Normalmente la teoría kantiana del noumeno es vista como
conteniendo la metafísica “problemática” de Kant. Si bien su teoría de los fenómenos enseña que sólo hay conocimiento de lo que puede aparecérsele a nuestros sentidos, Kant mismo no se cansa de repetir que bien pueden haber seres, al otro lado de la pantalla del aparecer posible para nosotros, que sujetos provistos de un tipo de intuición distinta a la nuestra (sensible) podrían conocer, y seres además de los cuales ya nosotros mismos llegamos a alcanzar un estado no arbitrario de convicción favorable (que en todo caso no equivale a un conocimiento de ellos). La famosa enumeración kantiana es breve pero poderosa: Dios, alma, libertad. No es de sorprender que al poner fuera del aparecer posible tales seres formidables, la filosofía posterior no haya hecho mucho más que pasar lo más rápidamente posible por el noumeno, hacia alguna forma de metafísica reivindicada que permitiera conocer directa y exitosamente esos objetos, y por lo tanto hacerlo prescindible. En cambio, menos común es encontrarse con autores que hayan creído que vale la pena detenerse en la noción de noumeno, y más raro aun, que hayan creído que la doctrina noumenal contenga premisas asumidas y operativas en las descripciones de funcionamiento normal de nuestra razón, desorientadoramente desplazadas a esa sección polémica de la Crítica de la Razón Pura. Pues bien, lo que me dispongo a hacer es precisamente defender lo último que fue señalado, introduciendo para ello la idea de “intencionalidad”. Dicho en forma directa: trataré de mostrar, en lo que sigue, que la teoría del noumeno es de importancia central en la filosofía del conocimiento de Kant, pues contiene sus posiciones más reveladoras sobre intención. Trataré, pues, de mostrar que, antes incluso que se un concepto “problemático”, noumeno es un auténtico concepto intencional que, utilizado prudentemente, puede dar luces para entender las complejidades de la teoría de las representaciones de Kant. Por supuesto, para el caso de un autor como Kant, que se puso por meta clarificar la referencia de nuestra representaciones a objetos (o sea, en cierto sentido el problema intencional por excelencia), usar el modelo intencional para interpretarlo genera dos estados de evaluación: 1) detección de sus aciertos, se entiende, pese a no haber partido de una teoría intencional desarrollada poniendo al centro de sus esfuerzos reflexivamente la noción de intencionalidad; y 2) detección de sus desaciertos que, como vamos a ver, pueden tomar la forma de adulteraciones descriptivas (al presentar como dándose algo que no se da, y viceversa) o de forzamientos terminológicos (al distribuir desempeños intencionales, exitosamente reconocidos, a la luz de terminologías obtenidas desde otros criterios). Sólo para dar dos ejemplos. La descripción de la sensibilidad como proporcionando estados privados, ilustra el primer tipo de desacierto; la teoría de la “forma lógica” de los conceptos como un llevar a unidad la multiplicidad, ilustra el segundo. “Mero pensar”: el problema noumenal en el marco del entendimiento. La distinción entre sensibilidad y entendimiento determina en alto grado el rumbo del filosofar kantiano, proporcionando, por una parte, una ordenación que ayuda a no perder el norte cuando se está en medio de investigaciones parciales, pero abonando, por otra, la tentación de salir de los problemas mediante el dudoso recurso de ir introduciendo facultades y hasta subfacultades, que prodigiosamente pueden hacer eso que no se sabe explicar. Pero posterguemos esto para contextos posteriores más controlables, y veamos primero cómo trabaja Kant en concreto sobre la base de la mencionada distinción. Lo que más se nota en su proceder con las facultades de conocimiento es su interés en generar lo que pueden llamarse estados de reconstrucción, surgidos de tratar de recrear su funcionamiento específico, vale decir, justamente separado del funcionamiento de la otra facultad. La expresión clásica de esta perspectiva es la famosa contraposición entre “intuiciones ciegas” y “conceptos vacíos”, de la que debemos extraer la moraleja de que sólo hay conocimiento en la mancomunión de ambas facultades. El repertorio de giros más o menos metafóricos con que Kant aludió a ese estado de reconstrucción es nutrido: “turba de fenómenos”, para el caso de la sensibilidad abandonada a sí misma; “telarañas mentales”, “juego ciego”, “sueño”, para el caso del entendimiento abandonado a sí mismo. Un lugar especial –por tener repercusiones ya directamente teóricas- reclama la utilización de “forma” y “formal” como descriptivo del mismo estado de indigencia del entendimiento sin el aporte de los sentidos, y que oculta un inaclarado salto a otra dimensión intencional. Sin embargo, Kant también supo encontrar fórmulas sobriamente teóricas para la situación de sensibilidad y entendimiento operando sin conexión. Precisamente en la sección dedicada al noumeno, Kant afirma que si lo que tenemos son “intuiciones sin conceptos” o “conceptos sin intuiciones”, “(...) en ambos casos [tenemos] representaciones que no podemos referir a ningún objeto determinado”.
