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La teoría del noumeno como teoría intencional

Felipe A. Castañeda R.

Normalmente la teoría kantiana del noumeno es vista como


conteniendo la metafísica “problemática” de Kant. Si bien su
teoría de los fenómenos enseña que sólo hay conocimiento de
lo que puede aparecérsele a nuestros sentidos, Kant mismo no
se cansa de repetir que bien pueden haber seres, al otro lado
de la pantalla del aparecer posible para nosotros, que
sujetos provistos de un tipo de intuición distinta a la
nuestra (sensible) podrían conocer, y seres además de los
cuales ya nosotros mismos llegamos a alcanzar un estado no
arbitrario de convicción favorable (que en todo caso no
equivale a un conocimiento de ellos). La famosa enumeración
kantiana es breve pero poderosa: Dios, alma, libertad.
No es de sorprender que al poner fuera del aparecer
posible tales seres formidables, la filosofía posterior no
haya hecho mucho más que pasar lo más rápidamente posible por
el noumeno, hacia alguna forma de metafísica reivindicada que
permitiera conocer directa y exitosamente esos objetos, y por
lo tanto hacerlo prescindible. En cambio, menos común es
encontrarse con autores que hayan creído que vale la pena
detenerse en la noción de noumeno, y más raro aun, que hayan
creído que la doctrina noumenal contenga premisas asumidas y
operativas en las descripciones de funcionamiento normal de
nuestra razón, desorientadoramente desplazadas a esa sección
polémica de la Crítica de la Razón Pura.
Pues bien, lo que me dispongo a hacer es precisamente
defender lo último que fue señalado, introduciendo para ello
la idea de “intencionalidad”. Dicho en forma directa: trataré
de mostrar, en lo que sigue, que la teoría del noumeno es de
importancia central en la filosofía del conocimiento de Kant,
pues contiene sus posiciones más reveladoras sobre intención.
Trataré, pues, de mostrar que, antes incluso que se un
concepto “problemático”, noumeno es un auténtico concepto
intencional que, utilizado prudentemente, puede dar luces
para entender las complejidades de la teoría de las
representaciones de Kant.
Por supuesto, para el caso de un autor como Kant, que se
puso por meta clarificar la referencia de nuestra
representaciones a objetos (o sea, en cierto sentido el
problema intencional por excelencia), usar el modelo
intencional para interpretarlo genera dos estados de
evaluación: 1) detección de sus aciertos, se entiende, pese a
no haber partido de una teoría intencional desarrollada
poniendo al centro de sus esfuerzos reflexivamente la noción
de intencionalidad; y 2) detección de sus desaciertos que,
como vamos a ver, pueden tomar la forma de adulteraciones
descriptivas (al presentar como dándose algo que no se da, y
viceversa) o de forzamientos terminológicos (al distribuir
desempeños intencionales, exitosamente reconocidos, a la luz
de terminologías obtenidas desde otros criterios). Sólo para
dar dos ejemplos. La descripción de la sensibilidad como
proporcionando estados privados, ilustra el primer tipo de
desacierto; la teoría de la “forma lógica” de los conceptos
como un llevar a unidad la multiplicidad, ilustra el segundo.
“Mero pensar”: el problema noumenal en el marco del
entendimiento.
La distinción entre sensibilidad y entendimiento
determina en alto grado el rumbo del filosofar kantiano,
proporcionando, por una parte, una ordenación que ayuda a no
perder el norte cuando se está en medio de investigaciones
parciales, pero abonando, por otra, la tentación de salir de
los problemas mediante el dudoso recurso de ir introduciendo
facultades y hasta subfacultades, que prodigiosamente pueden
hacer eso que no se sabe explicar. Pero posterguemos esto
para contextos posteriores más controlables, y veamos primero
cómo trabaja Kant en concreto sobre la base de la mencionada
distinción.
Lo que más se nota en su proceder con las facultades de
conocimiento es su interés en generar lo que pueden llamarse
estados de reconstrucción, surgidos de tratar de recrear su
funcionamiento específico, vale decir, justamente separado
del funcionamiento de la otra facultad. La expresión clásica
de esta perspectiva es la famosa contraposición entre
“intuiciones ciegas” y “conceptos vacíos”, de la que debemos
extraer la moraleja de que sólo hay conocimiento en la
mancomunión de ambas facultades. El repertorio de giros más o
menos metafóricos con que Kant aludió a ese estado de
reconstrucción es nutrido: “turba de fenómenos”, para el caso
de la sensibilidad abandonada a sí misma; “telarañas
mentales”, “juego ciego”, “sueño”, para el caso del
entendimiento abandonado a sí mismo. Un lugar especial –por
tener repercusiones ya directamente teóricas- reclama la
utilización de “forma” y “formal” como descriptivo del mismo
estado de indigencia del entendimiento sin el aporte de los
sentidos, y que oculta un inaclarado salto a otra dimensión
intencional.
Sin embargo, Kant también supo encontrar fórmulas
sobriamente teóricas para la situación de sensibilidad y
entendimiento operando sin conexión. Precisamente en la
sección dedicada al noumeno, Kant afirma que si lo que
tenemos son “intuiciones sin conceptos” o “conceptos sin
intuiciones”, “(...) en ambos casos [tenemos]
representaciones que no podemos referir a ningún objeto
determinado”.

