maridos y mujeres) cuya práctica fuese más que pecado venial. Por ve-
nial q u e fuese, no obstante, un pecado era un pecado. De m o d o q u e
no estaba de más entrevistarse con el confesor.

D i s p u t a sobre la cuestión del deber

C o n la disección de la vida sexual, con el examen de las infinitas posi-


bilidades y variantes del coito, la teoría eclesiástica de la carne se expu-
so a incurrir en numerosas contradicciones. He aquí una, entre tantas
ya señaladas: si estaba prohibido copular durante las reglas, en ciertos
110 La carne, el diablo y el confesionario

días prohibidos o en posturas cuestionables: ¿qué era lo correcto cuan-


do un c ó n y u g e solicitaba alguna de estas cosas y el otro no estaba de
acuerdo?
¿ H a b í a que consentir todo, aun contra natura, incluso en un lugar
sagrado? Porque además de todo estaba el deber conyugal, esa obliga-
ción que san Pablo declarara d e u d a aglutinante entre marido y mujer,
acreedor y deudor que bajo n i n g ú n pretexto podían romper el contra-
to. ¿Había que c u m p l i r el deber en todos los casos o sólo en algunos?
¿A qué dar la primacía: a las prohibiciones de la Iglesia o a las órdenes
de san Pablo, al veto de las licencias sexuales o a la obligación de pagar
la d e u d a al c ó n y u g e ? El asunto fue d e b a t i d o a b u n d a n t e y ardorosa-
mente. Y también en esto la Iglesia se internó demasiado en los deta-
lles de la v i d a í n t i m a .
Resumiendo m u c h o , la discusión pasó por tres épocas, cada una con
una tesis dominante: el deber es u n a obligación absoluta; hay ciertas ex-
cepciones; casi siempre el deber está por e n c i m a de las excepciones.
Recalquemos la fuerza del deber c o n y u g a l enunciado por san Pablo;
en tiempos de éste no h a b í a negativa posible. Por oposición a los here-
jes m a n i q u e o s , todos los padres de la Iglesia incipiente fueron inflexi-
bles defensores de un deber al cual n i n g ú n m a t r i m o n i o podía sustraer-
se; y la tesis fue sostenida por casi todos los teólogos hasta De Soto y
Ledesma, en el siglo XVI. San A n t o n i n o m i s m o , Jean Nider y otros de-
cían que, por poco que fuera su entusiasmo, cada m i e m b r o de la pare-
ja debía ceder al deseo del c ó n y u g e para preservarlo de la polución o el
a d u l t e r i o . Y hasta en el Dictionnaire des cas de conscience de Pontas,
c u y a primera edición es de 1 7 1 5 , leemos: "Aquel de los esposos al que
el otro requiera el c u m p l i m i e n t o del deber conyugal está absolutamen-
te obligado a obedecer so pena de pecado, que por lo corriente es mor-
1 3 2
tal a menos q u e la negativa se funde en u n a causa legítima" . A h o r a
bien, en la época de Pontas no existía prácticamente otra causa legíti-
ma de rechazo que la sodomía, el acto contra natura por excelencia.
Sin embargo desde hacía tiempo ciertos teólogos - a u n sin ser segui-
d o s - venían proponiendo otros motivos válidos. Antes hemos referido
q u e en 1 5 9 2 (unas décadas después de D o m i n g o de Soto) Pedro de
Ledesma h a b í a sostenido que si bien el rechazo del deber era pecado
mortal, uno de los esposos podía negarse al otro cuando el hogar era
pobre y había muchos hijos. Gerson h a b í a puesto la condición de que
el c u m p l i m i e n t o del deber no amenazara la v i d a del feto.
C o n todo, hasta el m i s m o Sánchez —que al menos registra las tesis
de los defensores del rechazo bajo ciertas r a z o n e s - c o m p r o m e t e a la
mujer a plegarse a los deseos del c ó n y u g e cualesquiera que fuesen és-
tos. Le recomienda que ceda siempre y cuando no consienta en su fue-
ro interno. Esta escapatoria se convertirá casi en la doctrina habitual,
La condena de la carne 111

probablemente t a m b i é n fundada en la persistente subordinación de la


mujer al hombre.
Sánchez dice con claridad q u e la esposa debe avenirse al coitus in-
terruptus, aun si el m a r i d o lo tiene por costumbre, porque "la inten-
ción criminal del h o m b r e es por completo exterior a su acto de ella".
Casi a la m i s m a conclusión llegaría Alfonso de Ligorio en el siglo XVIII:
la esposa de un m a r i d o que practique el coito i n t e r r u m p i d o no debe
buscar el contacto, pero tampoco negarse en caso de d e m a n d a .
En 1 8 1 6 la cuestión cobró un cariz más oficial. A la Penitenciaría
r o m a n a le fue elevada la siguiente pregunta: ¿Podía u n a mujer coope-
rar con un h o m b r e de los entonces llamados "onanistas", es decir adic-
tos al interruptus? Bajo amenaza, respondió la Penitenciaría, debía de-
jar hacer. Esto equivalía a decir q u e sí, sobre todo considerando q u é
era para la Penitenciaría una amenaza. La esposa podía tener relaciones
a u n si sabía por experiencia que "el m a r i d o se retirará y eyaculará fuera
del recipiente", dado q u e negándose se arriesgaba "a ser mal vista por
el m a r i d o " y a convertirse en objeto "de grandes prejuicios". No obs-
tante el d o c u m e n t o insistía en q u e la mujer siempre intentara hacer
desistir al m a r i d o de sus malos hábitos, "aunque con prudencia".
En el siglo XIX la respuesta que dice no pero sugiere q u e sí en ciertos
casos alcanza la perfección técnica en las obras de monseñor Bouvier.
Tras haber establecido q u e ciertos motivos permiten negarse al deber,
Bouvier da ejemplos de lo más contradictorio. No, dice, no h a y q u e
ceder ante un m a r i d o loco o borracho, que no está en posesión de sí
m i s m o ; pero añade: "No obstante, si el d e m a n d a n t e es capaz de consu-
mar el acto conyugal la mujer debe rendirse a sus deseos". No, dice a
continuación, no h a y obligación de cumplir con un m a r i d o adúltero;
pero a ñ a d e : a m e n o s q u e ella m i s m a sea adúltera, "pues las ofensas
quedarían compensadas" No, insiste, no hay por qué dar lo debido al
que lo solicita con demasiada frecuencia, por ejemplo varias veces en
una sola noche; pero precisa: "No obstante, y mientras esté en su po-
der, la mujer debe prestarse a las necesidades libidinosas del m a r i d o
cuando éste sufre de violentos aguijones en la carne, pues la caridad la
133
obliga a alejarlo todo lo posible del peligro de i n c o n t i n e n c i a " . En
suma, la mujer no tiene n i n g u n a autonomía: prácticamente en todos
los casos, salvo q u e corra riesgo su salud, se le exige ponerse a disposi-
ción del marido.
Todavía en nuestro siglo vemos q u e —en un caso t e o l ó g i c a m e n t e
m u c h o más grave q u e el coitus interruptus o la ebriedad del marido, a
saber el coito a n a l - un abad aconseja a u n a mujer q u e se niegue "con
bofetadas", y si no lo consigue q u e se pliegue ante la fuerza. M á s ade-
lante veremos cómo se traducen estos principios al lenguaje del confe-
sionario, pero ya podemos decir que testimonios de confesados actúa-
112 La carne, el diablo y el confesionario

les nos han confirmado la tendencia, i g u a l m e n t e obvia en las entrevis-


tas grabadas en iglesias italianas. A m e n u d o , sobre todo si perciben que
la penitente concuerda, los curas aconsejan consentir todo, y en espe-
cial las c o n d u c t a s a n t i c o n c e p t i v a s . . . pero resistiendo i n t e r i o r m e n t e ,
rechazando la falta del c ó n y u g e . H a b r á que preguntarse si, paradójica-
m e n t e , este laxismo no ha acelerado el desapego de los fieles más pro-
clives a la renovación de las prácticas, en la m e d i d a en que, m á s que
firmeza de a l m a y de ideas, ven en las palabras de los confesores u n a
fuerte hipocresía.

El rechazo del placer

En resumidas cuentas, más o m e n o s hasta 1 9 5 0 la teoría cristiana de


las relaciones sexuales se m a n t u v o m u y negativa: n a d a de amor fuera
del m a t r i m o n i o , y dentro de éste preponderancia del h o m b r e e infe-
rioridad inconfesa pero clara de la mujer, desde a n t i g u o considerada
a n i m a l lujurioso c u y a sola p o s i b i l i d a d de regeneración estriba en la
m a t e r n i d a d (tota mulier in útero). Desconfianza fundamental h a c i a el
placer: n a d a de fantasías, n a d a de ardor, n i n g ú n j u e g o incierto; amor,
sí, pero bien d o m i n a d o y ú n i c a m e n t e por la c a u s a j u s t a . No c a b e
d u d a de q u e a lo largo de los siglos se h a n hecho esfuerzos teóricos
considerables y hasta se ha verificado a l g ú n progreso debido a espíri-
tus generosos o mejor i n f o r m a d o s de la r e a l i d a d de la pareja; pero
siempre silenciando uno u otro p u n t o delicado - c o m o hace san L i g o -
rio, verdadero príncipe de lo e s q u i v o - , o antes rodeando la doctrina
con habilidad q u e contrariándola de frente. Por lo demás los espíritus
innovadores c o m o S á n c h e z n u n c a fueron seguidos m u c h o t i e m p o y
acaso no lo sean nunca.
La imposible teoría a g u s t i n i a n a del acto amoroso, q u e lo declara
c u l p a b l e sin los bienes del m a t r i m o n i o (proles, fides, sacramentum) y
excluye el placer, continúa i m p l a n t a d a firmemente; ni siquiera h o y ha
abandonado todos los espíritus. Las relaciones sexuales deben llevar a
la procreación; con el paso de los siglos se llegó a añadir: a la procrea-
ción y la felicidad de la pareja. Pero oficialmente la Iglesia n u n c a ha
podido o querido separar el acto amoroso de la concepción.
Por eso aún hoy en día sigue denigrando con tanta firmeza la ho-
mosexualidad, q u e sin d u d a i m p l i c a amor entre dos seres pero no ge-
neración. Por tanto es i n a d m i s i b l e . El ú l t i m o catecismo tiene a bien
acoger a los homosexuales con "respeto, compasión y delicadeza"; pero
la condena no es menos pesada:
La condena de la carne 113

Basándose en las Santas Escrituras, que los presenta como


depravaciones graves, la Tradición siempre ha declarado

3ue "los actos de h o m o s e x u a l i d a d son i n t r í n s e c a m e n t e


esordenados". Son contrarios a la ley natural. C i e r r a n el
acto sexual al don de la vida. No proceden de una comple-
m e n t a r i e d a d afectiva y sexual verdadera. En n i n g ú n caso
134
pueden ser a p r o b a d o s .

A continuación el texto l l a m a a "las personas homosexuales a la casti-


dad". ¿Es realista la exhortación? Lo q u e se reconoce en este gesto es el
consabido, claro rechazo del amor que no desemboca en el nacimiento
de hijos.
Desde hace unos veinte años este constante rechazo viene desper-
tando gran i n q u i e t u d en las conciencias de los homosexuales (de a m -
bos sexos) s i n c e r a m e n t e cristianos. Si h e m o s n a c i d o así, razonan, si
Dios nos ha creado con esta naturaleza peculiar q u e sin d u d a Él ama,
¿por qué la Iglesia nos reprueba?
El m o v i m i e n t o estadounidense Dignity ha sido el primero en orga-
nizarse y protestar abiertamente. En 1 9 7 2 nació en Francia el grupo
David crjonathan, y en 1 9 7 4 el Centre du Christ libérateur, cuyo fun-
dador, el pastor D o u c é , fue asesinado en 1 9 9 1 . H o y existen m o v i -
mientos en Inglaterra, A l e m a n i a , los Países Bajos, Italia y prácticamen-
135
te en toda E u r o p a .
U n a ú l t i m a palabra sobre las ideas de la Iglesia en materia sexual.
H e m o s visto que éstas se construyeron lentamente en el curso de los si-
glos, forjándose entre o p i n i o n e s contrarias, discusiones y controver-
sias, a u n q u e el asentimiento de las autoridades siempre se h a y a dirigi-
do a una corriente central. Puesto q u e en dos milenios se ha sostenido
todo o casi todo, existe un i n m e n s o stock de a r g u m e n t o s y réplicas.
C a d a situación ha sido e x a m i n a d a escrupulosamente y ha sido objeto
de pareceres más o menos divergentes. A m e n u d o algo que para un teó-
logo es escándalo y pecado monstruoso, para otro es venial y tolerable.
El caso es que los confesores han de elegir entre las diferentes tesis y
construirse una religión propia, en el a l m a y la conciencia, a veces sin
que los estudios del seminario los h a y a n preparado bien para la tarea.
La riqueza de la doctrina ha a u m e n t a d o e n o r m e m e n t e el tamaño de su
empresa, al tiempo q u e la libertad de juzgar subrayaba el aspecto dis-
crecional de la labor. Al principio tenían que interrogar a los parro-
quianos sobre los distintos aspectos de su conducta. C o n el tiempo,
gracias a la variedad de las opiniones emitidas, se han ido encontrando
con un margen más grande de evaluación, quizá no oficialmente pero
sí de hecho.
114 La carne, el diablo y el confesionario

Veamos c ó m o h a n c u m p l i d o la tarea a lo largo de los siglos; qué


instrucciones han recibido y, cuando nos sea posible saberlo, cómo las
han aplicado. Después de la teoría y los teólogos pasemos a los pecados
cotidianos y la actividad de los confesores. Observemos la práctica del
sexo desde el confesionario.
La confesión de las situaciones y los preliminares

El amor empieza m u c h o antes del amor y la Iglesia lo ha sabido s i e m -


pre. Por eso siempre ha previsto que en la confesión se interrogue no
sólo sobre los actos de la carne sino t a m b i é n sobre las anticipaciones
del espíritu, los fantasmas previos, las delectaciones precedentes. Es de-
cir, que el confesor debe informarse de las ocasiones y condiciones que
pueden conducir al acto carnal si el fiel no sabe evitarlas, y m u c h o m á s
si las ha solicitado. Los m a n u a l e s q u e los curas reciben c o m o herra-
mienta consagran capítulos enteros a preguntas relativas a tales "prelimi-
nares", a u n para los casos en que no se h a y a consumado nada.
¿ Q u é p o d í a o b t e n e r la Iglesia de la confesión de s i m p l e s p e n s a -
mientos o situaciones poco pecaminosas en sí mismas? ¿El gobierno de
las costumbres en su c o n j u n t o , i n c l u s o en el aspecto no sexual? En
todo caso dentro de esta perspectiva el amor culpable empezaba por el
gusto del placer, la ropa o los afeites, las miradas, el intercambio de pa-
labras, los libros leídos con excitación. Por otra parte los enamorados
s o l í a n e n c o n t r a r s e en l u g a r e s b i e n d e t e r m i n a d o s y p e l i g r o s í s i m o s ,
como bailes o espectáculos. Es la confesión de estas situaciones previas
al amor lo q u e abordaremos aquí; al efecto partiremos de tres m a n u a -
les para confesores de tres siglos diferentes, todos los cuales fueron ver-
daderos clásicos.
El p r i m e r o , q u e u s a r e m o s a m p l i a m e n t e , fue p u b l i c a d o en el si-
glo XVIII. Su autor, u n provincial de los dominicos llamado Charles Bi-
lluart ( 1 6 8 5 - 1 7 5 7 ) , era partidario del rigorismo agustiniano y quería
demostrar que la única intención lícita de las relaciones sexuales era la
procreación.
El segundo, del siglo X I X , fue escrito por monseñor Bouvier, obispo
más tolerante, q u e en la introducción de la obra declara estar a la bús-
queda "de un justo m e d i o entre el relajamiento y la severidad". H o m -
bre de buena voluntad, Bouvier se planteó toda la vida preguntas sobre
la l e g i t i m i d a d del coitus interruptus; el hecho de que t a m b i é n las plan-
116 La carne, el diablo y el confesionario

teara a R o m a habla de su coraje. La disertación sobre el sexto precepto


del decálogo, con un suplemento al tratado del matrimonio, redactada en
latín, sólo se vendía previa presentación de un permiso firmado por un
superior de seminario o un vicario general de diócesis. No obstante a
partir de 1 8 6 0 se multiplicaron las ediciones - f i n a l m e n t e fue traduci-
da al francés—, pues era una ventajosa compilación de formato reducido,
m a n e j a b l e pero m u y c o m p l e t a , de los pecados de la carne entre los
parroquianos y la manera de juzgarlos.
Para el siglo XX emplearemos un m a n u a l que el abate A. Chamson,
antiguo vicario de Notre-Dame de Boulogne y profesor del gran semi-
nario de Arras, escribió para sus alumnos. El texto prueba que poco an-
tes de 1950 la curiosidad eclesiástica seguía siendo tan aguda como en
otros siglos. Pero a m e d i d a que avancen los capítulos iremos recurrien-
do cada vez más a las encuestas hechas sobre el particular en la década
de 1 9 7 0 , tanto en Francia como en Italia, y que ya hemos mencionado.
Ellas nos ayudarán a entender el funcionamiento y los embarazos de la
confesión en la época contemporánea.
Estos textos básicos y algunos otros, de los mejores autores, nos re-
velarán la crudeza con que na llegado a hablarse en los confesionarios,
y ciertas palabras resultarán chocantes. No hemos buscado la porno-
grafía; al contrario, u n a vez que q u e d ó bien establecido el cariz esencial
de las preguntas y las respuestas hemos e l i m i n a d o varios testimonios
escabrosos.
Pero si por azar la materia de los capítulos siguientes ofende a algún
lector - a u n q u e todas las citas son de eclesiásticos a u t o r i z a d o s - , sólo
nos q u e d a remitirlo a la suntuosa defensa que al final de su obra hace
el d o m i n i c o Charles Billuart. Tras excusarse por sus libertades las atri-
b u y e al odioso m a l sexual, aduce la necesidad de instruir y, concluyen-
do con el e x a m e n de las situaciones q u e preceden peligrosamente al
amor, invita a los lectores a la pureza y la plegaria:

Perdónanos, casto lector, si te hemos colmado los ojos y


los oídos de obscenidades. Nos ha obligado a ello la enor-
me necesidad de instruir tanto a los confesores como a los
penitentes sobre un tema que es el más diverso de t o d o s . . .
Sólo nos ha guiado el amor a la verdad, el deseo de distin-
guir la lepra de la lepra. Pero recuerda, y graba profunda-
m e n t e en tu espíritu, que esta vía es lúbrica en todos los
sentidos. El que la e m p r e n d e da tantos pasos como tropie-
zos tiene. Recuerda t a m b i é n q u e el fuego es traicionero, y
q u e a m e n u d o la más leve chispa, ¡ay!, es causa de un gran
incendio. Evita, pues, tú q u e me eres caro, evita las ocasio-
nes, no digo las cercanas pero sí las distantes, y las m u y
La confesión de las situaciones y los preliminares 117

distantes m á s todavía. En esta cuestión no tengas n a d a por


ligero, si es q u e quieres resguardarte bien de lo grave. En
este combate evitar es vencer. Evita pues la ebriedad, la pe-
reza, evita el sueño en exceso prolongado, evita los pensa-
m i e n t o s , las m i r a d a s , las conversaciones, las c o m p a ñ í a s
que inspiran lujuria. Mortifica tu cuerpo y ofrécelo a Dios
en la hostia v i v i e n t e . Rézale ferviente y frecuentemente
con el profeta, p a r a q u e Él cree en ti un c u e r p o p u r o .
Practica religiosamente los sacramentos de la Penitencia y
la Eucaristía. Invoca devotamente la protección particular
de la Virgen, para que ella te haga inocente, dulce y casto.
1 3 6
Amén .

L u j u r i a y delectación

Para este capítulo no i m a g i n a m o s u n a introducción m á s adecuada que


el precedente texto de Billuart, quien, a d e m á s de u n a c o n d e n a de la
carne que sugiere el c l i m a general, introduce la idea de q u e sólo se lle-
ga a la lujuria propiamente dicha por m e d i o de m u y particulares "oca-
siones" de pecar.
S i n duda, para comprender bien el pensamiento de los teólogos al
respecto es preciso recordar la distinción entre lujuria c o n s u m a d a y no
c o n s u m a d a . No se peca sólo c o m e t i e n d o actos delictivos. Jesús dijo
claramente que quien m i r a a una mujer de cierto m o d o comete adulte-
rio en su corazón. La figura de la lujuria no c o n s u m a d a abarca el con-
junto de pensamientos por los cuales un individuo se i m a g i n a en situa-
ción c u l p a b l e . A los ojos de la Iglesia es de por sí u n a falta, lo cual
demuestra c u a n lejos llega en ciertas épocas su a m b i c i ó n de a d m i n i s -
trarlo todo, incluidos los recovecos más íntimos del corazón del h o m -
bre. El d e r e c h o p e n a l c a s t i g a el acto - u n robo o un asesinato, por
ejemplo— pero no el hecho de i m a g i n a r q u e se roba o se mata. Para la
Iglesia son pecaminosos los pensamientos mismos. Por eso siempre les
ha prestado u n a atención especial. En el siglo XVII, el abate G o m m a r
Huygens, riguroso especialista de la confesión, pidió a los curas que in-
sistieran a los fieles en hablar "de los deseos impuros, los placeres inde-
137
centes y a u n su disposición interior al r e s p e c t o " . Hacia 1948 no pa-
rece q u e el objetivo de la confesión h a y a c a m b i a d o m u c h o . El abate
C h a m s o n solicita a sus alumnos que interroguen no sólo sobre los he-
chos, sino sobre los pensamientos que los h a n acompañado. A propó-
sito de las "malas acciones" sugiere el diálogo siguiente:
118 La carne, el diablo y el confesionario

¿Con otros? ¿Solo? ¿Además de malas acciones hubo pen-


138
samientos, d e s e o s ?

En efecto, un acto puede ir a c o m p a ñ a d o de pensamientos de más al-


cance y los pensamientos no son menos culpables que los actos m i s -
m o s . Por otro lado a veces los pensamientos acarrean actos, notoria-
m e n t e la polución voluntaria o involuntaria. Y es por esto por lo que
en cierto m o d o pensar que se copula, por ejemplo, es copular; pensar
q u e se viola es violar; pensar q u e se comete adulterio es cometerlo.
M o n s e ñ o r Bouvier lo dice c l a r a m e n t e en la Disertación sobre el sexto
precepto, d o n d e llega a i m a g i n a r pecados en los cuales n a d i e piensa.
Tras haber asegurado que en la i m a g i n a c i ó n del acto con u n a casada,
u n a pariente o un a n i m a l h a y respectivamente adulterio, incesto o bes-
tialidad, e x a m i n a la eventualidad del sacrilegio. Pero en vez de plantear
la previsible fantasía de coito con u n a monja pasa a un nivel superior:
" C o m e t e r í a un sacrilegio espantoso -dice— aquel q u e proyectara sus
deseos concupiscentes en la b i e n a v e n t u r a d a V i r g e n , m a s t u r b á n d o s e
139
delante de su e s t a t u a " .
En términos m á s generales la teología moral l l a m a delectación al
"placer carnal que provoca el pensamiento del mal" (Gousset), o "al acto
de voluntad q u e se d e m o r a para complacerse y obtener placer de un
objeto o u n a operación del espíritu" ( B i l l u a r t ) . H a y delectación, pre-
cisa monseñor Gousset, c u a n d o la persona se figura la c o n s u m a c i ó n
140
real del pecado y se delecta c o m o si lo e j e c u t a s e . Se e n t i e n d e q u e
estos pensamientos aparejan m o v i m i e n t o s corporales. Afecto a l l a m a r
al p a n pan, el abate C h a m s o n lo dice sin florilegios: "Por lo corriente,
esta delectación carnal va a c o m p a ñ a d a de erección de los órganos se-
l 4 1
xuales" .
Al tratar de la delectación morosa todos los manuales se ocupan en
a l g ú n m o m e n t o de las viudas, a quienes se supone particularmente l ú -
bricas. Billuart, Bouvier, Gousset y los demás se preguntan, en efecto,
si las mujeres q u e h a y a n perdido a sus esposos tienen permitido "delec-
tarse en la idea de u n a copulación pasada". Parecido interrogante surge
a raíz de las novias y las mujeres alejadas de sus maridos. ¿Es lícito pen-
sar calurosamente en un placer pasado o futuro?
El j u i c i o que el confesor e m i t a sobre este género de fantasma de-
penderá m u c n o de q u e la delectación sea "morosa" o no, lo q u e equi-
vale a decir voluntaria o no. La i m a g e n del pecado puede traspasar el
espíritu sin que el sujeto sea consciente. En tal caso el acto no es verda-
d e r a m e n t e voluntario, no h a y q u e preocuparse en exceso, y hasta ve-
mos que, en la década de 1970, un cura italiano de la iglesia de
Sant'Agostino de Bozano dice a u n a penitente e m b a r g a d a de deseos
La confesión de las situaciones y los preliminares 119

ardorosos q u e "acariciarse, tocarse con refinamiento p e n s a n d o en el


m i e m b r o del hombre, o al menos en el contacto con un hombre, no es
1 4 2
un pecado m u y g r a v e " . Según la teología moral este sacerdote tiene
razón sólo en caso de que la polución —pues la h a y - h a y a venido al es-
píritu y la m a n o sin pensar, sin detenerse en la evocación.
La delectación l l a m a d a morosa, en c a m b i o , es de otro orden. Moro-
sa no significa aquí triste sino indolente, perezosa; un estado por salir
del cual no se hace esfuerzo alguno (del latín mora, retraso). Es u n a ac-
titud culpable y debe ser confesada siempre. No se trata ya de dejar
que un pensamiento deshonesto caiga sobre uno sino de convocarlo,
retenerlo en el espíritu, complacerse en él, revolcarse. San Ligorio, tan
indulgente en otros puntos, afirma q u e "toda delectación lujuriosa es
pecado mortal". Si la voluntad sólo consiente a medias, el pecado es ve-
nial. Y si la v o l u n t a d no consiente de n i n g ú n m o d o (por ejemplo: po-
lución nocturna no deseada), no h a y pecado.
La m i s m a diferencia ha establecido a n t e r i o r m e n t e Pontas, obser-
vando que en el caso más grave la delectación es del corazón y la vo-
l u n t a d y por tanto morosa y criminal; y en el otro es de los sentidos y
la i m a g i n a c i ó n , como a pesar del sujeto, y por e n d e sólo venial. El aba-
te C h a m s o n llega a entrever en la delectación y la impureza de espíritu
unas c o n s e c u e n c i a s horrorosas: " O s c u r e c i m i e n t o de la i n t e l i g e n c i a ,
egoísmo, disgusto de los bienes del a l m a , debilitamiento de la volun-
tad, a veces odio hacia Dios". H a b l a de los pensamientos como los m é -
dicos del siglo XIX hablaban de la masturbación; y no cabe d u d a de que
en su espíritu las dos cosas están vinculadas.
Todos los textos que hemos podido consultar coinciden en que h a y
que hablar de estos pensamientos con el confesor dado que, ya lo he-
mos visto, p u e d e n ser crímenes horrendos. T o m e m o s por ejemplo la
invitación de Pontas, p a r t i c u l a r m e n t e categórica: " S i e n d o la delecta-
ción morosa de la m i s m a especie que su objeto, debe ser a d m i t i d a du-
143
rante la c o n f e s i ó n " .
Para acabar con este punto daremos dos ejemplos de interrogatorio
sobre pensamientos impuros, respectivamente tomados de un cura de
pueblo, el abate Lenfant, párroco de Villiers-le-Gambon, y de un pro-
fesor de seminario, el abate C h a m s o n . A m b o s opinan que h a y que ir
hasta el fondo de las cosas.
El abate Lenfant muestra bien hasta qué extremo es preciso indagar.
Respecto a la delectación recomienda hacer las siguientes preguntas:

¿Has deseado en tu corazón ver, tocar, hacer, oír, etc., al-


g u n a de las cosas que prohibe el sexto m a n d a m i e n t o ?
¿Has tomado las medidas, dado los pasos, hecho los es-
fuerzos, a u n sin efecto, para ejecutar esos malos deseos?
120 La carne, el diablo y el confesionario

¿Cuáles han sido los efectos de los malos deseos en tu


cuerpo? ¿Durante cuánto tiempo has cobijado esos deseos
1 4 4
impuros?

Por su parte el abate C h a m s o n , que siempre relaciona la delectación


morosa con ciertas m a n i p u l a c i o n e s , propone interrogar c o m o sigue:
"¿Has pensado en algo verdaderamente obsceno?... ¿Se trata solamen-
te de u n a cosa impropia, pero no impura? ¿Has pensado en ello expre-
145
samente? ¿Te has a b a n d o n a d o al mal p l a c e r ? "
Estos textos p r u e b a n sobradamente que en esta práctica la Iglesia
no sólo buscaba la confesión y el castigo de las faltas. Tal vez con la es-
peranza de aliviarlo pretendía conocer hasta las intenciones y las p u l -
siones del fiel.

Mirar, atraer la mirada

C o m o cada ó r g a n o de los sentidos, el ojo h u m a n o es u n a suerte de


grieta por d o n d e p u e d e entrar el pecado. M i r a r , en efecto, es tomar
conciencia; y no h a y certeza de que un a l m a pueda librarse a tal aven-
tura sin pecado. Para bien o para m a l mirar es juzgar. La grande confes-
sion, un m a n u a l del siglo XVI destinado a preparar a los fieles para la
c o m u n i ó n , insistía en el doble aspecto de la falta por la mirada: " C o n
mis ojos he m i r a d o las vanidades del m u n d o , hombres y mujeres; a los
unos con odio o m a l i c i a , despecho, disgusto, desdén y de soslayo; a
146
las otras con placer y d e s e o " .
Encontramos la m i s m a condena en numerosas obras de la Edad M e -
dia. Sobre todo no había que mirar nada relacionado con el cuerpo. San
Bernardino, que predicaba en la plaza mayor de Siena, decía que "el ojo
no ha sido hecho para el matrimonio", en el cual no siempre está per-
m i t i d o considerar aquello que, sin embargo, está a d m i t i d o tocar. Sin
decirlo sugería así q u e las familiaridades del amor debían verificarse a
oscuras. Llegaba a aconsejar a las viudas que durmieran vestidas porque,
en su estado, mirarse a sí mismas era un acto impúdico. En todo caso
cualquier m i r a d a insistente debía ser objeto de confesión: "Para saciar
tus ojos indecentes has cometido un gran pecado. Y ahora dime, ¿has
ido a confesarte? ¡Pues entonces, ve, confiésate!"
¿De q u é naturaleza es esta falta? Venial, se pensará. En absoluto. La
severidad respecto a la m i r a d a viene de m u y lejos; se remonta al pasaje
de M a t e o según el cual quien m i r a a una mujer con deseo ya ha come-
tido adulterio. Todos lo han repetido: u n a simple m i r a d a puede cons-
La confesión de las situaciones y los preliminares 121

tituir un crimen. Así el Doctrinal de sapiencia dice q u e este tipo de pe-


cado de i m p u d i c i a comporta siempre u n a p e n a capital: " U n a m i r a d a
lúbrica, un pensamiento i m p u r o , son pecados mortales que os c o n d u -
l 4 7
cen a las llamas eternas" .
¿Pero qué es lo peligroso de m i r a r en el cuerpo? El bravo cura Len-
fant inquiere: "¿Has m i r a d o ciertos actos de los animales?" M o n s e ñ o r
Gousset d e n u n c i a a quienes "por m e r a curiosidad" se fijan en las partes
vergonzosas de un cuadro o u n a escultura. Billuart condena práctica-
m e n t e la estatuaria, al menos sin hoja de parra.

Los q u e hacen estatuas o i m á g e n e s obscenas de grandes


personas, como aquellos q u e las exponen a la vista, a causa
del escándalo cometen ciertamente pecado mortal. Por eso
yo no admiro las q u e se exhiben en los jardines y palacios
de personas que por lo demás se muestran piadosas y es-
1 4 8
crupulosas, y cuyo deber tal vez sea retirarlas t o d a s .

El hecho de haberse m i r a d o a sí m i s m o t a m b i é n debe ser objeto de


confesión detallada al tribunal de la penitencia, q u e decidirá la grave-
d a d de la falta. M o n s e ñ o r Bouvier m a r c a u n a interesante diferencia
entre la observación complaciente de sí, el vistazo curioso y la m i r a d a
que se justifica por u n a necesidad:

Peca m o r t a l m e n t e a q u e l q u e s e c o m p l a c e e n m i r a r sus
propias partes p u d e n d a s , pues es casi imposible que estas
m i r a d a s no h a g a n nacer m o v i m i e n t o s lúbricos. Distinto
sería si las mirase por curiosidad, y sobre todo si hubiera
lugar a presumir que no ha corrido peligro grave. No ha-
bría pecado si, descartado a d e m á s todo peligro de lubrici-
l 4 9
dad, las miradas fueran necesarias o ú t i l e s .

En 1 9 4 8 el abate C h a m s o n p r o p o n í a considerar la m i s m a cuestión:


"¿Has m i r a d o por curiosidad tus propias partes deshonestas? ¿Las de
otros? ¿De diferente sexo? Indica entonces la calidad de esas personas
(siempre digo la calidad, pues en confesión no se debe nombrar a na-
d i e ) " . Así llegamos al punto clave: la gran vergüenza es la desnudez.
Son m u y culpables los q u e la m i r a n , pero m u c h o más los q u e la
dan a mirar. Desde fines del siglo XVI mostrar partes del propio cuerpo
pasa a ser provocación pura o escándalo. Ya hemos visto que en el siglo
siguiente esto desembocará en la prohibición de los baños. Nadar en
lugares públicos, d o n d e el n a d a d o r p u e d e ser visto por personas del
122 La carne, el diablo y el confesionario

otro sexo, entraña males graves y numerosos, declarará el reverendo


padre Billuart hacia 1 7 5 0 .

Embellecerse en exceso

A fines del siglo XVII hace furor un libro de Jacques Boileau sobre "el
abuso de las desnudeces de la garganta". Sylvius y Billuart, relevados
más tarde por todos los especialistas del sexto m a n d a m i e n t o —en espe-
cial D e b r e y n e - , atacarán a las mujeres q u e se descubren i n m o d e s t a -
m e n t e el pecho. ¿No es provocadora semejante desnudez?, se pregun-
150
tan. ¿No tiende más a la lujuria que a la b e l l e z a ?
Los autores de las mejores obras hacen del escote un caso de con-
c i e n c i a teológica. U n o de ellos i m a g i n a q u e la bella A g a p i a lleva el
seno a m p l i a m e n t e descubierto con una excusa sólida: es u n a costum-
bre generalizada entre gentes de calidad. ¿Puede hacerlo - s e pregunta
el autor— por complacer a su marido y no diferenciarse de su m u n d o ?
La respuesta cae sin la menor indulgencia: no. Pues "por m u c h o q u e a
veces la costumbre pueda faltar al derecho h u m a n o , n u n c a puede ella
151
faltar al derecho natural y d i v i n o " .
Se condena incluso a las mujeres q u e para evitar la desnudez se cu-
bren el seno con un velo; y la mayor o m e n o r transparencia de éste no
escapa a la discusión. En cuanto al sujetador y el corsé, despiertan cla-
mores de i n d i g n a c i ó n . En vez de reemplazar los senos pequeños, estos
horrores atacan el pudor. Es imperativo abstenerse:

¿Qué pensar de las mujeres que se valen de un medio artifi-


cial o corsé para acentuar en alto grado las protuberancias
de su cuerpo, a u m e n t a r l a s o s i m u l a r l a s de a l g ú n m o d o ?
Ciertos confesores exigen que tales prendas sean recubiertas
de un pañuelo de cuello, pañoleta o chai. Nos parece que
semejante remedio antes que destruir el mal lo favorece. Y,
por lo demás, de esta manera las mujeres no consiguen su
propósito. Parece preferible usar dichos chales y pañoletas
rechazando todo intermediario artificial, que no conviene
en m o d o alguno a las mujeres cristianas. De esta suerte la
falta cometida no se verá realzada, no se lesionará la casti-
1 5 2
dad y no habrá peligro alguno para la salvación del a l m a .

¡La salvación del a l m a a merced de un corsé! Es indiscutible que, desde


el siglo XVII hasta casi nuestros días (pensemos en el pantalón femeni-
La confesión de las situaciones y los preliminares 123

no o la m i n i f a l d a , q u e tan discutidos fueron en círculos cristianos o


empresas dirigidas por propietarios creyentes), la Iglesia se ha esforza-
do no sólo por d e l i m i t a r el sexo, sino t a m b i é n por i n t e r v e n i r en la
moda. La prueba más obvia es la acusación de buscar atraer el deseo
que ha caído sobre toda joven que mostrase alguna parte de su cuerpo.
Pontas condenaba a "las mujeres no casadas que no piensan en el casa-
miento" por vestirse escandalosamente para despertar el deseo. Las ca-
sadas, de todos m o d o s , no h a n merecido mejor trato: si eran buenas
cristianas, una vez unidas a un hombre no tenían razón para mostrarse
bellas fuera del m a t r i m o n i o . Ya en el siglo XVI Jean Bouchet popularizó
la i m a g e n de la cristiana ideal: prácticamente invisible y por a ñ a d i d u r a
casi sorda y m u d a :

Aparte de la castidad la mujer debe ser p ú d i c a en dichos,


m i r a d a s y apariencia, guardarse de las cosas cercanas a la
lascivia y ni siquiera oírlas. Su presencia ha de ser h u m i l d e
y vergonzosa, su m i r a d a dulce y benigna; debe guardarse
de ser descarada y de toda expresión aguda, inconstante,
atractiva o cortante. Igualmente se guardará de m a n t e n e r
conversación prolongada con otros hombres q u e no sean
1 5 3
su m a r i d o .

Así, a m e d i d a q u e aparecían, fueron prohibidos casi todos los acceso-


rios de belleza: los peinados (en 1 8 5 0 Debreyne i m p u g n ó en especial
las coletas), las faldas cortas, los afeites. Se convino no recibir n u n c a en
confesión a mujeres q u e no exhibieran "un atuendo decente", expre-
sión ésta tan vaga que su contenido cambiaría u n a década tras otra.
Identificando sin matices las buenas costumbres con la vestimenta,
en la primera m i t a d del siglo XX algunos teóricos crearon la proverbial
imagen de la "mujer cristiana" (católica o protestante) de larga falda
azul m a r i n o , tacones planos, pelo recogido en moño, calcetines en vez
de m e d i a s , n i n g ú n m a q u i l l a j e y m i r a d a gacha. La empresa se parece
bastante a u n a desfeminización, una infantilización de la mujer. Y cabe
decir q u e este tipo de agresiones contra la persona fue voluntario; así lo
testimonia un texto q u e ve grandes cualidades en un personaje de his-
torieta particularmente asexuado y estúpido:

Pienso que al revés que las muchachas de hoy, de atuendo


negligente y hábitos disolutos, el personaje de Bécassine,
pleno de sentido común, de valor y bondad, es un ejemplo
notable para las a l m a s jóvenes todavía no c o n t a m i n a d a s
154
por la d e p r a v a c i ó n .
124 La carne, el diablo y el confesionario

En pleno siglo XX el abate C h a m s o n recomienda preguntar a las peni-


tentes: "¿Te has puesto atuendos indecentes? ¿Mucho? ¿Ligeramente?
1 5 5
¿Lo has hecho para inducir a otros al m a l ? " . Es notable cómo se si-
gue h u r g a n d o en el detalle y la intención que precede a los actos. En
efecto los confesores parecen haber pensado siempre q u e era preciso
armarse contra la posibilidad de un pecado doble: el i m p u d o r de la
mujer en la vestimenta - f a l t a en s í - y la incitación del m a c h o al coito,
por lo menos en pensamiento, q u e i m p l i c a b a n ciertos atuendos. Por
eso la Iglesia ha condenado no sólo a las mujeres i m p ú d i c a s o los h o m -
bres que se delectan, sino incluso a los comerciantes y artistas que ofre-
cen objetos espoleadores del placer: los "mercaderes de afeites", como
dice Pontas, o sea las modernas esthéticiennes y hasta los diseñadores de
m o d a , ya tan denostados por el padre Debreyne.
Es indiscutible que la Iglesia se ha preocupado en todas las épocas
por el atuendo de las mujeres —aunque n u n c a por el de los hombres— y
reclamado que la que abandonara el grisáceo tono c o m ú n se confesase
para recibir la amonestación merecida y la pena necesaria.

P a l a b r a s y libros

Las palabras siempre han sido sospechosas. Hemos interrogado a muchas


personas que en su infancia frecuentaron el confesionario y todas cuentan
que les preguntaban si habían dicho "palabrotas". Si confesar esto parecía
fácil, más difícil era responder la pregunta siguiente: "¿Cuáles?"
De hecho al confesor le interesan menos las palabras mismas - c o m o
no sea para informarse de la evolución del lenguaje— que las conversacio-
nes, los intercambios entre personas del m i s m o o de diferente sexo. Por-
que en ellas puede incurrirse en pecados m u c h o más graves que la gro-
sería o la blasfemia.
C o m o h e m o s visto, d u r a n t e m u c h o t i e m p o l a c r i s t i a n a perfecta
tuvo que presentarse con los ojos bajos, inodora, incolora, insípida, sin
n a d a que le realzase la expresión. Tampoco debía hablar m u c h o y ya
J e a n Bouchet insistía en el hecho de q u e , en la mujer, la fornicación
podía traslucirse aun en "la m i r a d a alta" o "la boca de parla incesante".
C a n t i m p r a t o refiere que cierto m u c h a c h o se inició en el m a l simple-
m e n t e p o r q u e escuchó decir cosas i n d e c e n t e s a la d u e ñ a de la casa
d o n d e servía. San Bernardino de Siena, por su parte, cuenta la historia
de una mujer que, sabia y virgen hasta los treinta años, cayó de golpe
en la disolución después de haber oído u n a conversación obscena que
u n a i m p r u d e n t e entabló e n s u presencia. M á s tarde l a d a m a habría
1 5 6
causado más estragos que el d i a b l o .
La confesión de las situaciones y los preliminares 125

Nadie se asombrará pues de que se condenara el discurso indecente


tanto de hombres c o m o de mujeres, sobre todo si había habido com-
placencia, pues el placer agravaba el pecado. De m o d o q u e el abate
C h a m s o n pedía a sus a l u m n o s que interrogaran al confesante de esta
suerte: " ¿ H a n sido esas conversaciones verdaderamente malas? ¿Tenían
por t e m a acciones r o t u n d a m e n t e nocivas para la pureza? ¿Te han cau-
1 5 7
sado p l a c e r ? "
M á s peligrosa aún q u e la palabra dicha es la escrita, sobre todo en
libros, eventuales vehículos de pensamientos e incitaciones diabólicas.
En efecto, a m e n u d o los libros contagian ateísmo, que como se sabe es
una enfermedad; algunos lo consideran incluso u n a peste:

Desde el p u n t o de vista filosófico y científico más riguroso,


el hombre laico - e l hombre de los marxistas, de los franc-
masones, de todos los corruptos y estancados del pensa-
m i e n t o - es un monstruo cuyo desarrollo se ha detenido en
un nivel inferior. Es un ser que, si bien realizado en el pla-
no biológico y psíquico, no puede acceder a la existencia
superior de u n a personalidad a i m a g e n de Dios; en suma,
un simple representante de una especie animal ligeramente
1 5 8
superior a la del p a t o .

Un libro es algo q u e p u e d e dar placer y dentro del cristianismo esta


noción no está en olor de santidad. Pues, ¿con q u é se obtiene placer? A
m e n u d o con cosas i m p u r a s , novelitas de cuatro céntimos d o n d e los
príncipes se casan con pastoras - p e r t u r b a n d o así el orden s o c i a l - u
obras a ú n m á s atrevidas d o n d e h a y e n c u e n t r o s e x t r a m a t r i m o n i a l e s
cuya castidad dura poco. Y además el placer de la lectura, hasta el más
simple y puro, ¿no es en sí un m o m e n t o robado a Dios?
El Dictionnaire des cas de conscience de Pontas cuenta un caso de lo
más benigno, empero sancionado sin contemplaciones. Ingenia (la su-
puesta confesada) suele recrearse en la lectura de novelas con intrigas
de a m o r ingeniosas y humorísticas, pero t a m b i é n con expresiones que
atentan contra el pudor. C o m o es m u y casta, no obstante, estas lectu-
ras no le impresionan el corazón. El confesor quiere que q u e m e los li-
bros, a u n q u e ella los tenga por el valor de veinte escudos. Pregunta:
1 5 9
¿está obligada? Respuesta: sí, y en alto g r a d o .
Es i n t e r m i n a b l e la lista de textos eclesiásticos que han condenado
"los malos libros"; textos claramente oficiales y referentes a obras que
hoy en d í a se enseñan en todas las escuelas de Francia, las de enseñan-
za libre i n c l u s i v e . Para demostrarlo bastarán unos ejemplos, q u e de
buena g a n a tomaremos de tiempos no tan lejanos. En 1881 monseñor
126 La carne, el diablo y el confesionario

Turinas, obispo de la Tarentaise, publicó una obra titulada Les mau-


vaises lectures, lapresse et la littérature corruptrice, d o n d e afirmaba: "De
los peligros que acechan a las almas de nuestra época, pocos hay tan te-
mibles como los libros". En 1 9 1 2 una carta pastoral del obispo de Au-
tun sostenía q u e m u c h o s grandes crímenes se o r i g i n a b a n en lecturas
indebidas. Eran incontables, continuaba, las víctimas de las novelas in-
morales, de los libros aniquiladores de la fe y destructores del buen jui-
cio. Si la moral de la juventud descendía en proporciones horripilantes:
si crecía la delincuencia, uno de los motivos principales era "la licencia
de las lecturas".
¿Sabe el lector que desde antiguo el Vaticano ha ejercido la censura
literaria? La práctica se volvería más oprimente con la invención de la
imprenta ( 1 4 5 0 - 1 4 5 5 ) . Por m u c h o que casi todas las primeras obras im-
presas fuesen de i n s p i r a c i ó n religiosa, ya en 1 4 7 9 se p r o m u l g ó una
censura episcopal en C o l o n i a . En otro edicto, del 4 de enero de 1486,
el arzobispo de M a g u n c i a denunció el uso incorrecto de la nueva téc-
nica y la e m p r e n d i ó contra los hombres "engañados por el invento,
conducidos por el deseo de oro y de vanagloria" (quosdam homines ina-
nis gloriae autpecuniae ductos hac arte abuti). A continuación R o m a se
dio a publicar una serie de listas de libros prohibidos. La sorpresa no es
poca c u a n d o en í n d i c e de fecha tan tardía c o m o 1 9 3 8 e n c o n t r a m o s
prohibidas todas las obras de Balzac y Stendhal y hasta Nuestra Señora
l 6
de París de Víctor H u g o ° . Ni siquiera las obras cómicas se libraron de
ello. S e g ú n la frase de Nicole, repetida por Bossuet y R a n e é : "Jesús
n u n c a rió".
Quizá por eso en los buenos autores de m a n u a l e s de confesión en-
contramos diluvios de invectivas contra "los libros i m p ú d i c o s " o "peli-
grosos para la juventud". A m e n u d o se inculpa a esas lecturas por la l i -
bertad de costumbres del siglo XX y sobre la cual no corresponde al
historiador e m i t i r j u i c i o m o r a l . Los libros son siempre los p r i m e r o s
sospechosos. H a c i a 1 9 7 0 un cura de la iglesia r o m a n a de San Valentín
interroga del m o d o siguiente a u n a mujer q u e confiesa haber tenido
deseos en la i m a g i n a c i ó n : "¿De d ó n d e procedía tu excitación? ¿De lec-
turas, de espectáculos prohibidos, de pensamientos indecentes, de otra
cosa?" El cura parece asombrarse cuando la penitente le habla de "un
161
deseo e s p o n t á n e o " . Para él no existe el inconsciente. Desde luego
q u e m u c h a s veces se condenó a los libreros por ejercer un comercio i n -
fame. ¿Acaso no venden libros q u e pervierten sólo a las damas?
La confesión de las situaciones y los preliminares 127

Lugares peligrosos

Los confesores quieren que los fieles les hablen de las personas con que
se encuentran, sobre todo en grupo. Ni reuniones ni fiestas tienen cré-
dito, salvo las de familia o realizadas en la iglesia. Se bebe y hasta se
roza un poco a las mujeres, de las cuales se habla con irreverencia. C o n
la a y u d a del calor comunicativo las palabras suelen volverse peligrosas.
En cuanto a los carnavales —"ese abuso de mascaradas", como decían en
1773 las constituciones sinodales de la diócesis de Annecy, "ese vergon-
zoso residuo del paganismo", "ese desorden ofensivo a Dios que propi-
cia el l i b e r t i n a j e " - , bien se sabe q u e fueron severamente reglamenta-
dos. Por s u p u e s t o q u e los cabarets, obvios lugares de p e r d i c i ó n del
a l m a , h a n estado p r o h i b i d o s p r á c t i c a m e n t e en todas las épocas. En
1 8 7 6 el reverendo padre At pensaba q u e el cabaret resumía "todos los
peligros intelectuales, morales y sociales"; después de haber advertido a
los obreros franceses que no entraran n u n c a y demostrado que era es-
cuela de error, garito donde se ponía en juego la sangre, teatro de versos
162
obscenos y l u p a n a r cenagoso, lo l l a m a b a "vestíbulo del i n f i e r n o " .
Pero lo peor con m u c h o era el baile.
En el siglo XVII Jean-Baptiste Thiers dijo q u e , mientras bailaba o
miraba bailar a otros, el individuo no podía mantenerse puro porque
se veía sometido sin cesar a pensamientos lascivos, miradas impúdicas
163
y posturas i n d e c e n t e s . M o n s e ñ o r Bouvier habló de pecado mortal
basándose en las visibles desnudeces, los movimientos, las palabras y
los gestos. "No pienso —concluye- q u e sea dado absolver, ni siquiera
en Pascua, a quienes se obstinan en frecuentar bailes públicos noche y
1 6 4
día." Para cierto misionero la sala de baile era crasamente un bur-
del, por lo que, en su opinión, lo m i s m o daba que las madres llevaran
165
a sus hijas a lugares de p r o s t i t u c i ó n .
Ignoramos por qué el vals, q u e hoy nos parece una danza harto cas-
ta en comparación con el tango u otras más modernas y promiscuas,
parecía altamente pernicioso en el siglo pasado. La Iglesia le derramó
torrentes de vituperios. Según la edición de 1 8 4 7 del Dictionnaire de
Pontas es "una danza introducida en Francia por el d e m o n i o de la i m -
pureza". H a s t a 1 9 4 5 en m u c h a s regiones de Francia los bailes eran
acontecimientos si no excepcionales, al menos vigilados. Pierre Jakez
Helias cuenta que hacia 1 9 2 0 , en su Bretaña natal, el fiel tenía prohi-
bido asistir so pena de que se le negaran los sacramentos. "Y cuando
166
los curas autorizan ir a uno, no sueltan demasiado la r i e n d a . "
Otro texto que encontramos, también del oeste de Francia pero de
1938, contiene la opinión de un cura local sobre los bailes. El nombre
llega a negar el cementerio a los que acuden a divertirse:
128 La carne, el diablo y el confesionario

Los bailes públicos: a Dios gracias, en todo el territorio de


la c o m u n a de Guenrouét no los hay. Para mí es una enor-
me dicha felicitar y agradecer a todos los posaderos de la
parroquia por su espíritu cristiano. Pero hay bailes en ca-
sas de vecinos y, digámoslo para deshonra de la cabecera
del c a n t ó n ( S a i n t - G i l d a s - d e s - B o i s ) , no t i e n e n reposo ni
un solo d o m i n g o de c u a r e s m a . La r e g i ó n toda se aver-
güenza y escandaliza. Pero a dichos bailes no sólo acuden j ó -
venes y m u c h a c h a s de la cabecera del cantón; también van
a l g u n o s de los alrededores e incluso de G u e n r o u é t . Me
veo así en la o b l i g a c i ó n de p r o m u l g a r de n u e v o ciertas
sanciones emitidas hace ya algunas semanas y que, a falta
de objeto, pensaba dejar caer definitivamente en la nada.
Espero q u e esta vez la simple enunciación de las sanciones
produzca el efecto esperado. Helas aquí:
1. Todo joven varón o mujer que a partir de h o y fre-
cuente u n a sala pública de baile, así sea u n a sola vez, será
excluido de nuestras obras religiosas.
2. Todo joven varón o mujer q u e frecuente h a b i t u a l -
m e n t e dichos bailes será privado de los honores eclesiás-
ticos, t a n t o sea p a r a el c a s a m i e n t o c o m o para la s e p u l -
1 6 7
tura .

Frente a un texto así se vuelve m u y difícil sostener q u e la confesión se-


ría un simple consuelo para el pecador y no un castigo en sí. A q u í la
Iglesia —en la m e d i d a en que el modesto cura de campo la r e p r e s e n t a -
no muestra la menor generosidad. De lo q u e se trata es de prohibir los
contactos entre jóvenes utilizando las amenazas a m a n o .
¿Pero se pueden atribuir las disposiciones a la sola iniciativa del cura?
No. Demasiados textos de alrededor de la Segunda guerra m u n d i a l , sin
hablar de los libros anteriores para la confesión, confirman que la Igle-
sia luchó deliberadamente contra los bailes y la danza. No obstante al
ver que el movimiento era irreversible empezó a dedicarse a la vigilan-
cia. Las juventudes agrícolas cristianas de Francia llegaron a recibir ins-
trucciones sobre el modo de comportarse en los bailes para reducir todo
lo posible el peligro: yendo en grupo, sin beber alcohol, sin bailar siem-
168
pre con el m i s m o o la misma, llevando la insignia del m o v i m i e n t o .
M á s adelante e x a m i n a r e m o s q u é ha perseguido la Iglesia con sus
imperativos morales y la práctica regular de la confesión. Tendremos
q u e preguntarnos si se ha esforzado o no por reprimir la sexualidad.
D i g a m o s , por cierto, que M i c h e l Foucault ha sostenido la tesis harto
sorprendente de una Iglesia propiciadora del discurso sexual. Nosotros
La confesión de las situaciones y los preliminares 129

pensamos que en los ejemplos precedentes h a y un embrión de respues-


ta, sin que haga falta remontarse a las condenas de la fornicación insen-
sata o el vicio contra natura. Hasta pleno siglo XX la Iglesia ha puesto
constante freno aun a las manifestaciones más simples de la sexualidad:
la conversación, la b ú s q u e d a de c o m p a ñ í a . S i e m p r e ha c e n s u r a d o el
contacto entre jóvenes; siempre ha procurado retrasar las relaciones.
¿Por qué sino para impedir la experiencia sexual? ¿Se puede dar alguna
otra explicación?
Acabaremos con una palabra sobre los espectáculos. Reuniones públi-
cas, ocasiones de encuentro y, sobre todo, representaciones escénicas de
diálogos y situaciones amorosas también fueron detestadas, incluso en
sus formas m á s a n o d i n a s . Ya se sabe q u e d u r a n t e m u c h o t i e m p o se
prohibió sepultar cristianamente a los cómicos, que por otra parte po-
quísimos confesores recibían salvo para pedirles q u e a b a n d o n a r a n su
oficio. A comienzos del siglo XVIII H. de M o n t a r g o n decía que "los es-
169
pectáculos se oponen naturalmente al espíritu del c r i s t i a n i s m o " . Por
la m i s m a época —es decir, antes del teatro de Beaumarchais y M a r i v a u x ,
por lo demás m u y tenuemente pornográfico, nos parece— Pontas recla-
mó la excomunión de "todos aquellos que subieran a un escenario".
En el siglo XIX el rechazo se morigeró; los confesores empezaron a
mostrarse cada vez más dispuestos a reintegrar a los cómicos en la so-
ciedad del m u n d o y de la Iglesia. No obstante todavía en 1 9 4 8 oímos
al abate C h a m s o n recordar a sus seminaristas q u e ciertas obras teatra-
les y ciertas películas son perniciosas para la fe y la moral (lo que sin
d u d a no es falso). A c o n s e j a p u e s i n t e r r o g a r así a los e s p e c t a d o r e s :
"¿Qué pieza era? ¿Qué película? ¿ C ó m o está valorada? [Alusión a u n a
clasificación de los filmes que se colgaba por entonces en las iglesias.]
¿Te ha perturbado desde el p u n t o de vista de la fe o de la pureza moral?
17
¿Has buscado compañías m á s o menos malas?" ° .
El pesimismo agustiniano no deja de hacerse sentir. El hombre no
vale n a d a y lo más conveniente es apartarlo de cualquier fuente de pe-
cado o pensamiento carnal. El confesor pone barreras al amor antes de
que el amor se manifieste.
La confesión de los célibes

A los ojos de la Iglesia, en materia sexual h a y ú n i c a m e n t e dos catego-


rías de personas: unas q u e tienen vagas licencias, bajo c o m p r o m i s o de
moderación, y otras a quienes está prohibido todo. Respectivamente,
son los casados y los célibes. La división proviene de las tesis de san
A g u s t í n —el a m o r sólo es p e r m i s i b l e d e n t r o del matrimonio— y fue
c o n f i r m a d a e n todos los s i g l o s . Pedro L o m b a r d o ( 1 1 0 0 - 1 1 6 0 ) , e l
maestro de las Sentencias, dijo brutalmente: "El coito es reprensible y m a -
1 7 1
l i g n o , salvo q u e l o excuse e l bien del m a t r i m o n i o " . Q u i e r e decir
q u e los solteros no podían hacer n a d a ni tenían derecho a nada. La
idea de q u e la cópula n u n c a está exenta de pecado, ya que siempre la
produce un deseo pecaminoso y engendra cierto placer culpable, vuel-
ve a encontrarse en distintas épocas posteriores y nos preguntamos si
hoy ha desaparecido realmente. Ciertos actos se perdonan a los casa-
dos, pero no dejan de ser pecaminosos y de hecho son inherentes a
toda relación sexual. Santo Tomás lo formula de este m o d o : "En la có-
pula, el h o m b r e se asemeja al a n i m a l en q u e la razón no gobierna la
172
delectación ni la c o n c u p i s c e n c i a " . Tal es la visión q u e por m u c h o
tiempo ha impuesto la Iglesia: no existe coito feliz; se tolera q u e los ca-
sados se acoplen porque es preciso procrear.
¿Pero entonces q u é les queda a los célibes, los enamorados, los no-
vios?
Examinar la cuestión es el objeto de este capítulo y veremos q u e ni
siquiera la Iglesia más m o d e r n a les hace grandes concesiones. El acto
amoroso entre personas libres, no unidas en m a t r i m o n i o , se l l a m a for-
nicación; y la fornicación n u n c a es buena. Para construir la demostra-
ción tendremos q u e recuperar ciertas definiciones. N a d i e hace buena
casuística sin determinar de qué está hablando.
H e m o s visto que existe una lujuria no c o n s u m a d a (pensamientos,
deseos, palabras, miradas) y otra c o n s u m a d a (acto carnal propiamente
dicho, más o menos grave según las circunstancias). La segunda siem-
132 La carne, el diablo y el confesionario

pre fue condenada. M o n s e ñ o r Gousset lle^ó a decir: "Todo pecado de


1 7 3
lujuria o delectación en la carne es m o r t a l ' . El catecismo actual no
es menos categórico: "La lujuria es un deseo desmedido o un goce des-
compuesto del placer venéreo. El placer sexual es m o r a l m e n t e desorde-
nado cuando es buscado por sí m i s m o , aparte de las finalidades de la
174
procreación y la u n i ó n " .
Si bien la perspectiva varía levemente según los teólogos podemos
decir que a m e n u d o la lujuria se ha dividido en cierto n ú m e r o de ti-
pos, considerando la naturaleza de la pareja o el m o d o de practicarla.
La distinción es c o m o sigue: fornicación (coito entre personas no casa-
das), estupro (con u n a virgen), rapto (ídem, pero con violencia), adul-
terio (con una persona casada), incesto (con un pariente) y sacrilegio
(con u n a persona consagrada).
Por eso u n a confesión de lujuria no puede hacerse a la ligera: he pe-
cado, he copulado, me arrepiento, padre, perdóneme. Antes del juicio
se i m p o n e que el confesor realice u n a indagación minuciosa, un preci-
so interrogatorio sin el cual p o d r í a n producirse errores graves. Para
instrucción de sus a l u m n o s de seminario el abate C h a m s o n resume del
siguiente m o d o las preguntas que se han de formular:

¿Es la p e r s o n a del m i s m o sexo? ¿Del otro sexo? P r i m e r


caso: m i s m o sexo. El confesor: "¿Has llegado a la satisfac-
ción completa? ¿Has hecho algo aún peor?" Segundo caso:
del otro sexo. "¿Has intentado hacer como hacen los casa-
175
dos? ¿Lo has hecho c o m p l e t a m e n t e ? "

Pasaremos aquí por alto interrogatorios más complejos, de los que ha-
blaremos al tratar los pecados contra natura. Savonarola propugnaba
que, respecto a los secretos del delito, la indagación fuese somera: "A
propósito de este pecado debéis preguntar si fue en órgano adecuado o
176
inadecuado, o bien fuera de cualquier ó r g a n o " .

El horror de la fornicación

Empecemos por la fornicación. Sólo diremos q u e los teólogos la divi-


den en tres clases: la fornicación simple (fornicatio simplex), el concu-
binato y la prostitución.
La fornicación simple ("unión í n t i m a y de m u t u o acuerdo entre un
hombre libre y una mujer libre que ha perdido la virginidad", en defi-
n i c i ó n de m o n s e ñ o r Bouvier) reúne en la c ó p u l a a dos personas sin
La confesión de los célibes 133

vínculo alguno ni entre ellas ni con otros. No por esto el pecado es m e -


nos grave; el catecismo todavía lo declara seriamente contrario a la dig-
n i d a d de las personas y de la sexualidad h u m a n a , la cual sólo está "diri-
;ida al bien de los esposos así como al e n g e n d r a m i e n t o y educación de
Í 1 7 7
os h i j o s " .
La investigación italiana de Valentini y Di M e g l i o ha aportado i m -
portantes elementos sobre el m o d o en que hasta hace m u y poco se se-
guía juzgando la fornicación en los confesionarios. Entre los casos imagi-
narios presentados sistemáticamente a confesores verdaderos figura el de
una mujer sola, separada o divorciada, en todo caso ya no casada y tam-
poco joven, con necesidades afectivas que la conducían a encuentros y
relaciones breves. Los investigadores recogieron las 96 reacciones que
obtuvo al confesarse en diferentes iglesias de Italia, todas las cuales son
negativas. No obstante, 36 confesores se manifestaron sensibles a la an-
gustia de la penitente y, benévolos, le aconsejaron dirigirse directamente
a Dios e implorarle perdón; ellos mismos no tenían permitido negar ni
borrar un pecado semejante. Los otros 60 curas se mostraron más duros
y recitaron la ley: lo único conveniente a la mujer soltera o ya no casada
era sólo la castidad absoluta. C u a l q u i e r otra conducta merecía condena y
exponía a la cristiana, por sincera q u e fuese, a separarse de Dios.
De m o d o q u e todavía en la década de 1 9 7 0 la condena era d u r a y
casi total. Sin d u d a siempre ha sido así. Tras el breve intento —ya apun-
178
t a d o - de algunos p e n i t e n c i a l e s de introducir grados de severidad y
excusar parcialmente la fornicación entre solteros si las relaciones eran
estériles -insostenible posición q u e paradójicamente impulsaba la an-
t i c o n c e p c i ó n , i n c l u s o el a b o r t o , no obstante lo cual san F u l g e n c i o
1 7 9
( 4 6 7 - 5 3 3 ) la s u g i r i ó - , se l l e g a r í a a la p r o h i b i c i ó n p u r a y s i m p l e ,
bajo las penas más graves.
A ello se inclinó prontamente la Iglesia, a b a n d o n a n d o las pasajeras
atenuantes. "La fornicación n u n c a está permitida", escribió rotundo
Tomás Sánchez reservando su habitual tolerancia exclusivamente para
los casados. De m o d o que se puso en marcha u n a mecánica indagato-
ria tendente a despertar conciencia de la gravedad de la falta y distri-
buir penas severas. Por eso los manuales siempre han pedido que a este
respecto se i n q u i e r a en p r o f u n d i d a d sobre los p o r m e n o r e s del acto
(que sin embargo suelen estar m u y claros: un encuentro, un coito): el
todo debe revelar no sólo el pecado de fornicación sino todas las posi-
bles faltas adjuntas. Si descartamos q u e los confesores a p l i q u e n u n a
curiosidad insidiosa, esta voluntad de hurgar, de analizar en detalle un
acto particularmente privado sólo se explica por la búsqueda de la san-
ción suprema.
Así, según Debreyne, se deberá preguntar al fornicador si antes de
la cópula deseó con delectación: en el m u y probable caso de respuesta
134 La carne, el diablo y el confesionario

afirmativa habrá una pena suplementaria. Luego se inquirirá si el cul-


pable "arrastró a su cómplice al crimen"; a lo cual se oirá un sí casi a u -
t o m á t i c o . Y más p r e g u n t a s : ¿El fornicador p r o m e t i ó casarse? ¿Se lo
prometió a varias mujeres? ¿Pecó con escándalo (a la vista o a sabiendas
180
de todos)?
Y es posible buscar detalles todavía más pecaminosos, interrogar so-
bre la condición de la persona o sobre determinadas circunstancias a
causa de las cuales el coito sería especialmente delictivo. A u n si la fornica-
ción no se consumó con personas prohibidas (como ya hemos dicho:
mujer casada, pariente o religiosa) puede haber concernido a una paga-
na - u n a judía, por ejemplo, como sugiere Billuart—, sumándose así Tos
181
pecados de herejía y s a c r i l e g i o . BaiTly, pleno de imaginación, e x a m i -
na incluso la fornicación con un eunuco. El horripilante caso implicaría
"una m a l i g n i d a d m u y especial" porque, en ausencia de esperma fecun-
do, faltaría el verdadero fin y la naturaleza quedaría frustrada.
Billuart es uno de los q u e más larga retahila de preguntas i m p o n e a
los culpables: "Aparte de esto, el confesor debe acordarse de preguntar
al fornicador si el hecho dio niños; si, h a b i e n d o n a c i d o , no fueron
abandonados o descuidados; si hubo intento de i m p e d i r la concepción
o forzar aborto; si antes de ocurrir la cópula la deseó con frecuencia; si
encontró placer en ella; pues muchos penitentes poco delicados y gro-
seros no se preocupan n u n c a de los pecados interiores y sólo conside-
ran faltas los actos exteriores".
C o n semejante interrogatorio —y ya q u e por fuerza m u c h a s respues-
tas serán positivas, a u n q u e sólo sea respecto a la intención, el deseo o el
placer que acompañaron al acto— el fornicador, agobiado por u n a falta
de por sí pesada, quizá abandone el confesionario con m e d i a docena
de pecados q u e purgar. Se puede decir q u e el conjunto de las informa-
ciones q u e hemos reunido prueba u n a constante y obvia voluntad de
atemorizar, sin d u d a para disuadir.
La fornicación es el pecado p o r antonomasia y, como dice el Doctri-
nal de sapiencia, "ningún pecado disgusta tanto a Jesucristo como el pe-
cado carnal". Considerada siempre —y aún hoy— falta infame, en ocasio-
nes ha acarreado castigos extremos. Es imposible no citar aquí un texto
del padre Claret, arzobispo de C u b a y confesor privado de Isabel II, rei-
na de España. Hacia 1 8 8 0 Claret publicó u n a serie de exhortaciones a
los pecadores. En una de ellas h a y una descripción colorida e intensa-
mente dramática de cómo pueden morir los fornicadores:

Te contaré un hecho que acaeció en un pequeño pueblo de


C a t a l u ñ a y c u y a autenticidad puedo por tanto garantizar.
Un hombre y una mujer que querían fornicar en secreto se
dieron cita en la casa de u n a alcahueta, donde habían to-
La confesión de ¿os célibes 135

m a d o una pieza en la cual se encerraron. C o m o se h u b i e -


ran demorado u n a hora y más, la alcahueta fue a golpear a
la puerta gritándoles además q u e ya era tiempo de irse. No
recibiendo respuesta la mujer retiróse, pero luego volvió a
la carga u n a s e g u n d a vez, y u n a tercera, sin tener más éxi-
to. Entonces empezó a temer u n a desgracia y fue a preve-
nir al alcalde del p u e b l o . . . El alcalde se llegó luego a la
casa de la alcahueta y, guiado hasta la puerta de la pieza,
llamó en voz alta ordenando que abriesen. C o m o no tuvie-
ra respuesta m a n d ó que se forzara la cerradura. Abrieron la
puerta, se precipitaron en la pieza y un terrible espectáculo
se ofreció a los ojos de los asistentes. ¡Dios todopoderoso!
¡Enteramente desnudos, negros como demonios, en estado
de cadáver, los desgraciados se hallaban en el lecho en la
postura en que habían fornicado! ¡Sus almas estaban ya en
el infierno! Ves así, h e r m a n o , cómo castiga Dios a los for-
nicadores. A h , si te hubiese ocurrido cosa semejante, ¿dón-
de estarías tú hoy? ¡En el infierno, para arder por toda la
eternidad! ¡ O h desatino! ¡Por un m o m e n t o de placer tan
breve, u n a eternidad de sufrimiento!

