ERNST FORSTHOFF

EL ESTADO
DÉLA
SOCIEDAD
INDUSTRIAL^)

Traducción de Luis López Guerra

y Jaime Nicolás Muñiz

INSTITUTO DE ESTUDIOS POLÍTICOS

MADRID, 1975
 v v
£.0.63^1

"v/j/:
^IRNST FORSTHOFF

° E ^ E L ESTADO
DÉLA
SOCIEDAD
INDUSTRIAL
(El modelo de la República Federal de Alemania)

Traducción de Luis López Guerra y

Jaime Nicolás Muñiz

INSTITUTO DE ESTUDIOS POLÍTICOS

M A D R I D 1975

OCT. «81

mm
Título original:
tDer Staat der Industriegesellschaft»
von Ernst Forsthoff
Copyright © 1971. Todos los derechos reservados.
Traducido y publicado por acuerdo con C. H.
Beck'sche Verlagsbuchhandlung, de
Muncheu (Alemania)

PROLOGO

Depósito Legal: M. 32.903-197;

I. S. B. N. 84-259-0575-3
S.A.E,,GfcJEapejo.-C. Herrera Oria, 3.-Madrid-34.-l975
r

La República Federal de Alemania ha

i surgido bajo unas circunstancias que la
exponen a las repercusiones de la socie-
dad industrial en mayor medida que a la
mayoría de los Estados contemporáneos.
J
Esto justifica considerar a la República
Federal de Alemania como el paradigma
del Estado de la sociedad industrial.
* Las conclusiones de este escrito se ba-
san en análisis limitados al ámbito en el
L
que el autor, como constitucionalista, se
siente competente merced a una serie de
estudios y observaciones que abarcan ya
más de cuatro decenios. No es su inten-
E ción adentrarse en discusiones ideológi-
cas como las que dominan la actual esce-
na publicística, lo que se explica dado
P que se pueden llevar a cabo sin necesidad

litti ü^M^^MMifia
de conocimientos y experiencias empíri-
cas.
Al capítulo dedicado a la Jurispruden-
cia habría que añadir que en el Ínterin se
ha introducido el "dissenting vote" me-
diante la IV Ley de reforma de la Ley
sobre el Tribunal Constitucional Federal
(Ley de 21 de diciembre de 1970, BGBl.
I, pág. 1765), que no ha modificado las
premisas básicas del capítulo correspon-
diente.
Heidelberg, enero 1971.
E. F.
8 9
EVOCACIÓN DEL ESTADO
La investigación moderna ha acabado
con el libérrimo uso del concepto «Esta
do», propio de la ciencia hasta bien en-
trado el presente siglo. Hoy ya no es po-
sible hablar de un Estado de los egipcios,
aztecas, griegos y romanos, como ocurría
con cierta frecuencia en los trabajos his-
tóricos del siglo xix: Mommsen pudo, por
ejemplo, escribir un «Derecho del Es-
tado Romano».
El Estado ha aparecido como una nue-
va y específica forma de organización, en
las concretas circunstancias que caracte-
rizaron el fin de la Edad Media y el prin-
cipio de la Edad Moderna, y pertenece a
aquellas realizaciones a las que se alude
justificadamente cuando se quiere carac-
terizar la cesura que separa la Edad Me-
dia de la Edad Moderna. Aun cuando ello
suponga repetir algo ya bien conocido, es
 necesario delimitar el concepto de Esta-
do en sus características esenciales. Pues
es preciso, ante todo, aclarar suficiente-
mente el concepto central, de la presente
investigación. Sin tal aclaración, las pre-
cisiones que siguen serían de difícil, si
no imposible, comprensión. ,
j El Estado moderno es una creación de
la^poca de las guerras de religión y fue
el instrumento para su superación. Para
' ello, el medio específico fue la soberanía,
tal como la definiera el monarca francés,
la «summa perpetuaque potestas». Los
«Seis libros de la República», de Bodino,
¿ comienzan con la frase:
«Respublica est familiarum rerumque
inter ipsas communium summa potestate
i ac ratione moderata multitudo.»
Tal frase es digna de atención, pues,
junto a la soberanía coloca su justifica-
Í ción. En su época, significaba la retirada
del campo de la política de las pretendi-
das «verdades reveladas» defendidas por
los partidos religiosos en pugna. Pero
E
aparte de ello, la unión de soberanía y ra-
zón tenía un significado aún válido. La
racionalidad, que Weber consideraba al-
p
go específicamente distintivo del Estado
10
burgués de derecho, se encontraba vin-
culada al Estado moderno* caracterizado
por la soberanía, desde su mismo naci-
miento.
Los cambios estructurales que deriva-
ron de la transformación en la soberanía
territorial de las relaciones jurídicas se-
ñoriales propias del feudalismo, han sido
ya descritas ampliamente por Otto Brun-
ner, y no es necesaria su repetición en es-
tas páginas. Pero las consideraciones que
siguen son necesarias con respecto a_Ja
posterior historia del concepto de Estado
y otras precisiones que haremos.
La soberanía es una facultad territorial,
ligada a un titular concreto. La represen-
tación abstracta del Estado, al que se atri-
buyen las funciones supremas, es sólo una
creación del siglo xix: sobre este punto
volveremos más tarde. La soberanía con-
fiere a su titular no sólo el monopolio de
la violencia legítima, sino también la ca-
pacidad incompartida de definir lo legal
y lo ilegal, y ello sin sanciones en caso de
abuso de poder. Bodino reconocía que la
admisión de tales sanciones llevaría a la
negación de la soberanía: y tal negación
11
suponía la guerra civil. Pascal ha refleja-
do insuperablemente tal concepción:
«Es peligroso enseñar al pueblo que las
leyes no son justas, pues él las acata so-
lamente porque por tal las considera. Por
ello al pueblo hay que decirle que se debe
acatar la ley por ser ley, del mismo mo-
do que se obedece al poder, no por ser
justo, sino por ser poder. Con ello, si se
puede conseguir que todos lo compren-
dan así, se puede evitar todo tipo de se-
dición, y ésta y no otra es la verdadera
definición del Derecho.» (1).
No puede asombrar, por tanto, que es-
ta acepción de la soberanía se debilitase
durante los siglos siguientes a las guerras
de religión, en la medida en que el peli-
gro de guerra civil perdía actualidad. Y
es también lógico el que, en este siglo de
guerras civiles mundiales, la soberanía
fuese descubierta de nuevo.
La cesura más importante en la recien-
te teoría alemana del Estado fue la recep-
ción generalizada en el segundo tercio del
siglo pasado de la idea de que el Estado
debe ser considerado una persona jurídi-
(1) Pensées, núm. 323.
12
ca, y que la soberanía reside en el Estado
como tal persona jurídica-. Tal teoría par-
te de una recensión publicada en 1837 en
el Gelehrten Anzeigen, de Gótingen, por el
historiador Albrecht. Y la teoría en cues-
tión ha dado, con razón, mucho que hacer
a toda la publicística moderna. Pues la
consideración del Estado como persona
jurídica fue el más relevante ataque inte-
lectual contra la constitución monárquica
del Estado. El monarca, con cuya perso-
na se identificaba el Estado, se convirtió
en un órgano del Estado como persona
jurídica, con el que ya no podía identifi-
carse. Sus derechos señoriales se convir-
tieron en facultades orgánicas, definidas
y limitadas por la constitución.
No puede afirmarse sin más que la teo-
ría del Estado como persona jurídica fue-
se concebida desde el primer momento
como un ataque al principio monárquico.
La rápida difusión de la teoría se expli-
ca teniendo en cuenta cuál era el princi-
pal objetivo perseguido por la Ciencia del
Derecho Público al comienzo del consti-
tucionalismo, vencedor por medio de la
Constitución prusiana de 1850. Tal obje-
tivo era la juridificación del Estado, la
13
conversión de las relaciones de domina-
ción entre Estado e individuo en relacio-
nes jurídicas, lo más recíprocas que fue-
ra posible. Los servicios que podía pres-
tar la teoría del Estado como persona ju-
rídica a la realización concreta de tal in-
tención fueron extraordinarios: la teoría
trajo consigo una concepción específica
del Estado de derecho.
A cambio de ello se pagó un alto pre-
cio: de hecho, se abandonó el concepto
de soberanía. La concepción de que la so-
beranía correspondía al Estado como
«persona jurídica» o al Estado en cuanto
tal no podía entender por soberanía lo
mismo que Bodino había considerado co-
mo tal: una capacidad efectiva atribuida
a un portador concreto, y nombrable. A
partir de este momento, hasta la primera
guerra mundial, fue objeto de las más di-
versas construcciones. En el Estado fede-
ral, la soberanía sería la «competencia so-
bre la competencia (Laband), o se perde-
ría en el proceso democrático-corporati-
vo de formación de la voluntad del Esta-
do (Hugo Preuss) o, según la teoría de la
soberanía del derecho, debería residir no
en el Estado, sino en el ordenamiento ju-
14
rídico (Hermann Krabbe) o, considerado
como un concepto falso, -debería ser eli-
minada del concepto del Estado en senti-
do jurídico, y ser remitido a la sociología
política (como sostiene la teoría pura del
derecho de Hans Kelsen).
Un concepto que resulta arrojado de tai
forma a un estado de imprecisión se ve,
naturalmente, separado de sus verdade-
ras raíces. Y el fundamento de tal desa-
rraigo reside en que el Estado, concebido
jurídicamente, se confunde con la reali-
dad de poder que el Estado constituye.
Así, por medio del concepto de sobera-
nía, el Estado fue vinculado a la persona
del monarca. Cuando se separó el con-
cepto de soberanía de las relaciones de
poder, se le despojó de toda fuerza y se le
convirtió en un mero juguete terminoló-
gico. Los descubridores y primeros repre-
sentantes de la teoría del Estado como
persona jurídica fueron de la opinión
—correcta— de que con ella habían cons-
truido una vía para la consecución de de-
terminados objetivos jurídicos y constitu-
cionales. Pero apenas fueron conscientes
de hasta qué punto se hallaban subordi-
nados al espíritu de la época. El último
15
objetivo de la mentalidad creada por la
revolución francesa consistía en la movi-
lidad de todas las fuerzas políticas y so- *
cíales. De forma insuperable lo ha expues-
to Jacobo Burckhardt:
«El principal fenómeno de nuestra épo-
ca es la sensación de provisionalidad. A la
incertidumbre de cada individuo respec-
to a su destino viene a unirse una colosal
cuestión vital, cuyos elementos han de
considerarse propiamente como conse-
cuencias y tendencias nacidas de la Revo-
lución.» (Fragmentos Históricos, 1942,
114).
La teoría del Estado como persona ju-
rídica situó a la Constitución dentro de la
movilidad general, e imprimió sobre ella,
en palabras de Buckhardt, el sello de lo
provisional. Por ello, tal teoría respondía
más que nada a su época.
Naturalmente, no es posible crear un
concepto tan ligado a la realidad como el
de soberanía a partir de la negación de lo
existente, ni es fácil modificarlo por me-
dio de sutiles artes interpretativas. De
ello fue un ejemplo clásico —y poco apro-
vechado— el conflicto constitucional pru-
siano de 1862-66, tal como lo prueba la fa-
lo
mosa fórmula de Gerhard Anschütz.
«Aquí desaparece el derecho público.» Tal
fue la decisión, consecuente, del positivis-
mo jurídico que, al intentar tratar jurídi-
camente el conflicto constitucional esta-
bleció sus propios límites.
Desde hace varias décadas el positivis-
mo jurídico ha sido la auténtica víctima
propiciatoria de juristas dogmáticos y sa-
bihondos, papel que no se merece, porque
a través y por encima de él, la cultura ju-
rídica alemana se ha elevado a un nivel
desde el que no es posible mirar atrás sin
vértigo. En el principio básico del positi-
vismo jurídico, que encomienda al jurista
estudiar únicamente el derecho positivo
(leyes y costumbres) y rechazar toda diva-
gación iusnaturalista, ética o moral, se re-
flejaba la confianza en el Estado tal co-
mo se manifestaba en la segunda mitad
del siglo xix, sobre todo a partir de la
fundación del «Reich». Tal confianza hacía
aparecer como irreal la posibilidad de que
el Estado actuase antijurídicamente en
forma voluntaria. ¿Pero era esto tan
falso?
Tal confianza en el Estado y en la es-
tabilidad de las circunstancias políticas de-
17
2
bía hacer aparecer como anticuado el pro-
blema de la soberanía. La situación origi-
nal de la que el concepto de soberanía ha-
bía nacido no tenía ya ningún significado
en la realidad estatal de la segunda mitad
del siglo xix. No había ningún motivo pa-
ra pensar en la guerra civil.
Puso fin a esta situación el triste resul-
tado de la guerra mundial y la revo-
lución de noviembre de 1918. Una lucha
por el poder (con todas las característi-
cas de la guerra civil) y, consiguientemen-
te por la soberanía, entre la izquierda radi-
cal espartaquista y los revolucionarios
moderados, agrupados en el consejo de
comisarios del pueblo, acabó con la derro-
ta de la izquierda. La dictadura del pro-
letariado, el estado de excepción, el es-
tado de necesidad habían dejado de ser
términos teóricos. El poder firme del Es-
tado, actuando dentro de los límites de ia
ley, había dejado de ser una realidad in-
contestada. Había que acostumbrarse a
vivir en un estado de excepción perma-
nente, con diversos grados de intensidad.
La Asamblea constituyente de Weimar
sancionó el estado de excepción en el ar-
tículo 48 de la Constitución, y en sus tre-
18
ce años de vigencia hubo pocos días en
que no estuviesen en vigor medidas en
virtud de este artículo. Estados de excep-
ción y transcurso normal de la vida cons-
titucional se superponían.
En tal situación, bastaba una frase pa-
ra situar de nuevo a la soberanía en el
centro de atención de la teoría del dere-
cho y del Estado. Con tal frase se iniciaba
la «Teología política» de Cari Schmitt
en 1922.
«Es soberano quien decide sobre el es-
tado de excepción». Si la soberanía es el
derecho y la efectiva capacidad de decidir
en los conflictos existenciales, la cuestión
de la soberanía puede convertirse en algo
anticuado si la vida transcurre normal-
mente y libre de conflictos, e incluso pue-
de llegar a olvidarse cuando fuerzas polí-
ticas antagónicas (como las fuerzas mo-
nárquicas y republicanas en el siglo xix)
se ponen de acuerdo respecto a una nor-
malidad constitucional, y tal normalidad
es respetada, como ocurrió en el caso de
la monarquía constitucional.
No es exagerado indicar que el malha-
dado desarrollo político bajo la constitu-
ción de Weimar tuvo lugar bajo el signo
19
del mantenimiento del Estado, que se ha
liaba amenazado desde dos puntos. El po-
der del Estado había de proteger su exis-
tencia y consolidación frente a ataques de
derecha e izquierda. Tales ataques eran
de tal intensidad que no podían ser con-
siderados como formas normales de opo-
sición. La consecuencia de esta tensión
política y filosófica fue el debilitamiento
de la estatalidad, debilitamiento que se
manifestaba en la creciente autonomía de
numerosas entidades semiindependientes,
como estados federados, municipios, or-
ganizaciones de la seguridad social, ferro-
carriles, bancos, etc. Johannes Popitz ha
llamado, en acertada frase, a este conjun-
to de entidades prácticamente autóno-
mas «policracia».
Pero más importante era el peligro que
amenazaba desde otro lado al Estado: des-
de los intereses organizados de la econo-
mía. Con ellos, un nuevo factor aparecía
en el escenario de la confrontación polí-
tica. Ciertamente, habían existido con an-
terioridad organizaciones que habían ejer-
cido un efectivo influjo sobre la adopción
estatal de decisiones, como fue el caso de
la unión de propietarios agrícolas en la
20
época de la monarquía. Pero sólo eran re-
lativamente comparables, a los grupos de
interés organizados bajo la constitución
de Weimar, y ello por las siguientes razo-
nes. Ya en los años inmediatamente pos-
teriores a la guerra mundial resultó cla-
ro que la relación entre Estado y econo-
mía, tal como existía bajo la monarquía,
no volvería a darse en la misma forma.
La época de la autonomía de la economía
se había acabado para siempre. Pronto
se mostró como una ilusión la creencia de
que la economía de guerra y la injerencia
estatal que había aparecido bajo la I Gue-
rra Mundial eran sólo fenómenos tempo-
rales, causados por las circunstancias bé-
licas. Aun cuando el Estado, al acabar la
guerra renunció progresivamente a sus
vínculos con la economía, ello no signifi-
có la vuelta al orden liberal, en el que la
economía es independiente del Estado y
debe afrontar sus propios riesgos. Puesto
que ya no se daban en absoluto las con-
diciones para un funcionamiento autóno-
mo de la economía, la República se vio
obligada a una política, que en mayor me-
dida que anteriormente, regulaba legal-
mente las condiciones en que se daba la
21
producción y el consumo, y ayudaba con
subvenciones a empresas industriales de-
ficitarias. Era pues lógico que la relación
entre Estado y economía variara sustan-
cialmente. De lo que derivaba el que las
empresas particulares debían ocuparse de
que la legislación se adecuase a sus inte-
reses y, en consecuencia, se desarrollase
una apetencia de subvenciones que se con-
sideraban «necesarias»: de ello resultó
evidente que los partidos, que hasta en-
tonces habían jugado un papel mediadoi
entre economía y Estado, ya no podían
representar las crecientes demandas de
los intereses ya organizados o en trance
de organizarse. Para lo cual había aún
más razones. En primer lugar, la deman-
da de protección para determinados inte-
reses específicos iba en contra de la ten-
dencia ideológica típica de los partidos
(cada partido luchaba, según propia afir-
mación, no en favor de intereses particu-
lares, sino en favor del bien común, con
pequeñas excepciones, como el «partido
de la economía», o el efímero «partido de
la revaluación»).
Pero aun cuando —como se verá más
tarde— este autorretrato ideal de los par-
11
tidos no estuviese en concordancia con las
exigencias de la acción política cotidiana,
aun así, la mayoría de los partidos procu-
ró evitar la identificación con un interés
particular, dada la amplia composición de
su electorado (fenómeno que se da hoy
también en la República Federal). Pero
precisamente, tal identificación era lo que
daba fuerza a los intereses corporativa-
mente organizados, en cuanto que repre-
sentaban una fuerza social y sabían poner-
la en movimiento. De aquí derivó, ade-
más, una situación que sólo hoy puede
ser comprendida plenamente. En la medi-
da en que la economía, cada vez más com-
plicada y siempre en expansión, se colo-
caba en el centro de la política, ésta debía
convertirse fatalmente en dominio de los
especialistas. Tales especialistas se agru-
paban en la burocracia de los ministerios,
y también en gran medida en las corpora-
ciones industriales (como especialistas li-
gados a intereses privados) y en los parti-
dos. Con ello apareció un nuevo cauce de
1 comunicación entre el Estado y las cor-
I poraciones (2).
(2) El tema ha sido desarrollado en la Repúbli-
23
 En estas circunstancias, resulta claro zones. Pero las circunstancias indicadas
que un Estado como la República de impidieron a la República convertirse en
Weimar, que había de luchar por su con- un Estado lo suficientemente fuerte como
solidación, se hallaba en peligro de con- para afrontar la crisis que comenzó con
vertirse en dependiente de las grandes las elecciones de septiembre de 1930.
agrupaciones económicas. El Estado, se- Cuando la crisis culminó con el estado de
parado de la economía, no se hallaba ca- excepción del invierno 1932-33, y la sobe-
pacitado, en las condiciones de la consti- ranía reclamó sus derechos, el presidente
tución de Weimar, para dar por medio de de la República, en cambio, se decidió por
sus especialistas, soluciones eficaces. Es- la legalidad, por un gobierno de la mayo-
taba, pues, en la naturaleza de las cosas ría bajo el canciller Adolf Hitler. Con ello
que, en la cooperación que se derivaba culminó la decadencia de la República.
de ello entre Estado y economía, aparecie- La historia de la República de Weimar es,
sen de nuevo las relaciones de poder. La por el momento, el último episodio del
situación de la República de Weimar, di- tema «Soberanía y poder estatal».
ferente de la situación de la República
Federal, consistía en que tal cooperación
debía tener lugar en medio de un profun-
do conflicto de fuerzas extremas. Por ello
el Gobierno se vio obligado a buscar y
aceptar apoyos políticos vinieran de don-
de vinieran, lo que aumentaba el peligro
de una disolución del poder del Estado.
Ciertamente, como muestran los suce-
sos de 1932-33, la República de Weimar
no se hundió precisamente por estas ra-
ca Federal bajo diversas condiciones, y hablaremos
de él más tarde.

24 25
 ESTADO Y SOCIEDAD

La constitución jurídica liberal empie-

za y acaba con la separación de Estado y
sociedad. Pero esta afirmación ha sido ob-
jeto de crecientes -contradicciones. Existe
la extendida opinión de que la separación
de Estado y sociedad no corresponde, par-
ticularmente, a la situación del siglo xix,
en que tal teoría apareció, puesto que el
Estado, de forma continua y eficaz, con-
vertía en propios los intereses sociales,
como lo muestran las medidas encamina-
das al fomento de la industria, la cons-
trucción de ferrocarriles, sistemas de co-
rreos, telégrafos y teléfonos que aprove-
chaban directa y conscientemente a la so-
ciedad, aún cuando también entrasen en
juego consideraciones militares. En nues-
tro tiempo, en que las funciones del Es-
tado se han confundido inextricablemen-
te con los procesos sociales, no podría ya

27
hablarse en modo alguno de una separa-
ción de Estado y sociedad.
Los que así argumentan no han com-
prendido el dualismo entre Estado y so-
ciedad. Lo entienden como la disociación
de dos campos distintos: pero no se tra-
ta de eso. Más bien significa la ordenación
lógica y necesaria de dos formas del ser
social. Hegel, de quien parte el concepto
filosófico-jurídico base de tal dualismo,
consideraba la sociedad como el sistema
de las necesidades(Rechtsphilosophie,118)
y el Estado, por el contrario, como la rea
lización de la idea moral (ídem, 257).
Pero la separación de Estado y socie-
dad no se halla ligada a la filosofía de He-
gel. Refleja un elemento fundamental en
la estructura del Estado, tal como apare-
ció necesariamente en las condiciones de-
terminadas por la Revolución francesa.
Puesto que la Revolución había excluido
nacimiento y oficio como base determi-
nante para la aparición y mantenimiento
de clases jurídicamente privilegiadas (1),
(1) Decreto del 14 de junio de 1791 (Journal de
París, de 16 de junio de 1791, pág. 671). Art. I:
«Siendo una de las bases fundamentales de la Cons-
titución Francesa la supresión de toda clase de cor-
poraciones de ciudadanos del mismo estado y pro-
28
creó la posibilidad de que se desarrollase
un orden social en que se uniesen desi-
gualdad y libertad. La desigualdad que ca-
racteriza la vida de la sociedad encuentra
su contrapartida dialéctica en la igualdad
ciudadana. La libertad tiene como protec-
tor al Estado, cuya principal misión es,
según von Stein, evitar que aparezcan nue-
vas clases jurídicamente privilegiadas a
partir de- la existente desigualdad social.
Con la eliminación de los privilegios de-
rivados del oficio y nacimiento, la Revo-
lución francesa trataba de construir una
sociedad en la que cada individuo viviese
de acuerdo con sus propios intereses. Co-
mo muestra el citado Decreto de 14 de
junio de 1791, la Asamblea nacional, con-
secuentemente, no reconocía ningún lazo
entre los intereses personales de los par-
ticulares y los intereses públicos, confia-
dos al Estado. El Decreto suponía el in-
fesión, queda prohibido restablecerlas de hecho, ba-
jo cualquier pretexto y bajo cualquier forma.» Ar-
tículo II: «Los ciudadanos del mismo estado y pro-
fesión, los patronos, los que tienen tienda abierta,
los obreros y artesanos de cualquier oficio no po-
drán, hallándose reunidos, nombrar presidente, se-
cretarios ni síndicos, ni mantener registros, tomar
decisiones ni deliberar, ni formular reglamentos so-
bre sus pretendidos intereses comunes.»
29
tentó, destinado al fracaso, de evitar ia
introducción del poder en el ámbito de la
sociedad. De hecho, se tenía la convicción
de haber acabado con el problema del po-
der haciendo que el Estado lo monopoli-
zase, y, siguiendo la teoría de Montes-
quieu, lo distribuyese entre varios deten-
tadores.
Más tarde, el aumento de poder social
provocado por la industrialización con-
dujo al absurdo a la concepción liberal de
una sociedad autoestabilizada, libre de
la intervención del Estado. Los más sig-
nificados teóricos del Estado de la mitad
del siglo pasado, como von Mohl, von
Stein y von Gneist (que ciertamente eran
conscientes de los peligros que suponía
el poder social), no vieron ninguna con-
tradicción en aprobar la intervención co-
laboradora del Estado en los procesos so-
ciales, sin renunciar a la separación Esta-
do-sociedad. Estaban de acuerdo en que
la desigualdad social encontraba su con-
trapartida dialéctica en la igualdad ciuda-
dana, y que el lugar de la libertad no era
la sociedad, sino el Estado.
Reconocer el dualismo Estado-sociedad
no significa adoptar una ideología. La
30
constitución jurídico-pública, monárquica
. o democrático-parlamentaria, aparecida
para cumplir las ideas de la Revolución
francesa y la emancipación de la clase
burguesa, no- puede comprenderse en su
expresión institucional sin tener en cuen-
ta este dualismo, lo que resulta evidente
en una perspectiva histórica. Desde lue-
go, la constitución, en las últimas décadas
ha sido objeto de numerosos cambios:
que proceden del llamado «entrecruza-
miento» (Hans Freyer) de sociedad y Es-
tado. Los cambios y avatares del parla-
mentarismo son un ejemplo de ellos: en
el transcurso de tales avatares, los parti-
dos, que en un principio eran asociaciones
de correligionarios, se convirtieron en or-
ganizaciones privilegiadas financiadas por
el Estado, que el Tribunal Constitucional
Federal ha llegado a definir como órga-
nos constitucionales (2).
Es un error, aún muy extendido, opinar
que la expansión de la competencia esta-
tal en el ámbito social comporta necesa
riamente una expansión del principio de
estatalidad. En realidad, las cosas son mu-
(2) BVerfGE (Sentencias del Tribunal Constitu-
cional Federal), 4, 27; 6, 372 y ss.
31
cho más complejas. La expansión de
las competencias estatales en el ámbito
de la sociedad puede ser tanto un síntoma
de fuerza como un síntoma de debilidad.
Y es un síntoma de debilidad cuando el
Estado es llamado y aceptado como un
salvador en situaciones que la sociedad
no puede resolver con sus propias fuer-
zas. Esta ayuda resulta tanto mejor reci-
bida cuando más dominada está por4as
fuerzas sociales. Las posibilidades del Es-
tado, no compartidas por la sociedad, de
disponer de medios y dirigir los procesos
económicos son puestas de tal modo al
servicio de los objetivos de la sociedad.
El Estado moderno no puede liberarse
en forma alguna de esta tarea, pues el
bienestar de todos depende de la capaci-
dad de funcionamiento de la economía.
Por ello el Estado se halla ligado a las re-
laciones de poder en la sociedad, y se ha-
lla mezclado en los confrontamientos po-
líticos que versan sobre tales temas.
Este proceso nos acerca a la cuestión
de si no sería ya tiempo de abandonar una
caduca concepción del Estado. Tal cues-
tión se ha planteado repetidas veces: en
forma radical, afirmando que el Estado
32
está muerto, y en forma más diferenciada
en la propuesta de construir una nueva
imagen del Estado, partiendo de la reali-
dad actual. Esto es necesario, en todo ca-
so, si.no se quiere disociar radicalmente
el concepto del Estado de la realidad.
La cuestión es si un concepto de Estado
deducido de las circunstancias actuales
tendría algo que ver con el concepto tra-
dicional, o bien sería algo distinto «toto
coelo»: una coexistencia organizada que
sería llamada Estado por una extendida
convención.
Aquí hay algo más en juego de lo que
reconoce la discusión pública sobre el te-
ma. Pues si fuera verdad que lo que hoy
se llama Estado no tiene nada en común
con todas las imágenes tradicionales del
mismo, nos encontraríamos en la nece-
sidad de preguntar dónde encuentra pro-
tección la libertad de la persona, pregun-
ta que necesariamente quedaría sin res-
puesta.
Y se trata de algo más que de la liber-
tad: Se trata (ante la expansión de la téc-
nica, de que más adelante hablaremos) de
la protección del entorno frente a su des-
trucción por la industria, e incluso se tra-
33
3
ta de la misma integridad del hombre,
desde que éste ha sido sometido a la in-
vestigación de la genética (3). La siguiente
observación muestra cuál es la verdadera
situación del Estado frente a las fuerzas
organizadas de la sociedad industrial. Ba
sándonos en principios democráticos, pa-
rece evidente que la probabilidad de que
un determinado interés sea satisfecho de*
pende de cuan numerosos se?ji los suje-
tos de tal interés, y que en consecuencia,
un interés de todos debería contar con la
absoluta seguridad de verse satisfecho. Pe-
ro tal suposición es contradicha por la rea-
lidad. Ejemplo de ello es la exigencia de
purificación del agua y el aire. Desde
años, esta exigencia ha sido continuamen-
te formulada y, ciertamente, se trata de
un interés de todos. Por ello, se trata de
un interés que el Estado debe considerar
como suyo, puesto que es responsable del
bienestar de todos y —en la situación ac
tual en que se encuentra la relación entre
Estado y sociedad— debe preocuparse, so-
bre todo, por aquellos intereses que no tie-
nen ningún patrón socialmente organizado
(3) Sobre este tema, Menschenzüchtung, de Frie-
drich Wagner (editor), 2.a ed., 1970.
34
que proteja su satisfacción. Está en la na-
turaleza de las cosas el quejun interés ge-
neral choque con intereses particulares.
Así, todo depende del peso político con
que los representantes organizados de in-
tereses particulares puedan oponerse a la
satisfacción del interés general. Así se ex-
plican las deficiencias tantas veces men-
cionadas en la protección de la pureza del
aire y las aguas (4).
En este ejemplo se muestra (y seguire-
mos más tarde con el mismo tema) que
las ideas ya superadas sobre el concepto
de democracia no se adaptan sin más al
Estado de la sociedad industrial. Pero
tampoco se puede afirmar con ello que
la moderna sociedad industrial ha supe-
rado la democracia. En cambio, debería
deducirse la necesidad de comprender la
democracia desde las condiciones impe-
rante^ en esa sociedad industrial.
Las reflexiones que siguen se refieren a
una incoherencia que se encuentra hoy a
menudo en la conciencia política. Inclu- »
so aquellos aficionados a exponer sus sen-
timientos antiestatales, coinciden en sus
(4) Ver el capítulo sobre Asociaciones y acción
concertada.
35
quejas sobre la destrucción del entorno
ecológico. Y en tal queja aparece eviden-
te el resentimiento contra la sociedad in-
dustrial. Pero ni afectos ni resentimien-
tos posibilitan el llegar a la decisión que
hace falta: un equilibrio razonable entre
los intereses de todos y las necesidades de
la industria, que no pueden olvidarse con
argumentos ideológicos, pues tales nece-
sidades se encuentran en estrecha rela-
ción con el equilibrio de la balanza co-
mercial, el nivel del producto social y el
pleno empleo, todos ellos factores de los
que depende el correcto funcionamiento
de la sociedad industrial, y, con él, el equi-
librio social y estatal. Así, se trata de en-
contrar una solución política. Pero ello
significa que no puede ser resultado de
las tensiones internas de la sociedad in-
dustrial.
Es necesario tener en cuenta esta situa-
ción. Hay que reconocer que con los avan-
ces del desarrollo técnico industrial los
riesgos de los particulares aumentarán, y
que, a escala mundial, se habla ya de la
contaminación del océano. Si la expan-
sión técnico-industrial prosigue incontro-
36
lada, las consecuencias, a juicio de los ex-
pertos, serían imprevisibles.
Este peligro puede ser evitado única-
mente mediante una instancia organizada
que sea lo suficientemente fuerte como
para poner límites a la expansión indus-
trial. La posibilidad de que la sociedad in-
dustrial se imponga a sí misma, volunta-
riamente, tales limitaciones es incompati-
ble con las leyes que regulan su funciona-
miento, y, por tanto, se trata de una po-
sibilidad utópica.
Ante tal situación, la afirmación de que
el Estado está muerto no tiene ninguna
utilidad. El conocimiento de la escasa (y
evidentemente decreciente) eficiencia del
Estado contemporáneo deja pocos resqui-
cios al optimismo. Ciertamente se han he-
cho múltiples esfuerzos para tener bajo
control estatal la producción y expansión
industrial: medidas para garantizar me-
dios de alimentación y sanidad, ordena-
ción del espacio, protección de la naturale-
za y el paisaje (medidas que no han impe-
dido en modo alguno la contaminación del
aire y de las aguas naturales). Pero es
cierto, sin ninguna duda, que no se ha lle-
gado a establecer un equilibrio entre los
37
intereses de todos y los intereses de la
industria en su propio desarrollo.
Esto es cierto, sobre todo en lo que se
refiere al ámbito actual de la expansión
técnica. Ya somos conscientes de que he-
mos de esperar enormes cambios en las
condiciones de la existencia humana, de-
bido al desarrollo científico de las pró-
ximas décadas (5). Valga de ejemplo la
inmediata creación sintética de un gen hu-
mano (6). Con ello se ha dado el primer
paso para actuar sobre la vida humana en
el próximo futuro. No es éste el lugar pa-
ra tomar en cuenta los múltiples proble-
mas filosóficos, éticos y religiosos que
aparecen. Si en el futuro los pueblos no
quieren verse convertidos en objeto y pro-
ducto de técnicas de la genética es nece-
saria la posibilidad de tomar decisiones
efectivas sobre el tema, y la existencia de
una instancia organizada que pueda crear,
articular y realizar tal decisión. Esto lle-
va al tema «Estado versus técnica», del
que hablaremos más adelante.
(5) Sobre esto, ver el libro de ARNOU)BUCHHOLZ,
Die grosse Transformation, 1968, pág. 56 y ss.
(6) Aquí, como en otros lugares del libro, deben
considerarse las investigaciones genéticas y médicas
como incluidas en la técnica, en sentido amplio.
38
Estas pocas indicaciones y notas deben
servir para dejar claro que la relación ló-
gica en que reposa la dualidad Estado-so-
ciedad no ha sido superada en modo al-
guno. La consideración de que tal dualis-
mo se haya vinculado a la sociedad bur-
guesa del siglo Xix, y de que, por tanto,
se trata de algo caduco está justificada só-
lo en cuanto que toma en cuenta que ya
no se trata de la sociedad burguesa, sino
de la sociedad industrial basada en la
técnica. No se trata ya sólo de la liber-
tad, sino del entorno humano, y, en últi-
mo lugar, del hombre mismo. Una y otro
necesitan un garante, y ciertamente un ga-
rante más poderoso que el burgués de
otros tiempos, amante de la libertad. An-
te lo cual, la insuficiencia general del ac-
tual Estado es un peligroso síntoma.
39
 LA REALIZACIÓN TÉCNICA

La cuestión de si el Estado está real-

mente muerto debe contestarse a la luz
de las reflexiones del capítulo anterior,
en el sentido de que ya no se puede ha-
blar seriamente del Estado si lo general-
concreto de que hablábamos ya no dispo-
ne de ninguna instancia organizada que
sea lo suficientemente fuerte como para
convertirlo en asunto propio y represen-
tarlo efectivamente. Si en el futuro existe
tal instancia organizada, será de tipo dis-
tinto del Estado, tal como lo ha conocido
el siglo xix o la etapa del absolutismo.
Utilizando como ejemplo el Estado pru-
siano, Hintze, en una noble polémica con
su maestro Droysen ha mostrado de qué
cambios es capaz el Estado, y en qué con-
siderable medida las modificaciones so-