Aquí, por ejemplo, es donde el interprete debe tomar


conciencia de la encrucijada en que se encuentra al seguir a
Kant en esta discusión como teniendo que ver con
“facultades”. Pues si, por un lado, la situación descrita
parece poner a la sensibilidad y al entendimiento en un mismo
tipo de fracaso intencional, todo lo que Kant hace hasta
desembocar en el estado de intencionalidad exitosa de
representaciones que se refieren a un objeto determinado,
supone caer en la cuenta de que el fracaso intencional de la
sensibilidad no tiene nada que ver con el del entendimiento.
Y es bajo la aceptación de esa pretendida disparidad que
pueden admitirse luego otros aspectos controvertidos de su
teoría del noumeno.
Para decirlo sin más preámbulos: según Kant, la
sensibilidad proporciona “estados de mi sujeto”, mediante la
presentación en ella de cualidades auto-mostrativas, o sea,
tales que por sí mismas no son “de” nada, sino que son
activaciones de mi propio sentir. Confiado Kant, como estaba,
en esta especie de “bivalencia de las facultades”, si se
puede decir así, no es raro encontrarlo desplazando al
entendimiento todo lo verdaderamente posibilitante de
referencia al objeto: “Si remuevo todo pensar (mediante
categorías) de un conocimiento empírico, no queda ningún
conocimiento de objeto alguno. Pues mediante mera intuición
no es pensado nada. Y que esa afección de la sensibilidad
esté en mí, no determina ninguna referencia de
representaciones de tal clase a algún objeto.”
Llegado a ese punto, Kant debió hacerse una pregunta
bien conocida, y que por lo demás el idealismo responde
afirmativamente. Que el entendimiento sea el que instaura
originariamente toda referencia a objetos, y en donde al
menos para eso la sensibilidad jamás va a ser de ayuda, ¿no
puede acaso tomarse como evidencia suficiente de que el
entendimiento tiene sus objetos, con la exclusividad que
parece exigir precisamente su monopolio en la génesis de la
referencia? ¿No es en cierto sentido natural admitir “objetos
inteligibles”, como los correlatos adecuados, proporcionados
a esa situación? En la respuesta –negativa, por cierto- a
esta pregunta veremos cristalizar la gran enseñanza duradera
de Kant para una teoría de la intención, con el mérito
adicional, reitero, de haber tenido que abrirse paso a través
de las “facultades”.
Expresado en la jerga de las facultades de conocimiento,
el punto adopta la forma de una especie de autolimitación del
entendimiento: si, por un lado, es cierto que la estructura
de la referencia es puesta por el entendimiento, proviene
exclusivamente de el, por otro también lo es que esa
estructura se agota en el posibilitamiento de la referencia a
objetos de experiencia posible, o como también le gusta decir
a Kant (aunque con una expresión altamente volátil) “objetos
sensibles”. Esto es lo que queda recogido, ya en los párrafos
iniciales de la sección, como la desilusión que Kant sospecha
que la Crítica va a suscitar entre los metafísicos, ya que al
término del esclarecimiento de las condiciones intelectuales
de referencia a objetos, no quedan acreditados “otros”
objetos, distintos a los sensibles, o “nuevos” objetos,
además de los sensibles, sino los mismos objetos de siempre:
los sensibles.
Aunque el trabajo fino de argumentación de Kant acerca
de esto gira en torno a nociones que sólo se entienden
correctamente, eso al menos creo, cuando se los reinterpreta
en términos de tipos, fases o ingredientes del cumplimiento,
o sea, intencionalmente, cosa que haré en la segunda parte,
aquí quisiera mostrar mediante la noción de “uso” el camino
seguido por Kant, pero sobre todo la tensión a la que estuvo
sometido en él.

