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El mundo de García Márquez en Una jornada en Macondo

- VillegasEditores.com
El río

En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación


fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena,
un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un
siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa
acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer
viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza
había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza
no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una
casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino
Ariza.

El amor en los tiempos del Cólera

La reunión
Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una
nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados
salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones
como los gallos finos cuando están em​plu​mando de modo que no sirven para nada sino
cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas,
imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la
reconstrucción de la patria sea una empresa de todos.

El otoño del patriarca

Los vaqueros
A la muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una
gran dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que no sabía
leer ni escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien
difundida en la provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y
se lamentó: “Lo único peor que la mala salud es la mala fama”.

El amor en los tiempos del Cólera

Bar El Paraíso
Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado: cicatrices de puñaladas en
el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de cesáreas de
carniceros. Algunas se hacían llevar durante el día a sus hijos menores, frutos
infortunados de despechos o descuidos juveniles, y les quitaban las ropas tan pronto
como entraban para que no se sintieran distintos en el paraíso de la desnudez.

El amor en los tiempos del Cólera


La primera comunión

... y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado
con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde
Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes,
arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba
a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa
legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife
que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los
tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en
presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro
macho.

El otoño del patriarca

El dormitorio
No volvió a recobrar la razón. Cuando entraba al dormitorio, encontraba allí a
Petronila Iguarán, con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía
para las visitas de compromiso, y encontraba a Tranquilina María Miniata Alacoque
Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavorreal en su mecedor de
tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las
guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una
oración para que se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la
timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a
sus hijos muertos, todos sentados en sillas que habían sido recostadas contra la pared
como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio.

Cien años de soledad

Villa Román de Zurec


... y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del Duque de Alba, una dama con
tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga
de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que
era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a
dieciséis cubiertos para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que
tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos,
sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el
vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado
y en qué copa.

Cien años de soledad

La boda
El fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en
el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el
mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta
autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía
con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial,
porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que
la usaba.

El amor en los tiempos del Cólera

El candidato a presidente

... no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio
cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta.
El otoño del patriarca

El gallo de pelea

Ellos dicen que es el mejor del Departamento, replicó el coronel. –Vale como cincuenta
pesos.
Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el
gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir
información clandestina. “Es una ilusión que cuesta caro”, dijo la mujer. “Cuando se
acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados”.

El coronel no tiene quien le escriba

El enmarcador
Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría
incurriendo también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano
Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José
Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos.

Cien años de soledad


La ciencia

Para Pilar Ternera. Desde que ésta la vio entrar, conoció los recónditos motivos de
Meme. “Siéntate”, le dijo. “No necesito de barajas para averiguar el porvenir de un
Buendía”. Meme ignoraba, y lo ignoró siempre, que aquella pitonisa centenaria era su
bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del agresivo realismo con que ella le
reveló que la ansiedad del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama.
Cien años de soledad

El tiempo

Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno
sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde: sería de noche. Sería
una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios,
conversando bajo la claridad verde; y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno
sol de este septiembre sediento.

La hojarasca

Hotel Núñez
Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios
se iba para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más
vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y
unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora
de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran.

El general en su laberinto

El dentista
Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos lugares de la casa,
en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa.
Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo dentro
de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando de
comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera
víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le
hiciera de una vez dos dentaduras: una de materiales baratos, para uso diario en la
oficina, y otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de
la sonrisa, que le imprimiera un toque adicional de verdad.

El amor en los tiempos del Cólera

El jugador de billar
Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo –dijo. Ana comprendió que él había
molido un mismo pensamiento desde el atardecer.
–Me voy de pueblo en pueblo –continuó Dámaso–. Me robo las bolas de billar en uno y
las vendo en el otro. En todos los pueblos hay un salón de billar.
–Hasta que te peguen un tiro.
–Qué tiro ni qué tiro –dijo él–. Eso no se ve sino en las películas.
En este pueblo no hay ladrones

El carnaval

... pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde
había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de
hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres
con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el
milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las
concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los
floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de
las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre
el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las
gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de
pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía
quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de
cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno.

**El otoño del patriarca*

Los indios Wayú


Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los
camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las
multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y
los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de
fresa.
Muerte constante mas allá del amor

La sopa de tortuga

Desde su fresco ámbito personal la mujer le preguntó si quería almorzar. Él destapó la


olla. Una tortuga entera flotaba patas arriba en el agua hirviendo. Por primera vez no
se estremeció con la idea de que el animal había sido echado vivo en la olla, y de que su
corazón seguiría latiendo cuando lo llevaran descuartizado a la mesa.