Los novios castos

¿Afectan a los novios los interdictos y penas q u e pesan sobre los forni-
cadores? Se podría aducir que no son "personas libres" como los a m a n -
tes a quienes nada une salvo un encuentro, esas personas m u t u a m e n t e
"pasajeras" que el azar reúne y a quienes de pronto insufla la pasión.
Entre los novios existe un vínculo fuerte y reconocido: aun sin la soli-
dez del m a t r i m o n i o , tiene un valor, es un principio de compromiso y a
veces conlleva u n a promesa, al menos privada. ¿No cabrá pues cierta
tolerancia para con los pecados q u e los novios p u e d a n confesar al cura?
Al contrario: veremos que la Iglesia trata a los "futuros" sin contem-
placiones, sin d u d a p o r q u e los considera m á s expuestos al m a l q u e
otros. Alfonso de Ligorio ( 1 6 9 7 - 1 7 8 7 ) , poco severo en otros casos, quie-
re que "los confesores se guarden bien de permitir a los novios ir a las
casas de las novias, así c o m o a los padres de éstas recibir a los novios,
pues raro es que en tales ocasiones los jóvenes no incurran en palabras
182
o pensamientos d e s v e r g o n z a d o s " .
Billuart no es menos exigente. Por mucho que los novios hayan pro-
metido casarse, de m o m e n t o son personas a las que no debe tolerarse
una intimidad particular. En el Traite des différentes luxures leemos:
136 La carne, el diablo y el confesionario

¿Tienen los futuros esposos, en lo tocante a i m p u d i c i a , al-


g u n a licencia más q u e las personas libres? Probablemente
no. Un novio que dé a su futura esposa un beso honesto,
pero con sentimiento libidinoso, o la toque en partes se-
cretas, no peca menos q u e un hombre sin c o m p r o m i s o . . .
No obstante, siempre que evite los sentimientos l i b i d i n o -
sos, puede abrazarla y besarla decentemente para alentar
183
ese amor honesto que lleva al c a s a m i e n t o .

Un texto como éste no deja de plantear múltiples problemas de inter-


pretación. En principio parece sencillo: los novios carecen de derechos
especiales; d e b e n rehusar besos y actos l i b i d i n o s o s , a u n q u e p u e d e n
abrazarse y tocarse de m a n e r a honesta. Los i n t e r r o g a n t e s surgen en
torno al sentido profundo de las palabras. ¿Cuál es el significado exac-
to de "besarla decentemente"? ¿Qué será un "amor honesto"? C r e e m o s
vislumbrar que es un sentimiento amoroso no a c o m p a ñ a d o de libido,
es decir de deseo. ¿Pero q u é son un beso, u n a caricia corporal sin de-
seo? ¿Atenciones? U n a vez más da la impresión de q u e la Iglesia - a q u í
por boca de B i l l u a r t - pretendía dos cosas a un tiempo: permitir m i e n -
tras no hubiera amor y prohibir en el caso contrario. La doctrina, de
hecho, siempre tendió a autorizar el amor-caridad o el de benevolencia
(ágape), p r o h i b i e n d o a la vez el a m o r c o n c u p i s c e n t e , el amor-deseo
(eros). Pero v o l v e m o s a p r e g u n t a r : ¿ q u é es un a m o r sin d e s e o , sin
amor? ¿Se p u e d e decir que existe? ¿No será la Iglesia en esto incons-
cientemente diabólica?
La imprecisión de la doctrina de las "caricias honestas" aparece en
un texto de Pontas que, si bien más estricto, no llega a una precisión
excesiva. He a q u í un caso de conciencia:

Firmin, que realiza frecuentes visitas a su novia, suele aca-


riciarla tocándole el rostro, las manos y los brazos, pero sin
n i n g u n a i n t e n c i ó n c r i m i n a l . ¿Se p u e d e d e c i r q u e p e c a
m o r t a l m e n t e ? Respuesta: h a y división d e o p i n i o n e s . L a
única segura es la más severa; y en este p u n t o el confesor
184
no debe r e l a j a r s e .

H a y m u c h o s autores q u e no a d m i t e n n i n g ú n contacto; para ellos estas


maneras son peligrosas y entrañan pecado. Así, en el siglo XVI Bouchet
d i c e q u e para evitar q u e se m a n c h e la v i r g i n i d a d las jóvenes deben
guardarse de numerosas ocasiones malignas: "A saber, de ser besadas y
tocadas, pues estas caricias afectan la belleza de la flor de lis que repre-
La confesión de los célibes 137

1 8 5
senta l a v i r g i n i d a d " . C o n m a y o r autoridad monseñor Gousset dice
que la mujer q u e p e r m i t e que la toquen i m p ú d i c a m e n t e comete peca-
1 8 6
do m o r t a l . De m o d o que entre los diferentes autores h a y cierto des-
acuerdo.
A h o r a bien, toda i n c e r t i d u m b r e de la teología m o r a l a u m e n t a el
poder de j u i c i o del confesor, que se ve obligado a interrogar con espe-
cial detalle. La investigación de los periodistas italianos enseña hasta
dónde p u e d e n llegar las preguntas en nuestra época. En la catedral de
C o m o una mujer confiesa q u e el novio la toca. El cura p i d e detalles,
relatos de las escenas; c o m o la penitente ofrece respuestas imprecisas,
la asalta con p r e g u n t a s : "¿Caricias? ¿Sólo las h a c e él? ¿ C o n afecto o
con lascivia? ¿Te toca las partes sensibles? ¿El pecho, el sexo?" Las res-
puestas de la a v e r g o n z a d a m u j e r p e r m i t e n justificar la c o n d e n a . El
cura le explica q u e lo q u e ha hecho no es natural. ¿Por qué? En este
punto el razonamiento es curioso: porque esos preliminares carecen de
sentido, p o r q u e sólo son p e r m i s i b l e s si c o n d u c e n a un "acto sexual
completo", lo q u e no es el caso. A s í pues h a y pecado. En c u a n t o al
acto sexual c o m p l e t o , en las condiciones actuales sería otro pecado:
"No podéis llevar a cabo el acto sexual mientras no os u n a el vínculo
1 8 7
del m a t r i m o n i o " .
Un acto sexual ya "más completo" sería, por ejemplo, la polución
de a dos, es decir la masturbación conjunta; posibilidad q u e los m a -
nuales de confesión no dejan de contemplar. Y tampoco en este caso
h a y salvación para los novios. Para cualquier masturbación, con el fin
de establecer c l a r a m e n t e las c i r c u n s t a n c i a s , se c o m i e n z a por un i n -
terrogatorio riguroso; por ejemplo, el q u e en 1875 propusiera el abate
Lenfant:

1. ¿Has tocado con la m a n o o de otro modo, por placer y


sin necesidad, partes del cuerpo que el pudor exige ocul-
tar? ¿Partes de ti mismo/a? ¿De otros del m i s m o o distinto
sexo? ¿Casados, parientes, etc.? ¿De animales?
2. ¿Has consentido, soportado esas vergonzosas liber-
tades?
3. ¿Las has provocado, excitado? ¿Cuántas veces? ¿Las
tienes por costumbre? ¿Desde cuándo? ¿Qué desorden o
188
accidente han causado los actos c u l p a b l e s ?

La masturbación de a dos es un delito doble; consiste en la impureza


de las caricias y la pérdida de un semen que desde la Edad M e d i a se
considera sustancia casi divina. Un confesor de la catedral de C o m o
insiste especialmente en este aspecto: después de preguntar a u n a peni-
138 La carne, el diablo y el confesionario

tente q u é caricias aceptó, intenta averiguar, sin c i r c u n l o q u i o s , si ella


excitó "el m i e m b r o viril" de su novio y si a raíz de ello hubo emisión
1 8 9
de s e m e n .

La p e n d i e n t e fatal del beso

Si no pueden unirse en la carne, tocarse en lugares sensibles ni darse


placer con pérdida de semen, ¿qué les queda a los novios para alentar el
"amor honesto" que m e n c i o n a la Iglesia? Tal vez los besos, que sin e m -
bargo los teólogos tampoco toleran demasiado.
T a m b i é n a q u í a b u n d a n los testimonios. C u a n d o se les pregunta por
la posibilidad de que los novios se besen, los confesores suelen decir
q u e no está p r o h i b i d o . " S í , p u e d e haber expresiones de ternura, de
1 9 0
a f e c t o . . . Está p e r m i t i d o besarse", dice u n o . ¿ C ó m o d e b e n ser los
besos? Casi todos los curas de la encuesta italiana están de acuerdo: be-
sos castos, oímos en la iglesia de San Carlos del Corso de R o m a ; frater-
nos, se dice en la Santísima A n u n c i a d a de Genova. En la boca no, pre-
cisa el cura de S a n J u a n Bautista de Imperia. ¿Y c u á n d o se pueden dar
estos besos tan poco comprometedores? No m u y a m e n u d o : "Sugiero
un beso c u a n d o llegas y otro cuando os despedís; un beso así, amisto-
so, puro, y n a d a de besos sensuales, carnales, etc.", dice un confesor
1 9 1
r o m a n o . De m o d o que también en cuestión de besos los novios de-
ben mantenerse a régimen.
En la severidad de los curas italianos de la década de 1 9 7 0 resuena
la doctrina que les impartieron en los seminarios y poco ha variado en
muchos siglos. H a y besos puros y besos impuros. Sólo están tolerados
los primeros. ¿Pero qué son los otros? Después de estudiar la cuestión,
m o n s e ñ o r Bouvier c o n d e n a en particular los besos en lugares i n a d e -
cuados y los besos profundos; esto al m e n o s creemos colegir cuando
describe lo que l l a m a "beso a la m a n e r a de las palomas":

A u n si honestos, los besos motivados por la pasión, dados o


recibidos, entre personas del mismo o de distinto sexo, son
pecados mortales. Pero se presume que los besos en partes
inusitadas del cuerpo, por ejemplo en el pecho o los senos,
o a la manera de las palomas, introduciendo la lengua en la
boca de la otra persona, tienen por móvil la pasión, o al me-
nos ponen en grave riesgo de sucumbir a ella, y por tal ra-
192
zón no se los puede excusar de pecado m o r t a l .
La confesión de los célibes 139

¿Por q u é el beso no a c o m p a ñ a d o de efusión de semen suscita u n a con-


dena tan dura? M o n s e ñ o r Bouvier lo deja bien claro: porque supone
pasión, y la pasión está prohibida. Ahora bien, ¿qué serían dos novios
no unidos por un sentimiento así? Simples amigos reunidos por la ca-
ridad (ágape). ¿Es posible esta relación? La Iglesia esgrime además el ar-
g u m e n t o de que los besos fogosos son nocivos. Un cura italiano los es-
t i g m a t i z a p o r " a n t i h i g i é n i c o s " . Pero a u n q u e s e s i t ú a n e n d i s t i n t o s
niveles ambas condenas tienen igual fundamento. Besarse con amor es
ponerse en peligro; es dejar de ser persona a la i m a g e n de Dios, m a n i -
festar que se cobijan envidias, deseos, i n d i g n i d a d . El beso deseoso no
está lejos del coito y p o n e al h o m b r e al nivel de la bestia. En u n a
fórmula magnífica, un cura italiano d e n u n c i a el beso c o m o "cosa bes-
93
tial q u e no hacen ni siquiera las bestias"> .
Es como si la Iglesia estuviera obnubilada por algo que cabe llamar
teoría del d o m i n ó . Aquel que cede al beso -piensa— tarde o temprano
cederá al acto carnal mismo; pues el amor no ahorra nada. Un bello tex-
to de un exitoso predicador del siglo XVIII, Jacques Bridaine, muestra la
insidiosa progresión del mal: cómo partiendo de pequeñas libertades en
apariencia tolerables los novios llegan a los delitos carnales más espan-
tosos. He aquí, uno a uno, los grados del infierno en que se precipitan:

So pretexto de que un día se casarán, o acaso de que están


ya prometidos, al comienzo se ven, si queréis, con decencia;
enseguida hay pequeños encuentros secretos; al fin se dan
citas donde, empero, no ocurre nada criminal; comienzan
entonces a complacerse y las citas se hacen más frecuentes;
a fuerza de ver siempre el objeto cobran inclinación a él, lo
ven con placer; piensan en él de noche, hablan de él con
gusto, sólo se separan de él con dolor; de a q u í nacen los
pensamientos criminales, los deseos sucios; el pensamiento
se inflama cada vez más; cuando no pueden hablarse se ha-
cen señales, cambian miradas en todas partes, hasta en la
iglesia; y cuando pueden hablar se dicen palabras tiernas y
afectuosas; m u y luego pasan a las declaraciones, las propo-
siciones que hieren el pudor; permanecen juntos hasta las
dos, las tres de la m a d r u g a d a ; se p e r m i t e n caricias y be-
s o s . . . p r o n t o a c a b a n p e r m i t i é n d o s e las ú l t i m a s l i b e r t a -
d e s . . . ¡ C u á n t a abominación! ¡Qué escándalo! Dios Santo,
¿acaso no tienes un infierno en el centro de la tierra? ¿Y por
qué no le ordenas que se abra para tragar a tantos padres
desgraciados y madres miserables que dejan caer en la per-
1 9 4
dición a los hijos que les has d a d o ?
140 La carne, el diablo y el confesionario

De m o d o q u e se invitará a los confesores a ejercer sobre los novios una


vigilancia estricta, sobre todo si éstos reconocen haber entrado en inti-
midades aparentemente benignas; besos, por ejemplo. En 1 8 4 6 , el re-
verendo padre Debreyne insta a "interrogar de forma minuciosa al pe-
n i t e n t e q u e s o l a m e n t e confiesa besos". ¿Por qué? Porque "este acto
vergonzoso entraña la malicia del coito, al cual se tiende por naturale-
1 9 5
za" . El beso, pues, es infinitamente menos inocente de lo que parece.
¿Qué salida q u e d a entonces a los novios para manifestarse amor?
Tan sólo la castidad; y un siglo y m e d i o después del padre Debreyne el
catecismo no da n i n g u n a autorización nueva: "Los novios están l l a m a -
dos a vivir la castidad en la continencia. Por esta prueba descubrirán el
amor m u t u o ; realizarán un aprendizaje de la fidelidad y de la esperan-
1 9 6
za de ser recibidos por D i o s " .
C o n menor aparato teológico, pero m a y o r claridad y franqueza, la
m i s m a interdicción pronunciará un confesor de la Santísima A n u n c i a -
da de Genova. U n a penitente le pregunta qué puede consentirle al no-
vio. " ¿ Q u é está p e r m i t i d o ? —dice el cura—. La s e n s u a l i d a d n o , p a r a
197
e m p e z a r . " De 100 confesores interrogados por los periodistas italia-
nos, que les preguntaban si novias hasta entonces castas podían enta-
blar relaciones carnales, todos respondieron negativamente. M a y o r fir-
meza, imposible.

Novios con relaciones sexuales

La hermosa claridad de los interdictos eclesiásticos, no obstante, estaba


cada vez más lejos de los hechos. Al no corresponderse con la realidad
observable, empezó a redundar en u n a d i s m i n u c i ó n del n ú m e r o de i n -
terlocutores. U n a moral que no se refleja en las costumbres ni tiene la
aprobación de la m a y o r í a es una prédica en el desierto. Y si al menos
los rebeldes u opositores no fueran t a n t o s . . . Pero ocurre que en países
como Francia, y en el conjunto de la U n i ó n Europea, las conductas se-
xuales tienden a uniformarse y divergir de la moral tradicional.
Incuestionablemente las estadísticas revelan que m u y pocos obede-
cen las prohibiciones de la Iglesia. De las cifras se deducen dos puntos
t e r m i n a n t e s : p r i m e r o , los jóvenes no l l e g a n vírgenes al m a t r i m o n i o
(más del 80 por ciento de los varones, por ejemplo, viven al menos u n a
relación sexual antes de los dieciocho años); segundo - s e g ú n el Institu-
to nacional de estudios demográficos—, en 1 9 9 0 los nacimientos extra-
m a t r i m o n i a l e s r e p r e s e n t a r o n e n F r a n c i a m á s d e l a c u a r t a p a r t e del
1 9 8
t o t a l . Si agregamos los hijos nacidos de concepciones prenupciales
(nacidos durante los siete primeros meses de m a t r i m o n i o ) se puede de-
La confesión de los célibes 141

cir que la m i t a d de los primeros hijos son programados antes del paso
por el registro civil o el altar. Los "enamorados" o "novios" ya no se
conforman con los besos castos. En todos los países se multiplican los
"compañeros", enmarcados dentro de un tipo de relación que antaño se
llamaba "concubinato" y hoy es "unión libre" o "pareja libre". Nuevo y
difícil problema para los confesores.
Para los novios que m a n t i e n e n relaciones sexuales la condena sigue
siendo casi general, a u n q u e algo inferior al 100 % entre los curas in-
terrogados. En Italia la encuesta de Valentini y Di M e g l i o arroja 104
condenas sobre 1 1 6 confesiones de relación í n t i m a antes del casamien-
to. Cierto que se suele conceder la absolución si el o la culpable pro-
meten interrumpir el hábito sin demora.
Y unos pocos curas toman cierta distancia. Mientras que se compro-
meten enteramente con los novios que aún no han dado el paso y prohi-
ben con firmeza que inicien relaciones, una vez hecho el "mal" se mues-
tran menos combativos.
Sin d u d a estos hombres no representan la t o t a l i d a d de la Iglesia,
)ero al menos se alejan del imperativo en pro de u n a m a y o r benevo-
[ encia. A u n q u e tal vez no se trate de benevolencia sino de la voluntad
de no "desencajar" con los hechos. Desarrollan u n a suerte de "protes-
tantismo": relativizan el problema, aconsejan al penitente que se remi-
ta a su conciencia y, a través de ella, directamente a Dios. Un cura ita-
l i a n o arriesga q u e acaso las leyes de la Iglesia, concebidas para otras
épocas, h a y a n perdido u t i l i d a d y significado. Se afirma siempre d i s -
puesto a combatir el amor por mero placer, pero concede que muchos
vínculos físicos le parecen la coronación de u n a verdadera promesa, de
199
un compromiso s i n c e r o . Otro confesor, a quien una penitente i n -
quiere q u é relación debe mantener con el novio, responde sin la menor
hipocresía: "La q u e te dicte tu conciencia, hija. C o n lo q u e h a y allí
2 0 0
dentro yo no tengo nada q u e v e r " . ¿Abandono o desaliento?
En realidad se impone una distinción: hay novios que delinquen con
discreción y otros que lo hacen con escándalo. El escándalo consiste en
entablar relaciones ilegítimas a la vista y a sabiendas de todos: es la coha-
bitación o concubinato, práctica que la Iglesia ha condenado a lo largo
de toda su historia. Ya en el siglo XVIII Billuart concluía que el concubi-
nato era infinitamente más grave que la fornicación porque añadía "al
pecado la estabilidad y la persistencia"; era imprescindible confesarlo.
Casi en los mismos términos repetirá la condena monseñor Bouvier, en
201
el XIX, insistiendo también en la necesidad de la c o n f e s i ó n .
Al menos hasta 1 9 5 0 la cohabitación merecía las sanciones más gra-
ves. De perseverar en la falta y el escándalo, a los concubinos se les ne-
gaban la absolución y la eucaristía (y "hasta en articulo mortis", dice
202
P o n t a s ) . Esta inflexibilidad venía del C o n c i l i o de Trento, que había
142 La carne, el diablo y el confesionario

previsto todo un procedimiento para tratar a los q u e vivían j u n t o s en


2 0 3
v e r g ü e n z a . El cura o r d i n a r i o d e b í a empezar por a m o n e s t a r a los
culpables tres veces. En caso de obstinación —si, en particular, el h o m -
bre no era abandonado por la mujer, o viceversa— el o la culpable se-
rían excomulgados y expulsados de la ciudad.
En todos los casos se exigía separación, incluso in extremis, es decir
ante la muerte. Según Bouvier no se podía escuchar la confesión últi-
ma sin esta renuncia y la expulsión del concubino de la casa. En el si-
glo XIX, época burguesa por excelencia, sólo se a d m i t í a una excepción,
significativa por sus implicaciones sociales: la ley no era tan severa para
los ricos como para los pobres. Monseñor Bouvier sostuvo que no de-
b í a exigirse separación " c u a n d o fuera i m p o s i b l e " . ¿ Q u é e n c u b r í a la
a l u d i d a imposibilidad? S i m p l e m e n t e la eventualidad de q u e bajo el te-
cho de u n a familia hubiera un hijo del amo en la habitación de la sir-
vienta. .. D a d o lo cual no era cuestión de privar de la doméstica a la fa-
204
milia entera .
Hoy, en un m u n d o más igualitario y democrático, estas franquicias
h a n desaparecido y n i n g ú n fiel escapa a las prohibiciones. En m a t e r i a
de concubinato o unión libre éstas son inflexibles. He aquí lo q u e dice
el nuevo catecismo:

H a y unión libre c u a n d o el hombre y la mujer se niegan a


dar forma j u r í d i c a y pública a un vínculo q u e conlleva in-
t i m i d a d sexual. La expresión es falaz: ¿qué puede significar
una unión en la cual las personas no se comprometen y así
dan p r u e b a de falta de confianza en el otro, en sí m i s m a s o
en el porvenir...?
Todas estas situaciones [de unión libre] ofenden la dig-
n i d a d del m a t r i m o n i o ; destruyen la idea m i s m a de la fa-
milia; debilitan el sentido de la fidelidad. Son contrarias a
la ley moral: el acto sexual debe tener lugar exclusivamen-
te en el m a t r i m o n i o ; fuera de éste, constituye siempre un
205
pecado grave y excluye de la c o m u n i d a d s a c r a m e n t a l .

Prohibición de la sexualidad antes del matrimonio

De m o d o q u e los novios no tienen derecho ni a los besos no fraternos


ni a las caricias ni, por supuesto, al acto sexual. Negándose a la menor
evolución la Iglesia se ha m a n t e n i d o rigurosa pese a los datos de! m u n -
do contemporáneo, que hacen cada vez más evidente la contradicción
entre moral teológica y realidad de las costumbres. No obstante expío-
La confesión de los célibes 143

remos las ú l t i m a s vías q u e podrían q u e d a r abiertas a los novios para


gozar sexualmente sin falta o con falta m e n o s pesada: la masturbación
solitaria, el recurso a la prostitución y, por último, eso que aquí l l a m a -
remos ausencia, la entrega de sí sin consentimiento. También sobre es-
tos actos la Iglesia ha tomado posición.
Si bien la entrega del cuerpo propio sin consentimiento no se reco-
m e n d ó nunca, algunos textos —cada vez más usados, según se nos i n -
forma— la autorizan en casos extremos. Así pues, todo se reduce a defi-
nir q u é es un caso extremo.
¿En q u é consiste la l l a m a d a ausencia? En dejarse llevar, p e r m i t i r
q u e el novio, m a r i d o o violador haga, porque la resistencia entrañaría
un mal todavía mayor. Por supuesto se trata de u n a mera estrategia ca-
suística para eludir la condena básica, la prohibición de las relaciones
sexuales en el m o m e n t o o con la persona considerados. Tomemos para
empezar el caso de la violación, que es el m á s claro y permitirá com-
prender mejor las situaciones menos críticas. Todos los teólogos pro-
ponen el m i s m o razonamiento. La mujer no puede aceptarla. S e g ú n
Bouvier, por ejemplo, debe defenderse con todas sus fuerzas: debatirse,
gritar, golpear al atacante. Pero pronto la exhortación a luchar se debi-
lita: "Debe rechazar i n t e r i o r m e n t e toda p a r t i c i p a c i ó n en el placer",
a ñ a d e Bouvier, pues de lo contrario estaría v e n c i d a de a n t e m a n o . Y
luego continúa: "La joven no gritará al p u n t o de poner en peligro vida
206
y reputación, porque ambas son del orden más e l e v a d o " . En suma:

E ara salvaguardar su reputación la violada puede, en definitiva, dejarse


acer siempre y c u a n d o interiormente no consienta.
Este razonamiento h u m a n a m e n t e sensato —más vale dejarse violar
q u e hacerse matar— pierde toda l e g i t i m i d a d cuando se aplica a peligros
menos apremiantes, en particular al simple riesgo de perder la reputa-
ción. En un capítulo próximo, sin embargo, veremos que numerosos
confesores lo utilizaron para dar vía libre al m a r i d o que requiriera a la
esposa p r á c t i c a m e n t e e n c u a l q u i e r c i r c u n s t a n c i a . M i e n t r a s n o h a y a
consentido, mientras s i m p l e m e n t e se h a y a abandonado, la penitente
será descargada de la falta.
La m i s m a dialéctica se ha aplicado en ocasiones a los novios. S i e m -
pre que p u e d a invocar un peligro más grave que el daño real que se le
inflige, la mujer está autorizada a permitirlo o tolerarlo todo. Billuart
se hace eco de la opinión teológica según la cual las caricias en partes
deshonestas, sin d u d a altamente condenables, pueden soportarse sin p_e-
cado. Es el caso del peligro de muerte, desde luego, pero también ¡"el
peligro de infamia [pérdida de reputación] o de grave mal para los bie-
_nes_propips si se resiste al hombre q u e la toca". Según Lessius y Loth,
entre otros, en situaciones así la mujer no está obligada a oponer resis-
tencia; basta con que no apruebe en su fuero interior. Un interrogante:
144 La carne, el diablo y el confesionario

¿no es un bien importante la promesa de m a t r i m o n i o del novio? ¿No


es la ruptura de esta promesa una eventualidad peligrosísima? A la que
corra un riesgo tal quizá le quepa rendirse a un a m a n t e apremiante.
Parece cierto q u e en semejante casuística está el origen del distinto
trato acordado a los novios castos del acordado a los que han tenido re-
laciones. De los testimonios que nosotros hemos reunido, orales o es-
critos, se desprende q u e la teología moral establece grandes diferencias
prácticas. Para con los novios castos p r e d o m i n a u n a gran severidad
porque ni en caso de ruptura la pérdida es grave: por un novio perdido
la penitente casta encontrará otros diez. M i s e s flexible es el trato para
los poco castos: el m a l se ha consumado y está latente el escándalo. De
m o d o q u e los confesores, al m e n o s a l g u n o s , t i e n d e n a buscar sobre
todo la "solución de reparación", consistente no en romper la unión
( a u n q u e sea libre) sino en tratar de reforzarla, excusarla en parte, ani-
m a r a la mujer a no consentir el placer y conservar por todos los m e -
dios el acuerdo con el compañero. Acaso así se salve la posibilidad de
un m a t r i m o n i o legítimo. La Iglesia no sólo es severidad. En casos par-
ticulares a veces se muestra más abierta de lo q u e uno c r e e . . . a u n q u e
sea al precio de acrobacias ideológicas.

El recurso a la p r o s t i t u c i ó n

Si el novio no obtiene de su a m i g a pequeñas satisfacciones sexuales,


¿no se corre el riesgo de q u e busque saciar el apetito en amores venales?
En términos más generales: ¿cómo se considera a las prostitutas? ¿Qué
relaciones puede o no tener con ellas un novio?
C o m o t a n t a s o t r a s , desde el p r i n c i p i o la c u e s t i ó n d i v i d i ó a los
teólogos. S a n A g u s t í n era r e l a t i v a m e n t e tolerante con las p r o s t i t u -
tas. ¿Sería un vestigio de su v i d a disoluta? M á s b i e n parece conse-
c u e n c i a de su c o n c e p c i ó n del Estado, de la visión de u n a sociedad
a r m o n i o s a c u y a j e r a r q u i z a c i ó n debía evitar conflictos. S i n d u d a las
prostitutas no realizaban el ideal f e m e n i n o de A g u s t í n , pero t e n í a n
un l u g a r en el c o n j u n t o social. "Persigue a las prostitutas y pronto
2 0 7
las pasiones lo p e r t u r b a r á n t o d o . " H a b l a n d o en t é r m i n o s m o d e r -
nos, el r e c o n o c i m i e n t o de cierta u t i l i d a d —tal vez la de un mal nece-
s a r i o - , era m á s r e g l a m e n t a r i s t a q u e abolicionista; antes se i n c l i n a b a
o r o r g a n i z a r l a p r o s t i t u c i ó n q u e por e r r a d i c a r l a . C o m o m u c h o s
ombres de su tiempo tenía convicciones sociales esencialmente
p r á c t i c a s , m u y poco i d e o l ó g i c a s . E n s u e s q u e m a e l a m o r tarifado
d e s e m p e ñ a b a u n a función; actitud ésta de t o l e r a n c i a q u e se prolon-
gó casi toda la Edad M e d i a .
La confesión de los célibes 145

A c o n t i n u a c i ó n vinieron las condenas, sin q u e por lo demás el cli-


ma moral de la sociedad mejorase en absoluto. El siglo XIX, por ejem-
plo, c o n d e n ó sin ambajes la prostitución, desde los á n g u l o s moral y
m é d i c o , no obstante lo cual notables y burgueses la usaban con asidui-
dad. En el XVIII, ni siquiera el moderado Alfonso de Ligorio la había
autorizado sino a regañadientes, y sólo en grandes ciudades, pues en su
opinión excitaba las pasiones en vez de apaciguarlas y contribuía a au-
mentar la fornicación y las poluciones. La presencia de las prostitutas,
en resumen, no evitaba realmente n i n g ú n m a l . Para Ligorio era preciso
208
"reexaminar la cuestión de la t o l e r a n c i a " .
Tampoco monseñor Bouvier era favorable a las cortesanas, c u y a acti-
vidad consideraba m u c h o más pecaminosa que la fornicación simple.
Por eso aconsejaba que antes de la comunión no sólo confesaran el nú-
mero de cópulas que habían consumado, sino que declarasen su oficio
sin rodeos. Oficio (o actividad) que, desde luego, era un pecado en sí.
El amor venal ocasionó tantos debates teológicos que exponerlos ex-
cedería el marco de esta obra. Se discutió a b u n d a n t e m e n t e si era legíti-
mo alojar a una prostituta. En el siglo XVI, el lionés Benedicto se opu-
so, a u n q u e es cierto q u e en aquella época numerosos "burdeles" eran
propiedad de eclesiásticos. Tomás Sánchez y otros se dedicaron a poner
en claro si el cliente estaba obligado a pagar. Lo que siempre se conde-
nó con firmeza fue el pago "con prodigalidad". En un reflejo i m b u i d o
aún de apoyo a las clases privilegiadas intentaba evitarse que la adicción
a malas compañías arruinase a los hijos de buenas familias. En cambio
casi siempre se admitió que las prostitutas debían ser bien retribuidas.
Por otra parte, ¿podía la Iglesia recibir de ellas donaciones, consideran-
do q u e el Deuteronomio enseñaba: "No ofrecerás el salario de la prosti-
tución en la casa del Señor"? Tras copiosas discusiones se terminó por
decidir que, en vez de remitirse directamente a la Iglesia, la g a n a n c i a
vergonzosa (turpe lucrum) serviría de limosna para los pobres.
Pero q u e d a b a pendiente la pregunta esencial: ¿estaba permitido el
recurso a las mujeres públicas? La respuesta fue que no, es obvio, y teó-
ricamente no ha c a m b i a d o nunca. El catecismo actual se esfuerza por
mostrar severidad hacia una actividad inadmisible y al m i s m o tiempo
cierta comprensión —por la prostituta, se entiende, no por el cliente:

La prostitución atenta contra la dignidad de la persona que


se prostituye, reducida al placer venéreo que se obtiene de
ella. El que paga, falta gravemente contra sí m i s m o : rompe
la castidad a que lo comprometió el bautismo y se m a n c h a
el cuerpo, templo del Espíritu S a n t o . . . Si a m e n u d o pros-
tituirse es pecaminoso, la miseria, el chantaje y la presión
209
social pueden atenuar la imputabilidad de la f a l t a .
146 La carne, el diablo y el confesionario

Así, c u a n d o un confesor de la iglesia de San Agustín de Salerno, des-


pués de ordenar al penitente que no tenga relación sexual alguna con su
novia, su "futura mujer", oye la pregunta: "¿Pero entonces con quién?",
2 1 0
r e s p o n d e : "No t e h a g a s e l i n o c e n t e . T ú sabes bien con q u i é n " .
Otro, en la iglesia de Tos Dominicos de Bolzano, tras mostrarse com-
prensivo con el fiel agobiado de deseo, se interna balbuciente en una
senda peligrosa: "Si realmente no se puede impedir, las malas mujeres
de la c a l l e . . . Un h o m b r e . . . Para un hombre, yo c o m p r e n d o . . . la casti-
d a d no es fácil... Pero existe esa escapatoria... No es nada n a t u r a l . . .
a u n q u e en circunstancias particulares quizá sea m e j o r . . . q u e arrastrar a
211
u n a novia a relaciones p r e m a t r i m o n i a l e s " .
H a y curas italianos que, una vez agotada la severidad y para no con-
sentir el sexo entre novios castos, terminan aceptando una falta mayor:
la masturbación solitaria. A decir verdad son casi la mitad. De los 82
q u e dan consejo sobre el tema (14 lo eluden), 44 prefieren la relación se-
xual entre novios, como actividad al fin y al cabo más natural, mientras
que 38 admiten el placer individual, que no arrastra al otro a la falta.
Todos, sin embargo, empiezan diciendo q u e tan pecaminosa es la
fornicación c o m o la polución m a n u a l . La ley sigue siendo la ley: los
novios no tienen derecho a nada y si se les concede a l g u n a licencia es,
parece, a título individual por parte de curas que d u d a n de su propia
misión represiva o, al menos, son conscientes de lo enormemente difí-
cil q u e resulta en esta época. En conjunto, hay que decirlo, todos son
hostiles a la s e x u a l i d a d fuera del m a t r i m o n i o . La p r e s e n c i a de san
A g u s t í n no se ha atenuado. ¡ C ó m o tranquilizaría a los confesores q u e
desapareciera para siempre el gusano de la concupiscencia!
Y por otra parte, ¿realmente es tan delicioso fornicar? Un hermoso
texto de monseñor A n t o n i o M a r í a Claret, confesor de Isabel II de Es-
paña, nos recuerda verdades de las cuales los pecadores deberían i m -
buirse de u n a vez por todas, entre ellas q u e ese amor carnal del q u e
tanto se habla está m u y sobrevalorado:

Por lo demás la lujuria no es cosa tan deliciosa como el de-


m o n i o y la pasión quisieran hacer creer a quienes se dedi-
can a ella. Tras un m o m e n t o de gozo q u e pasa con la rapi-
dez del relámpago sobreviene u n a gran tristeza, c o m o h a n
s a b i d o los filósofos: omne animal post coitum tristatur,
2 1 2
todo a n i m a l se entristece después del c o i t o .
La confesión del pecado contra natura

H a y algo peor q u e copular, y es hacerlo fuera de las vías y usos previs-


tos por Dios. En este capítulo de paréntesis, deliberadamente breve, se
examinará el pecado contra natura. Es un pecado que pueden cometer
tanto las personas libres como las casadas, pero siempre concierne a
maneras de hacer el amor que la Iglesia ha considerado innobles.
Existen d i v e r s a s d e f i n i c i o n e s , c o r r e s p o n d i e n t e s a las diferentes
obras que se han consagrado a la cuestión. Empecemos por u n a pura-
m e n t e teológica: en el crimen contra natura se s u m a n actos carnales
contra Dios y contra la h u m a n i d a d q u e h a y en el hombre; es decir i n -
c l u y e el bestialismo o en todo caso i m p l i c a conductas bestiales. U n a
definición más abstracta, pero más general y aplicada a m e n u d o , abar-
ca los actos cometidos bien con u n a persona de sexo indebido (o sea
del m i s m o sexo), bien fuera del recipiente apropiado (o sea fuera de la
vagina de la m u j e r ) . Por último podríamos enumerar brutalmente las
prácticas más corrientemente inscritas bajo el epígrafe: en especial la
homosexualidad (masculina o femenina), la polución voluntaria (mas-
turbación del hombre o la m u j e r ) , la relación anal o bucal, los acopla-
mientos con animales, etc.
Por concreto que sea, el último procedimiento —enumerar los dife-
rentes pecados del g é n e r o - no es forzosamente el mejor. En efecto los
teólogos n u n c a se han puesto de acuerdo sobre el contenido de la lista.
Unos, por ejemplo, incluían ciertas posturas del acto sexual q u e otros
consideraban simplemente veniales. Tampoco hay unanimidad en
pensar q u e la masturbación sea un verdadero c r i m e n contra natura.
Cierto que contraviene el principio de la emisión seminal en el reci-
piente adecuado, pero por otro lado es tan corriente —sobre todo entre
los jóvenes—, se parece tanto a u n a s i m p l e a c t i t u d de s i m u l a c i ó n o
r e e m p l a z o , q u e a l g u n o s d u d a n e n i n c l u i r l a entre los c r í m e n e s m u y
graves, v e r d a d e r a m e n t e anormales y m u y alejados de lo natural. En
cuanto al coito interrumpido o crimen de O n á n en el sentido estricto,
148 La carne, el diablo y el confesionario

q u e algunos creen pecado contra natura y otros no, es u n a de las m u -


chas prácticas anticonceptivas q u e , para la Iglesia m u y pecaminosas,
forman un conjunto especial, m u y variado, consistente tanto en actos
antinaturales como en otros q u e no lo son, porque utilizan todos los
instrumentos de la generación en el buen recipiente (valiéndose de pil-
doras, condones, etc.). Por nuestra parte trataremos los procedimien-
tos anticonceptivos en el capítulo sobre las personas casadas; pues ya
h e m o s visto q u e , h i s t ó r i c a m e n t e , la a n t i c o n c e p c i ó n y el aborto h a n
sido juzgados de diversa m a n e r a según los practicaran solteros o casa-
dos; que siempre se consideró m a y o r la falta de los primeros.
De m o d o que no existe u n a definición verdaderamente global y re-
conocida. Sin embargo creemos q u e una caracterización atinada debe
basarse en dos elementos q u e la Iglesia ha rechazado con constancia.
Para empezar, un c r i m e n contra natura i m p l i c a la b ú s q u e d a resuelta
del placer e incluso de un placer intensificado. Es u n a fantasía, u n a
h u i d a de lo ordinario destinada a a u m e n t a r el goce. S e g u n d o , no tiene
por objeto ni por resultado la concepción de un niño: dado que con-
llevan la eyaculación extravaginal, la homosexualidad, la polución vo-
luntaria, la fellatio, la relación con un animal, son todas estériles.
Establecidas estas características no examinaremos más q u e algunos
casos y siempre con un enfoque particular. El problema q u e se plantea
al historiador no es la condena de estas prácticas por la Iglesia. Esto se
d a por sentado: n o p u e d e ser d e otro m o d o p a r a u n a d o c t r i n a q u e
(desde san A g u s t í n ) puso siempre la fecundación c o m o objetivo único
de las relaciones sexuales, o al menos, más modernamente, como uno de
los dos fundamentales (siendo el otro el b u e n f u n c i o n a m i e n t o de la
pareja).
Habría sido l e g í t i m o q u e la Iglesia pronunciase unas cuantas con-
denas m u y simples, un poco al m o d o de los interdictos bíblicos, y se
atuviera a ellas: no polucionarás por tu voluntad, no tendrás relaciones
con personas del m i s m o sexo, no conocerás a n i m a l e s , no cometerás
impurezas fuera del vaso de tu mujer, etc. C o n m a y o r claridad a ú n ha-
bría podido afirmar s i m p l e m e n t e que se prohibían la polución volun-
taria, la homosexualidad y el bestialismo. Al fin y al cabo todo el m u n -
do entiende q u é actividades cubren estas nociones. C o n unas palabras
habría sido suficiente.
Lo q u e desconcierta al estudioso de la confesión es q u e la Iglesia no
se h a y a conformado con emitir prohibiciones tajantes, acordes con la
doctrina general, q u e habrían bastado para la edificación de los fieles.
Es así como resolvieron la cuestión otras religiones, sin q u e para acla-
rarlas hicieran falta dibujos.
Pero, justamente, la Iglesia católica ha hecho un sinfín de "dibujos".
La pasión por el detalle la ha llevado a examinar, por ejemplo, todas las
La confesión del pecado contra natura 149

formas de masturbación, todas las caricias corporales posibles dentro


de u n a relación homosexual femenina, etc. ¿Cuál era el fin de estos tex-
tos casi pornográficos, q u e no podían sino perturbar a los fieles? ¿Exi-
gía el encuadramiento de los fieles en firmes prescripciones morales e
higiénicas esa exuberancia de descripciones o disecciones escabrosas?
¿Era entonces la confesión un curso de instrucción sexual? Y en este
caso, ¿servía a los confesados o a los seminaristas? La plétora de lo que
se escribió sobre el tema, la infinidad de precisiones, no se justificaban
ni teológicamente (los pecados en cuestión podían quedar bien caracte-
rizados por d e n o m i n a c i o n e s generales) ni por las confesiones i n d i v i -
duales (los detalles de la falta no c a m b i a n la índole de la penitencia).
¿No estamos tocando aquí el verdadero objetivo de la confesión - m á s o
menos secreto—, que no sería tanto reprimir como erigirse en discurso
masivo sobre el sexo, servir de subterfugio verbal para los confesados y
los confesores?
C o m e n c e m o s por determinar algunos hechos; lo haremos mediante
citas largas, precisas e indiscutibles, t o m a d a s de m a n u a l e s de confe-
sión.

La masturbación femenina

El reverendo padre Debreyne, trapense, creyó q u e debía distinguir tres


formas de masturbación femenina:

En la mujer hemos de distinguir tres especies o mejor tres


formas de masturbación: 1) la m a s t u r b a c i ó n del clítoris;
2) la masturbación vaginal; 3) la masturbación uterina.
1) La primera forma (o, como se dice, clitorismo) es la
o r d i n a r i a . Esta m a s t u r b a c i ó n se lleva a cabo sobre todo
con a y u d a del p e q u e ñ o órgano l l a m a d o clítoris, el cual,
según los médicos, es sede u órgano principal del goce ve-
néreo o la v o l u p t u o s i d a d c a r n a l . . . Se debe v i n c u l a r a la
primera forma de masturbación aquella q u e por lo c o m ú n
s e h a c e n o por tacto m a n u a l s i n o por c u a l q u i e r m o v i -
m i e n t o v o l u n t a r i o del cuerpo, bien m e d i a n t e extensión
completa, bien sólo por la de las piernas, bien por la com-
presión de los muslos uno contra otro.
2) La segunda forma (o masturbación v a g i n a l ) , menos
frecuente q u e l a anterior, suele i n d i c a r u n a c o r r u p c i ó n
m a y o r de la i m a g i n a c i ó n , pues este género de masturba-
ción se lleva a cabo introduciendo dedos o ciertos instru-
150 La carne, el diablo y el confesionario

mentos adaptados que las sugestiones diabólicas no cesan


de proveer a la pasión l i b i d i n o s a . . .
3) La tercera y ú l t i m a forma, la uterina, m u c h o más in-
frecuente que las otras pero más grave y perniciosa para la
salud, es sobre todo perturbadora y por tanto la más cul-
pable y pecaminosa, en razón del grado de m a l i c i a de las
circunstancias más o menos agravantes. He aquí cómo
procede: se produce un cosquilleo o irritación prolonga-
dos en el cuello del útero (es decir, la parte inferior de la
213
matriz) con a y u d a de los dedos u otros i n s t r u m e n t o s .

¿Hacía falta semejante lujo de detalles para confesar a los fieles? Sin
d u d a , ya q u e e n c o n t r a m o s la m i s m a descripción, m á s o m e n o s , en
otro texto de la época. Es de monseñor Antonio M a r í a Claret:

Primera forma: el clitorismo. Es la más ordinaria: consiste


en la caricia del clítoris, q u e según los fisiólogos es la sede
o el órgano principal del goce venéreo.
S e g u n d a forma. Se practica introduciendo en la vagina
los dedos o un instrumento apropiado para la función.
Tercera forma, l l a m a d a uterina. Se practica por m e d i o
de una frotación ejercida en el cuello del útero. Esta últi-
ma forma de masturbación es más funesta a la salud q u e
las precedentes. Vuelve a las mujeres estériles, causa enfer-
medades de toda suerte y conduce a la tumba. En particu-
lar los males q u e de estas abominables actitudes resultan
para las mujeres son: úlceras o llagas, tumores, cánceres de
cuello de útero, que las hacen perecer. Sufren además derra-
mes que suelen llamarse "pérdidas blancas". Por último, se
altera el carácter moral: se vuelven duras e ingratas para
214
con t o d o s .

¿Dirá alguien que estamos ante dos curas enfermos, obnubilados por los
problemas sexuales, cuyas obras traducen las incomprensibles pulsiones
de su l i b i d o personal? Un tercer ejemplo —de la m i s m a época, h a c i a
mediados del siglo p a s a d o - nos confirmará que, de hecho, todos los ma-
nuales de confesión contemporáneos exponen meticulosamente las for-
mas de la masturbación femenina. No es casualidad. La malsana insis-
tencia expresa u n a deliberada voluntad no de caracterizar una práctica
en especial sino de describir con sobreabundancia todas sus formas, con
una intención que todavía no podemos precisar. Pasemos de momento a
La confesión del pecado contra natura 151

la tercera cita, que no está tomada de un oscuro y mórbido cura de c a m -


paña, sino de D. R. Louvel, vicario de Evreux y profesor de seminario.
M á s específico aún que los anteriores, el texto intenta describir "los pe-
cados que las jóvenes cometen habitualmente en esta materia":

1) Entregarse a la masturbación, mirarse las partes sexua-


les y tocarse a sí m i s m a s .
2) Acariciar levemente con la p a l m a de la m a n o la par-
te superior de la matriz.
3) Tocar el clítoris con el dedo en el interior del vaso,
etcétera.
4) Introducirse un dedo en la vagina.
5) Introducir en la vagina un trozo de madera redondea-
do, etc., u otro objeto cualquiera que represente el m i e m b r o
viril.
6) A p o y a r las partes sexuales contra las patas de u n a
mesa o la arista de un m u r o para excitar la polución; o fro-
tarlas contra la silla en la q u e la joven está sentada; o sen-
tándose en el suelo y a p l i c a n d o la p u n t a del pie sobre el
recipiente; o cruzando los muslos y ejerciendo presión so-
bre la m a t r i z , y h a c i e n d o m o v i m i e n t o s sobre sí m i s m a
para introducir sensaciones venéreas, etc.

II

Tocar una joven a otra, o varias jóvenes entre ellas. Entre-


garse a la sodomía entre jóvenes, a veces las hermanas en-
tre ellas, sobre todo si se acuestan en la m i s m a cama y u n a
aplica el pie, el m u s l o o la pierna de la otra en sus partes
sexuales, etc., para provocar así la polución.

III

Tocarse u n a m u c h a c h a y un m u c h a c h o en las partes se-


x u a l e s . A veces, i n t e n t a n d o fornicar a u n q u e de m a n e r a
imperfecta.

IV

1) B e s t i a l i s m o . A p l i c a r la m a t r i z sobre un a n i m a l c u a l -
quiera y frotarse contra él para provocar la polución.
152 La carne, el diablo y el confesionario

2) Introducir en el vaso el pico de un pollo o u n a galli-


na. O bien poner saliva o pan en la matriz y atraer a un
perro para i n d u c i r l o a lamer las partes p ú d i c a s . O bien
masturbar a un perro para envararle la verga e introducirla
2 1 5
en el v a s o .

C u e s t a encontrar una justificación teológica a estos textos, q u e más


bien parecen literatura médica. ¿Será que una vez más los teólogos in-
tentaban apoyar su discurso moral en consideraciones pretendidamen-
te científicas? No es imposible, y veremos la hipótesis confirmada por
las especulaciones sobre la m a s t u r b a c i ó n m a s c u l i n a . No obstante la
obsesión por el detalle, voluntaria o i n v o l u n t a r i a m e n t e escabroso, se
encuentra ya en textos anteriores al siglo XIX y hasta en los penitencia-
les. H a y q u e a d m i t i r pues que los confesores siempre se recrearon en
describir los pecados sexuales con m á s precisión de la necesaria para
juzgarlos y penarlos, en lo posible basándose en el saber o las fantasías
médicas de la época.

La masturbación masculina

C o n la masturbación m a s c u l i n a tenemos la impresión de pasar a un


terreno más teológico. Desde siempre la polución, precisamente defi-
n i d a c o m o "efusión de la s i m i e n t e fuera de toda u n i ó n carnal", fue
c o n d e n a d a con razones basadas en los m á s altos padres de la Iglesia y
autoridades m u y antiguas.
Ya san C l e m e n t e de Alejandría (hacia el 1 5 0 - 2 1 1 ) ordenaba no eya-
cular el esperma en vano, ni dañarlo, ni derrocharlo, porque Dios lo
2 1 6
había destinado a la reproducción del h o m b r e . Diecisiete siglos más
tarde, monseñor Claret, en una de sus tronantes exhortaciones, com-
paraba el esperma a la m u n i c i ó n repartida por un general a los solda-
dos antes de la batalla, con la orden de no desperdiciarla. Y resultaba
q u e algunos, por capricho, se servían de ella para divertirse. Semejante
irresponsabilidad, ¿no merecía castigo? Del m i s m o m o d o , continuaba
Claret, a nuestro Señor le irritaría en grado s u m o q u e el hombre des-
pilfarrara el esperma, sustancia preciosa, en vez de utilizarlo con buen
fin. Y concluía: "Así como un general m a n d a r í a al calabozo y castigaría
al soldado que derrochase su m u n i c i ó n e m p l e á n d o l a sin utilidad a su
capricho, Dios, nuestro Señor, generalísimo, rey de reyes, Señor de los
señores, os h u n d i r á en la mazmorra del infierno y os castigará por toda
217
la eternidad" .
La confesión del pecado contra natura 153

C i e r t a m e n t e la polución o masturbación m a s c u l i n a , vicio i m p u r o


de lo más corriente —como lo caracterizó Alfonso de Ligorio— ha apor-
tado durante siglos la materia más abundante de las confesiones; y se-
g ú n Gousset ha provocado "la pérdida del más grande n ú m e r o de re-
2 1 8
p r o b o s " . E l c a r d e n a l Tollet d e c í a i g u a l m e n t e q u e era u n p e c a d o
universal, tan difícil de corregir que, en su opinión, de él estaba infec-
tada "la m a y o r parte de los condenados". Todos los testimonios perso-
nales que nosotros hemos recogido confirman que, al menos en su j u -
ventud, los penitentes tuvieron que responder en el confesionario a la
pregunta: ¿Has tenido pensamientos impuros, deseos impuros, gestos
impuros?
Interrogatorios de este género habrían c u l m i n a d o en los siglos XIX y
XX, a u n q u e tengamos prueba de que se practicaban —aunque con m e -
nor frecuencia— en siglos anteriores. Quizá esto se deba a u n a razón
histórica: de la Edad M e d i a en adelante la masturbación se habría ex-
tendido sin cesar. En tiempos de los penitenciales a ú n era preciso dar
al confesante explicaciones más precisas. "¿Te has hecho fornicación a
ti m i s m o , a saber: te has tomado el m i e m b r o viril con la m a n o , has ti-
rado de tu prepucio, has agitado la m a n o hasta e m i t i r el semen con de-
lectación?", preguntaba Burchard de W o r m s .
M á s tarde se pasó a l l a m a r l a "molicie" (mollitia), t é r m i n o q u e en
R o m a había designado la homosexualidad pasiva. A partir de los siglos
XIV y XV el interrogatorio sobre la masturbación m a s c u l i n a se hizo au-
tomático, al p u n t o de convertirse en el punto central de la entrevista
en el confesionario. En el siglo XVI hubo un deslizamiento de sentido:
la masturbación se asimiló al pecado de Onán, que hasta entonces ha-
bía concernido al coitus interruptus, emisión anticonceptiva fuera del
recipiente y no polución m a n u a l solitaria. Identificada con la falta alu-
d i d a por la Biblia, la g r a v e d a d de la m a s t u r b a c i ó n a u m e n t ó , a u n al
precio de un contrasentido evidente.
A causa del m a l e n t e n d i d o , sin d u d a voluntario, durante al menos
dos siglos la masturbación tomó el inapropiado nombre de onanismo.
Bajo esta d e n o m i n a c i ó n , en el siglo XVIII, el problema pasó al ámbito
médico. En 1 7 1 0 apareció en Londres una obra titulada Onania o el
219
horrible pecado de La autopolución , seguida, poco después de la m i -
220
tad del siglo, por un inmenso éxito de ventas: El onanismo, de T i s s o t .
La descripción del doctor Tissot era terrorífica. Si Bossuet sólo h a -
bía hablado del debilitamiento del corazón por la voluptuosidad, se-
gún Tissot la polución m a n u a l era causa de enfermedades gravísimas.
Citaba el caso de un joven de Montpellier que, afligido del nefasto há-
bito, h a b í a m u e r t o entre accesos de locura y desesperación; el de un
adolescente de diecisiete años a quien poco a poco se le habían parali-
zado brazos y piernas; los de legiones de imbéciles y sordos.
154 La carne, el diablo y el confesionario

Estos relatos fantasmagóricos se cruzaron con otra obsesión del si-


glo: la despoblación. Reinaba el temor de que, al extenderse los malos
hábitos, Europa y en particular Francia perdieran fuerza y proyección.
Estas inquietudes carecían de fundamento. Al contrario, el siglo XVIII
se caracteriza en Europa occidental por una explosión demográfica in-
discutible. Pese a todo la Iglesia se apoyó en los rumores para luchar si-
m u l t á n e a m e n t e contra el coito i n t e r r u m p i d o y la masturbación, sir-
viéndose m u c h o t i e m p o d e los a r g u m e n t o s s u p u e s t a m e n t e m é d i c o s
del doctor Tissot. Así monseñor Bouvier, cien años más tarde, descri-
biría a los masturbados como enfermos decrépitos q u e "contraen gra-
ves morbos, caen en u n a c a d u c i d a d precoz y a m e n u d o mueren de for-
221
ma ignominiosa" .
H a b í a un solo remedio: la confesión, que a los ojos de los padres no
sólo influía en el bienestar moral sino en la salud física del joven. A
p a r t i r de e n t o n c e s la p o l u c i ó n m a n u a l corrió la s u e r t e de las otras
grandes materias de confesión que hemos e x a m i n a d o . Fue dividida y
subdividida. A q u í no desplegaremos u n a demostración c o m o la hecha
a propósito de la polución femenina. Baste decir que, acaso sin gran
utilidad, de la m i s m a manera fueron analizadas las diversas formas de la
m a s c u l i n a . D e b r e y n e , q u e antes de trapense h a b í a sido profesor de
m e d i c i n a , aseguró q u e al menos se podía distinguir entre:

1. Masturbación simple y calificada, c o m o dicen los teó-


logos, o más bien compuesta, d a d o q u e encierra u n a
doble malicia.
2. M a s t u r b a c i ó n voluntaria o involuntaria.
3. M a s t u r b a c i ó n v o l u n t a r i a directa o en sí, y v o l u n t a r i a
2 2 2
indirecta o voluntaria sin c a u s a .

Los debates más intensos giraron en torno a las m a s t u r b a c i o n e s vo-


l u n t a r i a e i n v o l u n t a r i a . Esta ú l t i m a es la p o l u c i ó n n o c t u r n a , q u e se
produce sin verdadero consentimiento de la persona, por ejemplo en el
curso de un sueño erótico. C o m o el fenómeno se da sobre todo en la
j u v e n t u d o en i n d i v i d u o s q u e tengan pocas relaciones sexuales c o m -
pletas, ¿cabrá i n d u c i r q u e la Iglesia se preocupó especialmente por él
p e n s a n d o en las ovejas jóvenes y sus propios curas? La casuística se
volvió e n m a r a ñ a d a . Era fácil declarar no c u l p a b l e (o casi no c u l p a -
ble) a la p o l u c i ó n o c u r r i d a d u r a n t e el sueño y culpables a las d i u r n a s
e m p r e n d i d a s con lucidez; ¿pero q u é hacer con las p o l u c i o n e s i n i c i a -
das por el sujeto i n v o l u n t a r i a m e n t e , m i e n t r a s d o r m í a , y t e r m i n a d a s
m a n u a l m e n t e tras el despertar? Las respuestas dadas fueron tantas q u e
sería i m p o s i b l e d e t a l l a r l a s . C o m o d e costumbre l a m a n s e d u m b r e d e
La confesión del pecado contra natura 155

unos hizo de contrapeso a la severidad de otros. En su Théologiepra-


tique V e r n i e r aconsejó frenar c u a l q u i e r e m i s i ó n de s e m e n c u a n d o
fuera posible, so riesgo de graves p e n a s en caso contrario. N a d a de
terminar voluntariamente lo que había iniciado el sueño. Al igual
q u e otras veces, el padre S á n c h e z fue defensor de la c l e m e n c i a : no se
p o d í a i n t e r r u m p i r un "flujo n a t u r a l " q u e el sujeto sufría incluso des-
)ierto, pues no lo d o m i n a b a , y c u y a i n t e r r u p c i ó n acaso perjudicara
fa salud. Gerson en su t i e m p o y B i l l u a r t y Bouvier en los suyos c o m -
p a r t i r á n la o p i n i ó n . S e g ú n el ú l t i m o lo esencial era, en el m o m e n t o
decisivo, "elevar el espíritu hacia Dios, invocarlo y hacer la señal de
la cruz .
No menor caudal de reflexiones suscitó otra cuestión harto extrava-
g a n t e . ¿ Q u é hacer c u a n d o se sentía c o m e z ó n en las partes í n t i m a s ?
¿Había derecho a rascarse, con riesgo de poner en marcha la mecánica
del pecado? ¿Qué responder al que confesaba u n a polución involunta-
ria provocada por un rascado? A monseñor Gousset —que, recordemos,
era arzobispo de R e i m s , legado de la Santa Sede y p r i m a d o de la Galia
b e l g a - no le pareció que el problema fuera i n d i g n o de él y declaró: "A
aquel q u e acuse un prurito i n c ó m o d o en las partes vergonzosas le está
permitido hacerlo cesar mediante el tacto, aun c u a n d o de ello se siga la
223
p o l u c i ó n " . R o m p í a así con la intransigencia de Billuart, q u e había
juzgado preferible "soportar con paciencia esos desgraciados males que
224
curarlos con un remedio s e m e j a n t e " .
A lo largo de la historia de la Iglesia todos los enfrentamientos entre
represores y tolerantes respecto a un pecado han t e r m i n a d o de la m i s -
ma forma: con la conclusión de q u e el penitente debe abrirse al confe-
sor, h a b l a r l e del p r o b l e m a sin e s c a t i m a r detalles. Este p u n t o no fue
una excepción. Todos convinieron que en caso de polución era preciso
llegarse al confesionario. A los afligidos por el fastidioso hábito Billuart
les recomendó incluso "una confesión m u y frecuente, con un solo y
único confesor, de hasta tres veces por semana". Pero c o m o aceptar se-
mejante i m p u d i c i a era arduo los confesores n u n c a olvidaban interro-
gar sobre ella sistemáticamente.
Salvo casos particulares la masturbación se considera pecado capital
y por tanto merecedora del infierno. J e a n Gerson ( 1 3 6 2 - 1 4 2 9 ) , canci-
ller de la universidad de París q u e consagró a la confesión de esta falta
un tratado entero, aconseja llevar a cabo, sin vacilaciones, un interro-
gatorio profundo. Si el penitente no responde a la invitación a since-
rarse se le han de formular preguntas precisas: "Amigo, ¿te palpas o fro-
tas la verga como suelen hacer los n i ñ o s ? " Si lo niega, primero se lo
felicitará, luego se le dirá que es casi increíble y por ú l t i m o se le repre-
sentarán los tormentos que el caldero de Satán depara a los mentiro-
sos. Si al fin el desdichado confiesa, Gerson propone inquirirle cuánto
156 La carne, el diablo y el confesionario

demoró el juego: " ¿ U n a hora, m e d i a hora? ¿Hasta que tu verga perdió


225
la e r e c c i ó n ? "
El pecado es tan grave q u e ciertos curas severos como el reverendo
padre G o m m a r H u y g e n s , influido por el jansenismo, propusieron ne-
gar la absolución a aquellos "adictos" que no prometieran renunciar al
2 2 6
vicio de i n m e d i a t o . Las confesiones sobre el tema se multiplicaron
de tal m o d o q u e los m i s m o s curas acabaron cansándose; m o n s e ñ o r
Bouvier habló de la impotencia y el desaliento que debía de invadirlos
a veces. " C u a n d o es inveterado —escribió-, el execrable hábito de la
masturbación s u m e a los confesores en u n a especie de desesperación."
Todavía hoy el catecismo afirma q u e la masturbación es "un acto
2 2 7
intrínsecamente grave y desmedido" . M á s pasmoso aún resulta que
R o m a se haya creído obligada a tomar posición sobre los casos en que los
m é d i c o s solicitan un poco de licor s e m i n a l . S i n d u d a por su veto a
toda fecundación artificial, el Santo Oficio declaró que para obtener
e s p e r m a no e s t a b a p e r m i t i d o recurrir d i r e c t a m e n t e a la m a s t u r b a -
2 2 8
c i ó n . Así pues, rige aún la reverencia al esperma mágico, materia in-
finitamente preciosa, directamente ligada a Dios, para quien la menor
dilapidación de ella es un mal.
U n a i m a g e n de Amarcord ( 1 9 7 3 ) , el filme d o n d e Federico Fellini
relata su infancia, revela b r i l l a n t e m e n t e esta obsesión. Vemos a un
niño confesándose en la iglesia. El cura levanta la m a n o , señala la esta-
tua de un santo y declara gravemente: " ¡ C a d a vez que te tocas él llora!"
A u n q u e la confesión debía ser bálsamo de almas agitadas y pecadoras,
¿no habrá sido usada también para aterrorizar a la infancia?

