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La Llorona es una figura popular de esas tenebrosas historias que aterran el sueño
de las comunidades campesinas. Sus lamentos aparecen en medio del coro
nocturno de voces de animales y del ritmo monótono de aguas de quebradas y ríos.
Ese concierto lúgubre es el mismo que ha interrumpido el sueño de generaciones
enteras en los pueblos diseminados en los misteriosos espacios vírgenes de nuestra
América.
En el barrio del Calvario de León, se sabía que cerca del río, allá detrás del Zanjón,
pasaba el llorido de la Llorona. Las lavanderas del río contaban que apenas sentían
caer el sereno de la noche, debían recoger la ropa aún húmeda y en un solo montón
se la llevaban. De lo contrario, La Llorona se las echaba al río. Según el comentario
de las lavanderas, La Llorona es el espíritu en pena de una mujer que había botado
a su chavalito en el río.
Sobre La Llorona se oyen muchas versiones, pero algunas explican que ese llanto
misterioso es el profundo dolor de una madre que perdió a un hijo ahogado en el
pozo mientras lavaba la ropa en el río. Pero ¿quién era esa mujer? ¿Quien podrá
decirnos más sobre la vida de esa misteriosa alma en pena?
...Doña Jesusita, se llamaba la anciana solitaria que viendo nuestro interés por
conocer las historias del pueblo empezó a contarnos sobre el origen del llanto de la
madre en pena.
“...En aquellos tiempos de antigua, había una mujer que tenía una hijita de unos 13
años, ya sazoncita estaba la mujercita. Ella ayudaba a lavar la ropita de sus nueve
hermanitos menores y acarreaba el agua para la casa.
La mamá no se cansaba de repetir a la hija cada vez que la veía silenciosa moler el
maíz o palmar la masa cuando el chisporreteo de la leña tronaba debajo del comal
de barro:
-Hija, nunca se mezcla la sangre de los esclavos con la sangre de los verdugos. Ella
le decía verdugos a los blancos porque la mujer era india. La hija, en la tarde salía
a lavar al río y un día de tantos arrimó un blanco que se detuvo a beber en un pocito
y le dijo adiós al pasar. Los blancos nunca le hablaban a los indios, solo para
mandarlos a trabajar. Pero la cosa es que ella se encantó del blanco y los blancos
se aprovechaban siempre de las mujeres.
Entonces bajo un gran palencón de ceibo que sirve para lavar ropa, ahí por el río,
se veían todos los días y ella se metió con él.
- Mañana, blanco, nos vemos a esta misma hora, -le decía siempre.
Claro, el blanco llegaba y la indita salió pipona, pero la familia no sabía que se había
entregado al blanco. Dicen que ella se iba a ver bajo el guanacaste, para que las
lavanderas no la vieran y no fueran a acusar con la mamá.
Allá al tiempo, ya ella estaba por dar a luz, entonces entró un barco a la isla, aquí
en Moyogalpa. Ya se iba el blanco, se iba para su tierra y entonces como ella estaba
por criar, ella le lloraba para que se la llevara. Pero ¡dónde se la iba a llevar! La
indita lloraba y lloraba, inconsolable, a moco tendido. Él se embarcó y a ella le dio
un ataque, cayó privada.
Entonces se fue al río y voló al muchachito y ¡pan! Se cayo cuando cayó al agua. Al
instante se oyó una voz que decía:
¡Ay! madre... ¡ay madre!... ¡ay madre!.
..La muchacha al oír esa voz se arrepintió de lo que había hecho y se metió al agua
queriendo agarrar al muchachito pero entre más se metía siguiéndolo, más lo
arrastraba la corriente y se lo llevaba lejos oyéndose siempre el mismo llanto: ¡Ay
madre!... ¡ay madre!... ¡ay madre!
Cuando ya no pudo más se salió del río. El río se había llevado al chavalito pero el
llanto del niño que a veces se oía lejos otras veces aparecía cerquita: ¡Ay madre!...
¡ay madre!... ¡ay madre!...
La muchacha afligida y trastornada con la voz, enloqueció. Así anduvo dando gritos,
por eso le encajaron La Llorona.
Ahora las madres para contentar a los muchachitos que lloran por pura malacrianza,
les dicen:
-Ahí viene la llorona...
La mujer enloquecida se murió y su espíritu quedó errante, por eso se le oyen los
alaridos por las noches... “Por ahí se anda La Llorona, hasta la vez se le oye por
todo el río.”
El Padre Sin Cabeza
Cuentan que el padre sin cabeza, anda penando y se pasa las noches recorriendo
el pueblo. El Sábado de Gloria paseaba por los túneles que comunicaban a los
sótanos de la Catedral de León.
Dice la tradición que se le aparece a los hombres y mujeres que trasnochan y que
el padre los embruja y los guía hasta la iglesia del pueblo donde el sacerdote canta
misa en latín.
En el valle de Cuapa hay una gran piedra que dicen que cayó del cielo y a una legua
de ella se encontraba la hacienda La Flor. Allí vivía un matrimonio que tenia una hija
muy hermosa, de la cual se habían enamorado los duendes que habitaban en la
casa.
Todas las noches llegaban y le ponían flores en la cama y cuando iba a traer agua,
le enfloraban el camino. Los duendes no querían a la mamá de la muchacha y en
lugar de flores le ponían espinas; Si iba a lavar, le escondían el jabón; si iba a zurcir,
le escondían el hilo y en fin, que ya nadie los aguantaba. La muchacha estaba
asustada y tenia miedo de salir sola porque los duendes las seguían a todas partes.
El papá de la joven tenía un burro que jalaba agua y cargaba zacate y un día de
tantos no lo encontró, se puso furioso y comenzó a buscar el burro acompañado por
los vecinos.
La joven hizo caso y temblando de miedo les pidió que le bajaran el burro a su papá.
Por quedar bien con ella, los duendes bajaron el burro y lo llevaron a la caballeriza.
