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La luna y las estrellas

Cansadas de no ser vistas, tres de las estrellas más alejadas de la constelación


conocida como Alonso fueron a reprocharle a la Luna. Estaba convencidas que el
satélite natural del bello planeta Tierra era quien les impedía ser vistas y admiradas
por los humanos.

Así, se plantaron frente a ella y le dijeron:

-Cuando decides estar en tu fase de llena absorbes nuestros colores y cuando te


da por estar en la de nueva, impides que tu brillo llegue a nosotros. Por culpa de tu
indecisión, variabilidad y prepotencia, no somos amadas por los humanos como
otras hermanas y primas nuestras, que alegran las noches tristes y solitarias de
muchas personas.

Compadecida, la Luna les explicó que era ella la culpable de su infortunio. Eran
estrellas muy pequeñas, que requerían crecer más para poder ser apreciadas por
el ojo humano.

No obstante, buena como era, la Luna les dio una alternativa.

Les regaló un espejo grande y les dijo cómo usarlo para poderse hacer ver.

-Cuando esté plena muévanlo hacia el planeta de los humanos y cuando más
oscuridad haya los humanos guiarán su luz hacia su espejo, -les explicó. –Si hacen
lo que les digo, serán estrellas importantes para ellos.Las estrellas agradecieron
profundamente a la Luna y han seguido su consejo hasta la actualidad. Por si fuera
poco, esta les regaló un nombre conocido por todos, usado para llamar la ocurrencia
de esa linda luz que asoma cuando la luna titila
La tortuga y el águila
Había una vez una tortuga muy inconforme con la vida que le había tocado, y que
en consecuencia no hacía otra cosa que lamentarse.

Estaba realmente harta de andar lentamente por todo el mundo, con su caparazón
a cuesta.

Su más profundo deseo era poder volar a gran velocidad y disfrutar de la tierra
desde las alturas, tal y como hacían otras criaturas.

Un día un águila la sobrevoló a muy baja altura y sin pensárselo dos veces la
tortuga le pidió que la elevara por los aires y la enseñase a volar.

Extrañada el águila accedió al pedido de lo que le pareció una extraña tortuga y la


atrapó con sus poderosas garras, para elevarla a la altura de las nubes.

La tortuga estaba maravillada con aquello. Era como si estuviese volando por sí
misma y pensó que debía estar maravillando y siendo la envidia del resto de los
animales terrestres, que siempre la miraban con cierta compasión por la lentitud
de sus desplazamientos.

-Si pudiera hacerlo por mí misma –pensó. –Águila, vi cómo vuelas, ahora déjame
hacerlo por mí misma –le pidió al ave.

Más extrañada que al inicio el águila le explicó que una tortuga no estaba hecha
para volar. No obstante, tanta fue la insistencia de la tortuga, que el águila decidió
soltarla, solo para ver cómo el animal terrestre caía a gran velocidad y se hacía
trizas contra una roca.

Mientras descendía, la tortuga había comprendido su error, pero ya era tarde.


Desear y atreverse a hacer algo que estaba más allá de sus capacidades le había
costado la vida, una vida que vista desde esa perspectiva ya no le parecía tan
mala.

Ese mismo razonamiento fue hecho por el águila, que contrario a la tortuga se
sentía muy satisfecha y conforme con lo que la naturaleza le había dado.
El rico y el zapatero
Había una vez un zapatero muy laborioso, cuyo único entretenimiento era reparar
los zapatos que sus clientes le llevaban.

Sin embargo, tanto disfrutaba el hombre de su trabajo que, amén de que sólo le
alcanzaba para lo justo, cantaba de felicidad cada vez que terminaba un encargo y
con la satisfacción del deber cumplido, dormía plácidamente todos las noches.

El zapatero tenía un vecino que por el contrario era un hombre abundantemente


rico, al que además le molestaba un poco los cánticos diarios del laborioso hombre.

Un día el rico no pudo más y se decidió a abordar al zapatero. No entendía la causa


de su felicidad y al ser recibido en la puerta de la humilde morado preguntó a su
dueño:

-Venga acá buen hombre, dígame usted ¿cuánto gana al día? ¿Acaso es la riqueza
la causa de su desbordada felicidad?

-Pues mire vecino –contestó el zapatero, -por mucho que trabajo solo obtengo unas
monedas diarias para vivir con lo justo. Soy más bien pobre, por lo que la riqueza
no es motivo de nada en mi vida.

-Eso pensé y vengo a contribuir a su felicidad –dijo el rico, mientras extendía al


zapatero una bolsa llena de monedas de oro.

El zapatero no se lo podía creer. Había pasado de la pobreza a la riqueza en solo


segundos y, luego de agradecer al rico, guardó con celo su fortuna bajo su cama.

Sin embargo, las monedas hicieron que nada volviese a ser igual en la vida del
trabajador hombre.

Como ahora tenía algo muy valioso que cuidar, ya no dormía tan plácidamente, ante
el temor constante de que alguien irrumpiese para robarle.

Asimismo, por dormir mal ya no tenía las mismas energías para afrontar con ganas
el trabajo diario y mucho menos para cantar de felicidad.

Tan tediosa se volvió su vida de repente, que a los pocos días de haber recibido
dicha fortuna de su vecino acudió a devolverla.

Los ojos del hombre rico no daban crédito a lo que sucedía.


-¿Cómo que rechaza tal fortuna? –interrogó al zapatero. -¿Acaso no disfruta el ser
rico?

-Vea vecino –contestó el zapatero, -antes de tener esas monedas en mi casa era
un hombre realmente feliz que cada mañana se levantaba luego de dormir
plácidamente para enfrentar con entusiasmo y energía su trabajo diario. Tan feliz
era que incluso cantaba cada vez que podía. Desde que recibí esas monedas ya
nada es igual, pues solo vivo preocupado por proteger la fortuna y ni tan siquiera
tengo tranquilidad para disfrutarla. Por tanto, gracias, pero prefiero vivir como hasta
ahora.

La reacción del zapatero sorprendió enormemente al hombre rico. No obstante,


ambos comprendieron lo que tal desarrollo de los acontecimientos quería decir, y
es que la riqueza material no es garantía de la felicidad. Esta pasa más por
pequeños detalles de la vida diaria, que a veces suelen pasar desapercibidos.

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