H o m o s e x u a l i d a d y confesión

Si bien la h o m o s e x u a l i d a d es para los teólogos un pecado contra na-


tura, y sin d u d a de los m á s graves, su confesión no se ha solicitado
con tanta insistencia c o m o la del "vicio solitario". Se trata, de hecho,
de u n a cuestión m u y p e l i a g u d a , q u e el v o c a b u l a r i o de la Iglesia ha
c o n f u n d i d o t o d a v í a m á s . No h a r e m o s h i n c a p i é en los dos sentidos
de la palabra sodomía, ya señalados y bien resumidos por A. Bonal:
" L a s o d o m í a o vicio de los sodomitas es la unión, ya con un sexo i n -
d e b i d o , ya en el recipiente i n d e b i d o " (concubitus vel ad indebitum se-
22
xum, vel ad vas indebitum) '). R e n u n c i a n d o a explorar estas c o m p l e -
jas definiciones heredadas de santo Tomás, q u e llevan a d i s t i n g u i r la
s o d o m í a perfecta ( h o m o s e x u a l i d a d ) de la imperfecta (coito a n a l ) , de
a q u í en a d e l a n t e sólo e m p l e a r e m o s el c o r r e s p o n d i e n t e v o c a b u l a r i o
moderno.
La confesión del pecado contra natura 157

No cabe d u d a de que el problema de la homosexualidad se le plan-


teó a la Iglesia m u y pronto, en sus propias filas. Si lo pensamos desde
un enfoque psicológico, el fenómeno p r o b a b l e m e n t e d e s p u n t a b a en
las c o m u n i d a d e s de monjes, q u e vivían aislados y bajo veto de cual-
quier relación carnal, y constituía un deplorable ejemplo de la castidad
que la religión pretendía reverenciar.
Los confesores tomaron u n a serie de posiciones. Establecieron cla-
ras diferencias entre los niños y los adultos. C o n los primeros (pueri),
los penitenciales eran harto indulgentes. Respecto a los adultos, se pre-
cisaron grados de seriedad según que el acto pecaminoso se hubiera co-
m e t i d o simplemente entre los muslos {coitus inter femora: un solo año
de ayuno) o con penetración anal (in ano, a tergo: de tres a quince años de
p e n i t e n c i a ) . C o m o en m u c h a s otras cuestiones los distintos peniten-
ciales divergían notablemente.
La homosexualidad femenina no sufrió gran persecución, por más
que, teóricamente, se la condenara a m e n u d o a u n q u e sólo fuese para
recordar el carácter insaciable, m a l i g n o y lascivo de la mujer. Aparte de
esto, la pérdida del semen femenino sin procreación siempre pareció
menos grave que el desperdicio del esperma.
Respecto a los hombres los m a n u a l e s siempre pidieron al confesor
interrogatorios prudentes. El Confessional de Gerson, aun reconociendo
el gran número de hombres que "tienen compañía unos con otros por el
ano u otro lugar", recomendaba cautela con los penitentes y confianza
en la buena dirección del confesor, "no sea que éste se ponga al corrien-
te de tales pecados". Alrededor de la m i s m a época (siglo X V ) , Jacques
Despars denunciaba la existencia de "muchos coitos sodomitas", pero
juzgaba más seguro para el cura callar durante la confesión. En cambio,
una vez desenmascarado el culpable, Despars - e n su comentario sobre
Avicena— propone un t r a t a m i e n t o increíble: " . . . l a n z a r l e invectivas y
censuras, luego torturarlo con un hambre fuerte y asidua, fatigarlo m u -
cho con vigilias, echarlo en una prisión horrible y golpearlo a m e n u d o
2 3
hasta hacerle sangre" ° .
Es preciso decir q u e el cristianismo en su conjunto n u n c a dejó de
repetir u n a c o n d e n a de la h o m o s e x u a l i d a d q u e se r e m o n t a a la Bi-
blia. H a c i a el año 3 0 0 , Lactancio ya e q u i p a r a b a a los sodomitas con
los parricidas. En el 3 9 0 , el e m p e r a d o r V a l e n t i n i a n o los c o n d e n ó al
fuego. S a n A g u s t í n , G r a c i a n o , Pedro L o m b a r d o , H u g u c c i o , santo
Tomás, Pierre de La Palud, san A n t o n i n o : todos los grandes teólogos
consideraron la h o m o s e x u a l i d a d un vicio horrible; vicio q u e los con-
fesores, con lenguaje cauto, debían aplicarse a detectar. La regla cons-
tante fue la severidad.
158 La carne, el diablo y el confesionario

Coito anal, bestialismo, necrofília

El hecho de que el coito anal sea practicado por un hombre con su m u -


jer no incide m u c h o en la condena que el sexo fuera de las vías natura-
les siempre ha despertado en la Iglesia. Tampoco a q u í tendríamos pro-
blemas en citar u n a legión de teólogos para los cuales la práctica de
marras era símbolo de una alianza diabólica. En el siglo XV san Bernar-
dino de Siena pensaba que al sodomita más le valía cometer incesto con
2 3 1
la propia madre y a la víctima unirse con su p a d r e . " C u a n d o una pe-
nitente - d e c í a - se queje de que el marido abusa de ella por el vicio de
sodomía, curas, id enseguida a buscar al obispo para que los separe."
Estas condenas no se inspiraban en el respeto a la persona ni en el
c u i d a d o de la salud; obedecían a la lógica de u n a doctrina para la cual
el centro de la sexualidad era la procreación. M e n o s legítima parece en
c a m b i o , o en todo caso más sorprendente para el historiador lejano a
estos hechos y mentalidades, la casuística desarrollada a raíz de las pe-
netraciones anales: son ocupaciones intelectuales q u e se nos antojan
particularmente vanas, escolásticas. Se empleaba en ellas u n a enorme
c a n t i d a d de t i e m p o e i n t e l i g e n c i a sin q u e los pecadores o b t u v i e r a n
consuelo real.
Así, a Pontas, en pro de la teología moral, le parece oportuno exami-
nar el caso de un sodomita que habría practicado el coito anal con su
mujer (sodomice peccavit) sin saber que la Iglesia lo consideraba pecado
capital. Ignorando el detalle el hombre juzga que no tiene por qué m e n -
cionar el acto en el confesionario. Así pues, ¿es regular la confesión que
ha hecho? ¿Es válida la absolución concedida? Grave problema de con-
ciencia. No obstante la respuesta es de recibo. El perdón carece de todo
232
valor, "pues n a d a excusa la ignorancia del derecho n a t u r a l " .
La teología tampoco se ahorró discutir sobre la intromisión de un
dedo sodomita donde se sabe. Tomás Sánchez analiza la falta de un h o m -
bre - h a b l a r e m o s a q u í en latín, como é l - qui in actu copula immitteret
digitum in vas praeposterum uxoris. La solución del caso se le hace deli-
cada porque —como ya hemos visto— él mismo ha autorizado, so reser-
va de no buscar sólo el placer, prácticamente todas las privacidades en-
tre esposos. S i n embargo en este asunto se inclina por la condena, pues
la m e n c i o n a d a introducción, piensa, no tiene n i n g ú n vínculo con la
relación conyugal. Es un pecado de lujuria especial, distinto de otros
contactos y sin n a d a de venial. En el siglo siguiente san Ligorio vuelve
sobre el a s u n t o del d e d o i n t r o d u c i d o en r e g i o n e s p o s t e r i o r e s y se
muestra m u c h o más liberal que Sánchez: concluye que el hecho no en-
traña sodomía verdadera. C o n todo pide a los confesores que "repren-
dan severamente" a quienes se entreguen a tal j u e g o . A h o r a bien, ¿aña-
día algo esta semicondena a la doctrina de Cristo?
La confesión del pecado contra natura 159

El pecado contra n a t u r a c o m p r e n d e a s i m i s m o c r í m e n e s c o m o el
bestialismo y la necrofilia, q u e h a n sido tanto c o m o los otros objeto
de la solicitud y el atento e x a m e n de los profesores del confesionario.
Pero en vez de dar listas de casos nosotros intentaremos mostrar —una
vez más— c ó m o la teología se internó en c a m i n o s p a r t i c u l a r m e n t e in-
útiles.
El término "bestialismo" (o bestialidad) designa todas las formas de
relación sexual con animales. La Biblia las condena: "No te unirás con
2 3 3
bestia haciéndote i m p u r o por e l l a " , dice. ¿Qué falta h a c í a desarro-
llar una prohibición tan explícita? Sin embargo monseñor Bouvier, si-
g u i e n d o las huellas de san Ligorio, Collet, Billuart y otros, se puso a
describir las diversas posibilidades de la falta: evidentemente la copula-
ción, pero t a m b i é n el hecho de tocar de forma lasciva los genitales de
un animal. "También es pecado mortal manipularlos por curiosidad,
por chanza o ligereza, hasta el derrame de semen, no a causa del des-
perdicio del semen de la bestia sino porque la acción excita fuertemen-
2 3 4
te las pasiones de aquel que se entrega a e l l a . "
Sánchez y Ligorio d a n libre curso a su fiebre de categorización. Es-
t i m a n , por ejemplo, q u e la m a n i p u l a c i ó n de las partes sexuales de u n a
bestia que no llega a provocar emisión de l í q u i d o no es pecado mortal,
sino venial. A m e d i a d o s del siglo XIX, D. R. Louvel cree interesante es-
crutar la falta cometida por "una mujer que se hacía lamer la vulva por
2 3 5
un perro o un g a t o " . La conclusión no tiene n a d a de inesperado.
R e t o m a n d o la línea de Vernier aconseja expresamente a los confesores
interrogar a las mujeres sobre el asunto. "Ocurre con frecuencia que así
se descubren secretos vergonzosos."
En los siglos XVI y XVII, la v e i n t e n a de m a n u a l e s redactados para
confesar a los indios de A m é r i c a (algunos en n á h u a t l ) se detienen espe-
cialmente en los pecados contra natura. Los recién colonizados están
bajo constante sospecha de ebriedad, idolatría, sodomía y bestialismo.
Lo cierto es que los textos plantean innumerables preguntas sobre el
acoplamiento anal o crimen abominable (pecado nefando), como t a m -
bién sobre las relaciones con gallinas, ovejas, burras y llamas. Sin d u d a
existían en estos pueblos tantas perversiones como en todo el m u n d o ,
pero también sospechamos q u e españoles y portugueses interpretaron
mal algunos mitos. Tal vez los interrogatorios traduzcan, sobre todo,
2 3 6
las obsesiones y fantasmas de los conquistadores .
R e n u n c i a m o s a dar ejemplos de casos de conciencia relativos a la
necrofilia, que, por otra parte, las leyes h u m a n a s siempre han remitido
al código penal. Pero querríamos subrayar u n a vez más las característi-
cas del interrogatorio q u e se h a c í a en los confesionarios. C o n el pretex-
to de serenar y a y u d a r al penitente se intentaba escrutar, analizar y di-
vidir la falta en categorías, con profusión de pormenores q u e acaso
160 La carne, el diablo y el confesionario

sean intelectuales, pero que para muchos revelan algo de inconvenien-


te, obsceno y enfermizo.
Se sabe que uno de los rasgos centrales de toda confesión, cualquie-
ra q u e sea el pecado que la suscita, es la exigencia de que se declare no
sólo la falta sino también con quién se cometió, en la c o m u n i d a d o la
familia, indicando la calidad de la persona. Sin d u d a este lado policial
ha sido uno de los más desagradables de u n a práctica que, con justicia,
m u c h o s consideran tranquilizadora para las conciencias. En el caso de
la necrofilia encontramos el género habitual de preguntas, esta vez re-
feridas al cadáver. Así monseñor Bouvier exige que el confesante ne-
crófilo precise q u i é n era la v í c t i m a : " L a c i r c u n s t a n c i a de u n a mujer
m u e r t a debe ser declarada necesariamente, así c o m o la calidad q u e te-
n í a , c u a n d o viva, de p a r i e n t e por c o n s a n g u i n i d a d o por alianza, de
mujer casada o de religiosa". Una vez más el teólogo quiere dar prueba
d e s u e s p í r i t u d e l i c a d o , d e las d i s t i n c i o n e s m á s sutiles, p a r a s u m a r
eventualmente un pecado a otro, como si semejante crimen no bastara
para justificar u n a condena absoluta.

¿Por qué?

¿Qué persiguen todos estos confesores en el pecado contra natura, sea


el coito sin acoplamiento (polución), con un a n i m a l (bestialismo), u n a
persona del m i s m o sexo (homosexualidad) o fuera del recipiente natu-
ral (sexo anal entre otros)? Es obvio que no - c o m o induciría a creer la
designación— el hecho de q u e se aparte de la "naturaleza". A p u n t e m o s
q u e esta noción, tanto en la visión cristiana como en u n a atea, es parti-
c u l a r m e n t e vaga en un m u n d o q u e se ha vuelto esencialmente cultu-
ral, un m u n d o por doquier modificado desde que el hombre es hombre.
¿Qué queda de natural en un hombre en el cual todo es construcción,
q u e todo lo ha aprendido, hasta la postura erecta, el pensamiento, las
formas de hacer el amor; un hombre q u e además no cesa de cambiar
de un siglo a otro?
Lo que en realidad unifica el pecado contra natura, c o m p r e n d i d a la
necrofilia, es el hecho de que i m p i d e la generación, o al menos e m p l e a
vías ineficaces: conlleva la pérdida del semen fecundante, c r i m e n no
sólo contra la persona, sino contra la especie. Pero entonces, ¿no será
s e n c i l l a m e n t e la anticoncepción el primer pecado de este orden? S i n
d u d a . Quizá en sus inicios el cristianismo insistiera más en la i m p u g -
nación del aborto, pues aparte del coitus interruptus, los métodos anti-
conceptivos de la época eran ineficaces. Lo cierto es q u e u n a teoría re-
l i g i o s a b a s a d a e n l a p r o c r e a c i ó n c o m o f i n ú l t i m o d e las r e l a c i o n e s
La confesión del pecado contra natura 161

sexuales no podía sino destacar curas vigilantes al interior de la pareja.


Durante siglos, en un curioso ménage a trois, el confesor se acostó no-
che a noche en el lecho de los cónyuges; indiscreción ésta que no ha
sido de las menores cometidas por el catolicismo romano.
La confesión de la pareja

En términos generales la confesión de las personas casadas ha atravesa-


do tres épocas: u n a de severidad simple y tranquila, c o m p l e t a m e n t e
agustiniana, antes de Sánchez y Ligorio; luego, bajo la influencia de és-
tos, alrededor de un siglo (de 1 7 5 0 a 1 8 5 0 más o menos) de relativa
indulgencia durante el cual se evitó indagar en asuntos demasiado ínti-
mos; por fin, con rigor creciente, un a larga lucha a ultranza contra las
prácticas abortivas y anticonceptivas.
Es cierto que esta visión sistemática reduce bastante la realidad. H a -
cia el siglo XII, por ejemplo, hubo un período de incipiente moderación
del agustinismo, una tendencia a perdonar más fácilmente ciertas con-
ductas fogosas. Asimismo, a partir de 1 9 5 1 , la autorización oficial del
placer en la unión acarreó una especial clemencia. De todos modos, en
cada época han coexistido confesores misericordiosos y perseguidores.
Y en todas el conjunto de los pecados, entre ellos el aborto y la anti-
concepción, suscitó interrogatorios m u y ceñidos. Pero, sin á n i m o de
hacer una exposición cronológica del pecado en el m a t r i m o n i o , a q u í
nos atendremos a la división en tres etapas. En todo caso la alternancia
de dureza y elasticidad expresa las tendencias de la cúpula, algo que se
verifica leyendo los textos romanos: paralelamente a la progresiva hu-
manización de las directivas se da un rechazo acentuado a todo lo que
pueda contravenir la "naturaleza" o alentar la unión sin fruto.

Bajo estrecha vigilancia

M u c h o s se asombrarán quizá de q u e no siempre se haya dejado a los


casados tranquilos y las apaciguantes ideas de Ligorio no se h a y a n i m -
puesto antes. Lejos de la unión frágil y dudosa q u e conocemos hoy,
para la Iglesia el m a t r i m o n i o siempre ha sido —sobre todo mientras no
164 La carne, el diablo y el confesionario

existió e l d i v o r c i o - u n a i n s t i t u c i ó n d i v i n a , e s p e c i a l m e n t e sagrada.
C o m o enseña la demografía histórica, durante mucho tiempo produjo
grandes cantidades de niños: c u m p l i ó celosamente la misión que se le
había confiado. Por esta razón la Iglesia bien habría podido considerar-
lo desde el principio un espacio de libertad donde, salvo escándalo ma-
yor, debía abstenerse de intervenir; actitud ésta que, a su vez, habría
p o d i d o i n c i t a r a fornicadores y lujuriosos a c o m p r o m e t e r s e en un
vínculo que les permitía beneficiarse de ciertas franquicias.
Pero en modo alguno fue así. Al contrario: por largo tiempo, consi-
derando el m a t r i m o n i o un ámbito de perdición, ingentes teólogos lla-
maron a someterlo a estrecha vigilancia. En el siglo XVI san Bernardino
declaró q u e novecientos noventa y nueve de cada m i l m a t r i m o n i o s
pertenecían al diablo; y esto sin tener en cuenta la anticoncepción, tal
vez rara en la época, sino el simple ardor apasionado de los esposos.
Para la tradición estoica y a g u s t i n i a n a el amor n u n c a dejó de ser un
sentimiento sospechoso.
Todavía en el siglo XVIII, el predicador Jacques Bridaine expresaba
la m i s m a desconfianza al e x c l a m a r : "¡No todo está p e r m i t i d o ! ¡No
todo! ¡Recordadlo bien y no lo olvidéis nunca! En el m a t r i m o n i o se co-
2 3 7
meten todos los días muchos pecados detestables" . De m o d o que el
lecho c o n y u g a l debía ser objeto de investigación. ¿Quién podía encar-
garse de la tarea? B r i d a i n e h a c í a un l l a m a m i e n t o a la c o n c i e n c i a de
cada cual, pero enseguida añadía: "Os remito a vuestros confesores".
De la m i s m a manera, en el siglo XIX monseñor Bouvier, director de se-
m i n a r i o antes de ser obispo de M a n s , preveía u n a acción constante del
director de conciencia sobre la pareja. El confesor convocaría a los no-
vios antes de la boda, a u n q u e sin d u d a no obtendría gran provecho: si
hablaba m u c h o los escandalizaría y, por otra parte, los preceptos gene-
rales apenas p o d í a n servir de algo. Por eso Bouvier o r d e n a b a q u e el
confesor renovara la invitación poco después de consumado el matri-
monio:

Entonces, de m a n e r a más adecuada, desarrollará las reglas


expuestas más arriba sobre la obligación de cumplir el de-
ber, la época en q u e h a y q u e c u m p l i r l o y reclamarlo, la
m a n e r a en que se debe practicar el coito durante las m e n s -
238
truaciones, los embarazos, e t c é t e r a .

Ya entonces ( 1 8 2 7 ) , sin e m b a r g o , Bouvier se percataba del carácter


contradictorio de lo que estaba exigiendo y, más que proponer un cur-
so de educación sexual, pedía a los confesores q u e respondieran a todas
las preguntas q u e les hicieran sin suscitarlas. Por otra parte los casados
La confesión de la pareja 165

tenían deberes, y de esto había q u e informarles con claridad. El deber


principal era no cometer adulterio.

Condena del adulterio

A u n q u e en la literatura teológica se encuentran discusiones a raíz de


todo, hay poquísimos textos indulgentes con el adulterio: la prohibi-
ción que pesa sobre él es uno de los grandes preceptos de la tradición
cristiana y está expresada en un m a n d a m i e n t o bíblico. C o n todo, he-
mos llegado a descubrir un pasaje que, si no autoriza al hombre a en-
gañar a su esposa, lo excusa si comete la falta con u n a mujer c a s a d a . . .
realmente bella. En 1 8 4 3 , enredado en su casuística, el abate M o u l e t se
atrevió a sostener que si alguien m a n t e n í a relaciones culpables con u n a
mujer casada, "no porque estuviera casada sino porque fuera hermosa,
haciendo abstracción de la circunstancia del casamiento, no incurriría
239
en pecado de adulterio sino s i m p l e m e n t e de i m p u r e z a " . Confesa-
mos que el pasaje está sacado de su contexto, q u e es m u c h o más res-
trictivo y enredado y no constituye un verdadero permiso de seducir a
esposas ajenas. Lo consideraremos un mero ejemplo del grado de suti-
leza que llegó a alcanzar la teología moral.
Desde siempre la Iglesia ha instado a las personas casadas a atenerse
a la fidelidad y, m e d i a n t e la confesión, ha actuado en este sentido re-
probando a los culpables. La condena figura aún en el catecismo ac-
tual, que, sin la menor indulgencia, describe el adulterio como "injus-
ticia". Q u i e n lo comete "lesiona el derecho del otro cónyuge y atenta
contra la institución matrimonial. C o m p r o m e t e el bien de la genera-
ción h u m a n a y de los hijos, que necesitan que la unión de los padres sea
2 4 0
estable" . N o hay n i n g u n a excusa.
C o n v e n c i d a cada u n a de que asistía a la otra cuando en realidad la
perjudicaba, la ciencia (o cierta ciencia) y la religión cristiana - q u e , ya
lo h e m o s d i c h o , más q u e oponerse a m e n u d o se c o m p l e m e n t a r o n -
coincidieron en la condena del adulterio y en general trabajaron juntas
para moderar la sexualidad del matrimonio.
En 1 8 8 5 , para gran satisfacción de la Iglesia, el doctor M o n t a l b á n
publicó u n a Biblia para jóvenes esposos q u e tuvo notable éxito. Cierto
que alentaba los contactos sexuales, pero sólo dentro del matrimonio y
con una moderación sobria. El propósito era propiciar la higiene conyu-
gal, favorecer el nacimiento de hijos hermosos. Bajo la cubierta medici-
nal y profiláctica el libro repetía o justificaba casi todas las tesis católicas:
rechazo del coito interrumpido y las caricias buco-genitales; abstención
con la esposa estéril o menopáusica; acoplamiento en estricta postura
166 La carne, el diablo y el confesionario

clásica, el hombre encima de la mujer; todo en el único lugar apropiado:


la cámara nupcial. Curiosamente el autor padecía aún alucinaciones de-
bidas a la concepción medieval del esperma. El doctor M o n t a l b á n - p a r a
quien el licor seminal era "vida en estado líquido"— estimaba que una
pérdida de 30 gramos de esta sustancia equivalía a "la de 2 . 2 0 0 gramos
de sangre", es decir más de dos litros... Obviamente había que conde-
nar todo derroche, no sólo en la masturbación sino también en el adul-
terio, que no producía bebés primorosos.
Razonamientos de este tipo siguen siendo esgrimidos hoy por cier-
tos movimientos pararreligiosos. Tomemos, por ejemplo, un periódico
de los testigos de Jehová: un autor —no puede decirse q u e toda la sec-
t a - sostiene que, según estudios científicos serios, el adulterio es perju-
dicial para la salud de los participantes:

Para u n a persona con deficiencias cardíacas las relaciones


sexuales ilícitas pueden ser fatales. Según la doctora Leo-
nore R. Zohman, la relación sexual entre marido y mujer no
fatiga más q u e subir dos pisos o bajar r á p i d a m e n t e a la ca-
lle. En c a m b i o las relaciones sexuales ilícitas causan gran
tensión d e b i d o a la e m o c i ó n e x p e r i m e n t a d a por la con-
ciencia culpable y la i n q u i e t u d de estar a la altura. Un es-
tudio llevado a cabo en Japón ha demostrado q u e de cada
diez decesos habidos en el curso de un coito, ocho ocurren
2 4 1
en m e d i o de relaciones i l í c i t a s .

Sin negar que el acto sexual siempre exige un esfuerzo cardíaco, sin ig-
norar que un encuentro ilícito en un hotel impersonal provoca más ten-
sión q u e el acto amoroso periódico en el domicilio conyugal, y sobre
todo sin entrar en consideraciones médicas cuyo fundamento escapa por
completo al historiador, hemos puesto los ejemplos precedentes para re-
alzar un rasgo permanente de la visión del pecado de la carne que los
confesores n u n c a han dejado de explotar: es peligroso.
En la Edad M e d i a y el R e n a c i m i e n t o se condenaba incluso cierto
m o d o de relación entre esposos: la "impetuosidad", y no otra cosa de-
signaba para la Iglesia la palabra amor. El enamorado estaba por fuerza
enamorado en exceso, insuflado de deseo, algo que la Iglesia nunca j u z -
gó bueno moral ni médicamente. Desde el siglo XII, con Guillermo de
Auxerre, fue norma que los confesores se informaran de si los hombres
"querrían tener comercio con su mujer a u n q u e no fuera su mujer", al
punto de poder acostarse con ella fuera del m a t r i m o n i o . Si alguien con-
testaba q u e sí era porque amaba a su mujer abusivamente, y el cura de-
bía poner coto al desborde afectivo. En sus instrucciones a los confeso-
La confesión de la pareja 167

res, A n t o n i o de Butrio recomendaba averiguar si el hombre no se había


242
casado por amor antes que por voluntad de p r o c r e a r . En el siglo XV,
Bernardino de Siena estigmatizó al m a r i d o que se sirviera de su mujer
más por placer que para tener hijos. El confesor, según él, debía recor-
dar al hombre que "su esposa no era suya sino de Dios" y que las rela-
243
ciones "demasiado frecuentes y afectuosas" eran p e c a d o .
Un autor laico, el poeta y novelista Jean Bouchet ( 1 4 7 6 - 1 5 5 7 ) , m o -
ralista burgués de su tiempo, también denunció una impetuosidad que
veía presente hasta en los amores legítimos. Según él, el ardor se expre-
saba de tres maneras: buscando la delectación —delectado, el placer— en
el matrimonio; copulando para "saciar la lujuria", mediante incitaciones

3ue llamaba "caricias lúbricas y provocadoras"; por último, consuman-


o "tal acto indebidamente, fuera del vaso acostumbrado o de otra m a -
nera que la ordenada por la naturaleza" . 2 4 4

Bouchet no hacía más que repetir la secular concepción de la Iglesia


en materia sexual. U n a tesis al principio oficial, más tarde tácita, cada
vez m e n o s d e c l a r a d a y por fin r e p u d i a d a , pero s i e m p r e r e n a c i e n t e ,
siempre implícita, tal vez a ú n en nuestra época: el amor m a t r i m o n i a l
debe carecer de locura, de excesos y en lo posible de amor.

La obligación de cumplir

No obstante es obligatorio hacer el amor. Además de prevenir el placer


del coito d e m a s i a d o lujurioso, los confesores d e b í a n asegurar q u e el
acoplamiento existiera y se repitiese. Siempre en ese marco contradic-
torio —hijos pero no amor, relaciones pero no sexo— tenían la misión
especial de convencer a las mujeres de entregarse al deseo de los h o m -
bres, se entiende q u e por las vías naturales y en las formas autorizadas.
Y es que, al elogiar sin límites la continencia, llamar a la pureza, subra-
yar el celibato de Cristo, alabar a la V i r g e n y vituperar a los maridos
fogosos, el cristianismo siempre corría el riesgo de que sus afirmacio-
nes fueran tomadas al pie de la letra. En nombre de la doctrina las es-
posas podían llegar a sustraerse a actos de halo tan infamante y rehusar
el célebre deber explicitado por san Pablo.
Así pues, innumerables textos recuerdan a la esposa que debe some-
terse al m a r i d o . Un a r g u m e n t o e m p l e a d o con frecuencia es q u e en
caso contrario podría perderlo. El hombre se irá a copular a otra parte
y ella será a la vez v í c t i m a y responsable de un adulterio. M o n s e ñ o r
Claret opta por hacer hincapié en el irreprimible deseo del marido; en
una invocación casi inconcebible, se esfuerza por convencer a las espo-
sas de q u e los maridos son así, que los d o m i n a la concupiscencia y no
168 La carne, el diablo y el confesionario

h a y n a d a que hacer. Para demostrarlo llega a comparar el ardor carnal


con la necesidad de defecar: una obligación irresistible. Es preciso pues
q u e las mujeres cedan, porque nadie puede refrenar la urgencia de de-
poner su mierda:

Considera, m i m u y querida hermana, que u n m a r i d o que

3 uiera a su mujer y sienta por ella u n a gran pasión no po-


ra guardar la continencia. Estás obligada, so pena de gran
pecado, a abrirle los brazos y dar satisfacción a sus senti-
dos. Para que me comprendas apoyaré mi razonamiento
en una comparación. Si, por ejemplo, os encontraseis pre-
sa de u n a fuerte urgencia, y si, h a b i e n d o expresado a tu
m a r i d o el deseo de satisfacer las necesidades de la natura-
leza, éste te llamase a dejar la cosa para el d í a siguiente o
para ocho días después, seguramente pensarías que tu ma-
rido es i m p r u d e n t e o imbécil, y q u e te es por completo
imposible esperar, e irías a deponer tu mierda en un lugar
cualquiera. La situación en que se encuentra tu m a r i d o es
en todo semejante a la que se produciría en mi compara-
ción; y si te niegas a recibirlo, él irá a verter su esperma en
otro vaso distinto del tuyo, y el pecado de su incontinen-
2 4 5
cia recaerá sobre t i .

C o m o tantos otros, un texto así prueba cómo la voluntad exagerada de


explicar la Palabra, o la supuesta Palabra, llevó a ciertos confesores a
caer en la más absoluta sinrazón verbal. De la m i s m a manera otros pre-
tendieron detallar minuciosamente todo cuanto debían hacer los cón-
yuges para darse lo debido en caso de que el expediente presentase al-
g u n a dificultad. ¿No h a b r í a bastado e n u n c i a r la o b l i g a c i ó n en unas
palabras, como san Pablo, y dejar el resto a los médicos? Al parecer no.
A mediados del siglo XIX, por ejemplo, un vicario explica todo lo que
se i m p o n e hacer y soportar en la lucha contra la impotencia. El marido
debe "reanimar su vigor m e d i a n t e alimentos fortificantes". La mujer
"cuya vulva esté d e m a s i a d o cerrada o sea demasiado estrecha se hará
practicar u n a incisión o a m p u t a r el clítoris". Por ú l t i m o h a y un permi-
so de violación pseudoquirúrgica, extraordinario c u a n d o se conoce el
gusto de la Iglesia por los métodos naturales y el rechazo a usar cual-
quier "instrumento" en el terreno sexual:

Si por debilidad o exceso de ardor el hombre no pudiera


romper el tabique vaginal, a u n q u e sea capaz de acoplarse,
la mujer deberá permitirle vencer el obstáculo por medio
La confesión de la pareja 169

de un consolador o instrumento cualquiera. C o m o en este


caso el defecto debe imputarse no a la mujer, sino al mari-
do, parecería más justo que éste tuviera que emplear para
consigo los m e d i o s apropiados para e l i m i n a r l o . Sin e m -
bargo, si esto no le fuera fácil, se admite generalmente que
a la operación se someta la mujer, visto que casándose ella
le ha dado al marido el derecho a gozar de su cuerpo y fa-
cilitarle los medios para que pueda hacerlo sin gran tras-
torno. El e n s a n c h a m i e n t o p u e d e ser hecho sin inconve-
nientes y a u n sin herir el pudor, ya por el marido, ya por
la mujer m i s m a ; el dolor resultante nada tiene de extraor-
dinario, pues no es otro q u e el q u e sienten todas las vírge-
246
nes en el m o m e n t o de la d e s f l o r a c i ó n .

Así pues, con tal de no precipitar al c ó n y u g e al adulterio había que ha-


cer lo que fuese. Si de todos modos ocurría lo peor, no obstante, los
diccionarios de casos de conciencia tenían todo previsto. En los semi-
narios del siglo XIX, por ejemplo, se enseñaba q u é podía aconsejarse al
penitente engañado por su esposa (casi siempre se contempla el adulte-
rio de la m u j e r ) . ¿Podía el hombre negarle lo debido? Sí: la adúltera ha-
bía perdido sus derechos. ¿Podía ella negarse? No: seguía siendo esposa
de ese hombre y le debía obediencia.
Pontas se preguntaba incluso si estaba permitido matarla. Y respon-
día que no, porque san Agustín lo había prohibido, a u n q u e sí destituir-
la: Non licet christiano uxorem adulteram occidere, sed tantum dimitiere.
¿Se le podía pegar? En el diccionario de Pontas, bajo la voz PEGAR, sólo
figuran dos artículos. El primero examina si un amo puede pegarles a
los criados a los que no ha podido corregir con reprimendas. El segun-
do discute el caso de un marido que para castigar a su mujer llega a gol-
pearla. Pontas concluye que no se puede culpar ni al primero ni al se-
g u n d o , siempre q u e la aplicación del correctivo no sea producto del
arrebato o la pasión. La mujer adúltera casada, reflexiona, se encuentra
bajo la disciplina de su marido. "Por tanto hay que corregirla con efica-
cia, y a u n recurrir a los golpes c u a n d o las p a l a b r a s se v u e l v e n i n ú -
247
tiles."

Intimidades de la pareja casada

En un m a t r i m o n i o q u e funcionara bien, otra tarea del confesor era ve-


rificar que se respetaran los principios de la teología moral y se m a n t u -
170 La carne, el diablo y el confesionario

viera una conducta apropiada. A partir de Ligorio, y sobre todo desde


el siglo XIX, se i m p u s o la costumbre de no interrogar demasiado a los
esposos mientras no hubiera sospecha de mal comportamiento: mas-
turbación, pérdidas de semen, a n t i c o n c e p c i ó n , etc. H a b i é n d o s e i m -
puesto por fin el criterio de Sánchez, se a d m i t í a que los cónyuges se hi-
c i e r a n caricias s i e m p r e y c u a n d o no fuesen contra n a t u r a . A s í , por
ejemplo, Debreyne autorizó "todos los besos, contactos, abrazos, mira-
das y conversaciones obscenas entre esposos, sin caer en riesgo de polu-
ción y dentro de los límites de la decencia natural". En esos escarceos
sólo podía haber pecados veniales. ¿Pero cómo saber si se m a n t e n í a n
"dentro de los límites de la decencia natural"? La libertad que otorgaba
el primer párrafo volvía enseguida a m a n o s del confesor. Los esposos
podían hacer lo que quisieran, sí, pero a condición de hacer después
relatos detallados. No le quedaba a la relación n i n g u n a posibilidad de
secreto; unas páginas después del párrafo recién citado, el padre De-
breyne afirmaba su derecho a interrogar exhaustivamente:

El confesor preguntará a los esposos por la cuestión de las


caricias impúdicas u otras infamias q u e cometieran a m e -
n u d o entre ambos. Puede comenzar así: "¿No has hecho
con tu cónyuge n a d a fuera de lo permitido por el matri-
m o n i o , es d e c i r de las cosas necesarias p a r a la procrea-
ción?" Si él responde q u e h a y a l g u n a cosa tal, habrá que
preguntarle en qué consiste y al fin llevarlo a declarar si
hubo contactos o ejercicios vergonzosos. H a y que pregun-
248
tar si hubo polución, o peligro de sufrirla o f a v o r e c e r l a .

Nos parece que en tiempos más modernos, y en particular más cerca-


nos a nosotros, la n o r m a tendría la enunciación siguiente: los confeso-
res se mostrarán indulgentes con todo comportamiento de los esposos
siempre y cuando se satisfagan dos condiciones; a saber, que las postu-
ras amorosas sean seguidas de emisión en el vaso y que no h a y a en el
acto n a d a favorable a la anticoncepción y el aborto.
Lo cual significa q u e , pese a las muchas declaraciones oficiales sobre
su a b a n d o n o , la estricta teoría a g u s t i n i a n a sigue en la u r d i m b r e del
pensamiento eclesiástico. Se p e r m i t e prácticamente todo (salvo los ac-
tos contra n a t u r a ) , en el e n t e n d i d o de que concluya con un hecho efi-
caz a la generación. Ya en el siglo XVI, un m a n u a l aconsejaba acusarse
del siguiente m o d o : " H e buscado y obtenido placer carnal de forma
ilícita y siempre con demasiado ardor. He pensado poco en la procrea-
c i ó n , bien para el cual se ha i n s t i t u i d o p r i n c i p a l m e n t e el m a t r i m o -
2 4 9
n i o " . La palabra esencial de este texto es principalmente. Todavía
La confesión de la pareja 171

hoy, después de que en 1951 el Papa hubiese a d m i t i d o la l e g i t i m i d a d


del placer entre esposos, el objetivo principal sigue siendo la produc-
ción de un niño. Es posible pues permitirse cualquier acto amoroso, en
los límites de lo natural, siempre y c u a n d o no se actúe por mero placer
sino para procrear. La diferencia con otras épocas no es pequeña; en
realidad, tampoco es grande.
U n e j e m p l o —largamente d e b a t i d o p o r los t e ó l o g o s - p e r m i t i r á
c o m p r e n d e r mejor q u é está v e d a d o y q u é se ha vuelto aceptable en
ciertas condiciones. Se trata de las posturas en q u e p u e d e copular la
pareja casada.
En la visión a n t i g u a , salvo caso de g o r d u r a o enfermedad, h a b í a
u n a sola posición tolerable: la l l a m a d a del "misionero", sin variantes
gimnásticas de n i n g u n a especie. Todas las demás, se creía, tenían por
meta a u m e n t a r el placer. A ú n h o y existen curas, quizá ancianos y for-
m a d o s en u n a teología restrictiva, a g u s t i n i a n a m e n t e convencidos de
que el placer debe prohibirse, que el único objetivo de las relaciones
m a t r i m o n i a l e s es producir hijos. Así, un confesor italiano pregunta:
"¿Sabes tú q u é significa «acto c o n y u g a l » ? Significa q u e ese acto está
destinado a procrear. Conducirse por un mero fin erótico no está per-
mitido". Otro cura precisa: "Es la voluntad de Dios, hijo mío. El no nos
ha dado testículos y vaginas para que experimentemos placer, sino para
250
que reproduzcamos la e s p e c i e " . M á s directo si cabe, en todo caso
inquieto por informarse de la manera teológicamente l l a m a d a more ca-
nino o more canum, un confesor de la iglesia de San Lorenzo de Ñapó-
les le pregunta a u n a penitente casada: "¿Te hace él darte la vuelta para
solaces lúbricos?"
En realidad h o y un cura menos severo p o d r í a autorizar todas las
posiciones mientras sólo fueran prólogos sin eyaculación del acto final,
que debe efectuarse de forma clásica y completa. Por cierto, esta ú l t i m a
palabra se ha vuelto capital entre los confesores. Es la nueva balanza
del Bien y el M a l . El acto tiene que ser completo; debe c u l m i n a r con
eyaculación en el lugar correcto. Dado lo cual todo lo precedente, ex-
cepto prácticas contra natura como el coito anal, será juzgado venial o
benigno.
H a y otra práctica largamente combatida que, sin haber logrado au-
torización expresa, ya no desata tanta cólera. Es el contacto buco-geni-
tal, q u e la m e d i c i n a l l a m a fellatio y la teología irrumatio. Antes de
1951 era rechazado tajantemente, incluso cuando no entrañaba pérdi-
da de semen. Era una forma de bestialismo. Severo al respecto en gra-
do s u m o , Bouvier había denunciado los "actos obscenos que repugnan
al pudor natural: por ejemplo cuando la mujer toma en su boca el pría-
po del marido, es decir el m i e m b r o viril, o se lo pone entre los senos".
Estaba haciéndose eco de u n a vieja tradición cristiana, la de la epístola
172 La carne, el diablo y el confesionario

de san Bernabé, que hacia el año 130 había vituperado a los q u e i m i t a -


ban a "la comadreja, ese a n i m a l q u e concibe con la boca". Billuart ha-
blaría de u n a "desmesura infecta". A u n q u e titubeara, Ligorio tampoco
2 5 1
p u d o ser indulgente: afirmó que era pecado m o r t a l , y tras él lo hi-
cieron todos los grandes redactores de tratados de confesión.
Sin e m b a r g o h a c i a 1 8 5 0 , basándose en los testimonios de ciertos
teólogos liberales —Sánchez, Sporer, el propio L i g o r i o - , el R. P. Louvel,
en un párrafo de t e m p e r a m e n t o harto clásico, podrá incluir u n a frase
capital:

Cualesquiera contactos, miradas, etc., q u e se j u z g u e n úti-


les y necesarios para provocar los deseos y satisfacerlos son
p e r f e c t a m e n t e l í c i t o s ; u n a vez c o n c e d i d o e l p r o p ó s i t o ,
también lo están los medios de alcanzarlo. Dichos medios
son el preludio del coito y casi forman parte de él. No se
puede exigir a los esposos que se entreguen a copular de inme-
2 2
diato, sin haberse dado testimonios naturales de amor ^ .

Después de esta concesión, que asimila los actos preliminares del coito
final siempre y cuando —remarquémoslo- el coito final se efectúe com-
p l e t a m e n t e y sin a r d i d e s , la fellatio será t á c i t a m e n t e a d m i t i d a en el
c a m p o de lo tolerado. Esto no significa que se h a y a aceptado la polu-
ción en la boca de la pareja. Semejante despilfarro de e s p e r m a sigue
pareciendo a los confesores u n a monstruosidad, y así lo expresa uno en
la iglesia r o m a n a de la Santa C r u z de Jerusalén: "¿Te vierte el esperma
253
en la boca? Es un acto bestial y está p r o h i b i d o " . Otros testimonios,
con todo, muestran u n a evolución de la Iglesia frente al conjunto de
actos preliminares de la cópula.
La encuesta realizada alrededor de 1970 por los periodistas italianos
Valentini y Di M e g l i o recoge noventa y seis entrevistas sobre la cuestión
específica de lo permitido en el matrimonio. La respuesta es u n á n i m e e
inequívoca. C o n exclusión de los actos contra natura —esencialmente el
coito anal, la pérdida de semen, la anticoncepción y el a b o r t o - , entre
esposos está autorizado todo, a condición de que el acto c u l m i n a n t e sea
natural y completo.
Los juegos de amor físico no suscitan prohibiciones si son previos a
un acto propicio a la generación. Todos los curas italianos responden
igual, indicio cierto de q u e la jerarquía ha dado instrucciones. Iglesia
de San Agustín, en M o n t e p u l c i a n o : "En estos aspectos del acto c o n y u -
gal h a y q u e hacer u n a distinción. M i r a , la Iglesia los p e r m i t e sólo den-
tro de la m e t a del acto. Podéis emplear incluso la boca, los ojos y otros
órganos, siempre y c u a n d o el objetivo sea correcto". Iglesia de Todos
La confesión de la pareja 173

los Santos, en R o m a : " M i r a , entre m a r i d o y mujer está permitido be-


sarse, estrecharse, acariciarse, todo lo que sea incitación al acto carnal.
Pero h a y que acabar por el acto regular, natural, normal". Iglesia de
S a n A n d r é s , O r v i e t o : "Os podéis acariciar las partes sensibles, pero
2 5 4
siempre dentro de la m i s m a meta: el acto c o n y u g a l " .
D a d a u n a doctrina tan transparente y comprensible, q u e d a un solo
misterio: ¿a q u é se debe la insistencia de ciertos confesores por romper
la i n t i m i d a d de la pareja, la casi insensata exigencia - m a n i f i e s t a en los
confesionarios italianos— de detalles verdaderamente escabrosos sobre
la vida í n t i m a de los esposos? Si hoy en día una enorme cantidad de
creyentes ha a b a n d o n a d o los confesionarios, ¿no es porque están har-
tos de u n a inquisición tan contraria a los nuevos principios? A lo q u e
se niegan, sin duda, es a exponer su territorio sexual, un jardín privado
q u e creen les pertenece en exclusividad, por m u y buenos cristianos que
sean. Así responden al ataque contra un derecho de la persona q u e des-
de hace más de un siglo se considera imprescriptible: el derecho a la in-
timidad.

Guerra a la anticoncepción

Sería un error pensar y una falsedad escribir q u e la lucha de la Iglesia


contra el aborto y la anticoncepción es un fenómeno actual. No obs-
tante el problema se ha desplazado. Desde hace cincuenta años ya no
se sitúa en el confesionario. A partir de la década de 1 9 5 0 el debate so-
bre la planificación de la natalidad, sobre los métodos químicos para
materializarla, se ha vuelto ideológico: u n a cuestión social. Los fieles
ya no se rebelan simplemente contra la confesión, sino contra la Igle-
sia, acusándola de abusar de su autoridad y reducir a la mujer a una
función p u r a m e n t e reproductora. Son problemas graves, relacionados
con la deserción general q u e sufre hoy el catolicismo, y de los cuales
nos ocuparemos más adelante.
D e t e n g á m o n o s un m o m e n t o en las épocas en q u e no existían los
anticonceptivos q u í m i c o s . Al confesor le bastaba con preguntar si la
penitente no ingería "venenos de esterilidad" o el hombre no vertía el
esperma fuera del recipiente. Estas i n t i m i d a d e s no se debatían en la
plaza pública, sino en la p e n u m b r a del confesionario.
La condena de las malas prácticas empezó m u y pronto. Las prime-
ras indagaciones concernían al aborto y el infanticidio, primeros m e -
dios q u e inventó el h o m b r e para desembarazarse de la progenie ago-
biante. Desde el siglo VIII los confesores fueron invitados a formular
p r e g u n t a s precisas sobre l a a n t i c o n c e p c i ó n , m e d i o m á s sofisticado
174 La carne, el diablo y el confesionario

a u n q u e se r e m o n t a r a a O n á n y s e g u r a m e n t e no m u y e x t e n d i d o por
entonces al principio. En el siglo X —mientras a m e n u d o la confesión
sigue siendo p ú b l i c a - , el penitencial de Reginon de P r ü m refiere q u e
todo obispo que pasaba por una población tenía el deber de lanzar una
advertencia a los criminales y las abortadoras. El clérigo i n q u i r í a si en-
tre la asistencia h a b í a personas "que hubieran m a t a d o a un marido o a
c u a l q u i e r otro ( i n c l u i d o s los niños recién n a c i d o s o por n a c e r ) con
255
hierbas ponzoñosas y venenos m o r t a l e s " .
Todos los grandes teólogos de la Edad M e d i a trataron la anticoncep-
ción y el aborto en términos durísimos e insistieron en que se profundi-
zaran los interrogatorios al respecto. Jean Gerson tronaba contra "la ne-
gativa a tener hijos, bien antes de la concepción, desnaturalizando el
m a t r i m o n i o , bien después, provocando el aborto m e d i a n t e vestidos de-
masiado ceñidos, danza, golpes, pociones y otros métodos". Bernardino
de Siena prometía el infierno a los que "se acercaran el uno al otro de
manera que no permita engendrar".
Hasta el siglo X I X , pese a un oscuro texto de Sánchez q u e parece au-
torizar el interruptus en ciertos casos, las cosas no h a b r á n c a m b i a d o
m u c h o , y monseñor Gousset aconsejará: " N i n g u n a razón puede excu-
sar del pecado mortal al m a r i d o q u e se retire more Onan, ne seminet in-
tra vas uxoris (a la m a n e r a de O n á n y no eyacule en el vaso de la espo-
2 5 6
s a ) " . En cuanto a monseñor Claret, sugirió que el hecho de retirarse
en el m o m e n t o del acto primero no era un método seguro para evitar
n i ñ o s y s e g u n d o p o d í a provocar deformaciones y m o n s t r u o s i d a d e s :
"Existe otro peligro, a saber: q u e el niño que introduces en el m u n d o
sea estropeado, deforme o e n c l e n q u e , p o r q u e en el m o m e n t o de la
concepción habrá faltado una parte del semen necesario". Por ú l t i m o
un gran prelado, el cardenal M e r m i l l o d , atribuiría a las prácticas anti-
conceptivas la gran derrota militar francesa de 1870: "Habéis rechazado
a Dios y Dios os ha golpeado. Por un cálculo espantoso habéis cavado
tumbas en vez de llenar cunas y luego os han faltado combatientes", ex-
clamaba en Beauvais el 14 de julio de 1 8 7 2 . Parecía como si el futuro,
la salud y la salvación de Francia dependieran de la blandura o el rigor
de los confesores.
Introduzcamos a q u í unas palabras sobre técnicas de control, para
señalar la aparición del preservativo, objeto más a n t i g u o de lo que sue-
le pensarse. La p r i m e r a alusión data de comienzos del siglo XVIII. En
1 7 1 2 , durante la conferencia de Utrecht, entre la n u t r i d a concurrencia
de diplomáticos y militares se extendió el r u m o r de q u e un hábil arte-
sano de la c i u d a d v e n d í a un p e q u e ñ o artefacto l l a m a d o condom q u e
protegía de la sífilis. Estaba hecho con tripa de vaca o cordero. El in-
vento llegó m u y pronto a París, donde se hizo corriente utilizarlo; con-
feccionado con intestino ciego de cordero, liso y flexible, con forma
La confesión de la pareja 175

natural apropiada, las clases acomodadas lo adoptaron como m é t o d o


anticonceptivo. En 1 7 5 0 la Justicia condenó a siete meses de prisión y
destierro de París a un buhonero de nombre Jardin, detenido en pose-
sión de "veintiocho c o n d o n e s de v e j i g a festoneados de u n a a n g o s t a
cinta roja".
Por entonces ya se había olvidado el origen holandés del aparato;
los parisinos creían que h a b í a llegado de Inglaterra. D u d a b a n de qué
n o m b r e darle. La p r i m e r a p a l a b r a q u e se i m p u s o fue "condón" (sin
d u d a del l a t í n condere, esconder, p r o t e g e r ) . En 1 8 1 7 , c u l m i n a d a la
obra del olvido, se atribuyó el invento a cierto "doctor Condón" de Lon-
dres. En sus Memorias secretas B a c h a u m o n t ( 1 7 6 7 - 1 7 7 1 ) h a b l a de
unos "redingotes ingleses". C u a n d o poco antes de 1 8 5 0 se descubrió la
v u l c a n i z a c i ó n del c a u c h o fabricar el utensilio se hizo m u y fácil. En
1 8 9 0 algunos periódicos ya aceptaban publicidad de "vestidos imper-
meables de uso íntimo"; se les empezaba a llamar "preservativos anti-
sépticos". En 1 9 4 0 los Estados Unidos fabricaban cuatro millones de
unidades diarias; pronto los incluirían en las raciones cotidianas de los
soldados que iban a desembarcar en N o r m a n d í a .
Volviendo a nuestro tema, desde la segunda m i t a d del siglo X I X el
nuevo procedimiento abrió el abanico de las posibilidades anticoncep-
tivas y complicó la tarea de los confesores. La Iglesia tomó cartas y a
comienzos de 1853 fue planteada al Santo Oficio la pregunta siguien-
te: "¿Puede u n a mujer ofrecerse pasivamente a u n a relación si el h o m -
bre se sirve de un preservativo?" La respuesta, e m i t i d a el 19 de abril del
257
m i s m o año, fue n e g a t i v a .

El arte de lo esquivo

Nos parece, sin embargo - s i n entrar en el debate sobre el papel social de


la anticoncepción—, que en la confesión se ha abierto lento paso una ten-
dencia nueva consistente en que el confesor busque cuál de los cónyuges
es el responsable de la mala conducta. Se encuentran ejemplos ya en el
siglo pasado, pero en el nuestro la cosa es más evidente. En 1948 el aba-
te Chamson adoctrinaba así a sus seminaristas: "Gracias al interrogatorio
indicado en el capítulo II habéis descubierto que el penitente es onanista
[según la t e r m i n o l o g í a a n t i g u a , q u e practica el coito i n t e r r u m p i d o ] .
Ahora debéis proseguir la investigación para averiguar de qué tipo es su
onanismo. Se trata de saber si el onanista es autor principal o cooperan-
te. Basta con formularle la siguiente pregunta: ¿Eres tú el que toma per-
258
sonalmente las medidas para evitar un nacimiento? ¿Es tu c ó n y u g e ? "
De modo que la idea era dividir las responsabilidades.
176 La carne, el diablo y el confesionario

No cabe d u d a de que en el seno de la Iglesia la cuestión se debatió;


pues podríamos citar, inversamente, textos q u e ordenan a la mujer no
recurrir a la anticoncepción en n i n g ú n caso, negarse al m a r i d o y en úl-
t i m a instancia mentirle, "fingir alguna dolencia o asuntos serios [la re-
2 5 9
g l a ] " , c o m o aconsejaba M a r t i n le Maistre en el siglo X V . Pero en los
ú l t i m o s tiempos, parece cierto, la j e r a r q u í a ha d a d o a los confesores
instrucciones para que inviten a hombres y mujeres por igual a "tener
m a n g a ancha' si el otro a s u m e la responsabilidad de la a b o m i n a b l e
práctica. Q u e d a una sola advertencia: no h a y que participar. Al segun-
do c ó n y u g e , la "víctima", le basta con usar la "técnica de la ausencia"
que ya hemos visto entre parejas no casadas.
El procedimiento vale t a m b i é n para la fellatio con e m i s i ó n de se-
m e n , en la que, sin embargo, en principio parece indispensable el con-
curso de la mujer. "Si tu marido insiste en que continúes", dice un cura
cuyo testimonio quedó registrado en la encuesta italiana de 1 9 7 3 ,
"puedes decirle que no estás de acuerdo y conformarte con hacerlo pa-
siva y obligadamente". Y lo m i s m o para el coito interrumpido. A u n a
mujer temerosa de que el esposo la abandone si no se aviene a sus exi-
gencias otro cura italiano le aconseja: "Entre dos males, déjalo que se
retire a tiempo, pero no cooperes". Por fin he aquí la excusa ofrecida a
un m a r i d o c u y a mujer toma la pildora: "Compórtate c o m o sugiere tu
mujer, pero déjale la responsabilidad de la decisión". El principio gene-
ral q u e d a e n u n c i a d o en estas palabras de un confesor: "Escucha, te diré
la regla: no debes empujar a tu marido a hacer cosas anormales, pero
260
tampoco te n i e g u e s " . Pese a todo, el deber sigue siendo el deber.
En Francia encontramos los mismos principios. A u n a esposa q u e
p r e g u n t a c ó m o debe actuar frente al onanismo de su marido —de quien
sabe que llegado el m o m e n t o evitará la fecundación—, el abate C h a m -
son le sugiere: " S i n d u d a es siempre lamentable empezar un acto que
conducirá al pecado de tu marido. No obstante, en el caso en que te
encuentras tú no participas directamente en la falta. Es él quien t o m a
la i n i c i a t i v a . . . Entonces, para evitar inconvenientes, podrías aceptar la
261
exigencia de tu cónyuge, y la m a y o r í a de las veces deberías h a c e r l o " .
La confesión de los cónyuges encaja perfectamente en el marco teo-
lógico liberal que acabamos de esbozar. H a c i a mediados del siglo XX si¬
g uen en vigencia prohibiciones a m e n u d o absolutas, las indagaciones
egan hasta el lecho y las preguntas son apremiantes; pero las penas,
m u y variables, de fundamento cada vez más incomprensible, dejan tras-
lucir u n a suerte de malestar, dudas que asaltan incluso a los confesores.
Técnicas de la confesión

En el confesionario se ha j u g a d o m u c h o al gato y al ratón. Nos nega-


mos a dar crédito a esos manuales que califican la confesión tradicional
con u n a plétora de adjetivos amables, dando a entender q u e fluía con
dicha y espontaneidad. Esta visión, idílica pero poco fiel a la realidad
constatada por nosotros, se basa en las ocho cualidades que santo To-
más exigía a la penitencia, las dieciséis que enumeraron los escolásticos
o las diecisiete enunciadas por J. P. C a m u s . Para todos ellos la confe-
sión no podía ser sino simple, pura, h u m i l d e , fiel, sincera, etc. Eso dic-
taba el ideal: u n a confesión que m a n a r a voluntariamente del corazón
del pecador.
Toda dulzura —conforme al C o n c i l i o de Trento—, sin d u d a esta con-
fesión ha existido, pero sólo en relación a ocho de los diez m a n d a -
mientos. El cura escuchaba lo que los penitentes tenían q u e decir sobre
juramentos, mentiras, gula y otros pecadillos. Pero a propósito de las
faltas sexuales, contra las cuales la Iglesia libraba un combate, de escu-
char s u m a r i a m e n t e pasaba en seguida a interrogar, tal vez más allá de
lo decente.
Respecto a estas faltas los manuales dan a los confesores u n a serie
de instrucciones agresivas. Les explican cómo hacer hablar, cómo esti-
m u l a r la palabra, cómo liberarla, cómo echarla a rodar. No se daba por
sentado que el penitente contara. La confesión era una técnica.
Si e x a m i n a m o s las instrucciones veremos q u e la estrategia siempre
se d e s p l e g a b a en dos t i e m p o s : p r i m e r o el c u r a j u g a b a con u n a su-

Emes ta franqueza, un i n t e r c a m b i o entre dos a m i g o s , uno de los cua-


es q u e r í a consolar al otro. A c o n t i n u a c i ó n t o m a b a la iniciativa y des-
e n t r a ñ a b a el m a l a t a c a n d o el fondo d o n d e se escondía para escapar a
la luz del perdón.
178 La carne, el diablo y el confesionario

El m o m e n t o de oír

Primero el cura debía escuchar las palabras del pecador. Sobre todo no
debía ponerles obstáculos. Ser un confidente amistoso y eventualmen-
te el bonachón que no c o m p r e n d í a del todo y en todo caso n u n c a se
asombraba. Gerson, por ejemplo, recomendaba que al principio se le
pusiera al penitente buena cara. H a b í a que recibirlo con simpatía, aco-
gerlo. S i n d u d a Gerson era consciente de la falsedad, porque sugería
m a n t e n e r la actitud "aun si la í n d o l e de los pecados pareciera exigir
dureza". Pero lo indispensable al comienzo, decía, era instaurar u n a
262
confianza r e c í p r o c a .
Para crear ese clima, insisten todos los manuales, el cura no debía
manifestar n i n g ú n sentimiento. " S e comportará apropiadamente —dice
Debreyne—, sin q u e su a p a r i e n c i a exprese e m o c i ó n o a s o m b r o por
2 6 3
nada." Debía incluso dar la impresión de q u e el relato no le intere-
saba, ocultar toda curiosidad y conservarse impasible, como si lo q u e
estaba oyendo no le concerniera.
A fin de no cortar al penitente, lo más sencillo era guardar silencio,
no intervenir ni siquiera si la confesión parecía incompleta. A fines del
siglo XVII la diócesis de A m i e n s instruía específicamente sobre este si-
lencio: "El confesor no debe interrumpir, ni reprender, ni interrogar al
penitente hasta q u e éste h a y a acabado todo lo que se había propuesto
2 6 4
decir" . Dicho e n términos modernos, l a p r i m e r a entrevista n o de-
bía ser "directiva". Las mismas instrucciones —como ya hacia 1 3 6 0 hi-
ciera el Manipulis curatorum de G u y de Montrocher— recomendaban
t a m b i é n no escupir al suelo, sugerencia q u e hoy nos sorprende, pero
que indica que en aquella época se manifestaba fácilmente el desprecio
con este tipo de proyecciones.
Desde luego el cura debía abstenerse de hacer reproches. Alfonso de
Ligorio reprueba que en el confesionario se muestre "el menor disgusto
o conmoción" y exige "abstenerse de cualquier reprimenda"; el peniten-
te podría tomar este tipo de manifestaciones tales por signos hostiles y
deponer su buena voluntad. Podría dejar de hablar. Pero es fundamen-
tal no perder de vista el fin: obtener confesiones lo más completas posi-
bles. Por eso, provisoriamente, se i m p o n e no decir nada, no sobresaltar,
no criticar.
Pero, ¿cómo? En cierto m o m e n t o , por fuerza, el confesado hará u n a
pregunta y esperará una respuesta. Y la pregunta, lejos de ser superflua,
concernirá a su caso, a lo que acaba de contar. S i n d u d a irá al fondo de
las cosas. Probablemente equivaldrá a una frase m u y c o m ú n en las con-
sultas médicas: "¿Es grave, doctor?" Si la confesión - a l menos la parte
espontánea— no hubiera terminado, el confesor deberá mostrarse evasi-
vo. Responderá sesgadamente.
Técnicas de la confesión 179

Gerson piensa q u e , sea cual sea el pecado, h a y q u e tratarlo c o m o


si fuera m u y c o m ú n , trivial. Así el penitente, en vez de culpable, se
sentirá a l e n t a d o a a h o n d a r la e x p l i c a c i ó n . Si la p r e g u n t a gira sobre
"el c a l e n t a m i e n t o del m i e m b r o v i r i l " , el m i s m o Gerson p r o p o n e ex-
c l a m a r : " ¿ Q u é h a y e n ello d e vergonzoso? ¿Por q u é esta a c t i t u d ? "
2 6 5
U n a vez t r a n q u i l i z a d o así el p e n i t e n t e , la confesión saldrá s o l a . La
m i s m a táctica se e n c u e n t r a en u n a carta de Francisco Javier al padre
Gaspard Barzé, e n c a r g a d o de la m i s i ó n de O r m u z (y q u e figura en
todas las e d i c i o n e s de C a r l o s B o r r o m e o del siglo X V I l ) . Es preciso
asegurar al penitente q u e "infinidad de veces h e m o s tratado con al-
m a s m u c h o m á s c r i m i n a l e s y p e r d i d a s " . En r e s u m e n , t r a n q u i l i z a r ,
banalizar.
S i n embargo: ¿no es un forma de la mentira dejar que el penitente
piense que su asunto es banal? Callarse, todavía no; en todo caso sería
pecar por omisión. ¿Y hablarle al confesado, asegurarle q u e su falta es
benigna? H a y dos respuestas posibles a la objeción, y ambas son rodeos:
una es que el cura baje los ojos; la otra, que pase enseguida al contra-
ataque. Todos los especialistas de cierta importancia piden al confesor
que baje los ojos. Gerson sugiere que desvíe la mirada y haga como que
no escucha: "como si le estuvieran contando un cuento", dice. G u y de
Montrocher justifica la mirada baja del confesor por la necesidad de per-
mitir que el confesado "se a n i m e progresivamente". Monseñor Gousset
dice que el cura "no debe mirar rijo al penitente, sobre todo si es una
persona del otro sexo".
De todas maneras el suplicio del confesor será corto. Los pecadores
n u n c a h a b l a n m u c h o . L l e g a d o e l caso h a b r á q u e d e s c u b r i r s e e i n -
terrogarlos.

El a l u m b r a m i e n t o

Carlos Borromeo dice que el confesor tiene una doble función: es a un


tiempo m é d i c o y juez. Ahora bien, el médico escucha un rato y luego
debe dar órdenes. El juez t a m b i é n empieza escuchando, pero es raro
que el delincuente le confiese todo. En ambos oficios la acción debe
suceder al m o m e n t o pasivo. Lo m i s m o ocurre con la confesión, sobre
todo en el terreno sexual. Después de haber escuchado con paciencia e
impavidez llega el m o m e n t o de decir: ¡Ahora veremos, pecador! El pe-
nitencial de Bartolomeo de Exeter (fines del siglo XIl) presenta el paso
a la segunda fase de una manera m u y graciosa: "Queridos bienamados,
puesto q u e acaso no todo lo q u e habéis hecho está presente en v u e s t r o
espíritu, voy a preguntaros".
180 La carne, el diablo y el confesionario

No es seguro que el inquisitorial interrogatorio q u e vemos despun-


tar aquí h a y a existido desde el comienzo, al menos en materia de peca-
dos sexuales. Sin d u d a las primeras confesiones públicas tenían un ca-
rácter m u c h o m á s e s p o n t á n e o . A c a s o c u a n d o las r e g l a s del decoro
—que como lo demás son h i s t ó r i c a s - no habían establecido a ú n q u e so-
bre las i n t i m i d a d e s de la generación había que ser discretos, cuando el
pudor reinaba menos y la fe era más intensa, los confesados pudieran
hablar más libremente, hasta de cuestiones delicadas, sin que hiciera
falta interrogarlos. Tal vez pidieran ellos mismos la p e n a y el alivio, va-
lientes y felices de recibir una y otro. Entonces la confesión debió de
ser —como habría tenido q u e ser s i e m p r e - no una obligación sino casi
una recompensa.
Si esta visión es exacta explicaría que antes del siglo VII no se encuen-
tren instrucciones sobre u n a de las materias que desde hace dos siglos
forman el núcleo de la mecánica confesional: la anticoncepción. Es a
comienzos del siglo IX cuando Teodolfo, obispo de Orleans, impulsa a sus
curas a llevar el interrogatorio al terreno de la fornicación y el coito in-
terrumpido. A f i n e s del siglo XI, el Decretum de Burchard contiene u n a
serie de preguntas precisas a que había que someter sistemáticamente a
las mujeres. No se trata ya de esperar que abran el corazón, sino de in-
quirirles detalladamente si practican la homosexualidad, la masturba-
2 6 6
ción, el bestialismo, el incesto, el aborto o la anticoncepción .
Es ésta la tradición q u e se impuso en general: más que u n a entrevis-
ta tranquilizadora la confesión es un combate con el diablo que habita
en cada pecador. Pese a las moderadas instrucciones impartidas por el
C o n c i l i o de Trento la confesión acabó por convertirse en una extrac-
ción, un a l u m b r a m i e n t o doloroso, en ocasiones con m o m e n t o s de ex-
trema violencia. ¿Por qué? Porque el niño no siempre sale solo y en ese
caso h a y q u e recurrir a fórceps m a y é u t i c o s . Porque el pecado sexual
está enterrado en el hombre, intuición ésta de la Iglesia que podríamos
calificar de prepsicoanalítica. Debreyne sostiene que, más aún q u e las
ersonas libres, a m e n u d o los esposos pecan sin saberlo o sin querer sa-
erlo. Es propio del confesor sabio, pues, aplicarse a "descubrir las nu-
merosas y horribles llagas de las almas hundidas en la materia y a m e -
n u d o hasta en la más infecta corrupción". A este efecto, concluye, las
2 6 7
más de las veces será necesario hacer "las preguntas indispensables" .

¿ C ó m o interrogar?

C a d a confesor ha t e n i d o su m é t o d o ; cada m a n u a l , su m o d o de e m -
pleo. Sin embargo nosotros hemos detectado coincidencias que vale la
Técnicas de la confesión 181

pena señalar, "trucos" prácticos q u e se han venido repitiendo en dife-


rentes lugares y siglos y cuyo supuesto fin es facilitar los relatos.
U n a b u e n a forma de entrar en materia es q u e el cura m i s m o se d e -
clare c u l p a b l e , o al m e n o s sujeto de t e n t a c i ó n . S a n Francisco J a v i e r
decía q u e era preciso "confesarle al p e n i t e n t e nuestras propias m i s e -
rias"; de este m o d o se sentiría menos solo en su flaqueza. Numerosos
confesores de los siglos XVII y XVIII elogiaron esta receta: el jesuita V i n -
cent Houdry, Bertrand de la Tour o Joseph Chevassu, párroco de las
Rousses, la consideraban u n a g a r a n t í a de éxito. Lo cierto es q u e en
nuestra época volvemos a encontrarla en los confesionarios italianos.
En la iglesia r o m a n a de San C a r i o al Corso un confesor dice a su peni-
tente q u e el diablo no deja en paz a nadie; en la de los Dominicos, de
Bolzano, otro confía q u e los ministros de Cristo no escapan a n i n g u n a
268
t e n t a c i ó n . Por supuesto q u e a estas declaraciones de principio n u n -
ca siguen revelaciones. La partida no se j u e g a en condiciones de i g u a l -
dad. Tanto el confesor como el confesado hablan de la tentación, qui-
zá hasta se declaran culpables, pero sólo uno de ellos tiene q u e entrar
en detalles.
O t r a h e r r a m i e n t a f u n d a m e n t a l es la p a c i e n c i a . H a y q u e avanzar
poco a poco. C i e r t o s confesores p r o p o n e n ir de abajo h a c i a arriba,
otros de arriba hacia abajo. De hecho es el m i s m o método: la idea es
engatusar al confesado, inducirlo a la confesión plena m e d i a n t e pistas
y toques sucesivos, palabra por palabra, pecado por pecado.
M o n s e ñ o r Gousset, defensor de la progresión lenta, recomienda i n -
terrogar sobre el sexto m a n d a m i e n t o e m p e z a n d o por "lo que h a y de
menos odioso". En 1 9 4 8 el abate C h a m s o n , fiel al método, muestra
cómo pregunta a pregunta acaba por aparecer la verdad:

Interrogad progresivamente. Empezad por preguntas


m u y generales y, si cabe, pasad luego a cuestiones especí-
ficas... Para el niño tras el despertar de la pubertad: si el
penitente confiesa haberse tocado, vosotros le decís: "¿Lo
has hecho expresamente? ¿Durante cierto tiempo? ¿Y para
>rocurarte placer?" Si responde q u e sí, de ordinario habrá
[ legado a la polución. No lo interroguéis m u c h o m á s . 2 6 9

La otra posibilidad, c o m o hemos dicho, es ir de la falta más pesada a la


más leve; la ventaja es que así la angustia va d i s m i n u y e n d o y se puede
obtener u n a confesión m á s fácil. En el siglo XVII, el jesuita P h i l i p p e
d ' O u t r e m a n aconseja enunciar pecados enormes, que sin d u d a el fiel
no ha c o m e t i d o , y l u e g o repasar otros c a d a vez m e n o s graves hasta
acertar. "¡Ése es el m a l d i t o pecado que no me atrevo a decir!" A lo q u e
182 La carne, el diablo y el confesionario

el buen padre, tranquilizador, podrá responder: " M u c h o más gruesos


los hay en mi libro. ¡Yo tengo medios para absolverte de éste y de mil
270
otros más g r a v e s ! "
El confesor deberá ser diestro, pues se trata de u n a persecución, un
a c o s o . . . o en eso al menos se convierte el encuentro. La ya citada carta
de san Francisco Javier llama a "sacar a la tortuosa serpiente de su m a -
driguera". A l g o así no se puede hacer sin armas, celadas y doble len-
guaje. Por eso, san J u a n Eudes se inclina por el uso de palabras dulces:
n a d a sino aceite y miel, dice; j a m á s vinagre, porque lo cierto es q u e "se
g a n a n más moscas con u n a cucharada de miel que con un tonel de vi-
nagre".
El cura no vive esta persecución como una hipocresía sino como una
felicidad. En sus Instrucciones a los confesores san Alfonso de Ligorio ins-
ta a q u e , cuando un pecador se presente al confesionario, el confesor lo
abrace secretamente en el fondo del corazón y se regocije, convencido
de que vencerá. Para expresar esta felicidad Ligorio utiliza sin complejos
el vocabulario del combate y la caza: "Cobrada la presa, se habrá arran-
cado un a l m a de las manos de los demonios".
Otra justificación del acoso está en la idea de que, en parte, el peca-
dor es inconsciente de sus males. Esto se aprecia b i e n en los manuales
de confesión redactados en los siglos XVI y XVII para los indios america-
nos, que consideran a los nuevos cristianos prácticamente como bestias
y q u e , por lo demás, tienen m u c h o de la autoridad soberana y el tono
p e r e n t o r i o de los p e n i t e n c i a l e s . El i n t e r r o g a t o r i o q u e r e c o m i e n d a n
esos textos es ceñidísimo y brutal. A m e n u d o sigue el orden del decálo-
go, como h a b í a aconsejado en 1295 el franciscano J u a n de Erfurt. A
2 7 1
todo pasan revista; no dejan de lado n a d a .
En Europa se intenta ser más cortés sin por ello renunciar a la bue-
na caza. El confesor, por ejemplo, evita pronunciar las palabras o de-
signar c l a r a m e n t e los pecados para no asustar. En vez de detallar los
crímenes contra natura, lo q u e sería peligroso, el cardenal Hostiensis
(siglo XIIl) proporciona u n a batería de preguntas q u e permite detectar-
las. Se dirá: "¿Sabes tú q u é es lo natural? ¿Has tenido alguna emisión
de otra forma?" Si la respuesta es no, el confesor se detendrá allí. Si la
respuesta es sí, c o n t i n u a r á : " ¿ D o r m i d o o despierto?" Si el p e n i t e n t e
dice "despierto" la pregunta siguiente es: " ¿ C o n una mujer?" Ante un
2 7 2
nuevo sí, se inquirirá: "¿Dentro o fuera del ó r g a n o ? " De esta suerte,
con pocas frases se alcanza el centro de la cuestión sin q u e el confesor
h a y a n o m b r a d o los pecados indecibles.
El padre Debreyne, sabedor de que las mujeres no confían volunta-
r i a m e n t e las prácticas a n t i c o n c e p t i v a s , p r o p o n e un subterfugio casi
policial:
Técnicas de la confesión 183

C o n ciertas mujeres se puede adoptar el procedimiento si-


guiente: se finge entrar en detalles relativos a los hijos de la
paciente, pues con frecuencia son las propias mujeres quie-
nes no quieren el fin del matrimonio. Se la interroga sobre
la forma en que los cría, y si lo hace cristianamente...

