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Ahora bien, trataremos de desarrollar dos preguntas que guíen nuestra búsqueda,
y que a su vez, vayan generando muchas más cuestiones. ¿Qué es la
postmodernidad? y ¿Cómo entenderla para relacionarla con el derecho de la
función pública? La primera, cuya justificación hemos ya mencionado, pudiera
llevarnos a pensar que se trata de un tema de cuño filosófico, y por tanto,
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comprender la postmodernidad como un acontecimiento dentro de la historia de la
filosofía, como un suceso más del cual debemos dar cuenta. ¿Es, entonces, la
postmodernidad un periodo más dentro de la tradición occidental filosófica, al
modo de entender la filosofía presocrática, la escolástica o la modernidad?
Hay que distinguir dos momentos en las afirmaciones anteriores: uno, que la
postmodernidad ha sido estudiada, analizada, descrita y proscrita por los filósofos
contemporáneos, y otro muy distinto que se refiere a que, de hecho, la
postmodernidad sea una época de la filosofía misma, tesis que no compartimos
del todo. No podemos aceptar hoy día que la postmodernidad sea otro evento
estrictamente filosófico, porque sería limitar el estudio mismo de ella, y estaríamos
suponiendo, de nueva cuenta, en la omnipotencia de la filosofía sobre las otras
disciplinas y saberes. Actualmente, la filosofía no es más que un discurso entre
muchos discursos, y no puede reclamar supremacía originaria frente a la ciencia,
el arte o la cultura. De ahí que la postmodernidad no se encuentre subsumida al
ámbito de los filósofos solamente.
Tal parece que hemos sido un poco injustos con borrar los intentos de los filósofos
de explicar la postmodernidad como un fenómeno propio de la disciplina. Sin
convertirse en una falacia de apelación a la autoridad (ad baculum), debemos
mencionar que Jean-François Lyotard, por ejemplo (de quien utilizamos la
expresión “La condición posmoderna”, como título de una obra suya), considera
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que la postmodernidad se refiere a la incredulidad respecto a los metarrelatos,
siendo éstos justificadores y legitimadores de los discursos de la ciencia y de las
demás disciplinas, y que apelan a la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del
sentido, la emancipación del sujeto razonante o a Dios mismo. Este modo de
concebir la postmodernidad, como la incredulidad, indiferencia o abandono de los
metarrelatos, que tanto éxito ha tenido en filosofía recientemente, no puede del
todo explicar la condición misma, y es por eso que no aceptamos que sea un
fenómeno exclusivo de la filosofía.
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La postmodernidad no es sólo una corriente intelectual, que se manifieste en
alguna área específica, sino más bien un arreglo de nuestra sociedad, un “estado
de cosas” en el cual estudiamos, trabajamos y vivimos, y por eso, preferimos
hablar de una “condición postmoderna” que simplemente “postmodernidad”,
puesto que puede llevarnos a pensar en alguna de las caracterizaciones filosóficas
ya mencionadas. La condición postmoderna nos lleva a situar tanto un modelo
económico de producción (un capitalismo del cual debemos dar cuenta, y no
solamente negarlo o hacer como si no existiera) como los avances en ciencia,
tecnología, saberes, así como los problemas y desventajas de este mundo, sin el
afán de convertirse en un discurso justificador del estado de cosas, pero tampoco
como un proyecto utópico liberador.
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Si partimos de una noción postmoderna que distingue entre el ámbito público y el
privado, no sólo como campos de estudio distintos, sino totalmente
inconmensurables y que rompe con la tradición platónica de suponer continuidad
entre uno y otro (que vemos dibujada ya en la teoría del macroantropos de la
República), es innegable que lo que podamos pedirle a nuestros funcionarios –y
por tanto, sobre lo que debe escribir, legislar y resolver el nuevo derecho de la
función pública – no puede ser lo que pidamos a nivel privado. Los valores éticos
no pueden ser ya referidos a la esfera pública.
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Por ejemplo, ¿necesitamos que un gobernante, sea un Presidente, tenga que ser
valiente? ¿No es igual de absurdo que querer un Presidente guapo? Los retos a
los que se enfrenta el país nada tienen que ver con tales valores estrictamente
privados, y por eso, la creación de valores para la esfera pública debe atender a lo
que se requiere públicamente. Es por eso que hoy día, en teoría política, se
buscan nuevos criterios para evaluar un administración, ya no que sea éticamente
correcta, sino eficiente, socialmente comprometida o políticamente incorrecta.
Esto sin duda nos lleva a replantearnos todo el espectro de la ética que subyace a
nuestras relaciones personales contemporáneas. La misma ética –que puede
concebirse como enmarcada dentro de la esfera privada – viene a ser rediseñada
por las propias prácticas sociales, y al paso que se deja de sustentar el deber en
Dios, la Razón o el Hombre, atiende a criterios pragmáticos, utilitaristas y de
probabilidad. No entender que el mundo está cambiando (sin ser esto, desde
luego, una valoración ética de bien o mal) y que debemos pensar en lo que está
sucediendo ahora mismo, es vivir encerrado en un castillo intelectual, y generar
teorías totalmente desfasadas de la realidad.
Richard Rorty y Gilles Lipovetsky, por mencionar dos autores en este momento,
bien nos pueden enseñar caminos distintos a seguir para entender y desarrollar
nuestro mundo actual. El primero, filósofo norteamericano, busca que a pesar de
los problemas de fundamentar el aspecto privado y metafísico del ser humano,
tengamos acción política pública, y apuesta por la democracia como un modo
posible –el más posible de nuestra época – para organizarse socialmente. El
segundo, filósofo y sociólogo francés, nos describe lo que la sociedad experimenta
a través del capitalismo, la ciencia, la indiferencia, los movimientos feministas,
homosexuales, por ejemplo, para brindarnos un esquema que no da primacía a la
unidad, sino a la diversidad y la complejidad que entraña nuestra sociedad. Sólo
así es concebible elaborar otra ética, que encuentre el sustento en las acciones
sociales, y no una doctrina que lógicamente perfecta, sea aplicable a otro mundo.
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También la condición postmoderna nos hace conscientes de los problemas y retos
que deberemos enfrentar próximamente, y que tienen que ver con la técnica –aquí
el estudio que hace Heidegger resulta relevante y sumamente visionario – y cómo
ha llevado al hombre a un estado de sumisión y olvido de la pregunta por el ser, o
por ejemplo, las nuevas macrocomunidades que la globalización, el intercambio de
comunicación e información o los acuerdos de colaboración económica, han
empezado a originar. En este sentido, el Estado (como el representado por el cual
tienen razón de ser los funcionarios) ha cambiado radicalmente, y no es sólo ya el
conjunto de todos los hombres, ni persigue los fines de antaño, sino que busca
satisfacer otras necesidades, por diferentes medios, y si pasamos por alto este
mutar, será improbable que demos respuesta a los grandes dilemas que la
sociedad hoy exige.