41
cíales actúan sobre la estructura del mis-
mo. Sobre este tema indica en otro lugar:
«En último término, son siempre fuer-
zas y corrientes espirituales las que ponen
en movimiento a los procesos sociales, y
los destruyen: todas las influencias del
mundo exterior deben actuar a través del
medio psíquico, y la única cuestión es si se
debe atribuir a éste una mayor o menor
capacidad de refracción, una especifici-
dad y acción más o menos independientes
y eficaces.» (1). Las circunstancias con
que se configura hoy tal capacidad de re-
fracción son muy distintas de lo que eran
en tiempos de Hintze. Su exposición lleva
a complejas cuestiones históricas e inte-
lectuales, estrechamente enlazadas las
unas a las otras.
En su obra, «Von Hegel zu Nietzs-
che», Lówith ha mostrado la dirección
que ha tomado el esfuerzo intelectual hu-
mano a partir y por causa de la filosofía
de Hegel. Lówith ha expresado tal di-
rección por medio de la fórmula siguien-
te: después que en la filosofía de Hegel
(1) «Staatenbildung und Verfassungsentwicklung»,
en Gesamtnelte Abhandlnngen, t. 1, 1941, pág. 24
y ss. y pág. 27.
42
el mundo se ha convertido en algo filosó-
fico, la filosofía, necesariamente, ha debi-
do de convertirse en algo mundanal. Co-
mo consecuencia de ello, los esfuerzos del
conocimiento han tomado una nueva di-
rección. Todos los esfuerzos teóricos e
investigadores toman como objeto no el
deseo de conocer el Ser, sino la cuestión
de qué es lo que hay que hacer. Con ello
la filosofía se colocó en una situación en
la que necesariamente el resultado ha si-
do que se la exija cumplir lo que predica.
Así le ocurrió a Hegel con los marxistas
y los jóvenes hegelianos. Desde luego, no
fue únicamente Hegel quien motivó tal
cambio filosófico: éste se hallaba prede-
terminado por las tendencias del progre-
so intelectual a comienzos del siglo xix.
Pero aún así se puede afirmar que Hegel
convirtió en concepto filosófico la volun-
tad de cambio (quintaesencia de todo pen-
samiento progresivo) desencadenada por
la «Aufklárung». En este sentido, Hegel se
hallaba en el umbral de una nueva época.
Y esta época es la época de las realiza-
ciones. Ha empezado con la realización
social, que necesitó más de un siglo desde
la formulación de sus objetivos por Marx
43
y Engels hasta su efectivo cumplimiento
y que ha determinado los más importan
tes acontecimientos políticos del período.
Como realización social deben ser consi-
derados todos los esfuerzos dirigidos a
modificar la situación pública bajo pun-
tos de vista sociales. A ella pertenecen no
sólo el socialismo en todas sus formas,
sino también el movimiento cristiano so-
cial, la actividad del «Verein für Sozial-
politik», que ejerció considerable influen-
cia a principios de siglo, y la de las igle-
sias hasta la doctrina social del II Conci-
lio Vaticano (2). Y esta enumeración es
sólo a título de ejemplo.
Mientras que la realización social en
Rusia fue revolucionaria, y supuso una
ruptura con todas las tradiciones, en el
Oeste, y sobre todo en Alemania, tuvo lu-
gar bajo la forma de un proceso histórico.
En el curso de tal proceso le correspon-
dió al Estado una nueva tarea, cada vez
más amplia. Ya intuyó esto Lorenz von
Stein, en los mismos comienzos de la ex-
(2) Sobre el tema, ver HANS BARION, «Das
konziliare Utopia, Bine Studie zur Soziallehre des
II. Vatikanischen Konzils», en Sdkularisation und
ütopie, Ebracher Studien, 1967, pág. 187 y ss.
44
pansión industrial. Solamente un Estado
que no fuera idéntico (ni identificable)
con ningún interés de clase, exponía von
Stein, podría ser capaz de resolver el pro-
blema social. De hecho, la realización so-
cial pudo hallar su camino sólo por enci-
ma del Estado. Las fases de su desarrollo
son conocidas y su descripción sobra.
Mientras tanto, objetivamente considera-
do, la realización social ha llegado en Ale-
mania a una cierta culminación. En la se-
guridad social, las instituciones de dere-
cho del trabajo, y sobre todo las múlti-
ples formas de la participación social su-
ponen un cuidado y elaborado instrumen-
tal a disposición de una real actualización
de objetivos sociales. Tal instrumental
puede necesitar ciertas mejoras en esta
o aquella dirección, pero en conjunto pue-
de considerarse como acabado, porque
en las últimas décadas no se le han aña-
dido novedades esenciales.
La realización social ha originado cam-
bios en la configuración del Estado que,
tras la apariencia de una forma constitu-
cional inalterable —dejada de lado en la
época nacional socialista— como Estado
de derecho con separación de poderes, no
45
 cias, no ocurre lo mismo con la realiza-
han sido percibidos plenamente en mu-
ción técnica. Ello, no se debe a que haya
chos casos. El Estado social que ha resul-
comenzado en nuestros días: ya el siglo
tado de tal desarrollo es un Estado espe-
pasado fue testigo de su continuo progre-
cífico, con su propia lógica. La afirma-
so (ferrocarriles, fusiles de percusión, te-
ción de que la realización social ha llega-
léfonos, telégrafo, etc), y sufrió las impli-
do aproximadamente a su culminación
caciones sociales del mismo. La situación
se ve confirmada por la instauración del
actual se caracteriza por el hecho de que
Estado social, [que también puede consi-
la realización social ha llegado práctica-
derarse como culminadqiSin embargo na-
mente a su culminación, mientras que la
da sería más falso que considerar que con
realización técnica, a causa de la enorme
la culminación de la realización social se
aceleración y aumento de intensidad que
producirá una situación más firme de las
ha experimentado en las últimas décadas
circunstancias políticas, opinión ésta que,
se ha convertido en el fenómeno predomi-
dados los frecuentes ataques al inmovilis-
nante. Si hace aún algunos años la ten-
mo del Estado social, podría servir de ba-
dencia hacia la realización social podía
se a una concepción incorrecta. Sabemos
considerarse como la fuerza motriz polí-
que están en marcha cambios extraordi-
tica más importante, hoy su lugar es ocu-
narios en las relaciones humanas, cam-
pado por la técnica.
bios que afectarán hasta la raíz incluso a
las formas organizadas de convivencia hu- En este cambio de prioridades se hace
mana. evidente una peculiaridad característica
El motor de tales cambios no será, co- de la realización técnica. La técnica re-
mo anteriormente, la realización social, suelve sólo problemas técnicos, no socia-
sino la realización técnica. Con ello apare- les ni políticos. Pero tiene implicaciones
ce una incertidumbre de cara al futuro. políticas y sociales y, a causa de tales im-
Pues, mientras que la realización social ha plicaciones, cambia las condiciones de las
sido comprendida, ordenada en categorías que los problemas políticos y sociales de-
y analizada hasta en sus últimas consecuen- rivan. Elimina problemas no por su reso-

47
46
lución, sino por superación, convirtiéndo-
los en obsoletos. Ciertamente sería posible
aferrarse a la opinión de que los procesos
sociales son irreversibles, que las conquis-
tas sociales ya no pueden combatirse. Pe-
ro el peso de tal afirmación es mucho más
débil que anteriormente, desde que el ám-
bito técnico se ha convertido en el esce-
nario donde se producen los sucesos más
trascendentales, desplazando al ámbito
de lo social.
Otra peculiaridad esencial a la técnica
es su afinidad con el poder. Tal peculia-
ridad reside en la participación de la téc-
nica en la producción de armamentos y
la dirección de operaciones militares, evi-
dente desde el descubrimiento de la pól-
vora hasta la desintegración del átomo.
Pero no se trata sólo del poder militar. La
realización técnica —con diversas peculia-
ridades en cada caso—, configura diferen-
tes relaciones de poder. Y hay que recal-
car que el factor operante es la técnica,
y no (como a veces se afirma) el medio
económico por el que se realiza. Pues, en-
tre las realizaciones técnicas de los países
capitalistas y las correspondientes de paí-
ses socialistas no hay diferencia alguna.
48
La relación de los avances técnicos con el
poder se manifiesta en su falta de libera-
lidad, como veremos más adelante. Expre-
siones como monopolización, dominio de
mercados, manipulación, muestran rela-
ciones de poder mediadas por la técnica.
Incluso en los tan traídos y llevados «im-
perativos objetivos» está presente el fe-
nómeno del poder.
La comprensión correcta de la técnica
se ve dificultada por dos errores. Por una
parte existe la extendida idea de que los
nuevos descubrimientos de la técnica ser-
virán para la satisfacción de necesidades
preexistentes, como ocurrió en el caso de
las herramientas de trabajo, el torno del
alfarero, el telar o la imprenta de Gu-
tenberg (3). (Naturalmente, esto también
(3) Ver el importante ensayo de KURT HUEBNER,
«Von der Intentionalitat der modernen Technik», en
Sprache im technischen Zeitalter, núm. 25, enero/
marzo 1968, págs. 27 y ss. Sobre las características
de la técnica moderna, indica: «Esta ya no recibe
instrucciones del conjunto de necesidades que están
fuera del ámbito estrictamente técnico. La técnica,
podría decirse, ya no es un sirviente de la cultu-
ra, aceptando las tareas que se le confían y satis-
faciendo sus necesidades, sino que determina ella
misma sus tareas y despierta sus propias necesida-
des, necesidades que nadie hubiera sospechado an-
teriormente. Se ocupa de la investigación metódica
y sistemática del inagotable campo que constituyen
49
4
se ha dado en tiempos de más elevado de-
sarrollo técnico, como prueba el descu-
brimiento de la cerradura automática.) Ni
el descubrimiento del automóvil con mo-
tor de explosión, ni el del avión, el cine, la
radio o la televisión han venido a satisfa-
cer una necesidad preexistente. Por el
contrario, estos descubrimientos han des-
pertado nuevas necesidades por medio de
las cuales han podido aparecer las condi-
ciones económicas previas a su produc-
ción en serie. Gran parte del poder modi-
fcador de la técnica reside en su capaci-
dad para despertar necesidades que no
pueden ser denegadas, lo que por otra par-
te constituye otra de las formas del lla-
mado «imperativo objetivo».
El segundo error es el marxista: el in-
tento de comprender la técnica desde el
punto de vista de las relaciones de pro-
ducción. Está claro que tal opinión se
aproximaba a la realidad del desarrollo
el dominio de la naturaleza y los objetivos técnicos:
se ha dado la regla de investigar y probar todo lo
hasta ahora intocado. Ya no queda nada del espí-
ritu de la técnica de otros tiempos.» Hübner indi-
ca al respecto: «que hoy en los Estados Unidos la
mitad de la fuerza de trabajo produce y vende ob-
jetos que eran completamente desconocidos a prin-
cipios de siglo».
50
técnico durante el siglo xix. Las creacio-
nes de la técnica en esta época se dirigían
fundamentalmente al desarrollo de má-
quinas e instrumentos de producción
más efectivos. Su relación con el trabajo
era más estrecha de lo que es actualmen-
te. Así, para Marx los conceptos funda-
mentales de su sistema fueron los de tra-
bajo, división del trabajo y alienación, por
un lado, y capital, explotación y plusvalía,
por otro. La técnica en sí no era su tema.
Esto es hoy claramente visible después de
que la técnica se ha liberado de su vincu-
lación a los medios de producción (4).
Por ello hay que coincidir con la afirma-
ción de George Friedrich Jünger en el
sentido de que Marx no había comprendi-
do la esencia de la técnica (5).
De tales consideraciones se deriva una
nueva luz sobre un pensador francés, que
hasta ahora ha permanecido a la sombra
de Karl Marx, y al que —quizá equivoca-
(4) Es evidente, sobre todo, que la técnica ha
tomado como objeto al mismo hombre en forma
progresiva. Sería absurdo seguir queriendo expli-
car esto por medio de las relaciones de produc-
ción.
(5) Die Perfektion der Technik, 5.a ed., 1968, pági-
nas 208 y ss.
51

mente— se le ha atribuido el papel de
precursor: Claude-Henri de Saint Simón.
No faltan indicios que muestran que Saint
Simón se hallaba en la correcta dirección
científica en mayor medida que sus pre-
decesores. Nada menos que Raymond
Aron (6) ha planteado la cuestión de si la
historia no ha emitido ya su veredicto, y
si ha condenado al marxismo y ha dado la
razón a Saint Simón. Raymond Aron ha
dejado la pregunta incontestada, pero es
característico de la situación el que se ha-
ya formulado de tal modo.
Saint Simón, por debajo de Marx en el
plano intelectual, sin duda alguna, tenía
una idea básica, idea que reflejó en su ac-
tividad literaria y que expuso en repeti-
ciones interminables, casi idénticas, en la
forma de cartas abiertas a la Corona, los
miembros del Parlamento y aquellos a
quienes él llamaba «industriales». Se tra-
taba de una forma de comprender la téc-
nica y su futuro papel en el ordenamien-
to político francés. Tal comprensión cul-
minaba en la propuesta de que los asun-
tos políticos se confiasen a los industria-
(6) Fortschritt ohne Ende?, 1970, pág. 32.
52
les y a los inventores, a los representan-
tes de las «sciences de l'observation».
Proponía a la Corona que se vinculase a
los representantes de la técnica, porque
tenía la convicción de que los intereses de
los Borbones coincidían con los de tales
representantes, y de que solamente en tal
forma los Borbones estarían en condicio-
nes de defenderse del feudalismo napoleó-
nico (7).
Actualmente es imposible alcanzar tal
objetivo, porque no hay ya industria-
les inventores, tal como Saint Simón los
concebía, y han sido sustituidos por di-
recciones de empresas y laboratorios en
que un sinnúmero de científicos se ocu-
pan del progreso técnico. Los que son dig-
nos de atención hoy son no los fines pro-
puestos por Saint Simón, sino sus argu-
mentos.
Mientras que Marx consideraba la divi-
sión social que sucedió a la caída del feu-
dalismo como una división de clases, ba-
jo las condiciones creadas por el capita-
lismo, Saint Simón veía el desarrollo de
la técnica como la iniciación de una si-
(7) Oeuvres de Claude Henri de Saint Simón, Pa-
rís, 1869, vol. 3, pág. 25.
53
tuación social nueva y definitiva. Su su-
perioridad sobre Marx reside en que con-
sideraba a la técnica como algo nuevo y
sin precedentes. La natural consecuencia
de esto fue el relativamente escaso inte-
rés de Saint Simón y sus seguidores por
los problemas sociales.
«Los saintsimonistas han previsto el de-
sarrollo de la economía mundial, pero no
el desarrollo de la lucha de clases. Junto
a su participación en empresas comercia-
les e industriales a mediados de siglo, se
encuentra su desvinculación de las cues-
tiones que atañen al proletariado» (8).
La obra de Saint Simón que refleja más
apretadamente su pensamiento lleva el tí-
tulo: «Considératons sur les mesures á
prende pour terminer la révolution», y
se halla expuesto en forma de cartas di-
rigidas a «messieurs les agriculteurs, ne-
gociants, manufacturiers et autres indus-
triéis qui sont membres de la Chambre
de Deputés». Consideraba que la revolu-
ción estaba inacabada, porque no había
cumplido plenamente su misión históri-
(8) Walter Benjamín, «París, die Hauptstadt des
XIX. Jahrhunderts», in Illuminationen, Gessamelíe
Schriften, 1961, pág. 185 y ss.
54
ca: completar (en el marco de la ley de
los tres estadios) el paso de la época me-
tafísica a la época positiva. Habían cam-
biado los detentadores de poder y las for-
mas de denominación, pero el Estado, el
sistema de dominación, sobrevivía. Cul-
pables de ello eran los revolucionarios
que habían dejado, como anteriormente,
los asuntos de estado a los juristas, ase-
sorados por los metafísicos. Su polémica,
incansable y áspera, se dirige contra legis-
tas y metafísicos. Reprocha a los juristas
el que sólo entiendan de formas y proce-
dimientos, sin comprender nada de la rea-
lidad de las cosas. «Tant que ce seront les
légistes et les metaphysiciens qui dirige-
ront les affaires publiques, la révolution
n'atteindra point son terme.» (9).
En la técnica, en la actuación de los in-
dustriales o de los sabios (como él llama-
ba a los representantes de las «sciences de
l'observation») vio él surgir algo nuevo,
una comprensión de la realidad que había
dejado atrás toda la teología y la metafísi-
(9) Mientras los legistas y metafísicos sean quie-
nes dirijan los asuntos públicos, la revolución no
habrá alcanzado su objetivo, Oeuvres, t. III, pá-
gina 36.
55
ca, y cuya superioridad quería transplan-
tar a la vida pública (10).
No es necesario referirnos más amplia-
mente a las teorías de Saint Simón. Su
significado reside en que en ellas apare-
cen por primera vez concepciones de gran
importancia para la comprensión de la
técnica. En primer lugar, el reconocimien-
to de la especificidad y falta de prece-
dentes históricos de la técnica moderna.
Además, la concepción de que en la épo-
ca técnica culmina la historia supone el
pensamiento eminentemente moderno del
fin de la historia. Y, finalmente, la per-
cepción de la incompatibilidad de técnica
y Estado en su forma ya superada, repre-
sentada en aquel tiempo por los juristas.
En suelo alemán también se dio la per-
cepción de que con la técnica se iniciaba
una nueva época. Esto ocurría unido a la
(10) Es característica su nota sobre el derecho
al voto: «¿Por qué no se proclama que los france-
ses que pagan mil francos de contribución directa
son los más aptos para hacer descubrimientos en
química, mientras que se establece, en el fondo,
un principio absolutamente parecido para la polí-
tica, que es, sin embargo, mucho más difícil y
más importante que la química? ¿Por qué? Por-
que las condiciones necesarias para ocuparse de la
química son claras, y las relativas a la política no
lo son.»
56
convicción de que con Hegel la filosofía
y la metafísica habían acabado. De tal
convicción es representante^ Bruno Bauer,
que estaba seguro del fin de la metafísi-
ca: «La catástrofe de la metafísica es in-
negable» (11). «Si Europa se ha liberado
de la metafísica para siempre, la meta-
física se ha destruido a sí misma median-
te la crítica, y ya nunca habrá de nuevo
un sistema metafísico —es decir, uno qué
sea digno de ocupar un lugar en la histo-
ria de la cultura— de la misma forma que
nadie, tras Beethoven, compondrá una
sinfonía, es decir, una sinfonía con conte-
nido artístico y significación histórica.»
Las siguientes palabras podrían haber si-
do escritas por Saint Simón:
«Los pueblos que finalmente quieren
ponerse en pie, dominando la naturaleza,
necesitan únicamente del ingeniero, que
asienta empresas industriales sobre nue-
vos y eficaces principios, o domina difi-
cultades temidas hasta el presente, gra-
cias al desarrollo de los medios de comu-
nicación: en este hombre los pueblos de-
(11) Russland und das Germanenthum, 1859. Es-
tas y las siguientes citas están tomadas del capí-
tulo «Das Ende der Philosophie», págs. 44 y ss.
57
positan su confianza, en su práctica lu-
cha contra el tiempo y el espacio: pero
no tienen ni tiempo ni ganas para escu-
char las discusiones de los filósofos so-
bre el concepto de espacio y tiempo, o
para interesarse sobre el talento con que
saben elaborar el paso de la Idea a la
Naturaleza.»
Esto responde a la lógica de la realiza-
ción técnica, y por otra parte está en con-
cordancia con una mentalidad muy exten-
dida a mediados del siglo pasado. El con-
flicto entre la realización técnica y el
concepto de Estado, de que Saint Simón
se ocupó perseverantemente, no era cono-
cido aún.
No es la intención de estas reflexiones
previas el intentar siquiera dar una vi-
sión creadora sobre la esencia de la téc-
nica. Cuestiones propias de la crítica de
la cultura, como las que han formulado
F. Jünger (12) y Otto Veit (13) sobre la
técnica, están tan fuera de su intención
como la teologización de la técnica inten-
(12) Die Perfektion der Technik, passim.
(13) Die Tragik des technischen Zeitalters.
Mensch und Maschine im 19. Jahrhundert, 1935.
58
tada por Friedrich Dessauer (14). Aquí se
trata solamente de mostrar aquellas ca-
racterísticas de la técnica relevantes para
la comprensión del Estado de la sociedad
industrial. Finalmente, indicaremos lo
que sigue. El optimismo progresista, agen-
te originario del progreso técnico, no ha
sobrevivido al siglo xix. A pesar de ello,
la realización técnica ha reanudado su ca-
mino con redoblada fuerza. Si se acepta
actualmente que la técnica no puede com-
prenderse desde el punto de vista de la
satisfacción de las necesidades, se mantie-
ne la cuestión sobre el sentido y «telos»
del proceso técnico. A tal cuestión hay so-
lo una respuesta: el proceso técnico se
produce por su propia voluntad. Tal afir-
mación es válida en el ámbito socio-polí-
tico. Aclaraciones antropológicas, psicoló-
gicas, fisiológicas o similares de tal hecho,
cuya legitimación desde luego no puede
ponerse en duda, no tienen interés en re-
lación con las reflexiones hechas aquí.
(14) Philosophie und Technik, 1927.
59
 REALIZACIÓN TÉCNICA Y ORDEN
POLÍTICO

De esta manera se ve claro el sentido

con que hay que plantear la pregunta por
la relación entre realización técnica y or-
den político (Estado). Cabe imaginar tres
posibilidades:
Primera: El Estado se identifica con la
técnica. Esta identificación —que natu-
ralmente es más que la utilización de me-
dios técnicos por el Estado— se conside-
ra absolutamente posible desde el punto
de vista de la técnica. La técnica se en-
cuentra con su afinidad hacia el poder y,
como carece de toda finalidad fuera de si
misma, se convierte fácilmente en instru-
mentable. Según ésto, «identificación del
Estado con la realización técnica» signi-
ficaría que el Estado se hace señor y pro-
motor del proceso técnico.
Segunda: El Estado, como expresión y

61
garante de un orden político concreto cu-
yo origen nada tiene que ver con la técni-
ca, define el marco dentro del que, va a
desarrollarse la realización técnica, lo
que no excluye el sometimiento del orden
político a las exigencias técnicas.
Tercera: El Estado deja vía libre al de-
sarrollo técnico, limitándose a aquellas
funciones (como las relaciones exteriores,
la protección del orden jurídico, la poli-
cía, la educación, la solución de los con-
flictos sociales, etc.) que la sociedad in-
dustrial no quiere, no debe o no puede
asumir, cumpliéndolas en consonancia
con las necesidades o conveniencias crea-
das por la realización técnica. El Estado
pasa entonces a ser una función comple-
mentaria de la sociedad industrial.
La identificación del Estado c o n la
técnica es posible de dos maneras: o bien
mediante el traspaso de los asuntos del
Estado (o cuando menos de su dirección)
a los técnicos^ o bien mediante la inordi-
nación del proceso técnico en los fines del
Estado, como medio de autorrealización
de éste.
La primera forma de identificación se
encuentra descrita h a s t a el detalle en
62
Saint Simón. Su carácter utópico salta a
la vista. Saint Simón no solamente desco-
nocía el elemento de poder subyacente a
la técnica, sino que también carecía de la
más mínima noción de esa rigurosa premi-
sa que es la libertad humana. La liber-
tad, siempre relativa, sólo se puede con-
cretizar en el interior de una ordenación
firmemente establecida y sólo allí encuen-
tra posible salvaguardia. Dentro de un
proceso dinámico, tal como Saint Simón
entendía la expansión industrial, la liber-
tad se convierte por fuerza en un mero ac-
cidente de la fortuna.
Por ello, la identificación del Estado
con la técnica significaría, en cualquiera
de las maneras, necesariamente la nega-
ción de la libertad individual. Las socie-
dades comunistas han realizado, conse-
cuentemente y al punto, esta identifica-
ción. Con, ello se han apropiado de la téc-
nica como elemento de poder, fortalecien-
do así su propia capacidad de poder. Pe-
ro no sólo ésto. La historia del bolchevis-
mo ofrece un expresivo ejemplo de la sig-
nificación que puede alcanzar la técnica
para la consolidación de un sistema po-
lítico, el bolchevismo en este caso. En su
63
discurso del 7 de enero de 1933 ante el
Comité Central del Partido Comunista de
^a Unión Soviética sobre los resultados
del primer plan quinquenal citaba Sta-
'in (1) las siguientes frases de Lenin:
Y Mientras que vivamos en un país de pe-
queños campesinos, existe en Rusia umi
base más firme para el capitalismo que
r>ara el socialismo. Esto no hay que olvi-
darlo. Todo aquel que observe la vida en
"\ campo y la haya comparado con la vi-
da de la ciudad sabe que no hemos arran-
cado las raíces del capitalismo y que no
hemos privado al enemigo interno de su
base, de su fundamento. Este enemigo lo-
gra sostenerse gracias a la pequeña ex-
plotación y para arrebatarle su base sólo
hay un medio: situar la economía de la
nación, y también la agricultura, sobre los
principios de la moderna producción en-
masa... Sólo entonces, cuando el país es-
té electrificado, cuando la industria, lo c
transportes y la agricultura hayan alcan-
zado modernos niveles técnicos gran-in-
dustriales, sólo entonces habremos triup
(1) STALIN, Cuestiones del leninismo, Berlín-Es-
te, Í951, págs. 439 y ss. El libro contiene, ademán
de esta cita, gran cantidad de material oportuno.
64
fado definitivamente». Este es un ejemplo
que habla por sí mismo sobre la instru-
mentalidad de la moderna técnica.
De la identificación con la técnica ha
surgido un nuevo tipo de Estado que, de
una parte, ha obtenido nuevas fuerzas en
su fusión con la técnica, ausentes en el
Estado de viejo cuño, pero que, de otra
parte, se halla también expuesto a peli-
gros que no acechan a éste.
Los Estados Unidos se han identificado
con la técnica en dos campos: en el de la
energía nuclear y en el de los vuelos es-
paciales. El desarrollo de los armamentos
nucleares, promovido por el mismo Esta-
do, puede quedar al margen de nuestra
consideración, en cuanto que está forza-
do por la guerra. De todas maneras, es
notorio y, para nuestro conocimiento de
las esencias de la técnica, ilustrativo, el
hecho de que sea a un cálculo militar a]
que le tengamos que agradecer el apro-
vechamiento de la energía nuclear, cuyo
alcance no podemos aún valorar en su
justa medida.
En la aventura espacial la premura de
una investigación de grandes dimensiones
ha superado un umbral más allá del que
65
5
las potencialidades financieras, de perso-
nal y de todo tipo de, incluso, las gran-
des empresas privadas no han crecido lo
suficiente como para responder a las exi-
gencias planteadas por la técnica, espe-
cialmente cuando un adecuado beneficio
económico, si acaso existe, no se dará, con
certeza absoluta, en un futuro previsible.
Un pensamiento político y económico de
cuño liberal obtendría de ello la conclu-
sión de que no habría que acometer la
ejecución de semejantes grandes proyec-
tos. La insuperable fuerza de la técnica
se muestra precisamente en que, al
margen de todo lo anterior, fuerza a su
realización. Aquí se presenta diáfanamen-
te la afinidad de la técnica hacia el poder.
Los Estados no podrían, o no irían a re-
nunciar a toda la potencialidad de poder
que se encierra en un proyecto técnico de
tan grandes dimensiones. En este sentido,
los éxitos obtenidos por la investigación
espacial contribuyen de manera esencial
al significado mundial de los Estados
Unidos, que tampoco escapan, sin embar-
go, a las consecuencias que resultan ine-
vitablemente de la identificación con la
técnica. Mediante reglamentaciones q u e
66
descansan en el consenso de los afectados
las libertades de las personas que traba-
jan en los terrenos de la energía nuclear
y de la navegación espacial se han visto
drásticamente recortadas.
Aún no se puede apreciar si se trata de
casos singulares de una imposición de ia
identificación con la técnica, si son casos
que se limitan a los Estados con influen-
cia mundial o si incluso en Estados pe-
queños la tendencia conducirá a solucio-
nes correspondientes, pero todo parece
indicar que la gran investigación, desa-