Lo que viene luego es u n a verdadera emboscada. Debreyne sugiere esta


p r e g u n t a zalamera: "¿Te sentirías dichosa si Dios te diera otros para
criarlos i g u a l ? " Desgraciada la mujer q u e responda: "¡Ah, Dios m í o , si
ya tengo bastantes!" Semejante respuesta, concluye Debreyne, es harto
2 7 3
instructiva y dispensa de decir m u c h o más .

¿ C u á n t a s veces?

La pregunta más célebre de los confesionarios, la que más risas ha pro-


vocado y aquella cuyo objetivo menos se comprende es: " ¿ C u á n t a s ve-
ces, hijo mío?" Durante largo tiempo fue formulada a propósito de cual-
quier pecado, aun de los q u e difícilmente podían reiterarse. M u c h o s
llegaron a considerarla un tic.
A n d r é M a u r o i s se sirvió del recurso en una divertida página -noveles-
ca, obviamente— de una de sus mejores obras, Los silencios del coronel
Bramble. En su triste vagabundeo, un gentleman que acaba de matar a
un h o m b r e pasa frente a u n a iglesia anglicana. De pronto, a g o b i a d o
como está por la soledad y el peso de su secreto, se le ocurre que acaso
allí, en la casa de su religión, encuentre refugio moral. Entra y pide ver al
vicario. Éste, antiguo estudiante de Eton y Oxford, se pone a su servicio,
declarándose dispuesto a escucharlo todo, y ciertamente al principio
presta bondadosa atención. Pero no bien el hombre confiesa su crimen,
el vicario lo echa, tratándolo de asesino miserable y urgiéndolo a entre-
garse a la policía. C o n creciente pesadumbre el personaje divisa una igle-
sia católica y se dirige a ella desesperado. No lejos del confesionario, en la
penumbra, están sentadas unas ancianas. El hombre se les une, en espera
de su turno. La escena final con el confesor se desarrolla así:

—Padre, no soy católico pero querría confesarme con usted.


- T e escucho, hijo.
- P a d r e , he asesinado.
Esperó el efecto de la espantosa revelación. En el augus-
to silencio de la iglesia, la voz del cura dijo simplemente:
2 7 4
—¿Cuántas veces, h i j o ?
184 La carne, el diablo y el confesionario

Evidentemente es en el terreno sexual d o n d e la pregunta siempre ha


parecido más chocante. No cabe d u d a de que siempre se formuló con
insistencia y de que aún era reiterada hasta hace pocos años. Así, en la
iglesia de San Francisco, en Brescia, un confesor le pregunta a u n a pe-
nitente si m a n t i e n e relaciones asiduas con su novio. La mujer responde
que no sabría decirlo. El confesor pide cuentas más exactas: "¿Cuántas
v
vecesr
En otro confesionario italiano, el de la iglesia r o m a n a de la Santa
C r u z del Flaminio, la conversación se vuelve altercado cuando la mis-
ma pregunta es infligida a u n a joven que reconoce encuentros con su
a m i g o . La m u c h a c h a j u r a que no ha llevado la cuenta y se encuentra
con la réplica de q u e habría debido hacerlo. El confesor le explica la
i m p o r t a n c i a del asunto; un error único puede comprenderse o perdo-
narse, pero no fácilmente u n a falta repetida. Luego vuelve a la carga:
"¿Lo has hecho u n a vez, dos veces por mes?" Al no obtener respuesta
precisa, prueba de otro modo: "¿Cuántas veces desde tu ú l t i m a confe-
sión?" El problema es que la penitente no se confiesa desde hace m u -
cho. "¿Entonces u n a decena de veces?", insiste el cura. Etcétera. La es-
cena c o n t i n ú a hasta q u e la culpable se irrita, objeta el interés de ese
275
tipo de preguntas y el confesor le niega la a b s o l u c i ó n . C o m o en m u -
chos otros casos, lo que se ve a q u í es una flagrante incomprensión en-
tre los interlocutores.
En realidad la teología tiene una justificación para esta pregunta tan
t e m i d a y cuestionada. Se trata - c o m o , por lo demás, indica el último
cura que hemos c i t a d o - de distinguir a los pecadores empedernidos de
los ocasionales, a los "adictos" de los que faltan por azar. La cuestión se
comprende mejor en el marco de los malos usos denunciados por la Igle-
sia, en particular la masturbación. ¿Pero son las relaciones entre novios
u n a m a l a costumbre? Sin d u d a , responderán los teólogos; y pondrán
como ejemplo el concubinato. C a b e preguntarse, de todos modos, si el
interés por el asunto no ha sido abusivo, si no se ha insistido demasiado
en precisiones carentes de interés. No es sólo que a m e n u d o el culpable
sea incapaz de proveer la respuesta sino que, de existir, la precisión no
puede considerarse u n a base de juicio ecuánime. ¿Realmente es más gra-
ve la falta si no se ha cometido nueve veces sino diez?
Al parecer, monseñor Gousset pensaba q u e sí y exigía q u e la res-
puesta fuese rigurosamente exacta:

En confesión el penitente no puede dispensarse de decir, si


lo recuerda, cuántas veces ha cometido tal o cual pecado.
Si cree h a b e r blasfemado diez veces, ni u n a m á s ni u n a
m e n o s , debe acusarse de haber blasfemado no n u e v e ni
2 7 6
once, sino exactamente diez v e c e s .
Técnicas de la confesión 185

El b u e n obispo, se nos ocurre, exhibe un formalismo por completo


inútil: en el ejemplo citado, la cantidad no agrava la falta cometida y
no brinda al j u e z n i n g ú n elemento de apreciación nuevo. Por otra par-
te es c o m o si perdiera de vista las razones teológicas m á s serias para
plantear la pregunta: facilitar la declaración, calificar mejor la falta.
La p r e g u n t a sobre la cantidad de veces que se cometió un pecado
pertenece a la técnica de la confesión y en principio no revela u n a in-
d i s c r e c i ó n v o l u n t a r i a , por m u c h o q u e así s u e l a n s e n t i r l o los f i e l e s .
C u a n d o el p e n i t e n t e v a c i l a , la i n t e r r o g a c i ó n p a r a l e l a sobre el l u g a r
d o n d e ocurrió la falta, el tiempo que hacía o cualquier condición a m -
biental a y u d a al confesor a evitar que el diálogo zozobre. U n a vez sepa
dónde ha sucedido el hecho, con quién y cuántas veces, estará cerca de
saberlo todo. Por u n a suerte de desencadenamiento lógico la confesión
final caerá c o m o u n a fruta m a d u r a . Es lo q u e explica Debreyne a pro-
pósito de la masturbación femenina:

Para d e s c u b r i r l a m a l a c o s t u m b r e n o h a y q u e m o s t r a r
n u n c a q u e se d u d a . No interroguéis pues sobre el punto
principal o el fondo de la cosa, sino sobre lo accesorio o
sobre a l g u n a de sus circunstancias. En vez de preguntar a
las jóvenes sobre algún pecado que temáis que escondan,
debéis hacerles decir cuántas veces lo han cometido. ¿Vaci-
lan en responder? Entonces les proponéis un n ú m e r o con-
siderable, inverosímil, por e n c i m a de lo verdadero, para
2 7 7
azuzarlas a que confiesen en seguida un n ú m e r o m e n o r .

Otro texto, de monseñor Claret, explica de m a n e r a semejante la i m -


portancia de la p r e g u n t a para precipitar la confesión. Es un señuelo:
i m p i d e que se i n t e r r u m p a el proceso de exposición. En el fondo el co-
nocimiento del "número de veces" no aporta gran cosa; es u n a vía para
acceder a lo demás, c o m p r e n d i d a la eventual existencia de cómplices:

El confesor no interrogará sobre el hecho principal desde


el comienzo, sino sólo sobre los accesorios. En vez de pre-
g u n t a r sobre el pecado que haya cometido la penitente, y
q u e ella no se atreve a contar, tendrá q u e decirle: " ¿ C u á n -
tas veces lo has cometido?" Si la penitente d u d a , y si en
m e d i o de la sorpresa que revela deja entender que en efec-
to ha cometido el pecado, el confesor le preguntará si lo
h a c o m e t i d o u n n ú m e r o d e veces m u c h o m a y o r q u e e l

3 ue ella cree. Entonces, comprendiendo que han adivina-


o su vicio, la penitente dirá cuántas veces ha pecado. Sin
186 La carne, el diablo y el confesionario

esperar que ella acabe de explicarse sobre el n ú m e r o de ve-


ces y la gravedad de las faltas el confesor le hablará c o m o si
quisiera encontrarle u n a excusa, diciéndole: " S i n d u d a no
habrías hecho tales cosas si no te las h u b i e r a n solicitado
otras personas". La respuesta permitirá saber si la peniten-
te tiene c ó m p l i c e s . A s í el confesor sabrá q u e ha p e c a d o
contra la pureza y q u e el pecado fue c o m e t i d o con otra
persona. A continuación le será fácil preguntar con qué per-
sona lo ha hecho, y llevar a la penitente a explicarse sobre
la naturaleza y el número de los pecados cometidos contra la
278
pureza .

La pregunta sobre el "número de veces" pertenece pues al d o m i n i o de


la táctica. Para los m a n i p u l a d o r e s del confesionario se trata de acorra-
lar al enemigo diabólico en sus guaridas, cercarlo, sitiarlo. A la larga se
rendirá. La pregunta es un ardid para sacar a la bestia infernal a campo
abierto. Forma parte de esa exigencia general de detalles, ya encontra-
da otras veces, q u e p e r m i t e al confesor identificar el pecado o, más
exactamente, e x a m i n a r si las circunstancias lo atenúan o agravan.

El entorno del p e c a d o

Si bien el n ú m e r o elevado no modifica gran cosa en materia de relacio-


nes sexuales, por d e f i n i c i ó n repetidas en la u n i ó n estable, sin d u d a
vuelve más odiosas las faltas cometidas en otros casos: robo, mentiras,
etcétera. Así pues, la p r e g u n t a se justifica. No obstante los m a n u a l e s
dicen que será instructivo indagar sobre otra serie de condiciones que
hayan podido acompañar al pecado y sobre las cuales los confesores han
interrogado siempre. A q u í encontramos el origen de las preguntas so-
bre el sexo y la calidad de la persona cómplice o víctima en el acto en
causa. San Francisco de Sales ( 1 5 6 7 - 1 6 2 2 ) se ha ocupado de explicar el
interés de dichas preguntas:

No basta con q u e el p e n i t e n t e acuse sólo el género de sus


pecados, c o m o sería decir q u e ha sido h o m i c i d a , l u j u r i o -
so o ladrón. Se requiere q u e designe el género, como por
ejemplo si ha asesinado a su padre o a su m a d r e ; pues es
éste un género de h o m i c i d i o diferente de los demás y se
l l a m a p a r r i c i d i o . Si ha m a t a d o en la iglesia, pues en tal
caso es sacrilegio. O bien si ha asesinado a un eclesiásti-
Técnicas de la confesión 187

co, lo cual es parricidio espiritual y se castiga con la exco-


2 7 9
munión .

De m o d o que, para poder juzgar equitativamente, el confesor debía ne-


cesariamente indagar sobre unas circunstancias que podían modificar la
naturaleza o malicia de las faltas cometidas y aparecían resumidas en un
verso latino: quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo, quando; es de-
cir: quién, qué, dónde, con qué medios, por qué, cómo, cuándo. Era en
cierto m o d o legítimo, por ejemplo, hacer precisar si determinado robo
había afectado a un pobre, circunstancia efectivamente agravante y por
lo tanto merecedora de una reprimenda más severa que el robo a un rico.
C o m o tantas veces, sin embargo, la Iglesia partió de posiciones correctas
para embarcarse, por perfeccionismo, en excesos que la llevaron a per-
vertir su acción o, cuando menos, a volverla incomprensible.
Los excesos se observan particularmente en la casuística hiperabun-
dante y en la insistencia en preguntas inútiles. En los diccionarios de
casos de conciencia se debaten al infinito situaciones de gran compleji-
dad, sin q u e esto beneficie al progreso del pensamiento teológico ni a
la moralización de los fieles. Tomás Sánchez dedica capítulos enteros a
analizar q u é contingencias a u m e n t a n o d i s m i n u y e n un pecado. Pontas

a uiere q u e se precise si en la falta ha habido odio por el prójimo. ¿Ha


egado el culpable, por ejemplo, a desear la condena del otro? Si la de-
lectación morosa es objeto de exámenes tan prolijos es porque puede
agravar otras faltas, por ejemplo la polución.
Pontas i m a g i n a el siguiente caso: " C i p r i a n o se acusa de haber peca-
do con M a r í a , sin decir q u e ella es p r i m a s u y a . ¿Es v á l i d a la confe-
sión?" Respuesta: evidentemente no, pues se trata de un incesto. Otro
caso planteado por el m i s m o autor: " H a b i e n d o C o l ó n pecado con una
mujer, ¿estaba obligado a declarar q u e ella era v i u d a ? " Respuesta: no,
pero distinto sería si la joven hubiera estado prometida, etc.
Semejantes juegos del espíritu, sostenidos por la obligación - d i c t a d a
por el Concilio de Trento— de responder íntegramente a todas las pre-
guntas y no eludir ninguna, no siempre fueron comprendidos por los
fieles. Intelectualmente parecían estrafalarios. Pero la indignación era
mayor cuando la pretendida técnica violaba los dominios más secretos.
No h a y d u d a de que también en este punto se cometieron excesos, se-
guramente individuales, debidos a curas enfermos, neuróticos, guiados
por fantasmas propios, que, no interrogando ya sobre la falta concreta,
se desviaban con malsana aspereza hacia sus aspectos más licenciosos.
A q u í cabe aportar ejemplos. Empecemos con la a b u n d a n c i a esca-
brosa de preguntas que el vicario de Evreux, D. R. Louvel, destinaba a
las jóvenes en su Tratado de la castidad:
188 La carne, el diablo y el confesionario

He a q u í , poco m á s o menos, y tratándose de impurezas


solitarias, las primeras preguntas que hay q u e dirigir con
relación a los malos pensamientos:
"¿Has tenido pensamientos impuros e indecentes?
¿Desde cuándo? ¿En qué consisten? ¿De dónde provienen?
¿Se refieren a tu cuerpo o a los de otros? ¿Son frases obsce-
nas las q u e los provocan? ¿Han excitado en ti m o v i m i e n -
tos impuros? ¿Has deseado hacer lo que pensabas? ¿Lo has
intentado? ¿Te has masturbado? ¿ H a h a b i d o caricias i m -
puras? ¿Desde cuándo lo vienes haciendo y con q u é inten-
ción? ¿ H a n sido las sensaciones voluptuosas que has senti-
do m á s intensas al final q u e al c o m i e n z o ? ¿ H a s llevado
esas caricias hasta la cesación completa del placer?"

No hace falta decir que no existe razón teológica a l g u n a para formular


a un fiel preguntas tales. A q u í la técnica corre por su cuenta; se vuelve
m e c a n i s m o , a u t o m a t i s m o , y lleva más allá de su propósito. ¿Qué aña-
de al j u i c i o de la polución el hecho de que h a y a sido más voluptuosa
"al fin q u e al comienzo"? E incluso —como se lee más adelante en el in-
terminable, a b r u m a d o r texto de Louvel—, ¿cuál será, fuera de u n a cu-
riosidad malsana, el interés de preguntar a las jóvenes "si a continua-
ción de esas caricias se han sentido mojadas?" En la perspectiva p a u l i n a
de lucha contra la impureza, las preguntas generales sobre la polución,
el tacto y la masturbación se entienden bien. No es lo m i s m o con las
que se e n c a d e n a n de esta suerte: "¿Te has tocado? ¿En qué lugar? ¿Aba-
jo? ¿En partes vergonzosas? ¿Ligeramente o de forma que te procurase
280
placer? ¿Por e n c i m a o por debajo del v e s t i d o ? "
Desafortunadamente, parece que estos interrogantes no sólo abarro-
tan los tratados de circulación confidencial escritos por el padre Louvel y
otros, sino que han sido realmente lanzados en los confesionarios aumen-
tando así el malestar y los traumas de los penitentes. Es lo que demuestra
sobradamente la encuesta italiana de 1970. U n a vez más corremos aquí
el riesgo de ser chocantes; pero no podemos hacer afirmaciones de este
tenor sin reproducir al menos uno de los textos que las sostienen. He
aquí pues, en resumen, el diálogo que registraron Valentini y Di Meglio
en la iglesia de Santa M a r i a delle Grazie de Ñapóles. Digamos, por cier-
to, que la supuesta penitente ha provocado en cierto modo al cura confe-
sando caricias en u n a sola frase tajante: " M e satisfago a mí misma". A
cambio recibe este discurso:

" ¿ T i e n e s , hija, a l g u n a a m i s t a d . . . d i g a m o s í n t i m a ? ¿ C o n
un h o m b r e ? ¿Eres u n a m u j e r sensual, hija m í a ? ¿Tienes
Técnicas de la confesión 189

deseos r e p r i m i d o s . . . ? Puedes hablar con libertad, hija. ¡En


este confesionario se oyen m u c h a s c o s a s . . . ! ¿ C ó m o dices?
Vamos, v a m o s . . . ¿Pero exactamente qué haces, hija?
- N o s é . . . ¿Qué tendría que decirle?
—Todo. ¿ C u á n d o te sientes e s p e c i a l m e n t e " c a l i e n t e " ,
hija mía? ¿Por la noche, en la cama? ¿En primavera? ¿Des-
pués de lecturas atrevidas o películas inmorales? ¿Te acari-
cias con las manos o usas otros métodos?
- ¿ Q u é importa?
- C o n las m a n o s es m á s natural, hija m í a . Pero si usas
instrumentos c o m o esos de que se habla hoy en d í a . . . lle-
gas al sadismo, que a Dios le da horror.
- Y o no uso esas cosas.
- T a l vez lo has hecho con una a m i g a . . . Digo si habéis
tenido relaciones h o m o s e x u a l e s . . . ¿Y con a n i m a l e s , hija
mía? ¿Has hecho cosas vergonzosas con animales? Y c u a n -
do te acaricias, ¿en qué piensas?
- N o lo sé. Siento placer.
- Y o sí lo sé, querida hija: p i e n s a s . . . en esos m o m e n t o s
tus dedos s o n . . . representan el m i e m b r o del hombre, q u e
se mueve entre tus m u s l o s . . .
—¿Me da la absolución?
—Por esta vez no.

Se notará que, aparte de la evidente excitación del confesor y sus extra-


ñas preguntas (es, que nosotros sepamos, el único caso contemporáneo
de pregunta concreta sobre bestialismo), el fin de la entrevista es de lo
más severo. A u n q u e la joven habla m u y poco y apenas es culpable de
algunos gestos autoeróticos, el cura no le concede el perdón. Se atisba
así otra contradicción: si confiesa errores juzgados detestables, el peni-
tente - a l cual en principio se debe socorrer- puede convertirse rápida-
mente en encarnación del mal y, para decirlo de una vez, hasta en ene-
migo.

Dos clases de confesión

U n a instrucción general y m u y repetida a los confesores, en particular


por Ligorio, insta a concluir siempre con palabras de apaciguamiento
y, en general, a dar a la entrevista un aire de clemencia. ¿Podía seguir
respetándose esta regla una vez que, al menos en lo concerniente a pe-
190 La carne, el diablo y el confesionario

cados carnales, la confesión dejó de practicar la escucha respetuosa y se


convirtió en combate o, mejor aún, en u n a suerte de ejercicio de obs-
tetricia espiritual? Para este parto, a fin de asegurar la b u e n a expulsión
de las faltas, se hacía necesaria una presión casi odiosa. ¿Entre quiénes
tenía lugar la confesión, entonces? ¿Era el confesor un m é d i c o , un ex-
tractor de dientes cariados, un policía, un torturador? No h a y d u d a de
q u e , j u n t o a curas magníficos en comprensión, la doctrina y la técnica
—reforzándose u n a a otra, justificándose mutuamente— a l e n t a r o n la
"confesión de rendimiento": una confesión que era un logro, que derro-
taba al diablo a u n q u e para ello tuviera q u e zurrar también al peniten-
te. Así se llegaba a veces a u n a fastidiosa mezcla de géneros.
De hecho siempre existieron dos tipos de confesores, no siendo ne-
cesariamente los mejores aquellos j e r á r q u i c a m e n t e m á s elevados. Unos
actuaban sobre el terreno c o m o el cura de Ars y tantos otros: poco teó-
logos, poco técnicos, a m e n u d o a n ó n i m o s trabajadores forzados de la
confesión rural, verdaderos santos de lo c o t i d i a n o , siguieron siendo
siempre hermanos, rechazaron el papel de padre castigador. Conserva-
ron la idea cristiana del hombre: un ser perdido entre la nada y el todo,
sufriente, miserable, c i e r t a m e n t e pecador, pero aspirante al R e i n o y
merecedor de a y u d a a u n en sus caídas m á s profundas. Otros fueron
m u c h o más doctrinarios, con frecuencia hicieron carrera como profe-
sores de seminario, se convirtieron en - c o m o se dice h o y - "funciona-
rios de Dios". Partidarios de castigar al hombre más q u e de socorrerlo,
escribieron y publicaron astutos manuales de uso de la confesión. En
su visión, c o m o en la de los pocos discípulos a los q u e lograron con-
vencer, h a b í a q u e acorralar y abatir al a l m a pecadora —como si fuera
u n a presa de caza, u n a bestia salvaje—, para m a y o r gloria de Dios y de
la teología moral del sexo. Estos profesionales de la represión florecie-
ron sobre todo a partir del siglo XVII e hicieron fortuna en el XIX. Su
responsabilidad en la rebeldía q u e ha ido padeciendo la Iglesia es m u y
grave.
Fueron prelados como monseñor Bouvier —ni siquiera el peor—, q u e
llevó la misión cristiana al extremo de la d e n u n c i a pública. ¿Pero podía
confiar alguien, incluso bajo el amparo del secreto, en un nombre cu-
yas convicciones le llevaban a lanzar auténticas advertencias a la dela-
ción? Y sin e m b a r g o esto es lo q u e hace el obispo de M a n s en el si-
g u i e n t e texto:

Todos los teólogos enseñan, al tratar de la corrección fra-


ternal, q u e el c r i m e n secreto debe ser d e n u n c i a d o , bien
con el fin de corregir al culpable, bien con el de alejar el
m a l q u e a m e n a z a al p ú b l i c o y los particulares. A s í pues,
h a y q u e denunciar, sin advertencia previa, a los heréticos
Técnicas de la confesión 191

que propagan el error, los ladrones, los merodeadores, los


traidores a la patria, los envenenadores, los boticarios que
venden sustancias venenosas, los estafadores, los corrupto-
res de m u c h a c h o s y m u c h a c h a s , los que t r a m a n dar m u e r -
281
te a alguien, e t c é t e r a .

Al menos a partir de cierta fecha, con la evolución de las ideas, la con-


c e p c i ó n d e m a s i a d o t é c n i c a - d e m a s i a d o c i n e g é t i c a , diríamos— d e l a
confesión acaba por despertar el rechazo de los y las penitentes y llevar-
los al repliegue. Los fieles debieron de sentirse cada vez menos asisti-
dos, menos rodeados de caridad y amor, más desnudos en todo sentido
y m a n i p u l a d o s por u n a dialéctica clerical y cautelosa en la cual no sen-
tían la presencia de Jesús.
Por lo demás, desde hacía m u c h o tiempo -y aun entre los curas— la
confesión venía perturbando los espíritus porque revelaba la infamia
h u m a n a de forma progresivamente más detallada. El c ú m u l o de peca-
dos q u e las nuevas técnicas p e r m i t í a n extraer día a día, m e d i a n t e in-
terrogatorios cada vez más eficaces, dibujaba una i m a g e n del hombre
m u y sombría. El penitente más ordinario aparecía innoble y corrupto
hasta la médula. En todos anidaba el mal. Dada la situación sólo cabían
dos actitudes: la clemencia sin límites o el rechazo despiadado.
A n t e este h o m b r e culpable y sobreculpabilizado h u b o curas que,
por b o n d a d o l a s i t u d , intentaron esgrimir el m á x i m o posible de ex-
cusas, cerraron los ojos y cayeron en el laxismo, q u e p e r m i t í a conci-
liar las técnicas de la casuística y la caridad. Otros, sacudidos por la
a b u n d a n c i a del m a l , por la expuesta p o d r e d u m b r e del corazón h u -
m a n o , se vieron tentados a detestar ai penitente y rehusarle el per-
dón. Los dialécticos de la confesión acabaron oscureciendo el m e n s a -
je de C r i s t o y los santos. En este proceso la confesión no p o d í a sino
e n g e n d r a r nuevas dificultades, tanto en la Iglesia m i s m a c o m o en el
pueblo de los creyentes.
Dificultades en la Iglesia

En el fondo la confesión no ha funcionado n u n c a . Este complicadísi-


mo sistema sumarial y penal, tan laboriosamente perfeccionado, n u n c a
ha satisfecho del todo a nadie; a lo cual se debe que tampoco haya de-
jado de evolucionar. No se trata sólo de la resistencia de los fieles; de la
cúspide a la base, la jerarquía eclesiástica se ha visto recorrida por d u -
das, disputas y lasitudes. Primero, confesar era u n a tarea larga y d u d o -
sa; ¿valía la pena? S e g u n d o , ¿era el hombre tan m a l o , estaba tan repleto
de pecado? En caso de que fuera así, ¿no se corría el peligro, m e d i a n t e
interrogatorios tan peligrosos, de empeorarlo todavía más? Del siglo
XVI al XIX estas cuestiones a g i t a r o n el m u n d o religioso sin excluir a
Roma.

U n trabajo sin f i n

En diversas ocasiones el papa J u a n Pablo II ha manifestado el deseo de


que se restablezca la confesión tradicional en los países d o n d e es débil
o ha desaparecido. El cometido es imposible p o r simples razones prác-
ticas. S u p o n i e n d o q u e la gente quisiera volver al confesionario, los
obispos no dispondrían de curas suficientes para organizar el servicio
necesario. La confesión siempre ha requerido gran n ú m e r o de trabaja-
dores, y a éstos les ha d e m a n d a d o u n a parte considerable de su tiempo
sin que, por lo d e m á s , los entusiasmara demasiado. A sus ojos era un
incordio; por eso ha hecho falta justificarla cada vez mejor. En 1644,
en una obra titulada El buen confesor, san J u a n Eudes decía a los curas:
"Lo que hacéis es penoso, pero debéis recordar cuánto le costó redimir
las almas a nuestro Redentor".
Incluso en épocas en que a b u n d a b a la vocación sacerdotal, la difi-
c u l t a d estribaba en el alto n ú m e r o de p e n i t e n t e s con relación al de
194 La carne, el diablo y el confesionario

confesores. Impuesta la confesión anual por el Concilio de Trento, la


afluencia m á x i m a se situaba poco antes de Pascua. ¿ C ó m o podría un
cura de c a m p o recibir a los trescientos o cuatrocientos fieles "en edad
de razón" que administraba? Tomando una semana entera, a seis horas de
labor por día, no quedaban más que cinco minutos por confesado: un
trabajo de derribo imposible de llevar a cabo en un período en que
también había que oficiar misas, rezar las oraciones personales, enseñar
el catecismo, preparar las comuniones y, en general, mantener su pe-
queño m u n d o en marcha.
El p r o b l e m a se complicó más a ú n a partir del siglo XVII, al arreciar
el efecto de la sobreculpabilización de los fieles y el desarrollo de los
escrúpulos. Empezó a crecer n o t a b l e m e n t e el n ú m e r o de comuniones
no pascuales, en ocasión de fiestas diversas y hasta todos los d o m i n -
gos. J e a n J o l l a i n , párroco de Ivry bajo el reinado de Luis XIV, se que-
j a b a de q u e él y sus dos vicarios no d a b a n abasto para confesar a 5 0 0
habitantes "en todas las fiestas importantes, c o m o son las anuales, las
de la V i r g e n y las de los patronos". Por Pascua el desdichado tenía que
satisfacer a 8 0 0 c o m u l g a n t e s . En Lille, en 1 6 8 7 , al llegar las grandes
fiestas los j e s u í t a s se ven o b l i g a d o s a d i s t r i b u i r no m e n o s de 3 . 0 0 0
282
hostias, lo que conlleva otras tantas c o n f e s i o n e s . Resultado: dada la
falta de tiempo h a y q u e chapucear; de lo cual cierto n ú m e r o de curas
no se priva.
En R o m a el fenómeno llega a adquirir ribetes de jolgorio. Jean Eck
d e n u n c i a a los penitenciarios que, con relación a ciertas cosas, se incli-
naban a aprovecharse de la afluencia y apresurar un sacramento de pe-
n i t e n c i a q u e se les p a g a b a p o r u n i d a d : "Es un escándalo —dice— ver
c ó m o se precipitan las confesiones de gentes valerosas, que se acusan
de cosas enormes, diciéndoles: «Eso no es nada, no es nada, di lo ver-
d a d e r a m e n t e grave». No son las almas lo q u e buscan, sino unos c u a n -
283
tos c é n t i m o s " . De m o d o q u e la confesión mal hecha fue generando
además una indulgencia excesiva, fuente a su vez de otros debates.
En condiciones de m a s i v i d a d los curas aplicados tenían a ú n otro
problema que sufrir: se aburrían. Contrariamente a lo que podría creer-
se, la m a y o r í a de las confesiones s i e m p r e h a n sido m u y semejantes.
"Las faltas h u m a n a s —escribe un especialista— son de u n a b a n a l i d a d
284
enervante y r e p e t i t i v a " . Escucharlas en detalle, forzando el interés y
m a n t e n i e n d o el espíritu despierto, es una tarea ciertamente ardua, lar-
ga y agotadora.
¿A qué se debe esta uniformidad exasperante? Sin duda a que el re-
pertorio de los pecados no es infinito, la naturaleza h u m a n a no ilimitada
y la capacidad de m a l no m u y diversa; por eso la falta diabólica es rara.
El confesado tiene que dar parte siempre de los mismos errores, repeti-
ción de antiguos errores suyos y que se parecen a los murmurados por
Dificultades en la Iglesia 195

los cristianos que lo han precedido el día del caso. En nuestra época, res-
pondiendo a la encuesta sobre la confesión realizada hace unos veinte
años por la revista Témoignage chrétien, un hombre casado e intachable
describe así su ejercicio trivial y reiterado: " M i confesión consiste en de-
cir a toda velocidad las faltas habituales. Un poco de maledicencia, m u -
chos pensamientos en el otro sexo, algunos actos impuros: deseos, pero
2 8 5
solamente deseos" . Nada de veras apasionante para los jueces de almas.
Absteniéndose de acusar ú n i c a m e n t e a la pizca de i m a g i n a c i ó n h u -
m a n a - i n d i s c u t i b l e pero en absoluto causa exclusiva del f e n ó m e n o - ,
uno se pregunta si esa banalidad no se debe a que a m e n u d o la confe-
sión se expresa sin espontaneidad, en un lenguaje convenido y, para
decirlo de una vez, con a b u n d a n c i a de mentiras y omisiones. Si preva-
lece el temor a la pena, si la confesión es apenas un rito formal, mecá-
nico y carente de gran sinceridad, el discurso no puede sino volverse
áspero y desabrido. Es probable que, unificando sin quererlo la mayor
parte de las confesiones, la Iglesia h a y a causado su propia infelicidad.
Un reclamo más de los curas de base: o las declaraciones —siempre
las mismas: deseos, masturbación, celos, pequeñas m e z q u i n d a d e s - son
demasiado ligeras o francamente pesadas para sus hombros. Pues, si no
confesiones verdaderas, en el m u n d o contemporáneo existen verdade-
ros problemas, acaso peores que nunca. ¿Qué decirles al enfermo o al
>arado que no han pecado pero sufren y piden consuelo? ¿Buenas pa-
[abras? ¿Y al ladrón, el drogado, el c r i m i n a l q u e h a n cometido faltas
pero arrastrados por elementos ambientales? Los curas de hoy no están
bien preparados para enfrentarse al aumento de la delincuencia, el terro-
rismo, la toxicomanía, el sida. La misión del confesor en este m u n d o
se ha vuelto demasiado difícil.
H a y una novela del cineasta Jean Renoir —de quien suele olvidarse
ue fue también un escritor n o t a b l e - que basándose en hechos reales
3 el siglo pasado cuenta la historia de un cura a quien las confesiones de
un criminal embarazan en extremo; tanto que termina haciendo lo po-
2 8 6
sible para que el culpable no se confíe a é l . Es u n a novela, cierto,
pero traduce bien el dilema del cura moderno: aburrirse con la confe-
sión trivial u horrorizarse con la auténticamente escabrosa. En n i n g u n o
de los dos casos la misión se le presenta m u y llevadera.

Los grandes combates del siglo XVII

Las evidencias dicen que los mayores debates eclesiásticos en torno a la


confesión fueron de naturaleza teológica. Se desarrollaron sobre todo
en el siglo XVII y provocaron contiendas tan furiosas, divorcios tan ex-
196 La carne, el diablo y el confesionario

plosivos, q u e hoy todavía se dejan sentir las consecuencias. En el ori-


gen de estos combates encontramos las dos divergentes concepciones
del h o m b r e q u e alberga el c r i s t i a n i s m o : b i e n un ser m a l i g n o desde
siempre, podrido de concupiscencia, bien un pobre pecador q u e un
día merecerá la gracia.
En teología la teoría que privilegia la imagen más negra se conoce
como dolosismo. Ciertos santos la han formulado con fuerza: "No hay
en mí más q u e vicio", decía santa C a t a l i n a de Genova; y san Ignacio
juraba: " S o y sólo basura". Los protestantes, a m p l i a m e n t e responsables
de la fortuna de esta visión —cuyas raíces, en realidad, son más anti-
guas—, creían al hombre perdido sin remedio, por siempre incapaz de
salvarse por las obras o, sobre todo, la confesión, a menos q u e la salva-
ción le fuera garantizada directamente por la gracia de Dios.
En oposición a esta teología tenebrosa la Contrarreforma católica
intentó devolver a la luz un hombre menos pecador, menos pervertido
por la caída, menos s u m i d o en la concupiscencia. Ciertos teólogos se
desligaron de aquellas concepciones de san Agustín que habían nutri-
do el protestantismo y angustiaban el corazón del hombre. Durante el
siglo XVI y comienzos del XVII, De Soto, Ledesma o Sánchez participa-
ron más o menos de u n a avanzada antiagustiniana q u e utilizo a fondo
la casuística. C o n un moderado liberalismo, con una tolerancia l i m i t a -
da a los esposos, propusieron no tanto u n a nueva teología ni un nuevo
ideal de vida en Cristo, sino algo q u e Noonan ha llamado "la conduc-
287
ta cristiana m í n i m a para uso del confesor q u e juzga los p e c a d o s " .
Pero aun esto era demasiado. La reacción provocó u n a reacción y a los
a n t i a g u s t i n i a n o s no tardaron en oponerse n e o a g u s t i n i a n o s . Lo q u e
tuvo lugar, de hecho, fue un retorno a la tradición cristiana más clásica
y severa, la de san J e r ó n i m o , san C l e m e n t e y otros.
C o n demasiada frecuencia y rapidez se identifica el combate del si-
glo XVII entre laxistas y rigoristas —que tantas consecuencias debía te-
ner sobre la confesión— con el q u e enfrentó a jesuítas y j a n s e n i s t a s .
Esta visión sólo abarca u n a parte de la verdad. Los primeros grandes
laxistas - c o m o los dominicos De Soto ( 1 4 9 5 - 1 5 6 0 ) y M e d i n a (1528¬
1 5 8 0 ) - no eran jesuítas. M á s cierto a ú n es q u e no todos los jesuítas
fueron laxistas, a u n q u e muchos sí. Desde q u e en 1534 un vasco cojo y
m e n u d o , í ñ i g o López de Loyola ( 1 4 9 1 - 1 5 5 6 ) , llamado Ignacio de Lo-
y o l a , fundó en París la C o m p a ñ í a de Jesús, la extraordinaria epopeya
de los jesuitas no se confunde ni con la invención ni con la defensa
2 8 8
permanente del l a x i s m o . Por lo demás difícilmente podría conside-
rarse a Loyola un espíritu m u y tolerante; la C o m p a ñ í a no adoptó ni
m u c h o menos todas las tesis innovadoras de un hombre c o m o Tomás
Sánchez. Lo cierto, sin embargo, es q u e el pequeño y agresivo g r u p o
de los jansenistas - e n t r e otros el gran A r n a u l d ( 1 6 1 2 - 1 6 9 4 ) y Blaise
Dificultades en la Iglesia 197

Pascal ( 1 6 2 3 - 1 6 6 2 ) , discípulos del famoso Jansen ( 1 5 8 5 - 1 6 3 8 ) , obis-


po holandés de Ypres y autor postumo de u n a obra titulada Augusti-
nus, donde retomaba las tesis más severas sobre la gracia y la predesti-
n a c i ó n - atacó duramente a los jesuítas, que a m e n u d o se especializaban
en la confesión, acusándolos del laxismo más absoluto y vergonzoso.
Tanto para evitar la confusión como para no reproducir la historia
de esta c o n t i e n d a general (que, desbordando la Iglesia, llegó al gran
público durante casi todo el reinado de Luis X I V ) , nos atendremos ex-
clusivamente a los problemas tocantes a la confesión. C o n este fin es-
tudiaremos de cerca tres puntos del debate q u e enfrentó por entonces,
con argumentos a veces m u y curiosos, la apertura con el rigor, la bene-
volencia con la brutalidad y los hombres del compromiso con los de la
severidad. A continuación los r e s u m i m o s , con cierta simplicidad, en
algunas palabras y tres preguntas:
La contrición: ¿era necesario a b o m i n a r del p e c a d o p a r a recibir la
confesión?
La absolución: ¿había q u e denegarla a los q u e no mostraban sufi-
ciente arrepentimiento?
Elprobabilismo: en el tribunal de la penitencia, ¿bastaba para no
condenar al pecador con q u e se pudiera invocar en su defensa u n a tesis
"probable" de algún teólogo?

El debate sobre la atrición y la contrición

M u y especialmente en el siglo XVII la confesión fue aireada como la


mejor introducción al paraíso. Q u e d a b a por saber a quiénes se otorga-
ría la plaza garantizada, el billete ganador. Sin d u d a era preciso no ha-
ber pecado en exceso. Pero para recibir la absolución hacía falta algo
más: cierta buena voluntad, conciencia de las debilidades pasadas, re-
m o r d i m i e n t o , odio h a c i a el m a l , el c o m p r o m i s o de no recaer en el
error. En conjunto todo esto recibía el n o m b r e de contrición. Ahora
bien, ¿se aseguraban siempre los confesores de q u e el corazón del peca-
dor estaba i m p r e g n a d o de ese s e n t i m i e n t o ? A n t o i n e A r n a u l d no lo
creía así; antes bien, tenía la impresión de que, para desembarazarse de
la carga, los curas expedían su tarea con la mayor rapidez posible. Él
encendió la pólvora en la cuestión al publicar el tratado De la fréquen-
te communion ( 1 6 4 3 ) , un ataque frontal contra los jesuitas.
Para empezar, unas palabras sobre el personaje. Clérigo, doctor en
teología, m u y pronto partidario de Jansen, l l a m a d o Jansenius, Antoine
A r n a u l d publicó dos apologías de su maestro ( 1 6 4 4 y 1 6 4 5 ) mientras
dirigía a las religiosas de Port-Royal. Nuevos escritos del mismo tipo,
198 La carne, el diablo y el confesionario

publicados en 1 6 5 5 , le valdrían la censura de la Sorbona y la exclusión


de la facultad de teología. A r n a u l d se encerró entonces doce años en
Port-Royal, d o n d e escribió en colaboración con Nicole varias obras de
enseñanza, la más célebre de ellas su Lógica ( 1 6 6 2 ) . H a s t a el fin de su
v i d a seguiría batallando contra los protestantes y contra el propio M a -
lebranche, a quien juzgaba timorato y peligroso. A r n a u l d desempeñó
un papel decisivo en la querella jansenista.
S i n embargo no fue él quien inventó el problema de la atrición y la
contrición, q u e se venía discutiendo desde tiempo atrás en la sigilosa
atmósfera de las facultades de teología. Pues existía la c o n c i e n c i a de
q u e la confesión no bastaba para justificar el perdón, de q u e era preci-
so algo m á s .
La atrición (o contrición imperfecta) es lo experimentado por el pe-
cador que, sintiéndose culpable, teme ir al infierno. No es un movi-
m i e n t o hacia Dios sino apenas, como dice monseñor Gousset, "la con-
sideración de la infamia en el pecado, el temor al infierno o al castigo
2 8 9
de D i o s " . Según la etimología latina, tener el corazón atrito es te-
nerlo o p r i m i d o . En el penitente es un buen sentimiento. Está bien; es
un primer paso. Pero no es perfecto.
La contrición, en cambio, manifiesta algo m á s que el simple m i e d o
al castigo. A d e m á s de todo lo ya contenido en la atrición encierra u n a
esperanza d i r i g i d a a Dios, la voluntad firme de no recomenzar. Según
monseñor Gousset, "la contrición se define como un dolor interior y
u n a a b o m i n a c i ó n del pecado q u e se ha cometido, con la d e t e r m i n a -
2 9
ción de no pecar más en el futuro" ° .
¿Eran los fieles en general capaces de penetrar en estas distinciones,
c u y a sutileza apenas percibimos hoy nosotros? Sí, seguramente, al m e -
nos en ciertos ambientes. La historia lo prueba: durante m u c h o s años
estos temas se debatieron con furor en los salones parisinos. C o n Ar-
n a u l d a la cabeza —pronto seguido de Pascal— los jansenistas reclama-
ban u n a confesión q u e no fuera simple formalidad, q u e e x a m i n a r a a
fondo no sólo las faltas sino los sentimientos con que el pecador se pre-
sentaba al tribunal de la penitencia. ¿Sufría de verdad su corazón, se
adhería sinceramente a Dios, o acudía a pedir el perdón por mero m i e -
do a las llamas de Satán? Lo q u e p r e d o m i n a b a dentro de estas posicio-
nes era un requerimiento de conversión verdadera. M á s q u e nadie, los
jansenistas p r o p u g n a b a n un absoluto rigor.
En apoyo de sus puntos de vista podían citar numerosas autorida-
des. La atrición era un viejo motivo teológico. Desde el siglo XII había
sido descrita como u n a abominación imperfecta de los pecados, u n a ac-
titud que no implicaba remordimiento alguno y por tanto no daba de-
recho al perdón. Todos los autores anteriores al siglo XIII, e incluso A l -
berto M a g n o , consideraban que para obtener perdón pleno y completo
Dificultades en la Iglesia 199

era necesario el acto de contrición. Quizá santo Tomás, el doctor angé-


lico, fuese el primero en no dar muestras de laxismo, pero sí en escoger
u n a teoría i n t e r m e d i a q u e complicaría el problema. Para él la contri-
ción seguía siendo indispensable, pero ocurría automáticamente; pues
la atrición era el comienzo, el necesario signo de la buena voluntad del
culpable y, si algo faltaba para completar la contrición, la absolución se
encargaba de aportarlo. Don absoluto de Dios a los pecadores, la abso-
lución transformaba la perfecta atrición en contrición imperfecta. Abría
los ojos, aportaba la gracia y el pecador se salvaba.
En el siglo X V I los protestantes se hartaron de burlarse del nuevo
milagro católico, esa transustanciación que transformaba el simple m i e -
do del pecador en conversión a Dios. Aparte de esto los protestantes
no q u e r í a n s i q u i e r a oír h a b l a r de a t r i c i ó n , c o n t r i c i ó n ni confesión:
eran supercherías. Los remilgos no podían salvar al pecador. O Dios le
había dado la gracia —y no necesitaba n a d a más para ir al p a r a í s o - , o se
la había negado y n a d a iba a salvarlo. ¿Pero podía Dios abandonar a al-
gunos, Él que h a b í a dado a su Hijo para la salvación de los pecadores?
Para esta pregunta, en esta religión de exigencia y soledad no había res-
puesta.
C u a n d o el C o n c i l i o de Trento quiso organizar la resistencia católica
a la Reforma se e n c o n t r ó en u n a posición bien i n c ó m o d a . Al final,
como no es inhabitual en la Iglesia, optó por no elegir. Fiel a la patrís-
tica insistió en el valor perfecto de la contrición, de la cual nadie podía
dudar. En cuanto a la atrición, no dijo si era o no suficiente; en térmi-
nos vagos afirmó que "disponía a obtener la gracia de Dios en los sa-
cramentos". De m o d o que la cuestión q u e d ó pendiente. En definitiva:
si un pecador sólo llevaba al confesionario atrición, simple conciencia
de la realdad del pecado y la m a g n i t u d del castigo, ¿se le perdonaba o
no? Durante treinta años (de 1 6 4 0 a 1 6 7 0 ) h u b o una discusión cuyo
sentido h o y resulta m u y difícil transmitir al lector claramente. U n a vez
que un culpable reconocía su falta y la confesaba a Dios, ¿qué más se le
podía pedir, tanto m á s c u a n t o que acaso no era d u e ñ o de sus senti-
mientos ni responsable de su i g n o r a n c i a teológica? ¿Importaba real-
mente si tenía el corazón o p r i m i d o o aplastado? ¿Tan sutil era el m a t i z
q u e separaba el cielo del infierno? Sí, respondían los jansenistas y parte
de las élites de la época; porque ese matiz implicaba la intervención o
no de Dios, su gracia, el perdón divino. El Señor estaba o no estaba.
Pero no fueron los jansenistas quienes reavivaron el debate. A co-
mienzos del siglo XVII, debido a la influencia de los laxistas, la teología
dominante había convenido que no había que pedir mucho al confesado.
Si albergaba u n a contrición sincera, tanto mejor. Pero a ciertos curas,
sobre todo los más desbordados, les bastaba la atrición. De m o d o que
ésta ya no era un primer paso, c o m o h a b í a dicho santo Tomás, sino
200 La carne, el diablo y el confesionario

u n a condición del todo suficiente; lo demás lo hacía Dios con su gra-


cia. Así el jesuíta Gabriel Vázquez ( 1 5 5 1 - 1 6 0 4 ) , profesor de teología
en Alcalá y luego en R o m a , gran aligerador de confesiones, gran ca-
suista ante el Eterno y m u y próximo a Escobar (blanco predilecto de
los ataques jansenistas), prometía la absolución a todos los que m a n i -
festaran al menos un comienzo de atrición. M á s claros y generosos aún
se mostrarían Jean-Pierre C a m u s ( 1 5 8 2 - 1 6 5 3 ) , obispo de Belley, en sus
Instructions catholiques sur le sacrement de pénitence, y Nicolás Turlot,
párroco de Namur, en su Vray thresor de la doctrine chrestienne: puesto
q u e no había atrito que no se convirtiera en contrito a u t o m á t i c a m e n -
te, los confesores podían salvar a todo el m u n d o .
Se llegó incluso a retomar una vieja idea de D o m i n g o de Soto, ca-
suista del siglo anterior. Si un penitente, creyéndose contrito, en reali-
dad no se adhería a Dios verdaderamente —falsa contrición-, para mere-
cer salvarse bastaba con que experimentase un poco de atrición, cierto
miedo al infierno. Todas estas maniobras para aumentar el campo del
perdón quedaban reforzadas por un silencio oficial ya largo y pesado. El
Catecismo romano de 1 5 6 6 y el Ritual romano de 1614 no habían entra-
do en la cuestión; ni siquiera la mencionaban. Todavía en 1 6 6 7 el papa
Alejandro VII, m u y al tanto de la batalla y adverso a algunas posiciones
laxistas, evitaba pronunciarse.

El ataque jansenista

En la década de 1 6 4 0 los jansenistas empiezan a hacer fuego nutrido


sobre las p o s i c i o n e s p u s i l á n i m e s (o sobre la a u s e n c i a de p o s i c i ó n ) .
Q u e r í a n la fe. La fe, el arrepentimiento y la salvación totales; si no,
nada. En n i n g ú n caso medias tintas. Según ellos el buen católico recha-
zaba la confesión laxista, rebajada. A cambio del perdón seguro estaban
dispuestos a darlo todo. Ya Francisco de Sales ( 1 5 6 7 - 1 6 2 2 ) , siempre a
la b ú s q u e d a de u n a vida espiritual exigente, h a b í a sido formalmente
claro: la "atrición por temor" no abría la puerta del reino. Así c o m o el
m i e d o al g e n d a r m e era el comienzo de la sabiduría, el m i e d o al infierno
era un inicio; pero n a d a más que un inicio. No alcanzaba a borrar los
pecados y a garantizar la salvación. Igualmente firme había sido Janse-
nius, maestro de todos ellos. El temor al castigo ni siquiera alejaba del
pecado. Para perdonar al culpable había que obtener de él m u c h o más:
q u e abandonase el c a m i n o del mal y volviese al del bien, pero no por
terror a las llamas sino por adhesión sincera, por don de sí. La atrición,
el temblor por el futuro, decía Jansen, no era m á s q u e egoísmo, defen-
sa personal de intereses pequeños; carecía de valor. Por su parte J e a n
Dificultades en la Iglesia 201

D u Vergier d e H a u r a n n e ( 1 5 8 1 - 1 6 4 3 ) , abad d e S a i n t - C y r a n , jansenis-


ta y director espiritual del monasterio de Port-Royal, había descrito la
atrición c o m o sucedáneo insulso, pálida imitación de los sentimientos
que era preciso alimentar para ser justamente absuelto. En estos t i e m -
pos de laxismo no era "sino la ú l t i m a relajación del sacramento de la
penitencia".
De la firéquente communion, la obra de Arnauld, señala el paso de la
teología cortés a una polémica agresiva y despiadada. Dirigido contra los
casuistas y en especial los jesuítas -"seductores de a l m a s " - , el libro los
fulminaba por haber transformado la confesión en un reparto casi auto-
mático del perdón divino; con lo cual se abandonaban las vías del evan-
gelio para encaminarse sin remisión al infierno. Incomprensible actual-
mente para alguien lego en la materia, en su momento el volumen fue
un éxito de ventas. R o m a no lo vituperó, al menos no enseguida, y m u -
chos altos dignatarios de la Iglesia lo aprobaron. Jean D e l u m e a u registra
cinco arzobispos, veintidós obispos y veinticuatro doctores en teología
2 9 1
que aplaudieron a A r n a u l d . También entre el público empezó a co-
brar fuerza un movimiento de opinión favorable.
Por doquier se reclamaba una confesión verdadera, recta, severa, dura
si hacía falta. Se rechazaba aquella que perdonaba todo y, como dice Pas-
cal en la Provincial décima, permitía a cualquiera "ser salvado sin haber
amado a Dios en su vida". La costumbre de confesar con demasiada fre-
cuencia era perniciosa. De las mejores cosas había que saber privarse para
hacerlas mejor llegado el momento. Al confesionario había que acudir en
contadas ocasiones, bien preparado, aportando sentimientos cristianos
auténticos, decididos y confiados. Pese a que más tarde el Papa lo conde-
nara, este rigorismo iba a hacer escuela. Todavía a mediados del siglo si-
guiente Billuart enseñará que la atrición de puro temor no es suficiente.
Pero aunque fuera a dejar huellas duraderas, la disciplina jansenista
- c o m o la del protestantismo— no se avenía con las realidades. ¿No era
acaso demasiado elitista, ideal, irrealizable? ¿Podía el corazón de los vale-
rosos penitentes del campo discernir realmente entre la atrición y la con-
trición, repudiar una y cultivar la otra antes de ir a confesarse? ¿Y qué de-
bían hacer los curas ante los pecadores simplemente atritos? ¿Renunciar
a toda actitud benévola? ¿No corrían el riesgo de negar el perdón a unas
gentes cuya mayor falta era de instrucción? ¿Había que permanecer sor-
do, cerrarse ante quienes no mostraban particular inclinación a las suti-
lezas teológicas? ¿Qué debía hacer el confesor con los no transportados
por la contrición pura y el amor divino, con los temerosos, con los abru-
mados por el terror santo a un juicio final que la Iglesia siempre había
presentado de la forma más cruel? ¿Negar la absolución? M á s de un juez
se comportó sin piedad. Extraño destino el de la confesión, que debía
aliviar los corazones y acababa negándose a los desdichados.
202 La carne, el diablo y el confesionario

¿Dar la absolución o negarla?

No cabe d u d a de que a comienzos del siglo XVII se distribuía la absolu-


ción con s u m a generosidad. No parece m u y reprochable que fuera así
—Jesús h a b í a p r o m e t i d o infinitos p e r d o n e s - , salvo p o r q u e el hecho
contradecía algunos de los principios más sagrados de la Iglesia.
C o n los laxistas y los jesuítas se había llegado al extremo de encon-
trar excusas para todo. Utilizando al m á x i m o la tolerancia de Gerson, y
más las argucias de los casuistas más hábiles, un buen confesor podía
transformar cualquier pecado mortal en venial. Bastaba para ello con
j u g a r con las circunstancias, que, c o m o hemos visto, en gran m e d i d a
eran la base del pecado. A d e m á s de la restricción mental y la m a n i p u -
lación de las palabras existía el pretexto del formidable poder de la a b -
solución, surgida de Dios m i s m o más allá de los errores del confesor y
capaz de borrarlo todo. En pro de este a r g u m e n t o , del armario teológi-
co salían los nombres de G u y de Montrocher, Prierias —en la s u m a Syl-
vestrina— y algunos más.
Dos laxistas en particular serán objeto del furor jansenista: Escobar
y el padre Bauny. Él primero es de lejos el más importante, pese a q u e
su obra es esencialmente compilatoria; y, por cierto, se dice que la có-
lera q u e había despertado y la celebridad de q u e gozaba le causaron no

[ )oca sorpresa. A este A n t o n i o Escobar y M e n d o z a (nacido en Vallado-


id en 1 5 8 9 , muerto en 1 6 6 9 ) se debe u n a obra de teología m o r a l 2 9 2

en la q u e , sin gran talento, se reúnen las páginas más laxistas de veinti-


cuatro jesuítas especialistas en casuística. El efecto de masas q u e causó
la colección fue sorprendente. En virtud de sus referencias y demostra-
ciones, cualquier culpable salía inocente de la acción más m a l i g n a , in-
cluidos los crímenes. Pasmado de que se pudiera ganar el paraíso sin
esfuerzo a l g u n o , La Fontaine dedicó a Escobar los siguientes versos:

¿Quieres subir a Las torres del cielo?


Camino de piedra es sueño tortuoso;
Escobar te enseñará uno de terciopelo.

M á s d u r a m e n t e a ú n lo atacó Pascal y pronto empezó a usarse contra el


v a l l i s o l e t a n o u n a p a l a b r a francesa n u e v a , escobarder ( t o d a v í a se e n -
cuentra en el diccionario de Littré), con el significado de utilizar fine-
zas extremas, reticencias o palabras ambivalentes con el fin de engañar,
de hacer pasar lo blanco por negro.
Del grupo restante de laxistas —Antonio Diana, autor de Resolucio-
nes morales ( 1 6 2 9 ) , o Jean de C a r a m u e l , obispo cisterciense al cual se
debe u n a Théologie morale de 1 6 4 3 - , el más desdichado, objeto de un
Dificultades en la Iglesia 203

encarnizamiento jansenista que lo ridiculizará para siempre, fue el pa-


dre Bauny, autor de u n a Somme des peches especialmente provocativa,
tanto q u e en 1 6 4 0 fue puesta en el Index. ¿Tanta gloria y tanta i n d i g n i -
d a d m e r e c í a este c o n j u n t o de p e n s a m i e n t o s retorcidos y citas trun-
cadas o desviadas? U n a cosa es cierta: sin Pascal, del padre B a u n y no se
acordaría nadie.
No obstante no sólo los jansenistas reaccionaban. Ellos llevaron el
debate a la plaza pública, le dieron resonancia en toda la Europa cris-
tiana. Lo hicieron inteligible para las gentes honradas m e d i a n t e obras
de divulgación. Pero sobre todo, más q u e lanzar el m o v i m i e n t o , apro-
vecharon la ola creciente de rechazo contra los abusos jesuíticos. Ya a
fines del siglo XVI y comienzos del XVII el cardenal Bellarmin se había
quejado: "No habría h o y tanta facilidad para pecar si no hubiese tanta
facilidad para absolver". Y había pedido que sólo se dispensara la abso-
lución al pecador evidentemente contrito. En Italia Carlos Borromeo
( 1 5 3 8 - 1 5 8 5 ) había publicado unas Instrucciones a los confesores, preci-
sas y formalistas, q u e no incurrían en debilidades y traslucían la emer-
gencia de u n a corriente rigorista. En 1 6 6 5 esa suerte de m a n u a l fue
publicado en París c o m o parte de la lucha contra los laxistas.
Tras los pasos de Jansenius - c u y o Augustinus apareció en 1641— el
futuro gran A r n a u l d publicó en 1643 u n a obra en la que, además de
criticar la c o m u n i ó n frecuente, atacaba la indulgencia, q u e considera-
ba culpable y al parecer reinó en la confesión hasta mediados de ese si-
glo. El libro de A r n a u l d d e n u n c i a b a a los q u e absolvían fácilmente,
"pues así traicionan a los pecadores". Pero sobre todo, cosa n u n c a he-
cha, dramatizaba la confesión. Su intención era curar las llagas de los
pecadores "a sangre y fuego", "arrancar, cortar y desechar" todo cuanto
2 9 3
en el a l m a no fuera s a n t o . Empleaba un lenguaje m u y duro. Por su-
puesto aconsejaba denegar la absolución si no se reunían todas las con-
diciones necesarias. Pedía h u m i l d a d total; a falta de ella, el cura debía
despachar al penitente sin viático hasta la próxima vez. Obra en la que
j a m á s asoma u n a sonrisa, la de A r n a u l d fue sin d u d a u n a de las c u m -
bres del rigorismo.
Pascal, q u e no era teólogo, adoptó otra actitud. Encargado de re-
caudar para los jansenistas algunas risas, sin enredarse en el debate de
fondo reservado a los especialistas, se aplicó sobre todo a satirizar a los
jesuítas. En las Provinciales ( 1 6 5 6 - 1 6 5 7 ) , publicadas primero por sepa-
rado y reunidas más tarde en volumen, se atuvo a puntos teóricos m u y
sencillos, comprensibles para todos, con el propósito de despertar in-
dignación. Los laxistas, afirmaba, absolvían a pecadores q u e así queda-
ban autorizados para recaer en el pecado al día siguiente; a concubinos
inveterados, por ejemplo, q u e a la salida del confesionario se iban dere-
chos a la casa de su querida. Y es que la absolución se les otorgaba sin
204 La carne, el diablo y el confesionario

pedirles que repudiaran "la ocasión cercana del pecado". En el ejemplo


citado, la ocasión cercana era la concubina, el abandono de la cual ha-
bía q u e exigir n o r m a l m e n t e in situ. En otros casos se trataba de "los
malos libros c u y a lectura puede ser perniciosa, los retratos o cuadros
2 9 4
capaces de suscitar ocasiones de vicio, e t c . " De m o d o más general
Pascal atacaba la hipocresía q u e hacía pasar un pecado grave por una
bagatela, cuando no por un acto de caridad. Por último se abocaba a
personas en particular, jesuítas célebres, satirizándolos y poniéndolos
en la picota con fórmulas tan fulgurantes como cáusticas.
El libro fue un éxito. D e l u m e a u resume del m o d o siguiente sus sor-
prendentes argumentos: "Apoyándose en citas, Pascal demuestra q u e
los casuistas permiten que un cura cobre varias veces el dinero de u n a
misa, un religioso desobedezca a los superiores, un servidor sea cóm-
plice de las bajezas de su a m o , un niño desee la muerte de los padres,
un acreedor practique la usura o un deudor se escabulla m e d i a n t e la
2 9 5
quiebra fraudulenta" .
Pero bajo el humor, la ironía y la palabra hiriente, artificios con q u e
el talento busca gustar, está siempre presente el agustinismo sincero y
profundo de Pascal, tan reconocible en la insistencia en el pecado ori-
ginal como en la convicción de las temibles "consecuencias y secuelas"
de las faltas h u m a n a s . C o n todo, pese a este doloroso pesimismo, gra-
cias a la chispa del estilo y la acidez del tono el libro despierta la risa
contra los q u e por entonces p r o m e t í a n "el cielo a bajo precio y u n a
v i d a sin constricciones", los q u e h a b í a n e n c o n t r a d o en la confesión
"una forma de atraer a todos y no rechazar a nadie". D u r a n t e páginas
enteras Pascal se mofa de Escobar, B a u n y o Suárez, que autorizaban a
absolver con el a r g u m e n t o de q u e m u c h a s cosas p r o h i b i d a s en otro
tiempo estaban ya entonces aceptadas.
H o y nos perdemos un poco en el detalle de las razones y sarcasmos
de Pascal; no obstante su propósito no se nos escapa nunca: más allá de
las palabras y las bufonadas, propugnar la confesión sincera y la abso-
lución sin compromiso. Y es un hecho que, en la época, logró conven-
cer. M u y pronto los jesuitas se encontraron a la defensiva.
Hubo más obras q u e predicaban abiertamente negar la absolución
c u a n d o la sinceridad del pecador fuera dudosa; entre otras, la de G.
Huygens, publicada en 1 6 7 6 . Este belga, doctor en teología, aconsejaba
a los curas c u a n d o menos diferir el perdón no solamente a los concubi-
nos, sino a quienes llevaran ornatos indecentes o el seno descubierto, se
batieran a duelo, alimentaran supersticiones y usaran amuletos, ignora-
ran los grandes misterios del catolicismo y no supieran las oraciones de
memoria, prestaran dinero con interés, guardaran en su casa un graba-
do i m p ú d i c o o se masturbaran y no renunciaran a su hábito infame en
el acto y definitivamente. Ni siquiera se salvaban los editores q u e no
Dificultades en la Iglesia 205

acataran las normas: "No se debe acordar la absolución a los que c o m -


2 9 6
ponen, i m p r i m e n o despachan libros perniciosos" .
H u y g e n s fue uno de los m u c h o s partícipes de esa ola de tristeza, i n -
cluso de d r a m a , q u e se abatió sobre la r e l i g i ó n h a c i a fines del siglo
XVII. Respecto a la masturbación, por ejemplo, exigía confesiones c o m -
pletas y detalladas y penas m u y graves, porque el frecuente silencio de
confesores y confesados precipitaba "a la muerte eterna a una infinidad
de almas".
La función visible de este tipo de confesión ya no es a y u d a r a los
pecadores a aliviar la c o n c i e n c i a , sino m á s bien agravar el r e m o r d i -
m i e n t o con la amenaza de castigos terribles. H u y g e n s quiere ir más allá
de la confesión. Si el penitente niega habrá que i n d a g a r en su entorno,
ir en busca del pecado escondido. Es l e g í t i m o , dice, q u e "el sacerdote
297
se informe y quiera penetrar hasta el f o n d o " . Por lo demás, afirma, a
m e n u d o el s i m p l e oficio del penitente orienta ya sobre sus crímenes.
Los sastres, zapateros y otros artesanos acostumbran a trabajar los d o -
mingos, lo cual contraviene uno de los diez m a n d a m i e n t o s . Las gentes
de palacio suelen participar en procesos injustos. Los ricos n u n c a dan
suficientes l i m o s n a s . Estamos pues a n t e un universo staliniano, con
crímenes de clase o de grupo q u e nos hacen pensar en los de los k u -
laks, los j u d í o s o los médicos. Categorías sociales enteras se vuelven au-
tomáticamente sospechosas, casi culpables. Y no fue trivial el papel de
la sospecha en la superculpabilización q u e marcó el Gran Siglo y trans-
formó la confesión, de remedio, en prueba obligatoria y dolorosa. M á s
que n i n g ú n otro, el hombre del siglo XVII vivió un m u n d o fundamen-
talmente pecador, y lo vivió con pánico a mancharse y casi n u l a pers-
pectiva de salvación.

