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Práctica sobre Populorum progressio | Pablo Rubio Gallardo

Louis-Joseph Lebret acuñó el sintagma “desarrollo integral y solidario”. Si echamos un


vistazo a la estructura de la encíclica Populorum Progressio (PP), nos encontramos con que
está dividida en dos partes (además de unos números introductorios y de una conclusión final):
“Por un desarrollo integral del hombre” (1ª parte) y “Hacia el desarrollo solidario de la
humanidad” (2ª parte). Queda claro, pues, en quién se inspiró Pablo VI a la hora de redactar la
encíclica. El padre Lebret, de hecho, ya había trabajado en la elaboración de GS.
De los cinco números introductorios -entre los que sobresalen el 1 y el 3-, yo destacaría
dos ideas: En primer lugar, se resalta la continuidad entre esta encíclica y el recién terminado
Concilio Vaticano II. La Gaudium et Spes ya le había dedicado tres números al desarrollo
económico. Estamos, pues, ante una de esas cuestiones que el Concilio apuntó, pero que no
fueron desarrolladas por el mismo. La PP viene a cumplir esa función, convirtiéndose en uno
de los frutos más tempranos del Concilio, pues a los dieciséis meses de su clausura estaba ya
redactada y publicada. Y, en segundo lugar, el Papa presenta a la Iglesia como servidora de los
hombres. La Iglesia está atenta al sufrimiento de los pueblos en vías de desarrollo, se conmueve
(se mueve-con, sufre-con ellos), y hace un llamamiento “a todos y a cada uno de los hombres”
para que den una respuesta solidaria. Esta es la Iglesia del Concilio, que tiene una visión
positiva del hombre y del mundo, que respeta la autonomía de las realidades terrenas, que no
impone nada, sino que se ofrece a trabajar codo con codo, especialmente por los más
necesitados. Es, en definitiva, la Iglesia de Cristo, quien “no vino a ser servido, sino a servir”.
En la primera parte, dedicada al desarrollo integral del hombre, Pablo VI empieza por
presentar los datos del problema, hace después un bosquejo general de la visión cristiana del
desarrollo y finalmente propone la acción que se debe emprender. El dato más relevante es el
crecimiento del desequilibrio, que el Papa achaca, básicamente, a las estructuras coloniales de
la época y al mecanismo de la economía moderna, al cual aquéllas no pueden enfrentarse.
Estamos, pues, ante dos problemas: uno más coyuntural se refiere a los procesos de
descolonización; el otro, que alude a la falta de regulación de los sistemas económicos, es una
crítica velada al liberalismo económico.
En la sección dedicada a la Iglesia y el desarrollo, tras rendir un homenaje a los
misioneros como precursores del desarrollo humano, Pablo VI hace primero un abordaje
negativo de este carácter integral del desarrollo: es lo que “no se reduce al simple crecimiento
económico”. Se supera así la primera concepción del desarrollo, surgida en la década de los
50, que lo reducía al aspecto económico. Pensadores como Jacques Maritain o el padre Lebret
contribuyeron a esta ampliación del concepto de desarrollo, con la que la Iglesia católica
dialogó. Y después viene la afirmación positiva: “debe promover a todos los hombres y a todo
el hombre” (nº 14), afirmación que, en realidad, está aludiendo no sólo al carácter integral
(totius hominis), sino también al carácter solidario del desarrollo (cuiuslibet hominis). Así pues,
en esta frase tan bella y tan concisa está condensada toda la encíclica. Y, a su vez, es una
condensación del nº 64 de la GS: la finalidad fundamental de la producción es “el servicio del
hombre, del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y sus exigencias
intelectuales, morales, espirituales y religiosas; […] de todo grupo de hombres, sin distinción
de raza o continente”.