En la línea de resaltar la condición insuficiente y


precaria del “mero pensar”, Kant vuelve una y otra vez a lo
que él denomina “uso empírico” y que, hasta donde alcanzo a
entenderlo, tiene que ver con la exigencia de “hacer
sensibles” los conceptos, tal como la describe y explica
sobre todo en el Esquematismo. En el mero pensar las
categorías, no van indicadas en paralelo las condiciones
efectivas del darse de su objeto (que es lo que sí queda
indicado en el uso llamado “empírico”), condiciones que no
son ni con mucho suficientemente descritas con sólo señalar
que ese darse no puede ser a la manera de la sensibilidad.
Por esa razón es que Kant prohíbe el noumeno “en sentido
positivo” (o sea, con la pretendida pero incumplible
inclusión de su modo de darse), y sólo lo deja subsistir
metodológicamente como noumeno “en sentido negativo”.
Lo curioso es que, al interior de ese alegato anti-
idealista, es posible ver a Kant dejándose arrastrar en
algunos pasajes a una clara exageración en lo que concierne
al mero pensar y su ineptitud, exageración que, sin embargo,
él mismo debe corregir por razones que evidencian toda la
madurez de su concepción intencional.
Se trata de los lugares en que llega al extremo de
identificar el uso como tal de un concepto con el uso
empírico, y afirmar que “el uso trascendental no es un uso”.
Ante todo, es fácil ver la estrategia básica que parece
recomendar esa identificación plena del uso con el uso
empírico. Si sucede que las condiciones de presentación
posible de algo –su darse-, que coinciden con ser las
condiciones de su presentación sensible, fueran ya a su vez
condiciones del uso como tal de los conceptos, para pensar
eso, entonces el confinamiento del entendimiento en la
sensibilidad no sólo sería el resultado de una especie de
austeridad que el entendimiento debe autoimponerse, sino que
estaría asegurado por un mecanismo interno. Es la ficción
límite de la “aplicación” como continuación o irradiación
hacia el entendimiento de lo “sobreveniente” del sentir: si
estoy sintiendo permanentemente algo, digamos, rojo, ahí y
sólo ahí se activa recién en mí el concepto “sustancia”, y
así sucesivamente.
La lucidez y honestidad de Kant con respecto a esto es
que, por mas que tal modelo describe –al menos visto desde
fuera- la situación que él considera correcta, éste es
abandonado por Kant, por apelar a un estado reconstructivo
que en sí mismo adultera todo trato genuino conceptos, sean
estos o no categorías. Lo que Kant parece haber advertido, y
que le sirvió de freno, es que negar el “uso trascendental”
como uso legítimo, es sugerir una situación de, digamos,
apagón de sentido, en que, por no darse en simultáneo las
condiciones de satisfacción empírica, los conceptos no son ni
siquiera entendidos. Para decirlo de otra manera: el uso, sea
empírico o trascendental, trae a colación a los conceptos
como el tipo de representaciones susceptibles de ser
entendidas. Pero sucede que en esa dimensión específica, de
depositarios de sentido, los conceptos son inmunes a las
vicisitudes de su uso. Mediante una paráfrasis psicológica
que sin duda simplifica un poco el análisis, podría
explicarse lo anterior diciendo que debo tener trato con los
conceptos en su conceptualidad, o sea, entenderlos, como
requisito para cualquier paso a un “uso” de los mismos,
exitoso o fallido.
Esto es lo que abre la otra gran vía de interpretación