La querella del probabilismo

Tras el combate de francotirador que Pascal libraba en la ciudad y los


salones se escondían, además de los motivos de la contrición y la abso-
lución, numerosos problemas teológicos de fondo. ¿Qué era verdade-
ramente pecaminoso? ¿Qué perdonable y q u é no? ¿Basándose en q u é
se podía declarar inocente un pecado? ¿Qué creer, dada la m u l t i t u d de
opiniones contradictorias de los teólogos? ¿A quién seguir? Las opcio-
nes "seguras" se enfrentaban con las m e r a m e n t e "probables" y con "las
más probables".
Hasta el siglo XV no había habido grandes dudas. La vida recta no
requería incomodarse con fantasías teológicas, sino seguir, como había
dicho J e a n N i d e r ( 1 3 8 0 - 1 4 3 8 ) , la o p i n i ó n más segura (en latín: tu-
206 La carne, el diablo y el confesionario

tior), aquella q u e dentro de la Iglesia nunca había sido objeto de oposi-


ción seria. De allí la teoría del tutiorismo, q u e pregonaba la fe para con
los textos indiscutibles, perfectamente ciertos. Esta será la opinión de
Pascal cuando en la q u i n t a Provincial diga: "No me satisface lo proba-
ble; busco lo seguro".
N u n c a i m p u g n a d a con brillantez, esta postura tenía un solo defec-
to: con demasiada frecuencia era imposible determinar q u é era lo segu-
ro. Espíritus excelsos, santos intachables o teólogos perfectamente pro-
bados h a b í a n d i c h o cosas c o n t r a d i c t o r i a s . Ya se sabe q u e la Iglesia
n u n c a ha sido monolítica y de su existencia bimilenaria se deduce una
variada riqueza de pensamiento. Algo parecido le sucedía a la medici-
na, que en torno a 1 7 0 0 conocería la célebre fórmula: "Hipócrates dice
q u e sí, pero Galeno dice que no". En gran n ú m e r o de cuestiones los
textos teológicos entraban en d i s o n a n c i a unos con otros, lo cual a l i -
m e n t a b a discusiones de capilla y debates en la Sorbona. Pero la confe-
sión no era un arte teórico. No consistía en m a n i p u l a r las ideas para
ponerlas a prueba y confrontarlas. En el confesionario h a b í a q u e ser
claro: castigar o perdonar, absolver o despachar. El confesor tenía que
actuar siempre enseguida.
De esta necesidad nació el "probabilismo" en el siglo XVI. No debe
creerse q u e la corriente aconsejara remitirse a la o p i n i ó n más probable
(esto iba a ser el "probabiliorismo", que vendría a c o n t i n u a c i ó n ) . Los
iniciadores, el d o m i n i c o M e d i n a ( 1 5 2 8 - 1 5 8 0 ) y el jesuita Suárez
( 1 5 4 8 - 1 6 1 7 ) , partían de u n a idea justa. C u a n d o se debe elegir entre
dos autoridades es raro q u e una sea flagrantemente necia y la otra l u -
m i n o s a ; a m b a s presentan a r g u m e n t o s q u e son probables. M e d i n a y
Suárez sostenían que en caso de d u d a - n o v e d a d interesante en el cato-
l i c i s m o - entraba en j u e g o la conciencia del sacerdote. A él le tocaba
elegir. Y le era d a d o seguir u n a opinión siempre y c u a n d o fuese proba-
ble. N a d a había que reprochar, ni a él ni al penitente q u e recibía la a b -
solución. La vida moral no tenía por q u é ser u n a tortura permanente.
Avanzando un paso más —y sin d u d a demasiado—, Escobar añadía
q u e en la elección era preciso dejarse guiar por la m a n s e d u m b r e . Entre
dos opiniones, declaraba, él prefería siempre "la más benigna y suave".
C o n lo cual a ñ a d í a al p r o b a b i l i s m o u n a fuerte dosis de l a x i s m o . La
reacción no se haría esperar.
El probabilismo fue m u y combatido, pero a m e n u d o por medio de
la caricatura. Se le adjudicó un cinismo capaz de llevarlo detrás de cual-
quier opinión, en particular la que más conviniese al confesor o al con-
fesado. Podía incluso - s e a f i r m a b a - aceptar u n a o p i n i ó n improbable
sostenida una sola vez por un teólogo de oscura memoria. Pero debe-
mos decir q u e n i n g u n o de los teóricos que hemos mencionado enseñó
n u n c a algo semejante.
Dificultades en la Iglesia 207

En realidad los partidarios del probabilismo perseguían varias cosas,


todas ellas modernas: tranquilizar a los fieles sacándolos del terror m e -
dieval; proporcionar principios razonables q u e facilitaran la tarea de
los confesores; subrayar la i m p o r t a n c i a de la deliberación y la libertad
en la vida moral; poner en primer plano la responsabilidad de todos.
No es cierto q u e instaran a seguir cualquier opinión, de preferencia las
menos probables; mantenían que, siendo una opinión probable, el
sacerdote no se sintiera culpable por seguirla.
Por m u c h o s debates religiosos a q u e diera lugar, el siglo XVII careció
de i m a g i n a c i ó n teológica. En todo su transcurso no surgió u n a idea
r e a l m e n t e n u e v a . Se pasó casi cien años (las bellas i n n o v a c i o n e s de
Sánchez son de 1 6 0 2 ) discutiendo sobre lo concebido por el siglo an-
terior, más i m a g i n a t i v o y constructivo. Sin otra propuesta q u e el estric-
to retorno a la moral antigua, los tradicional-rigoristas abrieron fuego
sobre el probabilismo. Enseguida tendrían el apoyo más brillante a u n -
q u e innovador de jansenistas c o m o A r n a u l d , Pascal, S a i n t - C y r a n o Ni-
cole. El blanco de la q u i n t a y sexta Provinciales es "la doctrina de las
o p i n i o n e s probables", q u e Pascal desfigura por c o m p l e t o en pro del
efecto cómico. Por ejemplo, hace decir al provincial que en el marco
de la nueva teología está p e r m i t i d o todo: "No h a y sino q u e seguir la
o p i n i ó n q u e m á s agrade". Esto, claramente, es malinterpretar ciertos
aspectos enriquecedores de la renovación que estaba en curso.
Bajo semejantes golpes el probabilismo no podía dejar de hundirse,
y finalmente se h u n d i ó . Hecho lamentable porque, pese a ciertos exce-
sos, acarreaba gérmenes de un futuro aggiornamiento eclesiástico; quería
m o d u l a r la condena de la usura, dar paso a una sexualidad levemente
desculpabilizada, librar a la sociedad de cierta carga de orden y prohibi-
ciones y, en general, identificar la vida moral no con la obediencia a in-
terdicciones categóricas d i g n a s de los viejos penitenciales —de todos
modos desaparecidos—, sino con un combate personal.
Algunos espíritus se volcaron en el tutiorismo, sentenciando que se
debían seguir las opiniones más seguras (contra las cuales, cuando exis-
tían, nunca se había rebelado nadie), pero guardándose bien de indicar
cuáles eran o qué decidir cuando hubiera varias de igual valor. Otros (en
especial Billuart) propusieron, retomando una idea de Domingo de Soto,
seguir las opiniones "más probables". No obstante, esta teoría, conocida
como "probabiliorismo", no daba criterios de distinción, con lo cual se
remitía en el fondo al juicio individual y por ende al probabilismo.
En esos años grandes condenas papales terminaron por aplastar las
tesis laxistas m á s desconcertantes o, mejor d i c h o , las presentadas de
forma más chocante para mejor combatirlas. Así como poco antes se
había obtenido u n a condena oficial, no de Jansenius sino de cinco pro-
posiciones q u e se le atribuían (y que, según j u r a m e n t o de los jansenis-
208 La carne, el diablo y el confesionario

tas, no figuraban en el Augustinus), en este caso se procedió m e d i a n t e


extractos, proposiciones y pseudocitas. Ciertas tesis laxistas fueron re-
sumidas y desplazadas de contexto para neutralizarlas más eficazmente.
Luego, bajo los papados de Alejandro VII ( 1 6 5 5 - 1 6 6 7 ) y sobre todo de
Inocencio XI ( 1 6 7 6 - 1 6 8 9 ) , llamado "el papa jansenista", los resúme-
nes fueron condenados por contrarios a la Iglesia. U n a "declaración g a -
licana" de 1 7 0 0 añadirá a ú n cierto oprobio de carácter nacional a dis-
tintos textos juzgados escandalosos.
Tal como se los presentaba eran, en efecto, indefendibles. En 1 6 6 5 ,
por ejemplo, se prohibió la supuesta pretensión de que un marido no
pecaba "matando a su mujer si la sorprende en crimen de adulterio". En
1 6 7 9 se censuró la proposición siguiente: "Está permitido desear de m a -
nera absoluta la muerte de un padre, cuando no sea por mal del padre
sino por el bien que de ello resultaría para el heredero". En 1700, por
fin, se condenaron diversas opiniones insostenibles, entre ellas el derecho
a no pagar impuestos y el de una mujer jugadora a robarle dinero al ma-
rido para ir a apostar. De más está decir que ni los peores laxistas habían
defendido nunca algo parecido; en todo caso, no lo habían dicho así. En
cambio quizá habían propuesto algunas ideas sensatas: el marido q u e
sorprende a su mujer en adulterio puede perder el control, lo que tal vez
deba considerarse atenuante; un juicio será tanto más claro cuanto más
considere el fin que mueve cada acción, y es frecuente que un heredero
desee la herencia, mal que le pese, sin por eso querer conscientemente
que muera su padre; por fin, para el j u g a d o r o la jugadora el juego ter-
m i n a siendo una especie de necesidad vital.
No exoneremos del todo a los laxistas; m u c h o s de ellos cometieron
necedades e hipocresías. Y dejemos de lado a ciertos probabilistas furi-
bundos que, sitiados sin d u d a por sus propias ideas, se propasaron en
la práctica de u n a confesión indolora.
Un tiempo después cambiaría la corriente. En 1 6 9 0 , 1 7 1 3 y 1794
sería c o n d e n a d o el jansenismo; pero el espíritu rigorista era m á s a m -
p l i o q u e este m o v i m i e n t o y estaba en c o n d i c i o n e s de perdurar. No
obstante, sobre las soluciones de tolerancia, los temas debatidos - a u n -
q u e no fueran aplicadas de inmediato— volverían con el siglo XVIII en
las tesis de Alfonso de Ligorio.

Las conciliaciones de san Ligorio

Entretanto los interminables debates habían terminado por atribular a


los curas. Unos no comprendían las argucias empleadas y las juzgaban
i n d i g n a s de un Dios q u e i m a g i n a b a n bueno, simple y claro. Otros, ha-
Dificultades en la Iglesia 209

biéndose i n c l i n a d o por u n a postura, de pronto se veían alcanzados por


a l g u n o de los golpes q u e R o m a propinaba a diestra y siniestra. El des-
concierto se apoderaba sobre todo de los confesores, laboriosos h o m -
bres de parroquia que no sabían a qué texto sagrado dirigirse para ab-
solver o no a los fieles. Era el m o m e n t o propicio para un conciliador,
alguien que reagrupara los espíritus desbandados.
Esta figura fue Alfonso de Ligorio, abogado él m i s m o , luego confe-
sor de pobres, obispo de u n a p e q u e ñ a diócesis italiana, fundador de la
O r d e n de los redentoristas y por encima de todo h o m b r e de su tiem-
po, la época de las Luces. Lejos de agregar una enésima tesis a lo que se
h a b í a escrito sobre la confesión durante siglos, e x a m i n ó u n a por una
las opiniones controvertidas, las pasó por la criba de la razón y buscó
acordarlas en soluciones llenas de sentido c o m ú n y benevolencia. No se
i m p u s o enseguida. Los rigoristas se le opusieron durante m u c h o tiem-
po. Pero, poco a poco, la solidez y mesura que preconizaba acabaron
prevaleciendo.
En el debate que oponía la atrición a la contrición, Ligorio cortó la
m a n z a n a en dos. Señaló que en los tiempos modernos las personas se
sentían cada vez menos culpables y si aún acudían al tribunal de la pe-
nitencia era m u c h a s veces por m i e d o al castigo, esa atrición que algu-
nos consideraban insuficiente. Si para absolver a los fieles se exigía la
contrición plena, u n a entrega total, un absoluto amor a Dios, se corría
el riesgo de esperar m u c h o t i e m p o . Todas éstas eran verdades obvias
que, en el siglo siguiente, monseñor Gousset expresaría en términos teo-
lógicamente m á s escogidos: "Si, como pretenden m u c h o s teólogos, un
confesor no pudiera absolver a un pecador mientras no observara en él
una caridad perfecta en cierto grado, casi n u n c a se podría absolver a
2 9 8
n a d i e " . Ligorio concluía que el pecador debía aportar tres cosas: te-
m o r al castigo, esperanza de perdón y esperanza del paraíso. Pero aquel
que esperaba el paraíso ya a m a b a a Dios, por tanto se lo podía absol-
ver. De este m o d o atemperaba un contricionismo demasiado riguro-
s o . . . y se m a n t e n í a i m p l í c i t a m e n t e atricionista.
En cuanto al derecho a negar la absolución hacía gala de una habili-
dad no inferior. Reconocía el principio. Los pecadores endurecidos no
merecían el perdón, sin duda, y en los casos más graves y perversos ha-
bía q u e diferir por lo menos todo sacramento. Por el contrario nadie
podía negarse a absolver a "los verdaderamente penitentes". Ahora bien,
¿qué era un penitente? Un individuo que se presentaba al confesionario.
El hecho de acudir al confesionario por decisión propia era señal fuerte
de contrición: spontanea confessio est signum contritionis. Y si había con-
trición, carecía de sentido no perdonar. Quedaban, desde luego, los ha-
bituales (aquellos que confesaban por primera vez un mal hábito ancla-
do desde hacía m u c h o tiempo) y los reincidentes (los q u e , habiendo
210 La carne, el diablo y el confesionario

sido advertidos recaían en u n a m a l a práctica), casi u n á n i m e m e n t e con-


denados desde hacía siglos al retraso de la absolución. Ligorio ofreció a
a m b o s tipos u n a m a n s e d u m b r e relativa. Al pecador habitual no se le
pediría que jurase evitar el pecado en el futuro; sólo se verificaría que
estuviera, en el momento del caso, "en disposición de evitarlo". C o n el
reincidente h a b r í a q u e ser m á s amenazador, exigirle signos reales de
conversión y contrición. Se le reclamaría una contrición, no ordinaria
(el mero hecho de presentarse al confesionario), sino extraordinaria. No
obstante tampoco aquí Ligorio y sus sucesores iban a pedir lo imposi-
ble: lágrimas, suspiros, palabras conmovedoras. Se apreciaría q u e el pe-
cador, a falta de no recaer, h u b i e r a d i s m i n u i d o el n ú m e r o de caídas
(minor peccatorum numerus). Q u i e n mostrara q u e estaba trabajando
para corregirse sería absuelto, y el resto lo haría el buen Dios por la vir-
tud del sacramento. Por lo demás las cosas han quedado más o menos
así hasta hoy. El actual catecismo quiere la contrición pero a d m i t e la
atrición, q u e p u e d e ser perfeccionada por la acción de la gracia: "La
contrición imperfecta no obtiene de por sí el perdón de los pecados gra-
2
ves, pero dispone para obtenerla en el sacramento de penitencia" " .
Respecto al probabilismo, por ú l t i m o , el propio Ligorio tuvo cierta
evolución. Empezó siendo probabiliorista. Evidentemente el sentido
c o m ú n exigía inclinarse por las opiniones más probables. Pero Ligorio
fue t o m a n d o conciencia de que fas realidades con que se enfrentaban
los confesores eran m u y complejas. H a b í a abundancia de opiniones, to-
das defendidas con talento. Los pecados eran innumerables y diversísi-
mos; circunstancias de toda índole modificaban su gravedad según la
época, los fines perseguidos, las personas. En el fondo sólo existían ca-
sos i n d i v i d u a l e s . Ante semejantes dificultades no cabía la indecisión.
Los confesados esperaban; había q u e responderles. Y era la conciencia la
que debía decidir y responsabilizarse. ¿Cómo? C o n la única actitud po-
sible, la de Cristo, la benevolencia y la caridad. H a b í a q u e tranquilizar.
Tanto en su Teología moral (publicada en 1748 pero mejorada edi-
ción tras edición) como en unas instrucciones prácticas a los confesores
que tomaron sucesivas formas y títulos (Homo apostólicas, Guía del con-
fesor para las gentes del campo), Ligorio, m u y influido por el jesuita ale-
m á n Büsenbaum, se atiene a un justo m e d i o . . . m u y probabilista. Re-
chazó la demora de la absolución propugnada por Arnauld, pidiendo al
cura q u e juzgara con "una probabilidad prudente". Su rasgo más salien-
te es la voluntad de apaciguar conciencias, desdramatizar la confesión,
no aterrorizar al pecador en n i n g ú n caso. Se pronuncia por penas parti-
cularmente dulces, oponiéndose por completo al Concilio de Trento y
los jansenistas, que eran partidarios de "sanciones saludables y adecua-
das a las faltas del penitente". A esta última idea opone la de pena ade-
cuada a las fuerzas de cada cual. En todo d e m a n d a indulgencia.
Dificultades en la Iglesia 211

Llegado el momento, Ligorio fue acusado de laxismo. Era una acusa-


ción injusta porque había rechazado un buen número de proposiciones
laxistas. Ni siquiera siguió a Sánchez, defensor de las relaciones impro-
ductivas entre esposos que no se entablaran "por mero placer". C o m o a
la mayor parte de los cristianos, la idea del placer —con su olor satánico—
le seguía dando miedo. Antes bien intentó encontrar u n a vía intermedia
entre laxismo y rigorismo; una vía cristiana de amor y comprensión.
Es posible q u e si lo hubieran escuchado, la confesión no habría su-
frido el abandono progresivo que sufrió. Pero la Iglesia no estaba prepa-
rada. Sólo prestó atención a Ligorio cien años más tarde y entonces le
concedió todos los honores. Era m u y tarde. Entretanto el rigorismo si-
guió siendo mayoritario entre el clero del siglo X V I I I y aun en el siguien-
te, con los perjuicios q u e veremos. D e l u m e a u ha escrito: "El rigorismo
en el confesionario, q u e todavía era la regla a comienzos del siglo X I X ,
c o n s t i t u y ó u n a c a u s a i m p o r t a n t e d e l a d e s e r c i ó n d e los s a c r a m e n -
3 0
tos" ° . Durante m u c h o tiempo, en particular, continuaron los interro-
gatorios sobre la vida sexual de las parejas, algo q u e Ligorio había des-
aconsejado y que acabó por apartarlas de la confesión. Pero éste es otro
debate, del cual no hemos hablado aún, q u e se remonta casi a los co-
mienzos de la Iglesia.

El m i e d o a e n s e ñ a r

Entre las cuestiones q u e se planteó la Iglesia a lo largo de los siglos


hubo un debate de puro carácter práctico en torno a la confesión de lo
sexual. Se e n u n c i a b a de este m o d o : ¿hay q u e interrogar siempre a fon-
do? Pues, cuando se trataba de jóvenes, existía el riesgo de enseñarles lo
q u e no se debía hacer y sugerirles así pecados q u e no se les habrían
ocurrido por su cuenta. Y con los m á s adultos, sobre todo los casados,
¿era deber del cura intervenir en la i n t i m i d a d del m a t r i m o n i o , o sólo
los esposos eran responsables ante Dios de su conducta?
Sobre la primera pregunta se p u e d e citar un hermoso párrafo toma-
do de Las relaciones peligrosas de Choderlos de Lacios, que muestra las
angustias de conciencia de una adolescente. En u n a carta a Valmont, la
marquesa de M e r t e u i l cuenta cómo, cuando joven, de buena gana se
habría informado sobre unas cuestiones de a m o r de las cuales lo igno-
raba todo:

J u z g á i s bien q u e , c o m o todas las jóvenes, yo p r o c u r a b a


adivinar el a m o r y los placeres: mas, no habiendo estado
n u n c a en el convento, careciendo de u n a b u e n a a m i g a y
212 La carne, el diablo y el confesionario

observada por una madre vigilante, no tenía sino ideas va-


gas que no lograba asimilar; la propia naturaleza, para la
cual más tarde no he tenido más que elogios, a ú n no me
había dado indicio alguno. Se ha dicho que trabajaba en
silencio para perfeccionar su obra. Sólo fermentaba mi ca-
beza; yo no deseaba goces, lo q u e quería era saber: el deseo
de i n s t r u i r m e me sugirió los m e d i o s . Sentí q u e el ú n i c o
hombre con q u i e n podía hablar de este asunto era mi con-
fesor*».

He aquí pues a la joven marquesa ante una persona informada. Igno-


rante de todo, d e c l a r a n d o falsedades para enterarse de la verdad, se
acusa de un crimen que no ha cometido. C o m o no tiene la menor idea
se jacta de "haber hecho lo que hacen todas las mujeres". Entonces el
buen padre le pinta el mal "tan inmenso" que ella comprende: el placer
debe ser extremo. "Y al deseo de conocer —dice- sucedió el de probar."
La Iglesia siempre ha sido consciente del papel de iniciadora q u e po-
día desempeñar sin proponérselo, y en ocasiones esto la incitó a m o d e -
rar la ambición de su curiosidad. A decir verdad, la cuestión n u n c a dejó
de causarle vacilaciones. Desde los penitenciales se encuentran dos es-
cuelas: la que quiere instar a decirlo todo, y por eso está dispuesta a ha-
cer todas las preguntas, y la que, temiendo enseñar lo que no debe co-
nocerse m u c h o , tiende a la discreción.
El Decretum de Burchard de W o r m s (muerto en el año 1 0 2 5 ) lla-
m a b a a interrogar claramente sobre los delitos sexuales, pero el de Bar-
tolomeo de Exeter ( h a c i a 1 1 8 0 ) aconsejaba p r u d e n c i a . Para éste, en
efecto, " h a y hombres y mujeres q u e caen en pecado por haber o í d o
n o m b r a r e x p l í c i t a m e n t e crímenes que desconocían". H u g o de Saint-
C h e r en el siglo XIII, y más todavía Nider en el XV, indican a la vez la
necesidad de indagar y la de no informar, "por m i e d o a revelar algo a
los simples que lo ignoran". La progresiva complejidad de los pecados
—o más bien la progresiva complejidad de la clasificación de los peca-
d o s - obligaría a registrar las conciencias, pero con un vocabulario cada
vez más particular, u n a jerga propia de la confesión. C o n san Antoni-
no, por ejemplo, ya no se interrogó sobre el coito anal; pero el confesor
debía preguntar si el acto se había consumado "en el recipiente, en un
recipiente indebido o fuera de todo recipiente".
Enfrentándose con esta inquisición, en 1748 Ligorio aconsejó dejar
a los casados en paz. Señaló además que el pecador que actuaba i g n o -
rando que cometía u n a falta no ofendía a Dios verdaderamente. H a -
ciéndolo consciente del pecado, el confesor se arriesgaba, en vez de corre-
g i r l e las m a l a s c o s t u m b r e s , a v o l v e r l o m á s c u l p a b l e a los ojos del
Dificultades en La Iglesia 213

Eterno. ¿Y eso de qué servía? Por eso Ligorio daba consignas de con-
tención:

En general el confesor no está obligado a interrogar sobre


los pecados de los esposos en lo q u e atañe a deber conyu-
gal, y ni s i q u i e r a le conviene, salvo para p r e g u n t a r a las
mujeres, con la m a y o r discreción posible, si han c u m p l i d o
su deber, p r e o c u p á n d o s e por saber, por ejemplo, si h a n
obedecido a su esposo en todo. En otras cuestiones, que se
302
calle, a menos que sea i n t e r r o g a d o .

¿Por q u é no se siguieron estas instrucciones de moderación? S i m p l e -


m e n t e porque al principio Ligorio no ejerció n i n g u n a influencia; sobre
todo en Francia, donde hasta el siglo XIX ni siquiera se tradujeron sus
obras. Entretanto, continuó d o m i n a n d o la concepción más pesimista
del hombre —un cubo de basura— y d u r a n t e m u c h o tiempo se i m p u s i e -
ron confesiones exigentes y severas. Perduró la influencia jansenista, o
al menos la agustiniana. Por ejemplo, Charles Billuart ( 1 6 8 5 - 1 7 5 7 ) ,
profesor en Douai y provincial de los dominicos, no compartió n i n g u -
na de las posiciones moderadas de su casi contemporáneo Ligorio. Bi-
lluart exigía al confesor q u e ejerciera fuerte presión y consideraba el
acto de amor pecaminoso si no desembocaba en la concepción de n i -
ños. Así, para él, dos esposos estériles podían unirse, por cierto, pero
no sin cometer al menos un leve pecado si eran conscientes de su inca-
pacidad.
En 1 7 8 2 , un cura n o r m a n d o , el padre Féline, publicó un Cathé-
chisme des gens mariés d o n d e deploraba q u e no se interrogase suficien-
temente a los esposos. Según él, privados de una vigilancia estricta por
parte de los confesores, los m a t r i m o n i o s solían entregarse a i n n u m e r a -
bles abominaciones. Púdicas por naturaleza, las mujeres no se atrevían
a hacer preguntas en los confesionarios; y los sacerdotes, olvidando su
deber de prevenirles contra el m a l , las dejaban pecar. "No es raro —de-
cía F é l i n e - encontrar mujeres que tras m u c h o s años de m a t r i m o n i o y
u n a infinidad de faltas, y frente a un confesor que tiene la caridad de
interrogarles sobre el artículo de la castidad conyugal, responden fría-
m e n t e q u e , c o m o los confesores precedentes n u n c a les interrogaron
sobre ello, ellas n u n c a se han acusado de las faltas que se les reprocha."
Por eso él insistía en la obligación de interrogar a los penitentes más a
fondo.
El problema suscitado por estos interrogatorios, sobre los cuales ha-
bía división entre el clero de base, volvió enérgicamente a primer plano
cuando en 1 8 4 2 monseñor Bouvier intervino en Roma. Bouvier se ha-
214 La carne, el diablo y el confesionario

bía apercibido de que las parejas jóvenes de la diócesis de M a n s practi-


caban cada vez más el coito interrumpido. M á s aún: cuando los confe-
sores les p r e g u n t a b a n sobre el tema, reprochándoles su conducta, se
mostraban "gravemente disgustadas". En otras palabras, ya no obede-
cían las instrucciones. En m u c h o s lugares, decía Bouvier, "el n ú m e r o
de quienes se aproximan al tribunal sagrado desciende de año en año,
especialmente por la razón antes d i c h a ' . Hasta esposos de catolicismo
probado eran incapaces de refrenar el deseo c u a n d o no querían más hi-
jos. Entonces practicaban "el onanismo" sin sentirse en absoluto culpa-
bles. Al parecer eran buenas personas, preocupadas por criar lo mejor
posible a sus hijos, restringiendo para ello el t a m a ñ o de la familia. No
pretendían sino formar correctas parejas cristianas, y en el acto carnal
no procreativo encontraban un remedio para la concupiscencia y un
refuerzo del a m o r conyugal. ¿Qué hacer con ellos? Bouvier presentaba
a la Penitenciaría de R o m a tres preguntas:

1. ¿ C o m e t e n estos esposos un acto i n t r í n s e c a m e n t e


malo?
2. Habiéndose generalizado el o n a n i s m o en la diócesis,
¿puede considerarse q u e quienes no se acusan a c t ú a n de
b u e n a fe?
3. ¿ C a b e a p r o b a r a los confesores q u e , p o r t e m o r a
ofender a las ovejas, se abstienen de interrogarles sobre el
m o d o en q u e ejercen los derechos conyugales?

Bouvier intentará adaptar a su obispado la embarazosa respuesta de la


Penitenciaría, descargando a los curas de la obligación de hurgar más
en las conciencias de los esposos. Pero este breve respiro no iba a durar.
A causa de la práctica cada vez más frecuente de la a n t i c o n c e p c i ó n ,
R o m a endurecería su posición, y con ella los interrogatorios, provo-
cando en definitiva u n a violenta reacción de los fieles. A partir de en-
tonces las dificultades de la confesión no nacerían sólo de los debates
teológicos y las dudas de los curas, sino más aún de la fuerte oposición
de los propios confesados.
La resistencia de los fíeles

El 13 de enero de 1 9 6 6 la i n q u i e t a y a m e n u d o v a l i e n t e revista cató-


l i c a Témoignage chrétien hizo entre sus lectores franceses u n a g r a n
encuesta. C u a t r o años después el resultado apareció en forma de l i -
bro con el t í t u l o de La confesión en entredicho. Era a b r u m a d o r . Si
b i e n c i e r t o s c r i s t i a n o s , sobre t o d o de e d a d , p e r m a n e c í a n fieles al
confesionario de su infancia, la m a y o r í a se m o s t r a b a n desinteresa-
dos. El p a n o r a m a era peor entre los adolescentes o los a d u l t o s jóve-
nes. U n a de las p r e g u n t a s —formulada a cuarenta y dos p a r t i c i p a n t e s
de m á s de q u i n c e años del retiro pascual de u n a p a r r o q u i a del distri-
to XI parisino— era ésta, m u y s e n c i l l a : " ¿ Q u é p i e n s a s de la confe-
s i ó n ? " Se trataba, pues, de u n a muestra no representativa de la j u -
v e n t u d e n general ( p r o b a b l e m e n t e m u c h o más d e s c r i s t i a n i z a d a ) ; d e
hecho, de un m i c r o m u n d o salido del mejor círculo católico p r a c t i -
c a n t e . En p r i n c i p i o el h e c h o de q u e la respuesta fuera por escrito
debía disuadir de singularizarse. No obstante exactamente la m i t a d de
los jóvenes respondieron fríamente q u e ya no veían la necesidad de ir
al confesionario.
Y esto sucedía hace veinticinco a ñ o s . . . Desde entonces, y pese a las
m e d i d a s de la Iglesia por reformar el procedimiento —que hoy ya no
consta de u n a declaración personal seguida de u n a absolución indivi-
dual— las cifras de confesados no han subido; al contrario, u n a encues-
ta actual daría resultados a ú n más enojosos. Y no acusemos exclusiva-
mente a nuestro siglo. La deserción de los confesionarios empezó en el
siglo XVIII y el proceso no ha dejado de acelerarse.
303
Sin d u d a el hecho se relaciona con la d e s c r i s t i a n i z a c i ó n general

3 ue se viene produciendo en los países europeos desde hace al menos


oscientos años. Era imposible que la acción de, entre otros, Voltaire,
Diderot o d'Holbach, todos ellos hostiles a los grandes dogmas cristia-
nos, no dejara huellas. Q u e d a por saber qué ocurrió primero, si la apa-
rición de los filósofos hostiles al d o g m a cristiano o el abandono de los
216 La carne, et diablo y el confesionario

fieles. M i c h e l Vovelle ha demostrado q u e en Provenza, donde la masa


no debía frecuentar m u c h o las obras de la Ilustración, el declive de la
fe empezó a percibirse entre 1 7 1 0 y 1 7 4 0 , y que hacia 1 7 9 0 se asistía
304
ya a u n a debacle de las prácticas s e c u l a r e s . De 1 7 1 5 a 1 7 5 5 , por
ejemplo, el 8 0 % de los provenzales cuyos testamentos estudió Vovelle
hacían demanda de misa postuma por el reposo de su alma. Tras una caí-
da casi constante, hacia 1 7 9 0 la cifra era del 5 0 % . Acaso la mayoría
mantuviese aún la fe - a l menos en un Dios de contornos v a g o s - , pero
de los ritos de la Iglesia no se esperaba gran cosa.
La confesión no estaba e x c l u i d a del descenso. No h e m o s podido
encontrar datos seguros y anuales para toda Francia, pero existen nu-
merosos estudios locales y hasta regionales. Todos i n d i c a n la misma
tendencia. La práctica de la confesión pascual en el á m b i t o rural pasó
del 9 0 % en 1789 a unos pocos fieles en la actualidad. A la progresiva
tibieza sucedió la indiferencia y a u n la hostilidad declarada.
Este proceso de desafección pasó por distintas etapas y por peque-
ñas inversiones de tendencia (por ejemplo, entre 1 9 2 0 y i 9 4 0 en cier-
tos lugares). Sobre todo es preciso distinguir las cifras concernientes al
conjunto de la población —cuya fe se debilita poco a p o c o - de las que
sólo t o m a n en cuenta a los católicos ligados a determinada iglesia, los
"obligados" a c o m u l g a r por Pascua, cuyas manifestaciones de fe son
n a t u r a l m e n t e más visibles y firmes. También hay q u e diferenciar a los
hombres de las mujeres, a los adultos de los niños.
Tomaremos en préstamo algunas cifras a Gérard Cholvy, q u e ha es-
t u d i a d o de forma excelente la práctica religiosa en el Hérault desde el
siglo XVIII hasta alrededor de 1 9 6 0 . En el caso de los hombres adultos
la estadística habla a las claras. Ya antes de la guerra de 1 9 1 4 apenas
c u m p l e con la confesión pascual entre el 10 y el 1 5 % . Desde 1850
sólo las mujeres y los niños acuden regularmente a confesarse, si bien
cada vez menos.
Si se t o m a el c o n j u n t o de los obligados, i n c l u i d o s los dos sexos,
t a m b i é n se observa un descenso, variable según los lugares: depende de
lo seriamente q u e h a g a el cura su trabajo. H a y regiones del Hérault
- a q u e l l a s donde d o m i n a n los obreros agrícolas, que se preparan para
las revueltas de 1 9 0 7 - más descristianizadas que otras. En cambio, en
el norte del departamento, las tierras montañosas llamadas altos canto-
nes, d o n d e se vota más a la derecha, seguirán siendo m u c h o tiempo un
bastión c a t ó l i c o . . . hasta que el interés por las prácticas decaiga como
en todas partes. En cualquier caso es preciso tener en cuenta las situa-
ciones locales y evitar las generalizaciones fáciles.
U n e j e m p l o d e diferencia e n t r e regiones v e c i n a s : poco antes d e
1914, en la diócesis de Albi (Tarn) hay todavía dos tercios de "pascua-
lizantes", pero sólo la m i t a d ( 3 2 % ) en la de M o n t p e l l i e r ( H é r a u l t ) . En
La resistencia de los fieles 217

1 9 6 2 el porcentaje de obligados que se confiesan durante la Pascua en


el H é r a u l t es del 2 6 , 9 % (aunque sólo el 1 4 , 7 % de los hombres y los
j ó v e n e s ) . En la m i s m a fecha va a m i s a el 2 0 , 2 % de los católicos de
3 0 5
la región .
Entre 1 9 7 0 y 1 9 9 0 los índices caen a m í n i m o s , del 0 al 7 % , con
ciertas particularidades locales. Estas cifras, q u e revelan un abandono
masivo de todas las ceremonias religiosas, se repiten en toda Francia
( 6 % de confesiones según un sondeo realizado por la empresa Sofres
en 1 9 9 1 ) . Son agudas y dan prueba de u n a descristianización más ro-
t u n d a todavía en las grandes ciudades, d o n d e en ocasiones sólo acude
a la iglesia u n a fracción social particular, m a y o r i t a r i a m e n t e burguesa,
en la cual por otra parte cuesta distinguir q u i é n se adhiere al cristianis-
mo sinceramente y quién practica un rito social sin contenido religio-
so. M u c h a s iglesias rurales tienen apenas un cura por cada cuatro o
cinco p a r r o q u i a s . Al menos en su forma tradicional, la confesión ya
casi no existe.
¿ C ó m o se ha llegado a esto, cuando alrededor de 1 7 8 9 , en tiempos
de la Revolución francesa, los índices de frecuentación dominical y de
comuniones pascuales en los pueblos rayaban todavía el 9 0 % ? Nos pa-
rece que tres fenómenos desempeñaron un papel considerable. Prime-
ro, durante el siglo XIX, un ataque en toda la regla contra la confesión
en sí. Escritores, periodistas, polemistas, no contentos con sacar a la
luz los problemas teológicos que planteaba, lanzaron ataques frontales
acusándola de pervertir las almas, a la vez las de los curas y las de los
confesados. S e g u n d o - f e n ó m e n o sin d u d a i n d e p e n d i e n t e del a n t e -
rior—, h a y un divorcio de intereses y entre los fieles arrecian las dudas;
ya no creen en la confesión, en su utilidad ni en lo que prescribe. Incide
especialmente el problema de la limitación de los nacimientos m e d i a n -
te el coito i n t e r r u m p i d o -y después por otros métodos—: lo encontra-
m o s en el o r i g e n de esta rebelión y explosión de las m e n t a l i d a d e s .
Tercero, el movimiento se verá acelerado por la evolución de las cos-
tumbres, el progreso de las nociones de d i g n i d a d h u m a n a e individua-
lismo, los avances científicos y el papel de los Estados, q u e toman a su
cargo los problemas planteados por la procreación y dictan leyes espe-
cíficas. Los cambios en las formas de vida y en el pensamiento alejan
p a u l a t i n a m e n t e a los fieles de una confesión q u e los fastidia, les lasti-
ma el pudor, no les enseña nada y a veces hasta contraviene las leyes de
la República. En las páginas siguientes intentaremos alumbrar este vas-
to m o v i m i e n t o , q u e reviste tres formas: la polémica contra el lavado
espiritual y los curas lascivos, los interrogantes de los cristianos que se
sienten en falso y la profunda inactualidad e inoperancia de la confe-
sión en el m u n d o moderno.
218 La carne, el diablo y el confesionario

El ataque contra los confesores

El primero en atacar la confesión —y en un terreno francamente polé-


mico— fue Paul-Louis Courier (1772-1825). Extraño personaje, m i l i -
tar durante muchos años, sólido erudito, a m a n t e de la literatura anti-
g u a , g r a n frecuentador de la b i b l i o t e c a del V a t i c a n o , sus acerados
panfletos contra la m a y o r í a de las instituciones de su época acabaron
por darle u n a suerte de acida celebridad. En 1826, c o m o expresión
quizá de sus propios fantasmas, proclamó q u e la confesión era salaz y
malsana. Era contradictorio —decía en un panfleto— q u e curas célibes y
puros fueran confidentes de jóvenes damas culpables. M á s allá de so-
breentendidos, este supuesto defensor de la sociedad familiar tenía el
mérito de mostrar q u e a los confesionarios ya casi acudían sólo las m u -
jeres. De los h o m b r e s , C o u r i e r ni s i q u i e r a se o c u p a b a . . . Lo q u e lo
conmovía, lo que lo excitaba, era el frente a frente del cura y la mujer:

¡Qué vida, sí, qué condición la de nuestros curas! ¡Los pro-


tegen del amor y sobre todo del matrimonio, y les entregan
las mujeres! No p u e d e n tener u n a y viven familiarmente
con todas; es poco, pero tienen la confianza, la intimidad,
el secreto de sus acciones ocultas, de todos sus pensamien-
tos. La moza inocente, bajo el ala de la madre, escucha an-
tes que nadie al cura que, llamándola m u y pronto, la recibe
a solas; que, antes de q u e p u e d a pecar, la instruye sobre el
>ecado. U n a vez instruida, la casa; ya casada, la confiesa y
Ía gobierna. En sus afectos precede al esposo y en ese lugar
se mantiene siempre. Lo que ella no osaría confesarle a la
madre, declararle al m a r i d o , el cura debe saberlo, lo pre-
3 0 6
gunta, lo sabe; y nunca será amante suyo .

En 1845 el gran historiador anticlerical J u l e s M i c h e l e t (1798-1874)


condensó en u n a obra sus ideas sobre el tema. Decía con m á s claridad
lo que Courier sólo había sugerido. La i n t i m i d a d entre el cura y la m u -
jer, razonaba, ponía la suerte de la familia en manos de un director, un
maestro. El confesor oía todo y no olvidaba nada. Llegado el m o m e n -
to sabría aprovechar aquello de lo cual se había enterado:

A t e n c i ó n , q u i e n ha e s c u c h a d o no es la m a d e r a , el roble
negro del confesionario, sino un hombre de carne y hueso.
Y ahora ese h o m b r e sabe de esa mujer lo q u e n u n c a ha sa-
bido su m a r i d o . . . Ese hombre sabe y sabrá. Y no temáis
que lo o l v i d e . . . También ella sabe q u e h a y un dueño de su
La resistencia de los fieles 219

ensarmentó íntimo. J a m á s pasará frente a ese h o m b r e sin


ajar los o j o s . . . El celibato eclesiástico es u n a institución
contra natura q u e necesariamente vuelve al cura m a l h u -
m o r a d o , envidioso y m a l i g n o . A ese hombre sin familia la
confesión le abre las puertas de todas las familias. Le en-
trega a la madre, por m e d i o de la cual él pone la m a n o so-
bre los niños. Si no puede alcanzar al padre, lo aisla y lo
307
reemplaza .

Sorprende encontrar en los dos textos citados la m i s m a i n q u i e t u d de


padre de familia. H a c i a mediados del siglo XIX los hombres se estiman
ya fuera de la Iglesia, en todo caso fuera de su alcance; lejos de los gol-
pes directos q u e ella p o d r í a i n t e n t a r asestarles. Entonces el m a r i d o
teme q u e el confesor —diablo malicioso q u e se insinúa en el corazón de
los s u y o s - lo desposea de autoridad sobre la mujer y los hijos.
Pierre Larousse ( 1 8 1 7 - 1 8 7 5 ) , a quien ni siquiera los honores hicie-
ron olvidar las ideas laicas, las preocupaciones republicanas y los odios
religiosos del p e q u e ñ o maestro novel q u e había sido bajo la m o n a r -
q u í a , consagró numerosas páginas de su Grand dictionnaire universel
du XlXe siécle a "aplastar al infame". De su i n i m i t a b l e p l u m a salieron,
en particular, dos artículos titulados "confesseur" y "confession", q u e
no ocupan menos de veinte columnas de la obra y en caracteres minúscu-
los. C o n t i e n e n de todo: resumen histórico, ejemplos literarios, exposi-
ción teológica, u n a discusión de la práctica, anécdotas. U n a de éstas es
tan encantadora q u e no vacilamos en citarla. Un día, un confesor, más
bien brusco, le pregunta a una penitente cómo se llama: "Pero padre
- d i c e ella—, mi nombre no es un pecado".
La anécdota no figura en el diccionario de Larousse para divertir. El
gran lexicólogo la vincula a los otros cargos - n o p o c o s - que vierte so-
bre los confesores: siempre han sido brutales, pero t a m b i é n indiscre-
tos, fanáticos, libidinosos, injustos, vasallos de un poder de allende
nuestras fronteras, traidores a la realeza q u e los a l i m e n t a b a , etc. En
cuanto a la confesión en sí, Larousse la define como "escuela de corrup-
ción e inmoralidad". Y desarrolla el siguiente punto de vista:

Es allí [en el confesionario] donde la m u c h a c h a oye hablar


por primera vez de actos cuyo nombre hasta ignora; don-
de la mujer aprende en un cuarto de hora más cosas que
en veinte años de m a t r i m o n i o . Leed a Sánchez, leed a Suá-
rez: conoceréis el vocabulario de los casos de conciencia y
veréis el sinfín de preguntas i n m u n d a s que los confesores
308
pueden hacer a sus p e n i t e n t e s .
220 La carne, el diablo y el confesionario

La confesión, "que acaso h a y a sido buena en épocas de ignorancia gro-


sera en q u e era preciso el temor al infierno para alejar de la pendiente
del vicio", le parece a Larousse superflua en su época; y en el m o m e n t o
de la redacción de los artículos (entre 1864 y 1 8 7 0 , a fines del S e g u n -
do imperio) constata "un saludable giro en los espíritus". En apoyo de la
i d e a d e q u e l a confesión e s m o r a l m e n t e d a ñ i n a cita u n a novela d e
George S a n d , Mademoiselle de la Quintinie, cuyo héroe renuncia al ca-
samiento antes que ver interpuesta durante toda su vida en la pareja la
sombra del confesor.

La c a r g a de Leo Taxil

Pero el gran e n e m i g o decimonónico de la confesión no tenía la cultura


literaria ni el estilo pulido de Larousse. Se l l a m a b a (o se hacía llamar)
Leo Taxil. Era u n a suerte de polígrafo rencoroso e incierto, insaciable
atizador de curas, mercader de escándalos, autor de obras provocado-
ras, variado de vestimentas, tan pronto converso como en ruptura con
la Iglesia, cristiano como anticristiano, francmasón como antimasón,
h o m b r e c u y a situación n u n c a se conoció m u y bien. En el marco del
m o v i m i e n t o popular laico y republicano surgido del Segundo imperio,
q u e poco a poco avanzaba hacia la separación entre la Iglesia y el Esta-
do a finales de siglo, Taxil atacó al clero desde el á n g u l o satírico y m e -
dieval de la l i v i a n d a d , d e n u n c i a n d o las bajezas de monjes glotones,
obispos disipados, curas libertinos y del Vaticano atesorador. A u n q u e
las acusaciones tenían un lado a m p l i a m e n t e imaginario y las citas so-
l í a n ser abusivas, a m e n u d o Taxil tocaba puntos sensibles y sus incen-
309
diarias obras, m u y baratas, fueron éxitos de l i b r e r í a .
En 1 8 8 4 publicó largos extractos de los manuales de confesión más
escabrosos, i n c l u y e n d o sobre todo muchas páginas de monseñor C l a -
ret (La llave de oro), Debreyne (La moechialogie) y del Compendio de
casos de conciencia. Pero en vez de acompañarlos de comentarios q u e
los situaran históricamente, a u n q u e fuese para subrayar los defectos, los
e d i t ó p r e c e d i d o s d e u n a t a q u e r e a l m e n t e poco m a t i z a d o "contra l a
a b o m i n a b l e enseñanza de los seminarios y la horrible i n m o r a l i d a d de
la confesión".
En el estilo canallesco que lo caracterizaba, Taxil la tomaba primero
contra el principio m i s m o de la confesión. Mezclando las responsabili-
dades ante Dios y ante los hombres, se preguntaba c ó m o era posible
q u e la confesión lavara los peores pecados. Negaba el poder de las lla-
ves del R e i n o , el de "atar y desatar los pecados" —es decir, perdonar-
310
los—, q u e Jesús habría confiado a Pedro y los diferentes a p ó s t o l e s .
La resistencia de los fieles 221

Para él, la virtud detergente de la confesión era increíble y contraria a


cualquier justicia h u m a n a :

Se pueden cometer todos los crímenes, asesinar a padre y


madre, violar a m u c h a c h i t a s como hacía monseñor M a r e t
o sodomizar a jóvenes según la m o d a del señor conde de
Germiny; se puede atracar a un recaudador y coserlo a pu-
ñaladas; se p u e d e n llevar a cabo las fechorías más execra-
bles, solazarse en las infamias más obscenas y degradantes;
al salir del confesionario la Iglesia habrá dejado al criminal
más inocente q u e un bebé recién nacido. U n a vez que el
confesor da la absolución, D u m o l l a r d se vuelve arcángel y
3 1 1
Troppman [célebre asesino] se transforma en q u e r u b í n .

C o n más sutileza y chispa, y t a m b i é n con más fundamento, Taxil car-


ga contra la doctrina del pecado, el afán de clasificación teológica y el
exceso de escrúpulos de la religión católica, ridiculizando ciertas for-
mas asombrosas de la práctica pretérita de la confesión. En el siglo XVII
—cuenta, por e j e m p l o - los teólogos a g i t a r o n u n a cuestión desde su
punto de vista m u y importante: ¿rompía un caldo tomado como lava-
tiva e l a y u n o prescrito, h a c i e n d o i m p o s i b l e u n a c o m u n i ó n p a r a l a
cual, sabido era, h a b í a q u e presentarse con el estómago vacío?

Se examinó el siguiente caso: a saber, si había posibilida-


des de que la Santa Trinidad y la lavativa alimenticia se en-
contraran en el tubo del comulgante. Se apeló a las luces
de la Facultad. Se escribieron muchos libros a favor y en
contra de la lavativa previa a la c o m u n i ó n . En s u m a , la
d i s p u t a , q u e e s a b s o l u t a m e n t e histórica, d u r ó u n b u e n
cuarto de siglo hasta q u e por fin la zanjó el Papa, único
312
j u e z soberano y c o m p e t e n t e .

La controversia de la cual Taxil se burla acremente tuvo l u g a r en el


Gran Siglo, en efecto, e incluso se prolongó m á s allá. Parece broma,
pero la cuestión cobró un verdadero cariz teológico. Si el a y u n o era re-
quisito para la confesión había q u e definirlo. A ú n en el siglo XIX, y sin
h u m o r a l g u n o , e n c o n t r a m o s el p r o b l e m a expuesto bajo u n a forma
apenas diferente en el Dictionnaire de Pontas: "Se pregunta si u n a m u -
jer devota que, acostándose a las once horas, se ha puesto en la boca un
trozo de azúcar cande con el fin de calmarse la tos, y se ha d o r m i d o an-
tes de haberlo c o n s u m i d o , p u e d e c o m u l g a r al d í a siguiente". La res-
222 La carne, el diablo y el confesionario

mesta es inflexible: el a y u n o debe ser total. Q u i e n ha de c o m u l g a r por


fa m a ñ a n a , pasada la m e d i a n o c h e de la víspera no puede consumir ni
un trozo de a z ú c a r . 313

El blanco principal de Taxil era la i n m o r a l i d a d de los curas, lugar


c o m ú n en los círculos anticlericales de fines del siglo XIX. El confesio-
nario, decía, daba al sacerdote ocasión de excitarse sexualmente y hasta
de caer en el p e c a d o de la c a r n e q u e s u p u e s t a m e n t e c o m b a t í a . En
cuanto a la penitente, el examen minucioso de las faltas para determi-
nar si eran capitales o mortales propiciaba un desembalaje complacien-
te que luego utilizaría no sólo para alimentar sus fantasmas, sino tam-
bién para pasar en lo posible a la conquista:

El interrogatorio es inacabable, y notamos la "delectación"


del confesor, cuando es un joven o un viejo puerco; vemos
c ó m o saborea los pormenores c u y a confidencia arranca a
una muchacha, con la segunda intención de darse un festín.
Es del todo evidente que al hacerse detallar las impresiones
intelectuales y carnales de la penitente, con el pretexto de
determinar si el pecado es mortal o venial, el cura aprecia
m a r a v i l l o s a m e n t e el g r a d o de la dificultad q u e t e n d r á a
continuación en ofrecer a la pecadora sus buenos oficios de
314
macho tan caliente como d i s c r e t o .

Por vulgares q u e sean los cargos de Taxil, y sobre todo la forma en que
los presenta, no podemos dejar de examinar lo q u e plantea: ¿aprove-
chaban los curas la confesión para entablar relaciones con las confesa-
das? Es difícil dar pruebas en cualquier sentido; y, si en toda época se
h a n d e n u n c i a d o ocasionales relaciones sexuales prohibidas entre reli-
giosos y fieles, parece arduo relacionarlas con el uso directo del confe-
sionario. El cura de Uruffe, protagonista de un famoso asunto criminal
a m e d i a d o s de nuestro siglo - e m b a r a z ó a u n a p a r r o q u i a n a antes de
asesinarla-, ¿había emprendido las maniobras de seducción en el edícu-
lo de la penitencia? N u n c a se ha dicho, y cuesta creer q u e lo esencial
p u e d a cumplirse en un lugar tan exiguo. ¿Empezaron las cosas allí, en-
tonces? S i n d u d a el cura p o d í a encontrar a la p a r r o q u i a n a y hacerle
proposiciones en el confesionario, pero también en otros sitios. Nos-
otros hemos señalado m u c h o s excesos de interrogatorio, acaso debidos
—como dice T a x i l - a la "delectación" del confesor. Los registros m a g n e -
tofónicos de la investigación italiana confirman el p u n t o . ¿Pero cabe
concluir q u e el confesor pasaba de la excitación a relaciones reales que
de otro m o d o no se habrían consumado? ¿Era el confesionario un l u -
gar peligroso para quienes entraban por cualquiera de los dos lados?
La resistencia de los fieles 223

Podemos formular u n a presunción. Por excepcionales y condena-


bles q u e h a y a n sido, a través de la confesión llegaron a entablarse sufi-
cientes relaciones c o m o para q u e la Iglesia se preocupara. Es ella, en
efecto, la q u e h a b l a del asunto. Por ejemplo, el Dictionnaire des cas de
conscience de Pontas, obra difícilmente tachable de anticlerical, lo m e n -
ciona con todas las letras: "En confesión, Héctor se entera por J u d i t h
q u e el confesor precedente de ésta la solicitó al pecado, y q u e t a m b i é n
lo hizo con otras personas". A lo cual Pontas c o m e n t a que es preciso
d e n u n c i a r de i n m e d i a t o al mal cura, a despecho del secreto de confe-
3 1 5
sión .
En todo caso a fines del siglo XIX circulaban muchas historias sobre
confesores licenciosos. A decir verdad no era n a d a nuevo. En el siglo
XVI se había encargado a la Inquisición perseguir a los curas q u e en el
m o m e n t o de la confesión incitaran a sus penitentes ad turpia. Se dice
incluso que la aparición de la celosía, con reja de separación, tuvo ori-
;en por entonces en la voluntad de impedir ciertos contactos. Y se seña-
Ía q u e R o m a prestó al problema atención constante. Y es que la Refor-
ma h a b í a lanzado acusaciones contra la licencia de los curas; así pues la
Contrarreforma, insistente en cuanto al sacramento de la penitencia, se
cuidó celosamente de q u e éste permaneciese fuera de sospecha.
M o n s e ñ o r Bouvier, en absoluto interesado en que circularan r u m o -
res, no dejó sin embargo de mencionar a "los clérigos q u e excitan ac-
ciones vergonzosas" y les consagró todo un apéndice de su Dissertation
316
sur le sixieme commandement . Por otra parte, los papas no h a n cesa-
d o d e c o n d e n a r tales c o m p o r t a m i e n t o s , y esto y a p a s a d a l a E d a d
M e d i a : Pablo I V e n 1 5 6 1 , Pío I V e n 1 5 6 4 , C l e m e n t e VIII e n 1 5 9 2 ,
Pablo V en 1 6 0 8 , Gregorio XV en 1 6 2 2 , Alejandro VII en 1660 o Be-
nito X I V e n 1 7 4 1 .
Es cierto entonces q u e la conducta de curas y confesores no s i e m -
pre estuvo a la a l t u r a de los votos, y parece razonable s u p o n e r q u e
—entre otros lugares— el confesionario fue marco de intercambios ver-
bales q u e llevarían a ciertas faltas. Pero si las c o n d e n a s de la Iglesia
p e r m i t e n concluir q u e algo de verdad había en los desaforados cargos
de Leo Taxil, otro elemento demuestra que este tipo de faltas era m u y
poco habitual. Pues si dejamos de lado los libros anticlericales, ni ayer
ni h o y e n c o n t r a r e m o s acusaciones semejantes entre los fieles, ni si-
quiera entre aquellos q u e h a n i m p u g n a d o la confesión.
M u y antiguos y m u y numerosos, los reproches de los fieles son de
naturaleza distinta de las insinuaciones de Taxil, con lo que subrayan
el cariz a m p l i a m e n t e polémico de éstas. M u c h o más que al abuso se-
xual de las penitentes se refieren a la vergüenza de los confesados, a la
dificultad de la confesión, al derecho de conservar ciertos secretos o a
las dudas sobre el valor de la remisión acordada. M á s modestas en apa-
224 La carne, el diablo y el confesionario

r i e n d a , menos graves q u e las casi difamaciones de Taxil, estas quejas,


sin e m b a r g o , e x p l i c a n m u c h o mejor el progresivo a b a n d o n o de los
confesionarios que se viene dando desde hace un siglo. Lo que ha habi-
do es un divorcio, no un escándalo. Y divorcio no entre ciertos curas
licenciosos y algunas penitentes engañadas, sino entre la m a y o r í a de
los fieles y la idea m i s m a de confesión.

El abandono de los penitentes

Los católicos no suelen rebelarse. Por eso es i m p o s i b l e detectar u n a


ruptura brusca con los confesores; antes bien vemos lo que D e l u m e a u
317
ha descrito como "tenaz y silenciosa reticencia de las p o b l a c i o n e s " .
Desde siempre el fiel fue al confesionario arrastrando los pies. Está cla-
ro que desde hace m u c h o tiempo se vienen diciendo allí cada vez m e -
nos cosas, y los testimonios del siglo XX a b u n d a n en confesiones este-
reotipadas. Poco a poco, por fin, empezaron a surgir críticas dentro del
propio círculo católico.
Lo que siempre molestó más del proceso fue el día siguiente. U n a
vez hecha la confesión, ¿qué pasaba? ¿Era olvidada? No. En adelante
había otro que sabía. En muchos sentidos esto podía volverse insopor-
table. Sobre el secreto de la confesión - g a r a n t i z a d o no obstante por la
Iglesia— se instalaba la duda.
En 1 8 5 1 , tras el golpe de estado q u e desató una intensa represión,
en Francia circuló el rumor de que muchísimos obreros de las socieda-
des de resistencia a Luis Napoleón h a b í a n sido d e n u n c i a d o s por los
confesores de sus mujeres. La sospecha no ha sido demostrada n u n c a y
i es en sí m i s m a inverosímil; pero la acusación se propaló. Lo llamativo es
la c o i n c i d e n c i a casi perfecta con la é p o c a en q u e la m a y o r í a de los
hombres empezó a abandonar la confesión.
Pero a m p l i e m o s un poco el cuadro. No cabe d u d a de que, al ir co-
brando la vida del c i u d a d a n o dimensión política —en términos genera-
les, durante el siglo XIX, si hablamos del campo francés-, las sospechas
de delación política frenaron el hábito de la confesión. En la Rusia za-
rista, en todo caso, la d e n u n c i a existía y hasta era obligatoria. Por jura-
mento, el día de su ordenación, todo cura se comprometía a revelar se-
cretos de la confesión si c o n c e r n í a n a c o m p l o t s contra el zar o a u n
"contra el orden público o que amenacen hacer escándalo en la Iglesia".
318
Disposiciones tan generales no podían sino inquietar a los fieles .
Por lo demás, el temor a la indiscreción política de los curas era más
antigua. P. de i'Estoile cuenta que el padre C o t t o n , confesor del joven
Luis XIII, viéndolo un d í a m e d i t a b u n d o le p r e g u n t ó q u é le pasaba.
La resistencia de los fieles 225

"No se me antoja decíroslo - r e s p o n d i ó el rey— porque en seguida lo es-


cribiríais a España, como todo lo q u e os confieso." T a m b i é n se afirma
q u e las confesiones de la emperatriz M a r í a Teresa de Austria (1717¬
1 7 8 0 ) eran i n m e d i a t a m e n t e pasadas en l i m p i o y expedidas a R o m a .
¿ H a b r á a l g u n a vez ocasión de averiguar la verdad en los archivos del
Vaticano? Lo único q u e podemos decir es q u e los penitentes tenían
dudas, más relacionadas con la vida personal que con las opiniones po-
líticas. ¿Realmente no iba a saberse en n i n g ú n caso lo q u e habían con-
fesado?
Lo intolerable era s i m p l e m e n t e q u e otro supiera; otro no forzosa-
mente discreto, superior, b u e n o ni competente para apreciar las faltas
c u a n d o atañían a u n a vida corriente que el fiel conocía m u c h o mejor
q u e un célibe. No olvidemos q u e en el siglo XIX Francia todavía era
a m p l i a m e n t e rural. El confesor era el cura de la p a r r o q u i a , a q u e l al
cual el penitente encontraría una hora más tarde en las calles del p u e -
blo, el día siguiente y todos los demás, y al q u e habría q u e mirar a los
ojos. A q u e l a q u i e n se querrían negar cien francos para reparar el techo
de la iglesia. ¿Pero cómo resistírsele después de haberse entregado? San
V i c e n t e de Paul observa: "La vergüenza i m p i d e a m u c h a s buenas gen-
tes del campo confesar todos los pecados, y esto los arroja a un estado
de condena".
El h u m i l l a n t e deber de confesarse fastidia; pero más paraliza la con-
fesión realizada, que, en vez de aliviar, ensombrece de i n q u i e t u d los
días siguientes. Seguro que el cura no ha olvidado. A u n q u e guarde el
secreto ya es demasiado que sepa. H a y u n a sola manera de evitar esta
situación delicada: no confesar o confesar sólo m i n u c i a s , c u y a revela-
ción o persistencia en la larga m e m o r i a del cura no serán inconvenien-
tes graves. A veces mintiendo, más a m e n u d o haciéndose el inocente,
el campesino astuto intentará eludir la confesión peligrosa. En sus m e -
morias, el reverendo padre Sauvageon, prior de Sennely-en-Sologne de
1 6 7 6 a 1 7 1 0 , habla de las evasivas con que se encuentra en el confesio-
nario: " R í e n , cuentan sus desdichas, su pobreza, se e x c u s a n . . . Es segu-
319
ro q u e confesiones buenas h a y m u y p o c a s " .
En tiempos recientes volvemos a encontrar estos sentimientos en
boca de muchos de los católicos encuestados por Témoignage chrétien.
U n a m u c h a c h a de diecisiete años declara: "Yo estoy a favor y en con-
tra de la confesión. A favor porque nos p e r m i t e recibir a Cristo. En
contra porque me parece que con el confesor una no es suficientemen-
te franca, sobre todo cuando lo conoce. Entonces ya no es una confe-
sión, sino una simple charla. Habría que confesarse con Dios mismo, sin
3 2
intermediario" ° .
U n a i m p o t e n c i a parecida expresan numerosos practicantes de esa
confesión "a la antigua", q u e a ú n d o m i n a b a en los años de la encuesta
226 La carne, el diablo y el confesionario

( 1 9 6 6 - 1 9 7 0 ) . U n a profesora de bachillerato declara: "El confesionario


es un obstáculo m u y duro. Arrodillarse ante un cura, incluso si u n a
respeta infinitamente lo que encarna, es h u m i l l a n t e para el orgullo".
Otra añade: "Para mí, la confesión es el acto más penoso que me i m -
ponen si quiero seguir siendo buena cristiana".
Era obvio q u e d e b í a seguir un rechazo y ciertas declaraciones lo
anuncian: " H a y ciertas faltas que me alejan de la comunión (en parti-
cular las faltas contra la pureza). Ya no me atrevo a comulgar". Extraño
método éste, que acaba apartando al creyente de su Iglesia. Lo que que-
rían los católicos de los años setenta —se advierte en todas las páginas de
esta colección de testimonios— era u n a confesión silenciosa antes de la
321
misa, que no oiría nadie más que Dios, y u n a absolución c o l e c t i v a .
El problema era antiguo y la Iglesia ya había intentado responder.
Si confesarse era difícil porque se conocía al cura y siempre se volvía a
encontrarlo, había que hacer rotar a los confesores del campo. El des-
conocimiento facilitaría las confesiones arduas; el trauma sería menor.
Repetidas veces los obispos enviaron a los pueblos unas "misiones del
interior" compuestas de curas itinerantes. En la misa previa, los peni-
tencieros de paso ponían a disposición de todos su autoridad para es-
cuchar y perdonar, c o m p r e n d i d a la m a y o r parte de las faltas reserva-
das. Así convidaban a los grandes culpables a aprovechar u n a ocasión
única de liberarse. La misión —confesar de pueblo en pueblo, siempre
la jornada entera— era agotadora. Un trabajo en cadena, sin cuidado y
m u y a m e n u d o sin calidad.

Un nuevo espacio interior

Pero las dificultades de la confesión no se limitaban a que los pecado-


res conocieran demasiado a los curas. Desde fines del siglo XVIII los fie-
les e m p e z a r o n a desarrollar u n a c o n c e p c i ó n nueva de la i n t i m i d a d .
Apareció el rechazo de la sobreculpabilización. Se estableció un nuevo
espacio interior, para bien o para mal, más cómodo. M u c h o s creyentes
empezaron a considerar que las faltas q u e habían cometido no i n c u m -
bían a un tercero; y quizá hasta sintiesen que muchas en realidad no
eran faltas. Dejaron de sentirse culpables de una serie de actos que j u s -
tamente la Iglesia perseguía cada vez más.
Esta rebeldía fue sin d u d a discreta, sobre todo al principio. Pero no
por eso dejó de ser la más grave en la historia de la confesión, ya que po-
nía en entredicho la institución m i s m a de la práctica. No sólo se estaba
d i c i e n d o q u e la confesión era difícil; era un asunto personal, incon-
gruente ante otros, incluidos los curas.
La resistencia de los fieles 227

En el fondo, seguramente, chocaba la desigualdad entre las dos per-


sonas q u e se enfrentaban a través de la rejilla. Por m u c h o que el cura se
dijese h u m a n o y débil c o m o los demás, n u n c a confesaba nada. U n o de
los interlocutores hablaba; el otro j u z g a b a . De dos cristianos iguales
ante Dios, uno se arrogaba el derecho de interrogar al otro, informarse
de lo más secreto y, por ú l t i m o , blandir el rayo divino sin suavizar la
falta. A veces, para colmo, subrayaba la vergüenza para evitar recaídas.
Todo esto era penoso y suscitaba preguntas. La falta era tan personal
q u e los fieles empezaron a preguntarse si realmente i n c u m b í a al cura.
Ya en el siglo XV Bernardino de Siena había percibido la reticencia
de los fieles, persuadidos de q u e sus asuntos menores sólo les concer-
n í a n a ellos. Parece q u e a los maridos, en particular, les irritaban las
preguntas hechas a sus mujeres. "A m e n u d o sucederá que, para hacerse
la mojigata, una mujer necia d i g a a su marido: «El cura me ha pregun-
tado por esa cosa desagradable y ha querido saber q u é hago contigo». Y
el necio marido se escandalizará de la pregunta del cura."
Ante estas resistencias, muchos confesores habrían empezado a m o -
derar el interrogatorio de los casados, de lo cual Bernardino se lamenta-
ba. Precisamente trataba a los curas discretos de "perros mudos", que
por una suerte de timidez mal dirigida ponían a las ovejas en peligro.
M á s tarde, en el siglo XVIII, el padre Féline -confesor normando au-
tor de un Cathécisme desgens mariés— denunció que los casados huían del
confesionario so pretexto de que los asuntos internos del matrimonio no
incumbían a nadie. "La mayoría de los maridos -escribió en 1 7 8 2 - se
i m a g i n a n que todo está permitido y no piensan siquiera en consultar.
No se les ocurre que un confesor tenga derecho a entrar en la discusión
de este tipo de cuestiones. Si se les llega a hablar de ellas en el tribunal de
la penitencia, parecen escandalizarse.'
¿Por qué esta actitud? Féline lo decía con claridad: cada vez se creía
más q u e todo estaba permitido. Y era cierto; la noción de pecado les
resultaba a los fieles cada vez menos obvia, sobre todo en cuanto a co-
sas que parecían naturales, carentes de intención criminal. Ya en 1 6 6 6
- e n un período de severidad y glaciación teológica— la población se ha-
bía opuesto a ciertas prohibiciones eclesiásticas. C u a n d o monseñor Pa-
villon, obispo jansenista de Alet, exigió a sus confesores que no absol-
viesen a quienes bailaban en público, la gente se opuso con valentía.
Por más que el obispo d e n u n c i a r a "los infames saltos que los jóvenes
hacen dar a las m u c h a c h a s " y "las faldas que se apartan y se alzan de
m o d o q u e descubren u n a parte del cuerpo", la orden fue rechazada.
C i e n t o cincuenta personas formaron un comité de resistencia a las de-
cisiones del obispo. Se impuso la causa de la fiesta.
Este sentimiento, si no de inocencia al menos de falta de culpabili-
dad, no ha dejado de desarrollarse. En 1842 monseñor Bouvier lo nota
228 La carne, el diablo y el confesionario

respecto a un asunto (la anticoncepción) sobre el cual no hemos acaba-


do de hablar porque señala u n a gran ruptura en la historia de las rela-
ciones entre Iglesia y fieles. Los parroquianos de Bouvier no se aver-
g o n z a b a n en a b s o l u t o de p r a c t i c a r el coitus interruptus. En 1 9 7 0
veremos las mismas reacciones y las mismas dudas en los católicos en-
cuestados por Témoignage chrétien. "¿Quién ha inventado los pecados
contra la pureza?", pregunta una corresponsal. "¿La Iglesia? En la Bi-
blia no hay n i n g u n a referencia. ¿A qué viene hoy tal exigencia de pure-
za, de santidad? David, Salomón y otros vivían como sátrapas orienta-
les." De forma parecida rechaza la culpabilidad u n a madre originaria
del L a n g u e d o c , j u z g á n d o s e única responsable de su familia: " C i e r t o
que a los ojos de la Iglesia mi m a r i d o y yo tal vez seamos culpables de
haber tenido un solo nijo en casi seis años de m a t r i m o n i o . Pero ni él ni
3 2 2
y o nos sentimos culpables" .
Razonamientos así sólo podían desembocar en la sospecha de que la
confesión es ineficaz, incluso inútil. Los testimonios de la m i s m a fuen-
te son numerosos y no extraña que pronto h a y a n aparecido formas co-
munitarias de confesión que en los años siguientes la Iglesia perfeccio-
nó y al cabo ritualizó. C i t e m o s algunos para subrayar qué a g u d o era el
divorcio en ese entorno intensamente cristiano. "Para mí la confesión
es u n a formalidad absurda", dice un encuestado. Y otro: "Es demasia-
do fácil. U n o comete pecados, después va a ver al cura, le cuenta algu-
nas historias... y se termina la ronda. Volvemos a empezar de cero. Así
d a l o m i s m o e n c o n t r a r s e u n a m á q u i n a a u t o m á t i c a , u n a especie d e
juke-box con un sermoncillo y la absolución". Un tercero critica inclu-
so el mueble: "Esa cajita negra me horroriza... No invita para nada a
dialogar". Por fin, un cura concluye: "La indiferencia de los jóvenes
por la confesión clásica es innegable".