Cuando se levantó para contar el dinero que tenía guardado en un cofre, vio que le
hacían falta real y medio, murmuró: “De mis mismos reales me están pagando; que
malos que son esos duendes, y le jalaron el cabello”.
Como ya no los soportaban, decidieron hacerles la guerra. Después de inventar
miles de cosas, los dueños de la hacienda y los vecinos, se pusieron a tocar música
de cuerda. Esto desagrada a los duendes porque les producía dolor de cabeza. Día
y noche pasaron los señores tocando hasta que los traviesos no tuvieron más
remedio que abandonar la casa.
Dicen que los chontaleños cuando ven una persona sobre la piedra gritan: “Allá está
el burro de Cuapa” y el que está arriba, en venganza contesta: “Allá están los
duendes”.
II
Por lo general no se dan a ver de la gente. Hacen sus torerias como seres invisibles;
y la persona o personas perjudicadas, solamente escuchan los ruidos o palpan los
daños.
Algunos han oído las risitas de los duendecillos, después que acaban de hacer estos
el entuerto.
Como se expreso estos seres burlones ejecutan actos sencillos, pero pertinaces y
hostigadores.
La mayoría de las veces les da por dejar caer “lluvias” de piedras, terrones, trozos
de ladrillos, etc., durante horas enteras y con frecuencia durante varios días
consecutivos sobre los patios y corredores de las casas. Sus habitantes, al sentirse
así acosados se desasosiegan y atemorizan; y al cabo de cierto tiempo, optan por
abandonarlas. Pero algunas veces los duendes siguen al los hullones.
Se cuenta de una señora, que sintiéndose hostigada por los duendes decidió
abandonar su casita en Monimbó y trasladarse a otra en el barrio de San Jerónimo.
Contrato algunos mozos y mando con ellos su cama, su cofre, su tinajón, etc, etc, y
espero la nochecita para irse ya con su motete de ropa y algunas pertenencias
livianas. Se encamino la buena señora para la otra casa; y no había caminado dos
cuadras cuando se percato que había olvidado su bacinilla y entonces exclamo
preocupada: “¡ay, dios mío olvide mi bacinilla tendré: que volverme...!”
-aquí la llevo yo le contesto una vocecita. En efecto un muchachito de cotoncito rojo
iba ala par de ella, con la bacinica en la mano.
Eso basto para que la referida señora, decidiera volverse a su primitiva casa; porque
considero que adonde quieran que fuesen, ahí la seguirían los duendes.
Arrastran los muebles, dejan caer los floreros y maceteras, apagan las luces,
encienden otras, tosen gargajean, dan portazos, dan pisadas fuertes, cambian los
objetos de lugar, tocan a las personas, las tirandel pelo, les arrebatan objetos de las
manos, les quitan algo que tienen ala vista, abren las llaves de las pajas, cierran las
que están abiertas, etc, etc...
Los había barbudos y de cejas pobladas; los había lampiños; los había de bigotes
solamente.
Cuando mi amigo vio las risas burlescas de los hombrecitos se sintió picado en su
amor propio y como aturdido y asareado, y le dio por perseguir con el palo a los
burlones, dando palos a diestra y siniestra, sin poder hacer blanco en ninguno de
ellos.
Cesó el ataque de los hombrecitos repentinamente. Mi amigo, con mas miedo que
otra cosa, se quitó los brazos de la cabeza – pues ahí se los había puesto para que
no se la rajaran-, y se puso a ver a hurtadillas para todos lados.
Nadie había ya. La tarde había declinado. Eran como las seis y media. Buscó el
camino y no lo encontró. Entonces le entro pánico y trató de rezar. Estaba como
perdido en el monte.
En eso oyó el ruido de una carreta; pensó que podían ser los hombrecitos que
regresaban.
La carreta se acercaba. Oía bien las voces del carretero azuzando los bueyes. Pero
no lo veía.
-Toma el chuzo, ayúdame con los bueyes, que yo voy a guiar a pie.
-Esos son los duendes, los espíritus burlones. En el hueco de la peña del Bajadero
del Cailagua tienen sus guarida. Yo creo que son hijos del diablo.
III
En los pueblos campesino se comenta mucho que los duendes, unos hombrecitos,
se llevan a los niños sin bautizar, en un abrir y cerrar de ojos. Cuando menos piensa
uno, el niño ha desaparecido. La gente dice que esos malos espíritus tienen la
planta del pie al revés, y caminan en fila india, todos vestidos con unas cotoncitas
rojas. Los duendes viven en los montes, en las cuevas y hacen sus incursiones por
la mañana. Sólo los pequeños y los mudos ven a esos espíritus y entonces lloran
de una manera extraña.
En Monimbó se dice que nunca hay que dejar a un niño solo, porque los duendes
se lo llevan ala montaña para volverlos como ellos si no ha sido bautizado. En
muchos lugares se oye decir que los duende pierden en las montañas a los niños
sin bautizar.
En Chontales entre las fincas ganaderas los campesinos le temen mucho a los
duendes. De aquella es Bricelda que paso toda su infancia en uno de esos grandes
dominios. Ellas conoce anécdotas de verdaderos encuentros que su papá y su
madrina tuvieron con los duendes. Estas son sus propias palabras:
“...cuando yo estaba tierna mi abuela me cuidaba por que decían que los niños sin
bautizar se los llevan los duendes. Ellos se los sacaban de su propia casa en el
menor descuido de la mamá. A los duendes le gustan los tiernos recién nacidos.
En una hacienda que se llamaba “La Garita”, allá en Chontales que era de mi
bisabuela, había una casa bien grande y cuando se estaban echando las tortillas a
mediodía se oían que los duendes llegaban a voltearlas mientras estaban en el
comal. Cuando había visita platicando en la sala, dejaban caer piedras en el mero
centro de la mesa pero no golpeaban a nadie, solo caían las piedras y la gente
asustada se ponían a rezar.