rrollada en tan enormes proporciones,
quedará reservada a unas pocas grandes
potencias y que sus resultados fortalece-
rán, cuando no cimentarán por completo,
la actual estructura mundial del poder.
Si es cierto, como arriba indicamos, que
la técnica no puede ser entendida desde
la perspectiva de la liberación de las ne-
cesidades realmente existentes y que el
proceso técnico sólo se desenvuelve en
virtud de sí mismo, sin atender a ningún
otro orden de razones, entonces ha de ser
la técnica por fuerza indiferente ante lo
humano. Pues sólo en la medida en que
la técnica libera de necesidades presentes,
67
lo que naturalmente también puede ocu-
rrir, se pone en relación con las necesida-
des del hombre. Pero en cuanto que la
técnica despierte ella misma necesidades
—y para ello dispone del enorme aparato
de la publicidad— ejerce un poder que in-
fluye en la adaptación del hombre a su
ambiente, transformado por la técnica, y
que en un futuro previsible a juzgar por
los resultados de la investigación genéti-
ca, transformará al hombre mismo. Nadie
debería arriesgarse a afirmar que la fina-
lidad inmanente del proceso técnico se
encuentra en situación de armonía pre-
establecida con el bienestar tanto de los
individuos como de los pueblos.
Esta comprensión suscita la pregunta
por una instancia que no abandone el pro-
ceso técnico a las condiciones inmanen-
tes de su propio desenvolvimiento, sino
que le establezca las fronteras que decre-
tan las necesidades de una ordenada con-
vivencia humana (2). En las actuales cir-
cunstancias sólo el Estado puede erigirse
(2) Con esto se dice lo más importante de la te-
cera posibilidad de la relación del Estado con la
técnica, de manera que sobran otras considera-
ciones.
68
en dicha instancia. Con ello aparece aque-
lla responsabilidad de la que se trató, an-
teriormente, en el capítulo^ dedicado a
«Estado y sociedad». Allí se evitó la certi-
ficación de fallecimiento del Estado, no
menos que todo aquello que también pu-
diera dar pie a previsiones demasiado op-
timistas.
De la satisfacción de esta tarea depen-
derán las oportunidades de supervivencia
en la estructura resultante. Esta es la si
tuación que los políticos aún no han en-
tendido, y que se encuentra más allá de
una Ciencia del Derecho del Estado
(«Staatsrechtswissenschaft») encogida en
Ciencia del Estado de Derecho («Rechts-
staatswissenschaft») que desarrolla su
contenido en estructuras normativas.
Las dificultades a que se ve expuesta la
República Federal en su lucha por el do-
minio de esta tarea, suponiendo que la
ha aceptado, son de hecho extraordina-
rias. La técnica, como ya se ha resaltado,
es un fenómeno de poder. Quien se acer-
que a ella intentando ponerle límites ne-
cesita del mismo, cuando no de superior,
poder. Dicho de otra manera: se necesita
de un Estado que no se agote en ser un
69
perfecto Estado de Derecho. Tal Estado
no tendría que dejar de ser Estado de De-
recho, sino que debería entender su con-
dición de tal como el ropaje en que se
viste la estatalidad como un poder real,
presente y soberano. Que la República Fe-
deral no representa un poder real, sobera-
no, no ofrece ninguna duda. Que aún se
pueda regenerar como Estado es algo que
resultará decisivo a largo plazo para su
propia supervivencia.
La técnica, que atrae hacia sí a la inte-
ligencia superior y la emplea para sus fi-
nes, tiene unos efectos transformadores
de las mentalidades. Cuando mayor es la
intensidad con que se desenvuelve el pro-
ceso técnico, y esta intensidad crece ma-
nifiestamente por momentos, tanto más
fuerte es la demolición de contenidos y
tradiciones espirituales. Una mirada al
mundo de la educación o a la situación in-
terna y externa de las Iglesias enseña has-
ta qué punto ha avanzado esta demoli-
ción. Este desarrollo agita los fundamen-
tos del Estado. Pues el orden político, que
se representa en el Estado, tiene necesi-
dad del fundamento espiritual y de su
confirmación por el común de los ciuda-
70
danos. La inseguridad del Estado es pa-
tente.
Distinto es el caso de la sociedad indus-
trial. No necesita ésta los fundamentos
espirituales inexcusables para el Estado.
Funciona bajo la premisa de que se res-
peten determinadas reglas que surgen del
convencimiento de que cada grupo y ca-
da individuo están encadenados a la
prosperidad del todo; no exige virtudes
en el viejo sentido, sino sus modernos de-
rivados, como lealtad, solidaridad y adap-
tación. Si se dan estos presupuestos, co-
mo es (todavía) el caso de la República
Federal, la sociedad industrial resulta en-
tonces extremadamente estable. El Esta-
do participa también en cierta medida de
esta estabilidad. La moderna práctica es-
tatal ha elaborado formas que sirven pa-
ra hacer útil la estabilidad social a los
fines del Estado.
La realización técnica ha creado situa-
ciones sociales y ha desatado procesos
que ya no se pueden captar con las imá-
genes y los conceptos de la realización so-
cial. Los penetrantes intentos de actuali-
zar el marxismo —cuya adecuación a su
momento histórico no se puede discutii
71
(sin que esto implique profesión de fe
alguna)— mediante su enriquecimiento
por el pensamiento de Sigmund Freud, o
en cualquier otra manera, quedan más allá
del umbral que el desarrollo hace tiempo
ya que ha superado y son, por consiguien-
te, escaramuzas en la retaguardia. «Nada
se parece menos a la sociedad capitalista,
tal y como Marx la describió poco antes
de la gran transformación, que la socie-
dad industrial del Occidente al comenzar
el último terció del siglo xx» (3).
Valga una indicación para justificar la
insuficiente adecuación del instrumenta-
d o lógico del marxismo. El concepto de
propiedad, que tiene una significación pri-
mordial en la argumentación de K a r 1
Marx, hace tiempo que ha dejado de ser
aquel derecho absoluto, como Marx —de
acuerdo con el pensamiento jurídico de su
época— lo comprendió. La posibilidad,
implícita en la propiedad, de actuar a dis-
creción con la cosa pertenece, en la medi-
da que se trata de medios de producción,
hace tiempo a la historia. Para las condi-
ciones de la producción industrial (y más
(3) RAYMOND ARON, Fortschritt ohne Ende, 1970,
página 31.
72
aún para las sociedades de capital, aquí
dominantes) el concepto de propiedad no
tiene más significación que la de una, por
lo demás necesaria, ordenación técnico-
jurídica. La producción industrial, junto
con las condiciones del mercado, está su-
jeta cada vez más a amplia regulación es-
tatal. La realización técnica se encuentra
en plena marcha y en estado de progresi-
va aceleración. Previsiones de futuro de-
jan entrever progresos técnicos, cuyos
efectos sobre la vida individual se esca-
pan a cualquier apreciación (4). La fase
actual del desarrollo muestra todas las
características de la transición En estas
circunstancias no puede haber fórmulas
y conceptos espirituales para una nueva
y mejor ordenación política y social que
no sean utópicas. Intentos de ofrecerlos
no pasan de la negatividad de la mera
protesta. Richard Lowenthal (5) ha mos-
trado viva y convincentemente el camino
de la izquierda hacia la utopía. Este cami-
no se caracteriza por el desprendimiento
(4) Cfr. a ese respecto ARNOLD BUCHHOLZ, Die
grosse Transformation, 1968, pág. 56 y ss.
(5) Der Monat, núm. 251 (Agosto de 1969), pá-
gina 71 y ss.
73
de las precondiciones económicas y so-
ciales, sin las que —según Marx— no son
realizables ni el socialismo ni la sociedad
sin clases. La pérdida de esta referencia
a la realidad tenía que hacer, como lo des-
cribe Lówenthal, acabar a la izquierda ra-
dical moderna en un utópismo absurdo.
Esto es absolutamente cierto. Ahora bien,
habría que añadir que esta pérdida de la
realidad es obligada. Puesto que desde la
perspectiva de las concepciones marxis-
tas, o de otras apresadas en la realización
social, ya no es posible la intervención en
la realidad político-social actual, impreg-
nada decisivamente por la realización
técnica, toda actividad político-espiritual
se encuentra en una precaria situación:
mientras el proceso de demolición de los
contenidos espirituales tradicionales a
través de la realización técnica diluye
más y más los lazos con el pasado, conti-
núa prohibida la pulsación del futuro. Así
se acaba en utopistas. A partir de aquí se
puede entender la preocupación, muy ex-
tendida y puesta de moda, de deparar a
la utopía un alojamiento científico. Pero
basta con percatarse de esta situación pa-
ra saber qué hay que pensar de todo ello.
74
En un mundo tan «cientificado» nada le
resulta m á s difícil evidentemente a la
técnica que reconocer las fronteras más
allá de las cuales debería enmudecer.
Este es, esbozado en grandes líneas, el
ambiente espiritual de la República Fe-
deral en cuanto Estado. No es precisa-
mente como para despertar optimistas ex-
pectativas ante el futuro. De todos modos,
al enjuiciar las posibilidades de supervi-
vencia del Estado (entendido, en este con-
texto, en su forma habitual) no se debe
pasar por alto la muy importante fun-
ción que ahora y siempre le corresponde
al Estado en la esfera pública. Las re-
laciones exteriores, la protección del or-
den jurídico, las funciones de administra-
ción interna anteriomente calificadas de
policía, y la administración de la educa-
ción siguen siendo tan indispensables pa-
ra la «esfera pública» como antaño. Co-
mo más tarde desde Max Weber, conoce-
mos la importancia de una administra-
ción burocrática actuando normativamen-
te, en cuanto vinculada a la legalidad y
como necesario complemento de econo-
mía y sociedad. La sociedad industrial se-
ría incapaz de sobrevivir sin una transfor-
75
mación social así realizada. La necesidad
de regulaciones legal-normativas por par-
te de la sociedad es enorme y su continua
satisfacción la cruz permanente del mo-
derno procedimiento legislativo.
No hay así ausencia de una actuación
del Estado para dar vida, y aun imponer,
a una voluntad propia, dando por supues-
to que tiene una voluntad, encaminada
hacia la libertad y el bien común. El Es-
tado está situado bajo la presión combi-
nada de la realización técnica y de la so-
cial. Objetivo de las siguientes reflexio-
nes y análisis es exponer las transforma-
ciones que han experimentado las cons-
tituciones democrático-parlamentarias del
Estado de Derecho y cómo ello repercute
en la particularidad del Estado de la so-
ciedad industrial.
76
LA AUTORREPRESENTACON DEL
ESTADO Y SU FINAL
«Tendencia a la educación, forta-
lecimiento de la búsqueda del propio
interés, y esto en un Estado que no
descansa sobre el interés, sino sobre
la obediencia».
De una carta del Conde de Yorck a
Dilthey, de 22 de octubre de 1890.
El Estado, según una famosa expresión
de Max Weber, vive de la oportunidad de
encontrar acatamiento para sus ordenan-
zas. Dicho de otra manera: está abocado
a la obediencia de los ciudadanos. Los
motivos que induzcan al ciudadano a
prestar esa obediencia pueden ser de muy
diferente naturaleza. Las dictaduras fuer-
zan a la obediencia en cuanto que la si-
túan bajo la sanción de drásticas penali-
zaciones. Cuanto más liberal es un Esta-
77
do, más se ve en la necesidad de obte-
nerla del asentimiento condescendiente y
cívico de cada individuo. El rendimiento
de obediencia se convierte así en un acon-
tecimiento ético. La pretensión de obe-
diencia por parte del Estado es también,
pues, una pretensión ética. Para poder
elevar una semejante pretensión se pre-
cisa de una autorrepresentación espiri-
tual y ética del Estado.
Se podría pensar que estos son argu-
mentos concluyentes. Sin embargo, en el
caso de la historia política alemana las
circunstancias son especiales. A los ale-
manes les ha sido más difícil que a otros
pueblos, por ejemplo que a los franceses,
imaginar la unión entre Estado, Espíritu
y Moralidad («Sittlichkeit»). Cuando el
Espíritu, liberado en el Renacimiento y la
Ilustración, emprendió su camino victo-
rioso, Francia ya era un Estado fundido
en lo más brillante de su poder, al que
le estaban entrañablemente unidos el Es-
píritu y las Artes. Moliere, Corneille y Ra-
cine, los clásicos franceses, eran poetas
de la Corte. La Academia Francesa, fun-
dada por Mazarino en 1644, reunía a la
élite de la vida intelectual francesa. Esta
78
unión de Estado y Espíritu no sólo ha
afectado al Estado, sino que .también ha
dejado su propio cuño en la vida espiri-
tual de Francia.
En Alemania todo era muy distinto.
Cuando en la segunda mitad del si-
glo xvin, impulsada principalmente por
las capas burguesas, tomó auge la vida
espiritual, Alemania se encontraba políti-
camente quebrada en un sin fin de peque-
ños dominios. La vida espiritual incipien-
te no podía encontrar así ningún apoyo
en el Estado, de manera que las ansias,
esperanzas y expectativas políticas allí en-
cerradas corrieron hacia el vacío.
«¡Oh, alemanes! Formar una nación, co-
mo esperáis, es vano. / Realizaros, en su
lugar, como Hombres, que está a vuestro
alcance», se dice en los «Epigramas mo-
derados», y Schiller hizo terminar su poe-
ma «La llegada del nuevo siglo» con los
versos: «Desde el impulso de la vida / hu-
ye a los ámbitos tranquilos del corazón. /
Libertad sólo existe en el reino del ensue-
ño, / y lo bello sólo florece en su cántico.»
Estado y Espíritu no se encontraron
así, como no podía ser de otra manera,
en el momento del florecimiento de la vi-
79
da espiritual alemana. Los dinámicos su-
cesos de la época de Napoleón no modifi-
caron el panorama en absoluto, y la mis-
ma cuestión constitucional, en la primera
mitad del siglo xrx, ha contribuido lo su-
yo a hacer más difícil un acercamiento
mayor entre Estado y Espíritu.
Apolítica (cuando no antipolítica) en
sus comienzos, la vida intelectual alema-
na ha tomado un sesgo apolítico en vir-
tud de la misma ley con que había co-
menzado. Las estériles antítesis de Esta-
do y Espíritu, Derecho y Moralidad, a las
que con tanta pasión se había entregado,
constituyen un buen ejemplo en este sen-
tido. Son típicos temas de oposición, sur-
gidos al calor de la oposición en que la
burguesía alemana de la primera mitad
del siglo xix tuvo que consumir sus mejo-
res fuerzas espirituales. El esteticismo se
convirtió en la segunda mitad del siglo en
el terreno abonado de donde surgiría el
sentimiento antiestatal. Se formaron así
tradiciones que continúan hasta la actua-
lidad. Por eso resulta más fácil en Alema-
nia que en cualquier otro país despertar
una apariencia de talento de escritor a
través de una actividad antiestatal.
80
Este hallazgo, solo descrito en sus lí-
neas generales, muestra un problema
fundamental al que se encuentra enfren-
tada la realización en suelo alemán de la
democracia liberal. Los sucesos después
del año 1918 dejaron pronto entrever que
el sentimiento antiestatal no distingue en-
tre monarquía y democracia parlamenta-
ria. La reconciliación no llegó, y la Repú-
blica de Weimar, dependiente de su auto-
representación espiritual y moral, se en-
contró aislada del Espíritu en mayor o
menor medida. El intento de los herma-
nos Mann y de otros, de salvar la Repú-
blica mediante una llamada al Espíritu en
los últimos años de vigencia de la Cons-
titución del «Reich» de Weimar, fue un
fracaso.
A esta experiencia siguió la dominación
nacional-socialista, que sobrecargó al má-
ximo la frágil relación entre Estado y Es-
píritu con unos resultados que alcanzan
a nuestros días. Ciertamente las cosas se
presentan de manera muy distinta a un
enjuiciamiento diferenciado de lo q u e
aparecen ante los ojos de una considera-
ción global, frecuentemente enturbiada
por las emociones. Pues la idea del Esta-
81
6
do total es muy sinuosa, cuando no fal-
sa (1). El Estado, ciertamente, ha delimi-
tado sus derechos soberanos con mayor
o menor amplitud según las circunstan-
cias y los pareceres de aquellos que le
regían. Pero el totalitarismo, que es un
principio (decidir soberanamente sobre
todo aquello que sucede dentro de las
fronteras del Estado y confiarlo a una
dominación absoluta), no ha sido cosa del
Estado, ni siquiera en la época del abso-
lutismo. Un principio semejante es incon-
ciliable con la esencia del Estado como
garante de la Ley y el Orden. Total sólo
puede serlo un partido que se haya en-
sanchado en movimiento popular. Al Es-
tado total sólo se llega cuando un movi-
miento total semejante ha conseguido
apoderarse del Estado e instrumentali-
zarle para sus fines. El Estado total es
una corrupción del Estado que reposa so-
bre su abuso.
La voluntad de evitar el surgimiento de
un nuevo totalitarismo está firmemente
asentada en la conciencia del pueblo ale-
mán, comprensiblemente. Pero la resque-
(1) Esto también es válido, particularmente, pa-
ra mi escrito Der totale Staat, 1933.
82
brajada relación con la estatalidad se orea
en nebulosas ideas sobre el peligro del to-
talitarismo. No se ha apercibido que el pe-
ligro del totalitarismo no puede estar en
el Estado, sino exclusivamente en el pue-
blo. Así se ve al Estado en los devocio-
narios particulares de la pequeña burgue-
sía intelectual adherido continuamente a
la sospecha del totalitarismo, mientras
que los arranques políticos en el interior
del pueblo son descritos, mientras no se
orienten a la derecha, en los rosados co-
lores de una democracia llena de v i d a .
¡Profundo desvarío!
Hay que recordar todo esto cuando se
trae a colación la pregunta por la auto-
rrepresentación espiritual y moral de la
República Federal. Para el jurista parece
lógico remitir a la Ley Fundamental, que
—de hecho— marca la impronta del Es-
tado mejor que lo hacían anteriores Cons-
tituciones. Comienza por una profesión
por los inalienables derechos humanos
(artículo 1.°) y la ley moral (artículo 2.°),
sean lo que sean al tenor de la publicísti-
ca de la actualidad. El orden democráti-
co-liberal es considerado como el núcleo
irreversible de la Constitución (arts. 18,
83
21 y 79). Más adelante prestaremos nues-
tra atención a lo problemático que se
han vuelto los conceptos aquí empleados,
de lo que resulta que la República Fede-
ral no se encuentra en condiciones de de-
finirse a través de estos conceptos de una
manera concreta y precisa.
Ahora bien, un Estado es siempre algo
más, por no decir algo distinto, que
las declaraciones normativas y concep-
tuales contenidas en su Constitución. Por
eso, en la situación de embarazo que he-
mos descrito no se debería excluir una
conciencia de Estado espiritualmente ins-
pirada. Que una tal conciencia se encuen-
tra en proceso de rápida desintegración
y que hoy en día, y en el mejor de los ca-
sos, sólo se podrían apreciar sus restos,
es algo que salta a la vista.
Era difícil esperar que la unión de
Espíritu y Estado, fracasada en la Repú-
blica de Weimar, se realizara bajo la Ley
Fundamental. Sin embargo, sigue siendo
notable que los representantes de la Re-
pública Federal, con la mirada clavada en
el milagro económico, ni siquiera lo ha-
yan intentado.
La autorrepresentación espiritual y mo-
84
ral del Estado no es una cuestión de la
simple transmisión de un .conocimiento a
los ciudadanos. Por eso, no se la puede
proporcionar en las clases de formación
social de los centros públicos de enseñan-
za, aun prescindiendo del hecho de que
se puede poner en duda que esa instruc-
ción sea adecuada a la extrema compleji-
dad del Estado moderno y que pueda pro-
porcionar, en consonancia, conocimientos
reales de éste. La autorrepresentación es-
piritual y moral del Estado requiere un
oponente, un destinatario que sea sensi-
ble a la pretensión allí elevada. Esta sen-
sibilidad no es innata. Despertarla y afian-
zarla en los jóvenes ciudadanos fue siem-
pre una tarea del sistema escolar y edu-
cativo del Estado.
No es sorprendente que este sistema
educativo se pudiera convertir en pocos
años en un campo de ruinas. En este ám-
bito ni el Estado ni los «Lánder», aquí
competentes, han sido capaces de ofrecer
algo espiritual. En su libro «Einsamkeit
und Freiheit» Helmut Schelsky llama la
atención sobre la circunstancia de que en
los años 1918-1933 se hicieron veinticinco
propuestas de reforma universitaria, to-
85
das ellas procedentes de los Ministerios
de Cultura de los «Lánder», mientras que
los años 1945-1960 arrojan la misma ci-
fra de proposiciones, pero ninguna de un
Ministerio de Cultura. Sólo las recomen-
daciones del «Wissenschafsrat» (a partir
de 1960), expresamente aceptadas y prac-
ticadas por los Ministerios de Cultura,
dieron un cierto perfil a la política uni-
versitaria de los «Lánder» hasta que fue
superada por los acontecimientos. En el
ámbito de la enseñanza primaria y media,
y en los restantes centros de formación,
la situación no es distinta.
Estos hechos muestran que la autorre-
presentación espiritual y moral del Esta-
do es cosa del pasado. Ni la Federación
ni los «Lánder» están en condiciones de
producirla, y, además, la sensibilidad ha-
cia ella se ha apagado en amplias capas
de la población, en los jóvenes especial-
mente. La situación es la misma en la ma-
yoría de los países de Europa Occidental,
a diferencia de los del Este de Europa,
donde los Estados, en unión con el mar-
xismo-leninismo, han conservado un per-
fil espiritual.
A pesar de ello, la República Federal
86
representa un estable sistema estatal. Es-
to demuestra que el Estado .de la moder-
na sociedad industrial no tiene necesidad
de la autorrepresentación espiritual y que
en consecuencia, tampoco la obediencia
que se le presta debe ser entendida como
un acto de satisfacción de un deber espi-
ritual y moral. La indetenible destrucción
de tradiciones espirituales que ha produ-
cido la mentalidad de la sociedad indus-
trial, ha eliminado tales representaciones
de la realidad. La estabilidad del Estado
de la sociedad industrial es de naturaleza
diferente.
La mentalidad que gobierna la socie-
dad industrial es un complejo fenómeno
cuya descripción no es posible ni necesa-
ria en este momento. Basta, más bien, con
destacar el sesgo que define la efectividad
de esta mentalidad en el Estado y en la
sociedad. Es la racionalidad orientada ha-
cia el propio interés. Esta mentalidad es-
tá en consonancia con su entorno. La so-
ciedad industrial es un producto minucio-
samente penetrado de racionalidad. La di-
ficultad de comprenderlo no estriba en la
insuficiente racionalidad, sino en la com-
plejidad de su entramado interno y en la
87
ingente suma de sus interdependencias.
Sin embargo, basta la capacidad de jui-
cio de un individuo que mediante su pro-
fesión ocupa un lugar en la sociedad pa-
ra saberse unido vitalmente a la integri-
dad del todo social y que esta integridad
no es pensable sin un Estado en funciona-
miento. Aquí entran en juego también los
efectos disciplinantes del moderno traba-
jo industrial, que condujeron a Ernst
Jünger en su libro «Der Arbeiter» (1923)
a comprender al trabajador como la for-
ma del siglo xx.
El Estado no solamente se aprovecha
de esta circunstancia, sino que vive de
ella. Su estabilidad la recibe de la socie-
dad industrial. Decir esto no supone nin-
gún desprecio. La estabilidad de la socie-
dad industrial apenas si se puede sobre-
valorar. Naturalmente, también tiene sus
peligros. Este destino lo comparte con to-
dos los sistemas políticos de la historia.
Sin embargo, los riesgos de la sociedad
industrial son, primariamente, riesgos es-
tatales. Con ello adquiere nuevas dimen-
siones la propensión del E s t a d o a la
crisis.
El Estado de la moderna sociedad in-
88
dustrial ya no es el Estado en su sentido
tradicional. Indudablemente, las exigen-
cias que tiene que satisfacer en los cam-
pos, pongamos por caso, de la política
coyuntural y monetaria y de la redistri-
bución social superan con mucho en co-
nocimientos técnicos y nivel intelectual a
lo que anteriores Estados eran capaces de
asegurar. De esto hay ejemplos innumera-
bles. Por otra parte, las posibilidades de
su efectividad se presentan de manera
distinta y más estrecha.
Estas posibilidades fueron aludidas en
nuestro vistazo hacia la política cultural
y educativa. El Estado de la sociedad in-
dustrial no es capaz de un impulso espi-
ritual porque ni siquiera se comprende a
sí mismo —ni se puede comprender— co-
mo un cuerpo de cuña espiritual. El que
su política de educación no sea más que
una política de formación a la medida de
las necesidades de la sociedad industrial
es algo absolutamente consecuente, s i n
que esto suponga una valoración de estas
necesidades. Cierto es que las exigencias
de esta formación superan con mucho a
las que podían satisfacer los antiguos cen-
89
tros de enseñanza, confiados a la tradicio-
nal administración cultural.
La frontera absoluta del Estado de la
sociedad industrial está caracterizada por
la situación-límite, es decir, por aquella
situación en que se debate el ser o no ser
del Estado, su supervivencia. La regula-
ción del estado de necesidad en la Ley
Fundamental no es, en este sentido, una
regulación de la situación-límite, sino de
alteraciones de la normalidad que se su-
pone que pueden ser dominadas por vía
normativa. Las fronteras del Estado se
encuentran abiertamente en la esfera mi-
litar. Desde que la República Federal po-
see una fuerza militar la confusión no tie-
ne límite.
Se decidió así por la fórmula del ciu-
dadano en uniforme. Se pensaba con ello
tender un puente hacia la moderna socie-
dad industrial, y en este sentido se ha de-
jado notar su efectividad. Ha abierto
puertas a través de las que ha penetra-
do la mentalidad de la sociedad industrial
y ha tomado posesión del Ejército (2). De
(2) Pruebas sugestivas de lo indicado se encuen-
tra en el trabajo de Karst, «Das Verhaltnis des
90
esta manera han surgido problemas que
no han recibido, hasta la fecha, solución.
Las instrucciones sobre «Mando interior»,
deseadas por el Bundestag y en las que se
viene trabajando desde hace tiempo, aun
no se han podido determinar. Cerrar el
abismo entre situación-límite y ser-ciuda-
dano equivale en la práctica a la cuadra-
tura del círculo.
No es la intención de esta exposición
penetrar en esta problemática ni, en ab-
soluto, rastrear sus resultados prácticos.
Aquí se trata tan sólo de mostrar los lí-
mites específicos de la capacidad del Es-
tado de la sociedad industrial. Por ello,
no es este el lugar indicado para seguir
las profundas consecuencias que se dedu-
cen de las anteriores reflexiones para la
estructura del Estado. Por citar sólo una
de ellas: para el juramento político, el
juramento del funcionario y del militar,
ha surgido una nueva situación. El jura-
mento es un comportamiento religioso,
moral cuando menos, para ambas partes,
para el que presta el juramento y para el
Soldaten zur Bundeswehr», en: «Die Stellung des
Soldaten in Staat und Gesellschaft. Ein Cappen-
berger Gesprach», 1970, pág. 35 y ss.
91
que lo toma. Le pregunta que parece na- sujeto, sino objeto de este acontecer. La
tural plantearse a este respecto es la de República Federal no está sola ante este
si el juramento político es hoy algo más destino.
que un ritual convencional.
¿El Estado sin situación-límite?, o sea:
¿el tantas veces mentado fin de la histo-
ria? Sería esta una apresurada y equivo-
cada conclusión. Más bien indica la apa-
rición de un nuevo tipo de Estado, abso-
lutamente sin precedentes, el cambio de
la escena política mundial. Las grandes
potencias, los Estados Unidos y Rusia,
continúan existiendo gracias al potencial
de poder alcanzado por la técnica. Nue-
vos actores han entrado en escena. Par-
tidos políticos como estructuradas con-
cepciones del mundo y dotados de una
ambición misionera universal irrumpen
en el acontecer de la política mundial.
Partisanos que saben que el mundo con-
dicionado por la técnica es por ello más
vulnerable logran mantener al mundo en
suspenso. La política mundial, y la histo-
ria con ella, encuentran su prosecución
en nuevos caminos y formas. Han cambia-
do sus portadores. Estados sin situación-
límite han de contentarse con no ser ya