Aquí, por ejemplo, es donde el interprete debe tomar
conciencia de la encrucijada en que se encuentra al seguir a Kant en esta discusión como teniendo que ver con “facultades”. Pues si, por un lado, la situación descrita parece poner a la sensibilidad y al entendimiento en un mismo tipo de fracaso intencional, todo lo que Kant hace hasta desembocar en el estado de intencionalidad exitosa de representaciones que se refieren a un objeto determinado, supone caer en la cuenta de que el fracaso intencional de la sensibilidad no tiene nada que ver con el del entendimiento. Y es bajo la aceptación de esa pretendida disparidad que pueden admitirse luego otros aspectos controvertidos de su teoría del noumeno. Para decirlo sin más preámbulos: según Kant, la sensibilidad proporciona “estados de mi sujeto”, mediante la presentación en ella de cualidades auto-mostrativas, o sea, tales que por sí mismas no son “de” nada, sino que son activaciones de mi propio sentir. Confiado Kant, como estaba, en esta especie de “bivalencia de las facultades”, si se puede decir así, no es raro encontrarlo desplazando al entendimiento todo lo verdaderamente posibilitante de referencia al objeto: “Si remuevo todo pensar (mediante categorías) de un conocimiento empírico, no queda ningún conocimiento de objeto alguno. Pues mediante mera intuición no es pensado nada. Y que esa afección de la sensibilidad esté en mí, no determina ninguna referencia de representaciones de tal clase a algún objeto.” Llegado a ese punto, Kant debió hacerse una pregunta bien conocida, y que por lo demás el idealismo responde afirmativamente. Que el entendimiento sea el que instaura originariamente toda referencia a objetos, y en donde al menos para eso la sensibilidad jamás va a ser de ayuda, ¿no puede acaso tomarse como evidencia suficiente de que el entendimiento tiene sus objetos, con la exclusividad que parece exigir precisamente su monopolio en la génesis de la referencia? ¿No es en cierto sentido natural admitir “objetos inteligibles”, como los correlatos adecuados, proporcionados a esa situación? En la respuesta –negativa, por cierto- a esta pregunta veremos cristalizar la gran enseñanza duradera de Kant para una teoría de la intención, con el mérito adicional, reitero, de haber tenido que abrirse paso a través de las “facultades”. Expresado en la jerga de las facultades de conocimiento, el punto adopta la forma de una especie de autolimitación del entendimiento: si, por un lado, es cierto que la estructura de la referencia es puesta por el entendimiento, proviene exclusivamente de el, por otro también lo es que esa estructura se agota en el posibilitamiento de la referencia a objetos de experiencia posible, o como también le gusta decir a Kant (aunque con una expresión altamente volátil) “objetos sensibles”. Esto es lo que queda recogido, ya en los párrafos iniciales de la sección, como la desilusión que Kant sospecha que la Crítica va a suscitar entre los metafísicos, ya que al término del esclarecimiento de las condiciones intelectuales de referencia a objetos, no quedan acreditados “otros” objetos, distintos a los sensibles, o “nuevos” objetos, además de los sensibles, sino los mismos objetos de siempre: los sensibles. Aunque el trabajo fino de argumentación de Kant acerca de esto gira en torno a nociones que sólo se entienden correctamente, eso al menos creo, cuando se los reinterpreta en términos de tipos, fases o ingredientes del cumplimiento, o sea, intencionalmente, cosa que haré en la segunda parte, aquí quisiera mostrar mediante la noción de “uso” el camino seguido por Kant, pero sobre todo la tensión a la que estuvo sometido en él.