A los duendes le gustan las muchachas. En una finca que se llamaba “La Perolera”
cerca de “La Garita” había una señora, Doña Laura que en ese tiempo era chavala.
Una vez arriando la vacas con mi papá pasaron por un lugar cerca de una cueva en
donde vivían los duendes. Ellos pasaron por allí y los llamaron. Los duendes querían
dejar a la muchacha. Ellos la perseguían y hasta le regalaron molenillitos. Ellos
tenían en sus cuevas trastos chiquitos, jicaritos, de todo. Parece que ellos eran de
tiempo de antigua pero por fin la dejaron ir pero querían que se quedara.
Ahí mismo en Chontales hay una piedra que se llama El Pedernal y al lado hay otra
más grande, la “Piedra del Toro”. Allí los duendes subieron un toro para hacer la
maldad porque así son ellos. Les gusta hacer la maldad. El toro no se pudo bajar y
se murió. Allí quedó pintado en esa piedra.
Esos duendes son como niños de cinco años. Ellos son viejos pero chiquitos de
tamaño. Los duendes tienen los pies volteados al revés, para el monte. Son
morenos, aindiaditos como del tipo de gente de Masaya. Tienen el pelo liso aindiado
y llevan unos cotoncitos rojos de manta, sin botones sólo amarrados con unos
lasitos, como los chavalitos. Ellos hacían piedritas de moler chiquitas, piedritas de
moler maíz bien finas. También hacían molenillos, cumbitas, jicaritas guacalitos,
calabacitos de monte. Eso lo mantenían en sus cuevas y cuando llegaban personas
que le agradaban les regalaban de eso. La casa de ellos era de piedra, una cueva
, que ellos hacían. A ellos le gustaban los niños sin bautizar y las muchachas
jóvenes sin casarse. Los duendes invitan a las muchachas para que se queden a
vivir con ellos.
El cacique Diriangén
Entre los Maribios usaban el jaguar como el símbolo divino de poder. Cuenta la
leyenda sobre la muerte de Diriangén quien subió de noche el Cerro Casitas para
convertirse en el dios Sol muy de madrugada.
Diriangén subió a la cumbre del cerro y se lanzo hacia las tinieblas del mundo de
los muertos. Este rito se hacía para mantener el ciclo del día y la noche. El cacique
muere al despeñarse y su espíritu sube a los cielos volando siempre hacia el oeste.
El dios Jaguar y el cacique en la leyenda desafiaban la muerte para luego
reencarnar entre las tinieblas del mundo de los muertos.
El Barco Negro
Cuentan que hace mucho tiempo, ¡tiempales hace! Cruzaba un lancha de Granada
a San Carlos y cuando viraba cerca de la isla Redonda le hicieron seña con una
sabana.
Cuando los de la lancha bajaron a tierra solo ayes oyeron. Las dos familias que
vivían en la isla, desde los viejos hasta las criaturas se estaban muriendo
envenenadas. Se habían comido de una res muerta picada de toboba.
La lancha se fue. Cogió altura buscando San Carlos y desde entonces perdió tierra.
Eso cuentan. Ya no vieron nunca tierra. Ni los cerros ven, ni las estrellas. Tienen
años, dicen que tienen siglos de andar perdidos. Ya el barco está negro, ya tiene
las velas podridas y las jarcias rotas. Mucha gente del Lago los han visto. Se topan
en las aguas altas con el barco negro y los marineros barbudos y andrajosos les
gritan:
-¿Dónde queda San Jorge?¿Dónde queda Granada?... Pero el viento se los lleva y
no ven tierra. Están malditos.
Chico Largo del Charco Verde
La bella y misteriosa isla de Ometepe, guarda leyendas locales que aún viven en la
imaginación popular. Entre ellas se destaca la de “Chico Largo” y la de “El encanto
del charco verde”, ambas están relacionadas por una continuidad mental y mágica
debido sobre todo a la topografía insular. El Charco Verde es una pequeña
ensenada que se abre en la hacienda Venecia, propiedad de mi amigo don Emilio
Rivera Moreno, distante dos kilómetros del pequeño pueblo llamado San José del
Sur.
La leyenda cuenta que el viernes santo al mediodía, aparece una mujer rubia
bañándose en el centro del charco y peinándose con un peine de oro.
Por medio de ese pacto, el pactante goza de bienestar material durante cierto
tiempo después del cual renueva el pacto o es llevado por muchos demonios al
tiempo de su muerte.
Los dos ancianos de Moyogalpa nos expresaron con la fluidez de sus palabras, el
profundo deseo de revelarnos todo lo que a lo largo de su centenaria existencia
habían visto y oído en aquel misterioso paraíso de felicidad par unos y de
sufrimiento para otros. El testimonio se volvía cada vez mas escalofriante sobre todo
cuando empezaron a hablar así:
“Gentes anteriores a nosotros, mas antiguas que nosotros fueran vendidas en ese
encanto del Charco Verde y después se murieron. Muchas personas aseguran
haber visto a los desaparecidos en el encanto. La gente pobre no se vende sola, es
una persona la que se encarga de venderla a Chico Largo.
Una vez vino un turco, hace bastante tiempo ya. El era buhonero, vendía cortes de
pantalones, bien caro los daba. Un día de tantos con una gran carga de mercancía
se fue caminando varias leguas hasta llegar a un pueblo que se llama San José. El
contó que encontró una gran ciudad que nunca había visto antes y como quería
vender sus cosas, se metió ahí y salio sin un corte. Todo lo termino. Dicen que se
metió al encanto y ahí le compraron todo. No se sabe quien lo llevo al lugar donde
estaba una peña grande, pero un hombre que lo acompañaba, un desconocido que
se le apareció en el gancho del camino cerca del ceibo le dijo que cerrar los ojos y
cuando los abrió, ya estaba en esa ciudad y todo lo vendió. Vio jardines llenos de
flores, vio animales del monte mansitos. El turco se fue asustado diciendo que no
quería ese dinero. Desde esa vez nunca mas volvió a venir.