del “mero” en la frecuente frase de Kant mero pensar, y en
que debe ser tomado como significando ahora más bien “ya con
sólo”, pasándose así del contexto anterior de la
insuficiencia, precariedad, etc., al de una potencia
especialmente básica y apta para ciertos fines. Aunque las
categorías mismas sean incapaces de colmar la brecha, y
señalar por sí solas las determinaciones propiamente
sensibles (el ejemplo favorito de Kant es que la categoría
“causalidad” no me enseña ni me permite anticipar el orden de
sucesión en que se presentarán los objetos empíricos trabados
en una relación causal efectiva), legitimar el uso
trascendental no es otra cosa que acepar que ya con sólo
pensarlas, o sea, ya con sólo entender su sentido, las
categorías direccionan a algo que sea así, notificándonos
inicialmente de lo objetiforme, de que el representar está
concernido con “objeto” o destinado a él.
Y sucede que ése es el rol que cumple en la sección que
comentamos el “objeto trascendental”. Si se acepta
momentáneamente que la espontaneidad es asunto del
entendimiento, vamos a parar a que lo que Kant está
describiendo con todo esto es el estamento primero de la
preparación como tal para el objeto, pero que si va a poder
hacerle justicia a ese “como tal”, es precisamente porque
recoge los rasgos del objeto como tal, trascendiendo (en el
sentido de no quedando preso) toda variedad de objetos
específicos.
Ahora es posible finalmente entender la profundidad ya
anunciada de la concepción kantiana de la intención, tal como
se manifiesta en su valoración antagónica de “objeto
trascendental” y “noumeno”.
Sobre todo por sus premisas constitucionistas –en que no
sólo estaría permitido hablar de preparación para el objeto,
sino incluso de preparación del objeto, en el sentido de que,
en rigor, para Kant el objeto nunca es sólo a constatar por
nosotros-, en cualquiera de los dos casos, Kant reconoce la
absoluta necesidad de una preparación con vistas al objeto,
por parte del sujeto de representación. Y dadas las
distribuciones de espontaneidad y pasividad a la luz de las
“facultades”, según Kant esa preparación le incumbe
exclusivamente al entendimiento. La grandeza de Kant es haber
reconocido esa textura preparatoria como tal, y haber visto
con claridad el error de querer “mejorarla”, forzándola como
estado cumplido.
El objeto trascendental no es un noumeno, no porque el
objeto trascendental no sea tan remoto como la exterioridad
total al aparecer propia del noumeno, sino que sea en el
ámbito de los objetos puros de la inmanencia, etc.; el objeto
trascendental no es un noumeno porque ni siquiera reclama ser
(como sí lo hace el noumeno, dejando la tarea irrealizable de
describir el tipo e relación cognoscitiva adecuada a lo que
él es), sino que, bien interpretado, es la denominación
sustantivada del conjunto de preparaciones con vistas a la
objetividad posible para nosotros.
Aquí, por último, se hace posible trazar un valioso
puente entre Kant y el Brentano de la “inexistencia
intencional del objeto”, ya que tampoco para éste último esa
“inexistencia aísla una dimensión ontológica de objetos
cumplidos -o sea, que son, sólo que de otra manera que el
existir, o en otro ámbito que el mundo exterior-, sino que
alumbra a la totalidad de las condiciones de preparación como
tales del referir a objetos.

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