La mala hora

El hielo
El ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo
había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se
despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado,
sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se
atrevió a murmurar:
–Es el diamante más grande del mundo.
–No –corrigió el gitano–. Es hielo.

Cien años de soledad

El desayuno
El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago.
“Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa”, dijo. “Lo mejor será
que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así
sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país”.
–Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un
revólver, dijo el médico, riendo sobre el periódico. –No entienden el problema.
El coronel no tiene quien le escriba

El portal

En la fachada conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de cuerpo entero con
bolillos torneados. Conservó también la puerta posterior, sólo que un poco más alzada
para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del antiguo muelle. Esa fue
siempre la puerta de más uso, no sólo porque fuera el acceso natural a las pesebreras y
la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo sin pasar por la plaza.

Crónica de una muerte anunciada

La asamblea electoral
Resuelto a disipar hasta el rescoldo de las inquietudes que Patricio Aragonés había
sembrado en su corazón, decidió que aquellas torturas fueran las últimas de su
régimen, mataron a los caimanes, desmantelaron las cámaras de suplicio donde era
posible triturar hueso por hueso hasta todos los huesos sin matar, proclamó la
amnistía general, se anticipó al futuro con la ocurrencia mágica de que la vaina de este
país es que a la gente le sobra demasiado tiempo para pensar, y buscando la manera
de mantenerla ocupada restauró los juegos florales de marzo y los concursos anuales
de reinas de la belleza, construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió
a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte.

El otoño del patriarca

La plantación de banana
Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres
tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma
petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en
el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de
fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la
dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los
listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los
muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano
de rechazo.

Cien años de soledad

El manglar
Por todas partes llevaron su extravagante y engorroso cargamento; los baúles llenos
con la ropa de los muertos anteriores al nacimiento de ellos mismos, de los
antepasados que no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra; cajas llenas
con los útiles de cocina que se dejaron de usar desde mucho tiempo atrás y que habían
pertenecido a los más remotos parientes de mis padres (eran primos hermanos entre
sí) y hasta un baúl lleno de santos con los que reconstruían el altar doméstico en cada
lugar que visitaban.

La hojarasca

La playa
... y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el mediodía
de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando
con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado
frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre, como
noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de
hierro, halalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas antiguas y
lánguidas de los mares de la muerte.

El último viaje del buque fantasma

Los pescadores de Ciénaga


Todas las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían
que espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro
prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por
la ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno
día entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita.

El amor en los tiempos del Cólera

El ritual
Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de
los pueblos la​cus​tres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le
cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas.

La increíble y triste historia de la cándira Erendira y de su abuela


desalmada.
Los conejos

En una mañana como esa, el doctor Giraldo había comprendido el mecanismo interior
del suicidio. Lloviznaba sin ruidos, en la casa contigua silbaba el turpial y su mujer
hablaba mientras él se lavaba los dientes.
Los domingos son raros –dijo ella, poniendo la mesa para el desayuno–. Es como si los
colgaran descuartizados: huelen a animal crudo.
La mala hora

Las cabezas

Para estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del
dormitorio, el único donde podría estar a salvo de los muertos que deambulaban por la
casa desde el atardecer. “Cualquier cosa mala que hagas –le decía Úrsula– me la dirán
los santos”. Las noches pá​vidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde
permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete, bajo
la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas.

Cien años de soledad

La ventana
Luego, en otro tono, añadió: “Por lo pronto, no quiero llegar a viejo al frente de
ninguna parroquia. No quiero que me pase lo que al manso Antonio Isabel del
Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al Obispo que en
su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos. El investigador enviado
por el Obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y
policías”.
Las damas expresaron su perplejidad.
–¿Quién era?
–El párroco que me sucedió en Macondo –dijo el padre Ángel– . Tenía cien años.

La mala hora

El banquete
Úrsula, por su parte, le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia con una
criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la conturbaba su
hermosura, porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el
centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de
toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre de su
madre, estaba a salvo de cualquier contagio.
Cien años de soledad

La cumbia

María Alejandrina Cervantes, de quien decíamos que sólo había de dormir una vez
para morir, fue la mujer más elegante y la más tierna que conocí jamás, y la más
servicial en la cama, pero también la más severa. Había nacido y crecido aquí, y aquí
vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de alquiler y un enorme patio
de baile con calabazos de luz comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella
quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nos enseñó mucho más de lo que
debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que ningún lugar de la vida es más
triste que una cama vacía.

Crónica de una muerte anunciada

El archivo
Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la
cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el
tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba
viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de
descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo
hablado.
Cien años de soledad

La estación

Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea ​–ya encendidas las luces​– y le parecía
que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su
costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a
los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de
ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía
ni se llevaba a nadie.

Cien años de soledad

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