También una señora amiga de mi amiga, Bertilda Castro se llamaba ella, llego un
día asustadísima ahogándose para contar su gran susto.
-Ay señora, viera que triste que vengo, una cosa horrible me ha pasado. A mi
comadre de los Ángeles le acaba de pasar una cosa espantosa.
Doña Bertilda prestaba dinero ese día que fue a cobrar sus intereses, estando en la
casa de la comadre llego otra señora gorda diciendo:
En eso sacaron de un cuarto a una señora blanca gorda y la metieron en otro cuarto.
La señora era tan gorda que no podía andar. Yo estaba viendo eso porque estaba
afligida y ahí oí gritar un chancho donde metieron a la señora. Ese chancho gritaba
como que lo estaban degollando, esa era la señora a la que estaban matando. La
hicieron chancho y la mataron. Ya cuando yo ví, la mujer salio con unos grandes
tocinos que trozaron delante de mi. A la señora que metieron ahí, no la volví a ver,
ya no salió. Estaba la puerta abierta, y ya los chicharrones pero el chancho no. Esos
chicharrones son de gente, no coma, no me de a mi –decía la chavalita llorando de
miedo.
Después de repetir varias veces que la historia era verídica, que su amiga le había
contado, la anciana para dejarnos aun mas perplejos continuo hablando:
No hace muchos años, murió un conocido que se llamaba Juan Mendoza. El hombre
se agravo y se murió y lo estaban velando. Aquí todo mundo sabe que cuando
alguien se muere, hay que ir a la vela. La gente va y se reúne en el velorio del
muerto.
De San José venia Saballos y en el camino se encontró con el muerto que estaban
velando.
.-Hola hombre, ¿a donde vas? – le pregunto Saballos quien no sabia que aquel
hombre había muerto.
-Pues hombre, voy largo, pero ahora que pases por mi casa, vas a ver una fiesta,
están horneando rosquillas y preparando café para la fiesta de la noche. Yo voy
para allá, largo, largo...
Después de ese cruce de palabras, cada cual continuó su camino. Cual no sería el
susto de Saballos al pasar frente a la casa del que había visto en el camino. Entra
y ve que están velando al hombre que había muerto. El hombre que con él acababa
de hablar hacía poquito. Las fiesta de ola comedera se estaba armando para la vela
y el muerto ya iba en su camino para el Charco Verde. Al ver eso Saballos cayó del
susto con un gran calenturón y hasta después de la semana volvió a hablar.
Esa gente que tiene negocio con el malo, vende los hombre. Los que tine negocios
engañan a la gente sencilla, porque a un cristiano no lo podrán vender jamás. Esos
indios no sabían, ellos no saben, eso es contrato que hacen ellos creyendo que es
así nomás la cosa.
En el manantial se hacen los contratos. La gente veía llegar a Chico Largo montado
en un gran caballo negro, Los trabajadores lo veían entrar por un portón y después
se desaparecía...
Este testimonio ilustra una creencia según la cual la persona que hace un “pacto
con el diablo” cae muerta de repente. Algunas veces desaparece del pueblo y nadie
mas la vuelve a ver. Según los ancianos de l pueblo, muchos hombres sencillo
hicieron pacto con Chico largo y por eso se volvieron ricos de un día para otro.
Aseguran los indios de Monimbó que hay mujeres en el barrio que tienen la manía
de ser brujas, que se transforman, por ser conformes con su manía, en chanchas,
y micos brujos y en ceguas.
Todas estas mujeres poseen un guacal grande y blanco. A las once de la noche,
hora en que los tunantes salen de una choza a otra, las mujeres se dan tres
volantines para atrás y tres para adelante, echando el alma por la boca en el guacal
grande y blanco al final del tercer salto delantero.
Como micas brujas, se dedican a efectuar robos y raterías. Se trepan a los árboles,
cortan las frutas y se los lanzan a la familia victima. Súbense a los techos de las
casas, saltan de un lugar a otro; bajan al patio o a la calle y arrojan piedras contra
las puertas. Se introducen en la cocina y quiebran lo que encuentran; se agazapan
tras el tinajón o tras el número de leña, y después corren rápidamente a colgarse
de las ramas de algún árbol cercano, a balancearse burlescamente.
Como chanchas brujas andan en las calles y caminos siempre al trote. Son
chanchas de tamaño grande, negras y embadurnadas de lodo podrido.
Al día siguiente la victima aparece molida y mordida, y con los bolsillos vacíos.
Se les ha visto introducirse en los patios sembrados ded jazmines y lirios; bajo de
limoneros y naranjos en flor; bajo de los aromos; y colocarse en la cabeza flores de
penetrante perfume.
Ellas solo tienen un decidido afán: perseguir a los hombres tunantes y castigarlos.
Todas las ceguas son amigas y trabajan en compañía. Se entienden unas a otras
por medios de silbidos agudos prolongados, y tienen una agilidad asombrosa en las
pierna. Pues la acaban de ver en una esquina y de pronto se les divisa a dos cuadas
de distancia. Por eso “aseguran” que carecen de pies y que vuelan.
Pues bien una vez sorprendido y acorralado un tunante por una o más ceguas, si
este no anda revenido con sus granos de mostaza oraciones “protectoras” queda
inmóvil y como petrificado, pierde la voz y sus fuerzas, y pierde con frecuencia todo
lo que llevan encima.
Las ceguas lo golpean, lo aruñan, lo pellizcan, le frotan la cara y los brazos y lo tiran
exánime al suelo y allí lo dejan y se retiran, luego, carcajeándose.
El “jugado ‘e cegua” pasa en estadio de idiotez y tartamudo y con fiebre alta por
espacio de ocho días. Delira frecuentemente y crisis nerviosas alarmantes.