92 93
 ESTATALIDAD Y FORMA
CONSTITUCIONAL

La Ley Fundamental no es el resultado

de una decisión política, sino el producto
de una situación de debilidad sin par a
consecuencia de las devastaciones de una
guerra perdida. Con ello se diferencia ya
en su o r i g e n de la Constitución del
«Reich» de Weimar. Pues la decisión de
convocar elecciones generales para u n a
Asamblea nacional constituyente en el día
19 de enero de 1919, con que se abría ca-
mino a una tarea constituyente en senti-
do del Estado de Derecho, fue una autén-
tica decisión política por la que se había
luchado, en toda la extensión de la pala-
bra, en las inestables circunstancias del
invierno de 1918-1919. El impulso para la
fundación de la República Federal lo dio
una exigencia de las potencias occidenta-
les de ocupación, a la que correspondie-

95
ron los Ministros-Presidentes de los «Lán-
der» tras inicial resistencia. La negativa a
aceptar la división de Alemania como un
hecho dado implicaba la novedad paradó-
jica de un Estado provisional, cuya exten-
sión territorial no venía definida por fron-
teras de Estado, sino por el ámbito de va-
lidez espacial de la Ley Fundamental (Art
23 LF). De acuerdo con su carácter provi-
sional la Ley Fundamental regula las mo
dalidades de su pérdida de vigencia el día
en que entre en vigor una Constitución
que 3ea acordada por el pueblo alemán
en libre decisión (Art. 146).
Entre tanto la Ley Fundamental ha per-
dido su carácter provisional. La Repúbli-
ca Federal ha renunciado a la reunifica-
ción en el sentido de un imperativo jurí-
dico. Y ello ha ocurrido sin modificar el
Preámbulo de la Ley Fundamental, al que
el Tribunal Constitucional Federal ha re-
conocido v a l o r jurídico vinculante. E'
Tribunal (1) ha aducido al respecto: «Des-
de el punto de vista negativo el imperati-
vo de la reunificación significa que los
(1) Bundesverfassungsgeríchtsentscheidungen
(Sentencias del Tribunal Constitucional Federal), 5,
128.
96
órganos estatales deben omitir todas
aquellas medidas que obstaculicen jurídi-
camente la reunificación o la hagan prác-
ticamente imposible. Esto conduce, por
otra parte, a la conclusión de que las de-
cisiones de los órganos políticos también
pueden ser examinadas jurídico-constitu-
cionalmente en el sentido de si son conci-
liables con el imperativo de la reunifica-
ción». Con esto se ¿rozan innumerables
cuestiones de derecho que no van a ser
discutidas en este lugar. El hecho es im-
portante para nuestras reflexiones, por-
que da a entender cómo se roza con él la
vigencia de la Constitución, un tema al
que nos hemos de referir más detallada-
mente.
Si la Ley Fundamental se ha converti-
do en una constitución con vigencia defi-
nitiva, habrá entonces que enjuiciarla se-
gún los criterios habituales para las cons-
tituciones. La Ley Fundamental limita el
poder de cuatro maneras: a través de la
división de poderes, por la protección de
los derechos fundamentales, por su some-
timiento al control judicial y mediante la
estructura federal. Hay q u e mencionar
aquí la forma federal del Estado. Si se
97
7
recuerda que, con la excepción de las dos
ciudades-estado de Hamburgo y Bremen,
tan solo Baviera se ha integrado en el
sistema federal como una entidad políti-
ca propia, de tradición significativa, en
sus antiguas fronteras, mientras que los
ocho «Lánder» restantes deben su naci-
miento a los azares de la situación de
1945, se hace imposible, pues, ver en la
estructura federal de la nueva Repúbli-
ca algo más que una separación de pode-
res en sentido vertical, cuya problemá-
tica se hace más clara cuanto más se sien-
te la necesidad de la uniformización jurí-
dica.
La Ley Fundamental se califica a sí mis-
ma como una «ordenación democrático-li-
beral» (arts. 18 y 211. El Consejo Par-
lamentario prescindió intencionadamente
de asegurar la defensa esencial de la cons-
titución mediante un estado de excepción
a la manera del art. 48 de la Constitución
de Weimar. En su lugar prevé la Ley Fun-
damental la prohibición de asociaciones
(art. 9.° ap. 2) y partidos políticos (art.
21, ap. 2) hostiles al ordenamiento cons-
titucional. A ello subyace la creencia de
que se excluye de antemano el estado de
98
excepción cuando se pueden cortar de
raíz las aspiraciones anticonstitucionales
que le podrían provocar. Sobre el hecho
de que tal cálculo está equivocado se ha-
blará en otro lugar. Lo mismo se puede
decir de la posterior regulación del esta-
do de necesidad del artículo 87a (2), que
faculta al Gobierno federal para emplear
al Ejército en la protección de objetos
civiles y en la «lucha contra sediciosos or-
ganizados y equipados militarmente». Es-
to es venerable siglo xix. Al revoluciona-
rio de hoy que entienda su oficio y conoz-
ca el alto grado de vulnerabilidad de la
moderna sociedad industrial no se le ocu-
rrirá ciertamente atacar a la República
Federal con «sediciosos organizados y
equipados militarmente». Por lo demás, si
a tal punto se llegara que se alzaran con-
tra la República Federal tales sediciosos,
su destino estaría sellado antes de que las
fuerzas armadas tuvieran ocasión de in-
tervenir. La República Federal parece te-
mer, de esta manera, dificultades políti-
cas, a las que ella no debería ser inferior.
Sobre esto se volverá más adelante.
(2) Introducido por Ley de 24 de junio de 1968
(BGBl, I, pág. 709).
99
 El largo y penoso camino de la legis-
lación de necesidad es indicio único de la
inseguridad en que se encuentra la esta-
talidad de la República Federal. El argu-
mento tantas veces argüido en contra de
la atribución al ejecutivo de facultades
extraordinarias de que existe un peligro
de abuso de estas facultades, da a enten-
der una debilitación esencial de la con-
ciencia democrática. Puesto que el senti-
do de la detentación de los órganos y la
formación democrática de la voluntad es
tatal, con sus posibilidades de control,
consiste, y no precisamente en última ins-
tancia, en producir una relación de con-
fianza entre gobernantes y gobernados
que prive de base al argumento del abu-
so. La inseguridad frente a la condición
estatal encuentra su más clara expresión
en el derecho de resistencia, introducido
en la Ley Fundamental como artículo 20,
apartado 4, en el curso de la legislación
de necesidad. Con esta decisión se hace
de cada alemán un defensor de la Consti-
tución, que tiene que decidir si alguien in-
tenta apartar el orden constitucional y
que no existen otros medios de evitarlo.
Lo que puede tener consecuencias suma-
100
mente erizadas como, por ejemplo, en el
caso de la huelga política. Hay buenas ra-
zones para pensar que la formación de la
voluntad estatal está regulada de manera
concluyente en la Constitución y que con
ello la entrada en huelga de Gobierno y
Parlamento es anticonstitucional. Los sin-
dicatos son de otra opinión y han amena-
zado varias veces con la huelga política.
Así resulta imaginable una situación en
la que partidarios y enemigos de la huel-
ga política recurran al derecho de resis-
tencia simultáneamente, que lleva a la le-
galización, pues, de estados semejan-
tes a la guerra civil. Raras veces ha sido
desconocida y negada la estatalidad como
en este precepto.
El hecho constatado al principio de es-
tas reflexiones de que la República Fede-
ral debe su nacimiento y su forma no a
una decisión, sino a una situación, tam-
bién se aprecia en el art. 79, ap. 3.°, LF,
que excluye de la posibilidad de reforma
constitucional «la división de la Federa-
ción en 'Lánder' o el principio de la coo-
peración de los TLánder' en la legislación
o los principios consignados en los artícu-
los l.°y 20».
101
 Cari Schmitt (3) fue el primero en ex-
poner que la posibilidad de reforma cons-
titucional no puede ser ilimitada. El sen-
tido de su teoría es, sencillamente, que ei
legislador de la reforma constitucional
ejercita un poder que le está atribuido
por la constitución. Por ello, lógicamen-
te, no puede ser absolutamente dueño ó.c
la constitución, porque de esta manera
perdería el sustento que le legitima para
actuar jurídicamente. Debe salvaguardar
el núcleo esencial de la Constitución que
abarca y produce la legitimidad de la
misma (tanto monárquica, como re-
publicano-democrático-parlamentaria). De
otra manera, concluye Cari Schmitt, ia
constitución sería lo que por tal enten-
diera la voluntad del reformador de tur-
no y el juramento de fidelidad sería una
firma en blanco a todo lo que por volun-
tad del legislador reformador se decida y
proclame como constitución en el futuro.
Esta evidente limitación de la reforma
constitucional en el proceso legislativo
tiene un presupuesto: que la forma cons-
titucional sea el resultado de una deci-
(3) CARL SCHMITT, Verfassungslehre, 1928, pági-
na 99 y ss.
102
sión política. Esta afirmación vale, en
cualquier caso, para el siglo xx, en el que
las constituciones surgen a consecuencia
de revoluciones y transformaciones. Sólo
cuando la legitimidad de una constitución
es objeto de una decisión política, como
en el caso de la Constitución del «Reich»
de Weimar, sólo entonces tiene la eviden-
cia necesaria p a r a reconocer el núcleo
esencial de la constitución como tal y
convertirle en concepto jurídico.
Transportando esas consideraciones al
art. 79, ap. 3.°, LF, se aprecia inmediata-
mente y con claridad lo poco que corres-
ponde a la lógica que implica esa limita-
ción de la legislación de reforma consti-
tucional. ¿Quién sostendría seriamente
eme la estructuración de la República Fe-
deral en «Lander» y su cooperación en la
legislación de la Federación pertenecen al
núcleo esencial de la Constitución? La
Ley Fundamental no procede aquí de ma-
nera consecuente. Es cierto que localiza
los derechos fundamentales de los arts.
2.° y 9.°, ap. 2, por referencia al «orden
constituconal». Pero en el caso de los, en
verdad importantes, arts. 18 (pérdida de
los derechos fundamentales) y 21, ap. 2,
103
(prohibición de partidos políticos) se aco-
ge a la protección del «orden fundamen-
tal democrático-liberal». Fórmula ésta de
la que se puede averiguar el núcleo insos-
layable y legitimador de la Ley Funda-
mental. Eso también sucede en el art. 79,
ap. 3, en su remisión a los principios de
los arts. 1.° y 20. Así un partido que as-
pire primordialmente a la eliminación de
la estructura federal no puede ser prohi-
bido, puesto que nadie puede sostener
con seriedad que un orden de principios
democrático-liberal haya de ser precisa-
mente federal. El partido sería permitido,
pero sus objetivos quedarían bloqueados
por el art. 79, ap. 3 de la Ley Fundamen-
tal «ad aeternum». Es difícil ver en esto
un sentido. La base de esta disonancia
estriba en que no existe una decisión sub-
yacente a la Ley Fundamental, que esta-
blezca claramente qué se decidía, una le-
gitimidad concretamente, y en qué consis-
tía esa legitimidad. Se pensó que se con-
taba de esta manera, en la limitación de
la reforma constitucional, con un medio
de situar a determinados objetos «hors
de combat» a discreción. La lógica arriba
indicada de la teoría de que la legislación
104
reformadora de la constitución está vin-
culada a determinadas barreras constitu-
cionales, no justifica tal conducta sin du-
da alguna. Se vuelve precisamente absur-
da cuando se trata de ampliar adicional-
mente el núcleo insoslayable de la cons-
titución, como sucede con la introducción
del derecho de resistencia en el art. 20 de
la Ley Fundamental. Aquí ya no se pue-
de hablar de una conciencia constitucio-
nal y estatal por antonomasia.
Pero más importante que ese perma-
nente estado de inseguridad de la consti-
tución es otro asunto. Una constitución
que sea exponente de una decisión tiene el
grado de evidencia inmanente a toda de-
cisión. Por el contrario, situaciones y cons-
tituciones que sean producto de una situa-
ción se presentan como objetos de espe-
culación. Puesto que la esencia jurídica
de una constitución reside en lo que deci-
de (y no sólo en lo que regula), no podía
evitarse que la Ley Fundamental escapa-
ra más y más a la competencia del saber
jurídico especializado. Sucede, a la vez,
que hay un gran número de fórmulas, mo-
delos de pensamiento e imágenes directri-
ces, a través de los que la constitución
105
puede ser entendida como concepto ideo-
lógico. En este sentido, la jurisprudencia
del Tribunal Constitucional Federal es tan
fértil como rica en consecuencias. En pri-
mer lugar se debería mentar la muy di-
fundida opinión (también en la literatu-
ra) que entiende la Ley Fundamental co-
mo un sistema de valores. No precisamos
en este momento adentrarnos en la pro-
blemática del pensamiento valorativo en
general (4). Pero si se entiende la Consti-
tución como un sistema de valores o tan
sólo como una combinación de valores,
se la transforma de un instrumento jurí-
dico de ordenación política, que es, en
un programa social. Naturalmente, los de-
rechos fundamentales están en el centro
de este modo de entender la constitución,
dado que el pensamiento valorativo solo
es practicable, en el fondo, para los de-
rechos fundamentales.
Esto corresponde a la mentalidad gene-
ral, que —políticamente— se encuentra
resignada. El pensamiento en valores tie-
ne su propia y específica lógica, al mar-
(4) A este respecto, cfr. CARL SCHMITT, «Dio Ty-
rannei der Werte», en Sakularisation una Utopie,
1967, pág. 37 y ss.
106
gen de las doctas y experimentadas reglas
de la hermenéutica jurídica. Así es posi-
ble entresacar de la constitución conte-
nidos que están cerrados a una compren-
sión jurídica. Por otra parte, les falta a
tales enunciados valorativos aquella racio-
nalidad y evidencia que hay que atribuir
comúnmente a los resultados de una exé-
gesis jurídica de la constitución (a sal-
vo, naturalmente, de diferencias de opi-
nión exegéticas).
Si se entiende la constitución como un
sistema de valores, el siguiente paso ló-
gicamente obligado, es la exigencia de
realizar también esos valores. Ha de ha-
blarse entonces, como lo ha hecho el Tri-
bunal Constitucional Federal, de un man-
dato constitucional en dicho sentido (5).
Un mandato semejante, concretamente el
de proteger la pluralidad de la prensa con-
tra la concentración, en determinadas cir-
cunstancias, lo entresacó el Tribunal del
art. 5.° de la Ley Fundamental, aunque en
ese precepto no se hable explícitamente
del asunto.
(5) Muy oportuno al respecto cfr. W HENNIS,
Verfassungs und Verfassungswirklichkeit, 1968, pá-
gina 19 y ss.
107
 Sobre todo la formula del Estado so-
cial de Derecho (arts. 20 y 28 LF) se ha
mostrado como un medio para la intro-
ducción de la ideología en el Derecho
constitucional (6). Entre tanto existe una
abundante literatura, que acogiéndose a
altos valores se preocupa por obtener pa-
ra esa fórmula un contenido concreto,
apreciable. Con diferencias en lo particu-
lar, se llega al resultado de que con ella
la República Federal queda obligada a la
justicia social, que sin embargo, necesa-
riamente, permanece indefinida, de mane-
ra que cada cual puede interpretarla a su
buen entender —una fórmula vacía y una
banalidad de arriba a abajo.
Así se llega a lo que, en un idioma más
moderno, se podría denominar una de-
mocratización de la interpretación de la
constitución; aquí todos tienen acceso:
teólogos, filósofos, sociólogos, politólogos
y periodistas. Y todos lo utilizan de he-
cho. Pero cuando un politólogo trata en
una ambiciosa monografía un objeto tan
complejo jurídicamente como la jurisdic-
ción constitucional, ya no se le experi-
(6) FORSTHOFF (ed.), Rechtsstaatlichkeit una So-
zialstaatslichkeit, 1968.
108
menta como aquella singularidad, que es
por su propia naturaleza.
Naturalmente esto comporta un precio:
la disolución de una clara conceptualidad
en palabrería. Igual ocurre con los con-
ceptos fundamentales de la Ley Funda-
mental, libertad y democracia. El recha-
zo de la libertad del liberalismo del siglo
xix se ha convertido en una actitud pro-
gresista. Pero qué significa prácticamente
la ejecución de esa negativa, esto es algo
que queda sin aclarar. Ahora bien, si con
ello se piensa sólo que el moderno Esta-
do está necesitado más que el del siglo
pasado de intervención en la esfera pri-
vada del individuo —cosa que, de por sí,
no da ningún motivo de júbilo—, es sen-
cillamente una verdad banal y gratuita.
Aunque, naturalmente, se piensa a l g o
más.
No es muy distinta la situación con el
concepto de democracia. La exigencia de
democratización de la sociedad alimenta
la sospecha de una artimaña, en la medi-
da que crea el error de que se trata de la
creación de derechos activos para el obre-
ro y sus agrupaciones, cuando en realidad
se trata de un grito de combate en la lucha
109
de los grupos por el poder. Por supuesto
que en este caso también se privaría al
concepto de democracia de su significa-
ción. Hay muchas circunstancias que ha-
blan en favor de la consideración de que
aquí el concepto de democracia —en un
ejemplo que habla por sí mismo— se ha
degenerado tanto como con la exigencia
de democratización de la sexualidad.
En estas circunstancias no es errado
suponer que la República Federal se en-
cuentra en la especialmente difícil situa-
ción de defender su paladio de orden de-
mocrático - liberal, declarado intangible
por la Ley Fundamental, frente a las as-
piraciones anticonstitucionales. Casi a
diario informa la prensa sobre activida-
des anticonstitucionales, sobre grupos que
se declaran abiertamente por el derribo
de la Constitución, sin que se haga nada
en su contra, como prescribe vinculante-
mente, por ejemplo, el art. 9.°, ap. 2 de la
Ley Fundamental. No se trata aquí de que
una tal intervención esté plenamente jus-
tificada desde el punto de vista político,
sobre lo que se podría discutir si no exis-
tiera art. 9.°, ap. 2, LF. Más bien, confir-
ma la experiencia práctica la sospecha de
110
que aquí se han trazado a la República
Federal fronteras que le impiden distin-
guir inequívocamente entre vándalos y
manifestantes y hacer efectiva esta distin-
ción (7).
Sería incomprender absolutamente es-
tas aclaraciones si se quisiera entresacar
de ellas un reproche de culpabilidad. Lo
que aquí se ofrece como el resultado de
una ya larga observación y de penetrantes
análisis, describe tan sólo el inesquivable
destino de una constitución que se expre-
sa bajo fórmulas de Estado de Derecho y
que es el producto de una situación. Tanto
más precaria es por ello la posición de la
República Federal, porque su estructura
de Estado de derecho se cierra a las exi-
gencias sociales de la moderna estatalidad.
Surge de esto una especial problemática,
de la que aún ha de hablarse.
Cari Schmitt, en su «Teoría de la Cons-
titución» (1928), ha distinguido entre los
(7) Las aclaraciones de este párrafo no sirven,
evidentemente, para las actividades y los grupos
radicales de derechas. La diferencias del compor-
tamiento estatal con la derecha y la izquierda es
chocante. Estaría justificado si el auténtico peli-
gro del orden constitucional democrático-liberal vi-
niera de las derechas, pero hay indicios que hablan
en el sentido contrario.
111
elementos políticos y los jurídicos (de Es-
tado de derecho) de la Constitución. La
fecundidad de esta distinción se conln-
ma en el destino de la República Federal.
La Constitución del Estado de Derecho,
surgida como mero resultado de una si-
tuación, carece del elemento político. La
condición de Estado de Derecho, origi-
nariamente el manto que recubría la con-
dición estatal, se ha hecho así indepen-
diente. El resultado es el Estado de De-
recho introvertido (8).
A duras penas se atribuiría a un Esta-
do de semejante estructura una existencia
duradera. Serían en realidad muy peque-
ñas las oportunidades de supervivencia de
la República Federal si se le enjuiciara
por los hechos de que se acaba de hablar.
Pero ésto no es así.
Aún no es suficientemente presente a
la conciencia general que el rango y la es-
tructura de la constitución se han trans-
formado esencialmente. La comprensión
de la constitución se mueve todavía en las
representaciones del siglo xix. Una mirá-
is) FORSTHOFF, Der introvertierte Rechtsstaat
una seine Verortung, en la obra del mismo autor
Rechtsstaat im Wandel, 1964, pág. 213 y ss.
112
da a las condiciones bajo las que la cons-
titución del Estado de derecho surgió con
la Revolución francesa y desarrolló su
eficacia, muestra cuan alejada se encuen-
tra de estas representacones la constitu-
ción moderna, o sea: la Ley Fundamental.
La constitución del Estado de derecho
correspondía a un concepto político, que
le atribuía dos grandes tareas: la creación
de un campo de despliegue para la clase
burguesa sobre la base de la igualdad ge-
neral, una vez superado el feudalismo y
sus privilegios, y también ser instrumen-
to de la unidad nacional. Por empezar por
el final: después de que el pueblo fran-
cés se hubo constituido en nación en la
constitución del Estado de derecho, se
hizo más evidente en suelo alemán la es-
trecha conexión entre constitución de Es-
tado de derecho y unidad nacional, como
lo demuestran los sucesos de los años
1848, 1867 y 1871. La unidad nacional sin
sellarla en una constitución común era
inimaginable. Esta unidad está destroza-
da. El deseo de rehacerla está presente,
pero las actividades que impulsa no tie-
nen comparación con las del movimiento
unificador del siglo xix. Esto tiene, cier-
113
8
tamente, otros fundamentos. Así la de-
molición de la tradición, que ha camina-
do paralela al proceso de industrializa-
ción, ha debilitado también, cuando no
apagado, la conciencia de comunidad na-
cional. Esto repercute en el rango y la
función de la constitución. Pero sobre
todo, originado por la emancipación indus-
trial, se produce un desplazamiento de los
pesos específicos dentro de las funciones
estatales en beneficio de la administra-
ción. La homogeneidad de la administra-
ción y —dado que la administración, co-
mo sabemos desde Max Weber, está vin-
culada a la legalidad— también la homo-
geneidad de la legislación son necesida-
des apremiantes del funcionamiento de la
moderna sociedad industrial. Las unifica-
ciones en las condiciones de la sociedad
industrial ya no son una cuestión de cons-
titución común sino de administración y
legislación homogéneas. La constitución
ha cesado en su papel de instrumento de
unificación. Las comunidades supranacio-
nales son primariamente organizaciones
administrativas. La unidad de Europa es
una cuestión de la Administración, no de
la constitución.
114
También está eliminado el papel de un
instrumento de transformación social. El
feudalismo hace tiempo que está supera-
do. El ámbito para el despliegue de la
burguesía estaba ya asegurado desde el
siglo xix. Pero mientras aquí hubo algo
que conquistar, que asegurar, que defen-
der, la constitución del Estado de dere-
cho contó con el apoyo de la potente ca-
pa burguesa, que le dio un perfil político.
Esto fue válido hasta la Primera Guerra
Mundial. La República de Weimar vivió
de la pervivencia de una tradición que
procuraba superar las realidades de que
había surgido.
Después de la Primera Guerra Mundial
apuntaba sin cesar una aspiración a cam-
bios en la situación general bajo puntos de
vista sociales —siendo indiferente la ma-
nera en que se articulaba esta aspiración,
si en sentido marxista, si desde una críti-
ca particularista, si desde la perspectiva
del trabajo industrial. La Constitución de
Weimar hizo concesiones a esta aspira-
ción mediante la recepción de garantías
sociales, para, de esta manera, como Frie-
drich Naumann pensaba, fortalecer la
Constitución en todos los estratos socia-
115
les. El intentó fracasó. En la medida en
que la jurisprudencia, de acuerdo con la
lógica del Estado de derecho, reconocía
a las garantías sociales mero valor pro-
gramático, sin que se pudiera deducir de
ellas pretensiones jurídicas individuales,
las negaba, de hecho, rango constitucio-
nal. Desde entonces aparece claro, aque-
llo que sólo se puede comprender consi-
derando seriamente la constitución del
Estado de derecho de acuerdo a su lógi-
ca y a su articulación verbal: el hecho de
que, forzosamente, esta constitución se
comporta de manera rechazante con res-
pecto a las tendencias sociales. Una cons-
titución cuyo sentido es regular de una
manera determinada un orden concreto
no puede ser un vehículo universal. No
se puede separar la constitución del Es-
tado de derecho de la situación de la que
obtuvo su sentido y su función.
La Ley Fundamental no se encuentra,
pues, al servicio de una orientación polí-
tica de importancia que le pudiera ofre-
cer seguidores comprometidos, como ocu-
rría con las constituciones de los Estados
de derecho del pasado siglo. Por otra par-
te, no cuenta con ningún enemigo de con-
116
sideración. La opinión ideológica de las
márgenes de la actual sociedad industrial,
sin concepción política, atrapada en me-
ra ideología y a la busca del sujeto revo-
lucionario apenas sí tiene una oportuni-
dad de convertirse en tal.
Aunque por todos esos motivos no sea
la Ley Fundamental, en contra de anterio-
res constituciones, el alfa y omega de la
existencia política de la República Fede-
ral, no se puede, sin embargo, pasar por
alto su eminente significación para el fun-
cionamiento del todo social y no es el
propósito de las precedentes reflexiones
reducir, ni siquiera mínimamente, esa sig-
nificación. Hablamos del todo social y no
del Estado, introduciéndonos con ello en
una transformación estructural, sin cuyo
conocimiento no se pueden comprender
ni el Estado ni la sociedad industrial.
El final de la Segunda Guerra Mundial
representó para la esencia estatal alema-
na una profunda cesura. Si hasta enton-
ces se le había atribuido al Estado la su-
premacía sobre la sociedad, si se le había
definido, como mostramos en el primer
capítulo de este libro, a partir de esa su-
perioridad, después de 1945 se debería ha-
117
cer cada vez más patente que esa supre-
macía era cosa del pasado. Esto por va-
rias razones: en parte, unas que tienen su
raíz en la especial situación surgida de la
primera fase del período postbélico; en
parte, otras de naturaleza estructural ge-
neral.
Se puede observar que un progresivo
disciplinamiento de los participantes en
la industrialización camina de la mano con
el creciente «standard» de la industriali-
zación. Así pudo ocurrir después de 1945
el hecho sorprendente, la novedad enton-
ces inesperada de que la economía, la pro-
ducción industrial especialmente, se le-
vantara, por su propias fuerzas y sin par
ticipación importante del Estado, de su
situación de la más amplia desolación, pa-
ra entrar inmediatamente en un desarro-
llo de prosperidad sin par. El ejemplo dis-
ciplinante que comportó este hecho no se
puede pasar por alto. Si la economía que
se fue a pique en la Segunda Guerra Mun-
dial era un cuerpo en el que se había tra-
bajado desde generaciones y que se trans-
mitía como herencia, después de 1945 sur-
gió una nueva economía, de cuya integri-
dad y desarrollo se supieron responsables
118
aquellos que la habían levantado. El de-
sarrollo posterior a 1945 contribuyó así
esencialmente a producir y fortalecer
aquella autodisciplina de las fuerzas or-
ganizadas en el interior de la sociedad in-
dustrial, disciplina sin la que ésta no ha-
bría alcanzado tanta funcionalidad, lo que
se expondrá detalladamente más abajo.
Esto debe dar luz al hecho de que una tal
sociedad industrial, hecha relativamente
independiente, se presente frente al Esta-
do con conciencia propia y no más en el
papel de mero objeto de soberanía. Prue-
ba de ello lo constituye la circunstancia
de que no se restableciera el arbitrio del
Estado en los conflictos colectivos de
trabajo, como había existido durante la
Constitución del «Reich» de Weimar.
Entre tanto se agrava la pregunta de si
este disciplinamiento permanece limitado
a la generación que soportó la regenera-
ción de la economía después de 1945 o si
se ha convertido en un elemento perma-
nente del panorama sociológico-político.
De ello dependerá la conservación o el
fracaso de aquellas ordenaciones sociales
que presuponen tal disciplinamiento.
Pero como más intensamente ha sido
119
modificado el Estado, en cuanto estructu-
ra integrada, es a través del cumplimien-
to de las funciones que le fueron llegando
en el proceso de desarrollo industrial y
de los que no se pudo escapar: la previ-
sión de la existencia («Daseinsvorsorge»)
y la redistribución social.
En su momento he descrito la previsión
de la existencia de la manera que si-
gue (9). Con la aglomeración de grandes
masas de población en los reducidísimos
espacios de las grandes ciudades surgie-
ron para la previsión individual de la
existencia nuevos condicionamientos y
exigencias que se hacen notar claramen-
te en la diferenciación entre espacio vital
dominado y efectivo. Por espacio vital do-
minado debe entenderse aquel que le está
atribuido de modo tan intenso al indi-
viduo que pueda disponer de él o, al me-
nos, que esté facultado para utilizarlo per-
manentemente. Por espacio vital efectivo
se ha de entender aquel en que transcurre
efectivamente la existencia de los indivi-
duos.
(9) FORSTHOFF, Die Verwaltung ais Leisíungs-
tr'áger, 1938.
120
El apilamiento espacial de la población,
desatado por la industrialización, ha con
ducido a que el espacio vital dominado
por el individuo se redujera extraordina-
riamente (de la casa familiar, la granja
y el taller a la vivienda de alquiler y el
puesto de trabajo en la fábrica), mientras
que la técnica extendía, extraordinaria-
mente también, el espacio vital efectivo.
Con el espacio vital dominado perdió el
individuo las seguridades que habían do-
tado de cierta autonomía a su propia exis-
tencia. Ahora bien, se encontraba predes-
tinado a unas circunstancias que vendrían
en ayuda de su indigencia social y que le
harían posible la existencia sin un espa-
cio vital dominado: gas, agua, energía
eléctrica, alcantarillado, medios de trans
porte, etc. Esta indigencia social es inde-
pendiente de la fortuna personal. Se pre-
senta de modo eminente para todo aquel
que no tiene asegurada su existencia me-
diante un espacio vital dominado. Se pre-
senta para cualquiera, incluso, puesto que,
como Hans Freyer ha demostrado convin-
centemente, en el sistema secundario, la
forma de vida de los pueblos altamente
121
industrializados, ya no hay formas autó-
nomas y autárquicas de existencia (10).
Ayudar a salir de esta situación de in-
digencia se ha convertido en tarea de Es-
tado, debiendo entenderse «Estado» en su
sentido más amplio, con inclusión tam-
bién de los entes locales. Lo que se reali-
za en cumplimiento de esta tarea es pre-
visión de la existencia.
El ámbito de las prestaciones que se
han de procurar en el marco de la previ-
sión de la existencia no se ha de determi-
nar de forma abstracta. Con seguridad le
pertenece todo lo necesario para la pro-
longación de la existencia física. Pero ade-
más se le deberá atribuir también todo lo
que pertenece a la dotación normal de la
moderna vida según las posibilidades téc-
nicas y financieras como, por ejemplo,
(10) Con estas aclaraciones no se debe pasar por
alto ni desconocer que antes del despliegue indus-
trial ya había conducción de agua, eliminación de
basura en las ciudades y otras cosas que ahora se
entienden bajo «previsión de la existencia». Lo que
hace necesaria esa formación del concepto con sus
reconocidas amplias consecuecias es el elevado ran-
go que la previsión de la existencia ocupa en la
lista de urgencias de las modernas funciones esta-
tales y su extraordinaria dimensión financiera. Se
puede hablar aquí de un paso de la cantidad a la
cualidad.
122
la recepción de televisión. Hay que con-
ceder que el concepto de la-previsión de
la existencia, comparado con la precisión
de los conceptos del Estado de Derecho,
muestra una cierta vaguedad. Pero es-
to no constituye ninguna objeción defini-
tiva, porque la previsión de la existencia
no se encuentra incluida «a priori» en el
sistema conceptual del Estado de dere-
cho. Pertenece a las Ciencias del Estado
(«Staatswissenschaften»), tal y como fue-
ron entendidas en el siglo xix.
Este es, así me lo parece, un hecho de
muy grande significación, no tanto para
la previsión de la existencia, cuya necesi-
dad no se puede discutir de manera racio-
nal, como para la actual situación de la
Constitucón del Estado de derecho. Es-
ta regula, ciertamente con indiscutible
perfección, el disfrute de la libertad indi-
vidual, pero silencia las condiciones pre-
vias del ejercicio de esa libertad, especial-
mente en cuanto al aseguramiento de la
existencia individual en su más elemental
sentido. Lo hace por razones que tan sólo
se pueden comprender: cuando surgió el
concepto de Estado burgués de derecho
123
aún no existía el problema del asegura-
miento de la existencia individual.
Sería equivocado, sin embargo, creer
que se puede sin más extender la Consti-
tución del Estado de Derecho hasta la ga-
rantía de la previsión de la existencia. La
Constitución del Estado de derecho está
indicada por su lógica y su estructura pa-
ra la garantía de la libertad, para el ase-
guramiento de la certeza de la libertad en
el marco de la ley, más precisamente. Es-
tos fines los cumple a la perfección. Li-
bertad significa distanciamiento del indi-
viduo frente al Estado. En el caso de la
previsión de la existencia el interés del in-
dividuo es, sin embargo, de signo opuesto:
se trata de asegurar su participación en
los servicios del Estado. El asegurar cons-
titucionalmente esta participación debe
fracasar ante la lógica y la estructura del
Estado de derecho. El Consejo Parlamen-
tario volvió a abandonar, con buenas ra-
zones, el intento de una tal garantía (11),
a pesar de lo cual no han faltado otros in-
tentos (12). Pero la constitución no es un
(11) Jahrbuch des Oeffentlichen Rechts, (Nueva
serie), Vol. I, pág. 58 y ss.
(12) Entre ellos merece citarse el trabajo de
124
supermercado donde se puedan satisfacer
todos los deseos. Todos los- esfuerzos de
habilitarla para ello chocan con la lógica
de la constitución —si acaso aún signifi-
ca algo la lógica—, hacen incierto el con-
tenido constitucional, de lo que no faltan
ejemplos, y constituyen el final de la cer-
teza de la libertad en el marco de la ley en
la medida en que transforman la consti-
tución en una masa de arcilla en manos
de los ideólogos.
Contra la inclusión de la previsión de
la existencia en el derecho constitucional
hablan también consideraciones políticas.
Previsión de la existencia es satisfacción
de necesidades. Su requerimiento crece en
la medida en que la realización de la exis-
tencia está vinculada a las transformacio-
nes técnicas. Esto lo ha mostrado muy vi-
D. SUHR, Rechtsstaatlichkeit una Sozialstaatslich-
keit, DER STAAT, vol. IX, pág. 67 y ss., que en aguda
argumentación ensancha el concepto de previsión
de la existencia por encima de las meras relaciones
de servicios con el resultado de que la moderna
previsión de la existencia abarca la creación de po-
siciones jurídicas socialmente protegidas para to-
dos. Este pensamiento debería ser sometido a una
seria comprobación. Por lo demás, el intento de in-
cluirle en el derecho constitucional vigente por en-
cima de la clausula de Estado de derecho no puede
tener lugar por razones arriba apuntadas.
125
vamente la catástrofe del corte de energía
eléctrica en Nueva York hace ya algunos
años. La constitución es la forma de un
pueblo que le capacita para la actuación
política. Pero actuar políticamente puede
no estar exento de peligros: sólo pueden
hacerlo aquellos que estén en situación
de (y dispuestos a) aceptar riesgos sobre
sí mismos. La previsión de la existencia
ha reducido drásticamente el margen de
los riesgos políticos a asumir y lo seguirá
haciendo a medida que se vincule más al
progreso técnico. La previsión de la exis-
tencia está en contra de la constitución
entendida políticamente. Tiene una efi-
cacia despolitizante.
Esta es también la razón de por qué no
se ha dado el Gran Hermano en el sentido
de la conocida visión futurista de Orwell
y de por qué no se dará mientras continúe
el desarrollo tal y como hoy se presenta.
La conciencia general reaccionaría cier-
tamente con la mayor sensibilidad ante
todos los intentos de emplear la remisión
del individuo a los servicios de la previ-
sión de la existencia como medio de do-
minación política. El que no se hayan em-
prendido estos intentos, prescindiendo de
126
los sucesos de los primeros años de la
postguerra, forzados por las circunstan-
cias, tiene también su causa en el hecho
de que por parte de los dirigentes del Es-
tado no ha habido pretensión de intensifi-
car políticamente los sistemas de go-
bierno.
La previsión de la existencia, como lo
muestran estas reflexiones, es superior
existencialmente a la constitución políti-
ca. Manifiesta su superioridad en la me-
dida en que es suficientemente fuerte co-
mo para imponerle límites. En esto des-
cansa la debilidad y la fuerza del Estado
de la moderna sociedad industrial. La de-
bilidad es su reducida potencia política,
teórica y prácticamente. De esto, de la si-
tuación de inseguridad de su autorrepre-
sentación político-espiritual, ya hemos ha-
blado detenidamente. Su fuerza es el arrai-
go en la esfera vital de la población. Revo-
luciones al margen de la legalidad, en la
medida en que sean posibles, acabarían en
catástrofes sin precedentes.
Un efecto estabilizador similar surge de
la redistribución social, que aparece como
un fruto tardío del desarrollo técnico-in-
dustrial. En sí son redistribución todas
127
 las ayudas sociales. La política social, sur-
gida necesariamente al calor de la indus-
trialización, se entendió como remedio en
los casos y situaciones de necesidad que
se presentaban. Supone, ahora y siempre,
un necesario correctivo de los estados so-
ciales.
La redistribución social de que aquí se
habla se diferencia esencialmente de la
política social en el sentido habitual. Su
intención no es zanjar casos y situaciones
de necesidad, sino la participación del ma-
yor número posible de estratos sociales
en el proceso de bienestar general. Las
premisas de una tal redistribución social
se producen en un nivel de producción in-
dustrial que tan sólo fue alcanzado des-
pués de la Segunda Guerra Mundial. En
los primeros años, después de la entrada
en vigor de la Ley Fundamental se alzó
la duda de si la República Federal, en la
precisamente por entonces restaurada for-
ma constitucional del Estado de derecho,
sería capaz de dominar la montaña de ta-
reas sociales que le había impuesto la gue-
rra perdida. Se creyó que no se podrían
reunir los extraordinariamente elevados
medios que para ello se precisaban sin in-
128
tervenir en la distribución de propiedad
y de la renta existente, qué estaban pro-
tegidas, a pesar de todo, en la constitu-
ción liberal del Estado de derecho, espe-
cialmente mediante la «garantía de la pro-
piedad» (art. 14 de la L. F.). Por eso se
exigía, apelando a la activación de la cláu-
sula de Estado social (arts. 20 y 28, L. F.),
una interpretación social de la constitu-
ción, particularmente de la garantía de la
propiedad, para abrir el camino a una re-
distribución de la propiedad y de la ren-
ta, considerada como necesaria.
No hubo necesidad de llegar a tal extre-
mo. Pues inmediatamente ocurrió que la
economía, rehaciéndose rápidamente, ob-
tenía, con el «standard» técnico entre tan-
to alcanzado, ganancias en tal dimensión
que mediante su gravamen fiscal basta-
ban para procurar los medios financie-
ros necesarios para cubrir las cargas de
la guerra. Y lo que se había practicado en
un principio por fuerza de la necesidad,
se convirtió acto seguido en algo perma-
nente. Con el surgir del «sentimiento del
valor de la vida de masas» (Gehlen) la dis-
tribución del bienestar por vía social se
129
9
convirtió en uno de los instrumentos más ción. Pero de esto ya no se puede hablar.
importantes del Estado social. Con la vinculación al producto nacional
Los éxitos de una distribución semejan- como rasero para la redistribución y a
te del bienestar son patentes. Pero no me- las necesidades de la previsión de la exis-
nos también las transformaciones de la es- tencia, la República Federal se ha som&
tructura estatal con los que se han obte- tido a un imperativo fáctico que elimine;
nido. La República Federal no se convir- la soberanía interna del Estado.
tió en la realizadora de las expectativas de
bienestar despertadas, sino, según una
ilustrativa ley sicológica, en su garante.
La satisfacción de estas expectativas de-
bería ocupar en la escala de las tareas del
Estado el rango supremo, puesto que su
decepción podría costar el precio de una
derrota electoral. Con ello el Estado se ve
ahogado en las implicaciones del conocido
triángulo: balanza comercial equilibrada,
pleno empleo y estabilidad de precios, que
se ha convertido en el tema preferente de
la política interior.
Añadamos también que este giro en el
más reciente desarrollo del Estado se ha
realizado por debajo de la constitución.
Con ello la constitución se ha alejado un
buen trecho más de la realidad. Parte aún
de que los supremos órganos legislativos
y administrativos tienen un amplio volu-
men, tan sólo limitado por la constitu-

130 131
 ELECTORES Y PARTIDOS

La cuestión tiene una naturaleza espe-

cial en el caso de la democracia. Cuando
Rousseau estableció la exigencia de que
los ciudadanos debían decidir directa y
personalmente sobre los asuntos que les
eran comunes, partía necesariamente de
la base de que el ciudadano razonable era
también capaz de semejante decisión. Pue-
de dudarse que fuera así en su tiempo. Pe-
ro que de ello ya no se puede hablar en
el complicado mundo estatal moderno,
salta a la vista. De aquí resultan dificul-
tades a las que la democracia representa
tiva, la que entrega la decisión al Parla-
mento elegido, sólo escapa aparentemen-
te. En base a la cada vez más complicada
estructura del todo social se han elevado
considerablemente las demandas al saber
especializado, sin el que no se puede ya
decidir absolutamente. En la misma me-

133
dida se han reducido las posibilidades de
imposición de postulados políticos idea-
les, hasta ahora el auténtico dominio de
los partidos, formados en torno a una con-
cepción del mundo. De esto se tratará más
de cerca en el capítulo dedicado al parla-
mentarismo.
La problemática del sufragio universal
consiste en la duda de si lo más adecuado
es reunir en el Parlamento al saber espe-
cializado. La duda está ciertamente justi-
ficada, pero carece de importancia prác-
tica mientras no se encuentre un modo
mejor de constituir el Parlamento que
pudiera asumir las funciones políticas
—y son muchas— de la elección.
El ejercicio del sufragio exige también
del ciudadano una decisión. Pero, sin em-
bargo, lo que el elector dispone y prepa-
ra con su decisión queda más allá de su
entender. Y no sólo porque los modernos
asuntos del Estado no puedan ser abar-
cados y enjuiciados objetivamente por el
ciudadano normal y por el experto exclu-
sivamente en la parcela de su especiali-
dad. A esto se suma más bien que la ener-
gía de conocimiento que se produce en la
decisión a favor de un partido es lamenta-
134
blemente exigua. Ha sido sobre todo
Schumpeter quien ha llamado la atención
sobre este punto y quien ha puesto al ciu-
dadano en cuanto elector una mala nota:
«En cuanto que penetra en el terreno de
lo político súmese el ciudadano típico en
un nivel inferior de capacidad intelectual.
Argumenta y analiza en una forma que él
mismo se mostraría dispuesto a estimar
como infantil en la esfera de sus intereses.
Cae de nuevo en lo primitivo. Su pensa-
miento se vuelve asociativo y afectivo» (1).
Sin embargo, no se debería ser muy
duro con el ciudadano, máxime cuando el
dominio racional de las realidades del Es-
tado moderno y de sus necesidades se ha
hecho absolutamente imposible. En es-
tas circunstancias pierde también algo de
su peso el desconocimiento, siempre con-
siderado como catastrófico, de las cosas
del Estado por amplias capas de pobla-
ción.
Tampoco los modernos medios de co-
municación de masas acuden correspon-
dientemente en ayuda del ciudadano acti-
vo. Los logros de la moderna técnica per-
(1) Kapitálismus, Sozialismus una Demokratie,
1946, pág. 416.
135
miten llenarle de una plétora de noticias
de todo el mundo diariamente. De aquí
surge un doble inconveniente. En primer
lugar, estas informaciones, sobre un gol-
pe de Estado en Latinoamérica, pongamos
por caso, no bastan para formarse un jui-
cio preciso, lo que, por lo demás, también
es el caso de gran número de informacio-
nes sobre sucesos en la República Federal.
En segundo lugar, escapa al ciudadano ac-
tivo el valorar estas informaciones según
su peso específico y ponerlas en relación
a unas con las otras. Tiende por ello a dar
una significación inadecuada a estos su-
cesos que se filtran en su vida privada y
sobre los que se habla en la familia y en
el trabajo.
Tampoco los periodistas que sirven en
los modernos medios de comunicación de
masas están acreditados por un conoci-
miento especializado. No pueden estarlo,
pues con un mero conocimiento de espe-
cialistas —aquí se puede decir— es posi-
ble hacer una revista científica, pero no
un periódico ni una emisora interesante.
Los medios de comunicación de masas
están, así pues, indicados para difundir
noticias. En esta cualidad el Tribunal
136
Constitucional Federal les ha calificado
como elementos indispensables de una de-
mocracia liberal.
Ahora bien, el campo de observación
que aquí consideramos se puede repre-
sentar plásticamente de la manera siguien-
te. Existe un círculo interior, en el que
domina el saber especializado y en el que
se toman las decisiones de este carácter.
Este círculo se ha estrechado en la medi-
da en que el todo social se ha ido compli-
cando en tales proporciones que ya sólo
es dominable mediante un saber técnico
cada vez más especial. En torno a este
círculo interno se extiende una amplia zo-
na de opiniones, que no hay que confun-
dir con los juicios técnicos del círculo más
reducido. Esta distinción de juicio técni-
co y opinión corresponde a las necesida-
des humanas reales. Pues incluso el vla-
rividente que reconoce la justificación y
la necesidad del juicio técnico no quisie-
ra enmudecer absolutamente. En cuanto
que no participa en el saber especializado,
quisiera, por lo menos, tener, expresar y
conocer opiniones, circunstancia en la que
se basan los medios de comunicación de
masas. ¿Quién se lo iría a tomar a mal,
137
cuando la misma Ley Fundamental se lo
garantiza? Sólo el moderno desarrollo del
Estado ha hecho realidad la famosa ex-
presión del limitado entendimiento de]
subdito.
Con todo, se le haría injusticia al ciuda-
dano si se pretendiera abandonar sus opi-
niones a su libre albedrío. Pues estas opi-
niones le sirven al Estado, y con el Esta-
do se trata también de algo que no le es
ajeno. Así nos acercamos al sentido del
moderno derecho de sufragio, que no se
puede entender con conocimientos espe-
cializados o sin ideas objetivamente fun-
dadas. La mentalidad moderna reacciona
con gran sensibilidad ante el hecho de ver
a las personas sumidas en una situación
en la que son meros objetos. No sin causa
se ha convertido la idea de la «manipula-
ción» en un lugar común, del que no está
muy lejos el veredicto de la alienación.
Estas reflexiones se confirman por la
práctica que es común en la República
Federal. La participación electoral alcan-
zó en 1949 un 81,5 por 100, ascendió al
86 por 100 en 1953, al 87,8 por 100 en
1957, y se ha mantenido desde entonces
en este nivel, cifras todas que no son casi
138
alcanzadas, por no decir superadas, por
las llamadas democracias clásicas. Por el
contrario, el porcentaje de participación
en las elecciones al «Reichstag», de 14 de
septiembre de 1930, fue de un 81 por 100,
subió en las elecciones de 31 de julio de
1932 a un 84 por 100 (la más alta partici-
pación electoral de la República de Wei-
mar), y volvió a bajar en las elecciones al
«Reichstag» de 6 de noviembre de 1932 al
80,6 por 100. Al comparar estas cifras hay
que considerar que sólo se han menciona-
do las elecciones del período final de la
Constitución del «Reich» de Weimar, que
tuvieron lugar bajo el signo de una polari-
zación manifiesta: nacionalsocialismo por
una parte; comunismo, por la otra; y en-
tre medias, los conservadores, los libera-
les, los católicos organizados («Zentrum»)
y los socialistas. Alternativas de semejan-
te amplitud faltaban por completo en las
elecciones bajo la Ley Fundamental. Hay
que considerar ciertamente que a muchos
electores, sobre todo de las generaciones
mayores, ha sido la conciencia de anterio-
res faltas o descuidos la que les ha movi-
do a las urnas. Pero con ello no se puede
explicar la elevada participación electoral
139
a pesar de la falta de claras alternativas,
como lo corrobora el comportamiento
electoral de la generación joven. Su fun-
damento reside manifiestamente en la vo-
luntad, más firme que antaño, de partici-
par cuando se trata de cosas que le in-
cumben a uno directamente.
Con ello, el sentido del derecho de su-
fragio se ha apartado ampliamente de las
ideas del siglo xix. En los «Pensamientos
y Memorias», de Bismarck, que entendía
algo de estos asuntos, se encuentra el si-
guiente pasaje: «El mayor discernimien-
to propio de las clases más cultivadas pue-
de tener ciertamente el apoyo material de
la conservación de la propiedad; el otro,
el de la tendencia a su conquista no está
menos justificado. Pero para la seguridad
y continuidad del Estado es más útil la
primacía de aquellos que representan la
propiedad. Un Estado cuya batuta resida
en manos de los ansiosos, de los «novarum
rerum cupidi» y de los oradores, que po-
seen en mayor medida que los demás la
facultad de engañar a las masas sin con-
cepto, estará continuamente condenado a
un desarrollo turbulento que masas tan
considerables como las que forman el Es-
140
tado no pueden soportar, sin ser dañadas
en su organismo» (2). ParárBismarck era
natural que el derecho electoral se guiara
por las necesidades del Estado, cosa que
ya no sucede en el moderno sistema elec-
toral, que existe en virtud de sí mismo,
convirtiéndose en expresión de la autono-
mía del hombre. Lo que sí se ha mante-
nido ha sido la idea de que el derecho elec-
toral en su estructura interna debe reper-
cutir en la formación de mayorías claras,
capaces de gobernar. En este argumento
se han basado, sobre todo, los defensores
del sistema electoral mayoritario. Pero
desde que la historia parlamentaria ingle-
sa, en el período de la postguerra, ha de-
mostrado que tampoco el sufragio mayo-
ritario ha obtenido satisfactoriamente ese
resultado, ya no se habla de esta función
del sistema electoral más que entre los
inconmovidos defensores del sufragio ma-
yoritario.
La alta participación electoral contras-
ta desde un principio con la escasa dispo-
sición de los alemanes a comprometerse
políticamente mediante el ingreso en un
(2) Cap. 21, núm. 3, citado por la edición de la
Droemerschen Verlagsanstalt, 1952, pág. 341.
141
partido o en cualquier otra manera. Las
causas de ese fenómeno se han investiga-
do repetidamente. Pero se puede dejar co
rrer el asunto. Aquí interesa exclusivamen-
te el hecho mismo. Su consecuencia es el
actual sistema de partidos por la gracia
del Estado. Económicamente débiles por
su escaso número de miembros, a los par-
tidos se les devuelve hasta una suma cier-
tamente considerable y mediante un pro-
cedimiento regulado en el párrafo 18 de la
Ley de Partidos políticos, los gastos de
su campaña electoral, que suponen la car-
ga más pesada de su presupuesto. Hay
muchos elementos que hablan en pro de
la idea que si se pudo llegar a semejante
regulación, fue porque el número de los
beneficiarios es cerrado y conocido de
antemano. Eso debió notarlo el antiguo
alcalde Daniel cuando participó con éxito
respetable, pero no suficiente, en las elec-
ciones al Bundestag de 28 de septiembre
de 1969, siendo excluido de la devolución
de los costes de la campaña electoral (3).
Es lícito calificar como cerrado el circu-
ís) Aún no se dispone de sentencia sobre el re-
curso contencioso-administrativo planteado sobre
esta cuestión.
142
lo de los partidos en el sentido de que la
desaparición como consecuencia de una
derrota electoral es ciertamente posible,
mientras que el acceso al Parlamento está
preparado con un obstáculo a duras pe-
nas salvable, la conocida «cláusula del cin-
co por ciento». No se considera suficien-
temente su efecto obstaculizante, si se
atiende sólo a la proporción numérica.
Los partidos existen brindándose convin-
centemente a los electores. Un medio muy
importante para ello, junto con las acti-
vidades en el Parlamento, es la propagan-
da, que tiene lugar en el mercado político
de la publicidad. En virtud de la igualdad
ante los medios de propaganda, las con-
diciones son aquí esencialmente las mis-
mas que para la propaganda económica.
Ahora bien, es de sobra sabido en qué
medida las leyes del mercado favorecen a
los ya instalados y perjudican a los «new-
comer». Los partidos se ven enfrentados
a esta situación. Ciertamente ya había to-
mado el derecho electoral de la Constitu-
ción del «Reich» de Weimar precauciones
(como la determinación de un «quorum»,
determinadas exigencias para la admisión
de propuestas electorales, reglas del cálcu-
143