La última ofensiva

El rechazo m o d e r n o no se p u e d e explicar por u n a s i m p l e reticencia


frente a los curas o el maltrato de la intimidad. La curiosidad eclesiásti-
ca viene de m u y lejos y nunca había causado deserción. El caso es que
ha intervenido otro divorcio: no ya entre confesores y fieles, sino entre
la Iglesia y su tiempo. Desde hace ciento cincuenta años la evolución
de las costumbres ya no coincide con el mensaje católico.
H a y dos hechos nuevos y obvios: se han hecho frecuentes las rela-
ciones extramatrimoniales; y los matrimonios practican la l i m i t a c i ó n
de los n a c i m i e n t o s . No es cierto, como dicen las fáciles acusaciones
tradicionales, que esto h a y a comenzado "en la guerra", "en m a y o del
La resistencia de los fieles 229

6 8 " o "con el fin de todo". Son fenómenos q u e datan de por lo menos


hace un siglo, probablemente dos en ciertos lugares, y ya estaban en
contradicción con las instrucciones de la Iglesia. ¿ C ó m o era posible
entonces que hacia 1 9 6 0 o 1970 los fieles fueran a confesar culpable-
mente cosas que en su m a y o r í a venían practicando, y a plena concien-
cia, desde hacía cuatro o cinco generaciones?
E m p e c e m o s por dar ciertas cifras p a r a m o s t r a r la e x t e n s i ó n del
amor extraconyugal. La frecuencia de relaciones sexuales fuera del m a -
trimonio - a l menos las conducentes a nacimientos— se transluce en el
n ú m e r o de hijos ilegítimos; número que no ha cesado de crecer desde
fines del siglo XVIII. En la Francia del A n t i g u o R é g i m e n el porcentaje
de niños sin padres oficiales es m u y bajo. En vísperas de la Revolución
a u m e n t a m u c h o en las ciudades. En ese m o m e n t o ya son ilegítimos el
2 5 % de los nacimientos de Toulouse y el 1 7 % de los de Burdeos. En
París, durante el año récord de 1 7 7 2 se encuentran 7.676 niños aban-
donados, el 4 0 % de los nacidos. En el campo el ascenso es más lento
pero lleva a los mismos resultados, ello a pesar de la "moralidad" que
en el siglo XIX acarrea el retorno del orden burgués. En nuestra época,
según el Instituto nacional de estudios demográficos, los hijos natura-
les constituyen el 8 , 5 % del total de nacimientos en 1 9 7 5 , el 1 5 , 9 % en
1 9 8 3 , el 2 1 , 9 % en 1 9 8 6 , el 2 6 , 3 % en 1 9 8 8 , el 2 8 , 2 % en 1 9 8 9 y el
3 0 , 1 % en 1 9 9 0 .
Las encuestas indican, por otra parte, que la mayoría de los adoles-
centes varones tienen su primera experiencia sexual hacia los diecisiete
años, evidentemente sin estar casados. En muchos países del centro y
norte de Europa los nacimientos fuera del m a t r i m o n i o son casi u n a
cuarta parte del total: en 1 9 8 5 , el 3 3 % en A l e m a n i a del Este, el 2 2 %
e n A u s t r i a y e l 4 1 % e n D i n a m a r c a . Por ú l t i m o , s i e m p r e s e g ú n e l
INED, el n ú m e r o de parejas no casadas - l o s antes llamados concubi-
nos— no cesa de crecer: en Francia eran 4 4 6 . 0 0 0 en 1 9 7 5 , 8 1 0 . 0 0 0 en
1 9 8 2 y 1.700.000 en 1990323.
Los datos de la demografía histórica muestran con igual claridad el
aumento de la anticoncepción en las parejas casadas. El tamaño de las
familias - q u e en el siglo XVII podían constar de cinco hijos— no ha ce-
sado de disminuir. Se sabe q u e hoy, s u m a n d o todas las clases de pa-
dres, ya no se cubre la tasa de reemplazo; es decir q u e dos adultos ya
no "producen" ni siquiera dos hijos en el curso de sus vidas (entre 1,7 y
1,9 en Francia, menos de 1,5 en A l e m a n i a ) . La tasa de natalidad ha ba-
jado en todas partes: del 3 5 % y más en el siglo XVIII, cae al 3 2 % en
1 8 0 0 y al 2 2 % un siglo después. En Francia hoy es del 1 3 % .
El hecho de que la natalidad descienda cuando la población es más
importante que nunca se debe a u n a limitación voluntaria de los naci-
mientos, señalada en toda Europa desde fines del siglo XVIII. En 1 7 5 6
230 La carne, el diablo y el confesionario

el m a r q u é s de M i r a b e a u h a b l a b a de "los m e d i o s q u e sugiere el lujo


para evitar los embarazos en u n a familia numerosa". Casi en el m i s m o
m o m e n t o , el abate C o y e r se lamentaba: "Los hombres bastos han des-
cubierto el arte de engañar a la naturaleza en el seno m i s m o del matri-
m o n i o " . En 1 7 9 8 Robert M a l t h u s p u b l i c a el célebre Ensayo sobre el
principio de población; pero, en una línea t a m b i é n m a l t h u s i a n a , ya el
año anterior J e r e m y B e n t h a m h a b í a p r o p u g n a d o l a anticoncepción,
idea q u e veinte años más tarde J a m e s M i l i repetirá en la Enciclopedia
británica.
En esa época, q u e ya no practicaba el infanticidio r o m a n o pero to-
davía no contaba con la pildora, el m e d i o más c o m ú n para l i m i t a r el
tamaño de la familia era, desde luego, el coito i n t e r r u m p i d o ; esponjas,
pesarios y condones sólo eran usados por las "mujeres de m a l a vida".
A h o r a bien, a través de la confesión la Iglesia sabía q u é estaba pasando
en las familias. Iba a reprobar el uso del "crimen de Onán" y l u c h a r í a
contra él ferozmente.

L a b a t a l l a del o n a n i s m o

En Francia el primero en romper el fuego es monseñor Bouvier. Sabe-


mos q u e en 1 8 4 2 e n v í a una serie de preguntas a la Penitenciaría de
R o m a porque ve que en M a n s se ha extendido la práctica anticoncep-
tiva. Al principio R o m a responde un tanto elusivamente, aconsejándo-
le no interrogar d e m a s i a d o a las parejas casadas. "En lo tocante a peca-
dos cometidos en el m a t r i m o n i o , preguntad solamente a las mujeres si
han c u m p l i d o su deber conyugal. Por lo demás, g u a r d a d silencio a m e -
nos q u e seáis interrogados." Pero de 1 8 5 0 a 1 9 1 4 la posición oficial se
endurecerá cada vez m á s .
Ya en marzo de 1 8 5 1 el Santo Oficio, m á s severo q u e la Penitencia-
ría, c o n d e n a " l a m a n e r a de Onán". En 1 8 5 3 denigra la cooperación de
la mujer con el uso del preservativo. Estas severidades son obra de un
nuevo papa, Pío IX, el más antiprogresista de los sucesores de san Pe-
dro. La Penitenciaría seguirá su c a m i n o : en 1 8 7 6 califica la anticon-
cepción de pecado mortal, y en 1878 pide a los confesores q u e nieguen
la absolución a quienes no renuncien a practicarla. A lo s u m o autoriza
a los esposos a aprovechar los p e r í o d o s estériles tal c o m o Félix A r -
c h i m é d e Pouchet los ha definido en 1 8 4 5 , por otra parte con marcada
fantasía: s e g ú n él, las mujeres sólo serían fecundas d u r a n t e los doce
días siguientes a la r e g l a . . .
A instancias del j e s u i t a A r t h u r Vermeersch ( 1 8 5 8 - 1 9 3 6 ) , teólogo
belga, profesor en Lovaina, luego l l a m a d o a R o m a (el hombre más in-
La resistencia de los fieles 231

fluyente en la moral sexual católica durante el período de entreguerras),


todos los obispos envían a los curas cartas pastorales, m u y restrictivas,
precisando los deberes de la vida conyugal.
En 1 9 0 9 los belgas comienzan con instrucciones sobre el onanismo,
seguidos en 1 9 1 3 por los alemanes y en 1 9 1 9 por los franceses y los es-
tadounidenses. El mensaje es claro: n a d a de anticoncepción. Pero esta
vez la autoridad superior ordena el método de combate. Ya no se trata-
rá de anatemizar las prácticas vergonzosas desde el pulpito ni discutirlas
públicamente. El trabajo se hará en el secreto del confesionario; es de-
cir sobre las mujeres. A los hombres, que por lo demás ya no van, se los
considera perdidos. Pero a las esposas se les harán preguntas c o m o la si-
guiente, recomendada por los obispos belgas: "¿Vuestra vida c o n y u g a l
es verdaderamente cristiana? ¿No hay nada en vuestras relaciones que te
inquiete la conciencia? ¿Remitís el n ú m e r o de hijos a la voluntad divi-
n a ? " Para Vermeersch la anticoncepción es un ataque y pide q u e la m u -
3 2 4
jer se resista a ella c o m o a una violación .
Tras la terrible sangría de la guerra de 1 9 1 4 - 1 9 1 8 , Francia se cree
a m e n a z a d a por la caída de la natalidad y el discurso poblacionista de la
Iglesia encuentra ecos en la opinión pública y política. Así, la " C á m a r a
azul", representación nacional m u y derechista elegida al final del con-
flicto, vota la famosa ley de 1 9 2 0 q u e prohibe el aborto y la anticon-
cepción.
El período de entreguerras, de efectiva baja de la natalidad por las
secuelas de la guerra, también es marco de u n a profunda crisis econó-
m i c a en todo Occidente, lo cual no incita m u c h o a procrear. Paradóji-
camente, pareja a la difusión de las ideas natalistas se produce una pri-
m e r a liberalización de las costumbres.
En 1894 M a r c e l Prévost describía con complacencia a las "semivír-
genes" q u e se entregaban a los coqueteos m á s osados, pero en conclu-
siones m u y morales a c a b a b a por c o n d e n a r l a s . Pronto l a l i b e r t a d d e
costumbres dejará de necesitar pantallas. Se establece y es motivo de j a c -
tancia. En 1 9 0 7 León B l u m propone generalizar la unión libre antes
del m a t r i m o n i o y la práctica empieza a extenderse. La garconne, novela
de Víctor M a r g u e r i t t e ( 1 9 2 2 ) , escandaliza por sus descripciones eróti-
cas y su reivindicación del placer. M u c h a s familias a d m i t e n la expe-
riencia prenupcial. Durante los años locos, alrededor de 1 9 2 5 , nuevas
c o n d u c t a s y s í m b o l o s a s o m b r o s o s i n q u i e t a n a los t r a d i c i o n a l i s t a s :
amour fou, culto al cuerpo, artes africanas, jazz americano, pelo corto y
piernas a la vista. U n a cadena de pasmo señala el paso de la mujer nue-
va: ya la fatal de larga boquilla, ya la deportiva que se desboca bailando
el charlestón. Las prostitutas se visten de d a m a s , las d a m a s de chicas l i -
geras. La atmósfera no es precisamente de confesionario, y el pecado
carnal n u n c a ha parecido tan apetecible a unos y tan diabólico a otros.
232 La carne, el diablo y el confesionario

Pese al furor de natalistas y moralistas burgueses algo decisivo ha c a m -


biado.
En 1924 el conocimiento fisiológico da un paso importante. El j a -
ponés Kyusaku Ogino (cuyos cálculos serán perfeccionados en 1929 por
los trabajos independientes del a l e m á n H. Knaus) determina el perío-
do exacto de la ovulación m e n s u a l femenina. Para las de ciclo regular,
la ovulación suele ocurrir entre los días decimosexto y d u o d é c i m o an-
tes de la regla.
¿ Q u é piensa la Iglesia? En principio ya ha deslindado el acto a m o -
roso de la fecundación. En 1 8 7 4 Ballerini, presentando una edición
del Compendium de Gury, ha reconocido el amor como meta legítima de
la unión, siempre que no recurra a la anticoncepción para excluir otros
fines. En 1 8 8 0 la Penitenciaría ha repetido u n a c o n s i g n a q u e v e n í a
d a n d o desde 1 8 5 3 : no inquietéis a los esposos que usan los períodos
estériles (falsamente establecidos por P o u c h e t ) . A s í pues, el m é t o d o
O g i n o debería permitir al catolicismo institucional mostrar que ha ele-
gido desde hace m u c h o el c a m p o del a m o r en detrimento de las tesis
agustinianas.
De h e c h o , al menos al p r i n c i p i o , la respuesta será harto confusa.
Vermeersch condena el nuevo método. Los aficionados a los juegos de
palabras dicen q u e "oginismo equivale a onanismo". Todavía en 1948
un profesor de seminario, el abate C h a m s o n , sólo lo acepta con desga-
na. Pide a los futuros confesores que "sólo hablen del método O g i n o en
el m o m e n t o oportuno, sin presentarlo como infalible; no entren en d e -
talles técnicos y se aseguren de que, en caso de derrota, los esposos no
recurrirán al aborto; les pidan volver lo antes posible a los usos corrien-
325
tes del m a t r i m o n i o " .
Sin d u d a Chamson hace bien en prevenir a los fieles de la escasa fia-
bilidad del método —que sólo ganará eficacia más tarde, cuando se per-
feccione con el control de la temperatura-; pero aquí h a y algo m u y dife-
r e n t e d e l t e m o r a q u e las c r i s t i a n a s q u e d e n e m b a r a z a d a s . S e t r a t a
precisamente de lo contrario, de que la fecundidad j u e g u e de lleno en
"los usos corrientes del matrimonio". Para la autorización sincera y ex-
presa del método Ogino-Knaus habrá que esperar a Pío XII. Y además
será más bien producto de la aparición de nuevos peligros en el horizon-
te eclesiástico. Citemos al azar: la rebeldía cada vez mayor de los fieles (el
método O g i n o tuvo inmediatamente un gran éxito) y la entrada al mer-
cado de métodos anticonceptivos nuevos y m u c h o más eficaces. Al ser
natural, al no requerir ni instrumentos materiales como el preservativo
ni compuestos químicos como la pildora, el Ogino, que hoy la Iglesia
propone e incluso alienta, se impondrá lentamente como mal menor.
En diciembre de 1 9 3 0 la encíclica Casti connubii de Pío XI reitera-
ba por ú l t i m a vez la doctrina m á s clásica de la unión cristiana. Todo
La resistencia de los fieles 233

m a t r i m o n i o c u y a relación sexual fuera privada, por artificio h u m a n o ,


del poder natural de procrear la vida constituía "una ofensa a Dios".
Los confesores debían entrar en combate, m a n t e n e r la vigilancia y en-
señar buenas conductas. Las mujeres, sólo ceder a los maridos onanis-
tas bajo amenaza; y ayudarlos a abandonar el pecado.

N u e v a d o c t r i n a del m a t r i m o n i o

En 1 9 3 5 , no obstante, u n a obra de Herbert Doms, profesor de teolo-


326
gía católica en la universidad de Breslau, modifica las p e r s p e c t i v a s .
No es que se acepte la anticoncepción artificial, q u e la Iglesia seguirá
rechazando hasta hoy, pero D o m s construye un s i s t e m a t o t a l m e n t e
nuevo que i n c l u y e ciertos avances de la fisiología. Señala q u e la ovula-
ción no depende del acto sexual; se produce h a y a o no relaciones. Por
eso, en caso de continencia, todos los meses los óvulos se pierden de
m o d o natural y sin pecado. De m o d o que el objeto esencial de la rela-
ción entre cónyuges no es el biológico, la procreación. El amor es de
orden ontológico, y él es el objeto del m a t r i m o n i o y del acto sexual. El
a m o r es abandono de sí, don de sí, y debe ocupar el primer plano. La
procreación es un fin secundario, importante sin duda; pero el amor se
vuelve imprescindible. No debería nacerse el a m o r sin experimentar
un sentimiento profundo. C u a l q u i e r otra conjunción sexual es escan-
dalosa.
La n u e v a d o c t r i n a no será a d m i t i d a sin resistencia. La g u e r r a de
1 9 3 9 - 1 9 4 5 , con el régimen de Vichy, refuerza en Francia la lucha con-
tra el aborto y contra todo cuanto parezca perversión de la naturaleza.
El orden moral q u e un estricto catolicismo inspira al mariscal Pétain
recibe el aplauso de cierto n ú m e r o de prelados particularmente reac-
cionarios. Se castiga en todos los campos, sobre todo a los homosexua-
les. El 6 de agosto de 1 9 4 2 entra en el código penal un párrafo que
condena a prisión de entre seis meses y tres años a "quien haya cometi-
do uno o varios actos impúdicos o contra natura con un menor de su
sexo de menos de veintiún años de edad". Los mismos actos cometidos
sobre el otro sexo sólo se castigan si el menor tiene menos de quince
años. U n a hacedora de ángeles —como se decía e n t o n c e s - , M a r i e - L o u i -
se Giraud, culpable de ese verdadero crimen de Estado en que se ha
convertido el aDorto, es condenada a muerte y ejecutada el 30 de j u l i o
de 1 9 4 3 . Será la ú l t i m a francesa víctima de la pena capital.
No tardará en entrar en j u e g o otro e l e m e n t o . Desde 1 9 4 5 ya no
cabe lamentarse de la baja natalidad. H a y u n a explosión general. Pri-
mero, en la Europa liberada, con el baby-boom q u e sigue a la guerra, la
234 La carne, el diablo y el confesionario

repatriación de los prisioneros y el regreso de la abundancia alimenta-


ria. Luego, en el Tercer M u n d o -o lo que pronto se llamará así—, cuyos
pueblos llamados subdesarrollados esconden u n a temible b o m b a de-
mográfica. En tiempos de Jesús la tierra sostenía 2 5 0 millones de h o m -
bres; en el siglo XVI, 5 0 0 millones; en 1 8 5 0 , 1.000; en 1 9 2 5 , 2 . 0 0 0 ; en
1 9 5 9 , 3 . 0 0 0 ; en 1974, 4 . 0 0 0 ; en 1 9 8 4 , 5 . 0 0 0 . Para 1 9 9 7 se a n u n c i a la
cifra de 6 . 0 0 0 millones, si es q u e no se ha alcanzado ya, dudosas como
son las estadísticas en países como C h i n a y la India.
En 1 9 5 1 , inspirándose en la teoría del m a t r i m o n i o de H. Doms, el
papa Pío XII reintegraba oficialmente el placer a la esfera conyugal, es-
t i m a n d o que era natural buscarlo en la u n i ó n de los sexos. "El Creador
- d e c í a - ha ordenado q u e al c u m p l i r esta función marido y mujer sien-
tan placer y dicha en su carne y su espíritu. Las parejas, pues, no hacen
n i n g ú n mal en buscar ese placer y aprovecharlo. Aceptan lo que el Crea-
dor les ha dado." Todos aquellos con razones valederas para temer un
nuevo embarazo podían practicar el método de la continencia periódi-
ca, también llamado Ogino: "razones médicas, eugenésicas, económicas
327
y s o c i a l e s " . El 26 de noviembre de 1 9 5 1 Pío XII llega a emplear la
expresión "regulación de los nacimientos". En adelante sólo se discuti-
rá cómo realizarla.
A partir de entonces, el confesionario habría podido dejar de ser un
comisariado contra la anticoncepción y recuperar su auténtica voca-
ción de indulgencia; consagrarse a tranquilizar las almas en pena. Pero,
pese a su a c t i t u d v a l i e n t e y realista, Pío XII no avanzó d e m a s i a d o .
Rehabilitó el placer. Aceptó que se buscara al margen de los hijos. Pero
respecto a la anticoncepción no hizo más q u e tolerarla, y ú n i c a m e n t e
por medios naturales: el uso de los períodos estériles determinados por
O g i n o - K n a u s . C o m o tantas veces ha ocurrido en la Iglesia, se h a b í a
dado un paso, pero un tanto oblicuamente. Bien podían seguirlo a l g u -
nos pasos atrás. Y, una vez más, la sutileza de las distinciones iba a a g o -
tar a los fieles.
Entretanto la vida avanzaba a buen ritmo; a los ojos de la Iglesia,
sin d u d a , a un ritmo infernal. Por doquier m e d r a b a n la sociedad de
consumo y u n a moral hedonista, divinizadora del goce. A la liberación
del nazismo podía y debía suceder la liberación de toda atadura. U n a
sociedad de libertades, sí, pero t a m b i é n de licencias, p u g n a b a por esta-
blecerse: o b v i a m e n t e libertad de hablar, de votar, de consumir, pero
t a m b i é n de vivir sin reglas. Libertad, acaso, al m a r g e n de c u a l q u i e r
m o r a l : de costumbres, sexual, erótica. El placer ya no era un suple-
m e n t o tolerable: para las poblaciones de los continentes ricos pasaba a
ser un valor en sí, esencial y consustancial a la civilización nueva. En
este clima, ¿seguía teniendo sentido el lenguaje cristiano? ¿Se podía ha-
blar a ú n de pureza, castidad, abstinencia, templanza, caridad? Después
La resistencia de los fieles 235

de tanto tiempo perdido, para la Iglesia todo ocurría demasiado rápi-


do. Su mensaje estaba más amenazado q u e nunca.

La encíclica contra la pildora

La aparición de la pildora anticonceptiva dio lugar a una batalla me-


morable. El invento consistía en dosis de progesterona que, a d m i n i s -
tradas diariamente, i n h i b í a n las secreciones hormonales y por tanto la
ovulación. Por medio de él era posible dar a los períodos estériles la d u -
ración que se quisiera.
La Iglesia tuvo que morderse los codos por haber autorizado el uso,
a u n condicional, de los lapsos inservibles para la generación. De m o d o
q u e volvió sobre sus pasos, revisando la autorización para restringirla.
Introdujo u n a distinción entre períodos de esterilidad obtenidos natu-
ral o artificialmente.
A l g u n o s datos permitirán situar mejor la batalla. 1 9 5 3 : el m é d i c o
estadounidense G. Pincus elabora la pildora anticonceptiva o primer
anticonceptivo oral. 1 9 5 6 : el invento se pone a prueba entre la pobla-
ción de Puerto Rico. 1 9 6 0 : aparece a la venta en las farmacias de Esta-
dos Unidos. Poco después está disponible en Europa occidental.
R o m a responde con un nuevo e n d u r e c i m i e n t o . En 1958 Pío XII
c o n d e n a el empleo de todo p r o c e d i m i e n t o anticonceptivo q u í m i c o ,
"incluso para defender el útero y el organismo de las consecuencias de
un embarazo q u e no es capaz de soportar") Deplora lo que califica de
"esterilización directa", reservando apenas ciertos usos médicos - n o
a n t i c o n c e p t i v o s - de las h o r m o n a s . La sociedad civil se mezcla en la
batalla. Surgen denuncias de q u e la pildora provoca cáncer. El a r g u -
m e n t o es peligroso y en un terreno así la Iglesia no puede sino perder
la partida. Si, en efecto, los primeros anticonceptivos químicos no ca-
recían de efectos secundarios, algunos graves, mejores dosificaciones y
la aparición de nuevas sustancias terminarán por volverlos práctica-
m e n t e inofensivos. Así, la Iglesia se queda sin un a r g u m e n t o que puso
en j u e g o con precipitación. U n a vez m á s ha pasado por alto q u e la
ciencia no cesa de avanzar y que no se puede apostar a u n a sola de sus
etapas.
Al m i s m o tiempo empezaba a discutirse abiertamente la interrup-
ción v o l u n t a r i a del e m b a r a z o bajo control m é d i c o . En Francia los
abortos clandestinos —que debían ascender a centenares de miles por a ñ o -
se realizaban en pésimas condiciones sanitarias y abundaban los acci-
dentes. En este punto la Iglesia tenía que ser firme: abortar voluntaria-
mente equivalía a matar al menos u n a posibilidad de vida. Esta noble
236 La carne, el diablo y el confesionario

posición se habría reforzado si la Iglesia hubiera p e r m i t i d o la anticon-


cepción, es decir, la pildora.
Pero no era así. La anticoncepción iba a dividir el m u n d o cristiano.
El C o n c i l i o Vaticano II ( 1 9 6 2 - 1 9 6 5 ) , presidido por J u a n XXIII y lue-
go por Pablo VI, no llegó a elaborar una postura u n á n i m e ; las relacio-
nes con los fieles se hicieron más tensas y la asistencia a las iglesias -y a
los confesionarios- siguió d i s m i n u y e n d o .
De nuevo no podemos ofrecer más que un apretado resumen de los
grandes enfrentamientos que se produjeron. En 1 9 6 3 J u a n XXIII en-
cargó a u n a comisión q u e estudiara la eventualidad de reexaminar las
prescripciones de la vida conyugal. Corrió el r u m o r de q u e se iban a
dar nuevas autorizaciones. Pero en j u n i o de 1964 el nuevo Pontífice,
Pablo V I , echó a g u a fría sobre las esperanzas. A ú n no existía razón
—hizo saber— para juzgar caducas las prohibiciones tradicionales. En el
concilio m i s m o hubo divisiones y, en octubre de 1 9 6 6 , Pablo VI reex-
pidió el asunto a u n a comisión; pero encargar el estudio a otro círculo
de sabios era u n a m a n e r a flagrante de eludirlo.
C u a n d o el 29 de j u l i o de 1968 Pablo VI dio a conocer la encíclica
Humanae vitae, sobre el m u n d o católico empezó a abatirse un cataclis-
mo cuyas consecuencias no se han agotado. Desdeñando los trabajos
de al menos u n a parte de los teólogos del concilio, el Papa se apoyaba
en las tesis m á s tradicionalistas, opuestas al menor c a m b i o doctrinario.
Repitió pues las prescripciones más clásicas. En el m a t r i m o n i o creado
por Dios las relaciones sexuales debían conducir al perfeccionamiento
de los cónyuges por el amor m u t u o , que implicaba la procreación. Se
m a n t e n í a pues el vínculo entre el acto sexual y la generación de hijos.
"Todo acto m a t r i m o n i a l debe estar abierto a la transmisión de la vida."
La encíclica condenaba todo cuanto obstaculizara la fecundación;
sobre todo "cualquier acción que, en previsión del acto c o n y u g a l , se
propusiera hacer la procreación imposible". H a b í a u n a sola apertura,
m í n i m a y por lo demás n a d a nueva: los cónyuges p o d í a n usar los pe-
ríodos estériles, ya que esto no modificaba "el desarrollo de los proce-
sos n a t u r a l e s " . Ni s i q u i e r a la referencia a la n a t u r a l e z a —más q u e al
crimen de Onán— era satisfactoria, porque, además de oscuro, el argu-
mento es fuente de contradicciones. En distintos momentos del pasado
la Iglesia p e r m i t i ó interrumpir ciertos "ciclos naturales": la enfermedad
con m e d i c a m e n t o s , la e y a c u l a c i ó n por el coitus reservatus, etcétera.
¿Por qué no autorizar lo m i s m o con el ciclo ovular de la mujer, c u y a
persona no correría riesgo alguno?
Era un retroceso, incluso respecto al estricto Pío XII, y J.-L. Flan-
drin, uno de los mejores especialistas en el tema, ha hablado de "la in-
comprensible decisión de Pablo V I " . ¿Qué p u d o incitar al Santo Padre
a adoptar u n a postura tan cerrada cuando habría ganado m u c h o más
La resistencia de los fieles 237

callándose o usando vagos argumentos laxistas que remitieran las cues-


tiones más espinosas a la conciencia de los fieles? En primer lugar su
carácter, poco abierto a las innovaciones del predecesor. Luego, un odio
hacia el placer q u e viene desde el catolicismo medieval. La preocupa-
ción de m a n t e n e r u n a Europa demográficamente fuerte. La constata-
ción de q u e la moral tradicional se estaba h u n d i e n d o . ¿Pero era apto el
remedio elegido para revertir la situación?
En los círculos menos hostiles a la Iglesia la encíclica actuó c o m o
un reactivo violento. Los magros progresos que la institución h a b í a he-
cho en los últimos cincuenta años se debían menos a la digestión con-
t i n u a de la d o c t r i n a por los teólogos q u e a la intervención c a d a vez
más intensa, respetuosa pero firme, de mujeres cristianas de diversas
organizaciones y sobre todo de la Acción católica. C a n s a d a s del papel
secundario que se les daba desde hacía m u c h o en el e x a m e n de sus pro-
pios problemas querían hacerse oír; y en cierto m o d o lo habían conse-
g u i d o , o eso creían. R e p i t i e n d o la tradición más austera, la encíclica
Humanae vitae desató un desaliento profundo, casi desesperado, y al-
gunas rebeliones.
A u n q u e sólo contamos con testimonios, no con cifras, m u y proba-
blemente la asistencia a los confesionarios se resintió. U l t i m a s fieles del
edículo, las mujeres ya no tenían nada q u e declarar. Si la Iglesia consi-
deraba los nuevos métodos anticonceptivos m o r a l m e n t e ilícitos eran
pecados y h a b í a que confesarlos. Pero, como indican las curvas de na-
talidad, desde fines de los sesenta —y todavía más en los s e t e n t a - nu-
merosas mujeres de Europa y Estados Unidos vivían practicando u n a
anticoncepción multiforme y casi permanente.
Se j u z g a b a n autorizadas a hacerlo por el bien de sus familias y se
consideraban dueñas de sus actos. En general el aborto seguía siendo
rechazado, en todo caso mal recibido, aceptado o vivido, y sólo podía
ser —según palabras recientes del presidente de Estados U n i d o s , Bill
Clinton— un mero procedimiento "legal, sin riesgo, pero excepcional";
ellas m i s m a s no tenían e m p e ñ o en usarlo. En cambio m u c h í s i m a s m u -
jeres optaban por planificar sabiamente los nacimientos. En todo caso
ya no querían ir a u n a caja de madera a discutir con viejos célibes las
sutilezas del ciclo menstrual, las razones para retrasar un nacimiento o
los métodos q u e usaban los maridos, los compañeros o ellas mismas.
Son claras estas reacciones entre las mujeres, todas buenas católicas,
q u e respondieron entre 1 9 6 6 y 1 9 7 0 a la encuesta de Témoignage chré-
tien. U n a resume así su desaliento: "Tomemos una madre q u e na pari-
do cuatro hijos y que por razones de salud debe evitar r o t u n d a m e n t e
328
un q u i n t o parto: pues la privan de c o m u l g a r " . Otra cuenta q u é le
respondió el confesor cuando ella le dijo que el m a r i d o tomaba pre-
cauciones: " C u a n d o le dije que yo consentía, porque tampoco quería
238 La carne, el diablo y el confesionario

más niños, después de haber tenido cinco en ocho años de casada, me


329
contestó q u e siendo así no podía d a r m e la a b s o l u c i ó n " .
El rechazo a las instrucciones papales no afectó necesariamente a la
fe, y aquí radican las posibilidades del catolicismo si, como cabe espe-
rar para él, se muestra capaz de revisar una encíclica condenada de na-
cimiento, tanto por su inadaptación al m u n d o moderno como por las
contradicciones doctrinarias que encierra. En ciertos aspectos las m u -
jeres católicas a ú n son sensibles a los esfuerzos q u e hace la Iglesia por
escucharlas en el c a m p o de la s e x u a l i d a d . Las ú l t i m a s decisiones de
J u a n Pablo II - e n la estela de ciertas aperturas de Pío X I I - para pro-
mover a la mujer, redefinir su papel en la Iglesia ( a u n q u e se le siga ne-
gando la ordenación sacerdotal) e igualarla con el hombre c o m o quería
330
Jesús han sido bien recibidas y fomentan la corriente p o s i t i v a . Pero
el retorno al confesionario - c o m o t a m b i é n desea J u a n Pablo I I - parece
difícil mientras la Iglesia no modifique su postura frente a la anticon-
c e p c i ó n . . . e incluso si lo hace. Cierto que es posible confesarse sin de-
cir todo, pero la absolución se extraerá con mentiras y no tendrá vali-
dez. ¿Entonces para qué ir? Y además h a n surgido otras costumbres.
H o y los problemas se confían al médico o al psicoterapeuta.
La fe persiste, al menos cierta fe. Pero h a y una enorme desconfianza
respecto al Papa y los d i g n a t a r i o s eclesiásticos. U n a encuesta de los
años ochenta muestra a las claras que el resentimiento no es con la reli-
g i ó n , sino con R o m a . Los encuestadores tuvieron la sorpresa de que
unos dos millones de franceses se declaraban "cercanos al protestantis-
m o " o "de s e n s i b i l i d a d protestante", c u a n d o bien se sabe q u e en el
país, a u n teniendo en cuenta pequeñas Iglesias como la metodista o la
pentecostista, los protestantes no son m á s de 7 5 0 . 0 0 0 , a lo s u m o m e -
nos de un m i l l ó n . ¿Qué cristianos h a b r í a n hecho tal afirmación? Sin
d u d a no ateos, ni ortodoxos, ni judíos ni musulmanes: sólo católicos de-
cepcionados por las posturas de la Santa Sede, que estaban expresando
con esta fórmula a un tiempo su apego a la fe cristiana y su distancia
para con R o m a .

La i n t e r v e n c i ó n de los Estados

Otro elemento i m p o r t a n t e en este proceso es q u e las discusiones sobre


el aborto y la anticoncepción han rebasado cada vez más el ámbito re-
ligioso. En m u c h o s países el derecho ha tomado posiciones y la ley ha
ocupado el l u g a r de l a s autorizaciones o interdicciones religiosas.
En Francia el recurso a los métodos anticonceptivos modernos fue
legalizado en 1 9 6 7 , a u n q u e el general De Gaulle se negó a q u e la Se-
La resistencia de los fieles 239

g u r i d a d Social absorbiera el coste; pero esto no tardaría en arreglarse.


La Iglesia y sus redes de opinión intentaron oponerse a la ley, y de boca
de católicos tradicionalistas surgieron argumentos harto extraños. Así,
en diciembre de 1 9 6 7 , el senador republicano independiente M. Hen-
riet (próximo a Giscard d'Estaing) describía la anticoncepción como el
fin del amor, del placer, del encanto femenino:

Es la inhibición completa del ciclo femenino. U n a desna-


turalización de la m u j e r . . . La naturaleza se vengará. Sí: ya
no más ciclo, ya no más mujer, ya no más libido. Adiós a
las fantasías, adiós a las zalamerías que hacen el encanto fe-
m e n i n o . En cambio senos doloridos q u e no se pueden to-
car, amenazados quizá de trastornos psíquicos. Y la primera
3 3 1
venganza de la naturaleza es que la compañera se a l e j a .

No obstante la pavorosa visión del señor Henriet, la mayoría de los paí-


ses l e g i s l ó . Después de la a n t i c o n c e p c i ó n los s i g u i e n t e s Estados, en
condiciones diversas, autorizaron o facilitaron el aborto, l l a m a d o a h o -
ra interrupción voluntaria del embarazo: la U R S S ( 1 9 2 0 , prohibido en
1 9 3 6 , restablecido en 1 9 5 5 ) ; Dinamarca (en tres etapas: 1 9 3 9 , 1 9 5 6 ,
1 9 7 3 ) , J a p ó n ( 1 9 4 9 ) ; Finlandia ( 1 9 5 0 , con ampliación e n 1 9 7 0 ) ; Po-
lonia ( 1 9 5 6 y 1 9 5 9 ) ; R u m a n i a ( 1 9 5 7 , prohibido en 1 9 6 6 , restablecido
en 1 9 8 9 ) ; Gran Bretaña ( 1 9 6 7 ) ; estado de Nueva York ( 1 9 7 0 , si bien
numerosos estados norteamericanos siguieron oponiéndose a esta libe-
ralización, q u e figura en el programa de C l i n t o n ) ; R D A ( 1 9 7 2 ) ; RFA
( 1 9 7 6 ) ; Italia ( 1 9 7 8 ) ; y, por último, España ( 1 9 8 5 ) .
En Francia n u e v e leyes v o t a d a s por el P a r l a m e n t o entre 1 9 6 7 y
1 9 8 5 fijaron las reglas de la natalidad republicana. M á s concretamen-
te, la interrupción voluntaria del embarazo se organizó m e d i a n t e dos
l e y e s , de 1 9 7 5 ( p r i m e r a ley Veil, con un p e r í o d o de p r u e b a de tres
años) y 1 9 7 9 (ley Pelletier, q u e prorrogó la anterior).
Desde entonces no fue necesario referirse a prescripciones religiosas,
las únicas que antes hablaban de la cuestión. La ley daba a la madre au-
torización expresa para decidir, con el concurso del médico, una even-
tual intervención antes de la décima semana del embarazo (lapso que
no deja de recordar el de la animación del feto, admitido por los teólo-
gos medievales y que un día quizá facilite cierta evolución doctrinaria).
Pese a la vigorosa oposición de numerosas asociaciones hostiles a
c u a l q u i e r aborto, no parece q u e las autorizaciones v a y a n a revisarse.
Ciertos países de Europa m a n t i e n e n leyes represivas, pero son pocos.
En marzo de 1 9 9 2 se produjo el grave caso de una joven irlandesa, e m -
barazada a causa de u n a violación, que debido a las leyes no p u d o ha-
240 La carne, el diablo y el confesionario

cerse operar en su país. Finalmente las más altas instancias civiles de la


m u y católica Irlanda la autorizaron a . . . ir a abortar a Inglaterra. U n a
hipocresía más que no dejó de sorprender. De todos modos cabe decir
q u e el problema del aborto —que en o p i n i ó n general no es sencillo,
dado el desgarro que implica la operación para la madre— no es para
los católicos tan central c o m o el de la anticoncepción, prohibida, entre
otras, por la encíclica de Pablo V I . En general se han m a n t e n i d o con-
trarios al aborto porque lo asimilan a la transgresión del q u i n t o m a n -
d a m i e n t o , "no matarás", y n i n g u n o piensa que expulsar un feto sano
sea un acto m o r a l m e n t e b u e n o . En rigor, dirán los más liberales, es
una posibilidad ú l t i m a q u e tiene su precio, como toda ablación q u i -
rúrgica, que m o r a l m e n t e es siempre condenable y sólo podría conce-
birse en caso de peligro m u y grave para la madre. La interrupción vo-
l u n t a r i a del embarazo no es n u n c a una forma de la anticoncepción.
En cambio cada vez un m a y o r n ú m e r o de católicos son favorables a
la regulación de los nacimientos autorizada por R o m a y no compren-
den cómo se conjuga con el veto a la anticoncepción. ¿No es un juego de
palabras? Les cuesta captar por q u é se les propone realizar lo q u e en
cualquier caso equivale a una anticoncepción con métodos dependien-
tes de numerosas variables anticuadas y con numerosos fallos (Ogino,
m é t o d o de las temperaturas) y no otros más modernos y eficaces (pil-
dora, o al menos, si la q u í m i c a no es "natural", dispositivos no q u í m i -
cos como el condón, el diafragma, etc.).

Ú l t i m a s incomprensiones

H a y todavía otros ámbitos que recientemente han dado lugar a m a l e n -


tendidos o enfrentamientos entre la Iglesia y los ciudadanos, católicos
o no. M u y rápidamente evoquemos dos: el problema del sida y la prohi-
bición del preservativo, por una parte, y por otra la cuestión de la pro-
creática.
El sida es una plaga grave que, a la larga, puede amenazar no sólo a
ciertos grupos de riesgo, sino a u n a parte de la h u m a n i d a d . Hasta el 28
de m a y o de 1 9 9 3 en Francia se habían declarado 2 5 . 5 5 5 casos desde
q u e e m p e z a r a l a e p i d e m i a (con u n 6 0 % d e d e c e s o s ) . Entre 1 9 9 1 y
1 9 9 2 el n ú m e r o de casos se h a b í a incrementado en un 3 1 % entre las
mujeres y un 2 8 % entre los hombres. Se cree que h o y los seropositivos
franceses - n o enfermos, pero capaces de transmitir la enfermedad— se-
rían ya más de 1 0 0 . 0 0 0 . Las perspectivas m u n d i a l e s son d r a m á t i c a s ,
sobre todo en África. Según la Organización M u n d i a l de la S a l u d , has-
ta el año 2 0 0 0 la cifra de seropositivos se triplicaría y pasaría de alrede-
La resistencia de los fieles 241

dor de 12 millones a casi 35 millones en todo el m u n d o . El secretario


general de las N a c i o n e s U n i d a s , Butros Gali, ha dicho q u e la l u c h a
contra el sida debe unir a todos los hombres "en una inmensa batalla con
332
m i l f r e n t e s " . Pero en la batalla faltará un combatiente: la Iglesia ca-
tólica.
De m o m e n t o la única prevención eficaz contra el sida sigue siendo el
uso del preservativo. Sin e m b a r g o la Iglesia no lo acepta; siempre ha
considerado el condón "una violencia". Lo han condenado la encíclica
3 3 3
Casti connubii en 1930 y Pío XII en 1951 y 1 9 5 6 . H o y en día, debi-
do a cierta ola de declaraciones contradictorias, ya no se sabe si emplear-
lo contra el sida es legítimo o no. R o m a sigue prefiriendo la abstinencia.
Si h a y sida no hagáis el amor. ¿Pero dar a elegir entre la abstinencia y la
muerte es una actitud responsable?
D i s t i n g a m o s dos casos: el riesgo de c o n t a m i n a c i ó n en uniones l i -
bres y el riesgo en u n a pareja casada. Primer caso: ¿qué hacer cuando se
entablan relaciones con un nuevo compañero o compañera? Respuesta
de la Iglesia: no h a y respuesta; en expresión del cardenal Decourtray,
estamos ante un "vagabundeo sexual". S e g u n d o caso: ¿qué hace u n a
pareja c u a n d o uno de los dos cónyuges está afectado? Siendo lícito el
acto sexual, ¿no conviene proteger al sano con el único método cono-
cido? En 1988 L'Osservatore romano, diario de la Santa Sede, atacó vio-
l e n t a m e n t e a la Radiodifusión Italiana ( R A Í ) p o r q u e h a b í a e m i t i d o
a n u n c i o s sobre el sida q u e aconsejaban usar preservativos. Tanto de
esta reacción c o m o de las primeras declaraciones de J u a n Pablo II pare-
ce desprenderse q u e el uso de esta protección continúa prohibido in-
cluso entre cónyuges.
En Francia, el 4 de noviembre de 1988 el cardenal Decourtray de-
claraba a Radio-France de Lyon: "Es m u y triste pensar que el preserva-
tivo es el remedio". El 1 de octubre de 1 9 9 2 , en R a d i o Montecarlo, el
padre J e a n - M i c h e l Di Falco, portavoz del episcopado francés, corrobo-
raba la h o s t i l i d a d de la Iglesia contra el uso del preservativo porque
ésta "no es favorable a la anticoncepción". A n t e la conmoción pública
q u e causaron estas declaraciones, de otra parte poco claras, hubo un
intento de reformular la posición. La Iglesia a n u n c i ó que no aceptaría
las c a m p a ñ a s de salud basadas "sólo en el preservativo". Pero, conce-
dió, "jamás se debe correr el riesgo de dar la muerte; en nombre del
m a l menor, y si no consigue abstenerse, el seropositivo tiene necesaria-
3 3 4
m e n t e q u e emplear preservativo" .
Parecía q u e el problema había propiciado cierta flexibilización, si
no de la doctrina al menos de la forma de aplicarla. Cuatro meses des-
pués, sin e m b a r g o , el Papa hizo una intervención más en favor de la
castidad como único remedio contra el m a l . El 7 de febrero de 1 9 9 3 ,
en Kampala, U g a n d a —país de 17 millones de habitantes y un millón
242 La carne, el diablo y el confesionario

de seropositivos-, declaró: "No os dejéis aprovechar por los q u e ridicu-


lizan la castidad. Fuera del m a t r i m o n i o todo es m e n t i r a . Los únicos
medios virtuosos y seguros para poner fin a la plaga del sida son la cas-
3 3 5
tidad y el d o m i n i o de s í " . Sin nombrarlo, el s u m o pontífice conde-
naba una vez más el uso del preservativo, al menos para los no casados.
A fines de 1 9 9 3 la encíclica Veritatis splendor confirmará esta postura.
¿Era posible q u e un l e n g u a j e así fuera e s c u c h a d o , sobre todo en
África, d o n d e las relaciones extramatrimoniales son tan frecuentes y
c u a n d o se trataba de usar el preservativo no para la a n t i c o n c e p c i ó n
sino para la salud? ¿ C ó m o se podía rechazar el preservativo en una cir-
cunstancia, a l e g a n d o q u e trabajaba por la m u e r t e , pero t a m b i é n en
otra en que protegía la vida? ¿Era una actitud responsable no proponer
contra la terrible e p i d e m i a más q u e fidelidad y continencia?
En los días siguientes al discurso de Uganda, el profesor León Sch-
wartzenberg - q u e , como se sabe, no siempre m i d e sus p a l a b r a s - pro-
puso incriminar al Papa bajo el cargo de "no asistencia a un individuo
en peligro". A u n q u e exagerada, la propuesta traslucía la justa i n d i g n a -
ción que recorría el m u n d o , y sobre todo una c o m u n i d a d homosexual
—violentamente castigada por el sida— cuya fe suele ser más intensa de
lo q u e se cree. Los homosexuales empezaban a sentir que, en el m a l
q u e los a s o l a b a —bien q u e no de m o d o exclusivo—, sus adversarios
veían u n a suerte de castigo divino.
Pero m u c h a gente de diversos ambientes tuvo la impresión de que
la Iglesia se refugiaba en la teoría, negándose a afrontar la r e a l i d a d :
para el m u n d o m é d i c o las relaciones prematrimoniales, la sexualidad
múltiple, la homosexualidad y hasta la droga son datos ciertos y cerrar
los ojos no sirve de nada. El sida exige posiciones, no virtuosas sino
útiles para la h u m a n i d a d . Rechazar el preservativo tiene algo de provo-
cación. Es c l a m a r por un vértigo de muerte: que perezca la h u m a n i d a d
antes que los principios. Se dirá q u e la Iglesia tiene la misión de e n u n -
ciar lo ideal. Sin duda, pero también tiene otros deberes, y h o y debería
estar en condiciones de medir los resultados de un alejamiento excesi-
vo de las realidades h u m a n a s : como no se sienten escuchados por ella
los cristianos se apartan.

La Iglesia c o n t r a los biólogos

También ante los avances de la fecundación artificial y la l l a m a d a pro-


creática la Iglesia se atrincheró en discursos abstractos. En este tema,
no obstante, su m e n s a j e era a m p l i a m e n t e esperado. A c t u a l m e n t e es
posible hacer m u c h a s cosas en laboratorio m a n i p u l a n d o embriones, y
La resistencia de los fieles 243

todo el m u n d o presiente que algunas son m u y peligrosas. ¿Elegirán los


padres del futuro el sexo de los bebés, el color de los ojos? ¿Adonde lle-
garemos? ¿Tiene un individuo derecho moral a utilizar, para la fecun-
dación in vitro, óvulos o espermatozoides ajenos? ¿Puede servirse de
otro vientre c o m o portador? ¿O todo debe pertenecer a la pareja en
cuestión?
M u l t i p l i c a d a s las técnicas, las cuestiones se h a n vuelto complejas.
Los propios investigadores - e n t r e los cuales h a b í a en la década de los
ochenta numerosos y notables biólogos católicos— empezaron a reque-
rir l u z , consejos, p u n t o s de referencia é t i c a . Pero las respuestas de
R o m a h a n sido casi negativas sobre todo. En principio no a la fecunda-
ción artificial, q u e ya en 1 9 4 9 Pío XII había calificado de "inmoral".
No al diagnóstico prenatal seguido de acción médica, aun en caso de
malformación grave. No a la elección del sexo. No a la m a n i p u l a c i ó n
de los embriones. No al simple hecho de recoger esperma en laborato-
rio —fuera del acto amoroso, por tanto— para examinarlo. No a todo.
En cuanto al e m b r i ó n de la pareja, no ha de tocarlo nadie. Desde el
m o m e n t o de la concepción es "una persona" y como tal debe ser obje-
336
to de respeto i n c o n d i c i o n a l .
Si nadie habría disentido con que ciertas intervenciones en el e m -
brión eran escandalosas, m u c h o s se asombraron del rechazo a la fecun-
dación médica, de u n a mujer casada, con el esperma de un d o n a n t e
a n ó n i m o . A u n q u e lo santificara un alegre deseo de maternidad, a u n -
q u e pudiera consolidar un m a t r i m o n i o , a u n q u e lejos de segar la vida la
multiplicara para felicidad de dos buenos esposos, la Iglesia asimiló el
gesto a un adulterio. ¿No exhibía así una noción extrañamente biológi-
ca de la persona? M á s vivas fueron las reacciones cuando R o m a vetó la
fecundación de u n a esposa por el esperma de su marido, en caso de ser
imposible la conjunción directa. ¿ C ó m o u n a religión que elogia la vida
podía prohibir a un m a t r i m o n i o engendrar con óvulos y espermato-
zoides propios?
Y sin embargo así fue: un no definitivo. Por mucho que compren-
diera "las aspiraciones de las parejas estériles", R o m a desaprobó cual-
quier fecundación fuera del m e d i o natural. A r g u m e n t o : u n a procrea-
ción tal estaría disociada del acto amoroso. C o n lo que se consumaba
u n a inversión lógica completa. En la Edad M e d i a la generación debía
llevarse a cabo sin placer, o con el m e n o r placer posible. A h o r a se
prohibía al amor conyugal realizarse en un hijo si la concepción se veri-
ficaba sin placer. La Iglesia se opuso a los famosos bebés probeta en tér-
minos insólitos: "La fecundación in vitro dentro de una pareja es una
técnica moralmente ilícita porque priva a la procreación h u m a n a de la
3 3 7
d i g n i d a d que le es propia y connatural" . Dicho de otro modo, con-
tinuaba vigente el antiguo precepto: el coito debe practicarse siempre
244 La carne, el diablo y el confesionario

en los recipientes idóneos y con los instrumentos propios (in vasis de-
bitis et cum instrumentis suis). Por lo demás, acaso todo esto carezca de
importancia. En todas partes el Estado toma el relevo de la Iglesia bal-
buciente. C o m o sucedió con la anticoncepción y el aborto, una canti-
dad de leyes —a m e n u d o elaboradas por "comisiones de s a b i o s " - defi-
nen en muchos países qué es legítimo y qué es ilegítimo en el terreno
de la bioética.
En 1 9 6 8 , con la encíclica Humanae vitae, R o m a se había opuesto al
sexo sin bebé; en 1 9 8 7 , con la Instrucción sobre el respeto a la vida hu-
mana naciente prohibió los bebés sin sexo. Y sin embargo —cosa harto
grave para la I g l e s i a - la protesta contra las últimas decisiones, asom-
brosas desde el p u n t o de vista m e r a m e n t e lógico, fue m e n o r q u e en
1 9 6 8 . Parece q u e los fieles van dejando de prestar atención al pensa-
m i e n t o de R o m a . Es lo que señalaba un especialista c u a n d o se dio a
conocer la Instrucción: "No obstante cabe el riesgo de que la ola de in-
d i g n a c i ó n no sea tan grande. Desde hace veinte años todos los sondeos
muestran qué poco erecto práctico —incluso entre los matrimonios cris-
tianos— tiene cualquier palabra jerárquica q u e toque la moral privada
38S
de las personas y las p a r e j a s " .
Desde 1 9 6 8 , cuando la encíclica de Pablo VI desató la gran c o n m o -
ción, las relaciones entre los fieles y la Iglesia han c a m b i a d o m u c h o y
entrado en un período nuevo. La Iglesia habla; los fieles escuchan, qui-
zá, pero ya no responden. Ya casi no acuden a confesarse. ¿ C ó m o se ex-
plicará esto? Sin d u d a exhortaciones como la encíclica Humanae vitae
o la Instrucción h a n parecido en exceso alejadas del evangelio, único
mensaje —simple, claro, i n m e n s o y bueno— que los fieles aún autorizan
a la Iglesia a difundir y que parecen dispuestos a escuchar.
En 1 9 9 3 Eugen Drewermann, un cura rebelde de la Iglesia católica
que con cierta precipitación se ha descrito como "nuevo Lutero", publi-
3 3 9
có un l i b r o - d e s p u é s de otros cuarenta— en el que respondía punto
por punto a la m a y o r í a de los "errores" católicos: el celibato de los cu-
ras, el aparato represivo de la Iglesia, "cuyo fin es obtener la sumisión",
el sistema clerical en general, la opresión de la libido, la denostación de
los divorciados, la virginidad de M a r í a , el d o g m a de la Resurrección y
algunos más. M á s allá de su falta de originalidad en ciertos aspectos y la
facilidad de sus razonamientos en otros, y de la ausencia de cualquier
remedio para la crisis de la fe, el lector no puede dejar de inquietarse
con D r e w e r m a n n al ver el papel de la Iglesia católica - d u r a n t e tantos
siglos c o l u m n a vertebral de Occidente— reducido, en tiempos de in-
mensas transformaciones, a la representación rígida de las verdades de
la fe y de u n a moral autoritaria.
La Iglesia no se ha adaptado. Al menos las tres cuartas partes de los
católicos han vuelto la espalda a sus curas; ya ni siquiera van a misa.
La resistencia de los fieles 245

L l e g a un m o m e n t o en q u e un l e n g u a j e a la vez p u e r i l y a u t o r i t a r i o
pierde p r e d i c a m e n t o . U n a interpretación d e m a s i a d o literal de textos
antiguos deja de tener credibilidad. Parece como si la Iglesia tuviera frío.
¿Podrá todavía reconciliar al h o m b r e moderno con la fe? En u n a con-
ferencia, D r e w e r m a n n ha declarado: "Hace quinientos años la Iglesia
rechazó la Reforma; hace doscientos, la Ilustración; hace cien, las cien-
cias naturales; hace cincuenta, el psicoanálisis. C o n tantas negaciones,
3 4 0
¿cómo se puede vivir en el siglo X X ? "
Este teólogo, alcanzado ahora por los rayos de R o m a (fue suspen-
dido a divinis, es decir que ya no puede administrar los sacramentos),
ha comprendido al menos que la Iglesia ya no podía ocuparse de todo.
La voluntad de universalismo (¿de inoculación misionera y h e g e m o n í a
m o r a l ? ) , tan manifiesta en su historia en general y en la de la confesión
en particular, la ha conducido al desastroso estado en q u e se encuentra:
centenares de m i l l o n e s de cristianos en los cinco continentes y cada
vez menos gente en las iglesias. En la desesperación de D r e w e r m a n n
(¿por q u é no sincera?) nos ha conmovido una frase: "Los mejores teó-
logos son aquellos q u e se sientan en silencio al lado de los que sufren".
Tal era exactamente el papel de los confesores. Sin e m b a r g o , un día,
bajo instrucciones de R o m a , eligieron enseñar más que escuchar. Desde
entonces han hablado m u c h o y oído m u y poco. Por eso ya no quedan
prácticamente confesores ni confesados.
Conclusión

En la iglesia de S a i n t - L o u i s d ' A n t i n , en París, la confesión m a r c h a


bien. A comienzos de 1 9 9 3 un cura d a b a la información a los posibles
telespectadores interesados. El 28 de m a y o , un reportaje de J.-P. Le-
pers para la cadena estatal confirmaba la noticia. En esa iglesia del d i s -
trito i x , los confesionarios funcionan a ú n todos los días y la afluencia
e s s o s t e n i d a : 3 2 confesores p e r m a n e n t e s , 3 0 0 confesiones d i a r i a s ,
1 0 0 . 0 0 0 francos de ofrendas por semana. El cura hablaba incluso de
u n a leve recuperación de la práctica y del elevado n ú m e r o de peniten-
tes jóvenes.
S e g ú n las m i s m a s fuentes la mecánica de la entrevista t a m b i é n ha
cambiado m u c h o . Los fieles acuden a encontrarse con Dios, pero t a m -
bién a mantener u n a conversación esencialmente psicológica. Desean
descansar por un m o m e n t o de su carga, contar sus penas y sus a n g u s -
tias. El pecado se define sobre todo como un vivir dolorosamente con-
sigo m i s m o y con los otros. En resumen, la confesión se parecería cada
vez más a u n a breve sesión de psicoterapia, un m o m e n t o de confiden-
cia y alivio m u y requerido por numerosos individuos.
¿Es posible compartir el o p t i m i s m o del cura interrogado? Por cierto
que no d u d a m o s de su palabra; a d m i t i m o s que en torno a su c a m p a n a -
rio se h a y a n reagrupado las últimas ovejas llevadas por el deseo de con-
fesarse. Pero a u n así convendría precisar q u e en otros lugares de París
ya no h a y muchos confesores disponibles y q u e el fenómeno de Saint-
Louis d'Antin no prueba q u e la práctica h a y a a u m e n t a d o en general.
La mayoría de los parisinos en busca de auxilio va a esa iglesia, famosa
por su b u e n a atención y sus confesionarios ultramodernos con tabi-
ques de vidrio esmerilado.
En cuanto a la propia confesión, ;por q u é habría de tener h o y el fa-
vor de los fieles c u a n d o en el pasado n u n c a logró conquistarlo y no
dejó de entrañar una dificultad tras otra? H a y una sola explicación po-
sible: q u e haya dejado de ser lo q u e era, u n a intrusión indiscreta, pe-
248 La carne, el diablo y el confesionario

nosa y obligatoria. Quizá la Iglesia tenga la posibilidad de renovar el


rito, por otra parte volviendo a las fuentes. El futuro lo dirá. Pero éste
es otro asunto y no concierne al historiador. M á s tarde juzgaremos en
qué puede desembocar el intento; por ahora nos limitamos a señalar que
necesariamente tendrá q u e competir con todas las formas modernas de
psicoterapia que parecen haber destronado a la confesión. La angustia
de los hombres es siempre inmensa, la d e m a n d a de sosiego más soste-
nida que nunca, pero el mercado está bien surtido de astrólogos, psico-
analistas o psicólogos, todos ellos tranquilizadores de profesión - p o r
no hablar de los prescriptores de ansiolíticos—, y las posibilidades de
una técnica antigua son pocas, por mucho que se maquille al gusto de la
época. Q u e d a n m u c h o s recuerdos amargos.

¿Se a p l i c a r o n las prohibiciones?

Querríamos hacer aquí un balance rápido de la historia de la confesión


desde el C o n c i l i o de Trento. De entrada parece una tarea considerable-
m e n t e difícil. En efecto, el éxito o el fracaso de u n a empresa sólo se
puede juzgar con relación a las metas que se propuso. Ahora bien: defi-
nir q u é se ha propuesto la Iglesia con la confesión es s i n g u l a r m e n t e
trabajoso. C a s i al final de esta obra todavía nos cuesta m u c h o c o m -
prender el objetivo, de tan contradictorio e inasible como se nos pre-
senta. ¿Por qué —podríamos preguntarnos i n c l u s o - el catolicismo se ha
e m p e ñ a d o t a n t o t i e m p o e n m a n t e n e r u n s a c r a m e n t o q u e los f i e l e s
n u n c a aceptaron p l e n a m e n t e y sólo le acarreó afrentas?
Partamos de una idea simple. Durante largo tiempo habría querido
reprimir la sexualidad, o en todo caso hacerla detestable y rara. En este
caso sufrió una derrota h u m i l l a n t e . No sólo porque, según el esquema
clásico, la libertad sexual (primero m a n t e n i d a a bajo nivel y luego, en
el siglo XVII, r e p r i m i d a ) h a b r í a c o n q u i s t a d o su l u g a r h a s t a l l e g a r a
nuestros tiempos de erotismo y hábitos más bien libres, sino t a m b i é n
>orque de todos modos la tarea era irrealizable. Se diría q u e en todas
fas épocas la libido se ha librado de las Iglesias, de las morales e incluso
de las sociedades que la perseguían. La libido no es oprimible, o m u y
poco. Es indestructible, salvo que m u e r a el sujeto del cual es d i m e n -
sión profunda y motor. Subsiste siempre, intacta, devoradora, más o
menos e n m a s c a r a d a según J o s usos autorizados, y p u e d e adoptar un
s i n n ú m e r o de rostros, incluidos los más beatos. Las costumbres sólo
pueden moldearle la expresión.
Por lo demás está claro q u e los confesados n u n c a h a n acatado del
todo las restricciones de la Iglesia. H o y nos a s o m b r a n las encíclicas
Conclusión 249

lanzadas al desierto. ¿Acaso no ha sido siempre así? ¿No h a n dejado


siempre los cristianos q u e la jerarquía emitiera prohibiciones y, u n a vez
en casa, obrado a su antojo? Sin d u d a es una afirmación violenta; pero
es cierta, al menos en parte. Los curas c u m p l í a n su deber seriamente, a
veces con dulzura, a veces con crueldad, pues se les pedía q u e fueran
generosos y severos el m i s m o tiempo. Entre una palabra de esperanza y
otra de amistad blandían los rayos del infierno. Indagaban, hacían pre-
guntas m u y indiscretas, h u r g a b a n en pudores y avergonzaban a los pe-
nitentes; pero pasado el m o m e n t o , éstos volvían a sus asuntos con la
conciencia casi tranquila. El confesor volvía al penitente culpable sin
suprimirle los malos hábitos. Sin caer en las licencias de la pretendida
posmodernidad, los confesados d e b í a n de tener una vida sexual harto
completa y constante. C o m o todo el m u n d o , en todos los siglos.
Intentaremos dar algunas pruebas. Si en las épocas de prohibiciones
más fuertes los fieles hubieran respetado todos los días de veda sexual,
la h u m a n i d a d habría desaparecido. En ciertos períodos medievales la
línea de crecimiento demográfico es casi plana, y el hecho puede v i n -
cularse a las interdicciones sobre el sexo; pero con frecuencia se prefie-
re alegar la miseria, el h a m b r e y la m o r t a l i d a d infantil. Señalemos, por
fin, q u e cuando una fracción del cristianismo —los c a t a r o s - quiso apli-
car totalmente las ideas hostiles a la carne, la Iglesia se opuso con v i o -
lencia y hasta organizó u n a cruzada. Así pues, no quería prohibir el
sexo sino limitarlo m e d i a n t e la vergüenza. ¿Lo consiguió, con ese ex-
traño mensaje q u e glorificaba el útero mientras deploraba lo que podía
fecundarlo?
Por m u c h o tiempo se ha tendido a creer q u e el bajo n ú m e r o de na-
cimientos ilegítimos —muy raros en la Francia del A n t i g u o R é g i m e n -
confirmaba la tesis de una Iglesia todopoderosa, cuyos vetos se respeta-
ban, y q u e habría i m p e d i d o toda relación sexual a los célibes. Pero si
uno reflexiona un poco - c o m o lo ha hecho J.-L. Flandrin— la verdad es
q u e la idea no merece m u c h o crédito.
C o n s i d e r a n d o q u e la gente se casaba tarde (hacia los v e i n t i c i n c o
años en los siglos XVI y XVIl), los jóvenes no habrían tenido actividad
sexual a l g u n a en unos diez años: entre el despertar de su sexualidad y el
día de su boda. Parece inverosímil.
Era imposible q u e el veto a la pérdida extramatrimonial de esperma
se respetara de hecho; y, por tanto, no se respetaba. ¿ C ó m o explicar el
e n i g m a , cuando sabemos con cierta seguridad que las muchachas lle-
gaban a la boda vírgenes? C a b e concluir q u e los jóvenes de aquellos
tiempos vivían cierto tipo de sexualidad sin desflorar a las futuras espo-
sas y evidentemente sin tener hijos.
¿Pero cómo? Sobre los m e d i o s no insistiremos, tanto más c u a n t o
q u e en este d o m i n i o no hay nada comprobable. O bien las conductas
250 La carne, el diablo y el confesionario

contra natura —y sobre todo la masturbación— estaban m u c h o más de-


sarrolladas de lo que se cree, o bien la j u v e n t u d se entregaba a coque-
teos osados pero sin desfloración, o bien, gracias a una práctica anti-
conceptiva m á s frecuente de lo que se ha dicho, las casadas faltaban a
la fidelidad y a y u d a b a n a los jóvenes a tomarse su mal con paciencia.
Se piensa, por ejemplo, que el famoso a m o r cortés entre la mujer de
un señor y su a m a b l e suspirante implicaba costumbres m u c h o menos
castas que las representadas por los libros de caballería. Por otra parte
estaba la prostitución.
Es imposible demostrar cómo se aparentaba continencia sin practi-
carla realmente, pero el resultado es obvio: había u n a sexualidad juve-
nil que no producía descendencia. N i n g u n a sociedad puede infligir a
los jóvenes diez años de castidad total durante siglos. No todos los cris-
tianos tenían vocación de monje o de sacerdote, de m o d o que encon-
traban a l g u n a forma de salvar las prohibiciones. A u n q u e sin reflejarse
en las curvas demográficas existía u n a sexualidad subterránea. ¿Ayuda-
ba la confesión no a reforzar los vetos entre los solteros, sino a aliviarles
la conciencia por haber desobedecido?
Pasemos a los casados. ¿Por qué se introducía la Iglesia en el lecho
conyugal? Compleja cuestión. Por sulfurosa que fuera, dentro de ciertos
límites, la sexualidad estaba autorizada; los controles eclesiásticos no
podían redundar sino en pérdidas de tiempo. Sin embargo, más allá de
toda utilidad concebible, se intensificaban los interrogatorios y la vigi-
lancia. Sin d u d a la Iglesia quería evitar el aborto y la anticoncepción.
Pero al parecer se excedía: lo espiaba todo, se hacía contar pormenores.
¿Por qué entonces - p r e g u n t a m o s una vez m á s - , cuando no se trataba
probablemente de reprimir o disminuir las relaciones mensuales o se-
manales, se lanzó a u n a empresa tan agotadora? No lo sabemos.

Los objetivos de la Iglesia

Si en r e a l i d a d la Iglesia no buscaba prohibir, ¿a q u é clase de control


a s p i r a b a ? N o l o g r a m o s c o m p r e n d e r l o , p o r q u e l a confesión s e nos
presenta bajo formas diversas, blandas o severas, afectuosas o casi sá-
d i c a s . C u e s t a hacer generalizaciones sobre el proyecto general. Nos
e n c o n t r a m o s con confesiones m u y caritativas y con otras m u y per-
versas, y las figuras resultantes son contradictorias. N a t u r a l m e n t e p o -
d e m o s a t r i b u i r los excesos a curas neuróticos, pero esto no e x p l i c a
todo. Las instrucciones de la j e r a r q u í a para entrometerse en las con-
c i e n c i a s fueron n u m e r o s a s e i n d i s c u t i b l e s , i n q u i s i t o r i a l e s y crueles.
Los propios m a n u a l e s aprobados por los obispos, los cursos de s e m i -
Conclusión 251

n a r i o con q u e c o n t a m o s , son b i e n perversos y p r u e b a n q u e la fuente


central de la c u r i o s i d a d era la i n s t i t u c i ó n eclesiástica, no un p u ñ a d o
de excéntricos.
Extraño oprobio lanzado sobre el sexo, q u e —como ha señalado M i -
chel Foucault en su Historia de la sexualidad— consistía en hablar de él
con cualquier motivo. Extraña m a l d i c i ó n , q u e fortalecía el hechizo del
fruto prohibido. Extraña condena, q u e adentraba a la Iglesia -a la cual
puede acusarse de todo m e n o s de estupidez, en tiempos en q u e reunía
a casi todas las élites i n t e l e c t u a l e s - en un c a m i n o cuyas molestas con-
secuencias no p o d í a ignorar. No sólo se trata de q u e p r o h i b i e n d o el
acto normal a los solteros se los h a y a empujado a conductas tal vez más
>ecaminosas; está claro que, por deletérea, infernal o pecaminosa q u e
f a persecución h a y a vuelto la sexualidad, n u n c a la p u d o suprimir. Y
esto la Iglesia no p u d o dejar de saberlo; más aún: tuvo q u e constatarlo.
¿Por q u é entonces tanta opresión?
A nuestros ojos modernos las ventajas parecen m u y modestas. ¿ Q u e -
ría observar a los ricos, informarse de su conducta? C l a r o q u e sí. H a b í a
una voluntad de introducirse en los secretos de las familias acomoda-
das. H u b o confesores q u e se convirtieron en auténticos consejeros de
negocios; los diccionarios de casos de conciencia lo prueban. El de Pon-
tas, por ejemplo, contiene artículos m u y alejados de los problemas de la
fe y aun de la sexualidad. Artículos de información religiosa casi nula

E reparan al confesor para responder a preguntas de carácter económico;


evan por título "Legado", "Letra de cambio", "Alquiler", "Bienes m u e -
bles", "Mediación", "Monopolio", "Garantía", "Apertura de testamen-
to", "Terreno inculto". Llevados por su función a ocuparse de todo, en
ocasiones los confesores l l e g a b a n a conocer la fortuna exacta de sus
parroquianos, lo q u e quizá se considerara útil.
En niveles más altos, se piensa q u e confesando a los reyes —especia-
l i d a d ésta q u e los jesuítas practicaron hasta casi el monopolio— la Igle-
sia podía cuidar sus propios intereses. Un estudio de Georges M i n o i s ha
341
hecho añicos la a c u s a c i ó n . Si la Iglesia se propuso tener en cintura a
los poderosos el proyecto n u n c a funcionó salvo al comienzo, en los si-
glos X I V y X V , por ejemplo, cuando ciertos directores de conciencia re-
presentaron los intereses del cristianismo en la corte francesa.
En el siglo X V I los confesores de los reyes de Francia eran a m e n u d o
hombres moderados, erasmianos q u e no i m p u l s a r o n en absoluto las
terribles guerras de religión. El p r e d o m i n i o de los j e s u í t a s comenzó
con Enrique IV. Pero el padre Cotton no abusó n u n c a de su posición,
ni siquiera para perjudicar a los ya numerosos enemigos de la C o m p a -
ñía. Enrique IV no era h o m b r e q u e se dejase influir por su mentor, y la
maledicencia de los protestantes —tenia Cotton (algodón) en los oídos— es
a todas luces injusta.
252 La carne, el diablo y el confesionario

También eran moderadas las instrucciones a los confesores. Los j e s u í -


tas detentaron el cargo desde 1604 y (con una sola interrupción de seis
años a la muerte de Luis XIV) lo conservaron ciento sesenta años. En
1602 el general Aquaviva les había dado una suerte de carta para confe-
sar a los soberanos; carta, dice M i n o i s , "cuya clave era la prudencia".
Bajo Luis XIII los confesores no desempeñaron n i n g ú n papel polí-
tico. C u a n d o el padre Caussin amonestó al rey por la miseria del pue-
blo, Richelieu lo despidió; y es que el cardenal quería ser él m i s m o y
nadie más el confesor del rey. En cuanto a Luis XIV, sus tres confesores
jesuítas sucesivos, los padres A n n a t ( 1 6 5 4 - 1 6 7 0 ) , Ferrier ( 1 6 7 0 - 1 6 7 4 )
y el famoso de La C h a i z e ( 1 6 7 5 - 1 7 0 9 ) , m u y bien pagados, personajes
s u m a m e n t e oficiales y reverenciados en la corte, no ejercieron casi nin-
g u n a influencia, ni en su política ni en sus costumbres í n t i m a s . Ni la
persecución de los protestantes con las d r a g o n a d a s , ni la revocación
del edicto de Nantes ni la guerra de Cévennes fueron obra suya.
¿Les preocupaban m u c h o m á s las a m a n t e s del rey, algunas de las
cuales tuvieron verdadero poder? Si fue así, la derrota de los confesores
también fue patente frente a ellas, al punto de que ni siquiera lograron
evitar el continuo escándalo que eran la vida sentimental del soberano
y el n a c i m i e n t o de bastardos. C i e r t o que el padre de La Chaize intentó
hacer algo respecto a la relación con la M o n t e s p a n - q u e , siendo ésta
casada, constituía adulterio d o b l e - , pero no tuvo éxito. H a y q u e a d m i -
tir que el padre no brillaba por su coraje. Buscaba pretextos -a veces
enfermedades— o se hacía representar para eludir el trance de tener q u e
negarle al soberano la absolución. En u n a oportunidad envió en su l u -
gar al padre Déchamps, quien, más firme o menos temeroso de perder
un cargo, se atrevió a rehusar el perdón. Pero de La C h a i z e volvió y sin
d u d a hizo lo esperado. Molestaba tan poco a la M o n t e s p a n q u e ella lo
apodaba la Chaize de commodité, c u y a traducción aproximada sería "la
silla cómoda", j u e g o de palabras basado en la s i m i l i t u d fonética entre
" C h a i z e " y "chaise", silla en francés.
En el plano político-religioso Tellier se aplicó a denigrar a Port-Ro-
yal des C h a m p s con un poco más de eficacia, pero n u n c a obtuvo u n a
decisión final. J u n t o a la M a i n t e n o n se lo considera sobre todo una de
3 4 2
las causas del descenso de la popularidad del r e y . El absolutismo de
Luis X I V era tal que, en palabras de G. M i n o i s , los confesores no eran
sino "un adorno de la devoción real". Los únicos q u e tenían i m p o r t a n -
cia, los únicos directores de c o n c i e n c i a del m o n a r c a —y a ú n c a b r í a n
bastantes reservas— eran los ministros.
En resumen, tampoco a q u í se explica la confesión. No moralizaba
el c o m p o r t a m i e n t o de los reyes y apenas defendía los intereses de la
Iglesia. A lo s u m o los confesores podían mantener a la jerarquía infor-
m a d a de lo que pasaba en la corte.
Conclusión 253

¿Habrá sido la confesión entonces u n a m a n e r a de controlar no a los


poderosos sino a los pobres? Es claro que la sexualidad era un factor de
trastorno y la Iglesia ha sido siempre defensora del orden. Quizá haya
querido i m p e d i r q u e los príncipes se unieran con pastoras y los bur-
gueses con m u c h a c h a s de la calle. Pero una vez más, si tal era el fin, el
resultado fue inverso. Pocos m a t r i m o n i o s había entre clases sociales di-
ferentes. R e y e s y burgueses preferían t o m a r a m a n t e s o recurrir a la
prostitución; así caían más r o t u n d a m e n t e en pecado.
En cuanto a q u e la represión de la sexualidad p e r m i t i e r a d u r a n t e
largo t i e m p o m a n t e n e r a los pobres a raya y desviarlos de la revolu-
ción, no nos atrevemos a afirmarlo. ¿Quería además que el trabajador
no se fatigase en combates amorosos y reservara su energía para la pro-
ducción? En este p u n t o Foucault procede con extrema prudencia. "En
todo caso —escribe— la hipótesis de que nuestra sociedad reprimiría el
3 4 3
sexo por razones económicas parece bien e x i g u a . " Nosotros lo segui-
mos de b u e n a g a n a . Pero entonces vuelve la p r e g u n t a : ¿para q u é la
confesión?