Cuando el sorprendido por las ceguas es un hombre listo y avisado, apenas las ve
ceca, les lanza puñados de granos de mostazas, se quita el sombrero y se los tiende
sostenido con la mano derecha, cuidando de que lo hueco de la copan quede al
lado de ellas.
Las ceguas se dedican afanosamente a recoger del suelo los granos de mostaza,
el tunante prosigue su camino.
Igual cosas hacen las micas y chanchas brujas: tragan el alma para volver a ser
mujeres al amanecer.
Hay viejos respetables que opinan y sostienen que la s tarea de la recogida o
pepena de la mostaza es completamente infructuosa: la mostaza –como es bendita,
dicen ellos- se les cae de las manos a las ceguas; y estas tornan a recogerlas, y
aquella torna a caérseles. Y en esta operación pasan el resto de la noche, hasta la
hora del alba. Cuando la luz de un nuevo día asoma por la tierra, la cegua está
perdida. Se le extingue su poder. Como es hija de la oscuridad, la luz natural las
extermina.
Aseguran con gran seriedad tales señores, que la mostaza tiene una gran virtud
sobre estos seres diabólicos. Les impone la inexorable obligación de recogerla, para
la perdición de ellas.
Puede ocurrir el caso que por un descuido u olvido, el tunante haya salido sin llevar
consigo la mostaza y las oraciones protectoras, y solamente su cutacha de cruceta.
Entonces, para defenderse de las ceguas, arremete contra ella tirándole cuchilladas
por lo alto, por que suponen que los brujos no ponen los pies sobre la tierra. Al verse
así acometidas, dejan ir en paz al afortunado tunante, que al verse libre del ataque
jura rejura no volver a olvidar la mostaza y su paquete de oraciones.
No faltan algunos viejos que sostienen a pie juntillas que en sus mocedades, en
compañía con otros osados como él, capturaron alguna cegua; pero que una vez
agarrada y hecha prisionera se les murió “de vergüenza”. Que el día siguiente no
encontraron el cadáver, sino solamente un montón de hojas de guarumo, mechas
de cabuya y cáscaras de plátano; y que entonces comprendieron que tales seres
son hijos del Diablo.
BRUJAS
La bruja actúa de la misma manera ya que ostenta los mismos poderes que los
hombres que ejercen estos oficios. Ellas son mas temidas porque se les consideran
como el terreno propicio en donde germinan las acciones misteriosas que producen
mayores estragos en sus victimas. La bruja puede echar sortilegios y hechizos que
pocos pueden neutralizar. Los hechizos de una ruja celosa son mortales y su victima
nunca escapas de su mortal castigo. Por eso las mujeres solteras, casadas y viudas,
huyen del cortejo del marido de una bruja. Algunas mujeres dotadas de poderes
mágicos se transforman en ceguas.
En Nicaragua son raras las personas que o han oído hablar de la cegua y pocos los
hombres que, en su marcha solitaria, no se han topado con una de esas mujeres o
escuchado por lo menos sus escalofriantes silbidos. Buscando como saber más a
cerca de las ceguas, una noche pase en vela oyendo a doña Isidora, una vieja
planchadora del barrio El Calvario en León (...)
Esta anciana conocía la larga historia de una mujer que vivía en la bajada del río y
que todo mundo decía que era mala y sin tomar parte en la censura popular empezó
diciendo:
“...las brujas hacen cosas malas y tienen la facilidad de hacerse ceguas. Una mujer
que yo conocía y que era la sirvienta del cura de la iglesia de El Calvario, se
transformaba en cegua. Apenas el sacristán daba la última campanada de las doce
de la noche, ella se iba bajo de un palo y allí se desvestía completamente y quedaba
como Dios la había mandado al mundo. Entonces así en pelota, se ponía rezar
oraciones al diablo que decían: baja carne... baja carne... baja carne... y el cuero se
le deslizaba como si fuera un vestido, quedando el esqueleto limpio, desnudo.
Los vecinos del bario que la habían visto en varias ocasiones caminando por las
noches, persiguiendo a los hombres borrachos, se fueron a decirle al cura que su
sirvienta se transformaba en cegua. Pero el cura no quería creer el cuento. Pensaba
que era un chisme más de los muchos que a diario se oyen entre las mujeres del
barrio.
Una noche muy oscura, el cura con esas ideas que le zumbaban en la cabeza y que
no le dejaban tranquilo, se fue a su hamaca que colgaba en los postes del gran
comedor de la sacristía y, mientras se mecía para ventear un poco el ambiente
pesado, sintió un escalofrío y una extraña sensación de miedo cuando una sombra
se mecía encaramada en una rama del palo de limón. Hizo varios intentos para ver
desde la hamaca, de qué se trataba la misteriosa aparición. Pero, por más que
frunció los ojos y fijó la mirada en la sombra, no logró saber nada sobre sus
naturaleza. Esto aumento su temor, pero se acordó que, con el cordón en la mano
ninguna sombra se atrevía a acercársele y, decidido se puso de pie. Apretando el
cordón como si fuera un látigo se fue en dirección de la sombra.
Miraba para todos lados. El padre estaba arisco. Pegó un brinco cuando un gallo
que siempre se encaramaba en el palo de nancite para dormir, empezó a cacarear
asustado con un bulto negro que se movías en aquella oscurana. El padre, al oír el
gallo quiso regresar corriendo para la sala bautismal, que era el lugar que mas cerca
le quedaba de donde se hallaba. Murmurando toda clase de oraciones y bajando
todos los santos del cielo para que le ayudaran en ese duro momento en que por
primera vez se enfrentaría a un espíritu de la noche, el padre agarró valor.
Empapado de sudor helado, siguió avanzando hasta que, por fin, descubrió que el
bulto era solo la ropa que colgaba de la rama. Pensó que la María había olvido meter
la ropa y decidió quitarla del palo para acabar con toda sospecha.