lo de residuos para evitar la aparición de
partidos minúsculos, que no lograban en
definitiva su objetivo. En ello colabo-
ró, sin duda, la circunstancia, entre
otras, de que entonces aún no existía una
refinada sociedad industrial con sus parti-
culares condiciones del mercado y de la
publicidad. En cualquier caso, no se pue-
de comparar sin más la actual cláusula del
cinco por ciento, por sus efectos, con las
anteriores precauciones contra partidos
minúsculos.
A través de las circunstancias esbozadas,
hace tiempo que los partidos han dejado
de ser lo que eran por su origen: uniones
sociales libres de personas políticamente
afines con finalidades electorales. Con to-
da seguridad, ya la introducción del su-
fragio proporcional por el art. 17 de la
Constitución del «Reich» de Weimar con-
tribuyó de manera esencial a despojarles
de esta característica. Los partidos actua-
les, como lo demuestra no sólo su finan-
ciación, sino también la regulación de
sus relaciones jurídicas por la Ley sobre
Partidos políticos de 24 de julio de 1967,
están bajo tutela del Estado. Como es sa-
bido, el Tribunal Constitucional Federal
144
ha avanzado un paso más, declarando a
los partidos órganos constitucionales. Es-
to despierta dudas y arroja muchas pre-
guntas, que no se han de discutir en estas
páginas.
La democracia parlamentaria, cuyo sen-
tido y función consiste en activar el Esta-
do, legitimar sus funciones y controlarlas,
anda gracias a las muletas de ese mismo
Estado. Este hecho se puede entender de
dos maneras: puede producir lo mismo un
robustecimiento como una debilitación
del Estado. Lo decisivo en una coalición
de esta clase es cuál de las partes es sufi-
cientemente fuerte como para instrumen-
talizar a la otra para sus fines. Y quién es
el más fuerte en este caso, no deja lugar
a dudas.
El primitivo concepto democrático-libe-
ral, según el cual entre el Estado y los par-
tidos como exponentes de la sociedad exis-
te un antagonismo natural que tiene como
consecuencia una moderación del Estado
—el «gouvernement moderé» en el senti-
do de Montesquieu— que representa una
de las condiciones de libertad política,
pertenece, como otros tantos conceptos,
definitivamente al pasado. Con ello se su-
145
10
pera también la vieja idea de que el Par-
lamento controla al Gobierno. Una vez que
el Estado se ha convertido en el campo de
operaciones de los partidos o de la coali-
ción del Gobierno, el interés por el con-
trol del Gobierno se limita a la oposición.
Es cierto que el derecho parlamentario
le proporciona algunas posibilidades de
expresar en la publicidad del debate par-
lamentario su crítica a anomalías reales
o supuestas. Pero esto no modifica en na-
da el hecho de que el control parlamenta-
rio del Estado se ha convertido en asun-
to de una minoría, que, por su parte, exis-
te por la gracia del Estado. Ciertamente
también existe un control del Gobierno
por los partidos que han formado el Go-
bierno, pero éste se realiza bajo formas
de influenciamientos intrapardistas y no
es la forma de control pública pensada
por la constitución democrático-liberal.
De esta manera la República Federal se
presenta como un sistema democrático-
parlamentario, en gran medida cerrado.
Se malogra con ello uno de los sentidos
esenciales de la democracia parlamenta-
ria, el de mantener vivo al Estado median-
te su apertura a las fuerzas políticas ac-
146
tivas en el pueblo y en consonancia
con ellas. Esto no se debe, ni se puede re-
ferir a cualesquiera fuerzas. Los manda-
tos que contiene la Ley Fundamental en
contra de las asociaciones (art. 9, ap. 2)
y de los partidos (art. 21, ap. 2) anticons-
titucionales no son los aquí pensados. Lo
que se alude es la obstaculización, casi con
la eficacia de una barrera, del acceso al
Parlamento de formaciones políticas nue-
vas, que por fuerza de naturaleza han de
empezar siendo pequeñas. Ya se hace su-
ficientemente difícil este acceso median-
te los costos de la propaganda en las con-
diciones de la actual sociedad industrial.
La obstaculización adicional mediante la
cláusula del cinco por ciento se presenta
a medida que pasa el tiempo más clara-
mente como poco inteligente.
Esta cláusula sólo deja dos posibilida-
des a los grupos activos. Una, la más inte-
ligente desde el punto de vista táctico, es
la actuación por debajo de los partidos.
Dado la escasa cifra de miembros de los
partidos les resulta posible a los grupos
relativamente pequeños que actúen muy
aunadamente ganar influencia en los par-
tidos existentes. Las luchas de orientación
147
política ya no se desarrollan interpartidis-
tamente, sino dentro de los partidos, que
no se pueden abandonar fácilmente, pues-
to que la pérdida del «status» que otorga
un partido establecido supone muy posi-
blemente el fin de la representación par-
lamentaria. La otra, la posibilidad radical
es la de trasladar la actividad política a
otra esfera, la social, constituyendo una
oposición extraparlamentaria, en lugar de
conmover los centros de decisión del sis-
tema democrático-parlamentario. Puesto
que en esta esfera no se puede ganar nin-
gún elemento para una política construc-
tiva, la actividad política de tales grupos
sólo puede ser utópica y estar continua-
mente expuesta al peligro de agotarse en
terror.
Ambas posibilidades son igualmente fa-
tales. Las condiciones bajo las que riva-
lizan mutuamente partidos y opiniones
políticas en la sociedad industrial favore-
cen de modo manifiesto a los partidos y
grupos establecidos. Esto tiene como con-
secuencia la congelación del sistema par-
tidista. Fortalecer todavía esta congela-
ción mediante la cláusula del cinco por
ciento se demuestra a la larga como poco
148
inteligente. En el interior de la sociedad
industrial, penetrada de racionalidad y ca-
da vez más cientificada, reside la tenden-
cia a paralizar —por absorción o repul-
sión— las aspiraciones políticas que repo-
sen exclusivamente en convicciones u opi-
niones. En caso de tener éxito esa tenden-
cia se produciría una situación social que
supondría junto con el muchas veces men-
tado fin de la historia también el fin de
Estado. En este fin se puede creer o no
creer. Científicamente no se puede decir
nada. La adaptación a las formas de vida
propias de la sociedad industrial progresa
de modo innegable. Los políticos deberían
pensar seriamente si acaso van a fomen-
tar todavía esa tendencia, cuando ya no
la pueden excluir del todo.
La demolición de posiciones políticas
basadas en concepciones del mundo ha
conducido a que el moderno elector se
oriente más aun que antes por sus pro-
pios intereses. Esta actitud es comprensi-
ble frente a un Estado que no sólo actúa
sobre la vida social mediante órdenes y
prohibiciones sino también mediante pres-
taciones y subsidios de todo tipo. La pro-
paganda electoral también tiene en cuen-
149
ta esta circunstancia. No se limita ya a
los medios propagandísticos, cuyo empleo
alcanza el punto más alto en las campa-
ñas electorales. Una parte esencial, quizá
decisiva, de la búsqueda de votos se ade-
lanta mediante la satisfacción previa de
intereses mediante la legislación del par-
tido o de la coalición en el Gobierno.
A esto se opone la pretensión de los
partidos de ser en cuanto partidos popu-
lares abogados de todos los intereses.
Una ley que satisfaga los intereses espe-
ciales de una rama o profesión concreta,
importante por sus votos, no puede ser
por ello inmediatamente utilizada por los
partidos para su propaganda electoral
porque el fomento de un interés particu-
lar va generalmente a costa de los inte-
reses de otros y no representa al partido
ningún triunfo propagandístico. Pero aquí
intervienen los grupos de interés que se
encuentran muy fácilmente en situación
de recordar a sus miembros los méritos
de un partido en cuanto a los intereses
grupales y de indicarles hacer honor a
esos méritos mediante la entrega del vo-
to. Este juego de pasillos es inevitable
en vista de la actual constelación de par-
150
tidos. El carácter popular de los partidos
actuales contrasta con la orientación de
los electores hacia su propio interés. Se
correspondería a este comportamiento
electoral si el campo parlamentario estu-
viera ocupado por un número mayor de
partidos que se declaran abiertamente por
los intereses que representan. Esto tendría
la ventaja de que el compromiso de intere-
ses, necesario para la formación de la vo-
luntad del Estado, se desarrollaría en me-
dio de la publicidad, mientras que hoy se
procede en el seno de los partidos, esto
es, a puerta cerrada. Pero naturalmente
no hay que pensar en una disolución del
actual sistema de partidos bajo las condi-
ciones planteadas con la sociedad indus-
trial.
Las circunstancias descritas hacen com-
prender una importante modificación de
las oportunidades de propaganda electo-
ral de los partidos. La democracia parla-
mentaria presupone la igualdad de opor-
tunidades de todos los participantes en la
elección, y el Tribunal Constitucional Fe-
deral se ha preocupado en varias decisio-
151
nes de asegurar esa igualdad. Sin embar-
go la igualdad no existe ya en la rela-
ción entre partidos de Gobierno y de opo-
sición. La posibilidad de una satisfacción
previa de intereses, de que el «Bundes-
tag» había hecho uso regular hasta las
elecciones parlamentarias de 1965 (4), es-
tá naturalmente tan sólo a disposición de
la mayoría gubernamental. Ciertamente
también puede la oposición participar en
este procedimiento mediante proposicio-
nes "de ley propias, pero aunque ello trans-
curra con éxito la ley que dé ahí surge se
queda como una ley de la mayoría y con
ello del partido o la coalición en el Go-
bierno.
La moderna demoscopia ofrece al go-
bierno la posibilidad de averiguar qué exi-
gencias de la oposición «acceden» al elec-
torado y poder influenciar el resultado de
(4) Ante esas elecciones se habían dispuesto los
llamados «regalos electorales», que tuvieron que pa-
sar por caja parcialmente después de las eleccio-
nes. Esto no demuestra, sin embargo, más que el
entonces Canciller federal Erhard no había estado
a la altura de las circunstancias de una práctica de
gobierno que su antecesor había utilizado con in-
teligencia y acierto.
152
las elecciones en un sentido perjudicial
para ella. Con ello se ve en situación de
satisfacer por su parte —y quizá a su ma-
nera— esta exigencia y quitar así el vien-
to a la vela de la propaganda electoral de
la oposición o de manipular esa exigencia
de otra manera. El gobierno puede así
desviar la atención de los electores de fa-
llos que se han infiltrado o de fracasos
con los que se ha tenido que cargar, con
lo que pierde vigencia la vieja regla de
que los partidos en el gobierno acaban
por desgastarse. Esta ventaja a la hora de
configurar la propaganda electoral que
tiene el partido (o que tienen los partidos)
en el gobierno frente a la oposición perte-
nece hoy a las importantes primas que
otorga la detentación legal del poder.
Las implicaciones de este desarrollo se
van perfilando con claridad. El sistema
democrático de partidos, tal y como hoy
en día nos le ofrece la Ley Fundamental,
ha perdido ciertamente fuerza de convic-
ción, pero —pese a todo— nada de esta-
bilidad. En ella un determinado «status
quo» político ha cuajado en unas formas
sólidas. Sólo dentro de éstos límites refle-
ja el parlamentarismo las opiniones polí-
153
ticas que circulan en el pueblo. Un siste-
ma de partidos así institucionalizado co-
rresponde en elevado grado a las necesi-
dades de la sociedad industrial, interesa-
da en un Estado que funciones racional-
mente.
EL PARLAMENTO

Según una encuesta del Ministerio Fe-

deral del Interior, en el año 1969 estaban
empleados en el Gobierno Federal 3302
expertos, de ellos 1024 científicos y 852
representantes de grupos técnicos. Se re-
partían en 205 juntas asesoras, comisio-
nes y grupos de trabajo. Por citar sólo
algunos casos, 32 de estos organismos co-
rrespondían a los Ministerios de Econo-
mía y Sanidad, 27 al Ministerio de Tra-
bajo, 26 al de Abastecimientos, 17 al del
Interior, 10 al de Justicia y 8 al de Trans-
portes. En dicha encuesta no se incluía el
asesoramiento especializado a través de
grupos de interés y organismos indepen-
dientes como la «Conferencia Alemana de
Rectores». Pero si se aprecia que en la en-
cuesta estaban incluidos la «Comisión
Alemana del Álamo» o el círculo de tra-
bajo «Antenas Receptoras de Radio», es

154 155
entonces lícito pensar que se trata de un
cuadro de significación muy heterogénea.
A pesar de todo, estas cifras muestran
claramente en qué alta medida se encuen-
tra la República Federal abocada al sa-
ber especializado, sobre el que no dispo-
ne directamente, sino que tiene que hacer
disponible mediante el empleo de ex-
pertos.
Esto es cierto sobre todo para el Par-
lamento, cuya más importante función, la
legislación está sujeta de manera espe-
cialmente intensa al saber especializado.
El parlamentarismo moderno es objeto de
una rica literatura, de la que merece ser
resaltada la obra, altamente documental,
de Gerhard Lówenberg (1). No hace fal-
ta repetir lo que en esas páginas se puede
leer. Lo que aquí importa es indagar más
bien las especiales condiciones en que se
encuentra situado el Parlamento por las
características de la moderna sociedad in-
dustrial.
De esto ya se ha hablado en otro lugar.
Las condiciones de mercado de la socie-
(1) GERHARD LSWENBERG, Parlamentarismus im
politischen System der Bundersrepublik Deutsch-
land, 1969.
156
dad industrial favorecen a 1 o s grandes
partidos. Cuentan con la publicidad que
l o s medios de comunicación de masas
proporcionan. Disponen también, en ma-
yor medida que los partidos pequeños, de
los medios financieros y las conexiones
necesarias para hacerse valer en el mer-
cado de la formación de opinión políti-
ca. Hay ciertos elementos que hablan en
favor de que en un futuro previsible tan
sólo dos partidos estarán representados
en el «Bundestag». No faltan voces que
hace tiempo que aspiran al parlamenta-
rismo bipartidista como el mejor sistema
parlamentario, con lo que se remiten a
Inglaterra, y al sufragio mayoritario, co-
mo medio más adecuado para lograr tal
estado ideal. Pero no todo esto es cierto
sin más. En Inglaterra no hay dos, sino
tres partidos, aunque el tercero, el libe-
ral, solo esté muy débilmente representa-
do. Que el sufragio mayoritario produz-
ca en la República Federal los mismos re-
sultados que en Inglaterra está además
aún por ver. Se pasa por alto el hecho
aquí de que es la sociedad industrial la
que sirve de precursora en el camino ha-
cia el sistema bipartidista.
157
 Pero sobre todo es un error soberano,
en el que incurren muchos formadores de
opinión creer que con la reducción de
Jos partidos a dos ya se tiene de hecho
el sistema bipartidista del modelo inglés.
Si en el caso de Inglaterra se puede ha-
blar en la práctica de un sistema de dos
partidos, no es sólo porque existan exclu-
sivamente dos partidos, que ni siquiera
es cierto, sino porque entre Gobierno y
oposición, o sea, prácticamente: entre
conservadores y laboristas, existen unos
deberes de lealtad que se cumplen, que
no están codificados en ninguna parte,
pero que pertenecen al funcionamiento
del sistema inglés de gobierno. Baste un
ejemplo: frecuentemente el Gobierno in-
glés toma a su servicio diputados de la
Cámara baja para encargos oficiales que
les impiden participar en las sesiones del
Parlamento. En casos de mayoría exigua
puede resultarle de esto al Gobierno una
imposibilidad de hacer valer su mayoría
en la Cámara Baja. Para soslayar este pe-
ligro es costumbre que el partido de opo-
sición indique a un mismo número de di-
putados suyos que se mantengan aparta-
dos de la votación. Semejantes limitacio-
158
nes leales de la propia capacidad políti-
ca hacen, de hecho, del actuar de los dos
grandes partidos británicos un sistema.
Estas lealtades le son extrañas al parla-
mentarismo alemán, distintamente articu-
lado. Presuponen un poder de la dirección
de la fracción que ni corresponde a la rea-
lidad de los partidos y las fracciones ale-
manas ni al mandato libre que asegura la
Constitución (art. 38, Ley Fundamental);
tampoco conoce «whips» ni directores de
votación en esta forma, ni lo permitiría.
El parlamentarismo alemán se ha vuelto,
en verdad, más civilizado en comparación
con el de los tiempos de Weimar. Sesiones
tumultuosas en las que lluevan las llama-
das al orden y se expulse a diputados de
la sala ya no se presentan así como así.
La necesidad de objetividad, surgida de
la sociedad industrial, produce sus bené-
ficos resultados. Pero con lealtad no tie-
ne nada que ver. La particularidad del
sistema bipartidista inglés se funda, pues,
en el hecho de que la historia parlamen-
taria inglesa, a diferencia de la alemana,
fue estamental en buena parte de su trans-
curso, manteniéndose restos suyos no sólo
en algunas especialidades de su ceremo-
159
 nial, sino también en el modo de funcio-
namiento de la Cámara baja.
El dilema fundamental del parlamenta-
rismo actual no se puede zanjar con nin-
gún medio; estriba en que hay dos ele-
mentos que han de ser activos en el Par-
lamento moderno: la legitimación demo-
crática del Gobierno y la capacidad de
actuación material, especialmente en el
campo de la legislación, el dominio poi
excelencia del Parlamento. Mientras el
Parlamento, y con él considérese la legis-
lación, fue esencialmente cuestión de la
convicción política que se transformaba
en la voluntad de los electores, del parti-
do, de la mayoría y, finalmente, del Par-
lamento mismo, fue posible la combina-
ción de ambos elementos. Se continuó
dando incluso una vez que el Parlamen-
to, como más tarde durante la República
de Weimar, se hubo apartado de su con-
cepto preliberal y de los elementos que lo
sostenían: decisión y publicidad. La apa-
rición del político y d e 1 parlamentario
profesionales no tenía que suponer forzo-
samente el final del político de creencias y
de convicción, y no lo fue en un principio.
El político profesional, como Max Webei
160
lo describe en su famosa conferencia (2),
está imbuido en medida muy elevada de
creencias y convicciones.
La situación de aporía en que ha desem-
bocado el parlamentarismo surgió cuando
el ejercicio de las competencias parlamen-
tarias ya no se le exigió al político de
convicción sino a los expertos. Este es, en
líneas generales, el caso de la República
Federal. Tenerlo en cuenta debería signi-
ficar que tan sólo los expertos estuvieran
legitimados para el derecho de sufragio
pasivo. Inmediatamente surgiría la cues-
tión de según qué criterios definir la con-
dición de experto y de quién ha de deci-
dir si estos criterios se dan en el caso
concreto. La elección popular general se-
ría en este caso también absurda. Pues
el elector individual puede, ciertamente,
solidarizarse c o n convicciones y creen-
cias que puede comprender, pero no con
un saber especialista q u e no entiende
porque no participa en él.
Naturalmente el sufragio popular uni-
versal es insustituible para el parlamenta-
rismo. Puede dejarse a un lado la cues-
(2) «Politik ais Beruf», en Max Weber, Gesant'
melte Politische Schriften, 1921, pág. 386 y ss.
161
11
tión de si aún se puede hablar con pleno
sentido de una representación del pueblo
por el parlamento. Pero, en cualquier ca-
so, la elección proporciona una legitima-
ción democrática no sólo del Parlamento
sino también del Gobierno por él elegido.
Esta función del Parlamento es irrenun
ciable. Pero así el modo de cubrir los
mandatos parlamentarios se vincula a un
procedimiento que está en contradicción
manifiesta con las exigencias que resul-
tan para los mandatarios.
Hacen falta recursos de muy diversa cla-
se para poder atenuar esa contradicción.
Los partidos presionan sobre sus agrupa-
ciones locales para que éstas ayuden a los
expertos, imprescindibles para las frac-
ciones parlamentarias, a obtener candida-
turas seguras. Para alcanzarlo son impres-
cindibles las listas electorales de «Land».
Sin ellas, o sea, con un sistema electoral
meramente mayoritario, se reducirían ex-
traordinariamente las perspectivas de con-
seguir un número considerable de exper-
tos para el trabajo parlamentario.
Desde que las tareas parlamentarias ya
no se pueden dominar sin la participa-
ción del saber especializado en casi todos
162
los campos, existe el peligro de que los
Parlamentos caigan, en mayor medida de
lo que corresponde al ordenamiento cons-
titucional, bajo la dependencia de los Mi-
nisterios, que disponen del saber técnico.
Para salir al paso de este peligro se ofre-
ce como solución el reunir expertos en el
Parlamento, disponiendo 1 o s diputados
de su saber especializado. Así se ha crea-
do, en momentos aún muy recientes, el
Servicio Científico en el Bundestag, del
que aún no existen experiencias. Por eso
no se puede discernir todavía si se trata
en este caso de un germen de burocracia
concurrente con la ministerial. También
se debe esperar a ver cómo se formaliza
la relación entre el Servicio Científico y
los diputados. En la forma en que se ha
institucionalizado, la necesidad de infoi
mación implica necesariamente una infe-
rioridad específica, concretada en la de-
pendencia con respecto al que imparte la
información. Esta dependencia puede ser
compensada mediante lealtad, a la que
los diputados se ven destinados en alta
medida. El tema de la selección de los ex-
pertos reviste así una significación deci-
siva.
163
 Otro medio de activación del saber es-
pecializado es el dictamen de expertos,
que —por su naturaleza— no está indi-
cado para el pleno, sino para las Comisio-
nes. Por lo demás, tal como se han pre-
sentado en la más reciente práctica par-
lamentaria, no se limita a los expertos, si-
no que también sirve para ofrecer a los
grupos de interés la deseada ocasión de
introducir sus puntos de vista en el pro-
cedimiento legislativo.
La legislación, en primer lugar, se re-
siente de la complejidad del actual todo
social. La red de interpendencias es tan
espesa que toda modificación, ya sea en
forma de una nueva ley o en la de una
reforma de ley, puede desatar una reac-
ción en cadena comparable a aquella que
sufre un itinerario al modificarse una co-
nexión principal. Una tal reacción en ca-
dena se puede presentar, pero no tiene
por qué hacerlo, en todos los casos. Pero
ya la cuestión de si hay que contar con
ella sólo la puede contestar, generalmen-
te, el especialista.
Son dos las circunstancias que acosan
con más intensidad al Parlamento en sus
tareas, tan altamente atadas al saber es-
164
pecializado: el imperativo de una integri-
dad relativa y el factor tiempo.
Si se vuelve la mirada al siglo xix, se
hallará también en ésta época obras le-
gislativas cuya creación y enjuiciamiento
quedan reservados al saber técnico, como
el Código penal, la ordenación del proce-
dimiento civil y el Código civil. E s t o s
eran, por así decirlo, esfuerzos máximos,
por los que no se debe imaginar la coti-
dianeidad de la legislación. Pero tómese,
pongamos por caso, la regulación de las
profesiones, la ley de prensa o la ley de
asociaciones del «Reich»; entonces nos
encontramos ante leyes que en esta
f o r m a sólo pudieron ser formuladas
por juristas de profesión, p e r o que
eran absolutamente accesibles al entendi-
miento de los parlamentarios de aquella
época, quienes supieron apreciar m u y
bien los efectos y el alcance de las leyes
(lo que no tiene que ser naturalmente
cierto para todos y cada uno de los parla-
mentarios del momento).
Esto se basa en el hecho de que estas
leyes —sobre el fundamento de la separa-
ción entre Estado y sociedad— se limita-
ban a someter la vida social a ciertas re-
165
gulaciones comprensibles en términos ge-
nerales. Hoy la situación es distinta. En la
medida en que el Estado interviene en la
vida social, especialmente en la económica,
sucumbe al imperativo de la integración
consecuencia forzosa de la interdependen-
cia de todas las relaciones sociales. Si
hay algo que debe modificarse, entonces
ha de regularse en todas sus consecuen-
cias aquello que va a ser modificado. Es-
ta tarea se la atribuye la Ley Fundamen-
tal al Parlamento, que la puede delegar
por vía de Ley en el Gobierno federal, en
un ministro federal o en los gobiernos de
los «Lánder», definiendo siempre por ley
el contenido, la finalidad y la extensión
del apoderamiento otorgado. Este precep-
to se convierte de hecho en una necesi-
dad de normación para el legislador parla-
mentario. Si con ello se pretende echar el
cerrojo a aquella práctica parlamentaria
del nacional-socialismo que consistía en
delegar a cualquier instancia del ejecutivo
una competencia legislativa cuyos límites
sólo vagamente se definían en la delimita-
ción de la delegación, entonces no hay na-
da que objetar. Derecho constitucional es
derecho en sentido estricto, inalterable
166
por acuerdos o delegaciones. La constitu-
ción fundada en el principio democrático,
asigna al Parlamento la función legislati-
va. Pero la cuestión de dónde acaba para
el legislador parlamentario su deber de
normación para transmitir a una instancia
facultada para dictar reglamentos jurídi-
cos la restante regulación de detalle no es-
taba regulada en las primeras constitu-
ciones, sin que por ello hubieran surgido
objeciones de derecho. Estas constitucio-
nes entregaban, así, al Parlamento la ta-
rea de definir por sí mismo el marco de
su deber de normación en cada caso con-
creto. Que ahora esa determinación haya
de tomarse de una vez para siempre en la
misma constitución, es algo que se debe
ensalzar por democrático y por tener en
cuenta seriamente la división de poderes,
aunque no debería, sin embargo, pasarse
por alto el precio que se ha de pagar por
ello.
Este precio se define por el factor tiem-
po. La sociedad civil así como la burocra-
cia estatal necesitan en gran medida nor-
mas estatalmente determinadas, según las
cuales discurrirán sus funciones. Esta ne-
cesidad de regulaciones no se puede com-
167
parar con la del siglo pasado, cuando los
Parlamentos se reunían en otoño —toda-
vía la Constitución del «Reich» de Weimar
preveía a tai efecto el primer miércoles
de noviembre—, para ser clausurados en
la primavera, tras la aprobación del pre-
supuesto. A pesar de las sesiones perma-
nentes del «Bundestag», ni siquiera a du
ras penas es éste capaz de sobreponerse a
esa necesidad de regulaciones. Ninguna
legislatura concluye sin dejar tras de sí
considerables retrasos. Muchas, y precisa-
mente importantes leyes llegan a hacer
frente a sus necesidades después de serias
diferencias temporales. A esto se añade lo
siguiente. La legislación, en la medida que
se convierte en asunto de especialistas,
pierde su aspecto político. Si se parte de
que la tarea del Parlamento es y continúa
siendo, política por naturaleza, surge en-
tonces la consideración de si es realmente
asunto del Parlamento perderse en deta-
lles de normación que sólo se pueden afron-
tar con visión técnica. Hay razones sufi-
cientes para justificar la duda de si no
se podría satisfacer más deprisa y adecua-
damente la necesidad de normación de la
sociedad industrial, limitándose el Parla-
168
mentó a dictar él mismo las normas polí-
ticamente relevantes y poniendo de esta
manera el marco de la regulación de de-
talle, que se abandonaría al Gobierno o
al ministro correspondiente, que cuentan,
desde luego, mejor que el Parlamento, con
el saber técnico requerido para esta em-
presa. Por esta vía ganaría el Parlamento
incluso influencia política, puesto que se
podría dedicar exclusivamente a las cues-
tiones de la legislación políticamente rele-
vantes.
Esta solución está cerrada por la Ley
Fundamental. La anacrónica estructura
del Parlamento, que hay que tolerar poi
amor a la democracia y a la división de
poderes, queda así asegurada y reforzada
contra una reforma adecuada al momento
histórico y a las necesidades objetivas.
Una empresa económica que fuera gober-
nada de la misma manera caminaría con
toda seguridad en breve espacio de tiem-
po hacia la quiebra. Sin duda, el Estado
no es una empresa económica. Pero exis-
te un deber de proporcionalidad entre la
naturaleza específica de las funciones y
las modalidades de su satisfacción. Tam-
poco el Estado puede escaparse de ese
169
deber sin sufrir a la larga la correspon-
diente sanción.
Si fuera verdad que la historia, y con
ella el Estado y la política (entendida en
cualquier caso en su sentido usual), han
llegado a su final, sobrarían todas las que-
jas de principio sobre la situación presen-
te del parlamentarismo. El problema de
los especialistas y el de la premura de
tiempo están ahí y ciertamente pueden
procurar al Bundestag problemas, pero
el parlamentarismo se seguirá mantenien-
do como el mejor de los principios cons-
titucionales.
La cuestión se presenta con otro aspec-
to, si la historia, como parece que ocurri-
rá, prosigue su curso. El Parlamento ha
perdido imponentemente peso político, en
parte por el cariz práctico, austero, que
han tomado sus funciones, lo que las sus-
trae de la capacidad de enjuiciamiento de
los electores, en parte también a conse-
cuencia de la conducta de los implicados,
cuya conciencia ha trocado la función po-
lítica del Parlamento más o menos en la
de una especie de mercado de intereses.
La pérdida de peso político se puede apre-
ciar en dos circunstancias. La fuerza legi-
170
timadora, en sentido democrático, del
Parlamento, como ya expusimos, ha des-
cendido considerablemente. A ello corres-
ponde la indiferencia con que el «Bundes-
tag» asiste a actividades políticas cuyo de-
clarado fin es la destrucción del orden
constitucional existente. No se hace aquí
referencia a una competencia insuficiente,
lo que no es siquiera cierto, por lo demás.
Quien a la vista de la actual amenaza de
los fundamentos de la constitución, plan-
tea la cuestión de la competencia, se ase-
meja a aquel que, según la conocida frase
de Donoso Cortés, contestara a la pregun-
ta de Pilatos: «¿A quién queréis que os en- .
tregüe?», con la solicitud de formación
de una comisión investigadora. Así se hun-
den las constituciones.
Cuando se vuelve a recorrer con la mi-
rada el camino que ha atravesado el par-
lamentarismo alemán, se aprecia clara-
mente cuan importantes son las transfor-
maciones que la realización social y, aho-
ra, la técnica, han traído consigo y las
que aún comportarán con toda seguridad.
Del sentido primitivo del parlamentaris-
mo: articular, en la medida que están re-
presentadas en el Parlamento, las convic-
171
dones y opiniones políticas del pueblo y
de discutirlas públicamente con el fin de
lograr en ese dialéctico procedimiento una
decisión política, cuyo destinatario sea
el Gobierno, de ese sentido, como decía-
mos, no queda mucho restante. La reali-
zación social redujo la política amplia-
mente a la solución de conflictos de inte-
reses. El más reciente desarrollo de la
técnica condujo a la «eudemónica aprecia-
ción del valor de la vida en masa» (3), en
la medida que ofrecía posibilidades de sa-
tisfacción hasta ahora insospechadas pa-
ra la exigencia de felicidad. De la mano
de una cosa y la otra legó la progresiva
complicación de la sociedad y, con ello, la
degeneración de la legislación desde tarea
parlamentaria a asunto de especialistas.
(3) GEHLEN, Moral und Hypermoral, 1969, pági-
na 144 y passim.
172
GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN
La constitución del Estado de Derecho
vincula Gobierno y Administración a la
Ley. Cuando a mediados del siglo pasado
surgió la opinión de que, con ello, el Go-
bierno y la Administración, ésta sobre to-
do, se agotaban en la ejecución de la Ley
y se entregaban a la Legislación, o sea, al
Parlamento, fue entonces Lorenz von
Stein quien se enfrentó a esta opinión con
argumentos convincentes. La diversidad
de la esencia del Estado no se agota en
el sistema normativo del Estado de dere-
cho. En esto se basa la autonomía de Go-
bierno y Administración, sin que desapa-
rezca por la circunstancia de que ambos
estén bajo control parlamentario y vincu-
lados al Presupuesto.
Ahora bien, esta autonomía no es nin-
gún valor absoluto. Puede ser mayor o
menor y en ello, en si es de una manera o
173
 de otra, se puede colegir la fuerza o la de-
bilidad del Estado. Pues allí donde Gobier-
no y Administración intervienen sin man-
damiento legal son el Estado y nada más.
La autonomía tiene dos aspectos: posee
una virtualidad que va desde el interior
del Estado a la sociedad. Para lograr tai
eficacia, Gobierno y Administración sólo
tienen que utilizar la autoridad propia del
Estado. Esto es lógicamente correcto y no
se puede eliminar por ningún tipo de sen-
timiento antiautoritario, dejando a un la-
do que este sentimiento antiautoritario,
si lleva a alguna parte, sólo puede produ-
cir la entrega incondicional al proceso téc-
nico y a las relaciones de poder que sur-
gen de él. Aunque también sin ese senti-
miento autoritario se encuentra la auto-
ridad en una precaria situación, circuns-
tancia sobre la que aún hemos de volver.
El hecho de que los autores de la Ley
Fundamental la miraran con mucho rece-
lo es explicable por las circunstancias del
momento. Estaba aún muy reciente el re-
cuerdo del abuso de autoridad del nacio-
nal-socialismo. Pero, sobre todo, los auto-
res de la Ley Fundamental se vieron en la
situación sin precedente de poder esbozar
174
una constitución sin tener que atender a
la seguridad interna y externa del Estado
que iban a crear, pues las potencias de
ocupación se habían reservado, hasta la
firma en 1955 del Tratado Alemán, la úni-
ca y exclusiva responsabilidad en tales
cuestiones. Bajo estas circunstancias se
podía crear un Estado de Derecho con en-
tera libertad. Igual que en un presenti-
miento, se establecieron los fundamentos
de la moderna sociedad industrial. Si esto
supuso una tara congénita o fue, por el
contrario, un paso correcto, ya que no va-
liente, hacia el futuro es la pregunta car-
dinal de este libro.
La desconfianza de los autores de la Ley
Fundamental frente al Gobierno y a la Ad-
ministración, conocida de sobra y testimo-
niada en la misma Ley Fundamental, es
explicable por circunstancias históricas.
Pues, ¿qué otra cosa, si no, les podría ha-
ber inducido a situarles en esa forma de
cúratela, como a ningún otro constituyen-
te de un Estado de derecho se le había
ocurrido? Con esto no se dice nada en con-
tra de la jurisdicción constitucional y con-
tencioso-administrativa en cuanto tales. A
continuación se tratará precisamente del
175
 acertado sentido de esas jurisdicciones y
de lo que ellas ha resultado con la parti-
cipación de la Ciencia del Derecho.
Casi bajo ningún concepto se debería
pensar que los autores de la Ley Funda-
metal eran conscientes de lo que signifi-
caba expresar su desconfianza frente al
Gobierno y a la Administración en unos
términos tales que eran iguales a los de
una «capitis diminutio». Esto significaba
una ruptura con la tradición. Pues todo
lo que de esencia estatal ha surgido en
suelo alemán en los tres últimos siglos es
obra del Gobierno y de la Administración.
Francia nos supera en la legislación, gra-
cias incluso a la lengua francesa. Inglate-
rra, aunque a su manera, en la jurispru-
dencia. La Administración, al nivel que al-
canzó con las reformas prusianas es digna
de la admiración que se le tributa. Tam-
bién la Administración republicana mere-
ce, hasta la fecha, todos los honores. La
univocidad con que la Ley Fundamental la
relega al tercer puesto, a pesar de que en
la habitual clasificación de poderes figura
en segundo lugar, afecta precisamente a
aquella actividad del Estado en la que se
había preservado en cierta manera la men-
176
talidad alemana. La ruptura con la tradi-
ción la ha sellado el Tribunal Constitucio-
nal Federal al declarar extinguidas el 8
de junio de 1945 las relaciones de servicio
en la Función Pública, con lo que se ense-
ñaba a los funcionarios que a quien ser-
vían no es al Estado, sino al sistema de go-
bierno correspondientemente instaurado
por una Constitución. Con esto se dio un
corte en la raíz de la Función Pública y se
redujo el Estado a la relatividad de su
forma constitucional correspondiente. A
la vez se recomienda al funcionario asegu-
rarse cerca de todo posible futuro detenta-
dor del poder en momentos de situaciones
constitucionales críticas.
¿Cómo pudo suceder, por decirlo así,
en virtud de una «ratio superveniens»,
que la ruptura con la tradición que aca-
bamos de referir abriera el camino a una
Administración moderna y adecuada a la
sociedad industrial? La pregunta no es tan
errada como para que no se la haya de
considerar seriamente.
En la medida en que la Administración
satisface necesidades de la moderna so-
ciedad de masas, como en el caso de la
Administración social y de la de otras
177
12
prestaciones, ha surgido un nuevo tipo de
Administración, cuya tarea se agota en
proceder según ley y tarifa. Esta tarea es-
tá referida al presente, sin que quede en
ella lugar para la proyección de futuro.
Los actos aislados de la Administración
son actos en masa y uniformes. Lo espe-
cíficamente jurídico pasa a un segundo
lugar, detrás de lo administrativo. Es el
dominio de la Administración media y su-
perior. Las formas de la actividad admi-
nistrativa están ampliamente ramificadas,
llegando a interferir el Derecho privado;
son permutables de varias maneras. En
esa Administración hace tiempo que los
empleados contratados y los trabajadores
cuentan con un lugar firme junto a los
funcionarios.
Este tipo de Administración, que repre-
senta una parte considerable de la totali-
dad de la Administración pública, no tie-
ne aquí mayor interés. Al margen de su
eminente importancia para la estabiliza-
ción de los asuntos públicos, su actuación
tiene una evidencia tal que la sustrae de
la discusión pública. Permanece así fuera
de la problemática del Estado actual.
178
Esta problemática s ó l o comienza allí
donde las finalidades estatales entran en
contradicción con intereses políticos, eco-
nómicos o de otra índole. Y aquí aparece,
tanto más dramáticamente, la perdida es-
tatalidad. Hace tiempo que se ha llegado
a que la policía se vea precisada a justi-
ficarse, cuando no a disculparse, pública-
mente por actos en cumplimiento mani-
fiesto de su deber. No se puede tener ya
confianza en el cumplimiento de las ac-
tuaciones oficiales imperativamente atri-
buidas a la policía, una vez que ésta se ha
distanciado de tales actuaciones, apelan-
do ilegalmente al principio de la propor-
cionalidad; ilegal, porque para actuacio-
nes legalmente prescritas, como la eje-
cución de una orden de detención, no sir-
ve semejante principio. Su aplicación es
como una capitulación del Estado, tema
especial al que volveremos en el capítulo
sobre la jurisprudencia.
Por lo demás, la precaria situación de
la moderna Administración resulta de las
exigencias que la sociedad, de acuerdo al
correspondiente nivel de desarrollo técni-
co-industrial, plantea al Estado. Son ex-
traordinarias y han contribuido esencial-
179
mente a elevar el Presupuesto hasta las
actuales sumas: construcción de carrete-
ras, construcción de viviendas, equipa-
miento bélico, protección del medio am-
biente, Administración cultural (la última
en pasar por caja y que, con un cambio
de denominación c o m o Administración
educativa, siguiendo la práctica de los re-
miendos, ha decretado definitivamente la
educación).
Los más notorio en este desarrollo es
que se ha privado ai Estado de la deci-
sión sobre lo que se haya de considerar
como necesario o deseable en interés co-
mún. La sociedad, situada en un progreso
permanente desatado por el proceso téc-
nico, indica los hechos a los que el Esta-
do ha de corresponder, quedándole a éste,
en cualquier caso, la posibilidad de decidir
sobre las preferencias.
Si bajo estatalidad entendemos la ex-
presión espiritual de lo general-concreto,
aparece entonces claro que una tal forma
de Administración en nada puede contri-
buir a su fortalecimiento. Destinada a
equiparar las condiciones de vida huma-
nas y las situaciones sociales a las rela-
ciones sociales continuamente en trans-
180
formación en virtud del proceso técnico
y con siempre crecientes expectativas de
bienestar, esta Administración es mucho
más recreativa que activa. Sus tareas ie
están impuestas absolutamente desde fue-
ra y en ninguna medida autodetermina-
das. S o n funciones cuyo cumplimiento
ciertamente comporta la tendencia de ex-
tensión de la Administración a costa del
ámbito de libertad individual, pero que
a la vez tampoco aportan nada a la esta-
talidad. Es la equivocación básica de los
pronosticadores que interpretan el futu-
ro a la manera de Orwell, mencionada an-
teriormente, pensar que la extensión de
la Administración estatal ha de significar
necesariamente también el acrecentamien-
to del poder del Estado.
La moderna Administración necesita en
manera elevada de saber especializado.
Sus puestos más importantes están cu-
biertos con especialistas. Esto lo decreta
en primer término la naturaleza de sus
funciones. Es algo natural que los técnicos
diseñen, controlen y dirijan la construc-
ción, pongamos por caso, de autopistas.
Pero en el interior de la mentalidad mo-
derna, unida al proceso técnico, existe
181
una tendencia general a la especialización,
que también repercute en la Administra-
ción. Esto no va hacernos comprender,
sin más, que sea necesario entregar a los
especialistas los Ministerios de Cultura y
transformarles así en centros de experi-
mentación pedagógica.
El saber especializado es un saber com-
prometido. El experto se siente de mane-
ra natural obligado al progreso de su es-
pecialidad. Lo bueno se le hace enemigo
de lo mejor. No conoce descanso. Y está
en su derecho. Sin un compromiso de me-
jora semejante no existiría el progreso, al
que está destinado el moderno saber es-
pecializado.
Consecuentemente la Administración ha
desplazado al jurista en amplios sectores,
viéndose éste reducido al papel de un ase-
sor para la prevención de «accidentes»
jurídicos. Merece la pena profundizar en
este fenómeno, porque da a entender, ca-
si como ninguno otro, algo íntimamente
ligado a la moderna Administración. La
particularidad del jurista estriba en que
el saber jurídico, con el que cumple sus
funciones, no está unido, a diferencia del
restante saber especializado, a ninguna
182
idea de perfeccionamiento. Por el contra-
rio, el jurista piensa en ordenaciones que
están ahí y que tienen fuerza vinculante
precisamente porque están ahí. Sirve a es-
tas ordenaciones con los medios del Dere-
cho, que son en todas las ramas de la Ad-
ministración más o menos los mismos. En
este sentido puede el jurista desempeñar
con el mismo acierto un cargo en un orga-
nismo de Obras públicas, que en uno edu-
cativo, o de la policía o industrial. Así fue
el jurista el funcionario por excelencia de
la Administración mientras que la tarea
de ésta consistió en desarrollar con pleno
sentido ordenaciones ya dadas. Los gran-
des servicios de una semejante Adminis-
tración configuradora e s t á n vinculados
sobre todo a la figura del Alcalde Mayor
de las grandes ciudades, quienes han do-
minado administrativamente el disconti-
nuo desarrollo de las grandes urbes ini-
ciado en la segunda mitad del siglo pasa-
do, siendo juristas sin excepción. Inolvi-
dable es asimismo lo que destacados
Consejeros Territoriales («Landráte») han
proporcionado a sus circunscripciones ad-
ministrativas.
183
 Pero en la medida en que el espíritu de
especialización hizo su ingreso en la ad-
ministración, se convirtió el jurista en
aquella especial figura que se reputa ca-
paz de todo, sin contar con un saber es-
pecializado. Este era el final del en un
principio discutido, pero en última ins-
tancia impuesto, monopolio de los juris-
tas. La asimilación del jurista a la moder-
na Administración se cumplió de manera
que también el saber jurídico se convir-
tió en especializado. Y como no es pro-
gresivamente activable, se le eliminó de
la Administración activa, configuradora, y
se le redujo a lo indispensable, al papel
de asesor jurídico.
Así se hace claro en qué alta medida se
ve afectada ya la moderna Administra-
ción por la mentalidad del progreso téc-
nico. También ella se encuentra en la rue-
da del gran proceso de transformación del
mundo, en lo grande como en lo pequeño.
Ya no descansa sobre el segundo funda-
mento de ordenaciones existentes que no
han nacido naturalmente de la noche a la
mañana y que, exclusivamente por eso, se
ven afectadas por la sospecha del pasado,
del retroceso, de lo reaccionario. Incluso
184
la pobre policía no puede por menos de
justificar su progresividad.^
Esta transformación conmueve necesa-
riamente los fundamentos de la Adminis-
tración. A estos fundamentos pertenece la
Función pública. Los Estados de tiempos
pasados han procurado con empeño dar
al funcionario una especial situación ju-
rídica. La relación funcionarial no se fun-
da mediante un contrato, sino por un ac-
to soberano unilateral, el llamado acto
administrativo de sometimiento. El com-
promiso del funcionario de dedicar por
vida toda su fuerza de trabajo a la Admi-
nistración, lo recompensa su patrón con
una provisión hasta el final de su vida,
no precisamente opulenta, pero sí segura.
De entre las muchas razones que produ-
jeron la regulación de la relación funcio-
narial y la justificaron, hay una que mere-
ce hoy especial atención. Es la singulari-
dad de la profesión de funcionario públi-
co de viejo estilo. Los conocimientos y las
experiencias que cualifican a los funcio-
narios públicos les resultan de escaso va-
lor fuera de la Administración. Esto no
se ha modificado nada por el hecho de
que la economía se sirva de formas buro-
{• v r
,7
créticas de manera muy amplia. La espe-
cificidad, de su profesión les arrebató a
los funcionarios la movilidad socio-profe-
sional. Este hecho es tanto más digno de
consideración por cuanto que el mismo
Estado que ha producido tal tipo de fun-
cionarios había declarado como uno de
sus fines ya desde el comienzo del siglo
pasado, con la abolición de las constric-
ciones y prohibiciones profesionales y la
libertad industrial, la movilidad social y
profesional en la sociedad, y ha contribui-
do decisivamente a su consecución. Aquí
se ve claramente que el dualismo de Es-
tado y sociedad no era tan sólo un teore-
ma, como no lo es, en cierto grado, to-
davía.
Pero ese dualismo se va a pique en ia
medida en que la Administración se con-
vierte en un asunto de la especialización.
El saber especializado que el técnico de la
construcción o de la electricidad lleva a
la Administración pública no es distinto
de aquel que requiere la economía en los
puestos correspondientes. De esta manera
el asesor jurídico de un organismo públi-
co dedicado a la construcción podrá em-
plear con la misma utilidad su saber es-
186
pecializado, sin ninguna modificación, al
servicio del ramo privado de la construc-
ción. Con la penetración de los expertos
en la Administración se allana, pues, la
distinción entre la posición del funciona-
rio y la profesión liberal más y más. En
el grado más elevado de la moderna téc-
nica, la elaboración electrónica de datos,
no se pudo, ya desde un principio, pre-
sentar la distinción. Estas son transfor-
maciones que han de modificar intensa-
mente la mentalidad del funcionario y,
con ello, el « e s p í r i t u » de la Adminis-
tración.
De todo ello no podían permanecer in-
tactos los fundamentos del derecho fun-
cionarial transmitido. El que, como conti-
nuamente informan los periódicos, los
funcionarios entren en huelga sin tener
por ello que contar con las inmediatamen-
te correspondientes medidas disciplina-
rias, arroja un rayo de luz sobre la rea-
lidad de las modernas relaciones funcio-
nariales. La autoridad responsable no se
atreve a tomar ninguna medida discipli-
naria, porque teme perder a unos funcio-
rios a cuyos servicios no puede renunciar
(se trata preferentemente de profesores).
187
Entre tanto se levanta de manera percep-
tible la exigencia de legalización del de-
recho de huelga de los funcionarios. Su
satisfacción significaría un paso esencial
en la equiparación de la Función públi-
ca a las ocupaciones en la esfera social.
Para la relación funcionarial es válida
la famosa relación, procedente de Hob-
bes, entre protección y obediencia. Sólo
quien es capaz de proteger eficazmente
puede aspirar a la obediencia. Las Univer-
sidades y Escuelas Superiores represen-
tan en la actualidad un ámbito en el que
las autoridades responsables no quieren
o no están en situación de ofrecer al pro-
fesorado con «status» funcionarial la re-
querida protección para el ejercicio de
sus deberes de servicio. Se comportan
consecuentemente cuando se resignan a
las suspensiones de los deberes docentes
de éstos, o sea: cuando no levantan ningu-
na pretensión de obediencia. La destruc-
ción de la relación funcionarial está aquí
casi absolutamente realizada.
Este cuadro, caracterizado con pocos,
pero suficentes, plumazos, da a entender
que la Administración ha perdido la posi-
ción de primacía que ostentaba frente a
188
la sociedad. Se apunta un proceso que
conduce a despojar a la Administración de
su esencia soberana y a equipararla a las
formas de organización sociales. Notorio
no es sólo este hecho, sino también más
aún la indiferencia con que se carga con
él. Naturalmente, quien por sus ideas po-
líticas ansie el fin del Estado y su susti-
tución por otra ordenación de cualquier
clase, se verá confirmado por este proce-
so. Pero aquel que se contenta con la or-
denación democrático-liberal de la L e y
Fundamental, porque carece de esas ideas,
debería tener motivo de cualquier cosa
menos de una indiferencia que llega tan
lejos que sostiene la linterna a los la-
drones.
189
 LA PLANIFICACIÓN

