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LA CONDICIÓN POSTMODERNA: PERSPECTIVAS Y ALCANCES

¿A qué conducen las grandes declaraciones firmadas


no seguidas de efectos o contradichas por sus acciones?
¿Hacia qué democracias nos orientamos si las decisiones
relativas al bien y al mal se convierten en una cuestión
de expertos independientes? ¿Qué sociedad construimos
cuando el discurso ético sirve, aquí y allá, de palanca
para el descrédito de la acción pública? El entusiasmo
ético puede preparar mañanas que se parezcan muy
poco a las ambiciones que proclama.
- Gilles Lipovetsky

En el marco de inauguración de este 1er Seminario Regional “Los desafíos del


derecho de la función pública en el siglo XXI” y que lleva por subtítulo “Tradición vs
Postmodernidad”, realizado por el Poder Judicial del Estado de Veracruz a través
del H. Pleno del Tribunal de Conciliación y Arbitraje, queremos apuntar ciertos
rasgos que nos ayuden a comprender de mejor manera, un aspecto que permea al
Seminario por completo, y que puede quedar oculto si no prestamos atención a
ello: el choque entre la tradición y la postmodernidad, y la referencia a ésta última
que guiará el desarrollo de la charla.

Sin pretender abarcar por completo la temática sobre la postmodernidad, ni mucho


menos exponer una teoría general que permita construir un modelo distinto del
derecho de la función pública, el objetivo que perseguimos ahora no es más que el
de entender, bajo ciertos criterios, la postmodernidad, y con tal objetivo, tratar de
esbozar ciertos lineamientos que contribuyan a repensar el horizonte de la rama
del derecho en cuestión. Así, buscamos mostrar qué es eso llamado
“postmodernidad”, diferenciándola de fenómenos y eventos similares, y encauzar
dicha investigación hacia los fines del Seminario. Una tarea que parece muy
simple, pero nos llevará a detenernos muchas veces.
Antes de iniciar propiamente con la disertación, podemos realizar dos aclaraciones
pertinentes. La primera se refiere al por qué hablar de la postmodernidad en un
Seminario de Derecho, cuando bien podemos pensar que el tema de discusión en
este primer día debiera ser el análisis comparativo entre la teoría clásica
propuesta por Maurice Hauriou o Gastón Jèze, y lo que ahora se produce; o bien
entrar de lleno a aspectos determinados de la nueva teoría del derecho de la
función pública y los retos a los que ésta se enfrenta en los albores del siglo XXI.
Sin embargo, para tener una comprensión adecuada del mismo derecho, es
necesario entender qué sucede a nivel social, económico, político y cultural, y
dado que hemos escuchado frecuentemente la expresión “postmodernidad” para
describir nuestro presente, luce urgente prestar atención a tal acontecimiento. De
ahí también que sea atinado el subtítulo sugerente del Seminario, que indica la
ruptura entre la tradición y la postmodernidad.

En relación a esta primera aclaración, aparece una segunda: en el siglo pasado, el


filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, principal exponente de la nueva corriente
de la hermenéutica filosófica (entendida ésta no sólo como un método para el
quehacer filosófico, sino más bien un modo de hacer filosofía), da preeminencia al
preguntar más que al responder. Ello en relación a que la pregunta cumple con
una función orientadora, que guía al responder, y por tanto, la respuesta estará en
función de la pregunta que interroga. Sin entrar en más detalles (que pudieran
parecer simples perogrulladas), queremos apuntar que buscamos, de este modo,
preguntas y no respuestas, en el sentido que sean respuestas últimas y definitivas,
sino más bien cuestionar constantemente y proponer soluciones, de vez en
cuando, que sean útiles para nuestros fines.

Ahora bien, trataremos de desarrollar dos preguntas que guíen nuestra búsqueda,
y que a su vez, vayan generando muchas más cuestiones. ¿Qué es la
postmodernidad? y ¿Cómo entenderla para relacionarla con el derecho de la
función pública? La primera, cuya justificación hemos ya mencionado, pudiera
llevarnos a pensar que se trata de un tema de cuño filosófico, y por tanto,

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comprender la postmodernidad como un acontecimiento dentro de la historia de la
filosofía, como un suceso más del cual debemos dar cuenta. ¿Es, entonces, la
postmodernidad un periodo más dentro de la tradición occidental filosófica, al
modo de entender la filosofía presocrática, la escolástica o la modernidad?