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Según la MSI, para que sea verdadero, el desarrollo ha de ser integral, solidario y
vocacionado. Este último adjetivo, que hace referencia a la dimensión religiosa del desarrollo,
está menos explicitado en la PP –habrá que esperar a Caritas in veritatis, en cuyo primer
capítulo, titulado precisamente “El mensaje de la Populorum progressio”, Benedicto XVI
explica más extensamente este carácter vocacionado del desarrollo–, pero el aspecto religioso
está presente en toda la encíclica de Pablo VI: en la primera parte, ya que forma parte del
carácter integral del desarrollo, pero también en la segunda, ya que estamos llamados a la
caridad universal. Precisamente, los nos 15-17 desarrollan estos tres aspectos: Dios ha llamado
a cada hombre a un determinado desarrollo (nº 15: vocacionado), que constituye una especie
de síntesis de nuestros deberes (nº 16: integral) y en relación con el cual la solidaridad universal
es también un deber (nº 17: solidario). En este último número tenemos de nuevo otra
condensación en una concisa frase: “todos los hombres están llamados a un pleno desarrollo”.
Los cuatro números siguientes son los que más van a incidir en el carácter integral del
desarrollo. Los nos 18 y 19 critican la visión puramente economicista y materialista del
desarrollo: no sólo las personas, también las naciones cuyo fin último es el crecimiento y la
posesión de bienes acaban endureciendo sus corazones. Estos dos números encierran, en mi
opinión, una denuncia muy valiente de la codicia en que estaban inmersos –y en cierta medida
siguen estando– los países ricos. Y llegamos así al corazón de esta encíclica: los nos 20 y 21.
El primero, que se inspira en el humanismo integral de Maritain, nos brinda una precisa y
hermosa definición del verdadero desarrollo: “es el paso, para todos y cada uno, de unas
condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas”. Y el segundo despliega esta
definición, utilizando la “pirámide” de GS 64, en un emocionante crescendo: menos humanas;
más humanas; más humanas todavía; más humanas aún; y más humanas finalmente y sobre
todo. Desde la penuria material a la unidad en la caridad de Cristo: ese es el recorrido, que pasa
por la posesión de lo necesario y la satisfacción de las necesidades intelectuales, morales,
espirituales y religiosas. Quizá la dimensión menos explícita sea la espiritual, pero podemos
vislumbrarla en “el reconocimiento de los valores supremos y de Dios”, siempre que
entendamos en la palabra Dios no el Dios monoteísta, sino lo Trascendente, lo Absoluto.
Podemos observar, además, una inversión respecto a la GS: en ésta el desarrollo estaba inserto
en la sección de economía; en la PP, la categoría esencial y más abarcante es el desarrollo, del
cual la economía es sólo una dimensión. En cuanto al aspecto religioso, también hay un paso
respecto a la GS: incorpora ya de forma explícita el elemento cristológico.
La siguiente sección da unas orientaciones sobre el rumbo que ha de tomar la acción en
pro del desarrollo. Primero nos advierte de por dónde no debe ir esta acción: ha de evitar la
tentación de las revoluciones violentas. A continuación, nos muestra el camino, que, como no
podía ser de otra manera, está alumbrado por los principios de la DSI. Así, los principios de
participación y destino universal de los bienes iluminan el n º 32: “Participen todos […],
entreguen una parte de sus haberes”. No es una simple sugerencia, es una exigencia valiente y
decidida, porque “el desarrollo exige cambios”. El nº 33 está inspirado por el principio del bien
común. A los poderes públicos les corresponde la gestión de los programas de actuación y la
coordinación de las iniciativas de la sociedad civil. Se supera así tanto la reducción
individualista como la colectivista. Y en los nos 34 y 37, en los que se aboga por la
subordinación de la economía y la técnica al bien del hombre y por la inalienabilidad del

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derecho a la procreación, están brillando los principios del carácter humano de las estructuras
y la dignidad de la persona humana. Finalmente, el nº 42, que viene a ser una conclusión de
toda esta primera parte, apuesta de manera valiente y nítida por un humanismo trascendente,
cristiano, al estilo de J. Maritain o H. de Lubac: “organizar la tierra sin Dios” es organizarla
“contra el hombre”.
La segunda parte de la encíclica está encabezada por dos números introductorios. El
primero enlaza esta parte con la anterior: sin el desarrollo solidario de la humanidad no hay
desarrollo integral del hombre. El segundo presenta los tres deberes que, según Pablo VI,
conlleva este desarrollo solidario: la solidaridad, la justicia social y la caridad universal. Estas
tres dimensiones van a vertebrar las tres secciones de esta parte de la encíclica.
Toda la sección dedicada al deber de solidaridad está impregnada, en mi opinión, por una
concepción universalista de los principios de solidaridad y opción por los pobres y por el
destino universal de los bienes. Los medios de comunicación nos permiten conocer las terribles
hambrunas que asolan regiones enteras del planeta, la insoportable desigualdad entre unos
pueblos y otros, “hoy ya nadie puede ignorarlo” (nº 47), por lo que se impone una globalización
o mundialización de la solidaridad. Ésta quizá sea la mayor diferencia entre la Populorum
Progressio y la Rerum novarum, las dos encíclicas más relevantes de la DSI. Para Santo Tomás,
la conciencia –guiada por la austeridad– era la encargada de redistribuir los bienes superfluos.
Para León XIII, la sola conciencia no basta: ha de intervenir el Estado, mediante los impuestos.
Ahora es necesaria “una verdadera comunión entre las naciones todas” (nº 43), porque “lo
superfluo de los países ricos debe servir a los países pobres” (nº 49). Por eso los países ricos
están obligados no sólo a dedicar “una parte de su producción a satisfacer las necesidades” de
los países en vías de desarrollo (=asistencia), sino también a “formar educadores, ingenieros,
técnicos […] al servicio de aquéllos” (=promoción) (nº 48). Esta sección se cierra con uno de
los números más polémicos –en mi opinión– de toda la encíclica: el 54, en que el Papa
considera indispensable establecer un diálogo entre los países donantes y los beneficiarios, para
que los primeros reciban garantías sobre el empleo del dinero, pero sin injerencias en los
asuntos políticos y sociales de los segundos, que han de “precisar su política, orientarse
libremente hacia el tipo de sociedad que prefieren”. ¿Hay que ayudar a los pueblos gobernados
por regímenes totalitarios que violan los derechos humanos más fundamentales, ayudando así
indirectamente a mantenerse en el poder a dichos regímenes? ¿O hay que dejar que se mueran
de hambre? La respuesta, así planteada la cuestión, es difícil. En la redacción de este número
quizá esté detrás el mismo “pecado original” de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos del 48: el concepto de soberanía territorial. Quizá haya que leerlo en relación con el
nº 78, en que Pablo VI aboga por una autoridad mundial eficaz.
La segunda sección está dedicada a la justicia social en las relaciones comerciales. Su
primer número expone la relevancia de esta dimensión enlazándola con la dimensión anterior,
la solidaridad: toda la ayuda financiera y técnica será pura ilusión si no se corrige la injusticia
en las relaciones comerciales. Los países pobres tendrían “la impresión de que una mano les
quita lo que la otra les da”. Es la avanzadilla de lo que años más tarde será conocido como
“comercio justo”. Por otra parte, el último número de esta sección apuesta por la participación
activa de los pueblos en su propio desarrollo. Es lo que se conocerá en la década de los setenta
como desarrollo endógeno.