De la planificación se ha de hablar por

separado. Atribuida comúnmente a la
Administración, la planificación trans-
ciende, sin embargo, las habituales ideas
que se tiene de la Administración. Ya con-
ceptualmente no se puede alojar el plan
entre los conceptos establecidos del De-
recho administrativo, y si los Tribunales
contencioso-administrativos se han decidi-
do a tratar el plan (en especial, el plan de
edificación) como un reglamento, no ha
sido porque estén convencidos de que el
plan reúne la características conceptuales
del reglamento, sino por la única razón de
excluir el plan de la impugnación conten-
cioso-administrativa.
Sin embargo estos aspectos jurídico-ad-
ministrativos del plan, p o r importantes
que sean, no nos interesan aquí. La planifi-
cación moderna obtiene su justificación

191
de la movilidad de las situaciones públi-
cas y sociales, orginada p o r el proceso
técnico. El plan es el medio de determi-
nar el camino y la orientación a seguir
por futuros desarrollos, y de emplear coor-
dinadamente los recursos estatales al ser-
vicio de esa determinación de objetivos.
Esto se puede realizar de dos maneras.
Primera: el Estado decide a qué desarro-
llos se ha de aspirar en interés del bien
común y establecer el plan correspondien-
te, que sirve a la vez para impedir
desarrollos no queridos. Segunda: el
Estado averigua con ayuda de los moder-
nos métodos de prognosis —la futurolo-
gía se encuentra en veloz proceso de cons-
titución— con qué desarrollos se ha de
contar, y adopta en el plan precauciones
que le permitan estar a la altura de las
exigencias de esos desarrollos.
La planificación en la República Fede-
ral no es en este aspecto unitaria. En el
ámbito de la educación se sigue clara-
mente la segunda posibilidad de la alter-
nativa. Lo decisivo aquí son los cálculos
de las necesidades, que se realizan en ba-
se a previsibilidades, con lo que se acep-
tan los fundamentos de esas previsibilida-
192
des, esto es: las implicaciones del ininte-
rrumpido proceso técnico. La planifica-
ción educativa no es el resultado de una
decisión, sino de unas circunstancias da-
das, con las que se acepta cargar. Esta
aclaración no tiene una intención polémi-
ca, sino analítica, y sirve a la dilucidación
de un tipo especial de la moderna planifi-
cación, en el que el Estado ya no aparece
como autónomo, sino adecuándose a las
necesidades del desarrollo social.
En el caso de la planificación territorial,
de la manera en que se la regula en la Ley
de Ordenación del Territorio de 8 de abril
de 1965, la situación es distinta. En esta
Ley se infunde a la ordenación territorial
una amplia serie de finalidades. «Se debe
asegurar y desarrollar la estructura terri-
torial de zonas con condiciones de vida y
de trabajo saneadas, así como con relacio-
nes económicas, sociales y culturales equi-
libradas» (parágr. 2.°, núm. 1). «Se debe
aspirar a una configuración de los cen-
tros de trabajo y residenciales que ayude
a mantener, mejorar o crear estructuras
territoriales con condiciones de vida y de
trabajo saneadas y con relaciones econó-
micas, sociales y culturales equilibradas»
193
13
(parágr. 2.°, núm. 2). Además son objeti-
vos, entre otros, la conservación de la ex*
plotación d e l suelo agrícola y forestal,
«como ramas productoras esenciales de la
agricultura» (parágr. 2.°, núm. 5), la pro-
tección del paisaje y la pureza de las
aguas y la atmósfera (parágr. 2.° núm. 7).
Es este un extenso programa, con cu-
ya realización se obtendría algo de lo que
anteriormente se ha expuesto como el in-
dispensable control del proceso técnico
por el Estado. En el volumen colectivo
«Planung I» (1965, pág. 17) Joseph H. Kai-
ser advierte ante las ideologías de cual-
quier clase sobre la planificación y llega
a la acertada conclusión: «En la teoría de
la planificación basta hoy con un giro de
unos pocos grados a la izquierda para
convertirla en un manifiesto socialista,
un giro de pocos grados a la derecha para
desarrollar una ideología política decisio-
nista-autoritaria. Confusión y absurdo ca-
racterizan este fuego cruzado ideológico».
Es, por ello, éste el lugar para la observa-
ción de que con el postulado control del
proceso técnico no se trata de ésto ni de
aquello ni, en absoluto, del derivado de una
ideología, sino del resultado de un análi-
194
sis. Tal control presupone, necesariamen-
te, la autoridad del Estado, pero no más
autoridad de la que posee todo Estado
que pretenda semejante denominación.
Quien no desee tal autoridad, no se debe-
ría pasmar, si un buen día, bajo las reper-
cusiones del incontrolado proceso técni-
co, se ve sumido en circunstancias tales,
que comparada con ellas, incluso la vida
en un rígido Estado autoritario parecería
un idilio.
Esta nota incidental es necesaria para
apreciar correctamente las posibilidades
de la Ley de Ordenación del Territorio.
Los objetivos de la Ley indican cierta-
mente que la planificación está pensada
en el sentido de la primera posibilidad de
la alternativa arriba apuntada. Pero la
descripción legal de los objetivos sólo
puede ser naturalmente muy general, de-
jando un gran margen a la aplicación en
el caso concreto. Sobre qué sean respecti-
vamente «condiciones saneadas de vida y
de trabajo» se puede discutir tanto más,
cuanto que apenas se dará jamás el caso
ideal de lo «saneado».
Así todo se reduce a quién interprete y
concretice los objetivos. Que en esto les
195
venga en suerte a los intereses económi- y el particular. Este puede ceder m u y
cos y técnicos una consideración cierta- bien por sí mismo.
mente adecuada, aunque no un reconoci- Hay que esperar, pues, a ver cómo re-
miento acrítico, es natural, porque, de percute la planificación territorial bajo
otra manera, la planificación perdería su estas circunstancias. Todavía no existen
sentido. La pregunta de si el Estado ac- experiencias que permitan un enjuicia-
tual, tal y como se le ha descrito en los miento. Según las palabras de la propia
capítulos precedentes, está preparado pa- Ley, la planificación podría ser un medio
ra una semejante colisión de intereses, no de someter el proceso técnico-industrial
la responderá con sinceridad nadie afirma- a un cierto control estatal. Pero, por
tivamente. Por citar una vez más a Joseph lo demás, la esperanza de que la planifi-
H. Kaiser: «Plan y realización del plan cación territorial y su realización puedan
son categorías que sitúan a expertos y po- convertirse en palanca de semejante con-
der político en una estrecha relación mu- trol, sigue siendo incierta.
tua» (op. cit., pág. 18). Pero desde que el
Estado, hace tiempo, se ve en la necesi-
dad de compartir su poder con las fuer-
zas sociales —como lo da a entender el
papel de los grupos de interés— puede
sospecharse que el poder político, que se
auna en la planificación con el saber téc-
nico, ya no es exclusivamente el poder es-
tatal. Eso no tiene que hacer fracasar la
planificación territorial. También el inte-
rés particular está unido a la prosperidad
e integridad del todo social. Por esta ra-
zón no se ha de llegar forzosamente a una
prueba de fuerza entre el interés público

196 197
 GRUPOS DE INTERÉS Y ACCIÓN
CONCERTADA

La aparición de los grupos de interés

en la esfera constitucional de la Repúbli-
ca Federal es algo nuevo. Ciertamente, ya
hubo grupos con objetivos político-econó-
micos durante la Constitución del «Reich»
de Weimar. Surgieron como representa-
ciones de intereses económicos particula-
res, cuando el Estado, después de la Pri-
mera Guerra Mundial, tuvo que pasar a
gobernar los procesos económicos, a im-
partir privilegios y subvenciones y a pro-
teger otras ventajas, para mantener aleja-
dos desarrollos indeseados política o so-
cialmente. Los grupos, como representan-
tes de intereses, correspondieron a estas
nuevas actividades del Estado, junto con
los partidos. Pero durante la República
de Weimar siempre se los consideró co-
mo participantes irregulares en el proce-