Hay que distinguir dos momentos en las afirmaciones anteriores: uno, que la
postmodernidad ha sido estudiada, analizada, descrita y proscrita por los filósofos
contemporáneos, y otro muy distinto que se refiere a que, de hecho, la
postmodernidad sea una época de la filosofía misma, tesis que no compartimos
del todo. No podemos aceptar hoy día que la postmodernidad sea otro evento
estrictamente filosófico, porque sería limitar el estudio mismo de ella, y estaríamos
suponiendo, de nueva cuenta, en la omnipotencia de la filosofía sobre las otras
disciplinas y saberes. Actualmente, la filosofía no es más que un discurso entre
muchos discursos, y no puede reclamar supremacía originaria frente a la ciencia,
el arte o la cultura. De ahí que la postmodernidad no se encuentre subsumida al
ámbito de los filósofos solamente.

Además, hay que reconocer que la postmodernidad ha tenido manifestaciones


tanto en la arquitectura (donde supuestamente se origina el término), el arte (con
las diversas vanguardias y corrientes como el posmodernismo), y dentro de la
sociedad misma, que simplificar el fenómeno a un ámbito como el filosófico, sería
reducir el horizonte de comprensión de la posmodernidad, y por tanto, no
haríamos más que imaginar y crear una situación del todo inexistente. De ahí que
tengamos que formular: si la postmodernidad no se refiere al campo filosófico, ¿a
qué atiende entonces?

Tal parece que hemos sido un poco injustos con borrar los intentos de los filósofos
de explicar la postmodernidad como un fenómeno propio de la disciplina. Sin
convertirse en una falacia de apelación a la autoridad (ad baculum), debemos
mencionar que Jean-François Lyotard, por ejemplo (de quien utilizamos la
expresión “La condición posmoderna”, como título de una obra suya), considera

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que la postmodernidad se refiere a la incredulidad respecto a los metarrelatos,
siendo éstos justificadores y legitimadores de los discursos de la ciencia y de las
demás disciplinas, y que apelan a la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del
sentido, la emancipación del sujeto razonante o a Dios mismo. Este modo de
concebir la postmodernidad, como la incredulidad, indiferencia o abandono de los
metarrelatos, que tanto éxito ha tenido en filosofía recientemente, no puede del
todo explicar la condición misma, y es por eso que no aceptamos que sea un
fenómeno exclusivo de la filosofía.

Por su parte, Jürgen Habermas, bajo un modelo diferente, también atiende a


caracterizar que la postmodernidad pueda ser entendida desde una perspectiva
filosófica, ya que contrapone los modelos de racionalidad moderna con los
esfuerzos de los filósofos llamados “postmodernos”, y entiende que la
postmodernidad deba ser un proyecto postmetafísico, aunque distinto a la
metafísica presencial que se gestara durante tres siglos en Europa. Si nos
remontáramos a esta concepción, encontraríamos que Martin Heidegger puede
ser un antecedente de este movimiento, pues pretende superar (no en el sentido
hegeliano del término, sino más bien destruyendo y reconstruyendo –lo que el
término alemán Destruktion designa, y que Derrida volverá la deconstrucción – la
tradición) la metafísica clásica, a través de un modo distinto de hacer metafísica,
ya no de la presencia, sino del pro-yecto.

En México, Luis Villoro ha pretendido ver también que la postmodernidad sólo


puede ser referida a partir de una secuencia histórica (que presupone una
configuración social, cultural e intelectual) que nos lleve de la modernidad a la
postmodernidad, y por tanto, sólo algunas naciones europeas podrían reclamar de
suyo el carácter de postmodernas. Vistas así las cosas, México no podría reclamar
ser postmoderno, dado que nunca pasamos por una modernidad, al estilo de la
tradición occidental. ¿Es, entonces, ocioso y vacuo hablar de postmodernidad en
una sociedad como la nuestra, con tantas carencias y que reclama necesidades
en educación, alimentación, salud, vivienda y trabajo?