Sin embargo, los trapos eran los que vestía la sirvienta esa misma noche y
entonces, en voz baja, se dijo:
“aquí la voy a esperar para pegarle a esta cochina. Ahora ya sé lo que anda
haciendo. En cuanto nomás la vea, la voy a reventar con la coyunda y para que
quede curada, de una vez por todas, le voy a dar con el cordón de San Francisco.
La gente tenía razón, ella es una sin vergüenza”.
El cura se quedó debajo del palo espiando a la sirvienta para agarrarla a penas
llegara. Ya estaba rezando el tercer rosario cuando oyó la campanada de la una de
la madrugada. En medio del ruido del campanazo el cura oyó una gran alboroto
entre las ramas del limón y con los ojos bien abierto se decía para sí: esa es la
cochina de la María.
En eso vio con gran sorpresa que la mujer salía de su cuarto vestida con otras ropas.
Mientras tanto, el vestido seguía colgado de la rama del palo y le dijo con voz fuerte:
-¿Dónde estabas?
La mujer se arrodilló para pedirle perdón al padre y este le seguía pegando, mientras
le decía enfurecido:
Cuando ya no pudo mas, el padre dejo de pegarle pero, para terminar, se desamarró
el cordón de San Francisco y le dio con todas sus fuerzas. Esa obre mujer tenía el
cuero reventado en sangre y se revolcaba del dolor. El padre le había pegado bien
duro. Es cierto, el padre nos lo contó, terminó diciendo la viejita casi centenaria,
mientras se frotaba las piernas y los brazos para calentarse los huesos (...)
Son muchos los hombres que han perdido el habla durante algún tiempo con solo
ver a la cegua que tiene, según los mismos testigos, una cara espantosa. El pelo
charraludo, desordenado como si fuera una loca, un pedazo de mazorca entre la
boca. La cegua, dicen algunos, es la propia mujer. Los mismos hombres desconfían
a veces de su propia mujer.
Ellos dudan de sus misteriosos poderes y piensan que bajo esa horrenda forma
puede aparecérseles en sus andanzas y perseguirlos, hacerles daño y volverlos
idiotas de un susto. Por eso se dice que la cegua curan a los maridos que andan en
busca de aventuras amorosas. Esas mujeres sales especialmente para asustar a
los hombre que andan tomados, vagando en las calles o visitando a una de sus
queridas.
Una vez hablando con don Jacinto, un anciano de Subtiava, nos contó que él era
un gran bebedor y mujeriego, pero desde que se le apareció la cegua una noche
mientras andaba en una aventura, se curó por completo. Después, él mismo se
dedicó a capturar a las ceguas para ver quienes eran en realidad. Según su propia
experiencia, “las ceguas se agarran regando granos de mostaza por la noche.
Apenas ven ellas los granos, se ponen a recogerlos y, recogiendo uno por uno los
granos, se les pasa el tiempo si darse cuenta, hasta que amanece. Así se las
encuentra uno: recogiendo granos de mostaza...”
El que captura una cegua, porque nadie se atreve a acercárseles, solo cuando están
agachadas, distraídas recogiendo mostaza. “Un día en la madrugadita, un hombre
del barrio de San Felipe en León, agarró una cegua. Y amarrada se la llevó a la
plaza de la iglesia para que todo mundo la reconociera. Ya la gente sabía quien era
la que se hacía cegua en el barrio, pero nunca la habían podido agarrar. Entonces
la amarraron al palo de coco y ella avergonzada bajaba la cabeza para que nadie le
viera la cara...”
“...Cuando yo estaba chavala se hablaba mucho de las ceguas.. Ellas eran brujas y
siempre se reunían debajo de los árboles.
El lugar favorito era debajo de un árbol grande y frondoso. Allí ellas decían su
oración mágica para que el cuerpo se subiera otra vez encima de esqueleto hasta
quedar completamente forrado como cualquier persona normal. Entonces ellas
decían:
-Sube carne...sube carne..sube carne...
Pero no lo decían de cualquier manera. Ellas debían voltearse la lado de la salida
del sol o sea al revés de la posición del comienzo, cuando se quitan el pellejo, que
entonces debía mirar la salida del sol. Cuando las carnes subía por completo, ya
salían como cualquier persona, porque ahí mismos se vestían con sus ropas. Una
vez una de ellas perdió sus carnes para siempre. Por eso es muy peligroso lo que
hacen esas mujeres.
Cuentan que un día el marido, que la venía espiando desde hacía varias noches,
esperó que se fuera y cogió las carnes y las hecho en una batea y se las escondió.
Cuando la quirina, o sea el esqueleto de la mujer regreso para volverse a vestir con
sus carnes, no las encontró y allí mismo se murió. Ellas solo pueden vivir una noche
sin sus carnes. De los contrario se mueren...”
Una noche, el marido que había oído ya rumores sobre su mujer, se acostó como
es costumbre haciéndose el dormido, dispuesto a espiarla. A media noche en punto,
la Teodora, creyendo que el hombre dormía, hizo sus oraciones diabólicas para
volverse coyota. Ella dejó sus carnes en una balde y su sangre en un gran guacal y
salió despavorida a sus andanzas nocturnas.
Esta vez el marido había visto todo. Al día siguiente, asustado llegó donde el cura y
le pidió que le ayudara a curar a su mujer. El cura le dio entonces una botella de
agua bendita para que rociara a la mujer y quedara, de una vez por todas, curada
de esas cochinadas. El hombre no comprendió bien cómo debía hacer el remedio.
A la noche siguiente, a penas salió la coyota, se fue a buscar el balde con los cueros
de la Teodora y le echó toda la botella de agua bendita.
Cuando la coyota regresó, hizo sus oraciones mágicas para volverse gente, pero
por mas que repitió los rezos, esta vez no le dieron resultados. Ella se quedó coyota
para toda la vida. La coyota aullaba cundo tenía hambre y la gente del pueblo, con
pesar por la suerte de la pobre Teodora, le daba de comer...”