199
so "político. Se temía por una disolución
pluralista del Estado, en la medida en que
cayera bajo la influencia de los grupos de
interés. Y este temor no estaba falto de
fundamentos.
La situación en la República Federal es
absolutamente otra. Para la concreta cons-
titución de la República Federal es de sig-
nificación decisiva el hecho de que no
sólo el Estado interviene en los procesos
económicos, sino que la sociedad se ha
apoderado del Estado por medio de los
grupos de interés. Con ello se convirtió el
Estado en escenario de la lucha de las
fuerzas sociales, con la consecuencia de
que las relaciones de fuerza en la lucha de
los grupos sociales organizados es lo que
define la actuación estatal. Es patente que
a esto ya se está resignado en buena me-
dida; reconocerlo supone sólo realismo y
para designarlo se dispone a mano de una
denominación: el Estado pluralista, co-
mo la forma política dada de la sociedad
pluralista. Sin embargo se pasa por alto
algo. La fuerza social que hace surgir y
conserva fungibles a los grupos organiza-
dos tiene una amplia abertura de intensi-
dad. Que la dirección de una empresa in-
200
dustrial o del trabajo industrial poseen
una gran fuerza asociativa lo demuestran
los correspondientes grupos de interés. Es
conocida también la escasa necesidad
asociativa de escritores o artistas, ponga-
mos por caso. Ninguna fuerza asociativa
tiene el mero consumo, hecho por el que
han de fracasar, por ejemplo, todos los
intentos de una asociación de los radio-
yentes, que no faltaron en los momentos
iniciales de la radio.
Ahora bien, la fuerza asociativa no es
pioporcional al peso y a la importancia
de las necesidades. Más bien existe el pe-
ligro de que los grupos organizados y es-
tablecidos se entiendan entre sí a costa
de los «quivis ex popólo», no aptos para
la asociación en forma de grupo, de que,
por ejemplo, empresarios y trabajadores
se pongan de acuerdo sobre una elevación
de salarios, haciendo repercutir los ma-
yores costes ocasionados en los precios y,
con ello en el consumidor.
Hay necesidades de todos y cada uno,
tan vitales e insoslayables, que no se les
puede negar la satisfacción. Este es el ca-
so de la previsión de la existencia, de la
que tratamos anteriormente. Su realiza-
201
ción la favorece el que no se le oponga
ningún grupo suficientemente organizado
y el que se inserte en el todo social como
servicio del mayor alcance, en la medida
en que no produce ningún rendimiento
financiero, pero sí una suma considerable
de puestos de trabajo para ese todo so-
cial.
Comparada con ella, la protección del
medio ambiente, tan mentada hoy en día,
se encuentra en una situación muy di-
ferente. Desatendiendo l a s exigencias
planteadas hace ya muchos años por ex-
pertos, no se ha hecho nada realmente
importante. Cada vez es más claro que en
este caso se tocan intereses y necesidades
de todos y de cada uno, de los que un día
se sabrá que no son menos importantes
que los de la previsión de la existencia.
Sin embargo, a su satisfacción se opone
que existen intereses organizados podero-
sos en contra suya. A partir de aquí se
puede establecer una regla general, la de
que hay una magnitud óptima de apoyo
a un interés para su imposición. Si se
supera la magnitud, desciende la posibi-
lidad de realización, al crecer la de la apa-
rición de intereses contrarios organizados
202
con efectividad. Si se trata de un interés
de todos y de cada uno, la posibilidad de
realización se convierte en extremadamen-
te reducida, porque la oposición de inte-
reses organizados crece de manera co-
rrespondiente. C o n ello, ciertamente, la
democracia queda reducida «ad absur-
dum». Pues a la democracia le debería su-
ceder q u e la posibilidad de realización
creciera a la par con el número de los in-
teresados. Pero la lógica, ademocrática y
asocial, del Estado pluralista predica lo
contrario.
Este no puede ser, sin embargo, el sen-
tido de una constitución política, y no lo
es sin duda el de la Ley Fundamental. Del
conjunto de estas reflexiones se puede
apreciar más bien un sentido más nuevo
y actual del Estado y de su constitución.
Estado y constitución están llamados a
venir en ayuda del débilmente organizado
ciudadano normal. Le ofrecen, c o n los
medios del derecho público, una forma de
organización en la que él participa me-
diante el sufragio, el pueblo políticamente
constituido. Así se convierte el Estado en
aquella instancia organizada cuya función
sólo puede ser la de representar por enci-
203
ma de todo el interés común a la totalidad
de los ciudadanos. Corresponde al futuro
mostrar si la República Federal superará
esa prueba.
Eso está en juego cuando el Estado se
enfrenta a la técnica. Naturalmente, aquí
se encuentra frente a intereses mejor or-
ganizados que de ordinario, que no se en-
cuentran, además, desasistidos de razones
comprensibles. Pueden argumentar, por
ejemplo, que toda intervención exterior
sobre el proceso técnico tendría como
consecuencia desempleo, pérdida de mer-
cados extranjeros o cualquier otro incon-
veniente. Esto sólo quiere decir que el Es-
tado no debería iniciar este enfrentamien-
to sin un concepto concreto. Tema de es-
te concepto debería serlo una idea de lo
que es el hombre y de las insoslayables
necesidades de su existencia. Tal concep-
to es imprescindible para poder discernir
qué precio se está dispuesto a pagar por
un transcurso libre de obstáculos del
proceso técnico, y cuándo se han sobrepa-
sado los límites establecidos. Esta es la
última prueba al Estado (en el sentido he-
redado de este concepto).
No obstante, los grupos de interés son
204
un elemento eminentemente estabilizador,
y les corresponde una importante tarea
en el proceso de formación de la volun-
tad estatal. Ya se ha indicado cómo se ha
transformado ese proceso, especialmente
en la legislación. Apenas ofrece todavía
puntos de apoyo a las concepciones políti-
cas del mundo, si es que éstas aún exis-
ten. Hoy dominan los intereses, que están
entreverados en el cada vez más comple-
jo todo social. El enjuiciamiento objetivo
de la deseabilidad y posibilidad de su
realización se ha convertido en asunto de
expertos. La estructura de los partidos,
que según la constitución han de ser los
portadores de ese proceso de formación
de la voluntad del Estado, ha permaneci-
do al margen de esa transformación. Se
puede decir incluso que los partidos que
surgieron después de 1945 se han orienta-
do casi más decisivamente por la imagen
ideal del partido popular que en la Repú-
blica de Weimar, durante la que siempre
permanecieron en el Parlamento un parti-
do de la economía y otro de los perjudica-
dos por la revaluación (éste, naturalmen-
te, sólo durante una legislatura). Seme-
jantes partidos —prescindiendo de la ya
205
aludida cláusula del cinco por ciento, que
les quita toda posibilidad— ya no encon-
trarían su lugar en el actual sistema par-
tidista y parlamentario.
De acuerdo con las tareas que les atri-
buye la constitución, los partidos —como
ya vimos— representan una construcción
manifiestamente malograda, q u e si se
mantiene es porque la presión de los in-
tereses, que los partidos sufren natural-
mente, tiene una eficaz válvula de escape
en la actividad de los grupos. Pero la
cuestión de si la política de los grupos de
interés es una consecuencia de la estruc-
tura de los partidos o al revés, es tan
ociosa como la pregunta por la prioridad
del huevo o la gallina.
En cualquier caso, la antigua idea, to-
davía presente por todas partes, de que
los grupos de interés sólo les sirven a las
potencias económicas para hacer entrar
en vereda al Estado, está ya muy alejada
de las realidades actuales. Sin perjuicio
del hecho de que los grupos representan a
sus correspondientes intereses, prestan a
la República Federal unos servicios, a los
que ésta no puede renunciar tan fácilmen-
te. No sólo le proporcionan informacio-
206
nes, sino que le secundan también en de-
cisiones de política económica, en la me-
dida en que piden a sus miembros com-
prensión para la necesidad de tales medi-
das y cuidan por su observancia. Existen
entre el Estado y los grupos de interés
convenios de lealtad y pactos de morato-
ria como, por ejemplo, respecto de los
precios. La necesidad de remitirse a la
lealtad del contrario es evidente.
Bajo estas circunstancias no es exage-
rada la constatación de que los órganos
constitucionalmente constituidos —o sea:
partidos, «Bundestag», «Bundesrat» y Go-
bierno federal— no están en condiciones
de cumplir las funciones que la constitu-
ción les atribuye sin la colaboración o, al
menos, la lealtad de los grupos de inte-
rés. Con otras palabras: el Estado se ve
en la necesidad de compartir su poder con
fuerzas organizadas. Surge así una situa-
ción constitucional que recuerda a la de
la monarquía constitucional, en la que el
monarca compartía su poder con el Par-
lamento, pero con la decisiva diferencia
de que ese compartir el poder estaba pre-
visto constitucionalmente en la monar-
quía constitucional, mientras que ahora
207
es más bien realidad paraconstitucional.
Aquí se ve una vez más que la constitu-
ción ha perdido su categoría de regula-
ción vinculante y universal de las relacio-
nes de poder. Al igual que en la monar-
quía constitucional, la cuestión de la so-
beranía se encuentra suspendida, siendo
así cierto que el soberano es quien decide
sobre el estado de excepción. Pero aquí
existe una diferencia, por cuanto que se
ha hecho casi todo por no estar a la altu-
ra de semejante decisión.
La cooperación entre Estado y econo-
mía se ha previsto legalmente por prime-
ra vez en su sentido más general en la
Ley de protección de la estabilidad y el
crecimiento de la economía de 8 de junio
de 1967. En su parágrafo 1.° la Ley obliga
a la Federación y a los «Lánder» a «respe-
tar en sus decisiones de política económi-
ca y financiera el equilibrio económico
general», prosiguiendo: «Las medidas se
han de tomar de tal manera que contribu-
yan simultáneamente, y en el marco de la
ordenación de la economía de mercado, a
la estabilidad de precios, a un elevado
grado de empleo y al equilibrio económi-
co exterior bajo un permanente y adecua-
208
do crecimiento económico». En casos de
peligro de estos objetivos se ha de acudir
a la acción concertada (parágr. 3.°). Por
acción concertada entiende la Ley «una
conducta simultánea y concordante de las
entidades territoriales, l o s sindicatos y
las asociaciones empresariales». Como
fundamento de esa concordancia mutua
sirven los «datos de orientación» que el
Gobierno federal pone a disposición a tal
efecto. Ya la misma articulación verbal
muestra hasta qué punto es nuevo este
proceder. Hoy no se ordena o manda na-
da, como es habitual a la estatalidad, sino
que con los datos de orientación se crea
la base para una discusión, de la que la
Ley espera que lleve a un acuerdo, o sea:
a un consenso. La otra esperanza del le-
gislador es que las partes se comporten
conforme a este consenso.
Se debe partir de que el legislador no
ha situado ese proceder en el vacío. Por
encima de él hay experiencias que hacen
comprensible la creencia de que esas ex-
pectativas serán también correspondidas.
Así no es nuevo en la ley la cooperación
entre Estado y economía, sino exclusiva-
mente la regulación formal. Supone la
209
14
concesión de que el Estado está abocado
a la economía para la consecución de los
fines establecidos en la Ley. Esta coope-
ración no se funda en una imposición ju-
rídica, sino en lealtad. Pero la lealtad es
una cuestión de tiempos normales. Aban-
donarse a lealtades en tiempos de crisis,
en los que los dientes están más cerca
que los parientes, significa burlarse de to-
da experiencia. El autor de esta Ley no
parece h a b e r sucumbido a semejante
error. Pero quizá haya caído en el esen-
cialmente más grave de creer que no se
ha de contar ya con tiempos de crisis,
sino en todo caso con recesiones que se
pueden remodelar.
210
LA JURISPRUDENCIA
La Ley Fundamental ha abierto nuevos
caminos en la regulación del Poder judi-
cial. Vale la pena rastrear estos caminos.
Pues, efectivamente, en ningún otro lugar
se muestra con más claridad la específica
estructura de un Estado que en la posi-
ción y tareas que atribuye a la Jurispru-
dencia. Esto es también cierto en el caso
del Estado de Derecho, incluso con espe-
cial intensidad. En efecto, la independen-
cia de los Tribunales, en el sentido de la
imposibilidad de sujetar a los jueces a
cualquier tipo de indicaciones y de su ina-
movilidad, es algo que se entiende por sí
mismo. Pero con ello no se ha dicho toda-
vía una palabra acerca de lo que haya de
ser justiciable y, por consiguiente, entre-
gado a la decisión de los Tribunales, con
lo que surge inmediatamente la pregunta
de a qué clase de órganos de justicia se
211
ha de confiar esta decisión, si a los Tribu-
nales ordinarios o a otros especiales, como
1 o s contencioso-administrativos o l o s
constitucionales.
Se alude de esta manera a una proble-
mática que acompaña al Estado de dere-
cho desde sus comienzos. La conocida
controversia entre Otto von Báhr y Ru-
dolf von Gneist inauguró en el siglo xix
la discusión en torno al sentido y la fun-
ción de la jurisdicción contencioso-admi-
nistrativa. Durante la Constitución d e l
«Reich» de Weimar fue la jurisdicción
constitucional la que se convirtió en un
muy discutido tema. Se planteó la exigen-
cia de que el Tribunal de Justicia del Es-
tado, limitado a entender en controver-
sias constitucionales en el interior de un
«Land» (art. 19, Constitución del «Reich»
de Weimar), extendiera su competencia a
controversias surgidas en el s e n o del
«Reich». Contra ello se levantaron voces
de advertencia. La jurisdicción constitu-
cional es, por fuerza, una jurisdicción po-
lítica: así lo expuso Heinrich Triepel en
la reunión de Profesores de Derecho po-
lítico celebrada en Viena en 1928. Por las
mismas fechas aproximadamente C a r i
212
Schmitt volvía a recordar las palabras de
Guizot de que con la juridificación de las
disputas políticas «la política no tiene na-
da que ganar y la justicia, en cambio,
todo que perder». El proceso «Prusia
contra 'Reich'» puso absolutamente de
manifiesto la actualidad de tales cuestio-
nes. La controversia siguió abierta y sin
dirimir hasta el final de la Constitución
del «Reich» de Weimar.
En la Ley Fundamental no se encuentra
un solo rastro de una problemática tan
decisiva como ésta y que afecta a las raí-
ces mismas de la constitución. Sería equi-
vocado, sin embargo, pensar que los auto-
res de la Ley Fundamental la habían olvi-
dado o que no la habían siquiera conoci-
do. La Ley Fundamental profesa una nue-
va concepción, que un destacado juez ha
caracterizado, en una expresión literaria-
mente desafortunada, pero no carente de
sentido profético, como el «desenfreno del
Tercer Poder». En ningún otro lugar de
la Ley Fundamental se hace más claro que
la constitución es el resultado de una si-
tuación y no de una decisión.
La novedad de la regulación del Poder
judicial en la Ley Fundamental no lo es
213
 *
tanto la ampliación de su competencia y
su distribución en cinco clases de jurisdic-
ciones, sino la independización de la Jus-
ticia del resto de las funciones estatales,
circunstancia que, por lo demás, está ínti-
mamente ligada a la ampliación de las
competencias judiciales.
El art. 98 de la Ley Fundamental pres-
cribe que la posición jurídica de los jue-
ces, tanto en la Federación como en los
«Lánder», se ha de regular por leyes es-
peciales, como ha sucedido de hecho pos-
teriormente. El sentido de esta determi-
nación es la desvinculación del juez de la
relación funcionarial general. Esto supone
una ruptura con la tradición cuyos efec-
tos solo se harán sensibles con el trans-
curso del tiempo. La intención de la Ley
Fundamental se dirige a crear un tipo de
juez de nuevo cuño, y se debe considerar
como un azar que, al menos en un princi-
pio, se haya perseverado en esta intención.
Sin embargo, en su ejecución no se fue
totalmente consecuente. Pues, por ejem-
plo, a duras penas es compatible con este
propósito el que los Tribunales Federales
de Trabajo y de Hacienda continúen per-
214
teneciendo a los Ministerios Federales co-
rrespondientes.
Recientemente la tendencia de la Ley
Fundamental a la independización de la
Justicia ha cobrado nuevos impulsos. Si
la Sala Segunda del Tribunal Constitucio-
nal Federal ha pasado a dar a conocer en
números los resultados de sus votaciones
—lo que se puede entender «a priori» co-
mo un primer paso hacia la introducción
del «dissenting vote», proyectado legal-
mente en el ínterin— y si se han suprimi-
do las hasta estos momentos vigentes de-
nominaciones de los jueces como «conse-
jeros judiciales» de diversas categorías,
sustituyéndolas por la denominación
unitaria de «Juez» para todos los grados
de la Carrera judicial éstas son circuns-
tancias que se han de entender en la línea
de la independización de la Justicia, con
origen en la misma Ley Fundamental.
Estas tentativas provocan una crítica
cuya fundamentación ha de iniciarse con
un ruego de benevolencia al lector bien
informado. Pues es forzoso recurrir a si-
tuaciones y desarrollos que s o n cierta-
mente muy conocidos, pero que han sido
215
casi absolutamente borrados en las discu-
siones al respecto.
En el fondo de estas reflexiones está,
aunque por lo general sin aludir a ello ex-
presamente, el sistema judical inglés, con-
siderado como ejemplifico (1). Esto es
evidente en el caso de la nueva denomina-
ción oficial de los jueces. Efectivamente,
el juez inglés ostenta la denominación uni-
taria de «justice». Pero su tratamiento es
de «Your Honor», y la ordenación del pro-
ceso y, tal vez más significativamente, un
ceremonial estrictamente conservado pre-
servan de manera especial la dignidad ju-
dicial, que además está protegida por la
potente arma del «contempt of court».
En el Derecho alemán y en el continen-
tal europeo esto no tiene ningún correla-
to, como no podía ser de otra manera,
puesto que las raíces históricas del sis-
tema judicial son diversas por doquier.
La historia de la constitución judicial in-
glesa es historia estamental. El juez in-
glés es miembro de un estamento, por lo
que la cifra de los jueces ingleses es rela-
(1) En lo que sigue, el autor encuentra lícito
remitirse a experiencias personales, puesto que
ha sido juez tanto por derecho inglés como alemán.
216
tivamente pequeña. Un ejército de perso-
nas pertenecientes a un estamento y con
las características del funcionario conti-
nental europeo sería un absurdo. No se
puede separar el «dissenting vote» del ca-
rácter estamental del juez. Trasladado a
la esfera de los jueces integrados en la
Función pública, el «dissenting vote», al
igual que el dar a conocer los resultados
de la votación de un colegio judicial, no
puede tener otros efectos que una pérdi-
da de seguridad en la protección del de-
recho.
La prehistoria del actual sistema judi-
cial alemán es muy distinta. Para empe-
zar, es mucho más joven; abarca s ó l o
unos doscientos años aproximadamente.
Pero, sobre todo, es historia del Estado,
o mejor, historia de la Administración. El
Cuerpo judicial alemán surgió en el trans-
curso del siglo XVIII como una parte de
los funcionarios del Estado caracterizada
por su no sometimiento a ningún tipo de
indicaciones y por su inamovilidad. Con-
forme a ello la situación jurídica de los
jueces venía regulada, hasta la Ley Fun-
damental, por las leyes de funcionarios,
aunque se respetase naturalmente la con-
217
dición especial de los jueces. El juez era
de esta manera un tipo especial entre los
funcionarios del Estado.
Esto no sólo era correspondiente a su
procedencia administrativa, sino también
absolutamente adecuado a sus funciones.
Una amplia literatura que comenzó por el
escrito de B ü l o w «Gesetz und Richte-
ramt» (1886) y que se puede dar por con-
cluida en alguna medida con la obra de
I s a y «Rechtsnorm und Entscheidung»
(1929) ha demostrado que el juez no es de
ninguna manera el que Montesquieu ima-
ginaba cuando le caracterizó como «la
bouche que prononce les paroles de la
loi». La sentencia judicial no se deduce
llana y simplemente de la ley, sino que es
una decisión inseparable de una persona,
el juez, sin la cual no es ni siquiera ima-
ginable. Esta decisión tiene un carácter
vinculante concreto en cuanto q u e las
consecuencias jurídicas que de ella se de-
rivan están legalmente establecidas. La
autoridad del juez de cuño tradicional es
la autoridad del Estado, en el que parti-
cipa como funcionario público y miem-
bro de un Tribunal, que es, a su vez, un
órgano estatal. Esto lo expresa claramen-
218
te la denominación de los jueces como
«Consejeros judiciales administrativos»
(«Amtsgerichtsrat»), «Consejeros judicia-
les provinciales» («Landsgerichtsrat»),
etcétera. Esta cualidad del juez hace apa-
recer también como adecuado el que haya
de cubrir, en cuanto miembro de un cole-
gio judicial, incluso aquellas sentencias a
a las que no ha prestado su asentimien-
to (2).
(2) Según informaciones de la Prensa, el Gobier-
no Federal ha remitido al Bundestag un proyecto
de ley que prevé la introducción, del «dissenting
vote». ¿Qué significa esta innovación, si es que aca-
so se ha reflexionado sobre el asunto? Se está
transportando un derecho que se ha producido ba-
jo las condiciones del sistema judicial inglés como
un derecho estamental a unos jueces que, por su
procedencia, no pueden ser considerados, sino co-
mo una clase especial de funcionarios del Estado.
Y esto sucede en unos tiempos en que la homo-
geneidad de los miembros de la carrera judicial
se encuentra mermada, lo que se pagará con una
transformación del clima de deliberación en el seno
de los tribunales. El «dissenting vote» debilita ne-
cesariamente la fuerza de la decisión. Por ello es
natural que los tribunales intenten evitarle. Así se
hacen concesiones al que disiente, se buscan y en-
cuentran compromisos —lo he vivido hasta la sa-
ciedad— y se dictan finalmente sentencias que no
corresponden a las convicciones jurídicas de nin-
guno de los jueces correspondientes. Se estimulará
esa pretensión que ronda por ahí de hacerse un
nombre, de perfilarse, en perjuicio de la propia
jurisprudencia. Las posibilidades de decisión del
juez inglés, a consecuencia de la fuerza vinculan-
219
 Para los reformadores se trata del de-
rribo de la autoridad judicial. Pero quien
se pronuncia en este sentido debe explicar
qué quiere en su lugar. Se ha construido
precisamente un mito del Tercer Poder, y
se ha ensalzado la figura del juez (en es-
critos que en su mayoría han sido escri-
tos por jueces). Pero semejantes intentos
de reivindicar un nuevo tipo de autoridad
para el juez están condenados al fracaso,
porque son mera ideología.
La formación de autoridad es una cues-
tión de fuerza moral. El Estado fue capaz
de desarrollar esa fuerza, y de ello se ali-
menta hoy la República Federal y la mis-
ma Justicia. La sociedad industrial, que
es la que define ahora las mentalidades,
no quiere ni está en situación de producir
te de los precedentes, son infinitamente más re-
ducidas que las del juez alemán, vinculado exclu-
sivamente a la ley. Pero también esta vinculación
a la ley, como bien saben los enterados, hace tiem-
po que ha perdido terreno. Se ha puesto en peli-
gro la seguridad de la hermenéutica judicial y se
la ha hecho difusa, circunstancias estas sobre las
que volveremos más adelante. Con referencia a las
repercusiones prácticas del «dissenting vote» exis-
te una situación inicial absolutamente distinta en
Inglaterra y en la República Federal, apareciendo
la impresión de que la idea directriz de esta re-
forma apunta más bien al interés de los jueces
que al de la jurisprudencia.
220
autoridad. Es una ilusión pensar que la
mentalidad moderna da al .tan traído y
llevado «servicio a la ley» más importan-
cia que a los servicios profesionales de un
saber especializado; mas, por ejemplo y
por aludir a casos afines, que a la activi-
dad profesional de un abogado o de un
jurista al servicio de la Administración.
Por ello ha de considerarse una casualidad
que todavía perviva en la conciencia gene-
ral la imagen tradicional del juez. Que las
llamadas «formas de Wassermann» (3)
participen en su destrucción, con la espe-
ranza de que la sociedad industrial honre
de alguna manera su emancipación frente
al Estado, es una de las muchas incon-
gruencias que a consecuencia de la difusa
relación entre Estado y sociedad se puede
encontrar por todas partes.
Es evidente que se trata de una Justi-
cia que se independiza y se extiende a un
mismo tiempo. Debería pensarse que esta
expansión encuentra sus límites allí donde
cesa, de acuerdo a su concepto y a su esen-
cia, la Jurisprudencia. Pero aquí radica
precisamente el problema.
(3) Brockhans Enzyklopadie, voz «Bassermann,
Friedrich Daniel».
221
 Cuando la Ley Fundamental (art. 20,
ap. 3) se profesa enfáticamente por la di-
visión de poderes como elemento inalte-
rable de la Constitución, esta profesión
sólo puede tener la eficacia que se le su-
pone bajo la condición de que Legislación,
Administración y Jurisprudencia sean
entendidas como funciones del Estado
cualitativamente distintas. Ahora bien,
nunca se ha puesto en duda que la absolu-
ta divisón de poderes es utópica. Sin em-
bargo, el moderno desarrollo estatal ha
conducido, y por fuerza, a limitaciones de
la doctrina que afectan a su lógica. Por
una parte, las fronteras entre Legislación
y Administración han cedido terreno, una
vez que se promulgan leyes-medida que
no sólo comprenden normas, sino que
también regulan su ejecución, leyes que,
según una penetrante formulación de Con-
rad Huber, se ejecutan a sí mismas. Por
otra parte, la jurisdicción constitucional
infringe la delimitación cualitativa entre
Legislación y Justicia, aspecto sobre el
que se volverá más adelante.
La Ley Fundamental impide deducir de
ésto que la división de poderes pertenezca
al pasado. Por esto parece indicada una
222
consideración más diferenciadora. En lo
que a la Justicia se refiere, hajde atender-
se a las siguientes circunstancias. Si, co-
mo es el caso, las fronteras entre Legisla-
ción y Administración desaparecen actual-
mente en cierta medida, se trata aquí de
desplazamientos en el campo político para
los que la responsabilidad, necesario co-
rrelato de la actuación política, se despla-
za y transforma en las modalidades de su
puesta en juego, pero no desaparece por
principio. La relación de la Justicia con
los otros dos poderes es esencialmente dis-
tinta. La independencia en la protección
del derecho excluye cualquier forma de
responsabilidad, y encuentra su justifica-
ción en el hecho de que la Justicia no par-
ticipa en la actuación política, inimagina-
ble sin una responsabilidad (razón por la
que el canciller o ministro correspondien-
te había de soportar la responsabilidad
del monarca irresponsable de la monar-
quía constitucional). Estas son considera-
ciones que no se pueden apartar, y que
continúan siendo válidas por principio en
la actualidad.
Criterios materiales de la Jurispruden-
cia son el procedimiento contradictorio
223
(«audiatur et altera pars»), la publicidad
y la racionalidad de la búsqueda de la so-
lución jurídica (racionalidad entendida en
el sentido de posibilidad de reconstruc-
ción lógica). Por eso, las decisiones del
Tribunal Constitucional Federal acerca de
la admisión o no admisión de reclamacio-
nes constitucionales («Verfassungsbesch-
werden») no son ningún acto de jurispru-
dencia, pues el parágrafo 93a, ap. 5, de la
Ley creadora del Tribunal dice: «Las de-
cisiones de la comisión o de la Sala se
producen sin procedimiento oral y no de-
ben ser justificadas.» Así se han elimina-
do todos los criterios de la Jurispruden-
cia, tratándose con ello de actos de Admi-
nistración de justicia, en virtud de la que
sería imaginable el ejercicio de una po-
testad ordenadora por parte del Tribunal.
Pero tal potestad no podría consistir en
la no admisión, puesto que la pretendida
obstaculización del acceso al Tribunal re-
presentaría una intromisión en la protec-
ción del derecho. Sobre la oportunidad del
ejercicio de una semejante potestad orde-
nadora no hemos de tratar en este lugar.
La jurisdicción constitucional es la evi-
dente ruptura del principio de separación
224
de poderes, un principio dispuesto por la
misma Ley Fundamental. No van a repe-
tirse aquí los argumentos que muestran
que la jurisdicción constitucional no pue-
de cumplir su función con los medios de
la hermenéutica jurídica; ni siquiera hace
falta, pues el Tribunal Constitucional Fe-
deral se ha propuesto consecuentemente
no moverse bajo el fondo de esa herme-
néutica.
Considerando la discrepancia que exis-
te entre el Estado de Derecho, que sólo
puede negar su origen burgués mediante
el abandono de sí mismo, y el Estado so-
cial, se cree apreciar una importante ta-
rea de la jurisdicción constitucional. Pues
£l Estado social, que presta servicios, pro-
porciona subvenciones e interviene de
muy diversa manera en el transcurso de
la vida social, necesita ciertos criterios
que se los puede ofrecer la constitu-
ción del Estado de Derecho, configurada
de acuerdo a situaciones muy diferentes.
Necesita medidas que impidan en deter-
nados casos hacer demasiado o no hacer
suficiente. En sí esto no es nada nuevo.
La moderación y la evitación de la arbi-
trariedad pertenecen desde siempre al
225
buen gobierno. «Los Espejos del Príncipe»
han manifestado de manera elogiosa su
parecer en esta cuestión, y Fénélon alec-
cionó al Delfín en el Telémaco en el mis-
mo sentido. Pero en las actuales circuns-
tancias es de extremada importancia no
dejar escapar fuera de control a este
respecto, la actuación estatal. El Tribunal
ha correspondido a esta necesidad, y ha
intentado desarrollar a partir del derecho
constitucional criterios para un control
semejante.
En primer lugar ha de citarse el postu-
lado de la igualdad. Ya en una de sus pri-
meras resoluciones (4) (Tomo 1.°, pági-
na 52) el Tribunal Constitucional Federal
ha hecho suya, sin más explicaciones, una
interpretación que había sido rechazada
aplastantemente y con razones de peso
durante la Constitución del «Reich» de
Weimar, la interpretación de que el pos-
tulado de la igualdad no sólo vincula a la
aplicación de la ley, sino también a la Le-
gislación. En ia decisión se dice: «Pres-
cidiendo de esto, el postulado de la igual-
(4) Las citas siguientes se refieren a la colec-
ción oficial de las resoluciones del Tribunal Cons-
titucional Federal.
226
dad sólo prohibe que lo que es esencial-
mente igual se trate de manera diferente,
pero no, por el contrario, que lo que es
esencialmente desigual se trate de manera
diferente en correspondencia a la desi-
gualdad existente. Se viola el postulado
de la igualdad cuando no se puede encon-
trar para la diferenciación o la equipara-
ción legales un argumento razonable, que
surja de la naturaleza de la cosa y que sea
materialmente evidente, en resumen, cuan-
do la determinación ha de ser calificada
como de arbitrariedad».
Es claro que el postulado de la igualdad
sólo con ese cambio de interpretación co-
mo vínculo de la ley es capaz de conver-
tirse en instrumento jurídico-constitucio-
nal de control, y la naturalidad con que el
Tribunal Constitucional Federal acometió
esta transformación de la interpretación
aboga por la intensidad de la necesidad
de un semejante control. La cuestión es
la de qué se ha ganado con ello. Se plan-
tea a la vista de una paradójica situación
jurídica. Apenas otra norma constitucio-
nal ha ocupado tanto al Tribunal Consti-
tucional Federal como el postulado o prin-
cipio de la igualdad. Las remisiones a las
227
resoluciones correspondientes llenarían
páginas enteras, si se miraran los registros
de la colección de resoluciones. Se debe-
ría por ello pensar que el principio de la
igualdad está aclarado en todas sus rami-
ficaciones y que se ha alcanzado una situa-
ción de amplia seguridad jurídica. La rea-
lidad es absolutamente de signo contra-
rio, y la razón de ello es que para las ape-
laciones a una supuesta lesión del princi-
pio de la igualdad no existe ningún punto
final. Anschütz tenía razón cuando en la
última elaboración de su comentario a la
Constitución del «Reich» de Weimar
(1933) rechazaba la vinculación de la le-
gislación a este postulado, basándose en
que conducía a la inseguridad jurídica.
Esto salta a la vista inmediatamente
cuando se hace presente el procedimiento
lógico que tiene lugar en la aplicación del
principio de la igualdad. El Tribunal Cons-
titucional Federal no ha sido capaz de su-
perar en su amplia experiencia resoluto-
ria la formulación anterior del con-
tenido del postulado de la igualdad. Es-
to no integra ninguna objeción. Pues más
no se puede hacer de hecho en una for-
mulación general del contenido de ese
228
principio. Y si se interroga a esa formula-
ción para averiguar qué es to que se de-
duce en concreto de ella, la respuesta no
puede rezar de otra manera: absolutamen-
te nada. Pues el caso concreto es el caso
discutido, sólo él llega a la resolución ju-
dicial. Pero esto supone que es precisa-
mente discutible, por más que la «ratio
legis» —pues no hay que esforzarse mu-
cho para concederle al legislador que él
también tiene sus razones— sea «razona-
ble, surja de la naturaleza de la cosa y sea
materialmente evidente». Esta discusión
sólo la puede resolver el Tribunal con una
valoración propia, que no tiene nada que
ver con la subsunción, y que por ello no
se puede considerar como la aplicación
de una norma general. Es lógico y natural
que esta valoración no pueda ir más allá
de una mera fórmula vacía. En un ejemplo
se puede ver lo lejos que el Tribunal lleva
el marco de la decisión valorativa. La Ley
de partidos políticos de 24 de julio de
1967 había previsto en el parágrafo 18 que
participaran en el procedimiento de devo-
lución de los costes de la campaña electo-
ral aquellos partidos que hubieran reci-
bido, cuando menos, el 2,5 por 100 de
229
los votos. Apelado el Tribunal Constitu-
cional Federal hizo bajar, en su sentencia
de 3 de diciembre de 1968, el porcentaje
mínimo al 0,5 por 100. Ahora bien, suce-
de que con ningún instrumento lógico in-
ductivo o deductivo puede establecerse un
determinado porcentaje como el único co-
rrecto. Su determinación es un asunto de
la experiencia y de la reflexión política, de
modo que cualquier porcentaje es, si se
quiere, tan arbitrario como los demás. El
Tribunal no ha sustituido una regulación
legal equivocada en cuanto anticonstitu-
cional por otra conforme a la Constitución
—la resolución tiene realmente eficacia
normativa—, sino que se ha situado en el
lugar del legislador en la medida en que
modificó la situación legal según sus pro-
pias convicciones.
No es la intención de estas disgresiones
criticar con dureza la práctica resoluto-
ria del Tribunal Constitucional Federal en
estas cuestiones. No se puede discutir que
el porcentaje mínimo fijado por el Tribu-
nal sea posiblemente —esta es una cues-
tión que se escapa al juicio del autor—
más razonable y políticamente más correc-
to. La única finalidad de estas reflexiones
230
es averiguar qué ocurre en la realidad con
esa práctica resolutoria. No se trata ma-
nifiestamente de Jurisprudencia en el sen-
tido habitual de la palabra. Lo único ju-
dicial en este procedimiento es el hecho
de que sea examinado por jueces.
Algo parecido sucede con el principio
jurídico de la proporcionalidad, que ha
sido desarrollado por el Tribunal Consti-
tucional Federal con rango constitucional
para el ámbito de los derechos fundamen-
tales a través de una amplia jurispruden-
cia. Aquí también se pone inmediatamen-
te de manifiesto la necesidad de un con-
trol de los criterios de actuación estata-
les. Su aspecto jurídico es, sin embargo,
diferente del caso del postulado de
la igualdad. El principio jurídico de la
proporcionalidad exige que en las inter-
venciones del Estado en la esfera priva-
da, defendida por los derechos fundamen-
tales, los medios soberanos utilizados se
mantengan en proporción adecuada a los
fines perseguidos. Este principio jurídico
parece así tan razonable y evidente como
la prohibición de la arbitrariedad. Sin em-
bargo, en su aplicación judicial resultan
231
en uno y otro caso las mismas dificul-
tades.
No está de más recordar que el postu-
lado de la proporcionalidad ha encontra-
do su expresión en el derecho administra-
tivo, concretamente en el derecho policial.
Ha sido desarrollado especialmente por el
Tribunal Administrativo Superior prusia-
no al exigir de la actuación policial que el
empleo de medios no fuera más allá de
lo imprescindible para alcanzar la corres-
pondiente finalidad policial. Es importan-
te para el entendimiento de este manda-
miento jurídico todavía vigente en el de-
recho policial actual tener presente que
tiene lugar en la práctica dentro de un
marco legal relativamente reducido y, en
consecuencia, abarcable de una sola mira-
da: por una parte, los medios soberanos
a disposición de la policía; de la otra, la
alteración de la seguridad o el orden pú-
blicos, ya sea debida a conductas persona-
les o a situaciones de hecho. El enjuicia-
miento de si una medida era necesaria-
mente adecuada al fin perseguido no pre-
senta ninguna dificultad en un marco tan
fácilmente retenible.
Esto se cambia por completo cuando se
232
transporta el principio de la proporciona-
lidad al derecho constitucional; y si hace
falta una demostración de que los concep-
tos jurídicos constitucionales y adminis-
trativos no son permutables entre sí, aquí
se nos brinda el principio de la proporcio-
nalidad. No debería precisar más explica-
ciones el hecho de que la situación del le-
gislador, que está destinado para configu-
raciones generales, sólo a duras penas pue-
de ser comparada con la de la policía, que
ha de escoger entre los medios presentes
el que sea más adecuado para el aparta-
miento de la alteración.
Muchas decisiones del Tribunal Cons-
titucional Federal se mueven prácticamen-
te en el campo de la aplicación adminis-
trativa de normas. Se refieren a medidas
tomadas en virtud de la Ley ordenadora
del procedimiento penal («StPO») (reso-
luciones 16, 194; 17, 108), al dictado y du-
ración de detención a fines de investiga-
ción (20, 45; 20, 144) y a la pretensión de
exención de reclusión (19, 342). En estos
casos no se puede levantar ninguna obje-
ción contra la aplicación del principio de
la proporcionalidad. Se refieren a resolu-
ciones en el marco de acción que recogen
233
 las prescripciones legales. Por ello es tan-
to más lamentable la caracterización que
en el último juicio citado se ha dado al
principio de la proporcionalidad: «El
principio de la proporcionalidad tiene ran-
go constitucional en la República Federal
de Alemania. Es consecuencia del princi-
pio del Estado de derecho, se deriva in-
cluso de la esencia de los derechos funda-
mentales que en cuanto expresión de una
exigencia general de libertad del ciudada-
no frente al Estado sólo deben ser limita-
dos por el poder público en la medida que
sea imprescindible para la protección de
los intereses públicos. En el caso del de-
recho fundamental a la libertad personal
resulta también de la especial significa-
ción que le viene atribuida a este derecho
precisamente como base de la situación
jurídica general y de las posibilidades de
despliegue del ciudadano, reconocidas por
la Ley Fundamental en cuanto que califi-
ca en su art. 2.°, ap. 2, la libertad personal
como «inviolable». En vista de la primacía
jurídica del principio de la proporciona-
lidad, ésto es ni más ni menos como si
funcionarios administrativos, como los
jueces, acogiéndose a este principio pudie-
234
ran dispensarse de la aplicación del dere-
cho vigente. Esta es la forma en que se
viene entendiendo en la actualfdad el prin-
cipio. No se procede a actuaciones legal-
mente prescritas como órdenes de deten-
ción, y un Tribunal contencioso-adminis-
trativo en una famosa sentencia (NJW,
1968, 61) prescinde del desposeimiento de
la capacidad de prestar juramento, impe-
rativamente prescrita en el Código Penal
(artículo 161, posteriormente derogado),
acogiéndose al principio de la proporcio-
nalidad. Una vez que se ha generalizado
la opinión de que merced al principio de
la proporcionalidad las normas imperati-
vas se han convertido en facultativas, ya
sólo se pueden hacer suposiciones sobre
los enigmas de la puesta en práctica de
este principio. Sus consecuencias para la
seguridad jurídica son imprevisibles. Uno
se ve tentado a parafrasear una fórmula
de Karl Krauss: «Si las clases inferiores
del sistema jurídico alcanzan a palpar los
senos de la Justicia, ha sido la jurisdic-
ción constitucional quien le ha soltado el
corsé» (5).
(5) Esto hace pensar en una regulación legal que
reservará la aplicación de determinados puntos de
235
 A qué dificultades conduce la aplica-
ción del principio de la proporcionalidad
a la legislación lo muestra la muy impor-
tante y citada sentencia del Tribunal Cons-
titucional Federal de 11 de junio de 1958
(7, 377). Aquí falta la densa red de rela-
ciones entre normas y hechos que ofrece
apoyos a la aplicación del derecho en el
marco administrativo. La aplicación del
derecho acaba en consideraciones y valo-
raciones generales, y se convierte en defi-
nitiva en una cuestión de opiniones. En la
sentencia citada se trata de la compatibi-
lidad del art. 3.°, ap. 1, de la Ley bávara
sobre establecimientos farmacéuticos, de
16 de junio de 1952, con la Ley Fundamen-
tal. En esa norma la Ley había adoptado
el llamado sistema de concesión, vigente
en Alemania desde siempre. Esto se justi-
ficó en atención a las exigencias de un ade-
cuado abastecimiento de la población, lo
q u e era c o n s i d e r a d o i n a d m i s i b l e e n la re-
vista del examen de las leyes en cuanto a su cons-
titucionalidad al Tribunal Constitucional Federal.
De esta manera se evitarían las inalcanzables con-
secuencias que han surgido a rafa de la jurispruden-
cia sobre el principio de la proporcionalidad. Las
dificultades de semejante regulación, a las que ni
siquiera se puede hacer una referencia, son, sin
embargo, insuperables.
236
clamación constitucional correspondiente,
amparándose en la Ley Fundamental. El
Tribunal no ha aceptado la motivación del
legislador, sino que la ha convertido en ob-
jeto de indagación, llegando a la siguiente
conclusión: «La cuestión decisiva es, por
consiguiente, la de si en cada supresión
de las limitaciones de la concesión en la
Ley bávara sobre establecimientos farma-
céuticos el desarrollo se producirá con su-
ficiente probabilidad en el sentido antes
apuntado, y por ello el abastecimiento de
productos farmacéuticos quedará tan al-
terado que se haya de temer una situación
de peligro para la sanidad de la población.
El Tribunal no ha podido convencerse de
que exista este peligro». Cuestión de opi-
niones. En este caso, una opinión cuya
corrección parece ser confirmada abun-
dantemente por el posterior desarrollo.
Pero no se trata aquí de eso, sino del pro-
cedimiento lógico que ha tenido lugar en
este juicio y con ello de la cuestión, cuya
relevancia no puede ser más tiempo dis-
cutida, si es que la precisión de las pala-
bras vale acaso algo todavía, de la cues-
tión de si en ese procedimiento lógico, con
el que el Tribunal se sitúa en el lugar del
237
 legislador, hay algo judicial además de la
circunstancia de que se lleve por jueces.
La pregunta se contesta sola.
Pero incluso si una ley surge sin ningún
motivo de objeción y entra en vigor en
consonancia con la Constitución, su cons-
titucionalidad no está establecida de una
vez para siempre. Así, los transportes de
fábrica habían sido gravados con una im-
posición por la Ley de Impuestos del
Transporte en su versión de 13 de junio
de 1955 (BGB1 1, pág. 366), con la inten-
ción de que por lo menos una porción im-
portante de los servicios de transporte se
desplazaran en beneficio de la Red de Fe-
rrocarriles Federales. Sin embargo, esta
expectativa no se vio cumplida. En la sen-
tencia de 22 de mayo de 1963 (16, 147) con-
sidera el Tribunal Federal Constitucional:
«El Tribunal no desconoce que la dura
imposición de los transportes de fábrica
roza los límites de lo tolerable constitu-
cionalmente, porque no se puede apreciar
con seguridad que junto a sensible inter-
vención fiscal en la libertad del ejercicio
profesional, a largo plazo, surja un bene-
ficio igualmente relevante para el bien co-
mún. No obstante, el Tribunal no ha sido
238
capaz de apreciar la perniciosidad y con
ello (sic) la anticonstitucionalidad de la
intervención, puesto que, como se ha ex-
puesto, a la vista de la relativa brevedad
del lapso de tiempo transcurrido desde
la subida de los impuestos, aún no se pue-
den ver en toda su extensión las repercu-
siones de la medida con la claridad que
posibilitaría a los jueces pronunciar la
anticonstitucionalidad de una norma le-
gal... Si, por lo demás, la contención del
transporte de fábrica sólo beneficiara a
la larga a los transportes privados de mer-
cancías, habría que probar nuevamente si
el especial gravamen fiscal de los trans-
portes de fábrica —al menos, en su actual
cantidad— puede ser continuado o si el
legislador ha de perseguir sus fines por
otros medios que hagan irreprochable pa-
ra todas las partes el equilibrio de la in-
tervención».
Ahí se ve claro lo lejos que el Tribunal
Constitucional Federal ha llevado su con-
trol del legislador. A juzgar por esta deci-
sión no es inimaginable el extraño caso
de que una ley se promulge con todos los
requisitos inicialmentee, se vuelva anti-
constitucional por un cambio en las cir-
239
 cunstancias, porque las intervenciones en
ella previstas aparezcan a partir de ese
momento insoportables para la esfera pri-
vada, pero que gracias a la aparición de
nuevas circunstancias recupere su consti-
tucionalidad. La tendencia de la Jurispru-
dencia del Tribunal Constitucional Fede-
ral a someter los fenómenos de la vida
constitucional a conceptos y criterios ad-
ministrativos, se presenta con especial cla-
ridad en la aceptación de una discrecio-
nalidad legisladora en la promulgación de
leyes que intervienen en los derechos fun-
damentales. También la discrecionalidad
es un concepto administrativo que tiene
sus claros contornos y su lugar firme en el
ampliamente penetrado de normas de de-
recho administrativo como concepto con-
trastante con la Administración vinculada
a la ley. Así se puede apuntar algunas du-
das sobre si la discrecionalidad es un con-
cepto útil en el muy diferentemente es-
tructurado derecho constitucional (el Tri-
bunal de Justicia del Estado para el Ter-
cer «Reich» le había evitado, si mal no
me equivoco).
Pero dejemos el asunto en paz. Esen-
cial, porque sintomática, es la degradación
240
de la legislación, uno de los más impor-
tantes fenómenos de la vida constitucio-
nal, al situarla bajo las categorías del de-
recho administrativo: la República Fede-
ral como Administración. ¿Qué ha sido de
la representación del pueblo soberano y
maduro que no se ha alzado contra una se-
mejante degradación a órgano de ejecu-
ción? Tal vez se piense que se trata en to-
do esto de detalles técnico-jurídicos sin
mayor importancia. Este sería un error
fatal, pues precisamente tales detalles pue-
den arrojar un rayo de luz sobre la situa-
ción del Estado. Así no va desatinada la
suposición de que el Tribunal Constitu-
cional Federal considera al Estado en la
misma manera en que éste se comprende
a sí mismo mediante sus representantes.
La discrecionalidad es una cuestión de
la ejecución de la ley. En la discrecionali-
dad, en la apreciación del legislador, la
legislación se convierte en ejecución de
la constitución. Ahora bien, es muy dife-
rente que se piense que el legislador está
vinculado a la constitución, o que el le-
gislador haya de ejecutarla; una opinión
por lo demás, para cuyo rechazo basta
241
16
una mirada a la constitución (6). No por
ello está menos extendida en alguna me-
dida la idea de que las leyes, como por
ejemplo la Ordenadora del procedimiento
penal, son el desarrollo más cercano y
por ello la ejecución de lo que en la cons-
titución está preformado y dispuesto. La
constitución es así como un huevo de
Colón jurídico, del que todo surge, desde
el Código penal hasta la Ley sobre fabri-
cación de termómetros.
Ahora bien, la discrecionalidad del le-
gislador se presenta con especiales carac-
terísticas cuando la Ley de la Administra-
ción del Estado dispone en la regulación
de su ejecución la discrecionalidad en lu-
gar de la estricta vinculación a la ley, lo
que representaría el caso más ordinario,
entonces viene generalmente determinado
legalmente, y de manera suficiente, la clase
y la extensión de la actividad discrecio-
nal. La constitución, entendida como
(6) El problema especial de la ejecución de la
constitución de un Estado de derecho, que resulta
de diversas normas constitucionales (arts. 9.°, ap. 2,
y 14, ap. 3, por ejemplo), es de otra naturaleza,
sin que se aluda a él en este contexto. Cfr. a este
respecto, CARL SCHMITT, Verfassungsrechtliche
Aufsatze, 1958, pág. 452.
242
norma a desarrollar, no contiene, sin
embargo, semejantes normas clarifica-
doras. El Tribunal Constitucional Fe-
deral estaba obligado a penetrar en esas
lagunas tras la recepción del concepto de
la discrecionalidad del legislador. En nu-
merosas resoluciones ha debido ocuparse
el Tribunal con la cuestión de los límites
de la discrecionalidad del legislador y la
ha apreciado, según la peculiaridad de la
materia, de manera estricta (1, 249; 4, 382)
o amplia («límites extremos» 12, 338). Na-
turalmente esta apreciación no tiene nada
que ver con una subsunción, sino que es
una consideración de la peculiaridad del
respectivo material jurídico y de las es-
peciales circunstancias del caso corres-
pondiente. Ciertamente se encuentra en
muchas sentencias del Tribunal la aclara-
ción de que no es asunto suyo mostrarse
sentenciador en el caso de las actividades
discrecionales. Esta aclaración es, sin em-
bargo, fuertemente relativizada por la cir-
cunstancia de que es el propio Tribunal
el que jalona los límites del ámbito que
escapa a su cognición. Si se tienen en
cuenta las resoluciones mencionadas, re-
sulta difícil hacerse una idea concreta del
243
 ámbito de discrecionalidad del legislador
que escapa al control judicial.
De esta manera, la jurisdicción consti-
tucional integra una prueba ilustrativa de
cómo una jurisdicción independizada es
simultáneamente una jurisdicción en ex-
pansión. Aquí nos interesa exclusivamente
en su significado sintomático con respecto
al Estado. No se trata, pues, de una críti-
ca de la Jurisprudencia por la Jurispru-
dencia misma. Para la función más im-
portante del Tribunal Constitucional Fe-
deral, el control de normas, o sea, el exa-
men de las normas en cuanto a su compa-
tibilidad con normas de rango superior, no
sería por lo demás de ningún especial inte-
rés dogmático, puesto que sabemos —y
Cari Schmitt (7) lo ha demostrado irrefu-
tablemente— que aquí se trata de una fun-
ción legisladora no dominable mediante
los medios de la aplicación judicial del
derecho. Una vez que la Ley Fundamental
ha confiado al Tribunal Constitucional
Federal esa tarea legisladora, sería absur-
do esperar de su Jurisprudencia la obser-
vancia de las reglas de la hermenéutica
jurídica.
(7) Hüter der Verfassung, 1931, pág. 34 y ss.
244
En ninguna de las funciones del Estado
se expresa más pragmáticamente la estruc-
tura y la singularidad del Estado que en
la Jurisprudencia. Las competencias am-
pliamente apreciadas del Poder judicial y
su tendencia independizadora apuntan a
un escaso grado de intensidad de las ten-
siones políticas resultantes en el seno del
Estado. Una voluntad política más fuer-
te de imposición de las decisiones políti-
cas, como aún se dio bajo la República
de Weimar, se opondría con buenas razo-
nes a la extensión tan amplia de las com-
petencias de unos organismos como los
Tribunales, que están libres de toda res-
ponsabilidad. La aplicación de conceptos
administrativos a la legislación como una
función del derecho constitucional es no-
toria en varios aspectos. Sirve, como ya
indicamos, a satisfacer una necesidad evi-
dente en la medida en que cubre una la-
guna en la constitución. La constitución
del Estado de derecho no dice nada acer-
ca de las prestaciones estatales, especial-
mente las del Estado social; y esto no pre-
cisamente por olvido o indolencia, sino
por razones de su estructura lógica, que
no puede contener criterios de medidas
245
 que no sean compatibles con la certidum- parte, la jurisprudencia muestra el efecto
bre de la libertad en el marco de la ley, despolitizante de los elementos estructu-
la única exigencia que ha de garantizar. rales de Estado social. En la medida en
Esta laguna ha sido cubierta mediante la que son perceptibles, el Estado cobra ses-
nueva interpretación del principio de la gos administrativos. Un Estado social ab-
igualdad como prohibición de arbitrarie- solutamente realizado no sería más que una
dad del legislador, mediante la elevación gran administración sin potencia política.
del principio de la proporcionalidad a la La jurisprudencia del Tribunal Constitu-
categoría de una norma constitucional no cional Federal es un ejemplo tal vez in-
escrita y mediante la introducción del con- voluntario, pero por ello tanto más expre-
cepto de la discrecionalidad legislativa. A sivo, del hecho de que la República Fede-
la vista de la eminente significación que ral ha avanzado un buen trecho en ese
han cobrado para el ciudadano y para la camino.
economía las prestaciones estatales, esto
es natural y lógico. Pero continuamente
se manifiesta esta jurisprudencia en dos
sentidos diferentes. Confirma la discre-
pancia entre la constitución del Estado
de derecho y el Estado social. Pues esta
jurisprudencia permanece ampliamente
alejada del objetivo y del resultado de la
constitución del Estado de derecho de
consolidar una serie de preceptos de ac-
tuación estatal inequívocos, racionales y
previsibles, y esto por fuerza. Es un dere-
cho judicial autónomo el que conecta la
constitución del Estado de derecho con las
necesidades del Estado social. Por otra

246 247
 LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Conocida es la misión que los derechos

fundamentales cumplieron con su procla-
mación por la Asamblea Nacional france-
sa el 26 de agosto de 1789. Con la garantía
de la propiedad libre una vez rotos los
vínculos feudales y con la instauración de
la libertad personal, que incluía la liber-
tad de la producción, del intercambio de
mercancías y ejercicio profesional, se con-
virtieron en la Carta Magna del Tercer Es-
tado y con ello también de la expansión
económico-técnica del siglo xix. Conoci-
das son también las expectativas que se
unieron a la proclamación de los dere-
chos fundamentales: el despliegue de una
sociedad mantenida en armonía mediante
su inmanente legalidad.
La burguesía se convirtió de esta mane-
ra en beneficiaría de los derechos funda-