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La postmodernidad no es sólo una corriente intelectual, que se manifieste en
alguna área específica, sino más bien un arreglo de nuestra sociedad, un “estado
de cosas” en el cual estudiamos, trabajamos y vivimos, y por eso, preferimos
hablar de una “condición postmoderna” que simplemente “postmodernidad”,
puesto que puede llevarnos a pensar en alguna de las caracterizaciones filosóficas
ya mencionadas. La condición postmoderna nos lleva a situar tanto un modelo
económico de producción (un capitalismo del cual debemos dar cuenta, y no
solamente negarlo o hacer como si no existiera) como los avances en ciencia,
tecnología, saberes, así como los problemas y desventajas de este mundo, sin el
afán de convertirse en un discurso justificador del estado de cosas, pero tampoco
como un proyecto utópico liberador.

Sólo entendiendo la condición postmoderna es cómo podemos entender nuestro


mundo, pues no serviría de mucho el que diseñemos un mundo ad hoc, y una
teoría que corresponda exactamente a él, para resolver los problemas que
aquejan nuestro presente. No es válido, entonces, caracterizar someramente
nuestra época como un mundo de crisis, ya sea económica, política o de valores,
pues no nos hacemos cargo del mundo mismo, y dejamos la responsabilidad al
destino, a los líderes mundiales o alguna entidad suprafísica para que salgamos
de la tan usada crisis. La condición postmoderna no es únicamente crisis: si así
fuera, ¿qué estamos haciendo hoy aquí?

Con lo dicho hasta aquí, podríamos pensar que la propuesta de la condición


postmoderna nada tiene que decirnos a nosotros como estudiosos del derecho, ni
mucho menos, relación alguna con el derecho de la función pública. No obstante,
recordemos la segunda pregunta que articula la conferencia del día de hoy, y que
tiene que ver con la relación al seminario mismo. ¿Qué elementos de la
postmodernidad pueden ayudarnos al propósito de la indagación sobre el futuro
del derecho de la función pública?

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Si partimos de una noción postmoderna que distingue entre el ámbito público y el
privado, no sólo como campos de estudio distintos, sino totalmente
inconmensurables y que rompe con la tradición platónica de suponer continuidad
entre uno y otro (que vemos dibujada ya en la teoría del macroantropos de la
República), es innegable que lo que podamos pedirle a nuestros funcionarios –y
por tanto, sobre lo que debe escribir, legislar y resolver el nuevo derecho de la
función pública – no puede ser lo que pidamos a nivel privado. Los valores éticos
no pueden ser ya referidos a la esfera pública.

Si no pedimos los valores de la ética a los funcionarios públicos, ¿tendremos que


aceptar corrupción, engaños, y viviremos en una constante lucha de todos contra
todos? Esa es la preocupación más grande que tienen los defensores de la
tradición, y al mismo tiempo, los combatientes de la postmodernidad misma.
Acusan a los nuevos pensadores de ser corruptores de la sociedad, amorales y
que privilegian valores como el individualismo que deviene en egoísmo. ¿Son
válidas estas acusaciones? Lo son si consideramos que, otra vez, la
postmodernidad es un movimiento intelectual; pero si aceptamos que es un estado
de hecho, en el que los mismos críticos de la postmodernidad viven, entonces tal
parece ser que pelean contra sus propios enemigos, al modo como el Quijote
luchaba contra los molinos.

La condición postmoderna debe hacernos entender que si hemos aceptado ya


esta separación tajante entre la esfera pública y la privada, es tiempo de crear
valores nuevos para la esfera pública. Se podrá argüir en nuestra contra que tal
supuesto es inaceptable, y lo que deberíamos hacer es reunir las dos esferas,
símbolo de la probidad y la congruencia. Bien responderíamos que esto es
imposible (como lo han sido las utopías y los discursos del deber ser), y que
estamos evaluando en base a lo que sucede, esto es, no juzgamos lo que la gente
dice, sino lo que ésta hace, y lo que ocurre actualmente, es este binomio
irreconciliable entre lo que hacemos en privado, y lo que llevamos a cabo
públicamente.