Entonces don Mario esperó que regresara a media noche y en cuanto la vio colgada
de la rama del palo de tigüilote, le pringó con el agua bendita. Así se quedó para
siempre la mujer. Ella tenía tres chavalitos. Y toda la noche chillaba tanto que no
dejaba dormir a la gente. Así lloraba ella. Por fin un día amaneció muerta. ¡Quien
sabe quien la mató!...”
El cadejo
En las noches, a altas horas, cuado generalmente los hombres van de regreso para
sus posadas, depuse de visitar a sus mujeres, un perro grande y fuerte, de color
blanco, sigue a aquellos a poca distancia, custodiándolos, hasta dejarlos en sus
casas.
Hay otro perro que deambula por las noches. Es grande y negro, con un collar
blanco en la propia piel. Este es el Cadejo Malo. Es enemigo del trasnochador.
También el Cadejo Bueno procede así con los tunantes si estos no quieren dejarse
acompañar por aquel y le gritan y lo corren y le tiran piedras. Si yendo el Cadejo
Blanco acompañando a un hombre, encuentra al Negro, se traba ente ambos
cadejos una sangrienta y encarnizada lucha, hasta que cae vencido el Negro.
Los ojos de los Cadejos brillan muchísimo. “Parecen candelas” según el decir de los
indios de Monimbó. El Cadejo no se cansa de caminar. Camina toda la noche hasta
el amanecer en que desaparece.
“... El cadejo existe, yo venía de San José y al llegar cerca del atrio de la iglesia a
cien varas del guanacaste, me topé con él. Eran casi las doce de la noche, faltaba
poquito para que las campanas tocaran la medianoche. Todo estaba oscuro, no se
veía ni una sola alma, íngrimo andaba yo aquella noche. Yo iba a pie con el machete
desenvainado y de repente veo un perro a mi lado. No le hago caso, aligero el paso,
lo dejo a tras pero el me sigue. Al rato volteo la cara para atrás y miro que (...) viene
todavía detrás de mí.
MI abuelo me había contado ya del cadejo. Todos los de la casa lo han visto y a
muchos amigos los ha asustado el animal, pero con todo y eso yo no quería creer
en la bendita ánima. Me había dicho que el perro es negro con collar blanco.
Cuando vía al animal me agarro miedo pero yo llevo mi machete bien afilado. Estoy
a punto de reventar de miedo, no aguanto más pero por suerte a unos pasos mas
adelante se aparece un perro negro frente a mí. Cuando el animal me cierra el paso
los pies no me dan más y ya no pude caminar. Los dos animales se agarraron a
mordiscos y mientras ellos se revuelcan y se vuelan tarascadas con los dientes bien
pelados, yo me regreso para la casa porque sentía que me cagaba de miedo. Corrí
rápido y me detuve debajo del ceibo, hasta allí me aguantaron las canillas, no podía
mover los pies de tan pesados que se me pusieron. Ahí me estuve un buen rato y
después me fui caminando con los pies tembeleques, ví al cadejo cerca de un poste.
Yo corrí y el animal siguió entonces, tuve que montarme en la carreta de doña
Tencha, que estaba frente a su solarcito. Allí me quedé arregostado hasta que
amaneció porque el animal no se meneaba, no se iba. Este era el cadejo bueno.
En las comarcas de los alrededores e León, la gente siempre tiene algo que decir
sobre el cadejo. Un ancianito centenario del barrio san José nos dio su testimonio.
“...Cuando yo estaba niño, como este muchachito de 10 años, mas o menos, le salió
el cadejo a un tío mío. El venía de ver a unos amigos en el barrio San Felipe, cuando
llegó a la esquina de lo que es hoy conocido como el rastro viejo, le salió el animal
a la orilla de un cerco. Se le apareció un animal negro, las patas le tronaban como
castañuelas chili...chili...chili... El cadejo bueno, no hace daño solo va a la par de
uno y lo deja hasta donde va la persona. Pero si uno trata de hacerle algo, se le
abalanza. Cuando uno va acompañado por el cadejo, se le despierta un miedo, se
le ponen los pies inflados y se le pone un hielo en e cuerpo, le coge un mal feo...”
(...)
Los que han tenido suficiente valor de asomarse por alguna ventana y verla pasar,
han dicho que es una carreta desvencijada y floja, más grande que las corrientes,
cubierta de una sábana blanca a manera de tolda. Va conducida por una Muerte
Quirina, envuelta en un sudario blanco, con su guadaña sobre el hombro izquierdo.
Va tirada por dos bueyes encanijados y flacos, con las costillas casi de fuera; uno
color negro y el otro overo.
No da vueltas en las esquinas. Pues si al llegar a una tiene que doblar, desaparece;
y luego se la oye caminando sobre la otra calle.
No saben los indios de Monimbó a ciencia cierta qué objetivo tengan las andanzas
de la carretanagua. Creen algunos que pasa anunciando la próxima muerte de
alguien, pues ya se ha visto que al siguiente día de haber pasado, una persona
enferma de pronto, se pone «mala» y muere ésa dice la gente que se la llevó la
Carretanagua —por el hecho de que habiendo estado sana, enfermó y murió por el
pase de la mortífera carreta.
No son pocos los indios que aseguran que la Carretanagua no va tirada por bueyes,
ni por ningún otro animal. Dicen que camina sola, es decir, por su propia virtud. Pero
sea como fuere, la verdad, es que su paso es temido por la gente del Barrio
Monimbó; porque les crea un ambiente de incertidumbre y desasosiego; y los hace
interrogarse a sí mismos:
. . . La verdad es que somos un pueblo fronterizo entre las realidades y los mitos.
Por eso, de seguro, nos inventamos la Carretanagua; una carreta fantasma, que es
como la sombra de nuestra carreta. «Nagual» o «nahualli» quiere decir brujo. De
ahí que esa carreta mitológica sea, substancialmente, una carreta embrujada que
salía por las noches, haciendo un ruido infernal, antes de que llegaran a nuestras
calles el asfalto, los adoquines y el concreto hidráulico.