249
 mentales, siendo absolutamente conse-
cuente que Karl Marx, como abogado del
Cuarto Estado, los combatiera. La misión
histórica de los derechos fundamentales
se consumó en la medida en que la bur-
guesía emancipada entró a participar en
el Estado desde la mitad del siglo pasa-
do. Sin embargo, los derechos fundamen-
tales conservaron su significación jurídi-
ca en cuanto que limitaron el poder del
Estado frente al individuo, ofreciendo una
protección jurídica a la que se podía aco-
ger el individuo cuando el Estado rebasa-
ra sus fronteras. En este sentido, los de-
rechos fundamentales han valido como
un elemento constitutivo de la configura-
ción constitucional del liberalismo. Si lo
continuarán siendo en el futuro y, en ca-
so afirmativo, en qué medida, esto es algo
que depende de una serie de circunstan-
cias en las que nos adentramos en lo su-
cesivo.
Pues debe ser evidente que el progresi-
vo entrecruzamiento de Estado y sociedad
obliga inexcusablemente a pensar de nue-
vo la función y el lugar de los derechos
fundamentales en el conjunto de la estruc-
tura estatal. Nada induce a creer que se
250
haya acometido suficientemente esta ne-
cesidad hasta el momento. . ^
Es algo muy natural que con ese entre-
cruzamiento de Estado y sociedad haya
surgido una nueva situación para el ase-
guramiento de la libertad personal. Y es-
to tanto más cuanto que entre libertad y
seguridad, derechos fundamentales y con-
formación social se da una tensión insu-
perable. En el entrecruzamiento de Esta-
do y sociedad existe el peligro de que las
fuerzas sociales empleen su influencia en
el Estado para robustecer relaciones socia-
les libres en los moldes del derecho públi-
co y reducir de esta manera más y más
las posibilidades de maniobra de la liber-
tad individual.
Pero este peligro no aparece en el pri-
mer plano del moderno entendimiento de
los derechos fundamentales. Es más bien
la presión del Estado social la que pesa
sobre la estructura de Estado de derecho
de la República Federal. Se descubrió así
la función social de los derechos funda-
mentales y se la confrontó con otras in-
terpretaciones individualistas que no al-
canzaban ya el sentido de los modernos
derechos fundamentales. Para poder atri-
251
 buir a los derechos fundamentales una
función social era necesario prescindir
del modo de entenderlos hasta entonces
imperante. Este modo de entender los
derechos fundamentales como limitación
del Estado, como protección jurídica del
individuo frente a intervenciones estata-
les, no ofrecía en la práctica ningún puen-
te lógico para su interpretación social,
no ofrecía la ansiada posibilidad de her-
manar Estado de derecho y Estado
social sobre la base común de los dere-
chos fundamentales. Para ello se precisa-
ba transformar en positivos unos derechos
que se habían formulado a la defensiva y,
por ello, negativamente. Esto había suce-
dido mediante el rechazo del llamado
«pensamiento interventor», acogiéndose
al Estado social que se presentaba pres-
tando servicios, pero sin intervenir en la
libertad del individuo. De aquí resultaba
la necesidad de entender los derechos fun-
damentales como unos principios positi-
vos, lo que tuvo lugar concibiendo los de-
rechos fundamentales como positivación
de valores y la totalidad de los derechos
fundamentales como un sistema de valo-
res inherentes a la constitución. El Tri-
252
bunal Constitucional Federal ha partici-
pado primordialmente en esa transforma-
ción del modo de entender los derechos
fundamentales.
No es este el lugar de discutir en gene-
ral lo que significa metódica y objetiva-
mente la subsunción de los derechos fun-
damentales bajo la consideración valora-
tiva. De cualquier manera se ha obtenido
una plataforma que permite una serie de
cadenas de argumentación que son diver-
gentes en la medida en que se puede ca-
lificarlas como discrecionales. Una de las
conclusiones que derivan de la suposición
de un orden de valores positivizado es la
llamada eficacia frente a terceros de los
derechos fundamentales, una teoría que
encontró seguidores en el primer decenio
de validez de la Ley Fundamental y que
fue muy discutida. Si los derechos funda-
mentales son un orden de valores, se ar-
gumentaba, y expresan principios jurídi-
cos generales, su validez no puede quedar
reducida a la esfera estatal, no se com-
prende por qué las relaciones sociales in-
terindividuales no han de estar sometidas
a estos principios. De hecho, esta es una
conclusión que no se puede comprender
253
 a partir de las premisas de esta argumen-
tación. Por el contrario, parece inconcebi-
ble que este resultado pueda ser puesto en
consonancia con el sentido elemental de
los derechos fundamentales. Pues atri-
buir al ciudadano A un derecho funda-
mental contra el ciudadano B significa si-
multáneamente convertirlo en norma obli-
gatoria para el ciudadano B. Es evidente
que de esta consecuencia no ha tomado
conciencia un pensamiento clarividente de
libertad. Sin embargo, debería quedar fue-
ra de toda duda que el cambio de inter-
pretación de los derechos fundamentales
desde derechos de libertad hacia normas
obligatorias no es compatible con una in-
terpretación del derecho que todavía cree
en la fuerza vinculante del texto legal. De
manera notable, la doctrina de la eficacia
frente a terceros de los derechos funda-
mentales no ha encontrado acceso al Tri-
bunal Constitucional Federal, aunque el
Tribunal se ha declarado siempre por una
consideración de los derechos fundamen-
tales como un sistema de valores.
Si se acentúan los componentes socia-
les atribuidos al orden de valores que re-
presentan los derechos fundamentales in-
254
manentemente, se abren entonces perspec-
tivas absolutamente distintas. De esta ma-
nera se le libera al individuo de su situa-
ción de enfrentamiento con relación al
Estado y se le incluye en la ordenación so-
cial global, compuesta por el Estado y la
sociedad. Esta inclusión expone la liber-
tad de los derechos fundamentales a in-
tervenciones que se declaran como nece-
sarias para la prosperidad de Estado y
sociedad. Para aquellos que saben lo que
semejantes valoraciones implican, no es
ningún consuelo el que, según los repre-
sentantes de este modo de entender los
derechos fundamentales, aquí hayan de
producirse valoraciones, especialmente la
elección entre libertad o vinculación so-
cial.
Estas doctrinas sumariamente expues-
tas se han querido emplear tan sólo como
ejemplos que muestran cuánto se ha ale-
jado el modo de entender los derechos
fundamentales no sólo de las teorías tra-
dicionales, sino también del sentido y la
función que les debería corresponder a
los derechos fundamentales en las actua-
les circunstancias, en caso de que el pen-
samiento en términos de Estado todavía
255
 tenga alguna validez. La conclusión de que
una vez que el moderno Estado se ha con-
vertido no sólo, pero sí esencialmente, en
un Estado social, que realiza prestaciones,
y distributivo, también se deberían inter-
pretar socialmente los derechos funda-
mentales (e incluso allí donde éstos no
prescriben expresamente una tal interpre-
tación, como es el caso del art. 14, ap. 2,
de la Ley Fundamental), es consecuencia
de una incapacidad para pensar dialécti-
camente, incapacidad que caracteriza a la
actual Teoría del Estado, negativamente,
así como a la jurisprudencia en torno a
la constitución. Así se encuentra, por
ejemplo, desarrollado en la jurispruden-
cia del Tribunal Constitucional Federal
el pensamiento de que la democracia rea-
lizada presupone la opinión pública, pero
que la opinión pública exige la diversidad
de formadores de opinión en el ámbito de
la Prensa; por ello habría que interpretar
el derecho fundamental de la libertad de
prensa bajo consideración de las exigen-
cias democráticas.
U n a semejante interpretación de la
constitución pasa por alto, o no está en
256
condiciones de apreciar, que las constitu-
ciones, en la medida en que no son dicta-
toriales, reposan sobre una combinación
de criterios conformadores, que en sí no
son contradictorios, pero sí heterogéneos.
El ejemplo principal para las modernas
constituciones liberales lo ofrece la unión
del principio democrático con el liberal.
La heterogeneidad de ambos principios es
suficientemente conocida como para que
necesitemos entrar más a fondo en ella.
La combinación de ambos principios no
viene pensada, sin embargo, en términos
de un «mixtum compositum», sino de tal
manera que ambos elementos se comple-
menten mutuamente en sus respectivas re-
percusiones.
En los derechos fundamentales se ex-
presa el reparto entre libertad individual
y ámbito de actuación soberana del Esta-
do que define la estructura general de és-
te. Los derechos fundamentales regulan
un ámbito individual que, naturalmente
con algunas matizaciones resultantes de
las reservas legales, se sitúa fuera de la
soberanía del Estado, pero al mismo tiem-
po también bajo su protección. Ahora
257
17
 bien, entendidos de esta manera, tienen
un sentido jurídico practicable e inequí-
voco. El intento emprendido por la Cons-
titución del «Reich» de Weimar de exten-
der los derechos fundamentales en el sen-
tido de los derechos fundamentales socia-
les (por ejemplo, art. 158, ap. 1: «El traba-
jo intelectual, los derechos del autor, del
inventor o del artista gozan de la protec-
ción y la asistencia del Estado») tenía que
fracasar, porque formulaciones de este ti-
po no son aptas para fundamentar dere-
chos y deberes concretos. Sin embargo,
el sentido de los derechos fundamentales
es estatuirlos porque de otra manera no
serían practicables, y esto quiere decir
que fracasarían en su función protectora.
«Todos los alemanes tienen el derecho a
reunirse pacíficamente y sin armas sin ne-
cesidad de inscripción o permiso» (art. 8.°,
ap. 1, Ley Fundamental) es un enunciado
en el que no hay nada que explicar.
Conceptos bien intencionados, moral-
mente encomiables, p e r o jurídicamente
en las nubes, de los que no faltan sufi-
cientes en la Ley Fundamental, no sólo no
amplían la protección de 1 o s derecnos
258
fundamentales, sino que son perjudiciales,
porque les hacen perder seguridad (1).
(1) Esta pérdida de seguridad la ilustra una cu-
riosa discusión jurídica que ocupó a los Tribunales
contencioso-administrativos de Hesse. El querellan-
te, cuyo nombre no se transcribía en las facturas
telefónicas con la vocal modificada alemana «ó»,
sino con las letras «oe», exigía de Correos la co-
rrecta escritura de su nombre, una pretensión a la
que se oponían dificultades técnicas, puesto sue
las máquinas de elaboración de datos utilizadas
para la preparación de los recibos no poseían ti-
pos para vocales modificadas. Justificaba su pre-
tensión acogiéndose a la dignidad humana (artícu-
lo 1.° de la Ley Fundamental) y al derecho a la
personalidad (art. 2.°, Ley Fundamental). Consiguió
imponerse en primera instancia. Tan sólo el Tribu-
nal de Justicia Administrativa («Verwaltungsge-
richtshof») puso punto final a semejante extrava-
gancia. Pero de todas maneras se vio obligado a
precisas reflexiones. A la correcta aclaración de que
el concepto de la «dignidad humana» tiene tantos
aspectos que escapa a una definición unitaria, si-
guen otras como ésta: «La dignidad del hombre
está inalienablemente vinculada a la correcta escri-
tura de su nombre. Para ello hay que tener en
cuenta que el nombre no tiene sólo funciones de
ordenación, en los que no entraremos en esta oca-
sión, sino que también representa un valor para
cualquier persona, un valor que no sólo resulta de
su virtualidad individualizante con respecto al in-
dividuo, sino también de la tradición y de la per-
tenencia a una familia y un linaje que se señalan
en el nombre, en resumidas cuentas de la vida en
común del individuo en el marco de la comunidad.
Se infringe este valor de la personalidad induda-
blemente cuando se le altera de modo tal que se
le denigra y se le hace objeto de burla. Tampoco
es compatible con la dignidad de la persona hu-
mana que se subordine su nombre a las exigen-
259
 Si se echa una mirada a la amplia bi-
bliografía sobre los derechos fundamenta-
les desde la entrada en vigor de la Ley
Fundamental, surge entonces la objeción
de que la función de protección, que el
Estado está llamado a ejercer para la
salvaguardia de los derechos fundamenta-
les, consiste en que con ellos se depara
al individuo una esfera reservada, en la
que el Estado no tiene acceso, o si lo tiene
es sólo de manera reglamentada legal-
mente y, así pues, reducida. Se abandona
el carácter de esta esfera reservada,
si se somete los derechos fundamentales
a una reserva, pues con esto se incluye a
los derechos fundamentales en la ordena-
ción del todo social y se los subordina
cias de la técnica y que se le degrade de tal ma-
nera que el aludido sea reducido a un mero objeto.
Estas consecuencias pueden resultar también de la
alteración de una sola letra en el interior de un
nombre. Pero no se puede considerar que existan
cuando se trata de una alteración en el modo de
escribir el nombre en un sector muy reducido y
que no tiene trascendencia pública, cuando la alte-
ración no tiene ninguna significación para la iden-
tidad de la persona y sus conciudadanos no ven
en ello ninguna degradación.» ¡Menos mal! Este es,
a fin de cuentas, un método tan alemán como se-
guro de perjudicar una causa buena reduciéndola
al absurdo.
260
a necesidades y apetencias reales o su-
puestas.
Se justifica esto con la transformación
de la estructura y funciones del moderno
Estado. Esta transformación no la discu-
te nadie. Junto al Estado que interviene
soberanamente ha aparecido el Estado
que presta servicios, que es tan imprescin-
dible para la vida cotidiana como el Esta-
do soberano. Tampoco se puede perder
de vista que mediante el desarrollo técni-
co-social la red de relaciones y entrama-
dos supraindividuales se ha hecho cada
vez más espesa, con lo que la libertad de
movimientos en la esfera social se ha es-
trechado también progresivamente para
el individuo.
Los derechos fundamentales no ofrecen
ninguna protección contra ese estado de
cosas. Pues las transformaciones sociales
indicadas no afectan a la libertad en cuan-
to tal, sino que limitan las condiciones de
su ejercicio. Penetran insensiblemente,
por decirlo así, la protección de la liber-
tad que prestan los derechos fundamen-
tales. Pero el intento de ampliar los dere-
chos fundamentales mediante la introduc-
ción de una reserva social en el Estado
261
 prestador de servicios debe fracasar por
la ambivalencia de esa reserva. Pues aun-
que fuera posible, cualquiera que sean los
caminos interpretativos, vincular al Esta-
do prestador de servicios a los derechos
fundamentales por encima del principio
de la igualdad, no se podría negar que la
vinculación social no sólo afecta al Esta-
do, sino también a la libertad entendida
de esa manera, con la consecuencia de
que semejante libertad podría ser limi-
tada apelando a un interés general real o
pretextado.
Esto no redunda en absoluto en benefi-
cio de la libertad, cuyo ejercicio se ve
paulatinamente más limitado por el de-
sarrollo técnico-social. Los derechos fun-
damentales no ofrecen tampoco protec-
ción contra este estado de cosas. Todos
los intentos de extraer de ellos una tal
protección, en realidad resultan más bien
una destrucción de su función protectora.
Por ello aparece tanto m á s aconsejado
mantener la función protectora de los de-
rechos fundamentales dentro de los lími-
tes de eficacia que,desde siempre se les
atribuyó, y que permitió presentarlos co-
262
mo defensa frente a intervenciones so-
beranas.
Las institucionalizaciones derivadas de
los derechos fundamentales suponen un
fenómeno especial (2). En este sentido, el
Tribunal Constitucional Federal ha deci-
dido que únicamente organizaciones de
empresarios de un solo ramo disfruten de
la capacidad para celebrar pactos salaria-
les. (Tomo 4.°, pág. 96 y ss.). La frase de-
cisiva de la sentencia reza como sigue:
«La interpretación del Tribunal laboral,
en el sentido de privar a las asociaciones
mixtas de empresarios de la capacidad pa-
ra concertar pactos .salariales, no permite
entrever a la luz de un semejante modo
de entender el art. 9.°, ap. 3, de la Ley Fun-
damental una transgresión de la libertad
de coaligación». En el art. 9.°, ap. 3, de la
Ley Fundamental no se dice, sin embargo,
una palabra sobre el particular. Se trata
de un modo de interpretarlo que se de-
termina desde el exterior.
La resolución vale en la misma manera
(2) A este respecto, cfr. CARL ScHMrrr, Freí-
heitserechte una institutionelte Garantie, 1931, tam-
bién recogido en Verfassungsrechtliche Aufsatze,
1958, págs. 140 y ss. y 167 y ss. "
263
 para las organizaciones obreras. H a c e
prácticamente inatacables a las organiza-
ciones de obreros y empresarios, pues és-
tas tienen ya ocupado el campo de orga-
nización sobre el que se despliega la ca-
pacidad para concertar acuerdos salaria-
les. De esta forma aparecen privilegios.
Normalmente está claro el alcance políti-
co de ésta resolución. La exigencia de co-
gestión no se puede plantear, pues, más
que a iniciativa de un sindicato unitaria-
mente privilegiado. En los países donde
varios sindicatos compiten por el favor
de los obreros una exigencia semejante
sería irrealizable, y es ésta la razón por lo
que ni siquiera se plantea. Aquí aparece
clara la eminente significación constituti-
va de la resolución del Tribunal Constitu-
cional Federal.
Hay derechos fundamentales cuyo ejer-
cicio está vinculado a una organización o
movimiento, como la libertad religiosa a
una comunidad de esta clase o la libertad
de prensa a.una empresa. En el caso de la
libertad religiosa, la Constitución ha to-
mado cuenta de esta circunstancia al ga-
rantizar a las Iglesias y a las asociacio-
nes reunidas en torno a una concepción
264
del mundo y equiparadas a las primeras
u n a especial situación jurídico-pública
(art. 140 Ley Fundamental, art. 137 Cons-
titución del «Reich» de Weimar). Seme-
jante garantía falta en el caso de los mo-
dernos medios de comunicación de masas.
El Tribunal Constitucional Federal se la
ha buscado a la televisión en la famosa
«sentencia de la televisión» (Tomo 12, pá-
ginas 205 y ss.). El pasaje decisivo dice lo
siguiente: «El artículo 5.° de la Ley Fun-
damental exige que en cualquier caso no
se entregue este moderno instrumento de
formación de opinión ni al Estado ni a
un único grupo social. Los organizadores
de programas de televisión deben estar
organizados de tal manera que todas las
fuerzas que hayan de considerarse puedan
ejercer influencia en sus órganos y hacer
sentir su opinión en la programación ge-
neral, y que existan para el contenido de
esta programación unos principios diri-
gentes obligatorios que garanticen un mí-
nimo de equilibrio y objetividad en los
contenidos y respeto mutuo». Se trata del
mismo caso que en la capacidad para con-
certar pactos salariales: la Constitución
no dice nada sobre la estructura de la te-
265
 levisión. La interpretación de la norma es
absolutamente exterior a la norma mis-
ma. El campo de organización descrito
está ocupado por los organismos existen-
tes. Introducirse en él, es algo que parece
imposible (3). El resultado es el privilegio
de los organismos existentes, que vienen
protegidos por la Ley Fundamental con-
tra el Estado. Así se pudieron convertir
los organismos de televisión en lo que to-
do enterado podía prever: guaridas de
«diques». Las emisiones muestran lo que
ha quedado de aquel «mínimo de equili-
brio y objetividad en los contenidos y de
respeto mutuo».
Aspiraciones semejantes se hacen pa-
tentes en el ámbito de la Prensa. Inquietos
periodistas se han preocupado celosamen-
te de que el derecho de toda persona a la
expresión libre de la opinión se convier-
ta en un privilegio estamental. Esta es la
(3) Debería, sin embargo, aceptarse que el desa-
rrollo técnico sobrepasará los fundamentos de la
«sentencia de la televisión», que descansa en la
suposición que para la televisión tan sólo se dis-
pone de un número reducido de canales. Sin em-
bargo, se debería contar con un drástico aumento
de los canales y con nuevas formas de transmisión
(por cable). Todo esto podría desatar una nueva
batalla por los privilegios.
266
consecuencia que se produce naturalmen-
te .cuando dirigen este derecho de defensa
contra el editor-empresario en lugar de
contra el Estado, que es como se había
pensado y formulado este derecho. Las
cosas han avanzado entre tanto de tal ma-
nera que resulta desacertado incluso re-
cordar que también el editor de un dia-
rio está en posesión del derecho a la liber-
tad de expresión y a la libertad de prensa.
Pero sea como sea, el derecho fundamen-
tal a la libertad de expresión no da nin-
guna base para la «libertad interior de la
prensa» que reclaman los periodistas. Si
esa «libertad interior de la prensa» tiene
sentido, o es acaso necesaria, es una cues-
tión que sólo puede ser contestada p o r
personas que conocen más de cerca el ofi-
cio, y ha de ser evitada en este lugar. Aquí
interesa sólo la circunstancia de que no
se puede apoyar en la Ley Fundamental.
Los derechos fundamentales han mos-
trado una eficacia que queda tan aparta-
da de su función política y de su inma-
nente lógica que nadie podía prever. Pues
aquello que los derechos fundamentales
querían extirpar en su raíz, ha manteni-
do su presencia en el sistema jurídico: el
267
 privilegio. Pero que el derecho fundamen-
tal a la igualdad general se ha quedado
en la estacada es algo sobre lo que apenas
si se ha reflexionado. Por ello no ha de ex-
cluirse que continúe la marcha hacia un
Estado de privilegios y que el periodista
—¡cuidado! una profesión con una ima-
gen profesional inestable en todos los as-
pectos (lo que también puede ser la ra-
zón de su fuerza)— se alce en el estamen-
to privilegiado. Por su honrosísima histo-
ria no se merecerían los derechos funda-
mentales semejante mala pasada.
268
CONCLUSIONES
Es hora de hacer balance. La ojeada so-
bre los datos de la República Federal no
deja ninguna duda de que ésta ya no es
un Estado en el sentido habitual de la pa-
labra. La incapacidad para autorrepresen-
tarse espiritualmente pone de manifiesto
que ya no representa a lo concreto-gene-
ral, que ha quedado de esta manera sin
representación. Esta es una contestación
de alcance práctico, sobre la que hemos
de volver. Sería absurdo hablar de sobe-
ranía en el sentido de un poder supremo
y permanente. Los fundamentos de la do-
minación política, defendidos, si acaso,
sin convicción por los representantes de
la República Federal se ha evaporado.
Un Estado semejante sería inimagina-
ble en las condiciones del siglo xix. En
todo caso se lo habría llevado un ligero
soplo de la historia. Hoy es todo distinto.
269
 Los puntos de vista que aquí se mantie-
nen no deberían ser interpretados como si
pusieran en duda la estabilidad de la Re-
pública Federal y pronosticaran su pron-
ta desaparición. La República Federal, co-
mo lo demuestra una simple mirada por
encima y al margen de todas las derrotas
en lo cotidiano de la política, es conside-
rablemente más estable que la República
de Weimar, en la que aún existía cierta-
mente alguna conciencia de lo que signi-
ficaba la dominación política.
Esta estabilidad debe agradecerla la Re-
pública Federal a dos factores que están
igualmente condicionados por el desarro-
llo de la sociedad industrial. El primero
es el paso al Estado de servicios. El hom-
bre moderno vive en formas artificiales
de existencia. Está destinado a los cuida-
dos (previsión de la existencia) y, en no
menor medida, a aseguramientos sociales
que le ofrece el moderno Estado social.
Consecuencia forzosa de ésto es una trans-
formación de la mentalidad política. Para
aquellos que han pasado a hacer realidad
una relación de dependencia con respec-
to al Estado —y esto debería afectar a la
gran mayoría de la población—, el Esta-
270
do ya no puede ser objeto de ideologías
políticas de cualquier clase.-Estas han de
subordinarse más bien al interés prima-
rio en el funcionamiento de los sistemas
de servicios vinculados al Estado. De es-
te modo surge una nueva forma de esta-
bilidad que ya no tiene la necesidad de los
habituales medios de coacción de la poli-
cía. Esto acostumbra a descuidarse. Una
vez que con el final del Estado también
se ha perdido el perfil espiritual de la po-
licía, le resulta a ésta difícil presentar una
buena imagen en la política cotidiana,
habiendo ya aceptado esta consecuencia;
esta situación podrá perdurar en la medi-
da en que sigan dándose las normalida-
des en las que se ha instalado la vida po-
lítica, social y económica.
El segundo factor es el desplazamiento
del peso específico de la ordenación polí-
tica global en dirección a la sociedad in-
dustrial. El Estado ha perdido con ello
en evidencia, sin que la sociedad indus-
trial haya ganado en transparencia. Lo
concreto-general no posee ya ninguna ins-
tancia. La protección de los intereses de
todos alcanza tan lejos como los consen-
sos de la mayoría respectiva que se reali-
271
 juicio global el todo social. La amplia
zan en las agrupaciones de los intereses
organizados. franja intermedia entre ambos extremos,
que es el escenario propio de una forma-
La consecuencia es la pérdida de segu-
ción de opinión trabajada y diferenciado-
ridad del individuo. Se ve en un ambiente
ra, está prácticamente cerrada al pensa-
que está ocupado y dominado por gran-
miento crítico.
des estructuras. Estas grandes estructu-
Era tarea de la ciencia social, en parti-
ras en que se presenta la sociedad indus-
cular de la sociología, y esto desde un
trial permanecen cerradas a su compren-
principio, mediar entre el individuo y su
sión, puesto que su ámbito vital y de ex-
entorno social. En qué medida también
periencia no llega a ellas. Aquí no existe
ésta se encuentra afectada por esta situa-
ya la publicidad que el movimiento libe-
ción, se puede apreciar por la circunstan-
ral había conseguido para el Estado, aun-
cia de haber invertido una porción impor-
que fuera éste un éxito que perdería rápi-
tante de su potencial intelectual en las
damente realidad. No se puede esperar de
discusiones metodológicas. Helmut Schels-
la Prensa ningún equivalente de la publi-
ky (1) ha caracterizado en 1945 la situa-
cidad. La Prensa misma ha tomado for-
ción de los sociólogos de la siguiente ma-
mas de gran estructura, lo que le hace
nera: «Con ello me parece a mí ser apre-
problemático cumplir la tarea que le ha
ciable el final de las discusiones ideológi-
impuesto la Constitución de ser «forma-
cas en nuestra historia social; los funda-
dora de la opinión pública».
mentos real-sociológicos de la época de la
Con esta situación se han superado am- Ilustración comienzan ya a desaparecer.
pliamente las condiciones de formación La crítica frente a la sociedad ya no se
de la opinión pública, que había sido re- puede conducir de una imagen del orden
conocida como fuerza política durante el a otra, sino que se ha convertido en una
siglo xix. Hoy sólo le restan al observa-
dor crítico dos posibilidades: reaccionar (1) H. SCHELSKY, Der Realit'dtsverlust der moder-
a los sucesos de cada día, lo que quiere nen Geselleschaft, en Auf der Suche nach der Wir-
decir mucho, o afirmar o rechazar en un klichkeit, 1965, págs. 391 y ss. y 397.

273
272 18
crítica universal. Este prescindir de una
orientación, que las más de las veces era
ideológicoilusionaria, sobre la totalidad
social, esta desorientación reafirmada de
la autoconciencia social sale a la luz con
la mayor claridad en la falta de funciones
de los intelectuales: su tarea, representar
los intereses del todo social frente a los
individuos y viceversa, ha desaparecido;
hoy sólo les queda la posibilidad de inte-
grarse servicialmente en la funcionalidad
burocráticamente dirigida de las grandes
organizaciones, o cumplir por su parte un
giro hacia lo privado,hacia la intimidad de
conventículos, de amistades intelectuales
o de cualquier otro tipo de grupos aisla-
dores de las más reducidas dimensiones».
Es extremadamente aleccionador v o l -
ver sobre los pensamientos fundamenta-
les de ese análisis después de dieciséis
años. En vista del hecho de que los inte-
lectuales ya no han vuelto a tomar la pa-
labra, sino que han tomado una posición
exclusivamente dominante en el mercado
del libro, se ofrece la siguiente alternati-
va: o el análisis es falso o los intelectua-
les de hoy han encontrado la piedra filo-
sofal (en la que Schelsky no cree), y han
274
descifrado la esencia de las actuales su-
perestructuras.
Ahora bien, está claro que no se puede
hablar muy en serio de un semejante des-
ciframiento. Este permanece fuera de to-
da expectativa razonable. El mundo con-
temporáneo se transforma a un ritmo
tan impresionante que no lo pueden se-
guir los procesos de dominio intelectual
cuyas decisiones temporales no se pue-
den acelerar. Sólo generaciones posterio-
res acertarán a comprender la significa-
ción transformadora del mundo de la di-
visión del átomo o de la navegación espa-
cial. Nosotros no conocemos el mundo en
que vivimos, y a este conocimiento del
mundo sólo en una muy modesta manera
contribuye el presente libro: en el senti-
do, ciertamente, de que ahora no es ne-
cesario ya pensar en términos de la reali-
zación social, sino desarrollar un pensa-
miento en las categorías de la realización
técnica. Esto vale también para las super-
estructuras de la moderna sociedad in-
dustrial que ya no se puede comprender
en el marco de las limitaciones estatales.
De todo ello no se percibe nada en las
modernas ideologías. Se mueven é s t a s ,
275
«con variationi» y no infrecuentemente
apelando a una alta intelectuailad, mer-
ced al acopio de la realización social. Esto
sólo puede tener lugar mediante un aisla-
miento frente a todo tipo de experiencia
e implica un estricto romper con la
tradición y el descrédito de todos los con-
ceptos y representaciones que compren-
dan el elemento de experiencia como la
religión, el «ethos», las costumbres o las
formas de cortesía. En esta medida estas
ideologías son las beneficiarías de la des-
trucción del irracionalismo a través del
proceso técnico. Sin él no serían pensa-
bles. La emocionalidad con que esas ideo-
logías han sido recibidas por una capa
específica, la de los estudiantes, ha trans-
formado e s a s ideologías racionalmente
concebidas en una nueva forma de irra-
cionalidad. Por otra parte, esta emociona-
lidad, que recubre la capacidad de pensa-
miento crítico y le sitúa fuera de funcio-
namiento, es condición de su difusión. El
hecho de que los adeptos de estas ideolo-
gías no pierdan ocasión para asegurar que
son críticas, no refuta esta contestación,
sino que la confirma. (El caso es el mis-
mo que el de la política educativa, una ca-
276
lificación que apareció cuando la educa-
ción estaba en sus últimos momentos).
Las ideologías políticas sin base de expe-
riencia y sin referencia a la realidad ca-
recen de repercusiones, y, como todo io
que en el campo de lo político-espiritual
carece de repercusiones, no son interesan-
tes, sino principalmente tediosas. Por eso,
para no permanecer irrelevantes, sólo les
queda la huida hacia adelante: el terror.
Esta salida es lógica, dado el elevado gra-
do de emocionalidad de sus seguidores, y
alcanza gran éxito. De hecho una comuni-
dad de tan alto grado de complejidad co-
mo la República Federal es desproporcio-
nalmente mucho más vulnerable que las
comunidades de tiempos pasados, ofre-
ciendo al terror, por ello, numerosos pun-
tos débiles. Lo que las ideologías han ob-
tenido, nada menos que un transforma-
ción de la totalidad del paisaje político,
no se lo deben a la fuerza de convicción
de sus objetivos, sino a sus medios.
En esto son también las ideologías be-
neficiarías del proceso técnico. Pues to-
pan con un Estado que ya no está en con-
diciones de salirles al paso con argumen-
tos espirituales y que, por ello, tampoco
277
sabe hacer una utilización convincente de
los medios de coerción de que dispone y
ha adoptado el izar bandera blanca co-
mo un ritual. Está de más dar pruebas de
todo esto.
Estas consideraciones nos vuelven a lle-
var a la cuestión principal de esta obra:
¿estará la República Federal en situación
de imponer su función crítica y, en caso
de necesidad, obstaculizadora frente al fu-
turo discurso del proceso técnico? Para
poder apreciar correctamente el papel del
Estado en su enfrentamiento con el te-
rror se necesita reflexionar en los siguien-
tes términos.
Visto el fenómeno en un contexto his-
tórico de mayor ámbito, la revuelta estu-
diantil supone un intento de negativa a
adecuarse a las formas existenciales que
ha producido el proceso técnico y que to-
davía, a juzgar por las previsiones, ha de
modificarlas esencialmente. Pues también
las superestructuras sociales que se ata-
can como capitalistas son productos de
este proceso. Ya no se puede dudar de la
fuerza de realización que le es propia.
Esto también está presente en la concien-
cia de la táctica revolucionaria que se ha
278
dirigido, principalmente y con éxito, con-
tra los centros estatales de enseñanza, pe-
ro que evitó cuidadosamente acercarse a
los núcleos del poder de la sociedad in-
dustrial. Todo habla en el sentido de que
en el caso de las revueltas estudiantiles
se trata de dificultades de asimilación que
desaparecerán ante el incesante progreso
del proceso técnico y de la transforma-
ción de las disposiciones anímicas, y, con
ello, de la autoconciencia social resultan-
tes de dicho proceso. En cualquier caso,
nada rechaza el análisis de Schelsky so-
bre el papel de los intelectuales en la so-
ciedad contemporánea. Aunque ya no se
considerará posible la retirada de la auto-
conciencia social a pequeños grupos de
naturaleza íntima, casi la única posibili-
dad de supervivencia en los difíciles años
de la guerra y la postguerra. Los peque-
ños grupos basados en la intimidad como
la familia y la vecindad, han sido desgra-
nados por la expansiva racionalidad en
el proceso social y han perdido sensible-
mente importancia.
El Estado no ha superado la prueba de
resistencia que le ha presentado el movi-
miento estudiantil. Sin embargo, nada se-
279
ría más desacertado que privarle, p o r
ello, de su condición de potencia política.
En lo que se refiere a la consistencia po-
lítica del Estado se ha de proceder hoy
con arreglo a cánones muy distintos. Ba-
jo la Constitución del «Reich» de Weimar
era opinión general y, por lo demás, co-
rrecta la de que resultaba perjudicial pa-
ra la estatalidad que el Estado entrara en
estrechas y recíprocas relaciones con las
fuerzas sociales organizadas. Hoy todo es
de otra manera. El Estado ya no es el nú-
cleo esencial del actual todo social, sino
la propia sociedad industrial, y este nú-
cleo esencial viene caracterizado por el
lema «pleno empleo y elevación de la ren-
ta nacional». Ante este lema pierden su ob-
jeto tanto las diferencias de clase como
todo el vocabulario tomado de la realiza-
ción social.
Pleno empleo y elevación de la renta
nacional están en unas condiciones que
no dependen tan sólo de la sociedad in-
dustrial. Esta se ve remitida al Estado
que se ha procurado, especialmente me-
diante la Ley de Estabilidad, un instru-
mentario para poder cumplir esta tarea.
Además, la sociedad industrial depende
280
de xa distribución social, que sólo se pue-
de realizar con medios estatales. La unión
de Estado y sociedad industrial es indi-
soluble, y de ella depende el funciona-
miento del todo social.
Por todo ello, nada sería más equivoca-
do que continuar pensando con las cate-
gorías de la época de Weimar. Su entre-
cruzamiento con la sociedad industrial no
debilita a la República Federal, sino que
le fortalece y es tal vez el único recurso
adecuado para darle permanencia. H a y
que fijarse que esa función del Estado no
se llegó a poner a prueba durante la re-
vuelta estudiantil. Sus víctimas lo fueron
hasta ahora centros de enseñanza, cuya
merma puede soportarla la sociedad in-
dustrial provisionalmente, pero nunca
a la larga. Esta puede ciertamente su-
plir el déficit educativo mediante prue-
bas de ingreso y cursos adicionales de
formación y también puede mantener apar-
tados a elementos indeseados mediante
listas negras. Pero si se llegase a acciones
que afectaran al núcleo esencial del todo
social —pleno empleo y creciente renta
nacional—, habría entonces q u e contar
con reacciones defensivas tanto del Esta-
281
do como de la sociedad industrial, capa-
ces de responder, por lo menos en la mis-
ma medida, a la intensidad del ataque. Es
hasta esperable que estas medidas supe-
rarán las que se acostumbran a tomar por
un Estado íntegro para defenderse contra
ataques a su ordenación. Posiblemente
revestirían las formas de la guerra civil,
y qué es la guerra civil lo sabemos, co-
mo más tarde a lo sumo, desde Thomas
Hobbes.
Para la sociedad industrial no existe
elección. Necesita del Estado no sólo por
las razones apuntadas, sino también por-
que la diplomacia, la justicia, el sistema
financiero o la policía —por citar sólo al-
gunos— son asuntos que no le correspon-
den. El análisis de la República Federal
que se ofreció en los capítulos preceden-
tes muestra el continuo proceso de des-
trucción de todas las estructuras que
apuntan a una posición de soberanía y la
amplia eliminación de los elementos de
dominación soberana. Todo esto justifica
la conclusión de que la República Federal
ya no responde a los criterios de estatali-
dad válidos desde hace siglos. Pero sería
errado predecirle un pronto final.
282
Los factores que aseguran la estabili-
dad del todo social se reparten actualmen-
te entre el Estado y la sociedad industrial,
pero el peso preferente descansa sobre
ésta última. Por eso, encuentra la Repú-
blica Federal propiamente sus apoyos en
su fusión con la sociedad industrial. Los
límites de esta estabilidad no se han de
perder de vista, por lo demás. Los auto-
res de la Ley Fundamental, en una inter-
pretación que no deja de ser dudosa, de
las experiencias habidas con el art. 48 de
la Constitución del «Reich» de Weimar han
prescindido conscientemente de disponer
precauciones constitucionales para el ca-
so de una amenaza de la seguridad y el
orden públicos. La complementación de
la Ley Fundamental mediante la llamada
legislación del estado de necesidad ape-
nas si ha modificado esta situación. Lo
que en verdad regula esa legislación son
casos de tensión y defensa, y la introduc-
ción de las Fuerzas armadas en la Consti-
tución: tan sólo el art. 87a, ap. 3, de la
Ley Fundamental se refiere a la interven-
ción de las Fuerzas armadas «en apoyo
de la Policía y del Cuerpo de Vigilancia
de Fronteras para la protección de obje-
283
tivos civiles y en la lucha contra sedicio-
sos organizados y equipados militarmen-
te». Bajo estas circunstancias no resulta
factible casi en ningún sentido hablar de
una regulación del estado de necesidad.
Pero sería contradictorio para una va-
loración realista de la República Federal,
como se la ha analizado en la presente
obra, si se quisiera ver en la falta de una
regulación del estado de necesidad una
laguna que se debiera cubrir. Las mejo-
res regulaciones del estado de necesidad
carecen de utilidad si no se tiene la fuer-
za para hacerlas valer en determinados
casos. Sería al menos precipitado atribuir
esa fuerza a la República Federal. Hay un
indicio que lo justifica. El art. 9.°, ap. 2,
de la Ley Fundamental declara prohibi-
das las asociaciones que se dirijan contra
el orden constitucional. En contra de es-
ta norma imperativa, las instituciones de-
jan vía libre a organizaciones cuya fina-
lidad es manifiestamente anticonstitucio-
nal por temor a las posibles consecuen-
cias de una intervención. Bajo estas cir-
cunstancias es difícil creer en el sentido
de una regulación de necesidad. Por lo
demás, hay que distinguir el estado de
284
necesidad de aquellas reacciones defensi-
vas estatales y sociales contra ataques di-
rigidos contra el núcleo esencial de la es-
tructura de la sociedad industrial de las
que ya hemos hablado. Tales ataques, en
el momento en que fueran peligrosos, re-
presentarían propiamente la situación de
gravedad, y provocarían un estado de ex-
cepción cuyo cobijo jurídico sería un pro-
blema «sui generis».
Esta consideración queda, sin embargo,
más allá del horizonte estatal de la Repú-
blica Federal. Su condición estatal des-
cansa sobre la presuposición de situacio-
nes de normalidad, y depende de ellas.
Ahora bien, todas las constituciones se
fundan en presuposiciones de esa índole,
sin las que no podría darse ninguna cons-
titución como sistema de normas, porque
sólo lo que se presenta como normal pue-
de estar sujeto a normas. En Balzac se lee
«le diable est un souverain sans consti-
tution», mientras que Hermán Heller atri-
buye hasta a los ejércitos celestiales una
reglamento de ejercicio. Las primeras
constituciones del siglo xix nunca llega-
ron tan lejos de confiar incondicional-
285
mente en el mantenimiento de la normali-
dad presupuesta, y dispusieron especiales
precauciones frente a alteraciones de la
normalidad en la forma del estado de si-
tio o de poderes extraordinarios para el
ejecutivo.
Pero lo que en el siglo xix hubiera pa-
recido utópico, hoy ya no lo es. El pro-
ceso técnico, a parte del hecho de que ha
comportado una transformación del mun-
do como nunca anteriormente se había
producido, tiene unas repercusiones esta-
bilizadoras. Se funda sobre la normalidad
y la produce, con lo que no se ha de en-
tender por normalidad la inmutabilidad
sino la ausencia de transformaciones vio-
lentas. La estructura de la sociedad indus-
trial se aisla frente a sucesos violentos no
en el sentido de que evite que se produz-
can, sino de que los hace irrelevantes
—como, por ejemplo, los «événements»
de mayo de 1968 en Francia. Bajo estas
circunstancias, la confianza sin reservas y
sin necesidad de precauciones en la per-
manencia de los presupuestos de norma-
lidad posee argumentos por sí misma.
Más no se puede decir.
286
Después de todo ésto parece claro que
el Estado no se encontraría en situa-
ción de imponer al proceso técnico los
límites que reclama la humanidad (enten-
dida en el sentido literal, no emotivo y
amplio, de la palabra). Pues tales límites
supondrían ejercitar funciones de domi-
nación sobre la sociedad industrial. Pa-
ra ello necesitaría de un poder propio que
le falta a aquel Estado, que debe su esta-
bilidad y la posibilidad de su funciona-
miento a la sociedad industrial.
Este resultado suena más pesimista de
lo que es en realidad por las siguientes
razones. En la limitación de la técnica,
en el sentido aquí utilizado, limitación
que se ha de entender referida a los lími-
tes más exteriores, pero nunca contra la
realización técnica por principio, se trata
de una solución que ya no es posible en
el marco de los Estados y las sociedades
industriales individuales. No es una exa-
geración decir que esa solución sólo es
válida en grandes unidades regionales,
quizá tan solo alcanzable a escala mun-
dial. Como ejemplo se ofrece la degrada-
ción ambiental, que no sólo ataca ya a
287
ríos y ciudades, sino a los océanos y los proceso técnico como un eficiente defen-
continentes enteros. sor de la Humanidad. Pera ésto es sólo
Aquí se apunta una transformación de una posibilidad mentalmente concebida,
las cosas a consecuencia de la realización ningún pronóstico.
técnica. Las organizaciones interestatales,
que fueron creadas en momentos ideoló-
gicos agudos, como la Sociedad de Na-
ciones y la O.N.U., no han alcanzado el
eco que se esperaba de ellas, por más que
la última especialmente ha sido en algu-
nos casos de utilidad. Su eficacia se pro-
ducía, y se sigue produciendo, en regiones
donde el individuo no cuenta para nada.
En el caso de los efectos de la realización
técnica la cosa es distinta. Sus efectos al-
canzan al individuo positivamente, al do-
tar su existencia con comodidades de
todo tipo, y negativamente, mediante es-
trechamientos y privaciones, que de todo
hay y de lo que es un ejemplo actual la
destrucción del medio ambiente. Si se
acepta además que los portadores del pro-
ceso técnico hace tiempo que han saltado
las fronteras estatales, no es entonces
errada la conclusión de que del aunamien-
to de estos factores resulten las condicio-
nes de eficacia de una organización inter-
nacional que sea capaz de acompañar al

288 289
 ÍNDICE
Evocación del Estado 9
Estado y Sociedad 27_
La realización técnica TT
Realización técnica y orden político J¡^,
La autorrepresentación del Estado y su final. 77
Estatalidad y forma constitucional 95
Electores y Partidos 133
El Parlamento 155
Gobierno y Administración 173
La Planificación 191
Grupos de interés y acción concertada JjQ-
La jurisprudencia 211
Los derechos fundamentales jflQ-
Conclusiones 269

UNIVERSIDAD DESATANCA 291

I ' " 6402090569