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Por ejemplo, ¿necesitamos que un gobernante, sea un Presidente, tenga que ser
valiente? ¿No es igual de absurdo que querer un Presidente guapo? Los retos a
los que se enfrenta el país nada tienen que ver con tales valores estrictamente
privados, y por eso, la creación de valores para la esfera pública debe atender a lo
que se requiere públicamente. Es por eso que hoy día, en teoría política, se
buscan nuevos criterios para evaluar un administración, ya no que sea éticamente
correcta, sino eficiente, socialmente comprometida o políticamente incorrecta.

Esto sin duda nos lleva a replantearnos todo el espectro de la ética que subyace a
nuestras relaciones personales contemporáneas. La misma ética –que puede
concebirse como enmarcada dentro de la esfera privada – viene a ser rediseñada
por las propias prácticas sociales, y al paso que se deja de sustentar el deber en
Dios, la Razón o el Hombre, atiende a criterios pragmáticos, utilitaristas y de
probabilidad. No entender que el mundo está cambiando (sin ser esto, desde
luego, una valoración ética de bien o mal) y que debemos pensar en lo que está
sucediendo ahora mismo, es vivir encerrado en un castillo intelectual, y generar
teorías totalmente desfasadas de la realidad.

Richard Rorty y Gilles Lipovetsky, por mencionar dos autores en este momento,
bien nos pueden enseñar caminos distintos a seguir para entender y desarrollar
nuestro mundo actual. El primero, filósofo norteamericano, busca que a pesar de
los problemas de fundamentar el aspecto privado y metafísico del ser humano,
tengamos acción política pública, y apuesta por la democracia como un modo
posible –el más posible de nuestra época – para organizarse socialmente. El
segundo, filósofo y sociólogo francés, nos describe lo que la sociedad experimenta
a través del capitalismo, la ciencia, la indiferencia, los movimientos feministas,
homosexuales, por ejemplo, para brindarnos un esquema que no da primacía a la
unidad, sino a la diversidad y la complejidad que entraña nuestra sociedad. Sólo
así es concebible elaborar otra ética, que encuentre el sustento en las acciones
sociales, y no una doctrina que lógicamente perfecta, sea aplicable a otro mundo.

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También la condición postmoderna nos hace conscientes de los problemas y retos
que deberemos enfrentar próximamente, y que tienen que ver con la técnica –aquí
el estudio que hace Heidegger resulta relevante y sumamente visionario – y cómo
ha llevado al hombre a un estado de sumisión y olvido de la pregunta por el ser, o
por ejemplo, las nuevas macrocomunidades que la globalización, el intercambio de
comunicación e información o los acuerdos de colaboración económica, han
empezado a originar. En este sentido, el Estado (como el representado por el cual
tienen razón de ser los funcionarios) ha cambiado radicalmente, y no es sólo ya el
conjunto de todos los hombres, ni persigue los fines de antaño, sino que busca
satisfacer otras necesidades, por diferentes medios, y si pasamos por alto este
mutar, será improbable que demos respuesta a los grandes dilemas que la
sociedad hoy exige.

¿Qué tanto nos sirve caracterizar la condición postmoderna para un seminario de


derecho de la función pública? ¿Es sólo el marco general, el fundamento o la
estructura en la cual se encuentra parado este curso académico? Sobre este
punto, no tenemos ya respuestas a dibujar. Tal vez nos permita abrir nuestro
horizonte de comprensión, y tengamos que repensar las propuestas para mejorar
un derecho de la función pública naciente, o quizá nos muestre que lo que sucede
allá afuera no actúa bajo un o dos principios, sino que es una intrincada red que
supone y sustenta sus propios elementos. Tal vez sea una disertación intelectual
más, una justificación del mismo quehacer filosófico para demostrar que todavía
se puede hacer algo después del “fin de la filosofía”, o una conferencia más. Ojalá
las respuestas puedan hacer surgir muchas más preguntas.

Jesús Alberto Islas Aguilera


rmad89@hotmail.com
Facultad de Filosofía y Derecho-UV
Xalapa, Ver., a 23 de noviembre de 2009

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