La captura de la energía

El objetivo buscado con la confesión, centrada esencialmente en lo se-


xual, permanece en gran m e d i d a oscuro. No cabe d u d a de que ha ido
c a m b i a n d o con el tiempo. Si la confesión es una herramienta fue utili-
zada para m u c h a s cosas. Porque los hechos sí son evidentes: en lo que
p u d o , la Iglesia i m p i d i ó o intentó frenar la conjunción sexual. Por su-
puesto, siempre ha tratado de construir una sociedad correspondiente
al "ideal cristiano". Se ha considerado garante de cierto "orden".
Al menos durante la alta Edad M e d i a el claro propósito fue estable-
cer una jerarquía social; no sobre el tríptico indoeuropeo clásico (sacer-
dote, guerrero, campesino), sino sobre valores morales y en especial la
pureza sexual. La Iglesia clasificó a los hombres según su distancia del
sexo: monjes, clérigos, laicos y, más detalladamente aún, vírgenes, con-
tinentes, cónyuges autorizados y turba de libidinosos o hez del pueblo
de Dios. En esta construcción ideal a la confesión le cabía un papel:
purgar, ayudar a ser lo que se era, pero también corroborar el organigra-
ma, verificar que cada cual ocupase el lugar asignado y se atuviera a él.
C o n el t i e m p o p u e d e que los "proyectos de sociedad" de la Iglesia
h a y a n variado, que se h a y a visto "arrastrada por sí misma". Entonces la
caza del placer habrá servido para otra cosa, para objetivos particulares
de cada época; por ejemplo, la lucha contra la anticoncepción. R o m a
regresó en grueso a un esquema de organización más tradicional. Pero
254 La carne, el diablo y el confesionario

sin d u d a la idea de construir con sus fuerzas u n a sociedad cristiana


continuó siendo d o m i n a n t e .
M u y probablemente la Iglesia hizo lo que intentan hacer todos los
r e g í m e n e s a u n q u e sean poco a u t o r i t a r i o s . ¿ H a c e falta recordar q u e
toda sociedad es represiva? No e n t r a r e m o s en reflexiones filosóficas
para desentrañar si esta represión se justifica por la voluntad universal
344
de impedir el incesto o por otras razones de t r a s f o n d o . El historia-
dor ha de limitarse a constatar que la represión sexual existe en todas
las sociedades, adoptando formas diversas, y recordar los mecanismos
más evidentes para su propósito.
Desde Freud se a d m i t e en general que la sexualidad constituye una
vasta reserva de acciones. Es s i n ó n i m o de energía h u m a n a y n i n g ú n
sistema de e n c u a d r a m i e n t o político, ideológico o religioso ha podido
pasar por alto una fuerza que quería derivar nacia fines propios. C o m o
se sabe, hasta los r e v o l u c i o n a r i o s - i n c l u i d o s los terroristas— tienen
poca vida privada; se consagran por entero a la causa.
A u n q u e la fuente de energía es única los cuerpos dirigentes tienen
objetivos diversos. Ciertas sociedades h a n tendido a la santidad —como
el cristianismo en sus o r í g e n e s - ; otras han p r o p u g n a d o el stajanovis-
m o , y otras, c o m o el Estado nacionalsocialista, la fundación de i m p e -
rios milenarios. Todas, m e d i a n t e restricciones morales, parecen haber
buscado guardar para sus propios fines la energía vital de los militantes
varones, d a n d o a los vientres femeninos la función de clonar soldados,
productores o santos, en silencio y al infinito.
En todas estas sociedades a u t o r i t a r i a s —de Esparta a M o s c ú y de
R o m a a P e k í n - , voluntariamente puritanas y moralizantes, la sexualij
dad fue maltratada, encuadrada, canalizada o dirigida para que sirviera
a fines propios. En general se quiso que el hombre se superara y la m u -
jer no. S i n e m b a r g o la diferencia en el trato a los dos sexos sólo fue
aparente. En realidad se esperaba de ambos algo parecido: el olvido de
sí. Quizá la i g u a l d a d en la represión sexual aparezca mejor si emplea-
mos, q u e d e en claro q u e sin valoración alguna, las nociones de bajo y
alto, de interior y exterior de la familia. Así, se podría decir q u e todas
las sociedades autoritarias han invitado al m a c h o a superarse hacia lo
alto y fuera del círculo familiar; y a la mujer, hacia abajo y sin salir de
la familia, en un repliegue sobre sí m i s m a , en torno al hogar, la mater-
n i d a d y la producción de futuras hormigas de la causa.
En este contexto se sitúa la vigilancia del sexo q u e emprendió la Igle-
sia: la captura de la sexualidad para la edificación de u n a nueva Jerusalén.
Así pues, habría intentado hacerse con la energía sexual para gloria de
Dios, para construir una sociedad de acuerdo con sus nociones, y hay
q u e decir que durante cierto tiempo lo consiguió. Comprendemos pues
por qué reprimió la sexualidad y cómo la usó. Comprendemos incluso su
Conclusión 255

angustiante teoría del sexo. Pero nos cuesta entender uno de los medios
principales que utilizó: la confesión; porque, al menos en parte, le rindió
resultados inversos a los que buscaba. En no pocas ocasiones el uso del
confesionario ha provocado una introversión de las conciencias, corrido
el riesgo de enfermarlas de escrúpulos y —creemos haberlo mostrado—, al
propugnar la maternidad denigrando los medios de realizarla, conducido
a unos a la esterilidad y a otros a comportamientos contra natura.
Este conjunto teórico abarca demasiadas contradicciones para que lo
e x p o n g a m o s como si fuese u n a estrategia simple, desarrollada lineal-
mente a lo largo de quince o veinte siglos. Y no es el caso. H u b o avan-
ces, retrocesos y arrepentimientos. Desde la alta Edad M e d i a hasta 1 9 5 0
la Iglesia ha errado mucho, ha vuelto a empezar y ha remodelado más
de una vez su proyecto inicial, y por eso su c a m i n o nos parece en gran
m e d i d a intraducibie o difícil de explicar en términos lógicos. De todos
modos la idea de que la vida nace en la vergüenza ya era un punto de
partida esquizofrénico —sin salida, queremos d e c i r - para una teoría po-
blacionista de la procreación: delata una pizca de locura teológica. Y si
Stalin se detuvo a la puerta de la alcoba la Iglesia quiso deslizarse entre
las sábanas. Esto no sabríamos explicarlo como no sea por el olvido de
ciertos mensajes iniciales, la e n m i e n d a del mensaje de Jesús por sucesi-
vos estratos de teólogos, como en un palimpsesto, y una aceleración
progresiva de la m á q u i n a que terminó por destruirse a sí misma. La ac-
titud de la Iglesia en la confesión siempre ha tenido algo de suicida.
Pero ya que no podemos precisar, dejemos las hipótesis y volvamos
a la realidad. Si el fin realmente perseguido permanece en gran parte
incognoscible, al m e n o s p o d e m o s definir a q u é ha llegado la confe-
sión, q u é bien y qué perjuicio ha causado en el m u n d o cristiano. Pode-
mos hacer el balance de esa fantástica empresa de radioscopia de la l i -
b i d o y e n d o s c o p i a del falo y la v a g i n a q u e n i n g ú n otro s i s t e m a ha
igualado, pues los peores se contentaron con vigilar las ideas, la esfera
cerebral, y obtener la obediencia sin preocuparse por el bajo vientre ni
por las segundas intenciones inconscientes.

Aspectos positivos de la confesión

Sin d u d a en sus comienzos, y durante bastante tiempo, la confesión le


fue al m u n d o occidental s u m a m e n t e útil. Hizo las veces de instrucción
sexual, moralizó, serenó e n o r m e m e n t e y luego introdujo la idea del
amor como un valor de nuestro universo.
M i c h e l Foucault h a insistido m u c h o sobre e l p r i m e r p u n t o . H a
mostrado convincentemente que el diálogo con el confesor despertaba
256 La carne, el diablo y el confesionario

en el penitente cierta curiosidad sexual y le proporcionaba informacio-


nes. Bayle sostiene, no sin razón, que las obras de aquellos tiempos so-
bre el pecado de la carne servían tanto para la edificación de los cristia-
nos como para su iniciación sexual. Y sobre el terreno preparado por la
Iglesia se habrá podido desarrollar luego la particular scientia sexualis
que caracterizará a Occidente, verdadera explosión discursiva sobre el
sexo que llega hasta Freud y Lacan. C o n los curas que no cesaban de
hablar de ello nos hemos habituado a decirlo todo sobre el sexo, y hoy
seguimos haciéndolo en los divanes de los psicoanalistas o los g a b i n e -
tes de los sexólogos. Poco nos molesta. Son muchos siglos de práctica.
Por lo demás el a n a t e m a contra el placer y la verificación de con-
ductas por la confesión sirvieron para pulir la incipiente sociedad me-
dieval, todavía m u y grosera. Eran tiempos duros, de costumbres bruta-
les. Había que dar un aire moral a las conductas, edulcorarlas, civilizarlas
y proveerlas de un código. El caso es que la Iglesia siempre estuvo por
"el orden". La confesión i m p a r t i ó u n a m í n i m a normativa personal y
c o m u n i t a r i a q u e hizo posible la v i d a y, dicho en general, socializó las
relaciones h u m a n a s de la época. Se establecieron ciertos derechos del
niño y la mujer e incluso del h o m b r e . Pues sin d u d a el cristianismo
comportaba u n a idea del respeto a la persona.
En la c o l u m n a de lo positivo h a y que incluir t a m b i é n el hecho de
que la confesión dio gran consuelo, serenó i n m e n s a m e n t e . C l a r o que
la propia Iglesia suscitaba en parte los terrores, sobre todo al fin del
m u n d o y al castigo infernal. Pero la vida de otros tiempos era aterrori-
zadora en sí, i n d e p e n d i e n t e m e n t e del cristianismo. Un ejemplo s i m -
ple: hasta fines del siglo XIX, y en m u c h í s i m a s zonas rurales hasta co-
mienzos del XX, nuestro m u n d o vivía a oscuras la m i t a d de las
jornadas, es decir la m i t a d de los años. Rodeados de neón hoy olvida-
mos que, a escala secular, el petróleo, el gas y la electricidad son a d q u i -
siciones m u y recientes. A n t a ñ o , apenas unas bujías titilantes a l u m b r a -
ban la vida popular después de la caída del sol. De esas sombras nacían
muchas angustias. En este sentido el hombre del siglo XVII estaba ape-
nas mejor resguardado que el de las cavernas. Y como con la noche ve-
nía el m i e d o , la gente se acostaba temprano. Pero —y éste fue el aporte
cristiano—, ¿el diablo no habitaba también en la cama?
La confesión nació para ser caritativa, y lo fue. En el Metodus confi-
tendi Erasmo dijo que había "numerosos argumentos contra la institu-
ción de la confesión", pero también que no podían negarse sus bene-
ficios. Francisco de Sales h a b l a b a del "gran contento de haberse
confesado". Y a ú n Chateaubriand, en las Memorias de ultratumba, escri-
birá después de haber pasado por el confesionario: "Si me hubiese de-
sembarazado del peso de una montaña no habría sentido más alivio. So-
3 4 5
llozaba d e felicidad" .
Conclusión 257

Los confesores misericordiosos —y ha habido legiones, c o m o aquel


cura de Ars que no d a b a abasto con su m u l t i t u d de p e n i t e n t e s - propa-
garon la idea consoladora de que el hombre no estaba absolutamente
solo y a b a n d o n a d o en el m u n d o . T a m b i é n ayudaron a formar una idea
nueva en la Europa del R e n a c i m i e n t o : la idea de padre. Antes sólo se
conocía al pater familias, señor de su familia como del universo, que,
sin ser tirano, sólo se consagraba a los niños ocasionalmente. El nuevo
padre, el padre moderno c u y o modelo eran los confesores más solíci-
tos, era m u c h o m á s afectuoso y propenso a perdonar. Esta i m a g e n
arraigó en el siglo XVII y sin d u d a se expandió útilmente a todas las cla-
ses de la sociedad del XVIII.
M e d i a n t e la c a l m a la confesión también curaba. ¡ C u á n t a angustia
proviene hoy de la soledad y el ensimismamiento! Reconozcamos que
más de u n a vez el diálogo paternal ha aliviado conciencias, interrumpi-
do conflictos y d e s a n u d a d o complejos —sin pretender que h a y a sido
u n a especie de psicoanálisis. Por lo demás, todas las religiones alivian:
para eso están hechas. Según Freud son poco más o menos neurosis ge-
nerales que apaciguan las individuales. No cabe d u d a de que, atenuan-
do la soledad m e d i a n t e el diálogo, la confesión desempeñó un papel
histórico de psicoterapia.
En nuestro impreciso recuerdo, una encuesta de la década de 1950
—que lamentablemente no hemos podido rescatar y por tanto no hemos
reexaminado— arrojaba un n ú m e r o mucho mayor de infartos de m i o -
cardio entre los protestantes que entre los católicos. Y, en efecto, es ten-
tador relacionar la enfermedad —a m e n u d o producto de tensiones acu-
m u l a d a s - con la ausencia de confesión. Es una investigación que habría
que hacer de nuevo; pero hoy ya no es posible, porque los católicos ya
no se confiesan más que los protestantes...
En cualquier caso hubo confesados felices. Pascal J a r d í n ha relatado
así sus experiencias infantiles: "Guardo un bonito recuerdo de mi pri-
mera confesión. La oscuridad, la exigüidad del lugar, la voz susurrante
y cómplice del cura, la i m p u n i d a d temporal garantizada, el lujo m e n -
tal consiguiente, la generosidad del perdón, el alivio de la absolución,
3 4 6
un pater por toda penitencia; asombroso" .
Pero Jardín era un h o m b r e de su tiempo, y por eso también vivió el
divorcio entre la Iglesia y la modernidad. Añade: "Después, entre los
clérigos y yo las cosas se estropearon". Pero no por eso dejaba de reco-
nocer el bienestar que le h a b í a procurado la confesión, un alivio que
durante siglos h a b í a sentido la h u m a n i d a d sufriente. A ú n hoy hablan
de esto los últimos practicantes.
Por último h a y que incluir entre los haberes del confesionario la in-
troducción en nuestra sociedad de la idea del amor. Se objetará que el
término es m u y a m p l i o . Pero el aporte histórico cierto de Jesús fue ha-
258 La carne, el diablo y el confesionario

blar de amor en el sentido de benevolencia y caridad. En el sentido de


concupiscencia (eros), e incluso de vínculo sentimental, amor es un con-
cepto del cual el cristianismo no se ha n u t r i d o ; por eso la Iglesia lo
combatió, temiendo que el afecto y el calor entre seres h u m a n o s com-
pitiera con el amor hacia Dios. Todavía en el siglo XVII condenaba a los
q u e se casaban por inclinación, por "enamoramiento". En el sentido
de relación sexual, con su horrible perfume de placer de la carne, lo
hizo objeto de abominación. El rescate del amor entrevisto por los tro-
vadores - a u n q u e raro en la Edad Media— y ensalzado por la literatura
del siglo XVI se realizó contra las prescripciones de R o m a y fue obra de
la sociedad civil, en especial la del siglo XVIII.
De todos modos h a y que matizar. Pues el a m o r h u m a n o concupis-
cente no penetró en los corazones sin que, paradójicamente, la Iglesia
lo invitara.

A favor o en c o n t r a del a m o r

Ciertos teólogos, creemos haberlo mostrado, percibieron bien la fuerza


del a m o r y el sostén q u e p o d í a dar a la pareja. De J u a n Crisóstomo (si-
glo IV) a la definición del amor c o m o fin del m a t r i m o n i o realizada por
H e r b e r t D o m s ( 1 9 3 5 ) , p a s a n d o por las a n t i c i p a c i o n e s d e H u g o d e
Saint-Víctor (xil), Alberto M a g n o (xill), Dionisio el Cartujo (xrv), To-
más Sánchez y B ü s e n b a u m (xvil), se advierte un hilo q u e lleva al d í a
de nuestro siglo en q u e la Iglesia reconoció la i m p o r t a n c i a del senti-
m i e n t o amoroso y hasta del sexo en la vida m a t r i m o n i a l .
H a c e q u i n c e siglos san J e r ó n i m o lanzaba u n a c o n d e n a feroz: "El
a m o r de la belleza es olvido de la razón, casi locura: vicio odioso que
conviene harto poco al espíritu sano. Enturbia los sentimientos, aplasta
los espíritus grandes y generosos, los arrastra de los pensamientos altos a
los más bajos; los vuelve plañideros, irascibles, temerarios, duramente ti-
ránicos, servilmente halagüeños, inútiles a todos y en definitiva al amor
mismo. Pues cuando, insaciable, el hombre se inflama de deseo de goce
pierde m u c h o tiempo en sospechas, en lágrimas, en lamentos; se nace
odiar y por último alberga el odio en sí ( . . . ) . El hombre sabio amará a su
mujer con juicio, no con pasión. Dominará el arrebato de la voluptuosi-
347
dad y no se dejará arrastrar precipitadamente a la cópula" ' . ¿Se ha visto
alguna vez un texto más hostil al amor, al placer, a la conjunción sexual?
Luego hemos visto a Pío XII, en 1 9 5 1 , declarar q u e la búsqueda del
placer en la pareja no era falta. Era sólo el comienzo. En 1 9 5 6 el carde-
nal S u e n e n s a b u n d a b a : " L a p r i m e r a d e m a n d a d e Dios e n c u a n t o a l
acto de amor es q u e se base en el amor. H o y en día la Iglesia exige el
Conclusión 259

a m o r en el m a t r i m o n i o , rechazando toda u n i ó n q u e no se funde en


é l " . Q u é l a r g o c a m i n o : l a Iglesia c o n t e m p o r á n e a n o sólo e l o g i a e l
amor, sino q u e se interroga sobre su sinceridad.
En 1 9 8 8 un periodista se dirigió a monseñor Jacques Jullien, arzo-
bispo de Rennes y presidente de la C o m i s i ó n familiar del episcopado
francés, para preguntarle q u é pensaba la Iglesia de la cuestión sexual.
Varias generaciones de teólogos deben de haberse revuelto en sus t u m -
348
bas al oír la respuesta: "La Iglesia da un sí entusiasta a la s e x u a l i d a d " .
La fórmula era de impacto. Por supuesto que enseguida el obispo se
extendía: "Antes de hacer oír el no al divorcio, la anticoncepción y la
homosexualidad, debemos vocear nuestro sí a la vida sexual". Precisio-
nes que limitaban m u c h o el entusiasmo proclamado. El arzobispo sólo
aprobaba el amor dentro del matrimonio, y en sus formas tradicionales.
De todos modos era un avance considerable. Avance que al menos en
parte se debe a la confesión: por los problemas q u e ha suscitado con los
fieles, constantemente ha obligado a los teólogos a revisar posiciones.
Q u e d a por saber si u n a vez m á s la Iglesia no llega después de la ba-
talla. C u a n d o el amor se propagaba por doquier, incluso en las zonas
rurales del siglo XV1I1, ella aún favorecía el m a t r i m o n i o de razón. H o y
está contra las u n i o n e s de conveniencia y r e c l a m a el a m o r a voz en
cuello. U n o no p u e d e sino s i m p a t i z a r . . . ¿Pero se ha elegido bien el
m o m e n t o ? Pues, a veces, Occidente se pregunta si ha tenido la razón
en basar (o intentar basar) el m a t r i m o n i o en el amor.
H a y q u i e n dice q u e n i n g u n a sociedad fuera de la nuestra ha dado
tanta i m p o r t a n c i a a un sentimiento a fin de cuentas tan fugaz. D u r a n -
te siglos hemos negado el amor, el erotismo y el placer, valores q u e en
Persia o en C h i n a se han reconocido siempre, sin situarlos necesaria-
mente a tal altura. ¿Y ahora queremos coronar con el amor la pirámide
m a t r i m o n i a l ? S i n volver al m a t r i m o n i o por interés - s e r í a tan odioso
como imposible—, ¿es sagaz por parte de la Iglesia alabar el amor como ci-
m i e n t o m á s sólido de las u n i o n e s , sobre todo c u a n d o sabemos q u e ,
con el actual promedio de vida, éstas deberán durar unos cincuenta o
3 4 9
sesenta a ñ o s ? Es imposible obviar q u e la ascendente curva de divor-
cios coincide bastante con el a u m e n t o de los matrimonios por amor.
De m o d o que, para ser de veras favorable al amor, ¿no habría q u e serlo
también al divorcio, o al menos aceptar su posibilidad? Pero la Iglesia
rechaza el divorcio. Y además j u e g a eternamente con los dos sentidos
del amor: eros y ágape, v o l u n t a d de captura y don de sí.
U n a vez más ha caído en una contradicción fastidiosa. Está por el
m a t r i m o n i o . Pero, c o m o ha dicho Philippe Aries, la d u r a c i ó n no es
u n a idea moderna. Por tanto el m a t r i m o n i o no es moderno. En c a m -
b i o el a m o r e s t á de m o d a y la I g l e s i a a c a b ó por s e g u i r la o l a . El
problema es que, por moderno que sea, el amor no suele durar. El m a -
260 La carne, el diablo y el confesionario

trimonio de duración prolongada se aviene mal con las pasiones fuer-


tes, modernas, devoradoras. Un m a t r i m o n i o verdadero es u n a unión
que dura, independientemente de si ha pasado o no por la alcaldía. No
es o b l i g a d a m e n t e , pues, un m a t r i m o n i o de amor desde el comienzo,
sino un m a t r i m o n i o que consolidará el amor, lo alentará, lo hará crecer
3
y fundirá dos seres en u n a sola carne, dúo in una carne ™. Seguramen-
te la a l q u i m i a de las parejas modernas se ha vuelto un tanto complica-
da. La Iglesia no parece percatarse.
Por otra p a r t e , ¿ c o m p a r t e la g e n t e el e n t u s i a s m o de m o n s e ñ o r
Jullien? C u a n d o está a punto de acabar este siglo, ¿está realmente con-
vencida de que el amor da base a uniones estables? Las estadísticas di-
cen que, en el 7 5 % de los casos, los cónyuges provienen de la m i s m a
clase social, lo cual indicaría que el m a t r i m o n i o suele basarse más bien
en correspondencias económicas y culturales. Desde luego que esto no
excluye el a m o r . . . Pero no dejamos de pensar que, en la época del sida
y de cierta moderación sexual, la Iglesia vuelve a adoptar posiciones un
poco tardías. Declarándose de golpe y casi provocadoramente en favor
de la sexualidad y los matrimonios por amor -y sólo de ellos—, ¿no está
socavando más una sociedad cuya cohesión ya está en declive? A m e -
nos q u e sólo se trate de cortinas de h u m o , nuevos ropajes para ideas
viejas, como parecía sugerir la ambivalencia de monseñor Jullien. De
otro m o d o , conmovedora Iglesia, que u n a vez más intenta adaptarse al
gusto del d í a . . . de ayer, y corre con retraso detrás de un siglo pasado.

El lado negativo de la confesión

Llegamos ahora a la otra vertiente. Después de tantos siglos los aspec-


tos negativos son tan innegables como los positivos. M e d i a n t e la con-
fesión la Iglesia ha causado enormes pérdidas de energía y por largo
tiempo ha aterrorizado a su m u n d o .
Pero antes de pasar a estos puntos recordaremos lo difícil que es j u z -
gar con varios siglos de distancia cuestiones tan sutiles como la sensibi-
lidad h u m a n a , las conductas religiosas o los sentimientos secretos de
las personas. Se requiere u n a enorme prudencia. Observar desde el si-
glo XX hechos de otro tiempo, s i m p l e m e n t e leer un texto antiguo, es
situarse en perspectivas totalmente desplazadas con relación al tema.
En el terreno q u e nos interesa, Jean-Louis Flandrin ha probado q u e
ni siquiera entendemos igual las palabras. H o y la palabra enamorado es
simpática; hace unos siglos era sinónimo de juerguista, picaro y hasta
libidinoso y m a l i g n o . Por eso el m a t r i m o n i o por amor, noy tan ensal-
zado, no fue defendido ni siquiera por los poetas hasta el siglo XVII.
Conclusión 261

T a m b i é n se e n t e n d í a de otro m o d o la p a l a b r a puta. D e s i g n a b a a la
mujer lúbrica, la que no podía abstenerse de copular y buscaba ince-
santemente el placer. H o y señala a la q u e ejerce un oficio y, j u s t a m e n -
3 5 1
te, no e x p e r i m e n t a placer a l g u n o . Representaciones del todo dife-
rentes, resonancias mentales opuestas.
U n a a n é c d o t a nos p e r m i t i r á c o m p r e n d e r mejor la i n c i d e n c i a del
tiempo en el lenguaje y en las mentalidades y, esperamos, atenuar la se-
veridad de nuestros juicios sobre la confesión, que se ejerció fundamen-
talmente en un m u n d o donde el pecado, los crímenes, los valores y el
sentido de la vida eran completamente diferentes de los del nuestro.
En el presente trabajo, por ejemplo, buscando las razones de la repe-
tida condena del sexo, más o menos constante en la Iglesia de la Edad
M e d i a , hemos pensado al comienzo q u e acaso R o m a hubiera querido
protejer el linaje, y sobre todo la nobleza de la descendencia feudal. En
un m u n d o donde eran esenciales la sangre, la transmisión del nombre
y la herencia, la Iglesia habría sido hostil a todo cuanto pudiera produ-
cir bastardos, en particular las relaciones extraconyugales. Esta bella hi-
pótesis, q u e se aplica mejor a la burguesía decimonónica que a la época
del a m o r cortés, zozobra cuando uno lee un breve episodio de la vida
352
de Guillermo el Mariscal subrayado por Régine P e r n o u d .
Un día Guillermo, caballero de la corte de los Plantagenét, iba a ca-
ballo por un c a m i n o en compañía de su escudero. Le llamó la atención
u n a pareja de a pie q u e parecía s u m i d a en gran desasosiego. El hombre
era un monje, y acababa de a b a n d o n a r el monasterio para h u i r con
una mujer q u e había raptado. Lejos de despreciarlos, Guillermo los re-
confortó de todo corazón, explayándose con ellos en ese m a l de a m o -
res que propiciaba tantas equivocaciones. Ni una palabra de reproche.
Todo era culpa del diablo, mala suerte. En el m o m e n t o de separarse,
G u i l l e r m o preguntó a los fugitivos si tenían al menos de qué vivir.
- S í - le respondió el ex monje; - t e n g o cuarenta y ocho libras, las
prestaré y cobraré los intereses.
Entonces, el caballero explotó:
—¡Así q u e esperas vivir de la usura! ¡Por el Señor que no lo permiti-
ré! ¡ Q u e no escapen, escudero!
D i c i e n d o lo cual se lanzó sobre la pareja y entre golpes le arrebató
desvergonzadamente el dinero, que esa m i s m a tarde fue a distribuir
entre los pobres.
El episodio debe alertarnos contra cualquier interpretación demasia-
do diacrónica, sólo con los ojos de nuestra época. En los siglos XIV y XV
no todo el m u n d o consideraba al amor maldito; simplemente parecía
u n a locura, un peligro casi diabólico y doloroso. En cambio la Iglesia
enseñaba que la usura era un crimen espantoso. Sería un error, pues,
creer que confesión y castigo se dirigían únicamente a la sexualidad.
262 La carne, el diablo y el confesionario

No por esto es menos cierto que - e n t r e otros perjuicios— la confe-


sión significó u n a infinita pérdida de tiempo: c u a n d o menos todo el
dedicado a categorizar, clasificar y subdividir los pecados de la carne y,
más generalmente, a la casuística de los supuestos problemas del alma,
cuando estaban pendientes tantas cuestiones materiales e intelectuales.
Excelentes teólogos se agotaron formulando interminables definicio-
nes del mal y sus rostros. Un esfuerzo semejante se impuso a veces a los
p e n i t e n t e s . D a d a la i n f i n i t a c o m p l e j i d a d del p e c a d o no l l e g a b a n a
d i s t i n g u i r el venial del capital y se extraviaban en penosas preguntas
i n t e r i o r e s . Pese a sus c o n t r i b u c i o n e s , el p r o b a b i l i s m o a u m e n t ó las
complicaciones y por e n d e el cansancio. He aquí un texto de Castro
Palao, ejemplo de literatura teológica verdaderamente torturada e in-
comprensible aun para los especialistas: " C u a n d o se actúa según una
opinión probable, se actúa siguiendo la más probable si ha sido soste-
nida por un buen doctor, pues la opinión más probable es que se pue-
353
de actuar siguiendo la probable, o m i t i d a la más p r o b a b l e " . El m a -
nierismo teológico se convertiría en obstáculo de la m i s m a confesión
que pretendía facilitar. A la postre, todo aquello se volvió irreal, inútil
y vano. Se había perdido demasiado tiempo.
La confesión ha provocado m u c h a s lágrimas. Si a veces ha reconfor-
tado, si ha dado pruebas de buena voluntad, t a m b i é n ha frustrado y
atormentado las conciencias de los fieles. El C o n c i l i o de Trento h a b í a
p e d i d o a los confesores q u e no se c o m p o r t a s e n c o m o verdugos. S i n
e m b a r g o , en materia sexual, a q u í hemos reproducido interrogatorios
que debían de ser m u y duros de soportar. Abusando del escrúpulo, i n -
citándolo d e s m e d i d a m e n t e en sus ovejas, la Iglesia dio origen a patéti-
cos terrores. C h a t e a u b r i a n d cuenta q u e un día leyó u n a obra pavorosa
titulada Las confesiones mal hechas que, a n u n c i a n d o "suplicios eternos
por una sola falta disimulada", hacía que el lector vislumbrase "espec-
3 5 4
tros q u e arrastran cadenas y v o m i t a n llamas" .
Es evidente que uno de los objetivos de la confesión era dar al fiel
cierto consuelo, proporcionarle paz dentro de una concepción religiosa
q u e la constante evocación del mal, la muerte, los demonios y el infier-
no hacían terrorífica. C o n t r a d i c t o r i a m e n t e , sin e m b a r g o , el remedio
también asustaba, porque en vez de desviar al fiel de esos pensamientos
lo invitaba a renovarlos. La paradoja es evidente en un texto de monse-
ñor Gousset:

T a m b i é n se le p u e d e dar por p e n i t e n c i a q u e se d e t e n g a
unos instantes en el pensamiento de la muerte, el infierno
355
y la e t e r n i d a d .
Conclusión 263

U n a dramatización tan excesiva de la condición h u m a n a tenía que aca-


bar a b r u m a n d o a los cristianos. J e a n D e l u m e a u está persuadido: "Mis
investigaciones históricas me han convencido de que la imagen del Dios
punitivo y vengador ha sido un factor decisivo de la descristianización,
356
cuyas raíces son antiguas y p o d e r o s a s " .

La declaración de la falta, forma del discurso occidental

U n a consecuencia menos conocida de la confesión cristiana es que ha


institucionalizado en Occidente el vínculo entre la falta y su declara-
ción. Oralizando, por así decir, la falta, nos ha transformado - e n pala-
bras de Foucault— en "animales de confidencia". Las secuelas son innu-
merables. En la práctica judicial de los países católicos, a diferencia de
los protestantes, la confesión se considera de gran importancia, por lo
q u e a veces se pretende arrancarla a los sospechosos por medios bruta-
les. En cambio los tribunales británicos no la juzgan m u y convincente
ni se desvelan por obtenerla; siempre prefieren u n a acusación basada en
pruebas materiales. Así se respetan más los derechos de los inculpados.
La idea de q u e p a r a obtener perdón se debe confesar la falta fue
adoptada por el régimen soviético. La prueba fue la asidua práctica de
la autocrítica, un ejercicio q u e se exigía al militante comunista al m e -
nor error táctico o, más generalmente, a la menor divergencia con la
línea del partido. Sabemos que, en los casos más graves, los verdugos so-
viéticos empleaban todos los medios para obtener ese reconocimiento.
Por eso no asombra reencontrar el vocabulario de la confesión (subraya-
do a q u í en cursiva) en boca de u n a d i s i d e n t e . Se trata de Evguenia
S. Guinzburg, profesora de la universidad de Kazan y madre de dos hi-
jos, quien, arrestada en 1 9 3 7 , fue enviada al terrible campo siberiano
de Kolima y sólo rehabilitada en 1 9 5 3 , tras la muerte de Stalin. Su cri-
m e n era haber sido compañera de trabajo de un profesor acusado de
trotskismo. En el relato de su calvario leemos:

Es probable que, si hoy tuviese que volver a encontrarme


en u n a situación semejante, me arrepentiría... Grandes sa-
las repletas de gente se transformaban en confesionarios.
A u n q u e la absolución sólo se concedía con gran parsimo-
nia ( m u y a m e n u d o las declaraciones de arrepentimiento se
consideraban insuficientes), el caudal de arrepentidos a u -
m e n t a b a sin cesar. C a d a reunión tenía su m e n ú del día.
U n o s se arrepentían de no haber c o m p r e n d i d o correcta-
m e n t e la teoría de la revolución permanente; otros de ha-
264 La carne, el diablo y el confesionario

berse abstenido de v o t a r . . . Unos de haber sido sensibles a


residuos del chauvinismo de gran potencia; otros de haber
subestimado el segundo plan quinquenal; otro de haber co-
357
nocido personalmente a cierto pecador, e t c é t e r a ' .

No se trata, por supuesto, de responsabilizar al cristianismo —y en par-


ticular a la Iglesia católica— de los horrores de Stalin, pero es imposible
pasar por alto que el régimen soviético reprodujo aquello que la confe-
sión tenía de totalitario: saberlo todo sobre todo, llegar al fondo de las
conciencias. Por ateos que fueran, los interrogatorios comunistas con-
tinuaban con la verbalización de la culpa q u e desde hace siglos marca a
la civilización occidental.
De m o d o s i m i l a r e n c o n t r a m o s antecedentes de la a u t o c r í t i c a co-
m u n i s t a en la Iglesia. Nos referimos a las "culpas" en los claustros, las
declaraciones públicas, los "usos violentos que desposeían a los seres de
su d i g n i d a d y los a b a n d o n a b a n sin voluntad al poder de otro", según
palabras de Geneviéve R e y n e s , q u e ha estudiado escandalosos episo-
3 5 8
dios de la vida de las monjas de clausura en los siglos XVII y X V I I I .
En cierto n ú m e r o de órdenes, además de exigirles la confesión pro-
p i a m e n t e dicha de faltas privadas, una o dos veces por s e m a n a se tortu-
raba a las religiosas —muchas de las cuales habían entrado al convento
sin gran v o c a c i ó n - con la obligación de declarar las públicas, para lue-
go recibir penitencias severas. Si una culpable no se acusaba, hermanas
"celadoras" eran invitadas a denunciarla, a confesar por ella. En este
caso la penitencia era a ú n más gravosa.
¿Qué faltas podía cometer u n a pobre religiosa? M u y pocas y leves,
obviamente. Sin embargo estaban subdivididas. Las de primera culpa-
bilidad comprendían negligencias y torpezas: olvidar la campana, equi-
vocarse al cantar, hacer ruido, llegar tarde al refectorio. Las de segundo
grado concernían, por ejemplo, a la ausencia a un oficio. Las de tercero
y cuarto eran supuestamente graves: desobediencia, intento de h u i d a
del convento, negativa a ejecutar un castigo.
Todas las penas giraban esencialmente en torno a la h u m i l l a c i ó n . La
rea debía confesar, hablar, decir, reconocer, repetir, recalcar lo que te-
nía de pecadora e innoble. D e b í a acusarse diciendo: " M a d r e Reveren-
da, confieso mi culpa de haber alzado los ojos" (o haber sido curiosa,
etcétera). En ocasiones debía prosternarse a los pies de la superiora y
esperar a q u e ésta la autorizara a levantarse. Se le podía infligir varios
días de a y u n o o darle u n a cantidad de golpes de disciplina. D u r a n t e la
cena, a algunas les tocaba comer en el suelo o besar los pies de sus her-
m a n a s . Por ú l t i m o existía el castigo de doble encierro: reclusión en un
inpace, suerte de calabozo dentro del convento.
Conclusión 265

La Visitación, especialmente severa, comprendía 22 faltas de primera


culpabilidad, otras tantas de segunda y 17 de tercera, pues también en
esto había una tarifa. G. Reynes escribe: "Lo desconcertante de este sis-
tema coercitivo es que parece no dar valor alguno a la voluntad propia.
Tratados toda la vida como menores irresponsables, en caso de rebelión
359
los religiosos y religiosas eran asimilados a criminales p e l i g r o s í s i m o s " .
El tratamiento infligido a las monjas de clausura se relacionaba con
la defensa de su v i r g i n i d a d y su i n g e n u i d a d . En p r i n c i p i o el fin era
protegerlas de sí mismas —tan débiles—, del m u n d o —tan tentador-, del
diablo y la perfidia. "Vuestro sexo - l e s decía Ponchet a sus benedicti-
nas— es e n o r m e m e n t e débil si se le afloja la rienda, y por virtuoso q u e
sea el espíritu, si no es regido y d o m a d o , pronto se desvía de su santa
3 6 0
empresa" .
De m o d o q u e la locura de la confesión, la locura de someter al pe-
cador o la pecadora con el pretexto de mejorarlo, se desplegaba por
igual dentro y fuera de la Iglesia. No extraña que, durante el siglo XVIII,
en los círculos eclesiásticos empezaran a surgir reservas sobre los proce-
dimientos usados en conventos y monasterios.

O c c i d e n t e , ¿hijo de la confesión?

M á s allá del bien y el mal que ha hecho, ¿qué conclusión sacar de esta
mecánica que la Iglesia católica ha favorecido siempre? Antes que n a d a
h a y que insistir en su especificidad. Todas las religiones tienen una con-
cepción del pecado; algunas tienen incluso ritos de arrepentimiento y
perdón. Pero n i n g u n a ha concedido tanta importancia como el catoli-
cismo a la declaración detallada, regular, completa y siempre reiterada
de todas las faltas, sin hablar de la curiosa insistencia en las faltas de la
carne.
C o n esta actitud la Iglesia desbordó el marco teológico para inter-
venir en todo respecto a la vida corriente de los fieles; paso éste q u e no
dejaría de provocar fricciones. Pues un día muchos se darían cuenta de
que, en el tratamiento de los conflictos interiores, los psicólogos ha-
cían tanto bien como los confesores - s i no más— y no prohibían nada
ni infligían sanciones. Un católico de los años sesenta declaró con fran-
queza: "Si no me confieso más es porque he encontrado personas que
saben guiar el a l m a mejor q u e el c u r a . . . Un psicoanalista elegido por
3 6 1
m í m e aporta m á s " .
No obstante, las considerables dificultades con q u e se encontró la
confesión a lo largo de los siglos -y q u e h o y la vuelven en gran parte
caduca— se deben a otras razones, más relacionadas con el objetivo ofi-
266 La carne, el diablo y el confesionario

cial de reconociliar al pecador con Dios. Señalaremos dos: para i m p o -


ner la pureza cristiana empleó métodos contrarios a su propia ética y
así i n t i m i d ó a la gente; y a m e n u d o obtuvo resultados contrarios a sus
propósitos y tal vez poco cristianos.
En efecto, la confesión utilizó medios del control de la personalidad
que cuesta m u c h o conciliar con el mensaje de Cristo. Si miles de confe-
sores se mantuvieron en una actitud comprensiva y calurosa fue sobre
todo gracias a la calidad de sus personalidades. Las instrucciones oficia-
les solían ser coercitivas, irrespetuosas con la persona, brutales, perturba-
doras, y no cabe d u d a de que en ciertas épocas y ciertos confesionarios
se aplicaron inflexiblemente. De esto creemos haber dado suficientes
ejemplos. En materia sexual los interrogatorios se fueron haciendo cada
vez más profundos. Para que se obedecieran sus prohibiciones - p o r lo
demás p a r c i a l m e n t e - la Iglesia tuvo que blandir un c ú m u l o de imágenes
a n g u s t i a n t e s , i n c l u s o p a r a l i z a d o r a s . E n u n a m a n i o b r a tan dolorosa
como ilógica, para brindar paz usó el terror. Quiso reconfortar al peca-
dor, comenta Jean Delumeau, pero después de haberlo inquietado ella
misma: "Perdonó incansablemente, sí; ¿pero no amplió más allá de lo
3 6 2
razonable la lista y las circunstancias del pecado?"
Es probable q u e t a m b i é n h a y a fracasado en sus supuestas m e t a s .
¿Debía servir para moralizar las costumbres, para reservar el amor para
la concepción de los hijos en el marco de la unión marital y evitar des-
carríos? Entonces el resultado ha sido demasiadas veces opuesto. No es
imposible q u e , c o n d e n a n d o el sexo, d e m o n i z a n d o ciertas conductas
—con lo que las hacía conocidas para los ignorantes y más e m b r i a g a d o -
ras a los adictos—, haya i m p u l s a d o el desarrollo de conductas paralelas.
Llevando su lógica al absurdo terminó propiciando esas faltas con el
pretexto de evitar otras. Así, por ejemplo, hemos intentado demostrar
c ó m o el tan c o m b a t i d o coitus interruptus se c o n v i r t i ó en n e c e s i d a d
para quienes querían ocultar sus relaciones extraconyugales. Del m i s -
mo m o d o , h a b l a n d o sin cesar del sexo a los solteros y prohibiéndoles a
la vez su uso m á s habitual la Iglesia puede haberlos incitado a la m a s -
turbación, c u y a frecuencia, a partir del siglo XVI, parece haber a u m e n -
tado en Occidente a m e d i d a que se reforzaban los interdictos.
Sin e m b a r g o , ¿no significaron el freno puesto al sexo y su interiori-
zación un triunfo para la sociedad, si bien a contrario? Es posible, y no
inconciliable con fas tesis de Freud. Queremos decir q u e un grado de
neurosis espiritual habría p o d i d o incitar a los occidentales cristianos a
volcar la energía vital en otros fines q u e no fuesen el a m o r de la carne.
D e b e m o s a la concepción cristiana del pecado y la penitencia un nú-
mero apreciable de obras de arte, no sólo plásticas y arquitectónicas
sino t a m b i é n literarias. La confesión y el perdón obsesionan a V i g n y y
a L a m a r t i n e (en Jocelyn); y las m i s m a s nociones ocupan buena parte de
Conclusión 267

las reflexiones de H u y s m a n s o C l a u d e l . C h a t e a u b r i a n d y Verlaine pa-


recen modelados por la concepción cristiana de la carne; a título perso-
nal, no i m a g i n a n la m u e r t e sin el perdón del cura en n o m b r e de C r i s -
3 6 3
t o . D e h e c h o , todos los a r t i s t a s o c c i d e n t a l e s , i n c l u i d o s los m á s
m o d e r n o s o ateos, deben i n d i r e c t a m e n t e algo al c r i s t i a n i s m o ; hasta
R i m b a u d , Dalí, Bretón, B u ñ u e l o Sartre.
Bajando unos peldaños, ¿no desempeñó la confesión un papel en la
aparición de la literatura erótica del siglo XVIII, y luego en la pornogra-
fía? No nos cabe d u d a de que, a u n a su pesar, alentó Ta ensoñación eró-
tica, la polución, la delectación morosa. La literatura surgida de esta si-
tuación suele basarse en la prohibición, la transgresión y a veces en la
blasfemia. Ya no tiene nada que ver con la sana libertad y la vigorosa
buena conciencia de los cuentos lujuriosos de la Edad M e d i a . El paso
de éstos a aquélla refleja el a u m e n t o de las p r o h i b i c i o n e s . . . y la cre-
ciente voluntad de escarnecerlas por el sacrilegio.
En un plano más general cabe preguntarse si la represión cristiana
no ha impulsado no ya todas las formas del arte, sino también el deseo
de r o m p e r las cadenas, de forjar destinos nuevos, desarrollar pensa-
mientos y emprender viajes y proyectos insólitos. De esta insurrección
voluntaria, de esta revuelta provendría el particular despegue económi-
co e industrial de Occidente. Bien se sabe que la angustia es tanto un
i m p e d i m e n t o c o m o u n a poderosa levadura. Los instintos reprimidos
pueden sublimarse en creación. Asombra q u e culturas más abiertas al
sexo —pero también quizá más fatalistas, más apáticas, como el Islam o
el m u n d o hinduista—, sin dejar de producir hombres de genio, h a y a n
perdido el tren del m u n d o moderno. ¿Es posible q u e el h o m b r e occi-
dental, siempre interiormente insatisfecho, habituado por la confesión
al análisis psicológico doloroso, h a y a escapado a la angustia lanzándose
hacia fuera? Obligado a inventar para justificarse habría llegado antes
que otros a construir —para bien o para mal— la ciencia y la técnica que
a la larga le entregarían el resto del m u n d o . Son hipótesis por demos-
trar. Lo innegable es que la confesión ha m o l d e a d o la conciencia occi-
dental dotándola de características m u y particulares.
C o m o todos los animales el hombre siempre ha buscado sustraerse
al sufrimiento. En un t i e m p o la confesión le ofreció la p o s i b i l i d a d .
Pero cuando el dolor, en gran parte moral e infligido por quienes de-
bían aliviarlo, se volvió absurdo, automutilador, empezaron los movi-
mientos de rechazo. Era irremediable que, al elevarse al fin el nivel de
vida, al retroceder las angustias ancestrales ante las luces de la electrici-
dad y la razón, los confesionarios terminaran por vaciarse. Ya no había
m i e d o , o había m i e d o a otras cosas (porque el estrés no ha desapareci-
d o ) . Pero el confesor no era un seguro contra males modernos c o m o el
desempleo o la sordidez de las periferias.
: futuro la confesión? Cuesta creerlo, mientras m a n t e n g a 1;
r m a y la concepción inquisitorial. La deserción será irrepai
; q u e preste servicio a un sujeto nuevo e inesperado: la ]
i. Es ésta la q u e ganaría e n o r m e m e n t e haciendo un exam
ncia.
Lto a sus méritos - e n t r e ellos haber moldeado durante quii
•an parte de nuestro tesoro intelectual y a r t í s t i c o - la Iglesia
^aje histórico de grandes errores; y el hecho de no haberlos
) nunca con claridad la vuelve contra sí m i s m a y paraliza su

repasar las d e s d i c h a s de los infieles, j u d í o s , i n d i o s y t


¿quién negará q u e ha causado enormes sufrimientos a los c
incluso a los católicos? Las más intensas cruzadas eclesií
do "hacia el interior"; la confesión, orden imperativa de r
cubrirse y revelarse, ha o p r i m i d o a los propios creyentes,
terial no le faltaría. Jesús, que aportó respuestas y no preg
Mi y u g o es suave y mi carga leve". En contra de esta solici
se ha constituido largo tiempo en tribunal. Ha distribuk
las penas, m u y a m e n u d o entre inocentes. En su prontuar
demás de las ya mencionadas matanzas de herejes— la persec
irregulares sexuales o religiosos, la dramatización de la vid
le los fieles y el prolongado desprecio a las mujeres, es decir
que a media h u m a n i d a d . "La vocación de las mujeres es h
l", decía aún en nuestro siglo Francois M a u r i a c , eco de ui
ensión secular. Habría que juntar coraje y romper con todc
Iglesia siempre ha enseñado q u e la confesión serenaba y
a u n a nueva vía. ¿Por qué no aplica a sí misma un principi
salvarla? La desafección de los fieles es cierta y está claro qu
tianismo ha muerto. Quizá bajo otras formas, el cuerpo aúi
reanimarse. Un m u n d o sin brújula no haría oídos sordoí
¡e de amor.
y recientemente se ha producido un gesto. La Iglesia ha ex
ar por su pasada incomprensión de Galileo. También ha
s palabras respecto a los judíos. Pero sería preciso avanzai
:mplo, denunciar los crímenes de la Inquisición. Esto pern
mbién otros cristianos reconocieran sus errores. Tanto la I
Conclusión 269

do la imagen de un Jesús molesto que, por lo que sabemos, no corres-


ponde al personaje histórico. En el plano teológico tendría que revisar
el peso del pecado original y, en general, desdramatizar la religión. De-
bería reconocer que las ideas no son eternas.
Si la Iglesia no revisa algunos e l e m e n t o s doctrinarios, si no m i r a
con valor el pasado, podría poner en peligro su supervivencia. En todo
caso, negando su historia n u n c a podrá hacerla olvidar. Por el contra-
rio, reconociéndola podría despegarse de ella más fácilmente y así cap-
tar mejor los p r o b l e m a s a c t u a l e s , sobre todo si se reconcilia con la
ciencia. Si bien quizá no reclutaría millones de fieles, al menos se bene-
ficiaría con el respeto de todos.
Pero, ¿aceptará el aggiornamiento o seguirá acercándose al abismo? El
historiador trabaja con datos q u e llegan hasta su presente; no prevé el
futuro. Bastante difícil le parece ya prever el pasado. A lo sumo puede
observar que en los últimos años, pese a ciertas concesiones menores, el
catolicismo no parece estar en c a m i n o a la gran confesión liberadora
que, según muchos observadores cristianos, es su ú l t i m a oportunidad
de ponerse a la altura del siglo. Habrá que darse prisa. Los tiempos son
rápidos y breves, aun para una institución que se cree frente a la eter-
nidad.
Pero a R o m a parece tentarla sobre todo el fundamentalismo, el re-
pliegue sobre verdades establecidas, la reagrupación de un grupo de in-
trépidos elegidos en las catacumbas del origen. No sin razón la Iglesia
constata q u e la libertad sexual q u e tanto se le pidió q u e admitiera, y
hasta bendijera, ha e l i m i n a d o crispaciones, sí, pero no ha hecho a la
h u m a n i d a d más feliz. A las ideas políticas q u e desafiaron su a n t i g u a
autoridad tampoco les ha ido mejor. El cristianismo está mal, pero las
diversas ideologías que quisieron sustituirlo se han h u n d i d o por com-
pleto. Lo cual no invita a apostar por el modernismo.
Al m i s m o tiempo la Iglesia comprueba con rabia el éxito de sectas
militaristas y hasta oprimentes, o de religiones severas como el Islam.
Por eso siente la tentación de retroceder a posiciones estrictas, d o n d e
no hay espacio para aceptar los errores ni practicar aperturas.
C o n todo, reflexionando sobre la historia de la confesión, podría
apreciar mejor qué la ha perdido y, con valentía, sacar provecho de la
lección.
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1679. Tissot, Dr., L'onanisme, París, 1 7 6 0 . Ree-
Sánchez, Tomás ( 1 5 5 0 - 1 6 1 0 ) , De sancto dición: Le Sycomore, París, 1 9 8 0 .
matrimonii sacramento, París, 1602. Toledo, Fr., L'instruction desprétres qui
Schoonaerts, Examen confessariorum, contient sommairement tous les cas de
Douai, 1 7 6 2 . conscience, Lyon, 1 6 7 1 .
Scupoli, R. P. D. Laurent, Le combat spi- Tout commerce fiéquent et assidu entre les
rituel, dans lequel on trouve les moyens deux sexes hors dans le mariage, dange-
les plus sürs pour vaincre ses passions et reux pour l'un et pour l'autre (¿París?
triompher du vice, nueva edición, ;Hacia 1 7 3 0 ? ) .
Tours, Mame, 1 8 3 0 . Turlot, Nicolás, Le vray thrésor de la doc-
Segneri, P., L'instruction du pénitent, trine chrestienne en faveur des pasteurs,
1695. missionnaires et de tous ceux qui ont
—La sexualité pour une reflexión chré- charge d'ámes, Lyon, 1 6 3 5 y 1 6 6 3 .
tienne. Texto redactado por un gru- Valentini, Norberto, y Di Meglio, Clara,
po de estudios a petición del Conse- Le sexe au confessionnal, traducción
jo de la Federación Protestante de francesa, París, Flammarion, 1 9 7 3 .
Francia, Le Centurion-Labor et Fi- Vaneigem, Raoul, La résistance au ch-
des, 1 9 7 5 . ristianisme. Les hérésies des origines au
—Sexualités occidentales. Bajo la dirección XVllie siecle, Fayard, 1 9 9 3 .
de Philippe Aries et André Béjin. C o - V a n Laarhoven, J . , "Een Geschiedenis
lección Points, Communications 3 5 , van debiechtvader" en Tijdschrifi voor
París, 1 9 8 2 . Théologie, VII, 1 9 6 7 , pp. 3 7 5 - 4 2 2 .
S i m ó n , R. P. Hyppolite, Les vocations. V a n Ussel, J . , Histoire de la répression se-
D o c u m e n t s épiscopaux, mayo de xuelle, París, 1 9 7 2 .
1992. Vogel, Cyrille, Lepécheur et la pénitence au
Snoek, R. P. André, Confession etpsycha- Moyen Age, éditions du Cerf, 1 9 8 2 .
nalyse, Desclée de Brouwer, 1 9 6 4 . —La discipline pénitentielle de Gaule, Pa-
S o l é , J a c q u e s , L 'amour en Occident a rís, 1 9 5 2 .
l'époque moderne, París, 1976. —Pécheur etpénitence dans l'Eglise ancien-
Soto, Domingo de ( 1 4 9 4 - 1 5 6 0 ) , De na- ne, éditions du Cerf, 1 9 6 6 .
tura etgratia, Venecia, 1 5 8 4 . V o v e l l e , M i c h e l , Piété baroque et dé-
Speyr, Adrienne von, La confession, Na- christianisation en Provence au XVlüe
mur, 1 9 8 1 . siecle, Plon, 1 9 7 3 .
Steinberg, Leo, La sexualité du Christdans Watkins, O. D., A History of Pénitence,
l'art de la Renaissance et son refouie- Londres, 1 9 2 0 .
Notas

Introducción 1 1 . T. G o u s s e t , Théologie morale h


l'usage des cures et des confesseurs, Pa-
1. Sobre el balance negativo de la Igle- rís, 1 8 4 4 . Tercera edición, 1 8 4 5 , t.
sia (que no debe eclipsar el papel II,p. 4 9 .
positivo que desempeñó en la histo- 1 2 . T. Gousset, ob. cit., t. II, p. 5 1 .
ria) prestaremos atención a una voz Para este párrafo hemos utilizado
cristiana. Véase H. G u i l l e m i n , asimismo las obras de Cangiamila
L'affaireJésus, Le Seuil, 1 9 8 2 . y D i n o u a r t citadas en la b i b l i o -
2. J. Sutter, G. Michelat, J. Potel, La grafía.
France est-elk encoré un pays catholi- 1 3 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 7 1 4 .
que? Éditions du Cerf, 1 9 9 1 . Véase 1 4 . Decálogo. Éxodo, 2 0 , 1 - 1 7 . O t r a
asimismo H. Simón, Les vocations, versión en Deuteronomio, 5, 6 - 2 1 .
documentos episcopales, mayo de 1 5 . Éxodo, 2 0 , 2 0 .
1 9 9 2 , y para las cifras mundiales, 16. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 8 6 7 .
Quid, 1 9 9 3 . 1 7 . / t ó / , n.° 1 8 6 5 .
3. Catéchisme de l'Église catholique, Pa- 1 8 . Romanos, 1 1 , 3 2 .
rís, Mame et Plon, 1 9 9 2 . En espa- 1 9 . T. Gousset, ob. cit., 1 . 1 , p. 9 6 .
ñol: Catecismo de la Iglesia católica, 2 0 . O b . cit., t. I , p . 1 1 6 .
Madrid, Promoción popular cris- 2 1 . Mateo, 2 5 , 3 1 - 3 3 y 4 6 .
tiana, 1 9 9 2 . 2 2 . Salmos, 5 0 , 3.
4. J. Delumeau, Le Monde, 15 de di- 2 3 . H. Arendt, La crise de la culture,
ciembre de 1 9 9 2 . Gallimard, 1 9 7 2 , p. 1 7 4 .
5. N. Valentíni y C. di Meglio, Ilsesso 2 4 . P. J . Helias, Le cheval d'orgueil,
nel confessionale, Padua, 1 9 7 3 . Plon/Terre Humaine, 1 9 7 5 , p.
6. B. Carra de Vaux, La confession en 139.
contestation. 2 5 . Ob. cit., pp. 144-145¬
2 6 . Mateo, 5, 2 2 - 2 9 y Marcos, 9, 43¬
48.
Capítulo I 2 7 . Mateo, 1 3 , 4 1 - 4 2 .
2 8 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 0 3 5 .
7. Jean Delumeau, La peur en Occi- 2 9 . N. Valentini y C. di Meglio, Lesexe
dent, XlVe-XVIIIe siecles, Fayard, au confissionnal Flammarion, 1 9 7 3 ,
1978. p. 6 0 .
8. Marcos, 2, 1 7 . 3 0 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 7 0 7 .
9. Romanos, 5, 1 2 - 2 1 . 3 1 . R. P. C. Leuterbreuver, La confes-
1 0 . Mateo, 2 2 , 1 4 . sion coupée ou la méthode Jadíe pour
278 La carne, el diablo y el confesionario

se préparer aux confessions, París, 5 2 . Migne, Patrologie latine, 9 9 , col.