Y adviértase que el mito de la Carretanagua es, sobre todo, auditivo, como que los
vecinos de nuestras ciudades. Y asustados por el estruendo, casi no se atrevían a
contemplar el paso de aquel espectro. En realidad, las calles nicaragüenses eran
entonces empedradas, con tantos cantos irregulares, que se llegó a decir que la
Carretanagua tenía, al parecer, las ruedas cuadradas. . .
III
Por las noches en el silencio de los caminos solitarios se oye pasar una misteriosa
carreta. Los perros aúllan y las personas que la ven quedan con fiebre del susto de
la aterradora visión. Algunos pierden el habla por varios días y hasta se han
mentado casos de muertos por el solo hecho de oír el ruido del chirriante paso de
la carreta (...)
«...Decía que la carreta nagua era una carreta que anda, en las noches. Esta
carreta es bruja. Se le oía pasar y después se callaba al llegar al final de la calle.
Se callaba porque no podía pasar las cruces que forman las calles en las esquinas.
Yo a veces la oía pasar y me daba un miedo horrible y el corazón me hacía bum...
bum... bum... como que se me iba a salir. También decían que era una procesión
que encabezaba la carreta, hecha de huesos de muerto. Esta procesión salía muy
a media noche. La gente, entonces, se asomaba a ver cuando pasaba esa
procesión. Las personas que iban rezando en la procesión llamaban a los que salían
a ver:
Allá en Telica, sobre el camino que va de León a Chinandega, se oye mucho pasar
la carreta nagua y doña Jacinta ya se las conoce todas a la bendita carreta, según
sus propias palabras, pero su susto más grande nos lo evocó con escalofrío:
“Yo estaba solita, íngrima, ya eran las once de la noche y Chon todavía no había
llegado. Yo sabía que el vendría temprano a la casa porque había ido a la vela de
la agüela de Chilo. Estaba yo pensando que era tarde, cuando de pronto oí un
estrépito, los perros aullaban, las gallinas cacareaban, los animales estaban
asustados. No había luna y las calles oscuras, oscuras. Yo temblaba pero al fin de
cuentas decidí asomarme a ver lo que pasaba. Entonces agarré valor y salí. No vi
más que una inmensa carreta y pronto perdí el conocimiento, la vista se me nubló y
caí privada. Al día siguiente todavía tenía calentura y pasé dos días sin poder hablar,
el sonido de la vos no me salía. Eso le sucede a las personas que ven esa carreta.
Dicen que esos pasajeros que llevan una vela prendida en cada mano y con la
cabeza cubierta con una capuchas blancas, son las ánimas del purgatorio que
andan penando...”
Dicen que la carreta nagua pasa por las calles de los barrios de Granada. Don José
Jesús recuerda que cuando él era chavalo se reunía a jugar con los chavalos del
barrio del Bolsón pero ya de noche terminaban sentados en la acera de don Rubén,
que tarde de noche, pasaba echando cuentos, pero el que más les gustaba a los
muchachos era el de la carreta nagua.
“...Se oía el correteo de la carreta, las ruedas parecía pegar en zanjones, algunos
decía que los mismos que ahí iban montados la hacían sonar así. Los que lograban
verla quedaban enfermos con calenturas bien altas. Pero lo más feo era el ruidaje
de la carreta que se quedaba suspendido en el aire, sonando frente a la casa como
que nunca acabara de pasar. Algunos que salían con el ruido sólo veían una sombra
lejana. La carreta era veloz porque nadie podía verla de cerca. La tal carreta pasaba
entre la Calle Real y la Calle de Xalteva. Y entrada la noche lograba llegar a la
pólvora viniendo del Cementerio pero al arrimar a los cruces se quedaba estancada.
La carreta no puede pasar por las calles que forman una cruz. Al lado del barrio del
Bolsón correteaba esa tal carreta. La carreta iba en barajustada de la Pólvora hasta
un arroyo» (...)
Todos estos relatos presentan una escalofriante sensación de terror que asedia
constantemente a la gente hasta en el sueño. Según los testimonios este terror
viene de tiempos lejanos y se ha transmitido de una generación a otra hasta
nuestros días. En efecto, la visión mítica de la carreta nagua es la expresión del
terror vivido por el indígena durante la conquista. . . En aquella época, los soldados
españoles cogían de asalto los poblados indígenas . . . Las crónicas nos muestran
a los conquistadores en sus caravanas de carretas tiradas por bueyes para el
transporte de pertrechos y bastimentos. Los indios capturados eran encadenados a
los postes de las carretas en largos y penosos recorridos. Esas expediciones
sangrientas acabaron con el indígena. . .
La carreta de bueyes fue introducida al Nuevo Mundo por los españoles. Con esta
carreta bien cargada se desplazaban por las noches en los caminos destinados al
paso de hombres a pie, haciendo un ruido infernal. Sin duda el indígena interpretó
ese ruido inhabitual como una nueva manifestación de los espíritus nocturnos que
lo asediaban, que han asediado desde tiempos inmemoriales el sosiego de los
pueblos aborígenes.
La carreta nagua es un personaje de leyenda que fue introducida por los españoles,
hay quienes aseguran que cuando los españoles querían sacar el oro de Nicaragua
lo hacían a media noche en carreta en calles y camino iba la carreta haciendo el
ruido característico y los indios no se atrevían a robarle o asaltarla.
Existen también la versión que durante la Época colonial, hacían trabajar a los indios
largas jornadas y morían en la minas y los cultivos, el indio huía de sus tierras hacia
las montañas vírgenes y los españoles iban con perros a cazarlos y los traían
amarrados con cadenas en las estacas de las carretas por eso el indio cuando
escuchaba la carreta en las montañas él se imaginaba que venía la muerte.