En la línea de resaltar la condición insuficiente y
precaria del “mero pensar”, Kant vuelve una y otra vez a lo que él denomina “uso empírico” y que, hasta donde alcanzo a entenderlo, tiene que ver con la exigencia de “hacer sensibles” los conceptos, tal como la describe y explica sobre todo en el Esquematismo. En el mero pensar las categorías, no van indicadas en paralelo las condiciones efectivas del darse de su objeto (que es lo que sí queda indicado en el uso llamado “empírico”), condiciones que no son ni con mucho suficientemente descritas con sólo señalar que ese darse no puede ser a la manera de la sensibilidad. Por esa razón es que Kant prohíbe el noumeno “en sentido positivo” (o sea, con la pretendida pero incumplible inclusión de su modo de darse), y sólo lo deja subsistir metodológicamente como noumeno “en sentido negativo”. Lo curioso es que, al interior de ese alegato anti- idealista, es posible ver a Kant dejándose arrastrar en algunos pasajes a una clara exageración en lo que concierne al mero pensar y su ineptitud, exageración que, sin embargo, él mismo debe corregir por razones que evidencian toda la madurez de su concepción intencional. Se trata de los lugares en que llega al extremo de identificar el uso como tal de un concepto con el uso empírico, y afirmar que “el uso trascendental no es un uso”. Ante todo, es fácil ver la estrategia básica que parece recomendar esa identificación plena del uso con el uso empírico. Si sucede que las condiciones de presentación posible de algo –su darse-, que coinciden con ser las condiciones de su presentación sensible, fueran ya a su vez condiciones del uso como tal de los conceptos, para pensar eso, entonces el confinamiento del entendimiento en la sensibilidad no sólo sería el resultado de una especie de austeridad que el entendimiento debe autoimponerse, sino que estaría asegurado por un mecanismo interno. Es la ficción límite de la “aplicación” como continuación o irradiación hacia el entendimiento de lo “sobreveniente” del sentir: si estoy sintiendo permanentemente algo, digamos, rojo, ahí y sólo ahí se activa recién en mí el concepto “sustancia”, y así sucesivamente. La lucidez y honestidad de Kant con respecto a esto es que, por mas que tal modelo describe –al menos visto desde fuera- la situación que él considera correcta, éste es abandonado por Kant, por apelar a un estado reconstructivo que en sí mismo adultera todo trato genuino conceptos, sean estos o no categorías. Lo que Kant parece haber advertido, y que le sirvió de freno, es que negar el “uso trascendental” como uso legítimo, es sugerir una situación de, digamos, apagón de sentido, en que, por no darse en simultáneo las condiciones de satisfacción empírica, los conceptos no son ni siquiera entendidos. Para decirlo de otra manera: el uso, sea empírico o trascendental, trae a colación a los conceptos como el tipo de representaciones susceptibles de ser entendidas. Pero sucede que en esa dimensión específica, de depositarios de sentido, los conceptos son inmunes a las vicisitudes de su uso. Mediante una paráfrasis psicológica que sin duda simplifica un poco el análisis, podría explicarse lo anterior diciendo que debo tener trato con los conceptos en su conceptualidad, o sea, entenderlos, como requisito para cualquier paso a un “uso” de los mismos, exitoso o fallido. Esto es lo que abre la otra gran vía de interpretación del “mero” en la frecuente frase de Kant mero pensar, y en que debe ser tomado como significando ahora más bien “ya con sólo”, pasándose así del contexto anterior de la insuficiencia, precariedad, etc., al de una potencia especialmente básica y apta para ciertos fines. Aunque las categorías mismas sean incapaces de colmar la brecha, y señalar por sí solas las determinaciones propiamente sensibles (el ejemplo favorito de Kant es que la categoría “causalidad” no me enseña ni me permite anticipar el orden de sucesión en que se presentarán los objetos empíricos trabados en una relación causal efectiva), legitimar el uso trascendental no es otra cosa que acepar que ya con sólo pensarlas, o sea, ya con sólo entender su sentido, las categorías direccionan a algo que sea así, notificándonos inicialmente de lo objetiforme, de que el representar está concernido con “objeto” o destinado a él. Y sucede que ése es el rol que cumple en la sección que comentamos el “objeto trascendental”. Si se acepta momentáneamente que la espontaneidad es asunto del entendimiento, vamos a parar a que lo que Kant está describiendo con todo esto es el estamento primero de la preparación como tal para el objeto, pero que si va a poder hacerle justicia a ese “como tal”, es precisamente porque recoge los rasgos del objeto como tal, trascendiendo (en el sentido de no quedando preso) toda variedad de objetos específicos. Ahora es posible finalmente entender la profundidad ya anunciada de la concepción kantiana de la intención, tal como se manifiesta en su valoración antagónica de “objeto trascendental” y “noumeno”. Sobre todo por sus premisas constitucionistas –en que no sólo estaría permitido hablar de preparación para el objeto, sino incluso de preparación del objeto, en el sentido de que, en rigor, para Kant el objeto nunca es sólo a constatar por nosotros-, en cualquiera de los dos casos, Kant reconoce la absoluta necesidad de una preparación con vistas al objeto, por parte del sujeto de representación. Y dadas las distribuciones de espontaneidad y pasividad a la luz de las “facultades”, según Kant esa preparación le incumbe exclusivamente al entendimiento. La grandeza de Kant es haber reconocido esa textura preparatoria como tal, y haber visto con claridad el error de querer “mejorarla”, forzándola como estado cumplido. El objeto trascendental no es un noumeno, no porque el objeto trascendental no sea tan remoto como la exterioridad total al aparecer propia del noumeno, sino que sea en el ámbito de los objetos puros de la inmanencia, etc.; el objeto trascendental no es un noumeno porque ni siquiera reclama ser (como sí lo hace el noumeno, dejando la tarea irrealizable de describir el tipo e relación cognoscitiva adecuada a lo que él es), sino que, bien interpretado, es la denominación sustantivada del conjunto de preparaciones con vistas a la objetividad posible para nosotros. Aquí, por último, se hace posible trazar un valioso puente entre Kant y el Brentano de la “inexistencia intencional del objeto”, ya que tampoco para éste último esa “inexistencia aísla una dimensión ontológica de objetos cumplidos -o sea, que son, sólo que de otra manera que el existir, o en otro ámbito que el mundo exterior-, sino que alumbra a la totalidad de las condiciones de preparación como tales del referir a objetos.