1 7 5 1 , p. 2 1 1 . 970.
3 2 . Citado por J. Delumeau, Lapeur en 53. Burchard, Decretum, 1 9 .
Occident..., p. 214. 54. Migne, ob. cit., col. 9 6 6 .
3 3 . 1 Corintios, 1 1 , 8 . 5 5 . Migne, ob. cit., col. 1 9 7 1 - 7 2 .
34. Tout commercefiéquent et assidu en- 5 6 . B. Carra de Vaux, ob. cit.
tre les deux sexes hors dans le mariage, 5 7 . Estos casos son citados por el abate
dangereux pour l'un et pour l'autre. A. Chamson, Pour mieux confesser,
Sin Tugar ni fecha (¿hacia 1730?), p. Arras, 1 9 4 8 .
164. 5 8 . H. Danet, ob. cit., p. 3 5 .
3 5 . Citado en nota en C. Fleury, Dis- 59. Omnis utriusque sexus fidelis, post-
cours sur les congrégations, 1691. quam ad annos discretionis pervene-
3 6 . Ob. cit., n.° 1 6 0 6 , p. 3 4 2 . rit, omnia sua peccata confiteaturfi-
3 7 . L 'ame penitente ou le Nouveau Pen- deliter, saltem semel in anno, proprio
sez-y bien (seguido de Combat spiri- sacerdoti, et injunctam sibi poeniten-
tuel), Tours, Mame, 1 8 3 0 . tiam studeatpro viribus adimplere.
3 8 . San Agustín, In epistolam Johannis 60. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 0 4 2 .
tractatus, 1, 6. 6 1 . M. Foucault, Histoire de la sexualité,
3 9 . Laurent Scupoli, Le combat spiri- I. "La v o l o n t é de savoir", G a l l i -
tuel..., edición de 1 8 3 0 , p. 2 2 1 . mard, 1 9 7 6 , p. 8 1 . Hay traducción
4 0 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 7 4 0 . española: Historia de la sexualidad
I. "La v o l u n t a d de saber", Siglo
XXI, Barcelona.
C a p í t u l o II 6 2 . Véase G. Bechtel, Gutenberg et l'in-
vention de ¿'imprimerie, Fayard,
4 1 . T. Gousset, Théologie morale..., II, 1 9 9 2 , p. 9 1 .
pp. 9 5 - 1 3 6 . 63. J. Delumeau, Rassurer et proteger,
4 2 . Mateo, 2 6 , 1 7 - 2 9 . Lucas, 2 2 , 7 - 2 3 . Fayard, 1 9 8 9 , p. 3 7 5 .
4 3 . Pontas, Dictionnaire des cas de cons- 6 4 . Marcos, 2, 5.
cience, Migne, 1 8 4 7 , 1 , 4 4 6 . 6 5 . Ob. cit., I, p. 1 7 2 .
4 4 . Juan, 2 0 , 2 3 . 6 6 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 7 1 .
4 5 . Romanos, 1, 2 3 - 2 5 y 7, 7. 6 7 . Une affaire d'inceste, Perrin, 1987,
4 6 . Jean-Claude Eslin, Esprit, octubre 7 7
P- •
1 9 8 8 , p. 1 4 6 .
6 8 . Migne, Encyclopédie théologique,
4 7 . Clemente de Alejandría, Stromates,
1 8 4 7 , t. 1 8 .
II, 1 3 .
6 9 . Summa Sancti Thomae hodiernis
4 8 . Tratado de la penitencia, citado en
academiarum moribus accomodata.
Henriette Danet, La confession et son
Reedición, París, 1 8 2 7 - 1 8 3 1 . Tra-
histoire, Mame, 1 9 8 3 (excelente obra
ducción francesa parcial: "Des dif-
de la cual hemos tomado las grandes
férentes luxures", París, éditions
líneas de la historia de la penitencia
Montaigne, 1 9 2 9 , pp. 1 1 1 - 1 1 2 .
en la Iglesia hasta el siglo vi).
7 0 . A b a t e A. C h a m s o n , Pour mieux
4 9 . Henriette Danet, ob. cit., p. 3 2 . confesser, Arras, 1 9 4 8 .
50. Mateo, 1 8 , 2 1 - 2 2 . 7 1 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 8 4 .
5 1 . Sobre la cuestión de los penitencia- 7 2 . T. Gousset, ob. cit., II, p. 4 1 0 .
les, deben leerse las obras funda- 7 3 . Hoy existe la confesión silenciosa,
mentales de J. T. N o o n a n , sobre seguida por las palabras de perdón
todo Contraception et mariage, édi- que el sacerdote pronuncia para to-
tions du Cerf, 1 9 6 9 , así como, de dos: "Que Dios nuestro Padre os
Jean Louis Flandrin, Le sexe et I'Oc- m u e s t r e su m i s e r i c o r d i a . Por la
cident, Le Seuil, 1 9 8 1 , y Un temps muerte y la resurrección de su Hijo
pour embrasser, Le Seuil, 1 9 8 3 . reconcilió al mundo con Él y envió
Notas 279

al Espíritu Santo para la remisión 1 0 3 . Sobre la relación entre la filosofía an-


de los pecados. Por el ministerio de tigua y el cristianismo son útiles los
la Iglesia, que os dé el perdón y la trabajos de J . - L Flandrin, sobre todo
paz. Y en n o m b r e del Padre, del L 'Église et le controle des naissances,
Hijo y del Espíritu Santo yo os per- Flammarion, 1 9 7 0 , la obra capital
dono vuestros pecados". de J . T. Noonan, Contraception et
74. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 6 0 . mariage, París, Ed. du Cerf, 1969, y
7 5 . Pontas, Dictionnaire..., t. 1 8 , I, el artículo de Michel Foucault "Le
445. combat de la chasteté", en Sexualités
76. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 5 5 . occidentales, Le Seuil, 1 9 8 2 .
7 7 . La grande confession generalle por 1 0 4 . Sobre esta cuestión véase la obra
scavoir cognoistre a tous bons Chrei- que ú l t i m a m e n t e ha renovado
tiens pour soy examiner et confesser nuestra visión: N. T a j a d o d , Les
tous ses pechez, París, s.f. (hacia porteurs de lumiére, Péripéties de
1520). L 'Église chrétienne de Perse, Hie-
7 8 . R. P. C. Leuterbreuver, ob. cit. vmesiécle, Plon, 1 9 9 3 .
79. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 5 8 . 1 0 5 . Isidorus Hispalenses, Etymologiae
8 0 . A b a t e A . C h a m s o n , ob. cit., n.° (en fase de traducción), libros IX y
631. XII, París, Les Belles Lettres, 1 9 8 4
8 1 . T. Gousset, ob. cit., II, 2 6 9 , 2 7 7 , y y 1986.
Pontas, ob. cit., I, p. 4 6 0 . 1 0 6 . Pontas, Dictionnaire..., ob. cit., I,
p. 394.
1 0 7 . Dragmaticon philosophiae, citado en
Capítulo 111 D. Jacquart y C. Thomasset, Se-
xualité et savoir medical au Moyen
8 2 . Génesis, 2, 1 8 - 2 5 . Age, PUF, 1 9 8 5 , p. 8 8 .
83. Levítico, 2 0 , 1 8 . 1 0 8 . J.-L. Flandrin, "fiomme et femme
8 4 . Génesis, 3 8 , 8 - 1 0 . dans le lit conjugal", en Le sexe et
8 5 . Juan, 1 3 , 3 4 . ¡'Occident, Évolution des études et
8 6 . Juan 8 , 1 - 1 1 . des comportements, París, Le Seuil,
8 7 . Mateo, 1 9 , 1 2 . 1 9 8 1 , collection Points Histoire,
8 8 . Mateo 1 9 , 6 y Marcos 1 0 , 6-9. pp. 1 3 2 - 1 3 4 .
8 9 . Mateo 1, 18 y Lucas 1, 3 0 - 3 7 . 1 0 9 . "Si autem vir, postquam seminavit,
9 0 . Mateo, 1 5 , 1 9 - 2 0 . se retrahat ante seminationem uxoris,
9 1 . Mateo, 5 , 2 7 - 2 8 . uxor potest se tactibus excitare. " Bo-
9 2 . Mateo, 2 2 , 3 0 . nacina, Summa theologica, De ma-
9 3 . 1 Corintios, 7, 1. trimonio, c. 205¬
9 4 . Calatas, 5, 1 6 - 2 1 . 1 1 0 . Alberto Magno, De animalibus, IX,
9 5 . 1 Corintios, 7, 2. tr. l , c . 1 , § 7 .
9 6 . Hebreos, 1 3 , 4. 1 1 1 . San Agustín, De bono conjugali, 2 4 ,
9 7 . 1 Corintios, 7, 3-5¬ 32.
9 8 . Romanos, 1, 2 6 - 2 7 . 1 1 2 . H . G . Riquetti, conde d e M i r a -
9 9 . 1 Corintios, 7 , 3 9 . beau, Erotika biblion, Roma (París),
1 0 0 . Romanos, 6, 1 2 - 1 3 . 1 7 8 3 , p. 1 3 4 .
1 0 1 . J.-L. Flandrin, L'Eglise et le controle 1 1 3 . T. Sánchez, De sancto matrimonii
des naissances, Flammaríon, 1 9 7 0 , sacramento, 9, 4 5 , 3 3 .
p. 2 6 . 114. Ibtd., 9, 4 5 , 3 7 .
1 0 2 . P. V e y n e , "L'homosexualité á 1 1 5 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 6 6 0 .
Rome", en Sexualités occidentales, 1 1 6 . Benedicti, La somme des peches, livre
bajo la dirección de Philippe Aries II, c. 9.
y A n d r é B é j i n , Le S e u i l , París, 1 1 7 . Sobre la historia de las interdiccio-
1982. nes del aborto y la anticoncepción
280 La carne, el diablo y el confesionario

en el cristianismo, véase J.-L. Flan- 1 3 4 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 7 .


drin, L 'Eglise et le controle des nais- 1 3 5 . J o h n J . M c N e i l l , Les exclus d e
sances, Flammarion, 1 9 7 0 . l'Eglise, éditions Filipacchi, París,
1 1 8 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 2 7 0 - 7 1 . 1993.
1 1 9 . F. C. R. Billuart, Des diferentes
luxures, 1 7 4 6 - 1 7 5 1 , traducción
francesa, París, Montaigne, 1 9 2 9 , Capítulo IV
art. 8.
1 2 0 . Dissertation in sextum decalogi prae- 1 3 6 . F. C. R. Billuart, Des diferentes lu-
ceptum et supplementum aatracta- xures, pp. 1 8 5 - 1 8 6 .
tum de matrimonio, Le Mans, 1 3 7 . La méthode que Ion doitgarder dans
1827, 2 , 4 . l'usage du sacrement de pénitence,
1 2 1 . San Agustín, Costumbres de los ma- pour donner ou différer l'absolution,
niqueos, 1 8 , 6 5 . París, 1 6 7 9 , p. 1 6 .
1 2 2 . San Clemente, Pedagogo, 2, 1 0 , 9 3 . 1 3 8 . A b a t e A. C h a m s o n , Pour mieux
1 2 3 . Véase J . T. Noonan, Contraception confesser, § 6 4 3 .
et mariage, París, éditions du Cerf, 1 3 9 . J.-B. Bouvier, Dissertatio..., 3 , 1 .
1 9 6 9 , p. 2 1 1 . 1 4 0 . T. Gousset, Théologie morale..., I,
1 2 4 . Cangiamila, canónigo teologal de p. 8 4 .
Palermo, Abrégé d'embryologie sa- 1 4 1 . Abate A. Chamson, ob. cit., § 6 2 7 .
etee, París, 1 7 6 2 . 1 4 2 . N. V a l e n t i n i y C. di Meglio, Le
1 2 5 . T. Gousset, Théologie morale..., Sexe au confessionnal, Padua, 1 9 7 3 .
1844: "Tempore lactationis nulla T r a d . f r a n c , París, F l a m m a r i o n ,
lege prohibitum est uti matrimonio ", 1 9 7 3 , p. 1 3 7 .
II, 5 9 7 . 1 4 3 . Pontas, Dictionnaire..., I, 5 2 7 .
1 2 6 . J . - L . Flandrin, Un temps por em- 1 4 4 . M . Lenfant, Examen de conscience,
brasser. Aux origines de La morale se- suivi d'exercises pour la confession,
xuelle occidentale (vie-Xle siecle), Pa- Namur, 1 8 7 5 , p. 3 7 .
rís, Le Seuil, 1 9 8 3 . 1 4 5 . Abate A. Chamson, ob. cit., § 6 3 1 .
1 2 7 . Silvestre, Summa summarum: "Mo- 1 4 6 . La grande confession generalle por
dus naturalis, quantum adsitum, est scavoir cognoistre a tous bons Chres-
ut mulier jaceat in dorso et vir super tiens pour soy examiner et confesser
ventrum ejus incubat, observans ad tous ses pechez, si y sf (¿París?, hacia
seminandum vas debitum ". Véase 1 5 1 0 ) , p. 3.
también Sánchez, De matrimonio, 1 4 7 . Doctrinalde sapience, Troyes, 1604.
libro IX, d. 1 6 , n.° 1. 1 4 8 . F. C. R. Billuart, ob. cit., artículo
1 2 8 . Savonarola, Practica major, 6, 20, 2 8 . 16.
1 2 9 . P. de La Palud, Commentaires sur les 1 4 9 . J.-B. Bouvier, ob. cit., 4 , 1 .
sentences, d. XXXI, q. 3, art. 2. 5.°. 1 5 0 . R P. P. J. C. Debreyne, Moechialo-
1 3 0 . Cuento citado por Roberto Zappe- gie..., p. 183.
ri, L'homme enceint, París, PUF, 1 5 1 . Pontas, ob. cit., II, 5 9 9 .
1 9 8 3 , p . 1 3 1 , y retomado por D . 1 5 2 . R P. Debreyne, ob. cit., p. 1 8 3 .
Jacquart y C. Thomasset, Sexualité 1 5 3 . J . Bouchet, Les triomphes de la noble
et savoir medical au Moyen Age, et amoureuse dame, 1541.
PUF, 1 9 8 5 , p. 1 8 5 . 1 5 4 . M l l e . de Saint-Géhan, Directives
1 3 1 . Le Deuxibne Sexe, París, 1 9 4 9 , col. aux cheftaines de nos patronages,
Idées/Gallimard, I, p. 5 8 . Hay tra- 1913.
ducción al español: El segundo sexo, 1 5 5 . Abate A Chamson, ob. cit., § 6 8 4 .
Siglo XX, Buenos Aires. 1 5 6 . Anécdotas citadas por Antonio Ma-
1 3 2 . Pontas, ob. cit., col. 5 6 3 . ría Claret, La llave de oro o serie de
1 3 3 . "Supplément au Traite du maria- exhortaciones, Barcelona, 1 8 8 0 , 1 0 .
ge , 1. 1 5 7 . Ob.cit., § 6 3 8 .
Notas 281

1 5 8 . Les voix de la cathédrale, boletín pa- 1 8 2 . A. de Ligorio, Praxis confessarii,


rroquial de Saint-Etienne de Saint- Opera moralia, n.° 6 4 .
Brieuc, 20 de abril de 1 9 5 2 . 1 8 3 . F. C. R. Billuart, ob. cit., art. 1 6 .
1 5 9 . Ob.cit., II, 6 3 . 1 8 4 . Pontas, Dictionnaire..., I, 1 7 3 .
1 6 0 . "Balzac, Honoré de, Omnes fabu- 1 8 5 . Les triomphes de la noble dame, ed.
lae amatoriae. Hugo, Víctor, No- de 1 5 4 1 , p. 2 4 4 .
tre-Dame de París. Stendhal, 1 8 6 . "Mulier quae permittit se tangí im-
H e n r y Beyle de, Omnes fabulae pudicepeccat mortaliter". Ob. cit., I,
amatoriae. Index librorum prohi- p. 2 8 9 .
bitorum, anno 1 9 3 8 . 1 8 7 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
1 6 1 . N. Valentini y C. Di Meglio, ob. cit., p. 3 1 .
cit., p. 1 1 8 . 1 8 8 . Abate Lenfant, Examen de conscien-
1 6 2 . Saint Joseph ou la question ouvriére c e , 1844.
d'apres l'Evangile, 1876. 1 8 9 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
1 6 3 . Traite des jeux et divertissements, Pa- cit., p. 3 2 .
rís, 1 6 9 6 . 1 9 0 . Ibid, p. 3 4 .
1 6 4 . Bouvier, ob. cit., 3,3. \9\.lbíd.,p. 42.
1 6 5 . Citado en Collin de Plancy, Anee- 1 9 2 . J.-B. Bouvier, Dissertatio..., ob. cit.,
dotes du dix-neuvieme siecle, 1821. 4,1.
1 6 6 . Le cheval d'orgueil, 1 9 7 5 , p. 1 3 7 . 1 9 3 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
1 6 7 . L'Indicateur paroissial de Guenrouet cit., p. 4 2 .
( L o i r e - I n f é r i e u r e ) , 3 de abril de 1 9 4 . J. Bridaine, Sermons, instructions sur
1938. le mariage, edición de 1 8 2 5 , p. 1 3 4 .
1 6 8 . Abate A. Chamson, ob. cit., § 6 7 5 . 1 9 5 . R P. P. J. C. Debreyne, ob. cit., p.
1 6 9 . Dictionnaire apostolique. 173.
1 7 0 . O b . cit., § 6 8 9 - 6 9 0 . 1 9 6 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 0 .
1 9 7 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
cit., p. 8 1 .
Capítulo V 1 9 8 . Para la progresión de los nacimien-
tos ilegítimos, véanse cifras detalla-
1 7 1 . Pedro Lombardo, Sentencias, 4, 2 6 , das en el capítulo IX.
2. 1 9 9 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
1 7 2 . Santo Tomás, Suma teológica, I, 9 8 , cit., p. 8 8 .
2, respuesta a la objeción 3. 2 0 0 . Ibíd, ob.cit., p. 4 1 .
1 7 3 . T. Gousset, Théologie morale..., I, 2 0 1 . F. C. R. Billuart, ob. cit., art. 2. J . -
p. 2 8 5 . B. Bouvier, ob. cit. 2.
1 7 4 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 1 . 2 0 2 . Ob. cit, I, col. 4 2 5 .
1 7 5 . A b a t e A. C h a m s o n , Pour mieux 2 0 3 . Ses. 2 4 , cap. 8, de la reforma del
confesser, 1 9 4 8 , § 6 4 4 . matrimonio.
1 7 6 . J . Savonarola, Confessionnal, Peches 2 0 4 . J.-B. Bouvier, Disertatio. ..,2.
contre le sixieme commandement. 2 0 5 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 9 0 .
MI. O b . cit., n.° 2 3 5 3 . 2 0 6 . O b . cit., 2, 2.
1 7 8 . Penitencial de Beda, capítulo De 2 0 7 . San Agustín, De ordine, libro II,
fomicatione. cap. IV, 6, 1 2 .
1 7 9 . S a n Fulgencio: "La f o r n i c a c i ó n 2 0 8 . A. de Ligorio, Theologia moralis,
siempre es gravemente c r i m i n a l , Besancon, 1 8 2 8 , p. 2 1 2 ss.
pero sin duda menos para los céli- 2 0 9 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 5 .
bes que para el hombre casado". 2 1 0 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
1 8 0 . R. P. P. J. C. Debreyne, Moechialo- cit., p. 7 9 .
gie, 1 8 4 6 , p. 9 4 . 2U. fbtd.,p. 65.
1 8 1 . F. C. R. Billuart, ob. cit., pp. 28¬ 2 1 2 . Monseñor Claret, La llave de oro,
29. cap. II.
282 La carne, el diablo y el confesionario

Capítulo VI Capítulo VII

2 1 3 . R. P. P. J. C. Debreyne, Moechialo- 2 3 7 . J. Bridaine, Instruction sur le maria-


gie..., p. 68. ge, V , p. 1 6 2 .
2 1 4 . Monseñor Claret, La llave de oro. 2 3 8 . J.-B. Bouvier, Dissertatio..., ob. cit.,
2 1 5 . R. P. R. Louvel, Traite de la chaste- 2.
té. Questionnaire a l'usage des confes- 2 3 9 . Abate Moulet, Compendium a
seurs pour interroger les jeunes filies l'usage des séminaires, 1843.
qui ne savent pos ou n 'osent pasfaire 2 4 0 . Catecismo, 1 9 9 2 , n . ° 2 3 8 1 .
laven de leurspeches d'impureté, Pa- 2 4 1 . Réveilkz-vous, periódico francés de
rís, sin fecha (hacia 1 8 5 0 ) . los Testigos de Jehová, 22 de agosto
2 1 6 . San Clemente, Pedagogo, 2, 1 0 , 9 1 . de 1 9 7 4 .
2 1 7 . A. M. Claret, ob. cit., cap. I. 2 4 2 . A. de Butrio, Directorium ad confi-
2 1 8 . T. Gousset, Théologie morale..., I, tendum, 1474.
p.285. 2 4 3 . Bernardino de Siena, Sermones será-
2 1 9 . Becker, Onania or the heinous sin of ficos, 19, 3.
selfpollution. 2 4 4 . J. Bouchet, Les triomphes..., ob.
2 2 0 . De morbis manustupratione, tradu- cit., p. 1 4 6 .
c i d o al f r a n c é s c o n el t í t u l o de 2 4 5 . Monseñor A. M. Claret, ob. cit., p.
L 'onanisme, Dissertation sur les ma- 255.
ladies produites par la masturba- 2 4 6 . R. P. R. Louvel, Traite de la chaste-
tion, París, 1 7 6 0 . té, París, sf. (hacia 1 8 5 0 ) .
2 2 1 . J . - B . Bouvier, ob. cit., cap. 3, 4. 2 4 7 . Pontas, Dictionnaire..., I, 1 1 0 , y I,
2 2 2 . R P. Debreyne, ob. cit., p. 9. 129.
2 2 3 . T. Gousset, Théologie morale..., 1, 2 4 8 . R P. P. J. C. Debreyne, Moechialo-
p. 3 0 2 . gie..., p. 344.
2 2 4 . F. C. R. Billuart, ob. cit., artículo 2 4 9 . G. Rosemondt, Confessionale.
11. 2 5 0 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
2 2 5 . J. Gerson, Tractatus de confessione cit., p. 1 6 7 y 1 8 7 .
molliciei. 2 5 1 . An sit mortak, si vir immitatpuden-
2 2 6 . G . Huygens, La méthode que l'on da in os uxoris.
doitgarder dans l'usage du sacrament 2 5 2 . R. P. Louvel, ob. cit., p. 2 8 9 .
de pénitence, París, 1 6 7 9 , p. 2 7 . 2 5 3 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
2 2 7 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 2 . cit., p. 1 5 6 .
2 2 8 . Acta apostólica sedis, 2 de agosto de 2 5 4 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
1 9 2 9 , t. 2 1 , p. 3 9 0 . cit., pp. 1 4 8 , 1 6 2 y 1 6 8 .
2 2 9 . A. Bonal, Tractatus de virtute casti- 2 5 5 . Les disciplines ecclésiastiques et la re-
tatis ad usum seminariorum, edición ligión chrétienne, 2, 5, 8.
de 1 9 0 3 , p. 1 2 9 . 2 5 6 . T. Gousset, Théologie morale..., II,
2 3 0 . Expositio supra librum CanonisAvi- 598.
cenne, Lyon, Jean Trechsel, 1 4 9 8 , 2 5 7 . Decisiones sanctae sedis, 1 8 5 3 , p. 2 1 .
libro III, 2 0 , 1. 2 5 8 . A b a t e A. C h a m s o n , Pour mieux
2 3 1 . San Bernardino, La religión cristia- confesser, 1 9 4 8 , § 7 4 8 .
na, 17, 1, 1, y Sermones seráficos, 2 5 9 . M. Le Maistre, Questions morales,
19,1. II, folio 4 8 .
2 3 2 . Pontas, ob. cit., I, 4 5 7 . 2 6 0 . N. Valentini y C. di Meglio, ob.
2 3 3 . Levítico, 1 8 , 2 3 . cit.,pp. 1 5 8 , 1 9 7 y 1 9 4 .
2 3 4 . J.-B. Bouvier, ob. cit., 4, 1. 2 6 1 . Abate A. Chamson, ob. cit., § 7 6 7
2 3 5 . R. P. D. R Louvel, ob. cit., cap. 1. ss.
2 3 6 . M . Azoulai, Les peches du Nouveau
Monde..., Bibliothéque Albin M i -
chel, 1 9 9 3 , p. 1 2 1 .
Notas 283

C a p í t u l o VIII 2 8 4 . B. Bro, Le secretde la confession, édi-


tions du Cerf, 1 9 8 3 , p. 7.
2 6 2 . J . Gerson, De arte audiendi confes- 2 8 5 . B. Carra de Vaux, ob. cit., p. 3 1 8 .
siones, col. 4 4 8 . 2 8 6 . Le crime de lAnglais, Flammarion,
2 6 3 . R. P. P. J. C. Debreyne, Moechialo- 1979.
gie..., pp. 7 3 - 7 4 . 2 8 7 . J . T. Noonan, Contraception et ma-
2 6 4 . Conferencias eclesiásticas de la dió- riage..., 1969.
cesis de Amiens sobre la penitencia, 2 8 8 . J. Lacouture, LesJésuites, 2 v o l , París,
1695. éditions du Seuil, 1 9 9 1 - 1 9 9 2 .
2 6 5 . J. Gerson, ob. cit., col. 4 4 9 . 2 8 9 . T. Gousset, Théologie morale..., II,
2 6 6 . Sobre esta cuestión histórica, véase 245.
J . T. Noonan, Contraception et ma- 2 9 0 . Ibíd, II, 2 4 0 .
riage, p. 2 1 6 ss. 2 9 1 . Jean Delumeau, L 'aveu et le pardon,
2 6 7 . R. P. Debreyne, ob. cit., p. 3 3 9 . Fayard, 1 9 9 0 , p. 84.
2 6 8 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. 2 9 2 . A. de Escobar, Líber theologiae mo-
cit., pp. 3 8 y 6 3 . ralis, 1 6 4 4 .
2 6 9 . Abate A. C h a m s o n , Pour mieux 2 9 3 . A. Arnauld, De lafréquente commu-
confesser, § 6 2 9 . nion, París, 1 6 4 3 , pp. 4 8 0 y 5 3 9 .
2 7 0 . Lepédagogue chrétien, 1 6 5 0 , p. 3 6 4 . 2 9 4 . C. Leuterbreuver, ob. cit., 1 7 5 1 , p. 9.
2 7 1 . M . Azoulai, Les peches du Nouveau 2 9 5 . Le catholicisme entre Luther et Vol-
Monde, ob. cit., p. 6 3 . taire, París, PUF, 1 9 7 1 y 1 9 7 8 .
2 7 2 . Hostiensis, Suma, 5, Penitencia y 2 9 6 . G . Huygens, La méthode..., o b .
remisión, 49. cit., p. 5 6 .
2 7 3 - R. P. Debreyne, ob. cit., p. 3 4 2 . 2 9 7 . O b . cit., p. 1 0 .
2 7 4 . Les silences du colonelBramble, París, 2 9 8 . T. Gousset, ob. cit., II, p. 2 4 7 .
1 9 3 5 , p. 7 6 . 2 9 9 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 5 3 .
2 7 5 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. 3 0 0 . J. Delumeau, l'aveu et le pardon, Fa-
cit., p. 6 8 . yard, 1 9 9 0 , p. 1 5 1 .
2 7 6 . T. Gousset, Théologie morale..., II, 3 0 1 . C h . de Lacios, Les liaisons dangereu-
p.261. ses, carta LXXXI.
2 7 7 . Ob. cit., p. 7 3 - 7 4 . 3 0 2 . Práctica de los confesores, 4 1 .
2 7 8 . O b . cit., "Consejos al confesor so-
bre la conducta que debe tener res-
pecto a aquellos que se han dado al Capítulo X
vicio y particularmente a las muje-
res que se entregan a la masturba- 3 0 3 . Usamos la palabra "descristianiza-
ción". ción" en el sentido más general de
2 7 9 . Francisco de Sales, Advertencia a los "pérdida de la fe cristiana". No en-
confesores, p. 2 8 5 . tramos en el debate acerca de si, an-
2 8 0 . R. P. R. Louvel, ob. cit. tes de 1 7 8 9 , Francia y Europa esta-
2 8 1 . Ob. cit., 2, apéndice. ban verdaderamente cristianizadas,
cosa que algunos niegan, disminu-
yendo así la importancia del fenó-
Capítulo IX meno que nos ocupa. No obstante,
por alejado que esté de los proble-
2 8 2 . A. Lottin, Vie et mentalité d'un li- mas de la confesión del pecado car-
llois sous Louis XIV, Lille, 1 9 6 8 . nal, el tema es apasionante. El lec-
2 8 3 . Citado por J . Delumeau, L 'aveu etle tor se referirá a Gabriel Le Bras,
pardon..., Fayard, 1 9 9 0 , p . 1 9 , obra Cahiers d'Histoire, 1964, IX, pp.
capital a la que debemos buena par- 9 2 - 9 7 , y a J. Delumeau, Le catholi-
te de la información histórica sobre cisme entre Luther et Voltaire, PUF,
los debates internos de la Iglesia. 1971.
284 La carne, el diablo y el confesionario

304. Piété baroque et décbristianisation en 3 2 4 . Véase J.-L. Flandrin, L'Eglise et le


Provence, París, Plon, 1 9 7 3 . controle des naissances, Flammarion,
305- G. Cholvy, Géographie religieuse de 1970.
l'Hérault, PUF, 1 9 7 8 , p. 4 4 1 y pas- 3 2 5 . Abate Chamson, ob. cit., § 7 3 0 .
sim. 3 2 6 . H. Doms, Vom Sinn undZweck der
3 0 6 . P.-L. Courier, Le célibat des prétres Ehe, Breslau, 1 9 3 5 - T r a d u c c i ó n
et la confession des femmes, 1826. francesa: Du sens et de la fin du ma-
Véase también: Prétres, mariez-vous. riage, París, 1 9 3 7 .
3 0 7 . J. Michelet, Du prétre, de la femme, 3 2 7 . Acta apostolicae sedis, 4 3 , 8 4 5 .
de la famille, París, 1 8 4 5 . 3 2 8 . B. Carra de Vaux, ob. cit., p. 2 5 0 .
3 0 8 . P. Larousse, Gran dictionnaire..., 3 2 9 . / t ó ¿ , p . 252.
art. "Confession", p. 9 0 0 , col. 1. 3 3 0 . Ver la carta apostólica de Juan Pa-
3 0 9 . Se debe a Leo Taxil —su verdadero blo II titulada Mulieris dignitatem,
n o m b r e era G a b r i e l - A n t o i n e J o - Documents des Eglises, éditions du
gand-Pages— al menos una decena Cerf, 1 9 8 8 , así como los primeros
de obras, entre otras La Bible amu- textos de Pío XII (Pacem in tenis,
sante, Le cuite du grand architecte, 1963).
Le diable et la révolution, La Franc- 3 3 1 . Journal officiel (Diario oficial), Se-
Maconnerie dévoilée et expliquée, Pie nado francés, 6 de diciembre de
LX devant l'Histoire, La vie de Jésus, 1 9 6 7 , p. 2037.
así como dos trabajos que concier- 3 3 2 . Declaración de Butros Gali durante
nen más d i r e c t a m e n t e a nuestro las VI Jornadas Mundiales sobre el
tema: Les jocrisses de sacristie (París, sida, Naciones U n i d a s , 1 de di-
1 8 7 9 ) y Les livres secrets des confes- ciembre de 1 9 9 2 .
seurs dévoilés aux pires de famille 3 3 3 . Encíclica Casti connubii, del 31 de
( 1 8 8 4 , edición aumentada en diciembre de 1 9 3 0 : Acta apostolicae
1899). sedis, a. 2 2 , 1 9 3 0 , pp. 5 5 9 - 5 6 0 . Pío
3 1 0 . Mateo, 1 6 , 1 9 . XII, 8 de enero de 1 9 5 6 : DC 1 9 5 6 ,
3 1 1 . L. Taxil, Les livres secrets des confes- n.° 1 2 1 7 , col. 87¬
seurs. .., edición de 1 8 9 9 , p. 99. 3 3 4 . Declaración de monseñor Jullie y
3 1 2 . Les livres secrets..., p. 1 4 . del padre De Dinechin, Le Monde,
3 1 3 . Pontas, Dictionnaire..., ob. cit. 31 de octubre de 1 9 9 2 .
3 1 4 . Les livres secrets..., p. 129. 335. Le Monde, 9 de febrero de 1 9 9 3 , p. 8.
3 1 5 - Pontas, ob. cit., I, 4 3 8 . 336. Ver en particular la Instrucción sobre
3 1 6 . J . - B . Bouvier, ob. cit., p. 4 8 - 4 9 . el respeto a la vida humana naciente
3 1 7 . Le peché et la peur, La culpabilisa- y la dignidad de la procreación, he-
tion en Occident, Fayard, 1 9 8 3 , p. cha pública en Roma el 10 de mar-
518. zo de 1 9 8 7 . Véanse también las nu-
3 1 8 . M. Jugié, Pénitence dans l'Eglisegré- merosas declaraciones de Pío XII
co-russe, D . T . C . XIII, t. I ( 1 9 3 3 ) , sobre la fecundación artificial, en
col. 1 1 3 5 . Biologie, médecine et éthique, textos
3 1 9 . Citado en G. Bouchard, Le village del Magisterio católico reunidos y
inmobile..,, Plon, 1 9 7 2 , p. 2 9 1 . presentados por Patrick Verspieren,
3 2 0 . B. Carra de Vaux, La confession en Le Centurión, 1 9 8 7 .
contestation, p. 1 3 . 3 3 7 . Instrucción..., 10 de marzo de
3 2 1 . B. Carra de Vaux, ob. cit., pp. 2 3 , 1987.
3 1 9 y passim. 3 3 8 . H. Tincq, Le Monde, 12 de marzo
3 2 2 . B. Carra de Vaux, ob. cit., p. 2 5 3 . de 1 9 8 7 , p. 1 1 .
3 2 3 . Populations et sociétés, boletín men- 3 3 9 . Les fonctionnaires de Dieu, Albin
sual del INED, abril de 1 9 9 3 . In- Michel, 1 9 9 3 .
formación aparecida en Le Monde 3 4 0 . Conferencia en la facultad de Medi-
del 13 de abril de 1 9 9 3 . cina de París, el 19 de marzo de
Notas 285

1 9 9 3 , recogida en Le Monde, 21 de 3 5 0 . P. Aries, "L'amour dans le marta-


marzo de 1 9 9 3 . ge", en Sexualités occidentales, Le
Seuil, 1 9 8 2 , colección Points, pp.
146-147.
Conclusión 3 5 1 . Le sexe et l'Occident, Le S e u i l ,
1 9 8 1 , colección Points Histoire,
3 4 1 . G. Minois, Le confesseur du roi... p. 1 1 9 .
3 4 2 . F. Bluche, LuisXIV, p. 8 5 8 . 3 5 2 . Héloise et Abélard, Albin Michel,
3 4 3 . Histoire de la sexua lité. I. "La vo- 1 9 7 0 , pp. 7 5 - 7 6 .
lóme de savoir", Gallimard, 1 9 7 6 , 3 5 3 . F. de Castro Palao, Optts morale,
p. 9 6 . p.5.
3 4 4 . Sobre las causas de la represión de 354. Mémoires d'outre-tombe, II, 3.
la sexualidad se leerán con prove- 3 5 5 . T. Gousset, Théologie morale..., II,
cho los trabajos del a n t r o p ó l o g o p. 2 9 1 .
M. Godelier La production des 3 5 6 . Le Monde, 15 de d i c i e m b r e de
grands hommes, Fayard, 1982, y 1 9 9 2 , p. 2.
L'idéal et le matériel, Fayard, 3 5 7 . E. S. G u i n z b u r g , Le vertige, Le
1984. Seuil, p. 1 8 .
3 4 5 . Mémoires d'outre-tombe, Pléiade, I, 3 5 8 . G. Reynes, Convenís de femmes, la
p.65. vie des religieuses cloitrées dans la
3 4 6 . P. J a r d í n , La guerre a neuf ans, Trance des XVUe etXVMe sudes.
Grasset, 1 9 7 1 , p . 6 1 . 3 5 9 . G. Reynes, ob. cit., p. 1 1 7 .
3 4 7 . San Jerónimo, Contra Joviniano, I, 3 6 0 . Ibíd., p. 1 2 4 .
49. 3 6 1 . B. Carra de Vaux, ob. cit., p. 1 9 2 .
3 4 8 . En L 'événement du Jeudi, 11 de 3 6 2 . L'aveu et le pardon... Les difficultés
agosto de 1 9 8 8 . de la confession, Xllle-XVífle siécle,
3 4 9 . L. Thoré, "Lenguaje y sexualidad", Fayard, 1 9 9 0 , p . 1 1 .
en Sexualité humaine, París, Aubier, 3 6 3 . B. de Margerie, Du confessionnal en
1 9 7 0 , pp. 6 5 - 9 5 . littérature, San Pablo, 1 9 8 9 .
índice onomástico

Abel 2 5 A n t o n i n o de Florencia, san 5 9 - 6 0 , 6 6 ,


Abelardo 5 7 68,96,110,157,212
Acción católica 2 3 7 Confessionale 59, 60
Adán 2 1 , 24, 7 7 Antonio d e Butrio 1 0 4 , 1 6 7
África 1 6 , 2 4 0 , 2 4 2 Apocalipsis 2 2 , 3 3 , 4 0
Agustín, san 2 1 - 2 2 , 3 8 , 4 1 4 7 , 5 2 , 9 0 , Aquaviva, general 2 5 2
93-96, 99, 103, 1 3 1 , 144, 146, 148, A r e n d t , Hannah 2 8
157, 169, 196 Aries, Philippe 2 5 9
Las confesiones 4 7 , 94 Aristóteles 6 0 , 8 8 - 9 1
Aix 3 5 Arnauld, Antoine 1 9 6 - 1 9 8 , 2 0 1 , 2 0 3 ,
al-Rhaz¡. Véase Rhazes 207, 210
A l b e r t o M a g n o , san 8 8 - 8 9 , 9 2 , 9 5 , De la fréquente communion 197, 201
104, 108-109, 198, 258 Lógica 198
Comentario sobre las sentencias 95 Arras 1 1 6
De anímalibus 107 Ars, Jean-Marie Viannay, cura de 1 9 0 , 2 5 7
Albi 2 1 6 ArsMoriendi 29
Alcalá 2 0 0 Artesano 5 8
Alejandro de Nevo 1 0 4 Summa Artesana 58
Alejandro V I I 2 0 0 , 2 0 8 , 2 2 3 A t , padre 1 2 7
Alemania 6 1 , 1 1 3 , 2 2 9 , 2 3 9 Atenágoras 1 0 3
Alet 2 2 7 Atenas 4 6 , 8 0 , 8 3
Ambrosio, san 4 8 , 1 0 4 , 1 0 6 Augusto 1 0 6
América 5 9 , 1 5 9 Auschwitz 2 0
Amiens 1 7 8 Austria 2 2 9
Amort 66 Autant-Lara, Claude 65
Angelo de Clavasio 5 8 , 62 L auberge rouge (El hostal rojo) 65
Summa Angélica de casibus conscien- A u t u n , obispo de 1 2 6
tiae 58, 62 Averroes 8 8 , 9 0
Angers 3 4 Avicena 8 7 - 8 8 , 9 0 , 1 0 0 , 1 0 7
Angkor, templo de 9 Canon de la medicina 100,107
Annat, padre 2 5 2 Avignon 3 6
Annecy 1 2 7
Anselmo, san 57 Bachaumont 1 7 5
Antiguo Testamento 2 8 , 5 2 , 7 7 - 8 0 , 8 2 , Memorias secretas 175
105 Bagdad 8 8
Antioquía 3 9 Bailly 1 3 4
288 La carne, el diablo y el confesionario

Ballerini 2 3 2 Boulogne, Notre-Dame de 1 1 6


Balzac, Honoré de 1 2 6 Bouvier, monseñor Jean-Baptiste 1 0 2 ,
Bartolomé, san 10 1 1 1 , 1 1 5 - 1 1 6 , 1 2 1 , 1 2 7 , 1 3 2 , 138¬
Bartolomé de Pisa 58 1 3 9 , 1 4 1 - 1 4 3 , 1 4 5 , 1 5 4 - 1 5 6 , 159¬
La Pisanella 58 160, 164, 171, 190, 2 1 3 - 2 1 4 , 223,
Summa de casibus conscientiae 58 227-228, 230
Bartolomeo d e Exeter 7 5 , 1 7 9 , 2 1 2 Dissertation sur le sixieme coommande-
Decretum 212 ment (La disertación sobre el sexto
Bartolomeo de Glanville 87 precepto del decálogo, con un suple-
Lepropriétaire des choses 87 m e n t o al t r a t a d o de m a t r i m o n i o )
Barzé, Gaspard 1 7 9 15, 1 1 6 - 1 1 7 , 223
Bassano 39 Bozano 1 1 8
Bauny, padre 2 0 2 - 2 0 4 Brescia 32 , 1 8 4
Somme des peches 203 Breslau 2 3 3
Bayle 9 7 , 2 5 6 Bretaña 3 0 , 1 2 7
Beaumarchais, P. A. Carón de 1 2 9 Bretón 2 6 7
Beauvoir, Simone de 1 0 9 Bridaine, Jacques 1 3 9 , 1 6 4
Beda (pseudo). Véase Beda el Venerable Brisset, Jean-Pierre 86
Beda el Venerable, san 5 0 , 56 Brueghel 2 9 , 3 1
Belcebú. Véase Satán Buenaventura, san 1 0 4
Bellarmin, cardenal 2 0 3 Buñuel, Luis 2 6 7
Belley 2 0 0 Burchard d e W o r m s 5 0 - 5 1 , 5 9 , 1 5 3 ,
Benchor 4 9 180,212
Benedicto 6 6 , 9 9 , 1 4 5 Decretum 50, 180, 2 1 2
Somme des peches 66 Burdeos 2 2 9
Benito X I V 2 3 , 2 2 3 Büsembaum, Hermann 9 9 , 2 1 0 , 2 5 8
Bentham, Jeremy 2 3 0
Bernabé, san 1 5 , 1 7 2 Cajetan, cardenal 96
B e r n a r d i n o d e Siena 1 2 0 , 1 2 4 , 1 5 8 , Calabria 39
164, 167, 227 Calendrier et compost des bergers 30
Billuart, Charles 6 6 - 6 7 , 1 0 1 - 1 0 2 , 1 1 5 ¬ Calvino 6 2
118, 121-122, 134-136, 145, 155, Cambrai 55
159, 172, 2 0 1 , 2 0 7 , 2 1 3 Camus, Jean-Pierre 1 7 7 , 2 0 0
Traite des diferentes luxures 66, 135 Instructions catholiques sur le sacrement
Blum, León 2 3 1 de pénitence 200
Bobbio, monasterio de 49 Cangiamila 2 3 , 1 0 4
Boek, Pelgheryum van den 33 Cantimprato 1 2 4
Bodin, Jean 34 Caramuel, Jean de 2 0 2
Démonomanie 34 Théologie morale 202
Boguet, Henri 3 4 - 3 5 Carmona, Michel 6 6
Discours des sorciers 34 Carreri 9 7
Boileau, Jacques 1 2 2 Carta a Barnabé 100
Bolzano 1 4 6 , 1 8 1 Cassiano 25
Bonacina 92 Castro Palao, F. de 2 6 2
Bonal.A. 156 Catalina de Genova, santa 1 9 6
Borgoña 34 Cataluña 1 3 4
Borromeo, san Carlos 5 7 , 7 1 , 1 0 3 , 1 7 9 , 2 0 3 Catecismo de la Iglesia católica 13-14,
Instrucciones a los confesores 203 24, 40
Bosco, El 29 Catecismo romano 96, 200
Bossio 1 0 4 Caussin, padre 2 5 2
Bossuet 3 2 , 1 2 6 , 1 5 3 Centre du Christ libérateur 113
Bouchet,Jean 1 2 3 - 1 2 4 , 1 3 6 , 1 6 7 Cesáreo de Arles 1 0 3 , 1 0 5
índice onomástico 289

Cévennes, guerra de 2 5 2 David & Jonathan 1 1 3


Chamson, abate A . 1 1 6 - 1 2 1 , 1 2 4 - 1 2 5 , Debreyne P . J . C . 1 2 2 - 1 2 4 , 1 3 3 , 1 4 0 ,
129, 132, 175-176, 1 8 1 , 2 3 2 149, 154, 178, 180, 182-183, 185,
Chateaubriand, F.-R. d e 2 5 6 , 2 6 2 , 2 6 7 220
Memorias de ultratumba 256 La moechialogie 220
Chevassu, cura Joseph 1 8 1 Déschamps, padre 2 5 2
China 2 3 4 , 2 5 9 Decourtray, cardenal 2 4 1
Chipre 6 1 Delumeau, Jean 1 4 , 2 0 , 3 3 , 2 0 1 , 2 0 4 ,
Cholvy, Ge'rard 2 1 6 2 1 0 , 224, 263, 2 6 6
Cicerón 5 9 - 6 0 , 8 3 Descartes, Rene 85
1
Claret, Monseñor A n t o n i o M 1 5 , 1 3 4 , Despars, Jacques 1 5 7
146, 150, 152, 167, 174, 1 8 5 , 2 2 0 Deuteronomio 1 4 5
La llave de oro 220 Diana, A n t o n i o 2 0 2
Claudel, Paul 2 6 7 Resoluciones morales 202
C l e m e n t e d e A l e j a n d r í a , san 1 5 , 4 7 , Didaché 93, 100
103, 152, 196 Diderot, Denis 2 1 5
Clemente VIII 2 2 3 Di Falco, padre Jean-Michel 2 4 1
Clinton, Bill 2 3 7 , 2 3 9 Dignity 113
Colegio de Francia 14 Di Meglio, Clara 1 7 , 32, 1 3 3 , 1 4 1 ,
Collet 6 6 , 1 5 9 172, 188
Colombano, san 4 9 - 5 0 Dinamarca 2 2 9 , 2 3 9
Colonia 1 2 6 Dinouart, padre 23
Compañía de Jesús 1 9 6 , 2 5 1 Dionisio e l Cartujo 3 3 , 4 2 , 9 6 , 2 5 8
Compendio de casos de conciencia 220 Doctrinal de sapiencia 121,134
Concilio de Florencia ( 1 4 3 9 ) 23 Doms, Herbert 2 3 3 - 2 3 4 , 2 5 8
Concilio de Letrán ( 1 2 1 5 ) 1 4 , 5 7 , 6 5 , 72 Douai 2 1 3
Concilio de Trento ( 1 5 4 5 - 1 5 6 3 ) 1 4 , Doucé, pastor 1 1 3
65, 74, 1 4 1 , 177, 1 8 0 - 1 8 1 , 194, Drewermann, Eugen 2 4 4 - 2 4 5
1 9 9 , 2 1 0 , 248, 262 Dumollard 2 2 1
Concilio Vaticano I I ( 1 9 6 2 - 1 9 6 5 ) 7 1 , Du Vergier de Hauranne. Véase Saint-
236 Cyran
Congregación r o m a n a para la doctrina
de la fe 1 4 , 9 3 Eck.Jean 1 9 4
Constantino, emperador 4 8 Edén, jardín del 2 1 - 2 2
Constantino el Africano 89 Effraenatam 101
Decoitu 89 Egberto 5 0 , 5 6
Constantinopla 6 1 Egipto 2 6 , 4 9 , 8 5
Contrarreforma 6 5 , 1 9 6 , 2 2 3 , 2 6 8 El Cantar de los cantares 77
Córdoba 8 8 Enrique IV 2 5 1
C o t t o n , padre Pierre 2 2 4 , 2 5 1 Epicteto 83
Courier, Paul-Louis 2 1 8 Erasmo 2 5 6
Coyer, abate 2 3 0 Metodus confitendi 256
Cristo. Véase Jesús Erinnias 3 8
Cuba 1 3 4 Escobar, Andrés 5 9 , 6 6
Cumeano (pseudo) 50 Modus confitendi 59
Escobar y Mendoza, A n t o n i o 5 9 , 2 0 0 ,
Dalí, Salvador 2 6 7 204, 206
Dante Alighieri 2 9 , 5 9 Eslin, Jean-Claude 4 7
La Divina Comedia 29 España 1 3 4 , 1 4 6 , 2 2 5 , 2 3 9
Danza Macabra 29 Espaxt«i 2 5 4
Darwin, Charles 8 5 Estados Unidos 1 2 , 1 7 5 , 2 3 5 , 2 3 7
David 2 2 8 Eton 1 8 3
290 La carne, el diablo y el confesionario

Europa 1 4 , 3 6 , 4 0 , 5 7 , 5 9 , 6 3 , 8 9 - 9 0 , Giberti, monseñor 6 5


113, 154, 182, 203, 229, 233, 235, Giraud, Marie-Louise 2 3 3
237, 239, 257 Giscard d'Estaing, Valery 2 3 9
Eva 2 1 , 3 8 , 7 7 Gomorra 7 7
Evagro el Póntico 25 Gousset, Thomas, arzobispo de Reims
Évreux 1 5 1 , 1 8 7 23-24, 27, 64, 71-72, 74, 105, 1 1 8 ,
Éxodo 2 4 1 2 1 , 132, 136, 153, 155, 174, 179,
Exsurge Domine 62 1 8 1 , 184, 198, 209, 262
Ezequiel 78 Théologie morale destinée a l'usage des
Ezequiel, libro de 22 cures et des confesseurs 2 3 , 2 7 , 64
Graciano 3 8 , 1 0 0 , 1 0 4 , 1 5 7
Féline, padre 2 1 3 , 2 2 7 Adulterii malum 100
Cathéchisme desgens mariés 213, 227 Decreto 38
Fellini, Federico 1 5 6 Granada 9 6
Amarcord 156 G r a n Bretaña 2 3 9
Fernandel 65 Grandier, Urbain 35
Ferrier, padre Jean 2 5 2 Gregorio de Niza 1 0 6
Fichet 60 Gregorio XIII 10
Finlandia 2 3 9 Gregorio X V 2 2 3
Finnian 50 Guenrouét 1 2 8
Flandrin, Jean-Louis 5 5 , 8 3 , 9 1 - 9 2 , Guillermo de Auxerre 1 6 6
106, 236, 249, 260 Guillermo de Conches 91
Florencia 36 Guillermo el Mariscal 2 6 1
Florentini, J . 2 3 Guinzburg, Evgenia S. 2 6 3
Fontaine, Jacques 34 G u r y , John 6 7 , 2 3 2
Des marques des sorciers 34 Compendium de théologie morale 67, 232
Formosa 97 Gutenberg, Johann 2 9 , 5 9 - 6 1
Foucault, Michel 5 7 , 8 5 , 1 2 8 , 2 5 1 , G u y d e Montrocher 1 7 8 - 1 7 9 , 2 0 2
253, 255, 263, Manipulis curatorum 178
Historia de la sexualidad 251
Francesco, hermano 36 Haarlem 33
Francia 1 2 - 1 4 , 2 2 - 2 3 , 3 0 , 6 9 , 1 1 3 , Halitgaire (pseudo Teodoro) 5 0 , 1 0 4
116, 125, 127-128, 140, 154, 174, Helias, Pierrejakez 3 0 - 3 2 , 1 2 7
1 7 6 , 2 1 3 , 2 1 6 - 2 1 7 , 2 2 4 - 2 2 5 , 229¬ Le cheval d'orgueil 30
230, 233, 235, 238-241, 249, 251 Helvecia 4 9
Francisco de Sales, san 1 8 6 , 2 0 0 , 2 5 6 Henriet, M . 2 3 8
Francisco Javier, san 1 7 9 , 1 8 1 - 1 8 2 Hérault 2 1 6 - 2 1 7
Freud, Sigmund 1 6 , 2 5 4 , 2 5 6 - 2 5 7 , 2 6 6 Hermant, Godofredo 3 6 - 3 7
Fulgencio, san 1 3 3 Hermasio 4 7
Hipócrates 8 8 - 9 1 , 2 0 6
Galeno 8 8 - 9 2 , 1 0 4 , 2 0 6 Hipona 9 4
Gali, Butros 2 4 1 Holbach, barón d' 2 1 5
Galia 4 9 , 1 5 5 Holbein, Hans 29
Galileo 8 5 , 2 6 8 Homero 6 0
Gaufridy, Louis 35 litada 60
Gaulle, Charles de 2 3 8 Honorio 2 9
Génesis 2 1 - 2 2 Elucidarium 29
Genova 1 3 8 , 1 4 0 Honorio de A u t u n 33
Germiny, conde de 2 2 1 Horacio 5 9 , 8 3
Gerson, Jean 5 9 - 6 0 , 7 2 , 1 0 1 , 1 0 6 , 1 1 0 , Hostiensis, Henri de Suse, cardenal 182
155, 157, 174, 1 7 8 - 1 7 9 , 2 0 2 Houdry, Vincent 1 8 1
Confessional 157 Hugo de Saint-Cher 2 1 2
índice onomástico 291

Hugo de Saint-Victor 5 7 , 2 5 8 Juan Crisóstomo 4 7 , 9 5 , 2 5 8


Huguccio 9 5 , 1 0 0 , 1 5 7 Juan de Erfurt 1 8 2
Huizinga, J . 4 0 El buen confesor 193
Hus, J u a n 3 2 Juan Pablo II 1 9 3 , 2 3 8 , 2 4 1
Huygens, abate Gommar 1 1 7 , 1 5 6 , 2 0 4 - 2 0 5 Veritatis splendor 242
Huysmans, J . - K . 2 6 7 Juan XXIII 2 3 6
Juana, princesa 75
Ibn AIYazza. Véase Constantino el Africano Jullien, monseñor Jacques 2 5 9 - 2 6 0
Ibn Ruchid. Véase Averroes Justino, san 84
Ibn Sina, Véase Avicena
Ignacio de Loyola, san 1 9 6 Kampala 2 4 1
Imperia 1 3 8 Kazan 2 6 3
Index 203 Knaus, H . 2 3 2 , 2 3 4
India 2 3 4 Kolima 2 6 3
Inglaterra 8 7 , 1 1 3 , 1 7 5 , 2 4 0
Inocencio III 4 2 , 76 Lacan, Jacques 2 5 6
De contemptu mundi 76 La Chaize, padre Francois de 2 5 2
Inocencio VIII 34 La confession coupée 73
Summi desiderantes 34 La confesión en entredicho 215
Inocencio X I 2 0 8 Lacios, P. Choderlos de 2 1 1
Inquisición 1 0 Las relaciones peligrosas 211
Instrucción sobre el respeto a la vida hu- Lacordaire, Henri 22
mana naciente 244 Lactancio 1 0 3 , 1 5 7
Irlanda 4 9 , 2 4 0 La danza macabra de las mujeres 29
Isabel II de España 1 3 4 , 1 4 6 La discusión de un cuerpo con su alma 29
Isidoro de Sevilla 8 6 - 8 8 , 1 0 5 L'Estoile, Pierre de 9 6 , 2 2 4
Etymologiae (Etimologías) 86,105 La Fontaine 2 0 2
Islam 16 La grande confession 120
Italia 1 2 , 1 7 , 4 9 , 6 0 , 1 1 3 , 1 1 6 , 1 4 1 , La imitación de Cristo 24
203, 239, Lamartine, A. de 2 6 6
Ivry 1 9 4 Jocelyn 266
Lancre, Pierre de 34
Jansen. Véase Jansenius Incrédulité et mécréance du sortilége 34
Jansenius, Cornelio, llamado 1 9 7 , 2 0 0 , Languedoc 2 2 , 2 2 8
203, 207 L a Palud, Pierre d e 1 5 , 9 6 , 1 0 0 , 108¬
Augustinus 197,203,208 109, 157
Japón 1 6 6 , 2 3 9 La queja del alma condenada 29
Jardín, Pascal 1 7 5 , 2 5 7 Larousse, Pierre 2 1 9 - 2 2 0
Jerónimo, san 7 8 , 8 4 , 9 0 , 9 5 , 1 0 4 - 1 0 6 , Grand dictionnaire universel du XlXe
196, 258 siicle 219
Jerusalén 2 5 4 Las confesiones mal hechas 262
Jesús 1 5 - 1 6 , 1 9 - 2 1 , 2 5 , 2 8 , 3 7 - 3 8 , La Tour, Bertrand de 1 8 1
40, 45-46, 49, 61-62, 64-65, 77, La visión de Tundal 29
79-80, 82-84, 87, 93, 1 1 7 , 126, Lázaro 30
134, 158, 167, 181, 191, 196, Ledesma, Pedro d e 1 0 0 , 1 1 0 , 1 9 6
210, 225, 234, 255, 257, 266, Le Maistre, Martin 9 6 , 1 7 6
268-269 Lenfant, abate 1 1 9 , 1 2 1
Jollain, Jean 1 9 4 Lepers, J . - P . 2 4 7
José 3 9 Lessius, Léonard 1 4 3
Journal d'un bourgeois de Paris 28 Levítico 7 7 - 7 8
Juan, san 45 Ligorio, san Alfonso d e 6 6 , 6 9 - 7 0 , 9 9 ,
Juan Climaco, san 25 104-105, 1 1 1 , 119, 135, 145, 153,
292 La carne, el diablo y el confesionario

159, 163, 170, 172, 178, 182, Maunoir, padre 31


189,208-211,213 Mauriac, Francois 2 6 8
Guía del confesor para las gentes del Maurois, A n d r é 1 8 3
campo 210 Los silencios del coronel Bramble 183
Homo apostolicus 210 Medina 1 9 6 , 2 0 6
Instrucciones a los confesores 182 Ménard 3 2
Teología moral 210 Mermillod, cardenal Gaspard 1 7 4
Lille 1 9 4 Messier 32
Littré 2 0 2 Michelet, Jules 6 0 , 2 1 8
Londres 1 5 3 , 1 7 5 Middleton 9 6
Lorena 3 4 Migne, abate J . - P . 6 6
Loth 1 4 3 L Encyclopédie théologique 66
Louvel, Rene 1 5 1 , 1 5 9 , 1 7 2 , 1 8 7 - 1 8 8 Milán 4 8
Tratado de la castidad 187 Mili, James 2 3 0
Lovaina 2 3 0 Minois, Georges 2 5 1 - 2 5 2
Lucas 80 MiraKeau, H . G . Riqueti 9 7 , 2 3 0
Lucano 8 4 Erotika biblion 97
Ludún 3 5 Moisés 2 4 - 2 5
Luis Napoleón 2 2 4 Moldava 7 5
Luis XIII 2 2 4 , 2 5 2 Molito, Ulrich 3 4
Luis X I V 1 9 4 , 1 9 7 , 2 5 2 De Lamiis 34
Lutero, Martín 4 2 , 5 8 , 6 1 - 6 4 , 6 7 , 2 4 4 Montaigne M . d e 2 9 , 3 4
La cautividad en Babilonia 62 Ensayos 34
Lyon 3 0 , 2 4 1 Montalbán, doctor 1 6 5 - 1 6 6
Biblia para jóvenes esposos 165
Magreb 8 8 Montargon, H. de 1 2 9
Maguncia 6 0 Montepulciano 1 7 2
Maguncia, arzobispo de 1 2 6 Montespan, marquesa de 2 5 2
Maimónides 8 9 Montesquieu 9
Decoitu 89 Montpellier 1 5 3 , 2 1 6
Maintenon, l a 2 5 2 Moscú 2 5 4
Maire, Jean 9 6 Moulet, abate 1 6 5
Malebranche, Nicolás 1 9 8 Musonio Rufo 84
Malinowski 1 6
Malthus, Robert 2 3 0 Naciones Unidas 2 4 1
Ensayo sobre elprincipio de población 230 Namur 2 0 0
Mani 84 Nantes, edicto de 2 5 2
Mans 1 0 2 , 1 6 4 , 1 9 0 , 2 1 4 , 2 3 0 Ñapóles 1 7 1 , 1 8 8
Marchand, G u y o t 3 0 Nerón 8 3
Marción 8 4 Nepomuceno, Juan 7 5
M a r c o Aurelio 1 0 3 Nicolás le Rouge 30
M a r c o Polo 9 7 Nicole, Pierre 1 2 6 , 1 9 8 , 2 0 7 ,
Maret, monseñor 2 2 1 Lógica 198
Margueritte, Victor 2 3 1 Nicot 3 1
Lagarconne 231 Nider, Jean 5 9 - 6 0 , 1 1 0 , 2 0 5 , 2 1 2
María Teresa de Austria, emperatriz 2 2 5 Noonan, J . T . 5 2 , 1 9 6
Marivaux 1 2 9 Normandía 1 7 5
Martillo de las brujas 34 Nueva York, estado de 2 3 9
Mateo, san 3 2 , 8 0 , 1 2 0 Nuevo Testamento 62
Mateo de Cracovia 5 9 - 6 0
Diálogo sobre el uso frecuente de la co- Occidente 2 0 , 2 9 , 5 7 , 1 0 7 , 2 3 1 , 2 4 4 ,
munión 60 256, 259, 263, 266-267
índice onomástico 293

O d ó n de Cluny, abad 38 Discours et histoire des spectres, visions


Ogino, Kyusaku 8 5 , 1 0 3 , 2 3 2 , 2 3 4 , et apparitions des esprits, anges, dé-
240 mons et ames 34
Onán 52, 78-79, 1 4 7 , 1 5 3 , 174, 2 3 0 , Pincus, G. 2 3 5
236 Pío I V 2 2 3
Onania o el terrible pecado de la autopo- Pío IX 2 3 0
lución 153 Pío XI 2 3 2
Oriente 1 6 , 4 9 , 8 8 Casti connubii 232, 241
Orleans 1 8 0 Pío XII 2 3 2 , 2 3 4 - 2 3 6 , 2 3 8 , 2 4 1 , 2 4 3 ,
Ormuz 1 7 9 258
Orvieto 1 7 3 Plantagenét, los 2 6 1
Osservatore romano 93, 241 Platón 4 6 , 6 0 , 8 3
Outreman, Philippe de 1 8 1 Plinio el Viejo 3 9 , 8 9 , 1 0 4 - 1 0 5
Ovidio 8 3 Plutarco 84
Oxford 1 8 3 Polonia 1 2 , 2 3 9
Ponchet 2 6 5
Pablo d e Tarso, san 2 1 , 2 5 - 2 6 , 3 6 , 3 8 , Pontas 6 6 , 6 8 - 6 9 , 7 2 , 7 5 , 9 0 , 1 0 4 , 1 1 0 ,
47, 77, 80-82, 84, 93-95, 100, 1 1 0 , 119, 123-125, 127, 129, 136, 1 4 1 ,
168 158,169,187,221,251
Pablo IV 2 2 3 Dictionnaire des cas de conscience 6 6 ,
Pablo V 2 2 3 68, 90, 1 1 0 , 125, 127, 169, 2 2 1 ,
Pablo V I 2 3 6 , 2 4 0 , 2 4 4 223
Humanae vitae 2 3 6 - 2 3 7 , 244 Porta, J . B . della 8 5
Padua 13 Port-Royal 1 9 7 - 1 9 8 , 2 0 1
País Vasco 34 Port-Royal des Champs 2 5 2
Países Bajos 1 1 3 Pouchet, Félix Archiméde 2 3 0 , 2 3 2
Palestina 4 6 Prévost, Marcel 2 3 1
Pandora 3 8 Prierias, Silvestre 1 0 7 , 2 0 2
Paracelso 85 Provenza 2 1 6
Paré, Ambroise 8 5 , 91
París 1 7 , 2 9 - 3 0 , 5 8 - 5 9 , 6 6 , 1 1 5 , 1 7 4 ¬ Qumram 4 6
175, 196, 2 0 3 , 2 2 9 , 2 4 7
Pascal, Blaise 5 9 , 9 7 , 1 9 6 - 1 9 8 , 2 0 1 ¬ Rábano Mauro 8 7
207 De laudibus sanctae Crucis 87
Provinciales 59,201,203,206-207 Raimundo de Peñafort 58
Passavanti 59 Decretales 58
Specchio della vera penitenza 59 Raneé, A . J . 1 2 6
Pavillon, monseñor 2 2 7 Ratzinger, cardenal 14
Pedro, san 4 5 , 8 4 , 2 2 0 , 2 3 0 Reforma 6 1 , 1 9 9 , 2 2 3 , 2 4 5
Pedro L o m b a r d o 5 8 , 1 0 0 , 1 0 4 , 1 3 1 , Reginon de Prüm 5 0 , 1 7 4
157 Las disciplinas eclesiásticas 50
Adulterii malum 100 Regnault, Valerio 72
Sentencias 58, 131 Reims 1 5 5
Pekín 2 5 4 Rémy, Nicolás 34
Pelleter, padre 31 Rennes 2 5 9
Pelletier, M o n i q u e 2 3 9 Renoir, Jean 1 9 5
Pérgamo 88 Revolución francesa 1 4 , 2 1 7 , 2 2 9
Pernoud, Régine 2 6 1 Reynes, Geneviéve 2 6 4 - 2 6 5
Persia 2 5 9 Rhazes 8 8 , 1 0 7
Pétain, mariscal Philippe 2 3 3 Richelieu 2 5 2
Petrarca 59 Rimbaud, A r t h u r 2 6 7
Pierre Le Loyer 34 Ritual romano 200
294 La carne, el diablo y el confesionario

Rituel romain 23 Tácito 7 0


Roma 1 4 , 1 8 , 5 0 , 5 6 , 6 1 , 6 3 , 8 0 , 8 3 , Taciano 84
9 3 , 9 5 - 9 6 , 101, 105, 116, 126, 138, Tarentaise 1 2 6
153, 156, 173, 193-194, 200-201, Tarn 2 1 6
209, 213-214, 223, 225, 230, 235, Taxil, Leo 2 2 0 - 2 2 4
238, 240-241, 243-245, 253-254, Tellier 2 5 2
258, 2 6 1 , 2 6 7 , 269 Témoignage chrétien 18, 54, 64, 195,
Rougemont, Denis de 83 215, 225, 228, 237
El amor en Occidente 83 Teodolfo, monseñor 1 8 0
Rousses 1 8 1 Teodoro (pseudo). Véase Halítgaire
Rumania 2 3 9 Tercer M u n d o 2 3 4
Rusia 2 2 4 Tertuliano 3 9 , 4 7 - 4 8 , 5 4
Thiers, Jean-Baptiste 1 2 7
Saint-Cyran 2 0 1 - 2 0 2 Tissot 1 5 3 - 1 5 4
Saint-Gildas-des-Bois 1 2 8 El onanismo 153
Salerno 1 4 6 Tollet, cardenal 1 5 3
Salmos 2 8 T o m á s d e A q u i n o , santo 2 5 , 3 8 , 5 8 ,
Salomón 2 2 8 60, 66, 84, 88, 95, 1 0 1 , 105, 131,
Sánchez, T o m á s 5 4 , 6 6 , 9 2 , 9 6 - 1 0 0 , 156-157,199
104, 107, 1 0 9 - 1 1 1 , 133, 145, 155, Suma 3 8 , 5 8 , 6 0 , 6 6
158-159, 163, 172, 187, 196, 207, Tratado sobre los artículos de fe y los sa-
211,219,258 cramentos de la Iglesia 60
De sancto matrimonii sacramento (Tra- Tout commerce fréquent et assidu entre les
tado del sacramento del m a t r i m o - deux sexes 38-39
nio) 6 6 , 9 6 - 9 7 Tratados de signaturas 85
Sand, George 2 2 0 Troppman 2 2 1
Mademoiselle de la Quintinie 220 Troyes 3 0
Sartre, Jean-Paul 2 6 7 Turinas, monseñor 1 2 5 - 1 2 6
Satán 2 9 , 3 3 , 1 5 5 , 1 9 8 Les mauvais lectures, lapresse et la litté-
Sauvageon, padre 2 2 5 rature corruptrice 126
Savonarola, Gerónimo 5 9 , 1 3 2 Turlot, Nicolás 2 0 0
Savonarola, Miguel 1 0 7 Vray thresor de la droctríne chrestienne
Schwartzenberg, León 2 4 2 200
Scupoli, Laurent 4 2
Secretum secretorum 89 Uganda 2 4 1 - 2 4 2
Sennely-en-Sologne 225 Unión Europea 1 4 0
Sexto 8 4 URSS 2 3 9
Siena 1 2 0 Uruffe 2 2 2
Silvestre. Véase Prierias
Sinaf, monte 2 4 , 79 Utrecht, conferencia de 174
Sirr-al-Asrar. Veáse Secretum secretorum
Sodoma 7 7 Valentín 84
Solé, Jacques 39 Valentini, Norberto 1 7 , 3 2 , 1 3 3 , 1 4 1 ,
Sorbona 1 9 8 , 2 0 6 172, 188
Soto, Domingo de 1 0 0 , 1 1 0 , 1 9 6 , 2 0 0 , 2 0 7 Valentiniano, emperador 1 5 7
Sporer 1 7 2 Valladolid 2 0 2
Stalinjosé 263-264 Vázquez, Gabriel 2 0 0
Stendhal 1 2 6 Veil, Simone 2 3 9
Struys 9 7 Venecia 6 1 , 7 5
Suárez 2 0 4 , 2 0 6 , 2 1 9 Verlaine, Paul 2 6 7
Suenens, cardenal 2 5 8 Vermeersch, A r t h u r 2 3 0 - 2 3 2
Sylvius 1 0 4 , 1 2 2 Vermont 66
Vernier 1 5 5 , 1 5 9
índice onomástico 295

Théologie pratique 155 Volant, Antoine 3 0


Veyne, Paul 83 Voltaire 9 , 6 6 , 2 1 5
Vialart, Félix, obispo de Chálons 70 Vovelle, Michel 2 1 6
Vicente de Beauvais 8 7 , 1 7 4 Vulgata 7 8
Speculum naturale 87
Vicente de Paul, san 2 2 5 Wenceslao I V 7 5
Vichy 2 3 3 Wier,Juan 34
Víctor Hugo 1 2 6 De praestigiis daemonum 34
Nuestra Señora de París 126 Wittenberg 6 2
Vigny, A . d e 2 6 6
Viguerio 1 0 9 Yahvé 2 2 , 7 8
Villiers-le-Gambon 1 1 9 Yom Kippur 4 6
Vinnian, san 50 Ypres 1 9 7
Virgen María 3 7 , 3 9 , 8 0 , 1 1 7 - 1 1 8 ,
167, 194, 244 Zacchias, Paul 1 0 7
Virgilio 6 0 , 8 3 Zohman, doctora Leonore R. 166
ÍNDICE

9 Introducción
11 U n a cuestión m u y actual
12 Fuerza y debilidad de la Iglesia
15 Dificultades de la investigación

19 Razones de ser de la confesión


19 U n a angustiosa teoría del pecado
21 El pecado original
24 Los diez m a n d a m i e n t o s y los pecados capitales
28 El juicio final y el infierno
29 Las imágenes del m i e d o
33 El hombre, en peligro
37 La mujer, causa de todos los males
40 El m o m e n t o de la urgencia

45 Formas de la confesión
46 Ritos de purificación
48 Los penitenciales
52 Pecados raros y pecados corrientes
54 El problema de los pecados reservados
57 Nuevas formas de confesión
61 Las objeciones protestantes
64 Peripecias de la confesión
70 La mecánica de la confesión

77 La condena de la carne
77 Las fuentes del A n t i g u o Testamento
79 El mensaje de Jesús
80 San Pablo y la apología de la continencia
83 Fuentes de la A n t i g ü e d a d
85 La sexualidad en Isidoro
88 Otras fuentes científicas y médicas
298 La carne, el diablo y el confesionario

90 El problema del esperma femenino


93 Fijación de la doctrina
96 La revolución del padre Sánchez
99 Rechazo de la anticoncepción y el aborto
101 El amor en m o m e n t o s y lugares decorosos
103 Días prohibidos
105 A m o r y sangre menstrual
107 U n a cuestión de posturas
109 Disputa sobre la cuestión del deber
112 El rechazo del placer

115 La confesión de las situaciones y los preliminares


117 Lujuria y delectación
120 Mirar, atraer la m i r a d a
122 Embellecerse en exceso
124 Palabras y libros
127 Lugares peligrosos

131 La confesión de los célibes


132 El horror de la fornicación
135 Los novios castos
138 La pendiente fatal del beso
140 Novios con relaciones sexuales
142 Prohibición de la sexualidad antes del m a t r i m o n i o
144 El recurso a la prostitución

147 La confesión del pecado contra natura


149 La masturbación femenina
152 La masturbación masculina
156 Homosexualidad y confesión
158 Coito anal, bestialismo, necrofilia
160 ¿Porqué?

163 La confesión de la pareja


163 Bajo estrecha vigilancia
165 C o n d e n a del adulterio
167 La obligación de c u m p l i r
169 Intimidades de la pareja casada
173 Guerra a la anticoncepción
175 El arte de lo esquivo

1 7 7 Técnicas de la confesión
178 El m o m e n t o de oír
índice 299

179 El a l u m b r a m i e n t o
180 ¿ C ó m o interrogar?
183 ¿Cuántas veces?
186 El entorno del pecado
189 Dos clases de confesión

193 Dificultades en la Iglesia


193 Un trabajo sin fin
195 Los grandes combates del siglo X V I I
197 El debate sobre la atrición y la contrición
200 El ataque jansenista
202 ¿Dar la absolución o negarla?
205 La querella del probabilismo
208 Las conciliaciones de san Ligorio
211 El m i e d o a enseñar

2 1 5 La resistencia de los fíeles


2 1 8 El ataque contra los confesores
2 2 0 La carga de Leo Taxil
2 2 4 El a b a n d o n o de los penitentes
2 2 6 Un nuevo espacio interior
2 2 8 La ú l t i m a ofensiva
2 3 0 La batalla del onanismo
2 3 3 Nueva doctrina del m a t r i m o n i o
2 3 5 La encíclica contra la pildora
2 3 8 La intervención de los Estados
2 4 0 U l t i m a s incomprensiones
2 4 2 La Iglesia contra los biólogos

247 Conclusión
248 ¿Se aplicaron las prohibiciones?
250 Los objetivos de la Iglesia
253 La captura de la energía
255 Aspectos positivos de la confesión
258 A favor o en contra del amor
260 El lado negativo de la confesión
263 La declaración de la falta, forma del discurso occidental
265 Occidente, ¿hijo de la confesión?
268 L a ú l t i m a oportunidad

2 7 1 Bibliografía
2 7 7 Notas
2 8 7 í n d i c e onomástico

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