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Llegamos así a la tercera sección de esta segunda parte, quizá la más bella, dedicada a la
caridad universal. Lo primero que encontramos es un diagnóstico del mundo: de lo que está
aquejado es de “la falta de caridad entre los hombres y entre los pueblos” (nº 66): por eso no
hay solidaridad ni relaciones comerciales justas. Pero el Papa no se queda en el lamento, sino
que le extiende al enfermo la receta con los remedios: hay que practicar el deber de
hospitalidad, acogiendo sobre todos a los jóvenes de los países en vías de desarrollo (nº 67);
también hay que enviar técnicos en misión de desarrollo a estos países (nº 71); y –sobre todo–
hay que emprender un diálogo fructífero, “movidos por el sincero deseo de construir una
civilización fundada en la solidaridad mundial” (nº 73). A continuación, vienen cuatro números
de antología. El primero –en el que está implícita la dimensión vocacionada del desarrollo–
une plegaria y acción, oración suplicante y lucha decidida. Quien está animado por la caridad
universal es consciente de que la tarea es inmensa, pero, en vez de desanimarse, reza –porque
cuenta con la gracia– y se lanza con esperanza a recorrer su camino, “encendiendo la antorcha
de la alegría (nº 75). Le sigue otro número también precioso: la paz no se consigue por el
equilibrio de fuerzas, siempre precario, sino por la erradicación de la miseria y la injusticia. Si
quieres la paz, prepara la paz, lucha por el desarrollo integral y solidario, porque “el desarrollo
es el nuevo nombre de la paz” (nº 76). Aparece aquí de nuevo el desarrollo como la gran
categoría de la MSI, la que engloba todos los demás aspectos. El tercero es un homenaje a la
Pacem in terris: el nº 78, que aboga por una autoridad mundial con el suficiente poder para
actuar con eficacia tanto en el plano político como en el jurídico. Y finalmente, el nº 79, que
funda la esperanza en el anhelo de fraternidad que envuelve al mundo y en el valor corredentor
del sufrimiento aceptado por amor a los hermanos, refleja una visión positiva del mundo y del
hombre. Estamos ante un antropocentrismo optimista. Optimista por cristológico. Por eso la
encíclica termina con un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad.
Finalmente, una breve valoración: Ya que esta encíclica reviste el desarrollo con dos
adjetivos (integral y solidario), vamos a calificar a la propia encíclica con otros dos adjetivos:
esencial y profética. Esencial, no sólo porque el desarrollo se ha convertido en la categoría
básica de la MSI, sino porque, recogiendo lo mejor de la DSI hasta ese momento (Rerum
novarum, Mater et magistra, Pacem in terris, Gaudium et Spes…), consiguió hacer una síntesis
sobre el desarrollo superior a cualquier documento previo y no superada por los documentos
posteriores (Sollicitudo rei socialis, Caritas in veritate…), que, con ser espléndidos, no son
sino actualizaciones de la Populorum Progressio a contextos socioculturales distintos. Y
profética, no solo por su denuncia valiente, sino por tantos aspectos en los que se adelantó a su
tiempo –incluso en décadas– y que hoy están más vigentes que nunca. Prácticamente todos los
adjetivos con que se fue calificando el progreso a partir de la década de los 60 están ya
vislumbrados en esta encíclica: el progreso ha de ser integral (años 60), endógeno (años 70),
ha de entenderse en términos antropocéntricos (años 90), es globalizado (años 2000) y ha de
luchar contra la desigualdad (años 2010). Quizá sólo falte el carácter sostenible de la década
de los 80. También se anticipa al comercio justo. Y la apuesta por el desarrollo de las
capacidades humanas, que dotan al hombre de una libertad real, sustancial para elegir una vida
que tenga sentido para él, es la misma en el fondo que están haciendo hoy autores como
Alasdair McIntyre, Amartya Sen o Martha Nussbaum. Pero no me resisto a un tercer adjetivo:
bellísima.

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